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6.2. El reinado de Isabel II (1833-1868): las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz.

De la
sociedad estamental a sociedad de clases.
La desamortización española fue un largo proceso histórico, económico y social iniciado a finales
del siglo XVIII con la denominada «Desamortización de Godoy» (1798) —aunque hubo un
antecedente en el reinado de Carlos III de España— y cerrado bien entrado el siglo XX. Consistió
en poner en el mercado, previa expropiación forzosa y mediante una subasta pública, las tierras y
bienes que hasta entonces no se podían enajenar (vender, hipotecar o ceder) y que se
encontraban en poder de las llamadas «manos muertas», es decir, la Iglesia católica y las órdenes
religiosas —que los habían acumulado como habituales beneficiarias de donaciones, testamentos
y abintestatos— y los llamados baldíos y las tierras comunales de los municipios, que servían de
complemento para la precaria economía de los campesinos.

La finalidad prioritaria de las desamortizaciones habidas en España fue conseguir unos ingresos
extraordinarios para amortizar los títulos de deuda pública. Así mismo, persiguió acrecentar la
riqueza nacional y crear una burguesía y clase media de labradores que fuesen propietarios de las
parcelas que cultivaban y crear condiciones capitalistas (privatización, sistema financiero fuerte)
para que el Estado pudiera recaudar más y mejores impuestos. La desamortización fue una de las
armas políticas con la que los liberales modificaron el sistema de la propiedad del Antiguo Régimen
para implantar el nuevo Estado liberal durante la primera mitad del siglo XIX. La de Juan Álvarez
Mendizábal junto con la de Pascual Madoz constituyen las dos desamortizaciones liberales más
importantes.

Mendizábal pasó a ser presidente del Consejo de Ministros en septiembre de 1835. El 11 de


octubre de 1835 se decretó la supresión de todos los monasterios de órdenes monacales y
militares. Los siguientes decretos serían, simplemente, un desarrollo del Decreto del 11 de octubre
de 1835. El 19 de febrero de 1836 se decretó la venta de los bienes inmuebles de esos monasterios
y el 8 de marzo de 1836 se amplió la supresión a todos los monasterios y congregaciones de
varones. El Reglamento del 24 de marzo de 1836 especificaba todos los cometidos de las juntas
diocesanas encargadas de cerrar los conventos y monasterios y, en general, de todo lo necesario
para la aplicación del Decreto del 8 marzo.

Como la división de los lotes se encomendó a comisiones municipales, éstas se aprovecharon de su


poder para hacer manipulaciones y configurar grandes lotes inasequibles a los pequeños
propietarios, pero pagables, en cambio, por las oligarquías muy adineradas que podían comprar
tanto grandes lotes como pequeños. Los pequeños labradores no pudieron entrar en las pujas y las
tierras fueron compradas por nobles y burgueses urbanos adinerados, de forma que no pudo
crearse una verdadera burguesía o clase media en España que sacase al país de su marasmo. Los
terrenos desamortizados por el gobierno fueron únicamente los pertenecientes al clero regular.
Por esto la Iglesia tomó la decisión de excomulgar tanto a los expropiadores como a los
compradores de las tierras, lo que hizo que muchos no se decidieran a comprar directamente las
tierras y lo hicieron a través de intermediarios o testaferros.

Durante el bienio progresista (al frente del que estuvo nuevamente Baldomero Espartero junto a
O'Donnell) el ministro de Hacienda Pascual Madoz realiza una nueva desamortización (1855) que
fue ejecutada con mayor control que la de Mendizábal. El jueves 3 de mayo de 1855 se publicaba
en La Gaceta de Madrid y el 3 de junio la Instrucción para realizarla.
Se declaraban en venta todas las propiedades principalmente comunales del ayuntamiento, del
Estado, del clero, de las Órdenes Militares (Santiago, Alcántara, Calatrava, Montesa y San Juan de
Jerusalén), cofradías, obras pías, santuarios, del ex infante Don Carlos, de los propios y comunes de
los pueblos, de la beneficencia y de la instrucción pública, con las excepciones de las Escuelas Pías
y los hospitalarios de San Juan de Dios, dedicados a la enseñanza y atención médica
respectivamente, puesto que reducían el gasto del Estado en estos ámbitos. Igualmente se
permitía la desamortización de los censos pertenecientes a las mismas organizaciones.
Fue ésta la desamortización que alcanzó un mayor volumen de ventas y tuvo una importancia
superior a todas las anteriores. Sin embargo, los historiadores se han ocupado tradicionalmente
mucho más de la de Mendizábal, cuya importancia reside en su duración, el gran volumen de
bienes movilizados y las grandes repercusiones que tuvo en la sociedad española.

Tras haber sido motivo de enfrentamiento entre conservadores y liberales, llegó un momento en
que todos los partidos políticos reconocieron la necesidad de rescatar aquellos bienes inactivos, a
fin de incorporarlos al mayor desarrollo económico del país. Se suspendió la aplicación de la ley el
14 de octubre de 1856, reanudándose dos años después, el 2 de octubre de 1858, siendo
O'Donnell presidente del Consejo de Ministros. Los cambios de gobierno no afectaron a las
subastas, que continuaron hasta finales de siglo. En 1867 se habían vendido en total 198 523 fincas
rústicas y 27 442 urbanas. El estado ingresó 7 856 000 000 de reales entre 1855 y 1895, casi el
doble de lo obtenido con la desamortización de Mendizábal. Este dinero se dedicó
fundamentalmente a cubrir el déficit del presupuesto del Estado, amortización de deuda pública y
obras públicas, reservándose 30 millones de reales anuales para la reedificación y reparación de las
iglesias de España. La ley Madoz de 1855 supone la fusión de las normas desvinculadoras tanto en
el campo de la desamortización civil como en el religioso y representa la última disposición que va
a regir y mantener en vigor, a lo largo del siglo XIX, estas políticas expropiadoras.

Con la configuración del Estado liberal en el siglo XIX, la nueva legislación estableció la igualdad
jurídica de todos los ciudadanos, poniendo fin a los privilegios otorgados por nacimiento, títulos o
pertenencia al clero. En el nuevo sistema, el conjunto de la población constituía una sola categoría
jurídica, los ciudadanos, y todos los grupos sociales pagaban impuestos y eran juzgados por los
mismos tribunales, gozando, en teoría, de los mismos derechos políticos. No obstante, el sufragio
censitario limitaba el derecho al voto y a la participación política.
En definitiva, se produce el paso de la sociedad estamental, en la que la posición social del
individuo está definida por el status jurídico que da la pertenencia a un estamento, a la sociedad
de clases, en la que el criterio de diferenciación es el nivel de renta y el patrimonio.
La pequeña nobleza (hidalgos), muy numerosos en la zona central de España al norte del Duero,
sufrió un proceso de deterioro económico y social, pasando la mayoría a ejercer profesiones
diversas y diluyéndose entre el grupo de la clase media de propietarios agrarios.
Sin embargo, la alta y media nobleza mantuvieron su importancia social, económica y política.
Conservaron enormes patrimonios agrarios e inmobiliarios en un país en el que la burguesía era
muy débil y el proceso de industrialización muy escaso. Se habían cambiado las leyes, pero se
mantuvo el poder de quienes aceptaron formar parte del nuevo sistema y de la nueva clase
dominante, la alta burquesía.
Con la Iglesia se produjo una situación similar. Su poder económico fue disminuido y el bajo clero
se vio empobrecido. Sin embargo, sus fuertes vinculaciones con la corona y los grupos dominantes
le permitieron mantener su influencia social, controlar la enseñanza e, incluso, participar en la vida
política. Su poder ideológico sobre el conjunto de la sociedad se mantuvo intacto.
En la nueva sociedad liberal, los estamentos se vieron sustituidos por las denominadas clases
sociales, pudiendo diferenciarse, en la España del siglo XIX, dos grandes grupos:
● Las clases dirigentes, formadas por la antigua aristocracia, la alta jerarquía eclesiástica,
militar y administrativa, y por la alta burguesía.
● Las clases populares, integradas por aquellos que tan solo poseían lo que obtenían de su
trabajo manual: obreros, artesanos, campesinos y jornaleros.
Entre los dos grupos quedó comprendida una poco numerosa clase media, no tan rica como la
clase dirigente, pero que vivía en unas condiciones sustancialmente mejores que las de las clases
populares: pequeña burguesía, profesionales liberales, etc.
Las diferencias de riqueza y las duras condiciones de vida de la clase obrera y campesina dieron
origen a nuevos movimientos sociales y a los conflictos de clase, de forma similar a lo que estaba
sucediendo en el resto de Europa.

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