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Por esta razón, el carlismo tuvo una implantación mayor en las zonas rurales del norte de
España (País Vasco, Navarra y Cataluña), y entre la aristocracia, campesinado propietario y
clero. Los isabelinos se apoyaban sobre todo en la burguesía y las clases populares urbanas
de la mayor parte del país.
Las dificultades financieras del Estado y el liderazgo de algunos militares carlistas como
Zumalacárregui, hicieron que el conflicto se prolongase durante mucho tiempo, con una
extraordinaria dureza. Finalmente, el acuerdo entre el general isabelino Espartero y el
carlista Maroto (Abrazo o Convenio de Vergara) permitió la rendición de estos últimos
con condiciones generosas, su integración en la vida civil y el exilio del pretendiente don
Carlo.
Durante las regencias (1833-1843) el Antiguo Régimen fue desmantelado gradualmente por
obra de los gobiernos de los dos partidos liberales: el Partido Moderado solo pretendía
reformar el Antiguoi Régimen, defendía la soberanía compartida con amplios poderes del
rey y limitaba los derechos individuales, mientras el Partido Progresista defendía la
soberanía nacional, limitando el poder del rey.
María Cristina intentó volver a los moderados lo que provocó el motín militar de la
Granja, forzando a la regente a entregar el Gobierno de nuevo a los progresistas , y a
restablecer la Constitución de 1812. El gobierno progresista de Calatrava eliminó el
régimen señorial, el mayorazgo y el diezmo, y restableció la autonomía municipal.
Las Cortes proclamaron la mayoría de edad de Isabel II, iniciando el reinado efectivo
(1843-1868). A lo largo de sus tres fases se procedió a la construcción del Estado liberal.
En 1849, y al hilo del ciclo de revoluciones europeas del momento, se fundó el partido
demócrata, escindido del progresista, que defendía el sufragio universal, Cortes
unicamerales, libertad religiosa, instrucción primaria gratuita e intervención del Estado en
ámbitos sociales.
El general O’Donnell, creador en 1854 de la Unión Liberal (partido que intentó representar
un liberalismo centrista, entre las posiciones de progresistas y moderados) protagoniza un
pronunciamiento militar en Vicálvaro en el que se sublevan los propios moderados frente a
la camarilla de Isabel II; junto con el general Serrano proclamó el Manifiesto de
Manzanares (redactado por Cánovas) dando inicio al bienio progresista (1854-1856).
Isabel II encargó formar gobierno de nuevo a Espartero, que restauró la ley de imprenta, la
ley electoral y la Milicia Nacional. Se aprobaron la desamortización de Madoz (1855), la
ley de ferrocarriles (1855) y la ley bancaria (1856).
La crisis económica de 1866 fue la puntilla del régimen, y decidió a las fuerzas de la
oposición a los moderados, y a la Unión Liberal (con Serrano al frente tras la muerte de
O’Donnell) a firmar el pacto de Ostende, por el que se comprometían a hacer caer a la
monarquía isabelina y sustituirla por un régimen más democrático.
A lo largo de las dos etapas del reinado de Isabel II se realizaron reformas económicas de
signo liberal, al tiempo que se produjo una auténtica revolución social. La regencia de
María Cristina coincidió con la primera guerra carlista.
Consisten en la expropiación por parte del Estado de tierras eclesiásticas y municipales para
su venta en subasta pública. En compensación a la Iglesia, el Estado se hacía cargo de los
gastos de culto y del clero.
Hubo algunas iniciativas en este sentido desde finales del siglo XVIII, pero el verdadero
proceso de desamortización se realiza bajo los ministerios de Mendizábal y Madoz, en el
siglo XIX. Paralelamente, se tomaron otras medidas para liberalizar la tierra, como la
supresión del mayorazgo y abolición del régimen señorial
Como medida previa, en 1835 disolvió las órdenes religiosas salvo las dedicadas a la
enseñanza o cuidado de enfermos, con lo que sus bienes pasaron a ser propiedad del Estado.
Sus objetivos fueron: sanear la Hacienda, financiar la guerra y convertir a los nuevos
propietarios en partidarios de la causa liberal frente al carlismo. También pretendían
aumentar el número de propietarios rurales, así como la producción y la riqueza agraria.
Los beneficios económicos de esta desamortización fueron escasos, pues se aceptaron como
pago los títulos de la deuda, que tenían un valor nominal, muy superior al valor real de
mercado. Además, provocó la ruptura con la Santa Sede y conflictos con la reina.
Todos pagaban impuestos, eran juzgados por las mismas leyes, y gozaban teóricamente de
los mismos derechos políticos. Así la población constituía una sola categoría jurídica, la de
ciudadanos. Los ciudadanos quedaron definidos por la pertenencia a una clase social, siendo
grupos abiertos y no cerrados como en el Antiguo Régimen.
Por último estaban las clases bajas, tanto urbanas (obreros o proletarios) como rurales
(arrendatarios, aparceros y sobre todo jornaleros). Tanto unas como otras subsistían en
condiciones en general precarias, ya fuera por las largas y extenuantes jornadas de los
obreros industriales o por la estacionalidad del empleo de los jornaleros agrícolas, y en
ambos casos con salarios muy bajos y duras condiciones de trabajo.
Dos años después del pacto de Ostende, en septiembre de 1868, la Armada española
atracada en Cádiz y dirigida por el almirante Topete se sublevó, con el apoyo de los
generales Prim y Serrano. Comenzó así la Revolución Gloriosa, que se extendió con
levantamientos populares, ocupando las plazas de muchas localidades al grito de “Mueran
los borbones”. Serrano, que dirigía el ejército sublevado, venció al ejército gubernamental
en Alcolea (Córdoba), e Isabel II huyó a Francia.
El general Prim, su principal valedor, fue asesinado en un atentado poco antes de que el rey
llegase a España. Políticamente, no tenía tampoco demasiados apoyos, puesto que la
división entre los unionistas de Serrano y los nuevos partidos, como el Constitucional de
Sagasta y el Radical de Ruiz Zorrilla, era cada vez más evidente, forzando la caída de seis
gobiernos.
Por su parte, Amadeo I se encontró con la abierta oposición de los republicanos, de los
carlistas (que con Carlos VII se levantaron en armas en mayo de 1872, desencadenando la
tercera guerra carlista) y de los partidarios del príncipe Alfonso, el hijo de Isabel II.
Además tuvo que enfrentarse a otros dos graves problemas, como la agitación social ligada
al movimiento obrero y la Guerra de los Diez Años (1868-1878) en Cuba, apoyada por
Estados Unidos.
Pi i Margall, incapaz de reprimir las insurrecciones, dimitió y le sucedió Salmerón, que dio
a la República un giro conservador con el apoyo de generales monárquicos. Los
cantonalistas proclamaron entonces un gobierno provisional en Cartagena y declararon la
guerra a Madrid, pero fueron cayendo uno a uno los diferentes focos y sólo el cantón de
Cartagena resistió hasta enero de 1874.
Salmerón dimitió en septiembre por negarse a confirmar las penas de muerte impuestas por
la autoridad militar.
Le sucedió Castelar, que acentuó el giro conservador: aplicó la pena de muerte, llamó al
ejército para imponer el orden, ilegalizó el federalismo y reforzó el poder del Estado.
Todo ello gobernando por decreto, tras haber suspendido las Cortes durante tres meses.
Cuando iba a reabrirlas para someterse al veredicto de los diputados, la posibilidad de que
el poder recayera de nuevo sobre los federalistas radicales ofreció el pretexto para el golpe
de Estado de Pavía, capitán general de Madrid, que al día siguiente invadió el hemiciclo
del Congreso y disolvió las Cortes.
Tras el golpe, la Junta de Capitanes Generales nombró jefe de gobierno al general Serrano,
que mantuvo las formas republicanas, pero aplicó una política autoritaria y represiva con un
claro protagonismo del ejército, la “dictadura de Serrano”.
El principal defensor de la candidatura del príncipe Alfonso fue Cánovas del Castillo, que
intentaba que la vuelta a la monarquía fuera el resultado del deseo del pueblo español y no
de un nuevo pronunciamiento militar.
Para ello había hecho firmar a Alfonso el Manifiesto de Sandhurst, en el que exponía al
pueblo español sus propósitos conciliadores. Sin embargo y en contra del parecer de
Cánovas, en diciembre de 1874, el general Martínez Campos proclamó rey a Alfonso XII,
tras un pronunciamiento en Sagunto, siendo la monarquía borbónica restaurada mediante un
golpe militar.