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Me gusta saber que una lechuga puede destruir cualquier estándar de belleza.

Todo un
estereotipo conformado, perfectamente decorado o trajeado, el glamour del equilibrio y la
simetría, palidece ante este noble vegetal. Y si juega a tu favor, aún más. A quien piense
diferente le apuesto una crespa, de las buenas. No podía parar de recordar el momento en el
que pedíamos la cena. Ya habiendo visto la carta, y sin avocarnos por los mitos de los
esquemas y el deber ser, pedimos una milanesa para compartir. Obviamente, con papas y
ensalada mixta. Mira que fácil que es sentirse contento; y de berenjena para los vegetarianos.
Siempre es una aventura empezar a conocer, vivir nuevas historias de nuevas personas. Ella
bien vestida, yo hacía lo que podía. Tímidos, a full. No se escapaba un amague ni de
casualidad. Pero eso nunca a nadie le impidió charlar. Que este verano estuve en una playa de
Brasil, que pasé una linda semana en Buenos Aires, que a las papas les falta sal.

El restaurant, bien. Fresco, nocturno, a media capacidad. Una brisa que corría las cortinas
levemente de vez en cuando. Que yo trabajo en una empresa, que me está yendo bien como
maquilladora, que no quiero más de esa milanesa. Es normal sentir de golpe la satisfacción de
haber saciado con éxito el hambre, y más si todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos. Aún no
se puede dictaminar que esa milanesa siquiera haya existido efectivamente. La charla siempre
puede esperar. Lo que no podía esperar, claramente, era la lechuga saludando por el incisivo
izquierdo.

Era imposible no verla, era imposible no sentirse invadido por tamaña decoración, y vaya que
con esa capacidad de adhesión, esa lechuga se sentía como si estuviera en un trono. Muchos
pegamentos envidiarían esa fortaleza. Los ingenieros deberían estudiar la estructura molecular
y la porosidad para determinar con exactitud qué hace a la lechuga tan exitosa, tan vilmente
prepotente. La preocupación era evidente, empezó a hacerse notar: había un problema, un
problema grave. Había tensión, y no era precisamente por sus ojos azules. Estaba en juego el
orden magistral y absoluto del encanto, lo cuasi divino. Entre los murmullos, casi que se
escuchaba tenés una lechuga en el diente, sacatela YA mismo; pero no era audible, no había
forma de trasformar esa sentencia en realidad.

Y como todo en la vida es equilibrio, lo que por un lado escapa, por el otro vuelve. El efecto
mágico que llegaba a producir esa lámina de poder no lo logra nadie. Después de un chiste
vago, una anécdota insignificante, un mísero gesto con las cejas, eran más que suficiente para
desencadenar la furia graciosa. Sí; reía y se reía más, y volvía reír y así. Ad infinitum. Que difícil
que era salir, era una agonía saber que cualquier movimiento podía significar una cascada
interminable de carcajadas, y mirarlo al mozo era transmitirle esta dicha de reír bajo un
posible apercibimiento por descontrol, fruto de una copa que volara por los aires. Ya no
sabíamos ni por qué reíamos, si por la lechuga, si por la risa en sí misma, si por historias de la
vida, por la forma de luna que tenía una papa. La cuestión era reír, y sí que era importante,
pero aún más importante era la tensión. Nadie se refería a la lechuga. Se sentía invicta.

El poder de la lechuga, el mejor poder, es que destruye ilusiones, exhibe mortales,


desenmascara dioses. Basta un rectángulo milimétrico bidimensional para producir un cambio
rotundo en la fuente de las percepciones. Puede sacarle las alas a cualquier ángel, puede hacer
de un famoso un difamado en un instante. Te desinhibe al hacerte subir de categoría por su
propia ausencia: yo no tengo una lechuga de acompañante, vos sí. Y si estas en cero, pasas a
los negativos. Su efecto es destructor, demoledor, decorador, desilusionador. En esa noche lo
era todo, menos belleza y armonía. Al fin y al cabo, tanta risa jugaba a mi favor.
Hora de la retirada, había que parar de reír, ya no era sano el dolor de panza. Que la pasé bien,
que me reí mucho, que verde que está la cosa. Luego de la risa vino el desdén. Como no
sentirse mal cuando todos tus intentos por lograr algo en la otra persona fallan, algo bueno.
Caminábamos despacio por ambigua desilusión, no por intención. Tratar de entenderlo era
como tratar de olvidarlo, sin ningún poder de victoria. Nos avasallamos a una sensación
irreparable. Verdaderamente, no entendíamos, o eso suponía. Bajaron los decibeles, se tornó
todo un poco más lento, pero no por eso más romántico. Chau que estés bien, nos vemos la
próxima, fíjate por donde vas y a quién saludas, fíjate bien.

Esa noche descubrí que entender las indirectas es una disciplina que necesita práctica. Cuando
hacía esas muecas raras, que traiga más palillos, acá tenés otra servilleta. Manotazos de
ahogado cuando la solución está lejos de realizarse. Ojalá no me hubiera dado cuenta nunca.
Mira si no cambié de parecer, si no la he vuelto a ver. El de la lechuga que saludaba, el de la
maldita lechuga, era yo.

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