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A lo largo del reinado de Isabel II se produce la sustitución de la economía feudal, propia del
Antiguo Régimen, por un sistema económico capitalista basado en la propiedad privada. Esto
también afectará al ámbito agrario. En el Antiguo Régimen gran parte de las tierras eran
inalienables, debido sobre todo a dos circunstancias: las propiedades de la Iglesia y las de los
municipios estaban en “manos muertas” [Las «manos muertas» eran, según los religiosos, los
bienes y las tierras pertenecientes a Dios. Que no se podían arreglar por tener un destino
específico que era el cielo. En su origen se refería tanto a bienes civiles como eclesiásticos,
aunque se utilizó principalmente para significar la propiedad eclesiástica], ya que los clérigos
o los regidores municipales no tenían capacidad legal para venderlas; y lo mismo ocurría con
las vinculadas a mayorazgos, pues estos pertenecían al linaje familiar y debían transmitirse
íntegros de un titular a otro.
La eliminación de las trabas legales heredadas del Antiguo Régimen era una condición
necesaria para liberalizar el mercado de la tierra. En consecuencia, a partir de 1836 se
adoptaron tres medidas fundamentales:
La situación política y fiscal no era tan grave como en la etapa de la desamortización anterior,
ya que la segunda guerra carlista no supuso tanto gasto como la primera y el régimen liberal
estaba más consolidado. Por consiguiente, además de reducir la deuda pública, se pretendía
destinar parte de los ingresos obtenidos a financiar la construcción de las infraestructuras
necesarias para modernizar la economía, en especial la red de ferrocarriles
Para valorar el alcance real de las desamortizaciones basta con tener en cuenta que la
extensión total de las tierras vendidas equivaldría a una quinta parte de todo el territorio
nacional o, lo que es más importante, a la mitad de la tierra cultivable. Sin embargo, las
desamortizaciones no fueron concebidas como una reforma agraria de carácter social, sino
como una medida económica de carácter esencialmente fiscal (disminuir la deuda pública
para sanear la Hacienda). De esta manera, las desamortizaciones no modificaron
sustancialmente la estructura de la propiedad. Lo único que produjo fue un cambio de
propietarios. Por tanto, se mantuvo en gran medida la estructura surgida con las
repoblaciones y los procesos de señorialización medievales.
El deterioro del régimen isabelino, deslegitimado y sumido en una deriva autoritaria desde
1864, se había visto agudizado por la crisis económica de 1866. La oposición comenzó a
unirse para derribar a la reina. Los progresistas, con Juan Prim a la cabeza, y los demócratas
suscribieron con este fin el Pacto de Ostende en 1866. Más tarde, los republicanos y los
unionistas, liderados por Serrano tras la muerte de O’Donnell, se incorporaron a este bloque,
que se vio así reforzado con la incorporación de un gran número de mandos militares. El 18
de septiembre de 1868 estalló la Revolución conocida como “La Gloriosa”. El almirante
Topete levantó la escuadra fondeada en la bahía de Cádiz. Poco después se forzó el exilio de
la reina. Comenzó así el Sexenio Democrático, un período de seis años en el que se
ensayaron diversas alternativas políticas tendentes a la democratización del país. Los
revolucionarios de 1868 deseaban implantar una auténtica democracia y convocaron
elecciones para redactar una nueva Constitución. éstas dieron una amplia mayoría a
progresistas, unionistas y demócratas. Con esta composición, las Cortes redactaron la
Constitución de 1869.
Se trata de un texto con curiosos influjos del constitucionalismo radical de impronta francesa,
pero también norteamericana. Es una Constitución rígida (el Título XI está dedicado a regular
la reforma) y de mayor extensión que las tres anteriores: 112 artículos, de los cuales nada
menos que 31 aparecen agrupados bajo la rúbrica “De los españoles y sus derechos”, que es
la que corresponde al Título I. Allí aparecen los derechos que ya figuraban en las
Constituciones de 1837 y 1845, pero con mayor detalle y mejor técnica jurídica. Además,
encontramos, por vez primera, los derechos de reunión (artículo 18) y asociación (artículo
19). Y vemos también proclamada, rompiendo la tradición de los textos anteriores, una tímida
libertad de cultos para los extranjeros y para los españoles que profesaren otra religión
diferente a la católica (artículo 21). La estela norteamericana se aprecia claramente en el
artículo 29, con su compromiso a favor de los derechos no escritos: “La enumeración de los
derechos consignados (...) no implica la prohibición de cualquier otro no consignado
expresamente”.