ciones o el sepulcro vacío? ¿Cómo entrar en los textos de la resurrección para que ayuden a la fe en lugar de dificultarla? ¿Qué dice sobre nuestra resurrección la resurrección de Jesús? El autor ensaya en este artículo una hipótesis interpretativa que sea inteligible y que ayude a “sentir- se libres ante lo secundario para vivir con gozo y esperanza la misteriosa pero gloriosa verdad fundamental: Cristo está resucitado”.
A resurrección: a unidade da fe no plura-
lismo das interpretacións, Encrucillada 31 (2007) 109-128
En primer lugar, conviene subrayar que la fe en la resu-
rrección no es exclusiva del cristianismo. En el sentido más radical y decisivo, la resurrección pertenece al fondo común de las creencias religiosas de la humanidad. Las religiones creen que la vida humana no es aniquilada por la muerte, y a esto lo llaman “salvación”. La “resurrección” es el modo es- pecífico del cristianismo de comprender esta creencia común. En segundo lugar, la fe en la resurrección en sentido bíbli- co no comienza con el NT. Jesús y los apóstoles, como sus paisanos judíos, ya creían en ella; de ahí las discusiones con los saduceos, que la negaban. También el AT creía en la resurrección, aunque tardó en formularla claramente. Y llegó a esta revelación por dos cami- nos que siguen hoy abiertos: a) La fidelidad de Dios (Dios no iba a crearnos para dejarnos caer definitivamente en la muerte); y b) el sufrimiento de los justos (Dios no podía permitir que fuesen aniquilados los que sufrían martirio precisamente por serle fieles). Este dato elemental e innegable apenas ha sido -ni es- te- nido en cuenta por la teología. Si embargo, su luz es funda- mental para interpretar correctamente la resurrección de Jesús.
EL NÚCLEO DE LA FE CRISTIANA EN LA RESURRECCIÓN
Jesús de Nazaret no acabó en la cruz. No sabemos cómo,
pero creemos que él en persona (no como un simple re- cuerdo o entelequia) entró en la vida eterna, y que por lo tanto no quedó reducido a la nada sino que fue glorificado y exalta- do. Esta glorificación que lo eleva sobre el mundo no significa que se “marchó” de la historia sino que sigue presente, con el mismo cariño y la misma preocupación, ahora potenciados e identificados con el amor infinito y universal del Padre. Este destino tiene significado para nosotros en cuanto nos revela el destino que Dios quiere para todas y todos: si Cristo resucitó también nosotros resucitaremos; si nosotros resucitamos, se- ñal de que Cristo resucitó. Este es el núcleo y centro irrenunciable de la fe cristiana en la resurrección; todo lo demás es secundario. A partir de este punto se entra en las explicaciones teológicas, es decir en el terreno de lo discutible y de las opiniones diversas. Mientras se proceda de modo responsable para no poner en peligro este núcleo, cada teólogo y cada teóloga, y en la medida de sus competencias, también cada creyente, son libres para ir asimi- lando la explicación que juzguen más coherente y que mejor les ayude a vivir la fe. Mi explicación por tanto es una entre otras de las que hoy ofrece la teología. Una propuesta abierta, con la única intención de ayudar a un diálogo a favor de la fe común.
Los textos: testimonios de fe, no protocolos
notariales Para muchas personas los intentos de rehacer una “histo- ria” mediante la elaboración de concordancias artificiosas de los textos evangélicos en lugar de ayudar a la fe han contri- buido a hacerla increíble. Es necesario pues partir de dos datos innegables: a) nin- guna de las narraciones evangélicas fue escrita por sus prota- gonistas. Los autores lo fueron más de 40 años después, y pertenecían a cristianos de segunda o tercera generación. b) Los intereses, al escribirlas, no eran lo que hoy consideramos intereses historiográficos. Son testimonios de fe que llevan casi siempre la marca de la predicación y la catequesis, en algún momento con acento apologético. Testimonios sinceros de una convicción sobre algo que por su misma naturaleza no podía ser “fotografiado”.
La génesis de la fe en la resurrección de Jesús
¿Como se llegó, pues, a la fe en la resurrección? No hay
datos seguros: sólo conjeturas a partir de unos textos que in- dican un intenso proceso de reflexión. Cada evangelista no sólo aportaba su creatividad personal (“historia de la redac- ción”), sino que recogía el fruto de un largo trabajo colectivo (“historia de la tradición y de las formas”); trabajo que hoy sa- bemos muy condicionado por las circunstancias socio- culturales La insistencia en las apariciones, en el sepulcro vacío, en el escándalo de los apóstoles, han de interpretarse a esta luz. Se impone renunciar a toda seguridad apodíctica y a todo simplismo. En todo caso es necesario distinguir entre motivos (más) accidentales y motivaciones de fondo.
Motivos más accidentales
Desde la psicología hay que contar con el contexto
intensamente emotivo causado por el drama del Calvario. Por dos razones: a) enlaza con la experiencia común de “sentir” la presencia de los seres queridos recientemente fallecidos; y b) creó un clima propicio para experiencias concretas individua- les (que en algunos casos pudieron ser parecidas a las expe- riencias místicas) y comunitarias (la celebración eucarística; cfr. Emaús) que llevan a una certeza vivencial de que Jesús estaba vivo y presente. Desde la tradición, no se empezaba de cero. Recorde- mos que los discípulos creían ya en la resurrección. Los tex- tos indican una gran reflexión al respecto, con maestros que estudiaban el AT en busca de datos que anunciasen o aclara- sen esa experiencia: “como estaba escrito”, “para que se cumpliese la Escritura” (cfr. Lc 24, 25-26). Desde el ambiente, aparece un dato poco tenido en cuenta pero muy clarificador. Siendo así que lo normal era es- perar la resurrección general para el fin de los tiempos, existía también la creencia de la posibilidad y realidad de resurrec- ciones individuales ya ocurridas. Algunas referencias a los mártires macabeos (4 Mac 7, 19), la literatura de Qumran, afirmaciones neotestamentarias como Mc 12, 26-27 (el Dios de Abraham, de Isaac o de Jacob es Dios de vivos, no de muertos) o la misma referencia a Jesús “como el mismo Juan Bautista resucitado entre los muertos” (Mc 6,14), indican la existencia de este substrato. Sin embargo estos motivos no serían suficientes sin la existencia de un horizonte escatológico, es decir, la conciencia de que con Jesús llegó “la plenitud de los tiempos”, la culminación irreversible de la revelación y salva- ción de Dios. W. Pannenberg afirma con rigor que la fe en la resurrección tiene sus raíces en este horizonte y de él recibe la expresión lingüística y el marco representativo. N. T. Wright elabora con detalle el ambiente expectante de la inminente restauración del Reino de Dios. Jesús participa de esta expec- tativa anunciando que, precisamente porque la situación de Israel está en su punto más bajo, el Reino iba a llegar en su persona. Y no iba a hacerlo de modo particularista o por las armas, sino por una renovación universal a través del sufri- miento de Israel, que de esta manera será el pueblo del Dios creador en favor del mundo. Esto implicaba la muerte de Jesús como representante suyo; pero, como mostraba una larga tradición (Daniel, Zacarías, muchos salmos y el Siervo de Isaías) implicaba también su reivindicación por parte de Dios: su resurrección. No todo tiene que darse por seguro en esta reconstrucción, pero hace ver lo fundado del paso siguiente: ver que la resu- rrección de Jesús era ya el comienzo de la resurrección uni- versal (cfr. las “primicias” de 1 Co 15, 20 o el “Primogénito de entre los muertos de Ap 1, 5).
La cruz como motivo fundamental
Con frecuencia, la cruz, con base en la letra de los
evangelios, se ha interpretado como un drama apologético: a) La cruz fue un “escándalo” que acabó con la fe de los discípu- los, que huyeron, negando y traicionando a su maestro. b) Luego tuvo que pasar “algo” extraordinario y milagroso que con su evidencia irrefutable les devolvió la fe. c) Este algo fue la resurrección que proporciona así una auténtica demostra- ción histórica. El argumento tiene fuerza. Ahora bien, una aproximación más atenta y crítica permite ver su carácter de “dramatización” literaria con rasgos apologéticos. En realidad no se sostiene ni en el plano psicológico ni en el histórico. Los/las discípulos/as que creyeron en él, lo abandonaron todo para seguirlo, perci- bieron su “autoridad”, fueron testigos de su bondad y sobre todo constataron que moría asesinado por su fidelidad a Dios, ¿cómo iban a perder la fe y a traicionarlo cuando la entrega de su amor llegó al límite? (Jn 13, 1). Tendrían que haber sido unos auténticos monstruos en el plano psicológico y una ex- cepción vergonzosa en el histórico. Porque cuando muere un gran líder, lo que suscita es precisamente un refuerzo en la adhesión y un aumento de prestigio. En el plano bíblico, pién- sese en los Macabeos o en Juan Bautista. Fuera de la biblia, Flavio Josefo, el historiador, afirma que “cuando Pilatos, a causa de una acusación hecha por los hombres principales entre los judíos, lo condenó a cruz, los que antes lo amaron no dejaron de hacerlo”. La misma Iglesia primitiva comprendió que “la sangre de los mártires es simiente de cristianos”. Y hoy en día, ¿acaso abandonaron sus seguidores a Gandhi, a Luther King, a monseñor Romero o a Ignacio Ellacuría? Si an- te una persecución mortal los discípulos huyeron, se escon- dieron o disimularon, sólo significa que eran inteligentes y ten- ían sentido común. Y no olvidemos que la misma iglesia primi- tiva prohibió a ciertos grupos presentarse voluntariamente al martirio. El resultado de todo esto es que la crucifixión, con el horri- ble escándalo de su injusticia, aparece como el más deci- sivo catalizador para comprender que lo sucedido en la Cruz no podía ser el final definitivo (cfr. Hch 13, 35 o la tradición del siervo de Yahvé, utilizada luego para interpretar el destino de Jesús). Hoy, el pensamiento moderno sabe de la capacidad reve- ladora de este tipo de experiencia, pues la propia contradic- ción interna revela una síntesis superior que la reconcilia. E. Schillebeeckx utiliza para explicarlo la categoría de expe- riencia de contraste, aquella en la que el choque con el mal descubre un nuevo horizonte de sentido; otros hablan de disonancia cognitiva, la que se da entre la figura ca- rismática de Jesús y su doloroso fracaso en la cruz. Son ma- neras de dar forma reflexiva a la luz que salta del choque bru- tal con el “la muerte no puede ser el destino final de Jesús”. No es, pues, aventurado afirmar que el carácter incom- prensible de un asesinato tan brutal, la mors turpissima crucis de aquel que se mostró como la bondad personifica- da, constituyó la base experiencial, la “experiencia de revela- ción” más eficaz para comprender el carácter seguro y ex- cepcional de su resurrección. Todo esto se ha de ver como una hipótesis interpretativa, que ha de dejar espacio a nuestra inseguridad frente a la re- velación de un misterio tan hondo. Ahora bien, como esto no se apoya en un motivo aislado, ni es una deducción matemá- tica, sino que se trata de un conjunto de factores que operan sobre una fe ya vivida en la resurrección y con- vergen sobre el carácter único y excepcional de la vida y la muerte de Jesús, no es aventurado afirmar que ofrecen una base muy firme, válida para una fe que, apoyada en el testi- monio de la primera comunidad, quiere ser hoy vivible y razo- nable.
LA RESURRECCIÓN EN LA COMPRENSIÓN ACTUAL
Seguimos, pues, en el terreno de la explicación teo-
lógica, insegura e hipotética, que quiere comprender críti- camente el dato –firme y seguro– de la fe. Teorías distintas intentan explicar esta misma fe. Nuestra hipótesis remite a una concepción no intervencionista de la acción de Dios en el mundo y de su revelación en la historia, así como a una concepción encarnatoria “desde abajo” de la Cristología. ¿Como interpretar desde nuestra perspectiva los datos y los textos más vinculados a la resurrección?
Las apariciones
Dentro de la cultura de aquel tiempo, abierta a las manifes-
taciones extraordinarias y empíricas de lo sobrenatural, el es- quema imaginativo de la resurrección (como una especie de vuelta a la vida, con un cuerpo transformado pero con tra- zos de realismo físico) podía funcionar con toda naturalidad. En este contexto, las apariciones constituían el medio privile- giado tanto para la revelación y “demostración” de la resurrec- ción como para la posibilidad de expresarla y darla a conocer. Pero hoy el cambio cultural, hace innecesario lo primero e im- posible lo segundo. La fe en la resurrección, en cuanto se toma medianamen- te en serio, rompe de raíz todo esquema imaginativo que la asocie con algún tipo de presencia empírica. Si creemos en la presencia real y simultánea del resucitado en una eucaristía en Roma, en una acción humanitaria en África y en Bolivia, es obvio que su presencia está por encima de las leyes del espa- cio y el tiempo físicos. De hecho, si el resucitado fuese tangi- ble o comiese, estaría necesariamente limitado por las le- yes del espacio, es decir, no estaría resucitado. Más aun, si alguien dice que “ve” o “toca” físicamente al resucitado, sa- bemos que esto es por fuerza falso: vería o tocaría lo que no es. No se trata de negar la sinceridad subjetiva, sino la posibi- lidad objetiva. No significa esto que quienes afirmen estas ex- periencias mientan, sino que se trata de experiencias psíqui- cas, visualizaciones o imaginaciones de convicciones íntimas, que pueden tener un referente real (el místico en su visión se relaciona realmente con Cristo) sin que sea real la forma en que se presenta. Este razonamiento puede producir de entrada una sensa- ción de excesivo “racionalismo” y hasta parecer poco “piado- so”. Parece que sin las apariciones se puede poner en peligro la objetividad de la resurrección. Sin embargo, a quien así piense, le convendría meditar dos hechos. Primero, ya men- cionado: que el AT llegó a la fe en la resurrección sin necesi- dad de apariciones. Segundo y más importante: toda tradición, empezando por la bíblica, afirma que “a Dios no es posible verlo” y que si se pudiese ver, seria un ídolo, no sería Dios. Al hablar de resurrección, nos movemos en el ámbito de la revelación en sentido estricto (aunque no objetivante), que descubre un acontecimiento real (aunque no empírico): los discípulos ni vieron ni tocaron al resucitado porque sus senti- dos no tienen capacidad de captar su realidad trascendente. Al igual que determinados modos de ser el mundo, nos permi- ten descubrir la existencia real de Dios, también dentro de la nueva situación creada por los acontecimientos e iluminada por la tradición, los discípulos hicieron una nueva experiencia que les permitió descubrir la presencia viva de Cristo; y en esa misma situación descubrieron más plenamente a Dios, que ahora comprendieron también como el-que-resucitó-a-Jesús. Creer, hoy, en Jesus resucitado es creer que está tan iden- tificado con Dios que, presente en todo lugar y en todo tiempo, no puede ser una realidad empírica mundana. Pensar lo con- trario, creyendo defender así la fe, es meter la fe en la trampa del empirismo: mala filosofía y peor teología. El sepulcro vacío
La no permanencia del cadáver en el sepulcro está más
vinculada que las apariciones al falso esquema imaginativo de ver la resurrección como la vuelta de un cadáver a esta vida. También vale, pues, para el sepulcro la misma consideración hecha sobre las apariciones: la permanencia o no del cadáver no tiene ninguna relevancia para la vida de la fe. Porque el resultado vivencial y religioso es el mismo en ambos casos: tan invisible e intangible es el resucitado para quien afirma que el sepulcro quedó vacío, como para quien afirma lo con- trario. Las narraciones, ciertamente, dan por supuesta la desapa- rición del cadáver: en la mentalidad bíblica sólo así resultaba imaginable la resurrección. Y dándola por supuesta no era preciso ni comprobarla ni reflexionar sobre ella. Se afirmaba sin más. Por otra parte, las narraciones del sepulcro son tan redaccionales que no se puede dar por supuesto que se conocía la situación del sepulcro. En todo caso, hoy la opinión más general es que los datos exegéticos no dirimen la cues- tión de si el sepulcro estaba vacío o el cadáver desapareció. Reconociendo, pues, que la reflexión se mueve necesaria- mente en el terreno hipotético, expondré las razones que me llevan a inclinarme por la permanencia del cadáver en el se- pulcro. Primero, la extrañeza del hiato temporal que de otro modo se introduce entre la muerte y la resurrección de Jesús. Dejando de lado la ironía de una “intervención divina con tres días de retraso” (A. González), el asombro acerca de la situa- ción es irreprimible y, a poco que se piense, las preguntas se acumulan rozando continuamente el absurdo: ¿que sentido tiene un cadáver que permanece durante un tiempo, para ser luego no revivificado, sino transformado en algo completa- mente distinto a todas sus leyes y propiedades? ¿Qué pasa en este tiempo con Cristo, glorificado pero incompleto, pues necesita retomar -cómo, para qué-, y transformándolo, el cuerpo material? Sin el sepulcro vacío esta extrañeza desaparece y cobra un realismo coherente. La muerte de Cristo es verdaderamen- te “tránsito al Padre”, tránsito que no aniquila su vida, sino que, en preciosa expresión de H. Küng, consiste en “morir en el interior de Dios”. Algo así como si del “útero” mundano la persona fuese dada a luz a su vida definitiva: “llegando allí, seréis verdaderamente personas (ánthropos)”, dijo san Ignacio de Antioquia. En segundo lugar, nos encontramos en el cuarto evangelio con el tema de la hýpsosis, o “exaltación”, que R. Schnac- kenburg y X. Léon Dufour coinciden en señalar como “un paso importantísimo para la cristología”. La hypsosis, al conju- gar de manera intencionada el significado espacial de “eleva- ción física” sobre la cruz con el teológico y trascendente de “exaltación” o “glorificación”, sugiere que la muerte y la resurrección coinciden. A pesar de aquel cadáver que, a partir de la hora sexta del día de preparación para la pascua, cuelga de un madero en el Gólgota, Cristo vive ya glorificado “a la derecha del Padre”.
Nuestra resurrección
Esta explicación ilumina también nuestra resurrección, en
cuanto en el misterio de Cristo se revela plenamente el miste- rio del ser humano. También para nosotros morir es ser aco- gidos en la vida de Dios y encontrarse en sus brazos de amor es resucitar. Para algunos esta hipótesis puede encontrar dificultades por las palabras del credo “creo en la resurrección de la carne”. Pero estas palabras no pueden ser tomadas al pie de la letra: “La carne y la sangre no pueden heredar el Reino de los cielos ni la corrupción” (1 Co 15, 40). Lo que quieren afirmar es la identidad del resucitado. Las personas resucitadas no son espíritus angélicos, son seres “corporales”, en el sentido de que la constitución de su identidad se realizó corporalmente, en las condiciones de tiempo y de espacio, y conserva - potenciadas- las capacidades y los lazos de sus relaciones. Es claro que esta dificultad se refiere a la resurrección co- mo tal y afecta por igual a toda interpretación teológica, no sólo a la que se ha expuesto aquí. En todo caso, vale aquí la “lógi- ca de la semilla” que ya expresó San Pablo “se siembra co- rrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, se resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” (1 Co 15, 42-44). Y, en última instancia, queda la confianza -fundada y razona- ble- en el amor poderoso de Dios que, si puede crearnos de la nada, también podrá mantenernos contra la amenaza aniquila- dora del “último enemigo” que es la muerte (1 Co 15, 26). Afirmando lo fundamental, lo mejor es respetar el misterio, confiando en que Dios nos hará ser nosotros mismos de la ma- nera mejor y más plena. Y, desde luego, sentirse libres en lo secundario, para vivir con gozo y esperanza la gloriosa verdad fundamental: que Cristo ha resucitado. Y, con él, los demás, garantizándose el sentido último de la vida humana, incluida la de las víctimas de la historia que, de otro modo, quedarían ani- quiladas por la injusticia para siempre.
JEEVES Malcom - BROWN Warren, Neurociencia, Psicología y Religión. Ilusiones, Espejismos y Realidades Acera de La Naturaleza Humana, EVD, Navarra, 2010, 117-136.