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Resumen de la encíclica "Veritatis splendor"

Almudi.org. Resumen de la Encíclica "Veritatis Splendor" Juan Pablo II señala que no hay
libertad fuera de la verdad (Aceprensa 126/93)En la encíclica Veritatis splendor, fechada el 6-
VIII-1993 y recién hecha pública, Juan Pablo II explica detenidamente los fundamentos de la
moral. Al exponer la doctrina católica sobre este tema, tiene en cuenta la situación cultural y
social del presente, y valora críticamente algunas tendencias actuales de la ...

Juan Pablo II señala que no hay libertad fuera de la verdad

(Aceprensa 126/93) En la encíclica Veritatis splendor, fechada el 6-VIII-1993 y recién hecha


pública, Juan Pablo II explica detenidamente los fundamentos de la moral. Al exponer la doctrina
católica sobre este tema, tiene en cuenta la situación cultural y social del presente, y valora
críticamente algunas tendencias actuales de la teología moral. La encíclica -que resumimos
aquí- es una luminosa enseñanza sobre la libertad. No en vano procede de un Papa que ha
dicho que, si hubiera de escoger una frase de los Evangelios, se quedaría con ésta: "La verdad
os hará libres".
En la introducción, Juan Pablo II explica el motivo de la encíclica: «Recordar algunas
verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de
ser deformadas o negadas». El peligro viene de tendencias influidas por «corrientes de
pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva
con la verdad».
De ahí se siguen varios errores: se niega la doctrina sobre la ley natural; se rechazan
ciertas enseñanzas morales de la Iglesia; no se admite que el Magisterio pueda intervenir en
materia moral con instrucciones vinculantes; se duda de que los Mandamientos sean válidos en
toda circunstancia; se pone en tela de juicio el nexo entre fe y moral, como si sólo la primera
definiera la pertenencia a la Iglesia, mientras que habría que dejar las cuestiones sobre la
conducta al juicio de la conciencia individual.
Una moral alentadora
Antes de examinar pormenorizadamente estas cuestiones controvertidas, el Papa remite
a los fundamentos bíblicos con una penetrante meditación sobre el diálogo entre Jesús y el
joven rico (Mt 19, 16-22), que ocupa el capítulo primero de la encíclica. La pregunta «¿Qué he
de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?», subraya el Papa, no se refiere tanto a las
reglas que hay que observar, cuanto a «la aspiración central de toda decisión y de toda acción
humana». La pregunta es un eco de la llamada de Dios, Bien absoluto, que nos atrae hacia Sí.
De esta perspectiva se ha de partir para renovar la teología moral, como quiso el Concilio
Vaticano II, «de manera que su exposición ponga de relieve la altísima vocación que los fieles
han recibido en Cristo».
Juan Pablo II, así, presenta el fundamento de la moral cristiana en su horizonte amplio
y atractivo, con una exposición que oxigena, lejos de todo legalismo o rigorismo, de visiones
estrechas y casuísticas extenuantes. Al hilo del pasaje evangélico, muestra que la vida moral
es el crecimiento del hombre en la libertad.

Las exigencias del amor


«La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el
amor de Dios multiplica en favor del hombre -señala la encíclica-. Es una respuesta de amor».
Por eso, «reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que
derivan y al que se ordenan los preceptos particulares».
Los preceptos del Decálogo constituyen «la primera etapa necesaria en el camino hacia
la libertad». No son imposiciones externas a la persona, pues «Jesús lleva a cumplimiento los
mandamientos de Dios (...), interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo
brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las
mayores exigencias». Tampoco son el término de la vida moral: «Los mandamientos no deben
ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta
para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor».
Jesús indica el itinerario que comienza con el respeto de los mandamientos en sus
palabras posteriores al joven: «Si quieres ser perfecto... ven y sígueme». Por tanto, «seguir a
Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana». Esta configuración con Cristo
«no es posible para el hombre con sus solas fuerzas», sino que «es fruto de la gracia».
En este juego de la llamada de Dios y la respuesta humana se manifiesta «la dinámica
particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez».

La libertad reclama la verdad


El capítulo segundo examina algunas corrientes recientes de la teología moral, en
relación con la situación contemporánea. Empieza reconociendo lo valioso que tiene, a este
respecto, la cultura actual: «El sentido más profundo de la dignidad de la persona y de su
unicidad, así como el respeto debido al camino de la conciencia, es ciertamente una adquisición
positiva de la cultura moderna». Pero estas conquistas quedan, en algunas corrientes del
pensamiento de hoy, desvirtuadas por varias desviaciones: «Se ha llegado a exaltar la libertad
hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores»; «se ha
atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral»,
hasta llegar a «una concepción radicalmente subjetiva del juicio moral».
Tales errores están estrechamente relacionados con «la crisis en torno a la verdad»,
que lleva a «una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa
de la verdad de los demás». Esta crisis explica la paradoja de que nuestro tiempo, en que tanto
se ha exaltado la libertad, sea a la vez la época de los determinismos de toda clase. En efecto,
a menudo se pone en duda la libertad exagerando los condicionamientos históricos, sociales,
psicológicos, biológicos...

La justa autonomía del hombre


Algunas tendencias de la teología moral, influidas por esas corrientes de pensamiento,
coinciden en «debilitar o incluso negar la dependencia de la libertad con respecto a la verdad».
Por ello el Papa esclarece primero esta cuestión. Empieza por la relación entre la libertad y la
ley.
Ciertas corrientes teológicas plantean un pretendido conflicto entre la libertad y la ley,
porque piensan que el sometimiento a normas no creadas por el hombre -como la «ley natural»
de que habla la Iglesia- sería incompatible con su dignidad.
El Papa explica que la doctrina católica reconoce una justa autonomía del hombre. En
primer lugar, sólo Dios tiene poder de decidir sobre el bien y el mal, lo que no significa
arbitrariedad: «Dios, que sólo Él es bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el
hombre y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos». De modo que la
ley natural no manda otra cosa sino el mismo bien humano, y por eso es, a la vez que ley divina,
ley del propio hombre. Además, Dios ha dejado al hombre en manos de su albedrío. Así pues,
la «autonomía» consiste en que «el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del
Creador»; pero «no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y
las normas morales».
No ser autor de la ley moral no implica ser su esclavo o su cumplidor automático. Al
contrario, «la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen y
causa de sus actos deliberados».

Por encima de la diversidad de culturas


Otras críticas a la ley natural acusan a la doctrina moral católica de «naturalismo» o
«biologismo», en particular con respecto a la ética sexual. Cuando la Iglesia insiste en que se
debe respetar la estructura natural del acto sexual, se dice que presenta como leyes morales lo
que no son más que leyes biológicas. Tales interpretaciones, observa la encíclica, suponen no
entender la unidad de alma y cuerpo, olvidando que es en esta unidad donde la persona es
sujeto de sus actos morales.
Paralelamente, dividir alma y cuerpo lleva a la separación de naturaleza y libertad, origen
de otros errores. Poniendo la libertad al margen de la naturaleza se niega la universalidad de la
ley moral -que no sería, entonces, natural-. En realidad, puesto que las normas éticas derivan
de la común naturaleza humana, incluyen preceptos que obligan a todos y siempre.
¿Y la diversidad de culturas, a lo largo de la historia y contemporáneamente? ¿Cómo
sostener que unos mismos preceptos son válidos en todo contexto cultural? «No se puede negar
que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar -precisa
la encíclica- que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo
de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las trasciende. Este "algo" es la
naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición
para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad
personal de acuerdo con la verdad profunda de su ser».

Al servicio de la conciencia
El siguiente apartado («Conciencia y verdad») aborda las teorías que proponen una
interpretación «creativa» de la conciencia. Según éstas, la conciencia no puede limitarse a
aplicar normas universales, que no recogen las particularidades de las distintas situaciones y
personas. Por tanto, la conciencia estaría autorizada a salirse de la ley para justificar que se
haga lo que ésta prohíbe.
El Papa explica que la conciencia es testigo de la cualidad moral de la persona y de sus
actos; por eso actúa aplicando la ley al caso, pronunciando juicios de absolución y de condena.
Lo que sólo puede hacer porque reconoce el carácter universal de la ley. De modo que la
conciencia es la «norma próxima de la moralidad personal», justamente porque «la autoridad
de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está
llamada a escuchar y expresar».
Ciertamente, la conciencia puede errar. Pero «nunca es aceptable confundir un error
"subjetivo" sobre el bien moral con la verdad "objetiva"». Si el yerro se debe a ignorancia
invencible, el acto malo puede no ser imputable, pero no deja de ser un mal. La posibilidad de
errar muestra la necesidad de formar la conciencia, de «hacerla objeto de continua conversión
a la verdad y al bien». Y para juzgar con rectitud no basta conocer la ley de Dios: «es
indispensable una especie de "connaturalidad" entre el hombre y el verdadero bien», lo que se
consigue mediante la virtud y la gracia.
En consecuencia, los pronunciamientos de la Iglesia no quitan libertad a los fieles, pues
«la libertad de la conciencia no es nunca libertad "con respecto a" la verdad, sino siempre y sólo
"en" la verdad». En suma, «la Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia».

La opción fundamental
El tercer apartado del capítulo segundo trata de la teoría de la «opción fundamental»,
según la cual la cualidad moral de la persona depende de la orientación general que ésta haya
dado a su vida, por o contra el amor a Dios y al prójimo. Los actos concretos, en sí, importan
menos, de modo que -según esta postura- el pecado grave, que aparta de Dios, se da sólo en
la opción fundamental de rechazar su amor.
La encíclica señala que la doctrina cristiana reconoce la importancia de la opción
fundamental que compromete la libertad ante Dios: la elección de la fe. Pero si el hombre tiene
capacidad de orientar su vida al fin, la «ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos
determinados». Por tanto, «la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete
su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave».
En consecuencia, añade el Papa, conserva plena validez la doctrina que distingue
pecados mortales y veniales. No sólo por el rechazo explícito a Dios, sino ya por cualquier
desobediencia voluntaria de la ley moral en materia grave, se pierde la gracia santificante y -
mientras no se obtenga el perdón- la salvación.

La buena intención no basta


Después examina el problema, clásico, de las fuentes de la moralidad, a propósito de la
corriente actual llamada «teleologismo». Éste pone la moralidad en la intención, olvidando el
objeto del acto. Así, valora la intención según las consecuencias previsibles de la acción
(«consecuencialismo»), o según la proporción de sus efectos buenos o malos
(«proporcionalismo»), mirando si se busca la mayor proporción posible de bien o el mal menor.
Una conclusión de estas teorías es que no hay prohibiciones morales absolutas, que no
admitan excepciones. Un acto que violara normas universales negativas podría ser admisible si
el sujeto, con la intención puesta en los valores morales superiores, obrara según una
ponderación «responsable» de los bienes implicados.
A esto responde la encíclica que «el obrar humano no puede ser valorado moralmente
bueno (...) simplemente porque la intención del sujeto sea buena». A su vez, las consecuencias
previsibles son circunstancias que pueden variar la gravedad de una acción mala, pero nunca
hacerla buena. La fuente primordial de la moralidad es otra. «La moralidad del acto humano
depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad
deliberada». Por tanto, hay actos «"intrínsecamente malos": lo son siempre y por sí mismos, es
decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y de las
circunstancias». Para tener buena intención es imprescindible querer el bien y evitar el mal, y
algunos actos son en sí mismos no ordenables al bien.
La verdadera comprensión
El capítulo tercero de la encíclica destaca el valor insustituible del bien moral para la
sociedad, y presenta la vida moral de un modo realista y alentador. El camino del bien, explica
el Papa, aparece sembrado de dificultades, que es preciso afrontar con coraje. Sería ingenuo y
dañino pensar que se presta un servicio al hombre aguando la moral: así se facilitaría, más bien,
la destrucción de la convivencia y los atentados a la dignidad humana. Es responsabilidad de
los Pastores de la Iglesia recordar a los fieles las exigencias morales en toda su radicalidad y
pureza, pues la gracia de Dios capacita para vivir de acuerdo con ellas.
«La fe tiene también un contenido moral: suscita y exige un compromiso coherente de
vida». La Iglesia, al alentar a este ejemplo de vida sin rebajar las exigencias morales, no se
muestra falta de comprensión. «La verdadera comprensión y la genuina compasión deben
significar amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica»; pero «jamás significa
comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias».
Frente al relativismo, «sólo una moral que reconoce normas válidas siempre y para
todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia social».
Es fácil comprender que lo contrario lleva a que se multipliquen los abusos, en perjuicio sobre
todo de los más débiles, pues, una vez admitidas excepciones a la ley moral, más se exceptúa
quien más puede. Por eso, el Papa -como hizo ya en Centesimus annus (n. 46)- advierte del
peligro que representa «la alianza entre democracia y relativismo ético», que puede terminar en
un «totalitarismo visible o encubierto».

Aspirar a lo mejor
En las circunstancias actuales, en que se da un «oscurecimiento del sentido moral» -
prosigue la encíclica-, «la evangelización -y por tanto la "nueva evangelización"- comporta
también el anuncio y la propuesta moral». A este respecto, tienen una misión específica, junto
a la propia de los Pastores, los teólogos moralistas. A éstos compete esclarecer cada vez más
la doctrina moral y «dar, en el ejercicio de su ministerio, el ejemplo de un asentimiento leal,
interno y externo, a la enseñanza del Magisterio». No es su función reinventar o cambiar la
moral, ni ejercer el vedettismo: «El disenso, a base de contestaciones calculadas y de polémicas
a través de los medios de comunicación social, es contrario a la comunión eclesial». Sin olvidar
que el pueblo cristiano tiene derecho a recibir enseñanzas conformes con la fe.
Es deber de los obispos vigilar para que se respete este derecho de los fieles, evitando
la confusión. Así, les corresponde «reconocer, o retirar en casos de grave incoherencia, el
apelativo de "católico" a escuelas, universidades o clínicas, relacionadas con la Iglesia».
Juan Pablo II termina la encíclica con una declaración de -podría decirse- optimismo
antropológico, apoyado en la eficacia de la Redención obrada por Cristo. «El ámbito espiritual
de la esperanza siempre está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia divina y con la
colaboración de la libertad humana». La Iglesia confía en el hombre, en su capacidad para el
bien, sin duda debilitada por el pecado, pero que la gracia restaura y potencia hasta extremos
antes inimaginables.
Éste es el mensaje alentador de Juan Pablo II: lo mejor siempre es posible. Ahora que
en tantos lugares la corrupción rampante y la escalada del crimen hacen suspirar por una
renovación ética, el Papa recuerda que el ideal que propone la Iglesia es asequible. «A veces
(...) puede parecer como si la moral cristiana fuese en sí misma demasiado difícil: ardua para
ser comprendida y casi imposible de practicarse. Esto es falso, porque -en términos de sencillez
evangélica- ella consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse
a Él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia».
Ideas claves de la encíclica

- Para ser libre hace falta respetar la verdad sobre el hombre.


- Los mandamientos de la ley de Dios no deben ser entendidos como un límite mínimo
que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta hacia la perfección.
- Una adquisición positiva de la cultura moderna es el sentido más profundo de la
dignidad de la persona y del respeto debido a la conciencia. Pero estos avances no justifican
una concepción radicalmente subjetiva del juicio moral.
- El hombre goza de libre albedrío, pero solamente Dios tiene poder de decidir sobre el
bien y el mal.
- Puesto que las normas éticas derivan de la común naturaleza humana, incluyen
preceptos que obligan a todos y siempre. La naturaleza humana trasciende la diversidad de las
culturas.
- La conciencia puede errar. Nunca es aceptable confundir un error subjetivo sobre el
bien moral con la verdad objetiva.
- Los pronunciamientos de la Iglesia sobre cuestiones morales no menoscaban la
libertad de conciencia, porque esa libertad no es nunca "con respecto a" la verdad sino sólo "en"
la verdad.
- Es importante la opción fundamental de orientar la vida hacia Dios. Pero, aunque no
haya un rechazo explícito de Dios, se incurre en pecado mortal por una transgresión voluntaria
de la ley moral en materia grave.
- Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas
circunstancias pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla.
- Sería ingenuo pensar que se presta un servicio al hombre aguando la moral. La
genuina comprensión debe significar amor al verdadero bien de la persona, a su libertad
auténtica.
- La alianza entre democracia y relativismo ético priva a la convivencia de referencias
morales seguras.
Los teólogos moralistas, que aceptan la función de enseñar la doctrina de la Iglesia,
deben dar ejemplo de asentimiento al Magisterio. Los Obispos deben exigir que se
respete el derecho de los fieles a recibir la doctrina católica en su pureza e
integridad.

Copyright © Almudí 2014


Asociación Almudí, Pza. Mariano Benlliure 5, entresuelo, 46002, Valencia. España
Presentación de la encíclica
"Veritatis splendor"
P. Georges Cottier, O.P., Roma

Introducción

La encíclica Veritatis splendor, del 6 de agosto de 1993, se propone esclarecer algunas "cuestiones
fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia", y lo hace a través del necesario discernimiento
en las controversias existentes entre especialistas de ética y teología moral (5).

Por ese motivo, no propone una enseñanza completa de la doctrina moral cristiana, sino que trata un
reducido número de problemas. Por eso mismo, el documento debe ser leído a la luz de la amplia
síntesis del Catecismo de la Iglesia católica. En las encíclicas Evangelium vitae (1995) y Fides
et ratio (1998) el documento encuentra significativa continuidad.

La renovación de la teología moral que auguraba el Concilio Vaticano II ha dado frutos notables. Sin
embargo, basándose en determinadas concepciones antropológicas y éticas, sin las salvedades
necesarias, algunos teólogos han llegado a poner en duda la totalidad del patrimonio moral de la
Iglesia.

La competencia del Magisterio en cuestiones morales ha quedado en entredicho, provocando una


verdadera crisis. Era necesario, entonces, aceptar el desafío.

La crisis de la teología consiste, en definitiva, a nivel cultural, en la repercusión de la fractura


entre libertad y verdad, provocada por la influencia de distintas corrientes intelectuales que juzgan
que la libertad, en su autonomía total pueda ser generadora de valores. Ningún teólogo defiende una
posición tan extrema, pero algunos han planteado, en el ámbito de los llamados comportamientos
"inframundanos", una autonomía de la razón que implica, por parte de la razón, la capacidad de crear
normas morales que atañen al "bien humano", prescindiendo de la Revelación y el Magisterio.

La crisis del nexo íntimo entre fe y moral concierne directamente la teología y comporta una serie de
consecuencias pastorales evidentes. También en este caso, se debe a la comprensión errónea de la
autonomía, desconociendo el hecho que la fe plantea la exigencia de un compromiso coherente que
abarca toda la vida y que, por consiguiente, exige el acatamiento de los mandamientos.

La "sequela Christi"

El primer capítulo es una meditación de la Sagrada Escritura. En el joven que se acerca a Jesús y le
pregunta: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?" (Mt 19,16-22)
podemos reconocer a cada uno de los hombres. Para responder a la cuestión moral, debemos dirigir
nuestra mirada hacia Cristo.

A medida que evoluciona el diálogo entre Jesús y el joven, la meditación descubre el contenido
esencial de la Revelación del Antiguo y el Nuevo Testamento sobre la acción moral: la subordinación
del hombre y de su actuación moral a Dios, a Aquel que "solo es el Bueno"; la relación entre el bien
moral de los actos humanos y la vida eterna; la necesidad de acatar los mandamientos contenidos en
la Ley divina y llevados a su perfección por Cristo; la secuela de Cristo, que abre al hombre la
perspectiva de un amor perfecto; y, por último, el don del Espíritu Santo, fuente y recurso de la vida
moral de la "nueva creación" (cfr. n° 28). De esta manera se realizan, más allá de toda expectativa,
las aspiraciones más profundas del corazón humano a la vida y la felicidad.

Queremos destacar aquí la importancia del tema de la sequela Cristi, que significa, sin duda alguna,
imitación, pero también, de manera más radical, participación en su vida, vida de libertad en su
obediencia como expresión de su amor al Padre hasta el don de sí en la cruz (cfr. nos. 19-21). De tal
manera se revelan la novedad y originalidad de la moral cristiana, como un nexo íntimo que une la fe
y la moral; esto es, la fe, como sequela Christi, tiene también un contenido moral: "No se trata sólo
de ponerse a la escucha de una enseñanza y de recibir en la obediencia un mandamiento; se trata, de
manera más radical, de adherir a la persona misma de Cristo, de compartir su vida y su destino, de
participar en su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre" (n° 19).

Puede observarse también en qué medida la tendencia a la secularización de la moral puede ser motivo
de desorientación: la respuesta de Jesús a la pregunta del joven muestra que la cuestión moral es,
radicalmente, una pregunta religiosa (cfr. n° 9). Por último, es necesario destacar la dimensión eclesial
de la moral cristiana y la misión del Magisterio de la Iglesia (cfr. nos. 25, 26).

Libertad y verdad

El capítulo 2 enuncia algunos principios gracias por medio de los cuales es posible juzgar algunas de
las tendencias actuales de la teología moral que se oponen a la "sana doctrina". No se trata de un
rechazo global sino de un examen crítico, que, al indicar sus ambigüedades, peligros y errores,
permite reconocer lo que en tales tendencias es legítimo, útil y valioso (cfr. n° 34). La encíclica se
propone recordar algunos supuestos de la teología moral católica.

El problema fundamental radica en la relación entre la libertad humana y la verdad. Algunas


tendencias de nuestra cultura han llegado a debilitar yen algunos casos, a negar la dependencia de la
libertad de la verdad (ibid.).

Por lo tanto, el problema moral remite al problema antropológico y, a su vez, la antropología es


iluminada por el misterio del Verbo encarnado, según la doctrina desarrollada por Gaudium et
Spes (n° 22). Bajo esta luz percibimos, pues, toda la riqueza del tema de la imagen de Dios. La moral
y sus exigencias pueden ser comprendidas sólo a partir de la visión del hombre como imagen de Dios.

Es obvio que la manera de entender la relación entre la libertad y la verdad incide directamente en la
manera de concebir la relación entre la libertad y la ley.

Algunas corrientes intelectuales han llegado a mantener la autonomía absoluta de la libertad: la


autonomía moral sería equivalente a una soberanía completa. En tal caso, la libertad sería creadora
de verdad y de "valores" (cfr. n° 35). A menudo, dicha soberanía se atribuye a la razón humana. Tales
tendencias culturales han ejercido influencia en el ámbito de la moral católica: atribuyen al hombre
la facultad de dictarse a sí mismo leyes morales referentes al recto ordenamiento de la vida en este
mundo (cfr. n° 36). Se ha introducido una constante distinción entre un orden ético, de origen
exclusivamente humano, y un orden de la salvación, para el que sólo serían relevantes algunas
intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo (cfr. n° 37).

Urge, pues, la necesidad de hablar del sentido verdadero de la autonomía moral, que puede ser
definida como teonomía participada. El hombre, creado libre, participa del señorío divino, porque es
llamado a gobernarse a sí mismo. Su autonomía es, por lo tanto, una autonomía participada.
La doctrina de la ley natural explica este aspecto importante. La ley natural es la participacion de la
criatura racional de la ley eterna, puesto que subraya la subordinación esencial de la razón y la ley
humana a la Sabiduría de Dios y su Ley (cfr. n° 44).

La encíclica esclarece los malentendidos causados por la expresión ley natural. Se trata de la
naturaleza humana de la que forma parte esencialmente la razón; a su vez, la razón, tomando como
punto de partida la percepción de la finalidad de las inclinaciones grabadas en el hombre por su
Creador, da a aconocer a la voluntad los imperativos de la ley. No hay, pues, ni fisicismo ni
naturalismo (cfr. nos. 47-48).

Una concepción adecuada de la ley natural conduce a la afirmación de


su universalidad e inmutabilidad, ignoradas por aquellas teorías que preconizan la oposición entre la
libertad y la naturaleza, o entre la historicidad y la cultura. "Dicha universalidad no prescinde de la
singularidad de los seres humanos, como tampoco se opone a la unicidad e irrepetibilidad de cada
persona; por el contrario, abraza en su raíz cada uno de sus actos libres, que deben ser testimonio de
la universalidad del bien verdadero. Al someterse a la ley común, nuestros actos edifican la verdadera
comunión de las personas..." (n° 51): oportunamente, la encíclica recuerda que, en sí, la idea de
historicidad presupone elementos estructurales permanentes; la referencia que Jesús hace al
"principio" lo atestigua. El hombre se sitúa siempre en una determinada cultura, pero no se agota en
ella. "Por lo demás, el mismo progreso de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que
trasciende las culturas", y es precisamente, la naturaleza del hombre, que otorga a la cultura su
medida y afirma en la persona su dignidad (cfr. n° 53).

La conciencia moral

Siguiendo los conceptos ya mencionados sobre la relación entre verdad y libertad, encontramos las
teorías de la conciencia moral que se sitúan en oposición a la tradición del Magisterio y conducen a
una interpretación "creativa" (cfr. nos. 54 ss.). Dicha interpretación presenta distintas modalidades.

En sentido negativo, representa una reacción a la explicación, difundida en los manuales


preconciliares, en los que la acción de la conciencia se definía como la mera aplicación de normas
morales generales. Por otra parte, éstas no pueden acoger y respetar la totalidad de la especificidad
irrepetible de cada acto de la persona. La ley no puede reemplazar a la persona en su decisión. Es
más, según esta teoría, existe oposición entre la ley y la decisión personal. Por ese motivo, la
conciencia ya no puede ser considerada como una instancia del juicio, sino como una instancia de la
decisión, que, por sí misma, sería ley.

La elección debería basarse en motivos razonables. Repecto de las normas del Magisterio, su validez
estaría dada sólo por las fundamentaciones que las sustentan.

Más que ser criterios objetivos y vinculantes, tales normas deberían proporcionar una perspectiva
general que ayude al hombre en su vida personal y social. En definitiva, debería tomarse una decisión
en base a la convicción racional de la validez de dichas normas. Por eso, se considera que las
posiciones demasiado categóricas del Magisterio obstaculizarían la maduración moral del hombre.

Para otros teólogos, las normas enunciadas por el Magisterio tendrían


valor especulativo. La praxis exigiría una consideración existencial más concreta que volvería
legítimas las excepciones. El criterio decisivo sería la coherencia entre elección y buena intención.
Una elección, favorable a un acto calificado como intrínsecamente malo por la ley a nivel abstracto,
podría estar justificada a nivel concreto. De esta manera, la conciencia individual decidiría lo bueno
y lo malo. Se establece, pues, una separación desastrosa entre la ley y la elección, cuyos motivos
serían "pastorales" (cfr. nos. 55-56).

La encíclica esboza las grandes líneas de la doctrina cristiana sobre la conciencia. Ésta es para el
hombre testigo de su fidelidad o infidelidad ante la ley: es el único testigo del diálogo íntimo del
hombre consigo mismo y, aun más, de su diálogo con Dios. Es un juicio práctico que, después de los
razonamientos, conmina al hombre a hacer lo que debe o dejar de hacerlo, o evalúa una acción que
ha hecho.

La ley natural destaca las exigencias objetivas del bien moral. La conciencia es la aplicación de la ley
a un caso determinado; se convierte así en una voz interior, un llamado a hacer el bien, hic et nunc, en
una situación concreta. Es el recononcimiento, no la negación, del carácter universal de la ley y de la
obligación. Es lo que constituye la norma próxima de la moralidad personal.

Es necesario comprender el sentido verdadero de la palabra aplicación, que no se refiere en absoluto


a algo mecánico: es la interiorización de la ley, cuya fuerza luminosa puede iluminar cada acción
como acción de la persona.

La conciencia puede errar, no es infalible. Según los casos, su error será invencible o culpable. La
formación de la conciencia, para que pueda enunciar juicios verdaderos es, pues, un grave deber para
todos. En esta formación, la Iglesia y el Magisterio pueden ser de gran ayuda.

La opción fundamental

La reflexión examina luego las teorías cuyo centro es la "opción fundamental". El hecho de que una
elección fundamental, la de la fe "que actúa por la caridad" (Ga 5,6) y la obediencia de la fe
(cfr. Rm 16,26), califica la vida moral e implica radicalmente la libertad del hombre ante Dios, es un
tema que tiene profundas raíces bíblicas. Es, pues, acertado que la teología destaque su importancia.

Pero lo que es necesario rechazar es cierta interpretación de la elección fundamental basada en una
concepción errónea de la relación entre la persona y los actos, que lleva a desvincular la opción
fundamental y las elecciones particulares. Se trata de una libertad fundamental, por medio de la cual
la persona decide de manera global sobre sí misma, no por medio de una elección exacta y consciente,
sino de manera "transcendental" y "atemática". A su vez, las elecciones particulares, llamadas
"categoriales", serían sólo tentativas parciales y nunca definitivas de expresar dicha opción de manera
adecuada; serían solamente sus "signos" o síntomas. Las elecciones deliberadas y los
comportamientos concretos de la libertad "categorial" referentes a bienes parciales, pertenecerían a
la esfera "intramundana".

Da esta manera, la distinción propuesta se convierte en una disociación entre dos tipos de libertad de
elección, y distingue dos niveles de moralidad. Cuando se atribuye a la elección fundamental la
distinción entre el bien y el mal, las elecciones particulares "intramundanas" son definidas como
"justas" o "equivocadas". Determinados comportamientos son considerados moralmente justos o
equivocados "según un cálculo técnico de la proporción entre lo bueno y lo malo "premoral" o "físico"
que es fruto de la acción" (n° 65). La calificación propiamente moral de la persona queda reservada
a la opción fundamental. Se introduce así en la acción humana una escisión entre dos niveles de
moralidad.
A las teorías mencionadas es necesario replicar que la opción fundamental se realiza siempre a través
de elecciones conscientes y libres. Por ese motivo, cuando la persona compromete conscientemente
su libertad en elecciones de sentido contrario en asuntos morales graves es anulada.

Dichas teorías se apoyan en una antropología dualista que no respeta "la integridad substancial o la
unidad personal del agente moral en su cuerpo y en su alma. La opción fundamental, entendida sin
considerar explícitamente las potencialidades que pone en movimiento y las determinaciones que la
expresan, no da cuenta cabal de la finalidad racional inmanente en la acción humana y cada una de
sus elecciones deliberadas". La moralidad de los actos no deriva sólo de la intención. "Toda elección
implica siempre una referencia de la voluntad deliberada a lo bueno y lo malo, indicados por la ley
natural como bienes que se deben escoger y males que se deben evitar" (n° 67). En realidad, el hombre
escoge al Bien absoluto como su fin último a través de la elección de bienes determinados, en
conformidad con el orden establecido por Dios.

La encíclica subraya también que "gracias a una opción originaria por la caridad, el hombre podría
mantenerse moralmente bueno, perseverar en la gracia de Dios, alcanzar su salvación, aunque algunos
de sus comportamientos concretos fueran deliberada y gravemente contrarios a los mandamientos de
Dios, presentados por la Iglesia"

Ahora bien, según la enseñanza del Concilio de Trento (cfr. DS 1544, 1469), "una vez recibida la
gracia de la justificación, es posible perderla no sólo por la infidelidad, que pierde la fe misma, sino
por cualquier otro pecado mortal" (cfr. n° 68).

De hecho, no hay pecado mortal solamente cuando se rechaza de manera consciente a Dios y su amor.
Como dice la citada Exhortación postsinodal Reconciliatio et paenitentia: "El pecado mortal existe
también cuando el hombre, sabiendo y queriendo, por cualquier motivo, escoge algo gravemente
desordenado. En efecto, esa elección encierra un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor
de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La
orientación fundamental puede ser, pues, modificada radicalmente por actos particulares" (n° 70).

La moralidad del acto humano

En definitiva, se trata de la naturaleza de los actos humanos o morales, que son tales "porque expresan
y deciden la bondad o la malicia del hombre que realiza esos actos" (n° 70). Se puede decir, sin forzar
el sentido de los términos, que la encíclica presenta una concepción personalista, que destaca la
unidad, de cuerpo y alma, del agente moral. Por otra parte, la moralidad significa ordenación racional
y voluntaria del hombre a su fin último, Dios, bien verdadero del hombre. Tal ordenación deliberada
de los actos a Dios lleva, pues, a afirmar el carácter teleológico de la ley moral.

Refiriéndose precisamente a este aspecto, algunas interpretaciones ponen en tela de juicio el sentido
de la moralidad, al valorar de manera exclusiva la intención subjetiva y las circunstancias (o, más
exactamente, las consecuencias) del acto moral, en perjuicio de su objeto. Las teorías éticas
teleológicas (proporcionalismo, consecuencialismo) someten, de alguna manera, al sujeto agente a un
doble deber, pues crean una distinción entre el orden moral, referido a valores propiamente
morales, como el amor a Dios, la benevolencia para con el prójimo, la justicia, y un orden premoral,
capaz de medir las ventajas y los inconvenientes que el sujeto acarrea a otras personas. En otras
palabras, "la especificidad moral de los actos, es decir, su bondad o malicia, quedaría decidida
exclusivamente por la fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y la prudencia, sin
que dicha fidelidad sea necesariamente incompatible con elecciones contrarias a determinados
preceptos morales particulares" (n° 75). O, en otras palabras, la bondad moral del acto estaría
evaluada a partir de la intención del sujeto en relación a los bienes morales, mientras su "rectitud"
estaría evaluada "a partir de la consideración de los efectos o las consecuencias previsibles y su
proporción" (ibid). Según semejante concepción, que nace de una antropología dualista, el sujeto
podría decidir la validez de actuar contra una norma universal negativa.

Tal concepción de las cosas no es compatible con la doctrina de la Iglesia, porque cree poder justificar
como aceptables elecciones deliberadas contrarias a los mandamientos de la Ley divina. "Cuando el
apóstol Pablo resume en el precepto de amar al prójimo como a sí mismo el cumplimiento de la ley
(cf. Rm 13,8-10), no atenúa los mandamientos, sino que, por el contrario, al subrayar sus exigencias
y su gravedad, los confirma" (n° 76).

En la teología moral, el objeto indica el término de la voluntad deliberada. La razón presenta a la


voluntad algunos objetos de elección como conformes o contrarios a la ley moral. Ésta ilumina sobre
la compatibilidad o incompatibilidad del objeto elegido con el amor de Dios, fin último. Y puesto que
la persona realiza su perfección en la unión con el amor de Dios con su voluntad, la libre elección
compromete a la persona. La ley dada a la razón presenta a la voluntad el carácter de conformidad o
disconformidad de la elección o de un comportamiento con el amor de Dios. Por lo tanto, "la
moralidad del acto humano depende, en primer lugar y fundamentalmente, del objeto
razonablemente elegido por la voluntad libre". Al decir que el acto humano depende de su objeto, se
afirma "Si éste puede ser o no ordenado a Dios, a Aquel que "es el solo Bueno", y de esa manera
realiza la perfección de la persona" (cfr. n° 78). La moralidad es, pues, una realidad interior de la
persona y no sería posible, sin caer en un dualismo contrario a la naturaleza de las cosas, instaurar en
el objeto una suerte de escisión entre el aspecto moral y el aspecto "físico". El objeto, en la medida
en que está conforme al orden de la razón, es la causa de la bondad de la voluntad.

La encíclica no disminuye en absoluto la importancia de la intención y las consecuencias, sino que


éstas, sencillamente, no pueden eliminar el objeto o colocarlo entre paréntesis.

Es posible ahora comprender la doctrina de los actos intrínsecamente malos. En su objetividad, se


trata de actos "no ordenables" a Dios porque son contrarios al bien de la persona y la intención no
puede convertirlos en buenos. Si una intención es buena o determinadas circunstancias pueden
atenuar su maldad, no pueden, en cambio, suprimirla (cfr. n° 81). Las normas que prohíben esos actos
son válidas en toda circunstancia, semper et pro semper. "Como se ve, en la cuestión de la moralidad
de los actos humanos y, en particular, en la de la existencia de los actos intrínsecamente malos, se
concentra, de alguna manera, la cuestión misma del hombre, de su verdad y de las consecuencias
morales que de ella derivan" (n° 83).

Si el hombre quisiera decidir, en virtud de su intención, la bondad o la malicia de sus actos, se


colocaría "más allá del bien y del mal", intentaría escapar a su condición de criatura. Se presentaría
como creador de valores a partir de su intención subjetiva y del cálculo, por demás discutible, de sus
consecuencias.

Consecuencias pastorales

A la luz de lo dicho anteriormente, el capítulo tercero llega a conclusiones pastorales importantes.

La formación de la conciencia moral pertenece al gran proyecto de la nueva evangelización, que debe
ser obra de toda la Iglesia, "pueblo profético". En este marco, los teólogos morales tienen su misión
propia.
La formación de la conciencia moral es esencial para la santidad de la persona (cfr. nos. 88-94), es
una condición de una vida social digna del hombre (cfr. nos. 95-101).

Los cristianos están llamados a volver a descubrir "lo novedoso de su fe y su capacidad de juicio ante
la cultura dominante e invasora" (n° 88). La fe posee un contenido moral, comporta la recepción de
los mandamientos divinos. En la vida moral, la fe se vuelve "confesión", se hace testimonio (cfr. n°
89). Es importante subrayar la hermosa referencia al martirio cristiano, suficiente en sí para
confirmar el carácter inaceptable de las teorías éticas que niegan la existencia de normas morales
determinadas y válidas sin excepciones (cfr. n° 90). Hay verdades y valores morales por los que se
debe estar dispuestos a dar la vida (cfr. n° 94). Por otra parte, no sólo los cristianos lo saben.

"La firmeza de la Iglesia en la defensa de las normas morales universales e inmutables, no es, de
ninguna manera, mortificante" (n° 96). Ante las leyes morales, todos los hombres son iguales, sin
excepción alguna. Dichas leyes constituyen una garantía de la dignidad del hombre y de una justa
convivencia social, sea en lo económico que en lo político.

La enseñanza de la moral se comprende a la luz de la misericordia de Dios.

Con la ayuda de la gracia de Dios y los medios de santificación que brotan del misterio de la
Redención, siempre es posible observar la ley de Dios. La comprensión de la debilidad humana no
debe comprometer y falsificar la medida del bien y del mal (n° 104). Por el contrario, aceptar la
desproporción entre la ley y la capacidad de las meras fuerzas, predispone para acoger la gracia (cfr.
n° 105). Cuando, por la dignidad y la verdadera libertad del hombre, la Iglesia anuncia la ley moral,
su mirada se dirige a Cristo en la cruz. Participa, entonces, de la misión con la certidumbre de que la
verdadera libertad se encuentra en el amor que se entrega.

El ejemplo de María Madre de misericordia, citado en la conclusión, recuerda la "extraordinaria


sencillez" de la vida cristiana, que consiste en "seguir a Cristo, abandonarse a Él, dejarse transformar
por su gracia y renovar por su misericordia, que llegan hasta nosotros en la vida de comunión de su
Iglesia" (n° 119).

Conclusión

Para elaborar un concepto adecuado de la acción moral, es necesario tomar en consideración la verdad
del hombre contenida en la doctrina de la "imagen de Dios": "La verdadera libertad es signo eminente
de la imagen divina en el hombre. Pues Dios quiso "dejar al hombre en manos de su propia decisión"
(cfr. Sir 15,14), para que, de esa manera, busque sin coacciones a su Creador y, en la adhesión a Él,
llegue libremente a la plena y feliz perfección" (Gaudium et spes, n° 17).

De hecho, el conocimiento de sí como imagen de Dios es el fundamento de los juicios morales.

Estamos encaminados hacia Dios, nuestro fin último, por medio de la mediación de actos individuales
que atañen a bienes particulares, que, en sí mismos pueden estar o no ordenados a Dios. Pero hay
actos (actos intrínsecamente malos) que, por sí mismos, son contrarios al amor de Dios.

Es así que Veritatis splendor (n° 83) puede afirmar, como hemos dicho, que, en lo que se refiere a la
moralidad, se concentra, de alguna manera, en la "existencia de actos intrínsecamente malos, la
cuestión misma del hombre, de su verdad y de las consecuencias morales que de ella derivan...".

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