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Los grandes maestros de la literatura policial unidos por esta

magistral pericia que atrapa al lector en una vorágine de


angustia y tensión crecientes.
Ed McBain, en «J», nos sitúa en la célebre Comisaría 87 para
elucidar un asesinato que puede tener oscuras motivaciones
rituales. Mickey Spillane, en «Moriré mañana», nos ofrece una
original venganza. Erle Stanley Gardner se desentiende de
Perry Masón para explorar, en «Peligro del pasado», la
tortuosa relación entre dos ex presidiarios. John D.
MacDonald se interna en las peligrosas pesadillas que produce
el alcohol: «Resaca». Bill Pronzini alerta, en «Un anhelo de
originalidad», sobre los peligros que acechan a un escritor
ávido en demostrar su originalidad. Talmage Powell en
«Alguien se preocupa», una soberbia narración sobre el
asesinato de una total desconocida.
Súmense a estos autores dos nombres venidos de otros
campos: Pearl S. Buck, que trueca la evocación sentimental de
Oriente por la terrorífica historia de un secuestro: «Rescate»; y
Robert Silverberg, maestro de la ciencia ficción, que en
«Muchas mansiones» relata la alucinante persecución
homicida por los laberintos del tiempo.
Y otros autores magistrales: T. S. Stribling, John Lutz, Marcia
Muller, Elizabeth Morton…
«Una antología extraordinaria» (Book Review).
AA. VV.

Los mejores relatos


policiacos 2
Los mejores relatos policiacos - 2
ePub r1.1
Titivillus 04.05.2019
Título original: The Arbor House Treasury of Mystery and Suspense
AA. VV., 1981
Traducción: Jordi Fibla

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.0
Índice de contenido
Cubierta
Los mejores relatos policiacos 2
Introducción
El rescate (Pearl S. Buck)
Un pasaje para Benarés (T. S. Stribling)
Peligro del pasado (Erle Stanley Gardner)
Moriré mañana (Mickey Spillane)
Resaca (John D. MacDonald)
«J» (Ed McBain)
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La forma verdadera de la costa (John Lutz)
Tiovivo (Marcia Muller)
Un anhelo de originalidad (Bill Pronzini)
Un intento sencillo y voluntarioso (Elizabeth Morton)
Alguien se preocupa (Talmage Powell)
Muchas mansiones (Robert Silverberg)
INTRODUCCIÓN

Este segundo volumen de Los mejores relatos policiacos


completa la antología compilada por Bill Pronzini, Barry N.
Malzberg y Martin H. Greenberg para la prestigiosa editorial
norteamericana Arbor House. En la introducción al primer
volumen, John D. MacDonald subrayaba que los autores en él
incluidos «han aprendido las técnicas de la condensación, la
ilusión, la desorientación honesta y la disciplina para dejar
fuera del texto lo que no debe aparecer… Cada uno tiene su
propia manera de convertir la imaginación en una clase de
realidad que usted aceptará mientras dure el relato. Eso, dicho
con otra palabra, es el estilo».
Y lo expresado sobre el primer volumen vale, también, para el
segundo. En las páginas que siguen, el lector encontrará
relatos firmados por algunos de los autores más célebres del
género —el prologuista John MacDonald, el compilador Bill
Pronzini, el polémico Mickey Spillane, el siempre original Ed
McBain, el clásico Erle Stanley Gardner, la novelista Pearl S.
Buck en una impecable incursión en el género policiaco, el
injustamente olvidado Talmage Powell— junto a otros que,
aun siendo menos conocidos, aparecen aquí porque lo han
ganado con la excepcional calidad de sus textos. Tal es el caso
de T. S. Stribling que nos desconcierta con una historia
insólita, distinta de las que estamos habituados a encontrar en
este tipo de antologías, y que, de pronto, merced a una
espectacular vuelta de tuerca, nos conmociona con uno de los
desenlaces más originales y sorprendentes que uno pueda
imaginarse.
También sale de lo común la investigación que describe el
relato de John Lutz, pues los razonamientos encaminados a
descubrir la identidad del asesino se desarrollan en una mente
desquiciada por la locura y en el ámbito de un instituto
psiquiátrico. Marcia Muller y Elizabeth Morton se salen
igualmente de los caminos trillados, y la segunda, sobre todo,
demuestra tener una pericia especial para los golpes de efecto
escalofriantes.
Queda, por último, aunque no porque sea menos
importante, el relato de Robert Silverberg, figura clave de la
ciencia ficción, que en esta incursión por el campo de lo
policiaco no llega a desprenderse totalmente de las técnicas del
género que le hizo famoso. Por el contrario, las aprovecha al
máximo para urdir una trama jalonada de paradojas temporales
y espaciales que introducen al lector en un vertiginoso
torbellino de asesinatos y culpas circulares, donde la
proverbial serpiente se muerde la cola en un alarde de ingenio
y versatilidad probablemente insuperable.
EL EDITOR
EL RESCATE

Pearl S. Buck

La mezcla de lo corriente y lo terrible, la rutina


y el temor ineludible, que es su circunferencia,
pocas veces se ha conseguido tan bien como en
este relato de un secuestro escrito por el segundo
autor norteamericano y primera mujer que ganó el
premio Nobel de literatura (1936). El lento
desvanecimiento de la reputación de Pearl S. Buck
en sus últimas décadas hará que este relato sea
una revelación sorprendente para quienes no estén
familiarizados con su obra. La manera cuidadosa y
comedida de abordar el terror y lo incontrolable
aproximan esta narración a las de Cornell
Woolrich, un autor contemporáneo que la habría
admirado (y que él mismo no podría haber
superado).

La sinfonía de Beethoven se detuvo bruscamente: una voz


clara y metálica interrumpió la melodía del tercer movimiento.
«Ultimas noticias. El cuerpo de Jimmie Lane, hijo
secuestrado del señor Headly Lane, ha sido hallado esta tarde a
orillas del río Hudson, cerca de su casa. Así finaliza la
búsqueda de…».
—¡Kent, apaga la radio, por favor! —exclamó Allin.
Kent Crothers titubeó y luego apagó el aparato. Allin
permaneció un momento en silencio, mordiéndose el labio.
—¡Esa pobre madre! —dijo al fin—. Tantos días sin
perder la esperanza…
—Supongo que es mejor saber algo definitivo —comentó
él en voz baja—, aunque sea lo peor.
Tal vez, aquel era un buen momento para hablarle y
advertirle de que estaba dejando que su preocupación por el
secuestro se convirtiera en una obsesión. Al fin y al cabo, los
niños seguían creciendo en Estados Unidos, incluso en
familias acomodadas como la suya. El problema estribaba en
que ellos no eran lo bastante ricos pero, aun así, lo suficiente
para… No lo bastante ricos para contratar guardaespaldas que
protegieran a sus hijos, pero sí lo suficiente porque el padre de
Kent poseía una fábrica de papel, lo cual hacía que fueran
conocidos, por lo menos entre sus vecinos.
Tenían que dar por sentado que no pertenecían a la clase
millonaria y, en consecuencia, no eran una presa apetecible
para los secuestradores. Tenían que hacerlo por el bien de
Bruce, que empezaría a ir a la escuela el próximo año. Bruce
recorrería las calles como lo hacían millones de niños
norteamericanos, pues Kent no estaba dispuesto a permitir que
escoltaran a su hijo para recorrer tres manzanas, ni siquiera
que lo hiciera Peter, el sirviente, porque eso sería más
perjudicial que beneficioso para el muchacho. Después de
todo, vivían en una democracia y Bruce tenía que crecer entre
la multitud.
—Voy a ver si los niños están bien tapados —dijo Allin—.
Betsy retira las mantas siempre que puede.
Kent sabía que su mujer sólo quería asegurarse de que los
niños seguían allí; también se levantó y, al tiempo que
encendía su pipa, pensaba en cómo podía empezar. Subieron
juntos las escaleras, cogidos de la mano. Ella abrió la puerta
del cuarto de los niños, y Kent pensó en lo ridículo que era que
aquellos temores le afectaran a él también. Cada vez que
abrían la puerta su corazón se detenía un instante, hasta que
veía las dos camas, cada una con una cabecita reposando sobre
la almohada.
Estaban allí, naturalmente. Kent se acercó a la cama de
Bruce y miró a su hijo dormido, un guapo diablillo. Dormía
tan profundamente que cuando su madre se inclinó sobre él ni
se movió. Tenía el cabello negro enmarañado, y los labios
formaban un puchero. Era moreno, pero tenía los ojos azules
de Allin.
Los esposos no hablaron. Allin tapó cuidadosamente con la
mano el brazo descubierto del muchacho, y permanecieron allí
un momento más, cogidos de la mano y mirando al niño.
Entonces Allin miró a Kent y sonrió, y él la besó. Puso un
brazo sobre sus hombros y se acercaron a la cama de Betsy.
Aquella era la obsesión de Kent, él podía decir con firmeza
que Bruce debía correr sus riesgos como los demás niños,
porque un chico ha de aprender a ser valiente. Pero aquella
chiquilla, una criatura tan diminuta… Su cabello era del color
castaño rojizo que tenía el de Allin, pero por algún milagro sus
ojos eran negros como los de él, y cuando se miraba en ellos
parecía mirarse a sí mismo.
La pequeña respiraba ahora, un tanto desigualmente, por la
pequeña nariz.
—¿Qué tal va el resfriado? —susurró él.
—Parece que no empeora —respondió Allin—. Le he
puesto pomada en el pecho.
Cuando le sucedía algo a la niña, Kent siempre se
enfadaba, y no confiaba demasiado en Mollie, su niñera, la
cual era quizás una mujer de buen corazón, pero
despreocupada.
La niña se movió y abrió los ojos. Parpadeó, sonrió y
tendió los brazos a su padre.
—No la cojas, querido —le aconsejó Allin—. Si lo haces
una vez, querrá que lo hagas siempre.
Así pues, Kent no la cogió, y se limitó a colocarle los
brazos bajo las mantas juguetonamente, primero uno y luego
el otro.
—Anda, cariño, duerme —le dijo.
Ella siguió tendida, sonriente y somnolienta. Era una
criatura obediente.
—Vamos…, apaguemos la luz —susurró Allin.
Salieron de puntillas y regresaron a la sala de estar.
Kent se sentó y fumó su pipa, pensando en todo lo que
quería decirle a Allin. Era esencial para su bienestar creer que
nada podría sucederles a sus hijos.
—El secuestro es como la caída de un rayo —empezó a
decir bruscamente—. Ocurre, desde luego…, una vez entre un
millón. Lo que has de recordar es que todos los demás niños
están perfectamente a salvo.
Ella se había sentado en el sofá, ante el fuego, pero se
volvió hacia él cuando dijo estas palabras.
—Sinceramente, dime qué harías, Kent, si una noche,
cuando subiéramos al cuarto…
—¡Tonterías! —le interrumpió Kent—. Eso es lo que he
intentado decirte. Es tan improbable como… ¡La culpa la
tienen los malditos periódicos! Cuando algo sucede en una
parte del país, tienen que enterarse hasta en el último villorrio.
—Jane Eliot me dijo que el número de secuestros es tres
veces superior al de los que salen en los periódicos —dijo
Allin.
—Jane es periodista. No debes permitir que su intuición
del drama…
—Pero ha trabajado en muchos secuestros —replicó Allin
—. Me contó el caso Wyeth…
Aquel era el momento de hablar, cuando la inquietud
secreta de Allin hacía que le temblara la voz. Kent le cogió la
mano y se la acarició mientras le hablaba. No debía olvidar
que era una mujer profundamente emotiva, y aquella angustia
le rondaba desde antes de que Bruce naciera. Él ni siquiera
había pensado en ello hasta que una noche, en la oscuridad,
ella le hizo la misma pregunta:
—¿Qué haríamos, Kent, si…?
Pero entonces él no supo a qué se refería.
—¿Si qué? —le preguntó.
—Si un día raptaran a nuestro hijo.
Él respondió con lo que entonces sentía y ahora creía que
era cierto.
—¿Por qué preocuparse por lo que nunca sucederá?
Sin embargo, había seguido todos los casos de secuestro
desde que Bruce vino al mundo.
Ahora besó la mano de Allin.
—No puedo soportar que sientas tanto miedo. Es
innecesario, cariño, y tú lo sabes. No podemos vivir bajo la
sombra de eso, hemos de adoptar una posición racional al
respecto.
—Eso es lo que deseo, Kent. Me gustaría no tener
miedo…, si supiera cómo.
—Al fin y al cabo, la mayoría de la gente cría a sus hijos
sin pensar en ello.
—La mayoría de las madres piensan en ello —dijo ella—.
La mayoría de las mujeres que conozco me han hablado de esa
posibilidad alguna vez, y eso ha sido suficiente para
comprender que siempre piensan en que pueda suceder.
—Sería mejor que no hablaras de ello.
—Seguimos preguntándonos qué haríamos si ocurriera,
Kent —insistió ella.
—¡Esa es la cuestión! Por eso creo que si decidimos ahora
lo que haríamos…, siempre teniendo en cuenta que es sólo la
posibilidad más remota…
—¿Qué haríamos, Kent?
—¿Me prometes que lo considerarás tan remoto como…,
como un ataque aéreo contra nuestra casa?
Ella asintió.
—Siempre he pensado que si raptaran a los niños, me
limitaría a dejar inmediatamente el asunto en manos de la
policía.
—¿Qué policía? —preguntó ella—. ¿El viejo chismoso
Mike O’Brien, que lo primero que haría sería contárselo a los
periódicos? Jane dice que es fatal dejar que la prensa se entere.
—Bueno, entonces se lo diría a la policía federal…
—¿Cómo te pones en contacto con ellos?
Él tuvo que confesar que no lo sabía.
—Lo averiguaré —le prometió—. De todos modos, cariño,
lo que hemos de determinar es el principio. Una vez
decidamos lo que haríamos, podemos dejar de pensar en ello.
Nada de rescate, Allin… De eso estoy seguro. Mientras
sigamos pagando rescates, habrá secuestros. Alguien tiene que
ser lo bastante fuerte para tomar la iniciativa de no ceder.
Entonces, quizá las demás personas se den cuenta de lo que
deberían hacer.
Pero ella no parecía convencida. Cuando habló, lo hizo en
voz baja y llena de temor.
—La verdad, Kent, es que, aunque decidamos no pagar
rescate, llegado el caso no podríamos mantener esa decisión…
Quiero decir que las cosas serían distintas ante el hecho
consumado. Supón que raptaran a Bruce, imagina que
estuviera resfriado y fuera invierno, que se lo llevaran de la
cama caliente en pijama… Haríamos cualquier cosa. ¡Sabes
que lo haríamos! —Se apresuró a añadir—: No nos
importarían los demás niños, Kent, sólo pensaríamos en
nuestro pequeño Bruce y en nadie más. Lo único que nos
importaría sería recuperarlo al precio que fuese.
—Tranquilízate, cariño —le pidió él—. Si te pones así, no
podemos hablar del asunto.
—No, Kent, por favor. Quiero que hablemos, quiero saber
lo que deberíamos hacer. ¡Ojalá no tuviera miedo!
—Ven aquí, acércate más —dijo Kent, atrayéndola hacia
su posición en el sofá—. En primer lugar, sabes que quiero a
los niños tanto como tú, ¿verdad? —Ella asintió, y Kent
continuó—: Entonces, cariño, haría cualquier cosa que me
pareciese lo mejor para nuestros hijos, ¿no te parece?
Harías las cosas lo mejor que supieras, Kent. La cuestión
está en si alguno de nosotros sabe qué hacer.
—Sólo sé —dijo él con voz grave—, que hasta que dar y
recibir rescates esté prohibido por la ley, habrá secuestradores.
Y hasta que alguien adopte una actitud decidida al respecto, no
se hará nada. Ésa es la ley del gobierno democrático. La gente
tiene que iniciar la acción antes de que el gobierno tome una
medida.
—¿Y si los secuestradores pidieran que no llamáramos a la
policía? —preguntó ella.
Él se sintió confundido ante una pregunta tan concreta.
¡Parecía dar por sentado que el secuestro podría producirse!
—Todo depende de si quieres ceder ante los malhechores o
mantener tus principios.
—Pero, ¿y si raptaran a nuestro propio hijo? —insistió ella
—. Sé sincero, Kent. Por favor, no te protejas con eso de los
principios.
—Estoy tratando de ser sincero —dijo él lentamente—.
Creo que me guiaría según mis principios y confiaría en
encontrar alguna solución por otros medios.
Vacilante, miró los ojos de su mujer, unos ojos que
expresaban incredulidad.

—¡Procure recordar exactamente lo que ocurrió! —le gritó a la


necia niñera—. ¿Dónde la dejó?
Allin estaba más calmada que él, pero media hora antes, su
voz a través del teléfono había sido un grito:
—¡Kent, no encontramos a Betsy!
Él estaba en la junta de directivos de la fábrica, pero se
levantó de inmediato.
—Perdón —dijo bruscamente—, pero tengo que irme en
seguida.
Su padre enarcó sus canosas cejas.
—¿Es algo tan grave, Kent?
—Creo que no —respondió, y se mantuvo lo
suficientemente firme como para no decirle lo que Allin había
gritado—. Ya te diré de qué se trata.
Subió al coche y condujo hasta su casa como si estuviera
loco. Al frenar ante la puerta de la verja levantó una polvareda
de gravilla. Allí estaba Allin, con Mollie, la niñera boba, que
sollozaba.
—Estábamos aquí, señor, esperando que Bruce volviera de
la escuela, como todos los días, y dejé a la niña en el suelo, ya
pesa demasiado como para llevarla en brazos. Iba a buscar un
pañuelo limpio para limpiarle las manitas que las había metido
en un charco de agua de la lluvia caída esta mañana. Cuando
volví, no estaba. Busqué entre los arbustos, señor, por todas
partes…, y entonces llamé a gritos a la señora.
—Lo he registrado todo, Kent —susurró Allin.
—¡La puerta! —exclamó él.
—Estaba cerrada con llave, señor, —gimió Mollie—. Tuve
bastante sentido para hacer eso antes de entrar en casa.
—¿Cuánto tiempo estuvo ausente? —le gritó él.
—No lo sé, señor —dijo Mollie sollozando—. ¡No me
pareció ni un minuto!
Kent se precipitó en el jardín.
—¡Betsy! ¡Betsy! ¡Ven con papá! ¡Aquí está papá! —Se
agachó para mirar bajo los grandes arbustos de lilas—. ¿Has
mirado en el garaje? —le preguntó a Allin.
—Peter lo ha registrado dos veces.
—Voy a registrarlo yo mismo. Entra en casa, Allin. A lo
mejor se ha escondido en algún rincón.
Entró en el garaje y Peter salió de debajo del coche
pequeño.
—No eztá aquí, zeñó —susurró—. He mirao por toaz
parte.
Pero Kent miró de nuevo, mientras Peter le seguía como si
fuese un perro. En el fondo de su mente había un número
telefónico, Nacional 7117. Lo había averiguado el año
anterior, después de la conversación que sostuvo con Allin
aquella noche. Pero no llamaría todavía, pues estaba seguro de
que Betsy se encontraba en alguna parte.
Se oyó un ruido en la puerta y Kent salió corriendo, pero
era Bruce.
—¿Qué te ocurre, papá? —le preguntó el chico.
Kent tragó saliva; no había motivo para asustar a Bruce.
—Oye, Bruce, has visto por ahí a Betsy cuando venías de
la escuela, ¿verdad?
—No, papá, no he visto a nadie excepto a Mike, que me
ayudó a cruzar la plaza porque pasaban coches.
—¿Qué e ezo? —Peter señalaba algo.
Era un trozo de papel blanco colocado bajo una piedra.
Kent supo en seguida qué era. Había leído aquella nota
docenas de veces en los informes de los periódicos. Se agachó
y recogió la nota. Allí estaba…, la nota garabateada, con una
caligrafía desfigurada, torpe. «Hemos estado esperando esta
ocasión. Cincuenta de los grandes es el precio. Buscadlos si no
los tenéis, papaítos. Recibiréis instrucciones del sitio dónde
dejarlo. Si avisáis a la policía, matamos a la niña».
—¿Qué es, papá? —inquirió Bruce.
—Llévale adentro —ordenó Kent a Peter.
¿Dónde estaba Allin? Tenía que… ¡Le había prometido
que no ocurriría! Tenía el número de teléfono, pero…
—¡Allin! —gritó.
Oyó que bajaba corriendo desde el desván.
—¡Allin! —repitió con un grito ahogado.
Ella estaba allí, pálida y llena de terror… ¡Tan impotente!
¡Señor, qué impotentes eran los dos! Kent pensó que
necesitaba ayuda; tenía que saber exactamente qué hacer. Pero,
¿acaso no había decidido mucho tiempo atrás lo que debería
hacer? ¿Qué sabía de los malhechores y los secuestradores?
Algunas personas que pagaban el rescate también perdían a
sus hijos. Necesitaba un consejo de confianza.
—¡Voy a llamar a Nacional 7117! —dijo abruptamente.
—¡No, Kent, espera!
—Tengo que hacerlo —insitió él. Antes de que ella
pudiese moverse, corrió al teléfono y lo descolgó—. ¡Póngame
con Nacional 7117!
Ella palideció todavía más. Kent le tendió la mano con la
nota arrugada. Allin la leyó y trató de quitarle el receptor.
—No, Kent…, espera. No sabemos nada. ¡Espera a ver qué
dicen!
Pero una voz sosegada hablaba ya al otro extremo de la
línea:
—Aquí Nacional 7117.
Y Kent gritó ásperamente:
—Quiero informar de un secuestro. Se trata de nuestra
pequeña. Kent Crothers, Avenida Eastwood 134, Greenvale,
Nueva York.
Escuchó la voz que le decía que no hiciera nada, que
esperase hasta el día siguiente; entonces tendría que ir a una
fonda de un pueblo, a unos ochenta kilómetros de allí y
encontrarse con un hombre que llevaría un traje gris.
Allin susurraba constantemente:
—La matarán, Kent…, la matarán.
—No, no lo harán. Nadie lo sabrá. —Colgó el teléfono y le
dijo en tono firme y confiado—: ¡Esa gente de Washington no
se lo dirá a nadie! Además, ¡necesitamos ayuda!
Ella se quedó mirándole con una expresión horrorizada.
—La matarán —repitió.
Kent quería marcharse a algún lugar donde poder llorar,
pero era un hombre y no podía llorar. Allin tampoco lloraba.
Entonces, de repente, se abrazaron y derramaron juntos unas
lágrimas terribles y silenciosas.

Kent no estaba acostumbrado a esperar, pero ahora no tenía


más remedio que hacerlo, y además tenía que ayudar a Allin
para que soportara la espera. Los hombres han de ser más
fuertes.
Al principio fue un consuelo tener unas instrucciones que
seguir. Primero había que pensar en el servicio, la cocinera,
Sarah, la doncella, Rose, Mollie y Peter. A ninguno de ellos se
les podía culpar de lo ocurrido, excepto a Mollie. Quizás ella
era algo más que una simple bobalicona. Tenían que
advertirles de que no dijeran absolutamente nada a nadie.
—Reúnelos a todos en el comedor —le dijo Kent a Allin.
Se dirigió al comedor y encontró a Bruce en la puerta, con
una expresión de terror en el rostro.
—¡Papá! ¿Qué ocurre? ¿Dónde está Betsy?
—No podemos encontrarla, hijo —respondió Kent,
procurando mantener la voz sosegada—. Daremos con ella,
claro está, pero de momento nadie sabe dónde se encuentra.
—¿Quieres que la busque por el jardín? A lo mejor la
encuentro.
—No —dijo Kent bruscamente—. Prefiero que subas a tu
cuarto. En seguida me reuniré contigo.
Entraron los criados y Allin detrás de ellos.
—Iré con Bruce —dijo ella.
Sus ademanes y el tono de su voz eran serenos y
comedidos, pero, por el leve temblor de sus labios, él se dio
cuenta de que esperaría ansiosamente a que terminara y
volviera junto a ella.
—Subiré dentro de unos minutos —le prometió Kent.
Esperó hasta que su esposa salió, llevando a Bruce de la
mano, y entonces se volvió hacia los cuatro sirvientes. Mollie
todavía lloraba. Por la expresión de sus rostros comprendió
que todos conocían la existencia de la nota.
—Veo que sabéis lo que ha sucedido —les dijo.
¡Qué extraño era que aquellos rostros que le eran tan
familiares le parecieran de pronto tan siniestros! Peter y Sarah
habían formado parte de la servidumbre de su madre, y le
conocían desde hacía muchos años, y Rose era la sobrina de
Sarah. Pero todos le parecían hostiles, o así lo imaginaba.
—No quiero que se sepa en la ciudad ni una palabra de lo
sucedido —añadió ásperamente—. Recordad que la vida de
Betsy depende de que nadie sepa lo ocurrido.
Hizo una pausa y apretó los dientes. Hasta entonces le
había sido difícil creer que sería capaz de llorar tan fácilmente
como una mujer, pero así era. Se aclaró la garganta y continuó:
—Su vida depende de cómo nos comportemos ahora…, y
en las próximas horas. —Los sollozos de Mollie se
convirtieron en lamentos—. Eso es todo —les dijo—. Lo
único que podemos hacer es esperar.
Sonó el teléfono y se apresuró a cogerlo. No había manera
de saber cómo llegaría el siguiente mensaje. Pero oyó la voz
perentoria de su padre.
—¿Algo no va bien por ahí, Kent?
Sabía que si ponía a su padre al corriente de todo, sería un
error. Aquel hombre era incapaz de guardar un secreto.
—Todo va bien, papá —respondió—. Allin no se
encuentra bien, eso es todo.
—¿Has llamado al médico? —le gritó su padre.
—Lo haré si es necesario, papá.
Colgó el teléfono bruscamente, pues no se veía con fuerzas
para seguir mintiendo.
Pensó en Bruce y fue a buscarle. El muchacho estaba
cenando en su habitación, y Allin le acompañaba. Le había
dicho a Mollie que se quedara abajo; no soportaba más que su
marido ver a la muchacha. Pero permanecer en el cuarto de los
niños también era insoportable. Aquella era la hora en que
Betsy, tras tomar su baño…
—Voy a… Estaré en la biblioteca —le dijo a Allin
apresuradamente. Ella asintió.
El silencio de la biblioteca era una tortura. No podían
hacer nada más que esperar. Y, entretanto, ¿quién sabía lo que
le estaría ocurriendo a la niña? El hombre de la policía federal
le había dicho que al día siguiente se pondrían en contacto, y
que esperase. Pero, ¿y aquella noche? ¿En qué clase de lugar
dormiría la niña?
Se puso en pie de un salto. Era preciso hacer algo, echar un
vistazo al jardín, por ejemplo. Podría haber otra carta.
El jardín estaba envuelto ya en las sombras del temprano
crepúsculo otoñal. Tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse
y no lanzar absurdos gritos y maldiciones, impulsado por la
angustia de no poder hacer nada. Se dominó, diciéndose que
era preciso seguir un plan racional. Había salido al jardín para
ver si podía encontrar algo.
Registró el terreno palmo a palmo, pero no encontró
ningún mensaje.
Entonces, en la oscuridad que se intensificaba por
momentos, vio a un hombre junto a la puerta de la verja.
—¡Zeñó Crothers! —Era la voz de Peter—. Por Dio, zeñó
Crothers, no zé por qué han tenío que elegí a mi pobre mujé.
Cuando fui a caza pa cená, me dio ezto… No zabe leé, azi que
no z’anterao de lo que dice. He venío corriendo.
Kent le arrancó el papel que sujetaba la temblorosa mano
de Peter y corrió a la casa. En el vestíbulo iluminado leyó:

Prepare la pasta en billetes de banco sin


ninguna marca, o de lo contrario cogeremos al otro
chico. No trate de traicionarnos, pues no podría
salirse con la suya. Ponga el dinero en una caja y
déjela junto al roble muerto en el arroyo del
molino. Ya sabe dónde. Mañana por la noche, a las
doce en punto.

Sabía dónde era, desde luego, pues desde pequeño había ido
allí a pescar. Un verano, el viejo roble fue alcanzado por un
rayo, cuando él estaba a sólo unos centenares de metros de
distancia, resguardado bajo la puerta del molino, durante una
tormenta. ¿Cómo sabían los secuestradores que él conocía el
lugar?
Se volvió hacia Peter.
—¿Quién trajo esto? —inquirió.
—No lo zé, zeñó —tartamudeó Peter—. Mi mujé no pudo
decirme na, zalvo que era un blanco. El tipo le dio el papel y
dijo: «Dázelo al viejo». Azi que ella me lo dio, y he venío
corriendo.
Kent miró fijamente a Peter, tratando de sondear aquel
cerebro oscuro. ¿Alguien estaba utilizando a Peter? ¿Quizá le
habían sobornado para que tomara parte en el secuestro?
¿Sabía algo?
—Si creyera que sabes algo acerca de Betsy, te mataría con
mis propias manos.
—Por Dio, zeñó Crothers, no zé na… ¡Uzté me conoce,
zeñó! He cuidao de zu jardín dezde que uzté y la zeñorita Allin
ze cazaron. Ademá, ¿qué iba a ganá yo con zemejante maldá?
Tengo to lo que quiero…, mi caza y mi zalario. No dezeo na
má.
Todo esto era cierto, naturalmente, pero Kent no podía
evitar sospechar de todo el mundo.
—Dile a Flossie que no se lo diga a nadie —ordenó a
Peter.
—Ya ze lo he dicho, zeñó —replicó Peter con vehemencia
—. Le he dicho que la abro en canal zi habla a alguien de eze
hombre blanco.
—Entonces vete, y recuerda lo que te he dicho.
—Zí, zeñó —replicó Peter.

—¡Claro que pagaremos el rescate! —insistió Allin.


Estaban en su dormitorio, abierta la puerta que daba al
estrecho pasillo, y más allá también estaba abierta la puerta del
cuarto de los niños. Desde donde estaban sentados, a la tenue
luz de la lámpara sobre la mesita de noche, podían ver la
cabeza de Bruce sobre la almohada. Naturalmente, no podían
dormir. Sarah les había subido un poco de pollo frío, que
habían comido allí, y más tarde Kent la convenció para que
tomara un baño caliente, se pusiera una bata y se tendieran en
la tumbona. Él no se desvistió, pensando en que alguien podría
llamar.
—Ya veremos lo que ese hombre dice mañana —
respondió.
Era terrible pensar cómo lo dejaba todo en manos de aquel
hombre, cuyo nombre ni siquiera conocía. No sabía nada más
salvo que llevaría un traje gris y un pañuelo azul en el bolsillo.
Eso era todo lo que tenía para salvar la vida de Betsy. No, eso
no era cierto. Detrás de aquel hombre había otros centenares
de agentes, alertas, fuertes, dispuestos a ayudarle.
—Tenemos que pagarlo —repetía Allin histéricamente—.
¿Qué importa ahora el dinero?
—¡Allin! —exclamó Kent—. ¡No creerás que trato de
ahorrar el dinero, por el amor de Dios!
—Tenemos unos veinte mil en el banco, ¿no es cierto? —
se apresuró a decir ella—. El resto podría ponerlo tu padre y le
daríamos las obligaciones. No es como si no tuviéramos
dinero.
—¡No seas absurda! Lo importante es saber cómo…
—Lo importante es salvar a Betsy —le interrumpió ella
bruscamente—, eso es todo. No importa nada más,
absolutamente nada. No me importa si para ello es preciso
perder toda la fortuna de tu padre.
—¡Tranquilízate, Allin! —le gritó Kent—. ¿Quieres decir
que mi padre nos daría de mala gana…?
—Le temes, Kent —replicó ella—. ¡Pero yo, no! Si tú no
recurres a él, lo haré yo.
Ahora se peleaban como dos personas que habían perdido
el juicio. El estado de tensión en que se encontraban había
alterado su razón. Allin se echó a llorar de súbito.
—¡Todos esos principios! ¡La niña está con extraños,
Kent, con gente horrible, llorando de miedo! Quizás, incluso le
hacen daño, tratando de que se esté quieta. ¡Oh, Kent! ¡Kent!
—Él la estrechó entre sus brazos. Ahora no debían
distanciarse; era preciso que pensara en ella.
—Haré lo que sea, querida. Mañana, a primera hora, iré a
ver a papá y le pediré el dinero.
—Si por lo menos pudieran saberlo… —dijo ella.
—Quizá podría publicar algo en el periódico. Creo que
podría redactar algo que nadie más comprendiera.
—¡Intentémoslo, Kent!
Él sacó un bolígrafo y un sobre del bolsillo y escribió unas
palabras.
—¿Qué te parece esto? «De acuerdo con los cincuenta
junto al roble muerto a las doce».
—No creo que eso pueda hacer ningún daño —dijo ella
con vehemencia— y, si lo ven, comprenderán que estamos
dispuestos a hacer lo que sea.
—Voy a ir inmediatamente a la oficina del periódico y
pagaré el anuncio en metálico. Así no tendré que dar ningún
nombre.
—¡Sí, sí! —le instó ella—. ¡Por lo menos es algo más que
esperar aquí sentados!
Kent recorrió en coche los tres kilómetros hasta la pequeña
población y aparcó ante el destartalado edificio del periódico.
Un empleado del turno de noche, con los ojos enrojecidos,
tomó su anuncio y lo leyó.
—Vaya, éste es de los divertidos —comentó—. De vez en
cuando nos llega alguno así. Será un dólar, señor…
Kent no respondió y dejó un billete sobre la mesa. «Aun
así, no sé si ha sido una decisión acertada», gruñó para sus
adentros.
Regresó a su casa despacio, en medio de una intensa
oscuridad. La tormenta aún no había llegado y la atmósfera
estaba extrañamente silenciosa. Mantuvo el motor del coche al
ralentí, como esperando que, en la quietud somnolienta, se
oyese la voz de Betsy llorando.
Apenas durmieron y, no obstante, cuando a la mañana
siguiente se miraron, les pareció un milagro que hubieran
podido dormir aunque sólo fuese un poco; pero Kent obligó
finalmente a Allin a acostarse, y más tarde, sin desvestirse
siquiera, él se tendió también en la cama, junto a su esposa.
Bruce les despertó, vacilante entre las dos camas. Oyeron la
voz del niño.
—Betsy no ha vuelto todavía, mamá.
Fue el nombre lo que les despertó, y se miraron.
—¿Cómo hemos podido dormirnos? —se preguntó Allin.
—Es el cansancio, querida —dijo él, procurando mantener
la serenidad.
Exhausto, se levantó.
—¿Volverá hoy? —preguntó Bruce.
—Creo que sí, hijo.
Por lo menos era sábado, y Bruce no tenía que ir a la
escuela.
—La traeré esta noche —dijo Kent al cabo de un
momento.
En seguida se sintió mejor. No debían perder la esperanza,
de ningún modo debían perderla. Tenían mucho que hacer: él
debía visitar a su padre y conseguir el dinero. Aún tenía sus
reservas en cuanto a lo del rescate. Si el hombre de gris era
contrario, no le diría nada a Allin… Simplemente no
entregaría el dinero. La responsabilidad sería suya.
—Tú y mamá os encargaréis de tener listas las cosas de
Betsy para esta noche —dijo en tono animado.
Tomaría un baño y se pondría un traje nuevo. Aquel día
tenía que mantenerse alerta en todo momento, escuchar a todo
el mundo y decidir finalmente según lo que le dictara su
propio juicio. Uno tiene que actuar en un caso de emergencia.
Al ver su imagen reflejada en el espejo, se detuvo. Si
cometía un error, ¿sería capaz de ocultárselo a Allin? Si nunca
recuperaban a Betsy, si la niña…, desaparecía, o si
encontraban su cuerpecillo en alguna parte.
Aquello era lo que habían sentido tantos otros padres,
aquella mezcla de angustia y de debilidad. Si no pagaba el
rescate y ocurría eso, ¿podría ocultárselo a Allin, o decirle que
él tenía la culpa? Ambas cosas eran imposibles. Decidió que
debería limitarse a pasar de una cosa a la siguiente. Lo primero
que debía hacer era esforzarse para no perder la esperanza. Se
vistió y regresó al dormitorio. Bruce se estaba vistiendo allí,
pero Allin seguía tendida en la cama, la cabeza hundida en las
almohadas, pálida y exhausta. Se inclinó hacia ella y la besó.
—Haré que te suban el desayuno —le dijo—. Primero voy
a ver a mi padre. Si se recibe algún mensaje, estaré allí…
Luego iré al banco.
Ella asintió, le miró y cerró los ojos. Kent se quedó un rato
mirando el atormentado rostro de su mujer, cuyos nervios se
estremecían bajo la inmovilidad de sus facciones.
—No puedes derrumbarte todavía —le dijo con firmeza—.
La crisis está aún por llegar.
—Lo sé —susurró ella, y se irguió en la cama—. ¡No
puedo estar aquí acostada! —exclamó—. ¡Es como estar
tendida en un lecho de espadas, sometida a tortura! Iré abajo,
Kent, con Bruce.
Corrió al baño y, al instante, Kent oyó el ruido de la ducha
a toda potencia, pero no podía esperar.
—Baja con tu madre, hijo —le pidió al muchacho, y se
marchó solo.

—Si pudieras prestarme hoy treinta mil —le dijo a su padre—,


te los devolvería en cuanto venda unas acciones.
—No me importa cuándo lo devuelvas —dijo su padre,
irritado—. ¡Dios mío, Kent, no se trata de eso! Es sólo que…
No es asunto mío, naturalmente, pero, ¡treinta mil en metálico!
Te preguntaría ¡qué diablos has estado haciendo!, pero no lo
haré.
Aquella mañana, mientras desayunaba y leía el periódico,
Kent había decidido que, si podía ocultar lo sucedido a los
periódicos, no había motivo para que no se lo ocultara también
a sus padres. Buscó la página de anuncios personales. Allí
estaba su respuesta a aquellos bribones. ¡Bien, no iba a hacerlo
a menos que fuera lo mejor para Betsy! Y, entre tanto, silencio.
Rose entró en el comedor, con un plato de tostadas, y Kent
le dijo ásperamente:
—Diles a todos que vengan aquí antes de que baje la
señora.
Entraron todos los sirvientes, alicaídos y cabizbajos,
mirándole atemorizados.
—¡Oh, señor! —exclamó Mollie histéricamente.
—¡Por favor! —replicó él, lanzándole una mirada.
Tal vez el hombre de gris debería verla, pero la noche
anterior había desconfiado de Peter, el cual le parecía ahora un
perro fiel e incapaz de ninguna maldad.
—Sólo quería agradeceros que me hayáis obedecido hasta
ahora —dijo con voz cansada—. Si logramos que lo ocurrido
no salga en los periódicos, quizá podamos recuperar a Betsy.
Por lo menos, es nuestra única esperanza. Si seguís guardando
silencio y nadie se entera hasta que conozcamos…, el
desenlace, os daré a cada uno cien dólares como prueba de mi
gratitud.
—Gracias, señor —dijeron Sarah y Rose, mientras Mollie
se limitaba a sollozar.
—Yo no quiero cien dolare, zeñó Crothers. Lo único que
quiero e que vuelva la niña.
Kent le estrechó la mano. ¿Cómo podía haber desconfiado
de Peter?
—Es lo que quiero yo también, Peter —le dijo con
vehemencia.
¡Qué extraños le resultaban el temblor y la emoción que
había experimentado!
Ahora, bajo la mirada penetrante de su padre, mantuvo la
serenidad.
—Sé que parece escandaloso, padre, pero tan sólo te pido
que confíes en mí durante unos días.
—Confío en que no estés especulando. No es momento
para eso, el mercado está loco.
Kent pensó sombríamente que su padre tenía razón.
Aquella era la clase de especulación más alocada… Especular
con la vida de su propia hija.
—Desde luego, no es una especulación ordinaria —le dijo
—. Pero no te preocupes, ya llegaré a un acuerdo con el banco.
Hipotecaré la casa.
—¡Qué tontería! —replicó su padre, al tiempo que sacaba
su talonario de cheques y empezaba a escribir—. No voy a
permitir que corra por ahí la noticia de que mi hijo ha tenido
que hipotecar su casa.
—Gracias —dijo Kent secamente.
¡Ahora al banco!

El tiempo se le fue en gestiones. Era sorprendente lo rápido


que pasaban las horas. Antes de que se diera cuenta ya era
mediodía, y una hora después tenía que ponerse en camino
hacia la fonda. Fue a casa y encontró a Allin en el porche, bajo
el sol, con un libro en las manos, mientras Bruce jugaba en el
jardín con su camión rojo. Cualquiera que pasara por allí, no
habría podido imaginar la tragedia que vivían aquellas
personas.
—¿Lo tienes? —le preguntó Allin.
Él se llevó la mano al bolsillo del pecho.
—Todo preparado —respondió.
Comieron en silencio, escuchando la cháchara de Bruce.
Allin no probó bocado y él muy poco, pero agradeció la
presencia de su mujer junto a él, para mantener la apariencia,
al menos externa, de un día normal.
—¡Buena chica! —le dijo, interrumpiendo la conversación
de Bruce. Ella sonrió débilmente—. Gracias, no quiero más
café —le dijo a Rose—. Tengo que marcharme, Allin.
—Sí… Ojalá pudiera ir contigo, en vez de quedarme aquí
esperando.
—Lo sé —replicó él, y la besó.
Durante el día anterior la espera le había parecido
insoportable, pero ahora que se estaba acercando la tan ansiada
hora, se aferraba a la esperanza de la incertidumbre.
Se dirigió a la fonda en su coche, solo. Las carreteras bien
asfaltadas, las granjas de aspecto acogedor y los campos bien
cuidados no eran diferentes de los demás días. El día anterior
habría dicho que sería imposible que bajo tanta paz y
abundancia pudiera haber hombres tan malvados como para
arrebatar a una niña de su hogar y de sus padres por dinero.
No podía haber ningún otro motivo, pensó mientras
avanzaba siempre hacia el oeste. No tenía enemigos, por lo
menos ninguno que él conociera. Siempre había gente
descontenta, desde luego, que odiaban a todo aquel que
parecía tener éxito en la vida. También existía la posibilidad de
que su padre tuviera enemigos, porque era implacable con los
trabajadores haraganes. Recordó la firmeza con que mantenía
sus principios: «No puedo culpar a un hombre si ha nacido
idiota, pero incluso puedo culpar a un idiota por ser perezoso».
Tal vez uno de estos últimos había sido el autor del secuestro.
¡Ojalá no fuera un hombre con una mente pervertida!
Se dirigió al patio de la fonda y aparcó el vehículo. El
corazón le golpeaba en el pecho, pero, con toda naturalidad,
preguntó a una mujer que estaba en la puerta dónde se hallaba
el bar.
—A la derecha —respondió ella al instante.
Era sábado por la tarde y había muchos clientes. La mujer
ni siquiera le miró antes de que se alejara.
Nada más cruzar la puerta del bar vio al hombre. Estaba al
final de la barra; era menudo, insignificante, vestido con un
traje gris y una camisa de rayas azules. La corbata también era
azul, lo mismo que el pañuelo que sobresalía del bolsillo. Kent
se aproximó a él lentamente.
—Whisky con soda, por favor —le pidió al camarero.
Todas las mesas estaban ocupadas, y la gente bebía y
hablaba ruidosamente. Se volvió al hombre de gris y le sonrió.
—No es muy corriente encontrar un bar así en una fonda
de pueblo.
—Desde luego —convino el hombrecillo. Su tono era
amable y brioso, y tenía ante sí un vaso alto que contenía un
líquido claro; lo apuró y le dijo al camarero—: Otro de lo
mismo. Esto se llama «Placer de la lavandera londinense» —le
explicó a Kent.
Era difícil imaginar que aquel hombre de cara enjuta
tuviera alguna importancia.
—¿Va usted en mi dirección? —le preguntó Kent de
pronto.
—Si puede llevarme… —replicó el hombrecillo.
Los latidos del corazón de Kent se serenaron. Entonces,
aquel hombre le conocía. Asintió, pagaron las bebidas y se
dirigieron al coche.
—Vaya hacia el norte hasta encontrar una carretera
comarcal —le dijo el hombre con una súbita vehemencia.
Toda su placidez había desaparecido. Se sentó al lado de Kent,
con los brazos cruzados—. Dígame exactamente lo que ha
sucedido, señor Crothers.
Y Kent se lo dijo mientras avanzaban.
Agradecía la frialdad de aquel hombre, la desconfianza de
todo y de cualquiera. Era como un sabueso en una persecución
a vida o muerte. Gracias a su frialdad, Kent podía hablarle sin
temor a perder los nervios.
—No sé cómo se llama usted —dijo Kent.
—Eso no importa. Me han asignado el trabajo.
—Como le iba diciendo, no tenemos enemigos… Por lo
menos, ninguno que yo conozca.
—Uno siempre tiene enemigos —murmuró el hombrecillo.
—No me parece probable que un gángster…
—No, los gangsters no se dedican a secuestrar niños.
Adultos, sí, pero no se arriesgan con los niños, en primer lugar
porque es demasiado peligroso. El secuestro de niños es lo
más peligroso que hay en el mundo del crimen, y los
delincuentes listos lo saben. Siempre lo hace algún bribón de
poca monta… Él y un par de amigos, como mucho.
—¿Por qué es peligroso? —inquirió Kent.
—Siempre los cogen —dijo el hombrecillo, encogiéndose
de hombros—. ¡Siempre!
Había algo tan tranquilizador en aquel hombre extraño y
agudo que Kent le dijo de improviso:
—Mi esposa quiere que paguemos el rescate. Supongo que
eso le parecerá un error, ¿verdad?
—Me parece absolutamente correcto —dijo el hombre—.
¡Perfecto! Mire, señor Crothers, nosotros no somos magos. De
alguna manera hemos de establecer contactos. Sólo conozco
dos casos en los que no se resolvió nada, y en ambos los
padres se negaron a pagar, de modo que no conseguimos
ningún indicio.
—¿Mataron a los niños? —preguntó Kent, y apretó los
labios.
—¿Quién sabe? —replicó el hombrecillo, encogiéndose
nuevamente de hombros—. En fin, uno de ellos apareció
muerto, y del otro nunca más se supo.
Kent pensó que la muerte podría ser un consuelo.
Preferiría muchísimo más tener entre sus brazos el cuerpecillo
sin vida de Betsy que ignorar para siempre lo que había
sucedido…
—Dígame lo que debo hacer y lo haré.
El policía encendió un cigarrillo.
—Siga actuando como si no nos hubiera dicho nada. Pague
el rescate y, naturalmente, anote los números de los billetes, al
margen de lo que diga esa carta. ¿Cómo van a enterarse? Pero
páguelo…, y haga lo que le indiquen a continuación. Puede
llamarme a este número. —Se sacó un papel del bolsillo de la
chaqueta y lo introdujo en el bolsillo de Kent—. Quizá debo
decirle que vamos a intervenir su teléfono.
—Haga lo que le parezca.
—¡Eso es todo lo que necesito! —exclamó el hombrecillo
—. Ésas son nuestras órdenes: hacer lo que quieren los padres.
Es usted una persona juiciosa. Una vez conocí a un tipo que
iba por ahí con una escopeta para mantener alejada a la
policía. Quería arreglar las cosas por sí mismo.
—¿Recuperó a su hijo?
—No…, y, además, pagó el rescate. Eso de pagar es
correcto, porque así es el modo en que los cazamos. Pero aquel
tipo anduvo por la vecindad haciendo ruido y tratando de
establecer su propia ley. No tuvimos ninguna oportunidad.
Kent pensó en algo más.
—No quiero ahorrar nada, ni dinero ni problemas. Pagaré
lo que sea, naturalmente.
—Sí, claro —dijo el hombre—. Bueno, creo que eso es
todo. Puede dejarme cerca de la fonda. Entraré a tomar otro
trago.
Volvió a sumirse en su placentero amodorramiento, y
Kent, en silencio, regresó al pueblo.
—Hasta la vista —dijo el policía cuando llegaron—, y
buena suerte.
Bajó del coche y desapareció en dirección al bar.
El sol empezaba a ponerse cuando Kent emprendió el
camino de regreso a su casa. Pensó en lo poco que podría
contarle a Allin, nada en realidad, excepto que el hombre de
gris le había gustado y confiaba en él. No, era mucho más que
eso: aquel individuo representaba algo mucho mayor que él,
todo el poder del gobierno organizado contra delitos como el
secuestro de criaturas inocentes, y eso era algo que procuraba
consuelo. Detrás de aquel hombre estaba la policía de la
nación, todos con él, Kent Crothers, ayudándole a encontrar a
su hija.
Cuando llegó a casa, Allin estaba en la sala, esperándole.
—La verdad es que no ha dicho nada, querida —dijo Kent,
besándola—, salvo que tienes razón con respecto al rescate.
Tenemos que pagarlo. Sin embargo, es un hombre
extraordinario. Tengo la sensación de que…, si vive todavía, la
recuperaremos. Ese individuo transmite confianza. —No dejó
que Allin diera rienda suelta a su aflicción, aunque notó que
temblaba contra él. En un tono muy pragmático, añadió—:
Tenemos que registrar esos billetes de banco, Allin.
Y entonces, mientras estaban en su dormitorio registrando
los billetes, él siguió insistiendo en que lo que hacían era
correcto.

A la una menos cuarto, Kent avanzaba en su coche,


traqueteando por el camino con carriladas, en dirección al
cruce. Conocía todas las curvas de aquel camino, pues muchas
veces, de muchacho, lo había recorrido a pie. Pero aquel
muchacho que disfrutaba de unas vacaciones, no tenía nada
que ver con el hombre angustiado y acosado que aquella noche
pasaba por allí.
Se detuvo cerca del roble muerto, cogió la caja de cartón
en la que él y Allin habían colocado el dinero y bajó del coche.
La noche era muy oscura y no se oía ningún sonido, pero Kent
sabía que en algún lugar, no lejos de allí, estaban los hombres
en cuyo poder se encontraba su hija.
Aguzó el oído, súbitamente convencido, como le había
sucedido la noche anterior, de que la oiría llorar. Tal vez en
aquellos mismos momentos la niña estaba en el viejo molino.
Pero no se oía absolutamente nada. Se agachó y dejó la caja al
pie del árbol. Al hacer esto, tropezó con un cordel que había
un palmo por encima del suelo. ¿Qué era aquello? Lo siguió
con las manos: rodeaba el árbol…, era un trozo de cordel
corriente, y luego continuaba hasta perderse debajo de una
piedra, donde no estaba solo, pues había también un trozo de
papel. Kent lo cogió, y a la luz del encendedor leyó la torpe
caligrafía:

Si todo resulta como le hemos dicho que


hiciera, mañana, a las doce de la noche, vaya a la
casa de su jardinero. Allí llevaremos a la niña. Si
nos engaña, la recibirá muerta.

La luz se esfumó. ¡La recibirá muerta! Todo dependía de lo


que hiciera. Y tenía que hacerlo solo. No volvería a casa junto
a Allin hasta haber decidido cada paso.
Subió al coche y se alejó rápidamente de allí. Si no
llamaba al hombre de gris, Betsy podría estar viva en casa de
Peter. Si llamaba, y no la encontraban, también podría estar
viva. Pero si el hombre husmeaba y los secuestradores se
daban cuenta, la niña moriría.
Sabía lo que le diría Allin: «¡Que vuelva a casa, Kent, nada
más! Primero tenemos que pensar en nosotros». Sí, tenía
razón. No diría nada; en cualquier caso, daría una oportunidad
a los secuestradores. Si la niña estaba a salvo, eso justificaría
cualquier cosa que hiciera. Si la mataban…
Entonces recordó que había algo en aquel hombre que le
transmitía valor y tranquilidad. Sólo él parecía totalmente
seguro de lo que era mejor. Y, además, estaban todos aquellos
padres que habían tratado de resolver las cosas por sí solos,
cuyos hijos nunca habían regresado. No, sería mejor que
hiciera lo que sabía que debería hacer.
Entró en la casa con pasos pesados. Allin estaba acostada,
con los ojos cerrados.
—Cariño —le dijo él suavemente.
Ella abrió los ojos al instante y se irguió. Kent le dio el
papel y se sentó en la cama. Allin leyó la nota y luego le miró
acongojada.
—¡Veinticuatro horas más! —susurró—. No puedo
soportarlo, Kent.
—Sí que puedes —replicó él ásperamente—. Lo harás
porque no hay otro remedio. —Pensó que no permitiría que se
derrumbara justamente ahora, aunque tuviera que azotarla—.
Tenemos que esperar, no podemos hacer nada más. ¿Qué otra
alternativa hay? ¿Decírselo a Mike O’Brien? ¿Dejar que los
periódicos se enteren y lo echen todo a perder?
Ella meneó la cabeza.
—No.
Kent se levantó. Ansiaba estrecharla entre sus brazos, pero
no se atrevió a hacerlo. Cuando todo terminara, le diría lo que
había pensado de ella, lo maravillosa que era, lo valiente y
animosa…, pero ahora no podía hacerlo. Era mejor para los
dos mantenerse alejados de todo lo que pudiera hacer que sus
fuerzas flaqueasen.
—Levántate —le ordenó—. Vamos a comer algo. No he
tomado ni un solo bocado en todo el día.
Le haría bien salir de su postración y ocuparse en algo.
Tampoco ella había comido nada.
—De acuerdo, Kent —le dijo—. Me lavaré la cara con
agua fría y bajaré.
—Te estaré esperando.
Esto le dio la oportunidad de hacer lo que había
decidido… ¡Claro que la aprovecharía! Ahora los criminales
tenían su dinero, y era el momento de hacer intervenir a aquel
extraño hombrecillo. Marcó el número que éste había
deslizado en su bolsillo y, casi al instante, escuchó aquella voz
que pronunciaba lenta y pausadamente las palabras.
—¿Diga?
—Soy Kent Crothers. ¡He recibido esa invitación!
—¿Ah, sí? —El tono de voz se hizo súbitamente alerta.
—¡Mañana a las doce!
—¿Sí? ¿Dónde? Será por la noche, claro. Eso siempre se
hace a media noche.
—En la casa de mi jardinero.
—Muy bien, señor Crothers. Siga adelante como si no nos
hubiera dicho nada.
La comunicación se cortó. Kent permaneció unos instantes
escuchando, pero no oyó nada más. Todo parecía exactamente
igual que antes, pero no era lo mismo. Alguien, en alguna
parte, había manipulado el cable telefónico. Alguien
escuchaba todo lo que se decía por teléfono en aquella casa.
Era siniestro y, no obstante, tranquilizador… Siniestro si uno
era el criminal.
Oyó los pasos de Allin bajando por la escalera y fue a su
encuentro.
—Tengo una corazonada —le dijo, sonriente.
—¿Cuál? —Ella trató de devolverle la sonrisa.
Kent la acompañó al comedor.
—Vamos a ganar —le dijo.
Si aún estaba viva, añadió para sí, si no le había ocurrido
nada a aquel tesoro de su vida. Entonces, apartó resueltamente
el recuerdo de la carita de Betsy.
—Voy a comer, y tú también vas a hacerlo. Mañana les
derrotaremos.
Pero la espera hasta el día siguiente casi les derrotó. El
tiempo parecía inmóvil, no había manera de hacer que pasara.
Intentaron llenarlo con una docena de pequeñas ocupaciones
domésticas. Por suerte era domingo, y a ello se sumaba la
afortunada circunstancia de que la madre de Kent estaba
resfriada y les había telefoneado para decirles que no irían a
hacerles su habitual visita.
Permanecieron juntos, el matrimonio y el pequeño Bruce.
A media tarde, Kent ya no tenía nada que hacer, había
realizado todas las tareas hogareñas pospuestas a lo largo del
año, y todavía quedaban horas de espera. Jugaron con Bruce y
luego le dieron la cena y le acostaron. Entonces volvieron al
dormitorio, dejando de nuevo la puerta abierta para ver a
Bruce en su cuarto, y se pusieron a leer.
Alguna vez, cuando todas aquellas horas hubieran pasado,
Kent tendría que pensar otra vez en muchas cosas. Pero ahora
todo eso tendría que esperar hasta que, a medianoche, aquella
pesadilla finalizara. Sus pensamientos no podían pasar de ese
límite.
Se levantó a las once.
—Ya me voy —le dijo a su esposa, y se inclinó para
besarla.
Ella se le aferró, pero se separaron de inmediato. Ambos
sabían que no era el momento de ceder.
Condujo su coche lo más silenciosamente posible y lo dejó
en el extremo de la calle, a seis manzanas de distancia.
Entonces echó a andar, pasó ante unas casitas destartaladas y
dos solares vacíos, hasta llegar a la puerta desvencijada de la
verja que circundaba el terreno de Peter. La casa estaba a
oscuras. Kent fue a la entrada y llamó suavemente. Oyó que
Peter musitaba:
—¿Quién e?
—Déjame entrar, Peter —dijo en voz baja. La puerta se
abrió—. Soy yo, Peter…, Kent Crothers. Déjame pasar, van a
traer a la niña aquí.
—¿A mi caza? Déjeme que encienda la luz.
—No, Peter, no enciendas la luz. Voy a quedarme aquí
sentado, en la oscuridad, pero no cierres la puerta, ¿eh? Me
sentaré al lado de la puerta. ¿Dónde hay una silla?
—Estaba temblando y tropezó con la silla que Peter le
había adelantado.
—¿No quiere tomar un trago, zeñó Crothers? Tengo un
licó de maí.
—Gracias, Peter.
Oyó los pasos del jardinero que se alejaban, y poco
después el viejo volvió y le puso una taza de hojalata en la
mano. Kent engulló el líquido, que tenía un fuerte tufo y le
produjo una sensación de ardor en la garganta, como si se
hubiese tragado una llama, pero al instante se sintió
reconfortado. La voz de Peter era un susurro espectral en la
oscuridad:
—¿Puedo hacer algo por uzté, zeñó Crothers?
—Nada en absoluto. Sólo podemos esperar.
—Entonce ezperaré aquí. Mi mujé eztá durmiendo y
tendremo una dizcuzión zi vuelvo a la cama y la dezpierto.
—Quédate si quieres, pero no debemos hablar.
—No, zeñó.
La angustia de aquella espera era el punto culminante en la
larga angustia que había sido toda la jornada. Permanecer
inmóvil, aguzando el oído, sin saber nada, preguntándose…
Supongamos que algo le ocurría al hombre de gris, que la
policía husmeaba y asustaban al hombre que habría de traer a
Betsy. Supongamos que seguían ahí esperando hasta el alba,
mientras Allin esperaba en casa.
El interminable día no había sido nada en comparación con
aquellos momentos. Kent pasó revista a toda su vida y
reflexionó en el horror de la situación monstruosa en que
ahora se encontraban Allin y él. ¿Vivían en un país libre?
Nadie era libre cuando uno tenía los labios sellados ante el
crimen, cuando no se atrevía a hablar por temor a que
asesinaran a su hija. Si Betsy estaba muerta, si no se la
devolvían, nunca le diría a Allin que había telefoneado al
hombre de gris. Todavía estaba contento de haberlo hecho.
Después de todo, eran personas respetables a merced de…,
pero si Betsy estaba muerta, ¡preferiría haberse matado antes
que ponerse en contacto con aquel individuo!
Permaneció sentado, apretándose tanto las manos que se
volvieron exangües e insensibles. No tardaría en sentir
calambres, pero no podía moverse. Alguien pasó por la calle
cantando a voz en grito.
—E un borracho —susurró Peter.
Kent no respondió. La calle quedó nuevamente en silencio.
Entonces, en la oscuridad —le pareció que habían transcurrido
horas después de medianoche— oyó el ruido de un coche que
se acercaba y se detenía ante la puerta de la verja. La puerta se
abrió con un crujido y luego se cerró, al tiempo que el coche
se alejaba.
—Guíame para bajar los escalones —le pidió Kent a Peter.
Era la noche más negra que había visto jamás, pero al salir
de la casa vio que brillaban las estrellas. Peter le cogió del
brazo para conducirlo por el camino. Al llegar a la puerta, se
agachó.
—Aquí etá la niña.
Tambaleante y aturdido, Kent tomó en sus brazos a la
pequeña, fláccida y pesada.
—Está caliente —murmuró—. Por lo menos está caliente.
La llevó a la casa y Peter encendió una vela y la alzó. Era
ella, su Betsy, con el vestido blanco sucio y abrigada con un
jersey de hombre. Respiraba pesadamente.
—Parece que la han drogao con algo —susurró Peter.
—He de llevarla a casa —dijo Kent con frenesí—.
Ayúdame a ir al coche, Peter.
—Zí, zeñó.
El viejo apagó la vela, cogió a Kent del brazo y empezaron
a caminar en silencio por la calle. Kent estaba bajo los efectos
de la tensión acumulada, y su único pensamiento era la idea
fija de llegar a casa. En cuanto Betsy estuviera allí, él…, él…
—¿Quiere que le lleve yo el coche, zeñó? —le preguntó
Peter.
—Yo… Sí, quizá será mejor que conduzcas tú.
Subió al vehículo con la niña, cuya flaccidez le causaba
aprensión. ¡Gracias a Dios que podía oírla respirar! Dentro de
unos minutos, Betsy estaría en los brazos de su madre.
—No te quedes, Peter.
—No, zeñó.
Allin estaba en la puerta, esperando. La abrió y, sin mediar
palabra tendió los brazos para coger a la niña. Cerró la puerta
tras ellos.
Kent sintió un acceso de náusea.
—Iba a decírtelo —dijo jadeante—. No sabía si decírtelo o
no…
Las piernas le flaquearon y sintió que no podía sostenerse
en pie.
Allin era un milagro, una mujer maravillosa, fuerte como
una roca. Aquel ser tan tierno que había soportado la tortura de
aquellos días, estaba junto a su cama cuando él despertó al día
siguiente. Sonreía, y sólo estaba un poco pálida.
—El médico dice que no puedes ir a trabajar, querido.
—¿El médico? —repitió él.
—Le llamé anoche, para que os viera a los dos…, a ti y a
Betsy. No se lo contará a nadie.
—Estaba fuera de mí —dijo él, aturdido—. ¿Dónde está la
niña? ¿Cómo…?
—Se pondrá perfectamente bien —le interrumpió Allin.
—No, pero… ¡No me dices la verdad!
—Tú mismo puedes entrar en su cuarto y verla.
Él se levantó, tambaleándose un poco. Era curioso que las
piernas le hubieran flaqueado tanto la noche anterior; aún las
notaba debilitadas.
Entraron en el cuarto de los niños, y allí estaba la pequeña,
tendida en su cama. Ahora dormía con más naturalidad, y en
su rostro no había más señal que una ligera palidez.
—Ni siquiera recordará lo ocurrido —dijo Allin—. Me
alegro de que no se llevaran a Bruce.
Él no respondió. No podía pensar…, ahora no había que
pensar en nada.
—Vuelve a la cama, Kent, te subiré el desayuno. Bruce
está tomando algo abajo.
Kent se acostó de nuevo, avergonzado por su debilidad.
—Estaré bien después de tomar un café. Entonces quizá
me levante.
Pero permanecer en cama era una delicia, y se sentía
profundamente agradecido por ello… Por todo. Pero mientras
viviera, despertaría por las noches empapado en el sudor
producido por el recuerdo de aquella pesadilla.
Sonó el teléfono de la mesita de noche y lo cogió.
—¿Diga?
—Hola, señor Crothers —respondió una voz. Era el
hombre de gris—. ¿Sufrió algún daño la niña?
—¡No! —exclamó Kent—. ¡Está perfectamente!
—Me alegro. Bueno, sólo quería decirle que anoche
capturamos al tipo.
—¡Lo han capturado! —Kent se levantó sobresaltado—.
¡Pero… pero eso es extraordinario!
—Establecimos un cordón policial en un perímetro de
varias manzanas y le cogimos. También recuperará usted su
dinero.
—Eso…, eso no importa ahora. ¿Quién era el
secuestrador?
—Un individuo llamado Harry Brown… Un joven que
trabaja en una farmacia.
—¡Nunca oí ese nombre!
—No dice que usted no le conoce, pero su padre y el de
usted fueron juntos a la escuela, y está enterado de muchas
cosas. Supongo que su padre es un pobretón y sintió envidia
del suyo. Probablemente todo se reduce a eso. Según dice ese
tipo, creía que usted le debía algo. No está en sus cabales,
claro. Bueno, ha sido un caso fácil. Ese hombre no era listo y,
además, estaba muy asustado. Se ha portado usted muy
juiciosamente. La mayoría de la gente echa a perder sus
oportunidades actuando por su cuenta. Hasta la vista, señor
Crothers. Me alegro de que todo esté solucionado.
Eso era todo, y la comunicación terminó. Era algo
increíble, imposible. Kent paseó la mirada por la habitación
familiar. ¿Todo aquello había sucedido de verdad? Sí, había
ocurrido y ya pertenecía al pasado. Era uno de esos casos de
secuestro que suceden en este país desquiciado, y de los que
no se sabe nada hasta que han concluido y los delincuentes
están arrestados.
Allin estaba en el umbral de la puerta con una bandeja en
las manos. Tras ella entró Bruce, preparado para ir a la
escuela. Ella habló en un tono tan natural que Kent apenas
pudo percibir el temblor de su voz:
—¿Qué te parece si hoy Peter acompaña a Bruce a la
escuela?
Su mirada le suplicaba una decisión. ¿Deberían proteger
especialmente al niño después de lo ocurrido?
Entonces Kent pensó en algo que le había dicho el
indómito hombre de gris, aquella persona cuyo nombre no
sabría, uno más entre todos los demás hombres que intentaban
hacer cumplir la ley en la nación. Aquel día, en el coche, el
hombrecillo le dijo: «Somos un pueblo sin ley. Si hiciéramos
una ley contra el pago de rescates, nadie la obedecería más de
lo que obedecieron la Prohibición. No, cuando a los
norteamericanos no les gusta una ley, dejan de cumplirla. Y
por eso, seguiremos teniendo secuestradores. Es el precio que
hay que pagar por la democracia».
Sí, ése era el precio. Todo el mundo pagaba, incluso él y
Allin, la niña que habían estado a punto de perder, aquel
muchacho encerrado en la cárcel.
—Bruce tiene que vivir en su propio país —dijo al fin—.
Supongo que puedes ir solo a la escuela, ¿verdad, hijo?
—Claro que sí —dijo con firmeza el muchacho.
UN PASAJE PARA BENARÉS

T. S. Stribling

Anthony Boucher escribió una vez acerca de T.


S. Stribling, el premio Pulitzer creador de Henry
Poggioli, que «es el único escritor de relatos
policiacos que ha logrado considerar a su
detective con una objetividad absoluta. Jamás
ningún sabueso ha sido retratado con una
exactitud tan implacable como Henry Poggioli, ni
representado tan hábilmente con esa mezcla de
mezquindad y sublimidad que es el ser humano».
Un pasaje para Benarés es un relato peculiar y
sorprendente de Poggioli, por una razón que se
revelará en su momento culminante, un final que,
con toda justicia, se ha calificado como
«absolutamente fulminante».

Eran las cinco y media de la madrugada en Port of Spain, isla


de Trinidad, y el señor Henry Poggioli, el psicólogo
norteamericano, se movió con inquietud y tuvo conciencia de
un intenso dolor de cabeza, abrió los ojos, se quedó un
momento perplejo y, lentamente, reconstruyó su entorno.
Reconoció la cúpula del templo hindú que veía en la
penumbra, por encima de él; la esterilla de yute en la que
estaba tendido y la imagen borrosa de Krishna sentado con las
piernas cruzadas en el altar. El norteamericano tuvo la vaga
impresión de que la figura no había estado sentada así en el
altar durante toda la noche… Sin duda, era un sueño, pues
tenía un débil recuerdo de pesadillas extravagantes. El
psicólogo dejó que esa idea se desvaneciera mientras se
levantaba poco a poco de la esterilla de dormir que el cicerone
había extendido para él la noche anterior.
En el templo circular todo seguía sumido en sombras
profundas, pero la luz grisácea del alba llenaba el arco de la
entrada. El hombre blanco se dirigió hacia la puerta con
cuidado, procurando no mover su dolorida cabeza. A poca
distancia creyó ver otro durmiente, un mendigo culi tendido en
una estera, y le pareció que había otro más lejos. Al cruzar la
puerta, la frescura de la mañana tropical le acarició el rostro
como los dedos fríos de una mujer. Los pájaros kiskadee
piaban en las palmas y en los árboles samán, y se oía el rumor
del rocío goteante. No lejos del templo, una mujer culi estaba
de pie en un extremo de una especie de sube y baja que tenía
una gran piedra adosada en el otro extremo; su movimiento
hacía que la piedra bajase y aplastara el arroz colocado en un
mortero.
Poggioli la contempló un momento y luego se palpó el
bolsillo en busca de la llave con la que abriría la puerta del
jardín de su amigo Lowe. La encontró y subió por la Vía
Tragarette hasta el lugar donde el escuálido pueblo caribeño
cedía el paso a los altos muros de los jardines y los arbustos
ornamentales del suburbio inglés de Port of Spain. El aire
fresco le despejó y caminó con más rapidez, hasta llegar a una
entrada sin cerrar en uno de los muros. Una sonrisa afloró a
sus labios mientras entraba, y su buen humor fue en aumento a
medida que recorría el césped hasta llegar a una casa de piedra
que tenía una ventana baja, todavía abierta. Aquella era su
habitación. Apoyó las manos en el alféizar, tomó impulso y
saltó al interior, lo cual le produjo una última punzada de
dolor. Pero él no hizo caso y empezó a desnudarse para la
ducha matinal.
El señor Poggioli estaba bastante satisfecho de esta hazaña,
aunque no había promovido el experimento que le indujo a
dormir en el templo. Ocurrió de la siguiente manera. La noche
anterior, el norteamericano y su anfitrión en Port of Spain, un
tal señor Lowe, empleado de banco, vieron que un desfile de
bodas entraba en el mismo templo en el que Poggioli acababa
de pasar la noche. Contemplaron a los músicos de piel morena
y con túnicas blancas que aporreaban sus tambores y hacían
sonar las gaitas con los carrillos hinchados. Detrás de ellos
marchaba una procesión de culíes. La novia era una chiquilla
de piel color crema que llevaba un peto de monedas de oro
eslabonadas sobre su seno infantil, mientras que ajorcas y
brazaletes casi le cubrían brazos y piernas. El novio, un culi
alto y moreno, era el único hombre en el desfile vestido con
ropas europeas, y, curiosamente, iba ataviado con un completo
traje de ceremonia. Ante la incongruencia de aquel
espectáculo, Poggioli se echó a reír, pero Lowe le tocó el
brazo y dijo en voz baja:
—No lo tome a mal, hombre, pero me haría un favor si no
se riera.
Poggioli se puso serio.
—Desde luego, pero, ¿cómo es eso?
—El novio, Boodman Lal, posee una de las mejores
tiendas de objetos de arte en la ciudad y tiene cuenta corriente
en mi banco. El quinto hombre del desfile, el esqueleto que
lleva la kapra amarilla, es el viejo Hira Dass, cuya fortuna se
calcula en un millón de libras esterlinas.
El respeto norteamericano hacia el dinero hizo que el
psicólogo se pusiera bastante serio. Lowe siguió diciendo:
—Hira Dass levantó este templo y casa de descanso, donde
se ofrece arroz y té a todo viajero que lo visite de noche.
Ayudar a los peregrinos mendicantes que recorren los
diferentes templos es una costumbre india. Un indio rico
construye un templo y una casa de descanso igual que los
millonarios americanos erigen bibliotecas.
El norteamericano asintió de nuevo, mientras contemplaba
al viejo enfundado en la túnica de seda amarilla. Y, en aquel
mismo momento, Poggioli tuvo la extraña impresión que le
llevó a emprender su aventura nocturna.
Cuando el desfile de bodas entró en el templo, la áspera
música se detuvo bruscamente. Entonces, mientras la fila de
culíes con túnica desaparecía en el oscuro interior, el psicólogo
tuvo la extraña sensación de que el desfile había sido engullido
y ya no existía. El extravagante edificio rojo y dorado brillaba
bajo el sol, era una realidad patente, mientras que sus devotos
se habían diluido en la nada.
La impresión era tan peculiar y sorprendente que Poggioli
parpadeó y se preguntó cuál podría ser la causa. De algún
modo, el templo le había sugerido la teoría hindú del nirvana.
¿Era posible que el arquitecto hindú hubiera plasmado cierta
asociación de ideas entre la doctrina de la extinción y las
curvas, los planos y colores que brillaban ante él? ¿Lo había
hecho por contraste o símil? El hecho de que Poggioli fuese
psicólogo hacía que el problema le resultara tanto más
intrigante: la influencia psicológica de la arquitectura. Tenía
que haber algún razonamiento detrás de aquello. Se le ocurrió
una idea para buscar la solución del problema. Se volvió hacia
su amigo y le preguntó con vehemencia:
—Dígame, Lowe: ¿qué le parece si pasamos la noche en el
templo de Hira Dass?
El otro le miró sorprendido.
—¿Para qué?
—Simplemente para pasar la noche ahí. He tenido una
impresión…
—Por favor, amigo mío. ¡Nadie ha pasado jamás toda la
noche en un templo culi! ¡Eso es algo que no se hace!
El norteamericano insistió un poco más.
—Usted y yo pasamos una noche estupenda a bordo del
Trevemore cuando nos conocimos.
—Eso fue por necesidad —dijo el empleado de banco—.
No quedaba ningún camarote de primera clase en el
Trevemore, así que tuvimos que viajar en cubierta.
Él psicólogo renunció entonces a sus esfuerzos para tener
compañía. Aquella noche salió sigilosamente de la casa de
Lowe, regresó al grotesco templo, entró y le dieron una taza de
té, un plato de arroz y una esterilla para dormir. El
investigador sólo obtuvo otra impresión, y fue una serie de
sueños fantásticos y llenos de color, de los que no recordaba
detalle alguno. Luego, se despertó con un fuerte dolor de
cabeza y regresó a casa.
El señor Poggioli terminó de vestirse y, al cabo de unos
minutos, sonó la campanilla del desayuno. Se dirigió al
comedor y encontró al empleado de banca que desplegaba las
páginas húmedas del Inquirer de Port of Spain. Era un
periódico de estilo inglés, con unas columnas pequeñas y
macizas, sin titulares que llamaran la atención. Poggioli le
echó un vistazo y se preguntó vagamente si en Trinidad nunca
ocurría nada que valiera la pena destacar.
Ram Jon, el sirviente hindú de Lowe, entró en la sala con
el desayuno: naranjas peladas, té, tostadas y una chirimoya
flanqueada por medio limón para rociarla con el zumo.
—La libra esterlina ha avanzado un punto —dijo
monótonamente Lowe, sin alzar la vista del periódico.
—Llegará a la par —comentó el norteamericano, con una
ligera sonrisa, preguntándose qué diría Lowe si le contaba lo
de su escapada.
—Nuestro gobernador general llegará a Trinidad el día
doce.
—Sin duda eso se merece un titular —dijo el psicólogo.
—No trate de corromperme con su amarilla prensa
americana —replicó sonriente el empleado de banco.
—Pues siga así si prefiere hacer un trabajo de
investigación cada mañana mientras desayuna.
El empleado de banco se rió de nuevo y siguió leyendo el
periódico. Al cabo de un rato dijo:
—Aquí tiene, otro culi mata a su mujer. Dígame, Poggioli,
como psicólogo, ¿por qué matarán los culíes a sus mujeres?
—Supongo que por diversas razones, o a lo mejor en este
caso no la mató. Sin duda, de vez en cuando es otra persona…
—¡De ninguna manera! Siempre es el marido, y en vez de
tener varias razones, no tienen ninguna en absoluto. ¡Dicen
que se les calienta la cabeza, y para enfriarla rebanan la de sus
esposas!
El psicólogo estaba vagamente divertido.
—Mire, Lowe, ustedes, los ingleses, son un pueblo de
ideas fijas. Usted cree de verdad que toda mujer culi asesinada
es una víctima del marido, el cual la mata sin ningún motivo.
—Creo que así es —asintió Lowe, alzando la vista del
periódico.
—Eso me confirma que ustedes, los ingleses, no sienten
verdadera simpatía por sus razas subordinadas. Ese podría ser
el motivo de la grandeza de su imperio. Su altivez, su falta de
simpatía… Al volverse automáticos se convierten en personas
dignas de toda confianza. ¡La idea de que toda mujer culi es
asesinada por su marido sin ningún motivo!
—Así es —repitió Lowe, con inglesa imperturbabilidad.
Sonó el timbre de la puerta del jardín e interrumpió la
conversación. Poco después, los dos hombres vieron a través
de la penumbra que Ram Jon entreabría la puerta del muro,
sólo unos centímetros, intercambiaba unas palabras con
alguien y recibía una carta. Regresó con ágiles y deslizantes
pasos.
Lowe recibió la nota a través de la ventana abierta y rasgó
el sobre. Eran dos notas y no una sola. El empleado miró los
papeles y empezó a leer con una creciente expresión de
asombro en el rostro.
—¿De qué se trata? —irrumpió Poggioli al fin.
—Es una carta de Hira Dass dirigida a Jeffries, el
vicepresidente de nuestro banco. Dice que han arrestado a su
sobrino Boodman Lal y quiere que Jeffries le ayude a
conseguir su libertad.
—¿Por qué le han detenido?
—Pues…, por asesinar a su esposa —dijo Lowe,
cariacontecido.
Poggioli le miró fijamente.
—¿No es el hombre que vimos ayer en el desfile?
—¡Sí que lo es, maldita sea! —exclamó Lowe,
súbitamente molesto—. Es un hombre juicioso y uno de
nuestros mejores clientes. —Se quedó mirando a su
compañero, con la carta en la mano, y de repente recordó algo
y lo aprovechó a la manera inglesa—: Eso demuestra que mi
afirmación es correcta, Poggioli… Un hombre que se ha
casado hace sólo seis u ocho horas y mata a su esposa. ¡Se
limitan a cometer uxoricidio sin ningún motivo especial, esos
canallas irracionales!
—¿Y la otra carta? —sondeó el americano, inclinándose
por encima de la mesa.
—Es de Jeffries. Dice que quiere que me ocupe de este
caso y consiga al mejor abogado de Trinidad para exonerar al
familiar del señor Hira Dass, y que hable con éste. —El
empleado introdujo de nuevo las cartas en el sobre—. Usted
tiene cierta experiencia en estas cosas. ¿Quiere acompañarme?
—Con mucho gusto.
Los dos hombres se levantaron al instante, se pusieron los
sombreros y se encaminaron de nuevo a la Vía Tragarette.
Mientras permanecían de pie bajo el calor creciente, en espera
del tranvía, a Poggioli se le ocurrió que los detalles del
asesinato debían de figurar en el periódico matutino. Cogió el
Inquirer de su amigo y empezó a revisar las columnas de texto
apretado. Por fin encontró un párrafo sin ningún titular:

Boodman Lal, sobrino del señor Hira Dass, ha


sido detenido a primera hora de esta mañana en su
domicilio de Perú, el suburbio antillano, por
presunto autor del asesinato de su esposa, con la
que se casó ayer en el templo hindú de Perú. El
cadáver fue hallado en dicho templo a las seis de la
mañana, y el asistente dio la alarma. La cabeza de
la señora Lal estaba totalmente separada del
cuerpo, y yacía ante el altar budista con su vestido
de novia. Todas sus joyas habían desaparecido.
Han sido detenidos cinco culíes mendigos que
dormían en el templo cuando se descubrió el
cuerpo. Afirmaron no saber nada del crimen, pero
al registrarles se le encontró a cada uno de ellos
una de las joyas de la joven desposada y una
moneda de su collar.
Anoche, hacia las once, el señor Boodman y su
esposa entraron en el templo para efectuar los ritos
krishnianos de purificación. El señor Boodman,
importante comerciante de objetos de arte en esta
ciudad, se limita a decir que creyó que su esposa
había regresado a casa de su madre para pasar la
noche después de las plegarias en el templo. La
joven esposa, hasta ayer señorita Maila Ran, tenía
trece años. El señor Boodman es el sobrino del
señor Hira Dass, uno de los hombres más ricos de
Trinidad.
El párrafo siguiente informaba de un té ofrecido en el hotel
Queen’s Park por la señora Henley-Hoads, con los nombres de
sus invitados.
El psicólogo dedicó un momento a reflexionar arduamente
en la clase de editor que publicaría el relato de un crimen
misterioso, sin ningún titular, entre un aviso legal y una nota
de sociedad. Luego volvió su atención a los detalles horrendos
y misteriosos que contenía el párrafo.
—Lowe, ¿qué opina de esos mendigos, cada uno con una
moneda y una joya?
—Es bastante sencillo. Los canallas esperaron ocultos en
el templo hasta que el marido salió y dejó allí a su esposa, y
entonces la asesinaron y se repartieron el botín.
—Pero esa niña llevaba encima bastantes ajorcas para que
cada uno se quedara con una docena.
—Sí, eso es un hecho —admitió Lowe.
—¿Y por qué habrían de seguir durmiendo en el templo?
—¿Por qué no? Sabían que sospecharían de ellos y no
teman manera de huir de la isla y evitar que los apresaran, y
así les pareció que podían tenderse de nuevo y seguir
durmiendo.
El tranvía se aproximaba, y el señor Poggioli asintió,
aparentemente convencido.
—Sí, creo que así es como ocurrió.
—¿Quiere decir que los mendigos la mataron?
—No, imagino que el verdadero asesino cogió las joyas de
la chica y recorrió el templo metiendo una ajorca y una
moneda en los bolsillos de cada mendigo durmiente, para dejar
una pista falsa.
—¡No me diga! —exclamó el empleado de banco—. ¡Eso
es complicar demasiado las cosas, Poggioli!
—Amigo mío, es la única explicación de las monedas en
los bolsillos de los mendigos.
Por entonces estaban en el tranvía y bajaban traqueteando
por la Vía Tragarette. Mientras avanzaban hacia el pueblo
hindú, Poggioli recordó de súbito que la noche anterior había
recorrido aquella misma distancia y dormido en el mismo
templo. Cierto impulso irreprimible hizo que el americano
registrara rápidamente sus propios bolsillos. A un lado palpó
las llaves del baúl y de la casa de Lowe; al otro tocó varias
monedas y un aro duro. Con un ligero estremecimiento, llevó
estas piezas hasta el borde del bolsillo y las miró con disimulo;
en uno vio la curva de una ajorca de oro, en el otro la cara de
una antigua moneda inglesa de oro que, sin duda, había estado
soldada a algo.
Con una cierta sensación de aprensión, Poggioli volvió a
dejar los objetos en el fondo de los bolsillos y fijó la mirada en
el pueblo de los culíes, al que se aproximaban. Se humedeció
los labios y pensó en qué sería lo mejor que podría hacer. Lo
único que se le ocurría era hacer la maleta y abordar el primer
vapor que saliera de Trinidad, al margen de cuál fuera su
puerto de destino.
Lleno de inquietud, el psicólogo sintió la tentación de tirar
allí mismo las piezas de oro, pero mientras el tranvía entraba
traqueteando en el caserío de Perú, reflexionó en que nadie
más en Trinidad sabía que él estaba en posesión de aquellas
cosas, excepto la persona que las había deslizado en sus
bolsillos, pero no era probable que esa persona mencionara el
asunto. Además, era aquel un incidente tan extraño, tentaba
tanto a su espíritu analítico, que decidió seguir con la
investigación.
Dos minutos después, Lowe pidió parada y los dos
hombres descendieron en el asentamiento hindú. Por entonces,
la calle estaba llena de culíes, hombres y mujeres grasientos
que iban de un lado a otro con bultos en la cabeza o se
sentaban en parejas bajo el sol, turnándose para examinar sus
respectivas cabezas en busca de piojos. Lowe miró a su
alrededor, se orientó y echó a andar briosamente por delante
del templo, pero Poggioli le detuvo y le preguntó adónde iba.
—A visitar al viejo Hira Dass, de acuerdo con las
instrucciones que me ha dado Jeffries —dijo el inglés.
—Podríamos entrar un momento en el templo. No
deberíamos ir a verle sin tener, por lo menos, un conocimiento
del escenario del crimen.
El empleado titubeó, caminando más lentamente, pero en
aquel momento miraron a través de la puerta del templo y
vieron cinco culíes sentados en el interior. En la entrada había
un policía, vigilando a aquellos hombres que, con toda
evidencia, eran prisioneros. Lowe se acercó al policía, le hizo
saber su misión y poco después entró con su amigo en el
templo.
Los prisioneros culíes eran tan repulsivos como lo son
todos los de su clase. Cuatro eran delgados como cadáveres, y
el quinto era gordo y fofo. Los cinco se cubrían con unos
harapos de estopilla, que les dejaban tan expuestos como si no
llevaran nada. Uno de los hombres demacrados tenía la boca
constantemente abierta, con una expresión de sufrimiento
causada por una carencia crónica de alimento. Los cinco
estaban en cuclillas sobre sus esteras y miraban a los blancos
con sus ojos como cuentas de vidrio. El gordo dijo en voz baja
a sus compañeros:
—El sahib.
Estas palabras susurradas inquietaron un poco a Poggioli,
que pensó nuevamente que sería conveniente que se retirara lo
más discretamente posible de todo cuanto rodeaba el asesinato
de la pequeña Maila Ran. Sin embargo, no le sería difícil
explicar su presencia en el templo, y, además, le seducía el
velado rostro del misterio. Observó a los cinco mendigos: el
obeso, los flacos, el de rostro con expresión sufriente.
—Muchachos —les dijo, pues todos los culíes son
muchachos—. ¿Alguno de vosotros oyó anoche ruidos en el
templo?
—Mucho sueño, sahib, no ruido. Policía nos despertó por
la mañana a golpes y nos hizo sentarnos aquí.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el americano al locuaz
mendigo gordo.
—Chuder Chand, sahib.
—¿Cuándo te retiraste a dormir anoche?
—Después de tomar el arroz y el té, sahib.
—¿Recuerdas haber visto entrar en este edificio a
Boodman Lal y su esposa?
Precisamente en este punto era en el que los mendigos
discrepaban. El gordo lo recordaba; dos de los cadavéricos
sólo recordaban a la esposa, uno solamente a Boodman Lal, y
otro no recordaba absolutamente nada.
Poggioli se concentró en el gordo.
—¿Les viste salir?
Los cinco hicieron un gesto negativo con la cabeza.
—Entonces, ¿todos estabais dormidos?
El gesto general fue de asentimiento.
—¿Tuvisteis alguna impresión durante el sueño, algún
trastorno, algo que turbara vuestro sueño, algún ruido?
El hombre de expresión horrorizada dijo en un tono
espectral:
—Yo he tenido una pesadilla, sahib. Esta mañana, cuando
el policía me despertó a golpes, creí que el sueño se convertía
en realidad.
—Yo también he soñado, sahib.
—Y yo, sahib.
—Y yo.
—¿Todos habéis tenido pesadillas?
Asentimiento general de nuevo.
—¿Qué has soñado, Chuder Chand? —inquirió el
psicólogo, cuyo interés empezaba a ir en aumento.
—Soñé que era un cerdo muy gordo, pero aun así me
moría de hambre, sahib.
—¿Y tú? —preguntó a uno de los mendigos flacos.
—Que estaba aplastado bajo un gran cuenco de arroz,
sahib, pero tenía hambre.
—¿Y tú? —preguntó Poggioli al culi de expresión
horrorizada.
El culi se humedeció los labios y susurró en su tono
espectral:
—Soñé que era Siva, sahib, sostenía el mundo en mis
manos y lo mordía y sabía amargo, como la corteza de un
limón. Y le dije a Vishnú: «Déjame ser un perro en las calles,
antes que saborear la amargura de este mundo», y entonces el
policía me golpeó, sahib, y me preguntó si había asesinado a
Maila Ran.
El psicólogo se quedó mirando las sienes hundidas y los
andrajosos zahones del mendigo, asombrado de la
extraordinaria visión divina que había tenido lugar en la
cabeza del viejo. Sin duda, este sueño grandilocuente era una
especie de compensación por la existencia llena de hambre y
penalidades que arrastraba el pobre hombre.
Entonces, intervino el empleado de banco para decir que
sería mejor que prosiguieran su camino y visitaran al viejo
Hira Dass, de acuerdo con las instrucciones.
Poggioli se volvió y siguió a su amigo al exterior del
templo.
—Lowe, creo que ahora podemos descartar del todo la
teoría de que los mendigos asesinaron a la muchacha.
—¿En qué se basa para creerlo así? —preguntó el
empleado, sorprendido—. No le han contado más que sus
sueños.
—Ese es precisamente el motivo. Los cinco han tenido
unos sueños turbulentos y fantásticos, lo cual sugiere que les
dieron alguna clase de narcótico con el arroz o el té antes de
que durmieran. Es muy improbable que cinco culíes ignorantes
tuvieran el ingenio suficiente para tramar semejante evidencia.
—Eso es un hecho —admitió el inglés, un poco
sorprendido—, pero no creo que un tribunal de Trinidad
admitiera esa evidencia.
—No estamos buscando pruebas legales, sino algún
indicio del verdadero criminal.
Mientras tanto, los dos hombres caminaban por un callejón
caluroso y maloliente que conducía a la plaza, un poco al este
del templo. Lowe tiró de la cadena de una campanilla en una
alta pared de adobe, y a Poggioli le sorprendió que aquel
pudiera ser el hogar de un millonario hindú. Poco después se
abrió la puerta y el señor Hira Dass en persona apareció en el
umbral. El viejo hindú vestía aún la prenda de seda amarilla
que revelaba su cuerpo enflaquecido casi como si estuviera
desnudo. Pero la expresión de su rostro, con la nariz aguileña y
los ojos negros y brillantes, era despierta, y sus arrugas no
sugerían tanto una edad avanzada como astucia y perspicacia.
El viejo culi condujo inmediatamente a sus visitantes a un
patio abierto rodeado de columnas de mármol con un surtidor
en el centro y palomas blancas que revoloteaban hasta el friso
o descendían de nuevo.
Inmediatamente, el hindú empezó a hablar del asesinato y
la ansiedad que tenía para exonerar a su desdichado sobrino.
Hablaba un inglés muy bueno, debido sin duda a la asociación
comercial de sus últimos años.
—Es un asesinato muy misterioso —comentó, meneando
la cabeza—, y la vida de mi pobre sobrino dependerá de los
esfuerzos que ustedes hagan, caballeros. ¿Qué piensan de esos
mendigos a los que encontraron en el templo con las ajorcas y
las monedas?
El señor Hira Dass había hecho sentarse a los visitantes en
un banco de mármol blanco, y ahora se paseaba nerviosamente
por delante de ellos, como un fanático y viejo espantapájaros
cubierto de seda amarilla.
—Me temo que el juicio que me he formado de los
mendigos le decepcionará, señor Hira Dass —respondió
Poggioli—. Mi teoría es que son inocentes del crimen.
—¿Por qué dice eso? —le preguntó Hira Dass,
dirigiéndole una mirada penetrante.
—El psicólogo explicó su deducción por los sueños de los
mendigos.
—Usted no es inglés, señor —exclamó el viejo—. Ningún
inglés habría pensado en eso.
—No, soy medio italiano y medio americano.
El viejo indio asintió.
—Su sangre latina le presta esa sutileza, señor Poggioli,
pero basa usted su prueba en la causa mecánica de los sueños
y no en el contenido de éstos.
El psicólogo miró el rostro astuto del viejo y su figura de
gnomo y sonrió.
—Difícilmente podría utilizar los sueños en sí, aunque
eran bastante fantásticos.
—Ah, ¿es que inquirió usted el contenido de los sueños?
—Sí, por interés profesional.
—¿Cuál es su profesión? ¿Es usted detective?
—No, soy psicólogo.
El viejo Hira Dass interrumpió su paseo tambaleante arriba
y abajo del piso de mármol para mirar con fijeza al americano,
y entonces estalló en la risa más desenfrenada que Poggioli
había oído jamás.
—¡Un psicólogo, e investiga los sueños de un presunto
criminal por simple curiosidad! —El viejo gnomo rió de nuevo
y entonces se puso serio; señaló con su delgado dedo al
americano—: No debo reírme. Su atman, su conciencia pura,
por lo menos tantea en pos del conocimiento, como lo hace el
lución. Pero dejemos esto, señor Poggioli. Nuestro problema
es encontrar al criminal que cometió este delito y devolver la
libertad a mi sobrino Boodman Lal. No puede imaginar lo que
esto representa para mí. Yo convine el matrimonio del
muchacho.
El americano miró al viejo de un modo inquisitivo.
Aquello le daba una nueva base para sus deducciones.
—¿Convino usted el matrimonio de un sobrino que tiene
más de treinta años?
—Sí, quería que evitara las trampas en las que yo caí —
replicó Hira Dass seriamente—. Estaba soltero y ya había
empezado a ganar mucho dinero. Eso es lo mismo que yo hice,
señor Poggioli, y míreme ahora…, soy un hombre viejo y solo
en una tierra extranjera. ¿De qué sirve este patio de mármol
cuando los hombres de mi propia clase no pueden venir a
sentarse conmigo y cuando no tengo nietos para dar de comer
a las palomas? No, he amasado una gran fortuna. Me he
comido el mundo, señor Poggioli, y me ha parecido amargo.
Ahora aquí me tiene, hecho un paria.
La pasión que encerraban estas palabras conmovió al
americano, al tiempo que la fraseología del viejo hindú le
recordaba vivamente los sueños que le contaron los mendigos
en el templo. El psicólogo reparó en ello apresuradamente, en
el flujo de la conversación, y sintió curiosidad, pero, al mismo
tiempo, otra parte de su cerebro le impulsaba a hacer unas
preguntas triviales:
—Entonces, ¿por qué no regresa a la India, señor Hira
Dass?
—¡Con este cuerpo gastado! —El viejo hindú se señaló
con un gesto despectivo—. ¡Y con esta cara arrugada por el
afán de acumular dinero! Mire, señor Poggioli, mi mentalidad
es medio inglesa. Si regresara a Benarés, andaría por las calles
pensando en lo que cuestan los templos y en el valor de las
piedras preciosas engastadas en los ojos de la imagen de
Krishna. Por eso, los hindúes perdemos nuestra casta si
viajamos al extranjero y nos establecemos en otras tierras. Sí,
en efecto, perdemos nuestra casta y no somos ni hindúes ni
ingleses. Nuestra mente está dividida, y así nunca podré
reunirme de nuevo con mi pueblo, señor Poggioli. Debo dejar
mi mente y mi cuerpo occidentales aquí, en Trinidad.
Las palabras del viejo Hira Dass produjeron en el
americano esa huidiza credulidad en la transmigración del
alma que siempre inspira un creyente apasionado. El viejo
hindú hacía que la teoría de la palingenesis pareciera casi algo
normal y corriente. Un hombre moría aquí y reaparecía como
un bebé en la India. No había en ello nada tan increíble, puesto
que la energía básica de un hombre, que ha amado y odiado,
ha tenido aspiraciones y pesares en esta tierra, debe ir a alguna
parte, mientras que la materia en sí era una simple danza de
átomos. Qué era lo más permanente, ¿la pasión de Hira Dass o
su patio de mármol? Ambas cosas eran simples formas de
fuerza. El psicólogo hizo un esfuerzo para salir de su
ensoñación.
—Esto es muy interesante, o quizá deba decir conmovedor,
Hira Dass. Tiene usted unas pesadumbres extrañas, pero
estábamos hablando de su sobrino, Boodman Lal. Creo tener
una teoría que podría liberarle.
—¿Y cuál es?
—Como le he dicho, creo que dieron alguna poción para
dormir a los mendigos del templo. Sospecho que el encargado
del templo echó la droga en el arroz y luego asesinó a la
esposa de su sobrino.
El millonario se quedó pensativo.
El encargado es el bueno de Gooka, un pobre desdichado a
quien empleo, señor Poggioli, y no puedo creer que él haya
cometido este asesinato.
—Perdóneme, pero no sigo su razonamiento. Si es pobre,
tendría un poderoso motivo para cometer el robo.
—Eso es cierto, pero un hombre muy pobre nunca habría
puesto las diez piezas de oro en los bolsillos de los mendigos
para dejar una pista falsa. El hombre que realizó esta hazaña
debe de ser una persona acomodada, acostumbrada a usar el
dinero para lograr sus fines. En consecuencia, si yo buscara al
criminal pensaría en un hombre rico.
—Pero señor Hira Dass —protestó el psicólogo—, eso
hace que la sospecha recaiga de nuevo en su sobrino.
—¡Mi sobrino! —gritó el viejo, otra vez excitado—. ¿Qué
motivo tendría mi sobrino para matar a la mujer con quien se
había casado sólo unas horas antes?
Poggioli replicó con frialdad académica:
—¿Pero qué motivo tendría un hombre acomodado para
matar a una niña? ¿Y qué oportunidades tendría para
introducir el narcótico en el arroz?
El viejo hindú alzó un dedo y se acercó más.
—Le diré lo que sospecho —dijo en voz baja—, y usted
puede completar los detalles.
—Sí, ¿cuál es su sospecha? —preguntó Poggioli, con
atención renovada.
—Esta mañana fui al templo para hacerme cargo del
cuerpo de mi pobre sobrina asesinada y traerla aquí, a mi
finca, para el entierro. Hablé con los cinco mendigos y me
dijeron que anoche hubo un sexto durmiente en el templo.
El viejo culi meneó el dedo, enarcó las cejas y adoptó un
aspecto como el que podría tener un gnomo. El americano
sintió una cierta consternación. Procuró no humedecerse los
labios, y quizá lo consiguió, pero no se le ocurrió más que
enarcar las cejas y decir:
—¿Estuvo allí, de veras?
—Sí… ¡Y era un hombre blanco!
Lowe, el empleado de banco, que había permanecido en
silencio hasta entonces, intervino.
—¡Eso no es posible, señor Hira Dass, un hombre blanco
no!
—Los cinco culíes y mi empleado, Gooka, me han dicho
que es cierto —reiteró el viejo—, y Gooka siempre ha dicho la
verdad. Además, un hombre así encajaría exactamente en el
papel de atacante. Sería rico, acostumbrado a usar el dinero
para lograr sus fines.
El psicólogo hizo una especie de salto mental para refutar
aquella rápida colección de pruebas que el viejo Hira Dass
acumulaba contra él.
—Pero señor Hira Dass, la decapitación no es una forma
muy americana de asesinar.
—¡Americana!
—Yo…, hablaba en general —balbució el psicólogo—.
Quiero decir que no es un método para asesinar propio de un
hombre blanco.
—Eso es revelador en sí mismo —se apresuró a replicar el
hindú—. Quiero llamar su atención en ese punto, pues muestra
que el hombre blanco era un hombre francamente educado,
que había estudiado los hábitos mentales de otros pueblos,
aparte del suyo, por lo que pudo dar al crimen un parecido
extraordinario a un crimen hindú. Sugiero, caballeros, que
empiecen la búsqueda de un hombre blanco intelectual.
—¿Qué motivo podría tener ese hombre? —inquirió el
americano.
—Posiblemente el robo, pero también, si era un hombre
muy intelectual, podría haber asesinado a la pobre niña a modo
de experimento. No hace mucho leí en un periódico americano
una noticia sobre dos jóvenes que habían cometido un crimen
así.
—¡Un asesinato para experimentar! —exclamó Lowe,
horrorizado.
—Sí, para registrar la reacción psicológica.
Poggioli se levantó bruscamente.
—No puedo estar de acuerdo con semejante teoría, señor
Hira Dass —dijo con la voz quebrada.
—No, es demasiado descabellada —se apresuró a decir el
empleado.
—Sin embargo, merece la pena investigar en esa dirección
—insistió el hindú.
—Sí, sí —convino el americano, evidentemente deseoso
de marcharse—, pero empezaré mis investigaciones
interrogando a Gooka.
—Como quiera —dijo Hira Dass—, y utilicen cuantos
ayudantes precisen para sus investigaciones. Todos los gastos
corren de mi cuenta. Por encima de todo, quiero a mi sobrino
en libertad y que prendan al verdadero criminal y lo lleven a la
horca.
Lowe asintió.
—Haremos cuanto podamos, señor —respondió con su
minuciosidad típicamente inglesa.
El viejo acompañó a sus visitantes hasta la puerta y les
hizo una reverencia antes de que salieran al maloliente
callejón.
Mientras los dos amigos echaban a andar bajo el sol
ardiente, el empleado de banco se echó a reír.
—¡Un hombre blanco en el templo! Eso me parece una
pura ficción para proteger a Boodman Lal. Ya sabe que estos
culíes están unidos como ladrones. —Siguieron andando un
poco más en silencio y, al cabo de un rato, añadió—: Menos
mal que anoche decidimos no dormir en el templo, ¿eh,
Poggioli?
El americano experimentó una sensación nauseabunda. Por
un momento, sintió la tentación de ser sincero con su amigo y
decirle lo que había hecho y pedirle consejo, pero al final le
dijo:
—En mi opinión, el verdadero criminal es Boodman Lal.
Lowe miró de soslayo a su invitado e hizo un vago gesto
de asentimiento.
—Yo creo lo mismo. Eso es lo que pensé en cuanto leí la
información en el Inquirer. Estos culíes son capaces de cortar
a sus mujeres en pedazos sin tener ningún motivo concreto.
—En este caso, conozco una razón muy buena —replicó el
americano con vehemencia, exteriorizando así su inquietud—.
¡Son esos condenados matrimonios con niños! Cuando un
hombre se casa con una chiquilla le tiene sin cuidado… En fin,
¿qué sabe usted de Boodman Lal?
—Todo lo que se puede saber. Nació aquí y en Port of
Spain siempre ha sido una figura gracias a la riqueza de su tío.
—¿Siempre ha vivido aquí?
—Excepto los seis años que pasó en Oxford.
—¡Así que ha pasado por Oxford!
—Sí.
—Ya lo tenemos. Ahí está el problema.
—¿Qué quiere decir?
—Sin duda se enamoró de alguna muchacha inglesa. Pero
cuando ese tío rico, Hira Dass, eligió una niña hindú como
esposa para él, Boodman no pudo negarse a la boda. Ningún
hombre va a pelearse y poner en peligro una herencia de un
millón de libras, pero eligió ese método horrible de librarse de
la niña.
—Creo que tiene usted razón —declaró el empleado de
banco—. Estoy seguro de que Boodman Lal ha matado a la
chica.
—Parece claro que estaba comprometido con alguna
muchacha inglesa y esperaba la muerte de su tío para ser rico.
—Es muy posible, incluso probable.
Los dos hombres se habían detenido ante el grotesco
templo, y mientras hablaban un coche de caballos apareció por
un ángulo de la plaza y se dirigió directamente hacia ellos. El
cochero negro agitó el látigo con ademán interrogativo. El
empleado le hizo una seña y el coche se detuvo junto al
bordillo. Lowe subió, pero Poggioli se quedó en la acera.
—¿No viene usted?
—Mire, Lowe —dijo Poggioli seriamente—,
conscientemente no creo que pueda continuar esta
investigación tratando de exonerar a una persona a la que
todos los indicios señalan como culpable.
El empleado de banco estaba alarmado.
—¡Pero, hombre, no me deje así! Por lo menos
acompáñeme a la comisaría de policía y explique su teoría
sobre el guardián del templo, Gooka, y lo del arroz. Parece que
eso encaja bastante bien. Después de todo, es posible que
Boodman Lal no sea el culpable. Hemos de hacer cuanto
podamos para esclarecer la verdad de todo este asunto.
Como Poggioli continuaba en la acera, Lowe le preguntó:
—¿Qué quiere hacer?
—Bueno, yo…, pensaba regresar a casa y hacer el
equipaje.
El empleado de banco estaba realmente sorprendido.
—Hacer el equipaje… ¡Su barco no zarpa hasta el viernes!
—Sí, ya lo sé, pero hay un servicio diario a Curasao. Me
apetece ir…
—¡Vamos, vamos! —exclamó Lowe con pasmo—. No
puede marcharse así; precisamente cuando he removido un
interesante caso de asesinato misterioso para qué usted lo
desentrañe. Debería usted apreciar más mis esfuerzos como
anfitrión.
—No crea que no los aprecio —dijo Poggioli en serio,
titubeando.
En aquel momento su exceso de precaución dio uno de
esos giros extraños e instantáneos que ocurre de un modo tan
inexplicable a los hombres, y pensó: «Qué diablos, esta
situación es interesante. Es una lástima dejarla, y no me
sucederá nada». Así pues, subió al coche con decisión y
ordenó vivamente:
—¡Muy bien, a la comisaría de policía, Sambo!
—Eso está mejor —dijo el empleado, mientras los caballos
emprendían un brioso trote bajo el intenso sol.
El señor Lowe, quizá por su profesión misma, tenía cierta
habilidad para resaltar al máximo los méritos de un invitado, y
cuando llegaron a la comisaría presentó su compañero al jefe
de policía como «el señor Poggioli, profesor de una
universidad norteamericana y estudioso de psicología
criminal».
El jefe de policía, un tal señor Vickers, era un hombre bajo
y grueso, con un bronceado tropical en el rostro y los ojos
siempre semicerrados para protegerse del sol. No pareció muy
impresionado por los títulos que Lowe dio a su amigo, y se
limitó a observar que si el señor Poggioli andaba buscando
crímenes, Trinidad era un buen lugar para encontrarlos.
El empleado de banco habló entonces con una cierta
pomposidad en sus ademanes.
—Le he pedido su asesoramiento en el caso de Boodman
Lal. Tiene una teoría sobre quién es el verdadero asesino de la
señora Lal.
—También yo tengo una —replicó Vickers con una seca
sonrisa.
—Naturalmente, cree usted que lo hizo Boodman Lal —
dijo Lowe, con más naturalidad.
Vickers no respondió, pero siguió mirando a los dos
hombres en una actitud de escucha, lo cual hizo que Lowe
prosiguiera.
—En este asunto, señor Vickers, quiero serle totalmente
franco. Admito que el señor Hira Dass nos ha empleado para
resolver este caso, y estamos haciendo un esfuerzo para
exonerar a Boodman Lal. Estamos seguros de que usted haría
gala de la famosa habilidad del departamento policial de Port
of Spain para establecer una teoría que permita liberar a
Boodman Lal, con la misma facilidad con que le condenaría.
—Normalmente, nuestro departamento dedica su tiempo a
actividades que permitan condenar a los criminales y no a
liberarlos.
—Sí, ya lo sé, pero si nuestra teoría señalara que el
verdadero asesino…
—¿Cuál es su teoría? —preguntó Vickers sin mostrar
excesivo entusiasmo.
El empleado de banco empezó a explicar el sueño de los
cinco mendigos y la probabilidad de que les hubieran
suministrado algún narcótico. El jefe de policía sonrió
levemente.
—¿Así que la teoría del señor Poggioli se basa en los
sueños de esos hombres?
Cuando alguien ponía en tela de juicio sus teorías, Poggioli
reaccionaba con el mal genio de un pedagogo.
—Mire, señor Vickers, sería una notable coincidencia que
los cinco hombres hubieran tenido simultáneamente unos
sueños extravagantes, sin alguna causa física. Eso sugiere con
fuerza que el té o el arroz estaban drogados.
Vickers siguió mirando a Poggioli sin decir nada, y el
americano continuó con menos acritud:
—Yo diría que Gooka, el guardián del templo, o bien echó
él mismo la droga en el arroz, o bien sabe quién lo hizo.
—Posiblemente.
—Mi idea es que envíe a un hombre en busca de los
recipientes del arroz y el té, haga que analicen su contenido,
descubran el soporífero utilizado y, luego, que sus hombres
investiguen los registros de ventas de las farmacias, para ver
quién ha comprado últimamente esa droga.
El señor Vickers gruñó una evasiva monosilábica y
entonces se dirigió al psicólogo en el tono animado de quien
conoce por vez primera a alguien en una fiesta social:
—¿Le gusta Trinidad, señor Poggioli?
—Es un país de notable frondosidad, con naranjas y
pomelos silvestres…
—¿Acaba de llegar?
—Sí.
—¿En qué universidad enseña?
—En la estatal de Ohio.
Un destello burlón apareció en los ojos del señor Vickers.
—Una cátedra de psicología criminal en una universidad
estatal corriente… ¿Es ése el resultado de sus leyes americanas
de Prohibición, profesor?
Esta embestida hizo sonreír a Poggioli.
—El señor Lowe ha exagerado un poco en lo de mi
trabajo. No soy profesor, sólo soy un adjunto; y no estoy
especializado en psicología criminal, lo mío es la psicología
general.
—¿Y ahora no se dedica a la enseñanza?
—No, éste es mi año sabático.
El señor Vickers miró al americano de arriba abajo.
—Parece usted joven para haber enseñado en una
universidad durante seis años.
Había algo no demasiado agradable en esta observación,
pero el funcionario lo rectificó al cabo de un momento,
diciendo:
—Claro que ustedes, los americanos, empiezan jóvenes…
La suya es una tierra de especialistas. Ahora dígame, señor
Poggioli… ¿Está usted totalmente entregado a su vocación de
psicólogo?
—Así es —convino el americano.
—¿Haría cualquier cosa por adelantar en esa ciencia?
—Creo que sí —afirmó Poggioli, bastante entusiasmado.
—Le interesa sobre todo el trabajo de investigación
original… —le interrumpió Lowe, riendo.
—Eso es precisamente, jefe. ¿Sabe lo que me pidió que
hiciéramos anoche?
—No, ¿qué?
El americano se volvió bruscamente hacia su amigo.
—Vamos, vamos, Lowe, no abrume al señor Vickers con
anécdotas domésticas.
—Pero siento verdadera curiosidad —declaró el jefe de
policía—. ¿Qué le pidió el profesor Poggioli que hiciera ayer
por la tarde, señor Lowe?
El empleado de banco miró a uno y luego al otro, indeciso
sobre si debía continuar o no. El señor Vickers sonreía;
Poggioli, tras haber prohibido airear las anécdotas sobre él,
estaba muy serio. El empleado pensó: «Esto es auténtico
pudor».
—Sólo quería hacer un pequeño experimento psicológico
—comentó.
—¿Y lo hizo? —preguntó el jefe de policía, sonriendo.
—Oh, no, yo me negué en redondo.
—¡Vaya, qué poco convencional! —exclamó el señor
Vickers.
—En realidad no era nada —dijo Lowe, mirando el rostro
rígido de su invitado y luego al jefe de policía.
De improviso, el señor Vickers abandonó su actitud
inquisitiva.
—Creo que podría adivinar su anécdota, Lowe. Hace una
media hora recibí un mensaje telefónico del agente que tengo
apostado en el templo hindú para que les vigile a usted y al
señor Poggioli.
Ante este ataque frontal, el americano sintió que se le
tensaban los músculos. Por los modales del policía, había
sospechado algo así. El empleado de banco miraba a éste
sorprendido.
—¿Por qué le ha dicho eso su agente?
—Porque uno de los culíes detenidos le dijo que el señor
Poggioli durmió anoche en el templo.
—¡Eso no es cierto! —exclamó el empleado de banco—.
Eso es exactamente lo que no hizo. Me lo sugirió, pero le dije
que no. ¿Recuerda, Poggioli…?
El señor Lowe se volvió en busca de corroboración, pero la
expresión de su amigo le sorprendió.
—No lo hizo, Poggioli, ¿verdad? —inquirió.
—Ya ve usted que sí —dijo Vickers secamente.
—Pero, Poggioli, por el amor de Dios…
El americano se preparó para intentar dar una especie de
explicación. Levantó la mano, con un cierto ademán
pedagógico.
—Caballeros, yo…, tenía una razón importante,
perfectamente válida para dormir anoche en el templo.
—Se lo dije —asintió Vickers.
—¡En el pueblo culi, en su templo! —exclamó Lowe.
—Caballeros, sólo les pido que tengan la bondad de
escuchar lo que les voy a decir.
—Adelante —dijo Vickers.
—Recuerde, Lowe, que estábamos allí contemplando un
desfile de bodas. Pues bien, en el momento en que cesó la
música y la hilera de culíes entró en el edificio, de repente me
pareció como si…, como si se hubieran… —Poggioli tragó
saliva y añadió la extraña palabra—: Desvanecido.
Vickers le miró.
—Naturalmente, habían entrado en el edificio.
—No me refiero a eso. Me temo que no comprende lo que
quiero decir… Todo el desfile había dejado de existir, se había
evaporado.
Incluso el señor Vickers parpadeó. Entonces cogió un
cuaderno de notas y escribió algo, imperturbable.
—¿Eso es todo?
—No, entonces empecé a especular sobre lo que me había
producido una impresión tan extraña. Mire, ésa es la idea en la
que los hindúes basan su idea del cielo… El olvido, la nada.
—Sí, ya he oído eso antes.
—Bueno, nuestra arquitectura gótica medieval fue una
concepción del cielo tal como lo imaginamos los occidentales,
y pensé que quizá la arquitectura india había incorporado de
algún modo el motivo de la religión india, es decir, que
sugiriese el nirvana. Eso fue lo que me sorprendió e intrigó, y
por eso quise dormir en el templo, para ver si podía confirmar
mi impresión. ¿Tiene eso algún sentido para usted?
—Me atrevería a decir que lo tendrá para el juez, señor —
opinó alegremente el jefe de policía.
Al psicólogo le dio un vuelco el corazón.
El señor Vickers siguió hablando con la misma
naturalidad.
—Al margen del motivo que le indujo a entrar ahí, lo que
cuenta es lo que hizo después. Aquí, en Trinidad, no se
permite a nadie ir por ahí cortando cabezas para ver qué
sensación produce.
Poggioli miró al funcionario con una sensación horrible en
el diafragma.
—No pensará que hice una cosa tan horrorosa como
experimento, ¿verdad?
El señor Vickers sacó una petaca y un librillo de papel de
fumar.
—Ustedes, los americanos, y sobre todo los intelectuales,
hacen cosas bastante horrendas, señor Poggioli. Leí una
noticia sobre dos jóvenes intelectuales…
—¡Por Dios! —exclamó el psicólogo, a quien esa
referencia empezaba a ponerle nervioso.
—Esos tipos de los que le hablo también trataron de sacar
algún provecho de su crimen… Por casualidad, ¿no observaría
ayer que la pequeña Maila Ran estaba casi cubierta por ajorcas
y monedas de oro?
—¡Claro que lo observé! —gritó el psicólogo,
palideciendo—, pero yo no tuve nada que ver con la niña. Sus
insinuaciones son brutales y repulsivas. Dormí en el templo,
sí, pero…
—A propósito —le interrumpió Vickers—, ¿dice usted que
durmió sobre una estera, como los culíes?
—Así es.
—¿Y tampoco se despertó?
—No.
—¿Entonces el asesino de la niña le puso una moneda y
una ajorca en los bolsillos, lo mismo que hizo con las demás
personas que dormían en el templo?
—¡Eso es exactamente lo que hizo! —gritó Poggioli,
atisbando el primer rayo de esperanza—. Esta mañana,
mientras viajaba en el tranvía, las encontré en los bolsillos y
estuve a punto de tirarlas, pero afortunadamente no lo hice.
Aquí están.
Y bastante aliviado, extrajo las piezas de oro y se las
mostró al jefe de policía.
El señor Vickers miró los objetos de oro y luego al
psicólogo.
—No tendrá ninguna más, ¿verdad?
El americano dijo que no, pero empezó a registrarse todos
los demás bolsillos con cierta inquietud. Si el misterioso
criminal había colocado más de dos piezas de oro en sus
bolsillos, estaría en una situación muy difícil. Sin embargo, el
resto de sus pertenencias era totalmente legítimo.
—Bueno, eso es algo —admitió Vickers lentamente—.
Naturalmente, usted podría haber esperado un interrogatorio
como éste y guardarse las dos piezas de oro, pero lo dudo. Por
alguna razón, no creo que sea lo bastante listo para hacer eso.
—Hizo una pausa y, tras reflexionar, añadió—: Supongo que
no pondrá objeción para que envíe a un hombre a que registre
su equipaje en casa del señor Lowe.
—No sólo no pongo objeción alguna, sino que le invito a
hacerlo, se lo solicito.
El señor Vickers asintió complacido.
—¿A qué lugar de Estados Unidos podemos telegrafiar
para que nos informen de su cualificación universitaria?
—Decano Ingram, Universidad Estatal de Ohio.
Columbus, Ohio.
Vickers tomó nota y luego se volvió hacia Lowe.
—¿Conoce usted al señor Poggioli desde hace mucho
tiempo, señor Lowe?
—Pues no…, no mucho —admitió el empleado.
—¿Dónde le conoció?
—En la travesía de Barbuda a Antigua, a bordo del
Trevemore.
—¿Parecía tener respetables amigos americanos a bordo?
Lowe titubeó y se ruborizó ligeramente.
—No podría decir tal cosa.
—¿Porqué?
—Si le digo cómo viajaba el señor Poggioli, me temo que
no le beneficiaría en nada.
—¿Cómo viajaba? —preguntó el funcionario, sorprendido.
—El caso es que viajaba como pasajero de cubierta.
—¿Quiere decir que no tenía camarote, e iba en cubierta
con los negros?
—¡Yo también viajaba así! —gritó Lowe, ruborizándose
todavía más—. No pudimos conseguir camarote… Estaban
todos ocupados.
El americano reflexionó rápidamente y se dio cuenta de
que Vickers podría saber la verdad preguntando a los agentes
navieros de las islas.
—Jefe —dijo el psicólogo, con la boca seca—. Subí a
bordo del Trevemore en St. Kitts, y había camarotes
disponibles. Elegí el pasaje de cubierta a propósito, quería
estudiar a los nativos.
—Entonces está usted sin blanca, como había pensado —
dijo el señor Vickers—, y apostaría libras contra peniques a
que encontramos las joyas en algún lugar de su casa.
El jefe detuvo a un coche que pasaba, llamó a un inspector
que iba vestido de paisano e hizo que los tres hombres
subieran al coche. El vehículo circuló velozmente por la calle
Prince Edward, hacia la Vía Tragarette, y de allí a la casa de
Lowe, más allá del pueblo hindú y su malhadado templo.
Los tres hombres y el cochero negro subieron al trote por
Tragarette, cada uno sumido en sus pensamientos. El agente de
paisano iba en el asiento de delante, al lado del cochero, pero
de vez en cuando volvía la cabeza para mirar a su prisionero.
Lowe reflexionaba evidentemente en cómo afectaría aquel
contratiempo a su posición social y laboral en la ciudad. El
negro también miraba de vez en cuando bajo la toldilla del
coche, y finalmente comentó:
—Los matan para verlos morir. Estos americanos…
Y meneó su rizada cabeza.
El psicólogo sintió un profundo enojo ante esta continua
reiteración de aquel crimen detestable. Con un profundo
resentimiento se dio cuenta de que los crímenes de unos
americanos determinados se achacaban, sin más, a todos los
ciudadanos americanos, mientras se olvidaban por completo
de sus grandes obras benéficas y sociales a nivel nacional. En
medio de estos pensamientos airados, el coche se detuvo ante
la entrada del jardín del empleado.
Todos bajaron del vehículo. Lowe abrió la puerta y los tres
cruzaron el jardín con una especie de solemne apresuramiento.
En la entrada de la casa estaba Ram Jon, el cual tomó sus
sombreros y luego los guió hasta la habitación que Lowe había
destinado a su huésped.
Esta habitación, como todas las de Trinidad, estaba
amueblada del modo más sobrio y frío posible: una mesa, tres
sillas, una cama y el baúl de Poggioli. Todo estaba a la vista y
habría sido imposible ocultar nada. El inspector abrió el cajón
de la mesa.
—¿Le importaría abrir el baúl, señor Poggioli?
El americano sacó las llaves, se arrodilló, corrió la aldaba
de su baúl guardarropa y separó las dos mitades. En uno de los
lados había cajones, y en el otro colgaban varios trajes.
Poggioli abrió los cajones con naturalidad: la caja de los
cuellos y los pañuelos en la parte superior, la sombrerera, la
caja de las camisas. Al abrir ésta se oyó un ligero sonido
tintineante. El detective se adelantó y extrajo las camisas:
debajo de ellas había una masa de monedas y ajorcas,
colocadas en la bandeja sin orden ni concierto.
Poggioli contempló aquello boquiabierto, incapaz de decir
una palabra.
—¡Su temple casi le ha permitido salirse con la suya! —
exclamó el policía de paisano, con una cierta indignada
admiración.
Al americano aquello le parecía irreal. Tenía la misma
extraña sensación que había experimentado cuando el desfile
entró en el templo. El mundo material parecía haber sufrido un
trastorno. Se le ocurrió la absurda idea de que quizá los
hindúes habían desmaterializado el oro de algún modo,
haciéndolo reaparecer en su baúl. Tuvo entonces el
pensamiento aterrador de que él había cometido el crimen
mientras dormía. Esto último se aferró a su mente. ¡Después
de todo, era él quien había asesinado a la joven novia, Maila
Ran!
El inspector le dijo a Lowe:
—Dígale a su criado que traiga un saco para meter todo
esto y llevarlo a la comisaría.
Sigilosamente, Ram Jon salió de la habitación y regresó
poco después con un saco. El inspector se sacó el pañuelo,
recogió las piezas de oro con él, una a una, y las metió en el
saco.
—Lowe —dijo Poggioli en tono lastimero—, no creerá
usted nada de esto, ¿verdad?
El empleado de banco se enjugó el rostro con el pañuelo.
—En su baúl, Poggioli…
—¡Si lo hice fue en estado sonambúlico! —gritó el
desdichado psicólogo—. Dios mío, creer que es posible…,
pero aquí mismo, en mi propio baúl…
Se quedó mirando el saco y la caja de las camisas.
El policía dijo secamente:
—Supongo que ya podemos regresar. Esto es todo.
De repente, Lowe decidió compartir la suerte de su
huésped.
—Iré con usted, Poggioli. Trataré de hacerle salir de este
lío. De alguna manera no puedo…, ¡no creo que usted lo haya
hecho!
—¡Gracias! ¡Gracias!
El empleado de banco enmascaró su emoción bajo cierta
sombría jocosidad.
—Sabe, Poggioli, iba usted a exonerar a Boodman Lal…,
parece que lo ha conseguido.
—No, no lo ha conseguido —dijo el inspector—.
Boodman Lal salió de la cárcel por lo menos una hora antes de
que ustedes fueran a la comisaría.
—Libre… ¿Le puso usted en libertad?
—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque anoche no fue al templo con su esposa, sino al
hotel Queen’s Park, donde estuvo jugando al billar hasta la
una. Llamó a varios amigos que lo demostraron fácilmente.
Lowe contempló a su amigo, horrorizado.
—Dios mío, Poggioli, entonces no queda más sospechoso
que…, usted.
En el rostro del psicólogo ya no había señal de resistencia.
—No sé nada de nada. Si lo hice, estaba dormido. Eso es
todo lo que puedo decir. Los culíes…
Tuvo la vaga sensación de que los acusaba de nuevo, pero
recordó que se había demostrado a sí mismo clara y
lógicamente que eran inocentes.
—No sé nada de lo ocurrido —repitió impotente.
Media hora después, los tres hombres estaban de vuelta en
la comisaría de policía, y el inspector, junto con el carcelero,
un hombrecillo de pelo gris y aspecto humilde, llevaron al
americano a una celda. El carcelero abrió la puerta de barrotes
e hizo pasar a Poggioli.
El empleado de banco le dio todos los ánimos que pudo.
—No se deprima demasiado. Haré todo lo que esté en mi
mano. Creo que es usted inocente. Le buscaré abogados,
telegrafiaré a sus amigos…
Poggioli, aturdido, se limitaba a decir: «¡Gracias!
¡Gracias!» mientras la puerta de la celda se cerraba. La barra
del cerrojo llegó al final de su recorrido y quedó fija, y los
hombres se alejaron por el corredor metálico. Poggioli estaba
solo.

En la celda había una silla y un camastro. El psicólogo los


miró con la sensación irracional de que no valía la pena que se
sentara porque saldría en seguida de allí. Finalmente, se sentó
en el camastro.
Permaneció inmóvil y trató de ordenar sus ideas contra la
montaña de pruebas adversas que de repente se habían
amontonado contra él. El sueño en el templo, el asesinato, las
monedas en su caja de camisas… Después de todo, debía de
haber cometido el crimen mientras dormía.
Mientras permanecía sentado con la cabeza entre las
manos, pensando en esta teoría, le fue pareciendo cada vez
más increíble. Cometer el asesinato en sueños, meter las
monedas en los bolsillos de los mendigos, en un esfuerzo
inteligente de desviar las sospechas, llevar el oro a la casa de
Lowe y luego regresar y tenderse en la estera, y todo ello
mientras dormía… Eso era imposible. No podía creer que
ningún ser humano fuera capaz de llevar a cabo una hazaña tan
fantástica y complicada a la vez.
Por otra parte, ningún otro criminal dejaría el botín íntegro
en el baúl de Poggioli, perdiéndolo así. Aquello también era
irracional. Se vio obligado a regresar a su teoría del sueño.
Cuando aceptó esta hipótesis, se preguntó qué había
soñado. Si realmente había asesinado a la muchacha en una
pesadilla, entonces el crimen estaba grabado de algún modo en
su subconsciente, separado de sus recuerdos de vigilia por las
nebulosas asociaciones del sueño. Se preguntó si podría
reproducirlas.
Recordar un sueño perdido es quizás una de las tareas más
agradables a las que se ve impulsado un cerebro humano.
Como psicólogo, Poggioli tenía cierta experiencia en tales
intentos. Ahora yacía en su camastro e inició el esfuerzo de un
modo mecánico.
Recordó con la mayor vivacidad posible su salida a
hurtadillas de la casa de Lowe, su paseo por la Vía Tragarette
entre jardines perfumados, las luces de Perú y, finalmente, su
entrada en el templo. Imaginó de nuevo al guardián del
templo, Gooka, que le miraba con curiosidad, pero que le
ofreció té y arroz y le indicó la estera. Recordó que se había
tendido boca arriba con las manos bajo la cabeza, exactamente
igual que yacía ahora en el camastro de su celda. Durante un
rato había contemplado fijamente la imagen iluminada de
Krishna, y luego la oscura curvatura de la cúpula sobre su
cabeza.
Y mientras permanecía así tendido, sus pensamientos
empezaron a oscilar, a separarse de sus sentidos y a hacer
interpretaciones erróneas. Había pensado que la imagen de
Krishna se movía un poco, y luego se aposentaba de nuevo y
volvía a ser una estatua… Aquí se produjo la ruptura de alguna
tenue conexión en sus pensamientos, desapareció su imagen
mental del interior del templo y volvió a verse entre los brazos
de su celda.
Poggioli permaneció unos momentos relajado y comenzó
de nuevo. Llegó al punto en el que Krishna se movía y parecía
a punto de hablar, y entonces…, se encontró de nuevo en su
celda.
Aquel intento de capturar los finísimos hilos de telarañas
que formaban el sueño y que se rompían constantemente le
destrozaba los nervios, era exasperante; aquella persecución de
los hechos grotescos de una pesadilla y tratar de conectarlos
con los pensamientos y las acciones de su vida cotidiana. ¿Qué
había soñado?
Los minutos transcurrían mientras Poggioli perseguía las
visiones desvanecidas de su cabeza. Sí, le había parecido que
la imagen del Buda se movía, que incluso se había alzado,
abandonando su actitud de meditación y, de repente, con un
ligero escalofrío, Poggioli recordó que la cúpula del templo
hindú estaba abierta y que a través de ella contemplaba un
vasto abismo. Le pareció que miraba hacia arriba, lo mismo
que Krishna, ambos miraban hacia un espacio interminable, y
entonces se dio cuenta de que él y el gran Krishna que miraba
a lo alto eran la misma persona, que siempre lo habían sido, y
que esa unidad llenaba todo el espacio con un poder enorme,
infinito. Pero esta unidad que era Poggioli estaba sola en un
espacio interminable, sin ningún rasgo, informe. Nada más
existía, porque nada había sido creado jamás; sólo había un
Creador. Todas las criaturas y la materia que habían existido o
que existirían estaban arropadas en él, Poggioli, o Buda. Y
entonces Poggioli vio que el espacio y el tiempo habían dejado
de existir, pues el espacio y el tiempo son los vástagos de la
división. Y al final, Krishna o Poggioli perdía toda entidad o
ser en aquella inmovilidad extática.
Poggioli empezó a debatirse desesperadamente contra la
nada. Contorsionaba sus músculos entumecidos, quería, en su
tormento, retener algún vestigio de ser, y, finalmente, tras lo
que le parecieron milenios de esfuerzo, en su mente se formó
el pensamiento: «Preferiría perder mi unión con Krishna y
convertirme en la más abominable y pobre de las criaturas: el
emparejamiento, la lucha, el amor, la lujuria, matar y ser
muerto antes que perderme en este trance terrible de lo
universal».
Y una vez hubo formado este torturado pensamiento,
Poggioli recordó que se había despertado y eran las cinco de la
mañana. Se había levantado con un lacerante dolor de cabeza y
había vuelto a casa.
Ése era el sueño.

El americano se levantó de su camastro lleno de la satisfacción


más profunda por su logro. Entonces recordó con sorpresa que
los cinco culíes habían tenido un sueño muy parecido, de
grandilocuencia y poder acompañados de una gran desgracia.
«Qué cosa tan extraña», pensó el psicólogo, «seis hombres
que tienen el mismo sueño en términos diferentes. Tiene que
existir alguna causa física de semejante fenómeno».
Entonces, pasó por su mente que había oído la misma
historia contada por otra persona. El viejo Hira Dass, en su
patio de mármol, había expresado el mismo sentimiento, se
había quejado del vacío de sus riquezas y poder. Sin embargo
—y esto era lo esencial— la pesadumbre de Hira Dass no era
una simple pesadilla pasajera, sino su estado habitual.
Siguió a esto una curiosa ocurrencia. ¿No era posible que
aquellos seis sueños constituyeran la transferencia de una
idea? Tal vez, mientras él y los culíes yacían durmiendo con
sus mentes pasivas, el viejo Hira Dass entró en el templo,
pensando en su gran desdicha, y cometió algún acto horrible
que convirtió sus emociones en un torbellino de pasión. ¿No se
habrían registrado sus horrendos pensamientos, en diferentes
formas, en las mentes de los durmientes?
Las ideas de Poggioli danzaban como las moléculas de un
cristal en solución, cada una precipitándose por su propio
impulso para ocupar su lugar indicado en un complicado
diseño cristalino. Y así, el psicólogo llego a una comprensión
completa del asesinato de la pequeña Maila Ran.
Poggioli se incorporó de un salto y gritó:
—¡Eh, Vickers! ¡Lowe! ¡Carcelero! ¡Ya lo tengo! ¡Lo he
resuelto! ¡Soltadme! ¡Sé quién mató a la muchacha!
Después de gritar durante varios minutos, Poggioli vio la
forma de un hombre que se aproximaba por el pasillo oscuro
con un candil. Le sorprendió ese medio de iluminación, pero
lo dejó de lado.
—¡Carcelero! —gritó—. Sé quién mató a la niña… El
viejo Hira Dass… Escuche…
Estaba a punto de relatar su sueño cuando se dio cuenta de
que no le serviría de nada ante un tribunal inglés, por lo que
pasó al aspecto físico del crimen, tema que los ingleses
manejan de un modo experto. Sus pensamientos adquirieron
forma.
—Escuche, carcelero, dígale a Vickers que coja ese oro y
compruebe las huellas dactilares que contiene… ¡Encontrará
las huellas de Hira Dass! Dígale también que siga esa pista del
narcótico que le di… Descubrirá que el sirviente de Hira Dass
lo compró. Además, Hira Dass envió a un hombre para que
metiera el oro en mi baúl. A ver si encuentra limaduras de
latón o acero en mi habitación, donde el bribón se sentó para
limar una llave nueva. Y aplíquele a Ram Jon un tercer grado,
porque él sabe quién llevó el oro.
El hombre de la lámpara hizo un gesto.
—Ya han hecho todo eso, señor, hace tiempo.
—¡Lo han hecho!
—Desde luego, señor, y el viejo Hira Dass lo confesó todo,
aunque el motivo por el que un hombre rico como él tenía que
asesinar a una linda chiquilla es más de lo que puedo
comprender. Los hindúes son inexplicables, señor, incluso los
millonarios.
Poggioli pasó por alto una duda tan simple.
—Pero, ¿por qué ese viejo diablo me eligió a mí como
cabeza de turco? —gritó, perplejo.
—Oh, eso se lo explicó a la policía, señor. Dijo que eligió
a un hombre blanco a fin de que se hiciera una investigación a
fondo, para estar seguro de que le capturarían. De hecho,
señor, y según dijo, había deseado que usted fuera a dormir al
templo aquella noche.
Poggioli tuvo una ligera sensación punzante ante esta
mención del mundo oculto.
—Lo que no puedo ver, señor —siguió diciendo el hombre
del candil es por qué el viejo culi quería que le prendieran y
ahorcaran… ¿Por qué no se suicidó?
—Porque entonces su alma habría regresado en la forma
de alguna bestia. Quería que le mataran. Espera resucitar al
instante en Benarés con la pequeña Maila Ran. Confía en ser
un gran hombre con esposa e hijos.
—¡Qué idea tan loca! —exclamó el hombre.
Pero el psicólogo permaneció sentado, mirando el candil,
con la extraña sensación de que tal vez una idea tan fantástica
podría ser posible después de todo. Pues, ¿qué ocurre con esta
fuerza apasionada e inquieta del hombre cuando muere? ¿No
podían esforzarse los muertos para resucitar, tal como él había
hecho en su sueño? Quizá los muertos innumerables todavía
quieren vivir y estar divididos, y tal vez los seres vivos son el
resultado de los esfuerzos de los muertos, y no los muertos de
los vivos.
Sus pensamientos volvieron bruscamente al presente.
—Carcelero —le dijo con severidad académica—. ¿Por
qué no vino usted a contarme la confesión del viejo Hira Dass
cuando tuvo lugar? ¿Qué significa eso de tenerme aquí
encerrado cuando sabía usted que soy inocente?
—Porque no pude —dijo en tono compungido la forma
que sostenía el candil—. El viejo Hira Dass no confesó hasta
un mes y diez días después de que le ahorcaran a usted, señor.
Y la luz del candil se extinguió.
PELIGRO DEL PASADO

Erle Stanley Gardner

El creador de Perry Masón, Erle Stanley


Gardner, fue un abogado que se dedicó a la
literatura y obtuvo un éxito sorprendente. Produjo
centenares de relatos y novelas en una amplia
variedad de géneros, entre cuyas obras puede
destacarse El cero humano: los relatos de ciencia
ficción de Erle Stanley Gardner y Arenas
susurrantes: relatos de la fiebre del oro y el desierto
del Oeste (ambas publicadas en 1981); pero
alcanzó su fama más grande como autor de
novelas policiacas. Fue uno de los escritores más
importantes de las llamadas ediciones de «pulpa»,
y creó varias docenas de personajes, la mayoría de
los cuales todavía esperan que los recopilen en
series. Aunque fue sin duda un escritor dotado, su
considerable talento ha sido oscurecido por el
mismo volumen de su obra, no toda la cual es del
mismo calibre, fenómeno que también ha
perjudicado la reputación de otros varios
escritores cuyos trabajos aparecen en este
volumen. En sus mejores relatos, como en Peligro
del pasado, Gardner fue tan bueno como el mejor
de ellos.

El restaurante de la carretera rezumaba una atmósfera de


apacible prosperidad. Era un edificio pintado de verde, que se
levantaba en un círculo de grava blanca, en el triángulo donde
se juntaban las dos carreteras principales.
Ocho kilómetros más allá, una neblina de contaminación
señalaba el emplazamiento de la ciudad, pero allí, en el
entorno del restaurante, el aire era puro y claro como el cristal.
George Ollie bajó del taburete que había detrás de la caja
registradora y se acercó a la ventana para echar un vistazo. La
expresión de su rostro indicaba bienestar físico y satisfacción
mental.
En los siete años transcurridos desde que había empezado
a trabajar como cocinero, en la gran cocina económica que
estaba en la parte posterior de la casa, se las había arreglado
bastante bien, incluso excepcionalmente bien para alguien que
había sido perdedor en dos ocasiones. Desde luego, nadie
sabía eso, como tampoco sabía nadie que en su último trabajo
un cómplice perdió la cabeza y apretó el gatillo…
Pero eso pertenecía al pasado. George Ollie, presidente de
un club gastronómico, miembro de la Cámara de Comercio, no
tenía nada que ver con aquel otro George Ollie que fue el
preso número 56289.
En cierta manera, sin embargo, George debía algo de su
prosperidad actual a sus antecedentes criminales. Cuando
empezó a trabajar en el restaurante, aquel trabajo en el banco
que había salido mal agobiaba su mente. Durante tres años se
esforzó por mantenerse fuera de la circulación. Permaneció en
su habitación de día y de noche y, por fuerza, ahorró todo el
dinero que ganaba.
Así pues, cuando al dueño del establecimiento le falló el
corazón y tuvo necesidad de vender el restaurante casi de un
día para otro, George pudo efectuar el pago de la entrada en
metálico. Desde entonces, el duro trabajo, una administración
meticulosa y la casualidad de que hicieran pasar por allí una
carretera principal, constituyeron los pilares de la prosperidad
del ex presidiario.
George se apartó de la ventana y contempló la figura
simétrica de Stella, la camarera jefe, que estaba al otro lado de
la sala, inclinada sobre una mesa para tomar nota del pedido
de la familia que acababa de entrar.
Del mismo modo que George experimentaba una
sensación de orgullo cada vez que miraba el bien cuidado
restaurante, el aparcamiento recubierto de grava, y la corriente
del tráfico constantemente acelerada, que le proporcionaba un
número cada vez mayor de clientes, así experimentaba una
sensación de orgullo posesivo cada vez que contemplaba la
figura de Stella con sus curvas suaves.
Era innegable que Stella sabía vestir con gusto, y George
pensaba que en el pasado de aquella mujer debió de haber un
período de prosperidad, una época en la que llevó con
distinción los últimos modelos de París. Ahora llevaba el
uniforme azul claro, con los puños blancos almidonados por
encima del codo y el cuello blanco, con el mismo aire de
distinción. No sólo infundía clase a los uniformes, sino
también al local.
Cuando Stella caminaba, las líneas de su figura ondeaban
suavemente bajo las ropas. Los clientes que la miraban,
invariablemente volvían a mirarla. Sin embargo, Stella se
mostraba siempre discreta, nunca atrevida. Sonreía en el
momento adecuado y del modo correcto. Si el cliente intentaba
intimar, Stella siempre lograba crear una atmósfera de
apresuramiento, dando la impresión de que era una joven
afable y complaciente en potencia, demasiado ocupada para
intimidades.
Por la manera en que dejaba la comida sobre una mesa y se
apresuraba a regresar sonriente a la cocina, como si tuviera
que resolver algo de gran importancia, George podía saber lo
que le decían los clientes de aquella mesa, ya fuera el
reconocimiento apreciativo de un buen servicio, una broma
bienintencionada o el intento de concertar una cita por parte de
los machos depredadores.
Pero George nunca había preguntado a Stella por su
pasado. Debido a su propia historia, sentía horror hacia todo lo
que apuntara siquiera a un intento de indagar en el pasado de
alguien. El presente era lo único que contaba.
La misma Stella evitaba ir a la ciudad. Iba una o dos veces
al mes para hacer algunas compras, y de vez en cuando iba al
cine; por lo demás, se quedaba en su habitación, en el pequeño
motel que estaba a doscientos metros carretera abajo.
El sonido de un tamborileo hizo salir a George de su
ensoñación. El hombre que estaba ante el mostrador golpeaba
con una moneda la barra de caoba. Había entrado por la puerta
situada en el lado este, y George, entretenido en la
contemplación del restaurante, no le había visto.
Durante aquel período de escasa actividad a primera hora
de la tarde, Stella era la única camarera de servicio.
Inesperadamente, se habían llenado seis mesas y Stella estaba
ocupada.
George se alejó de su lugar acostumbrado detrás de la caja
registradora para atender al cliente. Le tendió el menú, le
sirvió un vaso de agua, dispuso sobre la barra una servilleta y
los cubiertos, y esperó.
El cliente, con el sombrero muy inclinado sobre la frente,
arrojó el menú a un lado con un gesto casi de desprecio.
—Gambas al curry.
—Lo siento —dijo George en tono afable—, eso no figura
hoy en el menú.
—Gambas al curry —repitió el hombre.
George alzó la voz. Probablemente el otro era duro de
oído.
—No las tenemos hoy, señor. Tenemos…
—Ya me ha oído —le interrumpió el hombre—. Gambas al
curry. Vaya a buscarlas.
Había algo en la voz dominante, la configuración de los
hombros y los modales arrogantes de aquel hombre que activó
la memoria de George. Ahora que pensaba en ello, incluso el
gesto despectivo con que el hombre había tirado el menú a un
lado sin leerlo, significaba algo.
George se inclinó un poco más.
—¡Larry! —exclamó horrorizado.
Larry Giffen alzó la vista y sonrió.
—¡George! —el tono con que pronunció el nombre era
despectivamente sarcástico.
—¿Cuándo…, cuándo has salido?
—No te preocupes, Georgie —dijo Larry—, salí por la
puerta principal. Ahora ve a buscarme las gambas al curry.
—Mira, Larry —dijo George, sobreponiéndose a la
sensación de futilidad que aquel hombre siempre le había
inspirado—, el cocinero está chiflado. Ya he tenido bastantes
problemas con él y…
—Ya me has oído —le interrumpió Larry—. ¡Gambas al
curry!
George miró a Larry a los ojos, titubeó y luego se dirigió a
la cocina.

Stella se detuvo al lado de la cocina mientras él preparaba la


salsa de curry especial.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
—Un especial.
Ella escrutó su rostro.
—¿Qué clase de especial?
—Muy especial.
Stella salió de la cocina.
Larry Giffen se comió las gambas al curry y miró a su
alrededor con un aire de posesión.
—He pensado que tal vez me dedicaré a los negocios
contigo, Georgie.
George Ollie supo, por la sequedad de su boca y la
debilidad de sus rodillas, que aquello era lo que había estado
esperando.
Larry movió la cabeza en dirección a Stella.
—Ella entra en el conjunto.
Ollie, súbitamente airado y beligerante, dio un paso
adelante.
—Ella no entra en ninguna parte.
Giffen se rió, giró sobre sus talones, se encaminó a la
puerta y se volvió.
—Te veré después de que cierres el local esta noche —le
dijo, y salió del restaurante.
Stella no se acercó a él hasta que volvió el período de
calma.
—¿Quieres decírmelo? —le preguntó.
Él trató de parecer sorprendido.
—¿Qué?
—Nada.
—Lo siento, Stella, no puedo.
—¿Por qué no?
—Es un hombre peligroso.
—¿Para quién?
—Para ti…, para los dos.
Ella hizo un gesto con el hombro.
—Nunca se gana nada huyendo.
—No te mezcles en esto, Stella —le suplicó George—.
¿Recuerdas que anoche los policías estuvieron aquí, tomando
café y pastas después de correr por ahí como locos buscando a
los asaltantes…? Esos dos golpes importantes, el de la caja
fuerte del banco y la del teatro.
Ella asintió.
—Debía haber caído en la cuenta. Ésa es la técnica de
Larry. Nunca les deja nada para que puedan empezar a
trabajar. Guantes de caucho, con lo que no hay huellas
dactilares; alarmas contra robo desconectadas; todo ejecutado
con precisión cronométrica, y ni una sola pista. No es de
extrañar que los policías se volvieran locos. Larry Giffen
nunca deja un indicio a sus espaldas.
Ella le miró fijamente.
—¿Qué quiere de ti?
George desvió el rostro, luego la miró, trató de hablar y no
pudo.
—De acuerdo —dijo ella—. Retiro la pregunta.
Entraron dos clientes, Stella los acompañó a una mesa y
procedió a la rutina acostumbrada. Parecía sosegada y
competente, despreocupada por completo. En cambio, George
Ollie era incapaz de pensar de un modo ordenado. Su mundo
se había venido abajo. Giffen «Guantes de caucho» debía de
haberse enterado de aquel trabajo en el banco con el cómplice
inexperto, pues de otro modo no se habría dejado caer por allí.
Las noticias viajan de prisa en el mundo del hampa. A
pesar de unos cambios cuidadosamente cultivados en su
aspecto personal, algún ex presidiario listo, mientras comía en
el restaurante, debía de haber «fichado» a George Ollie. A él
no le había hecho nada, sino que se había reservado la noticia
en exclusiva para los oídos de Larry Giffen. El hampa de la
prisión sabía que el Gran Larry podría utilizar a George…,
como un granjero podría utilizar a un caballo.
Y ahora Larry se había «dejado caer».
Llegaron otros clientes y el restaurante se llenó. Llegaron
las camareras que ayudaban en las horas punta. Durante dos
horas y media hubo tanto trabajo que George no tuvo ocasión
de pensar. Luego, la actividad empezó a disminuir, y hacia las
once de la noche ya no había casi nada que hacer. George
cerró el establecimiento a media noche.
—¿Vienes conmigo? —le preguntó Stella.
—Esta noche no —respondió él—. Quiero preparar una
lista de compras.
Ella no dijo nada y salió.
George cerró las puertas, echó los cerrojos dobles y, no
obstante, mientras apagaba las luces y colocaba las barras en
su lugar, sabía que los cerrojos no le protegerían de lo que se
avecinaba.
Larry Giffen golpeó la puerta a las doce y media.
George, en la penumbra, fingió que no oía. Se preguntó
qué haría Larry si descubría que George había hecho caso
omiso de su amenaza y se había marchado, dejando el local
protegido por los cerrojos y la ley.
Pero Larry Giffen no iba a tragarse aquello. Aporreó con
violencia la puerta y luego la emprendió a puntapiés con el
tacón…, tan fuerte que el vidrio traqueteó y amenazó con
romperse.
George salió apresuradamente de la penumbra y abrió la
puerta.
—¿Qué es eso de tenerme aquí esperando, George? —
preguntó Larry con una solicitud exagerada hasta llegar al
sarcasmo—. ¿No quieres ser sociable con tu viejo amigo?
—Mira, Larry, ahora soy un hombre decente que cumple
con la ley, y voy a seguir así.
Larry echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
—Ya sabes lo que les pasa a los renegados, George.
—No soy ningún renegado, Larry. Soy un hombre honesto,
eso es todo. He pagado mis deudas con la ley y contigo.
Larry mostró sus grandes y amarillentos dientes al sonreír.
—No es así de bonito, Georgie. ¡Todas tus deudas
pagadas! A ver, ¿qué me dices de ese trabajo en el Banco
Nacional donde el Flaco perdió el dominio de sí mismo porque
el cajero no soltaba la pasta con suficiente rapidez?
—Yo no intervine en eso, Larry.
En los labios de Larry apareció una sonrisa de triunfo.
—¡Eso lo dirás tú! Conducías el coche en el que huyeron
los atracadores. Los polis encontraron una huella dactilar en el
espejo retrovisor. El FBI no pudo clasificar esa única huella,
pero si alguien la cotejara con las huellas de tu ficha, Georgie,
tendrías que levantar el culo de ese taburete acolchado detrás
de la caja registradora para transferirlo a la silla eléctrica… El
asiento caliente, Georgie… Nunca te gustó el asiento caliente,
Georgie.
George Ollie se humedeció los labios. Tenía la frente
perlada de sudor. Quería decir algo, pero no había nada que
pudiera decir. Larry siguió hablando:
—He hecho un par de trabajos por aquí, y voy a hacer otro
más. Entonces vendré a este restaurante, contigo, Georgie, seré
tu nuevo socio. Necesitas un poco de protección y voy a
dártela.
Larry fue contoneándose hasta la caja registradora,
oprimió una tecla, abrió el cajón y levantó la tapa por encima
del rollo de papel para ver la recaudación del día.
—Bueno, Georgie —dijo, mirando el cajón vacío—, no
deberías haber escondido toda esa pasta. ¿Dónde está?
George reunió todas las reservas de su amor propio.
—¡Vete al infierno! Hasta ahora he llevado una vida
decente y voy a seguir así.
Larry cubrió la distancia que les separaba con unas rápidas
zancadas, y con la mano izquierda abierta golpeó el rostro de
George con un impacto que le hizo tambalearse.
—Te busca la policía —dijo Larry, y su mano derecha le
golpeó la otra mejilla—. Te buscan, Georgie.
Y alzó la mano izquierda.
George hizo ademán de defenderse, pero Larry Giffen,
veloz como un gato, fuerte como un oso, fue a por él y siguió
golpeándole la cara mientras repetía una y otra vez que le
buscaban.
Finalmente, Larry retrocedió.
—Me quedo con la mitad de los beneficios. Tú lo dirigirás
por mí cuando no esté aquí, Georgie. Mantendrás una
contabilidad exacta y harás todo el trabajo. La mitad de los
beneficios son para mí. Vendré de vez en cuando para ver
cómo van las cosas. No se te ocurra intentar engañarme,
Georgie.
»No te gustaría sentarte en la parrilla, Georgie. Estás
gordo, bien alimentado, y esa nena que menea tan bien las
caderas te tiene amansado, Georgie. Lo he visto en tus ojos.
Tiene clase, y está incluida en el restaurante, Georgie.
Recuerda que me corresponde la mitad de los beneficios. Tú te
encargarás de que no haya ningún problema.
La cabeza de George Ollie era un torbellino. Le escocían
las mejillas a causa de las fuertes bofetadas del hombretón, y
se sentía como si tuviera el alma aplastada bajo un enorme
peso. Larry Giffen no conocía más ley que la del poder, y
ahora, con un brillo sádico en sus ojos malévolos, se acercaba
de nuevo a él, dispuesto a deslomarle.
George ignoraba que Stella había entrado en el local, tras
abrir la puerta con sigilo.
—¿Qué quiere de ti, George? —preguntó.
Larry Giffen se volvió al oír el sonido de su voz.
—Bueno, bueno, señorita Meneacaderas. Venga aquí.
Ahora soy el dueño de la mitad del negocio. Venga a conocer a
su nuevo jefe.
Ella permaneció inmóvil, mirando alternativamente a los
dos hombres. Larry se volvió hacia George.
—Muy bien, Georgie, ¿dónde está la caja fuerte? Dame la
combinación de la caja, Georgie. Soy tu nuevo socio y la
necesito. Yo me ocuparé de los ingresos del día. Más adelante
podrás llevar tus libros de cuentas, pero ahora necesito dinero.
Esta noche tengo una cita importante.
George Ollie titubeó un momento y luego se dirigió a la
cocina.
—He dicho que me des la combinación de la caja fuerte —
dijo Larry Giffen, su voz restallante como un látigo.
Stella le miraba; George tenía que hacer un arreglo de
cuentas.
—La pasta está aquí —replicó, y fue hacia la barra de la
que colgaban los grandes cuchillos de cocina.
Larry Giffen leyó su mente. Siempre había podido leer sus
intenciones, como si fuera un libro abierto.
La mano de Larry se movió con rapidez: sostenía un
revólver de cañón romo. Había en sus ojos una expresión
asesina, pero su voz seguía siendo sedosa y burlona.
—Vamos, Georgie, tienes que ser un buen chico. No actúes
precipitadamente. Recuerda, Georgie, que he cumplido mi
última condena. Nadie va a coger vivo al Gran Larry. Dame la
combinación de la caja fuerte, Georgie. ¡Y nada de trucos!
George Ollie llegó a una decisión. Era mejor morir
luchando que hacerlo atado a la silla eléctrica. Sin hacer caso
del arma, siguió avanzando hacia la barra de los cuchillos.
El Gran Larry se quedó un momento perplejo. George
siempre se había derrumbado como un neumático sin aire
cuando Larry le daba una orden. Aquel era un nuevo George
Ollie. Pero Larry no podía disparar, pues no quería ni hacer
ruido ni matar.
—¡Basta, Georgie! No hace falta que te pongas violento.
—Larry guardó su revólver—. Te buscan por ese trabajo en el
banco, Georgie. Recuerda que puedo enviarte a la parrilla. Ese
es el único argumento que voy a usar, Georgie. No hace falta
que cojas un cuchillo. Basta con que me digas que me vaya,
Georgie, y me iré. El Gran Larry no se queda donde no es bien
recibido.
»Pero sería mejor para ti que me recibieras bien, Georgie,
muchacho. Sería mejor que me dieras la combinación de la
caja fuerte y me aceptaras como nuevo socio. ¿Qué va a ser,
Georgie?
Fue Stella quien respondió a la pregunta, con una voz clara
y sosegada.
—No le hagas daño. Tendrás el dinero.
El Gran Larry la miró y sus ojos cambiaron de expresión.
—Vaya, esta es la clase de chica que a mí me gusta. Dile a
tu nuevo jefe dónde está la caja. Echa a andar, muñeca, y
recuerda que tú entras en el lote.
—No hay ninguna caja fuerte —se apresuró a decir George
—. Ingresé el dinero en el banco.
El Gran Larry sonrió.
—Eres un embustero. No has salido de aquí; lo sé porque
te he estado vigilando. Anda, muñeca, dime dónde diablos está
la caja fuerte. Entonces Georgie le dará la combinación a su
nuevo socio.
—Está escondida detrás de la mampara corredera, en el
mostrador de los pasteles —dijo Stella.
—Bien, bien, bien —observó Larry Giffen—. ¡Qué
interesante es eso!
—Por favor, no le hagas daño —suplicó Stella—. Tira de
los estantes hacia afuera…
—¡Calla, Stella! —gritó George Ollie.
—El daño ya está hecho, Georgie, muchacho —dijo
Giffen.
Corrió las puertas de vidrio del compartimento de los
pasteles, extrajo los estantes, los dejó encima del mostrador y
entonces deslizó la mampara, revelando la caja fuerte.
—¡Muy listo, Georgie, muy listo! Has recurrido a tu
experiencia, ¿eh? Y ahora la combinación, Georgie.
—No puedes salirte con la tuya, Larry, no permitiré…
—Vamos, Georgie, muchacho, no hables así. Soy tu socio.
Estoy aquí al cincuenta por ciento contigo. Tú haces el trabajo
y diriges el establecimiento y yo cogeré mi mitad de vez en
cuando… Pero me has tenido a oscuras durante algún tiempo,
Georgie, muchacho, así que todo lo que hay ahora en la caja
fuerte es parte de mi mitad. Venga, dame la combinación…
Naturalmente, podría descerrajarla, pero ya que soy
propietario de la mitad del negocio, detesto dañar la propiedad.
Entonces tendrías que comprar una caja nueva, y tendrías que
pagar el coste íntegro con el dinero de tu mitad. No esperes
que yo pague una caja nueva.
Giffen «Guantes de caucho» se rió de su propia broma.
—¡He dicho que te fueras al infierno! —dijo George Ollie.
Larry Giffen apretó el puño.
—Supongo que necesitas un buen rapapolvo, Georgie,
muchacho. No deberías perderme el respeto…
La voz de Stella le interrumpió.
—Déjale en paz. He dicho que tendrías el dinero. George
no quiere ir a la silla eléctrica.
Larry se volvió hacia ella.
—Me gustan las chicas juiciosas, cariño. Luego
hablaremos de ello. Ahora hay que trabajar. Los negocios
antes que el placer. Vamos.
—Noventa y siete cuatro veces a la derecha —dijo Stella.
—Bien, bien, bien —dijo Giffen—. La chica conoce la
combinación. Los dos sabemos lo que eso significa, Georgie,
muchacho, ¿verdad?
George, con el rostro rojo e hinchado por el impacto de las
bofetadas, permanecía en pie, impotente.
—Eso significa que realmente forma parte del lote —dijo
Giffen—. También eres mi propiedad al cincuenta por ciento,
chiquilla. Y estoy deseando recoger esa parte. Bueno, ¿cuál es
el resto de la combinación?
Giffen se inclinó sobre la caja. Entonces, pensándolo
mejor, se enderezó, cogió el revólver de cañón romo con la
mano izquierda y dijo:
—Sólo para que no se te ocurra hacer ninguna mala
pasada, Georgie… No conseguirías nada, ¿sabes? Y no te
gusta la idea de la silla eléctrica.
Stella, pálida y tensa, dijo los números. Larry Giffen hizo
girar los botones de la caja, abrió la puerta, sacó la caja de
caudales y levantó la tapa.
—Bien, bien, bien —dijo mientras se metía billetes y
monedas en el bolsillo—. Ha sido un buen día, ¿eh?
—Hay un billete de cien dólares en el libro mayor —dijo
Stella.
El Gran Larry sacó el libro mayor.
—Sí, aquí está, en efecto. —Miró el billete de cien dólares
con un ángulo ligeramente desgarrado—. Chica, eres una gran
ayuda. Me alegro de que entres en el lote. Creo que vamos a
llevarnos muy bien.
Larry se levantó, se apartó de la caja y miró a George
Ollie.
—Anima esa cara, Georgie, muchacho. Las cosas no están
tan mal. Te dejaré suficiente beneficio para que mantengas el
negocio y sigas interesado en el trabajo. Yo sólo quitaré la
mayor parte de la nata. Vendré por aquí de vez en cuando y,
naturalmente, Georgie, no le dirás a nadie que me has visto.
Aunque lo hicieras, no serviría de nada, porque entraré por la
puerta principal, muchacho. Soy listo, no como tú. No tengo
nada pendiente sobre mi cabeza y nadie puede tirar de la
alfombra bajo mis pies en cualquier momento.
»Bueno, Georgie, muchacho. Tengo que marcharme. He de
hacer un trabajito en el supermercado, cerca de aquí. Tienen
demasiada confianza en su caja fuerte. Pero volveré dentro de
un par de horas, Georgie. He recogido parte de mi inversión y
ahora quiero recoger el resto. Espérame aquí, chica. Tú puedes
ir a dormir un poco, Georgie.
El Gran Larry miró a Stella, se dirigió a la puerta,
permaneció un momento escrutando las sombras y luego se
desvaneció en la oscuridad.
—Tú —le dijo Ollie a Stella. Su voz reflejaba lo
decepcionado que estaba por la traición de la mujer.
—¿Qué?
—Le has dicho dónde estaba la caja fuerte…, y esos cien
dólares, le has dado la combinación…
—No podía soportar que te hiciera daño —dijo ella.
—Tú y las cosas que no puedes soportar. No conoces a
Giffen «Guantes de caucho». No sabes en qué te has metido,
no sabes…
—Calla —le interrumpió ella—. Si vas a insistir en que
otras personas piensen por ti, aceptaré el trabajo.
Él la miró sorprendido.
La mujer se dirigió a la alacena y salió con una barra
sacaclavos. Antes de que él tuviera la más ligera idea de lo que
se proponía, fue a la caja registradora, alzó la barra por encima
de su cabeza y la descargó con todas sus fuerzas sobre la caja.
Insertó entonces la punta de la barra, hizo palanca con el acero
cromado y abrió el cajón. A continuación fue a la puerta
trasera, la abrió, insertó el extremo de la barra y apalancó ésta
hasta romper la madera de la jamba.
George Ollie la miraba inmóvil y estupefacto.
—¿Qué diablos estás haciendo? ¿No te das cuenta…?
—Calla. ¿Qué me dijiste una vez sobre la manera de abrir
cajas fuertes? Ah, sí, haces saltar el tirador y con un punzón
extraes el eje…
Fue a la caja fuerte y golpeó el tirador con la barra, hasta
hacerlo saltar, dejando que rodara por el suelo. Entonces se
dirigió a la cocina, cogió una toalla y frotó la barra para
eliminar las huellas dactilares.
—Vamos —le dijo a George Ollie.
—¿Adónde?
—A Yuma. Nos hemos fugado hace hora y media…, ¿o no
te has enterado? Vamos a casarnos. En Arizona no hay retrasos
ni trámites burocráticos, y en cuanto crucemos la frontera del
estado podremos casarnos libremente. Necesitas a alguien que
piense por ti, y yo voy a encargarme de ese trabajo.
»Además —siguió diciendo, mientras George Ollie
continuaba inmóvil donde estaba—, en este estado un marido
no puede actuar como testigo en contra de su esposa, y
viceversa. Ahora comprendo que esa ley está muy bien.
George se quedó mirándola, viendo en ella algo que no
había visto hasta entonces: algo impetuoso, posesivo, que le
asustaba y, al mismo tiempo, le tranquilizaba. Era como una
pantera protegiendo a sus cachorros.
—Pero no lo entiendo —dijo George—. ¿Para qué
destrozar las cosas, Stella?
—Espera hasta que veas los periódicos.
—Sigo sin comprender.
—Ya lo entenderás.
George aguardó un poco más. Luego se dirigió hacia ella.
Por extraño que pareciera no pensaba en la trampa que aquella
mujer le había tendido, sino en los suaves contornos bajo su
uniforme azul claro. Pensó en Yuma, en el matrimonio y la
seguridad, en un hogar.

Transcurrieron dos días antes de que llegaran a Yuma


periódicos de su localidad. Había titulares en una página
interior:

RESTAURANTE ASALTADO MIENTRAS


SU PROPIETARIO ESTABA DE LUNA DE
MIEL. EL GRAN LARRY GIFFEN MUERTO EN
UN TIROTEO CON AGENTES DE POLICÍA.

El periódico seguía diciendo que la señora de George Ollie


había telefoneado al redactor de notas de sociedad desde
Yuma, diciendo que George Ollie y ella habían partido la
noche anterior y se habían casado en el Gretna Green, al otro
lado de la frontera del estado. El redactor le pidió que esperase
y pasó la llamada a la policía.
La policía pidió que George Ollie se pusiera al aparato,
pues tenían una sorpresa para él. Al parecer, cuando el
patrullero nocturno efectuó su recorrido habitual de inspección
y pasó por el restaurante de Ollie a la una de la madrugada,
observó que lo habían allanado. Encontraron una serie de
huellas perfectamente identificables en la caja registradora y
en la caja fuerte. Trabajaron de prisa y pudieron identificar las
huellas, pertenecían al Gran Larry Giffen, conocido en el
hampa como Giffen «Guantes de caucho», por su habilidad
para no dejar nunca huellas gracias a los guantes que usaba.
Pero en aquel trabajo Larry había hecho una chapuza.
Evidentemente se había olvidado de los guantes.
La policía tenía fotografías del Gran Larry, y dieron de
inmediato la alarma general.
Aquella misma tarde la camarera jefe y cajera a tiempo
parcial de George Ollie fue a ver al jefe de policía.
—Había tomado una precaución por si nos robaban —le
explicó—, pues quería que tuvieran ustedes una prueba
irrefutable en caso de que capturasen al atracador. Dejé un
billete de cien dólares en la caja fuerte, después de cortar un
ángulo. Aquí está el trozo cortado. Esto les permitirá acusar al
ladrón si dan con él.
A la policía le pareció una buena idea, tan inteligente que
lamentaron no haber podido usarla para acusar formalmente a
Larry Giffen.
Pero Larry había preferido entablar un tiroteo con los
agentes que iban a detenerle. Como conocían sus antecedentes,
los policías estaban preparados para semejante reacción.
Después de que las escopetas de cañones recortados acabaran
con la vida del Gran Larry, los agentes descubrieron el billete
de cien dólares manchado de sangre en su bolsillo cuando
desnudaron el cuerpo para enviarlo al depósito.
Encontraron también el botín de otros tres trabajos en
aquella zona, que ascendía en total a unos siete mil dólares.
La policía estaba todavía perpleja ante el hecho de que
Giffen, conocido en el mundo del hampa como el
descerrajador de cajas más artístico del oficio, hubiera hecho
un trabajo tan propio de un aficionado en el restaurante. Giffen
tenía la reputación de que jamás había dejado una huella
dactilar o una pista.
Después de que la informaran del allanamiento de su local,
George Ollie, popular propietario de un restaurante, respondió
de una manera característica de los recién casados en todo el
mundo.
—¡Al diablo con el negocio! —dijo a la policía—. Estoy
de luna de miel.
MORIRÉ MAÑANA

Mickey Spillane

Frank Morrison Spillane fue en una época


escritor de cómics (trabajó en personajes como el
Capitán América y el Capitán Maravillas) y,
finalmente, llegó a convertirse en uno de los más
famosos autores de novelas policiacas. Aunque ha
recibido muchas críticas por obras que se
consideraron demasiado cargadas de sexo y
violencia, cautivó la imaginación de millones de
lectores mediante las hazañas de Mike Hammer,
una de las grandes figuras del subgénero «duro».
Sus primeras siete novelas, empezando por Yo, el
jurado, de 1947, le valieron su reputación, pero su
talento, a lo largo de toda su carrera, ha sido
constantemente infravalorado por quienes ponían
objeciones a los estilos de vida demasiado
atrevidos de sus personajes.
A pesar de su popularidad, pocos lectores
conocen sus relatos cortos, a menudo excelentes, y
nos satisface ofrecer a su atención el relato Moriré
mañana.

El caballero de aspecto afable que vestía un atildado traje gris


carbón era un asesino, pero, como todos los buenos
depredadores, su disfraz era excelente. Según todos los signos
exteriores, era un hombre de negocios con un éxito moderado
y una oficina, quizás en un piso alto de un edificio de
Manhattan, adonde no llegarían los ruidos y los humos de la
calle.
Uno habría supuesto, sin pensarlo, que se aproximaba a los
cincuenta años, y si le pidieran que lo describiera, apenas
podría decir más que era un hombre corriente. No, no había
nada sospechoso en su manera de andar o de hablar, ni en su
conducta, y si uno tenía alguna razón para confiar en alguien,
sería en aquel caballero. Vamos, si incluso parecía feliz.
Además, su disfraz era perfecto, simplemente porque no
era en absoluto un disfraz artificial, sino real. Tenía un
despacho, en efecto, aunque no en Manhattan, y era feliz.
Rudolph Less era un hombre muy satisfecho con la vida, sobre
todo cuando trabajaba, y ahora tenía un nuevo trabajo.
Arriba había un hombre al que iba a matar, y el precio por
enviarle al otro mundo era diez mil preciosos dólares, cantidad
que serviría para alimentar su único pasatiempo secreto en la
casa de verano que poseía en una isla. La idea le hizo sonreír,
y sintió que un estremecimiento ligero e indirecto le rozaba la
entrepierna. Pensó que a las mujeres se les podía enseñar…, o
incluso obligar…, a hacer cosas maravillosas.
Sí, la vida era agradable. Sólo unos pocos selectos
conocían su verdadera naturaleza y su posición en la vida. A
través de esos pocos, otros podían solicitar sus servicios…, y
muchos lo habían hecho.
¿Cuántos hasta entonces? ¿Lo habían hecho cuarenta y seis
o cuarenta y ocho veces? A veces le resultaba difícil
recordarlo. En otro tiempo había llevado la cuenta, pero, como
sucede en cualquier otro negocio, hacer un inventario resulta
aburrido. Ahora era mejor limitarse a mirar hacia delante.
Era el suyo un buen negocio y, de todos los que vivían de
ese trabajo, él era el mejor. No había ninguna duda. (Sonrió al
portero, el cual le devolvió la sonrisa, aunque era un gesto
reflejo). Pensaba en las numerosas ocasiones en que había
leído los informes sobre su trabajo en los periódicos. Siempre,
en todos los casos, la policía estaba perpleja o culpaban a otro.
Rió entre dientes al pensar en los tres que ya habían muerto en
la silla eléctrica, condenados por error. ¡Eso sí que
conmocionaría a la administración, si alguna vez salía a
relucir! Pero no eran más que indeseables, y el error de su
muerte era realmente un beneficio para la sociedad; así hacían
pronto lo que, de todos modos, habrían tenido que hacer a la
larga.

Esa clase de cosas no hacían más que aumentar su reputación.


Los beneficios habían sido considerables. Volvió a pensar en
Theresa, la de piel oscura y pelo negro, a quien le habían
encantado las cosas que él le hacía. Le gustaba de veras. Y
ella, en el frenesí de la emoción desbocada, le había hecho
cosas que ni siquiera podía recordar. No se acordaba más que
del terrible placer de la experiencia. Pues bien, ahora podría
recuperar a Theresa.
Eso era lo que significaba ser el mejor. Le contrataban
porque nunca fallaba. Por un instante, su rostro se nubló, como
si estuviera enfadado consigo mismo, pero meneó la cabeza,
rechazando el pensamiento que había tenido, porque no era
posible.
Pensó que había sido una lástima no haberse cerciorado
más, pero por entonces carecía de suficiente experiencia. Se
marchó demasiado pronto y no estaba absolutamente seguro…
Intentó sonreír de nuevo. Pero ellos le habían pagado, por lo
que todo debía de haber salido bien.
No podía dejar de pensar en ello, y trató de recordar los
detalles simplemente para satisfacer su deseo de perfección.
Fue su primer contrato, y muy sencillo. Un chico llamado
Buddy…, no recordaba su apellido, pero tenía en la oreja
derecha un agujero del tamaño de una moneda pequeña,
supuestamente producido por una bala perdida del calibre 45
durante la guerra. Buddy había robado diecisiete de los
grandes al tesorero del grupo de Jersey City y, en vez de seguir
siendo el hazmerreír de su pseudodignidad, Buddy tenía que
desaparecer, pero, naturalmente, sin que ello tuviera ninguna
conexión aparente con el grupo.
No fue difícil. Buddy era un tipo comunicativo, así que él
se limitó a entablar conversación, le llevó hasta un lugar
desierto junto al agua, disfrutó del final de la conversación
diciéndole a Buddy quién era y lo que iba a hacer, y mientras
el tipo se quedaba pasmado, con la boca abierta y la luz de la
orilla opuesta visible a través del agujero de la oreja, le disparó
en el pecho y observó cómo el cuerpo se hundía en el agua.
Si hubieran encontrado el cadáver, se habría sentido
satisfecho. Sin embargo, el río corría con rapidez, estaba
crecido a causa de una tormenta y el océano se encontraba
cerca. Buddy (¿cuál era su apellido?) nunca apareció, ni
siquiera para reclamar el fajo de billetes que había dejado en
su habitación. Al pensar en ello, Rudolph Less respiró hondo y
sonrió, satisfecho de que su hoja de servicios fuese perfecta.
Sí, tenía un buen historial. El importante Tim Sheely de
Detroit y el senador del Oeste Marco Leppert, que era un
correo de la mafia, figuraban en aquella lista. Rió de nuevo.
¡Cómo le había buscado la mafia! Mataron a cuatro hombres,
creyendo en cada ocasión que habían acertado, y nunca
sospecharon de él. Tras su último fracaso, la misma mafia le
dio el trabajo de verdugo para que librara a la organización de
sus propios asesinos que cometían errores.
Recordó que gracias a aquel trabajo pudo conseguir a Joan.
¡Qué mujer, qué apetito el suyo, y tan bien dotada, con unos
encantos tan grandes, todo tan grande…! Sí, también volvería
a tenerla. Quizás incluso a Theresa y Joan juntas. ¡Quién sabía
lo que podrían hacer entonces! Quizá fuese malo para su
organismo, pero pensó irónicamente en que aún disfrutaba de
buena salud. Aún podría resistir la experiencia de ciertas cosas
que estaban por descubrir.
No tuvo necesidad de mirar la guía de la pared antes de
subir al ascensor. Ahora formaba parte de la muchedumbre y
estaba a la vista, pero pasaba desapercibido. El hombre que
estaba a su lado tenía un cigarro en la boca, y el humo le hizo
toser ligeramente, pero no dijo nada, aunque pensó de pronto:
«¡Me gustaría matarle!».
Como a Lew Smith, que estuvo delante de él al fondo del
teatro en penumbra y ni siquiera notó que el punzón para partir
hielo se le clavaba en el corazón. Simplemente cayó al suelo y
lo llevaron afuera creyendo que había sufrido un desmayo, y
nadie vio a Rudolph al marcharse. Lew también olía a humo
de cigarro, y Lew le permitió adquirir a Francie, la cual le
hacía sentarse y mirarla mientras ella interpretaba la danza
más condenada que había presenciado jamás, hasta que los
ojos se le salían de las órbitas y apenas podía respirar, y
cuando ella le permitía que le pusiera las manos encima, ya
casi había perdido el sentido y tenía que abofetearle para que
volviera en sí. Pero Francie sonreía y le encantaba lo que él le
hacía, aun cuando hiciera algún mohín al ver las marcas de las
mordeduras.
Ahora respiraba pesadamente, y el aire entraba por el
cuello de la mujer que estaba delante. Ésta casi se volvió, pero
él hizo un esfuerzo y obligó a su respiración a normalizarse.
Le ocurría esto porque se acercaba el momento de realizar
su trabajo. Saboreaba los frutos del éxito antes de haber
plantado el árbol. Pero, de todos modos, la conclusión era
inevitable. El éxito ya no era problemático, sino seguro, y ése
era el motivo de que pudiera pedir tanto por hacer tan poco.
A veces se sentía intrigado por aquellos que tardaban en
morirse. ¿Qué pensarían? ¿Quién era él? ¿Qué le habían hecho
para que acabara con sus vidas? Algunos lo sabían, desde
luego. Recordaba que dos de ellos incluso parecieron
aliviados. Habían vivido durante años con el temor de que
llegara aquel día, y entonces había llegado. Se acabó el temor
para ellos. La realidad se había presentado en forma de
hombre de mediana estatura que sonreía afablemente, y todo
terminaba con rapidez y sin mucho dolor, porque él era un
experto en su trabajo. Estaba seguro de que un hombre incluso
susurró «gracias» antes de morir.
Esa era una de las ventajas de su método: no había huida ni
gritos de terror. Ellos no le conocían, su aspecto no les hacía
temer nada, y si exteriorizaban algo, generalmente era
sorpresa.
Pensó que quizás algún día cambiaría su método. Si
conseguía un encargo en el lugar adecuado, le gustaría intentar
algunos experimentos, como extensiones de lo que le había
hecho a Lulú, la cual tenía sangre salvaje y le gustaba que la
golpearan de cierta manera. El dolor que le infligían con su
plena cooperación era lo que le gustaba a aquella mujer, y le
había enseñado cosas en las que había empezado a pensar
últimamente. Rechazó la idea con impaciencia y miró el
indicador sobre la cabeza del ascensorista. La cabina se detuvo
y se abrieron las puertas.
Piso dieciséis.
Recordaba bien su número dieciséis.
Era una muchacha, una corista llamada Cindy Valentine,
que sabía demasiado sobre las operaciones de otro grupo por
medio de un novio que tenía, ya muerto. El fiscal del distrito
se había propuesto investigarla en secreto, pero el dinero, que
puede comprarlo todo, compró esa información, y era preciso
suprimir a Cindy.
El caso de Cindy Valentine, número dieciséis, fue en cierto
modo un trabajo placentero. De hecho, fue Cindy quien le
mostró el uso definitivo que podría dar a los muchos dólares
que había acumulado. Hasta entonces se había limitado a
montar un despacho desde donde vendía, con buenos
beneficios, pequeñas alhajas y novedades de bisutería a través
de las páginas de ciertas revistas. Un solo empleado hacía todo
el trabajo, pero aquello le proporcionaba una sensación de
bienestar, de tener un lugar en la sociedad. Todos los días iba
de su casa al despacho. No era un negocio espectacular, sino
reservado. No había nada que no pudiera hacer allí a su placer,
y estaba situado de tal manera que nadie podía espiarle. Para el
mundo exterior, llevaba una vida sencilla y recluida. Una
especie de afable recurso, se decía a sí mismo.
Sí, Cindy había aportado un nuevo sentido a su vida. La
llamó previamente y le dijo que era un joyero a quien habían
dado instrucciones para que la señorita Valentine eligiera una
alhaja de su colección. Aquello produjo en la chica una
inmensa alegría, y aunque trató de sonsacarle el nombre de
quien le hacía el regalo, él le dijo que había jurado no
revelarlo. Era un admirador secreto, y sin duda tenía muchos.
Cindy se creyó todo lo que le dijo. Gritó de placer cuando le
abrió la puerta de su apartamento, al ver el estuche de
muestras bajo el brazo del joyero.
Al principio, ella no reparó en el rostro ruborizado del
hombre, pues estaba demasiado excitada. Pero luego, en la
sala de estar, vio su consternación y sonrió. El vaporoso salto
de cama de nailon era lo único que Cindy llevaba puesto. Su
sonrisa se hizo maliciosa y le dijo: «Ya que usted va a darme
algo, también yo le daré algo». Entonces dejó que el salto de
cama cayera al suelo, y cuando terminó, él era un hombre
estremecido pero extrañamente exaltado. «Ahora déme usted
algo», le dijo ella, mirando el estuche sobre la mesa. Pues
bien, le dio algo, en efecto, con mucha rapidez y sin apenas
sangre, y entonces recogió su estuche y se marchó. Todo el
mundo dijo que había sido un crimen pasional, y en cierto
modo lo había sido.
Desde luego, Cindy había introducido algo nuevo en su
vida. Ahora, en vez de limitarse a la satisfacción de un trabajo
bien hecho, tenía un resultado final que era mucho más grande
que lo que había soñado jamás. La satisfacción que obtendría
por la noche sería mucho mayor que la satisfacción por el
trabajo perfecto, a la que hasta entonces había considerado
suficiente. La perfección era una palabra importante, que le
roía como un ratoncillo. Ojalá hubiera podido estar seguro de
que aquel primer encargo también fue un éxito, aquel Buddy
que tenía un agujero en la oreja.
Bueno, el tipo de arriba sólo se sumaría a la lista de sus
éxitos. Era un caso curioso, diferente, porque no había tenido
tiempo de estudiar al hombre. Estaría solo en su oficina,
contando los ingresos semanales, una oficina secreta que
utilizaba en exclusiva con fines de contabilidad. La tenía
alquilada bajo nombre supuesto, y siempre iba allí disfrazado.
Su actividad era ilegal y la ocultaba con destreza. Sólo después
de una ardua y larga investigación, el cliente de Rudolph Less
descubrió el paradero del tipo. Dado que la conexión con el
muerto sería evidente, era preciso que su cliente tuviera una
coartada a toda prueba en el momento del crimen, lo cual
hacía necesario utilizar el talento de Rudolph.
De ordinario se habría dedicado a la segunda parte del
convenio, pero últimamente empezaba a disfrutar nuevas
facetas de una vieja emoción. El cliente le dijo que podría
quedarse con el dinero que encontrara allí, además de su paga.
¡Miles de dólares adicionales! Sería suficiente para comprar…
Bueno, si el hombre tenía razón respecto a aquella chica de
Cuba, podría traerla allí en seguida. Una mujer con un control
muscular completo, le había dicho. ¡Piensa en ello! Tragó
saliva y procuró apartar la imagen de su mente. Todavía no.
Más tarde podría sentarse en su habitación y saborear lo que se
avecinaba, una vez concluido el trabajo, pero éste era lo
primero.
Bajó en el piso veinte, con otras dos personas, pero antes
de que las puertas se hubieran cerrado, una muchacha
atolondrada llegó corriendo y le dijo alzando demasiado la
voz:
—¿Señor Bascomb? ¿Es usted el señor Bascomb? Acaban
de llamar de abajo y dicen…
—Yo no soy el señor Bascomb —dijo él, sonriendo,
aunque interiormente soltó un juramento, cosa que no había
hecho en mucho tiempo.
Vio que el ascensorista sonreía por el azoramiento de la
chica, antes de que se cerraran las puertas. Un incidente así
podía hacer que el muchacho recordara su rostro. Sin embargo,
él nunca volvería allí, no vería más al chico, y si éste, o la
muchacha, le describían, sería indistinguible de cualquier
hombre normal y corriente de la calle.
La muchacha se alejó, moviendo las nalgas con violencia.
De ordinario habría experimentado un calorcillo agradable
ante semejante visión, pero el placer efímero de otra clase que
le aguardaba en el futuro, y que podría consumar por
completo, desbancó al mero placer de contemplar a una chica
por detrás.
No obstante, la visión le hizo pensar en otra cosa, algo que
danzaba en su cabeza desde hacía meses y se le ocurría cada
vez que veía por la calle a una chica bonita. Hasta entonces
había pagado por sus placeres. Habían sido caros, desde luego,
pero valieron la pena. Con todo, las emociones y sensaciones
que le producían llegaban finalmente a un límite. La repetición
convertía las maravillas originales en algo casi rutinario, y
cada vez resultaba más difícil encontrar algo realmente
diferente.
Le quedaba una cosa por probar. Supongamos que pudiera
atraer a una muchacha que no sospechara nada, cosa que no
sería demasiado difícil, quizá con la promesa de un trabajo, o
realmente, si era sincero al respecto, por la fuerza; eso
requeriría un coche y tal vez drogas. Habría riesgos
incalculables, pero eso se sumaría a la exquisitez…, sí, era
algo en lo que pensar. Tal vez después de la de Cuba. Primero
le gustaría experimentar con una mujer dotada de un completo
dominio muscular.
Molesto consigo mismo, se detuvo y se compuso la
chaqueta, aunque no había nadie en el pasillo que pudiera
verle. Sujetó con más fuerza el portafolio de piel bajo el brazo,
notando los contornos aplanados de la Browning, con el
silenciador que le había comprado a aquel extraño tipo en
Alemania. Los silenciadores estaban bien. ¿Por qué no se
hacían las guerras con ellos? No sería caro y sólo había que
pensar en el silencio y la eficacia con que se librarían las
batallas. Ah, la ventaja del arco y las flechas. Lástima que
fuese un arma tan poco precisa.
Se detuvo ante la puerta con un letrero que decía
DISTRIBUCIONES ESTRELLA, sonrió para sus adentros e
introdujo en la cerradura la llave que le habían facilitado. La
puerta se abrió fácilmente y Rudolph entró en la oficina. Como
mostraba el diagrama, estaba en una pequeña antesala, y ante
él estaba el cuadrado iluminado de una puerta de vidrio mate,
que no tenía cerradura. Rudolph Less sonrió de nuevo.
Oyó que alguien tosía y meneó la cabeza, cerciorándose de
que allí estaba su hombre. Siguieron otros sonidos: unos pies
que caminaban, una silla que chirriaba, un teléfono que
acababan de descolgar y el ruido del disco. Permaneció
inmóvil, pues no podía entrar mientras el teléfono estuviera
descolgado. No había necesidad de que alguien diese la
alarma. Tal como estaban las cosas, si lo hacía todo bien, no
encontrarían el cuerpo hasta que empezara a descomponerse, y
antes de eso pasarían varios días. No, podía esperar un minuto.
Al otro lado de la puerta el hombre decía:
—Lo tienes todo listo para esta noche…, sí…, de acuerdo,
te llamaré; ahora voy a preparar la nómina. Claro…, hasta la
vista.
Rudolph oyó el ruido del teléfono, colgado de nuevo, y
otro acceso de tos del hombre. En voz baja dijo: «Ahora», y
abrió la puerta.
Sonrió a su encargo. Éste pareció sorprendido, y entonces
frunció el ceño, pasmado al ver la Browning con el silenciador
que le apuntaba directamente al pecho. Era un hombretón, de
pecho ancho y cuello grueso, con las patillas de color gris. Iba
bien vestido, y a primera vista Rudolph no le habría tomado
por alguien del oficio. Pero sabía que las apariencias eran
engañosas. Sólo había que verle a él. ¿Quién le tomaría por un
«eliminador»? Vaya, ésa era una buena palabra.
—¿Qué quiere usted? —preguntó el hombre.
Rudolph le aquilató rápidamente con la mirada. Era
grande, desde luego. Lo más probable sería que necesitara más
de un disparo. Dos tiros rápidos al cuerpo si trataba de
moverse y luego un disparo a la cabeza para completar el
trabajo. Una buena cosa del silenciador es que permitía oír el
impacto de las balas. No tanto en el estómago, claro, pero si
daban en una costilla o en el cráneo…
—Lo que quiero es su dinero —dijo Rudolph, y sus
mismas palabras le parecieron peculiares, falsas, en cierto
modo—. ¿Dónde está?
—En la caja fuerte, ahí es donde está, y si espera…
—Si no lo encuentro, le mataré de todos modos —le dijo
Rudolph.
El tono de su voz era inequívoco. El hombretón asintió,
pareció a punto de decir algo, pero se detuvo. Cruzó la
habitación hasta la caja fuerte, la abrió y extrajo una caja de
acero, pequeña y, evidentemente, pesada. Rudolph vio el cierre
con combinación y señaló la mesa con la pistola. Seguramente
no podría llevarse la caja de allí.
—Ábrala —ordenó.
El hombre se sentó y empezó a manipular el botón. Llegó
un estrépito de risas desde el exterior y una llave tintineó en la
cerradura. La puerta se abrió y dos muchachas rieron de
nuevo. Una voz masculina se unió a las de ellas.
El corazón de Rudolph le dio un brinco, pero se serenó en
seguida. No era la primera vez que se encontraba en una
situación semejante. Guardó la pistola en el portafolio,
manteniendo la mano dentro de éste, y tomó asiento con
naturalidad. La puerta del despacho se abrió y una muchacha
dijo:
—Señor Riley, está aquí su amigo, el señor Brisson.
¿Quiere…? —Miró al lado de la puerta y vio a Rudolph—.
Oh, dispense —dijo riendo—, no sabía que estaba
acompañado. Antes creí que este caballero era el señor
Brisson.
—No se preocupe —le dijo el señor Riley—. Estaré listo
en seguida.
La muchacha rió de nuevo y cerró la puerta. Al otro lado
de la puerta aumentó el ruido: entraron varias personas más y
empezaron a sonar las máquinas de escribir. Dos hombres
comentaban una reunión de ventas.
Rudolph podía notar la sequedad de su piel, pero aún
percibía el olor a sudor. ¿Sudor? Quizás era miedo. Algo había
fallado, pues aquella oficina tenía que estar vacía, con un solo
hombre en ella. ¡Maldición! ¿Por qué no había preparado el
trabajo igual que los demás? Eso es lo que ocurre cuando uno
deja los detalles en manos de otro. ¡Se lo tenía bien merecido!
Pero nadie habría adivinado que eso era lo que Rudolph Less
estaba pensando, porque mantenía en los labios una sonrisa
muy afable.
—Está en un lío, amigo —le dijo el hombretón, mientras
abría la tapa de la caja de caudales.
El dinero estaba allí, como era de esperar. Fajos de billetes
de a cien, que Riley depositaba sobre la mesa. Miró a su
sonriente visitante, sentado al otro lado de la estancia.
—No le será fácil salir, y muy pronto entrará alguien aquí.
Si sale, no será difícil identificarle. Esas chicas de ahí afuera
son todas ellas artistas, y podrían hacer una descripción suya a
la perfección. Los periódicos publicarían el dibujo y la policía
le capturaría en menos que cantarín gallo.
—Eso es problemático —dijo Rudolph.
—Ha elegido un mal momento para un atraco, señor.
Rudolph sonrió de nuevo.
—Sí, eso parece.
La sonrisa no duró mucho porque Riley sonreía también.
—Amigo, si pudiera tomarle la delantera, lo tendría usted
muy mal.
—¿Ah, sí? —Rudolph mostró los dientes y asomó el cañón
de la pistola fuera del portafolio.
—Tenía usted una llave de esta oficina, llegó un día en que
se preparaba la nómina y vino armado. Un atraco planeado. Si
le mato… —se encogió de hombros—, un día en el juzgado y
ya está. Defensa propia.
—Es difícil que eso pueda suceder —dijo Rudolph.
Por alguna razón se sentía nervioso. Los acontecimientos
no eran de ninguna manera tal como deberían haberse
desarrollado. Su encargo, palabra mejor que víctima, se estaba
mostrando demasiado agresivo. Era preciso actuar con rapidez,
y en su mente se barajaban velozmente las posibilidades,
varias de las cuales estaban a su alcance. Cogería el dinero,
desde luego. A los de afuera les diría que el señor Riley iba a
estar ocupado todo el día y que no le molestaran. Iba a ser muy
penoso abandonar su casa, sobre todo los bienes que había
acumulado tan cuidadosamente, pero allí vivía bajo un nombre
falso y podría hacerlo de nuevo, esta vez quizás haciendo
algunas innovaciones que deseaba. El bronceado, el pelo
teñido, las patillas, con toda clase de combinaciones, podían
alterar suficientemente su aspecto. No, no sería en absoluto un
problema irresoluble.
Estaba tan embebido en sus pensamientos que, aunque sus
ojos no se apartaban de Riley, la voz de éste le llegaba como
un zumbido monótono.
—… me costó mucho encontrarle. Es usted muy listo,
supongo que ya lo sabe. Sería imposible conseguir pruebas
para presentarlas ante un tribunal. Y en cuanto a mí, no quiero
arriesgar el cuello. No voy a matar a alguien que debe morir y
luego pagar por ello. También yo soy bastante listo.
»Pero hice unos contactos, y por fin la persona adecuada
me facilitó los datos. A cambio de un gran favor que le hice,
me puso en contacto con usted. Convinimos juntos el asunto,
usted y yo. Inteligente, ¿eh?
El hombretón sonrió y aspiró hondo. Rudolph pensó que
era demasiado grande. Incluso era posible que dos tiros en el
pecho no bastaran. Tenía cinco balas en la Browning, así que
lo más conveniente sería dispararle cuatro en el pecho y
reservar la quinta para el tiro de gracia. Nadie podía encajar
cuatro tiros. El tremendo impacto en los pulmones incluso
impide gritar, y el único sonido sería el del cuerpo al caer, pero
ni siquiera se oiría, gracias al ruido que había en el exterior.
De alguna manera, lo que decía la monótona voz tenía
sentido. La mente de Rudolph, embarcada ahora en una
actividad frenética, revisó las palabras que había dicho aquel
hombre, las examinó una a una. Había algo absolutamente
fuera de lugar, algo terrible, si había oído bien. Ahora la
sonrisa parecía congelada en su rostro y, por primera vez, sus
ojos hicieron un pequeño movimiento ratonil, mirando la
habitación como si fuera una trampa.
—Yo le contraté para que me matara —dijo Riley—. No
sabía quién era ni dónde estaba, y finalmente imaginé la única
manera de tenerle delante de mí para hacerle morir ante mis
ojos, sin arriesgarme en absoluto a que me envíen a la silla
eléctrica.
—¡No puede hacer eso! —exclamó Rudolph con voz
ahogada.
—Claro que puedo, amigo, claro que puedo. Pero primero
permítame darle las gracias. Tengo un buen negocio, limpio y
decente, y nadie me va a condenar. Incluso seré un héroe.
¿Qué le parece?
Sintió frío. Jamás había tenido una sensación tan intensa
de frío. Su boca carecía de saliva y las entrañas se le agitaban.
Estaba seguro que, de haber comido antes, vomitaría allí
mismo. Por alguna razón podía oír las voces de Cindy, Lulú,
Francie, Joan y todas las demás, y a lo lejos, burlándose de él
con acento cubano, aquella que anhelaba y aún no había
probado. Desde las honduras de una niebla invisible le
llegaron los gemidos asustados de todas aquellas muchachas a
las que habría poseído engatusándolas o a la fuerza si hubiera
sido necesario.
¡Habría poseído! ¡De ninguna manera! Ni hablar de ello,
señor Riley.
—Olvida usted algo, señor Riley —dijo Rudolph,
sosteniendo la Browning a la altura del pecho—. Tengo el
arma.
—Y yo tengo otra en esta caja, bajo mi mano, amigo. Una
enorme automática del 45 para cuyo uso tengo el
correspondiente permiso.
Rudolph asintió sensatamente.
—En cuanto mueva la mano hacia ella dispararé —dijo en
voz baja.
—Es bastante justo —replicó Riley.
Rudolph se puso en pie. ¿Qué le ocurría a aquel hombre?
¡Estaba loco! Entonces el otro movió la mano y Rudolph
apretó el gatillo. La Browning disparó una…, dos…, tres…,
cuatro veces… Pudo ver los impactos en el pecho, todos en la
zona del corazón. ¡Cae, condenado, cae! Tenía que caer. El
hombretón había sacado la automática del 45 de la caja cuando
Rudolph Less disparó por última vez y vio que la bala rozaba
el brazo del otro, pero el brazo erróneo, pues era el otro el que
sujetaba la pistola.
¡Y el condenado estaba sonriendo!
Miró la sangre que le brotaba del brazo.
—Esto no hace más que mejorar las cosas —le dijo, y
entonces se echó a reír y desgarró su camisa hasta exponer el
pecho.
Boquiabierto, Rudolph vio las placas superpuestas del
chaleco a prueba de balas. Riley alzó el arma y le apuntó a la
cabeza.
Ahora Rudolph estaba pálido, las mejillas hundidas, lleno
de temor. Su carácter invencible saltaba hecho añicos, y por
ningún motivo, ninguno en absoluto. Todos aquellos
maravillosos placeres perdidos para siempre, y todo porque
aquel estúpido que tenía delante le había engañado. ¿En qué se
había equivocado? En algún punto tenía que estar el error.
—¿Por qué? —inquirió, con la voz débil, quebrada.
Riley se llevó la mano a la oreja y extrajo el fragmento de
cera cosmética que encajaba con tanta precisión en el agujero.
Entonces apretó el gatillo de la automática.
Rudolph aún pudo oír el tremendo estampido del arma
mientras su cráneo se fragmentaba en diminutas astillas, y su
último pensamiento fue que el agujero en el cañón de su
amante definitiva, la terrible automática del 45, tenía
exactamente el mismo tamaño que el orificio en la oreja del
hombretón, y que el nombre de Riley tenía que ser Buddy.
RESACA

John D. MacDonald

Llegó como una brisa fresca al final de la era


de las ediciones en «pulpa», a fines de los años
cuarenta, e inmediatamente dejó su impronta en
cada género que tocaba: literatura deportiva,
ciencia ficción, misterio, horror, suspense. Pagó
sus cuotas y el éxito fue su recompensa. John D.
MacDonald, el creador de Travis McGee, es un
autor de quien se imprimen ahora sesenta millones
de ejemplares y que publica nuevos best-sellers en
tapa dura cada año. Y se merece todo esto, pues es
el maestro de los narradores en este campo y nos
ha enriquecido a todos.

Soñó que había dejado caer algo, que había perdido algo de
valor en el horno, y estaba tendido de costado, tratando de
mirar en ángulo a través de un pequeño agujero, mirar más allá
de las llamas, en las oscuras entrañas del horno, buscando lo
que había perdido. Pero las llamas seguían agitándose a través
del agujero, con una brillantez que le dañaba los ojos, un calor
que le achicharraba el rostro, moviéndose con un sonido
intermitente y crepitante.
Al despertar, el sueño resultó dolorosamente explicable: el
crepitar de las llamas era su propia respiración áspera, la
sensación ardiente era una sed que le consumía y la brillantez
se trasmutó en un dolor intenso localizado detrás de los ojos.
Al abrirlos, un intenso rayo de sol matinal le deslumbró, y
volvió a cerrarlos en seguida.
En aquel momento de la mañana su conciencia de la
incomodidad era tan aguda que no podía pensar en nada más
allá de una evaluación del cuerpo y sus funciones. Aunque era
vagamente consciente de molestias físicas que más tarde
podrían exceder a la angustia de la carne, la inmediatez del
dolor corporal ocupaba el centro de su atención. Incluso sin la
brillantez horizontal del sol, habría sabido que era temprano,
pues un sueño largo habría amortiguado los latidos del corazón
abrumado, reduciéndolos a un ritmo suave, sosegado y
cómodo. Pero era temprano y el corazón golpeaba
bruscamente, con una violencia y una cadencia casi histéricas,
de modo que por mucho que cambiara la posición de su
cabeza, podía percibirlo, como un martillo para clavar
tachuelas que astillaba su mortalidad.
Tenía una sed monstruosa, que no contribuía precisamente
a aplacar los accesos de náuseas que tenía de vez en cuando en
el fondo de la garganta. Tenía las manos y los pies fríos, pero
estaba cubierto de sudor, que notaba en el lugar en que los
muslos se tocaban. Le parecía que todos los poros de su
cuerpo estaban obturados, y sabía que durante la noche había
sudado copiosamente, con una olorosa transpiración que
dejaba un residuo desagradable cuando se secaba. El dolor
detrás de los ojos era como una lenta hinchazón y un
encogimiento, con un ritmo que era un contrapunto al golpeteo
de su corazón.
Se sentó en el borde de la cama con la cabeza inclinada,
los ojos fuertemente cerrados, los dedos fríos y temblorosos
sobre las rodillas desnudas. Se sentía débil, mareado y
agudamente deprimido.
Era la gran broma, una resaca, algo que invita a un guiño
taimado, a una triste carcajada. Por la mañana, era lo más
parecido a la muerte.
Se levantó y, con las piernas temblorosas, fue al baño.
Abrió el grifo del agua fría a toda potencia y tomó un vaso.
Llenaba de nuevo el vaso cuando sintió el primer espasmo. Se
volvió hacia el lavabo, casi cayéndose, golpeándose
dolorosamente una rodilla en las baldosas del suelo, se
arrodilló y se aferró al borde de la pica con ambas manos,
encorvado, desdichado, desnudo. El agua corrió durante largo
rato mientras él permanecía allí, vomitando, hasta que no
salieron más que grumos de bilis verdosa. Cuando se levantó,
se sintió más débil pero algo mejor. Se secó el rostro con una
toalla húmeda y bebió más agua, la tomó lenta y
cuidadosamente, en gran cantidad, perdiendo la cuenta del
número de vasos que tomaba. Bebió el agua fresca hasta que
se le hinchó el vientre y no pudo tomar más, pero se sintió tan
sediento como antes.
Dejó el vaso en el estante y se miró en el espejo, con una
mirada rápida, demasiado fortuita, como quien mira a un
desconocido y le dirige una mirada más larga después de ver
que la primera no ha despertado una curiosidad desmedida.
Aunque el color del rostro era grisáceo, los ojos estaban algo
hinchados y un inicio de barba oscurecía las mandíbulas; el
largo rostro, con sus rasgos regulares y sin ninguna
característica peculiar, parecía curiosamente ileso con relación
al tormento del cuerpo.
El reflejo visual fue un primer paso en la reafirmación de
la identidad: eres Hadley Purvis, tienes treinta y nueve años, el
pelo se te está volviendo gris con una velocidad sorprendente
y descorazonadora.
Dio la espalda a la imagen insulsa, al rostro que se negaba
a comprender su dolor. Apoyó las nalgas en el frío borde de la
pica, y de repente una imagen espontánea pasó por su mente,
con la perfección y la claridad sobrenatural de un anuncio en
color en una revista. Era un vaso lleno hasta el borde de
bourbon marrón oscuro.
Con un lento esfuerzo de la voluntad hizo que la imagen se
desvaneciera. Todavía no, pensó, y de inmediato se sintió
intrigado por su elección instintiva de la frase. Tonterías. Eso
formaba parte de la morbidez habitual de la resaca, imaginarse
uno mismo convirtiéndose lentamente en un alcohólico. El ron
agrio que tomaba los domingos por la mañana había llegado a
ser un ritual para él, que Sarah le perdonaba. Pero no por eso
podía hablarse de alcoholismo. Por desgracia, aquel era un día
laborable, y tendría que esperar a las doce y media para tomar
el primer martini en Mario’s. Si había alguien realmente
preocupado por el alcoholismo, era Sarah, y sus
preocupaciones se debían a su falta de conocimiento del
trabajo que desempeñaba él, y de sus requisitos. Cuando un
hombre ha bebido durante veintiún años, no se convierte de
repente en una causa legítima para la clase de fastidiosa
preocupación que Sarah había mostrado últimamente.
Por la noche, cuando estaban a solas antes de cenar,
tomaban una copa, cosa que a ella no le producía ninguna
congoja. Le gustaba tomar un trago como a cualquiera. Luego,
de algún modo, se enteró de que cada vez que él iba a la
cocina para llenar otra vez los vasos con el martini de la jarra
guardada en la nevera, él tomaba un trago extra, sí, engullía un
largo, suave y placentero trago. Pacientemente, sin alterar su
tono, había conseguido que él lo admitiera, y entonces le había
dicho que el mismo secreto con que lo hacía era
«significativo». Él intentó explicarle que tenía una tolerancia
del alcohol mayor que la suya, y que era más fácil hacerlo así
que soportar sus fatigosas indirectas sobre el número de copas
que tomaba.
Mientras estaba en el baño podía oír los primeros sonidos
matinales de la ciudad. Su oído parecía agudizado de una
manera antinatural. Se dio cuenta de que era absurdo seguir
allí y tener discusiones mentales con Sarah y enfadarse con
ella. Abrió los grifos de la ducha y esperó hasta que el agua
tuvo la temperatura adecuada antes de entrar, poco más que
templada. No intentó bañarse, sino que se puso bajo los
chorros rugientes e intensos de la ducha, con los ojos cerrados
y el rostro hacia arriba. Y entonces empezó a pensar en la
velada anterior, con cautela, porque tenía mucha experiencia
en esta clase de reconstrucción. Permitió el discurrir de los
recuerdos con temor, previendo remordimiento y disgusto
consigo mismo.
Como siempre, la primera parte de la velada era fácil de
recordar. Había sido una fiesta importante, y el día anterior,
por la mañana, se vistió con esmero, sabiendo que no tendría
tiempo para volver a casa y cambiarse antes de ir directamente
de la oficina al hotel donde se celebraba la reunión, con los
cócteles, los discursos, la película y la revelación del nuevo
modelo. Debido a la importancia de la velada, no se había
excedido durante el almuerzo en Mario’s, limitándose a un par
de martinis antes de comer, consciente de su virtud…, con la
que lamentablemente dio al traste la entrada de Bill Hunter en
su despacho a las tres de la tarde. Le miró con alivio y
aprobación y le dijo:
—Me alegro de que hoy no te hayas pasado tres horas
almorzando, Had. El viejo tenía sus dudas sobre la
conveniencia de que te unieras al grupo esta noche.
Hadley Purvis sintió de inmediato un enorme disgusto.
Normalmente le gustaba Bill Hunter, a pesar de su aura de
oportunismo y la cauta ambición que le había permitido
hacerse íntimo del jefe de la agencia en muy poco tiempo.
—Y entonces tú le dijiste: «Señor Driscoll, si Had Purvis
no puede ir a la fiesta, yo tampoco voy». Y él no tuvo más
remedio que ceder.
Observó cómo Bill Hunter se ruborizaba.
—No ha sido así, Had, pero te diré lo que sucedió. Me
preguntó si creía que te portarías bien esta noche, y le dije que
estaba seguro de que comprenderías la importancia de la
ocasión, recordándole que los de Detroit te conocen y les gustó
el trabajo que hiciste en la campaña de primavera. Así que si te
apartas de la línea, a mí tampoco va a beneficiarme.
—Y ésa es tu principal consideración, naturalmente.
Hunter le miró con una expresión de enojo e impotencia. —
Maldita sea, Had…
—Puedes tranquilizar a tu corazoncito. Te aseguro que no
me saldré de madre.
Bill Hunter salió del despacho. Cuando se hubo ido,
Hadley se empeñó en creer que había sido un pequeño y
divertido interludio, pero no pudo. Seguía sintiéndose
resentido. Le enojaba que le trataran como a un niño, y
sospechaba que Hunter había llamado la atención de Driscoll
sobre el asunto, diciéndole con mucha naturalidad: «Confío en
que Purvis no nos dé un pequeño espectáculo esta noche».
No era probable que el viejo hubiera sacado aquello a
colación. Hadley tenía la impresión de que aquel hombre le
tenía un verdadero aprecio. Se habían reído juntos en bastantes
ocasiones, y las suyas eran risas de adultos, que rebasaban un
poco la capacidad de un muchacho explorador como Hunter.
A las cinco se aseó, bajó al vestíbulo y compartió un taxi
con Davey Tidmarsh, el único de los chicos nuevos a quien
habían invitado, por lo cual estaba muy entusiasmado. Era un
muchacho simpático y a Hadley le gustaba. Davey quiso saber
cómo sería la fiesta, y Hadley se lo explicó en el taxi.
—Nos van a superar considerablemente en número. Estará
todo el batallón de Detroit y también la gente del banco. Se
hará con una seriedad enorme y mucho gusto. Esto es una
presentación previa, y es posible que hayan instalado una
maqueta. La idea es que todos nos entusiasmemos con el
nuevo modelo. Entonces, cuando todos estemos excitados,
pondremos en marcha dos grandes promociones. La primera es
una feria que usarán para vender los nuevos modelos a los
concesionarios y entusiasmarlos a todos. Eso será dentro de
unos cuatro meses. La segunda promoción será la campaña
para vender los coches al público. El secreto será un gran
fetiche, Davey, y habrá guardias de la compañía, uniformados
y armados.
Todo fue tal como él había previsto, sólo un poco mayor y
más recargado que el año anterior. Todo parecía mayor y más
recargado a cada año que pasaba. La fiesta tuvo lugar en el
último piso del hotel, en una de las salas de convenciones de
tamaño mediano. Comprobaron minuciosamente su identidad
a la entrada, y a cada uno le dieron un distintivo numerado con
su nombre. En el lado izquierdo de la sala había una barra de
bar de veinte metros de largo, y a lo largo de la pared derecha
estaba la larga mesa donde se dispondría el bufé. Había un
rumor viril de animadas conversaciones y una azulada neblina
de humo. Hadley saludó con la cabeza y sonrió a las personas
conocidas, mientras se dirigían al bar. Con un vaso en la mano,
se dirigió a la sala contigua —tras una nueva comprobación a
la puerta— para mirar la maqueta.
Hadley tuvo que admitir que estaba muy bien hecha. Su
tamaño era una tercera parte del automóvil real, y giraba
lentamente sobre un pedestal que le llegaba hasta el pecho. Era
un descapotable rojo y blanco con una portezuela abierta, y el
figurín de una muchacha en traje de baño junto a él. Tanto la
chica como el modelo estaban iluminados por una excelente
imitación de la luz solar. Hadley miró a la chica,
maravillándose del primor con que habían reproducido la
pátina del bronceado. Mientras contemplaba el maniquí, pensó
en Sarah y sintió una cálida oleada de ternura hacia ella, tuvo
la sensación de que le daba suerte y que, con ella, jamás nada
podría salir mal.
Observó las líneas del coche giratorio y, con la soltura que
le proporcionaba una larga práctica, ideó unas frases que
serían adecuadas para anunciarlo. Se hizo a un lado y
contempló durante un rato el placer manufacturado de quienes
veían el modelo por primera vez. Apuró el vaso y se encaminó
al bar. Con el primer trago, los últimos restos de irritación con
Bill Hunter habían desaparecido. En cuanto tuvo una nueva
bebida en la mano, miró a Bill y le dijo:
—Soy el hombre que refunfuñó esta tarde.
—No ha sido nada —dijo Hunter con presteza y cierto
distanciamiento—. Perdóname, Had. Hay alguien allí a quien
quiero saludar.
Hadley se acomodó ante la barra. No estuvo solo durante
mucho tiempo. Al cabo de diez minutos era el centro de un
grupo de seis o siete personas. Le encantaban aquellas
ocasiones en que le buscaban por sus cualidades para
entretener. Las bebidas le llevaban con rapidez al momento en
que, sin esfuerzo, resultaba divertido. Las frases agudas se le
ocurrían con rapidez, casi sin pensar. Los demás se reían con
él y apreciaban su ingenio, y él se sentía bien, sabiendo que le
tenían afecto.
Recordó que surgieron unas leves advertencias en el fondo
de su mente, pero no les hizo caso. Ya sabría cuándo tenía que
detenerse. Contó la anécdota de Jimmy, Jackie y la tarjeta
perforada allá en Shor’s, y supo que la había contado bien, que
se estaba divirtiendo y que todo lo tenía perfectamente bajo
control.
Pero más allá de ese momento, la memoria le fallaba,
perdía continuidad, se volvía episódica; cada escena era
bastante brillante en sí misma, pero estaba separada de las
demás escenas por una grisura en la que podía penetrar.
Seguía en el bar y su público se había reducido a una sola
persona, un hombre menudo al que conocía, que se tambaleaba
y se cogía del borde de la barra. Él trataba de hacerle
comprender alguna cosa a aquel hombre, que no cesaba de
menear la cabeza. Hunter se le acercó, le cogió del brazo y le
dijo:
—Had, tienes que comer algo. En seguida van a retirar el
bufé.
—Sonríe, camarada, cuando emplees la palabra «tienes».
—Siéntate y te traeré un plato.
—Que no se diga nunca que Hadley Purvis no pudo abrirse
paso a través de una maciza pared de bufé.
Mientras Hunter le tiraba del brazo, Hadley apuró el vaso,
lo dejó sobre la barra con sumo cuidado y se dirigió al bufé,
zafando el brazo de la presa de Hunter. Cogió un plato y miró
la comida. No tenía ningún deseo de comer. Miró atrás y vio
que Hunter le observaba. Se encogió de hombros y recorrió la
larga mesa.
Entonces recordó otra cosa. Estaba allí de pie, con el plato
en la mano. Miró hacia donde estaba Bill Hunter y vio que éste
le hacía unas señas frenéticas. Hadley le hizo caso y se dirigió
adonde estaba Driscoll con la plana mayor de Detroit. Le
divirtió la expresión aprensiva del rostro de Driscoll, pero se
sentó a la mesa y el viejo tuvo que presentarle.
Recordó algo posterior. Había dejado caer un trozo de
comida de su tenedor. Lo cogió de nuevo y, al alzar la vista,
vio una expresión de disgusto en el rostro del hombre más
importante de Detroit, un señor calvo y de aspecto poderoso,
con el rostro rojizo y unos ojillos azules y brillantes.
Recordó que se había puesto a reflexionar sobre aquella
expresión de disgusto. Los otros hablaban y él comía
tercamente. Se dijo que le considerarían un payaso, que era lo
bastante bueno para hacerles reír, pero nada más. No le
creerían capaz de un pensamiento profundo.
Recordó que Driscoll frunció el ceño cuando intervino en
la conversación, dirigiéndose al hombre calvo de Detroit y
procurando pronunciar cada palabra claramente, sin farfullar.
—Es una bonita maqueta, y hará que muchos vehículos
parezcan viejos antes de hora. Tal como yo lo veo, vivimos en
una época en que las cosas se vuelven obsoletas con una
rapidez artificial. La honestidad ha desaparecido del producto
americano. El gran dios es la producción, así que todos
ustedes, los fabricantes, se esfuerzan para hacer un producto
que se gaste, se rompa, no dure o, como su coche, se queden
en seguida anticuados. Es el viejo juego de timar al
consumidor. Ustedes tienen la mano en su bolsillo y nosotros
la tenemos en el suyo.
Recordó su discursito con vivacidad, y le conmocionó. Tal
vez era cierto, pero aquel no era el momento ni el lugar
adecuado para decir tales cosas, no en una reunión festiva,
donde todos se congratulaban por el magnífico y flamante
producto nuevo que iban a vender. Sintió que le ardían las
mejillas mientras recordaba sus propias palabras. ¡Vaya cosa
había dicho delante de Driscoll! Iban a ser necesarias las
excusas más abyectas.
No podía recordar la reacción del hombre de Detroit, o la
reacción inmediata de Driscoll. No recordaba nada más de lo
que había hecho o dicho en aquella mesa. El siguiente episodio
era que volvía a estar en el bar, vaso en mano, con Hunter a su
lado, hablándole tan seriamente que casi se le saltaban las
lágrimas.
—¡Dios mío, Had! ¿Qué has dicho? Nunca le he visto tan
enfadado.
—Dile que se vaya a hacer algo innombrable. Me he
limitado a decirles unas cuantas cosas tan claras como
elementales. Y ahora quiero animar un poco esa pequeña
orquesta.
—Deja la música en paz y vete a casa, por favor. Vete a
casa, Had.
Había otra brecha, y luego recordaba una discusión con el
batería. El hombre parecía curiosamente poco dispuesto a
soltar los tambores. Un camarero le cogió el brazo.
—¿Qué mosca le ha picado? —le preguntó Hadley,
enojado—. Sólo quiero enseñarle a este payaso cómo se
mantiene el ritmo más alto.
—Un caballero desea verle, señor. Está en el guardarropa.
Me ha pedido que le acompañe.
Driscoll estaba en el guardarropa, y se acercó a él.
—No abra la boca, Purvis. Limítese a escucharme
atentamente mientras trato de meter algo en su cráneo
borracho. ¿Puede entender lo que le digo?
—Claro que puedo…
—¡Cállese! Es posible que nos haya hecho perder el
negocio con su discurso. Ese hombre me ha dicho que
desconocía el hecho de que yo contrataba comunistas. Dijo
que las críticas del modo de vida norteamericano le ponen
físicamente enfermo. ¿Sabe lo que voy a decirle dentro de un
momento?
—No.
—Pues voy a decirle que le he hecho salir de aquí, le he
despedido y le he mandado a casa. Entiéndalo bien. Es un
intento de salvar el contrato. Y aunque no lo fuera, le
despediría igualmente, y lo haría en persona. Hasta ahora creía
que eso me resultaría penoso, pues le conozco desde hace
largo tiempo. Pero la verdad, Purvis, es que me gusta hacer
esto. Es un magnífico alivio desembarazarse de usted. No abra
la boca. No volvería a admitirle aunque trabajara gratis. No
vuelva por la agencia. No se presente mañana. Le diré a una
chica que recoja sus pertenencias y se las enviaré con un
mensajero, junto con el cheque. Mañana lo recibirá todo antes
del mediodía. Es usted un hombre inteligente, Purvis, pero esta
ciudad está llena de hombres inteligentes que pueden aguantar
el licor. Adiós.
Driscoll giró sobre sus talones y se dirigió a la sala. Hadley
recordó que la conmoción había penetrado en la neblina del
licor que envolvía su cabeza. Recordó que se había quedado
allí y que había podido ver a dos hombres que instalaban un
proyector, y lo único que podía pensar era en cómo se lo diría
a Sarah y lo que probablemente diría ella.
Y, sin transición, el recuerdo le hizo verse en la zona de
Times Square, camino de su casa. La acera se inclinaba
inesperadamente, y cada vez tenía que dar un bandazo para
recuperar el equilibrio. El brillo de las luces le hería los ojos,
el corazón le latía con fuerza, sentía que le faltaba la
respiración.
Se detuvo y miró el escaparate de una tienda de prendas
masculinas que aún estaba abierta. Un cartel en la puerta decía
«ABIERTO HASTA MEDIANOCHE». Consultó su reloj:
eran poco más de las once. Había imaginado que sería mucho
más tarde. De súbito, le resultó imperativo demostrar —a sí
mismo y a un desconocido— que no estaba en absoluto
borracho. Si podía demostrar eso, entonces sabría que Driscoll
le había despedido no por estar borracho, sino por sus
opiniones. ¿Y quién querría seguir en un puesto de trabajo en
el que no se le permitía tener opiniones?
Hizo acopio de todas sus fuerzas y miró atentamente el
escaparate. Vio una corbata de lana gris con una figura
diminuta bordada en rojo oscuro. Los dibujitos bordados
tenían una forma de comas. Decidió que aquella corbata le
gustaba muchísimo. El precio de las corbatas en aquel ángulo
del escaparate era de tres dólares cincuenta. Comprobó su
estabilidad, se aclaró la garganta y entró en la tienda.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches. Quisiera esa corbata del escaparate, esa
gris de la izquierda, la que tiene un dibujito rojo oscuro.
—¿Es tan amable de enseñarme cuál, señor?
—Claro.
Hadley la señaló. El tendero cogió una igual de un
perchero.
—¿La quiere en una caja o puedo ponerla en una bolsa?
—Una bolsa bastará.
—Es una corbata muy bonita.
Le dio al tendero un billete de cinco dólares, y el hombre
le devolvió el cambio.
—Gracias, señor. Buenas noches.
—Buenas noches.
Salió a la calle caminando con firmeza, con la bolsa en la
mano. Nadie podría haberlo hecho mejor. Había sido una
compra muy metódica. Si alguna vez necesitaba una prueba de
su estado, el tendero le recordaría. «Sí, recuerdo al caballero.
Entró poco antes de la hora de cierre y compró una corbata
gris. ¿Sobrio? Quizás había tomado una o dos copas, pero
estaba tan sobrio como un juez».
Y en algún lugar entre la tienda y su casa cesaban todos los
recuerdos. Tenía una vaga impresión de que había discutido
con Sarah, pero no estaba nada clara. Quizá porque la escena
al llegar a casa había llegado a ser demasiado frecuente para
ellos.
Se secó vigorosamente con una toalla áspera y fue al
dormitorio. Cuando pensó en el trabajo que había perdido,
sintió una punzada de pánico. No le sería fácil encontrar otro
empleo. Uno igual de bueno podría ser imposible. La suya era
una profesión que se alimentaba del chismorreo.
Tal vez había sido beneficioso, pues le obligaría a cambiar,
quizás a mudarse a otra ciudad y emprender una nueva vida.
Tal vez podrían recuperar algo que habían perdido en el último
año, más o menos. Pero sabía que silbaba en la oscuridad.
Tenía miedo. Aquella era la peor de todas las mañanas después
de una borrachera.
Sin embargo, incluso esa certeza estaba difuminada por el
peculiar aroma de irrealidad que se adhería a todas sus resacas
matinales. Los sueños siempre eran vividos, tanto que llegaban
a confundirse con la realidad. Se concentró en estudiar la
textura del recuerdo del rostro de Driscoll y el resultado fue
una disminución de su esperanza de que lo hubiera soñado.
Entró en el dormitorio y sacó una muda del cajón. Por
asociación de ideas pensó de nuevo en la corbata que había
comprado. Le parecía extraño que esa menudencia tuviera
semejante importancia retroactiva. Las ropas que había llevado
estaban donde las había dejado caer, al lado de la cama. Las
recogió, vació los bolsillos del traje y descubrió una gran
mancha de vómito seco en la solapa de la chaqueta. No
recordaba haberse encontrado mal. Había un desgarrón
triangular en la rodilla izquierda de los pantalones, y entonces
notó por primera vez que se había despellejado la rodilla. No
podía recordar que se hubiera caído. La corbata no estaba en el
bolsillo del traje. Empezó a preguntarse si habría soñado lo de
la dichosa corbata. En el fondo de su mente había una imagen
espectral de algún otro sueño acerca de una corbata.
Decidió que iría a la oficina. No veía qué otra cosa podría
hacer. Si su recuerdo de lo que Driscoll había dicho era exacto,
tal vez para entonces el jefe ya se habría aplacado. Cuando fue
a seleccionar una corbata, después de afeitarse
cuidadosamente, buscó la nueva en el perchero. No estaba allí.
Mientras se hacía el nudo de la que había escogido, observó
una bola de papel estrujado en el suelo, al lado de la papelera.
Lo recogió, lo extendió, leyó el nombre de la tienda impreso
en él y supo que la compra de la corbata había sido real.
Cuando estuvo totalmente vestido, todavía no eran las
ocho de la mañana. No se sentía bien, aunque había
disminuido la intensidad del dolor de cabeza. Le temblaban las
manos y tenía una sensación de debilidad en las piernas.
Era hora de enfrentarse a Sarah. Sabía que le había visto la
noche anterior. Probablemente estaba en cama, le había oído
entrar, se había levantado como de costumbre y, sin duda,
había armado una escena. Confiaba en que no le había dicho lo
de la pérdida de su empleo. No obstante, si eso había sido un
sueño, no podía habérselo dicho. Si se lo había dicho, sería
prueba de que no se había tratado de un sueño. Cruzó el baño
y entró en el dormitorio de su mujer, caminando con cuidado.
La cama había sido usada, y las ropas estaban separadas, tal
como ella las había dejado al levantarse.
Cruzó el corto pasillo hasta la pequeña cocina. Sarah no
estaba allí. Empezó a intrigarle la ausencia de su mujer. No
creía que la discusión hubiera sido tan grave que ella se
hubiera vestido y tomado el portante. Echó unas cucharadas de
café en el filtro y colocó el recipiente sobre el fuego. Bebió un
gran vaso de zumo de naranja. La quietud del apartamento no
parecía natural. Se sirvió otro vaso, tomó la mitad y cruzó el
vestíbulo hasta la sala de estar.
Se detuvo en la entrada, pues vio la corbata, reconoció su
pequeño dibujo. Se quedó allí inmóvil, con el vaso en la mano,
y miró la corbata. Estaba fuertemente anudada, y por encima
del nudo, descansando en el brazo del sillón, estaba el rostro
yerto e inefable de Sarah, un rostro con la tonalidad brillante
de una berenjena fresca.
«J»

Ed McBain

La serie del Distrito 87, de Ed McBain, alter


ego del novelista Evan Hunter, es sin duda el mejor
grupo de narraciones policiales debidas a un
escritor norteamericano (y podría discutirse si es
el más logrado entre todos los de su género en
cualquier idioma). Entre sus muchas virtudes
figura una meticulosa atención a los detalles
procesales, una caracterización soberbia,
perspicaces comentarios sobre la sociedad y un
realismo que no ha sido superado. Hasta la fecha
se han publicado treinta y cuatro novelas y una
compilación de la saga de Steve Carella, Meyer
Meyer, Cotton Hawes y los demás miembros de la
Brigada 87. «J», que forma parte de un grupo de
relatos más breves en la serie, es una mordaz y
memorable novela corta sobre la búsqueda que
efectúa la brigada del brutal asesino de un rabino.

1
Era el primero de abril, día de las inocentadas. Además, era
sábado y vigilia de Pascua.
La muerte no debería haber hecho acto de presencia, pero
allí estaba. Y, tras haber venido, quizá se justificaba en su
confusión. Aquel era el día de las inocentadas, el de las
bromas pesadas. Al día siguiente sería Pascua, el día del
bonete y el huevo, el día del desfile primaveral con galas y
ringorrangos. Cierto, en algunos barrios de la ciudad se
rumoreaba que el domingo de Pascua tenía algo que ver con
una clase diferente de desfile en un lugar llamado Calvario,
pero había transcurrido mucho tiempo desde que se vetó la
muerte, declarándola fútil y vacía, y la memoria de la gente es
corta, sobre todo cuando hay vacaciones de por medio.
Aquel día la muerte era muy evidente, y claramente
confundida. Se estaba esforzando por reconciliar los aderezos
de dos festividades —o quizá tres— y lo único que lograba era
producir una mezcla distorsionada.
El joven que yacía boca arriba en el callejón vestía de
negro, como si hubiera asistido a un funeral, pero sobre el
negro, como una contradicción, había un excelente chal de
seda orlada en ambos extremos. Parecía haberse vestido para
la primavera, pero aquel era el día de las inocentadas y la
muerte no pudo resistir la tentación.
El negro estaba puntuado de rojo, azul y blanco. El suelo
adoquinado del callejón mostraba el mismo esquema
decorativo, rojo, azul y blanco, esparcidos en un alegre
abandono primaveral. Dos cubos de pintura volcados, blanca
la de uno, azul la del otro, parecían haber rebotado en la pared
del edificio y descansaban desordenadamente sobre el suelo
del callejón. Los zapatos del hombre estaban manchados de
pintura; su atuendo negro estaba cubierto de pintura, tenía las
manos empapadas de pintura. Azul y blanco, blanco y azul, su
negro atuendo, su bufanda de seda, el suelo del callejón, la
pared de ladrillo del edificio ante el que yacía…, todo estaba
manchado de azul y blanco.
El tercer color no armonizaba bien con los otros.
El tercer color era rojo, demasiado primario y brillante.
El tercer color no procedía de una lata de pintura, sino que
aún brotaba libremente de dos docenas de heridas abiertas en
el pecho, el estómago, el cuello, el rostro y las manos del
hombre, manchando el traje negro y el chal de seda
extendiéndose en un charco rojo brillante en el suelo del
callejón, difuminando la pintura con el color de la puesta del
sol, mezclándose con la pintura, pero sin hacerlo bien,
extendiéndose hasta tocar el pie de la escalera tendida de
través a lo largo de la pared, rodeando la brocha que yacía en
la base de la pared. Las cerdas de la brocha estaban todavía
húmedas de pintura blanca. La sangre del hombre tocó las
cerdas y luego se deslizó hacia la línea de cemento donde la
pared de ladrillo tocaba los adoquines del callejón, formando
un arroyo que fluía lentamente hacia la calle.
Alguien había puesto su firma en la pared. Alguien había
pintado, con pintura blanca brillante, una sola letra: J. Nada
más, sólo J.
La sangre corría por el callejón hacia la calle.
Caía la noche.
Al detective Cotton Hawes le gustaba tomar té. Había
adquirido el hábito de su padre, el clérigo, el hombre que le
bautizó con el nombre de Cotton Mather, el último de los
puritanos agresivos. Por las tardes, el buen reverendo Jeremiah
Hawes recibía a los miembros de su congregación y servía té y
pastas que su esposa, Matilda, preparaba en el horno de la
vieja cocina de hierro. De chico, a Cotton Hawes le habían
permitido tomar el té con la congregación, lo cual le creó un
hábito que nunca había abandonado.
A las ocho de las tarde del primero de abril, mientras un
joven yacía en un callejón con dos docenas de heridas
sangrantes, sin que se apercibieran de su presencia los
transeúntes que pasaban por la calle, más abajo, Hawes estaba
sentado tomando té. De muchacho trasegaba el brebaje
caliente en el estudio forrado de libros en la parte trasera de la
casa parroquial, una mezcla de Oolong y Pekoe que su madre
preparaba en la cocina y servía en tazas inglesas de porcelana,
heredadas de su abuela. Aquella noche estaba sentado en la
sala, un tanto mugrienta y deteriorada, de la brigada del
Distrito 87, y tomaba en un recipiente de plástico el té que Al
Miscolo había preparado en la oficina. Era té caliente, y eso
era más o menos lo máximo que podía decir de aquel líquido.
Las ventanas abiertas de la sala, cubiertas de tela metálica,
dejaban entrar una suave brisa primaveral procedente de
Grover Park, al otro lado de la calle, una brisa cálida y
seductora que le infundía deseos de salir a la calle. Era
criminal estar aprisionado en una noche así, y también
aburrido. Aparte de la denuncia de una esposa por malos tratos
de su marido, que en aquel mismo momento verificaba Steve
Carella, el teléfono había permanecido siniestramente
silencioso. En la quietud de la sala, Hawes había podido
mecanografiar tres informes retrasados, dos vales de gasolina
y un aviso para fijar en el tablón de anuncios, recordando a los
hombres de la brigada que estaban a primeros de mes y cada
uno tenía que aflojar cincuenta centavos para el
mantenimiento de la improvisada cocina de Al Miscolo.
También había leído media docena de empresas descabelladas
del FBI y anotado en su negro cuadernillo de notas los
números de matrícula de otros dos coches robados.
Ahora estaba sentado, tomando un té insípido, y
preguntándose por los motivos de aquella calma. Suponía que
la tranquilidad tenía algo que ver con la Pascua. Tal vez al día
siguiente habría una ceremonia de danza del huevo en la calle
Doce Sur. Quizá todos los criminales de hecho y en potencia
del Distrito 87 estaban en sus casas, coloreando huevos.
Sonrió y tomó otro sorbo de té. Desde la oficina
administrativa, más allá de la divisoria de rejilla que separaba
la brigada del pasillo, podía oír el ruido de la máquina de
escribir de Miscolo. Por encima de ese ruido, procedente de
los escalones metálicos que conducían al piso superior, oyó
ruidos de pasos. Se volvió hacia el pasillo en el mismo
momento en que Steve Carella entraba por el extremo opuesto.
Carella avanzó hacia la divisoria con un aire tranquilo,
imperturbable; era un hombre corpulento que se movía con
una precisión atlética. Empujó la puerta, se encaminó a su
mesa, se quitó la chaqueta, aflojó la corbata y desabrochó el
botón superior de la camisa.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Hawes.
—Lo mismo que ocurre siempre —dijo Carella. Exhaló un
profundo suspiro y se pasó la mano por el rostro—. ¿Queda
algo de café?
—Estoy bebiendo té.
—¡Eh, Miscolo! —gritó Carella—. ¿Queda café?
—¡Le echaré un poco más de agua! —replicó Miscolo.
—Bueno, ¿qué ha sucedido? —inquirió Hawes.
—La vieja canción de siempre. Es una pérdida de tiempo ir
a investigar esas denuncias de esposas apaleadas. Ni una sola
vez he sacado nada en claro.
—No querrá ir muy lejos en las acusaciones —dijo Hawes,
que conocía ese tipo de casos.
—Ni hablar de acusaciones. Según ella, ni siquiera le
pegó. La nariz le sangraba y tema un moratón en un ojo del
tamaño de medio dólar, y fue ella misma quien llamó a gritos a
la patrulla… Pero, en cuanto llegué, allí todo era paz y
armonía. —Carella meneó la cabeza—. ¿Una paliza, oficial?
—imitó con una voz chillona—. Debe de estar confundido,
oficial. Mi marido es un hombre bueno, amable, cariñoso.
Estamos casados desde hace veinte años, y nunca me ha
puesto un dedo encima. Debe de estar equivocado, señor.
—Entonces, ¿quién llamó a gritos a la policía? —preguntó
Hawes.
—Eso es lo mismo que le dije.
—¿Y qué respondió?
—Dijo: «Sólo teníamos una pequeña discusión familiar».
El tipo casi le arrancó tres dientes, pero eso es sólo una
pequeña discusión familiar. Entonces le pregunté por qué le
sangraba la nariz y tenía un ojo a la funerala, y ella, fíjate en
esto, Cotton, dijo que se lo había hecho planchando.
—¿Qué?
—Planchando.
—Pero, ¿cómo diablos…?
—Dijo que la tabla de planchar se cayó y la plancha saltó y
le golpeó el ojo, mientras que una de las patas de la tabla le
golpeaba la nariz. Cuando me marché, ella y su marido
parecían dispuestos a irse por segunda vez de luna de miel. La
mujer le abrazaba y él deslizaba la mano por debajo de su
vestido, así que preferí venirme aquí, donde el ambiente no es
tan sexy.
—Buena idea —dijo Hawes.
—¡Eh, Miscolo! —gritó Carella—. ¿Dónde está ese café?,
¿eh?
—¡Si vigilas la olla el agua nunca hierve! —replicó
astutamente Miscolo.
—Vaya, tenemos a George Bernard Shaw en la oficina —
comentó Carella—. ¿Ha ocurrido algo desde que me fui?
—Nada, ni un atisbo.
—También las calles están tranquilas —dijo Carella,
súbitamente pensativo.
—Antes de la tormenta —sugirió Hawes.
—Hummm.
La sala de la brigada volvió a quedar en silencio. Desde el
otro lado de la ventana les llegaba la miríada de sonidos de la
ciudad, las bocinas de los coches, los gritos ahogados, el
estrépito de los autobuses, la canción que tarareaba una
chiquilla al pasar por delante de la comisaría.
—Bueno, supongo que debería mecanografiar algunos
informes atrasados —dijo Carella.
Sin levantarse de la silla, se dirigió a uno de los carritos
con una máquina de escribir encima, cogió de su mesa tres
informes de la División de Detectives, insertó un papel carbón
entre dos de las hojas y empezó a escribir.
Hawes contempló las luces distantes de los edificios Isola
y aspiró una bocanada del aire primaveral que se filtraba por la
tela metálica.
Se preguntó por qué estaba todo tan tranquilo.
Se preguntó qué estaría haciendo exactamente toda aquella
gente allí afuera.

Algunas de aquellas personas gastaban las bromas habituales


el día de las inocentadas. Algunas se preparaban para el día
siguiente, que era el domingo de Pascua. Y otras celebraban
una tercera y antigua fiesta conocida como Pascua de los
hebreos. Esa es una coincidencia que le podría hacer a uno
especular sobre la similitud de religiones diferentes y la
existencia de un único Dios todopoderoso y toda esa clase de
cuestiones místicas, si uno se sintiera inclinado hacia la
especulación. Especulador o no, no es necesario ser un gran
detective para consultar un calendario y descubrir la
coincidencia, tanto si la tomas como si la dejas. Tanto si eres
budista como ateo o adventista del séptimo día, has de admitir
que hay algo muy democrático y saludable en que la Pascua
cristiana y la hebrea coincidan como lo hacen, algo que daba
un aire festivo a toda la ciudad. Judíos y cristianos por igual,
debido a una equivalencia casual de los calendarios cristiano y
hebreo, celebraban festividades importantes casi al mismo
tiempo. La Pascua de los hebreos había comenzado
oficialmente con la puesta del sol del viernes, treinta y uno de
marzo, otra coincidencia, ya que la Pascua hebrea no siempre
caía en el sábado judío; pero aquel año coincidía con el
Sabbath, y aquella noche era el primero de abril y tendría lugar
el tradicional servicio seder, la representación anual de la
liberación de los judíos de la esclavitud en Egipto, que se
observaba en los hogares judíos de toda la ciudad.
El detective Meyer Meyer era judío.
O, por lo menos, creía que era judío. A veces no estaba
seguro del todo, porque, como a veces se preguntaba a sí
mismo, si era efectivamente judío, ¿por qué no había visto el
interior de una sinagoga en veinte años? ¿Y por qué sus dos
platos favoritos eran cerdo asado y langosta a la parrilla,
ambas prohibidas por las leyes de la religión referentes a los
alimentos? Y si era realmente judío, ¿cómo había permitido
que su hijo Alan —que tenía trece años y el mes anterior había
pasado por la ceremonia de la bar mitzvah— jugara a
intercambiar cartas de amor con Alice McCarthy, que era tan
irlandesa como un trébol de cuatro hojas?
A veces, Meyer se sentía confuso.
Aquella noche, la del segundo seder, sentado a la cabecera
de la mesa tradicional, no sabía con exactitud cómo se sentía.
Miró a su familia, a Sarah y los tres niños, y luego miró la
mesa seder, decorada festivamente con un centro de flores,
velas encendidas y la gran bandeja que contenía los objetos
tradicionales: tres panes ácimos, un hueso y un huevo cocidos,
hierbas amargas, charoses, puerros… Él continuaba sin saber
exactamente cómo se sentía. Aspiró hondo y empezó a rezar:
—Y atardeció y amaneció: día sexto. Concluyéronse, pues,
los cielos y la tierra y todo su aparato, y dio por concluida
Dios en el séptimo día la labor que había hecho, y cesó en el
día séptimo de toda la labor que hiciera. Y bendijo Dios el
séptimo día y lo santificó; porque en él cesó Dios de toda la
obra creadora que Dios había hecho.
Estas palabras tenían una cierta belleza, y permanecieron
en su mente durante la ceremonia, mientras describía los
diversos objetos que estaban sobre la mesa y su simbólico
significado. Cuando alzó el plato que contenía el hueso y el
huevo, todos los que estaban sentados alrededor de la mesa
cogieron el plato, y Meyer dijo:
—Éste es el pan de la aflicción que nuestros antepasados
comieron en la tierra de Egipto; que quienes tienen hambre
entren y coman de él, y que todos los afligidos vengan y
celebren la Pascua.
Hablaba de sus antepasados, pero se preguntaba quién era
él…, su descendiente.
—¿En qué se distingue esta noche de todas las demás? —
preguntó—. En cualquier otra noche podemos comer pan con
levadura o sin ella, pero esta noche sólo comemos pan sin
levadura; todas las demás noches podemos comer cualquier
clase de hierbas, pero esta noche sólo hierbas amargas…
Sonó el teléfono. Meyer dejó de hablar y miró a su esposa.
Por un momento, ambos parecieron reacios a romper el
hechizo de la ceremonia. Y entonces Meyer se encogió de
hombros con un ligero gesto, apenas discernible. Camino del
teléfono, quizá recordaba que primero era un policía y sólo en
segundo lugar un judío.
—¿Diga?
—Meyer, soy Cotton Hawes.
—¿Qué ocurre, Cotton?
—Mira, ya sé que es tu fiesta…
—¿Cuál es el problema?
—Ha habido un asesinato —dijo Hawes.
En un tono cargado de paciencia, Meyer replicó:
—Siempre tenemos un asesinato.
—Este es diferente. Hace cinco minutos llamó un
patrullero. Han cosido a puñaladas a un hombre, en el callejón
detrás…
—No entiendo, Cotton —dijo Meyer—. Cambié el
servicio con Steve. ¿No se ha presentado?
—¿Qué pasa, Meyer? —preguntó Sarah desde el comedor.
—Nada, nada —respondió él—. ¿No está ahí Steve? —
preguntó a Hawes, en tono irritado.
—Claro, ha ido a verificar la denuncia, pero ése no es el
caso.
—¿Cuál es el caso? —inquirió Meyer—. Estaba en medio
de…
—Te necesitamos en este asunto. Mira, lo siento de veras,
pero hay ciertos aspectos… Meyer, ese individuo que
encontraron en el callejón…
—Bueno, ¿qué pasa con ese tipo?
—Creemos que es un rabino —dijo Hawes.

2
El sacristán del Centro Judío de Isola se llamaba Yirmiyahu
Cohen, y se presentó como shamash, palabra judía que
significa sacristán. Era un hombre alto y delgado que rondaba
los sesenta años, que llevaba un sombrío traje negro y un
casquete en el momento en que él, Carella y Meyer entraron
de nuevo en la sinagoga.
Momentos antes, los tres habían estado en el callejón
detrás de la sinagoga, contemplando el cuerpo del rabino
muerto y el charco de sangre que le rodeaba. Yirmiyahu no
había podido contener las lágrimas, que brotaban de sus ojos
cerrados, incapaz de mirar al muerto que había sido el jefe
espiritual de la comunidad judía. Carella y Meyer, que eran
policías desde hacía mucho tiempo, no habían llorado.
La visión de la víctima de un asesinato a cuchilladas es lo
bastante horrenda para hacer llorar. El traje negro del rabino y
el chal de oraciones orlado estaban empapados en sangre, pero
afortunadamente ocultaban las múltiples heridas en el pecho y
el abdomen, heridas que más tarde serían examinadas en el
depósito de cadáveres para su descripción externa: número,
situación, dimensión, forma de perforación y dirección y
profundidad de penetración. Dado que el veinticinco por
ciento de las cuchilladas mortales se deben a penetración
cardiaca, y puesto que había un feroz conjunto de cuchilladas
y una masa pastosa de sangre en coagulación cerca o alrededor
del corazón del rabino, los dos detectives supusieron
automáticamente que una cuchillada en el corazón había sido
la causa de la muerte; se alegraron de que el rabino estuviera
totalmente vestido. Ambos habían visitado el depósito y visto
cuerpos desnudos apuñalados que ya no sangraban, puesto que
toda la sangre y la vida les habían abandonado, y cuya piel
estaba desgarrada como el paño más fino, el suave interior del
cuerpo privado de su carne protectora, vuelta hacia afuera,
expuesta, las heridas tiernas y abiertas, habían contemplado la
evisceración conteniendo los deseos de vomitar.
También el rabino había poseído carne, y por lo menos
parte de ella había estado expuesta a la furia de su atacante.
Mientras miraban al muerto, ni Carella ni Meyer deseaban
llorar, pero sus ojos se estrecharon un poco y sintieron una
peculiar sequedad en la garganta, porque la muerte por arma
blanca es algo aterrador. Quienquiera que fuese el autor del
crimen, había usado el cuchillo con un aparente frenesí. Las
únicas zonas expuestas del cuerpo del rabino eran las manos,
el cuello y el rostro, y estas partes, más que las incisiones en
apariencia fatales escondidas bajo el traje negro y el chal de
oraciones, clamaban en la noche que se había cometido un
crimen sangriento. La garganta del rabino mostraba dos cortes
superficiales que casi parecían producidos por una vacilación
suicida. Un corte horizontal más profundo en el cuello había
dejado la tráquea al descubierto, junto con la carótida y la
yugular, pero estos vasos no parecían cortados, por lo menos
no a los ojos de unos legos como Carella y Meyer. Había
cortes alrededor de los ojos del rabino y otro que cruzaba el
puente de la nariz.
Pero las heridas que hicieron a Carella y Meyer apartarse
del cuerpo, eran los cortes de las manos. Sabían que se habían
producido cuando el hombre intentó defenderse, y eran más
expresivos que todas las demás heridas, pues reconstruían de
inmediato la imagen de un hombre desarmado debatiéndose
para protegerse de la hoja blandida por un asesino implacable,
alzando las manos en inútil gesto defensivo, y los dedos
estaban cortados y colgaban, las palmas convertidas en jirones
de carne. En el extremo del callejón, el patrullero que había
sido el primero en llegar al escenario del crimen identificaba el
cuerpo ante el forense, como el que había encontrado. Otro
policía hacía retroceder a los curiosos detrás de la barrera que
habían formado a la entrada del callejón. Los muchachos del
laboratorio y los fotógrafos ya habían dado comienzo a su
tarea.
Carella y Meyer se sintieron aliviados al estar de nuevo
dentro de la sinagoga.

La estancia estaba silenciosa y vacía; era una casa de oración


sin que en aquel momento hubiera ningún orador. Los
hombres se sentaron en unas sillas plegables, en aquella sala
grande y desierta donde la luz eterna ardía sobre el arca donde
se guardaban la Torá y los cinco libros de Moisés. Delante del
arca y a cada lado estaban los candelabros encendidos, los
menorá, que se encuentran tradicionalmente en toda casa de
oración judía.
El detective Steve Carella inició la letanía de otra
tradición. Sacó su cuaderno de notas, apoyó el lápiz sobre una
página en blanco, se volvió hacia Yirmiyahu y empezó a
hacerle preguntas siguiendo una pauta que se había hecho
clásica a fuerza de repetirla.
—¿Cómo se llamaba el rabino?
Yirmiyahu se sonó y dijo:
—Salomón, el rabino Salomón. Ése era su apellido.
—¿Y el nombre?
—Yaakov.
—Eso es Jacob —dijo Meyer—. Jacob Salomón. Carella
asintió y anotó el nombre en su cuaderno.
—¿Es usted judío? —preguntó el sacristán a Meyer.
El policía titubeó un instante y luego dijo:
—Sí.
—¿Casado o soltero? —preguntó Carella.
—Casado.
—¿Conoce el nombre de su esposa?
—No estoy seguro. Creo que es Havah.
—Eso es Eva —tradujo Meyer.
—¿Y sabría usted dónde vivía el rabino?
—Sí, en la casa de la esquina.
—¿Cuál es la dirección?
—No lo sé. Es la casa de los postigos amarillos.
—¿Cómo es que está usted aquí precisamente ahora, señor
Cohen? —inquirió Carella—. ¿Le informó alguien de la
muerte del rabino?
—No, no, vengo a menudo a la sinagoga, para comprobar
la luz, ¿sabe?
—¿Qué luz es ésa, señor? —quiso saber Carella.
—La luz eterna, la que está sobre el arca. Tiene que estar
ardiendo siempre. Muchas sinagogas tienen una pequeña
bombilla eléctrica en el candil. La nuestra es una de las pocas
sinagogas de la ciudad en las que todavía se usa aceite. Y,
como shamash, creí que era mi deber asegurarme de que la
luz…
—¿Es una congregación ortodoxa? —preguntó Meyer.
—No, es conservadora —dijo Yirmiyahu.
—Ahora hay tres tipos de congregación —explicó Meyer a
Carella—. Ortodoxos, conservadores y reformistas. Es un
poco complicado.
—Así es —dijo Yirmiyahu categóricamente.
—Así que vino usted a la sinagoga para comprobar la luz
—dijo Carella—. ¿No es cierto?
—Correcto.
—¿Y qué sucedió?
—Vi un coche de policía al lado de la sinagoga, así que me
acerqué y pregunté qué ocurría. Ellos me lo dijeron.
—Ya veo. ¿Cuándo vio usted vivo al rabino por última
vez, señor Cohen?
—En los servicios nocturnos.
—Los servicios empiezan cuando se pone el sol, Steve. El
día de los judíos…
—Sí, ya sé. ¿A qué hora terminaron los servicios, señor
Cohen?
—Hacia las siete y media.
—¿Y el rabino estaba aquí? ¿No es cierto?
—Bueno, salió una vez terminaron los servicios.
—Y usted se quedó dentro. ¿Por alguna razón especial?
—Sí, estaba recogiendo los chales de plegarias y las
yarmelkas, y estaba poniendo…
—Las yarmelkas son los casquetes —dijo Meyer—, esos
bonetes negros…
—Sí, ya sé. Continúe, señor Cohen.
—Estaba poniendo de nuevo los rimonim en los mangos
del pergamino.
—¿Qué estaba poniendo, señor? —preguntó Carella.
—Vaya con el gran erudito talmúdico —dijo Meyer,
sonriendo—. Ni siquiera sabe qué son los rimonim. Son esas
cubiertas decorativas de plata, Steve, que tienen la forma de
granadas. Supongo que simbolizan la fertilidad.
—Gracias —dijo Carella, devolviéndole la sonrisa.
—Han matado a un hombre —dijo Yirmiyahu en voz baja.
Los detectives permanecieron un momento en silencio. La
chanza entre los dos había sido mínima, suave en comparación
con el humor espantoso de que solían hacer gala los detectives
de homicidios ante un cadáver. Carella y Meyer estaban
acostumbrados a trabajar juntos de un modo desenvuelto y
amistoso, y a enfrentarse a los hechos de la muerte repentina,
pero en seguida se dieron cuenta de que habían ofendido al
sacristán del rabino muerto.
—Lo siento, señor Cohen —le dijo—. Comprenderá que
no teníamos la menor intención de ofenderle.
El viejo asintió estoicamente. Había heredado un legado de
años y años de persecución y llegado automáticamente a la
conclusión de que todos los gentiles consideraban la vida de
un judío como un producto barato. Su rostro largo y delgado
tenía una expresión de tristeza inefable, como si él solo
soportara el peso abrumador de los siglos sobre sus estrechos
hombros.
La sinagoga pareció súbitamente más pequeña. Mientras
miraba el rostro del viejo y la tristeza que expresaba, Meyer
sintió deseos de tocarle suavemente y decirle: «No se preocupe
tsadik, no se preocupe»; de dirigirse a él con aquella palabra
hebrea que acababa de pasar por su mente, tsadik, un hombre
que posee virtudes santas, una persona de carácter noble y vida
sencilla.
El silencio persistió. Yirmiyahu Cohen empezó a llorar de
nuevo, y los detectives permanecieron sentados en las sillas
plegables, azorados, esperando. Finalmente habló Carella:
—¿Estaba usted todavía aquí cuando el rabino entró de
nuevo?
—Me marché mientras él estaba afuera —dijo Yirmiyahu
—. Quería regresar a casa, porque estamos en el Pesach, la
Pascua. Mi familia me esperaba para que dirigiera el seder.
—Ya veo —dijo Carella, y miró a Meyer.
—¿Oyó algún ruido en el callejón, señor Cohen? —
preguntó Meyer—. ¿Cuando el rabino estaba ahí afuera?
—No, nada.
Meyer suspiró y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo
de su chaqueta. Estaba a punto de encender uno cuando
Yirmiyahu le dijo:
—¿No ha dicho usted que es judío?
—¿Eh? —Meyer encendió la cerilla.
—¿Va a fumar el segundo día del Pesach?
—Bueno, yo… —El cigarrillo pareció súbitamente
voluminoso en la mano de Meyer, y sus dedos torpes. Agitó la
cerilla hasta apagarla—. ¿Tienes alguna otra pregunta que
hacer, Steve?
—No.
—Entonces creo que puede irse, señor Cohen —dijo
Meyer—. Muchas gracias.
—Shalom —dijo Yirmiyahu, y salió de la sala abatido y
arrastrando los pies.
—Ya ves, Steve, no hay que fumar en los dos primeros
días de la Pascua, y en los dos últimos un buen judío no fuma,
ni va en coche ni trabaja ni maneja dinero ni…
—Creía que esta era una sinagoga conservadora —
comentó Carella—. Eso me parece más bien una práctica
ortodoxa.
—Bueno, es un viejo —dijo Meyer—. Supongo que la
muerte de las costumbres es muy dura.
—Como la muerte del rabino —dijo Carella
sombríamente.

3
Estaban en el callejón donde unas líneas de tiza señalaban la
posición del cadáver. Se habían llevado al rabino en una
camilla, pero su sangre seguía manchando los adoquines, y los
chicos del laboratorio habían evitado cuidadosamente la
pintura derramada por todas partes, en su búsqueda de pisadas
y huellas dactilares, de algo que pudiera constituir una pista
para identificar al asesino.
En la pared estaba pintada una letra J.
—¿Sabes, Steve? Tengo la sensación de que hay algo raro
en este caso.
—A mí me ocurre lo mismo.
Meyer alzó las cejas, un poco sorprendido.
—¿Cómo es eso?
—No lo sé, quizá porque era un hombre de Dios. —
Carella se encogió de hombros—. Hay algo ajeno a este
mundo, ingenuo y…, supongo que puro, en los rabinos,
sacerdotes y pastores, y no sé, parece que no deberían
afectarles todas las suciedades de la vida. —Hizo una pausa y
añadió—: Alguien tendría que permanecer indemne, Meyer.
—Tal vez. Tengo una sensación extraña porque soy judío,
Steve.
Lo dijo en voz muy baja, como si confesara algo que no le
habría dicho a ningún otro ser viviente.
—Te comprendo —dijo Carella amablemente.
—¿Son ustedes policías?
La voz les sobresaltó. Llegó de repente, desde el otro
extremo del callejón, y ambos se volvieron al instante para
hacer frente a quien había hablado.
Instintivamente, Meyer llevó la mano al revólver
reglamentario enfundado en el bolsillo trasero derecho.
—¿Son ustedes policías? —preguntó de nuevo la voz.
Era una voz femenina con acento yiddish. La persona que
la había emitido estaba delante de la farola, y Meyer y Carella
sólo veían una figura frágil vestida de oscuro, con las manos
blancas aferradas al pecho del abrigo negro y unos puntitos
luminosos en el lugar donde debían de estar los ojos de la
mujer.
—Sí, somos policías —respondió Meyer, con la mano
junto a la culata del revólver.
A su lado, Carella estaba preparado para sacar su arma si
era preciso.
—Sé quién mató al rov —dijo la mujer.
—¿Qué? —preguntó Carella.
—Dice que sabe quién mató al rabino —susurró Meyer,
sorprendido.
Dejó caer la mano a un lado. Echaron a andar hacia el
extremo del callejón que daba a la calle. La mujer permanecía
allí inmóvil, con la luz tras ella, el rostro envuelto en las
sombras, las manos pálidas quietas, los ojos ardientes.
—¿Quién le mató? —inquirió Carella.
—Conozco al rotsayach —respondió la mujer—. Sé quién
es el asesino.
—¿Quién?
—¡Él! —gritó la mujer, y señaló la J blanca pintada en la
pared de la sinagoga—. ¡El sonei Yisroel! ¡Él!
—El antisemita —tradujo Meyer—. Dice que lo hizo el
antisemita.
Habían llegado a la altura de la mujer. Los tres estaban en
el extremo del callejón, donde la luz de la farola lanzaba largas
sombras sobre los adoquines. Podían ver el rostro de la mujer.
Tenía el pelo negro y los ojos castaños, el rostro clásico de una
mujer judía cincuentona, su belleza empañada por la edad y
por algo más, por una sutil tensión oculta en los ojos y la boca.
—¿Qué antisemita? —preguntó Carella, y se dio cuenta de
que susurraba.
Había algo en el rostro de la mujer, en la negrura de su
abrigo y la palidez de sus manos que hacía del susurro una
necesidad.
—En la manzana siguiente —les dijo. La suya era la voz
del juicio y la condenación—. Ese individuo al que llaman
Finch.
—¿Le vio usted matar al rabino? —preguntó Carella—.
¿Le vio hacerlo?
—No. —La mujer hizo una pausa y añadió—: Pero estoy
segura de que ha sido él…
—¿Cómo se llama, señora? —le preguntó Meyer.
—Hannah Kaufman. Sé que fue él. Dijo que lo haría y ha
empezado a hacerlo.
—¿Qué es lo que dijo que haría? —preguntó
pacientemente Meyer a la mujer.
—Dijo que mataría a todos los judíos.
—¿Le oyó usted decir eso?
—Todo el mundo se lo ha oído decir.
—¿Su nombre es Finch? —le preguntó Meyer—. ¿Está
segura?
—Finch —dijo la mujer—. Vive en la manzana siguiente,
pasada la confitería.
—¿Qué te parece? —le preguntó a Carella.
Su compañero asintió.
—Haremos una visita a ese hombre.

4
Si Estados Unidos es, en su conjunto, un crisol de razas, el
Distrito 87 lo ilustra muy bien a escala reducida. Empecemos
por el río Harb, el límite más septentrional del territorio del
distrito, y lo primero que uno encuentra es el selecto Smoke
Rise, donde la gente reside en terrenos vallados, con una
aureola de respetabilidad protestante blanca, con las casas a
treinta metros de distancia de los caminos privados, y desde
donde se puede admirar el mejor paisaje que la ciudad puede
ofrecer. Al salir de Smoke Rise llegamos al lujoso Silvermine
Road, donde la aristocracia de los edificios de apartamentos ha
empezado a ceder al asalto del tiempo y la invasión de los
barrios pobres vecinos. Ejecutivos con ingresos de cuarenta
mil dólares al año viven en esos edificios de apartamentos,
pero también ahí las calles están adornadas con pintadas,
eslóganes picarescos y lascivos que los laboriosos porteros
tratan valientemente de borrar.
No hay nada tan eterno como lo anglosajón grabado con
grafito.
El parque Silvermine está al sur de la avenida, y nadie se
aventura a pasar por él de noche. Durante el día, el parque está
atestado de institutrices que charlan ociosamente sobre la
última vez en que estuvieron en Suecia y mecen suavemente
los cochecitos barnizados de azul de los bebés. Pero después
de la puesta del sol, ni siquiera las parejas de enamorados
entran en el parque. El Stem, más al sur, estalla en el mismo
momento en que el sol abandona el cielo. Chillón e
incandescente, es una mezcla de restaurantes chinos y
charcuterías judías, pizzerías y cabarets griegos en los que se
anuncia la danza del vientre. Raída como la manga de un
mendigo, la avenida Ainsley cruza el centro del distrito,
procurando mantener una dignidad desaparecida hace largo
tiempo, con las aceras flanqueadas por edificios de
apartamentos austeros pero sucios, habitaciones amuebladas,
garajes y una serie de tabernas con el suelo cubierto de serrín.
La avenida Culver se vuelve totalmente irlandesa con la
velocidad de un duende. Los rostros, los bares, incluso los
edificios, parecen fuera de lugar, como si los hubieran robado
y transportado desde el centro de Dublín. Pero no hay cortinas
de encaje en las ventanas. Aquí la pobreza se muestra desnuda
en las calles, estableciendo la pauta para el restante territorio
del distrito. La pobreza inclina las espaldas de los irlandeses
de la avenida de Culver, clava sus garras en los rostros
blancos, canela, morenos y negros de los puertorriqueños que
viven en la avenida Mason, se derrumba sobre las camas de las
furcias en la Vía de las Putas, y luego continúa su camino
hacia el verdadero crisol, las callejas de la ciudad donde
diferentes grupos raciales viven codo contra codo, tan juntos
como amantes, odiándose entre sí. Ahí es donde
puertorriqueños y judíos, italianos y negros, irlandeses y
cubanos se ven obligados, por la abrumadora necesidad
económica, a vivir en un gueto que, por su misma
composición, pierde nitidez y se convierte en una maraña sin
sentido de castas no relacionadas.
La sinagoga del rabino Salomón estaba en la misma calle
de una iglesia católica. En la avenida que conducía a la
manzana siguiente había una misión baptista. La confitería al
lado de la que vivía el hombre llamado Finch era propiedad de
un puertorriqueño cuyo hijo había sido policía, un tal
Hernández.
Carella y Meyer llegaron al vestíbulo del edificio y leyeron
las placas con los nombres en los buzones. En total eran ocho
buzones, y sólo dos teman placas. Otros tres estaban
descerrajados. El hombre llamado Finch vivía en el
apartamento número 33 del tercer piso.
La cerradura de la puerta del vestíbulo estaba rota. Desde
atrás del pozo de la escalera, donde estaban reunidos los cubos
de la basura antes de sacarlos para que los recogieran por la
mañana, el hedor de los restos de la cena asaltaba el olfato, y
los detectives permanecieron callados hasta llegar al
descansillo del primer piso.
Camino del tercero, Carella comentó:
—Esto parece demasiado fácil, Meyer. Ha terminado antes
de empezar.
En el descansillo del tercer piso, los dos hombres sacaron
sus revólveres reglamentarios. Encontraron el apartamento 33
y cada uno se colocó a un lado de la puerta.
—¿El señor Finch? —preguntó Meyer.
—¿Quién es? —respondió una voz.
—Policía. Abra.
El apartamento y el pasillo permanecieron en silencio.
—¿Finch? —repitió Meyer.
No hubo respuesta. Carella se apoyó en la pared opuesta.
Meyer asintió. Carella levantó la pierna derecha, doblada por
la rodilla, y la impulsó como un muelle liberado. La suela del
zapato chocó contra la puerta por debajo de la cerradura. La
puerta cedió y Meyer entró en el piso, empuñando el arma.
Finch era un hombre cercano a la treintena, con la cabeza
rapada al estilo militar y los ojos verdes brillantes. Estaba
cerrando la puerta del armario cuando Meyer entró en la
habitación. Vestía sólo los pantalones y una camiseta, e iba
descalzo. Necesitaba un afeitado, y los pelos del mentón y las
mejillas hacían resaltar una cicatriz blanca que iba desde la
mejilla derecha hasta la curva de la mandíbula. Se apartó del
armario con el aire de quien ha completado satisfactoriamente
una misteriosa misión.
—No se mueva de ahí —le ordenó Meyer.
Cuentan la anécdota de una vieja que viaja en un tren y
pregunta repetidamente al hombre sentado junto a ella si es
judío. El hombre, que intenta leer su periódico, repite cada
vez: «No, no soy judío». La vieja sigue importunándole,
tirándole de la manga, haciéndole la misma pregunta una y
otra vez. Finalmente el hombre deja el periódico y dice: «¡De
acuerdo, de acuerdo, maldita sea! Soy judío». Y la vieja sonríe
dulcemente y le dice: «¿Sabe una cosa? Pues no lo parece».
La broma se basa, naturalmente, en el prejuicio de que uno
puede conocer la religión de un hombre con sólo mirarle a la
cara. No había nada en el aspecto o la manera de hablar de
Meyer Meyer que indicara su condición de judío. Tenía el
rostro redondeado y bien afeitado, su edad era de treinta y
siete años, estaba totalmente calvo y sus ojos eran de un azul
intenso. Medía casi metro noventa y su peso era algo excesivo,
y la única conversación que había tenido con Finch se limitaba
a las pocas palabras cruzadas a través de la puerta cerrada y las
cinco que había pronunciado dentro del apartamento, todas las
cuales pronunció en un inglés urbano sin el menor acento que
lo delatara.
Pero cuando Meyer Meyer dijo: «No se mueva de ahí»,
una sonrisa apareció en el rostro de Finch, y respondió:
—No iba a ningún sitio, judío.
Quizá la visión del rabino tendido en su propia sangre
había sido demasiado para Meyer, quizá las palabras sonei
Yisroel le habían recordado los días de su infancia, cuando,
como uno de los pocos judíos ortodoxos en un barrio de
gentiles, y llevando el nombre, como una escopeta de dos
cañones, que su padre le había impuesto, se veía obligado a
defenderse de todo rufián que se cruzaba en su camino, e
invariablemente con una desventaja abrumadora. En general,
era un hombre muy paciente. Había sobrellevado la broma de
su padre al ponerle aquel nombre con una sorprendente buena
voluntad, aunque a veces sonriera sin alegría con los labios
ensangrentados. Pero aquella noche, la segunda de la Pascua,
tras haber mirado al rabino bañado en sangre, después de
haber oído los sollozos atormentados del sacristán y de haber
visto el rostro pacientemente sufriente de la mujer de negro,
las palabras que le arrojaban desde el otro extremo del piso
tuvieron un efecto sorprendente.
Meyer no dijo nada. Se limitó a ir al encuentro de Finch,
que estaba junto al armario, y alzó el revólver de calibre 38
por encima de la cabeza. Cambió la posición del arma
mientras su brazo descendía, de manera que la pesada culata
estuviera preparada para golpear cuando se acercara a la
mandíbula de Finch. Éste alzó las manos, pero no para
protegerse el rostro. Tenía unas enormes manos, con gruesos
nudillos, signo inequívoco del habitual luchador callejero.
Abrió los dedos y cogió el brazo de Meyer por la muñeca,
deteniendo el arma a pocos centímetros de su rostro.
No se las había con un muchacho, sino con un policía. Sin
duda se proponía hacer que Meyer soltara el arma y entonces
golpearle hasta dejarlo sin sentido en el suelo. Pero Meyer
levantó la rodilla derecha y golpeó a Finch en la entrepierna;
luego, mientras el otro aún le cogía la muñeca, golpeó con el
puño izquierdo el vientre del recalcitrante individuo. Eso fue
suficiente. Los dedos se aflojaron y Finch retrocedió un paso
mientras Meyer llevaba la pistola a un lado y la descargaba
con un manotazo de revés. La culata se estrelló en la
mandíbula de Finch, el cual cayó espatarrado contra la pared
del armario.
No se rompió la mandíbula de milagro. Finch chocó con la
pared del armario, aferró la puerta tras él con ambas manos
abiertas contra la madera y meneó la cabeza. Parpadeó y agitó
de nuevo la cabeza. Con lo que parecía pura fuerza de
voluntad, logró mantenerse erguido sin caer de bruces.
Meyer se quedó mirándole, sin decir nada, respirando
pesadamente. Carella, que había entrado en la habitación,
permanecía en el extremo, dispuesto a pegarle un tiro a Finch
si movía el dedo meñique.
—¿Se llama Finch? —le preguntó Meyer.
—No hablo con judíos —respondió.
—Entonces hable conmigo —dijo Carella—. ¿Cómo se
llama?
—Váyase al diablo, usted y su amigo judío.
Meyer no levantó la voz. Se acercó a Finch y le dijo con
mucha calma:
—Mire, señor, dentro de dos minutos va a convertirse en
un paralítico por haber opuesto resistencia a su detención.
No tuvo que decir más, porque sus ojos eran lo bastante
explícitos, y Finch comprendió con rapidez lo que decían.
—Muy bien —dijo Finch, asintiendo—. Ése es mi nombre.
—¿Qué hay en el armario, Finch? —le preguntó Carella.
—Mi ropa.
—Apártese de la puerta.
—¿Para qué?
Ninguno de los dos policías respondió. Finch se los quedó
mirando durante diez segundos, y se apartó rápidamente de la
puerta. Meyer la abrió. El armario estaba lleno de panfletos
atados en paquetes. El cordel de uno de ellos se había desatado
y los panfletos habían caído al suelo del armario. Al parecer,
aquel paquete era el que Finch había metido apresuradamente
en el armario cuando oyó que llamaban a la puerta. Meyer se
agachó y recogió uno de los panfletos. Estaba mal impreso, en
un papel de ínfima calidad, pero su propósito era inequívoco.
El título del panfleto era: «El vampiro judío».
—¿De dónde has sacado esto? —inquirió Meyer.
—Soy socio de un club del libro.
—Hay algunas leyes contra este tipo de cosas —comentó
Carella.
—¿Ah, sí? Dígame una.
—Con mucho gusto. Sección 1340 de la Ley Penal…,
definición de libelo.
—Quizá debería leer la sección 1342 —dijo Finch—. «La
publicación está justificada cuando la proposición sobre la que
recae la acusación de libelo sea cierta y se haya publicado con
buenos motivos y para fines justificables».
—Entonces revisemos la sección 514 —dijo Carella—.
«Quien discrimine, ayude o cite a otro a discriminar a
cualquier persona por motivos de raza, credo, color u origen
nacional…»
—Yo no trato de incitar a nadie —dijo Finch, sonriendo.
—Ni yo soy un abogado —replicó Carella—. Pero también
podemos referirnos a la sección 700, que define la
discriminación, y la sección 1430, que considera delito mayor
todo acto de injuria maliciosa en un lugar de culto religioso.
—¿Eh? —dijo Finch.
—Lo que he dicho —replicó Carella.
—¿De qué diablos me está hablando?
—Le estoy hablando del trabajito de pintura que hizo usted
en la pared de la sinagoga.
—¿Qué trabajo de pintura? ¿Qué sinagoga?
—¿Dónde estaba usted a las ocho de esta noche, Finch?
—Fuera.
—¿Dónde?
—No me acuerdo.
—Pues será mejor que empiece a acordarse.
—¿Por qué? ¿Es que hay alguna sección de la Ley Penal
contra la pérdida de memoria?
—No —dijo Carella—. Pero hay una contra el homicidio.

5
El equipo le rodeaba en la sala de la brigada.
El equipo estaba formado por los detectives Steve Carella,
Meyer Meyer, Cotton Hawes y Bert Kling. Dos detectives de
la sección sur de homicidios se habían presentado rápidamente
para legitimar la acción, y luego se fueron a dormir a sus
casas, sabiendo a la perfección que la investigación de un
homicidio se deja siempre al grupo del distrito donde se ha
descubierto el fiambre. El equipo rodeaba a Finch en un
amplio semicírculo. Aquello no era una película, por lo que no
había una luz brillante que deslumbrara los ojos de Finch, ni
ninguno de los policías le puso un dedo encima. Últimamente
había demasiados abogados que se pasaban de listos y estaban
dispuestos a denunciar unos métodos de interrogatorio
irregulares cuando un caso quedaba listo para ir a juicio. Los
detectives se limitaban a rodear a Finch en un semicírculo
amplio y relajado, y sus únicas armas eran una familiaridad
absoluta con el proceso del interrogatorio y entre ellos
mismos, y la superioridad matemática de cuatro mentes
opuestas contra una sola.
—¿A qué hora salió de su apartamento? —preguntó
Hawes.
—Hacia las siete.
—¿Y a qué hora regresó? —inquirió Kling.
—A las nueve o las nueve y media. Alrededor de esa hora.
—¿Adónde fue? —preguntó Carella.
—Tenía que ver a alguien.
—¿Un rabino? —preguntó Meyer.
—No.
—¿Quién?
—No quiero meter a nadie en un lío.
—Está usted metido en un buen lío —observó Hawes—.
¿Adónde fue?
—A ningún sitio.
—Muy bien, como prefiera —dijo Carella—. Ha andado
por ahí hablando de matar a los judíos, ¿no es cierto?
—Nunca he dicho una cosa así.
—¿De dónde sacó esos panfletos?
—Los encontré.
—¿Está de acuerdo con lo que dicen?
—Sí.
—¿Sabe dónde está la sinagoga de su barrio?
—Sí.
—¿Estaba usted cerca de ella esta noche entre las siete y
las siete y media?
—No.
—¿Entonces dónde estaba?
—En ninguna parte.
—¿Le vio alguien allí? —preguntó Kling.
—¿Si me vio alguien adónde?
—En esa ninguna parte adonde fue.
—No me vio nadie.
—Usted no fue a ninguna parte —dijo Hawes—, y nadie le
vio. ¿Es eso correcto?
—Así es.
—El hombre invisible —comentó Kling.
—Así es.
—Cuando vaya por ahí a matar a todos los judíos, ¿cómo
planea hacerlo? —le preguntó Carella.
—Yo no planeo matar a nadie —dijo el hombre, a la
defensiva.
—¿Con quién piensa empezar?
—Con nadie.
—¿Ben Gurion?
—Nadie.
—O quizás ya ha empezado.
—Ni he matado a nadie ni voy a hacerlo. Quiero llamar a
un abogado.
—¿Un abogado judío?
—Yo no aceptaría…
—¿Qué es lo que no aceptaría?
—Nada.
—¿Le gustan los judíos?
—No.
—¿Los odia?
—No.
—Entonces, le gustan.
—No, no he dicho…
—O le gustan o los odia. ¿Cuál de las dos cosas?
—¡Ese puñetero asunto no es cosa suya!
—Pero está de acuerdo con la basura de esos panfletos
llenos de odio, ¿no es cierto?
—No son panfletos llenos de odio.
—¿Cómo los llama entonces?
—Expresiones de opinión.
—¿La opinión de quién?
—¡La opinión de todo el mundo!
—¿La suya incluida?
—¡Sí, la mía incluida!
—¿Conoce al rabino Salomón?
—No.
—¿Qué piensa de los rabinos en general?
—Nunca pienso en los rabinos.
—Pero piensa mucho en los judíos, ¿no?
—Pensar no es ningún delito…
—Si piensa en los judíos, debe de pensar en los rabinos,
¿no le parece?
—¿Por qué habría de perder mi tiempo…?
—El rabino es el jefe espiritual del pueblo judío, ¿no?
—No sé nada de los rabinos.
—Pero debe saber eso.
—¿Y qué si lo sé?
—Bueno, si dijo que iba a matar a los judíos…
—Nunca he dicho…
—…, entonces un buen sitio para empezar sería…
—¡Jamás he dicho nada parecido!
—¡Tenemos un testigo que le oyó! Una buena manera de
empezar sería matar a un rabino, ¿no es cierto?
—Métase a su rabino en…
—¿Dónde estaba esta noche entre las siete y las nueve?
—En ningún sitio.
—Estaba detrás de esa sinagoga, ¿no?
—No.
—Estaba pintando una J en la pared, ¿no es cierto?
—¡No! ¡No estaba ahí!
—¡Estaba apuñalando a un rabino!
—¡Estaba matando a un judío!
—Yo no estaba cerca de ese sitio…
—Empapélale, Cotton. Sospecha de asesinato.
—Sospecha de… Les estoy diciendo que no estaba…
—Cierra la boca o empieza a cantar, cabrón —dijo Carella.
Finch se calló.

6
La muchacha fue a ver a Meyer Meyer el domingo de Pascua.
Tenía el cabello castaño rojizo y los ojos marrones, y
llevaba un vestido de color anaranjado brillante con un ramito
de flores sobre el seno izquierdo. Esperó ante la barandilla y
ninguno de los detectives de la brigada se fijó en las flores;
todos estaban demasiado ocupados especulando sobre la
profundidad y textura de las espléndidas curvas de la chica.
La joven no dijo una sola palabra, ni tuvo necesidad de
hacerlo. El efecto fue casi cómico, afin a la escena del cóctel
en la que la rubia voluptuosa saca un cigarrillo y cuatrocientos
hombres salen de estampida para encendérselo. El primero que
llegó a la divisoria de rejilla fue Cotton Hawes, puesto que era
soltero y sin compromiso. El segundo fue Hal Willis, también
soltero y un buen e intrépido muchacho. Meyer Meyer,
hombre maduro y casado, se contentó con mirar a la chica
desde su mesa y comérsela con los ojos. La palabra yiddish
shtick (la especialidad de un comediante en el escenario) pasó
por su mente, pero rechazó rápidamente la idea.
—¿En qué puedo servirla, señorita? —preguntaron a la vez
Hawes y Willis.
—Desearía ver al detective Meyer —dijo la muchacha.
—¿Meyer? —dijo Hawes, como si acabaran de difamar su
virilidad.
—¿Meyer? —repitió Willis.
—¿Es él quien se ocupa del asesinato del rabino?
—Bueno, todos estamos trabajando en el caso —dijo
Hawes modestamente.
—Soy la novia de Artie Finch —reveló la muchacha—, y
quiero hablar con el detective Meyer.
Meyer se levantó de su mesa con el aire de un hombre a
quien la beldad del baile ha seleccionado entre todos los
varones sin compañera. Con su mejor voz de locutor
radiofónico y sus ademanes más afables, dijo:
—Sí, señorita, yo soy el detective Meyer.
Abrió la puerta de la divisoria y casi estuvo a punto de
hacer una reverencia para que la joven pasara. La acompañó
hasta su mesa. Hawes y Kling contemplaron a la muchacha,
que se sentó y cruzó las piernas. Meyer colocó un cuaderno de
papel en su lugar con todo el aplomo de un ejecutivo de la
General Motors.
—Lo siento, señorita —le dijo—. ¿Cómo se llama?
—Eleanor —le informó ella—. Eleanor Fay.
—¿F-A-Y-E? —deletreó el detective mientras escribía.
—No, F-A-Y.
—¿Y es usted la prometida de Arthur Finch?
—Soy su novia —le corrigió Eleanor.
—¿No están comprometidos?
—Oficialmente, no.
Sonrió recatada, pudorosa y dulcemente. Al otro lado de la
sala, Cotton Hawes alzó la vista al techo.
—¿Para qué quería verme, señorita Fay? —preguntó
Meyer.
—Quería hablarle de Arthur. Es inocente. No mató a ese
hombre.
—Ya veo. ¿Qué sabe usted del asunto, señorita Fay?
—Verá, leí en el periódico que el rabino había sido
asesinado entre las siete y media y las nueve. Creo que es eso,
¿no?
—Sí, más o menos.
—Bueno, pues Arthur no pudo haberlo hecho. Sé dónde
estuvo durante ese tiempo.
—¿Y dónde estuvo?
Meyer imaginó lo que iba a decirle la chica. Había oído las
mismas palabras a un nutrido grupo de golfas, queridas,
prometidas, novias y simples conocidas de hombres acusados
de todo, desde conducta desordenada hasta asesinato en primer
grado. La muchacha protestaría, jurando que Finch estuvo con
ella durante todo aquel tiempo. Después de insistir un poco
admitiría que…, sí…, estuvieron a solas. Tras camelarla algo
más, diría a regañadientes —lo cual añadiría credulidad a sus
palabras— que…, bueno…, estuvieron a solas en unas
circunstancias íntimas. Una vez establecida con firmeza la
coartada, esperaría pacientemente la liberación de su hombre.
—¿Dónde estuvo? —repitió Meyer, y aguardó con
paciencia.
—De las siete a las ocho estuvo con un hombre llamado
Bret Loomis, en un restaurante llamado The Gate, entre Culver
y South Third.
—¿Qué? —dijo Meyer, sorprendido.
—Así es, y desde allí Arthur fue a casa de su hermana, en
Riverhead. Puedo darle la dirección si lo desea. Llegó allí
hacia las ocho y media y se quedó cosa de media hora. Luego
fue directamente a casa.
—¿A qué hora llegó a su casa?
—A las diez.
—Él nos ha dicho a las nueve y media.
—Se equivocó. Llegó a casa a las diez porque me
telefoneó nada más llegar. Eran las diez.
—Ya veo. ¿Y él le dijo que acababa de llegar a casa?
—Sí. —Eleanor asintió y descruzó las piernas. Willis, que
estaba junto al refrigerador de agua, no se perdió la súbita
revelación de nailon y muslos.
—¿Le dijo también que había pasado todo ese tiempo
primero con Loomis y luego con su hermana?
—Sí, lo dijo.
—Entonces, ¿por qué no nos contó eso? —inquirió Meyer.
—Desconozco el motivo. Arthur es una persona que
respeta a la familia y los amigos. Supongo que no quería que
la policía les molestara.
—Eso es muy considerado por su parte —dijo Meyer
secamente—, sobre todo cuando está detenido como
sospechoso de asesinato. ¿Cuál es el nombre de su hermana?
—Irene Gravanan, señora de Cari Gravanan.
—¿Y su dirección?
—Diecinueve-once Morris Road. En Riverhead.
—¿Sabe dónde puedo encontrar a ese Bret Loomis?
—Vive en una pensión de la avenida Culver, en el número
3918. Está cerca de la Cuarta Avenida.
—Ha venido usted muy bien preparada, ¿eh, señorita Fay?
—comentó Meyer.
—Si una no viene preparada, ¿para qué venir? —replicó
ella.

7
Bret Loomis era un hombre de treinta y siete años, estatura
media y con barba. Cuando hizo pasar a los detectives a su
habitación, llevaba un grueso suéter negro y unos pantalones
de tela tosca muy ajustados. Al lado de Cotton Hawes, parecía
un chiquillo que se había puesto una barba postiza en un
intento de hacer reír a su padre.
—Siento molestarle, señor Loomis —dijo Meyer—. Ya sé
que estamos en Pascua y…
—¿Ah, sí? —dijo Loomis, como sorprendido—. Vaya, es
cierto, estamos en Pascua. ¡Qué despiste el mío! Quizá debería
salir y comprar unas flores.
—¿No sabía usted que era Pascua? —le preguntó Hawes.
—Hombre, ya no leo nunca los periódicos. ¡Todo son
desgracias! Ya estoy harto de todo eso. Tomemos una cerveza
para celebrar la Pascua, ¿de acuerdo?
—Bueno, gracias —dijo Meyer—, pero…
—Vamos, hombre, ¿qué más da que no esté permitido?
¿Quién va a saberlo aparte de ustedes, yo y los pilares de la
cama? Tres cervezas, marchando.
Meyer miró a Hawes y se encogió de hombros, y Hawes
hizo lo mismo. Juntos observaron a Loomis, el cual fue al
frigorífico situado en un rincón de la estancia y sacó tres
cervezas.
—Siéntense. Tendrán que beber directamente de la botella
porque no tengo vasos. Vamos, tomen asiento.
Los detectives miraron a su alrededor, perplejos.
—Será mejor que se sienten en el suelo —dijo Loomis—.
Tampoco ando sobrado de sillas.
Los tres hombres se sentaron en el suelo, alrededor de una
mesita baja, hecha, evidentemente, con un tocón de árbol.
Loomis dejó las botellas sobre la mesa, alzó la suya, dijo
«salud» y tomó un largo trago.
—¿Cómo se gana la vida, señor Loomis? —le preguntó
Meyer.
—Vivo —dijo Loomis.
—¿Cómo?
—Vivo para ganarme la vida. Eso es lo que hago.
—Quiero decir con qué medios económicos cuenta.
—Recibo dinero de mi ex esposa.
—¿Usted recibe dinero?
—Sí. Le entusiasmó tanto librarse de mí que hicimos un
trato. Cien pavos a la semana. No está mal, ¿eh?
—Está muy bien —comentó Meyer.
—¿De verdad que lo cree así? —Loomis pareció pensativo
—. Creo que podría haber conseguido doscientos, si le hubiera
insistido un poco más. La muy zorra iba por ahí con otro tío,
¿saben?, y estaba deseando casarse con él. Es un hombre con
mucha pasta. Seguro que podría haber conseguido doscientos.
—¿Hasta cuándo le hará esos pagos? —preguntó Hawes,
fascinado.
—Hasta que vuelva a casarse…, lo cual no hará jamás
mientras yo viva. Tomen la cerveza, es buena. —Tomó un
trago de la suya y añadió—: ¿Para qué querían verme?
—¿Conoce a un hombre llamado Arthur Finch?
—Desde luego. ¿Está en apuros?
—Sí.
—¿Qué ha hecho?
—Vamos a dejar eso de momento, señor Loomis —dijo
Hawes—. Nos gustaría que nos dijera…
—¿Cómo se hizo esa raya blanca en la cabeza? —preguntó
Loomis de repente.
—¿Eh? —Hawes se llevó la mano a la sien izquierda
inconscientemente—. Una vez me rozaron con un cuchillo y
me quedó esta señal.
—Ahora necesita una raya azul en la otra sien, y entonces
parecerá la bandera norteamericana —dijo Loomis, y se echó a
reír.
—Claro —dijo Hawes—. Señor Loomis, ¿puede decirnos
dónde estuvo usted anoche entre las siete y las ocho?
—Vaya, esto es como «Redada», ¿verdad? «¿Dónde estuvo
usted la noche del veintiuno de diciembre? Sólo queremos los
hechos.»
—Sí, es como «Redada» —dijo Meyer secamente—.
¿Dónde estuvo usted, señor Loomis?
—¿Anoche? ¿A las siete? —Se quedó un momento
pensativo—. Sí, claro.
—¿Dónde?
—En casa de Olga.
—¿Quién?
—Olga Trenovich. Es una especie de escultora. Hace unas
absurdas estatuillas de cera. Como si lo embadurnara todo de
cera, ¿entienden?
—¿Y anoche estuvo con ella?
—Sí, hubo una pequeña sesión en su casa. Un par de tipos
de color con saxos y tambores y otros dos chicos que tocaban
la trompeta y el piano.
—¿Llegó allí a las siete, señor Loomis?
—No, llegué a las seis y media.
—¿Y a qué hora se marchó?
—¿Quién puñetas se acuerda? Era de madrugada.
—¿Después de medianoche?
—Sí, claro, serían las dos o las tres de la madrugada.
—Entonces pues, usted llegó allí a las seis y media y se
marchó sobre las dos o las tres de la madrugada. ¿Correcto?
—Sí.
—¿Estaba Arthur Finch con usted?
—¡Qué va!
—¿No le vio anoche?
—No. No le he visto desde…, déjeme pensar…, desde el
mes pasado por lo menos.
—¿No estuvo con Arthur Finch en un restaurante llamado
The Gate?
—¿Cuándo? ¿Quiere decir anoche?
—Sí.
—Pues no, ya se lo he dicho. No he visto a Artie por lo
menos desde hace dos semanas.
Un súbito destello apareció en los ojos de Loomis, y miró
a Hawes y Meyer con expresión de culpabilidad.
—Vaya, ¿qué acabo de hacer? ¿He fastidiado la coartada
de Artie?
—La ha fastidiado muy bien, señor Loomis —dijo Hawes.

8
Irene Gravanan, la hermana de Finch, era una muchacha de
veintiún años que ya había tenido tres hijos y estaba
embarazada del cuarto. Vivía en un apartamento de una
urbanización en Riverhead. En cuanto hizo pasar a los
policías, tomó asiento.
—Tendrán que perdonarme —les dijo—, pero me duele la
espalda. El médico cree que podrían ser gemelos. Eso es lo
único que me faltaría. —Se apretó la espalda con las palmas,
suspiró profundamente y añadió—: Siempre estoy
embarazada. Me casé a los diecisiete, y no he parado desde
entonces. Todos mis hijos creen que soy una mujer gorda;
nunca me han visto sin estar embarazada. —Suspiró de nuevo
—. ¿Tiene usted hijos? —le preguntó a Meyer.
—Tres.
—A veces desearía…
Se interrumpió y su rostro adoptó una expresión curiosa,
una expresión que negaba los sueños.
—¿Qué desearía, señora Gravanan? —le preguntó Hawes.
—Poder irme a las Bermudas…, sola. —Hizo una pausa y
añadió—: ¿Ha estado alguna vez en las Bermudas?
—No.
—He oído decir que es muy bonito —dijo Irene Gravanan
en tono nostálgico, y el piso quedó en silencio.
—Señora Gravanan —dijo Meyer—, nos gustaría hacerle
algunas preguntas sobre su hermano.
—¿Qué ha hecho ahora?
—¿Ha hecho otras cosas antes? —preguntó Hawes.
—Bueno, ya saben… —la joven se encogió de hombros.
—¿Qué?
—Bueno, el jaleo ante el Ayuntamiento, y los piquetes
para impedir la proyección de aquella película. Ya saben.
—No lo sabemos, señora Gravanan.
—Bueno, siento decir esto de mi propio hermano pero creo
que, en ese tema, está un poco loco.
—¿Qué tema?
—La película, por ejemplo. Es sobre Israel, y él y sus
amigos formaron piquetes para que no las proyectaran y
repartieron panfletos sobre los judíos y… ¿Lo recuerdan, no?
La gente hasta les tiró piedras. Había muchos supervivientes
de los campos de concentración entre la gente. —Hizo una
pausa y prosiguió—: Creo que debe estar un poco loco para
hacer una cosa así, ¿no les parece?
—Ha dicho usted algo acerca del Ayuntamiento, señora
Gravanan. ¿Qué hizo su hermano?
—Bueno, eso fue cuando el alcalde invitó a un asambleísta
judío, he olvidado su nombre, para que pronunciara un
parlamento con él en los escalones del Ayuntamiento. Mi
hermano fue allí y…, bueno, la misma historia, ya saben.
—Ha mencionado a los amigos de su hermano. ¿Qué
amigos?
—Los chiflados con los que va por ahí.
—¿Podría decirnos sus nombres? —quiso saber Meyer.
—Sólo conozco a uno de ellos, que estuvo una vez aquí
con mi hermano. Tiene la cara llena de granos. Lo recuerdo
porque entonces yo estaba embarazada de Sean, y me preguntó
si podía ponerme las manos en el vientre para notar el pataleo
del bebé. Le dije que de ninguna manera, y eso le hizo callar.
—¿Cómo se llamaba ese hombre, señora Gravanan?
—Se llamaba Fred, Frederick Schultz.
—¿Es alemán? —preguntó Meyer.
—Sí.
El detective hizo un breve gesto de asentimiento.
—Señora Gravanan —dijo Hawes—, ¿anoche estuvo aquí
su hermano?
—¿Por qué? ¿Les dijo él que había estado?
—¿Estuvo o no?
—No.
—¿Ni un solo momento?
—No. Anoche no estuvo aquí. Estaba sola, porque mi
marido juega a los bolos los sábados. —Hizo una pausa—. Yo
me quedo en casa, abrazándome mi grueso vientre, mientras él
juega a los bolos. ¿Saben qué deseo a veces?
—¿Qué? —preguntó Meyer.
Y como si no lo hubiera dicho antes. Irene Gravanan
declaró:
—Ojalá pudiera irme a las Bermudas alguna vez, yo sola.
El pintor de brocha gorda hablaba con Carella.
—La verdad es que me gustaría recuperar mi escalera.
—Le comprendo.
—Pueden quedarse con las brochas, aunque algunas son
muy caras, pero la escalera me es absolutamente necesaria. Ya
estoy perdiendo una jornada de trabajo por culpa de esa gente
del laboratorio.
—Bueno, verá…
—Esta mañana volví a la sinagoga y la escalera, las
brochas y hasta la pintura habían desaparecido. ¡Y qué
estropicio en ese callejón! Entonces va ese tipo que es el
sacristán del templo y me dice que el sábado por la noche
mataron a un sacerdote, y los polis se llevaron todas mis cosas.
Quise saber qué polis, y me dijo que no lo sabía. Así que esta
mañana llamé a jefatura y tuve que hablar con seis policías
diferentes, hasta que por fin me pusieron en contacto con un
tipo llamado Grossman, del laboratorio.
—Sí, el teniente Grossman —dijo Carella.
—Eso es, y ese señor va y me dice que no me puede
devolver la maldita escalera hasta que hayan terminado sus
pruebas con ella. Ahora dígame qué diablos esperan encontrar
en mi escalera, ¿le importaría decírmelo?
—No lo sé, señor Cabot. Tal vez huellas dactilares.
—¡Sí, claro, mis huellas dactilares! ¿Y voy a verme
implicado en un asesinato además de perder una jornada de
trabajo?
—Creo que no —dijo Carella, sonriendo.
—De todos modos no debería haber aceptado ese trabajo,
no tendría que haberme molestado con eso.
—¿Quién le contrató para ese trabajo, señor Cabot?
—El sacerdote.
—¿Se refiere al rabino? —preguntó Carella.
—Sí, el sacerdote, el rabino, o como diablos quiera
llamarle —respondió Cabot, encogiéndose de hombros.
—Tenía que pintar. ¿Sabe lo que tenía que hacer?
—¿Qué tema que pintar?
—El borde, alrededor de las ventanas y el tejado.
—¿De blanco y azul?
—Blanco alrededor de las ventanas y azul para el borde
del tejado.
—Los colores de Israel —comentó Carella.
—Sí —convino el pintor, y entonces dijo—: ¿Cómo?
—Nada. ¿Por qué dice usted que no debería haber
aceptado el trabajo, señor Cabot?
—En primer lugar, por todas las discusiones. Quería que lo
tuviera terminado para no sé qué fiesta, que cae en el primer
día del mes, pero yo no podía…
—¿Se refiere a la Pascua de los hebreos?
—Sí, eso debía ser —dijo el pintor, y volvió a encogerse
de hombros.
—¿Qué iba usted a decir?
—Iba a decir que tuvimos una pequeña discusión al
respecto. Yo estaba haciendo otro trabajo y no podía empezar
hasta el viernes, el día treinta y uno. Pensé quedarme a trabajar
por la noche, pero el sacerdote me dijo que no podía hacer
nada después de la puesta del sol. «¿Por qué no puedo trabajar
después de la puesta del sol?», le pregunté, y él me dijo que el
Sabbath empezaba entonces, por no mencionar el primer día
de la Pascua, y que no estaba permitido trabajar en los dos
primeros días de la Pascua, ni tampoco el Sabbath, por cierto,
porque en ese día el Señor descansó, ¿saben? El séptimo día.
—Sí, ya veo.
—Bueno, pues le dije: «Padre, yo no soy judío», eso es lo
que le dije, «y puedo trabajar todos los días de la semana si me
parece». Además, el lunes tenía que empezar un trabajo
importante, y supuse que podría terminar lo de la iglesia
durante el día y la noche del viernes, o en el peor de los casos
trabajaría el sábado, por lo que suelo cobrar más. Así que
llegamos a un acuerdo.
—¿Qué acuerdo?
—Bueno, ese sacerdote pertenecía al grupo que llaman de
los conservadores, no los reformistas, que están muy
adelantados, pero de todos modos estos conservadores, por lo
que veo, no siguen todas las viejas reglas de la religión. El
hombre me dijo que podría trabajar durante el viernes mientras
fuese de día, y luego podía volver el sábado, siempre que
terminara a la puesta del sol. No me pregunten qué clase de
absurdo acuerdo fue. Supongo que pensaba en la misa que
tenía a la puesta del sol y que sería un pecado mortal que yo
estuviera afuera pintando mientras todo el mundo rezaba
dentro, y en un día muy santo, por cierto.
—Ya veo. ¿Así que pintó el viernes hasta la puesta del sol?
—Correcto.
—¿Y entonces volvió el sábado por la mañana?
—Así es, pero miren, las ventanas necesitaban todavía
mucha masilla, había que raspar y lijar los alféizares, así que
cuando llegó la puesta del sol del sábado, el trabajo aún no
estaba terminado. Tuve una conversación con el sacerdote, el
cual dijo que estaba a punto de ir adentro para rezar, y me
preguntó si podía volver después de los servicios para terminar
el trabajo. Le dije que tenía una idea mejor. Volvería el lunes
por la mañana y terminaría la faena antes de ir al trabajo
importante que tenía en Majesta…; se trata de pintar toda una
fábrica, un gran trabajo. Así que dejé todas mis cosas donde
estaban, detrás de la iglesia. Pensé que nadie iba a robar nada
detrás de una iglesia, ¿no les parece?
—Tiene razón —dijo Carella.
—Bueno, pues, ¿sabe quién robó las cosas precisamente
detrás de la iglesia?
—¿Quién?
—¡La policía! —gritó Cabot—. ¿Quiere decirme ahora
cómo diablos voy a recuperar mi escalera? He recibido una
llamada de la fábrica, y dicen que si no empiezo mañana,
como más tarde, puedo olvidarme del trabajo. ¡Y yo sin
escalera!
—Puede que abajo le presten una escalera —sugirió
Carella.
—Necesito una escalera alta, de pintor, señor mío. Es una
fábrica muy alta. ¿No puede llamar a ese capitán Grossman y
pedirle que haga el favor de devolverme mi escalera? Tengo
bocas que alimentar.
—Hablaré con él, señor Cabot —dijo Carella—. Déjeme
su número, ¿quiere?
—Veré si mi cuñado me presta una escalera, él es
empapelador, pero está empapelando el apartamento de una
actriz de cine, en el centro de Jefferson. Así que procuraré
conseguir su escalera, aunque veo difícil que me la preste.
—Bueno, llamaré a Grossman —dijo Carella.
—El otro día, después de bañarse, esa actriz de cine entró
en la sala de estar cubierta sólo con la toalla, ¿sabe? Quería
saber…
—Llamaré a Grossman —le interrumpió Carella.
Pero no tuvo que llamar a Grossman, porque aquella tarde
llegó un informe del laboratorio, junto con la escalera de
Cabot y el resto de su equipo de trabajo, incluidas las brochas,
la cuchilla para la masilla, varios botes de aceite de linaza y
trementina, unos guantes manchados de pintura y dos toldos.
Al mismo tiempo que llegaba el informe, Grossman llamó
desde el centro de la ciudad, con lo que Carella se ahorró una
moneda.
—¿Has recibido mi informe? —preguntó Grossman.
—Ahora mismo estaba leyéndolo.
—¿Qué opinas de todo eso?
—No lo sé.
—¿Quieres saber lo que pienso?
—Claro, siempre me ha interesado saber lo que piensa el
lego —replicó Carella.
—¡Lego, voy a darte un coscorrón en la cabeza! —dijo
Grossman, riendo—. ¿Has observado que las huellas del
rabino estaban en las tapas de esos botes de pintura, y también
en la escalera?
—Sí, ya lo he visto.
—Las de las tapas son de pulgares, por lo que imagino que
el hombre volvió a tapar los botes de pintura o, si ya estaban
tapados, apretó las tapas para asegurarse de que estuvieran
herméticamente cerrados.
—¿Y por qué querría hacer eso?
—Quizás estaba cambiando las cosas de sitio. Hay un
cobertizo para herramientas detrás de la sinagoga. ¿No lo has
visto?
—Pues no.
—Vaya con el gran detective. Sí, hay un cobertizo a unos
cincuenta metros detrás del edificio. Imagino que el pintor se
fue corriendo, dejando todas sus cosas en el callejón, y el
rabino se disponía a llevarlas al cobertizo cuando le sorprendió
el asesino.
—Bueno, es cierto que el pintor dejó sus cosas ahí, pues
pensaba regresar el lunes por la mañana.
—Hoy, en efecto —dijo Grossman—, pero quizás el
rabino no quería ver la parte trasera de la sinagoga con el
aspecto de una pocilga, sobre todo en la Pascua, así que se le
ocurrió llevar los cacharros al cobertizo de las herramientas.
Esto es sólo una especulación, ¿comprendes?
—¿De veras? —dijo Carella—. Creí que era una
deducción acertada, científica.
—¡Vete al infierno! Las huellas de las tapas son de
pulgares, por lo que es lógico concluir que las presionó. Y las
huellas de la escalera parecen indicar que la trasladaba.
—Según este informe, no has encontrado más huellas que
las del rabino —dijo Carella—. ¿No es eso un poco raro?
—No lo has leído bien. Hemos encontrado una porción de
huellas en una de las brochas, y también…
—Ah, sí, aquí está. Esto no dice gran cosa, Sam.
—¿Qué quieres que haga? La forma de esas huellas es
parecida a las del rabino, pero no son muy nítidas. Otra
persona podría haber dejado esas huellas en la brocha.
—¿El pintor, por ejemplo?
—No, hemos llegado a la conclusión de que el pintor usó
guantes mientras trabajaba. De lo contrario, habríamos
encontrado una serie de huellas similares en las herramientas.
—Entonces, ¿quién dejó esa huella en la brocha? ¿El
asesino?
—Tal vez.
—Pero las huellas que hay son insuficientes para
determinar algo con certeza.
—Lo siento, Steve.
—Así que nuestra suposición es que el rabino salió de la
sinagoga después de los servicios para asear ese sitio. El
asesino le soprendió, le apuñaló, dejó el callejón hecho un
desastre y entonces pintó esa J en la pared. ¿Es eso?
—Supongo que sí, aunque…
—¿Qué?
—Bueno, había mucha sangre en dirección a esa pared, a
la derecha. Es como si el rabino se hubiera arrastrado después
de que le acuchillaran.
—Probablemente intentaba llegar a la puerta trasera de la
sinagoga.
—Es posible —dijo Grossman—. Puedo decirte una cosa:
quienquiera que le matara, debía de estar hecho un desastre
cuando llegó a su casa. De eso no hay duda.
—¿Por qué lo dices?
—Por toda esa pintura derramada en el callejón… Creo
que el rabino arrojó los botes de pintura a su atacante.
—Tienes una fina capacidad deductiva, Sam —dijo
Carella, sonriendo.
—Gracias.
—Dime una cosa.
—¿Sí?
—¿Has resuelto alguna vez un caso de asesinato?
—¡Vete al infierno! —dijo Grossman, y colgó.

9
Aquella noche, a solas con su esposa en la sala de estar de su
casa, Meyer procuró apartar su atención del serial policiaco
que pasaban por la televisión y centrarla en los diversos
documentos que había recogido en el despacho del rabino
Salomón en la sinagoga. En la pantalla del televisor los
policías disparaban frenéticamente, las balas volaban por todas
partes y mataban a los malhechores por docenas. Aquello casi
hacía desear a un hombre trabajador como Meyer Meyer una
vida excitante de aventura romántica.
La aventura romántica de su vida, Sarah Lipkin Meyer,
estaba sentada en un sillón delante del televisor, con las
piernas cruzadas, absorta en las proezas ficticias de los
policías.
—¡Anda, cógelo! —exclamó Sarah en un momento
determinado.
Meyer la miró con curiosidad, antes de concentrarse de
nuevo en los libros del rabino.
El religioso judío llevaba un libro de gastos, todos ellos
relacionados con la sinagoga y el trabajo que desempeñaba
allí. La lectura de aquel libro no era interesante y no le
informó a Meyer de nada que quisiera saber. El rabino tenía
también un calendario de acontecimientos en la sinagoga, y
Meyer, al leerlos, recordó su juventud y la atareada vida judía,
centrada en torno a la sinagoga, en el barrio vecino del suyo.
12 de marzo, decía el calendario, desayuno dominical habitual
del Club Masculino. Orador, Harry Pine, director de la
Comisión de Asuntos Internacionales del Congreso Judío.
Tema: el caso Eichmann.
Meyer revisó la lista de acontecimientos detallados en el
libro del rabino Salomón:

12 de marzo, 7.15 tarde


Reunión del grupo juvenil.

18 de marzo, 9.30 mañana


Servicios de Bar Mitzvah para Nathan Rothman.
Kiddush después de los servicios. Invitación abierta para
formar parte de los miembros del Centro.

22 de marzo, 8.45 tarde


Clinton Samuels, profesor adjunto de Filosofía de la
Educación en la Universidad de Brandéis, dirigirá el debate
sobre «La cuestión de la identidad de los judíos en la
América moderna».

26 de marzo
Radio Luz Eterna. «La búsqueda», de Virginia Mazer,
guión biográfico sobre Lillian Wald, fundadora del
Asentamiento Henry Street en Nueva York.

Meyer alzó la vista del calendario.


—¿Sarah?
—Calla, espera un momento —respondió ella.
Se mordisqueaba furiosamente el pulgar, los ojos fijos en
la pantalla del televisor, por entonces en silencio. De repente,
estalló una andanada de disparos, tan estrepitosa que parecía
como si el aparato fuera a romperse. Surgió entonces el tema
musical y Sarah exhaló un suspiro y se volvió hacia su marido.
Meyer la miró con curiosidad, como si la viera por primera
vez, recordando a la Sarah Lipkin de antaño y preguntándose
si la Sarah Meyer de hoy era muy diferente de aquella
excitante imagen inicial. «Los labios de nadie besan como los
labios de Sarah», tarareaban los muchachos del club
estudiantil, y aquello se le quedó grabado a Meyer e investigó
las posibilidades, aprendiendo por primera vez en su vida que
todo tópico tiene un fondo de verdad. Ahora contempló la
boca de su mujer, fruncida por el asombro ante la mirada
insistente de Meyer. Tenía los ojos azules y el cabello castaño,
una hermosa figura y unas piernas espléndidas, y él movió la
cabeza, convencido de lo acertado que había sido su juicio
juvenil.
—Dime, Sarah, ¿te sientes identificada como judía en la
América moderna? —le preguntó.
—¿Qué?
—He dicho…
—¿Cómo se te ha ocurrido eso?
—Supongo que por el rabino. —Meyer se rascó la calva—.
Creo que no me he sentido apenas como judío desde…, por lo
menos desde que me confirmaron. Es curioso.
—No dejes que eso te preocupe —le dijo Sarah
suavemente—. Eres judío, desde luego.
—¿De veras? —le preguntó, mirándola fijamente a los
ojos.
Ella le devolvió la mirada.
—A eso has de responder por ti mismo.
—Sí, ya lo sé… Verás, me pone furioso pensar en ese tipo,
ese Finch, y es mala cosa porque, al fin y al cabo, es posible
que sea inocente.
—¿Crees que lo es?
—No, creo que lo hizo, pero, ¿soy yo, Meyer Meyer,
detective de segunda clase, quien lo cree o es el Meyer Meyer
a quien golpeaban los goyim cuando era pequeño, el que
escuchaba a su abuelo contar historias sobre los pogroms, o
escuchaba la radio y oía decir lo que Hitler estaba haciendo en
Alemania, o el que estuvo a punto de estrangular a un coronel
alemán con sus propias manos en las afueras de…?
—No puedes separar las dos cosas, querido —dijo Sarah.
—Tal vez tú no puedas. Yo sólo trato de decir que nunca
me he sentido como un judío en la medida en que me siento
desde que empezó este caso. Ahora, de repente… —Se
encogió de hombros.
—¿Quieres que vaya a buscar tu chal de oraciones? —
preguntó Sarah, sonriendo.
—Eres una chica sensata —dijo Meyer.
Cerró el calendario del rabino y abrió otro libro que estaba
sobre la mesa, y que era un diario personal. Empezó a
hojearlo.

Viernes, 6 de enero
Shabbat, Parshat Shemot. Encendí las velas a las cuatro
veinticuatro. Los servicios nocturnos eran a las seis y
quince. Ha pasado un siglo desde la guerra civil. Hablamos
de la comunidad judía del Sur, entonces y ahora.

18 de enero
Me resulta chocante haber tenido que familiarizar a los
miembros con las bendiciones apropiadas sobre las velas del
Sabbath. ¿Tanto nos hemos olvidado?
Baruch ata adonai elohenu melech haolarn asher
kidshanu b’mitzvotav vitzivanu l’hadlick nershel shabbat.
Bendito seas, oh Señor nuestro Dios, Rey del universo,
que nos has santificado con tus leyes y nos has ordenado
encender la Luz Sabática.
Quizá tenga razón. Tal vez los judíos estén condenados.

20 de enero
Había confiado en que el festival macabeo haría que nos
diésemos cuenta de las penalidades sufridas por los judíos
de hace dos mil años en comparación con nuestras vidas de
hoy, agradables y cómodas en una democracia. Hoy
tenemos la libertad de rendir culto como deseamos, pero
esto debería imponemos la responsabilidad de disfrutar de
esa libertad. Y aun así, la Hanukkah ha llegado y se ha ido,
y me parece que la Fiesta de las Luces no nos ha enseñado
nada, no nos ha dado nada más que una fiesta alegre que
celebrar.
Dice que los judíos morirán.
2 de febrero
Creo que estoy empezando a temerle. Hoy me amenazó
a gritos, dijo que yo, de todos los judíos, encabezaré el
camino hacia la destrucción. Me sentí tentado de llamar a la
policía, pero comprendo que él ha hecho eso antes. Hay
algunos miembros que han sufrido sus peroratas y que
parecen considerarle inocuo, pero desvaría con el fervor de
un fanático, y sus ojos me asustan.

12 de febrero
Hoy ha llamado un miembro para preguntarme algo
sobre las leyes dietéticas. Me vi obligado a llamar al
carnicero del barrio porque ignoraba la longitud prescrita
del hallaf, el cuchillo para matar las reses. Hasta el
carnicero bromeó y me dijo que un rabino auténtico debería
saber esas cosas. Soy un rabino auténtico, creo en el Señor,
mi Dios, cuya voluntad y ley enseñó a Su pueblo. ¿Qué
necesidad tiene un rabino de conocer el shehitah, el arte de
sacrificar a los animales? ¿Es importante saber que el
cuchillo de sacrificar ha de tener el doble de la anchura que
tiene la garganta del animal sacrificado, y no más de catorce
dedos de longitud? El carnicero me dijo que el cuchillo ha
de ser agudo y suave, sin ninguna mella perceptible. Se
examina pasando el dedo y la uña por ambos filos de la
hoja, antes y después del sacrificio. Si se encuentra una
mella, el animal no es bueno para el consumo. Ahora lo sé,
pero, ¿es necesario saber eso? ¿No basta con amar a Dios y
enseñar Su voluntad?
Su enojo sigue asustándome.

14 de febrero
Hoy he encontrado un cuchillo en el arca, en el fondo
del armario detrás de la Torá.

8 de marzo
Ya no nos sirven las Biblias que hemos sustituido, y
como eran viejas y andrajosas, pero aun así artículos rituales
que contienen el nombre de Dios, los hemos enterrado en el
patio trasero, cerca del cobertizo de las herramientas.

22 de marzo
Tengo que ponerme en contacto con un pintor para que
arregle el exterior de la sinagoga. Alguien me ha sugerido a
un tal señor Frank Cabot que vive en la vecindad. Quizá le
llame mañana. Pronto llegará la Pascua y me gustaría que el
templo tenga buen aspecto.
El misterio está resuelto. Se guarda para arreglar el
pabilo del candil de aceite sobre el arca.

Sonó el teléfono. Meyer, absorto en el diario, ni siquiera lo


oyó. Sarah respondió a la llamada.
—¿Diga? Hola, Steve, ¿cómo estás? —Se echó a reír y
dijo—: No, estaba viendo la televisión. Es verdad. —Rió de
nuevo—. Sí, espera un momento, ahora se pone. —Dejó el
teléfono y se acercó a la mesa ante la que Meyer leía—. Es
Steve. Quiere hablar contigo.
—¿Eh?
—Al teléfono. Es Steve.
—Ah, gracias. —Se dirigió al teléfono y tomó el auricular
—: ¡Hola, Steve!
—Hola. ¿Puedes venir ahora mismo?
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—Se trata de Finch —dijo Carella—. Se ha fugado.

10
Finch se pasó todo el domingo encerrado en un calabozo de la
comisaría y, como era Pascua, le sirvieron pavo para comer. El
lunes por la mañana le transportaron en un furgón a jefatura,
en High Street, donde, como sospechoso de asesinato, pasó
por la peculiar costumbre policial conocida como
«alineación». Le fotografiaron y luego le tomaron las huellas
en el sótano del edificio, y a continuación le llevaron al otro
lado de la calle, al edificio del juzgado donde le acusaron de
asesinato en primer grado y, a pesar de las protestas de su
abogado, ordenaron su encarcelamiento sin fianza hasta que
tuviera lugar el juicio. Entonces el furgón le trasladó a la
cárcel de la avenida Canopy, donde permaneció todo el día,
hasta después de la cena, cuando a los delincuentes que han
cometido, o se presume que han cometido, los delitos más
graves, los esposan una vez más y los meten en el furgón que
los lleva hasta el río Dix, para llevarlos en un transbordador a
la prisión de la isla Walker.
Carella informó que se había fugado cuando le llevaban
desde el furgón al transbordador. Según la policía del puerto,
Finch estaba todavía esposado y vestía el uniforme de
presidiario. La fuga tuvo lugar a las diez de la noche, y
suponían que la habían presenciado varias docenas de
ayudantes sanitarios que esperaban el transbordador para ir al
sanatorio de Dix, un hospital municipal para drogadictos,
situado en medio del río, a unos tres kilómetros de la prisión.
Suponían también que habían sido testigos de la fuga una
docena, o más, de ratas acuáticas, las cuales saltaban entre las
pilastras del embarcadero y que, debido a su tamaño, los niños
de la vecindad que jugaban en la orilla del río las confundían a
veces con gatos. Teniendo en cuenta que Finch iba vestido con
uniforme gris y que llevaba esposas —una deslumbrante
exhibición de elegancia modisteril, sin duda, pero que
probablemente no llevaría ningún otro transeúnte por las calles
de la ciudad—, era asombroso que todavía no le hubieran
capturado. Como es natural, primero habían registrado su
apartamento, donde no encontraron más que cuatro paredes y
los muebles. Uno de los detectives solteros de la brigada,
probablemente esperando una invitación para llevar adelante el
caso, sugirió que hicieran una visita a Eleanor Fay, la novia de
Finch. ¿No era probable que éste hubiera ido a casa de la
muchacha? Carella y Meyer convinieron en que era muy
probable, se ajustaron las pistoleras, no hicieron ninguna
invitación a su colega para que les acompañara, y salieron a la
noche.
Hacía una noche agradable y Eleanor Fay vivía en un
barrio también agradable, formado por viejas casas de piedra
acuñadas entre modernos edificios de apartamentos, con
abundancia de vidrio y garajes por debajo de la acera. El mes
de abril había empezado a bailar por la ciudad, dejando su
calorcillo sutil en el aire. Los dos hombres viajaron en uno de
los coches de la patrulla, con las ventanillas abiertas. Apenas
hablaron, pues abril les había dejado sin palabras. La radio
policial emitía sus llamadas sin descanso; los patrulleros que
circulaban por toda la ciudad daban fe continuamente de
violencia y actos criminales.
—Aquí es —dijo Meyer—, ahí delante.
—Ahora vete a buscar un sitio donde aparcar —se quejó
Carella.
Dieron dos vueltas a la manzana antes de encontrar un
hueco delante de un drugstore, en la avenida. Bajaron del
coche, que dejaron allí sin cerrar, y caminaron a paso ligero en
la fragante noche. El edificio de estilo antiguo estaba a la
mitad de la manzana. Subieron los doce escalones hasta el
vestíbulo y leyeron las placas con los nombres junto a los
botones del portero eléctrico. Eleanor Fay ocupaba el
apartamento 2B. Sin vacilar, Carella oprimió el botón del 5A.
Meyer cogió el pomo y esperó; al escuchar el sonido de
respuesta, torció el pomo y, en silencio, los dos hombres
subieron la escalera hasta el segundo piso.
Abrir una puerta a patadas es una práctica esencialmente
ruda. Ni Carella ni Meyer estaban especialmente faltos de
buenas maneras, pero buscaban a un hombre acostumbrado a
asesinar y, además, había logrado fugarse. No era exagerado
suponer que aquel hombre estaba desesperado, por lo que ni
siquiera discutieron si abrirían o no la puerta a patadas. Se
alinearon en el pasillo, delante del apartamento 2B. La pared
contraria a la puerta estaba demasiado lejos para que pudiera
servir como trampolín. Meyer, el más pesado de los dos, se
separó de la puerta y entonces la golpeó con el hombro,
fuertemente y cerca de la cerradura. No se proponía romper la
puerta, hazaña imposible, sino simplemente hacer saltar el
muelle de la cerradura. Todo el peso de su cuerpo se concentró
en el ángulo enguatado del brazo y el hombro, que chocó con
la puerta por encima del cierre. Éste siguió en su sitio, pero los
tornillos que lo sujetaban a la jamba no pudieron resistir la
fuerza del musculoso ariete de Meyer. La madera alrededor de
los tornillos se astilló, los filamentos perdieron su fuerza de
fricción, la puerta se abrió hacia adentro y Meyer penetró en la
habitación. Carella, como un jugador de defensa que lleva la
pelota tras una poderosa interferencia, siguió a Meyer.
No es algo excesivamente raro que un policía tropiece con
escenas de la más cruda sexualidad durante su trabajo
cotidiano. Los cuerpos desnudos que ve están generalmente
fríos y cubiertos de sangre coagulada. Incluso los agentes de la
brigada contra el vicio encuentran el acto amoroso más
sórdido que estimulante. Eleanor Fay estaba tendida en el sofá
de la sala de estar con un hombre. El televisor delante del sofá
estaba encendido, pero nadie miraba las noticias o el informe
meteorológico.
Cuando los dos hombres armados con revólveres entraron
en la sala tras la puerta que acababa de abrirse con estrépito,
Eleanor Fay se incorporó de un salto, la sorpresa anegándole
los ojos desmesuradamente abiertos. Estaba desnuda de
cintura para arriba, y llevaba unos pantalones negros muy
ceñidos y zapatos negros de tacón alto. El cabello estaba
desordenado y los besos habían convertido el rojo de labios en
un borrón informe. En cuanto los policías entraron, trató de
cubrirse los senos con las manos, y, al darse cuenta de que era
un intento inútil, cogió la prenda más cercana, que resultó ser
la chaqueta del hombre, y se cubrió con ella como la clásica
heroína sorprendida en una película de piratas. El hombre que
estaba junto a ella se irguió con igual celeridad, miró a los
policías y luego a Eleanor, perplejo, como si esperase una
explicación por parte de la muchacha.
El hombre no era Arthur Finch, sino un individuo de unos
treinta años, con muchos granos en la cara y numerosas
manchas de lápiz de labios. Su camisa blanca estaba
desabrochada hasta la cintura. No llevaba camiseta.
—Hola, señorita Fay —dijo Meyer.
—No les he oído llamar —replicó ella, la cual pareció
recobrarse al instante de su sorpresa y azoramiento iniciales.
Con un desdén absoluto por los dos detectives, tiró la
chaqueta a un lado, y se dirigió como una reina de vodevil
hacia una silla de respaldo duro, sobre el que estaban dobladas
sus ropas. Cogió los sostenes, se los puso y aseguró el cierre
exactamente como si estuviera sola en la habitación.
—Lo sentimos, señorita —dijo Carella—. Estamos
buscando a su novio.
—¿A mí? —preguntó el hombre sentado en el sofá—.
¿Qué he hecho?
Meyer y Carella intercambiaron una mirada de
complicidad. Algo parecido a la comprensión, leve y no
demasiado claro, asomó al rostro de Carella.
—¿Quién es usted?
—No tienes que decirles nada —le previno Eleanor—. No
tienen permiso para entrar así en una casa. Los ciudadanos
particulares también tenemos derechos.
—Eso es cierto, señorita Fay —dijo Meyer—. ¿Por qué
nos mintió?
—No he mentido a nadie.
—Nos dio una información falsa sobre el paradero de
Finch en…
—Entonces no sabía que estaba bajo juramento.
—No lo estaba, pero impidió premeditamente el avance de
una investigación.
—¡Al diablo con ustedes y la investigación! Son unos
cabrones de mierda que han entrado aquí como…
—Sentimos haberle estropeado la fiesta —dijo Carella—,
pero queremos saber por qué nos mintió acerca de Finch.
—Creí que les estaba ayudando. Ahora váyanse de aquí.
—Nos quedamos un poco más, señorita Fay —replicó
Meyer—, así que no se dé tantas ínfulas. ¿Cómo imagina que
nos ayudaba? ¿Haciéndonos emprender una persecución inútil
para confirmar coartadas que usted misma sabía que eran
falsas?
—Yo no sabía nada. Sólo les dije lo que Arthur me dijo a
mí.
—Eso es mentira.
—¿Por qué no se largan? ¿O acaso esperan que vuelva a
quitarme el suéter?
—Ya hemos visto lo que tiene, señora —dijo Carella, y se
volvió hacia el hombre—: ¿Cómo se llama?
—No se lo digas —le dijo Eleanor.
—Hable aquí o en la comisaría, como prefiera —dijo
Carella—. Arthur Finch se ha fugado de la cárcel y lo estamos
buscando. Si quieren ser cómplices de…
—¿Se ha fugado? —Eleanor palideció un poco. Miró al
hombre del sofá y las miradas de ambos se cruzaron.
—¿Cuán… cuándo ha ocurrido? —preguntó el hombre.
—Hacia las diez de esta noche.
El hombre permaneció unos momentos en silencio.
—Eso es un mal asunto —dijo al fin.
—¿Por qué no nos dice quién es usted? —sugirió Carella.
—Frederick Schultz —dijo el hombre.
—Vaya, eso hace que todo quede en casa, ¿eh? —dijo
Meyer.
—Saque su mente del estercolero —dijo Eleanor—. No
soy la novia de Finch ni lo he sido nunca.
—Entonces, ¿por qué dijo que lo era?
—No quería ver a Freddie implicado en esto.
—¿Y por qué iba a estar implicado?
—La muchacha se encogió de hombros.
—Vamos a ver. ¿Estaba Finch con Freddie el sábado por la
noche?
Eleanor asintió a regañadientes.
—¿De qué hora a qué hora?
—De las siete a las diez —declaró Freddie.
—Entonces no pudo haber matado al rabino.
—¿Quién ha dicho que lo mató? —preguntó Freddie.
—¿Por qué no nos dijo eso?
—Porque… —empezó a decir Eleanor, pero se
interrumpió.
—Porque tenían algo que ocultar —dijo Carella—. ¿Por
qué fue Finch a verle, Freddie?
Freddie no respondió.
—Dejémoslo —dijo Meyer—. Éste es el otro pájaro que
odia a los judíos, Steve. Ése del que me habló la hermana de
Finch. ¿No es cierto, Freddie?
Freddie permaneció en silencio.
—¿Para qué le visitó, Freddie? ¿Para recoger esos
panfletos que encontramos en su armario?
—¿Es usted el tipo que imprime esa basura, Freddie?
—¿Qué ocurre, Freddie? ¿No estaba seguro hasta qué
punto había un delito de por medio?
—¿Creyó que él nos diría de dónde sacó el material, eh?
—Usted es un buen amigo, ¿no, Freddie? Enviaría a su
amigo a la silla eléctrica antes que…
—¡Yo no le debo nada! —exclamó Freddie.
—Quizá le debe mucho. Se enfrenta a una acusación de
asesinato, pero aún no ha mencionado su nombre. Se ha
tomado todas esas molestias por nada, señorita Fay.
—No ha sido ninguna molestia —dijo Eleanor con un hilo
de voz.
—Claro —replicó Meyer—. Entró usted en la comisaría
con un vestido ceñido y un absurdo manojo de coartadas,
sabiendo que las comprobaríamos. Imaginó que cuando
descubriéramos que eran falsas, no nos creeríamos cualquier
otra cosa que Finch dijera. Aunque nos dijera realmente dónde
había estado, no le creeríamos. ¿No es cierto?
—¿Ha terminado? —preguntó Eleanor.
—No, pero creo que usted sí —respondió Meyer.
—No tenían ningún derecho a entrar aquí. No existe
ninguna ley que prohíba hacer el amor.
—Lo que usted estaba haciendo era odio, hermana —dijo
Carella.
11
Arthur Finch no estaba haciendo nada cuando le encontraron.
Le encontraron a las dos y diez, la mañana del cuatro de
abril, y en su apartamento, adonde había ido un patrullero con
el encargo de recoger los panfletos del armario. Le
encontraron tendido ante la mesa de la cocina, con las esposas
puestas. Sobre la mesa había una lima y una escofina, y había
limaduras metálicas sobre el esmalte y una zona del suelo de
linóleo, pero Finch sólo había hecho una pequeña muesca en
las esposas. Las limaduras del suelo flotaban en una sustancia
roja y viscosa.
Finch tenía la garganta abierta de oreja a oreja.
El patrullero, que esperaba efectuar una recogida rutinaria,
descubrió el cadáver y tuvo la suficiente entereza para llamar a
su compañero de patrulla antes de que el pánico se apoderase
de él. Su compañero fue al coche y llamó por radio a la central
de homicidios, la cual informó a la sección sur de homicidios
y a los detectives de la brigada 87.
Aquella noche los patrulleros estuvieron ocupados. A las
tres de la madrugada, un ciudadano llamó para informar de lo
que consideraba un escape de agua en una tubería de la Quinta
Avenida Sur. El encargado de la radio en la central envió un
coche a investigar, y el patrullero descubrió que no ocurría
nada con la tubería de agua, pero había algo que obstaculizaba
el excelente sistema de alcantarillado de la ciudad.
Los hombres no eran miembros del Departamento de
Sanidad Pública, pero de todos modos bajaron por una boca de
acceso a la hedionda y maloliente cloaca, y localizaron un traje
negro de hombre trabado en una caja de naranjas y bloqueando
una tubería, lo cual hacía que el agua volviera a la calle. El
traje estaba embadurnado de pintura blanca y azul. Los
patrulleros estaban a punto de tirarlo al recipiente de basuras
más cercano, cuando observaron que también estaba
embadurnado de algo que podría ser sangre seca. Como eran
concienzudos agentes de policía, se peinaron para eliminar la
mugre adherida al cabello y entregaron la prenda a su
comisaría, que resultó ser la 87.
A Meyer y Carella les encantó recibir el traje.
No les decía nada acerca de su propietario, pero de todos
modos les indicaba que quienquiera que hubiese matado al
rabino ahora estaba muy ocupado en ocultar sus huellas, lo
cual, a su vez, revelaba un estado de extrema inquietud.
Alguien había oído por la radio la noticia de la fuga de Finch.
A alguien le había preocupado que Finch estableciera una
coartada tan irrefutable que le dejara en libertad.
Con un razonamiento retorcido, alguien había imaginado
que la mejor manera de ocultar un homicidio es cometer otro.
Y alguien había decidido apresuradamente librarse de las
prendas que llevaba en el momento de despachar al rabino.
Los detectives no eran psicólogos, pero en la misma
mañana temprana se habían cometido dos errores, y suponían
que su presa empezaba a desesperarse.
—Tiene que ser otro tipo del grupo de Finch —dijo Carella
—. Quienquiera que matara a Salomón, pintó una J en la
pared. De haber tenido tiempo, probablemente habría pintado
también una cruz gamada.
—¿Pero por qué habría hecho eso? —replicó Meyer—. En
ese caso nos diría automáticamente que al rabino le mató un ”
antisemita.
—¿Y qué? ¿Cuántos antisemitas crees que hay en esta
ciudad?
—¿Cuántos?
—No quisiera tener el trabajo de contarlos —dijo Carella
—. Quienquiera que matara a Yaakov Salomón fue lo bastante
audaz para…
—Jacob —le corrigió Meyer.
—Yaakov, Jacob, ¿que más da? El asesino fue lo bastante
audaz para suponer que habría mucha gente que sentiría
exactamente como él. Pintó esa J en la pared y nos retó a
descubrir qué antijudío había cometido el crimen. —Carella
hizo una pausa y añadió—: ¿Eso te preocupa mucho, Meyer?
—Claro que me preocupa.
—Lo que quiero decir…
—No seas un papanatas, Steve.
—De acuerdo. Creo que deberíamos hablar de nuevo con
esa mujer. ¿Cómo se llamaba? Hannah no sé qué. Tal vez
sepa…
—No creo que eso nos ayude en nada. Quizá deberíamos
hablar con la esposa del rabino. De su diario se deduce que
éste conocía al asesino, que había recibido amenazas. Quizás
ella sepa quién le estaba atormentando.
—Son las cuatro de la madrugada —dijo Carella—. No
creo que en este preciso momento sea esa una buena idea.
—Iremos después del desayuno.
—Tampoco estaría de más hablar otra vez con Yirmiyahu.
Si el rabino recibía amenazas, quizá…
—Jeremías —le corrigió Meyer—. Jeremías. Yirmiyahu
equivale a Jeremías en hebreo.
—Ah, muy bien. En fin, tendríamos que hablar con él. Es
posible que el rabino le hablara del asunto, que mencionara a
ese…
—Jeremías —repitió Meyer.
—¿Qué?
—No, eso es imposible. —Meyer meneó la cabeza—. Es
un hombre santo. Y si hay algo que un verdadero judío
desprecia de veras es…
—¿De qué estás hablando? —le interrumpió Carella.
—… es matar. El judaísmo enseña que no puedes asesinar,
que sólo puedes matar a otro en defensa propia. —Frunció el
ceño de pronto—. Y además, ¿recuerdas cuando estaba a
punto de encender el cigarrillo? Me preguntó si era judío…,
¿recuerdas? Le chocaba que pudiera fumar el segundo día de
la Pascua.
—Tengo un poco de sueño, Meyer. ¿De qué me estás
hablando?
—Yirmiyahu, Jeremías. Steve, ¿no crees…?
—Es que no te sigo, Meyer.
—¿No crees…, no crees que el mismo rabino pintó esa
letra en la pared?
—¿Para qué…? ¿Qué quieres decir?
—Para decimos quién le había acuchillado, quien era el
asesino.
—¿Cómo iba a…?
—Jeremías —dijo Meyer.
Carella miró en silencio a su compañero durante treinta
segundos. Luego asintió y dijo:
—J.

12
Estaba enterrando algo en el patio trasero de la sinagoga
cuando le encontraron. Primero habían ido a su casa y
despertaron a su esposa, la cual era una vieja judía y tenía la
cabeza afeitada, de acuerdo con la tradición ortodoxa. Se
cubría la cabeza con un chal y estaba sentada en la cocina de
su piso, en una planta baja. Trató de recordar lo que había
ocurrido la segunda noche de Pascua. Sí, su marido había ido a
la sinagoga para los servicios nocturnos. Sí, había ido a casa
directamente después de los servicios.
—¿Le vio usted cuando entró? —le preguntó Meyer.
—Estaba en la cocina —respondió la señora Cohen—,
preparando el seder. Oí que se abría la puerta y mi marido fue
al dormitorio.
—¿Vio cómo iba vestido?
—No.
—¿Qué se ponía durante el seder?
—No recuerdo.
—¿Se había cambiado de ropa, señora Cohen? ¿Puede
recordar eso?
—Sí, creo que sí. Llevaba un traje negro cuando fue al
templo, y creo que luego llevaba un traje diferente.
La anciana parecía perpleja. No sabía por qué le hacían
aquellas preguntas. Sin embargo, las respondió.
—¿Olió usted algo extraño en la casa, señora Cohen?
—¿Oler?
—Sí. ¿Olió a pintura?
—¿Pintura? No. No olí nada extraño.
Le encontraron en el patio detrás de la sinagoga.
Estaba encorvado y era un viejo con los ojos llenos de
pesadumbre. Tenía una pala en las manos, y golpeaba la tierra
con la hoja. Cuando vio a los policías hizo un gesto de
asentimiento, como si supiera por qué estaban allí. Se miraron
por encima del pequeño montículo de tierra recién removida a
los pies de Yirmiyahu.
Carella no dijo una sola palabra durante el interrogatorio y
el arresto. Permaneció al lado de Meyer Meyer, sintiendo sólo
una curiosa especie de dolor.
—¿Qué ha enterrado, señor Cohen? —le preguntó Meyer,
en voz muy baja.
Eran las cinco de la madrugada, y la noche empezaba a
diluirse en el cielo. El aire era ligeramente frío, y el viento
parecía penetrar en la médula del sacristán, el cual parecía a
punto de echarse a temblar.
—¿Qué ha enterrado, señor Cohen? Dígamelo.
—Un objeto ritual —respondió el sacristán.
—¿Qué era, señor Cohen?
—Ya no me servía de nada. Es un objeto ritual, y estoy
seguro de que era preciso enterrarlo. Debo preguntarle al rov.
Debo preguntarle qué dice el Talmud. —Yirmiyahu guardó
silencio y se quedó mirando el montículo de tierra a sus pies
—. El rov está muerto, ¿verdad? —dijo, casi para sí mismo—.
Está muerto. —Miró tristemente a los ojos de Meyer.
—Sí —respondió el policía.
—Baruch dayyan haemet —dijo Yirmiyahu—. ¿Es usted
judío?
—Sí.
—Bendito sea Dios, el juez verdadero —tradujo
Yirmiyahu, como si no hubiera oído a Meyer.
—¿Qué ha enterrado, señor Cohen?
—El cuchillo —dijo Yirmiyahu—. El cuchillo que usaba
para arreglar el pabilo. Es un objeto ritual, ¿no le parece?
Habría que enterrarlo, ¿no cree? —Hizo una pausa—. Mire…
—Los hombros empezaron a temblarle y, de repente, se echó a
llorar—. He matado —confesó.
Los sollozos brotaban de algún lugar muy profundo en
aquel hombre, se iniciaban allí donde tenía sus raíces, en su
alma, en el conocimiento de que había cometido el crimen
abominable: no matarás, no matarás.
—He matado —repitió, pero ahora sólo vertía lágrimas,
sin sollozos.
—¿Mató usted a Arthur Finch? —le preguntó Meyer.
El sacristán asintió.
—¿Mató usted al rabino Salomón?
—El…, verá…, estaba trabajando. Era el segundo día de la
Pascua y estaba trabajando. Yo estaba dentro cuando oí el
ruido. Fui a mirar y…, estaba llevando pintura, botes de
pintura en una mano y…, y una escalera en la otra. Yo…, tenía
el cuchillo del arca, el cuchillo que usaba para arreglar el
pabilo. Se lo había dicho antes, le había dicho que no era un
judío verdadero, que su… su manera de actuar sería el fin del
pueblo judío. ¡Y luego esto! ¡Esto! ¡Trabajar el segundo día de
la Pascua!
—¿Qué sucedió, señor Cohen? —le preguntó Meyer
suavemente.
—Yo…, tenía el cuchillo en la mano. Fui hacia él con el
cuchillo, y él… él trató de detenerme. Entonces, yo… —El
sacristán alzó la mano como si empuñara un cuchillo; la mano
temblaba al representar inconscientemente los sucesos de
aquella noche—. Le acuchillé, una y otra vez… Le maté.
Yirmiyahu permanecía de pie en el primer callejón
mientras el sol iluminaba ahora los tejados. Tenía la cabeza
gacha y miraba el montículo de tierra que cubría el cuchillo
enterrado. Su rostro era delgado y enjuto, un rostro
atormentado por los siglos. Las lágrimas seguían brotándole de
los ojos y le corrían por las mejillas. Los sollozos le
estremecían los hombros, unos sollozos que llegaban de lo
más profundo de sus entrañas. Carella se volvió porque le
pareció que en aquel momento presenciaba la desintegración
de un hombre, y no quería verlo.
Meyer puso una mano en el hombro del sacristán.
—Vamos, tsadik, vamos. Ahora tiene que venir conmigo.
El viejo no dijo nada. Las manos le colgaban a los
costados.
Empezaron a andar lentamente por el callejón. Al pasar
por delante de la J pintada en la pared de la sinagoga, el
sacristán dijo:
—Olov ha-shalom.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Carella.
—Ha dicho: «La paz sea con él».
—Amén —dijo Carella.
Juntos salieron en silencio del callejón.
LA FORMA VERDADERA DE LA
COSTA

John Lutz

Cuando La forma verdadera de la costa se


publicó por primera vez en Ellery Queen’s Mystery
Magazine en 1971, Ellery Queen escribió a modo
de presentación: «Un ambiente de lo más insólito
para el crimen y la detección, la Institución estatal
de dementes criminales incurables, y unos
personajes que también se apartan de lo corriente,
sobre todo los seis pacientes de la cabaña D. Pero
no es su médico, como podría esperarse, el
detective, ni tampoco el enfermero ni ninguna
persona cuerda. El detective es uno de los
pacientes. ¿Un demente criminal incurable es el
detective? Sin duda es un “primero”, quizás el
“primero” más peculiar desde que creó a Dupin,
con su cordura fuera de lo común». Un relato
vigoroso y turbador…

Allá donde la delgada península se dobla como un dedo que


hace una seña en las cálidas aguas, donde las olas del océano
levantan nubes de espuma al romper con las rocas bajas, en su
flujo y reflujo sobre las playas de arena blanca, hay una serie
de edificios rectangulares y bajos, rodeados de altas vallas: es
la Institución estatal de dementes criminales incurables. Veinte
son los edificios con esos ángulos agudos, y la masa de ladrillo
de cada uno de ellos se levanta del suelo arenoso como un
hecho innegable. Alrededor de cada edificio hay una valla de
madera de secoya de tres metros de altura, coronada por
alambre espinoso, y estas vallas avanzan hasta la orilla del
mar, para proseguir como una telaraña de alambre espinoso
que se extiende hasta las rocas.
En cada uno de los edificios rectangulares viven seis
hombres, y los días en que el mar está en calma, nadar forma
parte de sus hábitos cotidianos, es incluso parte de su terapia:
bajan a la playa y se bañan en la orilla, o bien se tienden bajo
el sol inclemente y adquieren un hermoso bronceado. A veces,
poniéndose fuera del alcance de las olas, los hombres levantan
construcciones en la arena húmeda, pero esos objetos efímeros
habrán desaparecido al atardecer. Sin embargo, se han
construido cosas muy interesantes en la arena.
Los habitantes de los edificios rectangulares no se
limitaban a pasar allí el tiempo hasta su muerte. De hecho, lo
de «dementes incurables» que formaba parte del nombre de la
institución, no era una denominación muy exacta; significaba
solamente que la esperanza en la recuperación de aquellos
hombres era mínima. Vivían en grupos de seis no sólo por
razones de seguridad, sino también para que pudieran formar
un grupo sensibilizador más o menos permanente: terapia de
grupo a días alternos, con reuniones informales de vez en
cuando supervisadas por el joven doctor Montaign. Allí, bajo
los sutiles y hábiles sondeos del doctor Montaign, los hombres
ponían sus almas al descubierto…, por lo menos algunos de
ellos lo hacían.
La cabaña D iba a ser pronto objeto del agudo interés del
doctor Montaign. De hecho, se proponía estudiar lo que
ocurriera allí durante el próximo año y escribir una serie de
artículos que se publicarían en influyentes revistas científicas.
La primera señal de que algo iba mal en la cabaña D fue el
hallazgo de uno de los pacientes, un tal señor Rolt, una noche
en la playa. Estaba muerto, tendido boca arriba cerca de la
orilla, y con unos pantalones caqui por toda indumentaria. A
primera vista parecía haberse ahogado por accidente, pero
resultó que tenía la boca y gran parte de la garganta
atiborradas de arena y una miríada de diminutas y pintorescas
conchas.
Roger Logan, que vivía en la cabaña D desde que le
declararon culpable del asesinato de su esposa tres años antes,
permanecía sentado en silencio, observando al doctor
Montaign que paseaba por la habitación.
—Esto no puede ser —decía el médico—. Uno de vosotros
ha despachado al señor Rolt, y ésta es exactamente la clase de
cosa que hemos de evitar y es por eso por lo que estamos aquí.
—Pero no lo investigarán a fondo, ¿verdad? —dijo Logan
en voz baja—. Como cuando en la cárcel matan a un asesino
convicto.
—Debo recordarte —dijo en voz entrecortada un paciente
llamado Kneehoff— que el señor Rolt no era un asesino.
Kneehoff había sido un próspero hombre de negocios antes
de que le encerraran, y ahora se dedicaba a hacer unas
excelentes carteras de piel que vendía por correo. Ahora estaba
sentado ante una mesita con unas cartas viejas extendidas
encima, como si fuera un presidente de consejo de
administración presidiendo una reunión.
—Podría añadir —dijo altivamente— que resulta difícil
dirigir los negocios en una atmósfera como ésta.
—No he dicho que Rolt fuera un asesino —dijo Logan—,
pero está…, tenía que estar durante el resto de su vida. Ese
hecho va a suponer un estorbo para la justicia.
Kneehoff se encogió de hombros y revolvió sus cartas.
—Era un hombre de escasa importancia…, es decir,
comparado con los jefes de las empresas gigantes.
Era cierto que el señor Rolt había sido un carnicero y no
un capitán de industria, un carnicero que había puesto cosas en
la carne, algunas de las cuales ni se pueden mencionar. Pero
Kneehoff, al fin y al cabo, se había limitado a dirigir una
cadena de tres tintorerías.
—Quizá le consideraba usted lo bastante insignificante
para asesinar —le dijo a William Sloan, el cual estaba allí por
haber arrojado al vacío a su hija desde la ventana de un
decimocuarto piso—. Nunca le gustó el señor Rolt.
Kneehoff empezó a farfullar.
—¡Usted es el asesino, Sloan! ¡Usted y Logan!
—Yo no he matado a nadie —se apresuró a protestar
Logan.
Kneehoff sonrió.
—En el juicio demostraron que era culpable…, de matar a
su mujer.
—¡A mí no me lo demostraron! ¡Y yo debo saber si soy
culpable o no!
—Conozco su caso —dijo Kneehoff, contemplando
desapasionadamente sus viejas cartas—. Golpeó a su esposa
en la cabeza con una botella de vino francés, matándola en el
acto.
Logan replicó acaloradamente:
—¡Le advierto que esa afirmación de que golpeé a mi
esposa con una botella de vino, nada menos que de buen vino
francés, es invitarme a entablar un litigio por libelo!
Visiblemente trastornado, Kneehoff guardó silencio y
pareció sumirse en el estudio de los papeles que tenía delante.
Logan hacía mucho tiempo que sabía cómo tratar con él; sabía
que la «empresa» de Kneehoff no podría soportar un juicio.
—Es preciso hacer justicia —siguió diciendo Logan—.
Hay que capturar y ejecutar al asesino del señor Rolt, un
auténtico asesino.
—¿No le parece que ese es un trabajo para la policía? —
preguntó el doctor Montaign amablemente.
—¡La policía! —rió Logan—. ¡Mire cómo metieron la
pata en mi caso! No, éste es un trabajo para nosotros. Pasar el
resto de nuestras vidas con un asesino sería intolerable.
—¿Pero qué me dice del señor Sloan? —preguntó el
doctor Montaign—. Está viviendo con él.
—Es un caso diferente —replicó Logan—. El hecho de
que le declarasen culpable no significa que lo sea. Dice que no
recuerda nada de lo ocurrido, ¿no es cierto?
—¿Cuál es su punto de vista? —inquirió Brandon, el
bombardero misterioso fracasado—. Ustedes siempre tienen
un punto de vista, algo que se reservan. En las únicas personas
en las que pueden confiar realmente son en los pobres.
—Mi punto de vista es la justicia —dijo Logan con
firmeza—. ¡Tenemos que hacer justicia!
—¡Justicia para todo el mundo! —gritó Brandon de súbito,
poniéndose en pie. Miró airadamente a su alrededor y volvió a
sentarse.
—Justicia —dijo el viejo señor Heimer, que había estado
en otros mundos y tenía la facultad de escuchar lo que dicen
los metales—. La justicia cuidará de sí misma. Siempre lo
hace, en todas partes.
—Llevan mucho tiempo esperando —dijo Brandon, con la
mandíbula sobresaliente bajo el negro bigote—. Me refiero a
los pobres.
—¿Tiene la policía algún indicio? —preguntó Logan al
doctor Montaign.
—Saben lo mismo que ustedes —dijo el médico en tono
sosegado—. El señor Rolt fue asesinado en la playa entre las
nueve y cuarto y las diez… ¿Por qué estaría fuera de la cabaña
D?
El señor Heimer se llevó una mano delgada y moteada a
los labios y soltó una risita.
—Bueno, tal vez eso sea justicia.
—Ya sabe usted cuál es la sanción por abandonar el
edificio en horas no autorizadas —dijo Kneehoff severamente
al señor Heimer—. No la muerte, sino el confinamiento en su
habitación durante dos días. Es preciso que el castigo sea
adecuado al delito y hemos de obedecer las reglas. Toda
operación ha de ceñirse a unas reglas para que tenga éxito.
—Eso es exactamente lo que digo —dijo Logan—. Habría
que capturar al hombre que mató a Rolt y condenarlo a
muerte.
—Las autoridades están investigando —dijo el doctor
Montaign en tono conciliador.
—¿Igual que investigaron mi caso? —planteó Logan,
airado y alzando la voz—. ¡No llevarán al criminal ante la
justicia! ¡Y le digo que no debemos temer un asesinato aquí en
la celda D!
—La cabaña D —le corrigió el doctor Montaign.
—Quizá mató al señor Rolt algún ser marino —sugirió
pensativamente William Sloan.
—No —dijo Brandon—. He oído decir a la policía que
había una sola clase de huellas cerca del cadáver, que iban y
venían de la cabaña. Evidentemente, ha sido obra de un
subversivo del interior.
—Pero, ¿qué tamaño tenían esas huellas? —preguntó
Logan.
—No eran lo bastante claras como para determinar su
tamaño —explicó el doctor Montaign—. Partían de la escalera
de madera que sube al patio trasero, y volvía a ella; por lo
demás, el suelo era demasiado duro para dejar huellas de
pisadas.
—Tal vez eran las huellas del propio señor Rolt —dijo
Sloan.
Kneehoff soltó un gruñido.
—¡Estúpido! El señor Rolt fue a la playa, pero no volvió.
—Bueno… —El doctor Montaign se levantó lentamente y
fue hasta la puerta—. Ahora tengo que ir a visitar otras
cabañas. —Sonrió a Logan—. Es interesante que le preocupe
tanto la justicia —le dijo.
Una gaviota chilló en el momento en que el doctor salía.
Los cinco pacientes restantes de la cabaña D
permanecieron sentados en silencio tras la salida del médico.
Logan observó cómo Kneehoff recogía sus cartas y golpeaba
con fuerza los bordes para alinearlas, antes de guardárselas en
el bolsillo de la camisa. Brandon y el señor Heimer parecían
sumidos en profundos pensamientos, mientras que Sloan
miraba por encima del hombro de Kneehoff hacia el mar
ondulante.
—Es posible que ninguno de nosotros esté a salvo —dijo
Logan de repente—. Tenemos que llegar al fondo de este
asunto por nosotros mismos.
—Pero estamos en el fondo —dijo plácidamente el señor
Heimer—, todos nosotros.
Kneehoff soltó un bufido.
—Habla por ti, viejo.
—El crimen contra los pobres es lo que debería
investigarse —dijo Brandon—. Si hubiera estallado la bomba
que puse en la estatua de la Libertad… Y aquel año empleé
toda mi semana de vacaciones para ir a Nueva York.
—Llevaremos a cabo nuestra propia investigación —
insistió Logan—, y podríamos empezar ahora mismo. Que
cada uno me diga lo que sepa del asesinato del señor Rolt.
—¿Quién te ha encargado esa misión? —preguntó
Kneehoff—. ¿Y por qué tenemos que investigar el asesinato de
Rolt?
—Porque era nuestro amigo —dijo Sloan.
—En cualquier caso —intervino Logan—, debemos llevar
a cabo una investigación ordenada, y alguien tiene que estar al
frente.
—Supongo que tienes razón —dijo Kneehoff—. Sí, una
investigación ordenada.
Hubo un intercambio de información, y se decidió que el
señor Rolt había anunciado que iba a acostarse a las nueve y
cuarto, dando las buenas noches a Ollie, el enfermero, en la
sala de televisión. Sloan y Brandon, los otros dos hombres que
estaban en la sala, recordaban la hora porque estaba en
pantalla el anuncio que salía siempre a la mitad del programa
Los monstruos de la calle Mayor, ése en el que la caja de
detergente se remonta en el aire y arrebata a todo el mundo la
camisa. A las diez en punto, cuando empezaban las noticias,
Ollie fue a echar un vistazo a la playa y descubrió el cadáver
del señor Rolt.
—Así pues, se ha establecido la hora aproximada de la
muerte —dijo Logan—, y yo estaba en mi habitación con la
puerta abierta. Dudo de que el señor Rolt pudiera haber
cruzado el pasillo para salir al exterior sin que yo lo viera, por
lo que debemos suponer que fue a su habitación a las nueve y
cuarto, y en algún momento entre las nueve y cuarto y las diez
salió por la ventana.
—Conocía las reglas —dijo Kneehoff—. No habría salido
sin más, arriesgándose a que le vieran.
—Cierto —concedió Logan—, pero es mejor no dar nada
por sentado.
—Claro, claro —cacareó el señor Heimer—, no dar nada
por sentado.
—¿Y dónde estaba usted entre las nueve y las diez? —le
preguntó Logan.
—En el consultorio del doctor Montaign —respondió el
señor Heimer con una sonrisa—, hablándole de algo que
escuché en el poste de acero. Casi le hice comprender que
todas las cosas metálicas son receptores y sintonizan con
diferentes frecuencias, mundos y vibraciones distintos.
Kneehoff, que una vez había tenido prisioneros a dos de
sus contables durante cinco días sin comida, se echó a reír.
—¿Y dónde estaba usted? —le preguntó Logan.
—En mi oficina, revisando mis comprobantes de artículos
de piel.
La «oficina» de Kneehoff era su habitación, en el otro
extremo del pasillo desde la habitación de Logan.
—Ahora hemos de considerar el motivo del crimen —dijo
Logan—. ¿Cuál de nosotros tenía alguna razón para matar al
señor Rolt?
—No lo sé —respondió Sloan en tono distante—. ¿Quién
haría una cosa así…, llenarle la boca de arena al señor Rolt?
—Tú eras su amigo más íntimo —le dijo Brandon a Logan
—. Siempre jugabas al ajedrez con él. ¿Quién sabe lo que
tramabais los dos?
—¿Y tú qué? —le dijo Kneehoff a Brandon—. Intentaste
asfixiar al señor Rolt la semana pasada.
Brandon se irguió airadamente con el bigote erizado.
—¡Eso no fue la semana pasada sino la anterior! —Se
volvió hacia Logan—: Y Rolt siempre ganaba a Logan al
ajedrez… Por eso Logan le odiaba.
—No siempre me ganaba al ajedrez —protestó Logan—, y
no le odiaba. La única razón de que me ganara al ajedrez en
algunas ocasiones era que si perdía, tiraba el tablero.
—No te gusta que nadie te gane —observó Brandon,
sentándose de nuevo—. Por eso mataste a tu mujer, porque te
ganaba en todo. Qué propio de la clase media, matar a alguien
por ese motivo.
—Yo no maté a mi mujer —dijo Logan pacientemente—,
y ella no me ganaba en todo, aunque era una mujer de
negocios muy buena —añadió lentamente—, y una estupenda
tenista.
—¿Y qué hay de Kneehoff? —preguntó Sloan—. Siempre
amenazaba al señor Rolt diciéndole que le mataría.
—¡Porque se reía de mí! —exclamó Kneehoff—. Rolt era
un fanfarrón y un necio, y siempre se reía de mí porque tengo
una ambición y él no la tenía. Se creía en todo mejor que los
demás… Y a ti, Sloan, Rolt solía ridiculizaros, a ti y a Heimer.
No hay ninguno de nosotros que no tuviera motivos para
eliminar a una escoria como Rolt.
Logan se había puesto en pie, y casi gritó:
—¡No permitiré que hables así de los muertos!
Kneehoff sonrió, con una expresión de superioridad por
haber molestado a Logan.
—Lo único que decía es que no te será fácil descubrir al
asesino de Rolt. Ha sido un tipo listo, ese asesino, más listo
que tú.
Logan no cedió a la provocación.
—Ya veremos eso cuando compruebe las coartadas —
musitó, y salió de la habitación para caminar descalzo por la
orilla del mar.
Al día siguiente, en la playa, Sloan formuló la pregunta
que todos se habían hecho.
—¿Qué vamos a hacer con el asesino si lo descubrimos?
—inquirió, con la mirada fija en un barco lejano que sólo era
una irregularidad en el horizonte.
—Haremos justicia —dijo Logan—. Le condenaremos y
luego lo ejecutaremos… ¡Le eliminaremos de nuestra
sociedad!
—¿Crees que debemos hacer eso? —preguntó Sloan.
—¡Claro que sí! —replicó Logan con brusquedad—. A las
autoridades no les importa quién mató al señor Rolt. Al
contrario, probablemente se alegran de que haya muerto.
—No estoy de acuerdo en que eso de ejecutar a un hombre
sea una jugada acertada —dijo Kneehoff—. Propongo que no
hagamos eso.
—No oigo a nadie que te secunde —dijo Logan—. Hay
que actuar como yo digo si hemos de mantener el orden aquí.
Kneehoff reflexionó un momento y luego sonrió.
—Estoy de acuerdo en que debemos mantener el orden a
toda costa. Retiro mi moción.
—¡Qué coño de moción! —exclamó Brandon, escupiendo
en la arena—. Lo que hemos de hacer es descubrir al asesino y
liquidarlo. No es momento de mociones, ¡es momento de
acción!
—El señor Rolt aprobaría eso —dijo Sloan, dejando correr
un puñado de arena entre los dedos.
Ollie, el enfermero, llegó a la playa y se quedó allí,
sonriente, la brisa marina haciendo ondear su uniforme blanco.
El grupo que estaba en la playa se disgregó con lentitud y
naturalidad, y cada hombre se encaminó en una dirección
distinta.
Pisoteando la arena calentada por el sol con los pies
descalzos, Logan se acercó a Ollie.
—¿Una partidita de ajedrez, señor Logan? —le preguntó el
enfermero.
—No, gracias. Usted encontró el cuerpo del señor Rolt,
¿no es cierto, Ollie?
—Así es, señor Logan.
—Al señor Rolt le mataron probablemente mientras usted,
Sloan y Brandon estaban viendo la televisión.
—Probablemente —convino Ollie, con su ancho rostro
impasible.
—¿Cómo es que salió a las diez para bajar a la playa?
Ollie se volvió para mirar a Logan con su semblante
inexpresivo.
—Usted sabe que siempre echo un vistazo a la playa por la
noche, señor Logan. A veces los pacientes pierden cosas.
—Desde luego, el señor Rolt perdió algo —dijo Logan—.
¿Le ha preguntado la policía si Brandon y Sloan estaban en la
sala de televisión con usted durante el tiempo en que se
cometió el asesinato?
—Sí, me lo preguntaron, y les dije que sí. —Ollie encendió
un cigarrillo con uno de esos encendedores transparentes que
tienen una mosca artificial en el fluido—. ¿Estudia para ser
detective, señor Logan?
—No, no —rió Logan—. Sólo estoy interesado en la forma
de trabajar de la policía, después del lío que se armaron en mi
caso. Cuando creyeron que era culpable, no tuve una sola
oportunidad.
Pero Ollie ya no le escuchaba. Se había vuelto para mirar
el mar.
—¡No vaya demasiado lejos, señor Kneehoff! —gritó,
pero el aludido fingió que no le oía y empezó a moverse en el
agua, paralelo a la playa.
Logan se alejó para reunirse con el señor Heimer, que
estaba en la orilla, con los pantalones enrollados por encima de
las rodillas.
—¿Ha descubierto algo gracias a Ollie? —le preguntó el
señor Heimer, balanceando ligeramente el cuerpo mientras la
resaca arrastraba la arena y las conchas por debajo de sus pies.
—Algunas cosas —dijo Logan, cruzando los brazos y
disfrutando de la sensación del oleaje frío alrededor de sus
piernas.
Los dos hombres, más que el océano, parecían moverse
mientras las olas llegaban y se retiraban, moviendo la arena
debajo de las plantas sensibles de sus pies descalzos.
—Es como el océano…, quiero decir, descubrir quién mató
al señor Rolt. El océano trabaja continuamente la orilla,
inundándola una y otra vez hasta que sólo quedan la arena y
las rocas…, la forma verdadera de la costa. Elimina la tierra y
te queda la roca pura; elimina las mentiras y te queda la pura
verdad.
—No son muchos los que pueden soportar la verdad —dijo
el señor Heimer, agachándose para sumergir la mano en una
ola que llegaba—, incluso en otros mundos.
Logan alzó los hombros.
—No son muchos los que aprenden alguna vez la verdad
—replicó.
Dio media vuelta y caminó por la arena húmeda hacia la
playa. Cuando le alcanzó la próxima ola, le pareció que
avanzaba hacia atrás, hacia el mar…
Dos días después Logan habló con el doctor Montaign; le
encontró a solas en la sala de televisión, cuando el médico
pasó por allí para una de sus visitas del mediodía. La sala
estaba muy silenciosa. Incluso el tictac del reloj parecía lento,
perezoso y sin ritmo.
—Estaba pensando, doctor, en la noche del asesinato del
señor Rolt. ¿Se quedó el señor Heimer hasta muy tarde en su
consultorio?
—La policía me hizo esa misma pregunta —dijo el doctor
Montaign, sonriendo—. El señor Heimer estuvo en mi
consultorio hasta las diez, y luego vi que venía aquí y se reunía
con Brandon y Sloan para ver las noticias.
—¿Estaba Kneehoff con ellos?
—Sí, Kneehoff estaba en esta sala.
—Yo estaba en mi habitación —dijo Logan—, con la
puerta abierta al pasillo, y no vi pasar al señor Rolt para salir
afuera, de modo que debió de salir por la ventana de su cuarto.
Tal vez a la policía le gustaría saber eso.
—Se lo diré de su parte —dijo el doctor Montaign—, pero
saben que el señor Rolt salió por la ventana de su cuarto,
porque su única puerta estaba cerrada por dentro. —El médico
miró a Logan inclinando la cabeza a un lado, como tenía por
costumbre—. Yo no trataría de hacer un trabajo de detective
—dijo suavemente, y colocó una mano con las uñas bien
arregladas sobre el hombro de Logan—. Le aconsejo que se
olvide del señor Rolt.
—¿Como la policía? —preguntó Logan.
El médico le dio unas palmaditas consoladoras en el
hombro.
Después de que el médico se marchara, Logan tomó
asiento en el frío sofá de plástico y reflexionó. Brandon, Sloan
y Heimer tenían una coartada perfecta, y Kneehoff no habría
podido abandonar el edificio sin que Logan le viera pasar por
el corredor. Los dos hombres, asesino y víctima, podrían haber
salido juntos por la ventana del señor Rolt… Sólo eso
explicaría la única serie de huellas de pisadas frescas que iban
hasta el cadáver y volvían. Y la policía había encontrado
huellas del señor Rolt en la parte de la playa en la que estuvo,
más lejos de la cabaña, y luego, al parecer, caminó por la playa
a través del oleaje, hasta donde su camino y el del asesino se
cruzaron.
Y entonces Logan vio la única posibilidad restante, la
única respuesta posible.
Ollie, el hombre que había descubierto el cuerpo… ¡Sólo
Ollie había tenido la oportunidad de matar! Y después de
acabar con el señor Rolt debía de haber observado que sus
huellas iban hasta el cuerpo y partían de él. Así pues, al llegar
a los escalones de madera, se volvió y regresó hacia el mar en
otra dirección, y luego subió por la playa para efectuar su
«descubrimiento» y alertar al doctor.
¿Cuál sería su motivo? Logan sonrió. Cualquiera podía
tener motivos suficientes para matar al jactancioso y ofensivo
señor Rolt. Era un hombre al que se odiaba con facilidad.
Logan salió de la sala de televisión para reunirse con los
demás pacientes en la playa, procurando no mirar la distante
figura de Ollie enfundado en su uniforme blanco, que estaba
pintando unas tumbonas en el otro extremo del edificio.
Con un tono dramático, Logan les dijo:
—Esta noche nos reuniremos en la sala de conferencias,
cuando se marche el doctor Montaign, y os prometo deciros
quién es el asesino. Entonces decidiremos la mejor manera de
eliminarlo de nuestro entorno.
—Sólo si es culpable —dijo Kneehoff—. Tienes que
presentar unas pruebas positivas y convincentes.
—Tengo la prueba —dijo Logan.
—¡El poder para el pueblo! —gritó Brandon, poniéndose
en pie de un salto.
Riendo y gritando, todos corrieron como escolares hacia
las olas.

Los pacientes tuvieron su sesión nocturna con el doctor


Montaign, respondiendo preguntas mecánicamente y
charlando de cosas intrascendentes, y el médico percibió en
ellos cierta tensión y expectación. ¿Por qué estaban inquietos?
¿Por temor? ¿Quizá Logan había insistido en lo del asesinato?
¿Por qué Kneehoff no miraba sus cartas ni la vista de Sloan se
perdía a través de la ventana?
—He dicho a la policía que no espero tropezar con más
cadáveres en la playa —les dijo el médico.
—¿Usted? —Logan se puso rígido en su silla—. Creí que
era Ollie quien encontró al señor Rolt.
—Y así fue, realmente —dijo el doctor Montaign,
ladeando la cabeza—. Después de que me dejara el señor
Heimer, acompañé a Ollie a revisar la playa, para hablarle a la
vez de algunas cosas. Fue él quien vio el cuerpo primero y
echó a correr para averiguar qué era.
—Y era el señor Rolt, con la boca rellena de arena —
murmuró Sloan.
Logan tenía un torbellino en la cabeza. ¡Había estado tan
seguro! Por un proceso de eliminación, tenía que ser Ollie. ¿O
quizás habían sido los dos hombres, Ollie y el doctor
Montaign? ¡Eso tenía que ser! ¡Pero era imposible! No había
más que una serie de huellas.
¡Kneehoff! ¡Tenía que haber sido él! Habría convenido una
cita secreta con Rolt en la playa y le habría matado. Pero Rolt
había caminado solo hasta encontrarse con el asesino, ¡que
también estaba solo! Y alguien había dejado las huellas de
pisadas frescas, la única serie de pisadas, que iban hasta el
cuerpo y regresaban de él.
Kneehoff debía de haber visto a Rolt, salió por su ventana,
le interceptó y le mató. ¡Pero la habitación de Kneehoff no
tenía ventana! Sólo las dos habitaciones de los extremos tenían
ventanas, ¡la de Rolt y la de Logan!
Una sola serie de huellas…, ¡sólo podían ser suyas! ¡Las
suyas propias!
A través de una neblina, Logan vio que el doctor Montaign
consultaba su reloj, sonreía, les daba las buenas noches y se
marchaba. La brisa nocturna entró por las anchas ventanas
abiertas de la sala de conferencias, junto con el rumor del
oleaje, las olas que desgastaban la tierra hasta dejar la roca
desnuda.
—Bien —dijo Kneehoff a Logan, y la luna pareció
iluminar sus ojos—. ¿Quién es exactamente nuestro hombre?
¿Quién mató al señor Rolt? ¿Y cuáles son tus pruebas?
A la mañana siguiente, Ollie encontró el cuerpo de Logan,
de bruces en la playa, el suave oleaje tratando de llevárselo. La
cabeza de Logan estaba semienterrada, y sus miembros rotos
estaban torcidos en ángulos extraños. A su alrededor, la arena
húmeda presentaba, además de la suya, otras cuatro series
diferentes de huellas.
TIOVIVO

Marcia Muller

En los últimos años han aparecido varios


detectives femeninos en los relatos policiacos, en
general con escaso éxito debido a dos razones: a)
los relatos están escritos por hombres, y b) tienden
a hablar y actuar como si fueran detectives
masculinos. Sharon McCone, la protagonista de
Edwin, el de los zapatos de hierro (1977) y dos
novelas de próxima aparición, Haz una pregunta a
las cartas y La gema de Cheshire, es la única
excepción notable, porque a) su creadora, Marcia
Muller, es una mujer, y b) es un personaje
delineado con sensibilidad que habla y actúa de
una manera femenina verosímil. Tiovivo es el
primer relato corto publicado en el que aparece la
detective McCone, un relato policiaco que es
también un «relato de mujer», en el mejor sentido
del término.

Me aferré a la barra metálica mientras el hombre del abrigo


rojo y el sombrero de paja empujaba la palanca hacia adelante.
El cerdo azul con un sucio plumero de estopa a modo de cola,
en el que estaba sentada, se movió hacia arriba a los acordes
de El vals de Casey con el rubio rojizo. A medida que
aumentaba la velocidad del tiovivo, el cerdo subía y bajaba
con el movimiento de vaivén, y los rostros de los espectadores
se deslizaban con rapidez.
Sonreí, sintiéndome más una chiquilla que una mujer de
treinta años, y disfruté de la caricia de la brisa en mi largo
cabello negro. Cuando el empleado vestido de rojo saltó a la
plataforma y empezó a recoger los billetes, bajé a
regañadientes del cerdo. Le seguí entre leones y caballos,
avestruces y jirafas, para continuar nuestra conversación.
—Fue ayer —le grité para hacerme oír por encima de la
música estrepitosa—. La niña vino sola, hacia las tres y media.
¿Está seguro de que no la recuerda?
El viejo se volvió, apoyándose en un camello. Tenía el
rostro curtido de quien se ha pasado la mayor parte de su vida
al aire libre.
—Estoy seguro, señorita McCone. Mírelos. —Hizo un
gesto con el brazo—. Hoy es lunes y esto está lleno de niños.
El domingo tenemos diez veces más. ¿Cómo espera que
recuerde a uno solo de ellos?
—Tengo una foto.
Busqué en la bolsa colgada del hombro. Cuando alcé la
vista el hombre estaba a varios metros de distancia, cogiendo
el billete a un chiquillo que montaba un sapo púrpura. Corrí
hacia él y puse la foto en la mano del viejo.
—Ésta es la niña que ha desaparecido. Sin duda destaca,
con todo ese pelo rojizo y rizado.
El hombre estrechó los ojos rodeados por una maraña de
arrugas, contempló la fotografía en color y me la devolvió.
—No. Es una niña muy guapa, pero no, ayer no la vi. Lo
siento.
Miré a mi alrededor.
—¿Hay aquí alguna otra salida aparte de la habitual?
Él prosiguió su camino.
—Las demás puertas están cerradas. Esa niña sólo podría
haberse ido por la salida principal. Si su madre afirma que la
niña subió al tiovivo y desapareció, es que está loca. O bien la
niña nunca subió, o bien la madre la perdió cuando se fue. No
hay otra posibilidad. —Terminó de recoger los billetes, se
apoyó en un caballito fijo y me miró con expresión seria—.
Los padres no deberían dejar que sus hijos monten solos.
—Merrill tiene diez años, y según el reglamento del
parque los niños pueden montar solos antes de esa edad.
El hombre meneó la cabeza.
—Tal vez sea así, pero si hubiera visto la cantidad de niños
que se hacen daño, como yo lo he visto, pensaría dos veces en
ese reglamento. Los críos se excitan y se olvidan de agarrarse.
Esa madre fue una estúpida al dejar que su hijita montara sola
en este tiovivo.
Le di la razón en silencio. El tiovivo era peligroso en más
de un aspecto. Merrill Smith, según su madre, Evelyn, había
subido en él la tarde anterior y no había bajado.

Salí del edificio azul redondo que albergaba el tiovivo y me


dirigí adonde estaba mi clienta, sentada en un banco junto a la
taquilla. Aunque el sol brillaba, Evelyn Smith se había
arrebujado en su abrigo. Era una mujer muy delgada; los rizos
de su cabello rojizo mate sobresalían del cuello alzado del
abrigo, y sus ojos azules sin pestañas me miraban gravemente
mientras me aproximaba. Por segunda vez desde que Evelyn
me diera la foto de Merrill, me maravillé de que aquella mujer
de facciones tan ordinarias hubiera producido una niña tan
bonita.
—¿El operario no la recuerda? —preguntó Evelyn con
ansiedad.
—Han pasado tantos niños por aquí que no puede
acordarse. Tendré que localizar a la mujer que estuvo ayer en
la taquilla.
—Pero yo le saqué el billete a Merrill.
—No importa, es posible que recuerde algo. —Me senté en
el frío banco de piedra y puse la mano sobre el brazo de
Evelyn—. Mire, ¿no le parece que sería mejor avisar a la
policía? Ellos tienen los recursos apropiados para ocuparse de
las desapariciones. Yo soy una sola persona y…
—¡No! —Su rostro normalmente pálido se puso blanco
hasta permanecer traslúcido—. No, Sharon, quiero que se
encargue usted.
—Pero, Evelyn, ni siquiera sé qué puedo hacer ahora.
Usted ya se ha puesto en contacto con la escuela de Merrill y
con sus amigas. Puedo preguntar a la taquillera y al personal
del parque de atracciones, pero me temo que la respuesta será
la misma. Y, entretanto, su hija sigue desaparecida…
—No, por favor.
Me quedé un momento en silencio. Cuando alcé la vista,
los ojos claros de Evelyn me miraban. Había algo fríamente
analítico en ella, algo que no encajaba en una madre
desesperada. Desvió la mirada.
—Parece una persona que puede ayudar, Sharon. Es usted
en parte india, ¿verdad?
—Tengo una octava parte de shoshone, y el resto es
escocés e irlandés, pero se me nota la sangre india.
—Sí, se le nota en la cara.
—Eso no significa que tenga ninguna habilidad especial
para seguir la pista a la gente.
—Sí, ya lo sé. Sólo sentía curiosidad.
Pero esa observación tampoco era propia de una madre
trastornada. ¿Por qué habría de pensar en mis orígenes más
que en su hijita? Tomé una rápida decisión.
—De acuerdo, lo intentaré, pero tendrá usted que
ayudarme. Intente pensar en otro lugar donde podría haber ido
Merrill.
Evelyn cerró los ojos.
—La casa donde vivíamos antes. Merrill era feliz allí; la
vecina del primero era amable con ella. Merrill podría haber
vuelto a esa casa. La verdad es que no le gusta el nuevo piso.
Tomé nota de la dirección.
—Lo intentaré, pero si esta noche no he sacado nada en
claro, prométame que llamará a la policía.
Ella se levantó, los labios curvados por una ligera sonrisa.
—De acuerdo, pero sé que la encontrará. ¡Estoy segura!
Se volvió, con las manos metidas en los bolsillos, y
observé su espalda estrecha que se retiraba entre las formas
futuristas, pintadas con colores brillantes, del nuevo parque
infantil. Deseé tener la misma confianza en mis habilidades
que la depositada en mí por aquella mujer.
Me quedé unos minutos en el banco. El tráfico pasaba
veloz al otro lado del bosquecillo de eucaliptus que daba
sombra a aquel rincón del parque Golden Gate de San
Francisco, pero, absorta en mis pensamientos sobre Evelyn
Smith, apenas me daba cuenta del estrépito.
Mi cliente era un nuevo miembro de la Cooperativa de
Investigación, la empresa de servicios legales para la que yo
trabajaba como investigador privado. Evelyn se presentó en la
oficina aquella mañana y le contó lo ocurrido a mi jefe, Hank
Zahn. Tras su insistente rechazo de la ayuda policial, Zahn me
la envió.
El temor irrazonable de Evelyn a la policía era lo que más
me intrigaba del caso. Cualquier madre normal de clase media,
habría telefoneado a la policía diez minutos después de la
desaparición de su hijo. En cambio, Evelyn esperó hasta el día
siguiente y entonces se puso en contacto con un centro de
servicios legales. ¿Por qué? ¿Qué temía?
Decidí que cuando un cliente acude a ti con una historia
que no parece demasiado convincente, lo mejor que puedes
hacer es examinar la propia vida de ese cliente. Quizá la
vecina del primero en su antiguo domicilio podría verter
alguna luz sobre su extraño comportamiento. Si no conseguía
ningún indicio del personal del parque, aquel sería mi próximo
paso.

A las tres de la tarde, casi doce horas después de la aparición


de Merrill Smith, seguía con las manos vacías. El personal del
parque no sabía nada y la vecina de la casa anterior no estaba
en su domicilio. Afligida, conduje mi viejo MG rojo al distrito
de Bernal Heights y su gran edificio de estilo victoriano que
albergaba a la cooperativa.
Saludé a Ted, el secretario, y recorrí el largo pasillo central
hasta mi despacho, una habitación que era poco más que un
armario adaptado. Me acurruqué en mi sillón, con su asiento
demasiado relleno, y me quedé mirando la pared. Unos golpes
en la puerta interrumpieron mis pensamientos. Mi jefe, Hank
Zahn, entró y se apoyó en el borde de la mesa.
—¿Has encontrado a esa niña desaparecida? —me
preguntó.
Meneé la cabeza.
—Éste es un caso extraño.
—Supongo que eso te complace, porque últimamente el
trabajo ha sido bastante aburrido.
Era cierto. Los clientes de la Cooperativa de Investigación
—un plácido grupo con ingresos entre bajos y medios—
habían sido más observantes de la ley que de ordinario, y mi
trabajo no había sido muy excitante. Con todo, era más
satisfactorio que el trabajo de vigilante que tuve antes de pasar
por la universidad, y más honesto que los encargos que
intentaron colocarme en la agencia de detectives en la que
ingresé tras graduarme. Hank, un viejo amigo de UC Berkeley,
me dio el trabajo en la cooperativa de servicios legales e
investigación cuando salí de la gran agencia, con la que estuve
en desacuerdo acerca de mi papel en un caso de divorcio
especialmente confuso.
—Este caso plantea un desafío —le dije.
—¿Ningún indicio?
—Sólo me queda una cosa por verificar. —Consulté mi
reloj y añadí—: Creo que es mejor que lo haga ahora mismo.
Dejé a Hank contemplando mi diminuto despacho. Quizás
algún día decidiría que merezco algo mejor y me asignaría una
habitación con una ventana.
Me dirigí de nuevo a la antigua dirección de Evelyn Smith,
en la calle Fell, al otro lado del parque. Era una zona
decadente que no se había recuperado de la invasión de los
hippies en los años sesenta. La casa era un edificio victoriano
de tres pisos, con una escalera de incendios que serpenteaba
por la fachada. Eché un vistazo a los buzones y llamé al timbre
del primer piso.
Me abrió una joven con un albornoz rosa. Tenía los ojos
hinchados por el sueño y el cabello rubio desordenado.
—Siento haberla despertado.
—No importa. Estaba dando una cabezada mientras el
bebé hace la siesta. ¿Qué desea?
—Me ha enviado Evelyn Smith —le dije, mostrándole mi
licencia—. Su hijita ha desaparecido y pensó que podría haber
vuelto aquí.
—¿Evvie? ¿Sabe algo de ella? No he tenido noticias suyas
desde que se mudó.
—¿Y no ha visto a Merrill?
—No. ¿Por qué diablos creería Evvie que pudo volver
aquí?
—Dice que Merrill había sido feliz aquí y que usted, sobre
todo, era amable con ella.
La mujer frunció el ceño.
—Sí, era amable con Merrill, pero eso fue hace cuatro
años. Y dudo seriamente que Merrill fuera feliz. De hecho, ésa
era la razón de que fuese más amable de lo habitual con ella.
—¿Ah, sí? ¿Por qué no era feliz?
—Por lo de siempre. Evvie y Bob se peleaban
continuamente. Entonces él se marchó y, unos meses después,
Evvie encontró un piso más pequeño para ella y su hijita.
De modo que Evelyn estaba divorciada. Sin embargo, me
había dicho que era una madre soltera.
—¿Por qué se peleaban?
—Hacia el final, por todo, pero sobre todo por la niña.
La mujer hizo una pausa, pensativa.
—Mire, es curioso, no había pensado en ello en mucho
tiempo.
—¿De qué se trata?
—De Merrill. ¿Cómo dos personas tan ordinarias podrían
tener una hija tan bonita? Evvie, tan rara y tan seca, y Bob,
con el pelo rojo oscuro y un cutis feísimo. El hecho de que
Merrill fuese tan bonita era la causa de sus problemas.
—¿Por qué?
—Bob la adoraba, se le caía la baba con la niña. Y Evvie
estaba celosa. Al principio, acusaba a Bob de mimar a Merrill,
y luego se volvió realmente maligna y empezó a chismorrear
sobre relaciones antinaturales, ya sabe a qué me refiero.
Entonces empezó a ensañarse con la niña. Yo traté de echarle
una mano a la pequeña, pero no podía hacer gran cosa. Evvie
Smith actuaba como si odiara a su propia hija.
El nuevo piso de Evelyn Smith estaba en un edificio
moderno y agradable en el lado norte del parque. Recorrí el
pasillo enmoquetado hasta la parte trasera del edificio.
Evelyn estaba tan pálida como lo había estado aquella
mañana. Me hizo pasar y su mirada inquieta escudriñó mi
rostro.
—¿Ha descubierto algo? —me preguntó.
—Un poco —le dije tras vacilar ligeramente—. Quisiera
ver la habitación de Merrill.
La mujer asintió y me acompañó allí. El cuarto estaba
decorado en amarillo, con grandes recortes de animales en
fieltro pegados a las paredes. La cama estaba hecha y cubierta
por una colcha con flecos, y todo estaba en su lugar, excepto
un libro de lectura de segundo curso abierto sobre el escritorio.
Por su aspecto, la habitación parecía cuidada con cariño.
Evelyn contemplaba un tigre en la pared, a su lado.
—Está loca por los animales —dijo en voz baja—. Por eso
le gusta tanto el tiovivo.
Miré el nombre de Merrill, escrito con caligrafía infantil en
la cubierta del libro de lectura. Evelyn parecía tener unos
sentimientos realmente maternales; quizá sus celos se
disiparon cuando el marido quedó al margen de su vida.
—Evelyn, tengo entendido que es usted divorciada.
Ella asintió.
—Sí, desde hace tres años.
—¿Dónde vive su ex marido?
—Aquí, en la ciudad, vive en una casa flotante en Mission
Creek.
—¿Todavía le quiere?
Ella se sobresaltó y se puso roja.
—¿Importa eso?
—Mucho. Le está usted protegiendo.
Ella guardó silencio y sus dedos pasaron las páginas del
libro de lectura infantil.
—¿Qué le hace decir eso?
—Es un hecho bastante frecuente: el padre se lleva al hijo
cuya custodia tiene la madre. Ésta no quiere que intervenga la
policía porque todavía ama al padre y no desea crearle
problemas, así que recurre a un investigador privado para
recuperar al hijo. ¿Por qué no me dijo lo que ocurrió? Así
habríamos ahorrado mucho tiempo.
Ella alzó la vista, con los ojos llenos de lágrimas.
—Porque no sé si la tiene o no. He intentado llamarle, sin
obtener ninguna respuesta. Creí que usted descubriría…
—¿Cómo podría descubrir nada cuando usted ni siquiera
me habló de la existencia de su marido?
—No lo sé, no quiero meterle en un lío. Lo único que
deseo es recuperar a mi hija. ¡Por favor, Sharon!
Las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Tranquilícese —le dije, dándole unas palmadas en el
brazo—. La recuperará.
Mi tarea se había simplificado: asegurarme de si Bob
Smith tenía a la pequeña; esperar, observar discretamente y, en
el momento apropiado, coger a la niña y devolvérsela a su
madre. Era sencillo. Pero…, quería hacer una parada antes de
visitar la casa flotante de Mission Creek.
La niebla del atardecer se había extendido entre las
secoyas y los eucaliptos del parque cuando llegué al tiovivo.
Ya estaba cerrado, y el viejo con el que hablé anteriormente se
había ido. En la taquilla, una mujer de pelo gris que antes no
había estado allí contaba el dinero y lo metía en una bolsa de
depósito bancario.
—No sé dónde vive —respondió cuando le pregunté por el
encargado del tiovivo—. ¿Es importante?
—Sí. Quiero saber si vio a un hombre determinado ayer
por la tarde.
La mujer me miraba con profundo interés.
—Tal vez yo pueda ayudarle. Ayer yo estuve de servicio.
—¿Es usted la cajera de los domingos?
—Los domingos y las tardes.
Le mostré la foto de Merrill.
—¿Recuerda a esta niña?
La mujer sonrió.
—Naturalmente. Una no olvida a una niña tan bonita. Ella
y su madre solían venir aquí los domingos por la tarde y
montaban en el tiovivo. La madre todavía viene. Se sienta en
ese banco de ahí y se queda mirando a los niños, con una
expresión de tristeza. ¿Acaso murió la pequeña?
Miré fijamente a la mujer.
—¿Cuándo vio usted a la niña por última vez?
—Debe de hacer unos tres años pero, como le he dicho,
una no olvida fácilmente una niña así. ¿Está muerta?
Moví la cabeza, pensando en el libro de lectura de segundo
grado en aquella habitación limpia como una patena que
supuestamente pertenecía a una niña de diez años.
—No, no está muerta. Está bien.

Oscurecía cuando estacioné el coche en Mission Creek. Una


mezcolanza de embarcaciones desvencijadas se alineaban en la
orilla y los viejos embarcaderos. Sus luces brillaban en el agua
negra del estrecho canal. Las olas lamían las pilastras mientras
me apresuraba por el embarcadero principal, mis pisadas
resonando en las tablas bastas. La embarcación de Bob Smith
estaba cerca del extremo, entre dos grandes barcos de pesca.
Una luz mortecina en el porche realzaba la pintura azul
descascarillada. Llamé a la puerta y aguardé.
El casco del pesquero crujía al subir y bajar con el oleaje.
Oí un ruido apagado a mis espaldas, y pensé que eran ratas.
Miré por encima del hombro, con la extraña sensación de que
me observaban, pero no había nadie…, al menos nadie a quien
pudiera ver. Oí ruido de pisadas en el interior de la
embarcación.
La muchacha que abrió la puerta tenía el cabello rubio
dorado y ensortijado. Vestía una camiseta de media manga
mugrienta y tenía un desgarrón en los pantalones tejanos, pero,
a pesar de todo, era muy guapa.
—Hola, Merrill.
—Hola, ¿quién es usted?
—Una amiga de tu mamá.
Era una respuesta equivocada. La muchacha se puso tensa.
—Y de tu papá.
Merrill se relajó.
—¿Quiere verle?
—Sí, me gustaría.
Bob Smith tenía un cabello rojo oscuro desgreñado, y el
cutis cubierto de cicatrices. Me miró a través de sus gafas de
montura metálica.
Me presenté y le mostré mi licencia.
—Señor Smith, su ex esposa me ha contratado esta
mañana para que encontrara a Merrill. Afirma que su hija
desapareció ayer por la tarde, en el tiovivo del parque Golden
Gate.
El hombre parpadeó.
—Eso es ridículo. Ayer por la tarde estuvimos navegando
en nuestra barca de vela. Toda la tarde.
La chiquilla reapareció, con un gato anaranjado sobre el
hombro. Me dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Eres realmente amiga de mi mamá?
—De veras.
Merrill dejó el gato en la pasarela y empezó a jugar con un
ancla oxidada que servía como elemento decorativo.
Me volví hacia Bob Smith.
—Ya sé que la versión de Evvie es ridícula. Veo que tiene
usted la custodia de Merrill.
—Sí, desde que nos divorciamos hace tres años.
—¿Acaso trataba mal a la niña?
El hombre desvió la mirada.
—Tiene que comprender que no es una mujer muy estable.
Tiene sus problemas, pero se niega a someterse a una terapia.
Es indudable que quiere a Merrill, pero… ¿Por qué ha dicho
que Merrill había desaparecido?
—Ya llegaremos a eso. ¿Ha tratado recientemente de
recuperar la custodia de la niña?
—Sí, pero le preguntaron a Merrill y ella decidió quedarse
conmigo. Supongo que esa pretendida desaparición es una
manifestación más de la enfermedad de Evvie.
—Su ex esposa puede que esté trastornada, pero también
es muy inteligente. Como no había conseguido la custodia, me
contrató para que raptara a la niña.
—¿Y usted haría eso?
Sonreí, pensando en mis anteriores problemas laborales.
—No. Algunos investigadores lo harían, pero yo no. Evvie
ideó un guión complicado y logró hacerme creer que usted se
había llevado a la niña…, porque yo estaba convencida de que
descubriría eso. Probablemente imaginó que una mujer sería
más comprensiva y estaría más dispuesta a creerlo.
El gato anaranjado se acurrucó contra mis tobillos.
—Papá, tengo hambre —dijo Merrill.
Bob Smith abrió la boca para replicar, pero en su rostro
apareció de pronto una expresión de sorpresa.
Noté un movimiento de aire a mis espaldas y empecé a
volverme. Merrill gritó.
Giré sobre mis talones, casi perdiendo el equilibrio, y me
encontré cara a cara con Evelyn, la cual había cogido a Merrill
por los hombros, con el brazo izquierdo bajo el cuello de la
muchacha.
—¡Papá!
Bob Smith empezó a ir hacia ella.
—Evvie, ¿qué diablos…?
Evelyn estaba pálida, como una escultura de esteatita.
—¡No te me acerques!
Bob se precipitó hacia ella, pasando por mi lado.
Evelyn retrocedió y alzó el brazo derecho, en el que
blandía un cuchillo.
Retrocedí, al mismo tiempo que pensaba en que aquel era
un cuchillo como el que yo usaba para preparar las ensaladas.
Ensaladas, nada menos…, en un momento como aquel.
Evelyn empezó a ir hacia el extremo del embarcadero,
arrastrando a Merrill con ella. Los pies de la chiquilla rozaban
las tablas sin desbastar. Su carita estaba blanca a causa de la
conmoción.
Bob Smith soltó un gruñido y se volvió hacia mí,
extendiendo las manos.
—Todo empieza de nuevo. Otra vez.
Le hice a un lado y salí. Evelyn y Merrill estaban casi al
final del embarcadero. El agua negra del canal brillaba tras
ellas.
—Evvie —grité—. Vuelva, por favor.
—¡No! Sabía que lo descubriría y no me devolvería a
Merrill. Es usted demasiado lista. Debería haber recurrido a
alguna estúpida.
—Evvie, no puede ir a ninguna parte.
—No me importa. De todos modos no tengo ningún sitio a
donde ir.
—Vamos, vamos, seguro que sí lo tiene.
Le tendí la mano, insegura de que pudiera verla en la
oscuridad.
—No, no hay nada que hacer. Quiero quedarme aquí. Sólo
Merrill, yo y el agua…
Su voz se extinguió. A la luz vacilante reflejada en el agua,
podía ver el brillo del cuchillo.
Bob Smith llegó a mi lado.
—Llamaré a la policía.
Asentí y le hice retroceder.
—Evvie —grité—. ¿Qué me dice de los animales?
—¿Los qué?
Su voz parecía cada vez más lejana.
—Los animales, esos que le gustan tanto a Merrill.
—¿Qué animales?
—Los del tiovivo. Las jirafas, los camellos y…
—Y las cebras, mamá —dijo una vocecita, asustada pero,
de algún modo, respondiendo, comprensiva, a la situación—.
Y también el avestruz, y el sapo púrpura.
Hubo un largo silencio. Entonces se oyó la débil voz de
Evvie.
—¿Quieres ver a los animales?
—Quiero ir al tiovivo, mamá. Contigo. Como hacíamos
antes.
Empecé a acercarme poco a poco.
—El otro día subí al cerdo azul más grande.
—¿Ese con la cola que se le cae? —dijo Merrill.
—Sí, la cola más horrorosa que he visto en un cerdo.
Me acerqué más.
—Me gustaría subir a ese cerdo. Por favor, mamá.
Evelyn volvió la cabeza, hacia el agua, hacia su
desaparición y la de su hijita.
—Evvie, vuelva aquí. Tenemos que subir a ese tiovivo.
La mujer volvió la cabeza hacia mí.
—¡Por favor, mamá!
—¿Sólo nosotras tres? —preguntó—. ¿Sin Bob?
—Sin Bob.
Suspiró, y la hoja del cuchillo brilló…, hacia abajo, donde
chocó sobre las tablas del embarcadero. Fatigadamente, dejó
de sujetar a la niña.
Me adelanté y arrojé el cuchillo al agua de un puntapié.
Merrill corrió hacia mí, tambaleándose. Detrás, Bob Smith
suspiró aliviado. Merrill se detuvo y miró a su madre.
Entonces alargó el brazo y cogió la mano de Evvie.
Tomé a la mujer del brazo.
—¿Estás bien, Merrill? —pregunté a la niña.
Merrill me miró.
—Sí, estoy bien. ¿Y mamá? ¿Se pondrá bien?
—Sí, claro que sí…, ahora.
UN ANHELO DE ORIGINALIDAD

Bill Pronzini

Hay muchas clases de relatos policiacos. Un


anhelo de originalidad pertenece a la clase
conocida como reducción al absurdo, en este caso
una mirada briosamente satírica al escritor
mercenario, todo el espectro de la ficción
contemporánea, y las vidas aburridas, insulsas,
monótonas y triviales de la mayoría de la gente. El
crimen que se perpetra en estas páginas es uno de
los más extravagantes en los anales de la literatura
de misterio, como descubrirá el lector cuando
Charlie Hackman triunfe finalmente en su
búsqueda de originalidad.

Charlie Hackman era un escritor profesional. Escribía


literatura popular, de cualquier clase, desde novelas del Oeste
sin sexo, a relatos góticos con sexo y novelas históricas con un
sexo excesivo. Es decir, escribía de acuerdo con las tendencias
imperantes. Podía contarse con él para preparar un manuscrito
aceptable en un par de semanas. Había publicado nueve
millones de palabras durante una carrera de quince años, bajo
una serie de nombres distintos (Allison St Cyr era el más
notable), y era incapaz de contar el argumento de cualquier
libro que hubiera escrito hacía más de seis meses. Era lo que
en el oficio se conoce como un «obrero de la palabra digno de
confianza», un «profesional versátil» o un «productor regular
de bienes comerciales».
En otras palabras, era un escritor mercenario.
La razón de que fuese mercenario no estribaba en su
rapidez y su carácter prolífico, ni en que fabricara relatos
populares por encargo o escribiera por dinero. Lo era porque
hacía todas esas cosas sin ninguna ambición ni sentido de
compromiso, porque escribía sin ninguna clase de
originalidad.
Naturalmente, Hackman no se había propuesto desde el
principio ser un escritor mercenario, cosa que no hace ningún
escritor, pero pronto había descubierto, después de que sus dos
primeras novelas fueran rechazadas por treinta y siete editores,
que no era muy bueno, y si tenía algún talento era para imitar.
Cuando trataba de escribir una obra imaginativa, irónica, llena
de significado, fracasaba por completo; pero cuando imitaba
las ideas y visiones de otros, las páginas que producía eran lo
bastante buenas para ser publicadas.
A decir verdad, esto no le preocupaba demasiado. Lo único
que siempre había querido ser era un escritor profesional; no
había soñado en otra cosa desde su descubrimiento de los
Muchachos Audaces y los libros de Tarzán antes de los diez
años. Así, desde que consiguió vender su primer escrito,
aceptó lo que era, se encogió de hombros y se dijo que no
debía preocuparse por ello. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de
malo ser un escritor mercenario? El negocio editorial estaba
lleno de ellos, y tanto los mercenarios como los otros ofrecían
una forma deseable de entretenimiento que enajenaba a las
masas; la única diferencia era que sus lectores no tenían gustos
discriminadores. Después de todo, ¿era su producto menos
honorable que las series de televisión? ¿Acaso hacía daño o
corrompía a alguien? No, en absoluto. Entonces, ¿qué tenía de
malo ser un escritor mercenario?
Durante quince años, trabajando bajo esta alegre serie de
racionalizaciones, Hackman fue un hombre satisfecho de sí
mismo. Escribía de diez a quince novelas al año, todas ellas
para editoriales pequeñas y explotadoras, especializadas en esa
clase de libros que se leen y se tiran, y ganó una suma media
anual de veinticinco mil dólares. Se casó con una mujer poco
agraciada llamada Grace y fue a vivir a una casa de las
afueras, en Long Island. Jugaba a los bolos una vez por
semana, y se trasladaba a Manhattan en tren una vez a la
semana para ver a su agente y sus editores. Cada mes de junio
pasaba dos agradables semanas de vacaciones con Grace en
los montes Adirondacks. Cada Navidad la madre de Grace
llegaba de Pennsylvania y pasaba con ellos dos desdichadas
semanas.
A veces bebía más de la cuenta y se preocupaba por el
cáncer de pulmón, porque fumaba tres paquetes de cigarrillos
al día. Sisaba moderadamente en su declaración de la renta,
deseaba a la esposa de uno de sus vecinos, leía todos los best-
sellers que se publicaban en rústica, los diseccionaba
mentalmente y luego volvía a ensamblarlos, en tramas
similares para sus propias novelas. Cuando conocía a alguien y
le preguntaban cómo se ganaba la vida, respondía: «Soy
escritor», y casi nunca dejaba de sentir cierta sensación de
orgullo.
Así fueron las cosas durante quince años…, hasta la misma
mañana en que cumplió los cuarenta.
Hackman despertó aquella mañana, miró a Grace, acostada
a su lado, y se dio cuenta de que había engordado por lo
menos quince kilos desde que se casaron. Escuchó su
respiración asmática mientras encendía el primer cigarrillo del
día. Se vistió y bajó a su despacho, donde leyó la media página
de manuscrito que todavía estaba en la máquina de escribir
(una novela de piratería esotérica, la última moda). Salió al
exterior y contempló su casa desde el césped. Entonces se
sentó en los escalones del porche y pensó en sí mismo.
Pensó con tristeza en que no era sólo un escritor de relatos
mercenarios, sino que llevaba una vida mercenaria.
Llevaba quince años cohabitando con triviales personajes
de ficción en situaciones de ficción mercenarias; quince años
cohabitando con una mujer sin imaginación en un suburbio
trivial, con un estilo de vida mercenario en un mundo
convencional. Era un mercenario, y hacía las mismas cosas
una y otra vez, exprimía los libros y los días uno tras otro. En
todo aquello, no había nada único en su género, desde la
máquina de escribir hasta las cortas vacaciones en los montes
Adirondacks.
No había ninguna originalidad.
Permaneció allí sentado largo rato, pensando en ello.
Ninguna originalidad, y era curioso. Era como despertar al
hecho de que, después de cuarenta años, uno no había probado
jamás una piña tropical, y que esa piña faltaba de su vida. De
repente, uno sentía el anhelo de la piña, la deseaba más de lo
que había deseado cualquier otra cosa hasta entonces. La piña
tropical o la originalidad…, era el mismo principio.
Finalmente, Grace salió de la casa y le preguntó qué estaba
haciendo.
—Pensando en que tengo un anhelo de originalidad —le
dijo, a lo que ella replicó:
—¿Te conformarás con unos huevos con tocino?
Trivial diálogo, se dijo Hackman. Humor mercenario.
Respondió que no quería desayunar y fue a su despacho.
Originalidad… Bueno, incluso un escritor mercenario tenía
que ser capaz de crear algo fresco e imaginativo, si ponía en
ello todo su empeño; hasta un mercenario aprendía algunos
trucos en quince años. ¿Por qué no probaba con un relato
corto? Eso estaría bien, porque nunca había escrito un cuento,
y ya de entrada sería trabajar en un territorio nuevo. Tenía que
buscar un argumento.
Se sentó ante la máquina de escribir, paseó por su
despacho, tomó asiento en el sofá, volvió a sentarse ante la
máquina de escribir. Finalmente, se le ocurrió el germen de
una idea y la nutrió hasta que empezó a desarrollarse. Se puso
a escribir.
Tardó todo el día en escribir aquel relato que en total tenía
unas quinientas palabras. Eso equivalía más o menos al trabajo
de un día en una novela, pero en una novela ni siquiera
revisaba las comas. Después de la cena volvió a su despacho y
estuvo haciendo correcciones a mano hasta las once. Entonces
fue a acostarse, rechazando el ofrecimiento que Grace le hizo a
desgana de «un regalo de cumpleaños», y soñó en el relato
hasta las seis de la madrugada, cuando se despertó. Subió de
nuevo al despacho, mecanografió de nuevo las páginas, hizo
algunas correcciones más y mecanografió el relato por tercera
vez. Sólo entonces se sintió satisfecho, y aquella noche lo
envió por correo a su agente.
Tres días después, el agente le llamó para hablarle del
contrato de un nuevo libro.
—¿Ha tenido ocasión de leer el relato corto que le envié?
—Lo leí, en efecto, y se lo he devuelto por correo.
—¿Me lo ha devuelto? ¿Qué tenía de malo?
—Es un tema muy viejo. Esa idea se ha explotado hasta la
saciedad.
Hackman salió al jardín y se tendió en la hamaca. De
acuerdo, quizás estaba condenado a ser un escritor mercenario;
tal vez era incapaz de escribir algo original. Pero eso no
significaba que no pudiera hacer algo original, ni mucho
menos. Era rápido de mente y comprendía bien lo que ocurría
en el mundo. Tenía que ser capaz de, por lo menos, tener una
idea original; tal vez una idea que no sólo satisficiera su
anhelo de originalidad sino que a la vez cambiara su vida, que
le hiciera salir de la senda trillada en la que se encontraba.
Cerró los ojos.
Se concentró.
Pensó en ir corriendo hacia atrás, desde Long Island a
Miami Beach, y luego solicitar su inclusión en el Libro
Guinness de récords mundiales.
No, eso sería imitativo.
Pensó en deambular desnudo por Times Square en pleno
mediodía, agitando un contrato tipo para una edición en rústica
y utilizando un megáfono para protestar por la inhumanidad
literaria del hombre para con el hombre.
Eso sería trivial.
Pensó en disfrazarse de rojo, blanco y azul y atracar un
banco en cada uno de los trece estados iniciales de la Unión.
Sería una derivación, nada original.
Pensó en cambiar su nombre por el de Holmes, buscar un
socio llamado Watson y abrir una agencia de investigación
privada especializada en resolver lo no resuelto y lo insoluble.
Eso sería repetirse como un loro.
Pensó en hacer otras cosas, legales e ilegales, inteligentes y
necias, peligrosas e inocuas.
Nada de todo ello sería original.
Transcurrió aquel día y varios más del mismo tenor.
Hackman llegó a obsesionarse por la originalidad, hasta tal
punto que se sintió incapaz de escribir, experimentó el primer
bloqueo serio como profesional. Era exasperante, pero cada
vez que pensaba en una frase y empezaba a escribir, algo en su
mente saltaba como un resorte y le hacía analizarla para ver si
era original o banal. El veredicto era siempre la banalidad.
Pensó en comprar una pequeña prensa y dedicarse a
fabricar marcos alemanes falsos en el sótano de su casa, y
luego viajar a Munich y cambiarlos durante la Oktoberfest, la
gran fiesta de la cerveza.
Eso sería delito de falsificación de divisas.
Hackman empezó a beber mucho más de lo que era
habitual en él durante las noches. Su consumo de tabaco se
elevó a cuatro paquetes diarios e iba en aumento. Su cociente
de originalidad seguía siendo de cero.
Pensó en hacer que le tatuaran un mapa del tesoro en el
pecho, y entonces afirmaría que era el único superviviente de
una banda de ladrones de coches blindados, y timar a toda
clase de gente codiciosa los ahorros de toda su vida.
Trivial.
Transcurrieron los días y las semanas. Hackman
continuaba sintiéndose incapaz de escribir; no podía hacer
mucho más que estrujar en vano sus células cerebrales. Sabía
que no podría funcionar de nuevo como escritor, ni siquiera
como ser humano, hasta que hiciera algo, cualquier cosa
original.
Pensó en montar una destilería en su garaje y convertirse
en el principal fabricante y distribuidor de whisky de
contrabando en Long Island.
Una actividad trillada.
Grace había iniciado una serie de volubles y cotidianas
quejas. ¿Por qué estaba siempre taciturno, bebiendo y
fumando en exceso? ¿Por qué no iba a su despacho y escribía
su último bodrio? ¿Cómo iban a conseguir dinero si él no
cumplía sus contratos? ¿Cómo iban a pagar la hipoteca y el
resto de las facturas? ¿Qué diablos le ocurría? ¿Es que estaba
atravesando una crisis de la edad mediana o algo por el estilo?
Hackman pensó en estrangularla y enterrar su cadáver bajo
la acacia del jardín, cometiendo el crimen perfecto.
Demasiado visto.
Transcurrió otra semana. Hackman llevaba ya seis semanas
de retraso sobre la fecha de entrega de una novela de
ocultismo y piratería, y dos semanas sobre la de una novela de
acción; sus editores y su agente estaban irritados. ¿Dónde
demonios estaban los manuscritos? Hackman dijo que estaba
dando los toques finales al primero.
—Espero que sí —le dijo el agente por teléfono—. Será
mejor que lo tengas listo cuando pase por tu casa el viernes.
Lo digo en serio, Charles, será mejor que entregues el
material.
Hackman pensó en secuestrar a la estrella de una de las
principales obras musicales de Broadway, y pedir por ella un
rescate de un millón de dólares más un papel en su próxima
producción.
Eso no sería nada nuevo.
Decidió que las cosas no podían continuar así. A menos
que se le ocurriera una idea original, y muy pronto, más le
valdría abandonar el tumulto de esta vida.
Pensó en comprar raticida y prepararse un cóctel de
arsénico.
Eso tampoco sería nada nuevo.
O trepar a una torre metálica y agarrar un cable de alta
tensión.
Prosaico, basto.
O alquilar una avioneta, volar sobre las marismas de
Nueva Jersey y arrojarse al vacío desde seiscientos metros de
altura.
Rebuscado.
¡Maldición! No veía la manera de seguir adelante, no
podía verla. ¿Qué iba a hacer?
Pensó en viajar a Pennsylvania, meter ciertos documentos
cuidadosamente falsificados en el bolso de la madre de Grace,
y luego denunciar a la vieja bruja al FBI como espía al
servicio del extranjero.
Eso sería un lugar común.
El viernes por la mañana cogió sus cigarrillos (el segundo
de los cinco paquetes que ahora consumía a diario) y, con su
última resaca a cuestas, fue a la estación del ferrocarril.
Abordó el expreso de Manhattan y tomó asiento en el coche
salón.
Pensó en secuestrar el tren y sacar veinte millones de
dólares al estado de Nueva York.
Eso sería imitativo.
Cuando el tren llegó a la estación Penn, recorrió a pie las
seis manzanas hasta la oficina de su agente. En el ascensor,
una rubia atractiva le sonrió afablemente y le dijo que hacía un
día espléndido.
Hackman pensó en convertirla en su querida, tener una
aventura tórrida y luego huir con ella a Acapulco y vivir en
pecado en una mansión por encima del puerto, tejiendo
serapes mexicanos por el día y bebiendo tequila de noche.
Trivial.
—¿Dónde está el manuscrito, Charlie? —fue lo primero
que le preguntó su agente.
Hackman respondió que aún no estaba listo, que tenía
algunos problemas personales.
—¿Crees que tienes problemas? —replicó el agente—. ¿Y
qué ocurre con los míos? ¿Crees que puedo permitirme tener
escritores mercenarios que no cumplan con las fechas de
entrega y hagan sufrir a los editores? Eso se vuelve en mi
contra, arruina mi reputación. No estoy en este negocio para
perder la salud, así que será mejor que te busques otro agente.
Hackman pensó en partirle la cabeza con un pisapapeles,
hacer desaparecer el cadáver y asumir su identidad, después de
engordar varios kilos y someterse a unas operaciones de
cirugía estética.
Anticuado, trillado.
De nuevo en la calle, decidió que necesitaba un trago y
entró en el primer bar que encontró. Pidió un vodka triple y se
puso a reflexionar mientras lo tomaba lentamente. Pensó que
había llegado al final de la cuerda. Si existía una sola idea
original en este mundo, ni siquiera podía imaginar cuál era. Y
no sólo eso, sino que tampoco podía imaginar una idea
parcialmente original, con lo cual se conformaría de
inmediato, puesto que ya no existe nada que sea original del
todo.
—¿Qué voy a hacer? —le preguntó al camarero.
—¿A quién le importa? —respondió el hombre—.
Quédese, váyase, beba, no beba… A mí me da lo mismo.
Hackman suspiró, bajó el taburete y se dirigió con pasos
vacilantes a la calle Cincuenta y dos Este. Giró al oeste y
empezó a caminar hacia la estación central, abriéndose paso
entre la muchedumbre que aquella tarde llenaba la calle. El sol
brillaba entre los edificios como un ojo malévolo que lo atisba
absolutamente todo.
Estaba cerca de la avenida Madison, musitando frases
manidas, cuando se le ocurrió la idea.
Surgió de ninguna parte, nacida en un instante, como
siempre ocurre con las grandes ideas (o al menos eso había
oído decir). Se detuvo de súbito y empezó a reír, sonrisa que
pronto se transformó en risa. Los transeúntes le miraban con
curiosidad y se apartaban al pasar por su lado, pero a Hackman
no le importaba. La idea era lo único importante.
Una idea inspirada, imaginativa, llena de significado. Una
idea original.
Bueno, no es que fuera original al cien por ciento, pero
podía pasar. Ya había decidido que encontrar una originalidad
absoluta era una meta imposible. Pero la idea que se le había
ocurrido se acercaba al ideal. Se acercaba, sí, era maravillosa e
iba a ponerla en práctica. Claro que la pondría en práctica.
Después de todas aquellas semanas de búsqueda y frustración,
¿por qué no habría de hacerlo?
Hackman echó a andar de nuevo. Su paso era casi garboso,
y silbaba entre dientes. Dos manzanas más allá, entró en una
tienda de artículos deportivos y encontró lo que buscaba. El
vendedor que le atendió le preguntó si se iba de acampada.
—No —replicó Hackman, y guiñó un ojo—. Se trata de
algo mucho más original.
Salió de la tienda y bajó por la avenida Madison a toda
prisa, hasta llegar a una librería especializada en obras
populares. Dentro había varias hileras de estantes, cada uno
con diferentes categorías de obras literarias y de otras clases,
todas ellas ordenadas alfabéticamente. Hackman se dirigió a la
sección de obras literarias y se detuvo ante el estante con el
rótulo NOVELAS HISTÓRICAS. Leyó los títulos hasta
localizar una de sus obras publicada bajo pseudónimo.
Entonces abrió el paquete y sacó un hacha de leñador.
Aferró el mango con ambas manos y alzó el hacha por
encima de su cabeza.
Y…, ¡zas! Once ejemplares de La tierna furia del amor, de
Allison St. Cyr, derribados y descuartizados.
Un cliente empezó a aullar; una clienta soltó chillidos
histéricos. Hackman hizo caso omiso y se dirigió al estante
con el letrero AVENTURAS DE PIRATERÍA ESOTÉRICA,
alzó el hacha de nuevo y…
¡Zas! Nueve ejemplares de La hija diablesa de Jean
Lafitte, de Adam Caine, fueron exorcizados y echados a pique.
Pasó entonces al estante de NOVELAS DEL OESTE
PARA ADULTOS y…
¡Zas! Cuatro ejemplares de Ryder cabalga por la senda de
los forajidos, de Galen McGee, mordieron el polvo.
Detrás del mostrador principal, un hombrecillo rechoncho
daba saltos arriba y abajo, agitando los brazos.
—¿Qué está haciendo? —gritaba a Hackman—. ¿Qué está
haciendo?
—¡Trabajo de poda! —replicó Hackman—. ¡Soy un
escritor mercenario que hace un trabajo de poda!
Subió ágilmente a SUSPENSE MEDIEVAL y…
¡Zas! Cinco ejemplares de La mansión del espanto, de
Melissa Ann Famsworth, quedaron reducidos a escombros.
La siguiente parada fue SERIES DE ACCIÓN…
¡Zas! Diez ejemplares de El lanzagranadas 23: Explosión
en el Ayuntamiento, estallaron en fragmentos.
Hackman hizo una pausa para observar la carnicería.
Entonces asintió satisfecho y se dirigió a la puerta. Ahora la
librería estaba vacía, pero el hombrecillo rechoncho era visible
en la acera de enfrente, saltando arriba y abajo y agitando los
brazos como un urbano, entre la muchedumbre cada vez más
nutrida. Con unas zancadas resueltas, Hackman se dirigió a la
puerta y la abrió.
Avanzó con el hacha en alto, y la gente se escabulló de
inmediato. Pero no tenían necesidad de temer nada, pues al
hombre no le interesaba la gente, excepto como comparsas de
su pequeño drama. Después de todo, ¿a qué escritor digno de
tal nombre le importaba un bledo su público?
Empezó a correr por la calle Cuarenta y ocho en dirección
a la Quinta Avenida, blandiendo el hacha. Nadie intentó
detenerle, ni siquiera cuando derribó el toldo que daba sombra
al puesto de un vendedor ambulante de salchichas.
—¡Soy un mercenario! —gritó.
Y destrozó el escaparate de una selecta tienda de prendas
de vestir.
—¡Soy Hackman el mercenario! —exclamó a voz en grito.
Y redujo a la mitad el producto y los beneficios de un
vendedor de galletas saladas.
Cercenó la antena de un largo Cadillac mal estacionado.
Ya casi estaba en la Quinta Avenida. Podía ver delante de
él un semáforo en rojo que retenía el tráfico; aquella manzana
de la calle Cuarenta y ocho estaba temporalmente vacía. A sus
espaldas podía oír gritos airados y lo que parecía un silbato de
policía. Miró hacia atrás por encima del hombro. Varias
personas le perseguían, entre ellas el hombrecillo rechoncho
de la librería; encabezaba el grupo un uniforme azul que tenía
un rostro rojizo en la parte superior, a menos de cincuenta
metros de distancia.
Pero Hackman pensó que el juego aún no había terminado.
Había más librerías a lo largo de la Quinta Avenida. Con un
poco de suerte, podría hacer una poda en dos o tres antes de
que le atraparan. Decidió que lo mejor era dirigirse al sur,
volvió la cabeza y empezó a cruzar la extensión vacía de la
calle Cuarenta y ocho.
Pero la calle ya no estaba vacía; la señal en la Quinta
Avenida había cambiado a verde para el tráfico que se dirigía
al este.
Corrió directamente hacia un coche que se aproximaba.
Lo vio demasiado tarde para apartarse de un salto, y el
conductor no tuvo tiempo de frenar o desviarse. Pero antes de
que él y la máquina unieran sus fuerzas, Hackman tuvo el
tiempo suficiente para ser plenamente consciente de lo que
sucedía…, y sintió una exaltación repentina. Incluso su último
deseo fue precisamente desear que se le hubiera ocurrido
aquello por sí mismo. Era la coronación, el capirotazo final, el
coup de grâce, que prestaba a la muerte de Hackman una
originalidad auténtica, de la que había carecido su vida.
Porque el coche que acabó con él no era un vehículo
cualquiera, sino un taxi de la ciudad de Nueva York.
Apostilla del traductor
El difunto señor Hackman no podía tener un apellido más
adecuado, puesto que era un hack, término inglés que
designa al escritor mercenario. Cuando empezó a destrozar
cosas con el hacha, hizo honor a su apellido, ya que un
hack significa también tajar, cortar algo en pedazos muy
pequeños. En cuanto al capirotazo final que dio a su muerte
la originalidad auténtica de que había carecido en vida, es
que a los taxis neoyorquinos se les conoce también como…,
hacks. De modo que un hack mató a un Hackman, que era
un hack de profesión.
Y ahora sí que este cuento se ha acabado.
UN INTENTO SENCILLO Y
VOLUNTARIOSO

Elizabeth Morton

Elizabeth Morton es el pseudónimo de una


violonchelista y directora de producción de libros
de medicina, que vive actualmente en Rockland
County, Nueva York. Su relato muy breve titulado
Tocayo apareció en una antología de relatos de
horror y de tema sobrenatural, y también ha
publicado relatos de ciencia ficción. La señora
Morton escribió este relato para celebrar su
traslado desde la región relativamente discreta de
los Amish al ambiente más barroco de Nueva York.
Al igual que las obras de Albert Payson Terhune y
otros, es una historia de perros sólo
indirectamente. Es, ante todo, un relato de
Manhattan.

Así que al final pensé en el doberman, el perro que me habría


ahorrado las molestias si yo hubiera entendido realmente las
condiciones.
Mi doberman se llama Titus, y lo compré para protección
hace un año. La «protección» es un servicio importante en esta
ciudad. La fe ha desaparecido igual que los trolebuses. La
cuestión podría ser, naturalmente, quién nos protegerá de
nosotros mismos, pero eso es puramente metafísica. En
cualquier caso, la respuesta es que nos protegeremos a
nosotros mismos y hago lo que debo.
Tengo a Titus.
Veamos a ese doberman. Cuando abrí la puerta, a las seis,
Titus no acudió a saludarme, sino que siguió en el dormitorio
pequeño, hacia la parte trasera, gimoteando. La brisa que
entraba por una ventana abierta había desparramado algunas
cosas del tocador junto a sus patas, pero él no parecía darse
cuenta. Gimió de nuevo.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
Yo estaba ojo avizor desde el principio, quiero que eso
quede claro. No fui tan ingenua. Una afina mucho su
aprensión en esta ciudad, las circunstancias le hacen sospechar
de todo.
—Dímelo Titus.
Él no se movía y le temblaban las patas.
—¿Qué sucede, muchacho? ¿Por qué nunca llamamos
hombre a nuestros animales domésticos? —Él gimió, con las
mandíbulas apretadas—. Vamos, muchacho, abre la boca —le
dije, arrodillándome ante él.
No me obedecía, así que le pasé un dedo por el morro. (Un
acto estúpido, pero estaba preocupada y, ¿qué sabía yo?) Titus
siempre se había mostrado muy firme ante cualquiera que le
acariciara la cabeza. Pero se limitó a gemir de nuevo y cayó de
rodillas. Empezó a babear.
¿La rabia? ¿El tétanos? Los animales pueden transmitir el
tétanos, me dije, pero, ¿lo contraen ellos? Este animal siempre
me ha asustado un poco, y considero a Titus como un arma
móvil y mascadora de galletas… Pero soy una mujer con
ciertos sentimientos. No quería que sufriera. Incluso un arma
necesita reparación si sufre algún desperfecto.
—Como no cambies en seguida de actitud, te llevaré al
veterinario —le dije.
Titus gimió una vez más, emitió aquel suspiro
estremecedor. Debería haber indicado antes en este informe
apresurado (pero, como puede usted observar, lo estoy
componiendo bajo una presión enorme) que hay un veterinario
en la planta baja de este edificio de apartamentos, y durante
todo el día hay un desfile constante de animales domésticos y
propietarios inquietos a través del vestíbulo. He recurrido a los
servicios del doctor Stone en un par de ocasiones, porque
estaba tan a mano, pues de lo contrario difícilmente habría
reparado en él. Aparte de sus actividades cotidianas, que
parecía desempeñar con eficacia, es un hombre más bien
perezoso e inepto. Pero la proximidad de Stone me hizo
presionar a Titus una vez más.
—Vamos, muchacho —le dije, confiando en que me
seguiría razonablemente—. Descubriremos cuál es el
problema de la boca.
Fue un alivio para mí que Titus me siguiera sosegadamente
al gris pasillo, donde esperamos con paciencia el ascensor y lo
abordamos, uniéndonos a un hombre gordo y dos adolescentes
de expresión obtusa que no nos quitaron la vista de encima
durante todo el descenso. Titus lloriqueaba, pero se mantenía
en pie.
—Este perro está paralizado —dijo uno de los
adolescentes.
—Como una piedra —dijo el otro. Todos los presentes,
incluso yo misma y el hombre gordo, rieron, excepto Titus.
Al llegar a la planta baja observé a los adolescentes que
cruzaron el vestíbulo con la desenvoltura de unos intrusos y
salieron a la calle, intercambié una mirada de disgusto con el
hombre gordo y luego doblé a la izquierda y subí los cuatro
escalones hasta el consultorio del señor Stone. La puerta
estaba abierta, aunque ya no era hora de consulta. Stone, no
menos que todos los demás, es codicioso, y no dejará de
atender a un propietario preocupado (y dispuesto a pagar).
Androcles fue el último miembro de la profesión que
consideró los efectos a largo plazo.
La sala de espera estaba vacía, pero no por mucho tiempo.
Titus y yo hojeamos unos números de El comerciante de
animales domésticos que estaban sobre una mesa larga, hasta
que salió Stone seguido de una barahúnda de ladridos. No
tengo tiempo para caracterizarle, y sólo diré que no le hacen
sufrir la edad, la humildad ni la compasión.
—Parece que no puede abrir la boca —le dije—. ¿Los
perros pueden tener el tétanos?
—Se refiere a éste, ¿verdad? —dijo Stone—. Bueno,
echaré un vistazo. —Cogió a Titus por el collar y los dos
trotaron hacia la puerta—. Lea una revista —me sugirió—.
Volveré dentro de un minuto.
—Vivo en este edificio —le dije, y le di mi nombre—.
¿Recuerda? Puede llamarme. Tiene mi número en su archivo.
Tendrá un archivo, ¿no?
—Bueno, si no tiene paciencia para esperar, ya le llamaré.
—No quiero esperar. Estaré arriba. Avíseme cuando haya
terminado el examen, ¿de acuerdo? Así podré tomar una
copa… También yo trabajo duro, ¿sabe? —Me levanté y me
fui hacia la salida—. Descubra qué le pasa al perro.
—La llamaré —dijo Stone—. Discuta la responsabilidad
consigo misma.
Cruzó la puerta con Titus y volvió a oírse un torbellino de
ladridos.
Abandoné la sala de espera. Los adolescentes no estaban
en el ascensor, pero sí el hombre gordo.
—No eran vecinos de este edificio —dijo en tono de
disgusto—. Aquí no hay seguridad y puede ocurrir cualquier
cosa. ¿No cree que puede ocurrir cualquier cosa?
No respondí, pues no quería llevar nuestra relación un paso
más allá de donde estaba. Si los desconocidos no quieren
hacerte daño, quieren relacionarse contigo. «Paralizada», le oí
musitar cuando salió del ascensor, pero eso no me molestó lo
más mínimo.
Una vez en mi piso, me preparé un whisky con agua,
pensando en la vida en una ciudad donde la protección es uno
de los principales servicios, donde los perros son armas y las
armas una manera de saludo. El teléfono sonó cuando acababa
de decidir, una vez más, que, al fin y al cabo, las condiciones
de mi vida eran tolerables, tenía un trabajo, que me encantaba,
y el whisky, que encajaba bien, y el miedo neutralizado por
Titus.
—Soy el doctor Stone —dijo la voz—, ¿qué está usted
haciendo? Soy el doctor Stone, ¿me oye?
—Le oigo —repliqué. Tomé otro trago de whisky y me
sentí un tanto atrevida—. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Por qué
me pregunta qué estoy haciendo? Estoy aquí sentada junto al
teléfono, pensando en el tétanos que, por lo que sé, es
contagioso. Estoy pensando en la ciudad y en mi vida. Estoy
pensando…
—Salga del piso ahora mismo.
—¿Qué es esto? —Tomé otro trago—. No creo que valga
el alquiler que vale y sigo buscando otro, pero no estoy
preparada…
—Oiga, no es nada divertido —dijo Stone. Su voz tenía el
tono del muchacho que dijo «este perro está paralizado»—.
Salga ahora mismo y baje a mi consultorio.
Dejé el vaso sobre la mesa. A través de la neblina del
whisky y la fatiga percibí una pequeña punzada de insinuación.
—¿Qué es esto?
—Se lo diré cuando venga. La veré en el vestíbulo.
—Dígamelo ahora.
—Cállese y salga de ahí.
—Adiós —le dije.
—No sea estúpida —dijo él rápidamente—. Le he abierto
la boca a su perro.
—Eso es precisamente lo que tenía que hacer, doctor.
—Espere. Escúcheme —dijo Stone en tono apremiante—.
Salga del piso ahora mismo.
Me quedé mirando el teléfono.
—¿Qué?
—Había dos dedos en la boca de ese perro.
Entonces colgué el teléfono, con la mano aterida, y oí los
sonidos dentro del armario del dormitorio.
La puerta pareció moverse ligeramente, y sólo entonces, al
mirar al suelo, vi el delgado reguero de sangre que se extendía
desde el armario…
Oí que giraban el pomo desde dentro del armario.
¿Qué había dicho el hombre gordo?
Pero yo no sabía nada del hombre gordo, me había negado
a relacionarme. Sólo tenía tratos conmigo misma y mi arma
husmeadora de galletas. Y así, incluso antes de ver la cara,
incluso antes de ver el revólver de color mate que sostenía la
mano no mutilada, incluso antes de todo eso, con una
magnífica y pura constancia, inmóvil como Titus, pensé en el
doberman y su intento sencillo y voluntarioso.
El teléfono empezó a sonar de nuevo.
¡Oh, Dios mío, oh, Stone, oh, Titus, estoy paralizada!
ALGUIEN SE PREOCUPA

Talmage Powell

Al igual que la novela corta de Ed McBain


sobre el Distrito 87, Alguien se preocupa pertenece
a una serie policiaca que se centra no tanto en la
detección como en la caracterización. Sin
embargo, los dos relatos difieren por completo en
tono y tratamiento. El relato de Talmage Powell es
un estudio sensible de un tenaz policía y la víctima
de un homicidio, una «doña nadie», Fulana de Tal
(o Mary Smith) que llevaba una vida vacía y
solitaria, sin amigos, sin nadie a quien pareciera
preocuparle que viviese o muriera. No obstante,
como demuestra discretamente Powell, «no hay
extraños absolutos en este mundo. Alguien se
preocupa».

Formar equipo con Odus Martin no era una perspectiva


tentadora, pero no iba a dejar que eso frustrara el placer de mi
promoción a inspector de paisano.
En cuanto a la reacción de mi compañero, estaba
profundamente enterrada en su intimidad personal. Yo era el
novato que acababa de abandonar el uniforme, y me aceptaba
como una tarea más. Martin no ofrecía ningún consejo útil, ni
tampoco me hacía saber su opinión sobre mí. Yo sospechaba
que sería lento en la alabanza y reacio a la crítica.
Si la taciturnidad casi inhumana de mi compañero hacía
que estar con él no resultara demasiado divertido, tenía mis
compensaciones. Experimentaba una oleada de placer cada
vez que entraba en la brigada, la cual no era para mí un lugar
yermo y sombrío con mesas llenas de cicatrices, sillas duras,
paredes sucias y olor a tabaco rancio.
Mis primeros días como compañero de Martín estuvieron
llenos de actividad. Acorralamos a unos sospechosos en un
caso de acorralamiento, y Martín les interrogó metódica y
desapasionadamente. Decidió que un hombre llamado Greene
estaba mintiendo, hizo que le trajeran de nuevo y, al cabo de
siete horas y quince minutos de interrogatorio adicional a
cargo de Martín, Greene firmó una declaración de
culpabilidad.
La actitud de Martín me irritó. La vida de un hombre había
sido terminada bruscamente con un cuchillo. Otro hombre
pasaría sus mejores años entre rejas. Esposas, madres, hijos,
hermanos… Aquello les afectaría a todos. Sus vidas nunca
volverían a ser como antes, por muy fuertes que fueran o muy
bien que lograran olvidar.
Mas para Odus Martín todo aquello era una tarea, sólo eso.
Y una pequeña tarea, una entre las muchas faenas de una
cadena interminable.
Cuando mencionaba a las familias, Martín me miraba
como si yo fuera un escolar que hace novillos y no es
demasiado brillante.
—Todas las personas en este mundo tienen a alguien —me
dijo—. Acepta eso y deja de preocuparte más por ello.
—No es que me preocupe de un modo excesivo —
repliqué, con cierta irritación.
Él se encogió de hombros y siguió ocupándose de los
papeles que tenía sobre su mesa. Sus modales significaban un
rechazo… Me reducía a una cosa neutra, a un cero a la
izquierda.
—Ya que lo planteas así —le dije con ánimo de discutir—,
¿qué me dices de los vagabundos sin nombre cuyo entierro ha
de costear el condado?
Él me miró lentamente.
—En algún sitio, Jenks, alguien echa de menos a ese
vagabundo. Créeme. No hay extraños absolutos en este
mundo. Alguien se preocupa por ellos…, siempre hay alguien
que se preocupa.
No había esperado de él esta breve exposición filosófica, y
eso hizo que le mirase por segunda vez. Pero seguía
recordándome una losa gris plateada de hierro fundido.
Con el transcurso de las semanas, aprendí a entenderme
con Martín. Adopté una actitud fría hacia él, pero sólo como
un recurso protector. Decidí que no permitiría que un cuarto de
siglo tratando con la violencia y los criminales me convirtiera
en un robot incapaz de sonreír, como le ha ocurrido a Odus
Martín.
Le tenía el respeto debido a un policía de primera clase.
Sus movimientos, tanto mentales como físicos, eran lentos,
minuciosos y objetivos. Cuando hablaba para la prensa era
aburrido, y, por lo mismo, poco interesante. Esto, unido a su
hábito de decir sólo lo imprescindible, hacía que a la mayoría
de los reporteros no les gustara, lo cual a Martín no le
importaba en absoluto.
Pero cuando se trataba de criminales, tenía los instintos de
un leopardo al acecho. A medida que le conocí mejor, me di
cuenta de que ésos no eran dones naturales, sino el
condicionamiento y los resultados acumulados durante
veinticinco años. Parecía no haber olvidado hasta el truco más
ínfimo que la experiencia le había enseñado.
El día que acusaron a Greene, planteé a Martín una
cuestión que me había estado molestando.
—Decidiste que Greene mentía cuando nos contó su
coartada. ¿Por qué? ¿Cómo podías estar seguro?
—Ni un solo momento, mientras me hablaba, dejó de
mirarme directamente a los ojos —me explicó Martín.
No comprendí adonde quería ir a parar.
Martín me miró y dijo pacientemente:
—Greene, normalmente, era un tipo con una mirada muy
cambiante.
Supe entonces que podría aprender mucho de aquel
hombre, si yo mismo era lo bastante perceptivo y estaba ojo
avizor. Él no consideraba que su papel consistiera en enseñar.
Era un policía.
Como de costumbre, llegué al trabajo quince minutos antes
de la hora, la mañana siguiente al asesinato de Mary Smith.
Martín salía de la sala de la brigada cuando llegué. Andaba
con los pasos lentos y largos que cubrían las distancias como
lo hubiera hecho un deportista. Era evidente que acababa de
entrar y se había propuesto marcharse sin esperarme. Fui a su
lado.
—¿Qué ocurre?
—Han matado a una chica.
—¿Dónde?
—En el parque Hibernia.
Estaba tendida, como si durmiera, bajo unos arbustos,
adonde la habían arrastrado para ocultarla de una manera
apresurada e ineficaz. Era un día dorado, rebosante de frescura
matinal, y la hierba y los árboles del parque estaban húmedos
de rocío e intensamente verdes.
Los coches patrulla y los agentes uniformados ya habían
acordonado la zona. Los técnicos del laboratorio llegaron al
lugar del crimen más o menos al mismo tiempo que nosotros,
e iniciaron eficazmente la rutina de fotografiar y tomar moldes
de las huellas de pisadas.
Yo carecía aún de la objetividad que tenían los demás, y la
muchacha atrajo y retuvo mi atención. Era menuda, de aspecto
frágil y poco provista de carnes. Había algo cautivador en su
rostro, y podría haber sido casi bonita si hubiera sabido
arreglarse.
Pero con su vestido de algodón descolorido y el cabello
castaño mate que enmarcaba su rostro, tenía un aspecto
desaliñado y soso.
Su actitud durmiente, con la cara hacia el cielo, me
produjo escalofríos de horror cuando seguí con la mirada las
líneas trazadas en el suelo por sus tacones arrastrados.
Aquellas líneas terminaban más allá de una piedra plana,
revestida de sangre oscura y seca. Era evidente que la habían
atacado allí, cuando pasó por el sendero, y la parte trasera de
su cabeza golpeó la piedra. Quizás había muerto en el acto. Su
atacante la arrastró rápidamente hasta los arbustos, ocultando
así el cuerpo durante el tiempo suficiente para alejarse del
parque.
La miré de nuevo y me estremecí ligeramente,
preguntándole en silencio qué le había llevado a semejante fin
a los diecinueve o veinte años.
La información obtenida en el escenario del crimen fue
escasa. Su bolso, suponiendo que llevara uno, había
desaparecido. No llevaba joyas, aunque podría haber llevado
un reloj barato o un brazalete de identificación, pues uno de
los hombres del laboratorio encontró el cierre de oro de un
objeto de esa clase cerca de la piedra plana.
Más tarde, en la sala de la brigada, Martín y yo nos
sentamos y contemplamos el cierre de oro.
—Asaltada, robada, asesinada —decidió Martín—.
Quisiera saber cuánto dinero llevaba en su bolso. ¿Cinco
dólares?
Sostuvo el cierre de manera que la luz incidiera en él.
—Investigaremos en las casas de empeño. Un delincuente
de tan poca monta intentará empeñar el reloj. ¿No hay ninguna
noticia de la sección de personas desaparecidas?
Yo acababa de ponerme en contacto con ese departamento,
y negué con la cabeza.
—Tampoco hay ningún dato del laboratorio —dijo Martín
—. Sus ropas podrían proceder de cualquier tienda de rebajas
y no tienen ninguna marca de lavandería. Se las lavaba ella
misma. No hay cicatrices ni marcas que puedan facilitar la
identificación, y en su dentadura no ha trabajado ningún
dentista. Estudiaremos las huellas dactilares, pero no tengo
esperanzas. El forense establecerá la causa de la muerte como
resultado de fractura múltiple del cráneo, ocurrida
probablemente anoche.
—Nada de eso nos dirá quién es —comenté.
—Eso es lo que yo digo, pero ya aparecerá alguien
preguntando por ella. Alguien la reclamará. Una chica tan
joven…, no puede morir violentamente y desaparecer sin que
eso afecte a alguien. Entretanto, lo único que tenemos es este
cierre.
Visitamos todas las casas de empeños de la ciudad. Nadie
había empeñado un reloj al que le faltara un cierre como aquel.
A continuación, Martín cogió a todos los indeseables en
cuya ficha constaba un asalto o un intento de asalto, y les
interrogamos uno a uno. La tarea nos mantuvo ocupados
durante dos días, y cuando terminamos no habíamos podido
situar a nadie cerca del parque Hibernia a la hora adecuada.
El cadáver de la muchacha seguía en el depósito, sin que
nadie preguntara por ella. Seguía siendo una «doña nadie» a la
que nadie reclamaba.
—Eso significa que aquí no tiene familia —dijo Martín—.
Debe de haber venido aquí para trabajar, probablemente desde
algún estado agrícola. Es una suerte que vivamos en una
ciudad razonablemente pequeña. Comprobaremos todas las
pensiones, los sitios donde podría haber vivido una chica así.
Revisamos un edificio tras otro, las manzanas de casas
atestadas de inquilinos, y hablamos con caseros y porteros.
Martín se encargaba de un lado de la calle y yo del otro.
Nuestro equipo era una foto de la chica, y la pregunta era
siempre la misma; las respuestas tampoco diferían las unas de
las otras.
Así, transcurrieron dos fatigosos y monótonos días.
Entonces, a media tarde del tercer día, salí desconsolado de un
edificio de humildes apartamentos y vi que Martín me hacía
señas desde un largo porche al otro lado de la calle.
Esperé a que hubiera una pausa en el tráfico y crucé la
calzada. La espaciosa casa era una antigua monstruosidad, con
gabletes y adornos superfluos. Tenía tres pisos y en sus
tiempos había sido una mansión, pero hacía mucho que la
habían dividido en pequeños apartamentos y habitaciones
alquiladas para dormir.
Una mujer menuda, de pelo gris, miope, estaba en el
vestíbulo detrás de Odus Martín.
—La señora Carraway —me dijo mi compañero.
La casera y yo nos saludamos con una ligera inclinación de
cabeza.
—¿Podemos ver la habitación de Mary Smith? —preguntó
Martín.
Mary Smith, me dije. Había empezado a pensar que
aquella chica seguiría siendo para siempre Fulana de Tal,
«doña nadie».
—Ya que son ustedes oficiales de policía, supongo que no
hay ningún problema —comentó la señora Carraway.
—Ya ha visto mis credenciales —dijo Martín—.
Aceptamos la plena responsabilidad.
Seguimos a la casera hasta una habitación pequeña y
limpia en el extremo del pasillo. La mujer permaneció en el
umbral mientras nosotros examinábamos la habitación.
El mobiliario era típico: una cama que no armonizaba con
los demás muebles, un escritorio, una cómoda, una alfombra
raída y unas cortinas descoloridas.
—Mary Smith era una muchacha limpia. Las pocas
prendas de vestir que tenía estaban planchadas y bien
colocadas en el armario y los cajones de la cómoda.
La habitación reflejaba una vida solitaria. No había
fotografías ni cartas, nada de naturaleza personal, excepto las
ropas y unas revistas sobre la mesita de noche.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —preguntó Martín.
—Poco más de dos meses —respondió la señora Carraway
con su voz cauta e impersonal.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Hace una semana, el jueves, cuando pagó el alquiler del
mes.
—¿Recibe alguna visita?
—¿Visitas?
—Su novio, por ejemplo.
—Que yo sepa, no. —La señora Carraway frunció los
labios—. No soy una casera fisgona. Esa chica me pareció
discreta y simpática. Mientras me paguen el alquiler, no me
meto en nada… Eso es lo único que me preocupa.
—¿Sabe de dónde procedía?
—No. Vino aquí un día, miró la habitación y dijo que se
quedaba. Dijo que tenía un empleo, y lo comprobé, para estar
segura.
—¿Dónde trabajaba?
—En el restaurante Hoja de Trébol. Es camarera.
Martín le dio las gracias y salimos de la habitación.
—¿Está en un serio aprieto? —quiso saber la señora
Carraway.
—Desde luego —dijo Martín—. Estoy seguro de que no
volverá.
—¿Qué he de hacer con sus cosas?
—Ya se lo comunicaremos.
La señora Carraway nos acompañó hasta la puerta.
—Les he dicho todo lo que sé. No soy una persona
insensible, pero lo que esa chica haya hecho no es asunto mío.
Perderían el tiempo si me llamaran a declarar como testigo.
—No la molestaremos más de lo imprescindible —dijo
Martín.
Regresamos al coche, que carecía de distintivo policial
alguno, estacionado hacia la mitad de la calzada. Martín se
puso al volante y partimos en silencio.
—¿Alguna duda sobre su identidad? —le pregunté.
—Creo que no, aunque, para estar seguros, cotejaremos las
huellas de la habitación con las de Fulana de Tal. Pero la
casera no titubeó en absoluto cuando vio la foto. Era Mary
Smith, sin duda.
«Hola, Mary», pensé. «Hola, desconocida, ¿cómo estás?»
El dueño el restaurante Hoja de Trébol era un tal
Blakeslee. Se trataba de uno de esos grandes establecimientos
con servicio para automovilistas, en el lado sur de la ciudad. El
hombre era delgado, moreno, de aspecto atormentado y unos
cuarenta años de edad.
Cuando llegamos estaba comprobando la recaudación ante
la caja registradora. Le mostramos nuestras credenciales y él,
con un gesto de fastidio, nos condujo a un pequeño despacho
al lado de la cocina.
—Bueno, ustedes dirán qué quieren —dijo mientras
cerraba la puerta.
—¿Tiene en su nómina a una chica llamada Mary Smith?
—le preguntó Martin.
—La tenía. Se marchó sin avisar, como hacen muchas de
ellas. No saben ustedes lo difícil que resulta en la actualidad
mantener un personal estable.
—¿Cuáles fueron las circunstancias?
—¿Circunstancias? —Se encogió de hombros—. No se
presentó en un par de días, así que empleé a otra chica. No
hubo ninguna circunstancia, como usted dice.
—¿No se preguntó si podría estar enferma?
—Supuse que habría avisado. No es la primera que se
marcha así, y yo no tengo tiempo de ir tras ellas para averiguar
qué les pasa. ¿Por qué la buscan?
—Ha muerto.
—Vaya. —Tras su sobresalto inicial, Blakeslee alzó una
mano y se acarició el mentón—. Vaya, es una lástima —dijo
en un tono sin verdadero significado.
—Salió en los periódicos —dijo Martin—. Una chica sin
identificar asesinada.
—No recuerdo haberlo visto. De todos modos,
probablemente no habría relacionado ese crimen con Mary
Smith. ¿Cómo ocurrió?
—Al parecer regresaba a su casa. Creemos que la asaltaron
para robarle lo que llevara de valor.
—No podía ser gran cosa.
—¿Puede decimos algo de ella?
—Sólo que trabajaba aquí y me parecía bastante seria.
Siempre llegaba puntual y era demasiado callada para hacer
amistades.
—¿Dónde trabajaba anteriormente?
—Venía de Crossmore. —Blakeslee extendió las manos—.
Ojalá pudiera ayudarles, pero, al fin y al cabo, ¿qué era para
mí esa chica?
Martin y yo salimos de la ciudad por la autopista, en
dirección a Crossmore, una pequeña población en el siguiente
condado, a sólo cuarenta minutos en coche.
Me pregunté cuántos restaurantes habría en Crossmore, y
supuse que muy pocos. Por lo menos teníamos eso a nuestro
favor.
Sin embargo, Martin cruzó el pueblo sin detenerse.
—Tengo una corazonada —me dijo.
Más allá de Crossmore, junto a la autopista con su tráfico
intenso, se extendían las colinas y los prados ondulantes donde
se alzaban los edificios de un orfanato costeado por el
municipio.
Martin entró en un camino serpenteante al que daban
sombra unos pinos altos, y se detuvo ante una vieja casa de
estilo colonial, que habían restaurado y convertido en oficina
de la institución. Unas estructuras más recientes, de entramado
y ladrillo, albergaban dormitorios y aulas. Más allá había
establos y talleres.
Unos minutos después estábamos en el despacho del
doctor Spreckles, el director administrativo. Hombre delgado,
nervudo, con el cabello rubio arena, Spreckles me dio la
impresión de un individuo afable pero que sabía dirigir las
cosas.
Miró la foto de Mary Smith que habían sacado los chicos
del laboratorio.
—Sí, fue una de nuestras muchachas —confirmó, y apretó
ligeramente los labios—. Confío en que no haya hecho nada
indigno del adiestramiento que recibió aquí.
—No lo ha hecho —le aseguró Martin—. ¿Quiénes eran
sus padres?
Spreckles tomó asiento ante su mesa.
—No tenía. Nació en el hospital del condado, de una
madre soltera que le dio el nombre de Mary Smith. En cuanto
pudo moverse, la mujer abandonó a la niña.
—¿La chica creció aquí?
—Sí.
—¿Nunca la adoptaron?
—No. —Spreckles apoyó los codos sobre la mesa, juntó
los dedos de las manos y dijo lentamente—: De niña era muy
rara, demasiado callada y tímida. Vivió aquí hasta los
dieciocho años.
—¿Quiénes eran sus amistades?
—Por extraño que parezca, no podría decírselo —dijo
Spreckles, frunciendo el ceño—. No creo que tuviera
realmente ningún amigo íntimo. Podríamos decir que era un
rostro en una multitud. No fue nada precoz. No es que fuera la
última de su clase, pero tampoco estuvo nunca entre las
primeras. Quisiera que me dijeran en qué dificultad se
encuentra.
—Ha muerto —dijo Martin—. Un asaltante la mató en un
intento de robo.
—¡Es terrible!
Spreckles hizo un sincero intento de exteriorizar un pesar
verdadero, pero simplemente no lo sentía. Estaba
impresionado y desconcertado por la desaparición de alguien
que era para él una figura impersonal, pero nada más…
Cuando cruzábamos de nuevo el pueblo de Crossmore,
Martín rompió su silencio con un solo reniego. Lo dijo en voz
baja, pero era el juramento más rencoroso que he escuchado
jamás. Aquello era tan impropio de Martín que le miré por el
rabillo del ojo.
Pero dejé que volviera a instaurarse el silencio. En aquel
momento mi compañero tenía el aspecto de un gatazo de color
gris acero al que han friccionado sus heridas con aguarrás y
sal.
Emprendimos de nuevo la agotadora y rutinaria actividad,
visitando las casas de empeño; pero el reloj no apareció.
Interrogamos, uno a uno, a los vecinos que vivían en la zona
del parque Hibernia. Nadie había visto a un hombre que saliera
del parque más o menos a la hora en que mataron a la chica.
Por la noche estaba demasiado fatigado para poder dormir.
Me preguntaba adónde nos llevaría aquello, si llegaríamos a
capturar al asesino. Sin embargo, la determinación de Martín
era inquebrantable. Ojalá pudiera compartirla…

Al atardecer del miércoles, Martín y yo regresamos a la sala de


la brigada. Al cabo de unos minutos, un policía de uniforme
entró y entregó a Martín un reloj de mujer barato.
El corazón me dio un vuelco, y me acerqué a la mesa de
Martín mientras él abría un cajón. Agitó un pequeño sobre de
papel de cáñamo, del que saltó el cierre de oro. Encajaba
perfectamente con la correa rota del reloj.
Martín se levantó; su cólera contenida se evidenciaba en el
ensanchamiento de las fosas nasales.
—¿De dónde ha salido esto?
—Entre los efectos personales de un hombre llamado
Biddix —dijo el agente uniformado—. Estaba jugando al
póker en un viejo desván… Hicimos una redada. El sargento
me dijo que usted quería ver el reloj.
Biddix era un tipo enjuto y andrajoso, un viejo menudo
que rondaba los setenta años. Le habían separado de los demás
jugadores de poker y ocupaba una celda para él solo.
Cuando se abrió la puerta, Biddix miró el rostro de Martin
y retrocedió contra la pared.
Martin extendió la mano y la abrió.
—¿De dónde ha sacado esto?
—Mire… —Biddix tragó saliva—. Si es robado, juro que
no tengo nada que ver.
—Lo arrancaron de la muñeca de una chica asesinada —
dijo Martin.
La barba grisácea de Biddix se mezcló de pronto
exactamente con el color de su piel.
—Un tipo puso el reloj en el juego. ¡Es la verdad, créame!
—¿Quién fue?
—Se marchó antes de que hicieran la redada.
—¿Cómo se llama?
—Edgar Collins.
—¿Sabe dónde vive?
—Claro. En una pensión de mala muerte, calle Maple, 311.
Salimos y la puerta de la celda se cerró con un sonido
metálico detrás de nosotros. Biddix se acercó y cogió los
barrotes.
—No sabía nada del reloj.
—Naturalmente —dijo Martin.
—Me pondrán con los demás, ¿verdad?
—No, todavía no.
El portero del edificio nos dijo cuál era la habitación de
Edgar Collins. Subimos al primer rellano y nos dirigimos a
una puerta.
Hacía calor allí dentro, y el pasillo olía a vejez y
hacinamiento. Aguzamos el oído y, poco después, oímos el
crujido de un somier.
Aplicamos los hombros a la puerta, golpeamos con fuerza
y la abrimos. Un hombre alto y delgado, huesudo, calvo, saltó
de la cama y dejó caer el periódico que había estado leyendo.
Llevaba unos sucios pantalones de color caqui y una camiseta
no menos sucia.
—¿Qué pretenden? —preguntó.
—¿Se llama Edgar Collins? —le preguntó Martin.
—¿Y qué si me llamo así?
—Somos policías. Queremos hablar con usted.
—¿Sí? ¿De qué?
—De una chica a la que mataron en el parque Hibernia. Si
es usted inocente, no tiene nada de qué preocuparse, pero si
no… Para empezar, tenemos un molde de las huellas de
pisadas, y encontraremos otras muchas cosas con la ayuda de
los chicos del laboratorio, una vez sepamos dónde empezar a
buscar.
Collins se nos quedó mirando. Algo pareció estallar detrás
de sus ojos claros, y se abalanzó hacia la ventana abierta.
Martin se interpuso entre Collins y yo, y agarró al hombre,
arrastrándole al interior de la habitación. Ciego por el pánico,
Collins trató de golpearle.
Martin le golpeó tres veces en la cara, y el hombre cayó al
suelo, se cubrió la cabeza con los brazos y empezó a oscilar
atrás y adelante.
—No quería hacerlo —dijo, con la voz entrecortada—.
Cayó sobre la piedra. Era una desconocida, no significaba
nada para mí. Fue un accidente…, por favor… ¡No siga
pegándome! Le digo que no quería hacerlo.
Por un momento creí que Odus Martin empezaría de nuevo
a golpearle.
A la mañana siguiente, un sacerdote voluntario se ocupó del
ritual religioso ante la tumba. Martin y yo estuvimos presentes,
con nuestros sombreros en las manos.
Miré el ataúd y me dije: «Adiós, Mary Smith… Ese
nombre será tan bueno como cualquier otro. Sin padre, ni
madre, ni nadie. Muerta por un hombre al que no habías visto
antes».
El sol brillaba, pero el día me parecía sombrío y
deprimente.
Entonces, cuando regresábamos a la comisaría, se me
ocurrió que Odus Martin había estado en lo cierto. No hay
extraños absolutos en este mundo. Nadie es totalmente un cero
a la izquierda.
La muerte de Mary Smith había afectado a Odus Martin y,
como yo era su compañero de equipo, me había afectado
también. Tuve la sensación de que, a través de nosotros, la
especie humana había reconocido la importancia de aquella
chica y expresó su repulsa a dejarla morir como muere un
animal.
Mary Smith había vivido y muerto en soledad, pero no
había estado sola.
No dije nada de esto a Odus Martin. Era difícil hablar con
aquel hombre. En cualquier caso, me pareció que él ya lo
comprendía, probablemente de una manera mucho más
profunda de lo que yo podría comprenderlo jamás.
MUCHAS MANSIONES

Robert Silverberg

Es posible que éste sea el relato policiaco


definitivo, con el asesinato en varias direcciones y
una plétora de motivos. Robert Silverberg, autor de
El castillo de Lord Valentine y las Crónicas de
Majipur, que se han publicado por las mismas
fechas que esta antología, ha escrito varios
centenares de novelas y relatos cortos. Aunque su
reputación se basa (al menos por el momento) en
su ciencia ficción, figura sin duda entre los cinco o
diez autores más potentes y mejor dotados de toda
la narrativa norteamericana de posguerra.

Ha sido un día duro y todo ha salido mal. Un tremendo atasco


en la autopista camino del trabajo, dos encargos cancelados
antes del almuerzo, y ahora una inconcebible metedura de pata
por parte de los programadores del tiempo. Está nevando, de
veras, y él tendrá que salir y despejar el camino de acceso a la
casa por la mañana. No puede recordar la última vez que nevó.
Y, naturalmente, volverá a pelearse con Alice, quien nunca le
deja en paz y se ceba en él sobre todo cuando le ve regresar a
casa, agotado, después del trabajo. ¿Por qué no haces esto,
Ted? Ted, dame eso. Ahora, mientras espera la cena, tomando
la tercera copa en cuarenta minutos, siente que le ronda uno de
sus dolores de cabeza, esos desgraciados dolores de cabeza
que pueden dar al traste con toda una velada. ¡Qué vida!
Acaricia fantasías asesinas. Llevarla a dar un paseíto amigable
por la presa, y darle un rápido y fuerte empujón con el
hombro. Ella no sabe nadar. Abajo, abajo, abajo. Glub. Adiós,
Alice. Al fin libre.

En la cocina, ella pulsa furiosamente las teclas de la consola,


programando la cena tal como a él le gusta. Vichyssoise fría,
patatas horneadas con crema agria y ajos, solomillo casi crudo
por dentro y chamuscado como carbón por fuera. Conseguir
que la comida esté en su punto cuesta bastante trabajo, incluso
con el mejor jefe de cocina. Y todo para él. El cabrón… A ver,
¿por qué he de sudar tanto para complacerle? ¿Acaso me ha
hecho feliz? ¿Qué ha hecho él por mí, excepto desperdiciar los
mejores años de mi vida? Y cree que no estoy enterada de que
tiene otras mujeres. Esas aventuras rápidas a la hora del
almuerzo. No me importaría que muriese mañana mismo.
Sería una gran viuda… Tan digna en el funeral, tan fuerte, sin
llorar apenas. Y todo el mundo cree que somos una pareja tan
bien avenida. Llevamos once años casados y todavía nos
queremos. Oí decir eso a alguien la semana pasada. Si
supieran la verdad sobre nosotros, si la supieran…

Martín se asoma a la ventana de su casa, un tercer piso en


Sunset Village. La nieve le sorprende, pues no puede recordar
la última vez que vio nevar. Hace treinta o cuarenta años atrás,
tal vez, cuando Ted era un bebé. No lo recuerda en absoluto.
El suelo completamente blanco… ¿Cuándo fue? La mente se
tambalea cuando uno pasa de los ochenta. Todavía no puede
creer que es un viejo. Le aturde pensar que su nieto Ted, el
hijo de Martha, tiene casi cuarenta años, aquel chiquillo que
tuvo en sus rodillas y que un día le puso el traje perdido con
sus vómitos, cuando tenía cuatro años. Nixon era entonces
presidente, pero en estos tiempos nadie habla apenas del
tramposo Dick. Es historia antigua. McKinley, Coolidge,
Nixon. El tiempo vuela. Martín piensa en Alice, la esposa de
Ted. ¡Qué hermoso culito prieto, qué buen par de cántaros!
¡Cómo le gustaría acariciarlos…! ¿Sabes una cosa, Martín?
Todavía no eres un viejo carcamal. No lo eres si la mujer de tu
nieto puede hacer que se te levante.

Sus sueños de ahogarla se desvanecen con la misma rapidez


con que los ha concebido. No es un hombre violento por
naturaleza y sabe que nunca podría hacerlo. Ni siquiera es
capaz de pisar una araña; ¿cómo podría matar a su esposa?
Naturalmente, si muriese de otra manera, sin necesidad de que
él actuara directamente, eso lo resolvería todo. Por ejemplo, va
en su coche a la peluquería por una de esas carreteras que
tanto le gusta tomar, las que dan acceso a los campos de
ejercicios militares, y el vehículo resbala en un charco helado
y se estrella contra un árbol a ochenta por hora. Muy bien. O
va de compras a los almacenes de la Unión y un activista hace
estallar la bomba que ha colocado en un banco: la lluvia de
cascotes la alcanza y la deja seca. Muy bien. O el dentista le
inyecta un nuevo anestésico y resulta que es fatalmente
alérgica al mismo. Se hincha como un pez globo y muere en
cinco minutos. Muy bien. Llega la policía, caras largas, narices
resollantes. Lo sentimos terriblemente, señor Porter. Ha sido
un desgraciado accidente. No me digan que se trata de mi
esposa, exclama. Asientes lúgubremente. Pero él soporta la
pérdida con una gran entereza.

—La cena está lista —le dice.


Él está estirado y descansando en el sofá, con otra copa en
la mano. Bebe más que ningún hombre que ella conozca,
aunque no conoce a muchos. A lo mejor coge una cirrosis y se
muere. Se pregunta si la gente sigue muriéndose de cirrosis, o
si ahora hacen trasplantes de hígado. Lo curioso del caso es
que él todavía la excita, después de once años. Sus ojos, su
cara, sus manos. Le desprecia, pero todavía la excita.

La nieve le recuerda su juventud, los días lejanos que pasó en


el Este. Entonces era todo un conquistador. Y tampoco era
muy fácil conseguir algo en aquellos tiempos. A las chicas les
preocupaba lo que diría la gente si las descubrían. ¡Lo que
diría la gente! Como si hacerlo con un chico que te gusta fuese
algo vergonzoso. O bien les preocupaba la posibilidad de
quedar embarazadas, y te obligaban a ponerte una goma. ¡Qué
horroroso era eso: como llevar un calcetín! Por entonces
empezaba a usarse la píldora, la píldora original, aquella que
se tenía que ingerir a diario. ¡Imagínese un mundo sin la
píldora! («¿Había dinosaurios cuando eras pequeño, abuelo?»)
Con todo, Martin se las ingenió bien. Tenía un cuerpo grande y
musculoso, facciones firmes y acusadas, unos ojos cálidos de
mirada inquisitiva. Ahora nadie distinguiría todo eso al
mirarle. Se preguntó si Alice se daba cuenta de la clase de
semental que había sido. Si tuviera dinero, alquilaría una de
esas máquinas del tiempo que tenían ahora y la enviaría a
visitarle hacia 1950 más o menos. Un pequeño regalo para el
joven que había sido. Se abalanzaría sobre ella. Martin sintió
una rápida oleada de excitación al pensar en aquel joven que
había sido abalanzándose sobre Alice. Pero, desde luego, no
podía permitirse una cosa así.

Mientras come la carne imagina cómo sería volver a estar


soltero. ¿Se casaría de nuevo? De ninguna manera. O, por lo
menos, no hasta que estuviera bien dispuesto, hacia los
cincuenta y cinco o los sesenta. De momento seguiría soltero,
y andaría por ahí fornicando como un muchacho. ¡Al infierno
con las responsabilidades! Esperaría dos o tres semanas
después del funeral, un intervalo decente, y luego iría a
divertirse un poco. Hawai, Tahití, algún sitio así, con Nolie, o
María, o Ellie. Sí, con Ellie. Piensa en los muslos rosados de
Ellie, sus pechos suaves y pesados, su larga y radiante
cabellera castaño rojiza. Dos semanas en Tahití con Ellie. Dos
semanas en Ellie con Hawai. Sí, sí, sí.
—¿Está el filete bastante crudo para ti, Ted? —pregunta
Alice.
—Está bien.

Ella sube al cuarto de los niños para echar un vistazo. Por fin
se han dormido los dos, o lo fingen tan bien que es lo mismo.
Se queda un rato junto a sus camas, pensando: «Te quiero,
Bobby, te quiero, Tink». Tink y Bobby, Bobby y Tink. «Os
quiero aunque a veces me volváis loca.» De puntillas, sale del
cuarto. Ahora la tranquila velada ante la televisión, y luego a
la cama. La rutina de siempre. No sabe por qué continúa así.
Hay ocasiones en las que está a punto de estallar. Supone que
sigue junto a él por el bien de los niños. ¿Es ésa una razón
suficiente?

Él se imagina corriendo por la playa, con Ellie de la mano Los


dos desnudos, sus pieles bronceadas y brillantes bajo el sol
tropical. Palmeras por todas partes. Granos de arena rosada
bajo los pies. Ligeras olas transparentes acariciando la orilla.
Una cala tranquila. «Aquí no nos puede ver nadie», murmura
Ellie. Él desciende sobre su cuerpo firme y esbelto y la
penetra.

Una franja ardiente de dolor se tensa como una correa de metal


caliente sobre el pecho de Martín. Se aparta tambaleándose de
la ventana y avanza encorvado hacia una silla. El corazón.
¡Oh, el corazón! Eso es lo que te pasa por babear pensando en
Alice, viejo verde.
—¡Auxilio! —grita con voz débil—. ¡Ven, máquina
asquerosa, ayúdame!
El robot médico, activado por la frase clave, rueda en
silencio hacia él. Sus sensores actúan ya, explorándole,
buscando la causa del trastorno. Un brazo telescópico
recubierto de acero se desliza fuera del pecho del robot, se
cierne sobre Martín y extrae una embocadura de inyección
ultrasónica.
—Sí —murmura Martin—, eso es, condenado, ¡date prisa
y ponme esa inyección!
Calma. Se dice que debe permanecer en calma. La
embocadura produce un chirrido suave mientras introduce el
líquido relajante en la vena de Martin. Éste se desploma,
aliviado. El dolor desaparece lentamente. ¡Ah, eso está mucho
mejor! Salvado de nuevo. Uf, viejo verde. Deberías
avergonzarte de ti mismo.

Ted sabe que no irá a Hawai con Ellie ni con ninguna otra.
Toda valoración realista de la situación le lleva
inevitablemente a la misma conclusión. Es tan poco probable
que Alice vaya a morir en un accidente como lo es que él
llegue a asesinarla. Vivirá eternamente, como lo hacen siempre
las esposas indeseadas. Podría pedir el divorcio, naturalmente.
Probablemente perdería todas sus posesiones, pero ganaría su
libertad. O podría suicidarse, lo cual siempre había sido una
tentación para él. Es la salida más fácil, sin abogados ni
molestias. Así ocurre siempre a esa hora de la noche, lo mismo
una y otra vez. Fingiendo mirar la televisión, se entrega
secretamente a fantasías suicidas.
Unas bailarinas desnudas, con el cuerpo cubierto de una
chillona pintura luminosa, giran lascivamente en la pantalla, la
gran pantalla en la que las imágenes son casi de tamaño
natural. Alice frunce el ceño. ¡Vaya cosas que enseñan hoy por
la televisión! En otros tiempos, esas cosas sólo salían en los
canales clasificados X, pero hoy están en todas partes. ¡Y
mírale, mira cómo lo absorbe, con qué avidez! En realidad
sabe que no protestaría tanto por los programas de sexo si no
fuera porque la fascinación que le producían a Ted era una
medida de su falta de interés por ella. Que enseñen la
fornicación y todo lo demás por la tele, si eso es lo que la
gente quiere. Ella sólo desea que Ted muestre tanto
entusiasmo por ella como lo evidencia por esos programas
televisivos. En cuanto a la permisividad sexual en general, ella
no es gazmoña. En la playa sólo se ponía la parte inferior del
bikini hasta que nació Tink, y entonces empezó a sentirse un
poco menos orgullosa de su figura. Pero todavía viste de una
manera tan reveladora como cualquier otra mujer de su grupo,
y todo el mundo la mira excepto su propio marido, el cual
prefiere mirar las monadas de la televisión. Alice piensa que
quizá debería salirse un poco de la línea trazada. Ha tenido sus
aventurillas durante todos esos años. No muchas, nada
importante, pero ha tenido algunas. Tres amantes en once años
no es gran cosa, pero sí una señal de que no es una puritana.
Se pregunta si ahora debería de relacionarse con alguien. Eso
podría hacerla salir de su inmovilismo mortífero mientras
todavía tiene oportunidad de hacerlo, antes de que el
aburrimiento la destruya por completo.
—Voy a lavarme el pelo —anuncia—. ¿Estarás aquí hasta
la hora de acostarte?

Podría hacerlo de muchas maneras. Cortarse las venas de las


muñecas, saltar por el puente dentro del coche, tragarse todo el
contenido del frasco de somníferos de Alice. Naturalmente,
todos ésos son anticuados métodos de suicidio. Lo apropiado
sería algo más moderno. ¿Ir a una taberna de negros y empezar
a dirigirles insultos raciales? No, eso no tiene nada de
moderno. Es muy de 1975. Pero se le ocurre algo
verdaderamente contemporáneo. Esas máquinas del tiempo
que hay ahora: podría alquilar una y regresar, digamos, sesenta
años, a una época en que sus padres aún no hubieran nacido, y
matar a su abuelo. Buscar al viejo Martin cuando era joven y
clavarle un cuchillo. Ted supone que, si hiciera eso, dejaría de
existir al instante y sin dolor. Nunca habría existido, porque su
madre tampoco habría existido. Pero su entusiasmo dura poco,
pues se da cuenta de que está fantaseando otra vez con el
asesinato. Estúpido: si fueras capaz de asesinar a alguien,
matarías a Alice y terminarías de una vez. Así que toda la
fantasía es absurda. De vuelta al punto de partida.

Cuando él sube, Alice se está secando el cabello. Él tiene una


expresión de peculiar complacencia, y en cuanto apaga el
secador ella le pregunta en qué está pensando.
—Es posible que haya inventado un método de asesinato
perfecto —le dice.
—¿Ah, sí?
—Alquilas una máquina del tiempo, retrocedes un par de
generaciones y asesinas a uno de los antepasados de tu víctima
en potencia. Así asesinas también a tu víctima, puesto que
nunca habrá nacido si matas a uno de sus progenitores
inmediatos. Entonces vuelves a tu propio tiempo. Nadie puede
seguirte la pista, porque no tienes una ficha con tus huellas
dactilares en una época anterior a tu propio nacimiento. ¿Qué
te parece?
Alice se encoge de hombros.
—Ese sistema ya es viejo. Ha salido por televisión una
docena de veces. Además, no me gusta. ¿Por qué un inocente
tendría que morir sólo porque es un antepasado de alguien a
quien quieres matar?

Entristecido, Martin piensa que probablemente ahora están


juntos en la cama, desnudos del todo uno al lado del otro. Las
luces están apagadas, la casa en silencio. Quizá fuman un poco
de hierba. Se pregunta si todavía llaman a eso hierba o le dan
algún otro apodo. En cualquier caso, los dos están excitados.
Sí, y entonces él la toma entre sus brazos, sus manos se
deslizan por su fresca y suave piel, se cierran sobre los senos;
juega con los pequeños y duros pezones, los succiona,
mientras la otra mano desciende hacia los muslos separados. Y
entonces ella, y entonces él, y entonces ellos…, ellos… ¡Oh,
Alice!, murmura él. ¡Oh, Ted, Ted!, grita ella. Y allá van,
arriba y abajo, dentro y fuera. ¡Oh, oh, oh!, exclama ella,
clavándole las uñas en la espalda, y bombea sus caderas. ¡Ted!
¡Ted! ¡Ted! El gran momento está llegando. Para ella, para él.
¡Premio! Entonces permanecen tendidos durante unos
minutos, complaciéndose en esa sensación de bienestar. Y
luego se separan. Buenas noches, Ted. Buenas noches, Alice.
¡Ah, señor! Apuesto a que lo hacen cada noche. Son tan
jóvenes y están tan llenos de jugo. Y yo estoy completamente
seco. Odio ser un viejo. Cuando pienso en el hombre que fui,
cuando pienso en las mujeres que tuve… Señor, Señor, dame
fuerzas para hacerlo una vez más antes de morir, y déjame a
solas un par de horas con Alice.

No logra conciliar el sueño. Una extraña escena tiene lugar


obsesivamente en su mente. Se ve a sí misma saliendo de una
caja metálica de color gris oscuro que parece un ataúd en
posición vertical, festoneada con botones y palancas. La
máquina del tiempo. El aparato la lleva a un callejón oscuro y
sucio, y cuando sale a la calle ve docenas de pequeños
automóviles antiguos corriendo por todas partes. Sólo que no
son antiguos: son los modelos actuales. El año es 1947 y la
ciudad es Nueva York. ¿Destacará demasiado vestida con sus
ropas futuristas? En cualquier caso, tiene los pechos cubiertos,
cosa esencial en esta época. Se dirige apresuradamente a la
dirección indicada, resistiendo la tentación de fisgar los
escaparates a lo largo del camino. ¡Qué extraño y antiguo
parece todo, y qué sucias están las calles! Llega a un alto
edificio de ladrillo rojo. Éste es el lugar. Ninguna cámara la
explora cuando entra. Todavía no tienen anunciadores ni
ningún otro equipo automático de protección del hogar. Sube
en un ascensor tan chirriante e inestable que teme por su vida.
Quinto piso, apartamento 5J. Toca el timbre…, y él abre la
puerta. Es terriblemente joven, sólo veinticuatro años, pero
puede distinguir en su rostro las facciones del Martin futuro,
los fuertes carrillos, los ojos azules inquisitivos.
—¿Es usted Martin Jamieson? —le pregunta.
—Sí, soy yo.
Ella le sonríe.
—¿Puedo pasar?
—Naturalmente.

Con una pequeña reverencia le invita a entrar en el piso. En el


momento en que él le vuelve la espalda para abrir el armario
ropero, ella saca del bolso el pesado trozo de tubería de acero,
lo levanta y lo estrella con fuerza contra la cabeza del hombre.
Crac… Saca del bolso el pesado trozo de tubería de acero, lo
levanta y lo estrella con fuerza en la cabeza del hombre.
Crac… Saca del bolso el pesado trozo de tubería de acero y lo
estrella con fuerza contra la cabeza del hombre. Crac.
Ted y Alice le visitan en Sunset Village dos o tres veces al
mes. No puede quejarse de eso; es lo máximo que puede
esperar. Él es un viejo, y sin duda aburrido, pero acuden
puntualmente, a veces con los niños y otras sin ellos. Nunca se
ha acostumbrado a la idea de que es bisabuelo. Alice siempre
le da un beso cuando llega y otro cuando se va. Lleva a cabo
con ella un jueguecito privado, se las ingenia para palparla un
poco, rozándole rápidamente el trasero con la mano o, a veces,
cuando se siente realmente travieso, desliza ligeramente la
mano sobre sus senos. ¿Se percata ella? Probablemente, pero
nunca se lo da a entender. Debe parecerle encantador que a un
hombre de su edad le quede todavía un vestigio de deseo
sexual. A menos que lo considere repugnante, claro.

Ted reflexiona en que ese cacharro, la máquina del tiempo,


puede utilizarse de ciertas maneras que no serían exactamente
un asesinato. Por ejemplo: «¿Qué es esa caja?», pregunta
Alice. Él sonríe astutamente. «Se llama un pancronicon, y
proporciona una especie de reconstrucción televisada de los
tiempos antiguos. El vendedor me la ha prestado, como una
muestra para demostración». «¿Cómo funciona?», pregunta
ella. «Sólo tienes que meterte dentro. Ya está preparada para
ti.» Ella empieza a entrar en la máquina, pero entonces,
súbitamente sospechosa, vacila en el umbral. Él la obliga a
entrar de un empujón y cierra la puerta. Manipula los controles
y allá va Alice, en un camino si retorno al Pleistoceno. La
máquina está programada para regresar en cuanto suelte a su
pasajera. Eso no es asesinato, ¿verdad? Alice sigue viva,
dondequiera que esté, a menos que los tigres de afilados
caninos le hayan dado alcance. Hasta la vista, Alice.

Por la mañana, ella lleva a Bobby y Tink a la escuela. Luego


pasa por el banco y la oficina de correos. De diez a once tiene
su sesión habitual en el salón de reforzamiento de la identidad.
Habitualmente, iría directamente a casa después de eso, pero
esta mañana cruza la plaza del mercado hasta la oficina que
acaban de abrir los fabricantes de la máquina del tiempo.
TEMPONÁUTICA, S. L., dice el letrero en la puerta. En la
sala no hay más que dos máquinas, sin duda modelos para
demostración, y un sonriente vendedor con una expresión
insulsa en el rostro.
—¡Hola! —dice Alice nerviosamente—. Quisiera
información sobre los precios de alquiler de sus máquinas.

A Martin le gusta imaginar que Alice acude a visitarle sola en


una lluviosa tarde de sábado.
—Hoy no ha podido venir Ted —le explica—. Se ha
presentado un imprevisto en la oficina. Pero sabía que nos
esperabas y no quería decepcionarte. Pobre Martin, ¡qué vida
más solitaria la tuya!
Se acerca a él. Está temblando, Martin también. Tiene el
rostro encendido y los ojos le brillan con el resplandor
inequívoco del deseo. También él siente la excitación sexual,
por primera vez en diez o veinte años, esa tensión en las
ijadas, esa palpitación del pulso. Electricidad, química. Sus
miradas se encuentran. Ella tiene dilatadas las fosas nasales, la
boca tensa.
—Martin —le susurra con voz ronca—. ¿Sientes lo mismo
que yo?
—Sabes que sí.
—¡Ojalá te hubiera conocido cuando estabas en la flor de
la vida!
Él se echa a reír.
—Aún no soy del todo senil —exclama exultante.
Entonces la toma entre sus brazos y sus labios buscan los
senos fragantes.

—Sí, ha sido un golpe terrible para mí —le dice Ted a Ellie—.


Desaparecer así… Sencillamente se desvaneció de la
superficie de la tierra, por lo que cualquiera puede determinar.
Han intentado localizarla de todas las maneras posibles, pero
no hay ni rastro.
En la impecable frente de Ellie aparece un surco
espasmódico.
—¿No era feliz? —le pregunta—. ¿Crees que puede
haberse suicidado?
Ted menea la cabeza.
—No lo sé. Vives con una persona durante once años y
crees conocerla muy bien, y un día ocurre algo absolutamente
incomprensible y te das cuenta de lo imposible que es conocer
a otro ser humano. ¿No estás de acuerdo conmigo?
Ellie asiente gravemente.
—¡Sí, sí, ya lo creo!
Él le sonríe y coge sus manos, diciéndole en voz baja:
—No hablemos más de Alice, ¿quieres? Se ha ido y nunca
sabré más de ella. —Escucha un vibrante crescendo sinfónico
de trémulos coros angélicos mientras la abraza y murmura—:
Te quiero, Ellie, te quiero.

Ella saca del bolso el pesado trozo de tubería de acero, lo


levanta y lo estrella con fuerza contra la cabeza del hombre.
Crac. El joven Martín se desploma al instante, se agita una
sola vez y queda inmóvil. La sangre oscura empieza a rezumar
entre sus tupidos rizos rubios. Mientras se arrodilla junto a su
cadáver, Alice piensa en lo extraño que resulta ver a Martín
con el cabello rubio. Posa su mano en el lugar ensangrentado,
sondea tímidamente y nota la profunda hendidura. ¿Está
muerto? No podría asegurarlo. El joven no se mueve ni parece
respirar. Ella se pregunta si debería propinarle otro golpe, más
que nada para asegurarse. Entonces recuerda algo que ha visto
en la televisión, y saca el espejo del bolso. Lo coloca ante el
rostro del hombre y no se empaña. Eso resulta bastante
concluyente: estás muerto, Martín. R.I.P. Martín Jamieson,
1923-1947. Eso significa que Martha Jamieson Porter
(1948- ) nunca será concebida, lo cual anula automáticamente
la existencia de su hijo Theodore Porter (1968- ). No está
mal. Alice se ha desembarazado de un marido al que no quiere
y de una suegra mezquina y regañona de un solo tiro. Lo
siento, Martín. Adiós, Ted (R.I.P. Theodore Porter, 1968-1947.
¿Eh?). Se levanta, entra en el baño con el trozo de tubería y lo
limpia cuidadosamente. Entonces vuelve a guardárselo en el
bolso. Ahora, de vuelta a la máquina, regresemos a 2006, para
empezar una nueva vida. Pero cuando sale del piso, un hombre
alto y delgado sale de las sombras y le coge la muñeca con una
presa de hierro.
—Patrulla del tiempo —dice en tono tajante, mostrando
una placa de identificación—. Queda detenida por asesinato
temponáutico, señora Porter.

Hoy ha sido un día mejor que ayer, con pocas crisis y


depresiones, pero sigue asediándole el dolor de cabeza cuando
entra en casa. Está preparado para cualquier perrería que Alice
pueda reservarle esta noche. Pero, curiosamente, ella parece
relajada y afable.
—¿Te sirvo algo de beber, Ted? —le pregunta—. ¿Qué tal
te ha ido hoy?
Él sonríe y le dice:
—Bien, creo que, después de todo, puede que hayamos
salvado el encargo de Hammond. Por lo demás, no ha ocurrido
nada especial. ¿Y tú? ¿Qué has hecho hoy, cariño?
Ella se encoge de hombros.
—Nada, como de costumbre. El banco, correos, mi sesión
de refuerzo de la identidad.

Si tuvieras el dinero y pudieras hacerlo, ¿hasta dónde la


enviarías?, se pregunta Martin. Supongo que el año sería 1947.
Mi último año de soltero. No tiene sentido complicar las cosas.
Allá vas, Alice, pequeña, hacia 1947. Pongamos que es el mes
de marzo. En junio estaba comprometido y en septiembre
Martha estaba en camino, aunque no lo supe hasta más tarde.
Sí, marzo de 1947. Veamos. El joven Martin oye el timbre de
la puerta y va a abrir. Se encuentra con una chica atractiva, en
realidad una mujer mayor que él, de unos treinta o treinta y
dos. Esbelta, de cabello oscuro, muy bien hecha. Viste de una
manera curiosa: una túnica gris que se adapta a las líneas del
cuerpo, muy corta, de algún tejido extraño. Parece una
corriente de agua que fluyera sobre ella. No puede comprender
cómo se produce ese efecto líquido alrededor de los pliegues.
—¿Es usted Martin Jamieson? —le pregunta, y ella misma
responde en seguida—: Sí, claro, debe ser usted. Le
reconozco. ¡Qué guapo era!
Él está perplejo, no sabe nada, como es natural, de este
regalo de su yo futuro.
—¿Quién es usted? —le pregunta.
—¿Me permite pasar primero?
Él se siente azorado por su descortesía y hace un ademán
para que entre. Los ojos de la mujer brillan de malicia.
—No va a creérselo —le dice—, pero soy la esposa de su
nieto.
—¿Les gustaría probar uno de nuestros modelos de
demostración? —le pregunta afablemente el vendedor—. Es
gratuito y sin ningún compromiso.
Ted y Alice intercambian una mirada. El ceño fruncido de
ella es un reflejo de la incertidumbre de él. También ella debe
de pensar que preferiría no haber ido nunca a la sala de
exhibición de Temponáutica.
El vendedor prosigue su cháchara en tono afable.
—Normalmente, en estas demostraciones enviamos a
nuestros posibles clientes quince o veinte minutos hacia el
pasado. Estoy seguro de que les parecerá fascinante. Mientras
permanezcan en la máquina, podrán observar a través de un
visor y se verán a ustedes mismos entrando en esta sala hace
un rato. Bien, ¿quieren probarlo? Entre usted primero, señora
Porter. Le aseguro que será la experiencia más curiosa que ha
tenido jamás.
Alice, inquieta, intenta retroceder, pero el vendedor insiste
de una manera que es a la vez amable e inflexible, y ella entra
a regañadientes en la máquina del tiempo. El vendedor cierra
la puerta y manipula diversos controles. Finalmente, pone en
marcha la máquina. Un gran resplandor verdoso la envuelve y
desaparece, aunque algo transparente y vago —¿una imagen
que permanece en la retina?, ¿el espectro de la máquina?—
sigue siendo débilmente visible.
—Ahora ha recorrido una corta distancia en su propio
pasado —dice el vendedor—. He programado la máquina para
que la lleve dieciocho minutos atrás y tenerla ahí durante un
intervalo de seis minutos, de modo que pueda ver los
momentos iniciales de su visita aquí. Sin embargo, cuando la
haga regresar al presente, no habrá necesidad de igualar la
cantidad de tiempo transcurrido en el pasado, así que, desde
nuestro punto de vista, sólo habrá estado ausente unos treinta
segundos. ¿No es extraordinario, señor Porter? Es una de las
muchas y extraordinarias paradojas con las que tropezamos en
el nuevo y extraño reino del viaje por el tiempo. —Mueve una
palanca y la máquina del tiempo vuelve a adoptar una forma
sólida—. Voilà! —exclama el vendedor—. Aquí está la señora
Porter, que ha regresado sana y salva de su viaje al pasado. —
Abre la puerta de la máquina del tiempo; el compartimiento
del pasajero está vacío—. ¿Señora Porter? —grita consternado
—. ¿Señora Porter? ¡No lo entiendo! ¿Cómo es posible que
haya habido un error? ¡No puede ser! ¿Señora Porter? ¿Dónde
está, señora Porter?

Se apresura por la sucia calle hacia el edificio de ladrillo. Ése


es el lugar. Quinto piso, apartamento 5J. Cuando se dispone a
tocar el timbre, un hombre alto y delgado sale de las sombras y
le coge la muñeca con una fuerte presa.
—Patrulla del tiempo —le dice en tono tajante,
enseñándole una placa de identificación—. Queda usted
detenida por proyectar un asesinato temponáutico, señora
Porter.

—Pero no tengo ningún nieto —balbucea él—. Ni siquiera


estoy ca…
Ella ríe.
—¡No se preocupe por eso! —le dice—. Tendrá una hija
llamada Martha, la cual tendrá un hijo llamado Ted, y yo me
casaré con Ted y tendré dos hijos que se llamarán Bobby y
Tink. Usted llegará a una edad muy, muy avanzada. Y eso es
todo lo que necesita saber. Ahora divirtámonos un poco.
Toca una pestaña a un lado de su túnica y la prenda cae en
una cascada fluida, dejándola desnuda. Sus pezones le miran
como unos ojos ciegos y rosados. Le hace una seña.
—¡Ven aquí! —le dice con voz ronca—. ¡Desnúdate,
Martin! ¡Estás perdiendo el tiempo!

Alice se ríe nerviosamente.


—Bueno —le dice al vendedor—, la verdad es que estoy
dispuesta a dejar que mi marido sea el conejillo de Indias.
¿Qué te parece, Ted?
Se vuelve hacia él, lo mismo que el vendedor.
—Desde luego, señor Porter. Sé que está deseando probar
nuestra máquina, ¿verdad?
Ted piensa que no, pero nota que la presión de los
acontecimientos le empuja de buen o mal grado. Entra en la
máquina. Cuando se cierra la puerta teme ser presa de un
pánico claustrofóbico, pero le tranquiliza la visión de una
manecilla en la parte interior de la puerta. La acciona y la
puerta se abre. Baja de la máquina a tiempo de verse a sí
mismo entrando en la sala de exhibición de Temponáutica con
Alice. Ted está ahora dieciocho minutos atrás en su propio
pasado. Alice y el otro Ted le miran sorprendidos. El vendedor
gira sus talones y exclama:
—¡Espere un segundo, no tiene que salir de…!
¡Qué estúpidos parecen todos ellos! ¡Qué asombrados! Ted
se ríe en sus caras. Entonces pasa por delante de ellos, casi
derribando a su otro yo, y sale a la plaza del mercado. Lleno
de un júbilo desbordante, corre hacia la zona de
estacionamiento. Piensa que es libre. Y ni siquiera ha tenido
que matar a nadie.

Supongamos que alquilo una máquina, piensa Alice, regreso a


1947 y mato a Martin. Supongamos que lo hago realmente. ¿Y
si hubiera alguna manera de descubrirme? Después de todo, un
crimen cometido por una persona de 2006 que viaja a 1947
tendrá consecuencias en nuestro presente. Podría cambiar toda
clase de cosas. Querrán capturar al criminal y castigarle o,
mejor aún, primeramente impedir el crimen. Y la empresa de
la máquina del tiempo sabrá a qué año pedí que me enviaran.
En definitiva, puede que no sea una manera tan fácil de
cometer un crimen perfecto. No sé. ¡Dios mío, no puedo
entender nada de esto! Pero quizá pueda salirme con la mía.
En fin, voy a probarlo. Le demostraré a Ted que no puede
seguir tratándome como si fuera basura.

Están tendidos apaciblemente uno al lado del otro, sudorosos,


somnolientos, cansados, pero con ese buen cansancio que se
siente tras un coito de primera. Martin le acaricia tiernamente
el vientre y los muslos. ¡Qué suave es su piel, qué pálida, qué
transparente! Las venitas azules se le ven claramente.
—¡Eh! —dice él de pronto—. Se me acaba de ocurrir algo.
No me he puesto una goma ni nada. ¿Y si te dejo embarazada?
Y si eres realmente quien dices que eres, volverás al año 2006,
tendrás un hijo y seré su abuelo, ¿verdad?
—No te preocupes mucho por eso —le dice.
Siente un acceso de timidez al entrar en la oficina de
Temponáutica, y se dice que está haciendo algo absurdo. Se
dispone a marcharse, pero antes de que pueda dar media
vuelta, el vendedor con el que habló el día anterior sale de una
habitación lateral y le saluda efusivamente. Es el señor
Friesling, el cual se frota ya las manos previendo un contrato.
—Celebro verla de nuevo, señora Porter.
Ella asiente y dirige una mirada preocupada a los modelos
de demostración.
—¿Cuánto costaría pasar unas horas en la primavera de
1947?
El domingo es el gran día de la familia, y cuatro generaciones
se sientan a comer juntas: Martin, Martha, Ted y Alice, Bobby
y Tink. Ted disfruta bastante de esas reuniones, pero sabe que
Alice las detesta, sobre todo a causa de Martha. Alice odia a su
suegra, y tampoco Martha ha sentido jamás un gran aprecio
por Alice. Observa las miradas furibundas que se dirigen de un
lado a otro de la mesa. Entretanto, el viejo Martin contempla
lascivamente la brecha entre los senos de Alice. Tendría que
dárselos al viejo, piensa Think. Nunca ha perdido el antiguo
apremio. Aunque, a su edad, poco es lo que podría hacer para
gratificarlo. Martha dice con dulzura:
—Alice, querida, estarías mucho mejor si te dejaras crecer
el pelo con su color natural.
Una sonrisa almibarada de Martha, un fruncimiento de
ceño en Alice. Dirige a la vieja una mirada colérica.
—Este es su color natural —replica en tono áspero.

El señor Friesling le entrega el formulario de contrato. Ocho


páginas de texto.
—No se asuste, señora Porter. Parece formidable, pero en
realidad no es más que un montón de retórica legal vacía.
Puede enseñárselo a su abogado, si lo desea. Pero le aseguro
que la mayoría de nuestros clientes no tienen necesidad de
recurrir a eso.
Alice revisa el contrato, y lo único que saca en claro es que
se trata de una renuncia a la responsabilidad. La empresa
Temponáutica, S. L., acepta cargar con las consecuencias de
todo fallo debido a negligencia demostrable de su parte, pero
no acepta responsabilidades por actos de fuerza mayor o
accidentes producidos por los clientes que no obedecen las
regulaciones de seguridad. En la página cuatro, Alice
encuentra una cláusula que advierte al posible cliente de que la
empresa no puede ser responsable de las consecuencias de
actos, por parte de aquél, que indisciplinada o
intencionalmente obstaculicen el curso ya determinado de la
historia. Alice traduce esta cláusula aplicándola a su propio
caso: Si mata al abuelo de su marido, no nos culpe si tiene
problemas. Hojea las páginas restantes.
—Parece bastante inocuo —comenta—. ¿Dónde firmo?

Cuando Martin sale del baño encuentra a Martha cerrándole el


paso.
—Perdona —le dice mansamente, pero ella no se aparta.
Es una mujer corpulenta. A los cincuenta y ocho adopta las
modas de los más jóvenes, con resultados grotescos. Martin
detesta ese aspecto de su hija, y comprende por qué le disgusta
tanto a Alice.
—Espera un momento —le dice—. Quiero hablar contigo,
padre.
—¿Acerca de qué?
—Acerca de esas miradas que diriges a Alice. ¿No te
parece que es demasiado? ¿Hasta dónde puede llegar tu falta
de gusto?
—¿Falta de gusto? ¿Y quién eres tú para hablar de gusto,
con tu cara pintada de verde como una quinceañera?
Ella parece enfadada: el viejo le ha marcado un gol.
Replica:
—Creo que, a los ochenta y dos años, deberías ser más
decente y no mirar las delanteras de la mujer de tu nieto.
Martin suspira.
—Déjame mirar, Martha. Es lo único que me queda.
Ted está en la oficina, sumido en complicadas negociaciones,
cuando su autosecretaria emite un sonido electrónico y le
anuncia que se ha recibido una llamada de un tal señor
Friesling, de la oficina que Temponáutica, Ltd. tiene en la
plaza de los almacenes de la Unión. Ted se queda perplejo.
¿Qué querrán los de la máquina del tiempo? ¿Tratan de
captarle como cliente?
—Diles que no estoy interesado en viajes por el tiempo —
dice Ted.
Pero la autosecretaria suena de nuevo poco después, y
declara que el señor Friesling llama con referencia a la
concesión de un crédito a la señora Porter. Más perplejo que
antes, Ted ordena que le pasen la llamada, y el señor Friesling
aparece en la pantalla sobre el escritorio. Es un hombre de
facciones pequeñas y ojos brillantes, parecido a una ardilla.
—Siento molestarle, señor Porter —empieza a decir—. Se
trata de la comprobación rutinaria para la concesión de un
crédito, pero es absolutamente necesaria. Como sin duda sabe,
su esposa ha solicitado el alquiler de nuestro equipo para un
viaje a cincuenta y nueve años atrás, y dado que la tarifa de
semejante viaje excede el nivel al que concedemos crédito
automático, siguiendo nuestras normas hemos de preguntarle
si confirma la forma de pago que ella nos ha solicitado…
Ted tose violentamente.
—Espere —dice—. ¿Mi mujer va a hacer un viaje en el
tiempo? ¡Qué diablos, ésta es la primera noticia que tengo!

La amplitud de los preparativos sorprende a Alice. No es de


extrañar que la tarifa sea tan elevada. Se requieren varias horas
de preparación para el viaje. La vacunan para protegerla de
ciertas enfermedades extintas, le proporcionan ropas a la moda
de la mitad del siglo veinte, ropas que le sientan mal y le
resultan incómodas. Le dan divisas de la época, pero le
advierten que no las gaste salvo en caso de emergencia, puesto
que se las cobrarán según su valor numismático actual, que es
elevado. Le hacen estudiar un panfleto que describe las
costumbres y el fondo histórico de la época, intentan
informarla con todo detalle. Se entera de que bajo ninguna
circunstancia ha de exponer sus pechos o genitales en público
mientras esté en 1947. No ha de intentar conseguir drogas
estimuladoras de la mente aparte del alcohol. No debe decir
nada que pudiera interpretarse como alabanza de la Unión
Soviética o de la filosofía marxista. No debe olvidar que entra
en el pasado únicamente como observadora, y su interacción
con los ciudadanos de la época que visita debe ser mínima. Y
así sucesivamente. Finalmente, deciden que pueden dejarla
partir con seguridad.
—Por aquí, señora Porter, por favor —dice Friesling.
Tras contemplar el teléfono durante largo rato, Martín
marca el número de Alice. Antes del segundo timbrazo, se
amilana y desconecta. Vuelve a llamarla de inmediato. El
corazón le late con tal intensidad que el robot médico, cuyos
sensibles aparatos registran alarma, se dirige hacia él. Martín
le hace una seña para que se aleje y aferra el teléfono. Dos
timbrazos, tres. Está en vilo.
—¿Diga? —Es la voz de Alice, cálida, modulada y
femenina. Martín tiene desconectada su pantalla—. ¿Diga?
¿Quién es?
Martín respira pesadamente ante el micrófono.
—Ah, ah, ah, ah…
—¿Diga? ¿Diga? Oiga, pervertido, si vuelve a llamarme…
—Ah, ah, ah…
Una sonrisa de felicidad aparece en los ajados rasgos de
Martín. Alice cuelga el aparato. Tembloroso, Martín se hunde
en su sillón. ¡Oh, ha sido delicioso! Hace una seña furiosa al
robot.
—¡Venga, ponme ahora la inyección, monstruo metálico!
Y se echa a reír. Viejo verde…

Ted se da cuenta de que no es necesario matar al abuelo de una


persona para librarse de ella. Basta con manipular algún
acontecimiento crucial en el pasado de esa persona. Eso es
todo. Retroceder y echar a pique el matrimonio de los abuelos
de Alice, por ejemplo. (¿Cómo? ¿Seduciendo a la abuela
cuando tenía dieciocho años? «Lamento mucho informarle de
que su prometida no es virgen, de lo cual existen pruebas
documentales.» En aquellos tiempos daban una gran
importancia a la virginidad, ¿no es cierto?) Nadie tendría que
morir. Pero Alice no nacería.

Martín sigue sin poder creer nada de eso, incluso después de


que ha dormido con él. Lo más probable es que sea alguna
clase de broma pesada, aunque ojalá todas las bromas pesadas
fueran tan agradables como ésta.
—¿De veras vienes del año 2006? —le pregunta.
¡Qué bonita es cuando ríe!
—¿Cómo puedo demostrártelo?.
Entonces salta de la cama. Él la sigue con la mirada
mientras cruza la habitación, los senos oscilando alegremente.
¡Qué cuerpo tan delicioso, y qué considerado ha sido mi yo
futuro al enviarla aquí!, si eso es realmente lo que ha sucedido.
Alice busca en su bolso y extrae un puñado de monedas.
—Mira esto —le dice—. Dinero del futuro. Aquí tienes
una moneda de diez centavos de 1993. Y ésta es una pieza de
dos dólares de 2001. Aquí hay una antigua, medio dólar de
1979 con la cara de Kennedy.
Martin contempla las monedas desconocidas. Tienen un
aspecto grasiento, en absoluto plateado. ¿Serían
falsificaciones? No tienen por qué acuñar indefinidamente
monedas de plata, y el trabajo de grabado es muy profesional.
Una moneda de dos dólares, ¿eh? Bueno, nunca se sabe. Y
esto, el medio dólar. Un hombre apuesto de perfil.
—¿Kennedy? —pregunta—. ¿Quién es Kennedy?

Por fin todo está preparado. Dos técnicos con batas grises la
contemplan, sus semblantes serios, mientras ella penetra en la
máquina. Se parece mucho a un ataúd, tal como imaginaba que
sería. No puede sentarse dentro porque es demasiado estrecho.
Estar encerrada ahí dentro es sobrecogedor. Naturalmente, le
han dicho que el viaje no requerirá ningún tiempo subjetivo,
sólo un par de segundos. ¡Fiiiiiu! Y estará ahí. Muy bien.
Cierran la puerta. Alice oye el ruido del cierre. La voz del
señor Friesling le llega a través de un altavoz.
—Le deseamos un feliz viaje, señora Porter. Manténgase
tranquila y verá como no tiene ninguna dificultad.
De repente, se enciende la luz roja sobre la puerta. Eso
significa que el viaje ha empezado: está viajando hacia atrás
en el tiempo. No hay ninguna sensación de aceleración ni de
movimiento. Uno, dos, tres. La luz se apaga. Ya está. Se dice
que ha llegado a 1947. Antes de abrir la puerta, cierra los ojos
y repasa sus lecciones de historia. Acaba de terminar la
segunda guerra mundial. Europa está en ruinas. Hay cuarenta y
ocho estados. Nadie ha estado todavía en la Luna, ni siquiera
se piensa gran cosa en llegar a ella. Harry Traman es
presidente. Stalin gobierna en Rusia y Churchill…, ¿sigue
siendo Churchill primer ministro de Inglaterra? No está
segura. Bueno, no importa. No ha ido ahí para hablar de los
primeros ministros. Mueve la manecilla y la puerta de la
máquina del tiempo se abre hacia afuera.

Él sale de la máquina del tiempo al año 2006. Nada ha


cambiado en la sala de exposición. Friesling, los dos técnicos
de rostro impenetrable, las mesas bruñidas, la gruesa moqueta,
todo es igual que antes. Camina con jactancia, y su mente está
todavía en el pasado, con la abuela de Alice. Él sabor de sus
labios, los gritos quedos y apremiantes de su placer. ¿Quién
dijo que las mujeres eran frígidas en los viejos tiempos?
Tendrían que ir allí y comprobarlo. Friesling le sonríe.
—Confío en que haya tenido un viaje agradable, señor…
Ted asiente… ¡Qué hermoso! El coche no está donde
recuerda haberlo dejado, en el aparcamiento. Supone que uno
ha de esperar ciertos cambios periféricos. Llama a un taxi y da
su dirección al conductor. Su llave no entra en la cerradura de
la puerta principal. Perplejo, teclea el anunciador.
—¿Es ésta la residencia de Ted Porter? —pregunta.
—No, no lo es —responde una mujer, suspicaz e irritada.
Observa que el nombre de la placa es McKenzie. De modo
que los cambios no son tan pequeños, ¿Dónde va a ir ahora? Si
no vive ahí, ¿dónde vive?
—¡Espere! —le grita al taxi, que ya arranca.
El taxi le lleva a un café del centro de la ciudad, desdé
donde telefonea a Ellie. El rostro de ésta aparece en la
diminuta pantalla, con una curiosa expresión cejijunta.
—Escucha, ha ocurrido algo muy extraño —empieza a
decirle—, y necesito verte tan pronto como…
—Creo que no le conozco —le interrumpe ella.
—Soy Ted.
—¿Ted qué más?
Alice piensa en lo peculiar que es esto, como entrar en un
museo de dioramas y hacer que cobren vida. Los automóviles
pequeños y ruidosos, las ropas feas, los edificios
desproporcionadamente bajos y ruinosos del siglo XX, el caos,
el olor a gasolina y humo del aire contaminado, vestigios de
nieve sucia en las calles. Cubos de basura que esperan su
recogida como si nadie hubiera oído nunca hablar de la peste.
Bueno, piensa Alice, no voy a estar aquí mucho tiempo. Lleva
en el bolso su cuchillo de cocina, un diminuto instrumento en
una funda de níquel que funciona con rayos láser. Las tuberías
de acero están bien en los sueños fantásticos, pero ahora está
en la realidad, y quiere que la muerte sea rápida y eficiente.
Tris, tras, con el rayo láser, y adiós Martin. Se detiene en la
esquina para comprobar la dirección. No hay ninguna central
de información a la que se pueda llamar para obtener toda
clase de datos útiles, no en esos tiempos primitivos. Tiene que
emplear un listín telefónico impreso, un libro desastrado con
un tipo de letra pequeño y borroso. Aquí está: Martin
Jamieson, 504, Cuarenta y cinco, Oeste. Eso no está lejos.
Tarda diez minutos en llegar hasta allí. Es una estructura de
ladrillo oscuro, de cinco o seis pisos de altura, con unas
escaleras metálicas de incendios que parecen telarañas,
colocadas en su fachada. Incluso para la época, parece más
destartalada de lo normal. Cruza la puerta y ve la relación de
inquilinos en la pared. Jamieson, 3A. No hay ascensor ni, por
supuesto, montacargas. Hay que subir por la escalera y luego
recorrer un pasillo mohoso iluminado por una sola bombilla
incandescente. Éste es el apartamento 3A. Jamieson. Toca el
timbre.

Diez minutos después, Friesling vuelve a llamar. Por el tono


de su voz y su aspecto en la pantalla, parece avergonzado y
consternado.
—Siento tener que decirle que ha habido algún error, señor
Porter. Al parecer, los técnicos desconocían que la concesión
de un crédito estaba en trámite y enviaron a la señora Porter de
viaje mientras nosotros hablábamos.
Ted está conmocionado, se aferra al borde de la mesa.
Hace un esfuerzo para dominarse y pregunta:
—¿A qué distancia en el pasado quería ir?
—Cuarenta y nueve años —responde Friesling—. A 1947.
Ted asiente sombríamente. Se le ha ocurrido una idea
horrible. Ese fue el año en que los padres de su madre se
conocieron y se casaron. ¿Qué se proponía hacer Alice?

Suena el timbre de la puerta. Martin acaba de ducharse y está


tendido en su cama, desnudo, hojeando el nuevo número de
Esquire y pensando vagamente en salir a comer. No espera
ninguna visita. Se pone el albornoz y va hacia la puerta.
—¿Quién es?
Le contesta una voz femenina, juvenil y agradable.
—Estoy buscando a Martin Jamieson.
Martin no ve ningún motivo de alarma y abre la puerta. La
mujer tiene veintisiete o veintiocho años, y es muy atractiva,
delgada pero bien construida. Cabello oscuro, con un extraño
corte más bien masculino. No la había visto antes.
—¡Hola! —le saluda mientras le sonríe afablemente.
—Usted no me conoce —le dice—, pero soy amiga de una
vieja amiga suya, Mary Chambers. Mary y yo crecimos juntas
en…, Ohio. Es la primera vez que vengo a Nueva York, y
Mary me dijo en cierta ocasión que si alguna vez venía a
Nueva York debería visitar a Martin Jamieson, y así… ¿Puedo
pasar?
—Claro que sí —dice él.
No recuerda a ninguna Mary Chambers de Ohio, pero,
¡qué diablos!, uno a veces se olvida de alguna. ¡Qué diablos!

El muchacho es mucho más atractivo de lo que esperaba.


Siempre ha conocido a Martin de viejo, tan poco atractivo por
su ruda lujuria como por los estragos de la edad. El pecho
hundido, los hombros caídos, el rostro huesudo y arrugado,
unas escasas hebras de pelo blanco, ojos vidriosos de un azul
desvaído…, una ruina de hombre. Pero este Martin que está en
la puerta es robusto, apuesto, no tocado por el tiempo,
rebosante de vida, vigor y virilidad. Ella piensa en el
trinchante que lleva en el bolso y siente una auténtica punzada
de dolor por tener que eliminar a este robusto muchacho en la
flor de la vida. Pero tampoco tiene tanta prisa, ¿verdad?
Primero podemos disfrutar uno del otro, Martin. Y, luego, el
láser.

—¿Cuándo tiene que volver? —pregunta Ted.


Friesling le explica que todos los conceptos del tiempo son
relativos y flexibles; por lo que respecta al tiempo transcurrido
en el nivel del presente, ya ha regresado.
—¿Cómo? —grita Ted—. ¿Dónde está?
Friesling no lo sabe. Alice salió de la máquina, se despidió
del personal de Temponáutica con un saludo cordial y
abandonó la sala de exposición. Ted se lleva una mano a la
garganta. ¿Y si ya ha matado a Martin? ¿Dejará de existir él en
un instante? ¿O hay alguna clase de demora y se desvanecerá
gradualmente en la irrealidad a lo largo de los próximos días?
—Escuche —le dice con la voz quebrada—. Ahora mismo
salgo de mi oficina y estaré en la suya antes de una hora.
Quiero que prepare su maquinaria de modo que pueda
transportarme en el espacio y el tiempo al lugar exacto donde
ha enviado a mi mujer.
—Pero eso no será posible —protesta Friesling—. Se
necesitan varias horas para preparar adecuadamente a un
cliente…
Ted le interrumpe:
—Dispóngalo todo y ¡al diablo con la preparación
adecuada! A menos que quiera apechugar con el litigio por
negligencia más importante desde que empezó este negocio de
la máquina del tiempo, será mejor que lo tenga todo listo para
cuando llegue ahí.

El joven abre la puerta. La muchacha que está en el vestíbulo


es joven y bien parecida, con el cabello oscuro muy corto y
unos labios jugosos. Gracias, Mary Chambers, quienquiera
que seas.
—Perdone por lo del albornoz —le dice—, pero no
esperaba ninguna visita.
Ella entra en el piso. De repente él se da cuenta del
cansancio y la tensión que refleja el rostro de la mujer. Una
chica campesina de Ohio que de pronto duda de la
conveniencia de visitar a un hombre desconocido en una
ciudad extraña. ¿Será eso? Procura tranquilizarla.
—¿Puedo ofrecerle algo para beber? —le pregunta—. Me
temo que no hay mucho para elegir, pero tengo whisky,
ginebra, cereza…
Ella introduce la mano en el bolso y saca algo. El joven
frunce el ceño. No es exactamente un arma, pero parece
alguna clase de arma, un pequeño instrumento de metal
brillante que encaja perfectamente en su mano.
—Eh —le dice—, ¿qué es…?
—Lo siento terriblemente, Martin —susurra ella, y un rayo
de fuego terrible alcanza al muchacho en el pecho.

Ella sorbe la bebida y se siente relajada. El vaso no está muy


limpio, pero no le preocupa coger una enfermedad, después de
todas las inyecciones que Friesling le ha puesto. También
Martín parece capaz de relajarse un poco.
—¿No bebe? —le pregunta.
—Supongo que sí —dice él.
Se sirve un poco de ginebra. Ella se acerca por detrás y
desliza la mano por debajo de la parte delantera de la bata. El
cuerpo del joven es fresco, suave, duro.
—¡Oh, Martín! —musita—. ¡Oh, Martín!

Ted toma una habitación en uno de los hoteles comerciales del


centro de la ciudad. Lo primero que hace es tratar de ponerse
en contacto con la madre de Alice en Chillicothe. Aún no está
totalmente convencido de que su pequeño flirteo durante el
viaje en el tiempo haya borrado retroactivamente a Alice de la
existencia. Pero la llamada le convence. La mujer de edad
mediana que responde no es, evidentemente, la madre de
Alice. El número es correcto, la dirección también —la
importuna para obtener la información—, pero ésa no es la
mujer que busca.
—¿No tiene usted una hija llamada Alice Porter? —le
pregunta cuatro veces—. ¿No conoce a nadie en la vecindad
que la tenga? Es algo importante.
Muy bien. Eliminas a la vieja dama, ergo eliminas a Alice.
Pero ahora tiene un problema diferente. ¿Qué cantidad de
universo ha alterado al eliminar a Alice y su madre? ¿Vive él
ahora en otra ciudad, o tiene otro trabajo? ¿Qué les ha ocurrido
a Bobby y Tink? Frenéticamente empieza a hacer llamadas
telefónicas. Amigos, compañeros de trabajo, el hombre del
banco. La misma respuesta en todos los casos: miradas
inexpresivas, meneos de cabeza. No le conocemos, amigo. Se
mira en el espejo. Muy bien, ¿quién soy?, se pregunta a sí
mismo.

Martín se mueve con rapidez y precisión, como le han


enseñado a hacer en el ejército cuando es necesario para
desarmar a un enemigo peligroso. Se lanza hacia delante y
coge el brazo de la chica, tirando de él hacia arriba antes de
que pueda disparar contra él el objeto brillante con que le
apunta. Ella resulta ser más fuerte de lo que él ha previsto, y
luchan fieramente por el arma. Ésta se dispara de repente.
Algo parecido a un rayo estalla entre ellos y derriba al joven,
aturdido. Cuando se levanta, ve a la muchacha tendida cerca
de la puerta con un agujero de bordes calcinados en la
garganta.
El timbrazo del teléfono hace salir a Martin de un sueño en
el que disfruta del lujurioso y joven cuerpo de Alice. Con la
garganta seca y los ojos pegajosos, dirige una mano
temblorosa al receptor.
—¿Sí? —El rostro de Ted aparece en la pantalla.
—¡Abuelo! —exclama—. ¿Estás bien?
—Claro que estoy bien —dice Martin, enojado—. ¿Es que
no lo ves? ¿Qué te ocurre, muchacho?
Ted menea la cabeza.
—No lo sé —musita—. Quizás ha sido sólo una pesadilla.
Imaginé que Alice alquilaba una de esas máquinas del tiempo
y regresaba a 1947. Y trataba de matarte, con lo cual yo nunca
habría existido.
Martin suelta un bufido.
—¡Vaya estupidez! ¿Cómo puede haberme matado en
1947 si estoy vivo en 2006?

Desnuda, Alice se desliza entre los brazos de Martin, cuyas


fuertes manos acarician ansiosas los senos y los hombros,
mientras su boca busca con frenesí la de ella. Alice se
estremece de deseo.
—Sí —murmura tiernamente, apretándose contra él—.
¡Oh, sí, sí, sí!
Lo harán y será fantástico. Y después ella le matará con el
trinchante mientras él está tendido saboreando el
acontecimiento. Pero entonces pasa por su mente un
pensamiento turbador. Si Martin muere en 1947, Ted no nacerá
en 1968, pero, ¿qué ocurrirá entonces con Tink y Bobby?
Tampoco ellos nacerán, a menos que Alice se case con Ted.
Cuando vuelva a 2006 estará casada con otro, y es de suponer
que tendrá unos hijos diferentes. ¿Bobby? ¿Tink? ¿Qué os
estoy haciendo? Un miedo repentino la paraliza, y se aparta
del hombre vigoroso que le está besando la garganta.
—Escucha, lo siento. Todo esto es un gran error. ¡Perdona,
pero tengo que irme de aquí ahora mismo!

De modo que esto es el año 1947. Bien, bien, bien. Todo


parece tan desordenado, mugriento y antiguo. Se apresura por
las frías calles hacia la casa de su abuelo. Si tiene buena suerte
y los técnicos de Friesling han calculado las cosas con
exactitud, podrá adelantar a Alice. Esa podría ser ella, esa
mujer que camina a paso ligero a media manzana de distancia.
Apresura el paso. Sí, es Alice, que va hacia casa de Martín.
¡Bien hecho, Friesling! Ted se acerca a ella con cautela,
sospechando que está armada. Si es capaz de viajar a 1947
para matar a Martín, no dudará en despacharle a él, sobre todo
aquí, donde ninguno de los dos tiene existencia legal. Cuando
está detrás de ella, le dice con una voz baja, dura e intensa:
—No te vuelvas, Alice. Sigue andando como si todo fuera
perfectamente normal.
Ella se pone rígida.
—¿Ted? —exclama, pasmada—. ¿Eres tú, Ted?
—Puedes estar segura —le responde, y se ríe ásperamente
—. Vamos. Sigue andando hasta la esquina y dobla a la
izquierda, alrededor de la manzana. Vas a volver a tu máquina
y a salir del siglo XX sin perjudicar a nadie. Sé lo que te
propones hacer, Alice, pero te he cogido a tiempo, ¿verdad?

Martín está a punto de ir al grano, tras las caricias


preliminares, cuando la puerta de su piso se abre con estrépito
y entra un hombre. Es de mediana edad, fornido, con unas
ropas extrañas —el último grito en trajes de petimetre, un
laberinto de colores en vívido contraste y dibujos conflictivos,
con los hombros enguatados de manera que parecen estantes—
y la mirada de loco. Alice salta de la cama.
—¡Ted! —grita—. ¡Dios mío!, ¿qué estás haciendo aquí?
—Zorra asesina —grita el intruso.
Martín está desnudo y se siente vulnerable; su sistema
nervioso está aturdido por la interrupción, y ve asombrado
cómo el desconocido coge a la mujer y empieza a
estrangularla.
—¡Zorra! ¡Zorra! ¡Zorra! —ruge, agitándola con loco
frenesí.
El rostro de la muchacha se ennegrece, los ojos le
sobresalen de las órbitas. Poco después, Martín sale por fin de
su parálisis. Tambaleándose, coge los dedos del hombre y los
separa de la garganta de la chica. Demasiado tarde. Cae
fláccidamente al suelo y se queda allí, inmóvil.
—¡Alice! —grita el intruso—. ¡Alice! ¿Qué he hecho?
Cae de rodillas junto a su cuerpo, sollozando. Martín
parpadea.
—La ha matado —dice, sin creer que nada de esto pueda
estar sucediendo realmente—. ¡La ha matado de veras!

El rostro de Alice aparece en la pantalla del teléfono. ¡Dios


mío, qué hermosa es!, piensa Martin, y su cuerpo decrépito se
estremece de lujuria.
—¡Ah, estás ahí! —le dice—. Llevo horas tratando de
localizarte. He tenido un sueño muy extraño…, que algo
horrible le ocurría a Ted… Cuando no contestaste a la llamada,
empecé a pensar en que quizás el sueño era algún tipo de
premonición, un augurio, ya sabes…
Alice parece perpleja.
—Me temo que se ha equivocado de número, señor —le
dice amablemente, y cuelga.

Ella extrae el láser y el hombre desnudo retrocede hacia la


pared, aturdido.
—¿Qué diablos es eso? —pregunta, temblando—. Deje
eso, señora. Se ha equivocado de individuo.
—No —dice ella—. Tú eres el que buscaba. Siento hacerte
esto, Martin, pero no tengo elección. Tienes que morir.
—¿Por qué?
—¿Por qué? No lo entenderías aunque te lo explicara.
Mueve el dedo hacia el botón de descarga. De repente, hay
un tremendo estrépito de madera astillada y yeso desprendido,
como si acabara de producirse un terremoto. Ella se vuelve en
redondo y ve consternada a su marido que derriba la puerta del
piso de Martin.
—¡Llego en el momento preciso! —exclama Ted—. ¡No te
muevas, Alice!
Trata de cogerla, y ella, presa de pánico, dispara sin pensar.
El rayo deslumbrante alcanza a Ted en el estómago y éste cae
al suelo, gorgoteando agónicamente, apretándose el vientre
hasta que muere.

La puerta cae con estrépito y un personaje vestido con unas


prendas extrañas aparece en una nube de polvo y astillas, con
el aspecto de estar más loco que Napoleón. Es increíble, se
dice Martin. Primero, una chica desconocida llama a su puerta,
entra en el piso y se desnuda, y luego, cuando está a punto de
fornicar con ella, ocurre esto. Pura situación ficticia de los
hermanos Marx, pero en sucio. Claro que Martín no va a
tolerar esa insensatez. Cruza la habitación en tres rápidas
zancadas y se apodera del recién llegado.
—¿Quién diablos es usted? —le pregunta, golpeándole con
fuerza contra la pared.
La muchacha se agita detrás de él.
—¡No le hagas daño! —suplica—. ¡No, por favor, no le
hagas daño!

Desde luego, Ted no había esperado encontrarlos juntos en la


cama. Comprendió por qué ella habría querido viajar en el
tiempo para asesinar a Martín, pero tener simplemente una
aventura con él… No, eso no terna ningún sentido. Desde
luego, era muy probable que ella hubiera ido allí con la
intención de matar y hubiera hecho una pausa para, en primer
lugar, retozar un poco. Con las mujeres nunca se sabe, incluso
con la propia esposa. Son todas unas gatas de callejón. Bueno,
era una suerte que le hubiera dado esos minutos adicionales
para llegar allí.
—Muy bien —le dice—. Vístete, Alice. Vas a venir
conmigo.
—Espere un momento, señor —gruñe Martín—. Vaya jeta
que tiene, para entrar aquí de ese modo.
Ted trata de darle una explicación, pero no encuentra las
palabras. Todo es demasiado complicado. En silencio, señala a
Alice, a sí mismo, a Martín. Un instante después, Martín se
abalanza contra él y los dos caen al suelo.

—¿Quién es usted? —grita Martín, golpeando al intruso


repetidamente contra la pared—. ¿Es alguna clase de
detective? ¿Trata de jugarme una mala pasada?
Plaf. Plaf. Plaf. Nota los pequeños puños de la muchacha
que le golpean la espalda.
—¡Basta! —grita la chica—. Déjele en paz, ¿quiere? ¡Es
mi marido!
—¡Marido! —grita Martín.
Asombrado, suelta al desconocido y se vuelve para
enfrentarse a la chica. Un momento después comprende su
error. Por el rabillo del ojo ve que el intruso ha levantado los
puños por encima de su cabeza como si fueran garrotes.
Martín trata de apartarse, pero no tiene tiempo suficiente, y los
puños descienden con una fuerza terrible contra su cráneo.
Alice no sabe qué hacer. Los hombres ruedan por el suelo,
luchando como gatos salvajes, unas veces Martín arriba, otras
Ted. Martín es más joven, más robusto y fuerte, pero Ted
parece poseído por la fuerza de los dementes. Está fuera de sí.
Los dos hombres tienen los rostros ensangrentados, y los
muebles chocan por todas partes. El primer impulso de la
mujer es interponerse entre ellos y detener de algún modo esta
absurda pelea. Pero entonces recuerda que ha venido aquí a
matar, y no a procurar la paz. Se saca el láser del bolsillo y
apunta a Martin, pero entonces los combatientes dan una
voltereta, y es Ted quien está en la línea de fuego. Alice
titubea. Al cabo de un momento se da cuenta de que no
importa a cuál de ellos mate. Ambos tienen que morir, de una
manera u otra. Apunta de nuevo; quizá pueda liquidarlos a los
dos de un solo disparo. Pero cuando su dedo empieza a
tensarse sobre el botón de descarga, Martin rodea de súbito a
Ted con los brazos, en una presa de oso, lo levanta y lo arroja
al otro lado de la habitación. La nuca de Ted golpea contra la
pared y se oye un fuerte crujido. Ted cae al suelo y queda
inmóvil. Martin se levanta, tambaleándose.
—Creo que le he matado —dice—. ¿Quién diablos era ese
tipo?
—Era tu nieto —dice Alice, y empieza a gritar como una
histérica.

Ted contempla horrorizado el cuerpo tendido a sus pies.


Todavía siente un hormigueo en las manos a causa del
impacto.
—Dios de los cielos —dice con voz ronca—, ¿qué he
hecho? ¡He venido aquí para protegerle y le he matado! ¡He
matado a mi propio abuelo!
Alice, con los ojos desmesuradamente abiertos, trata en
vano de cubrir su desnudez doblando un brazo sobre los senos
y extendiendo la otra mano sobre el bajo vientre.
—Si está muerto, ¿cómo es posible que tú estés aquí? —le
pregunta—. ¿No deberías haber desaparecido?
Ted se encoge de hombros.
—Tai vez esté a salvo mientras permanezca aquí, en el
pasado. Pero en cuanto trate de volver a 2006, me desvaneceré
como si nunca hubiera existido. No sé. No comprendo nada de
esto. ¿Tú qué crees?

Alice sale insegura de la máquina y se encuentra en la sala de


exposición de Temponáutica. Ahí están Friesling y los
técnicos.
Friesling sonríe y le dice:
—Confío en que haya tenido un viaje agradable, señora…,
señora… Lo siento —dice, enrojeciendo—, pero parece que se
me ha olvidado su nombre.
—Alice… ¿Sabe? Tampoco yo recuerdo mi apellido.

Todo el clan se ha reunido para celebrar el aniversario de


Martin que hace el número ochenta y tres. El viejo corta el
pastel y luego, uno tras otro, se acercan a él para besarle.
Cuando le toca el turno a Alice, el viejo la hace girar
diestramente, de modo que quede separada de los otros, y le da
un buen pellizco en el trasero.
—¡Ah, si tuviera cincuenta años menos! —suspira.

Es un cálido día, casi primaveral. Todo ha ido muy bien en la


oficina: tres nuevos encargos seguidos, y el viaje a casa por la
autopista ha sido una delicia. Alice está esperándole, ataviada
con sus mejores y más sexys prendas, preparada para salir. Es
su undécimo aniversario. ¡Qué hermosa está! La besa, ella le
corresponde, y él se saca las localidades del bolsillo con un
gesto ceremonioso.
—Sorpresa —le dice—. ¡Dos semanas en Hawai, a partir
del próximo martes! ¡Feliz aniversario!
—¡Oh, Ted! —exclama ella.
Él la atrae de nuevo hacia sí.
—Te quiero, Alice, amor mío.

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