Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Pearl S. Buck
Sabía dónde era, desde luego, pues desde pequeño había ido
allí a pescar. Un verano, el viejo roble fue alcanzado por un
rayo, cuando él estaba a sólo unos centenares de metros de
distancia, resguardado bajo la puerta del molino, durante una
tormenta. ¿Cómo sabían los secuestradores que él conocía el
lugar?
Se volvió hacia Peter.
—¿Quién trajo esto? —inquirió.
—No lo zé, zeñó —tartamudeó Peter—. Mi mujé no pudo
decirme na, zalvo que era un blanco. El tipo le dio el papel y
dijo: «Dázelo al viejo». Azi que ella me lo dio, y he venío
corriendo.
Kent miró fijamente a Peter, tratando de sondear aquel
cerebro oscuro. ¿Alguien estaba utilizando a Peter? ¿Quizá le
habían sobornado para que tomara parte en el secuestro?
¿Sabía algo?
—Si creyera que sabes algo acerca de Betsy, te mataría con
mis propias manos.
—Por Dio, zeñó Crothers, no zé na… ¡Uzté me conoce,
zeñó! He cuidao de zu jardín dezde que uzté y la zeñorita Allin
ze cazaron. Ademá, ¿qué iba a ganá yo con zemejante maldá?
Tengo to lo que quiero…, mi caza y mi zalario. No dezeo na
má.
Todo esto era cierto, naturalmente, pero Kent no podía
evitar sospechar de todo el mundo.
—Dile a Flossie que no se lo diga a nadie —ordenó a
Peter.
—Ya ze lo he dicho, zeñó —replicó Peter con vehemencia
—. Le he dicho que la abro en canal zi habla a alguien de eze
hombre blanco.
—Entonces vete, y recuerda lo que te he dicho.
—Zí, zeñó —replicó Peter.
T. S. Stribling
Mickey Spillane
John D. MacDonald
Soñó que había dejado caer algo, que había perdido algo de
valor en el horno, y estaba tendido de costado, tratando de
mirar en ángulo a través de un pequeño agujero, mirar más allá
de las llamas, en las oscuras entrañas del horno, buscando lo
que había perdido. Pero las llamas seguían agitándose a través
del agujero, con una brillantez que le dañaba los ojos, un calor
que le achicharraba el rostro, moviéndose con un sonido
intermitente y crepitante.
Al despertar, el sueño resultó dolorosamente explicable: el
crepitar de las llamas era su propia respiración áspera, la
sensación ardiente era una sed que le consumía y la brillantez
se trasmutó en un dolor intenso localizado detrás de los ojos.
Al abrirlos, un intenso rayo de sol matinal le deslumbró, y
volvió a cerrarlos en seguida.
En aquel momento de la mañana su conciencia de la
incomodidad era tan aguda que no podía pensar en nada más
allá de una evaluación del cuerpo y sus funciones. Aunque era
vagamente consciente de molestias físicas que más tarde
podrían exceder a la angustia de la carne, la inmediatez del
dolor corporal ocupaba el centro de su atención. Incluso sin la
brillantez horizontal del sol, habría sabido que era temprano,
pues un sueño largo habría amortiguado los latidos del corazón
abrumado, reduciéndolos a un ritmo suave, sosegado y
cómodo. Pero era temprano y el corazón golpeaba
bruscamente, con una violencia y una cadencia casi histéricas,
de modo que por mucho que cambiara la posición de su
cabeza, podía percibirlo, como un martillo para clavar
tachuelas que astillaba su mortalidad.
Tenía una sed monstruosa, que no contribuía precisamente
a aplacar los accesos de náuseas que tenía de vez en cuando en
el fondo de la garganta. Tenía las manos y los pies fríos, pero
estaba cubierto de sudor, que notaba en el lugar en que los
muslos se tocaban. Le parecía que todos los poros de su
cuerpo estaban obturados, y sabía que durante la noche había
sudado copiosamente, con una olorosa transpiración que
dejaba un residuo desagradable cuando se secaba. El dolor
detrás de los ojos era como una lenta hinchazón y un
encogimiento, con un ritmo que era un contrapunto al golpeteo
de su corazón.
Se sentó en el borde de la cama con la cabeza inclinada,
los ojos fuertemente cerrados, los dedos fríos y temblorosos
sobre las rodillas desnudas. Se sentía débil, mareado y
agudamente deprimido.
Era la gran broma, una resaca, algo que invita a un guiño
taimado, a una triste carcajada. Por la mañana, era lo más
parecido a la muerte.
Se levantó y, con las piernas temblorosas, fue al baño.
Abrió el grifo del agua fría a toda potencia y tomó un vaso.
Llenaba de nuevo el vaso cuando sintió el primer espasmo. Se
volvió hacia el lavabo, casi cayéndose, golpeándose
dolorosamente una rodilla en las baldosas del suelo, se
arrodilló y se aferró al borde de la pica con ambas manos,
encorvado, desdichado, desnudo. El agua corrió durante largo
rato mientras él permanecía allí, vomitando, hasta que no
salieron más que grumos de bilis verdosa. Cuando se levantó,
se sintió más débil pero algo mejor. Se secó el rostro con una
toalla húmeda y bebió más agua, la tomó lenta y
cuidadosamente, en gran cantidad, perdiendo la cuenta del
número de vasos que tomaba. Bebió el agua fresca hasta que
se le hinchó el vientre y no pudo tomar más, pero se sintió tan
sediento como antes.
Dejó el vaso en el estante y se miró en el espejo, con una
mirada rápida, demasiado fortuita, como quien mira a un
desconocido y le dirige una mirada más larga después de ver
que la primera no ha despertado una curiosidad desmedida.
Aunque el color del rostro era grisáceo, los ojos estaban algo
hinchados y un inicio de barba oscurecía las mandíbulas; el
largo rostro, con sus rasgos regulares y sin ninguna
característica peculiar, parecía curiosamente ileso con relación
al tormento del cuerpo.
El reflejo visual fue un primer paso en la reafirmación de
la identidad: eres Hadley Purvis, tienes treinta y nueve años, el
pelo se te está volviendo gris con una velocidad sorprendente
y descorazonadora.
Dio la espalda a la imagen insulsa, al rostro que se negaba
a comprender su dolor. Apoyó las nalgas en el frío borde de la
pica, y de repente una imagen espontánea pasó por su mente,
con la perfección y la claridad sobrenatural de un anuncio en
color en una revista. Era un vaso lleno hasta el borde de
bourbon marrón oscuro.
Con un lento esfuerzo de la voluntad hizo que la imagen se
desvaneciera. Todavía no, pensó, y de inmediato se sintió
intrigado por su elección instintiva de la frase. Tonterías. Eso
formaba parte de la morbidez habitual de la resaca, imaginarse
uno mismo convirtiéndose lentamente en un alcohólico. El ron
agrio que tomaba los domingos por la mañana había llegado a
ser un ritual para él, que Sarah le perdonaba. Pero no por eso
podía hablarse de alcoholismo. Por desgracia, aquel era un día
laborable, y tendría que esperar a las doce y media para tomar
el primer martini en Mario’s. Si había alguien realmente
preocupado por el alcoholismo, era Sarah, y sus
preocupaciones se debían a su falta de conocimiento del
trabajo que desempeñaba él, y de sus requisitos. Cuando un
hombre ha bebido durante veintiún años, no se convierte de
repente en una causa legítima para la clase de fastidiosa
preocupación que Sarah había mostrado últimamente.
Por la noche, cuando estaban a solas antes de cenar,
tomaban una copa, cosa que a ella no le producía ninguna
congoja. Le gustaba tomar un trago como a cualquiera. Luego,
de algún modo, se enteró de que cada vez que él iba a la
cocina para llenar otra vez los vasos con el martini de la jarra
guardada en la nevera, él tomaba un trago extra, sí, engullía un
largo, suave y placentero trago. Pacientemente, sin alterar su
tono, había conseguido que él lo admitiera, y entonces le había
dicho que el mismo secreto con que lo hacía era
«significativo». Él intentó explicarle que tenía una tolerancia
del alcohol mayor que la suya, y que era más fácil hacerlo así
que soportar sus fatigosas indirectas sobre el número de copas
que tomaba.
Mientras estaba en el baño podía oír los primeros sonidos
matinales de la ciudad. Su oído parecía agudizado de una
manera antinatural. Se dio cuenta de que era absurdo seguir
allí y tener discusiones mentales con Sarah y enfadarse con
ella. Abrió los grifos de la ducha y esperó hasta que el agua
tuvo la temperatura adecuada antes de entrar, poco más que
templada. No intentó bañarse, sino que se puso bajo los
chorros rugientes e intensos de la ducha, con los ojos cerrados
y el rostro hacia arriba. Y entonces empezó a pensar en la
velada anterior, con cautela, porque tenía mucha experiencia
en esta clase de reconstrucción. Permitió el discurrir de los
recuerdos con temor, previendo remordimiento y disgusto
consigo mismo.
Como siempre, la primera parte de la velada era fácil de
recordar. Había sido una fiesta importante, y el día anterior,
por la mañana, se vistió con esmero, sabiendo que no tendría
tiempo para volver a casa y cambiarse antes de ir directamente
de la oficina al hotel donde se celebraba la reunión, con los
cócteles, los discursos, la película y la revelación del nuevo
modelo. Debido a la importancia de la velada, no se había
excedido durante el almuerzo en Mario’s, limitándose a un par
de martinis antes de comer, consciente de su virtud…, con la
que lamentablemente dio al traste la entrada de Bill Hunter en
su despacho a las tres de la tarde. Le miró con alivio y
aprobación y le dijo:
—Me alegro de que hoy no te hayas pasado tres horas
almorzando, Had. El viejo tenía sus dudas sobre la
conveniencia de que te unieras al grupo esta noche.
Hadley Purvis sintió de inmediato un enorme disgusto.
Normalmente le gustaba Bill Hunter, a pesar de su aura de
oportunismo y la cauta ambición que le había permitido
hacerse íntimo del jefe de la agencia en muy poco tiempo.
—Y entonces tú le dijiste: «Señor Driscoll, si Had Purvis
no puede ir a la fiesta, yo tampoco voy». Y él no tuvo más
remedio que ceder.
Observó cómo Bill Hunter se ruborizaba.
—No ha sido así, Had, pero te diré lo que sucedió. Me
preguntó si creía que te portarías bien esta noche, y le dije que
estaba seguro de que comprenderías la importancia de la
ocasión, recordándole que los de Detroit te conocen y les gustó
el trabajo que hiciste en la campaña de primavera. Así que si te
apartas de la línea, a mí tampoco va a beneficiarme.
—Y ésa es tu principal consideración, naturalmente.
Hunter le miró con una expresión de enojo e impotencia. —
Maldita sea, Had…
—Puedes tranquilizar a tu corazoncito. Te aseguro que no
me saldré de madre.
Bill Hunter salió del despacho. Cuando se hubo ido,
Hadley se empeñó en creer que había sido un pequeño y
divertido interludio, pero no pudo. Seguía sintiéndose
resentido. Le enojaba que le trataran como a un niño, y
sospechaba que Hunter había llamado la atención de Driscoll
sobre el asunto, diciéndole con mucha naturalidad: «Confío en
que Purvis no nos dé un pequeño espectáculo esta noche».
No era probable que el viejo hubiera sacado aquello a
colación. Hadley tenía la impresión de que aquel hombre le
tenía un verdadero aprecio. Se habían reído juntos en bastantes
ocasiones, y las suyas eran risas de adultos, que rebasaban un
poco la capacidad de un muchacho explorador como Hunter.
A las cinco se aseó, bajó al vestíbulo y compartió un taxi
con Davey Tidmarsh, el único de los chicos nuevos a quien
habían invitado, por lo cual estaba muy entusiasmado. Era un
muchacho simpático y a Hadley le gustaba. Davey quiso saber
cómo sería la fiesta, y Hadley se lo explicó en el taxi.
—Nos van a superar considerablemente en número. Estará
todo el batallón de Detroit y también la gente del banco. Se
hará con una seriedad enorme y mucho gusto. Esto es una
presentación previa, y es posible que hayan instalado una
maqueta. La idea es que todos nos entusiasmemos con el
nuevo modelo. Entonces, cuando todos estemos excitados,
pondremos en marcha dos grandes promociones. La primera es
una feria que usarán para vender los nuevos modelos a los
concesionarios y entusiasmarlos a todos. Eso será dentro de
unos cuatro meses. La segunda promoción será la campaña
para vender los coches al público. El secreto será un gran
fetiche, Davey, y habrá guardias de la compañía, uniformados
y armados.
Todo fue tal como él había previsto, sólo un poco mayor y
más recargado que el año anterior. Todo parecía mayor y más
recargado a cada año que pasaba. La fiesta tuvo lugar en el
último piso del hotel, en una de las salas de convenciones de
tamaño mediano. Comprobaron minuciosamente su identidad
a la entrada, y a cada uno le dieron un distintivo numerado con
su nombre. En el lado izquierdo de la sala había una barra de
bar de veinte metros de largo, y a lo largo de la pared derecha
estaba la larga mesa donde se dispondría el bufé. Había un
rumor viril de animadas conversaciones y una azulada neblina
de humo. Hadley saludó con la cabeza y sonrió a las personas
conocidas, mientras se dirigían al bar. Con un vaso en la mano,
se dirigió a la sala contigua —tras una nueva comprobación a
la puerta— para mirar la maqueta.
Hadley tuvo que admitir que estaba muy bien hecha. Su
tamaño era una tercera parte del automóvil real, y giraba
lentamente sobre un pedestal que le llegaba hasta el pecho. Era
un descapotable rojo y blanco con una portezuela abierta, y el
figurín de una muchacha en traje de baño junto a él. Tanto la
chica como el modelo estaban iluminados por una excelente
imitación de la luz solar. Hadley miró a la chica,
maravillándose del primor con que habían reproducido la
pátina del bronceado. Mientras contemplaba el maniquí, pensó
en Sarah y sintió una cálida oleada de ternura hacia ella, tuvo
la sensación de que le daba suerte y que, con ella, jamás nada
podría salir mal.
Observó las líneas del coche giratorio y, con la soltura que
le proporcionaba una larga práctica, ideó unas frases que
serían adecuadas para anunciarlo. Se hizo a un lado y
contempló durante un rato el placer manufacturado de quienes
veían el modelo por primera vez. Apuró el vaso y se encaminó
al bar. Con el primer trago, los últimos restos de irritación con
Bill Hunter habían desaparecido. En cuanto tuvo una nueva
bebida en la mano, miró a Bill y le dijo:
—Soy el hombre que refunfuñó esta tarde.
—No ha sido nada —dijo Hunter con presteza y cierto
distanciamiento—. Perdóname, Had. Hay alguien allí a quien
quiero saludar.
Hadley se acomodó ante la barra. No estuvo solo durante
mucho tiempo. Al cabo de diez minutos era el centro de un
grupo de seis o siete personas. Le encantaban aquellas
ocasiones en que le buscaban por sus cualidades para
entretener. Las bebidas le llevaban con rapidez al momento en
que, sin esfuerzo, resultaba divertido. Las frases agudas se le
ocurrían con rapidez, casi sin pensar. Los demás se reían con
él y apreciaban su ingenio, y él se sentía bien, sabiendo que le
tenían afecto.
Recordó que surgieron unas leves advertencias en el fondo
de su mente, pero no les hizo caso. Ya sabría cuándo tenía que
detenerse. Contó la anécdota de Jimmy, Jackie y la tarjeta
perforada allá en Shor’s, y supo que la había contado bien, que
se estaba divirtiendo y que todo lo tenía perfectamente bajo
control.
Pero más allá de ese momento, la memoria le fallaba,
perdía continuidad, se volvía episódica; cada escena era
bastante brillante en sí misma, pero estaba separada de las
demás escenas por una grisura en la que podía penetrar.
Seguía en el bar y su público se había reducido a una sola
persona, un hombre menudo al que conocía, que se tambaleaba
y se cogía del borde de la barra. Él trataba de hacerle
comprender alguna cosa a aquel hombre, que no cesaba de
menear la cabeza. Hunter se le acercó, le cogió del brazo y le
dijo:
—Had, tienes que comer algo. En seguida van a retirar el
bufé.
—Sonríe, camarada, cuando emplees la palabra «tienes».
—Siéntate y te traeré un plato.
—Que no se diga nunca que Hadley Purvis no pudo abrirse
paso a través de una maciza pared de bufé.
Mientras Hunter le tiraba del brazo, Hadley apuró el vaso,
lo dejó sobre la barra con sumo cuidado y se dirigió al bufé,
zafando el brazo de la presa de Hunter. Cogió un plato y miró
la comida. No tenía ningún deseo de comer. Miró atrás y vio
que Hunter le observaba. Se encogió de hombros y recorrió la
larga mesa.
Entonces recordó otra cosa. Estaba allí de pie, con el plato
en la mano. Miró hacia donde estaba Bill Hunter y vio que éste
le hacía unas señas frenéticas. Hadley le hizo caso y se dirigió
adonde estaba Driscoll con la plana mayor de Detroit. Le
divirtió la expresión aprensiva del rostro de Driscoll, pero se
sentó a la mesa y el viejo tuvo que presentarle.
Recordó algo posterior. Había dejado caer un trozo de
comida de su tenedor. Lo cogió de nuevo y, al alzar la vista,
vio una expresión de disgusto en el rostro del hombre más
importante de Detroit, un señor calvo y de aspecto poderoso,
con el rostro rojizo y unos ojillos azules y brillantes.
Recordó que se había puesto a reflexionar sobre aquella
expresión de disgusto. Los otros hablaban y él comía
tercamente. Se dijo que le considerarían un payaso, que era lo
bastante bueno para hacerles reír, pero nada más. No le
creerían capaz de un pensamiento profundo.
Recordó que Driscoll frunció el ceño cuando intervino en
la conversación, dirigiéndose al hombre calvo de Detroit y
procurando pronunciar cada palabra claramente, sin farfullar.
—Es una bonita maqueta, y hará que muchos vehículos
parezcan viejos antes de hora. Tal como yo lo veo, vivimos en
una época en que las cosas se vuelven obsoletas con una
rapidez artificial. La honestidad ha desaparecido del producto
americano. El gran dios es la producción, así que todos
ustedes, los fabricantes, se esfuerzan para hacer un producto
que se gaste, se rompa, no dure o, como su coche, se queden
en seguida anticuados. Es el viejo juego de timar al
consumidor. Ustedes tienen la mano en su bolsillo y nosotros
la tenemos en el suyo.
Recordó su discursito con vivacidad, y le conmocionó. Tal
vez era cierto, pero aquel no era el momento ni el lugar
adecuado para decir tales cosas, no en una reunión festiva,
donde todos se congratulaban por el magnífico y flamante
producto nuevo que iban a vender. Sintió que le ardían las
mejillas mientras recordaba sus propias palabras. ¡Vaya cosa
había dicho delante de Driscoll! Iban a ser necesarias las
excusas más abyectas.
No podía recordar la reacción del hombre de Detroit, o la
reacción inmediata de Driscoll. No recordaba nada más de lo
que había hecho o dicho en aquella mesa. El siguiente episodio
era que volvía a estar en el bar, vaso en mano, con Hunter a su
lado, hablándole tan seriamente que casi se le saltaban las
lágrimas.
—¡Dios mío, Had! ¿Qué has dicho? Nunca le he visto tan
enfadado.
—Dile que se vaya a hacer algo innombrable. Me he
limitado a decirles unas cuantas cosas tan claras como
elementales. Y ahora quiero animar un poco esa pequeña
orquesta.
—Deja la música en paz y vete a casa, por favor. Vete a
casa, Had.
Había otra brecha, y luego recordaba una discusión con el
batería. El hombre parecía curiosamente poco dispuesto a
soltar los tambores. Un camarero le cogió el brazo.
—¿Qué mosca le ha picado? —le preguntó Hadley,
enojado—. Sólo quiero enseñarle a este payaso cómo se
mantiene el ritmo más alto.
—Un caballero desea verle, señor. Está en el guardarropa.
Me ha pedido que le acompañe.
Driscoll estaba en el guardarropa, y se acercó a él.
—No abra la boca, Purvis. Limítese a escucharme
atentamente mientras trato de meter algo en su cráneo
borracho. ¿Puede entender lo que le digo?
—Claro que puedo…
—¡Cállese! Es posible que nos haya hecho perder el
negocio con su discurso. Ese hombre me ha dicho que
desconocía el hecho de que yo contrataba comunistas. Dijo
que las críticas del modo de vida norteamericano le ponen
físicamente enfermo. ¿Sabe lo que voy a decirle dentro de un
momento?
—No.
—Pues voy a decirle que le he hecho salir de aquí, le he
despedido y le he mandado a casa. Entiéndalo bien. Es un
intento de salvar el contrato. Y aunque no lo fuera, le
despediría igualmente, y lo haría en persona. Hasta ahora creía
que eso me resultaría penoso, pues le conozco desde hace
largo tiempo. Pero la verdad, Purvis, es que me gusta hacer
esto. Es un magnífico alivio desembarazarse de usted. No abra
la boca. No volvería a admitirle aunque trabajara gratis. No
vuelva por la agencia. No se presente mañana. Le diré a una
chica que recoja sus pertenencias y se las enviaré con un
mensajero, junto con el cheque. Mañana lo recibirá todo antes
del mediodía. Es usted un hombre inteligente, Purvis, pero esta
ciudad está llena de hombres inteligentes que pueden aguantar
el licor. Adiós.
Driscoll giró sobre sus talones y se dirigió a la sala. Hadley
recordó que la conmoción había penetrado en la neblina del
licor que envolvía su cabeza. Recordó que se había quedado
allí y que había podido ver a dos hombres que instalaban un
proyector, y lo único que podía pensar era en cómo se lo diría
a Sarah y lo que probablemente diría ella.
Y, sin transición, el recuerdo le hizo verse en la zona de
Times Square, camino de su casa. La acera se inclinaba
inesperadamente, y cada vez tenía que dar un bandazo para
recuperar el equilibrio. El brillo de las luces le hería los ojos,
el corazón le latía con fuerza, sentía que le faltaba la
respiración.
Se detuvo y miró el escaparate de una tienda de prendas
masculinas que aún estaba abierta. Un cartel en la puerta decía
«ABIERTO HASTA MEDIANOCHE». Consultó su reloj:
eran poco más de las once. Había imaginado que sería mucho
más tarde. De súbito, le resultó imperativo demostrar —a sí
mismo y a un desconocido— que no estaba en absoluto
borracho. Si podía demostrar eso, entonces sabría que Driscoll
le había despedido no por estar borracho, sino por sus
opiniones. ¿Y quién querría seguir en un puesto de trabajo en
el que no se le permitía tener opiniones?
Hizo acopio de todas sus fuerzas y miró atentamente el
escaparate. Vio una corbata de lana gris con una figura
diminuta bordada en rojo oscuro. Los dibujitos bordados
tenían una forma de comas. Decidió que aquella corbata le
gustaba muchísimo. El precio de las corbatas en aquel ángulo
del escaparate era de tres dólares cincuenta. Comprobó su
estabilidad, se aclaró la garganta y entró en la tienda.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches. Quisiera esa corbata del escaparate, esa
gris de la izquierda, la que tiene un dibujito rojo oscuro.
—¿Es tan amable de enseñarme cuál, señor?
—Claro.
Hadley la señaló. El tendero cogió una igual de un
perchero.
—¿La quiere en una caja o puedo ponerla en una bolsa?
—Una bolsa bastará.
—Es una corbata muy bonita.
Le dio al tendero un billete de cinco dólares, y el hombre
le devolvió el cambio.
—Gracias, señor. Buenas noches.
—Buenas noches.
Salió a la calle caminando con firmeza, con la bolsa en la
mano. Nadie podría haberlo hecho mejor. Había sido una
compra muy metódica. Si alguna vez necesitaba una prueba de
su estado, el tendero le recordaría. «Sí, recuerdo al caballero.
Entró poco antes de la hora de cierre y compró una corbata
gris. ¿Sobrio? Quizás había tomado una o dos copas, pero
estaba tan sobrio como un juez».
Y en algún lugar entre la tienda y su casa cesaban todos los
recuerdos. Tenía una vaga impresión de que había discutido
con Sarah, pero no estaba nada clara. Quizá porque la escena
al llegar a casa había llegado a ser demasiado frecuente para
ellos.
Se secó vigorosamente con una toalla áspera y fue al
dormitorio. Cuando pensó en el trabajo que había perdido,
sintió una punzada de pánico. No le sería fácil encontrar otro
empleo. Uno igual de bueno podría ser imposible. La suya era
una profesión que se alimentaba del chismorreo.
Tal vez había sido beneficioso, pues le obligaría a cambiar,
quizás a mudarse a otra ciudad y emprender una nueva vida.
Tal vez podrían recuperar algo que habían perdido en el último
año, más o menos. Pero sabía que silbaba en la oscuridad.
Tenía miedo. Aquella era la peor de todas las mañanas después
de una borrachera.
Sin embargo, incluso esa certeza estaba difuminada por el
peculiar aroma de irrealidad que se adhería a todas sus resacas
matinales. Los sueños siempre eran vividos, tanto que llegaban
a confundirse con la realidad. Se concentró en estudiar la
textura del recuerdo del rostro de Driscoll y el resultado fue
una disminución de su esperanza de que lo hubiera soñado.
Entró en el dormitorio y sacó una muda del cajón. Por
asociación de ideas pensó de nuevo en la corbata que había
comprado. Le parecía extraño que esa menudencia tuviera
semejante importancia retroactiva. Las ropas que había llevado
estaban donde las había dejado caer, al lado de la cama. Las
recogió, vació los bolsillos del traje y descubrió una gran
mancha de vómito seco en la solapa de la chaqueta. No
recordaba haberse encontrado mal. Había un desgarrón
triangular en la rodilla izquierda de los pantalones, y entonces
notó por primera vez que se había despellejado la rodilla. No
podía recordar que se hubiera caído. La corbata no estaba en el
bolsillo del traje. Empezó a preguntarse si habría soñado lo de
la dichosa corbata. En el fondo de su mente había una imagen
espectral de algún otro sueño acerca de una corbata.
Decidió que iría a la oficina. No veía qué otra cosa podría
hacer. Si su recuerdo de lo que Driscoll había dicho era exacto,
tal vez para entonces el jefe ya se habría aplacado. Cuando fue
a seleccionar una corbata, después de afeitarse
cuidadosamente, buscó la nueva en el perchero. No estaba allí.
Mientras se hacía el nudo de la que había escogido, observó
una bola de papel estrujado en el suelo, al lado de la papelera.
Lo recogió, lo extendió, leyó el nombre de la tienda impreso
en él y supo que la compra de la corbata había sido real.
Cuando estuvo totalmente vestido, todavía no eran las
ocho de la mañana. No se sentía bien, aunque había
disminuido la intensidad del dolor de cabeza. Le temblaban las
manos y tenía una sensación de debilidad en las piernas.
Era hora de enfrentarse a Sarah. Sabía que le había visto la
noche anterior. Probablemente estaba en cama, le había oído
entrar, se había levantado como de costumbre y, sin duda,
había armado una escena. Confiaba en que no le había dicho lo
de la pérdida de su empleo. No obstante, si eso había sido un
sueño, no podía habérselo dicho. Si se lo había dicho, sería
prueba de que no se había tratado de un sueño. Cruzó el baño
y entró en el dormitorio de su mujer, caminando con cuidado.
La cama había sido usada, y las ropas estaban separadas, tal
como ella las había dejado al levantarse.
Cruzó el corto pasillo hasta la pequeña cocina. Sarah no
estaba allí. Empezó a intrigarle la ausencia de su mujer. No
creía que la discusión hubiera sido tan grave que ella se
hubiera vestido y tomado el portante. Echó unas cucharadas de
café en el filtro y colocó el recipiente sobre el fuego. Bebió un
gran vaso de zumo de naranja. La quietud del apartamento no
parecía natural. Se sirvió otro vaso, tomó la mitad y cruzó el
vestíbulo hasta la sala de estar.
Se detuvo en la entrada, pues vio la corbata, reconoció su
pequeño dibujo. Se quedó allí inmóvil, con el vaso en la mano,
y miró la corbata. Estaba fuertemente anudada, y por encima
del nudo, descansando en el brazo del sillón, estaba el rostro
yerto e inefable de Sarah, un rostro con la tonalidad brillante
de una berenjena fresca.
«J»
Ed McBain
1
Era el primero de abril, día de las inocentadas. Además, era
sábado y vigilia de Pascua.
La muerte no debería haber hecho acto de presencia, pero
allí estaba. Y, tras haber venido, quizá se justificaba en su
confusión. Aquel era el día de las inocentadas, el de las
bromas pesadas. Al día siguiente sería Pascua, el día del
bonete y el huevo, el día del desfile primaveral con galas y
ringorrangos. Cierto, en algunos barrios de la ciudad se
rumoreaba que el domingo de Pascua tenía algo que ver con
una clase diferente de desfile en un lugar llamado Calvario,
pero había transcurrido mucho tiempo desde que se vetó la
muerte, declarándola fútil y vacía, y la memoria de la gente es
corta, sobre todo cuando hay vacaciones de por medio.
Aquel día la muerte era muy evidente, y claramente
confundida. Se estaba esforzando por reconciliar los aderezos
de dos festividades —o quizá tres— y lo único que lograba era
producir una mezcla distorsionada.
El joven que yacía boca arriba en el callejón vestía de
negro, como si hubiera asistido a un funeral, pero sobre el
negro, como una contradicción, había un excelente chal de
seda orlada en ambos extremos. Parecía haberse vestido para
la primavera, pero aquel era el día de las inocentadas y la
muerte no pudo resistir la tentación.
El negro estaba puntuado de rojo, azul y blanco. El suelo
adoquinado del callejón mostraba el mismo esquema
decorativo, rojo, azul y blanco, esparcidos en un alegre
abandono primaveral. Dos cubos de pintura volcados, blanca
la de uno, azul la del otro, parecían haber rebotado en la pared
del edificio y descansaban desordenadamente sobre el suelo
del callejón. Los zapatos del hombre estaban manchados de
pintura; su atuendo negro estaba cubierto de pintura, tenía las
manos empapadas de pintura. Azul y blanco, blanco y azul, su
negro atuendo, su bufanda de seda, el suelo del callejón, la
pared de ladrillo del edificio ante el que yacía…, todo estaba
manchado de azul y blanco.
El tercer color no armonizaba bien con los otros.
El tercer color era rojo, demasiado primario y brillante.
El tercer color no procedía de una lata de pintura, sino que
aún brotaba libremente de dos docenas de heridas abiertas en
el pecho, el estómago, el cuello, el rostro y las manos del
hombre, manchando el traje negro y el chal de seda
extendiéndose en un charco rojo brillante en el suelo del
callejón, difuminando la pintura con el color de la puesta del
sol, mezclándose con la pintura, pero sin hacerlo bien,
extendiéndose hasta tocar el pie de la escalera tendida de
través a lo largo de la pared, rodeando la brocha que yacía en
la base de la pared. Las cerdas de la brocha estaban todavía
húmedas de pintura blanca. La sangre del hombre tocó las
cerdas y luego se deslizó hacia la línea de cemento donde la
pared de ladrillo tocaba los adoquines del callejón, formando
un arroyo que fluía lentamente hacia la calle.
Alguien había puesto su firma en la pared. Alguien había
pintado, con pintura blanca brillante, una sola letra: J. Nada
más, sólo J.
La sangre corría por el callejón hacia la calle.
Caía la noche.
Al detective Cotton Hawes le gustaba tomar té. Había
adquirido el hábito de su padre, el clérigo, el hombre que le
bautizó con el nombre de Cotton Mather, el último de los
puritanos agresivos. Por las tardes, el buen reverendo Jeremiah
Hawes recibía a los miembros de su congregación y servía té y
pastas que su esposa, Matilda, preparaba en el horno de la
vieja cocina de hierro. De chico, a Cotton Hawes le habían
permitido tomar el té con la congregación, lo cual le creó un
hábito que nunca había abandonado.
A las ocho de las tarde del primero de abril, mientras un
joven yacía en un callejón con dos docenas de heridas
sangrantes, sin que se apercibieran de su presencia los
transeúntes que pasaban por la calle, más abajo, Hawes estaba
sentado tomando té. De muchacho trasegaba el brebaje
caliente en el estudio forrado de libros en la parte trasera de la
casa parroquial, una mezcla de Oolong y Pekoe que su madre
preparaba en la cocina y servía en tazas inglesas de porcelana,
heredadas de su abuela. Aquella noche estaba sentado en la
sala, un tanto mugrienta y deteriorada, de la brigada del
Distrito 87, y tomaba en un recipiente de plástico el té que Al
Miscolo había preparado en la oficina. Era té caliente, y eso
era más o menos lo máximo que podía decir de aquel líquido.
Las ventanas abiertas de la sala, cubiertas de tela metálica,
dejaban entrar una suave brisa primaveral procedente de
Grover Park, al otro lado de la calle, una brisa cálida y
seductora que le infundía deseos de salir a la calle. Era
criminal estar aprisionado en una noche así, y también
aburrido. Aparte de la denuncia de una esposa por malos tratos
de su marido, que en aquel mismo momento verificaba Steve
Carella, el teléfono había permanecido siniestramente
silencioso. En la quietud de la sala, Hawes había podido
mecanografiar tres informes retrasados, dos vales de gasolina
y un aviso para fijar en el tablón de anuncios, recordando a los
hombres de la brigada que estaban a primeros de mes y cada
uno tenía que aflojar cincuenta centavos para el
mantenimiento de la improvisada cocina de Al Miscolo.
También había leído media docena de empresas descabelladas
del FBI y anotado en su negro cuadernillo de notas los
números de matrícula de otros dos coches robados.
Ahora estaba sentado, tomando un té insípido, y
preguntándose por los motivos de aquella calma. Suponía que
la tranquilidad tenía algo que ver con la Pascua. Tal vez al día
siguiente habría una ceremonia de danza del huevo en la calle
Doce Sur. Quizá todos los criminales de hecho y en potencia
del Distrito 87 estaban en sus casas, coloreando huevos.
Sonrió y tomó otro sorbo de té. Desde la oficina
administrativa, más allá de la divisoria de rejilla que separaba
la brigada del pasillo, podía oír el ruido de la máquina de
escribir de Miscolo. Por encima de ese ruido, procedente de
los escalones metálicos que conducían al piso superior, oyó
ruidos de pasos. Se volvió hacia el pasillo en el mismo
momento en que Steve Carella entraba por el extremo opuesto.
Carella avanzó hacia la divisoria con un aire tranquilo,
imperturbable; era un hombre corpulento que se movía con
una precisión atlética. Empujó la puerta, se encaminó a su
mesa, se quitó la chaqueta, aflojó la corbata y desabrochó el
botón superior de la camisa.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Hawes.
—Lo mismo que ocurre siempre —dijo Carella. Exhaló un
profundo suspiro y se pasó la mano por el rostro—. ¿Queda
algo de café?
—Estoy bebiendo té.
—¡Eh, Miscolo! —gritó Carella—. ¿Queda café?
—¡Le echaré un poco más de agua! —replicó Miscolo.
—Bueno, ¿qué ha sucedido? —inquirió Hawes.
—La vieja canción de siempre. Es una pérdida de tiempo ir
a investigar esas denuncias de esposas apaleadas. Ni una sola
vez he sacado nada en claro.
—No querrá ir muy lejos en las acusaciones —dijo Hawes,
que conocía ese tipo de casos.
—Ni hablar de acusaciones. Según ella, ni siquiera le
pegó. La nariz le sangraba y tema un moratón en un ojo del
tamaño de medio dólar, y fue ella misma quien llamó a gritos a
la patrulla… Pero, en cuanto llegué, allí todo era paz y
armonía. —Carella meneó la cabeza—. ¿Una paliza, oficial?
—imitó con una voz chillona—. Debe de estar confundido,
oficial. Mi marido es un hombre bueno, amable, cariñoso.
Estamos casados desde hace veinte años, y nunca me ha
puesto un dedo encima. Debe de estar equivocado, señor.
—Entonces, ¿quién llamó a gritos a la policía? —preguntó
Hawes.
—Eso es lo mismo que le dije.
—¿Y qué respondió?
—Dijo: «Sólo teníamos una pequeña discusión familiar».
El tipo casi le arrancó tres dientes, pero eso es sólo una
pequeña discusión familiar. Entonces le pregunté por qué le
sangraba la nariz y tenía un ojo a la funerala, y ella, fíjate en
esto, Cotton, dijo que se lo había hecho planchando.
—¿Qué?
—Planchando.
—Pero, ¿cómo diablos…?
—Dijo que la tabla de planchar se cayó y la plancha saltó y
le golpeó el ojo, mientras que una de las patas de la tabla le
golpeaba la nariz. Cuando me marché, ella y su marido
parecían dispuestos a irse por segunda vez de luna de miel. La
mujer le abrazaba y él deslizaba la mano por debajo de su
vestido, así que preferí venirme aquí, donde el ambiente no es
tan sexy.
—Buena idea —dijo Hawes.
—¡Eh, Miscolo! —gritó Carella—. ¿Dónde está ese café?,
¿eh?
—¡Si vigilas la olla el agua nunca hierve! —replicó
astutamente Miscolo.
—Vaya, tenemos a George Bernard Shaw en la oficina —
comentó Carella—. ¿Ha ocurrido algo desde que me fui?
—Nada, ni un atisbo.
—También las calles están tranquilas —dijo Carella,
súbitamente pensativo.
—Antes de la tormenta —sugirió Hawes.
—Hummm.
La sala de la brigada volvió a quedar en silencio. Desde el
otro lado de la ventana les llegaba la miríada de sonidos de la
ciudad, las bocinas de los coches, los gritos ahogados, el
estrépito de los autobuses, la canción que tarareaba una
chiquilla al pasar por delante de la comisaría.
—Bueno, supongo que debería mecanografiar algunos
informes atrasados —dijo Carella.
Sin levantarse de la silla, se dirigió a uno de los carritos
con una máquina de escribir encima, cogió de su mesa tres
informes de la División de Detectives, insertó un papel carbón
entre dos de las hojas y empezó a escribir.
Hawes contempló las luces distantes de los edificios Isola
y aspiró una bocanada del aire primaveral que se filtraba por la
tela metálica.
Se preguntó por qué estaba todo tan tranquilo.
Se preguntó qué estaría haciendo exactamente toda aquella
gente allí afuera.
2
El sacristán del Centro Judío de Isola se llamaba Yirmiyahu
Cohen, y se presentó como shamash, palabra judía que
significa sacristán. Era un hombre alto y delgado que rondaba
los sesenta años, que llevaba un sombrío traje negro y un
casquete en el momento en que él, Carella y Meyer entraron
de nuevo en la sinagoga.
Momentos antes, los tres habían estado en el callejón
detrás de la sinagoga, contemplando el cuerpo del rabino
muerto y el charco de sangre que le rodeaba. Yirmiyahu no
había podido contener las lágrimas, que brotaban de sus ojos
cerrados, incapaz de mirar al muerto que había sido el jefe
espiritual de la comunidad judía. Carella y Meyer, que eran
policías desde hacía mucho tiempo, no habían llorado.
La visión de la víctima de un asesinato a cuchilladas es lo
bastante horrenda para hacer llorar. El traje negro del rabino y
el chal de oraciones orlado estaban empapados en sangre, pero
afortunadamente ocultaban las múltiples heridas en el pecho y
el abdomen, heridas que más tarde serían examinadas en el
depósito de cadáveres para su descripción externa: número,
situación, dimensión, forma de perforación y dirección y
profundidad de penetración. Dado que el veinticinco por
ciento de las cuchilladas mortales se deben a penetración
cardiaca, y puesto que había un feroz conjunto de cuchilladas
y una masa pastosa de sangre en coagulación cerca o alrededor
del corazón del rabino, los dos detectives supusieron
automáticamente que una cuchillada en el corazón había sido
la causa de la muerte; se alegraron de que el rabino estuviera
totalmente vestido. Ambos habían visitado el depósito y visto
cuerpos desnudos apuñalados que ya no sangraban, puesto que
toda la sangre y la vida les habían abandonado, y cuya piel
estaba desgarrada como el paño más fino, el suave interior del
cuerpo privado de su carne protectora, vuelta hacia afuera,
expuesta, las heridas tiernas y abiertas, habían contemplado la
evisceración conteniendo los deseos de vomitar.
También el rabino había poseído carne, y por lo menos
parte de ella había estado expuesta a la furia de su atacante.
Mientras miraban al muerto, ni Carella ni Meyer deseaban
llorar, pero sus ojos se estrecharon un poco y sintieron una
peculiar sequedad en la garganta, porque la muerte por arma
blanca es algo aterrador. Quienquiera que fuese el autor del
crimen, había usado el cuchillo con un aparente frenesí. Las
únicas zonas expuestas del cuerpo del rabino eran las manos,
el cuello y el rostro, y estas partes, más que las incisiones en
apariencia fatales escondidas bajo el traje negro y el chal de
oraciones, clamaban en la noche que se había cometido un
crimen sangriento. La garganta del rabino mostraba dos cortes
superficiales que casi parecían producidos por una vacilación
suicida. Un corte horizontal más profundo en el cuello había
dejado la tráquea al descubierto, junto con la carótida y la
yugular, pero estos vasos no parecían cortados, por lo menos
no a los ojos de unos legos como Carella y Meyer. Había
cortes alrededor de los ojos del rabino y otro que cruzaba el
puente de la nariz.
Pero las heridas que hicieron a Carella y Meyer apartarse
del cuerpo, eran los cortes de las manos. Sabían que se habían
producido cuando el hombre intentó defenderse, y eran más
expresivos que todas las demás heridas, pues reconstruían de
inmediato la imagen de un hombre desarmado debatiéndose
para protegerse de la hoja blandida por un asesino implacable,
alzando las manos en inútil gesto defensivo, y los dedos
estaban cortados y colgaban, las palmas convertidas en jirones
de carne. En el extremo del callejón, el patrullero que había
sido el primero en llegar al escenario del crimen identificaba el
cuerpo ante el forense, como el que había encontrado. Otro
policía hacía retroceder a los curiosos detrás de la barrera que
habían formado a la entrada del callejón. Los muchachos del
laboratorio y los fotógrafos ya habían dado comienzo a su
tarea.
Carella y Meyer se sintieron aliviados al estar de nuevo
dentro de la sinagoga.
3
Estaban en el callejón donde unas líneas de tiza señalaban la
posición del cadáver. Se habían llevado al rabino en una
camilla, pero su sangre seguía manchando los adoquines, y los
chicos del laboratorio habían evitado cuidadosamente la
pintura derramada por todas partes, en su búsqueda de pisadas
y huellas dactilares, de algo que pudiera constituir una pista
para identificar al asesino.
En la pared estaba pintada una letra J.
—¿Sabes, Steve? Tengo la sensación de que hay algo raro
en este caso.
—A mí me ocurre lo mismo.
Meyer alzó las cejas, un poco sorprendido.
—¿Cómo es eso?
—No lo sé, quizá porque era un hombre de Dios. —
Carella se encogió de hombros—. Hay algo ajeno a este
mundo, ingenuo y…, supongo que puro, en los rabinos,
sacerdotes y pastores, y no sé, parece que no deberían
afectarles todas las suciedades de la vida. —Hizo una pausa y
añadió—: Alguien tendría que permanecer indemne, Meyer.
—Tal vez. Tengo una sensación extraña porque soy judío,
Steve.
Lo dijo en voz muy baja, como si confesara algo que no le
habría dicho a ningún otro ser viviente.
—Te comprendo —dijo Carella amablemente.
—¿Son ustedes policías?
La voz les sobresaltó. Llegó de repente, desde el otro
extremo del callejón, y ambos se volvieron al instante para
hacer frente a quien había hablado.
Instintivamente, Meyer llevó la mano al revólver
reglamentario enfundado en el bolsillo trasero derecho.
—¿Son ustedes policías? —preguntó de nuevo la voz.
Era una voz femenina con acento yiddish. La persona que
la había emitido estaba delante de la farola, y Meyer y Carella
sólo veían una figura frágil vestida de oscuro, con las manos
blancas aferradas al pecho del abrigo negro y unos puntitos
luminosos en el lugar donde debían de estar los ojos de la
mujer.
—Sí, somos policías —respondió Meyer, con la mano
junto a la culata del revólver.
A su lado, Carella estaba preparado para sacar su arma si
era preciso.
—Sé quién mató al rov —dijo la mujer.
—¿Qué? —preguntó Carella.
—Dice que sabe quién mató al rabino —susurró Meyer,
sorprendido.
Dejó caer la mano a un lado. Echaron a andar hacia el
extremo del callejón que daba a la calle. La mujer permanecía
allí inmóvil, con la luz tras ella, el rostro envuelto en las
sombras, las manos pálidas quietas, los ojos ardientes.
—¿Quién le mató? —inquirió Carella.
—Conozco al rotsayach —respondió la mujer—. Sé quién
es el asesino.
—¿Quién?
—¡Él! —gritó la mujer, y señaló la J blanca pintada en la
pared de la sinagoga—. ¡El sonei Yisroel! ¡Él!
—El antisemita —tradujo Meyer—. Dice que lo hizo el
antisemita.
Habían llegado a la altura de la mujer. Los tres estaban en
el extremo del callejón, donde la luz de la farola lanzaba largas
sombras sobre los adoquines. Podían ver el rostro de la mujer.
Tenía el pelo negro y los ojos castaños, el rostro clásico de una
mujer judía cincuentona, su belleza empañada por la edad y
por algo más, por una sutil tensión oculta en los ojos y la boca.
—¿Qué antisemita? —preguntó Carella, y se dio cuenta de
que susurraba.
Había algo en el rostro de la mujer, en la negrura de su
abrigo y la palidez de sus manos que hacía del susurro una
necesidad.
—En la manzana siguiente —les dijo. La suya era la voz
del juicio y la condenación—. Ese individuo al que llaman
Finch.
—¿Le vio usted matar al rabino? —preguntó Carella—.
¿Le vio hacerlo?
—No. —La mujer hizo una pausa y añadió—: Pero estoy
segura de que ha sido él…
—¿Cómo se llama, señora? —le preguntó Meyer.
—Hannah Kaufman. Sé que fue él. Dijo que lo haría y ha
empezado a hacerlo.
—¿Qué es lo que dijo que haría? —preguntó
pacientemente Meyer a la mujer.
—Dijo que mataría a todos los judíos.
—¿Le oyó usted decir eso?
—Todo el mundo se lo ha oído decir.
—¿Su nombre es Finch? —le preguntó Meyer—. ¿Está
segura?
—Finch —dijo la mujer—. Vive en la manzana siguiente,
pasada la confitería.
—¿Qué te parece? —le preguntó a Carella.
Su compañero asintió.
—Haremos una visita a ese hombre.
4
Si Estados Unidos es, en su conjunto, un crisol de razas, el
Distrito 87 lo ilustra muy bien a escala reducida. Empecemos
por el río Harb, el límite más septentrional del territorio del
distrito, y lo primero que uno encuentra es el selecto Smoke
Rise, donde la gente reside en terrenos vallados, con una
aureola de respetabilidad protestante blanca, con las casas a
treinta metros de distancia de los caminos privados, y desde
donde se puede admirar el mejor paisaje que la ciudad puede
ofrecer. Al salir de Smoke Rise llegamos al lujoso Silvermine
Road, donde la aristocracia de los edificios de apartamentos ha
empezado a ceder al asalto del tiempo y la invasión de los
barrios pobres vecinos. Ejecutivos con ingresos de cuarenta
mil dólares al año viven en esos edificios de apartamentos,
pero también ahí las calles están adornadas con pintadas,
eslóganes picarescos y lascivos que los laboriosos porteros
tratan valientemente de borrar.
No hay nada tan eterno como lo anglosajón grabado con
grafito.
El parque Silvermine está al sur de la avenida, y nadie se
aventura a pasar por él de noche. Durante el día, el parque está
atestado de institutrices que charlan ociosamente sobre la
última vez en que estuvieron en Suecia y mecen suavemente
los cochecitos barnizados de azul de los bebés. Pero después
de la puesta del sol, ni siquiera las parejas de enamorados
entran en el parque. El Stem, más al sur, estalla en el mismo
momento en que el sol abandona el cielo. Chillón e
incandescente, es una mezcla de restaurantes chinos y
charcuterías judías, pizzerías y cabarets griegos en los que se
anuncia la danza del vientre. Raída como la manga de un
mendigo, la avenida Ainsley cruza el centro del distrito,
procurando mantener una dignidad desaparecida hace largo
tiempo, con las aceras flanqueadas por edificios de
apartamentos austeros pero sucios, habitaciones amuebladas,
garajes y una serie de tabernas con el suelo cubierto de serrín.
La avenida Culver se vuelve totalmente irlandesa con la
velocidad de un duende. Los rostros, los bares, incluso los
edificios, parecen fuera de lugar, como si los hubieran robado
y transportado desde el centro de Dublín. Pero no hay cortinas
de encaje en las ventanas. Aquí la pobreza se muestra desnuda
en las calles, estableciendo la pauta para el restante territorio
del distrito. La pobreza inclina las espaldas de los irlandeses
de la avenida de Culver, clava sus garras en los rostros
blancos, canela, morenos y negros de los puertorriqueños que
viven en la avenida Mason, se derrumba sobre las camas de las
furcias en la Vía de las Putas, y luego continúa su camino
hacia el verdadero crisol, las callejas de la ciudad donde
diferentes grupos raciales viven codo contra codo, tan juntos
como amantes, odiándose entre sí. Ahí es donde
puertorriqueños y judíos, italianos y negros, irlandeses y
cubanos se ven obligados, por la abrumadora necesidad
económica, a vivir en un gueto que, por su misma
composición, pierde nitidez y se convierte en una maraña sin
sentido de castas no relacionadas.
La sinagoga del rabino Salomón estaba en la misma calle
de una iglesia católica. En la avenida que conducía a la
manzana siguiente había una misión baptista. La confitería al
lado de la que vivía el hombre llamado Finch era propiedad de
un puertorriqueño cuyo hijo había sido policía, un tal
Hernández.
Carella y Meyer llegaron al vestíbulo del edificio y leyeron
las placas con los nombres en los buzones. En total eran ocho
buzones, y sólo dos teman placas. Otros tres estaban
descerrajados. El hombre llamado Finch vivía en el
apartamento número 33 del tercer piso.
La cerradura de la puerta del vestíbulo estaba rota. Desde
atrás del pozo de la escalera, donde estaban reunidos los cubos
de la basura antes de sacarlos para que los recogieran por la
mañana, el hedor de los restos de la cena asaltaba el olfato, y
los detectives permanecieron callados hasta llegar al
descansillo del primer piso.
Camino del tercero, Carella comentó:
—Esto parece demasiado fácil, Meyer. Ha terminado antes
de empezar.
En el descansillo del tercer piso, los dos hombres sacaron
sus revólveres reglamentarios. Encontraron el apartamento 33
y cada uno se colocó a un lado de la puerta.
—¿El señor Finch? —preguntó Meyer.
—¿Quién es? —respondió una voz.
—Policía. Abra.
El apartamento y el pasillo permanecieron en silencio.
—¿Finch? —repitió Meyer.
No hubo respuesta. Carella se apoyó en la pared opuesta.
Meyer asintió. Carella levantó la pierna derecha, doblada por
la rodilla, y la impulsó como un muelle liberado. La suela del
zapato chocó contra la puerta por debajo de la cerradura. La
puerta cedió y Meyer entró en el piso, empuñando el arma.
Finch era un hombre cercano a la treintena, con la cabeza
rapada al estilo militar y los ojos verdes brillantes. Estaba
cerrando la puerta del armario cuando Meyer entró en la
habitación. Vestía sólo los pantalones y una camiseta, e iba
descalzo. Necesitaba un afeitado, y los pelos del mentón y las
mejillas hacían resaltar una cicatriz blanca que iba desde la
mejilla derecha hasta la curva de la mandíbula. Se apartó del
armario con el aire de quien ha completado satisfactoriamente
una misteriosa misión.
—No se mueva de ahí —le ordenó Meyer.
Cuentan la anécdota de una vieja que viaja en un tren y
pregunta repetidamente al hombre sentado junto a ella si es
judío. El hombre, que intenta leer su periódico, repite cada
vez: «No, no soy judío». La vieja sigue importunándole,
tirándole de la manga, haciéndole la misma pregunta una y
otra vez. Finalmente el hombre deja el periódico y dice: «¡De
acuerdo, de acuerdo, maldita sea! Soy judío». Y la vieja sonríe
dulcemente y le dice: «¿Sabe una cosa? Pues no lo parece».
La broma se basa, naturalmente, en el prejuicio de que uno
puede conocer la religión de un hombre con sólo mirarle a la
cara. No había nada en el aspecto o la manera de hablar de
Meyer Meyer que indicara su condición de judío. Tenía el
rostro redondeado y bien afeitado, su edad era de treinta y
siete años, estaba totalmente calvo y sus ojos eran de un azul
intenso. Medía casi metro noventa y su peso era algo excesivo,
y la única conversación que había tenido con Finch se limitaba
a las pocas palabras cruzadas a través de la puerta cerrada y las
cinco que había pronunciado dentro del apartamento, todas las
cuales pronunció en un inglés urbano sin el menor acento que
lo delatara.
Pero cuando Meyer Meyer dijo: «No se mueva de ahí»,
una sonrisa apareció en el rostro de Finch, y respondió:
—No iba a ningún sitio, judío.
Quizá la visión del rabino tendido en su propia sangre
había sido demasiado para Meyer, quizá las palabras sonei
Yisroel le habían recordado los días de su infancia, cuando,
como uno de los pocos judíos ortodoxos en un barrio de
gentiles, y llevando el nombre, como una escopeta de dos
cañones, que su padre le había impuesto, se veía obligado a
defenderse de todo rufián que se cruzaba en su camino, e
invariablemente con una desventaja abrumadora. En general,
era un hombre muy paciente. Había sobrellevado la broma de
su padre al ponerle aquel nombre con una sorprendente buena
voluntad, aunque a veces sonriera sin alegría con los labios
ensangrentados. Pero aquella noche, la segunda de la Pascua,
tras haber mirado al rabino bañado en sangre, después de
haber oído los sollozos atormentados del sacristán y de haber
visto el rostro pacientemente sufriente de la mujer de negro,
las palabras que le arrojaban desde el otro extremo del piso
tuvieron un efecto sorprendente.
Meyer no dijo nada. Se limitó a ir al encuentro de Finch,
que estaba junto al armario, y alzó el revólver de calibre 38
por encima de la cabeza. Cambió la posición del arma
mientras su brazo descendía, de manera que la pesada culata
estuviera preparada para golpear cuando se acercara a la
mandíbula de Finch. Éste alzó las manos, pero no para
protegerse el rostro. Tenía unas enormes manos, con gruesos
nudillos, signo inequívoco del habitual luchador callejero.
Abrió los dedos y cogió el brazo de Meyer por la muñeca,
deteniendo el arma a pocos centímetros de su rostro.
No se las había con un muchacho, sino con un policía. Sin
duda se proponía hacer que Meyer soltara el arma y entonces
golpearle hasta dejarlo sin sentido en el suelo. Pero Meyer
levantó la rodilla derecha y golpeó a Finch en la entrepierna;
luego, mientras el otro aún le cogía la muñeca, golpeó con el
puño izquierdo el vientre del recalcitrante individuo. Eso fue
suficiente. Los dedos se aflojaron y Finch retrocedió un paso
mientras Meyer llevaba la pistola a un lado y la descargaba
con un manotazo de revés. La culata se estrelló en la
mandíbula de Finch, el cual cayó espatarrado contra la pared
del armario.
No se rompió la mandíbula de milagro. Finch chocó con la
pared del armario, aferró la puerta tras él con ambas manos
abiertas contra la madera y meneó la cabeza. Parpadeó y agitó
de nuevo la cabeza. Con lo que parecía pura fuerza de
voluntad, logró mantenerse erguido sin caer de bruces.
Meyer se quedó mirándole, sin decir nada, respirando
pesadamente. Carella, que había entrado en la habitación,
permanecía en el extremo, dispuesto a pegarle un tiro a Finch
si movía el dedo meñique.
—¿Se llama Finch? —le preguntó Meyer.
—No hablo con judíos —respondió.
—Entonces hable conmigo —dijo Carella—. ¿Cómo se
llama?
—Váyase al diablo, usted y su amigo judío.
Meyer no levantó la voz. Se acercó a Finch y le dijo con
mucha calma:
—Mire, señor, dentro de dos minutos va a convertirse en
un paralítico por haber opuesto resistencia a su detención.
No tuvo que decir más, porque sus ojos eran lo bastante
explícitos, y Finch comprendió con rapidez lo que decían.
—Muy bien —dijo Finch, asintiendo—. Ése es mi nombre.
—¿Qué hay en el armario, Finch? —le preguntó Carella.
—Mi ropa.
—Apártese de la puerta.
—¿Para qué?
Ninguno de los dos policías respondió. Finch se los quedó
mirando durante diez segundos, y se apartó rápidamente de la
puerta. Meyer la abrió. El armario estaba lleno de panfletos
atados en paquetes. El cordel de uno de ellos se había desatado
y los panfletos habían caído al suelo del armario. Al parecer,
aquel paquete era el que Finch había metido apresuradamente
en el armario cuando oyó que llamaban a la puerta. Meyer se
agachó y recogió uno de los panfletos. Estaba mal impreso, en
un papel de ínfima calidad, pero su propósito era inequívoco.
El título del panfleto era: «El vampiro judío».
—¿De dónde has sacado esto? —inquirió Meyer.
—Soy socio de un club del libro.
—Hay algunas leyes contra este tipo de cosas —comentó
Carella.
—¿Ah, sí? Dígame una.
—Con mucho gusto. Sección 1340 de la Ley Penal…,
definición de libelo.
—Quizá debería leer la sección 1342 —dijo Finch—. «La
publicación está justificada cuando la proposición sobre la que
recae la acusación de libelo sea cierta y se haya publicado con
buenos motivos y para fines justificables».
—Entonces revisemos la sección 514 —dijo Carella—.
«Quien discrimine, ayude o cite a otro a discriminar a
cualquier persona por motivos de raza, credo, color u origen
nacional…»
—Yo no trato de incitar a nadie —dijo Finch, sonriendo.
—Ni yo soy un abogado —replicó Carella—. Pero también
podemos referirnos a la sección 700, que define la
discriminación, y la sección 1430, que considera delito mayor
todo acto de injuria maliciosa en un lugar de culto religioso.
—¿Eh? —dijo Finch.
—Lo que he dicho —replicó Carella.
—¿De qué diablos me está hablando?
—Le estoy hablando del trabajito de pintura que hizo usted
en la pared de la sinagoga.
—¿Qué trabajo de pintura? ¿Qué sinagoga?
—¿Dónde estaba usted a las ocho de esta noche, Finch?
—Fuera.
—¿Dónde?
—No me acuerdo.
—Pues será mejor que empiece a acordarse.
—¿Por qué? ¿Es que hay alguna sección de la Ley Penal
contra la pérdida de memoria?
—No —dijo Carella—. Pero hay una contra el homicidio.
5
El equipo le rodeaba en la sala de la brigada.
El equipo estaba formado por los detectives Steve Carella,
Meyer Meyer, Cotton Hawes y Bert Kling. Dos detectives de
la sección sur de homicidios se habían presentado rápidamente
para legitimar la acción, y luego se fueron a dormir a sus
casas, sabiendo a la perfección que la investigación de un
homicidio se deja siempre al grupo del distrito donde se ha
descubierto el fiambre. El equipo rodeaba a Finch en un
amplio semicírculo. Aquello no era una película, por lo que no
había una luz brillante que deslumbrara los ojos de Finch, ni
ninguno de los policías le puso un dedo encima. Últimamente
había demasiados abogados que se pasaban de listos y estaban
dispuestos a denunciar unos métodos de interrogatorio
irregulares cuando un caso quedaba listo para ir a juicio. Los
detectives se limitaban a rodear a Finch en un semicírculo
amplio y relajado, y sus únicas armas eran una familiaridad
absoluta con el proceso del interrogatorio y entre ellos
mismos, y la superioridad matemática de cuatro mentes
opuestas contra una sola.
—¿A qué hora salió de su apartamento? —preguntó
Hawes.
—Hacia las siete.
—¿Y a qué hora regresó? —inquirió Kling.
—A las nueve o las nueve y media. Alrededor de esa hora.
—¿Adónde fue? —preguntó Carella.
—Tenía que ver a alguien.
—¿Un rabino? —preguntó Meyer.
—No.
—¿Quién?
—No quiero meter a nadie en un lío.
—Está usted metido en un buen lío —observó Hawes—.
¿Adónde fue?
—A ningún sitio.
—Muy bien, como prefiera —dijo Carella—. Ha andado
por ahí hablando de matar a los judíos, ¿no es cierto?
—Nunca he dicho una cosa así.
—¿De dónde sacó esos panfletos?
—Los encontré.
—¿Está de acuerdo con lo que dicen?
—Sí.
—¿Sabe dónde está la sinagoga de su barrio?
—Sí.
—¿Estaba usted cerca de ella esta noche entre las siete y
las siete y media?
—No.
—¿Entonces dónde estaba?
—En ninguna parte.
—¿Le vio alguien allí? —preguntó Kling.
—¿Si me vio alguien adónde?
—En esa ninguna parte adonde fue.
—No me vio nadie.
—Usted no fue a ninguna parte —dijo Hawes—, y nadie le
vio. ¿Es eso correcto?
—Así es.
—El hombre invisible —comentó Kling.
—Así es.
—Cuando vaya por ahí a matar a todos los judíos, ¿cómo
planea hacerlo? —le preguntó Carella.
—Yo no planeo matar a nadie —dijo el hombre, a la
defensiva.
—¿Con quién piensa empezar?
—Con nadie.
—¿Ben Gurion?
—Nadie.
—O quizás ya ha empezado.
—Ni he matado a nadie ni voy a hacerlo. Quiero llamar a
un abogado.
—¿Un abogado judío?
—Yo no aceptaría…
—¿Qué es lo que no aceptaría?
—Nada.
—¿Le gustan los judíos?
—No.
—¿Los odia?
—No.
—Entonces, le gustan.
—No, no he dicho…
—O le gustan o los odia. ¿Cuál de las dos cosas?
—¡Ese puñetero asunto no es cosa suya!
—Pero está de acuerdo con la basura de esos panfletos
llenos de odio, ¿no es cierto?
—No son panfletos llenos de odio.
—¿Cómo los llama entonces?
—Expresiones de opinión.
—¿La opinión de quién?
—¡La opinión de todo el mundo!
—¿La suya incluida?
—¡Sí, la mía incluida!
—¿Conoce al rabino Salomón?
—No.
—¿Qué piensa de los rabinos en general?
—Nunca pienso en los rabinos.
—Pero piensa mucho en los judíos, ¿no?
—Pensar no es ningún delito…
—Si piensa en los judíos, debe de pensar en los rabinos,
¿no le parece?
—¿Por qué habría de perder mi tiempo…?
—El rabino es el jefe espiritual del pueblo judío, ¿no?
—No sé nada de los rabinos.
—Pero debe saber eso.
—¿Y qué si lo sé?
—Bueno, si dijo que iba a matar a los judíos…
—Nunca he dicho…
—…, entonces un buen sitio para empezar sería…
—¡Jamás he dicho nada parecido!
—¡Tenemos un testigo que le oyó! Una buena manera de
empezar sería matar a un rabino, ¿no es cierto?
—Métase a su rabino en…
—¿Dónde estaba esta noche entre las siete y las nueve?
—En ningún sitio.
—Estaba detrás de esa sinagoga, ¿no?
—No.
—Estaba pintando una J en la pared, ¿no es cierto?
—¡No! ¡No estaba ahí!
—¡Estaba apuñalando a un rabino!
—¡Estaba matando a un judío!
—Yo no estaba cerca de ese sitio…
—Empapélale, Cotton. Sospecha de asesinato.
—Sospecha de… Les estoy diciendo que no estaba…
—Cierra la boca o empieza a cantar, cabrón —dijo Carella.
Finch se calló.
6
La muchacha fue a ver a Meyer Meyer el domingo de Pascua.
Tenía el cabello castaño rojizo y los ojos marrones, y
llevaba un vestido de color anaranjado brillante con un ramito
de flores sobre el seno izquierdo. Esperó ante la barandilla y
ninguno de los detectives de la brigada se fijó en las flores;
todos estaban demasiado ocupados especulando sobre la
profundidad y textura de las espléndidas curvas de la chica.
La joven no dijo una sola palabra, ni tuvo necesidad de
hacerlo. El efecto fue casi cómico, afin a la escena del cóctel
en la que la rubia voluptuosa saca un cigarrillo y cuatrocientos
hombres salen de estampida para encendérselo. El primero que
llegó a la divisoria de rejilla fue Cotton Hawes, puesto que era
soltero y sin compromiso. El segundo fue Hal Willis, también
soltero y un buen e intrépido muchacho. Meyer Meyer,
hombre maduro y casado, se contentó con mirar a la chica
desde su mesa y comérsela con los ojos. La palabra yiddish
shtick (la especialidad de un comediante en el escenario) pasó
por su mente, pero rechazó rápidamente la idea.
—¿En qué puedo servirla, señorita? —preguntaron a la vez
Hawes y Willis.
—Desearía ver al detective Meyer —dijo la muchacha.
—¿Meyer? —dijo Hawes, como si acabaran de difamar su
virilidad.
—¿Meyer? —repitió Willis.
—¿Es él quien se ocupa del asesinato del rabino?
—Bueno, todos estamos trabajando en el caso —dijo
Hawes modestamente.
—Soy la novia de Artie Finch —reveló la muchacha—, y
quiero hablar con el detective Meyer.
Meyer se levantó de su mesa con el aire de un hombre a
quien la beldad del baile ha seleccionado entre todos los
varones sin compañera. Con su mejor voz de locutor
radiofónico y sus ademanes más afables, dijo:
—Sí, señorita, yo soy el detective Meyer.
Abrió la puerta de la divisoria y casi estuvo a punto de
hacer una reverencia para que la joven pasara. La acompañó
hasta su mesa. Hawes y Kling contemplaron a la muchacha,
que se sentó y cruzó las piernas. Meyer colocó un cuaderno de
papel en su lugar con todo el aplomo de un ejecutivo de la
General Motors.
—Lo siento, señorita —le dijo—. ¿Cómo se llama?
—Eleanor —le informó ella—. Eleanor Fay.
—¿F-A-Y-E? —deletreó el detective mientras escribía.
—No, F-A-Y.
—¿Y es usted la prometida de Arthur Finch?
—Soy su novia —le corrigió Eleanor.
—¿No están comprometidos?
—Oficialmente, no.
Sonrió recatada, pudorosa y dulcemente. Al otro lado de la
sala, Cotton Hawes alzó la vista al techo.
—¿Para qué quería verme, señorita Fay? —preguntó
Meyer.
—Quería hablarle de Arthur. Es inocente. No mató a ese
hombre.
—Ya veo. ¿Qué sabe usted del asunto, señorita Fay?
—Verá, leí en el periódico que el rabino había sido
asesinado entre las siete y media y las nueve. Creo que es eso,
¿no?
—Sí, más o menos.
—Bueno, pues Arthur no pudo haberlo hecho. Sé dónde
estuvo durante ese tiempo.
—¿Y dónde estuvo?
Meyer imaginó lo que iba a decirle la chica. Había oído las
mismas palabras a un nutrido grupo de golfas, queridas,
prometidas, novias y simples conocidas de hombres acusados
de todo, desde conducta desordenada hasta asesinato en primer
grado. La muchacha protestaría, jurando que Finch estuvo con
ella durante todo aquel tiempo. Después de insistir un poco
admitiría que…, sí…, estuvieron a solas. Tras camelarla algo
más, diría a regañadientes —lo cual añadiría credulidad a sus
palabras— que…, bueno…, estuvieron a solas en unas
circunstancias íntimas. Una vez establecida con firmeza la
coartada, esperaría pacientemente la liberación de su hombre.
—¿Dónde estuvo? —repitió Meyer, y aguardó con
paciencia.
—De las siete a las ocho estuvo con un hombre llamado
Bret Loomis, en un restaurante llamado The Gate, entre Culver
y South Third.
—¿Qué? —dijo Meyer, sorprendido.
—Así es, y desde allí Arthur fue a casa de su hermana, en
Riverhead. Puedo darle la dirección si lo desea. Llegó allí
hacia las ocho y media y se quedó cosa de media hora. Luego
fue directamente a casa.
—¿A qué hora llegó a su casa?
—A las diez.
—Él nos ha dicho a las nueve y media.
—Se equivocó. Llegó a casa a las diez porque me
telefoneó nada más llegar. Eran las diez.
—Ya veo. ¿Y él le dijo que acababa de llegar a casa?
—Sí. —Eleanor asintió y descruzó las piernas. Willis, que
estaba junto al refrigerador de agua, no se perdió la súbita
revelación de nailon y muslos.
—¿Le dijo también que había pasado todo ese tiempo
primero con Loomis y luego con su hermana?
—Sí, lo dijo.
—Entonces, ¿por qué no nos contó eso? —inquirió Meyer.
—Desconozco el motivo. Arthur es una persona que
respeta a la familia y los amigos. Supongo que no quería que
la policía les molestara.
—Eso es muy considerado por su parte —dijo Meyer
secamente—, sobre todo cuando está detenido como
sospechoso de asesinato. ¿Cuál es el nombre de su hermana?
—Irene Gravanan, señora de Cari Gravanan.
—¿Y su dirección?
—Diecinueve-once Morris Road. En Riverhead.
—¿Sabe dónde puedo encontrar a ese Bret Loomis?
—Vive en una pensión de la avenida Culver, en el número
3918. Está cerca de la Cuarta Avenida.
—Ha venido usted muy bien preparada, ¿eh, señorita Fay?
—comentó Meyer.
—Si una no viene preparada, ¿para qué venir? —replicó
ella.
7
Bret Loomis era un hombre de treinta y siete años, estatura
media y con barba. Cuando hizo pasar a los detectives a su
habitación, llevaba un grueso suéter negro y unos pantalones
de tela tosca muy ajustados. Al lado de Cotton Hawes, parecía
un chiquillo que se había puesto una barba postiza en un
intento de hacer reír a su padre.
—Siento molestarle, señor Loomis —dijo Meyer—. Ya sé
que estamos en Pascua y…
—¿Ah, sí? —dijo Loomis, como sorprendido—. Vaya, es
cierto, estamos en Pascua. ¡Qué despiste el mío! Quizá debería
salir y comprar unas flores.
—¿No sabía usted que era Pascua? —le preguntó Hawes.
—Hombre, ya no leo nunca los periódicos. ¡Todo son
desgracias! Ya estoy harto de todo eso. Tomemos una cerveza
para celebrar la Pascua, ¿de acuerdo?
—Bueno, gracias —dijo Meyer—, pero…
—Vamos, hombre, ¿qué más da que no esté permitido?
¿Quién va a saberlo aparte de ustedes, yo y los pilares de la
cama? Tres cervezas, marchando.
Meyer miró a Hawes y se encogió de hombros, y Hawes
hizo lo mismo. Juntos observaron a Loomis, el cual fue al
frigorífico situado en un rincón de la estancia y sacó tres
cervezas.
—Siéntense. Tendrán que beber directamente de la botella
porque no tengo vasos. Vamos, tomen asiento.
Los detectives miraron a su alrededor, perplejos.
—Será mejor que se sienten en el suelo —dijo Loomis—.
Tampoco ando sobrado de sillas.
Los tres hombres se sentaron en el suelo, alrededor de una
mesita baja, hecha, evidentemente, con un tocón de árbol.
Loomis dejó las botellas sobre la mesa, alzó la suya, dijo
«salud» y tomó un largo trago.
—¿Cómo se gana la vida, señor Loomis? —le preguntó
Meyer.
—Vivo —dijo Loomis.
—¿Cómo?
—Vivo para ganarme la vida. Eso es lo que hago.
—Quiero decir con qué medios económicos cuenta.
—Recibo dinero de mi ex esposa.
—¿Usted recibe dinero?
—Sí. Le entusiasmó tanto librarse de mí que hicimos un
trato. Cien pavos a la semana. No está mal, ¿eh?
—Está muy bien —comentó Meyer.
—¿De verdad que lo cree así? —Loomis pareció pensativo
—. Creo que podría haber conseguido doscientos, si le hubiera
insistido un poco más. La muy zorra iba por ahí con otro tío,
¿saben?, y estaba deseando casarse con él. Es un hombre con
mucha pasta. Seguro que podría haber conseguido doscientos.
—¿Hasta cuándo le hará esos pagos? —preguntó Hawes,
fascinado.
—Hasta que vuelva a casarse…, lo cual no hará jamás
mientras yo viva. Tomen la cerveza, es buena. —Tomó un
trago de la suya y añadió—: ¿Para qué querían verme?
—¿Conoce a un hombre llamado Arthur Finch?
—Desde luego. ¿Está en apuros?
—Sí.
—¿Qué ha hecho?
—Vamos a dejar eso de momento, señor Loomis —dijo
Hawes—. Nos gustaría que nos dijera…
—¿Cómo se hizo esa raya blanca en la cabeza? —preguntó
Loomis de repente.
—¿Eh? —Hawes se llevó la mano a la sien izquierda
inconscientemente—. Una vez me rozaron con un cuchillo y
me quedó esta señal.
—Ahora necesita una raya azul en la otra sien, y entonces
parecerá la bandera norteamericana —dijo Loomis, y se echó a
reír.
—Claro —dijo Hawes—. Señor Loomis, ¿puede decirnos
dónde estuvo usted anoche entre las siete y las ocho?
—Vaya, esto es como «Redada», ¿verdad? «¿Dónde estuvo
usted la noche del veintiuno de diciembre? Sólo queremos los
hechos.»
—Sí, es como «Redada» —dijo Meyer secamente—.
¿Dónde estuvo usted, señor Loomis?
—¿Anoche? ¿A las siete? —Se quedó un momento
pensativo—. Sí, claro.
—¿Dónde?
—En casa de Olga.
—¿Quién?
—Olga Trenovich. Es una especie de escultora. Hace unas
absurdas estatuillas de cera. Como si lo embadurnara todo de
cera, ¿entienden?
—¿Y anoche estuvo con ella?
—Sí, hubo una pequeña sesión en su casa. Un par de tipos
de color con saxos y tambores y otros dos chicos que tocaban
la trompeta y el piano.
—¿Llegó allí a las siete, señor Loomis?
—No, llegué a las seis y media.
—¿Y a qué hora se marchó?
—¿Quién puñetas se acuerda? Era de madrugada.
—¿Después de medianoche?
—Sí, claro, serían las dos o las tres de la madrugada.
—Entonces pues, usted llegó allí a las seis y media y se
marchó sobre las dos o las tres de la madrugada. ¿Correcto?
—Sí.
—¿Estaba Arthur Finch con usted?
—¡Qué va!
—¿No le vio anoche?
—No. No le he visto desde…, déjeme pensar…, desde el
mes pasado por lo menos.
—¿No estuvo con Arthur Finch en un restaurante llamado
The Gate?
—¿Cuándo? ¿Quiere decir anoche?
—Sí.
—Pues no, ya se lo he dicho. No he visto a Artie por lo
menos desde hace dos semanas.
Un súbito destello apareció en los ojos de Loomis, y miró
a Hawes y Meyer con expresión de culpabilidad.
—Vaya, ¿qué acabo de hacer? ¿He fastidiado la coartada
de Artie?
—La ha fastidiado muy bien, señor Loomis —dijo Hawes.
8
Irene Gravanan, la hermana de Finch, era una muchacha de
veintiún años que ya había tenido tres hijos y estaba
embarazada del cuarto. Vivía en un apartamento de una
urbanización en Riverhead. En cuanto hizo pasar a los
policías, tomó asiento.
—Tendrán que perdonarme —les dijo—, pero me duele la
espalda. El médico cree que podrían ser gemelos. Eso es lo
único que me faltaría. —Se apretó la espalda con las palmas,
suspiró profundamente y añadió—: Siempre estoy
embarazada. Me casé a los diecisiete, y no he parado desde
entonces. Todos mis hijos creen que soy una mujer gorda;
nunca me han visto sin estar embarazada. —Suspiró de nuevo
—. ¿Tiene usted hijos? —le preguntó a Meyer.
—Tres.
—A veces desearía…
Se interrumpió y su rostro adoptó una expresión curiosa,
una expresión que negaba los sueños.
—¿Qué desearía, señora Gravanan? —le preguntó Hawes.
—Poder irme a las Bermudas…, sola. —Hizo una pausa y
añadió—: ¿Ha estado alguna vez en las Bermudas?
—No.
—He oído decir que es muy bonito —dijo Irene Gravanan
en tono nostálgico, y el piso quedó en silencio.
—Señora Gravanan —dijo Meyer—, nos gustaría hacerle
algunas preguntas sobre su hermano.
—¿Qué ha hecho ahora?
—¿Ha hecho otras cosas antes? —preguntó Hawes.
—Bueno, ya saben… —la joven se encogió de hombros.
—¿Qué?
—Bueno, el jaleo ante el Ayuntamiento, y los piquetes
para impedir la proyección de aquella película. Ya saben.
—No lo sabemos, señora Gravanan.
—Bueno, siento decir esto de mi propio hermano pero creo
que, en ese tema, está un poco loco.
—¿Qué tema?
—La película, por ejemplo. Es sobre Israel, y él y sus
amigos formaron piquetes para que no las proyectaran y
repartieron panfletos sobre los judíos y… ¿Lo recuerdan, no?
La gente hasta les tiró piedras. Había muchos supervivientes
de los campos de concentración entre la gente. —Hizo una
pausa y prosiguió—: Creo que debe estar un poco loco para
hacer una cosa así, ¿no les parece?
—Ha dicho usted algo acerca del Ayuntamiento, señora
Gravanan. ¿Qué hizo su hermano?
—Bueno, eso fue cuando el alcalde invitó a un asambleísta
judío, he olvidado su nombre, para que pronunciara un
parlamento con él en los escalones del Ayuntamiento. Mi
hermano fue allí y…, bueno, la misma historia, ya saben.
—Ha mencionado a los amigos de su hermano. ¿Qué
amigos?
—Los chiflados con los que va por ahí.
—¿Podría decirnos sus nombres? —quiso saber Meyer.
—Sólo conozco a uno de ellos, que estuvo una vez aquí
con mi hermano. Tiene la cara llena de granos. Lo recuerdo
porque entonces yo estaba embarazada de Sean, y me preguntó
si podía ponerme las manos en el vientre para notar el pataleo
del bebé. Le dije que de ninguna manera, y eso le hizo callar.
—¿Cómo se llamaba ese hombre, señora Gravanan?
—Se llamaba Fred, Frederick Schultz.
—¿Es alemán? —preguntó Meyer.
—Sí.
El detective hizo un breve gesto de asentimiento.
—Señora Gravanan —dijo Hawes—, ¿anoche estuvo aquí
su hermano?
—¿Por qué? ¿Les dijo él que había estado?
—¿Estuvo o no?
—No.
—¿Ni un solo momento?
—No. Anoche no estuvo aquí. Estaba sola, porque mi
marido juega a los bolos los sábados. —Hizo una pausa—. Yo
me quedo en casa, abrazándome mi grueso vientre, mientras él
juega a los bolos. ¿Saben qué deseo a veces?
—¿Qué? —preguntó Meyer.
Y como si no lo hubiera dicho antes. Irene Gravanan
declaró:
—Ojalá pudiera irme a las Bermudas alguna vez, yo sola.
El pintor de brocha gorda hablaba con Carella.
—La verdad es que me gustaría recuperar mi escalera.
—Le comprendo.
—Pueden quedarse con las brochas, aunque algunas son
muy caras, pero la escalera me es absolutamente necesaria. Ya
estoy perdiendo una jornada de trabajo por culpa de esa gente
del laboratorio.
—Bueno, verá…
—Esta mañana volví a la sinagoga y la escalera, las
brochas y hasta la pintura habían desaparecido. ¡Y qué
estropicio en ese callejón! Entonces va ese tipo que es el
sacristán del templo y me dice que el sábado por la noche
mataron a un sacerdote, y los polis se llevaron todas mis cosas.
Quise saber qué polis, y me dijo que no lo sabía. Así que esta
mañana llamé a jefatura y tuve que hablar con seis policías
diferentes, hasta que por fin me pusieron en contacto con un
tipo llamado Grossman, del laboratorio.
—Sí, el teniente Grossman —dijo Carella.
—Eso es, y ese señor va y me dice que no me puede
devolver la maldita escalera hasta que hayan terminado sus
pruebas con ella. Ahora dígame qué diablos esperan encontrar
en mi escalera, ¿le importaría decírmelo?
—No lo sé, señor Cabot. Tal vez huellas dactilares.
—¡Sí, claro, mis huellas dactilares! ¿Y voy a verme
implicado en un asesinato además de perder una jornada de
trabajo?
—Creo que no —dijo Carella, sonriendo.
—De todos modos no debería haber aceptado ese trabajo,
no tendría que haberme molestado con eso.
—¿Quién le contrató para ese trabajo, señor Cabot?
—El sacerdote.
—¿Se refiere al rabino? —preguntó Carella.
—Sí, el sacerdote, el rabino, o como diablos quiera
llamarle —respondió Cabot, encogiéndose de hombros.
—Tenía que pintar. ¿Sabe lo que tenía que hacer?
—¿Qué tema que pintar?
—El borde, alrededor de las ventanas y el tejado.
—¿De blanco y azul?
—Blanco alrededor de las ventanas y azul para el borde
del tejado.
—Los colores de Israel —comentó Carella.
—Sí —convino el pintor, y entonces dijo—: ¿Cómo?
—Nada. ¿Por qué dice usted que no debería haber
aceptado el trabajo, señor Cabot?
—En primer lugar, por todas las discusiones. Quería que lo
tuviera terminado para no sé qué fiesta, que cae en el primer
día del mes, pero yo no podía…
—¿Se refiere a la Pascua de los hebreos?
—Sí, eso debía ser —dijo el pintor, y volvió a encogerse
de hombros.
—¿Qué iba usted a decir?
—Iba a decir que tuvimos una pequeña discusión al
respecto. Yo estaba haciendo otro trabajo y no podía empezar
hasta el viernes, el día treinta y uno. Pensé quedarme a trabajar
por la noche, pero el sacerdote me dijo que no podía hacer
nada después de la puesta del sol. «¿Por qué no puedo trabajar
después de la puesta del sol?», le pregunté, y él me dijo que el
Sabbath empezaba entonces, por no mencionar el primer día
de la Pascua, y que no estaba permitido trabajar en los dos
primeros días de la Pascua, ni tampoco el Sabbath, por cierto,
porque en ese día el Señor descansó, ¿saben? El séptimo día.
—Sí, ya veo.
—Bueno, pues le dije: «Padre, yo no soy judío», eso es lo
que le dije, «y puedo trabajar todos los días de la semana si me
parece». Además, el lunes tenía que empezar un trabajo
importante, y supuse que podría terminar lo de la iglesia
durante el día y la noche del viernes, o en el peor de los casos
trabajaría el sábado, por lo que suelo cobrar más. Así que
llegamos a un acuerdo.
—¿Qué acuerdo?
—Bueno, ese sacerdote pertenecía al grupo que llaman de
los conservadores, no los reformistas, que están muy
adelantados, pero de todos modos estos conservadores, por lo
que veo, no siguen todas las viejas reglas de la religión. El
hombre me dijo que podría trabajar durante el viernes mientras
fuese de día, y luego podía volver el sábado, siempre que
terminara a la puesta del sol. No me pregunten qué clase de
absurdo acuerdo fue. Supongo que pensaba en la misa que
tenía a la puesta del sol y que sería un pecado mortal que yo
estuviera afuera pintando mientras todo el mundo rezaba
dentro, y en un día muy santo, por cierto.
—Ya veo. ¿Así que pintó el viernes hasta la puesta del sol?
—Correcto.
—¿Y entonces volvió el sábado por la mañana?
—Así es, pero miren, las ventanas necesitaban todavía
mucha masilla, había que raspar y lijar los alféizares, así que
cuando llegó la puesta del sol del sábado, el trabajo aún no
estaba terminado. Tuve una conversación con el sacerdote, el
cual dijo que estaba a punto de ir adentro para rezar, y me
preguntó si podía volver después de los servicios para terminar
el trabajo. Le dije que tenía una idea mejor. Volvería el lunes
por la mañana y terminaría la faena antes de ir al trabajo
importante que tenía en Majesta…; se trata de pintar toda una
fábrica, un gran trabajo. Así que dejé todas mis cosas donde
estaban, detrás de la iglesia. Pensé que nadie iba a robar nada
detrás de una iglesia, ¿no les parece?
—Tiene razón —dijo Carella.
—Bueno, pues, ¿sabe quién robó las cosas precisamente
detrás de la iglesia?
—¿Quién?
—¡La policía! —gritó Cabot—. ¿Quiere decirme ahora
cómo diablos voy a recuperar mi escalera? He recibido una
llamada de la fábrica, y dicen que si no empiezo mañana,
como más tarde, puedo olvidarme del trabajo. ¡Y yo sin
escalera!
—Puede que abajo le presten una escalera —sugirió
Carella.
—Necesito una escalera alta, de pintor, señor mío. Es una
fábrica muy alta. ¿No puede llamar a ese capitán Grossman y
pedirle que haga el favor de devolverme mi escalera? Tengo
bocas que alimentar.
—Hablaré con él, señor Cabot —dijo Carella—. Déjeme
su número, ¿quiere?
—Veré si mi cuñado me presta una escalera, él es
empapelador, pero está empapelando el apartamento de una
actriz de cine, en el centro de Jefferson. Así que procuraré
conseguir su escalera, aunque veo difícil que me la preste.
—Bueno, llamaré a Grossman —dijo Carella.
—El otro día, después de bañarse, esa actriz de cine entró
en la sala de estar cubierta sólo con la toalla, ¿sabe? Quería
saber…
—Llamaré a Grossman —le interrumpió Carella.
Pero no tuvo que llamar a Grossman, porque aquella tarde
llegó un informe del laboratorio, junto con la escalera de
Cabot y el resto de su equipo de trabajo, incluidas las brochas,
la cuchilla para la masilla, varios botes de aceite de linaza y
trementina, unos guantes manchados de pintura y dos toldos.
Al mismo tiempo que llegaba el informe, Grossman llamó
desde el centro de la ciudad, con lo que Carella se ahorró una
moneda.
—¿Has recibido mi informe? —preguntó Grossman.
—Ahora mismo estaba leyéndolo.
—¿Qué opinas de todo eso?
—No lo sé.
—¿Quieres saber lo que pienso?
—Claro, siempre me ha interesado saber lo que piensa el
lego —replicó Carella.
—¡Lego, voy a darte un coscorrón en la cabeza! —dijo
Grossman, riendo—. ¿Has observado que las huellas del
rabino estaban en las tapas de esos botes de pintura, y también
en la escalera?
—Sí, ya lo he visto.
—Las de las tapas son de pulgares, por lo que imagino que
el hombre volvió a tapar los botes de pintura o, si ya estaban
tapados, apretó las tapas para asegurarse de que estuvieran
herméticamente cerrados.
—¿Y por qué querría hacer eso?
—Quizás estaba cambiando las cosas de sitio. Hay un
cobertizo para herramientas detrás de la sinagoga. ¿No lo has
visto?
—Pues no.
—Vaya con el gran detective. Sí, hay un cobertizo a unos
cincuenta metros detrás del edificio. Imagino que el pintor se
fue corriendo, dejando todas sus cosas en el callejón, y el
rabino se disponía a llevarlas al cobertizo cuando le sorprendió
el asesino.
—Bueno, es cierto que el pintor dejó sus cosas ahí, pues
pensaba regresar el lunes por la mañana.
—Hoy, en efecto —dijo Grossman—, pero quizás el
rabino no quería ver la parte trasera de la sinagoga con el
aspecto de una pocilga, sobre todo en la Pascua, así que se le
ocurrió llevar los cacharros al cobertizo de las herramientas.
Esto es sólo una especulación, ¿comprendes?
—¿De veras? —dijo Carella—. Creí que era una
deducción acertada, científica.
—¡Vete al infierno! Las huellas de las tapas son de
pulgares, por lo que es lógico concluir que las presionó. Y las
huellas de la escalera parecen indicar que la trasladaba.
—Según este informe, no has encontrado más huellas que
las del rabino —dijo Carella—. ¿No es eso un poco raro?
—No lo has leído bien. Hemos encontrado una porción de
huellas en una de las brochas, y también…
—Ah, sí, aquí está. Esto no dice gran cosa, Sam.
—¿Qué quieres que haga? La forma de esas huellas es
parecida a las del rabino, pero no son muy nítidas. Otra
persona podría haber dejado esas huellas en la brocha.
—¿El pintor, por ejemplo?
—No, hemos llegado a la conclusión de que el pintor usó
guantes mientras trabajaba. De lo contrario, habríamos
encontrado una serie de huellas similares en las herramientas.
—Entonces, ¿quién dejó esa huella en la brocha? ¿El
asesino?
—Tal vez.
—Pero las huellas que hay son insuficientes para
determinar algo con certeza.
—Lo siento, Steve.
—Así que nuestra suposición es que el rabino salió de la
sinagoga después de los servicios para asear ese sitio. El
asesino le soprendió, le apuñaló, dejó el callejón hecho un
desastre y entonces pintó esa J en la pared. ¿Es eso?
—Supongo que sí, aunque…
—¿Qué?
—Bueno, había mucha sangre en dirección a esa pared, a
la derecha. Es como si el rabino se hubiera arrastrado después
de que le acuchillaran.
—Probablemente intentaba llegar a la puerta trasera de la
sinagoga.
—Es posible —dijo Grossman—. Puedo decirte una cosa:
quienquiera que le matara, debía de estar hecho un desastre
cuando llegó a su casa. De eso no hay duda.
—¿Por qué lo dices?
—Por toda esa pintura derramada en el callejón… Creo
que el rabino arrojó los botes de pintura a su atacante.
—Tienes una fina capacidad deductiva, Sam —dijo
Carella, sonriendo.
—Gracias.
—Dime una cosa.
—¿Sí?
—¿Has resuelto alguna vez un caso de asesinato?
—¡Vete al infierno! —dijo Grossman, y colgó.
9
Aquella noche, a solas con su esposa en la sala de estar de su
casa, Meyer procuró apartar su atención del serial policiaco
que pasaban por la televisión y centrarla en los diversos
documentos que había recogido en el despacho del rabino
Salomón en la sinagoga. En la pantalla del televisor los
policías disparaban frenéticamente, las balas volaban por todas
partes y mataban a los malhechores por docenas. Aquello casi
hacía desear a un hombre trabajador como Meyer Meyer una
vida excitante de aventura romántica.
La aventura romántica de su vida, Sarah Lipkin Meyer,
estaba sentada en un sillón delante del televisor, con las
piernas cruzadas, absorta en las proezas ficticias de los
policías.
—¡Anda, cógelo! —exclamó Sarah en un momento
determinado.
Meyer la miró con curiosidad, antes de concentrarse de
nuevo en los libros del rabino.
El religioso judío llevaba un libro de gastos, todos ellos
relacionados con la sinagoga y el trabajo que desempeñaba
allí. La lectura de aquel libro no era interesante y no le
informó a Meyer de nada que quisiera saber. El rabino tenía
también un calendario de acontecimientos en la sinagoga, y
Meyer, al leerlos, recordó su juventud y la atareada vida judía,
centrada en torno a la sinagoga, en el barrio vecino del suyo.
12 de marzo, decía el calendario, desayuno dominical habitual
del Club Masculino. Orador, Harry Pine, director de la
Comisión de Asuntos Internacionales del Congreso Judío.
Tema: el caso Eichmann.
Meyer revisó la lista de acontecimientos detallados en el
libro del rabino Salomón:
26 de marzo
Radio Luz Eterna. «La búsqueda», de Virginia Mazer,
guión biográfico sobre Lillian Wald, fundadora del
Asentamiento Henry Street en Nueva York.
Viernes, 6 de enero
Shabbat, Parshat Shemot. Encendí las velas a las cuatro
veinticuatro. Los servicios nocturnos eran a las seis y
quince. Ha pasado un siglo desde la guerra civil. Hablamos
de la comunidad judía del Sur, entonces y ahora.
18 de enero
Me resulta chocante haber tenido que familiarizar a los
miembros con las bendiciones apropiadas sobre las velas del
Sabbath. ¿Tanto nos hemos olvidado?
Baruch ata adonai elohenu melech haolarn asher
kidshanu b’mitzvotav vitzivanu l’hadlick nershel shabbat.
Bendito seas, oh Señor nuestro Dios, Rey del universo,
que nos has santificado con tus leyes y nos has ordenado
encender la Luz Sabática.
Quizá tenga razón. Tal vez los judíos estén condenados.
20 de enero
Había confiado en que el festival macabeo haría que nos
diésemos cuenta de las penalidades sufridas por los judíos
de hace dos mil años en comparación con nuestras vidas de
hoy, agradables y cómodas en una democracia. Hoy
tenemos la libertad de rendir culto como deseamos, pero
esto debería imponemos la responsabilidad de disfrutar de
esa libertad. Y aun así, la Hanukkah ha llegado y se ha ido,
y me parece que la Fiesta de las Luces no nos ha enseñado
nada, no nos ha dado nada más que una fiesta alegre que
celebrar.
Dice que los judíos morirán.
2 de febrero
Creo que estoy empezando a temerle. Hoy me amenazó
a gritos, dijo que yo, de todos los judíos, encabezaré el
camino hacia la destrucción. Me sentí tentado de llamar a la
policía, pero comprendo que él ha hecho eso antes. Hay
algunos miembros que han sufrido sus peroratas y que
parecen considerarle inocuo, pero desvaría con el fervor de
un fanático, y sus ojos me asustan.
12 de febrero
Hoy ha llamado un miembro para preguntarme algo
sobre las leyes dietéticas. Me vi obligado a llamar al
carnicero del barrio porque ignoraba la longitud prescrita
del hallaf, el cuchillo para matar las reses. Hasta el
carnicero bromeó y me dijo que un rabino auténtico debería
saber esas cosas. Soy un rabino auténtico, creo en el Señor,
mi Dios, cuya voluntad y ley enseñó a Su pueblo. ¿Qué
necesidad tiene un rabino de conocer el shehitah, el arte de
sacrificar a los animales? ¿Es importante saber que el
cuchillo de sacrificar ha de tener el doble de la anchura que
tiene la garganta del animal sacrificado, y no más de catorce
dedos de longitud? El carnicero me dijo que el cuchillo ha
de ser agudo y suave, sin ninguna mella perceptible. Se
examina pasando el dedo y la uña por ambos filos de la
hoja, antes y después del sacrificio. Si se encuentra una
mella, el animal no es bueno para el consumo. Ahora lo sé,
pero, ¿es necesario saber eso? ¿No basta con amar a Dios y
enseñar Su voluntad?
Su enojo sigue asustándome.
14 de febrero
Hoy he encontrado un cuchillo en el arca, en el fondo
del armario detrás de la Torá.
8 de marzo
Ya no nos sirven las Biblias que hemos sustituido, y
como eran viejas y andrajosas, pero aun así artículos rituales
que contienen el nombre de Dios, los hemos enterrado en el
patio trasero, cerca del cobertizo de las herramientas.
22 de marzo
Tengo que ponerme en contacto con un pintor para que
arregle el exterior de la sinagoga. Alguien me ha sugerido a
un tal señor Frank Cabot que vive en la vecindad. Quizá le
llame mañana. Pronto llegará la Pascua y me gustaría que el
templo tenga buen aspecto.
El misterio está resuelto. Se guarda para arreglar el
pabilo del candil de aceite sobre el arca.
10
Finch se pasó todo el domingo encerrado en un calabozo de la
comisaría y, como era Pascua, le sirvieron pavo para comer. El
lunes por la mañana le transportaron en un furgón a jefatura,
en High Street, donde, como sospechoso de asesinato, pasó
por la peculiar costumbre policial conocida como
«alineación». Le fotografiaron y luego le tomaron las huellas
en el sótano del edificio, y a continuación le llevaron al otro
lado de la calle, al edificio del juzgado donde le acusaron de
asesinato en primer grado y, a pesar de las protestas de su
abogado, ordenaron su encarcelamiento sin fianza hasta que
tuviera lugar el juicio. Entonces el furgón le trasladó a la
cárcel de la avenida Canopy, donde permaneció todo el día,
hasta después de la cena, cuando a los delincuentes que han
cometido, o se presume que han cometido, los delitos más
graves, los esposan una vez más y los meten en el furgón que
los lleva hasta el río Dix, para llevarlos en un transbordador a
la prisión de la isla Walker.
Carella informó que se había fugado cuando le llevaban
desde el furgón al transbordador. Según la policía del puerto,
Finch estaba todavía esposado y vestía el uniforme de
presidiario. La fuga tuvo lugar a las diez de la noche, y
suponían que la habían presenciado varias docenas de
ayudantes sanitarios que esperaban el transbordador para ir al
sanatorio de Dix, un hospital municipal para drogadictos,
situado en medio del río, a unos tres kilómetros de la prisión.
Suponían también que habían sido testigos de la fuga una
docena, o más, de ratas acuáticas, las cuales saltaban entre las
pilastras del embarcadero y que, debido a su tamaño, los niños
de la vecindad que jugaban en la orilla del río las confundían a
veces con gatos. Teniendo en cuenta que Finch iba vestido con
uniforme gris y que llevaba esposas —una deslumbrante
exhibición de elegancia modisteril, sin duda, pero que
probablemente no llevaría ningún otro transeúnte por las calles
de la ciudad—, era asombroso que todavía no le hubieran
capturado. Como es natural, primero habían registrado su
apartamento, donde no encontraron más que cuatro paredes y
los muebles. Uno de los detectives solteros de la brigada,
probablemente esperando una invitación para llevar adelante el
caso, sugirió que hicieran una visita a Eleanor Fay, la novia de
Finch. ¿No era probable que éste hubiera ido a casa de la
muchacha? Carella y Meyer convinieron en que era muy
probable, se ajustaron las pistoleras, no hicieron ninguna
invitación a su colega para que les acompañara, y salieron a la
noche.
Hacía una noche agradable y Eleanor Fay vivía en un
barrio también agradable, formado por viejas casas de piedra
acuñadas entre modernos edificios de apartamentos, con
abundancia de vidrio y garajes por debajo de la acera. El mes
de abril había empezado a bailar por la ciudad, dejando su
calorcillo sutil en el aire. Los dos hombres viajaron en uno de
los coches de la patrulla, con las ventanillas abiertas. Apenas
hablaron, pues abril les había dejado sin palabras. La radio
policial emitía sus llamadas sin descanso; los patrulleros que
circulaban por toda la ciudad daban fe continuamente de
violencia y actos criminales.
—Aquí es —dijo Meyer—, ahí delante.
—Ahora vete a buscar un sitio donde aparcar —se quejó
Carella.
Dieron dos vueltas a la manzana antes de encontrar un
hueco delante de un drugstore, en la avenida. Bajaron del
coche, que dejaron allí sin cerrar, y caminaron a paso ligero en
la fragante noche. El edificio de estilo antiguo estaba a la
mitad de la manzana. Subieron los doce escalones hasta el
vestíbulo y leyeron las placas con los nombres junto a los
botones del portero eléctrico. Eleanor Fay ocupaba el
apartamento 2B. Sin vacilar, Carella oprimió el botón del 5A.
Meyer cogió el pomo y esperó; al escuchar el sonido de
respuesta, torció el pomo y, en silencio, los dos hombres
subieron la escalera hasta el segundo piso.
Abrir una puerta a patadas es una práctica esencialmente
ruda. Ni Carella ni Meyer estaban especialmente faltos de
buenas maneras, pero buscaban a un hombre acostumbrado a
asesinar y, además, había logrado fugarse. No era exagerado
suponer que aquel hombre estaba desesperado, por lo que ni
siquiera discutieron si abrirían o no la puerta a patadas. Se
alinearon en el pasillo, delante del apartamento 2B. La pared
contraria a la puerta estaba demasiado lejos para que pudiera
servir como trampolín. Meyer, el más pesado de los dos, se
separó de la puerta y entonces la golpeó con el hombro,
fuertemente y cerca de la cerradura. No se proponía romper la
puerta, hazaña imposible, sino simplemente hacer saltar el
muelle de la cerradura. Todo el peso de su cuerpo se concentró
en el ángulo enguatado del brazo y el hombro, que chocó con
la puerta por encima del cierre. Éste siguió en su sitio, pero los
tornillos que lo sujetaban a la jamba no pudieron resistir la
fuerza del musculoso ariete de Meyer. La madera alrededor de
los tornillos se astilló, los filamentos perdieron su fuerza de
fricción, la puerta se abrió hacia adentro y Meyer penetró en la
habitación. Carella, como un jugador de defensa que lleva la
pelota tras una poderosa interferencia, siguió a Meyer.
No es algo excesivamente raro que un policía tropiece con
escenas de la más cruda sexualidad durante su trabajo
cotidiano. Los cuerpos desnudos que ve están generalmente
fríos y cubiertos de sangre coagulada. Incluso los agentes de la
brigada contra el vicio encuentran el acto amoroso más
sórdido que estimulante. Eleanor Fay estaba tendida en el sofá
de la sala de estar con un hombre. El televisor delante del sofá
estaba encendido, pero nadie miraba las noticias o el informe
meteorológico.
Cuando los dos hombres armados con revólveres entraron
en la sala tras la puerta que acababa de abrirse con estrépito,
Eleanor Fay se incorporó de un salto, la sorpresa anegándole
los ojos desmesuradamente abiertos. Estaba desnuda de
cintura para arriba, y llevaba unos pantalones negros muy
ceñidos y zapatos negros de tacón alto. El cabello estaba
desordenado y los besos habían convertido el rojo de labios en
un borrón informe. En cuanto los policías entraron, trató de
cubrirse los senos con las manos, y, al darse cuenta de que era
un intento inútil, cogió la prenda más cercana, que resultó ser
la chaqueta del hombre, y se cubrió con ella como la clásica
heroína sorprendida en una película de piratas. El hombre que
estaba junto a ella se irguió con igual celeridad, miró a los
policías y luego a Eleanor, perplejo, como si esperase una
explicación por parte de la muchacha.
El hombre no era Arthur Finch, sino un individuo de unos
treinta años, con muchos granos en la cara y numerosas
manchas de lápiz de labios. Su camisa blanca estaba
desabrochada hasta la cintura. No llevaba camiseta.
—Hola, señorita Fay —dijo Meyer.
—No les he oído llamar —replicó ella, la cual pareció
recobrarse al instante de su sorpresa y azoramiento iniciales.
Con un desdén absoluto por los dos detectives, tiró la
chaqueta a un lado, y se dirigió como una reina de vodevil
hacia una silla de respaldo duro, sobre el que estaban dobladas
sus ropas. Cogió los sostenes, se los puso y aseguró el cierre
exactamente como si estuviera sola en la habitación.
—Lo sentimos, señorita —dijo Carella—. Estamos
buscando a su novio.
—¿A mí? —preguntó el hombre sentado en el sofá—.
¿Qué he hecho?
Meyer y Carella intercambiaron una mirada de
complicidad. Algo parecido a la comprensión, leve y no
demasiado claro, asomó al rostro de Carella.
—¿Quién es usted?
—No tienes que decirles nada —le previno Eleanor—. No
tienen permiso para entrar así en una casa. Los ciudadanos
particulares también tenemos derechos.
—Eso es cierto, señorita Fay —dijo Meyer—. ¿Por qué
nos mintió?
—No he mentido a nadie.
—Nos dio una información falsa sobre el paradero de
Finch en…
—Entonces no sabía que estaba bajo juramento.
—No lo estaba, pero impidió premeditamente el avance de
una investigación.
—¡Al diablo con ustedes y la investigación! Son unos
cabrones de mierda que han entrado aquí como…
—Sentimos haberle estropeado la fiesta —dijo Carella—,
pero queremos saber por qué nos mintió acerca de Finch.
—Creí que les estaba ayudando. Ahora váyanse de aquí.
—Nos quedamos un poco más, señorita Fay —replicó
Meyer—, así que no se dé tantas ínfulas. ¿Cómo imagina que
nos ayudaba? ¿Haciéndonos emprender una persecución inútil
para confirmar coartadas que usted misma sabía que eran
falsas?
—Yo no sabía nada. Sólo les dije lo que Arthur me dijo a
mí.
—Eso es mentira.
—¿Por qué no se largan? ¿O acaso esperan que vuelva a
quitarme el suéter?
—Ya hemos visto lo que tiene, señora —dijo Carella, y se
volvió hacia el hombre—: ¿Cómo se llama?
—No se lo digas —le dijo Eleanor.
—Hable aquí o en la comisaría, como prefiera —dijo
Carella—. Arthur Finch se ha fugado de la cárcel y lo estamos
buscando. Si quieren ser cómplices de…
—¿Se ha fugado? —Eleanor palideció un poco. Miró al
hombre del sofá y las miradas de ambos se cruzaron.
—¿Cuán… cuándo ha ocurrido? —preguntó el hombre.
—Hacia las diez de esta noche.
El hombre permaneció unos momentos en silencio.
—Eso es un mal asunto —dijo al fin.
—¿Por qué no nos dice quién es usted? —sugirió Carella.
—Frederick Schultz —dijo el hombre.
—Vaya, eso hace que todo quede en casa, ¿eh? —dijo
Meyer.
—Saque su mente del estercolero —dijo Eleanor—. No
soy la novia de Finch ni lo he sido nunca.
—Entonces, ¿por qué dijo que lo era?
—No quería ver a Freddie implicado en esto.
—¿Y por qué iba a estar implicado?
—La muchacha se encogió de hombros.
—Vamos a ver. ¿Estaba Finch con Freddie el sábado por la
noche?
Eleanor asintió a regañadientes.
—¿De qué hora a qué hora?
—De las siete a las diez —declaró Freddie.
—Entonces no pudo haber matado al rabino.
—¿Quién ha dicho que lo mató? —preguntó Freddie.
—¿Por qué no nos dijo eso?
—Porque… —empezó a decir Eleanor, pero se
interrumpió.
—Porque tenían algo que ocultar —dijo Carella—. ¿Por
qué fue Finch a verle, Freddie?
Freddie no respondió.
—Dejémoslo —dijo Meyer—. Éste es el otro pájaro que
odia a los judíos, Steve. Ése del que me habló la hermana de
Finch. ¿No es cierto, Freddie?
Freddie permaneció en silencio.
—¿Para qué le visitó, Freddie? ¿Para recoger esos
panfletos que encontramos en su armario?
—¿Es usted el tipo que imprime esa basura, Freddie?
—¿Qué ocurre, Freddie? ¿No estaba seguro hasta qué
punto había un delito de por medio?
—¿Creyó que él nos diría de dónde sacó el material, eh?
—Usted es un buen amigo, ¿no, Freddie? Enviaría a su
amigo a la silla eléctrica antes que…
—¡Yo no le debo nada! —exclamó Freddie.
—Quizá le debe mucho. Se enfrenta a una acusación de
asesinato, pero aún no ha mencionado su nombre. Se ha
tomado todas esas molestias por nada, señorita Fay.
—No ha sido ninguna molestia —dijo Eleanor con un hilo
de voz.
—Claro —replicó Meyer—. Entró usted en la comisaría
con un vestido ceñido y un absurdo manojo de coartadas,
sabiendo que las comprobaríamos. Imaginó que cuando
descubriéramos que eran falsas, no nos creeríamos cualquier
otra cosa que Finch dijera. Aunque nos dijera realmente dónde
había estado, no le creeríamos. ¿No es cierto?
—¿Ha terminado? —preguntó Eleanor.
—No, pero creo que usted sí —respondió Meyer.
—No tenían ningún derecho a entrar aquí. No existe
ninguna ley que prohíba hacer el amor.
—Lo que usted estaba haciendo era odio, hermana —dijo
Carella.
11
Arthur Finch no estaba haciendo nada cuando le encontraron.
Le encontraron a las dos y diez, la mañana del cuatro de
abril, y en su apartamento, adonde había ido un patrullero con
el encargo de recoger los panfletos del armario. Le
encontraron tendido ante la mesa de la cocina, con las esposas
puestas. Sobre la mesa había una lima y una escofina, y había
limaduras metálicas sobre el esmalte y una zona del suelo de
linóleo, pero Finch sólo había hecho una pequeña muesca en
las esposas. Las limaduras del suelo flotaban en una sustancia
roja y viscosa.
Finch tenía la garganta abierta de oreja a oreja.
El patrullero, que esperaba efectuar una recogida rutinaria,
descubrió el cadáver y tuvo la suficiente entereza para llamar a
su compañero de patrulla antes de que el pánico se apoderase
de él. Su compañero fue al coche y llamó por radio a la central
de homicidios, la cual informó a la sección sur de homicidios
y a los detectives de la brigada 87.
Aquella noche los patrulleros estuvieron ocupados. A las
tres de la madrugada, un ciudadano llamó para informar de lo
que consideraba un escape de agua en una tubería de la Quinta
Avenida Sur. El encargado de la radio en la central envió un
coche a investigar, y el patrullero descubrió que no ocurría
nada con la tubería de agua, pero había algo que obstaculizaba
el excelente sistema de alcantarillado de la ciudad.
Los hombres no eran miembros del Departamento de
Sanidad Pública, pero de todos modos bajaron por una boca de
acceso a la hedionda y maloliente cloaca, y localizaron un traje
negro de hombre trabado en una caja de naranjas y bloqueando
una tubería, lo cual hacía que el agua volviera a la calle. El
traje estaba embadurnado de pintura blanca y azul. Los
patrulleros estaban a punto de tirarlo al recipiente de basuras
más cercano, cuando observaron que también estaba
embadurnado de algo que podría ser sangre seca. Como eran
concienzudos agentes de policía, se peinaron para eliminar la
mugre adherida al cabello y entregaron la prenda a su
comisaría, que resultó ser la 87.
A Meyer y Carella les encantó recibir el traje.
No les decía nada acerca de su propietario, pero de todos
modos les indicaba que quienquiera que hubiese matado al
rabino ahora estaba muy ocupado en ocultar sus huellas, lo
cual, a su vez, revelaba un estado de extrema inquietud.
Alguien había oído por la radio la noticia de la fuga de Finch.
A alguien le había preocupado que Finch estableciera una
coartada tan irrefutable que le dejara en libertad.
Con un razonamiento retorcido, alguien había imaginado
que la mejor manera de ocultar un homicidio es cometer otro.
Y alguien había decidido apresuradamente librarse de las
prendas que llevaba en el momento de despachar al rabino.
Los detectives no eran psicólogos, pero en la misma
mañana temprana se habían cometido dos errores, y suponían
que su presa empezaba a desesperarse.
—Tiene que ser otro tipo del grupo de Finch —dijo Carella
—. Quienquiera que matara a Salomón, pintó una J en la
pared. De haber tenido tiempo, probablemente habría pintado
también una cruz gamada.
—¿Pero por qué habría hecho eso? —replicó Meyer—. En
ese caso nos diría automáticamente que al rabino le mató un ”
antisemita.
—¿Y qué? ¿Cuántos antisemitas crees que hay en esta
ciudad?
—¿Cuántos?
—No quisiera tener el trabajo de contarlos —dijo Carella
—. Quienquiera que matara a Yaakov Salomón fue lo bastante
audaz para…
—Jacob —le corrigió Meyer.
—Yaakov, Jacob, ¿que más da? El asesino fue lo bastante
audaz para suponer que habría mucha gente que sentiría
exactamente como él. Pintó esa J en la pared y nos retó a
descubrir qué antijudío había cometido el crimen. —Carella
hizo una pausa y añadió—: ¿Eso te preocupa mucho, Meyer?
—Claro que me preocupa.
—Lo que quiero decir…
—No seas un papanatas, Steve.
—De acuerdo. Creo que deberíamos hablar de nuevo con
esa mujer. ¿Cómo se llamaba? Hannah no sé qué. Tal vez
sepa…
—No creo que eso nos ayude en nada. Quizá deberíamos
hablar con la esposa del rabino. De su diario se deduce que
éste conocía al asesino, que había recibido amenazas. Quizás
ella sepa quién le estaba atormentando.
—Son las cuatro de la madrugada —dijo Carella—. No
creo que en este preciso momento sea esa una buena idea.
—Iremos después del desayuno.
—Tampoco estaría de más hablar otra vez con Yirmiyahu.
Si el rabino recibía amenazas, quizá…
—Jeremías —le corrigió Meyer—. Jeremías. Yirmiyahu
equivale a Jeremías en hebreo.
—Ah, muy bien. En fin, tendríamos que hablar con él. Es
posible que el rabino le hablara del asunto, que mencionara a
ese…
—Jeremías —repitió Meyer.
—¿Qué?
—No, eso es imposible. —Meyer meneó la cabeza—. Es
un hombre santo. Y si hay algo que un verdadero judío
desprecia de veras es…
—¿De qué estás hablando? —le interrumpió Carella.
—… es matar. El judaísmo enseña que no puedes asesinar,
que sólo puedes matar a otro en defensa propia. —Frunció el
ceño de pronto—. Y además, ¿recuerdas cuando estaba a
punto de encender el cigarrillo? Me preguntó si era judío…,
¿recuerdas? Le chocaba que pudiera fumar el segundo día de
la Pascua.
—Tengo un poco de sueño, Meyer. ¿De qué me estás
hablando?
—Yirmiyahu, Jeremías. Steve, ¿no crees…?
—Es que no te sigo, Meyer.
—¿No crees…, no crees que el mismo rabino pintó esa
letra en la pared?
—¿Para qué…? ¿Qué quieres decir?
—Para decimos quién le había acuchillado, quien era el
asesino.
—¿Cómo iba a…?
—Jeremías —dijo Meyer.
Carella miró en silencio a su compañero durante treinta
segundos. Luego asintió y dijo:
—J.
12
Estaba enterrando algo en el patio trasero de la sinagoga
cuando le encontraron. Primero habían ido a su casa y
despertaron a su esposa, la cual era una vieja judía y tenía la
cabeza afeitada, de acuerdo con la tradición ortodoxa. Se
cubría la cabeza con un chal y estaba sentada en la cocina de
su piso, en una planta baja. Trató de recordar lo que había
ocurrido la segunda noche de Pascua. Sí, su marido había ido a
la sinagoga para los servicios nocturnos. Sí, había ido a casa
directamente después de los servicios.
—¿Le vio usted cuando entró? —le preguntó Meyer.
—Estaba en la cocina —respondió la señora Cohen—,
preparando el seder. Oí que se abría la puerta y mi marido fue
al dormitorio.
—¿Vio cómo iba vestido?
—No.
—¿Qué se ponía durante el seder?
—No recuerdo.
—¿Se había cambiado de ropa, señora Cohen? ¿Puede
recordar eso?
—Sí, creo que sí. Llevaba un traje negro cuando fue al
templo, y creo que luego llevaba un traje diferente.
La anciana parecía perpleja. No sabía por qué le hacían
aquellas preguntas. Sin embargo, las respondió.
—¿Olió usted algo extraño en la casa, señora Cohen?
—¿Oler?
—Sí. ¿Olió a pintura?
—¿Pintura? No. No olí nada extraño.
Le encontraron en el patio detrás de la sinagoga.
Estaba encorvado y era un viejo con los ojos llenos de
pesadumbre. Tenía una pala en las manos, y golpeaba la tierra
con la hoja. Cuando vio a los policías hizo un gesto de
asentimiento, como si supiera por qué estaban allí. Se miraron
por encima del pequeño montículo de tierra recién removida a
los pies de Yirmiyahu.
Carella no dijo una sola palabra durante el interrogatorio y
el arresto. Permaneció al lado de Meyer Meyer, sintiendo sólo
una curiosa especie de dolor.
—¿Qué ha enterrado, señor Cohen? —le preguntó Meyer,
en voz muy baja.
Eran las cinco de la madrugada, y la noche empezaba a
diluirse en el cielo. El aire era ligeramente frío, y el viento
parecía penetrar en la médula del sacristán, el cual parecía a
punto de echarse a temblar.
—¿Qué ha enterrado, señor Cohen? Dígamelo.
—Un objeto ritual —respondió el sacristán.
—¿Qué era, señor Cohen?
—Ya no me servía de nada. Es un objeto ritual, y estoy
seguro de que era preciso enterrarlo. Debo preguntarle al rov.
Debo preguntarle qué dice el Talmud. —Yirmiyahu guardó
silencio y se quedó mirando el montículo de tierra a sus pies
—. El rov está muerto, ¿verdad? —dijo, casi para sí mismo—.
Está muerto. —Miró tristemente a los ojos de Meyer.
—Sí —respondió el policía.
—Baruch dayyan haemet —dijo Yirmiyahu—. ¿Es usted
judío?
—Sí.
—Bendito sea Dios, el juez verdadero —tradujo
Yirmiyahu, como si no hubiera oído a Meyer.
—¿Qué ha enterrado, señor Cohen?
—El cuchillo —dijo Yirmiyahu—. El cuchillo que usaba
para arreglar el pabilo. Es un objeto ritual, ¿no le parece?
Habría que enterrarlo, ¿no cree? —Hizo una pausa—. Mire…
—Los hombros empezaron a temblarle y, de repente, se echó a
llorar—. He matado —confesó.
Los sollozos brotaban de algún lugar muy profundo en
aquel hombre, se iniciaban allí donde tenía sus raíces, en su
alma, en el conocimiento de que había cometido el crimen
abominable: no matarás, no matarás.
—He matado —repitió, pero ahora sólo vertía lágrimas,
sin sollozos.
—¿Mató usted a Arthur Finch? —le preguntó Meyer.
El sacristán asintió.
—¿Mató usted al rabino Salomón?
—El…, verá…, estaba trabajando. Era el segundo día de la
Pascua y estaba trabajando. Yo estaba dentro cuando oí el
ruido. Fui a mirar y…, estaba llevando pintura, botes de
pintura en una mano y…, y una escalera en la otra. Yo…, tenía
el cuchillo del arca, el cuchillo que usaba para arreglar el
pabilo. Se lo había dicho antes, le había dicho que no era un
judío verdadero, que su… su manera de actuar sería el fin del
pueblo judío. ¡Y luego esto! ¡Esto! ¡Trabajar el segundo día de
la Pascua!
—¿Qué sucedió, señor Cohen? —le preguntó Meyer
suavemente.
—Yo…, tenía el cuchillo en la mano. Fui hacia él con el
cuchillo, y él… él trató de detenerme. Entonces, yo… —El
sacristán alzó la mano como si empuñara un cuchillo; la mano
temblaba al representar inconscientemente los sucesos de
aquella noche—. Le acuchillé, una y otra vez… Le maté.
Yirmiyahu permanecía de pie en el primer callejón
mientras el sol iluminaba ahora los tejados. Tenía la cabeza
gacha y miraba el montículo de tierra que cubría el cuchillo
enterrado. Su rostro era delgado y enjuto, un rostro
atormentado por los siglos. Las lágrimas seguían brotándole de
los ojos y le corrían por las mejillas. Los sollozos le
estremecían los hombros, unos sollozos que llegaban de lo
más profundo de sus entrañas. Carella se volvió porque le
pareció que en aquel momento presenciaba la desintegración
de un hombre, y no quería verlo.
Meyer puso una mano en el hombro del sacristán.
—Vamos, tsadik, vamos. Ahora tiene que venir conmigo.
El viejo no dijo nada. Las manos le colgaban a los
costados.
Empezaron a andar lentamente por el callejón. Al pasar
por delante de la J pintada en la pared de la sinagoga, el
sacristán dijo:
—Olov ha-shalom.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Carella.
—Ha dicho: «La paz sea con él».
—Amén —dijo Carella.
Juntos salieron en silencio del callejón.
LA FORMA VERDADERA DE LA
COSTA
John Lutz
Marcia Muller
Bill Pronzini
Elizabeth Morton
Talmage Powell
Robert Silverberg
Ella sube al cuarto de los niños para echar un vistazo. Por fin
se han dormido los dos, o lo fingen tan bien que es lo mismo.
Se queda un rato junto a sus camas, pensando: «Te quiero,
Bobby, te quiero, Tink». Tink y Bobby, Bobby y Tink. «Os
quiero aunque a veces me volváis loca.» De puntillas, sale del
cuarto. Ahora la tranquila velada ante la televisión, y luego a
la cama. La rutina de siempre. No sabe por qué continúa así.
Hay ocasiones en las que está a punto de estallar. Supone que
sigue junto a él por el bien de los niños. ¿Es ésa una razón
suficiente?
Ted sabe que no irá a Hawai con Ellie ni con ninguna otra.
Toda valoración realista de la situación le lleva
inevitablemente a la misma conclusión. Es tan poco probable
que Alice vaya a morir en un accidente como lo es que él
llegue a asesinarla. Vivirá eternamente, como lo hacen siempre
las esposas indeseadas. Podría pedir el divorcio, naturalmente.
Probablemente perdería todas sus posesiones, pero ganaría su
libertad. O podría suicidarse, lo cual siempre había sido una
tentación para él. Es la salida más fácil, sin abogados ni
molestias. Así ocurre siempre a esa hora de la noche, lo mismo
una y otra vez. Fingiendo mirar la televisión, se entrega
secretamente a fantasías suicidas.
Unas bailarinas desnudas, con el cuerpo cubierto de una
chillona pintura luminosa, giran lascivamente en la pantalla, la
gran pantalla en la que las imágenes son casi de tamaño
natural. Alice frunce el ceño. ¡Vaya cosas que enseñan hoy por
la televisión! En otros tiempos, esas cosas sólo salían en los
canales clasificados X, pero hoy están en todas partes. ¡Y
mírale, mira cómo lo absorbe, con qué avidez! En realidad
sabe que no protestaría tanto por los programas de sexo si no
fuera porque la fascinación que le producían a Ted era una
medida de su falta de interés por ella. Que enseñen la
fornicación y todo lo demás por la tele, si eso es lo que la
gente quiere. Ella sólo desea que Ted muestre tanto
entusiasmo por ella como lo evidencia por esos programas
televisivos. En cuanto a la permisividad sexual en general, ella
no es gazmoña. En la playa sólo se ponía la parte inferior del
bikini hasta que nació Tink, y entonces empezó a sentirse un
poco menos orgullosa de su figura. Pero todavía viste de una
manera tan reveladora como cualquier otra mujer de su grupo,
y todo el mundo la mira excepto su propio marido, el cual
prefiere mirar las monadas de la televisión. Alice piensa que
quizá debería salirse un poco de la línea trazada. Ha tenido sus
aventurillas durante todos esos años. No muchas, nada
importante, pero ha tenido algunas. Tres amantes en once años
no es gran cosa, pero sí una señal de que no es una puritana.
Se pregunta si ahora debería de relacionarse con alguien. Eso
podría hacerla salir de su inmovilismo mortífero mientras
todavía tiene oportunidad de hacerlo, antes de que el
aburrimiento la destruya por completo.
—Voy a lavarme el pelo —anuncia—. ¿Estarás aquí hasta
la hora de acostarte?
Por fin todo está preparado. Dos técnicos con batas grises la
contemplan, sus semblantes serios, mientras ella penetra en la
máquina. Se parece mucho a un ataúd, tal como imaginaba que
sería. No puede sentarse dentro porque es demasiado estrecho.
Estar encerrada ahí dentro es sobrecogedor. Naturalmente, le
han dicho que el viaje no requerirá ningún tiempo subjetivo,
sólo un par de segundos. ¡Fiiiiiu! Y estará ahí. Muy bien.
Cierran la puerta. Alice oye el ruido del cierre. La voz del
señor Friesling le llega a través de un altavoz.
—Le deseamos un feliz viaje, señora Porter. Manténgase
tranquila y verá como no tiene ninguna dificultad.
De repente, se enciende la luz roja sobre la puerta. Eso
significa que el viaje ha empezado: está viajando hacia atrás
en el tiempo. No hay ninguna sensación de aceleración ni de
movimiento. Uno, dos, tres. La luz se apaga. Ya está. Se dice
que ha llegado a 1947. Antes de abrir la puerta, cierra los ojos
y repasa sus lecciones de historia. Acaba de terminar la
segunda guerra mundial. Europa está en ruinas. Hay cuarenta y
ocho estados. Nadie ha estado todavía en la Luna, ni siquiera
se piensa gran cosa en llegar a ella. Harry Traman es
presidente. Stalin gobierna en Rusia y Churchill…, ¿sigue
siendo Churchill primer ministro de Inglaterra? No está
segura. Bueno, no importa. No ha ido ahí para hablar de los
primeros ministros. Mueve la manecilla y la puerta de la
máquina del tiempo se abre hacia afuera.