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SEMINARIO MAYOR “NUESTRA SEÑORA DE SUYAPA”

CRISTOLOGÍA | II TEOLOGÍA
P. RICARDO FLORES
DIXIE BALLESTEROS HERNÁNDEZ

MYSTERIUM SALUTIS
LA PRIMERA CARTA DE PEDRO Y LAS PASTORALES

Aun cuando la cristología Joánica y paulina constituyen por sí mismas el punto más alto de
la concepción y desarrollo teológico de todo lo que Jesucristo es y significa para la fe
cristiana en la revelación y la salvación, es preciso indicar también otras modalidades de la
cristología primitiva, que presentan a su modo la fe común, acentuando y en parte
interpretando nuevamente algunos aspectos peculiares.
La primera carta de Pedro está, a pesar del nombre de su autor, muy próxima al
pensamiento paulino. Hay completo acuerdo en que el autor de la carta a los hebreos no es
el apóstol Pablo. En su cristología introduce una concepción importante: la concepción de
Cristo como sumo sacerdote, que con su sangre ha ofrecido el único sacrificio del NT,
válido para siempre.
En la primera carta de Pedro tropezamos con muchas formulaciones que proceden de la
homologesis común del cristianismo primitivo y de la liturgia, y más concretamente de
confesiones y cánticos que debieron de tener su Sitz im Leben en la celebración bautismal,
como lo destaca el carácter todo del escrito.
La carta quiere ser un escrito destinado a exhortar y animar a los recién convertidos, aunque
en muchos aspectos parece referirse a cristianos que ya han pasado por muchas pruebas y
sufrimientos. La reflexión sobre lo esencial de la fe cristiana era particularmente necesaria
en aquellas circunstancias.
Al indicar que fue predestinado por Dios antes de la creación del mundo, queda atestiguada
su preexistencia «ideal» en el plan salvífico de Dios. El pensamiento histórico-salvífico se
mueve entre el designio eterno de Dios, las promesas del AT y el cumplimiento de la
salvación en Jesucristo, entre la vocación actual (1,15; 2,9.21; 3,9; 5,10) y la glorificación
futura.
La imagen del cordero sacrificado sirve para mostrar en su inestimable valor la obra
redentora de Cristo. Mirando a la cruenta muerte de Jesús, la sangre de Cristo ha venido a
ser para todo el cristianismo primitivo un signo elocuente de su obra redentora. La imagen
del cordero ha podido ser elegida por su referencia al siervo de Yahvé (cf. 2,24) o por su
vinculación tipológica con el cordero pascual (cf. 1 Cor 5,7).
La «casa» de la comunidad llena del Espíritu de Dios, en la cual los cristianos —con un
cambio de la imagen empleada— ejercen un ministerio sacerdotal, se alza sobre Cristo, que
es el fundamento inconmovible de la comunidad, la fuente de su vitalidad presente y a la
vez la piedra de escándalo para los que no creen, su baluarte hacia el exterior.
Cristo no es sólo el paradigma del sufrimiento inocente y resignado, sino también aquel por
cuyas heridas hemos sido curados.
su alegoría del Pastor y el rebaño (10,1-18), desarrollándola cristológicamente. Pero Pedro
pone otro nuevo acento: Cristo es ahora el pastor celeste de los suyos y, respecto de los
dirigentes de la comunidad («presbíteros») que guían al rebaño de Dios aquí en la tierra, es
el «príncipe de los pastores» (5,2), que aparecerá un día para regalarles la corona de la
gloria (5,4).
Las cartas pastorales están aún próximas a la teología paulina, pero dejan entrever al mismo
tiempo otras tradiciones cristológicas. Por una parte, resultan sorprendentes sus
formulaciones, pues acusan una relación con afirmaciones judeocristianas más antiguas;
por otra, esas tradiciones se distinguen por el empleo de conceptos y expresiones de
impronta helenística. Estas observaciones divergentes son difíciles de explicar si nos
limitamos a decir que en la cristología primitiva se elaboraron conscientemente dos
corrientes: una judeocristiana («hombre-Mesías-maestro») y otra paulino-helenística, que
desarrolla las ideas de la preexistencia y la encarnación («cristología de la encarnación y
del Salvador»).
La cristología se mueve aquí bajo la fecunda idea de la «epifanía», expresión llena de
resonancias en el helenismo 12, que en las cartas pastorales se aplica lo mismo a la parusía
de Cristo (1 Tim 6,14) que a su primera venida (2 Tim 1,10).
La expresión «el Salvador», que en Lucas aparecía con una marcada impronta
veterotestamentaria, ha dilatado su significación. La designación de Salvador se aplica a
Dios o a Cristo Jesús. La preferencia por este título podría depender de sus resonancias en
el mundo helenístico y de la preponderancia que se le concedía en el culto a los soberanos.
El designio salvífico de Dios ha sido proclamado mediante la epifanía de nuestro Salvador,
Cristo Jesús (2 Tim 1,10), y la fuerza de su gracia salvadora llega a todos los hombres (Tit
2,11), actuando eficazmente en el baño de la regeneración y de la renovación del Espíritu
Santo, «que Dios derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo nuestro Salvador».
Para determinar cuál es la relación entre Dios y Cristo es importante tomar una postura ante
un viejo problema, el de si en Tit 2,13 se atribuye o no a Jesús mismo el título «el gran
Dios». Todo el sentido del verso consiste en poner de relieve la gloria de la manifestación
última de Cristo y alabarle.
Frente a todas las posibles figuras de mediadores, e incluso frente al «mediador» por
excelencia del judaísmo, es decir, frente a Moisés, se pone de relieve que Cristo es el único
que comunica a todos los hombres la salvación de Dios.
Cristo es el «mediador de una alianza más excelente», de la alianza nueva, profetizada por
Jeremías, que supera y anula la antigua. Pero esta nueva alianza es sellada mediante la
sangre de Cristo y obtiene su eficacia en virtud de su muerte expiatoria. En el sacrificio de
Jesús quedan expiados todos los pecados cometidos durante la vigencia del pacto primero y
se inaugura para todos los hombres futuros el camino de la santidad y de la plenitud.

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