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El amor y el reglamento.

Algunas personas piensan que el amor y las normas son cosas opuestas e incompatibles. Y, a veces,
uno encuentra este pensamiento también dentro de la Iglesia.
Pero, en realidad, el amor y las normas son cosas distintas pero inseparables: tan inseparables como
que Cristo es –inseparablemente– verdadero Dios y verdadero hombre; como que la Iglesia es –al
mismo tiempo– comunidad mística e institución visible; y como que el hombre es –inseparablemente–
espíritu y materia. Dicho sintéticamente: separar y oponer lo espiritual y lo concreto no sólo es
anticristiano, sino inhumano.
Al mismo tiempo, hay que mostrar que la unión inseparable de estas dos dimensiones, no las pone al
mismo nivel, sino que hay una “comunión subordinada” entre ambas:
– El Hijo de Dios no es “el resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Él se hizo
verdaderamente hombre sin dejar verdaderamente Dios” (CCE 464), porque “la humanidad de Cristo
no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido y hecho suya desde su
concepción” (CCE 466).
– Igualmente, “es propio de la Iglesia «ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos
invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo,
peregrina. De modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo
invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos». [SC 2]” (CCE
771).
– Y, en cuanto al hombre, “... el término «alma» designa... lo que hay de más íntimo en el hombre y
de más valor en él, aquello por lo que es particularmente imagen de Dios: «alma» significa el principio
espiritual en el hombre. El cuerpo del hombre participa de la dignidad de la «imagen de Dios»: es
cuerpo humano precisamente porque está animado por el alma espiritual, y es toda la persona humana
la que está destinada a ser, en el Cuerpo de Cristo, el Templo del Espíritu” (CCE 363-364).
También el amor tiene una superioridad sobre las normas: Jesús mismo nos dice que: “Amarás al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el
primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De
estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 37-40).
Al mismo tiempo, Jesús no opone el amor y las normas. En primer lugar, en el mismo texto
anterior, cuando Jesús dice que de esos “dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas” nos
está diciendo que hay más cosas que estos dos mandamientos (= “la Ley y los Profetas”), pero que
todas esas otras cosas dependen de estos dos mandamientos, que tienen el lugar supremo.
Además, Jesús mismo nos da normas. Al “joven rico” que le pregunta qué debe hacer, Jesús le
responde: “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos” (Mt 19, 17). Y en el Sermón de la
Montaña Jesús profundiza –incluso– la exigencia de algunos mandamientos y observancias del Antiguo
Testamento: seis veces nos dice Jesús: “Ustedes han oído que se dijo a los antepasados... Pero yo les
digo...” (Mt 5, 21-48). A continuación, en Mt 6 nos recomienda tres prácticas muy concretas: la
limosna, la oración y el ayuno. Y en Mt 18 nos da normas sobre la corrección fraterna (18, 15-17) y el
perdón mutuo (18, 22), además de otras recomendaciones prácticas (y, algunas de ellas, severas: cf. 18,
8-9). Porque Jesús mismo nos dice: “No piensen que vine para abolir la Ley o los Profetas: yo no he
venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt 5, 17). Y respecto de lo inseparable que son las
normas y el amor también nos dice Jesús explícitamente que “Hay que practicar esto, sin
descuidar aquello” (Mt 23, 23).
(Y se puede agregar Juan 15, 9-15...)
Finalmente, Jesús también da a Pedro (Mt 16, 19) y a los Apóstoles (18, 18) un “poder de atar y
desatar” que “significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y
tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de
los apóstoles y particularmente por el de Pedro, el único a quien El confió explícitamente las llaves del
Reino” (CCE 553).
Dentro de este último grupo de normas –que no han sido establecidas por Jesús mismo, sino por los
sucesores de los Apóstoles a lo largo de los siglos– hay algunas normas que son modificables; pues así
como ellos las “atan” también las pueden “desatar”.1 Pero siempre hay que recordar que son ellos –el
sucesor de Pedro y los sucesores de los Apóstoles, es decir, el Papa y los Obispos en comunión con él–
quienes tienen esta autoridad de “atar y desatar” otorgada por Jesús.
Puede suceder que una norma dada, en cierto momento empiece a manifestarse como inadecuada
para el fin que se pretende. Pero, si esto sucede, lo pertinente es manifestarlo a aquellos que tienen la
autoridad y la responsabilidad de adaptar la norma. Es el modo transparente, leal y comprometido de
buscar el bien de todos. De lo contrario, si –a espaldas de quienes establecen las normas– hacemos
otra cosa, estaremos atentando contra la comunión eclesial.

1
Otras normas que están dentro de este último grupo no son modificables en su esencia porque –si bien no las estableció
Jesús mismo– algunas son explicitaciones o actualizaciones de la enseñanza o de los principios que nos dio Jesús; y otras
normas son explicitaciones de la Ley Natural que nos ha dado nuestro Creador.
Además, –si soy medianamente humilde– debería sospechar de mí mismo, si me creo más
“misericordioso” que la Iglesia como para establecer normas “más bondadosas” (y en realidad estoy
relajando la norma, u omitiéndola); o más “puro” que la Iglesia como para establecer normas “mejores”
(y, en realidad, estoy “atando cargas pesadas y echándolas a las espaldas de la gente”, dificultándoles la
entrada en el Reino de Dios: cf. Mt 23, 4.13).
Dios nos ayude –en estos tiempos difíciles– a mantener la comunión eclesial con sabiduría y bondad;
para eso roguemos que nos envíe su Espíritu, por Jesucristo nuestro Señor.

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