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1. LA PARUSÍA.
En la primitiva comunidad cristiana se vivía la expectación definitiva, gloriosa de la venida de
Jesús. Esto es obvio en el N.T. Toda la vida de los cristianos se orienta hacia una especie de
evento finalizador que da su sentido a la historia y la termina; este acontecimiento se llama
Parusía (pareimi) -Adsum- Presencia. Tiene un sentido de llegar, llegada o presencia de
personas o sucesos. La palabra preexiste en el helenismo y se usa para referirse a la
manifestación de personas divinas a la tierra y visitas de reyes a sus ciudades, con un sentido
tanto sacro como profano y siempre tiene una nota de triunfo.
Los escritos neotestamentarios designan siempre con la palabra parusía la llegada gloriosa de
Cristo al final de los tiempos, presencia porque ha habido llegada. Esta llegada de Cristo se
conecta con tres ideas:
1. El fin del mundo: 1 Tes 2,19; Mt 24,3 ¿cuál será la señal de tu venida y del fin del mundo?
2. Resurrección de los muertos: 1 Cor 15, 23; 1 Tes 4,15 “Los que vivamos hasta la venida del
Señor no nos adelantaremos a los que murieron”.
3. Juicio final universal: 1 Tes 5,23 “Que todo vuestro ser se conserve sin mancha hasta la
venida del Señor Jesucristo”.
La Parusía tiene un carácter revelador, hay una oscuridad -la de la fe- que se iluminará, pero
esto no agota el contenido de la Parusía. Esta trae algo nuevo con respecto a lo que ahora
experimentamos; el cristiano aguarda no simplemente un revelamiento sino un cumplimiento
de algo que ya está incoado, pues de lo contrario ¿para que servirá el tiempo entre la
revelación y la Parusía? Sería un tiempo neutro, aparte de que la consumación entraña
novedades como son: La resurrección, el juicio y la nueva creación.
Si se tiene de esto una visión simbólica (protestante) la Parusía no añade nada, pero la
Escritura nos habla de los acontecimientos que se aglutinan en torno a la Parusía:
- Aparición de Cristo, correlativo al aparecer nosotros gloriosos con Él. (Cor 3,4)
- Una nueva creación (Rom 8,19).
La Parusía completa la revelación, no es solo desvelar, el escatón posee un carácter
cristológico, nos desvela la capitalidad ontológica y salvífica que tiene Cristo. La Parusía
elimina la distancia ontológica que separa todavía a Cristo y el mundo, porque la humanidad y
el mundo no son todavía lo que deben ser, ni yo soy todavía lo que debo ser. Desde el punto
de vista cristológico, la Parusía es el último estadio de nuestra transformación en Cristo, es
metahistórica, hace saltar el marco histórico.
La Constitución Benedictus Deus nos dice sobre este juicio lo siguiente: “Definimos además
que, según la común ordenación de Dios, las almas de los que salen de este mundo con
pecado mortal actual, inmediatamente después de su muerte bajan al infierno donde son
atormentadas con penas infernales, y que no obstante en el día del Juicio todos los hombres
comparecerán con sus cuerpos ante el tribunal de Cristo”[ CITATION mer \l 9226 ].
3. CIELO, PURGATORIO E INFIERNO.
3.1 Cielo: La definición del Cielo que nos da el Catecismo de la Iglesia Católica es: “El Cielo
es la participación en la naturaleza divina, gozar de Dios por toda la eternidad, la última meta
del inagotable deseo de felicidad que cada hombre lleva en su corazón. Es la satisfacción de
los más profundos anhelos del corazón humano y consiste en la más perfecta comunión de
amor con la Trinidad, con la Virgen María y con los Santos. Los bienaventurados serán
eternamente felices, viendo a Dios tal cual es.” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1023-1029,
1721-1722)
3.2 Purgatorio: Leonardo Boff en su libro “Hablemos de la otra vida”, considera que el
purgatorio es un proceso de plena maduración frente a Dios. La muerte es el paso del hombre
a la eternidad, por ella se puede decir que acaba de nacer totalmente; si es para bien su
nuevo estado se llamará “cielo” y en él alcanzará la plenitud humana y divina en el amor, en la
amistad, en el encuentro y en la participación de Dios. El purgatorio significa la posibilidad que
por gracia de Dios se concede al hombre de madurar radicalmente luego de morir. El
purgatorio es ese proceso, doloroso como todos los procesos de ascensión y educación, por
medio del cual el hombre al morir actualiza todas sus posibilidades y se purifica de todas las
marcas con las que el pecado ha ido estigmatizando su vida, sea mediante la historia del
pecado y sus consecuencias o sea por los mecanismos de los malos hábitos adquiridos a lo
largo de la vida.
En la Constitución Dogmática Lumen Gentium No. 49, el Concilio Vaticano II describe la
realidad eclesial en toda su amplitud y coloca al purgatorio como uno de los tres estados
eclesiales al decir “Algunos de sus discípulos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se
purifican, mientras otros son glorificados”. Más adelante, en el número 50, se recuerda la
práctica de la Iglesia de orar por los fieles difuntos (práctica que se remonta hasta los tiempos
primitivo) y con las palabras de 2 Mac 12,46 alaba este uso diciendo “porque santo y
saludable es el pensamiento de orar por los difuntos, para que queden libres de sus pecados”.
En el número 51 el Concilio propone de nuevo, trayéndolos así a la memoria, los acuerdos de
los concilios de Florencia y Trento en las partes que se refieren al purgatorio y a la oración por
los difuntos.
Con lo que hasta aquí se ha dicho se pone en claro el significado esencialmente cristiano de
la doctrina del purgatorio: Se trata de un proceso radicalmente necesario para la
transformación del hombre, gracias al cual se hace apto para recibir a Cristo, apto para recibir
a Dios, y en consecuencia apto para entrar en la comunión de los santos.
2.3. El infierno: El Catecismo de la Iglesia Católica enseña: “Salvo que elijamos libremente
amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos
gravemente contra El, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: “Quien no ama
permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que
ningún asesino tiene vida eterna permanente en él” (1 Jn 3,15). Nuestro Señor nos advierte
que estaremos separados de El sí omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y
de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar
arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él
para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la
comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”
(Catecismo de la Iglesia Católica; no. 1033; 2000).
“La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los
que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después
de la muerte y allí sufren las penas del infierno, “el fuego eterno” (cf. DS 76; 409; 411; 80 1;
858; 1002; 135 1; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación
eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que
ha sido creado y a las que aspira” (Catecismo de la Iglesia Católica; no. 1035; 2000).
REFERENCIAS