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La comunión es unidad en la diversidad.

Una de las mayores dificultades en la vivencia de la comunión eclesial, es que hemos


perdido de vista al supremo misterio de Comunión, que es la Trinidad divina. Y, aunque Karl
Rahner ya denunció hace más de 50 años esa carencia, todavía no compensamos ese
desequilibrio histórico.1 Es más: es posible todavía hoy –dentro de la Iglesia– escuchar a
personas formadas, e incluso a miembros del clero, decir que el misterio de la Trinidad es
superfluo, por no decir, incomprensible e inservible.
Es cierto que hubo enfoques teológicos sobre la Trinidad que, por su frialdad y complejidad,
se alejaron de la mística y del amor que deberían impregnar naturalmente al mayor Misterio
de Amor. Pero las deficiencias que se cometen en relación con lo bueno, no deben alejarnos
de lo bueno (que sería la peor decisión), sino llevarnos a corregir esas deficiencias.
Recuperar nuestra atención al misterio –lleno de Vida, Luz y Amor– que es la Trinidad, es
revitalizar nuestra vivencia cristiana personal y comunitaria. Y dejar de lado el misterio de la
Trinidad es condenarnos (como lo hemos estado) a una religiosidad individualista. El
razonamiento es sencillo: Si Dios es Comunión de Personas en un amor infinito, y el ser
humano está creado “a imagen de Dios”, entonces la comunión será el valor supremo también
para la vida humana y cristiana.
Pero tampoco tenemos muy claro qué es comunión, a causa –también– de nuestra falta de
atención al misterio de la Trinidad. Sobre todo, los católicos latinos solemos confundir
“comunión” con “uniformidad”. Pero la uniformidad no es bien, pues vemos que la misma
Trinidad es comunión de Tres bien distintos. La comunión es “unidad en la diversidad”. La
comunión es el “justo medio” entre la uniformidad –que anula la riqueza de la diversidad– y
la división, que atenta contra la solidez de la unidad.
La comunión es el valor más fascinante e impresionante, cuando se profundiza en el
misterio de la Divina Trinidad. Pues en la Trinidad contemplamos que ser Personas distintas
y tener diferentes propiedades personales no atenta contra la comunión, sino que es
constitutivo de la comunión: El Padre es sólo Padre, nunca fue Hijo y nunca lo será; el Hijo
es sólo Hijo, nunca fue Padre y nunca lo será; el Paráclito es sólo Paráclito, nunca fue Padre
ni Hijo, y nunca lo será.2
Incluso, podemos ver aquí un fundamento trinitario de la “soledad existencial” que a veces
experimentamos los seres humanos. Pues, a pesar de encontrarnos rodeados de personas –e,
incluso, rodeados de personas que nos aman– a veces experimentamos una soledad
incompartible, pues está basada en nuestra propia identidad personal, que es única e
irrepetible. Y contemplamos “algo así” en la Trinidad: en ella hay un sólo Padre, un sólo Hijo,
un sólo Espíritu Santo.3
Con esto, contemplamos que “en la comunión se produce la conjunción paradójica de la
unión común y de la soledad personal. Y esto también alcanza su cumbre en la Trinidad
Divina. Es “la infinita connaturalidad de Tres Infinitos” (CCE 256) en la que cada Uno es
único, y con una identidad personal irrepetida e irrepetible. Por eso, afirmando por un lado la
comunión infinita que son los Tres Infinitos, también podemos afirmar –paradójicamente– la
“infinita soledad” de cada Uno de Ellos. Soledad abismal y Comunión infinita, en la cual “un
Abismo llama a otro Abismo” (Salmo 42, 8) desde su propia interioridad, pues “a causa de”

1
K. RAHNER, “Advertencias sobre el tratado teológico «De Trinitate»”, en Escritos de Teología IV, Madrid
1962, 105-136. El original alemán es de 1960. Y luego, Rahner reelaboró esto y lo publicó en Mysterium Salutis
II.
2
En este sentido, ellos Tres son más distintos entre sí, que nosotros entre nosotros: un hombre de mediana edad
puede ser, simultáneamente, padre, hijo y “paráclito” (= amigo)... y encontrar fácilmente otro sujeto como él:
Dios Padre no tiene otro Dios Padre igual a él, sino a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo.
3
En este sentido, recordemos que Juan Duns Escoto –“el doctor sutil”– definía a la persona como “ultima
solitudo”, es decir, como “última soledad” o “soledad extrema” (ESCOTO, JUAN DUNS, Reportata Parisiensia, I,
d. 25. q. 2, n. 14). Con esto, Escoto anticipa temas de la filosofía existencialista contemporánea.
su “unidad el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el
Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo”
(CCE 255).” 4
También esto es un mensaje y un modelo para nosotros. Pues también los seres humanos
somos personas distintas y con diferentes propiedades personales. Y tenemos en común,
también, el pertenecer a la misma naturaleza humana. ¿Qué nos falta, entonces, cuando no
logramos la comunión? Pues nos falta tener las mismas actitudes: saber compartir, darse a
los demás, vivir los valores de Vida, Verdad y Amor, que fundamentan la comunión entre
nosotros, la resguardan y la acrecientan.
Ya San Pablo nos mostraba en su 1ª Carta a los Corintios (12, 12-26) que, si bien somos
“estructuralmente” distintos –como los distintos órganos del cuerpo– la común-unión se
produce si cada uno sabe compartir y sabe darse a los demás. Y, justamente por esto, esta
reflexión de San Pablo culmina hablando del amor, en su página más conocida: el himno a la
caridad (1 Cor 13).
Que la misma Trinidad divina nos ilumine para comprender con sabiduría el misterio de su
Comunión, y nos fortalezca para poder vivirla cada día, en la Iglesia y en el mundo.

4
J. FAZZARI, La Santísima Trinidad en el Catecismo de la Iglesia Católica, Buenos Aires, 2007; p. 433 (tesis de
licenciatura inédita).

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