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AA. VV.
ePub r1.0
Titivillus 20.03.2019
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Título original: The Arbor House Treasury of Mystery and Suspense
AA. VV., 1981
Traducción: Jordi Fibla
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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Índice de contenido
Cubierta
Los mejores relatos policiacos 2
Introducción
El rescate (Pearl S. Buck)
Un pasaje para Benarés (T. S. Stribling)
Peligro del pasado (Erle Stanley Gardner)
Moriré mañana (Mickey Spillane)
Resaca (John D. MacDonald)
«J» (Ed McBain)
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La forma verdadera de la costa (John Lutz)
Tiovivo (Marcia Muller)
Un anhelo de originalidad (Bill Pronzini)
Un intento sencillo y voluntarioso (Elizabeth Morton)
Alguien se preocupa (Talmage Powell)
Muchas mansiones (Robert Silverberg)
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INTRODUCCIÓN
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género que le hizo famoso. Por el contrario, las aprovecha al máximo para
urdir una trama jalonada de paradojas temporales y espaciales que introducen
al lector en un vertiginoso torbellino de asesinatos y culpas circulares, donde
la proverbial serpiente se muerde la cola en un alarde de ingenio y
versatilidad probablemente insuperable.
EL EDITOR
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EL RESCATE
Pearl S. Buck
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Tal vez, aquel era un buen momento para hablarle y advertirle de que
estaba dejando que su preocupación por el secuestro se convirtiera en una
obsesión. Al fin y al cabo, los niños seguían creciendo en Estados Unidos,
incluso en familias acomodadas como la suya. El problema estribaba en que
ellos no eran lo bastante ricos pero, aun así, lo suficiente para… No lo
bastante ricos para contratar guardaespaldas que protegieran a sus hijos, pero
sí lo suficiente porque el padre de Kent poseía una fábrica de papel, lo cual
hacía que fueran conocidos, por lo menos entre sus vecinos.
Tenían que dar por sentado que no pertenecían a la clase millonaria y, en
consecuencia, no eran una presa apetecible para los secuestradores. Tenían
que hacerlo por el bien de Bruce, que empezaría a ir a la escuela el próximo
año. Bruce recorrería las calles como lo hacían millones de niños
norteamericanos, pues Kent no estaba dispuesto a permitir que escoltaran a su
hijo para recorrer tres manzanas, ni siquiera que lo hiciera Peter, el sirviente,
porque eso sería más perjudicial que beneficioso para el muchacho. Después
de todo, vivían en una democracia y Bruce tenía que crecer entre la multitud.
—Voy a ver si los niños están bien tapados —dijo Allin—. Betsy retira
las mantas siempre que puede.
Kent sabía que su mujer sólo quería asegurarse de que los niños seguían
allí; también se levantó y, al tiempo que encendía su pipa, pensaba en cómo
podía empezar. Subieron juntos las escaleras, cogidos de la mano. Ella abrió
la puerta del cuarto de los niños, y Kent pensó en lo ridículo que era que
aquellos temores le afectaran a él también. Cada vez que abrían la puerta su
corazón se detenía un instante, hasta que veía las dos camas, cada una con una
cabecita reposando sobre la almohada.
Estaban allí, naturalmente. Kent se acercó a la cama de Bruce y miró a su
hijo dormido, un guapo diablillo. Dormía tan profundamente que cuando su
madre se inclinó sobre él ni se movió. Terna el cabello negro enmarañado, y
los labios formaban un puchero. Era moreno, pero tenía los ojos azules de
Allin.
Los esposos no hablaron. Allin tapó cuidadosamente con la mano el brazo
descubierto del muchacho, y permanecieron allí un momento más, cogidos de
la mano y mirando al niño. Entonces Allin miró a Kent y sonrió, y él la besó.
Puso un brazo sobre sus hombros y se acercaron a la cama de Betsy.
Aquella era la obsesión de Kent, él podía decir con firmeza que Bruce
debía correr sus riesgos como los demás niños, porque un chico ha de
aprender a ser valiente. Pero aquella chiquilla, una criatura tan diminuta… Su
cabello era del color castaño rojizo que tenía el de Allin, pero por algún
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milagro sus ojos eran negros como los de él, y cuando se miraba en ellos
parecía mirarse a sí mismo.
La pequeña respiraba ahora, un tanto desigualmente, por la pequeña nariz.
—¿Qué tal va el resfriado? —susurró él.
—Parece que no empeora —respondió Allin—. Le he puesto pomada en
el pecho.
Cuando le sucedía algo a la niña, Kent siempre se enfadaba, y no confiaba
demasiado en Mollie, su niñera, la cual era quizás una mujer de buen corazón,
pero despreocupada.
La niña se movió y abrió los ojos. Parpadeó, sonrió y tendió los brazos a
su padre.
—No la cojas, querido —le aconsejó Allin—. Si lo haces una vez, querrá
que lo hagas siempre.
Así pues, Kent no la cogió, y se limitó a colocarle los brazos bajo las
mantas juguetonamente, primero uno y luego el otro.
—Anda, cariño, duerme —le dijo.
Ella siguió tendida, sonriente y somnolienta. Era una criatura obediente.
—Vamos…, apaguemos la luz —susurró Allin.
Salieron de puntillas y regresaron a la sala de estar.
Kent se sentó y fumó su pipa, pensando en todo lo que quería decirle a
Allin. Era esencial para su bienestar creer que nada podría sucederles a sus
hijos.
—El secuestro es como la caída de un rayo —empezó a decir bruscamente
—. Ocurre, desde luego…, una vez entre un millón. Lo que has de recordar es
que todos los demás niños están perfectamente a salvo.
Ella se había sentado en el sofá, ante el fuego, pero se volvió hacia él
cuando dijo estas palabras.
—Sinceramente, dime qué harías, Kent, si una noche, cuando subiéramos
al cuarto…
—¡Tonterías! —le interrumpió Kent—. Eso es lo que he intentado decirte.
Es tan improbable como… ¡La culpa la tienen los malditos periódicos!
Cuando algo sucede en una parte del país, tienen que enterarse hasta en el
último villorrio.
—Jane Eliot me dijo que el número de secuestros es tres veces superior al
de los que salen en los periódicos —dijo Allin.
—Jane es periodista. No debes permitir que su intuición del drama…
—Pero ha trabajado en muchos secuestros —replicó Allin—. Me contó el
caso Wyeth…
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Aquel era el momento de hablar, cuando la inquietud secreta de Allin
hacía que le temblara la voz. Kent le cogió la mano y se la acarició mientras
le hablaba. No debía olvidar que era una mujer profundamente emotiva, y
aquella angustia le rondaba desde antes de que Bruce naciera. Él ni siquiera
había pensado en ello hasta que una noche, en la oscuridad, ella le hizo la
misma pregunta:
—¿Qué haríamos, Kent, si…?
Pero entonces él no supo a qué se refería.
—¿Si qué? —le preguntó.
—Si un día raptaran a nuestro hijo.
Él respondió con lo que entonces sentía y ahora creía que era cierto.
—¿Por qué preocuparse por lo que nunca sucederá?
Sin embargo, había seguido todos los casos de secuestro desde que Bruce
vino al mundo.
Ahora besó la mano de Allin.
—No puedo soportar que sientas tanto miedo. Es innecesario, cariño, y tú
lo sabes. No podemos vivir bajo la sombra de eso, hemos de adoptar una
posición racional al respecto.
—Eso es lo que deseo, Kent. Me gustaría no tener miedo…, si supiera
cómo.
—Al fin y al cabo, la mayoría de la gente cría a sus hijos sin pensar en
ello.
—La mayoría de las madres piensan en ello —dijo ella—. La mayoría de
las mujeres que conozco me han hablado de esa posibilidad alguna vez, y eso
ha sido suficiente para comprender que siempre piensan en que pueda
suceder.
—Sería mejor que no hablaras de ello.
—Seguimos preguntándonos qué haríamos si ocurriera, Kent —insistió
ella.
—¡Esa es la cuestión! Por eso creo que si decidimos ahora lo que
haríamos…, siempre teniendo en cuenta que es sólo la posibilidad más
remota…
—¿Qué haríamos, Kent?
—¿Me prometes que lo considerarás tan remoto como…, como un ataque
aéreo contra nuestra casa?
Ella asintió.
—Siempre he pensado que si raptaran a los niños, me limitaría a dejar
inmediatamente el asunto en manos de la policía.
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—¿Qué policía? —preguntó ella—. ¿El viejo chismoso Mike O’Brien,
que lo primero que haría sería contárselo a los periódicos? Jane dice que es
fatal dejar que la prensa se entere.
—Bueno, entonces se lo diría a la policía federal…
—¿Cómo te pones en contacto con ellos?
Él tuvo que confesar que no lo sabía.
—Lo averiguaré —le prometió—. De todos modos, cariño, lo que hemos
de determinar es el principio. Una vez decidamos lo que haríamos, podemos
dejar de pensar en ello. Nada de rescate, Allin… De eso estoy seguro.
Mientras sigamos pagando rescates, habrá secuestros. Alguien tiene que ser lo
bastante fuerte para tomar la iniciativa de no ceder. Entonces, quizá las demás
personas se den cuenta de lo que deberían hacer.
Pero ella no parecía convencida. Cuando habló, lo hizo en voz baja y llena
de temor.
—La verdad, Kent, es que, aunque decidamos no pagar rescate, llegado el
caso no podríamos mantener esa decisión… Quiero decir que las cosas serían
distintas ante el hecho consumado. Supón que raptaran a Bruce, imagina que
estuviera resfriado y fuera invierno, que se lo llevaran de la cama caliente en
pijama… Haríamos cualquier cosa. ¡Sabes que lo haríamos! —Se apresuró a
añadir—: No nos importarían los demás niños, Kent, sólo pensaríamos en
nuestro pequeño Bruce y en nadie más. Lo único que nos importaría sería
recuperarlo al precio que fuese.
—Tranquilízate, cariño —le pidió él—. Si te pones así, no podemos
hablar del asunto.
—No, Kent, por favor. Quiero que hablemos, quiero saber lo que
deberíamos hacer. ¡Ojalá no tuviera miedo!
—Ven aquí, acércate más —dijo Kent, atrayéndola hacia su posición en el
sofá—. En primer lugar, sabes que quiero a los niños tanto como tú, ¿verdad?
—Ella asintió, y Kent continuó—: Entonces, cariño, haría cualquier cosa que
me pareciese lo mejor para nuestros hijos, ¿no te parece?
Harías las cosas lo mejor que supieras, Kent. La cuestión está en si alguno
de nosotros sabe qué hacer.
—Sólo sé —dijo él con voz grave—, que hasta que dar y recibir rescates
esté prohibido por la ley, habrá secuestradores. Y hasta que alguien adopte
una actitud decidida al respecto, no se hará nada. Ésa es la ley del gobierno
democrático. La gente tiene que iniciar la acción antes de que el gobierno
tome una medida.
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—¿Y si los secuestradores pidieran que no llamáramos a la policía? —
preguntó ella.
Él se sintió confundido ante una pregunta tan concreta. ¡Parecía dar por
sentado que el secuestro podría producirse!
—Todo depende de si quieres ceder ante los malhechores o mantener tus
principios.
—Pero, ¿y si raptaran a nuestro propio hijo? —insistió ella—. Sé sincero,
Kent. Por favor, no te protejas con eso de los principios.
—Estoy tratando de ser sincero —dijo él lentamente—. Creo que me
guiaría según mis principios y confiaría en encontrar alguna solución por
otros medios.
Vacilante, miró los ojos de su mujer, unos ojos que expresaban
incredulidad.
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—Estaba cerrada con llave, señor, —gimió Mollie—. Tuve bastante
sentido para hacer eso antes de entrar en casa.
—¿Cuánto tiempo estuvo ausente? —le gritó él.
—No lo sé, señor —dijo Mollie sollozando—. ¡No me pareció ni un
minuto!
Kent se precipitó en el jardín.
—¡Betsy! ¡Betsy! ¡Ven con papá! ¡Aquí está papá! —Se agachó para
mirar bajo los grandes arbustos de lilas—. ¿Has mirado en el garaje? —le
preguntó a Allin.
—Peter lo ha registrado dos veces.
—Voy a registrarlo yo mismo. Entra en casa, Allin. A lo mejor se ha
escondido en algún rincón.
Entró en el garaje y Peter salió de debajo del coche pequeño.
—No eztá aquí, zeñó —susurró—. He mirao por toaz parte.
Pero Kent miró de nuevo, mientras Peter le seguía como si fuese un perro.
En el fondo de su mente había un número telefónico, Nacional 7117. Lo había
averiguado el año anterior, después de la conversación que sostuvo con Allin
aquella noche. Pero no llamaría todavía, pues estaba seguro de que Betsy se
encontraba en alguna parte.
Se oyó un ruido en la puerta y Kent salió corriendo, pero era Bruce.
—¿Qué te ocurre, papá? —le preguntó el chico.
Kent tragó saliva; no había motivo para asustar a Bruce.
—Oye, Bruce, has visto por ahí a Betsy cuando venías de la escuela,
¿verdad?
—No, papá, no he visto a nadie excepto a Mike, que me ayudó a cruzar la
plaza porque pasaban coches.
—¿Qué e ezo? —Peter señalaba algo.
Era un trozo de papel blanco colocado bajo una piedra.
Kent supo en seguida qué era. Había leído aquella nota docenas de veces
en los informes de los periódicos. Se agachó y recogió la nota. Allí estaba…,
la nota garabateada, con una caligrafía desfigurada, torpe. «Hemos estado
esperando esta ocasión. Cincuenta de los grandes es el precio. Buscadlos si no
los tenéis, papaítos. Recibiréis instrucciones del sitio dónde dejarlo. Si avisáis
a la policía, matamos a la niña».
—¿Qué es, papá? —inquirió Bruce.
—Llévale adentro —ordenó Kent a Peter.
¿Dónde estaba Allin? Tenía que… ¡Le había prometido que no ocurriría!
Tenía el número de teléfono, pero…
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—¡Allin! —gritó.
Oyó que bajaba corriendo desde el desván.
—¡Allin! —repitió con un grito ahogado.
Ella estaba allí, pálida y llena de terror… ¡Tan impotente! ¡Señor, qué
impotentes eran los dos! Kent pensó que necesitaba ayuda; tenía que saber
exactamente qué hacer. Pero, ¿acaso no había decidido mucho tiempo atrás lo
que debería hacer? ¿Qué sabía de los malhechores y los secuestradores?
Algunas personas que pagaban el rescate también perdían a sus hijos.
Necesitaba un consejo de confianza.
—¡Voy a llamar a Nacional 7117! —dijo abruptamente.
—¡No, Kent, espera!
—Tengo que hacerlo —insitió él. Antes de que ella pudiese moverse,
corrió al teléfono y lo descolgó—. ¡Póngame con Nacional 7117!
Ella palideció todavía más. Kent le tendió la mano con la nota arrugada.
Allin la leyó y trató de quitarle el receptor.
—No, Kent…, espera. No sabemos nada. ¡Espera a ver qué dicen!
Pero una voz sosegada hablaba ya al otro extremo de la línea:
—Aquí Nacional 7117.
Y Kent gritó ásperamente:
—Quiero informar de un secuestro. Se trata de nuestra pequeña. Kent
Crothers, Avenida Eastwood 134, Greenvale, Nueva York.
Escuchó la voz que le decía que no hiciera nada, que esperase hasta el día
siguiente; entonces tendría que ir a una lililí^ fonda de un pueblo, a unos
ochenta kilómetros de allí y encontrarse con un hombre que llevaría un traje
gris.
Allin susurraba constantemente:
—La matarán, Kent…, la matarán.
—No, no lo harán. Nadie lo sabrá. —Colgó el teléfono y le dijo en tono
firme y confiado—: ¡Esa gente de Washington no se lo dirá a nadie! Además,
¡necesitamos ayuda!
Ella se quedó mirándole con una expresión horrorizada.
—La matarán —repitió.
Kent quería marcharse a algún lugar donde poder llorar, pero era un
hombre y no podía llorar. Allin tampoco lloraba. Entonces, de repente, se
abrazaron y derramaron juntos unas lágrimas terribles y silenciosas.
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Kent no estaba acostumbrado a esperar, pero ahora no tenía más remedio que
hacerlo, y además tenía que ayudar a Allin para que soportara la espera. Los
hombres han de ser más fuertes.
Al principio fue un consuelo tener unas instrucciones que seguir. Primero
había que pensar en el servicio, la cocinera, Sarah, la doncella, Rose, Mollie y
Peter. A ninguno de ellos se les podía culpar de lo ocurrido, excepto a Mollie.
Quizás ella era algo más que una simple bobalicona. Tenían que advertirles de
que no dijeran absolutamente nada a nadie.
—Reúnelos a todos en el comedor —le dijo Kent a Allin.
Se dirigió al comedor y encontró a Bruce en la puerta, con una expresión
de terror en el rostro.
—¡Papá! ¿Qué ocurre? ¿Dónde está Betsy?
—No podemos encontrarla, hijo —respondió Kent, procurando mantener
la voz sosegada—. Daremos con ella, claro está, pero de momento nadie sabe
dónde se encuentra.
—¿Quieres que la busque por el jardín? A lo mejor la encuentro.
—No —dijo Kent bruscamente—. Prefiero que subas a tu cuarto. En
seguida me reuniré contigo.
Entraron los criados y Allin detrás de ellos.
—Iré con Bruce —dijo ella.
Sus ademanes y el tono de su voz eran serenos y comedidos, pero, por el
leve temblor de sus labios, él se dio cuenta de que esperaría ansiosamente a
que terminara y volviera junto a ella.
—Subiré dentro de unos minutos —le prometió Kent.
Esperó hasta que su esposa salió, llevando a Bruce de la mano, y entonces
se volvió hacia los cuatro sirvientes. Mollie todavía lloraba. Por la expresión
de sus rostros comprendió que todos conocían la existencia de la nota.
—Veo que sabéis lo que ha sucedido —les dijo.
¡Qué extraño era que aquellos rostros que le eran tan familiares le
parecieran de pronto tan siniestros! Peter y Sarah habían formado parte de la
servidumbre de su madre, y le conocían desde hacía muchos años, y Rose era
la sobrina de Sarah. Pero todos le parecían hostiles, o así lo imaginaba.
—No quiero que se sepa en la ciudad ni una palabra de lo sucedido —
añadió ásperamente—. Recordad que la vida de Betsy depende de que nadie
sepa lo ocurrido.
Hizo una pausa y apretó los dientes. Hasta entonces le había sido difícil
creer que sería capaz de llorar tan fácilmente como una mujer, pero así era. Se
aclaró la garganta y continuó:
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—Su vida depende de cómo nos comportemos ahora…, y en las próximas
horas. —Los sollozos de Mollie se convirtieron en lamentos—. Eso es todo
—les dijo—. Lo único que podemos hacer es esperar.
Sonó el teléfono y se apresuró a cogerlo. No había manera de saber cómo
llegaría el siguiente mensaje. Pero oyó la voz perentoria de su padre.
—¿Algo no va bien por ahí, Kent?
Sabía que si ponía a su padre al corriente de todo, sería un error. Aquel
hombre era incapaz de guardar un secreto.
—Todo va bien, papá —respondió—. Allin no se encuentra bien, eso es
todo.
—¿Has llamado al médico? —le gritó su padre.
—Lo haré si es necesario, papá.
Colgó el teléfono bruscamente, pues no se veía con fuerzas para seguir
mintiendo.
Pensó en Bruce y fue a buscarle. El muchacho estaba cenando en su
habitación, y Allin le acompañaba. Le había dicho a Mollie que se quedara
abajo; no soportaba más que su marido ver a la muchacha. Pero permanecer
en el cuarto de los niños también era insoportable. Aquella era la hora en que
Betsy, tras tomar su baño…
—Voy a… Estaré en la biblioteca —le dijo a Allin apresuradamente. Ella
asintió.
El silencio de la biblioteca era una tortura. No podían hacer nada más que
esperar. Y, entretanto, ¿quién sabía lo que le estaría ocurriendo a la niña? El
hombre de la policía federal le había dicho que al día siguiente se pondrían en
contacto, y que esperase. Pero, ¿y aquella noche? ¿En qué clase de lugar
dormiría la niña?
Se puso en pie de un salto. Era preciso hacer algo, echar un vistazo al
jardín, por ejemplo. Podría haber otra carta.
El jardín estaba envuelto ya en las sombras del temprano crepúsculo
otoñal. Tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse y no lanzar absurdos
gritos y maldiciones, impulsado por la angustia de no poder hacer nada. Se
dominó, diciéndose que era preciso seguir un plan racional. Había salido al
jardín para ver si podía encontrar algo.
Registró el terreno palmo a palmo, pero no encontró ningún mensaje.
Entonces, en la oscuridad que se intensificaba por momentos, vio a un
hombre junto a la puerta de la verja.
—¡Zeñó Crothers! —Era la voz de Peter—. Por Dio, zeñó Crothers, no zé
por qué han tenío que elegí a mi pobre mujé. Cuando fui a caza pa cená, me
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dio ezto… No zabe leé, azi que no z’anterao de lo que dice. He venío
corriendo.
Kent le arrancó el papel que sujetaba la temblorosa mano de Peter y corrió
a la casa. En el vestíbulo iluminado leyó:
Sabía dónde era, desde luego, pues desde pequeño había ido allí a pescar. Un
verano, el viejo roble fue alcanzado por un rayo, cuando él estaba a sólo unos
centenares de metros de distancia, resguardado bajo la puerta del molino,
durante una tormenta. ¿Cómo sabían los secuestradores que él conocía el
lugar?
Se volvió hacia Peter.
—¿Quién trajo esto? —inquirió.
—No lo zé, zeñó —tartamudeó Peter—. Mi mujé no pudo decirme na,
zalvo que era un blanco. El tipo le dio el papel y dijo: «Dázelo al viejo». Azi
que ella me lo dio, y he venío corriendo.
Kent miró fijamente a Peter, tratando de sondear aquel cerebro oscuro.
¿Alguien estaba utilizando a Peter? ¿Quizá le habían sobornado para que
tomara parte en el secuestro? ¿Sabía algo?
—Si creyera que sabes algo acerca de Betsy, te mataría con mis propias
manos.
—Por Dio, zeñó Crothers, no zé na… ¡Uzté me conoce, zeñó! He cuidao
de zu jardín dezde que uzté y la zeñorita Allin ze cazaron. Ademá, ¿qué iba a
ganá yo con zemejante maldá? Tengo to lo que quiero…, mi caza y mi
zalario. No dezeo na má.
Todo esto era cierto, naturalmente, pero Kent no podía evitar sospechar de
todo el mundo.
—Dile a Flossie que no se lo diga a nadie —ordenó a Peter.
—Ya ze lo he dicho, zeñó —replicó Peter con vehemencia—. Le he dicho
que la abro en canal zi habla a alguien de eze hombre blanco.
—Entonces vete, y recuerda lo que te he dicho.
—Zí, zeñó —replicó Peter.
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—¡Claro que pagaremos el rescate! —insistió Allin.
Estaban en su dormitorio, abierta la puerta que daba al estrecho pasillo, y
más allá también estaba abierta la puerta del cuarto de los niños. Desde donde
estaban sentados, a la tenue luz de la lámpara sobre la mesita de noche,
podían ver la cabeza de Bruce sobre la almohada. Naturalmente, no podían
dormir. Sarah les había subido un poco de pollo frío, que habían comido allí,
y más tarde Kent la convenció para que tomara un baño caliente, se pusiera
una bata y se tendieran en la tumbona. Él no se desvistió, pensando en que
alguien podría llamar.
—Ya veremos lo que ese hombre dice mañana —respondió.
Era terrible pensar cómo lo dejaba todo en manos de aquel hombre, cuyo
nombre ni siquiera conocía. No sabía nada más salvo que llevaría un traje gris
y un pañuelo azul en el bolsillo. Eso era todo lo que tenía para salvar la vida
de Betsy. No, eso no era cierto. Detrás de aquel hombre había otros
centenares de agentes, alertas, fuertes, dispuestos a ayudarle.
—Tenemos que pagarlo —repetía Allin histéricamente—. ¿Qué importa
ahora el dinero?
—¡Allin! —exclamó Kent—. ¡No creerás que trato de ahorrar el dinero,
por el amor de Dios!
—Tenemos unos veinte mil en el banco, ¿no es cierto? —se apresuró a
decir ella—. El resto podría ponerlo tu padre y le daríamos las obligaciones.
No es como si no tuviéramos dinero.
—¡No seas absurda! Lo importante es saber cómo…
—Lo importante es salvar a Betsy —le interrumpió ella bruscamente—,
eso es todo. No importa nada más, absolutamente nada. No me importa si
para ello es preciso perder toda la fortuna de tu padre.
—¡Tranquilízate, Allin! —le gritó Kent—. ¿Quieres decir que mi padre
nos daría de mala gana…?
—Le temes, Kent —replicó ella—. ¡Pero yo, no! Si tú no recurres a él, lo
haré yo.
Ahora se peleaban como dos personas que habían perdido el juicio. El
estado de tensión en que se encontraban había alterado su razón. Allin se echó
a llorar de súbito.
—¡Todos esos principios! ¡La niña está con extraños, Kent, con gente
horrible, llorando de miedo! Quizás, incluso le hacen daño, tratando de que se
esté quieta. ¡Oh, Kent! ¡Kent!
—Él la estrechó entre sus brazos. Ahora no debían distanciarse; era
preciso que pensara en ella.
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—Haré lo que sea, querida. Mañana, a primera hora, iré a ver a papá y le
pediré el dinero.
—Si por lo menos pudieran saberlo… —dijo ella.
—Quizá podría publicar algo en el periódico. Creo que podría redactar
algo que nadie más comprendiera.
—¡Intentémoslo, Kent!
Él sacó un bolígrafo y un sobre del bolsillo y escribió unas palabras.
—¿Qué te parece esto? «De acuerdo con los cincuenta junto al roble
muerto a las doce».
—No creo que eso pueda hacer ningún daño —dijo ella con vehemencia
— y, si lo ven, comprenderán que estamos dispuestos a hacer lo que sea.
—Voy a ir inmediatamente a la oficina del periódico y pagaré el anuncio
en metálico. Así no tendré que dar ningún nombre.
—¡Sí, sí! —le instó ella—. ¡Por lo menos es algo más que esperar aquí
sentados!
Kent recorrió en coche los tres kilómetros hasta la pequeña población y
aparcó ante el destartalado edificio del periódico. Un empleado del turno de
noche, con los ojos enrojecidos, tomó su anuncio y lo leyó.
—Vaya, éste es de los divertidos —comentó—. De vez en cuando nos
llega alguno así. Será un dólar, señor…
Kent no respondió y dejó un billete sobre la mesa. «Aun así, no sé si ha
sido una decisión acertada», gruñó para sus adentros.
Regresó a su casa despacio, en medio de una intensa oscuridad. La
tormenta aún no había llegado y la atmósfera estaba extrañamente silenciosa.
Mantuvo el motor del coche al ralentí, como esperando que, en la quietud
somnolienta, se oyese la voz de Betsy llorando.
Apenas durmieron y, no obstante, cuando a la mañana siguiente se
miraron, les pareció un milagro que hubieran podido dormir aunque sólo
fuese un poco; pero Kent obligó finalmente a Allin a acostarse, y más tarde,
sin desvestirse siquiera, él se tendió también en la cama, junto a su esposa.
Bruce les despertó, vacilante entre las dos camas. Oyeron la voz del niño.
—Betsy no ha vuelto todavía, mamá.
Fue el nombre lo que les despertó, y se miraron.
—¿Cómo hemos podido dormirnos? —se preguntó Allin.
—Es el cansancio, querida —dijo él, procurando mantener la serenidad.
Exhausto, se levantó.
—¿Volverá hoy? —preguntó Bruce.
—Creo que sí, hijo.
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Por lo menos era sábado, y Bruce no tenía que ir a la escuela.
—La traeré esta noche —dijo Kent al cabo de un momento.
En seguida se sintió mejor. No debían perder la esperanza, de ningún
modo debían perderla. Tenían mucho que hacer: él debía visitar a su padre y
conseguir el dinero. Aún tenía sus reservas en cuanto a lo del rescate. Si el
hombre de gris era contrario, no le diría nada a Allin… Simplemente no
entregaría el dinero. La responsabilidad sería suya.
—Tú y mamá os encargaréis de tener listas las cosas de Betsy para esta
noche —dijo en tono animado.
Tomaría un baño y se pondría un traje nuevo. Aquel día tenía que
mantenerse alerta en todo momento, escuchar a todo el mundo y decidir
finalmente según lo que le dictara su propio juicio. Uno tiene que actuar en un
caso de emergencia.
Al ver su imagen reflejada en el espejo, se detuvo. Si cometía un error,
¿sería capaz de ocultárselo a Allin? Si nunca recuperaban a Betsy, si la
niña…, desaparecía, o si encontraban su cuerpecillo en alguna parte.
Aquello era lo que habían sentido tantos otros padres, aquella mezcla de
angustia y de debilidad. Si no pagaba el rescate y ocurría eso, ¿podría
ocultárselo a Allin, o decirle que él tenía la culpa? Ambas cosas eran
imposibles. Decidió que debería limitarse a pasar de una cosa a la siguiente.
Lo primero que debía hacer era esforzarse para no perder la esperanza. Se
vistió y regresó al dormitorio. Bruce se estaba vistiendo allí, pero Allin seguía
tendida en la cama, la cabeza hundida en las almohadas, pálida y exhausta. Se
inclinó hacia ella y la besó.
—Haré que te suban el desayuno —le dijo—. Primero voy a ver a mi
padre. Si se recibe algún mensaje, estaré allí… Luego iré al banco.
Ella asintió, le miró y cerró los ojos. Kent se quedó un rato mirando el
atormentado rostro de su mujer, cuyos nervios se estremecían bajo la
inmovilidad de sus facciones.
—No puedes derrumbarte todavía —le dijo con firmeza—. La crisis está
aún por llegar.
—Lo sé —susurró ella, y se irguió en la cama—. ¡No puedo estar aquí
acostada! —exclamó—. ¡Es como estar tendida en un lecho de espadas,
sometida a tortura! Iré abajo, Kent, con Bruce.
Corrió al baño y, al instante, Kent oyó el ruido de la ducha a toda
potencia, pero no podía esperar.
—Baja con tu madre, hijo —le pidió al muchacho, y se marchó solo.
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—Si pudieras prestarme hoy treinta mil —le dijo a su padre—, te los
devolvería en cuanto venda unas acciones.
—No me importa cuándo lo devuelvas —dijo su padre, irritado—. ¡Dios
mío, Kent, no se trata de eso! Es sólo que… No es asunto mío, naturalmente,
pero, ¡treinta mil en metálico! Te preguntaría ¡qué diablos has estado
haciendo!, pero no lo haré.
Aquella mañana, mientras desayunaba y leía el periódico, Kent había
decidido que, si podía ocultar lo sucedido a los periódicos, no había motivo
para que no se lo ocultara también a sus padres. Buscó la página de anuncios
personales. Allí estaba su respuesta a aquellos bribones. ¡Bien, no iba a
hacerlo a menos que fuera lo mejor para Betsy! Y, entre tanto, silencio.
Rose entró en el comedor, con un plato de tostadas, y Kent le dijo
ásperamente:
—Diles a todos que vengan aquí antes de que baje la señora.
Entraron todos los sirvientes, alicaídos y cabizbajos, mirándole
atemorizados.
—¡Oh, señor! —exclamó Mollie histéricamente.
—¡Por favor! —replicó él, lanzándole una mirada.
Tal vez el hombre de gris debería verla, pero la noche anterior había
desconfiado de Peter, el cual le parecía ahora un perro fiel e incapaz de
ninguna maldad.
—Sólo quería agradeceros que me hayáis obedecido hasta ahora —dijo
con voz cansada—. Si logramos que lo ocurrido no salga en los periódicos,
quizá podamos recuperar a Betsy. Por lo menos, es nuestra única esperanza.
Si seguís guardando silencio y nadie se entera hasta que conozcamos…, el
desenlace, os daré a cada uno cien dólares como prueba de mi gratitud.
—Gracias, señor —dijeron Sarah y Rose, mientras Mollie se limitaba a
sollozar.
—Yo no quiero cien dolare, zeñó Crothers. Lo único que quiero e que
vuelva la niña.
Kent le estrechó la mano. ¿Cómo podía haber desconfiado de Peter?
—Es lo que quiero yo también, Peter —le dijo con vehemencia.
¡Qué extraños le resultaban el temblor y la emoción que había
experimentado!
Ahora, bajo la mirada penetrante de su padre, mantuvo la serenidad.
—Sé que parece escandaloso, padre, pero tan sólo te pido que confíes en
mí durante unos días.
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—Confío en que no estés especulando. No es momento para eso, el
mercado está loco.
Kent pensó sombríamente que su padre tenía razón. Aquella era la clase
de especulación más alocada… Especular con la vida de su propia hija.
—Desde luego, no es una especulación ordinaria —le dijo—. Pero no te
preocupes, ya llegaré a un acuerdo con el banco. Hipotecaré la casa.
—¡Qué tontería! —replicó su padre, al tiempo que sacaba su talonario de
cheques y empezaba a escribir—. No voy a permitir que corra por ahí la
noticia de que mi hijo ha tenido que hipotecar su casa.
—Gracias —dijo Kent secamente.
¡Ahora al banco!
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No podía haber ningún otro motivo, pensó mientras avanzaba siempre
hacia el oeste. No tenía enemigos, por lo menos ninguno que él conociera.
Siempre había gente descontenta, desde luego, que odiaban a todo aquel que
parecía tener éxito en la vida. También existía la posibilidad de que su padre
tuviera enemigos, porque era implacable con los trabajadores haraganes.
Recordó la firmeza con que mantenía sus principios: «No puedo culpar a un
hombre si ha nacido idiota, pero incluso puedo culpar a un idiota por ser
perezoso». Tal vez uno de estos últimos había sido el autor del secuestro.
¡Ojalá no fuera un hombre con una mente pervertida!
Se dirigió al patio de la fonda y aparcó el vehículo. El corazón le golpeaba
en el pecho, pero, con toda naturalidad, preguntó a una mujer que estaba en la
puerta dónde se hallaba el bar.
—A la derecha —respondió ella al instante.
Era sábado por la tarde y había muchos clientes. La mujer ni siquiera le
miró antes de que se alejara.
Nada más cruzar la puerta del bar vio al hombre. Estaba al final de la
barra; era menudo, insignificante, vestido con un traje gris y una camisa de
rayas azules. La corbata también era azul, lo mismo que el pañuelo que
sobresalía del bolsillo. Kent se aproximó a él lentamente.
—Whisky con soda, por favor —le pidió al camarero.
Todas las mesas estaban ocupadas, y la gente bebía y hablaba
ruidosamente. Se volvió al hombre de gris y le sonrió.
—No es muy corriente encontrar un bar así en una fonda de pueblo.
—Desde luego —convino el hombrecillo. Su tono era amable y brioso, y
tenía ante sí un vaso alto que contenía un líquido claro; lo apuró y le dijo al
camarero—: Otro de lo mismo. Esto se llama «Placer de la lavandera
londinense» —le explicó a Kent.
Era difícil imaginar que aquel hombre de cara enjuta tuviera alguna
importancia.
—¿Va usted en mi dirección? —le preguntó Kent de pronto.
—Si puede llevarme… —replicó el hombrecillo.
Los latidos del corazón de Kent se serenaron. Entonces, aquel hombre le
conocía. Asintió, pagaron las bebidas y se dirigieron al coche.
—Vaya hacia el norte hasta encontrar una carretera comarcal —le dijo el
hombre con una súbita vehemencia. Toda su placidez había desaparecido. Se
sentó al lado de Kent, con los brazos cruzados—. Dígame exactamente lo que
ha sucedido, señor Crothers.
Y Kent se lo dijo mientras avanzaban.
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Agradecía la frialdad de aquel hombre, la desconfianza de todo y de
cualquiera. Era como un sabueso en una persecución a vida o muerte. Gracias
a su frialdad, Kent podía hablarle sin temor a perder los nervios.
—No sé cómo se llama usted —dijo Kent.
—Eso no importa. Me han asignado el trabajo.
—Como le iba diciendo, no tenemos enemigos… Por lo menos, ninguno
que yo conozca.
—Uno siempre tiene enemigos —murmuró el hombrecillo.
—No me parece probable que un gángster…
—No, los gangsters no se dedican a secuestrar niños. Adultos, sí, pero no
se arriesgan con los niños, en primer lugar porque es demasiado peligroso. El
secuestro de niños es lo más peligroso que hay en el mundo del crimen, y los
delincuentes listos lo saben. Siempre lo hace algún bribón de poca monta…
Él y un par de amigos, como mucho.
—¿Por qué es peligroso? —inquirió Kent.
—Siempre los cogen —dijo el hombrecillo, encogiéndose de hombros—.
¡Siempre!
Había algo tan tranquilizador en aquel hombre extraño y agudo que Kent
le dijo de improviso:
—Mi esposa quiere que paguemos el rescate. Supongo que eso le parecerá
un error, ¿verdad?
—Me parece absolutamente correcto —dijo el hombre—. ¡Perfecto! Mire,
señor Crothers, nosotros no somos magos. De alguna manera hemos de
establecer contactos. Sólo conozco dos casos en los que no se resolvió nada, y
en ambos los padres se negaron a pagar, de modo que no conseguimos ningún
indicio.
—¿Mataron a los niños? —preguntó Kent, y apretó los labios.
—¿Quién sabe? —replicó el hombrecillo, encogiéndose nuevamente de
hombros—. En fin, uno de ellos apareció muerto, y del otro nunca más se
supo.
Kent pensó que la muerte podría ser un consuelo. Preferiría muchísimo
más tener entre sus brazos el cuerpecillo sin vida de Betsy que ignorar para
siempre lo que había sucedido…
—Dígame lo que debo hacer y lo haré.
El policía encendió un cigarrillo.
—Siga actuando como si no nos hubiera dicho nada. Pague el rescate y,
naturalmente, anote los números de los billetes, al margen de lo que diga esa
carta. ¿Cómo van a enterarse? Pero páguelo…, y haga lo que le indiquen a
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continuación. Puede llamarme a este número. —Se sacó un papel del bolsillo
de la chaqueta y lo introdujo en el bolsillo de Kent—. Quizá debo decirle que
vamos a intervenir su teléfono.
—Haga lo que le parezca.
—¡Eso es todo lo que necesito! —exclamó el hombrecillo—. Ésas son
nuestras órdenes: hacer lo que quieren los padres. Es usted una persona
juiciosa. Una vez conocí a un tipo que iba por ahí con una escopeta para
mantener alejada a la policía. Quería arreglar las cosas por sí mismo.
—¿Recuperó a su hijo?
—No…, y, además, pagó el rescate. Eso de pagar es correcto, porque así
es el modo en que los cazamos. Pero aquel tipo anduvo por la vecindad
haciendo ruido y tratando de establecer su propia ley. No tuvimos ninguna
oportunidad.
Kent pensó en algo más.
—No quiero ahorrar nada, ni dinero ni problemas. Pagaré lo que sea,
naturalmente.
—Sí, claro —dijo el hombre—. Bueno, creo que eso es todo. Puede
dejarme cerca de la fonda. Entraré a tomar otro trago.
Volvió a sumirse en su placentero amodorramiento, y Kent, en silencio,
regresó al pueblo.
—Hasta la vista —dijo el policía cuando llegaron—, y buena suerte.
Bajó del coche y desapareció en dirección al bar.
El sol empezaba a ponerse cuando Kent emprendió el camino de regreso a
su casa. Pensó en lo poco que podría contarle a Allin, nada en realidad,
excepto que el hombre de gris le había gustado y confiaba en él. No, era
mucho más que eso: aquel individuo representaba algo mucho mayor que él,
todo el poder del gobierno organizado contra delitos como el secuestro de
criaturas inocentes, y eso era algo que procuraba consuelo. Detrás de aquel
hombre estaba la policía de la nación, todos con él, Kent Crothers,
ayudándole a encontrar a su hija.
Cuando llegó a casa, Allin estaba en la sala, esperándole.
—La verdad es que no ha dicho nada, querida —dijo Kent, besándola—,
salvo que tienes razón con respecto al rescate. Tenemos que pagarlo. Sin
embargo, es un hombre extraordinario. Tengo la sensación de que…, si vive
todavía, la recuperaremos. Ese individuo transmite confianza. —No dejó que
Allin diera rienda suelta a su aflicción, aunque notó que temblaba contra él.
En un tono muy pragmático, añadió—: Tenemos que registrar esos billetes de
banco, Allin.
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Y entonces, mientras estaban en su dormitorio registrando los billetes, él
siguió insistiendo en que lo que hacían era correcto.
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Entonces recordó que había algo en aquel hombre que le transmitía valor
y tranquilidad. Sólo él parecía totalmente seguro de lo que era mejor. Y,
además, estaban todos aquellos padres que habían tratado de resolver las
cosas por sí solos, cuyos hijos nunca habían regresado. No, sería mejor que
hiciera lo que sabía que debería hacer.
Entró en la casa con pasos pesados. Allin estaba acostada, con los ojos
cerrados.
—Cariño —le dijo él suavemente.
Ella abrió los ojos al instante y se irguió. Kent le dio el papel y se sentó en
la cama. Allin leyó la nota y luego le miró acongojada.
—¡Veinticuatro horas más! —susurró—. No puedo soportarlo, Kent.
—Sí que puedes —replicó él ásperamente—. Lo harás porque no hay otro
remedio. —Pensó que no permitiría que se derrumbara justamente ahora,
aunque tuviera que azotarla—. Tenemos que esperar, no podemos hacer nada
más. ¿Qué otra alternativa hay? ¿Decírselo a Mike O’Brien? ¿Dejar que los
periódicos se enteren y lo echen todo a perder?
Ella meneó la cabeza.
—No.
Kent se levantó. Ansiaba estrecharla entre sus brazos, pero no se atrevió a
hacerlo. Cuando todo terminara, le diría lo que había pensado de ella, lo
maravillosa que era, lo valiente y animosa…, pero ahora no podía hacerlo.
Era mejor para los dos mantenerse alejados de todo lo que pudiera hacer que
sus fuerzas flaqueasen.
—Levántate —le ordenó—. Vamos a comer algo. No he tomado ni un
solo bocado en todo el día.
Le haría bien salir de su postración y ocuparse en algo. Tampoco ella
había comido nada.
—De acuerdo, Kent —le dijo—. Me lavaré la cara con agua fría y bajaré.
—Te estaré esperando.
Esto le dio la oportunidad de hacer lo que había decidido… ¡Claro que la
aprovecharía! Ahora los criminales tenían su dinero, y era el momento de
hacer intervenir a aquel extraño hombrecillo. Marcó el número que éste había
deslizado en su bolsillo y, casi al instante, escuchó aquella voz que
pronunciaba lenta y pausadamente las palabras.
—¿Diga?
—Soy Kent Crothers. ¡He recibido esa invitación!
—¿Ah, sí? —El tono de voz se hizo súbitamente alerta.
—¡Mañana a las doce!
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—¿Sí? ¿Dónde? Será por la noche, claro. Eso siempre se hace a media
noche.
—En la casa de mi jardinero.
—Muy bien, señor Crothers. Siga adelante como si no nos hubiera dicho
nada.
La comunicación se cortó. Kent permaneció unos instantes escuchando,
pero no oyó nada más. Todo parecía exactamente igual que antes, pero no era
lo mismo. Alguien, en alguna parte, había manipulado el cable telefónico.
Alguien escuchaba todo lo que se decía por teléfono en aquella casa. Era
siniestro y, no obstante, tranquilizador… Siniestro si uno era el criminal.
Oyó los pasos de Allin bajando por la escalera y fue a su encuentro.
—Tengo una corazonada —le dijo, sonriente.
—¿Cuál? —Ella trató de devolverle la sonrisa.
Kent la acompañó al comedor.
—Vamos a ganar —le dijo.
Si aún estaba viva, añadió para sí, si no le había ocurrido nada a aquel
tesoro de su vida. Entonces, apartó resueltamente el recuerdo de la carita de
Betsy.
—Voy a comer, y tú también vas a hacerlo. Mañana les derrotaremos.
Pero la espera hasta el día siguiente casi les derrotó. El tiempo parecía
inmóvil, no había manera de hacer que pasara. Intentaron llenarlo con una
docena de pequeñas ocupaciones domésticas. Por suerte era domingo, y a ello
se sumaba la afortunada circunstancia de que la madre de Kent estaba
resfriada y les había telefoneado para decirles que no irían a hacerles su
habitual visita.
Permanecieron juntos, el matrimonio y el pequeño Bruce. A media tarde,
Kent ya no tenía nada que hacer, había realizado todas las tareas hogareñas
pospuestas a lo largo del año, y todavía quedaban horas de espera. Jugaron
con Bruce y luego le dieron la cena y le acostaron. Entonces volvieron al
dormitorio, dejando de nuevo la puerta abierta para ver a Bruce en su cuarto,
y se pusieron a leer.
Alguna vez, cuando todas aquellas horas hubieran pasado, Kent tendría
que pensar otra vez en muchas cosas. Pero ahora todo eso tendría que esperar
hasta que, a medianoche, aquella pesadilla finalizara. Sus pensamientos no
podían pasar de ese límite.
Se levantó a las once.
—Ya me voy —le dijo a su esposa, y se inclinó para besarla.
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Ella se le aferró, pero se separaron de inmediato. Ambos sabían que no era
el momento de ceder.
Condujo su coche lo más silenciosamente posible y lo dejó en el extremo
de la calle, a seis manzanas de distancia. Entonces echó a andar, pasó ante
unas casitas destartaladas y dos solares vacíos, hasta llegar a la puerta
desvencijada de la verja que circundaba el terreno de Peter. La casa estaba a
oscuras. Kent fue a la entrada y llamó suavemente. Oyó que Peter musitaba:
—¿Quién e?
—Déjame entrar, Peter —dijo en voz baja. La puerta se abrió—. Soy yo,
Peter…, Kent Crothers. Déjame pasar, van a traer a la niña aquí.
—¿A mi caza? Déjeme que encienda la luz.
—No, Peter, no enciendas la luz. Voy a quedarme aquí sentado, en la
oscuridad, pero no cierres la puerta, ¿eh? Me sentaré al lado de la puerta.
¿Dónde hay una silla?
—Estaba temblando y tropezó con la silla que Peter le había adelantado.
—¿No quiere tomar un trago, zeñó Crothers? Tengo un licó de maí.
—Gracias, Peter.
Oyó los pasos del jardinero que se alejaban, y poco después el viejo
volvió y le puso una taza de hojalata en la mano. Kent engulló el líquido, que
tenía un fuerte tufo y le produjo una sensación de ardor en la garganta, como
si se hubiese tragado una llama, pero al instante se sintió reconfortado. La voz
de Peter era un susurro espectral en la oscuridad:
—¿Puedo hacer algo por uzté, zeñó Crothers?
—Nada en absoluto. Sólo podemos esperar.
—Entonce ezperaré aquí. Mi mujé eztá durmiendo y tendremo una
dizcuzión zi vuelvo a la cama y la dezpierto.
—Quédate si quieres, pero no debemos hablar.
—No, zeñó.
La angustia de aquella espera era el punto culminante en la larga angustia
que había sido toda la jornada. Permanecer inmóvil, aguzando el oído, sin
saber nada, preguntándose… Supongamos que algo le ocurría al hombre de
gris, que la policía husmeaba y asustaban al hombre que habría de traer a
Betsy. Supongamos que seguían ahí esperando hasta el alba, mientras Allin
esperaba en casa.
El interminable día no había sido nada en comparación con aquellos
momentos. Kent pasó revista a toda su vida y reflexionó en el horror de la
situación monstruosa en que ahora se encontraban Allin y él. ¿Vivían en un
país Ubre? Nadie era libre cuando uno tema los labios sellados ante el crimen,
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cuando no se atrevía a hablar por temor a que asesinaran a su hija. Si Betsy
estaba muerta, si no se la devolvían, nunca le diría a Allin que había
telefoneado al hombre de gris. Todavía estaba contento de haberlo hecho.
Después de todo, eran personas respetables a merced de…, pero si Betsy
estaba muerta, ¡preferiría haberse matado antes que ponerse en contacto con
aquel individuo!
Permaneció sentado, apretándose tanto las manos que se volvieron
exangües e insensibles. No tardaría en sentir calambres, pero no podía
moverse. Alguien pasó por la calle cantando a voz en grito.
—E un borracho —susurró Peter.
Kent no respondió. La calle quedó nuevamente en silencio. Entonces, en
la oscuridad —le pareció que habían transcurrido horas después de
medianoche— oyó el ruido de un coche que se acercaba y se detenía ante la
puerta de la verja. La puerta se abrió con un crujido y luego se cerró, al
tiempo que el coche se alejaba.
—Guíame para bajar los escalones —le pidió Kent a Peter.
Era la noche más negra que había visto jamás, pero al salir de la casa vio
que brillaban las estrellas. Peter le cogió del brazo para conducirlo por el
camino. Al llegar a la puerta, se agachó.
—Aquí etá la niña.
Tambaleante y aturdido, Kent tomó en sus brazos a la pequeña, fláccida y
pesada.
—Está caliente —murmuró—. Por lo menos está caliente.
La llevó a la casa y Peter encendió una vela y la alzó. Era ella, su Betsy,
con el vestido blanco sucio y abrigada con un jersey de hombre. Respiraba
pesadamente.
—Parece que la han drogao con algo —susurró Peter.
—He de llevarla a casa —dijo Kent con frenesí—. Ayúdame a ir al coche,
Peter.
—Zí, zeñó.
El viejo apagó la vela, cogió a Kent del brazo y empezaron a caminar en
silencio por la calle. Kent estaba bajo los efectos de la tensión acumulada, y
su único pensamiento era la idea fija de llegar a casa. En cuanto Betsy
estuviera allí, él…, él…
—¿Quiere que le lleve yo el coche, zeñó? —le preguntó Peter.
—Yo… Sí, quizá será mejor que conduzcas tú.
Subió al vehículo con la niña, cuya flaccidez le causaba aprensión.
¡Gracias a Dios que podía oírla respirar! Dentro de unos minutos, Betsy
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estaría en los brazos de su madre.
—No te quedes, Peter.
—No, zeñó.
Allin estaba en la puerta, esperando. La abrió y, sin mediar palabra tendió
los brazos para coger a la niña. Cerró la puerta tras ellos.
Kent sintió un acceso de náusea.
—Iba a decírtelo —dijo jadeante—. No sabía si decírtelo o no…
Las piernas le flaquearon y sintió que no podía sostenerse en pie.
Allin era un milagro, una mujer maravillosa, fuerte como una roca. Aquel
ser tan tierno que había soportado la tortura de aquellos días, estaba junto a su
cama cuando él despertó al día siguiente. Sonreía, y sólo estaba un poco
pálida.
—El médico dice que no puedes ir a trabajar, querido.
—¿El médico? —repitió él.
—Le llamé anoche, para que os viera a los dos…, a ti y a Betsy. No se lo
contará a nadie.
—Estaba fuera de mí —dijo él, aturdido—. ¿Dónde está la niña?
¿Cómo…?
—Se pondrá perfectamente bien —le interrumpió Allin.
—No, pero… ¡No me dices la verdad!
—Tú mismo puedes entrar en su cuarto y verla.
Él se levantó, tambaleándose un poco. Era curioso que las piernas le
hubieran flaqueado tanto la noche anterior; aún las notaba debilitadas.
Entraron en el cuarto de los niños, y allí estaba la pequeña, tendida en su
cama. Ahora dormía con más naturalidad, y en su rostro no había más señal
que una ligera palidez.
—Ni siquiera recordará lo ocurrido —dijo Allin—. Me alegro de que no
se llevaran a Bruce.
Él no respondió. No podía pensar…, ahora no había que pensar en nada.
—Vuelve a la cama, Kent, te subiré el desayuno. Bruce está tomando algo
abajo.
Kent se acostó de nuevo, avergonzado por su debilidad.
—Estaré bien después de tomar un café. Entonces quizá me levante.
Pero permanecer en cama era una delicia, y se sentía profundamente
agradecido por ello… Por todo. Pero mientras viviera, despertaría por las
noches empapado en el sudor producido por el recuerdo de aquella pesadilla.
Sonó el teléfono de la mesita de noche y lo cogió.
—¿Diga?
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—Hola, señor Crothers —respondió una voz. Era el hombre de gris—.
¿Sufrió algún daño la niña?
—¡No! —exclamó Kent—. ¡Está perfectamente!
—Me alegro. Bueno, sólo quería decirle que anoche capturamos al tipo.
—¡Lo han capturado! —Kent se levantó sobresaltado—. ¡Pero… pero eso
es extraordinario!
—Establecimos un cordón policial en un perímetro de varias manzanas y
le cogimos. También recuperará usted su dinero.
—Eso…, eso no importa ahora. ¿Quién era el secuestrador?
—Un individuo llamado Harry Brown… Un joven que trabaja en una
farmacia.
—¡Nunca oí ese nombre!
—No dice que usted no le conoce, pero su padre y el de usted fueron
juntos a la escuela, y está enterado de muchas cosas. Supongo que su padre es
un pobretón y sintió envidia del suyo. Probablemente todo se reduce a eso.
Según dice ese tipo, creía que usted le debía algo. No está en sus cabales,
claro. Bueno, ha sido un caso fácil. Ese hombre no era listo y, además, estaba
muy asustado. Se ha portado usted muy juiciosamente. La mayoría de la gente
echa a perder sus oportunidades actuando por su cuenta. Hasta la vista, señor
Crothers. Me alegro de que todo esté solucionado.
Eso era todo, y la comunicación terminó. Era algo increíble, imposible.
Kent paseó la mirada por la habitación familiar. ¿Todo aquello había sucedido
de verdad? Sí, había ocurrido y ya pertenecía al pasado. Era uno de esos casos
de secuestro que suceden en este país desquiciado, y de los que no se sabe
nada hasta que han concluido y los delincuentes están arrestados.
Allin estaba en el umbral de la puerta con una bandeja en las manos. Tras
ella entró Bruce, preparado para ir a la escuela. Ella habló en un tono tan
natural que Kent apenas pudo percibir el temblor de su voz:
—¿Qué te parece si hoy Peter acompaña a Bruce a la escuela?
Su mirada le suplicaba una decisión. ¿Deberían proteger especialmente al
niño después de lo ocurrido?
Entonces Kent pensó en algo que le había dicho el indómito hombre de
gris, aquella persona cuyo nombre no sabría, uno más entre todos los demás
hombres que intentaban hacer cumplir la ley en la nación. Aquel día, en el
coche, el hombrecillo le dijo: «Somos un pueblo sin ley. Si hiciéramos una
ley contra el pago de rescates, nadie la obedecería más de lo que obedecieron
la Prohibición. No, cuando a los norteamericanos no les gusta una ley, dejan
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de cumplirla. Y por eso, seguiremos teniendo secuestradores. Es el precio que
hay que pagar por la democracia».
Sí, ése era el precio. Todo el mundo pagaba, incluso él y Allin, la niña que
habían estado a punto de perder, aquel muchacho encerrado en la cárcel.
—Bruce tiene que vivir en su propio país —dijo al fin—. Supongo que
puedes ir solo a la escuela, ¿verdad, hijo?
—Claro que sí —dijo con firmeza el muchacho.
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UN PASAJE PARA BENARÉS
T. S. Stribling
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hacia la puerta con cuidado, procurando no mover su dolorida cabeza. A poca
distancia creyó ver otro durmiente, un mendigo culi tendido en una estera, y
le pareció que había otro más lejos. Al cruzar la puerta, la frescura de la
mañana tropical le acarició el rostro como los dedos fríos de una mujer. Los
pájaros kiskadee piaban en las palmas y en los árboles samán, y se oía el
rumor del rocío goteante. No lejos del templo, una mujer culi estaba de pie en
un extremo de una especie de sube y baja que tenía una gran piedra adosada
en el otro extremo; su movimiento hacía que la piedra bajase y aplastara el
arroz colocado en un mortero.
Poggioli la contempló un momento y luego se palpó el bolsillo en busca
de la llave con la que abriría la puerta del jardín de su amigo Lowe. La
encontró y subió por la Vía Tragarette hasta el lugar donde el escuálido
pueblo caribeño cedía el paso a los altos muros de los jardines y los arbustos
ornamentales del suburbio inglés de Port of Spain. El aire fresco le despejó y
caminó con más rapidez, hasta llegar a una entrada sin cerrar en uno de los
muros. Una sonrisa afloró a sus labios mientras entraba, y su buen humor fue
en aumento a medida que recorría el césped hasta llegar a una casa de piedra
que tema una ventana baja, todavía abierta. Aquella era su habitación. Apoyó
las manos en el alféizar, tomó impulso y saltó al interior, lo cual le produjo
una última punzada de dolor. Pero él no hizo caso y empezó a desnudarse
para la ducha matinal.
El señor Poggioli estaba bastante satisfecho de esta hazaña, aunque no
había promovido el experimento que le indujo a dormir en el templo. Ocurrió
de la siguiente manera. La noche anterior, el norteamericano y su anfitrión en
Port of Spain, un tal señor Lowe, empleado de banco, vieron que un desfile de
bodas entraba en el mismo templo en el que Poggioli acababa de pasar la
noche. Contemplaron a los músicos de piel morena y con túnicas blancas que
aporreaban sus tambores y hacían sonar las gaitas con los carrillos hinchados.
Detrás de ellos marchaba una procesión de cutíes. La novia era una chiquilla
de piel color crema que llevaba un peto de monedas de oro eslabonadas sobre
su seno infantil, mientras que ajorcas y brazaletes casi le cubrían brazos y
piernas. El novio, un culi alto y moreno, era el único hombre en el desfile
vestido con ropas europeas, y, curiosamente, iba ataviado con un completo
traje de ceremonia. Ante la incongruencia de aquel espectáculo, Poggioli se
echó a reír, pero Lowe le tocó el brazo y dijo en voz baja:
—No lo tome a mal, hombre, pero me haría un favor si no se riera.
Poggioli se puso serio.
—Desde luego, pero, ¿cómo es eso?
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—El novio, Boodman Lal, posee una de las mejores tiendas de objetos de
arte en la ciudad y tiene cuenta corriente en mi banco. El quinto hombre del
desfile, el esqueleto que lleva la kapra amarilla, es el viejo Hira Dass, cuya
fortuna se calcula en un millón de fibras esterlinas.
El respeto norteamericano hacia el dinero hizo que el psicólogo se pusiera
bastante serio. Lowe siguió diciendo:
—Hira Dass levantó este templo y casa de descanso, donde se ofrece arroz
y té a todo viajero que lo visite de noche. Ayudar a los peregrinos
mendicantes que recorren los diferentes templos es una costumbre india. Un
indio rico construye un templo y una casa de descanso igual que los
millonarios americanos erigen bibliotecas.
El norteamericano asintió de nuevo, mientras contemplaba al viejo
enfundado en la túnica de seda amarilla. Y, en aquel mismo momento,
Poggioli tuvo la extraña impresión que le llevó a emprender su aventura
nocturna.
Cuando el desfile de bodas entró en el templo, la áspera música se detuvo
bruscamente. Entonces, mientras la fila de culíes con túnica desaparecía en el
oscuro interior, el psicólogo tuvo la extraña sensación de que el desfile había
sido engullido y ya no existía. El extravagante edificio rojo y dorado brillaba
bajo el sol, era una realidad patente, mientras que sus devotos se habían
diluido en la nada.
La impresión era tan peculiar y sorprendente que Poggioli parpadeó y se
preguntó cuál podría ser la causa. De algún modo, el templo le había sugerido
la teoría hindú del nirvana. ¿Era posible que el arquitecto hindú hubiera
plasmado cierta asociación de ideas entre la doctrina de la extinción y las
curvas, los planos y colores que brillaban ante él? ¿Lo había hecho por
contraste o símil? El hecho de que Poggioli fuese psicólogo hacía que el
problema le resultara tanto más intrigante: la influencia psicológica de la
arquitectura. Tenía que haber algún razonamiento detrás de aquello. Se le
ocurrió una idea para buscar la solución del problema. Se volvió hacia su
amigo y le preguntó con vehemencia:
—Dígame, Lowe: ¿qué le parece si pasamos la noche en el templo de Hira
Dass?
El otro le miró sorprendido.
—¿Para qué?
—Simplemente para pasar la noche ahí. He tenido una impresión…
—Por favor, amigo mío. ¡Nadie ha pasado jamás toda la noche en un
templo culi! ¡Eso es algo que no se hace!
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El norteamericano insistió un poco más.
—Usted y yo pasamos una noche estupenda a bordo del Trevemore
cuando nos conocimos.
—Eso fue por necesidad —dijo el empleado de banco—. No quedaba
ningún camarote de primera clase en el Trevemore, así que tuvimos que viajar
en cubierta.
Él psicólogo renunció entonces a sus esfuerzos para tener compañía.
Aquella noche salió sigilosamente de la casa de Lowe, regresó al grotesco
templo, entró y le dieron una taza de té, un plato de arroz y una esterilla para
dormir. El investigador sólo obtuvo otra impresión, y fue una serie de sueños
fantásticos y llenos de color, de los que no recordaba detalle alguno. Luego,
se despertó con un fuerte dolor de cabeza y regresó a casa.
El señor Poggioli terminó de vestirse y, al cabo de unos minutos, sonó la
campanilla del desayuno. Se dirigió al comedor y encontró al empleado de
banca que desplegaba las páginas húmedas del Inquirer de Port of Spain. Era
un periódico de estilo inglés, con unas columnas pequeñas y macizas, sin
titulares que llamaran la atención. Poggioli le echó un vistazo y se preguntó
vagamente si en Trinidad nunca ocurría nada que valiera la pena destacar.
Ram Jon, el sirviente hindú de Lowe, entró en la sala con el desayuno:
naranjas peladas, té, tostadas y una chirimoya flanqueada por medio limón
para rociarla con el zumo.
—La libra esterlina ha avanzado un punto —dijo monótonamente Lowe,
sin alzar la vista del periódico.
—Llegará a la par —comentó el norteamericano, con una ligera sonrisa,
preguntándose qué diría Lowe si le contaba lo de su escapada.
—Nuestro gobernador general llegará a Trinidad el día doce.
—Sin duda eso se merece un titular —dijo el psicólogo.
—No trate de corromperme con su amarilla prensa americana —replicó
sonriente el empleado de banco.
—Pues siga así si prefiere hacer un trabajo de investigación cada mañana
mientras desayuna.
El empleado de banco se rió de nuevo y siguió leyendo el periódico. Al
cabo de un rato dijo:
—Aquí tiene, otro culi mata a su mujer. Dígame, Poggioli, como
psicólogo, ¿por qué matarán los culíes a sus mujeres?
—Supongo que por diversas razones, o a lo mejor en este caso no la mató.
Sin duda, de vez en cuando es otra persona…
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—¡De ninguna manera! Siempre es el marido, y en vez de tener varias
razones, no tienen ninguna en absoluto. ¡Dicen que se les calienta la cabeza, y
para enfriarla rebanan la de sus esposas!
El psicólogo estaba vagamente divertido.
—Mire, Lowe, ustedes, los ingleses, son un pueblo de ideas fijas. Usted
cree de verdad que toda mujer culi asesinada es una víctima del marido, el
cual la mata sin ningún motivo.
—Creo que así es —asintió Lowe, alzando la vista del periódico.
—Eso me confirma que ustedes, los ingleses, no sienten verdadera
simpatía por sus razas subordinadas. Ese podría ser el motivo de la grandeza
de su imperio. Su altivez, su falta de simpatía… Al volverse automáticos se
convierten en personas dignas de toda confianza. ¡La idea de que toda mujer
culi es asesinada por su marido sin ningún motivo!
—Así es —repitió Lowe, con inglesa imperturbabilidad.
Sonó el timbre de la puerta del jardín e interrumpió la conversación. Poco
después, los dos hombres vieron a través de la penumbra que Ram Jon
entreabría la puerta del muro, sólo unos centímetros, intercambiaba unas
palabras con alguien y recibía una carta. Regresó con ágiles y deslizantes
pasos.
Lowe recibió la nota a través de la ventana abierta y rasgó el sobre. Eran
dos notas y no una sola. El empleado miró los papeles y empezó a leer con
una creciente expresión de asombro en el rostro.
—¿De qué se trata? —irrumpió Poggioli al fin.
—Es una carta de Hira Dass dirigida a Jeffries, el vicepresidente de
nuestro banco. Dice que han arrestado a su sobrino Boodman Lal y quiere que
Jeffries le ayude a conseguir su libertad.
—¿Por qué le han detenido?
—Pues…, por asesinar a su esposa —dijo Lowe, cariacontecido.
Poggioli le miró fijamente.
—¿No es el hombre que vimos ayer en el desfile?
—¡Sí que lo es, maldita sea! —exclamó Lowe, súbitamente molesto—. Es
un hombre juicioso y uno de nuestros mejores clientes. —Se quedó mirando a
su compañero, con la carta en la mano, y de repente recordó algo y lo
aprovechó a la manera inglesa—: Eso demuestra que mi afirmación es
correcta, Poggioli… Un hombre que se ha casado hace sólo seis u ocho horas
y mata a su esposa. ¡Se limitan a cometer uxoricidio sin ningún motivo
especial, esos canallas irracionales!
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—¿Y la otra carta? —sondeó el americano, inclinándose por encima de la
mesa.
—Es de Jeffries. Dice que quiere que me ocupe de este caso y consiga al
mejor abogado de Trinidad para exonerar al familiar del señor Hira Dass, y
que hable con éste. —El empleado introdujo de nuevo las cartas en el sobre
—. Usted tiene cierta experiencia en estas cosas. ¿Quiere acompañarme?
—Con mucho gusto.
Los dos hombres se levantaron al instante, se pusieron los sombreros y se
encaminaron de nuevo a la Vía Tragarette. Mientras permanecían de pie bajo
el calor creciente, en espera del tranvía, a Poggioli se le ocurrió que los
detalles del asesinato debían de figurar en el periódico matutino. Cogió el
Inquirer de su amigo y empezó a revisar las columnas de texto apretado. Por
fin encontró un párrafo sin ningún titular:
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El psicólogo dedicó un momento a reflexionar arduamente en la clase de
editor que publicaría el relato de un crimen misterioso, sin ningún titular,
entre un aviso legal y una nota de sociedad. Luego volvió su atención a los
detalles horrendos y misteriosos que contenía el párrafo.
—Lowe, ¿qué opina de esos mendigos, cada uno con una moneda y una
joya?
—Es bastante sencillo. Los canallas esperaron ocultos en el templo hasta
que el marido salió y dejó allí a su esposa, y entonces la asesinaron y se
repartieron el botín.
—Pero esa niña llevaba encima bastantes ajorcas para que cada uno se
quedara con una docena.
—Sí, eso es un hecho —admitió Lowe.
—¿Y por qué habrían de seguir durmiendo en el templo?
—¿Por qué no? Sabían que sospecharían de ellos y no teman manera de
huir de la isla y evitar que los apresaran, y así les pareció que podían tenderse
de nuevo y seguir durmiendo.
El tranvía se aproximaba, y el señor Poggioli asintió, aparentemente
convencido.
—Sí, creo que así es como ocurrió.
—¿Quiere decir que los mendigos la mataron?
—No, imagino que el verdadero asesino cogió las joyas de la chica y
recorrió el templo metiendo una ajorca y una moneda en los bolsillos de cada
mendigo durmiente, para dejar una pista falsa.
—¡No me diga! —exclamó el empleado de banco—. ¡Eso es complicar
demasiado las cosas, Poggioli!
—Amigo mío, es la única explicación de las monedas en los bolsillos de
los mendigos.
Por entonces estaban en el tranvía y bajaban traqueteando por la Vía
Tragarette. Mientras avanzaban hacia el pueblo hindú, Poggioli recordó de
súbito que la noche anterior había recorrido aquella misma distancia y
dormido en el mismo templo. Cierto impulso irreprimible hizo que el
americano registrara rápidamente sus propios bolsillos. A un lado palpó las
llaves del baúl y de la casa de Lowe; al otro tocó varias monedas y un aro
duro. Con un ligero estremecimiento, llevó estas piezas hasta el borde del
bolsillo y las miró con disimulo; en uno vio la curva de una ajorca de oro, en
el otro la cara de una antigua moneda inglesa de oro que, sin duda, había
estado soldada a algo.
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Con una cierta sensación de aprensión, Poggioli volvió a dejar los objetos
en el fondo de los bolsillos y fijó la mirada en el pueblo de los culíes, al que
se aproximaban. Se humedeció los labios y pensó en qué sería lo mejor que
podría hacer. Lo único que se le ocurría era hacer la maleta y abordar el
primer vapor que saliera de Trinidad, al margen de cuál fuera su puerto de
destino.
Lleno de inquietud, el psicólogo sintió la tentación de tirar allí mismo las
piezas de oro, pero mientras el tranvía entraba traqueteando en el caserío de
Perú, reflexionó en que nadie más en Trinidad sabía que él estaba en posesión
de aquellas cosas, excepto la persona que las había deslizado en sus bolsillos,
pero no era probable que esa persona mencionara el asunto. Además, era
aquel un incidente tan extraño, tentaba tanto a su espíritu analítico, que
decidió seguir con la investigación.
Dos minutos después, Lowe pidió parada y los dos hombres descendieron
en el asentamiento hindú. Por entonces, la calle estaba llena de culíes,
hombres y mujeres grasientos que iban de un lado a otro con bultos en la
cabeza o se sentaban en parejas bajo el sol, turnándose para examinar sus
respectivas cabezas en busca de piojos. Lowe miró a su alrededor, se orientó y
echó a andar briosamente por delante del templo, pero Poggioli le detuvo y le
preguntó adónde iba.
—A visitar al viejo Hira Dass, de acuerdo con las instrucciones que me ha
dado Jeffries —dijo el inglés.
—Podríamos entrar un momento en el templo. No deberíamos ir a verle
sin tener, por lo menos, un conocimiento del escenario del crimen.
El empleado titubeó, caminando más lentamente, pero en aquel momento
miraron a través de la puerta del templo y vieron cinco culíes sentados en el
interior. En la entrada había un policía, vigilando a aquellos hombres que, con
toda evidencia, eran prisioneros. Lowe se acercó al policía, le hizo saber su
misión y poco después entró con su amigo en el templo.
Los prisioneros culíes eran tan repulsivos como lo son todos los de su
clase. Cuatro eran delgados como cadáveres, y el quinto era gordo y fofo. Los
cinco se cubrían con unos harapos de estopilla, que les dejaban tan expuestos
como si no llevaran nada. Uno de los hombres demacrados tenía la boca
constantemente abierta, con una expresión de sufrimiento causada por una
carencia crónica de alimento. Los cinco estaban en cuclillas sobre sus esteras
y miraban a los blancos con sus ojos como cuentas de vidrio. El gordo dijo en
voz baja a sus compañeros:
—El sahib.
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Estas palabras susurradas inquietaron un poco a Poggioli, que pensó
nuevamente que sería conveniente que se retirara lo más discretamente
posible de todo cuanto rodeaba el asesinato de la pequeña Maila Ran. Sin
embargo, no le sería difícil explicar su presencia en el templo, y, además, le
seducía el velado rostro del misterio. Observó a los cinco mendigos: el obeso,
los flacos, el de rostro con expresión sufriente.
—Muchachos —les dijo, pues todos los culíes son muchachos—.
¿Alguno de vosotros oyó anoche ruidos en el templo?
—Mucho sueño, sahib, no ruido. Policía nos despertó por la mañana a
golpes y nos hizo sentamos aquí.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el americano al locuaz mendigo gordo.
—Chuder Chand, sahib.
—¿Cuándo te retiraste a dormir anoche?
—Después de tomar el arroz y el té, sahib.
—¿Recuerdas haber visto entrar en este edificio a Boodman Lal y su
esposa?
Precisamente en este punto era en el que los mendigos discrepaban. El
gordo lo recordaba; dos de los cadavéricos sólo recordaban a la esposa, uno
solamente a Boodman Lal, y otro no recordaba absolutamente nada.
Poggioli se concentró en el gordo.
—¿Les viste salir?
Los cinco hicieron un gesto negativo con la cabeza.
—Entonces, ¿todos estabais dormidos?
El gesto general fue de asentimiento.
—¿Tuvisteis alguna impresión durante el sueño, algún trastorno, algo que
turbara vuestro sueño, algún ruido?
El hombre de expresión horrorizada dijo en un tono espectral:
—Yo he tenido una pesadilla, sahib. Esta mañana, cuando el policía me
despertó a golpes, creí que el sueño se convertía en realidad.
—Yo también he soñado, sahib.
—Y yo, sahib.
—Y yo.
—¿Todos habéis tenido pesadillas?
Asentimiento general de nuevo.
—¿Qué has soñado, Chuder Chand? —inquirió el psicólogo, cuyo interés
empezaba a ir en aumento.
—Soñé que era un cerdo muy gordo, pero aun así me moría de hambre,
sahib.
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—¿Y tú? —preguntó a uno de los mendigos flacos.
—Que estaba aplastado bajo un gran cuenco de arroz, sahib, pero tema
hambre.
—¿Y tú? —preguntó Poggioli al culi de expresión horrorizada.
El culi se humedeció los labios y susurró en su tono espectral:
—Soñé que era Siva, sahib, sostenía el mundo en mis manos y lo mordía
y sabía amargo, como la corteza de un limón. Y le dije a Vishnú: «Déjame ser
un perro en las calles, antes que saborear la amargura de este mundo», y
entonces el policía me golpeó, sahib, y me preguntó si había asesinado a
Maila Ran.
El psicólogo se quedó mirando las sienes hundidas y los andrajosos
zahones del mendigo, asombrado de la extraordinaria visión divina que había
tenido lugar en la cabeza del viejo. Sin duda, este sueño grandilocuente era
una especie de compensación por la existencia llena de hambre y penalidades
que arrastraba el pobre hombre.
Entonces, intervino el empleado de banco para decir que sería mejor que
prosiguieran su camino y visitaran al viejo Hira Dass, de acuerdo con las
instrucciones.
Poggioli se volvió y siguió a su amigo al exterior del templo.
—Lowe, creo que ahora podemos descartar del todo la teoría de que los
mendigos asesinaron a la muchacha.
—¿En qué se basa para creerlo así? —preguntó el empleado, sorprendido
—. No le han contado más que sus sueños.
—Ese es precisamente el motivo. Los cinco han tenido unos sueños
turbulentos y fantásticos, lo cual sugiere que les dieron alguna clase de
narcótico con el arroz o el té antes de que durmieran. Es muy improbable que
cinco culíes ignorantes tuvieran el ingenio suficiente para tramar semejante
evidencia.
—Eso es un hecho —admitió el inglés, un poco sorprendido—, pero no
creo que un tribunal de Trinidad admitiera esa evidencia.
—No estamos buscando pruebas legales, sino algún indicio del verdadero
criminal.
Mientras tanto, los dos hombres caminaban por un callejón caluroso y
maloliente que conducía a la plaza, un poco al este del templo. Lowe tiró de la
cadena de una campanilla en una alta pared de adobe, y a Poggioli le
sorprendió que aquel pudiera ser el hogar de un millonario hindú. Poco
después se abrió la puerta y el señor Hira Dass en persona apareció en el
umbral. El viejo hindú vestía aún la prenda de seda amarilla que revelaba su
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cuerpo enflaquecido casi como si estuviera desnudo. Pero la expresión de su
rostro, con la nariz aguileña y los ojos negros y brillantes, era despierta, y sus
arrugas no sugerían tanto una edad avanzada como astucia y perspicacia.
El viejo culi condujo inmediatamente a sus visitantes a un patio abierto
rodeado de columnas de mármol con un surtidor en el centro y palomas
blancas que revoloteaban hasta el friso o descendían de nuevo.
Inmediatamente, el hindú empezó a hablar del asesinato y la ansiedad que
tenía para exonerar a su desdichado sobrino. Hablaba un inglés muy bueno,
debido sin duda a la asociación ' comercial de sus últimos años.
—Es un asesinato muy misterioso —comentó, meneando la cabeza—, y la
vida de mi pobre sobrino dependerá de los esfuerzos que ustedes hagan,
caballeros. ¿Qué piensan de esos mendigos a los que encontraron en el templo
con las ajorcas y las monedas?
El señor Hira Dass había hecho sentarse a los visitantes en un banco de
mármol blanco, y ahora se paseaba nerviosamente por delante de ellos, como
un fanático y viejo espantapájaros cubierto de seda amarilla.
—Me temo que el juicio que me he formado de los mendigos le
decepcionará, señor Hira Dass —respondió Poggioli—. Mi teoría es que son
inocentes del crimen.
—¿Por qué dice eso? —le preguntó Hira Dass, dirigiéndole una mirada
penetrante.
—El psicólogo explicó su deducción por los sueños de los mendigos.
—Usted no es inglés, señor —exclamó el viejo—. Ningún inglés habría
pensado en eso.
—No, soy medio italiano y medio americano.
El viejo indio asintió.
—Su sangre latina le presta esa sutileza, señor Poggioli, pero basa usted
su prueba en la causa mecánica de los sueños y no en el contenido de éstos.
El psicólogo miró el rostro astuto del viejo y su figura de gnomo y sonrió.
—Difícilmente podría utilizar los sueños en sí, aunque eran bastante
fantásticos.
—Ah, ¿es que inquirió usted el contenido de los sueños?
—Sí, por interés profesional.
—¿Cuál es su profesión? ¿Es usted detective?
—No, soy psicólogo.
El viejo Hira Dass interrumpió su paseo tambaleante arriba y abajo del
piso de mármol para mirar con fijeza al americano, y entonces estalló en la
risa más desenfrenada que Poggioli había oído jamás.
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—¡Un psicólogo, e investiga los sueños de un presunto criminal por
simple curiosidad! —El viejo gnomo rió de nuevo y entonces se puso serio;
señaló con su delgado dedo al americano—: No debo reírme. Su atman, su
conciencia pura, por lo menos tantea en pos del conocimiento, como lo hace
el lución. Pero dejemos esto, señor Poggioli. Nuestro problema es encontrar al
criminal que cometió este delito y devolver la libertad a mi sobrino Boodman
Lal. No puede imaginar lo que esto representa para mí. Yo convine el
matrimonio del muchacho.
El americano miró al viejo de un modo inquisitivo. Aquello le daba una
nueva base para sus deducciones.
—¿Convino usted el matrimonio de un sobrino que tiene más de treinta
años?
—Sí, quería que evitara las trampas en las que yo caí —replicó Hira Dass
seriamente—. Estaba soltero y ya había empezado a ganar mucho dinero. Eso
es lo mismo que yo hice, señor Poggioli, y míreme ahora…, soy un hombre
viejo y solo en una tierra extranjera. ¿De qué sirve este patio de mármol
cuando los hombres de mi propia clase no pueden venir a sentarse conmigo y
cuando no tengo nietos para dar de comer a las palomas? No, he amasado una
gran fortuna. Me he comido el mundo, señor Poggioli, y me ha parecido
amargo. Ahora aquí me tiene, hecho un paria.
La pasión que encerraban estas palabras conmovió al americano, al
tiempo que la fraseología del viejo hindú le recordaba vivamente los sueños
que le contaron los mendigos en el templo. El psicólogo reparó en ello
apresuradamente, en el flujo de la conversación, y sintió curiosidad, pero, al
mismo tiempo, otra parte de su cerebro le impulsaba a hacer unas preguntas
triviales:
—Entonces, ¿por qué no regresa a la India, señor Hira Dass?
—¡Con este cuerpo gastado! —El viejo hindú se señaló con un gesto
despectivo—. ¡Y con esta cara arrugada por el afán de acumular dinero! Mire,
señor Poggioli, mi mentalidad es medio inglesa. Si regresara a Benarés,
andaría por las calles pensando en lo que cuestan los templos y en el valor de
las piedras preciosas engastadas en los ojos de la imagen de Krishna. Por eso,
los hindúes perdemos nuestra casta si viajamos al extranjero y nos
establecemos en otras tierras. Sí, en efecto, perdemos nuestra casta y no
somos ni hindúes ni ingleses. Nuestra mente está dividida, y así nunca podré
reunirme de nuevo con mi pueblo, señor Poggioli. Debo dejar mi mente y mi
cuerpo occidentales aquí, en Trinidad.
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Las palabras del viejo Hira Dass produjeron en el americano esa huidiza
credulidad en la transmigración del alma que siempre inspira un creyente
apasionado. El viejo hindú hacía que la teoría de la palingenesis pareciera casi
algo normal y corriente. Un hombre moría aquí y reaparecía como un bebé en
la India. No había en ello nada tan increíble, puesto que la energía básica de
un hombre, que ha amado y odiado, ha tenido aspiraciones y pesares en esta
tierra, debe ir a alguna parte, mientras que la materia en sí era una simple
danza de átomos. Qué era lo más permanente, ¿la pasión de Hira Dass o su
patio de mármol? Ambas cosas eran simples formas de fuerza. El psicólogo
hizo un esfuerzo para salir de su ensoñación.
—Esto es muy interesante, o quizá deba decir conmovedor, Hira Dass.
Tiene usted unas pesadumbres extrañas, pero estábamos hablando de su
sobrino, Boodman Lal. Creo tener una teoría que podría liberarle.
—¿Y cuál es?
—Como le he dicho, creo que dieron alguna poción para dormir a los
mendigos del templo. Sospecho que el encargado del templo echó la droga en
el arroz y luego asesinó a la esposa de su sobrino.
El millonario se quedó pensativo.
El encargado es el bueno de Gooka, un pobre desdichado a quien empleo,
señor Poggioli, y no puedo creer que él haya cometido este asesinato.
—Perdóneme, pero no sigo su razonamiento. Si es pobre, tendría un
poderoso motivo para cometer el robo.
—Eso es cierto, pero un hombre muy pobre nunca habría puesto las diez
piezas de oro en los bolsillos de los mendigos para dejar una pista falsa. El
hombre que realizó esta hazaña debe de ser una persona acomodada,
acostumbrada a usar el dinero para lograr sus fines. En consecuencia, si yo
buscara al criminal pensaría en un hombre rico.
—Pero señor Hira Dass —protestó el psicólogo—, eso hace que la
sospecha recaiga de nuevo en su sobrino.
—¡Mi sobrino! —gritó el viejo, otra vez excitado—. ¿Qué motivo tendría
mi sobrino para matar a la mujer con quien se había casado sólo unas horas
antes?
Poggioli replicó con frialdad académica:
—¿Pero qué motivo tendría un hombre acomodado para matar a una niña?
¿Y qué oportunidades tendría para introducir el narcótico en el arroz?
El viejo hindú alzó un dedo y se acercó más.
—Le diré lo que sospecho —dijo en voz baja—, y usted puede completar
los detalles.
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—Sí, ¿cuál es su sospecha? —preguntó Poggioli, con atención renovada.
—Esta mañana fui al templo para hacerme cargo del cuerpo de mi pobre
sobrina asesinada y traerla aquí, a mi finca, para el entierro. Hablé con los
cinco mendigos y me dijeron que anoche hubo un sexto durmiente en el
templo.
El viejo culi meneó el dedo, enarcó las cejas y adoptó un aspecto como el
que podría tener un gnomo. El americano sintió una cierta consternación.
Procuró no humedecerse los labios, y quizá lo consiguió, pero no se le ocurrió
más que enarcar las cejas y decir:
—¿Estuvo allí, de veras?
—Sí… ¡Y era un hombre blanco!
Lowe, el empleado de banco, que había permanecido en silencio hasta
entonces, intervino.
—¡Eso no es posible, señor Hira Dass, un hombre blanco no!
—Los cinco culíes y mi empleado, Gooka, me han dicho que es cierto —
reiteró el viejo—, y Gooka siempre ha dicho la verdad. Además, un hombre
así encajaría exactamente en el papel de atacante. Sería rico, acostumbrado a
usar el dinero para lograr sus fines.
El psicólogo hizo una especie de salto mental para refutar aquella rápida
colección de pruebas que el viejo Hira Dass acumulaba contra él.
—Pero señor Hira Dass, la decapitación no es una forma muy americana
de asesinar.
—¡Americana!
—Yo…, hablaba en general —balbució el psicólogo—. Quiero decir que
no es un método para asesinar propio de un hombre blanco.
—Eso es revelador en sí mismo —se apresuró a replicar el hindú—.
Quiero llamar su atención en ese punto, pues muestra que el hombre blanco
era un hombre francamente educado, que había estudiado los hábitos mentales
de otros pueblos, aparte del suyo, por lo que pudo dar al crimen un parecido
extraordinario a un crimen hindú. Sugiero, caballeros, que empiecen la
búsqueda de un hombre blanco intelectual.
—¿Qué motivo podría tener ese hombre? —inquirió el americano.
—Posiblemente el robo, pero también, si era un hombre muy intelectual,
podría haber asesinado a la pobre niña a modo de experimento. No hace
mucho leí en un periódico americano una noticia sobre dos jóvenes que
habían cometido un crimen así.
—¡Un asesinato para experimentar! —exclamó Lowe, horrorizado.
—Sí, para registrar la reacción psicológica.
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Poggioli se levantó bruscamente.
—No puedo estar de acuerdo con semejante teoría, señor Hira Dass —dijo
con la voz quebrada.
—No, es demasiado descabellada —se apresuró a decir el empleado.
—Sin embargo, merece la pena investigar en esa dirección —insistió el
hindú.
—Sí, sí —convino el americano, evidentemente deseoso de marcharse—,
pero empezaré mis investigaciones interrogando a Gooka.
—Como quiera —dijo Hira Dass—, y utilicen cuantos ayudantes precisen
para sus investigaciones. Todos los gastos corren de mi cuenta. Por encima de
todo, quiero a mi sobrino en libertad y que prendan al verdadero criminal y lo
lleven a la horca.
Lowe asintió.
—Haremos cuanto podamos, señor —respondió con su minuciosidad
típicamente inglesa.
El viejo acompañó a sus visitantes hasta la puerta y les hizo una
reverencia antes de que salieran al maloliente callejón.
Mientras los dos amigos echaban a andar bajo el sol ardiente, el empleado
de banco se echó a reír.
—¡Un hombre blanco en el templo! Eso me parece una pura ficción para
proteger a Boodman Lal. Ya sabe que estos culíes están unidos como
ladrones. —Siguieron andando un poco más en silencio y, al cabo de un rato,
añadió—: Menos mal que anoche decidimos no dormir en el templo, ¿eh,
Poggioli?
El americano experimentó una sensación nauseabunda. Por un momento,
sintió la tentación de ser sincero con su amigo y decirle lo que había hecho y
pedirle consejo, pero al final le dijo:
—En mi opinión, el verdadero criminal es Boodman Lal.
Lowe miró de soslayo a su invitado e hizo un vago gesto de asentimiento.
—Yo creo lo mismo. Eso es lo que pensé en cuanto leí la información en
el Inquirer. Estos culíes son capaces de cortar a sus mujeres en pedazos sin
tener ningún motivo concreto.
—En este caso, conozco una razón muy buena —replicó el americano con
vehemencia, exteriorizando así su inquietud—. ¡Son esos condenados
matrimonios con niños! Cuando un hombre se casa con una chiquilla le tiene
sin cuidado… En fin, ¿qué sabe usted de Boodman Lal?
—Todo lo que se puede saber. Nació aquí y en Port of Spain siempre ha
sido una figura gracias a la riqueza de su tío.
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—¿Siempre ha vivido aquí?
—Excepto los seis años que pasó en Oxford.
—¡Así que ha pasado por Oxford!
—Sí.
—Ya lo tenemos. Ahí está el problema.
—¿Qué quiere decir?
—Sin duda se enamoró de alguna muchacha inglesa. Pero cuando ese tío
rico, Hira Dass, eligió una niña hindú como esposa para él, Boodman no pudo
negarse a la boda. Ningún hombre va a pelearse y poner en peligro una
herencia de un millón de fibras, pero eligió ese método horrible de librarse de
la niña.
—Creo que tiene usted razón —declaró el empleado de banco—. Estoy
seguro de que Boodman Lal ha matado a la chica.
—Parece claro que estaba comprometido con alguna muchacha inglesa y
esperaba la muerte de su tío para ser rico.
—Es muy posible, incluso probable.
Los dos hombres se habían detenido ante el grotesco templo, y mientras
hablaban un coche de caballos apareció por un ángulo de la plaza y se dirigió
directamente hacia ellos. El cochero negro agitó el látigo con ademán
interrogativo. El empleado le hizo una seña y el coche se detuvo junto al
bordillo. Lowe subió, pero Poggioli se quedó en la acera.
—¿No viene usted?
—Mire, Lowe —dijo Poggioli seriamente—, conscientemente no creo que
pueda continuar esta investigación tratando de exonerar a una persona a la
que todos los indicios señalan como culpable.
El empleado de banco estaba alarmado.
—¡Pero, hombre, no me deje así! Por lo menos acompáñeme a la
comisaría de policía y explique su teoría sobre el guardián del templo, Gooka,
y lo del arroz. Parece que eso encaja bastante bien. Después de todo, es
posible que Boodman Lal no sea el culpable. Hemos de hacer cuanto
podamos para esclarecer la verdad de todo este asunto.
Como Poggioli continuaba en la acera, Lowe le preguntó:
—¿Qué quiere hacer?
—Bueno, yo…, pensaba regresar a casa y hacer el equipaje.
El empleado de banco estaba realmente sorprendido.
—Hacer el equipaje… ¡Su barco no zarpa hasta el viernes!
—Sí, ya lo sé, pero hay un servicio diario a Curasao. Me apetece ir…
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—¡Vamos, vamos! —exclamó Lowe con pasmo—. No puede marcharse
así; precisamente cuando he removido un interesante caso de asesinato
misterioso para qué usted lo desentrañe. Debería usted apreciar más mis
esfuerzos como anfitrión.
—No crea que no los aprecio —dijo Poggioli en serio, titubeando.
En aquel momento su exceso de precaución dio uno de esos giros extraños
e instantáneos que ocurre de un modo tan inexplicable a los hombres, y
pensó: «Qué diablos, esta situación es interesante. Es una lástima dejarla, y no
me sucederá nada». Así pues, subió al coche con decisión y ordenó
vivamente:
—¡Muy bien, a la comisaría de policía, Sambo!
—Eso está mejor —dijo el empleado, mientras los caballos emprendían
un brioso trote bajo el intenso sol.
El señor Lowe, quizá por su profesión misma, tenía cierta habilidad para
resaltar al máximo los méritos de un invitado, y cuando llegaron a la
comisaría presentó su compañero al jefe de policía como «el señor Poggioli,
profesor de una universidad norteamericana y estudioso de psicología
criminal».
El jefe de policía, un tal señor Vickers, era un hombre bajo y grueso, con
un bronceado tropical en el rostro y los ojos siempre semicerrados para
protegerse del sol. No pareció muy impresionado por los títulos que Lowe dio
a su amigo, y se limitó a observar que si el señor Poggioli andaba buscando
crímenes, Trinidad era un buen lugar para encontrarlos.
El empleado de banco habló entonces con una cierta pomposidad en sus
ademanes.
—Le he pedido su asesoramiento en el caso de Boodman Lal. Tiene una
teoría sobre quién es el verdadero asesino de la señora Lal.
—También yo tengo una —replicó Vickers con una seca sonrisa.
—Naturalmente, cree usted que lo hizo Boodman Lal —dijo Lowe, con
más naturalidad.
Vickers no respondió, pero siguió mirando a los dos hombres en una
actitud de escucha, lo cual hizo que Lowe prosiguiera.
—En este asunto, señor Vickers, quiero serle totalmente franco. Admito
que el señor Hira Dass nos ha empleado para resolver este caso, y estamos
haciendo un esfuerzo para exonerar a Boodman Lal. Estamos seguros de que
usted haría gala de la famosa habilidad del departamento policial de Port of
Spain para establecer una teoría que permita liberar a Boodman Lal, con la
misma facilidad con que le condenaría.
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—Normalmente, nuestro departamento dedica su tiempo a actividades que
permitan condenar a los criminales y no a liberarlos.
—Sí, ya lo sé, pero si nuestra teoría señalara que el verdadero asesino…
—¿Cuál es su teoría? —preguntó Vickers sin mostrar excesivo
entusiasmo.
El empleado de banco empezó a explicar el sueño de los cinco mendigos y
la probabilidad de que les hubieran suministrado algún narcótico. El jefe de
policía sonrió levemente.
—¿Así que la teoría del señor Poggioli se basa en los sueños de esos
hombres?
Cuando alguien ponía en tela de juicio sus teorías, Poggioli reaccionaba
con el mal genio de un pedagogo.
—Mire, señor Vickers, sería una notable coincidencia que los cinco
hombres hubieran tenido simultáneamente unos sueños extravagantes, sin
alguna causa física. Eso sugiere con fuerza que el té o el arroz estaban
drogados.
Vickers siguió mirando a Poggioli sin decir nada, y el americano continuó
con menos acritud:
—Yo diría que Gooka, el guardián del templo, o bien echó él mismo la
droga en el arroz, o bien sabe quién lo hizo.
—Posiblemente.
—Mi idea es que envíe a un hombre en busca de los recipientes del arroz
y el té, haga que analicen su contenido, descubran el soporífero utilizado y,
luego, que sus hombres investiguen los registros de ventas de las farmacias,
para ver quién ha comprado últimamente esa droga.
El señor Vickers gruñó una evasiva monosilábica y entonces se dirigió al
psicólogo en el tono animado de quien conoce por vez primera a alguien en
una fiesta social:
—¿Le gusta Trinidad, señor Poggioli?
—Es un país de notable frondosidad, con naranjas y pomelos silvestres…
—¿Acaba de llegar?
—Sí.
—¿En qué universidad enseña?
—En la estatal de Ohio.
Un destello burlón apareció en los ojos del señor Vickers.
—Una cátedra de psicología criminal en una universidad estatal
comente… ¿Es ése el resultado de sus leyes americanas de Prohibición,
profesor?
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Esta embestida hizo sonreír a Poggioli.
—El señor Lowe ha exagerado un poco en lo de mi trabajo. No soy
profesor, sólo soy un adjunto; y no estoy especializado en psicología criminal,
lo mío es la psicología general.
—¿Y ahora no se dedica a la enseñanza?
—No, éste es mi año sabático.
El señor Vickers miró al americano de arriba abajo.
—Parece usted joven para haber enseñado en una universidad durante seis
años.
Había algo no demasiado agradable en esta observación, pero el
funcionario lo rectificó al cabo de un momento, diciendo:
—Claro que ustedes, los americanos, empiezan jóvenes… La suya es una
tierra de especialistas. Ahora dígame, señor Poggioli… ¿Está usted totalmente
entregado a su vocación de psicólogo?
—Así es —convino el americano.
—¿Haría cualquier cosa por adelantar en esa ciencia?
—Creo que sí —afirmó Poggioli, bastante entusiasmado.
—Le interesa sobre todo el trabajo de investigación original… —le
interrumpió Lowe, riendo.
—Eso es precisamente, jefe. ¿Sabe lo que me pidió que hiciéramos
anoche?
—No, ¿qué?
El americano se volvió bruscamente hacia su amigo.
—Vamos, vamos, Lowe, no abrume al señor Vickers con anécdotas
domésticas.
—Pero siento verdadera curiosidad —declaró el jefe de policía—. ¿Qué le
pidió el profesor Poggioli que hiciera ayer por la tarde, señor Lowe?
El empleado de banco miró a uno y luego al otro, indeciso sobre si debía
continuar o no. El señor Vickers sonreía; Poggioli, tras haber prohibido airear
las anécdotas sobre él, estaba muy serio. El empleado pensó: «Esto es
auténtico pudor».
—Sólo quería hacer un pequeño experimento psicológico —comentó.
—¿Y lo hizo? —preguntó el jefe de policía, sonriendo.
—Oh, no, yo me negué en redondo.
—¡Vaya, qué poco convencional! —exclamó el señor Vickers.
—En realidad no era nada —dijo Lowe, mirando el rostro rígido de su
invitado y luego al jefe de policía.
De improviso, el señor Vickers abandonó su actitud inquisitiva.
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—Creo que podría adivinar su anécdota, Lowe. Hace una media hora
recibí un mensaje telefónico del agente que tengo apostado en el templo hindú
para que les vigile a usted y al señor Poggioli.
Ante este ataque frontal, el americano sintió que se le tensaban los
músculos. Por los modales del policía, había sospechado algo así. El
empleado de banco miraba a éste sorprendido.
—¿Por qué le ha dicho eso su agente?
—Porque uno de los culíes detenidos le dijo que el señor Poggioli durmió
anoche en el templo.
—¡Eso no es cierto! —exclamó el empleado de banco—. Eso es
exactamente lo que no hizo. Me lo sugirió, pero le dije que no. ¿Recuerda,
Poggioli…?
El señor Lowe se volvió en busca de corroboración, pero la expresión de
su amigo le sorprendió.
—No lo hizo, Poggioli, ¿verdad? —inquirió.
—Ya ve usted que sí —dijo Vickers secamente.
—Pero, Poggioli, por el amor de Dios…
El americano se preparó para intentar dar una especie de explicación.
Levantó la mano, con un cierto ademán pedagógico.
—Caballeros, yo…, tenía una razón importante, perfectamente válida para
dormir anoche en el templo.
—Se lo dije —asintió Vickers.
—¡En el pueblo culi, en su templo! —exclamó Lowe.
—Caballeros, sólo les pido que tengan la bondad de escuchar lo que les
voy a decir.
—Adelante —dijo Vickers.
—Recuerde, Lowe, que estábamos allí contemplando un desfile de bodas.
Pues bien, en el momento en que cesó la música y la hilera de culíes entró en
el edificio, de repente me pareció como si…, como si se hubieran… —
Poggioli tragó saliva y añadió la extraña palabra—: Desvanecido.
Vickers le miró.
—Naturalmente, habían entrado en el edificio.
—No me refiero a eso. Me temo que no comprende lo que quiero decir…
Todo el desfile había dejado de existir, se había evaporado.
Incluso el señor Vickers parpadeó. Entonces cogió un cuaderno de notas y
escribió algo, imperturbable.
—¿Eso es todo?
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—No, entonces empecé a especular sobre lo que me había producido una
impresión tan extraña. Mire, ésa es la idea en la que los hindúes basan su idea
del cielo… El olvido, la nada.
—Sí, ya he oído eso antes.
—Bueno, nuestra arquitectura gótica medieval fue una concepción del
cielo tal como lo imaginamos los occidentales, y pensé que quizá la
arquitectura india había incorporado de algún modo el motivo de la religión
india, es decir, que sugiriese el nirvana. Eso fue lo que me sorprendió e
intrigó, y por eso quise dormir en el templo, para ver si podía confirmar mi
impresión. ¿Tiene eso algún sentido para usted?
—Me atrevería a decir que lo tendrá para el juez, señor —opinó
alegremente el jefe de policía.
Al psicólogo le dio un vuelco el corazón.
El señor Vickers siguió hablando con la misma naturalidad.
—Al margen del motivo que le indujo a entrar ahí, lo que cuenta es lo que
hizo después. Aquí, en Trinidad, no se permite a nadie ir por ahí cortando
cabezas para ver qué sensación produce.
Poggioli miró al funcionario con una sensación horrible en el diafragma.
—No pensará que hice una cosa tan horrorosa como experimento,
¿verdad?
El señor Vickers sacó una petaca y un librillo de papel de fumar.
—Ustedes, los americanos, y sobre todo los intelectuales, hacen cosas
bastante horrendas, señor Poggioli. Leí una noticia sobre dos jóvenes
intelectuales…
—¡Por Dios! —exclamó el psicólogo, a quien esa referencia empezaba a
ponerle nervioso.
—Esos tipos de los que le hablo también trataron de sacar algún provecho
de su crimen… Por casualidad, ¿no observaría ayer que la pequeña Maila Ran
estaba casi cubierta por ajorcas y monedas de oro?
—¡Claro que lo observé! —gritó el psicólogo, palideciendo—, pero yo no
tuve nada que ver con la niña. Sus insinuaciones son brutales y repulsivas.
Dormí en el templo, sí, pero…
—A propósito —le interrumpió Vickers—, ¿dice usted que durmió sobre
una estera, como los cutíes?
—Así es.
—¿Y tampoco se despertó?
—No.
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—¿Entonces el asesino de la niña le puso una moneda y una ajorca en los
bolsillos, lo mismo que hizo con las demás personas que dormían en el
templo?
—¡Eso es exactamente lo que hizo! —gritó Poggioli, atisbando el primer
rayo de esperanza—. Esta mañana, mientras viajaba en el tranvía, las encontré
en los bolsillos y estuve a punto de tirarlas, pero afortunadamente no lo hice.
Aquí están.
Y bastante aliviado, extrajo las piezas de oro y se las mostró al jefe de
policía.
El señor Vickers miró los objetos de oro y luego al psicólogo.
—No tendrá ninguna más, ¿verdad?
El americano dijo que no, pero empezó a registrarse todos los demás
bolsillos con cierta inquietud. Si el misterioso criminal había colocado más de
dos piezas de oro en sus bolsillos, estaría en una situación muy difícil. Sin
embargo, el resto de sus pertenencias era totalmente legítimo.
—Bueno, eso es algo —admitió Vickers lentamente—. Naturalmente,
usted podría haber esperado un interrogatorio como éste y guardarse las dos
piezas de oro, pero lo dudo. Por alguna razón, no creo que sea lo bastante listo
para hacer eso. —Hizo una pausa y, tras reflexionar, añadió—: Supongo que
no pondrá objeción para que envíe a un hombre a que registre su equipaje en
casa del señor Lowe.
—No sólo no pongo objeción alguna, sino que le invito a hacerlo, se lo
solicito.
El señor Vickers asintió complacido.
—¿A qué lugar de Estados Unidos podemos telegrafiar para que nos
informen de su cualificación universitaria?
—Decano Ingram, Universidad Estatal de Ohio. Columbus, Ohio.
Vickers tomó nota y luego se volvió hacia Lowe.
—¿Conoce usted al señor Poggioli desde hace mucho tiempo, señor
Lowe?
—Pues no…, no mucho —admitió el empleado.
—¿Dónde le conoció?
—En la travesía de Barbuda a Antigua, a bordo del Trevemore.
—¿Parecía tener respetables amigos americanos a bordo?
Lowe titubeó y se ruborizó ligeramente.
—No podría decir tal cosa.
—¿Porqué?
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—Si le digo cómo viajaba el señor Poggioli, me temo que no le
beneficiaría en nada.
—¿Cómo viajaba? —preguntó el funcionario, sorprendido.
—El caso es que viajaba como pasajero de cubierta.
—¿Quiere decir que no tenía camarote, e iba en cubierta con los negros?
—¡Yo también viajaba así! —gritó Lowe, ruborizándose todavía más—.
No pudimos conseguir camarote… Estaban todos ocupados.
El americano reflexionó rápidamente y se dio cuenta de que Vickers
podría saber la verdad preguntando a los agentes navieros de las islas.
—Jefe —dijo el psicólogo, con la boca seca—. Subí a bordo del
Trevemore en St. Kitts, y había camarotes disponibles. Elegí el pasaje de
cubierta a propósito, quería estudiar a los nativos.
—Entonces está usted sin blanca, como había pensado —dijo el señor
Vickers—, y apostaría libras contra peniques a que encontramos las joyas en
algún lugar de su casa.
El jefe detuvo a un coche que pasaba, llamó a un inspector que iba vestido
de paisano e hizo que los tres hombres subieran al coche. El vehículo circuló
velozmente por la calle Prince Edward, hacia la Vía Tragarette, y de allí a la
casa de Lowe, más allá del pueblo hindú y su malhadado templo.
Los tres hombres y el cochero negro subieron al trote por Tragarette, cada
uno sumido en sus pensamientos. El agente de paisano iba en el asiento de
delante, al lado del cochero, pero de vez en cuando volvía la cabeza para
mirar a su prisionero. Lowe reflexionaba evidentemente en cómo afectaría
aquel contratiempo a su posición social y laboral en la ciudad. El negro
también miraba de vez en cuando bajo la toldilla del coche, y finalmente
comentó:
—Los matan para verlos morir. Estos americanos…
Y meneó su rizada cabeza.
El psicólogo sintió un profundo enojo ante esta continua reiteración de
aquel crimen detestable. Con un profundo resentimiento se dio cuenta de que
los crímenes de unos americanos determinados se achacaban, sin más, a todos
los ciudadanos americanos, mientras se olvidaban por completo de sus
grandes obras benéficas y sociales a nivel nacional. En medio de estos
pensamientos airados, el coche se detuvo ante la entrada del jardín del
empleado.
Todos bajaron del vehículo. Lowe abrió la puerta y los tres cruzaron el
jardín con una especie de solemne apresuramiento. En la entrada de la casa
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estaba Ram Jon, el cual tomó sus sombreros y luego los guió hasta la
habitación que Lowe había destinado a su huésped.
Esta habitación, como todas las de Trinidad, estaba amueblada del modo
más sobrio y frío posible: una mesa, tres sillas, una cama y el baúl de
Poggioli. Todo estaba a la vista y habría sido imposible ocultar nada. El
inspector abrió el cajón de la mesa.
—¿Le importaría abrir el baúl, señor Poggioli?
El americano sacó las llaves, se arrodilló, corrió la aldaba de su baúl
guardarropa y separó las dos mitades. En uno de los lados había cajones, y en
la otra colgaban varios trabajos. Poggioli abrió los cajones con naturalidad: la
caja de los cuellos y los pañuelos en la parte superior, la sombrerera, la caja
de las camisas. Al abrir ésta se oyó un ligero sonido tintineante. El detective
se adelantó y extrajo las camisas: debajo de ellas había una masa de monedas
y ajorcas, colocadas en la bandeja sin orden ni concierto.
Poggioli contempló aquello boquiabierto, incapaz de decir una palabra.
—¡Su temple casi le ha permitido salirse con la suya! —exclamó el
policía de paisano, con una cierta indignada admiración.
Al americano aquello le parecía irreal. Tenía la misma extraña sensación
que había experimentado cuando el desfile entró en el templo. El mundo
material parecía haber sufrido un trastorno. Se le ocurrió la absurda idea de
que quizá los hindúes habían desmaterializado el oro de algún modo,
haciéndolo reaparecer en su baúl. Tuvo entonces el pensamiento aterrador de
que él había cometido el crimen mientras dormía. Esto último se aferró a su
mente. ¡Después de todo, era él quien había asesinado a la joven novia, Maila
Ran!
El inspector le dijo a Lowe:
—Dígale a su criado que traiga un saco para meter todo esto y llevarlo a la
comisaría.
Sigilosamente, Ram Jon salió de la habitación y regresó poco después con
un saco. El inspector se sacó el pañuelo, recogió las piezas de oro con él, una
a una, y las metió en el saco.
—Lowe —dijo Poggioli en tono lastimero—, no creerá usted nada de
esto, ¿verdad?
El empleado de banco se enjugó el rostro con el pañuelo.
—En su baúl, Poggioli…
—¡Si lo hice fue en estado sonambúlico! —gritó el desdichado psicólogo
—. Dios mío, creer que es posible…, pero aquí mismo, en mi propio baúl…
Se quedó mirando el saco y la caja de las camisas.
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El policía dijo secamente:
—Supongo que ya podemos regresar. Esto es todo.
De repente, Lowe decidió compartir la suerte de su huésped.
—Iré con usted, Poggioli. Trataré de hacerle salir de este lío. De alguna
manera no puedo…, ¡no creo que usted lo haya hecho!
—¡Gracias! ¡Gracias!
El empleado de banco enmascaró su emoción bajo cierta sombría
jocosidad.
—Sabe, Poggioli, iba usted a exonerar a Boodman Lal…, parece que lo ha
conseguido.
—No, no lo ha conseguido —dijo el inspector—. Boodman Lal salió de la
cárcel por lo menos una hora antes de que ustedes fueran a la comisaría.
—Libre… ¿Le puso usted en libertad?
—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque anoche no fue al templo con su esposa, sino al hotel Queen’s
Park, donde estuvo jugando al billar hasta la una. Llamó a varios amigos que
lo demostraron fácilmente.
Lowe contempló a su amigo, horrorizado.
—Dios mío, Poggioli, entonces no queda más sospechoso que…, usted.
En el rostro del psicólogo ya no había señal de resistencia.
—No sé nada de nada. Si lo hice, estaba dormido. Eso es todo lo que
puedo decir. Los culíes…
Tuvo la vaga sensación de que los acusaba de nuevo, pero recordó que se
había demostrado a sí mismo clara y lógicamente que eran inocentes.
—No sé nada de lo ocurrido —repitió impotente.
Media hora después, los tres hombres estaban de vuelta en la comisaría de
policía, y el inspector, junto con el carcelero, un hombrecillo de pelo gris y
aspecto humilde, llevaron al americano a una celda. El carcelero abrió la
puerta de barrotes e hizo pasar a Poggioli.
El empleado de banco le dio todos los ánimos que pudo.
—No se deprima demasiado. Haré todo lo que esté en mi mano. Creo que
es usted inocente. Le buscaré abogados, telegrafiaré a sus amigos…
Poggioli, aturdido, se limitaba a decir: «¡Gracias! ¡Gracias!» mientras la
puerta de la celda se cerraba. La barra del cerrojo llegó al final de su recorrido
y quedó fija, y los hombres se alejaron por el corredor metálico. Poggioli
estaba solo.
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En la celda había una silla y un camastro. El psicólogo los miró con la
sensación irracional de que no valía la pena que se sentara porque saldría en
seguida de allí. Finalmente, se sentó en el camastro.
Permaneció inmóvil y trató de ordenar sus ideas contra la montaña de
pruebas adversas que de repente se habían amontonado contra él. El sueño en
el templo, el asesinato, las monedas en su caja de camisas… Después de todo,
debía de haber cometido el crimen mientras dormía.
Mientras permanecía sentado con la cabeza entre las manos, pensando en
esta teoría, le fue pareciendo cada vez más increíble. Cometer el asesinato en
sueños, meter las monedas en los bolsillos de los mendigos, en un esfuerzo
inteligente de desviar las sospechas, llevar el oro a la casa de Lowe y luego
regresar y tenderse en la estera, y todo ello mientras dormía… Eso era
imposible. No podía creer que ningún ser humano fuera capaz de llevar a
cabo una hazaña tan fantástica y complicada a la vez.
Por otra parte, ningún otro criminal dejaría el botín íntegro en el baúl de
Poggioli, perdiéndolo así. Aquello también era irracional. Se vio obligado a
regresar a su teoría del sueño.
Cuando aceptó esta hipótesis, se preguntó qué había soñado. Si realmente
había asesinado a la muchacha en una pesadilla, entonces el crimen estaba
grabado de algún modo en su subconsciente, separado de sus recuerdos de
vigilia por las nebulosas asociaciones del sueño. Se preguntó si podría
reproducirlas.
Recordar un sueño perdido es quizás una de las tareas más agradables a
las que se ve impulsado un cerebro humano. Como psicólogo, Poggioli tema
cierta experiencia en tales intentos. Ahora yacía en su camastro e inició el
esfuerzo de un modo mecánico.
Recordó con la mayor vivacidad posible su salida a hurtadillas de la casa
de Lowe, su paseo por la Vía Tragarette entre jardines perfumados, las luces
de Perú y, finalmente, su entrada en el templo. Imaginó de nuevo al guardián
del templo, Gooka, que le miraba con curiosidad, pero que le ofreció té y
arroz y le indicó la estera. Recordó que se había tendido boca arriba con las
manos bajo la cabeza, exactamente igual que yacía ahora en el camastro de su
celda. Durante un rato había contemplado fijamente la imagen iluminada de
Krishna, y luego la oscura curvatura de la cúpula sobre su cabeza.
Y mientras permanecía así tendido, sus pensamientos empezaron a oscilar,
a separarse de sus sentidos y a hacer interpretaciones erróneas. Había pensado
que la imagen de Krishna se movía un poco, y luego se aposentaba de nuevo
y volvía a ser una estatua… Aquí se produjo la ruptura de alguna tenue
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conexión en sus pensamientos, desapareció su imagen mental del interior del
templo y volvió a verse entre los brazos de su celda.
Poggioli permaneció unos momentos relajado y comenzó de nuevo. Llegó
al punto en el que Krishna se movía y parecía a punto de hablar, y
entonces…, se encontró de nuevo en su celda.
Aquel intento de capturar los finísimos hilos de telarañas que formaban el
sueño y que se rompían constantemente le destrozaba los nervios, era
exasperante; aquella persecución de los hechos grotescos de una pesadilla y
tratar de conectarlos con los pensamientos y las acciones de su vida cotidiana.
¿Qué había soñado?
Los minutos transcurrían mientras Poggioli perseguía las visiones
desvanecidas de su cabeza. Sí, le había parecido que la imagen del Buda se
movía, que incluso se había alzado, abandonando su actitud de meditación y,
de repente, con un ligero escalofrío, Poggioli recordó que la cúpula del
templo hindú estaba abierta y que a través de ella contemplaba un vasto
abismo. Le pareció que miraba hacia arriba, lo mismo que Krishna, ambos
miraban hacia un espacio interminable, y entonces se dio cuenta de que él y el
gran Krishna que miraba a lo alto eran la misma persona, que siempre lo
habían sido, y que esa unidad llenaba todo el espacio con un poder enorme,
infinito. Pero esta unidad que era Poggioli estaba sola en un espacio
interminable, sin ningún rasgo, informe. Nada más existía, porque nada había
sido creado jamás; sólo había un Creador. Todas las criaturas y la materia que
habían existido o que existirían estaban arropadas en él, Poggioli, o Buda. Y
entonces Poggioli vio que el espacio y el tiempo habían dejado de existir,
pues el espacio y el tiempo son los vástagos de la división. Y al final, Krishna
o Poggioli perdía toda entidad o ser en aquella inmovilidad extática.
Poggioli empezó a debatirse desesperadamente contra la nada.
Contorsionaba sus músculos entumecidos, quería, en su tormento, retener
algún vestigio de ser, y, finalmente, tras lo que le parecieron milenios de
esfuerzo, en su mente se formó el pensamiento: «Preferiría perder mi unión
con Krishna y convertirme en la más abominable y pobre de las criaturas: el
emparejamiento, la lucha, el amor, la lujuria, matar y ser muerto antes que
perderme en este trance terrible de lo universal».
Y una vez hubo formado este torturado pensamiento, Poggioli recordó que
se había despertado y eran las cinco de la mañana. Se había levantado con un
lacerante dolor de cabeza y había vuelto a casa.
Ése era el sueño.
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El americano se levantó de su camastro lleno de la satisfacción más profunda
por su logro. Entonces recordó con sorpresa que los cinco culíes habían tenido
un sueño muy parecido, de grandilocuencia y poder acompañados de una gran
desgracia.
«Qué cosa tan extraña», pensó el psicólogo, «seis hombres que tienen el
mismo sueño en términos diferentes. Tiene que existir alguna causa física de
semejante fenómeno».
Entonces, pasó por su mente que había oído la misma historia contada por
otra persona. El viejo Hira Dass, en su patio de mármol, había expresado el
mismo sentimiento, se había quejado del vacío de sus riquezas y poder. Sin
embargo —y esto era lo esencial— la pesadumbre de Hira Dass no era una
simple pesadilla pasajera, sino su estado habitual.
Siguió a esto una curiosa ocurrencia. ¿No era posible que aquellos seis
sueños constituyeran la transferencia de una idea? Tal vez, mientras él y los
culíes yacían durmiendo con sus mentes pasivas, el viejo Hira Dass entró en
el templo, pensando en su gran desdicha, y cometió algún acto horrible que
convirtió sus emociones en un torbellino de pasión. ¿No se habrían registrado
sus horrendos pensamientos, en diferentes formas, en las mentes de los
durmientes?
Las ideas de Poggioli danzaban como las moléculas de un cristal en
solución, cada una precipitándose por su propio impulso para ocupar su lugar
indicado en un complicado diseño cristalino. Y así, el psicólogo llego a una
comprensión completa del asesinato de la pequeña Maila Ran.
Poggioli se incorporó de un salto y gritó:
—¡Eh, Vickers! ¡Lowe! ¡Carcelero! ¡Ya lo tengo! ¡Lo he resuelto!
¡Soltadme! ¡Sé quién mató a la muchacha!
Después de gritar durante varios minutos, Poggioli vio la forma de un
hombre que se aproximaba por el pasillo oscuro con un candil. Le sorprendió
ese medio de iluminación, pero lo dejó de lado.
—¡Carcelero! —gritó—. Sé quién mató a la niña… El viejo Hira Dass…
Escuche…
Estaba a punto de relatar su sueño cuando se dio cuenta de que no le
serviría de nada ante un tribunal inglés, por lo que pasó al aspecto físico del
crimen, tema que los ingleses manejan de un modo experto. Sus pensamientos
adquirieron forma.
—Escuche, carcelero, dígale a Vickers que coja ese oro y compruebe las
huellas dactilares que contiene… ¡Encontrará las huellas de Hira Dass! Dígale
también que siga esa pista del narcótico que le di… Descubrirá que el
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sirviente de Hira Dass lo compró. Además, Hira Dass envió a un hombre para
que metiera el oro en mi baúl. A ver si encuentra limaduras de latón o acero
en mi habitación, donde el bribón se sentó para limar una llave nueva. Y
aplíquele a Ram Jon un tercer grado, porque él sabe quién llevó el oro.
El hombre de la lámpara hizo un gesto.
—Ya han hecho todo eso, señor, hace tiempo.
—¡Lo han hecho!
—Desde luego, señor, y el viejo Hira Dass lo confesó todo, aunque el
motivo por el que un hombre rico como él tenía que asesinar a una linda
chiquilla es más de lo que puedo comprender. Los hindúes son inexplicables,
señor, incluso los millonarios.
Poggioli pasó por alto una duda tan simple.
—Pero, ¿por qué ese viejo diablo me eligió a mí como cabeza de turco?
—gritó, perplejo.
—Oh, eso se lo explicó a la policía, señor. Dijo que eligió a un hombre
blanco a fin de que se hiciera una investigación a fondo, para estar seguro de
que le capturarían. De hecho, señor, y según dijo, había deseado que usted
fuera a dormir al templo aquella noche.
Poggioli tuvo una ligera sensación punzante ante esta mención del mundo
oculto.
—Lo que no puedo ver, señor —siguió diciendo el hombre del candil es
por qué el viejo culi quería que le prendieran y ahorcaran… ¿Por qué no se
suicidó?
—Porque entonces su alma habría regresado en la forma de alguna bestia.
Quería que le mataran. Espera resucitar al instante en Benarés con la pequeña
Maila Ran. Confía en ser un gran hombre con esposa e hijos.
—¡Qué idea tan loca! —exclamó el hombre.
Pero el psicólogo permaneció sentado, mirando el candil, con la extraña
sensación de que tal vez una idea tan fantástica podría ser posible después de
todo. Pues, ¿qué ocurre con esta fuerza apasionada e inquieta del hombre
cuando muere? ¿No podían esforzarse los muertos para resucitar, tal como él
había hecho en su sueño? Quizá los muertos innumerables todavía quieren
vivir y estar divididos, y tal vez los seres vivos son el resultado de los
esfuerzos de los muertos, y no los muertos de los vivos.
Sus pensamientos volvieron bruscamente al presente.
—Carcelero —le dijo con severidad académica—. ¿Por qué no vino usted
a contarme la confesión del viejo Hira Dass cuando tuvo lugar? ¿Qué
significa eso de tenerme aquí encerrado cuando sabía usted que soy inocente?
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—Porque no pude —dijo en tono compungido la forma que sostenía el
candil—. El viejo Hira Dass no confesó hasta un mes y diez días después de
que le ahorcaran a usted, señor.
Y la luz del candil se extinguió.
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PELIGRO DEL PASADO
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George Ollie bajó del taburete que había detrás de la caja registradora y se
acercó a la ventana para echar un vistazo. La expresión de su rostro indicaba
bienestar físico y satisfacción mental.
En los siete años transcurridos desde que había empezado a trabajar como
cocinero, en la gran cocina económica que estaba en la parte posterior de la
casa, se las había arreglado bastante bien, incluso excepcionalmente bien para
alguien que había sido perdedor en dos ocasiones. Desde luego, nadie sabía
eso, como tampoco sabía nadie que en su último trabajo un cómplice perdió la
cabeza y apretó el gatillo…
Pero eso pertenecía al pasado. George Ollie, presidente de un club
gastronómico, miembro de la Cámara de Comercio, no tenía nada que ver con
aquel otro George Ollie que fue el preso número 56289.
En cierta manera, sin embargo, George debía algo de su prosperidad
actual a sus antecedentes criminales. Cuando empezó a trabajar en el
restaurante, aquel trabajo en el banco que había salido mal agobiaba su mente.
Durante tres años se esforzó por mantenerse fuera de la circulación.
Permaneció en su habitación de día y de noche y, por fuerza, ahorró todo el
dinero que ganaba.
Así pues, cuando al dueño del establecimiento le falló el corazón y tuvo
necesidad de vender el restaurante casi de un día para otro, George pudo
efectuar el pago de la entrada en metálico. Desde entonces, el duro trabajo,
una administración meticulosa y la casualidad de que hicieran pasar por allí
una carretera principal, constituyeron los pilares de la prosperidad del ex
presidiario.
George se apartó de la ventana y contempló la figura simétrica de Stella,
la camarera jefe, que estaba al otro lado de la sala, inclinada sobre una mesa
para tomar nota del pedido de la familia que acababa de entrar.
Del mismo modo que George experimentaba una sensación de orgullo
cada vez que miraba el bien cuidado restaurante, el aparcamiento recubierto
de grava, y la comente del tráfico constantemente acelerada, que le
proporcionaba un número cada vez mayor de clientes, así experimentaba una
sensación de orgullo posesivo cada vez que contemplaba la figura de Stella
con sus curvas suaves.
Era innegable que Stella sabía vestir con gusto, y George pensaba que en
el pasado de aquella mujer debió de haber un período de prosperidad, una
época en la que llevó con distinción los últimos modelos de París. Ahora
llevaba el uniforme azul claro, con los puños blancos almidonados por encima
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del codo y el cuello blanco, con el mismo aire de distinción. No sólo infundía
clase a los uniformes, sino también al local.
Cuando Stella caminaba, las líneas de su figura ondeaban suavemente
bajo las ropas. Los clientes que la miraban, invariablemente volvían a mirarla.
Sin embargo, Stella se mostraba siempre discreta, nunca atrevida. Sonreía en
el momento adecuado y del modo correcto. Si el cliente intentaba intimar,
Stella siempre lograba crear una atmósfera de apresuramiento, dando la
impresión de que era una joven afable y complaciente en potencia, demasiado
ocupada para intimidades.
Por la manera en que dejaba la comida sobre una mesa y se apresuraba a
regresar sonriente a la cocina, como si tuviera que resolver algo de gran
importancia, George podía saber lo que le decían los clientes de aquella mesa,
ya fuera el reconocimiento apreciativo de un buen servicio, una broma
bienintencionada o el intento de concertar una cita por parte de los machos
depredadores.
Pero George nunca había preguntado a Stella por su pasado. Debido a su
propia historia, sentía horror hacia todo lo que apuntara siquiera a un intento
de indagar en el pasado de alguien. El presente era lo único que contaba.
La misma Stella evitaba ir a la ciudad. Iba una o dos veces al mes para
hacer algunas compras, y de vez en cuando iba al cine; por lo demás, se
quedaba en su habitación, en el pequeño motel que estaba a doscientos metros
carretera abajo.
El sonido de un tamborileo hizo salir a George de su ensoñación. El
hombre que estaba ante el mostrador golpeaba con una moneda la barra de
caoba. Había entrado por la puerta situada en el lado este, y George,
entretenido en la contemplación del restaurante, no le había visto.
Durante aquel período de escasa actividad a primera hora de la tarde,
Stella era la única camarera de servicio. Inesperadamente, se habían llenado
seis mesas y Stella estaba ocupada.
George se alejó de su lugar acostumbrado detrás de la caja registradora
para atender al cliente. Le tendió el menú, le sirvió un vaso de agua, dispuso
sobre la barra una servilleta y los cubiertos, y esperó.
El cliente, con el sombrero muy inclinado sobre la frente, arrojó el menú a
un lado con un gesto casi de desprecio.
—Gambas al curry.
—Lo siento —dijo George en tono afable—, eso no figura hoy en el
menú.
—Gambas al curry —repitió el hombre.
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George alzó la voz. Probablemente el otro era duro de oído.
—No las tenemos hoy, señor. Tenemos…
—Ya me ha oído —le interrumpió el hombre—. Gambas al curry. Vaya a
buscarlas.
Había algo en la voz dominante, la configuración de los hombros y los
modales arrogantes de aquel hombre que activó la memoria de George. Ahora
que pensaba en ello, incluso el gesto despectivo con que el hombre había
tirado el menú a un lado sin leerlo, significaba algo.
George se inclinó un poco más.
—¡Larry! —exclamó horrorizado.
Larry Giffen alzó la vista y sonrió.
—¡George! —el tono con que pronunció el nombre era despectivamente
sarcástico.
—¿Cuándo…, cuándo has salido?
—No te preocupes, Georgie —dijo Larry—, salí por la puerta principal.
Ahora ve a buscarme las gambas al curry.
—Mira, Larry —dijo George, sobreponiéndose a la sensación de futilidad
que aquel hombre siempre le había inspirado—, el cocinero está chiflado. Ya
he tenido bastantes problemas con él y…
—Ya me has oído —le interrumpió Larry—. ¡Gambas al curry!
George miró a Larry a los ojos, titubeó y luego se dirigió a la cocina.
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Ollie, súbitamente airado y beligerante, dio un paso adelante.
—Ella no entra en ninguna parte.
Giffen se rió, giró sobre sus talones, se encaminó a la puerta y se volvió.
—Te veré después de que cierres el local esta noche —le dijo, y salió del
restaurante.
Stella no se acercó a él hasta que volvió el período de calma.
—¿Quieres decírmelo? —le preguntó.
Él trató de parecer sorprendido.
—¿Qué?
—Nada.
—Lo siento, Stella, no puedo.
—¿Por qué no?
—Es un hombre peligroso.
—¿Para quién?
—Para ti…, para los dos.
Ella hizo un gesto con el hombro.
—Nunca se gana nada huyendo.
—No te mezcles en esto, Stella —le suplicó George—. ¿Recuerdas que
anoche los policías estuvieron aquí, tomando café y pastas después de correr
por ahí como locos buscando a los asaltantes…? Esos dos golpes importantes,
el de la caja fuerte del banco y la del teatro.
Ella asintió.
—Debía haber caído en la cuenta. Ésa es la técnica de Larry. Nunca les
deja nada para que puedan empezar a trabajar. Guantes de caucho, con lo que
no hay huellas dactilares; alarmas contra robo desconectadas; todo ejecutado
con precisión cronométrica, y ni una sola pista. No es de extrañar que los
policías se volvieran locos. Larry Giffen nunca deja un indicio a sus espaldas.
Ella le miró fijamente.
—¿Qué quiere de ti?
George desvió el rostro, luego la miró, trató de hablar y no pudo.
—De acuerdo —dijo ella—. Retiro la pregunta.
Entraron dos clientes, Stella los acompañó a una mesa y procedió a la
rutina acostumbrada. Parecía sosegada y competente, despreocupada por
completo. En cambio, George Ollie era incapaz de pensar de un modo
ordenado. Su mundo se había venido abajo. Giffen «Guantes de caucho»
debía de haberse enterado de aquel trabajo en el banco con el cómplice
inexperto, pues de otro modo no se habría dejado caer por allí.
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Las noticias viajan de prisa en el mundo del hampa. A pesar de unos
cambios cuidadosamente cultivados en su aspecto personal, algún ex
presidiario listo, mientras comía en el restaurante, debía de haber «fichado» a
George Ollie. A él no le había hecho nada, sino que se había reservado la
noticia en exclusiva para los oídos de Larry Giffen. El hampa de la prisión
sabía que el Gran Larry podría utilizar a George…, como un granjero podría
utilizar a un caballo.
Y ahora Larry se había «dejado caer».
Llegaron otros clientes y el restaurante se llenó. Llegaron las camareras
que ayudaban en las horas punta. Durante dos horas y media hubo tanto
trabajo que George no tuvo ocasión de pensar. Luego, la actividad empezó a
disminuir, y hacia las once de la noche ya no había casi nada que hacer.
George cerró el establecimiento a media noche.
—¿Vienes conmigo? —le preguntó Stella.
—Esta noche no —respondió él—. Quiero preparar una lista de compras.
Ella no dijo nada y salió.
George cerró las puertas, echó los cerrojos dobles y, no obstante, mientras
apagaba las luces y colocaba las barras en su lugar, sabía que los cerrojos no
le protegerían de lo que se avecinaba.
Larry Giffen golpeó la puerta a las doce y media.
George, en la penumbra, fingió que no oía. Se preguntó qué haría Larry si
descubría que George había hecho caso omiso de su amenaza y se había
marchado, dejando el local protegido por los cerrojos y la ley.
Pero Larry Giffen no iba a tragarse aquello. Aporreó con violencia la
puerta y luego la emprendió a puntapiés con el tacón…, tan fuerte que el
vidrio traqueteó y amenazó con romperse.
George salió apresuradamente de la penumbra y abrió la puerta.
—¿Qué es eso de tenerme aquí esperando, George? —preguntó Larry con
una solicitud exagerada hasta llegar al sarcasmo—. ¿No quieres ser sociable
con tu viejo amigo?
—Mira, Larry, ahora soy un hombre decente que cumple con la ley, y voy
a seguir así.
Larry echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
—Ya sabes lo que les pasa a los renegados, George.
—No soy ningún renegado, Larry. Soy un hombre honesto, eso es todo.
He pagado mis deudas con la ley y contigo.
Larry mostró sus grandes y amarillentos dientes al sonreír.
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—No es así de bonito, Georgie. ¡Todas tus deudas pagadas! A ver, ¿qué
me dices de ese trabajo en el Banco Nacional donde el Flaco perdió el
dominio de sí mismo porque el cajero no soltaba la pasta con suficiente
rapidez?
—Yo no intervine en eso, Larry.
En los labios de Larry apareció una sonrisa de triunfo.
—¡Eso lo dirás tú! Conducías el coche en el que huyeron los atracadores.
Los polis encontraron una huella dactilar en el espejo retrovisor. El FBI no
pudo clasificar esa única huella, pero si alguien la cotejara con las huellas de
tu ficha, Georgie, tendrías que levantar el culo de ese taburete acolchado
detrás de la caja registradora para transferirlo a la silla eléctrica… El asiento
caliente, Georgie… Nunca te gustó el asiento caliente, Georgie.
George Ollie se humedeció los labios. Tenía la frente perlada de sudor.
Quería decir algo, pero no había nada que pudiera decir. Larry siguió
hablando:
—He hecho un par de trabajos por aquí, y voy a hacer otro más. Entonces
vendré a este restaurante, contigo, Georgie, seré tu nuevo socio. Necesitas un
poco de protección y voy a dártela.
Larry fue contoneándose hasta la caja registradora, oprimió una tecla,
abrió el cajón y levantó la tapa por encima del rollo de papel para ver la
recaudación del día.
—Bueno, Georgie —dijo, mirando el cajón vacío—, no deberías haber
escondido toda esa pasta. ¿Dónde está?
George reunió todas las reservas de su amor propio.
—¡Vete al infierno! Hasta ahora he llevado una vida decente y voy a
seguir así.
Larry cubrió la distancia que les separaba con unas rápidas zancadas, y
con la mano izquierda abierta golpeó el rostro de George con un impacto que
le hizo tambalearse.
—Te busca la policía —dijo Larry, y su mano derecha le golpeó la otra
mejilla—. Te buscan, Georgie.
Y alzó la mano izquierda.
George hizo ademán de defenderse, pero Larry Giffen, veloz como un
gato, fuerte como un oso, fue a por él y siguió golpeándole la cara mientras
repetía una y otra vez que le buscaban.
Finalmente, Larry retrocedió.
—Me quedo con la mitad de los beneficios. Tú lo dirigirás por mí cuando
no esté aquí, Georgie. Mantendrás una contabilidad exacta y harás todo el
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trabajo. La mitad de los beneficios son para mí. Vendré de vez en cuando para
ver cómo van las cosas. No se te ocurra intentar engañarme, Georgie.
»No te gustaría sentarte en la parrilla, Georgie. Estás gordo, bien
alimentado, y esa nena que menea tan bien las caderas te tiene amansado,
Georgie. Lo he visto en tus ojos. Tiene clase, y está incluida en el restaurante,
Georgie. Recuerda que me corresponde la mitad de los beneficios. Tú te
encargarás de que no haya ningún problema.
La cabeza de George Ollie era un torbellino. Le escocían las mejillas a
causa de las fuertes bofetadas del hombretón, y se sentía como si tuviera el
alma aplastada bajo un enorme peso. Larry Giffen no conocía más ley que la
del poder, y ahora, con un brillo sádico en sus ojos malévolos, se acercaba de
nuevo a él, dispuesto a deslomarle.
George ignoraba que Stella había entrado en el local, tras abrir la puerta
con sigilo.
—¿Qué quiere de ti, George? —preguntó.
Larry Giffen se volvió al oír el sonido de su voz.
—Bueno, bueno, señorita Meneacaderas. Venga aquí. Ahora soy el dueño
de la mitad del negocio. Venga a conocer a su nuevo jefe.
Ella permaneció inmóvil, mirando alternativamente a los dos hombres.
Larry se volvió hacia George.
—Muy bien, Georgie, ¿dónde está la caja fuerte? Dame la combinación de
la caja, Georgie. Soy tu nuevo socio y la necesito. Yo me ocuparé de los
ingresos del día. Más adelante podrás llevar tus libros de cuentas, pero ahora
necesito dinero. Esta noche tengo una cita importante.
George Ollie titubeó un momento y luego se dirigió a la cocina.
—He dicho que me des la combinación de la caja fuerte —dijo Larry
Giffen, su voz restallante como un látigo.
Stella le miraba; George tenía que hacer un arreglo de cuentas.
—La pasta está aquí —replicó, y fue hacia la barra de la que colgaban los
grandes cuchillos de cocina.
Larry Giffen leyó su mente. Siempre había podido leer sus intenciones,
como si fuera un libro abierto.
La mano de Larry se movió con rapidez: sostenía un revólver de cañón
romo. Había en sus ojos una expresión asesina, pero su voz seguía siendo
sedosa y burlona.
—Vamos, Georgie, tienes que ser un buen chico. No actúes
precipitadamente. Recuerda, Georgie, que he cumplido mi última condena.
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Nadie va a coger vivo al Gran Larry. Dame la combinación de la caja fuerte,
Georgie. ¡Y nada de trucos!
George Ollie llegó a una decisión. Era mejor morir luchando que hacerlo
atado a la silla eléctrica. Sin hacer caso del arma, siguió avanzando hacia la
barra de los cuchillos.
El Gran Larry se quedó un momento perplejo. George siempre se había
derrumbado como un neumático sin aire cuando Larry le daba una orden.
Aquel era un nuevo George Ollie. Pero Larry no podía disparar, pues no
quería ni hacer ruido ni matar.
—¡Basta, Georgie! No hace falta que te pongas violento. —Larry guardó
su revólver—. Te buscan por ese trabajo en el banco, Georgie. Recuerda que
puedo enviarte a la parrilla. Ese es el único argumento que voy a usar,
Georgie. No hace falta que cojas un cuchillo. Basta con que me digas que me
vaya, Georgie, y me iré. El Gran Larry no se queda donde no es bien recibido.
»Pero sería mejor para ti que me recibieras bien, Georgie, muchacho.
Sería mejor que me dieras la combinación de la caja fuerte y me aceptaras
como nuevo socio. ¿Qué va a ser, Georgie?
Fue Stella quien respondió a la pregunta, con una voz clara y sosegada.
—No le hagas daño. Tendrás el dinero.
El Gran Larry la miró y sus ojos cambiaron de expresión.
—Vaya, esta es la clase de chica que a mí me gusta. Dile a tu nuevo jefe
dónde está la caja. Echa a andar, muñeca, y recuerda que tú entras en el lote.
—No hay ninguna caja fuerte —se apresuró a decir George—. Ingresé el
dinero en el banco.
El Gran Larry sonrió.
—Eres un embustero. No has salido de aquí; lo sé porque te he estado
vigilando. Anda, muñeca, dime dónde diablos está la caja fuerte. Entonces
Georgie le dará la combinación a su nuevo socio.
—Está escondida detrás de la mampara corredera, en el mostrador de los
pasteles —dijo Stella.
—Bien, bien, bien —observó Larry Giffen—. ¡Qué interesante es eso!
—Por favor, no le hagas daño —suplicó Stella—. Tira de los estantes
hacia afuera…
—¡Calla, Stella! —gritó George Ollie.
—El daño ya está hecho, Georgie, muchacho —dijo Giffen.
Corrió las puertas de vidrio del compartimento de los pasteles, extrajo los
estantes, los dejó encima del mostrador y entonces deslizó la mampara,
revelando la caja fuerte.
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—¡Muy listo, Georgie, muy listo! Has recurrido a tu experiencia, ¿eh? Y
ahora la combinación, Georgie.
—No puedes salirte con la tuya, Larry, no permitiré…
—Vamos, Georgie, muchacho, no hables así. Soy tu socio. Estoy aquí al
cincuenta por ciento contigo. Tú haces el trabajo y diriges el establecimiento
y yo cogeré mi mitad de vez en cuando… Pero me has tenido a oscuras
durante algún tiempo, Georgie, muchacho, así que todo lo que hay ahora en la
caja fuerte es parte de mi mitad. Venga, dame la combinación…
Naturalmente, podría descerrajarla, pero ya que soy propietario de la mitad
del negocio, detesto dañar la propiedad. Entonces tendrías que comprar una
caja nueva, y tendrías que pagar el coste íntegro con el dinero de tu mitad. No
esperes que yo pague una caja nueva.
Giffen «Guantes de caucho» se rió de su propia broma.
—¡He dicho que te fueras al infierno! —dijo George Ollie.
Larry Giffen apretó el puño.
—Supongo que necesitas un buen rapapolvo, Georgie, muchacho. No
deberías perderme el respeto…
La voz de Stella le interrumpió.
—Déjale en paz. He dicho que tendrías el dinero. George no quiere ir a la
silla eléctrica.
Larry se volvió hacia ella.
—Me gustan las chicas juiciosas, cariño. Luego hablaremos de ello.
Ahora hay que trabajar. Los negocios antes que el placer. Vamos.
—Noventa y siete cuatro veces a la derecha —dijo Stella.
—Bien, bien, bien —dijo Giffen—. La chica conoce la combinación. Los
dos sabemos lo que eso significa, Georgie, muchacho, ¿verdad?
George, con el rostro rojo e hinchado por el impacto de las bofetadas,
permanecía en pie, impotente.
—Eso significa que realmente forma parte del lote —dijo Giffen—.
También eres mi propiedad al cincuenta por ciento, chiquilla. Y estoy
deseando recoger esa parte. Bueno, ¿cuál es el resto de la combinación?
Giffen se inclinó sobre la caja. Entonces, pensándolo mejor, se enderezó,
cogió el revólver de cañón romo con la mano izquierda y dijo:
—Sólo para que no se te ocurra hacer ninguna mala pasada, Georgie… No
conseguirías nada, ¿sabes? Y no te gusta la idea de la silla eléctrica.
Stella, pálida y tensa, dijo los números. Larry Giffen hizo girar los
botones de la caja, abrió la puerta, sacó la caja de caudales y levantó la tapa.
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—Bien, bien, bien —dijo mientras se metía billetes y monedas en el
bolsillo—. Ha sido un buen día, ¿eh?
—Hay un billete de cien dólares en el libro mayor —dijo Stella.
El Gran Larry sacó el libro mayor.
—Sí, aquí está, en efecto. —Miró el billete de cien dólares con un ángulo
ligeramente desgarrado—. Chica, eres una gran ayuda. Me alegro de que
entres en el lote. Creo que vamos a llevarnos muy bien.
Larry se levantó, se apartó de la caja y miró a George Ollie.
—Anima esa cara, Georgie, muchacho. Las cosas no están tan mal. Te
dejaré suficiente beneficio para que mantengas el negocio y sigas interesado
en el trabajo. Yo sólo quitaré la mayor parte de la nata. Vendré por aquí de
vez en cuando y, naturalmente, Georgie, no le dirás a nadie que me has visto.
Aunque lo hicieras, no serviría de nada, porque entraré por la puerta principal,
muchacho. Soy listo, no como tú. No tengo nada pendiente sobre mi cabeza y
nadie puede tirar de la alfombra bajo mis pies en cualquier momento.
»Bueno, Georgie, muchacho. Tengo que marcharme. He de hacer un
trabajito en el supermercado, cerca de aquí. Tienen demasiada confianza en su
caja fuerte. Pero volveré dentro de un par de horas, Georgie. He recogido
parte de mi inversión y ahora quiero recoger el resto. Espérame aquí, chica.
Tú puedes ir a dormir un poco, Georgie.
El Gran Larry miró a Stella, se dirigió a la puerta, permaneció un
momento escrutando las sombras y luego se desvaneció en la oscuridad.
—Tú —le dijo Ollie a Stella. Su voz reflejaba lo decepcionado que estaba
por la traición de la mujer.
—¿Qué?
—Le has dicho dónde estaba la caja fuerte…, y esos cien dólares, le has
dado la combinación…
—No podía soportar que te hiciera daño —dijo ella.
—Tú y las cosas que no puedes soportar. No conoces a Giffen «Guantes
de caucho». No sabes en qué te has metido, no sabes…
—Calla —le interrumpió ella—. Si vas a insistir en que otras personas
piensen por ti, aceptaré el trabajo.
Él la miró sorprendido.
La mujer se dirigió a la alacena y salió con una barra sacaclavos. Antes de
que él tuviera la más ligera idea de lo que se proponía, fue a la caja
registradora, alzó la barra por encima de su cabeza y la descargó con todas sus
fuerzas sobre la caja. Insertó entonces la punta de la barra, hizo palanca con el
acero cromado y abrió el cajón. A continuación fue a la puerta trasera, la
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abrió, insertó el extremo de la barra y apalancó ésta hasta romper la madera
de la jamba.
George Ollie la miraba inmóvil y estupefacto.
—¿Qué diablos estás haciendo? ¿No te das cuenta…?
—Calla. ¿Qué me dijiste una vez sobre la manera de abrir cajas fuertes?
Ah, sí, haces saltar el tirador y con un punzón extraes el eje…
Fue a la caja fuerte y golpeó el tirador con la barra, hasta hacerlo saltar,
dejando que rodara por el suelo. Entonces se dirigió a la cocina, cogió una
toalla y frotó la barra para eliminar las huellas dactilares.
—Vamos —le dijo a George Ollie.
—¿Adónde?
—A Yuma. Nos hemos fugado hace hora y media…, ¿o no te has
enterado? Vamos a casarnos. En Arizona no hay retrasos ni trámites
burocráticos, y en cuanto crucemos la frontera del estado podremos casarnos
libremente. Necesitas a alguien que piense por ti, y yo voy a encargarme de
ese trabajo.
»Además —siguió diciendo, mientras George Ollie continuaba inmóvil
donde estaba—, en este estado un marido no puede actuar como testigo en
contra de su esposa, y viceversa. Ahora comprendo que esa ley está muy bien.
George se quedó mirándola, viendo en ella algo que no había visto hasta
entonces: algo impetuoso, posesivo, que le asustaba y, al mismo tiempo, le
tranquilizaba. Era como una pantera protegiendo a sus cachorros.
—Pero no lo entiendo —dijo George—. ¿Para qué destrozar las cosas,
Stella?
—Espera hasta que veas los periódicos.
—Sigo sin comprender.
—Ya lo entenderás.
George aguardó un poco más. Luego se dirigió hacia ella. Por extraño que
pareciera no pensaba en la trampa que aquella mujer le había tendido, sino en
los suaves contornos bajo su uniforme azul claro. Pensó en Yuma, en el
matrimonio y la seguridad, en un hogar.
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LARRY GIFFEN MUERTO EN UN TIROTEO CON
AGENTES DE POLICÍA.
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oficio, hubiera hecho un trabajo tan propio de un aficionado en el restaurante.
Giffen tenía la reputación de que jamás había dejado una huella dactilar o una
pista.
Después de que la informaran del allanamiento de su local, George Ollie,
popular propietario de un restaurante, respondió de una manera característica
de los recién casados en todo el mundo.
—¡Al diablo con el negocio! —dijo a la policía—. Estoy de luna de miel.
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MORIRÉ MAÑANA
Mickey Spillane
El caballero de aspecto afable que vestía un atildado traje gris carbón era un
asesino, pero, como todos los buenos depredadores, su disfraz era excelente.
Según todos los signos exteriores, era un hombre de negocios con un éxito
moderado y una oficina, quizás en un piso alto de un edificio de Manhattan,
adonde no llegarían los ruidos y los humos de la calle.
Uno habría supuesto, sin pensarlo, que se aproximaba a los cincuenta
años, y si le pidieran que lo describiera, apenas podría decir más que era un
hombre corriente. No, no había nada sospechoso en su manera de andar o de
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hablar, ni en su conducta, y si uno tenía alguna razón para confiar en alguien,
sería en aquel caballero. Vamos, si incluso parecía feliz.
Además, su disfraz era perfecto, simplemente porque no era en absoluto
un disfraz artificial, sino real. Tenía un despacho, en efecto, aunque no en
Manhattan, y era feliz. Rudolph Less era un hombre muy satisfecho con la
vida, sobre todo cuando trabajaba, y ahora tenía un nuevo trabajo.
Arriba había un hombre al que iba a matar, y el precio por enviarle al otro
mundo era diez mil preciosos dólares, cantidad que serviría para alimentar su
único pasatiempo secreto en la casa de verano que poseía en una isla. La idea
le hizo sonreír, y sintió que un estremecimiento ligero e indirecto le rozaba la
entrepierna. Pensó que a las mujeres se les podía enseñar…, o incluso
obligar…, a hacer cosas maravillosas.
Sí, la vida era agradable. Sólo unos pocos selectos conocían su verdadera
naturaleza y su posición en la vida. A través de esos pocos, otros podían
solicitar sus servicios…, y muchos lo habían hecho.
¿Cuántos hasta entonces? ¿Lo habían hecho cuarenta y seis o cuarenta y
ocho veces? A veces le resultaba difícil recordarlo. En otro tiempo había
llevado la cuenta, pero, como sucede en cualquier otro negocio, hacer un
inventario resulta aburrido. Ahora era mejor limitarse a mirar hacia delante.
Era el suyo un buen negocio y, de todos los que vivían de ese trabajo, él
era el mejor. No había ninguna duda. (Sonrió al portero, el cual le devolvió la
sonrisa, aunque era un gesto reflejo). Pensaba en las numerosas ocasiones en
que había leído los informes sobre su trabajo en los periódicos. Siempre, en
todos los casos, la policía estaba perpleja o culpaban a otro. Rió entre dientes
al pensar en los tres que ya habían muerto en la silla eléctrica, condenados por
error. ¡Eso sí que conmocionaría a la administración, si alguna vez salía a
relucir! Pero no eran más que indeseables, y el error de su muerte era
realmente un beneficio para la sociedad; así hacían pronto lo que, de todos
modos, habrían tenido que hacer a la larga.
Esa clase de cosas no hacían más que aumentar su reputación. Los beneficios
habían sido considerables. Volvió a pensar en Theresa, la de piel oscura y
pelo negro, a quien le habían encantado las cosas que él le hacía. Le gustaba
de veras. Y ella, en el frenesí de la emoción desbocada, le había hecho cosas
que ni siquiera podía recordar. No se acordaba más que del terrible placer de
la experiencia. Pues bien, ahora podría recuperar a Theresa.
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Eso era lo que significaba ser el mejor. Le contrataban porque nunca
fallaba. Por un instante, su rostro se nubló, como si estuviera enfadado
consigo mismo, pero meneó la cabeza, rechazando el pensamiento que había
tenido, porque no era posible.
Pensó que había sido una lástima no haberse cerciorado más, pero por
entonces carecía de suficiente experiencia. Se marchó demasiado pronto y no
estaba absolutamente seguro… Intentó sonreír de nuevo. Pero ellos le habían
pagado, por lo que todo debía de haber salido bien.
No podía dejar de pensar en ello, y trató de recordar los detalles
simplemente para satisfacer su deseo de perfección. Fue su primer contrato, y
muy sencillo. Un chico llamado Buddy…, no recordaba su apellido, pero
tenía en la oreja derecha un agujero del tamaño de una moneda pequeña,
supuestamente producido por una bala perdida del calibre 45 durante la
guerra. Buddy había robado diecisiete de los grandes al tesorero del grupo de
Jersey City y, en vez de seguir siendo el hazmerreír de su pseudodignidad,
Buddy tenía que desaparecer, pero, naturalmente, sin que ello tuviera ninguna
conexión aparente con el grupo.
No fue difícil. Buddy era un tipo comunicativo, así que él se limitó a
entablar conversación, le llevó hasta un lugar desierto junto al agua, disfrutó
del final de la conversación diciéndole a Buddy quién era y lo que iba a hacer,
y mientras el tipo se quedaba pasmado, con la boca abierta y la luz de la orilla
opuesta visible a través del agujero de la oreja, le disparó en el pecho y
observó cómo el cuerpo se hundía en el agua.
Si hubieran encontrado el cadáver, se habría sentido satisfecho. Sin
embargo, el río corría con rapidez, estaba crecido a causa de una tormenta y el
océano se encontraba cerca. Buddy (¿cuál era su apellido?) nunca apareció, ni
siquiera para reclamar el fajo de billetes que había dejado en su habitación. Al
pensar en ello, Rudolph Less respiró hondo y sonrió, satisfecho de que su hoja
de servicios fuese perfecta. Sí, tenía un buen historial. El importante Tim
Sheely de Detroit y el senador del Oeste Marco Leppert, que era un correo de
la mafia, figuraban en aquella lista. Rió de nuevo. ¡Cómo le había buscado la
mafia! Mataron a cuatro hombres, creyendo en cada ocasión que habían
acertado, y nunca sospecharon de él. Tras su último fracaso, la misma mafia
le dio el trabajo de verdugo para que librara a la organización de sus propios
asesinos que cometían errores.
Recordó que gracias a aquel trabajo pudo conseguir a Joan. ¡Qué mujer,
qué apetito el suyo, y tan bien dotada, con unos encantos tan grandes, todo tan
grande…! Sí, también volvería a tenerla. Quizás incluso a Theresa y Joan
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juntas. ¡Quién sabía lo que podrían hacer entonces! Quizá fuese malo para su
organismo, pero pensó irónicamente en que aún disfrutaba de buena salud.
Aún podría resistir la experiencia de ciertas cosas que estaban por descubrir.
No tuvo necesidad de mirar la guía de la pared antes de subir al ascensor.
Ahora formaba parte de la muchedumbre y estaba a la vista, pero pasaba
desapercibido. El hombre que estaba a su lado tenía un cigarro en la boca, y el
humo le hizo toser ligeramente, pero no dijo nada, aunque pensó de pronto:
«¡Me gustaría matarle!».
Como a Lew Smith, que estuvo delante de él al fondo del teatro en
penumbra y ni siquiera notó que el punzón para partir hielo se le clavaba en el
corazón. Simplemente cayó al suelo y lo llevaron afuera creyendo que había
sufrido un desmayo, y nadie vio a Rudolph al marcharse. Lew también olía a
humo de cigarro, y Lew le permitió adquirir a Francie, la cual le hacía
sentarse y mirarla mientras ella interpretaba la danza más condenada que
había presenciado jamás, hasta que los ojos se le salían de las órbitas y apenas
podía respirar, y cuando ella le permitía que le pusiera las manos encima, ya
casi había perdido el sentido y tenía que abofetearle para que volviera en sí.
Pero Francie sonreía y le encantaba lo que él le hacía, aun cuando hiciera
algún mohín al ver las marcas de las mordeduras.
Ahora respiraba pesadamente, y el aire entraba por el cuello de la mujer
que estaba delante. Ésta casi se volvió, pero él hizo un esfuerzo y obligó a su
respiración a normalizarse.
Le ocurría esto porque se acercaba el momento de realizar su trabajo.
Saboreaba los frutos del éxito antes de haber plantado el árbol. Pero, de todos
modos, la conclusión era inevitable. El éxito ya no era problemático, sino
seguro, y ése era el motivo de que pudiera pedir tanto por hacer tan poco.
A veces se sentía intrigado por aquellos que tardaban en morirse. ¿Qué
pensarían? ¿Quién era él? ¿Qué le habían hecho para que acabara con sus
vidas? Algunos lo sabían, desde luego. Recordaba que dos de ellos incluso
parecieron aliviados. Habían vivido durante años con el temor de que llegara
aquel día, y entonces había llegado. Se acabó el temor para ellos. La realidad
se había presentado en forma de hombre de mediana estatura que sonreía
afablemente, y todo terminaba con rapidez y sin mucho dolor, porque él era
un experto en su trabajo. Estaba seguro de que un hombre incluso susurró
«gracias» antes de morir.
Esa era una de las ventajas de su método: no había huida ni gritos de
terror. Ellos no le conocían, su aspecto no les hacía temer nada, y si
exteriorizaban algo, generalmente era sorpresa.
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Pensó que quizás algún día cambiaría su método. Si conseguía un encargo
en el lugar adecuado, le gustaría intentar algunos experimentos, como
extensiones de lo que le había hecho a Lulú, la cual tenía sangre salvaje y le
gustaba que la golpearan de cierta manera. El dolor que le infligían con su
plena cooperación era lo que le gustaba a aquella mujer, y le había enseñado
cosas en las que había empezado a pensar últimamente. Rechazó la idea con
impaciencia y miró el indicador sobre la cabeza del ascensorista. La cabina se
detuvo y se abrieron las puertas.
Piso dieciséis.
Recordaba bien su número dieciséis.
Era una muchacha, una corista llamada Cindy Valentine, que sabía
demasiado sobre las operaciones de otro grupo por medio de un novio que
tenía, ya muerto. El fiscal del distrito se había propuesto investigarla en
secreto, pero el dinero, que puede comprarlo todo, compró esa información, y
era preciso suprimir a Cindy.
El caso de Cindy Valentine, número dieciséis, fue en cierto modo un
trabajo placentero. De hecho, fue Cindy quien le mostró el uso definitivo que
podría dar a los muchos dólares que había acumulado. Hasta entonces se
había limitado a montar un despacho desde donde vendía, con buenos
beneficios, pequeñas alhajas y novedades de bisutería a través de las páginas
de ciertas revistas. Un solo empleado hacía todo el trabajo, pero aquello le
proporcionaba una sensación de bienestar, de tener un lugar en la sociedad.
Todos los días iba de su casa al despacho. No era un negocio espectacular,
sino reservado. No había nada que no pudiera hacer allí a su placer, y estaba
situado de tal manera que nadie podía espiarle. Para el mundo exterior,
llevaba una vida sencilla y recluida. Una especie de afable recurso, se decía a
sí mismo.
Sí, Cindy había aportado un nuevo sentido a su vida. La llamó
previamente y le dijo que era un joyero a quien habían dado instrucciones
para que la señorita Valentine eligiera una alhaja de su colección. Aquello
produjo en la chica una inmensa alegría, y aunque trató de sonsacarle el
nombre de quien le hacía el regalo, él le dijo que había jurado no revelarlo.
Era un admirador secreto, y sin duda tenía muchos. Cindy se creyó todo lo
que le dijo. Gritó de placer cuando le abrió la puerta de su apartamento, al ver
el estuche de muestras bajo el brazo del joyero.
Al principio, ella no reparó en el rostro ruborizado del hombre, pues
estaba demasiado excitada. Pero luego, en la sala de estar, vio su
consternación y sonrió. El vaporoso salto de cama de nailon era lo único que
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Cindy llevaba puesto. Su sonrisa se hizo maliciosa y le dijo: «Ya que usted va
a darme algo, también yo le daré algo». Entonces dejó que el salto de cama
cayera al suelo, y cuando terminó, él era un hombre estremecido pero
extrañamente exaltado. «Ahora déme usted algo», le dijo ella, mirando el
estuche sobre la mesa. Pues bien, le dio algo, en efecto, con mucha rapidez y
sin apenas sangre, y entonces recogió su estuche y se marchó. Todo el mundo
dijo que había sido un crimen pasional, y en cierto modo lo había sido.
Desde luego, Cindy había introducido algo nuevo en su vida. Ahora, en
vez de limitarse a la satisfacción de un trabajo bien hecho, tenía un resultado
final que era mucho más grande que lo que había soñado jamás. La
satisfacción que obtendría por la noche sería mucho mayor que la satisfacción
por el trabajo perfecto, a la que hasta entonces había considerado suficiente.
La perfección era una palabra importante, que le roía como un ratoncillo.
Ojalá hubiera podido estar seguro de que aquel primer encargo también fue
un éxito, aquel Buddy que tenía un agujero en la oreja.
Bueno, el tipo de arriba sólo se sumaría a la lista de sus éxitos. Era un
caso curioso, diferente, porque no había tenido tiempo de estudiar al hombre.
Estaría solo en su oficina, contando los ingresos semanales, una oficina
secreta que utilizaba en exclusiva con fines de contabilidad. La tenía alquilada
bajo nombre supuesto, y siempre iba allí disfrazado. Su actividad era ilegal y
la ocultaba con destreza. Sólo después de una ardua y larga investigación, el
cliente de Rudolph Less descubrió el paradero del tipo. Dado que la conexión
con el muerto sería evidente, era preciso que su cliente tuviera una coartada a
toda prueba en el momento del crimen, lo cual hacía necesario utilizar el
talento de Rudolph.
De ordinario se habría dedicado a la segunda parte del convenio, pero
últimamente empezaba a disfrutar nuevas facetas de una vieja emoción. El
cliente le dijo que podría quedarse con el dinero que encontrara allí, además
de su paga. ¡Miles de dólares adicionales! Sería suficiente para comprar…
Bueno, si el hombre tenía razón respecto a aquella chica de Cuba, podría
traerla allí en seguida. Una mujer con un control muscular completo, le había
dicho. ¡Piensa en ello! Tragó saliva y procuró apartar la imagen de su mente.
Todavía no. Más tarde podría sentarse en su habitación y saborear lo que se
avecinaba, una vez concluido el trabajo, pero éste era lo primero.
Bajó en el piso veinte, con otras dos personas, pero antes de que las
puertas se hubieran cerrado, una muchacha atolondrada llegó corriendo y le
dijo alzando demasiado la voz:
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—¿Señor Bascomb? ¿Es usted el señor Bascomb? Acaban de llamar de
abajo y dicen…
—Yo no soy el señor Bascomb —dijo él, sonriendo, aunque interiormente
soltó un juramento, cosa que no había hecho en mucho tiempo.
Vio que el ascensorista sonreía por el azoramiento de la chica, antes de
que se cerraran las puertas. Un incidente así podía hacer que el muchacho
recordara su rostro. Sin embargo, él nunca volvería allí, no vería más al chico,
y si éste, o la muchacha, le describían, sería indistinguible de cualquier
hombre normal y corriente de la calle.
La muchacha se alejó, moviendo las nalgas con violencia. De ordinario
habría experimentado un calorcillo agradable ante semejante visión, pero el
placer efímero de otra clase que le aguardaba en el futuro, y que podría
consumar por completo, desbancó al mero placer de contemplar a una chica
por detrás.
No obstante, la visión le hizo pensar en otra cosa, algo que danzaba en su
cabeza desde hacía meses y se le ocurría cada vez que veía por la calle a una
chica bonita. Hasta entonces había pagado por sus placeres. Habían sido
caros, desde luego, pero valieron la pena. Con todo, las emociones y
sensaciones que le producían llegaban finalmente a un límite. La repetición
convertía las maravillas originales en algo casi rutinario, y cada vez resultaba
más difícil encontrar algo realmente diferente.
Le quedaba una cosa por probar. Supongamos que pudiera atraer a una
muchacha que no sospechara nada, cosa que no sería demasiado difícil, quizá
con la promesa de un trabajo, o realmente, si era sincero al respecto, por la
fuerza; eso requeriría un coche y tal vez drogas. Habría riesgos incalculables,
pero eso se sumaría a la exquisitez…, sí, era algo en lo que pensar. Tal vez
después de la de Cuba. Primero le gustaría experimentar con una mujer
dotada de un completo dominio muscular.
Molesto consigo mismo, se detuvo y se compuso la chaqueta, aunque no
había nadie en el pasillo que pudiera verle. Sujetó con más fuerza el
portafolio de piel bajo el brazo, notando los contornos aplanados de la
Browning, con el silenciador que le había comprado a aquel extraño tipo en
Alemania. Los silenciadores estaban bien. ¿Por qué no se hacían las guerras
con ellos? No sería caro y sólo había que pensar en el silencio y la eficacia
con que se librarían las batallas. Ah, la ventaja del arco y las flechas. Lástima
que fuese un arma tan poco precisa.
Se detuvo ante la puerta con un letrero que decía DISTRIBUCIONES
ESTRELLA, sonrió para sus adentros e introdujo en la cerradura la llave que
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le habían facilitado. La puerta se abrió fácilmente y Rudolph entró en la
oficina. Como mostraba el diagrama, estaba en una pequeña antesala, y ante
él estaba el cuadrado iluminado de una puerta de vidrio mate, que no tenía
cerradura. Rudolph Less sonrió de nuevo.
Oyó que alguien tosía y meneó la cabeza, cerciorándose de que allí estaba
su hombre. Siguieron otros sonidos: unos pies que caminaban, una silla que
chirriaba, un teléfono que acababan de descolgar y el ruido del disco.
Permaneció inmóvil, pues no podía entrar mientras el teléfono estuviera
descolgado. No había necesidad de que alguien diese la alarma. Tal como
estaban las cosas, si lo hacía todo bien, no encontrarían el cuerpo hasta que
empezara a descomponerse, y antes de eso pasarían varios días. No, podía
esperar un minuto.
Al otro lado de la puerta el hombre decía:
—Lo tienes todo listo para esta noche…, sí…, de acuerdo, te llamaré;
ahora voy a preparar la nómina. Claro…, hasta la vista.
Rudolph oyó el ruido del teléfono, colgado de nuevo, y otro acceso de tos
del hombre. En voz baja dijo: «Ahora», y abrió la puerta.
Sonrió a su encargo. Éste pareció sorprendido, y entonces frunció el ceño,
pasmado al ver la Browning con el silenciador que le apuntaba directamente
al pecho. Era un hombretón, de pecho ancho y cuello grueso, con las patillas
de color gris. Iba bien vestido, y a primera vista Rudolph no le habría tomado
por alguien del oficio. Pero sabía que las apariencias eran engañosas. Sólo
había que verle a él. ¿Quién le tomaría por un «eliminador»? Vaya, ésa era
una buena palabra.
—¿Qué quiere usted? —preguntó el hombre.
Rudolph le aquilató rápidamente con la mirada. Era grande, desde luego.
Lo más probable sería que necesitara más de un disparo. Dos tiros rápidos al
cuerpo si trataba de moverse y luego un disparo a la cabeza para completar el
trabajo. Una buena cosa del silenciador es que permitía oír el impacto de las
balas. No tanto en el estómago, claro, pero si daban en una costilla o en el
cráneo…
—Lo que quiero es su dinero —dijo Rudolph, y sus mismas palabras le
parecieron peculiares, falsas, en cierto modo—. ¿Dónde está?
—En la caja fuerte, ahí es donde está, y si espera…
—Si no lo encuentro, le mataré de todos modos —le dijo Rudolph.
El tono de su voz era inequívoco. El hombretón asintió, pareció a punto de
decir algo, pero se detuvo. Cruzó la habitación hasta la caja fuerte, la abrió y
extrajo una caja de acero, pequeña y, evidentemente, pesada. Rudolph vio el
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cierre con combinación y señaló la mesa con la pistola. Seguramente no
podría llevarse la caja de allí.
—Ábrala —ordenó.
El hombre se sentó y empezó a manipular el botón. Llegó un estrépito de
risas desde el exterior y una llave tintineó en la cerradura. La puerta se abrió y
dos muchachas rieron de nuevo. Una voz masculina se unió a las de ellas.
El corazón de Rudolph le dio un brinco, pero se serenó en seguida. No era
la primera vez que se encontraba en una situación semejante. Guardó la
pistola en el portafolio, manteniendo la mano dentro de éste, y tomó asiento
con naturalidad. La puerta del despacho se abrió y una muchacha dijo:
—Señor Riley, está aquí su amigo, el señor Brisson. ¿Quiere…? —Miró
al lado de la puerta y vio a Rudolph—. Oh, dispense —dijo riendo—, no sabía
que estaba acompañado. Antes creí que este caballero era el señor Brisson.
—No se preocupe —le dijo el señor Riley—. Estaré listo en seguida.
La muchacha rió de nuevo y cerró la puerta. Al otro lado de la puerta
aumentó el ruido: entraron varias personas más y empezaron a sonar las
máquinas de escribir. Dos hombres comentaban una reunión de ventas.
Rudolph podía notar la sequedad de su piel, pero aún percibía el olor a
sudor. ¿Sudor? Quizás era miedo. Algo había fallado, pues aquella oficina
tenía que estar vacía, con un solo hombre en ella. ¡Maldición! ¿Por qué no
había preparado el trabajo igual que los demás? Eso es lo que ocurre cuando
uno deja los detalles en manos de otro. ¡Se lo tenía bien merecido! Pero nadie
habría adivinado que eso era lo que Rudolph Less estaba pensando, porque
mantenía en los labios una sonrisa muy afable.
—Está en un lío, amigo —le dijo el hombretón, mientras abría la tapa de
la caja de caudales.
El dinero estaba allí, como era de esperar. Fajos de billetes de a cien, que
Riley depositaba sobre la mesa. Miró a su sonriente visitante, sentado al otro
lado de la estancia.
—No le será fácil salir, y muy pronto entrará alguien aquí. Si sale, no será
difícil identificarle. Esas chicas de ahí afuera son todas ellas artistas, y
podrían hacer una descripción suya a la perfección. Los periódicos
publicarían el dibujo y la policía le capturaría en menos que cantarín gallo.
—Eso es problemático —dijo Rudolph.
—Ha elegido un mal momento para un atraco, señor.
Rudolph sonrió de nuevo.
—Sí, eso parece.
La sonrisa no duró mucho porque Riley sonreía también.
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—Amigo, si pudiera tomarle la delantera, lo tendría usted muy mal.
—¿Ah, sí? —Rudolph mostró los dientes y asomó el cañón de la pistola
fuera del portafolio.
—Tenía usted una llave de esta oficina, llegó un día en que se preparaba
la nómina y vino armado. Un atraco planeado. Si le mato… —se encogió de
hombros—, un día en el juzgado y ya está. Defensa propia.
—Es difícil que eso pueda suceder —dijo Rudolph.
Por alguna razón se sentía nervioso. Los acontecimientos no eran de
ninguna manera tal como deberían haberse desarrollado. Su encargo, palabra
mejor que víctima, se estaba mostrando demasiado agresivo. Era preciso
actuar con rapidez, y en su mente se barajaban velozmente las posibilidades,
varias de las cuales estaban a su alcance. Cogería el dinero, desde luego. A los
de afuera les diría que el señor Riley iba a estar ocupado todo el día y que no
le molestaran. Iba a ser muy penoso abandonar su casa, sobre todo los bienes
que había acumulado tan cuidadosamente, pero allí vivía bajo un nombre
falso y podría hacerlo de nuevo, esta vez quizás haciendo algunas
innovaciones que deseaba. El bronceado, el pelo teñido, las patillas, con toda
clase de combinaciones, podían alterar suficientemente su aspecto. No, no
sería en absoluto un problema irresoluble.
Estaba tan embebido en sus pensamientos que, aunque sus ojos no se
apartaban de Riley, la voz de éste le llegaba como un zumbido monótono.
—… me costó mucho encontrarle. Es usted muy listo, supongo que ya lo
sabe. Sería imposible conseguir pruebas para presentarlas ante un tribunal. Y
en cuanto a mí, no quiero arriesgar el cuello. No voy a matar a alguien que
debe morir y luego pagar por ello. También yo soy bastante listo.
»Pero hice unos contactos, y por fin la persona adecuada me facilitó los
datos. A cambio de un gran favor que le hice, me puso en contacto con usted.
Convinimos juntos el asunto, usted y yo. Inteligente, ¿eh?
El hombretón sonrió y aspiró hondo. Rudolph pensó que era demasiado
grande. Incluso era posible que dos tiros en el pecho no bastaran. Tenía cinco
balas en la Browning, así que lo más conveniente sería dispararle cuatro en el
pecho y reservar la quinta para el tiro de gracia. Nadie podía encajar cuatro
tiros. El tremendo impacto en los pulmones incluso impide gritar, y el único
sonido sería el del cuerpo al caer, pero ni siquiera se oiría, gracias al ruido que
había en el exterior.
De alguna manera, lo que decía la monótona voz tenía sentido. La mente
de Rudolph, embarcada ahora en una actividad frenética, revisó las palabras
que había dicho aquel hombre, las examinó una a una. Había algo
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absolutamente fuera de lugar, algo terrible, si había oído bien. Ahora la
sonrisa parecía congelada en su rostro y, por primera vez, sus ojos hicieron un
pequeño movimiento ratonil, mirando la habitación como si fuera una trampa.
—Yo le contraté para que me matara —dijo Riley—. No sabía quién era
ni dónde estaba, y finalmente imaginé la única manera de tenerle delante de
mí para hacerle morir ante mis ojos, sin arriesgarme en absoluto a que me
envíen a la silla eléctrica.
—¡No puede hacer eso! —exclamó Rudolph con voz ahogada.
—Claro que puedo, amigo, claro que puedo. Pero primero permítame
darle las gracias. Tengo un buen negocio, limpio y decente, y nadie me va a
condenar. Incluso seré un héroe. ¿Qué le parece?
Sintió frío. Jamás había tenido una sensación tan intensa de frío. Su boca
carecía de saliva y las entrañas se le agitaban. Estaba seguro que, de haber
comido antes, vomitaría allí mismo. Por alguna razón podía oír las voces de
Cindy, Lulú, Francie, Joan y todas las demás, y a lo lejos, burlándose de él
con acento cubano, aquella que anhelaba y aún no había probado. Desde las
honduras de una niebla invisible le llegaron los gemidos asustados de todas
aquellas muchachas a las que habría poseído engatusándolas o a la fuerza si
hubiera sido necesario.
¡Habría poseído! ¡De ninguna manera! Ni hablar de ello, señor Riley.
—Olvida usted algo, señor Riley —dijo Rudolph, sosteniendo la
Browning a la altura del pecho—. Tengo el arma.
—Y yo tengo otra en esta caja, bajo mi mano, amigo. Una enorme
automática del 45 para cuyo uso tengo el correspondiente permiso.
Rudolph asintió sensatamente.
—En cuanto mueva la mano hacia ella dispararé —dijo en voz baja.
—Es bastante justo —replicó Riley.
Rudolph se puso en pie. ¿Qué le ocurría a aquel hombre? ¡Estaba loco!
Entonces el otro movió la mano y Rudolph apretó el gatillo. La Browning
disparó una…, dos…, tres…, cuatro veces… Pudo ver los impactos en el
pecho, todos en la zona del corazón. ¡Cae, condenado, cae! Tenía que caer. El
hombretón había sacado la automática del 45 de la caja cuando Rudolph Less
disparó por última vez y vio que la bala rozaba el brazo del otro, pero el brazo
erróneo, pues era el otro el que sujetaba la pistola.
¡Y el condenado estaba sonriendo!
Miró la sangre que le brotaba del brazo.
—Esto no hace más que mejorar las cosas —le dijo, y entonces se echó a
reír y desgarró su camisa hasta exponer el pecho.
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Boquiabierto, Rudolph vio las placas superpuestas del chaleco a prueba de
balas. Riley alzó el arma y le apuntó a la cabeza.
Ahora Rudolph estaba pálido, las mejillas hundidas, lleno de temor. Su
carácter invencible saltaba hecho añicos, y por ningún motivo, ninguno en
absoluto. Todos aquellos maravillosos placeres perdidos para siempre, y todo
porque aquel estúpido que tenía delante le había engañado. ¿En qué se había
equivocado? En algún punto tema que estar el error.
—¿Por qué? —inquirió, con la voz débil, quebrada.
Riley se llevó la mano a la oreja y extrajo el fragmento de cera cosmética
que encajaba con tanta precisión en el agujero. Entonces apretó el gatillo de la
automática.
Rudolph aún pudo oír el tremendo estampido del arma mientras su cráneo
se fragmentaba en diminutas astillas, y su último pensamiento fue que el
agujero en el cañón de su amante definitiva, la terrible automática del 45,
tenía exactamente el mismo tamaño que el orificio en la oreja del hombretón,
y que el nombre de Riley tenía que ser Buddy.
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RESACA
John D. MacDonald
Soñó que había dejado caer algo, que había perdido algo de valor en el homo,
y estaba tendido de costado, tratando de mirar en ángulo a través de un
pequeño agujero, mirar más allá de las llamas, en las oscuras entrañas del
homo, buscando lo que había perdido. Pero las llamas seguían agitándose a
través del agujero, con una brillantez que le dañaba los ojos, un calor que le
achicharraba el rostro, moviéndose con un sonido intermitente y crepitante.
Al despertar, el sueño resultó dolorosamente explicable: el crepitar de las
llamas era su propia respiración áspera, la sensación ardiente era una sed que
le consumía y la brillantez se trasmutó en un dolor intenso localizado detrás
de los ojos. Al abrirlos, un intenso rayo de sol matinal le deslumbró, y volvió
a cerrarlos en seguida.
En aquel momento de la mañana su conciencia de la incomodidad era tan
aguda que no podía pensar en nada más allá de una evaluación del cuerpo y
sus funciones. Aunque era vagamente consciente de molestias físicas que más
tarde podrían exceder a la angustia de la carne, la inmediatez del dolor
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corporal ocupaba el centro de su atención. Incluso sin la brillantez horizontal
del sol, habría sabido que era temprano, pues un sueño largo habría
amortiguado los latidos del corazón abrumado, reduciéndolos a un ritmo
suave, sosegado y cómodo. Pero era temprano y el corazón golpeaba
bruscamente, con una violencia y una cadencia casi histéricas, de modo que
por mucho que cambiara la posición de su cabeza, podía percibirlo, como un
martillo para clavar tachuelas que astillaba su mortalidad.
Tenía una sed monstruosa, que no contribuía precisamente a aplacar los
accesos de náuseas que tenía de vez en cuando en el fondo de la garganta.
Tenía las manos y los pies fríos, pero estaba cubierto de sudor, que notaba en
el lugar en que los muslos se tocaban. Le parecía que todos los poros de su
cuerpo estaban obturados, y sabía que durante la noche había sudado
copiosamente, con una olorosa transpiración que dejaba un residuo
desagradable cuando se secaba. El dolor detrás de los ojos era como una lenta
hinchazón y un encogimiento, con un ritmo que era un contrapunto al
golpeteo de su corazón.
Se sentó en el borde de la cama con la cabeza inclinada, los ojos
fuertemente cerrados, los dedos fríos y temblorosos sobre las rodillas
desnudas. Se sentía débil, mareado y agudamente deprimido.
Era la gran broma, una resaca, algo que invita a un guiño taimado, a una
triste carcajada. Por la mañana, era lo más parecido a la muerte.
Se levantó y, con las piernas temblorosas, fue al baño. Abrió el grifo del
agua fría a toda potencia y tomó un vaso. Llenaba de nuevo el vaso cuando
sintió el primer espasmo. Se volvió hacia el lavabo, casi cayéndose,
golpeándose dolorosamente una rodilla en las baldosas del suelo, se arrodilló
y se aferró al borde de la pica con ambas manos, encorvado, desdichado,
desnudo. El agua corrió durante largo rato mientras él permanecía allí,
vomitando, hasta que no salieron más que grumos de bilis verdosa. Cuando se
levantó, se sintió más débil pero algo mejor. Se secó el rostro con una toalla
húmeda y bebió más agua, la tomó lenta y cuidadosamente, en gran cantidad,
perdiendo la cuenta del número de vasos que tomaba. Bebió el agua fresca
hasta que se le hinchó el vientre y no pudo tomar más, pero se sintió tan
sediento como antes.
Dejó el vaso en el estante y se miró en el espejo, con una mirada rápida,
demasiado fortuita, como quien mira a un desconocido y le dirige una mirada
más larga después de ver que la primera no ha despertado una curiosidad
desmedida. Aunque el color del rostro era grisáceo, los ojos estaban algo
hinchados y un inicio de barba oscurecía las mandíbulas; el largo rostro, con
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sus rasgos regulares y sin ninguna característica peculiar, parecía
curiosamente ileso con relación al tormento del cuerpo.
El reflejo visual fue un primer paso en la reafirmación de la identidad:
eres Hadley Purvis, tienes treinta y nueve años, el pelo se te está volviendo
gris con una velocidad sorprendente y descorazonadora.
Dio la espalda a la imagen insulsa, al rostro que se negaba a comprender
su dolor. Apoyó las nalgas en el frío borde de la pica, y de repente una
imagen espontánea pasó por su mente, con la perfección y la claridad
sobrenatural de un anuncio en color en una revista. Era un vaso lleno hasta el
borde de bourbon marrón oscuro.
Con un lento esfuerzo de la voluntad hizo que la imagen se desvaneciera.
Todavía no, pensó, y de inmediato se sintió intrigado por su elección
instintiva de la frase. Tonterías. Eso formaba parte de la morbidez habitual de
la resaca, imaginarse uno mismo convirtiéndose lentamente en un alcohólico.
El ron agrio que tomaba los domingos por la mañana había llegado a ser un
ritual para él, que Sarah le personaba. Pero no por eso podía hablarse de
alcoholismo. Por desgracia, aquel era un día laborable, y tendría que esperar a
las doce y media para tomar el primer martini en Mario’s. Si había alguien
realmente preocupado por el alcoholismo, era Sarah, y sus preocupaciones se
debían a su falta de conocimiento del trabajo que desempeñaba él, y de sus
requisitos. Cuando un hombre ha bebido durante veintiún años, no se
convierte de repente en una causa legítima para la clase de fastidiosa
preocupación que Sarah había mostrado últimamente.
Por la noche, cuando estaban a solas antes de cenar, tomaban una copa,
cosa que a ella no le producía ninguna congoja. Le gustaba tomar un trago
como a cualquiera. Luego, de algún modo, se enteró de que cada vez que él
iba a la cocina para llenar otra vez los vasos con el martini de la jarra
guardada en la nevera, él tomaba un trago extra, sí, engullía un largo, suave y
placentero trago. Pacientemente, sin alterar su tono, había conseguido que él
lo admitiera, y entonces le había dicho que el mismo secreto con que lo hacía
era «significativo». Él intentó explicarle que tenía una tolerancia del alcohol
mayor que la suya, y que era más fácil hacerlo así que soportar sus fatigosas
indirectas sobre el número de copas que tomaba.
Mientras estaba en el baño podía oír los primeros sonidos matinales de la
ciudad. Su oído parecía agudizado de una manera antinatural. Se dio cuenta
de que era absurdo seguir allí y tener discusiones mentales con Sarah y
enfadarse con ella. Abrió los grifos de la ducha y esperó hasta que el agua
tuvo la temperatura adecuada antes de entrar, poco más que templada. No
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intentó bañarse, sino que se puso bajo los chorros rugientes e intensos de la
ducha, con los ojos cerrados y el rostro hacia arriba. Y entonces empezó a
pensar en la velada anterior, con cautela, porque tenía mucha experiencia en
esta clase de reconstrucción. Permitió el discurrir de los recuerdos con temor,
previendo remordimiento y disgusto consigo mismo.
Como siempre, la primera parte de la velada era fácil de recordar. Había
sido una fiesta importante, y el día anterior, por la mañana, se vistió con
esmero, sabiendo que no tendría tiempo para volver a casa y cambiarse antes
de ir directamente de la oficina al hotel donde se celebraba la reunión, con los
cócteles, los discursos, la película y la revelación del nuevo modelo. Debido a
la importancia de la velada, no se había excedido durante el almuerzo en
Mario’s, limitándose a un par de martinis antes de comer, consciente de su
virtud…, con la que lamentablemente dio al traste la entrada de Bill Hunter en
su despacho a las tres de la tarde. Le miró con alivio y aprobación y le dijo:
—Me alegro de que hoy no te hayas pasado tres horas almorzando, Had.
El viejo tenía sus dudas sobre la conveniencia de que te unieras al grupo esta
noche.
Hadley Purvis sintió de inmediato un enorme disgusto. Normalmente le
gustaba Bill Hunter, a pesar de su aura de oportunismo y la cauta ambición
que le había permitido hacerse íntimo del jefe de la agencia en muy poco
tiempo.
—Y entonces tú le dijiste: «Señor Driscoll, si Had Purvis no puede ir a la
fiesta, yo tampoco voy». Y él no tuvo más remedio que ceder.
Observó cómo Bill Hunter se ruborizaba.
—No ha sido así, Had, pero te diré lo que sucedió. Me preguntó si creía
que te portarías bien esta noche, y le dije que estaba seguro de que
comprenderías la importancia de la ocasión, recordándole que los de Detroit
te conocen y les gustó el trabajo que hiciste en la campaña de primavera. Así
que si te apartas de la línea, a mí tampoco va a beneficiarme.
—Y ésa es tu principal consideración, naturalmente. Hunter le miró con
una expresión de enojo e impotencia. —Maldita sea, Had…
—Puedes tranquilizar a tu corazoncito. Te aseguro que no me saldré de
madre.
Bill Hunter salió del despacho. Cuando se hubo ido, Hadley se empeñó en
creer que había sido un pequeño y divertido interludio, pero no pudo. Seguía
sintiéndose resentido. Le enojaba que le trataran como a un niño, y
sospechaba que Hunter había llamado la atención de Driscoll sobre el asunto,
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diciéndole con mucha naturalidad: «Confío en que Purvis no nos dé un
pequeño espectáculo esta noche».
No era probable que el viejo hubiera sacado aquello a colación. Hadley
tenía la impresión de que aquel hombre le tenía un verdadero aprecio. Se
habían reído juntos en bastantes ocasiones, y las suyas eran risas de adultos,
que rebasaban un poco la capacidad de un muchacho explorador como
Hunter.
A las cinco se aseó, bajó al vestíbulo y compartió un taxi con Davey
Tidmarsh, el único de los chicos nuevos a quien habían invitado, por lo cual
estaba muy entusiasmado. Era un muchacho simpático y a Hadley le gustaba.
Davey quiso saber cómo sería la fiesta, y Hadley se lo explicó en el taxi.
—Nos van a superar considerablemente en número. Estará todo el
batallón de Detroit y también la gente del banco. Se hará con una seriedad
enorme y mucho gusto. Esto es una presentación previa, y es posible que
hayan instalado una maqueta. La idea es que todos nos entusiasmemos con el
nuevo modelo. Entonces, cuando todos estemos excitados, pondremos en
marcha dos grandes promociones. La primera es una feria que usarán para
vender los nuevos modelos a los concesionarios y entusiasmarlos a todos. Eso
será dentro de unos cuatro meses. La segunda promoción será la campaña
para vender los coches al público. El secreto será un gran fetiche, Davey, y
habrá guardias de la compañía, uniformados y armados.
Todo fue tal como él había previsto, sólo un poco mayor y más recargado
que el año anterior. Todo parecía mayor y más recargado a cada año que
pasaba. La fiesta tuvo lugar en el último piso del hotel, en una de las salas de
convenciones de tamaño mediano. Comprobaron minuciosamente su
identidad a la entrada, y a cada uno le dieron un distintivo numerado con su
nombre. En el lado izquierdo de la sala había una barra de bar de veinte
metros de largo, y a lo largo de la pared derecha estaba la larga mesa donde se
dispondría el bufé. Había un rumor viril de animadas conversaciones y una
azulada neblina de humo. Hadley saludó con la cabeza y sonrió a las personas
conocidas, mientras se dirigían al bar. Con un vaso en la mano, se dirigió a la
sala contigua —tras una nueva comprobación a la puerta— para mirar la
maqueta.
Hadley tuvo que admitir que estaba muy bien hecha. Su tamaño era una
tercera parte del automóvil real, y giraba lentamente sobre un pedestal que le
llegaba hasta el pecho. Era un descapotable rojo y blanco con una portezuela
abierta, y el figurín de una muchacha en traje de baño junto a él. Tanto la
chica como el modelo estaban iluminados por una excelente imitación de la
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luz solar. Hadley miró a la chica, maravillándose del primor con que habían
reproducido la pátina del bronceado. Mientras contemplaba el maniquí, pensó
en Sarah y sintió una cálida oleada de ternura hacia ella, tuvo la sensación de
que le daba suerte y que, con ella, jamás nada podría salir mal.
Observó las líneas del coche giratorio y, con la soltura que le
proporcionaba una larga práctica, ideó unas frases que serían adecuadas para
anunciarlo. Se hizo a un lado y contempló durante un rato el placer
manufacturado de quienes veían el modelo por primera vez. Apuró el vaso y
se encaminó al bar. Con el primer trago, los últimos restos de irritación con
Bill Hunter habían desaparecido. En cuanto tuvo una nueva bebida en la
mano, miró a Bill y le dijo:
—Soy el hombre que refunfuñó esta tarde.
—No ha sido nada —dijo Hunter con presteza y cierto distanciamiento—.
Perdóname, Had. Hay alguien allí a quien quiero saludar.
Hadley se acomodó ante la barra. No estuvo solo durante mucho tiempo.
Al cabo de diez minutos era el centro de un grupo de seis o siete personas. Le
encantaban aquellas ocasiones en que le buscaban por sus cualidades para
entretener. Las bebidas le llevaban con rapidez al momento en que, sin
esfuerzo, resultaba divertido. Las frases agudas se le ocurrían con rapidez,
casi sin pensar. Los demás se reían con él y apreciaban su ingenio, y él se
sentía bien, sabiendo que le tenían afecto.
Recordó que surgieron unas leves advertencias en el fondo de su mente,
pero no les hizo caso. Ya sabría cuándo tenía que detenerse. Contó la
anécdota de Jimmy, Jackie y la tarjeta perforada allá en Shor’s, y supo que la
había contado bien, que se estaba divirtiendo y que todo lo tenía
perfectamente bajo control.
Pero más allá de ese momento, la memoria le fallaba, perdía continuidad,
se volvía episódica; cada escena era bastante brillante en sí misma, pero
estaba separada de las demás escenas por una grisura en la que podía penetrar.
Seguía en el bar y su público se había reducido a una sola persona, un
hombre menudo al que conocía, que se tambaleaba y se cogía del borde de la
barra. Él trataba de hacerle comprender alguna cosa a aquel hombre, que no
cesaba de menear la cabeza. Hunter se le acercó, le cogió del brazo y le dijo:
—Had, tienes que comer algo. En seguida van a retirar el bufé.
—Sonríe, camarada, cuando emplees la palabra «tienes».
—Siéntate y te traeré un plato.
—Que no se diga nunca que Hadley Purvis no pudo abrirse paso a través
de una maciza pared de bufé.
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Mientras Hunter le tiraba del brazo, Hadley apuró el vaso, lo dejó sobre la
barra con sumo cuidado y se dirigió al bufé, zafando el brazo de la presa de
Hunter. Cogió un plato y miró la comida. No tema ningún deseo de comer.
Miró atrás y vio que Hunter le observaba. Se encogió de hombros y recorrió
la larga mesa.
Entonces recordó otra cosa. Estaba allí de pie, con el plato en la mano.
Miró hacia donde estaba Bill Hunter y vio que éste le hacía unas señas
frenéticas. Hadley le hizo caso y se dirigió adonde estaba Driscoll con la
plana mayor de Detroit. Le divirtió la expresión aprensiva del rostro de
Driscoll, pero se sentó a la mesa y el viejo tuvo que presentarle.
Recordó algo posterior. Había dejado caer un trozo de comida de su
tenedor. Lo cogió de nuevo y, al alzar la vista, vio una expresión de disgusto
en el rostro del hombre más importante de Detroit, un señor calvo y de
aspecto poderoso, con el rostro rojizo y unos ojillos azules y brillantes.
Recordó que se había puesto a reflexionar sobre aquella expresión de
disgusto. Los otros hablaban y él comía tercamente. Se dijo que le
considerarían un payaso, que era lo bastante bueno para hacerles reír, pero
nada más. No le creerían capaz de un pensamiento profundo.
Recordó que Driscoll frunció el ceño cuando intervino en la conversación,
dirigiéndose al hombre calvo de Detroit y procurando pronunciar cada palabra
claramente, sin farfullar.
—Es una bonita maqueta, y hará que muchos vehículos parezcan viejos
antes de hora. Tal como yo lo veo, vivimos en una época en que las cosas se
vuelven obsoletas con una rapidez artificial. La honestidad ha desaparecido
del producto americano. El gran dios es la producción, así que todos ustedes,
los fabricantes, se esfuerzan para hacer un producto que se gaste, se rompa,
no dure o, como su coche, se queden en seguida anticuados. Es el viejo juego
de timar al consumidor. Ustedes tienen la mano en su bolsillo y nosotros la
tenemos en el suyo.
Recordó su discursito con vivacidad, y le conmocionó. Tal vez era cierto,
pero aquel no era el momento ni el lugar adecuado para decir tales cosas, no
en una reunión festiva, donde todos se congratulaban por el magnífico y
flamante producto nuevo que iban a vender. Sintió que le ardían las mejillas
mientras recordaba sus propias palabras. ¡Vaya cosa había dicho delante de
Driscoll! Iban a ser necesarias las excusas más abyectas.
No podía recordar la reacción del hombre de Detroit, o la reacción
inmediata de Driscoll. No recordaba nada más de lo que había hecho o dicho
en aquella mesa. El siguiente episodio era que volvía a estar en el bar, vaso en
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mano, con Hunter a su lado, hablándole tan seriamente que casi se le saltaban
las lágrimas.
—¡Dios mío, Had! ¿Qué has dicho? Nunca le he visto tan enfadado.
—Dile que se vaya a hacer algo innombrable. Me he limitado a decirles
unas cuantas cosas tan claras como elementales. Y ahora quiero animar un
poco esa pequeña orquesta.
—Deja la música en paz y vete a casa, por favor. Vete a casa, Had.
Había otra brecha, y luego recordaba una discusión con el batería. El
hombre parecía curiosamente poco dispuesto a soltar los tambores. Un
camarero le cogió el brazo.
—¿Qué mosca le ha picado? —le preguntó Hadley, enojado—. Sólo
quiero enseñarle a este payaso cómo se mantiene el ritmo más alto.
—Un caballero desea verle, señor. Está en el guardarropa. Me ha pedido
que le acompañe.
Driscoll estaba en el guardarropa, y se acercó a él.
—No abra la boca, Purvis. Limítese a escucharme atentamente mientras
trato de meter algo en su cráneo borracho. ¿Puede entender lo que le digo?
—Claro que puedo…
—¡Cállese! Es posible que nos haya hecho perder el negocio con su
discurso. Ese hombre me ha dicho que desconocía el hecho de que yo
contrataba comunistas. Dijo que las críticas del modo de vida norteamericano
le ponen físicamente enfermo. ¿Sabe lo que voy a decirle dentro de un
momento?
—No.
—Pues voy a decirle que le he hecho salir de aquí, le he despedido y le he
mandado a casa. Entiéndalo bien. Es un intento de salvar el contrato. Y
aunque no lo fuera, le despediría igualmente, y lo haría en persona. Hasta
ahora creía que eso me resultaría penoso, pues le conozco desde hace largo
tiempo. Pero la verdad, Purvis, es que me gusta hacer esto. Es un magnífico
alivio desembarazarse de usted. No abra la boca. No volvería a admitirle
aunque trabajara gratis. No vuelva por la agencia. No se presente mañana. Le
diré a una chica que recoja sus pertenencias y se las enviaré con un
mensajero, junto con el cheque. Mañana lo recibirá todo antes del mediodía.
Es usted un hombre inteligente, Purvis, pero esta ciudad está llena de hombres
inteligentes que pueden aguantar el licor. Adiós.
Driscoll giró sobre sus talones y se dirigió a la sala. Hadley recordó que la
conmoción había penetrado en la neblina del licor que envolvía su cabeza.
Recordó que se había quedado allí y que había podido ver a dos hombres que
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instalaban un proyector, y lo único que podía pensar era en cómo se lo diría a
Sarah y lo que probablemente diría ella.
Y, sin transición, el recuerdo le hizo verse en la zona de Times Square,
camino de su casa. La acera se inclinaba inesperadamente, y cada vez tenía
que dar un bandazo para recuperar el equilibrio. El brillo de las luces le hería
los ojos, el corazón le latía con fuerza, sentía que le faltaba la respiración.
Se detuvo y miró el escaparate de una tienda de prendas masculinas que
aún estaba abierta. Un cartel en la puerta decía «ABIERTO HASTA
MEDIANOCHE». Consultó su reloj: eran poco más de las once. Había
imaginado que sería mucho más tarde. De súbito, le resultó imperativo
demostrar —a sí mismo y a un desconocido— que no estaba en absoluto
borracho. Si podía demostrar eso, entonces sabría que Driscoll le había
despedido no por estar borracho, sino por sus opiniones. ¿Y quién querría
seguir en un puesto de trabajo en el que no se le permitía tener opiniones?
Hizo acopio de todas sus fuerzas y miró atentamente el escaparate. Vio
una corbata de lana gris con una figura diminuta bordada en rojo oscuro. Los
dibujitos bordados tenían una forma de comas. Decidió que aquella corbata le
gustaba muchísimo. El precio de las corbatas en aquel ángulo del escaparate
era de tres dólares cincuenta. Comprobó su estabilidad, se aclaró la garganta y
entró en la tienda.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches. Quisiera esa corbata del escaparate, esa gris de la
izquierda, la que tiene un dibujito rojo oscuro.
—¿Es tan amable de enseñarme cuál, señor?
—Claro.
Hadley la señaló. El tendero cogió una igual de un perchero.
—¿La quiere en una caja o puedo ponerla en una bolsa?
—Una bolsa bastará.
—Es una corbata muy bonita.
Le dio al tendero un billete de cinco dólares, y el hombre le devolvió el
cambio.
—Gracias, señor. Buenas noches.
—Buenas noches.
Salió a la calle caminando con firmeza, con la bolsa en la mano. Nadie
podría haberlo hecho mejor. Había sido una compra muy metódica. Si alguna
vez necesitaba una prueba de su estado, el tendero le recordaría. «Sí, recuerdo
al caballero. Entró poco antes de la hora de cierre y compró una corbata gris.
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¿Sobrio? Quizás había tomado una o dos copas, pero estaba tan sobrio como
un juez».
Y en algún lugar entre la tienda y su casa cesaban todos los recuerdos.
Tenía una vaga impresión de que había discutido con Sarah, pero no estaba
nada clara. Quizá porque la escena al llegar a casa había llegado a ser
demasiado frecuente para ellos.
Se secó vigorosamente con una toalla áspera y fue al dormitorio. Cuando
pensó en el trabajo que había perdido, sintió una punzada de pánico. No le
sería fácil encontrar otro empleo. Uno igual de bueno podría ser imposible. La
suya era una profesión que se alimentaba del chismorreo.
Tal vez había sido beneficioso, pues le obligaría a cambiar, quizás a
mudarse a otra ciudad y emprender una nueva vida. Tal vez podrían recuperar
algo que habían perdido en el último año, más o menos. Pero sabía que
silbaba en la oscuridad. Tenía miedo. Aquella era la peor de todas las
mañanas después de una borrachera.
Sin embargo, incluso esa certeza estaba difuminada por el peculiar aroma
de irrealidad que se adhería a todas sus resacas matinales. Los sueños siempre
eran vividos, tanto que llegaban a confundirse con la realidad. Se concentró
en estudiar la textura del recuerdo del rostro de Driscoll y el resultado fue una
disminución de su esperanza de que lo hubiera soñado.
Entró en el dormitorio y sacó una muda del cajón. Por asociación de ideas
pensó de nuevo en la corbata que había comprado. Le parecía extraño que esa
menudencia tuviera semejante importancia retroactiva. Las ropas que había
llevado estaban donde las había dejado caer, al lado de la cama. Las recogió,
vació los bolsillos del traje y descubrió una gran mancha de vómito seco en la
solapa de la chaqueta. No recordaba haberse encontrado mal. Había un
desgarrón triangular en la rodilla izquierda de los pantalones, y entonces notó
por primera vez que se había despellejado la rodilla. No podía recordar que se
hubiera caído. La corbata no estaba en el bolsillo del traje. Empezó a
preguntarse si habría soñado lo de la dichosa corbata. En el fondo de su mente
había una imagen espectral de algún otro sueño acerca de una corbata.
Decidió que iría a la oficina. No veía qué otra cosa podría hacer. Si su
recuerdo de lo que Driscoll había dicho era exacto, tal vez para entonces el
jefe ya se habría aplacado. Cuando fue a seleccionar una corbata, después de
afeitarse cuidadosamente, buscó la nueva en el perchero. No estaba allí.
Mientras se hacía el nudo de la que había escogido, observó una bola de papel
estrujado en el suelo, al lado de la papelera. Lo recogió, lo extendió, leyó el
Ed McBain
Era el primero de abril, día de las inocentadas. Además, era sábado y vigilia
de Pascua.
La muerte no debería haber hecho acto de presencia, pero allí estaba. Y,
tras haber venido, quizá se justificaba en su confusión. Aquel era el día de las
inocentadas, el de las bromas pesadas. Al día siguiente sería Pascua, el día del
bonete y el huevo, el día del desfile primaveral con galas y ringorrangos.
Cierto, en algunos barrios de la ciudad se rumoreaba que el domingo de
La estancia estaba silenciosa y vacía; era una casa de oración sin que en aquel
momento hubiera ningún orador. Los hombres se sentaron en unas sillas
plegables, en aquella sala grande y desierta donde la luz eterna ardía sobre el
arca donde se guardaban la Torá y los cinco libros de Moisés. Delante del
arca y a cada lado estaban los candelabros encendidos, los menorá, que se
encuentran tradicionalmente en toda casa de oración judía.
El detective Steve Carella inició la letanía de otra tradición. Sacó su
cuaderno de notas, apoyó el lápiz sobre una página en blanco, se volvió hacia
Yirmiyahu y empezó a hacerle preguntas siguiendo una pauta que se había
hecho clásica a fuerza de repetirla.
—¿Cómo se llamaba el rabino?
Yirmiyahu se sonó y dijo:
—Salomón, el rabino Salomón. Ése era su apellido.
—¿Y el nombre?
—Yaakov.
3
Estaban en el callejón donde unas líneas de tiza señalaban la posición del
cadáver. Se habían llevado al rabino en una camilla, pero su sangre seguía
manchando los adoquines, y los chicos del laboratorio habían evitado
cuidadosamente la pintura derramada por todas partes, en su búsqueda de
Bret Loomis era un hombre de treinta y siete años, estatura media y con
barba. Cuando hizo pasar a los detectives a su habitación, llevaba un grueso
suéter negro y unos pantalones de tela tosca muy ajustados. Al lado de Cotton
Hawes, parecía un chiquillo que se había puesto una barba postiza en un
intento de hacer reír a su padre.
—Siento molestarle, señor Loomis —dijo Meyer—. Ya sé que estamos en
Pascua y…
—¿Ah, sí? —dijo Loomis, como sorprendido—. Vaya, es cierto, estamos
en Pascua. ¡Qué despiste el mío! Quizá debería salir y comprar unas flores.
—¿No sabía usted que era Pascua? —le preguntó Hawes.
—Hombre, ya no leo nunca los periódicos. ¡Todo son desgracias! Ya
estoy harto de todo eso. Tomemos una cerveza para celebrar la Pascua, ¿de
acuerdo?
8
Irene Gravanan, la hermana de Finch, era una muchacha de veintiún años que
ya había tenido tres hijos y estaba embarazada del cuarto. Vivía en un
apartamento de una urbanización en Riverhead. En cuanto hizo pasar a los
policías, tomó asiento.
—Tendrán que perdonarme —les dijo—, pero me duele la espalda. El
médico cree que podrían ser gemelos. Eso es lo único que me faltaría. —Se
apretó la espalda con las palmas, suspiró profundamente y añadió—: Siempre
estoy embarazada. Me casé a los diecisiete, y no he parado desde entonces.
Todos mis hijos creen que soy una mujer gorda; nunca me han visto sin estar
embarazada. —Suspiró de nuevo—. ¿Tiene usted hijos? —le preguntó a
Meyer.
—Tres.
—A veces desearía…
Se interrumpió y su rostro adoptó una expresión curiosa, una expresión
que negaba los sueños.
—¿Qué desearía, señora Gravanan? —le preguntó Hawes.
—Poder irme a las Bermudas…, sola. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Ha
estado alguna vez en las Bermudas?
—No.
—He oído decir que es muy bonito —dijo Irene Gravanan en tono
nostálgico, y el piso quedó en silencio.
—Señora Gravanan —dijo Meyer—, nos gustaría hacerle algunas
preguntas sobre su hermano.
—¿Qué ha hecho ahora?
—¿Ha hecho otras cosas antes? —preguntó Hawes.
—Bueno, ya saben… —la joven se encogió de hombros.
Viernes, 6 de enero
Shabbat, Parshat Shemot. Encendí las velas a las cuatro veinticuatro.
Los servicios nocturnos eran a las seis y quince. Ha pasado un siglo desde
la guerra civil. Hablamos de la comunidad judía del Sur, entonces y ahora.
18 de enero
Me resulta chocante haber tenido que familiarizar a los miembros con
las bendiciones apropiadas sobre las velas del Sabbath. ¿Tanto nos hemos
olvidado?
Baruch ata adonai elohenu melech haolarn asher kidshanu b’mitzvotav
vitzivanu l’hadlick nershel shabbat.
Bendito seas, oh Señor nuestro Dios, Rey del universo, que nos has
santificado con tus leyes y nos has ordenado encender la Luz Sabática.
Quizá tenga razón. Tal vez los judíos estén condenados.
20 de enero
Había confiado en que el festival macabeo haría que nos diésemos
cuenta de las penalidades sufridas por los judíos de hace dos mil años en
comparación con nuestras vidas de hoy, agradables y cómodas en una
democracia. Hoy tenemos la libertad de rendir culto como deseamos, pero
2 de febrero
Creo que estoy empezando a temerle. Hoy me amenazó a gritos, dijo
que yo, de todos los judíos, encabezaré el camino hacia la destrucción. Me
sentí tentado de llamar a la policía, pero comprendo que él ha hecho eso
antes. Hay algunos miembros que han sufrido sus peroratas y que parecen
considerarle inocuo, pero desvaría con el fervor de un fanático, y sus ojos
me asustan.
12 de febrero
Hoy ha llamado un miembro para preguntarme algo sobre las leyes
dietéticas. Me vi obligado a llamar al carnicero del barrio porque ignoraba
la longitud prescrita del hallaf, el cuchillo para matar las reses. Hasta el
carnicero bromeó y me dijo que un rabino auténtico debería saber esas
cosas. Soy un rabino auténtico, creo en el Señor, mi Dios, cuya voluntad y
ley enseñó a Su pueblo. ¿Qué necesidad tiene un rabino de conocer el
shehitah, el arte de sacrificar a los animales? ¿Es importante saber que el
cuchillo de sacrificar ha de tener el doble de la anchura que tiene la
garganta del animal sacrificado, y no más de catorce dedos de longitud? El
carnicero me dijo que el cuchillo ha de ser agudo y suave, sin ninguna
mella perceptible. Se examina pasando el dedo y la uña por ambos filos de
la hoja, antes y después del sacrificio. Si se encuentra una mella, el animal
no es bueno para el consumo. Ahora lo sé, pero, ¿es necesario saber eso?
¿No basta con amar a Dios y enseñar Su voluntad?
Su enojo sigue asustándome.
14 de febrero
Hoy he encontrado un cuchillo en el arca, en el fondo del armario
detrás de la Torá.
8 de marzo
22 de marzo
Tengo que ponerme en contacto con un pintor para que arregle el
exterior de la sinagoga. Alguien me ha sugerido a un tal señor Frank Cabot
que vive en la vecindad. Quizá le llame mañana. Pronto llegará la Pascua y
me gustaría que el templo tenga buen aspecto.
El misterio está resuelto. Se guarda para arreglar el pabilo del candil de
aceite sobre el arca.
10
11
Arthur Finch no estaba haciendo nada cuando le encontraron.
Le encontraron a las dos y diez, la mañana del cuatro de abril, y en su
apartamento, adonde había ido un patrullero con el encargo de recoger los
panfletos del armario. Le encontraron tendido ante la mesa de la cocina, con
las esposas puestas. Sobre la mesa había una lima y una escofina, y había
12
John Lutz
Allá donde la delgada península se dobla como un dedo que hace una seña en
las cálidas aguas, donde las olas del océano levantan nubes de espuma al
romper con las rocas bajas, en su flujo y reflujo sobre las playas de arena
blanca, hay una serie de edificios rectangulares y bajos, rodeados de altas
vallas: es la Institución estatal de dementes criminales incurables. Veinte son
los edificios con esos ángulos agudos, y la masa de ladrillo de cada uno de
ellos se levanta del suelo arenoso como un hecho innegable. Alrededor de
cada edificio hay una valla de madera de secoya de tres metros de altura,
coronada por alambre espinoso, y estas vallas avanzan hasta la orilla del mar,
para proseguir como una telaraña de alambre espinoso que se extiende hasta
las rocas.
Marcia Muller
Bill Pronzini
Elizabeth Morton
Así que al final pensé en el doberman, el perro que me habría ahorrado las
molestias si yo hubiera entendido realmente las condiciones.
Mi doberman se llama Titus, y lo compré para protección hace un año. La
«protección» es un servicio importante en esta ciudad. La fe ha desaparecido
igual que los trolebuses. La cuestión podría ser, naturalmente, quién nos
protegerá de nosotros mismos, pero eso es puramente metafísica. En cualquier
caso, la respuesta es que nos protegeremos a nosotros mismos y hago lo que
debo.
Tengo a Titus.
Veamos a ese doberman. Cuando abrí la puerta, a las seis, Titus no acudió
a saludarme, sino que siguió en el dormitorio pequeño, hacia la parte trasera,
gimoteando. La brisa que entraba por una ventana abierta había desparramado
algunas cosas del tocador junto a sus patas, pero él no parecía darse cuenta.
Gimió de nuevo.
Talmage Powell
Formar equipo con Odus Martin no era una perspectiva tentadora, pero no iba
a dejar que eso frustrara el placer de mi promoción a inspector de paisano.
En cuanto a la reacción de mi compañero, estaba profundamente enterrada
en su intimidad personal. Yo era el novato que acababa de abandonar el
uniforme, y me aceptaba como una tarea más. Martin no ofrecía ningún
consejo útil, ni tampoco me hacía saber su opinión sobre mí. Yo sospechaba
que sería lento en la alabanza y reacio a la crítica.
Si la taciturnidad casi inhumana de mi compañero hacía que estar con él
no resultara demasiado divertido, tema mis compensaciones. Experimentaba
una oleada de placer cada vez que entraba en la brigada, la cual no era para mí
un lugar yermo y sombrío con mesas llenas de cicatrices, sillas duras, paredes
sucias y olor a tabaco rancio.
Mis primeros días como compañero de Martín estuvieron llenos de
actividad. Acorralamos a unos sospechosos en un caso de acorralamiento, y
Robert Silverberg
Sus sueños de ahogarla se desvanecen con la misma rapidez con que los ha
concebido. No es un hombre violento por naturaleza y sabe que nunca podría
hacerlo. Ni siquiera es capaz de pisar una araña; ¿cómo podría matar a su
esposa? Naturalmente, si muriese de otra manera, sin necesidad de que él
actuara directamente, eso lo resolvería todo. Por ejemplo, va en su coche a la
peluquería por una de esas carreteras que tanto le gusta tomar, las que dan
acceso a los campos de ejercicios militares, y el vehículo resbala en un charco
Ella sube al cuarto de los niños para echar un vistazo. Por fin se han dormido
los dos, o lo fingen tan bien que es lo mismo. Se queda un rato junto a sus
camas, pensando: «Te quiero, Bobby, te quiero, Tink». Tink y Bobby, Bobby
y Tink. «Os quiero aunque a veces me volváis loca.» De puntillas, sale del
cuarto. Ahora la tranquila velada ante la televisión, y luego a la cama. La
rutina de siempre. No sabe por qué continúa así. Hay ocasiones en las que
está a punto de estallar. Supone que sigue junto a él por el bien de los niños.
¿Es ésa una razón suficiente?
Él se imagina corriendo por la playa, con Ellie de la mano Los dos desnudos,
sus pieles bronceadas y brillantes bajo el sol tropical. Palmeras por todas
partes. Granos de arena rosada bajo los pies. Ligeras olas transparentes
acariciando la orilla. Una cala tranquila. «Aquí no nos puede ver nadie»,
murmura Ellie. Él desciende sobre su cuerpo firme y esbelto y la penetra.
Una franja ardiente de dolor se tensa como una correa de metal caliente sobre
el pecho de Martín. Se aparta tambaleándose de la ventana y avanza
encorvado hacia una silla. El corazón. ¡Oh, el corazón! Eso es lo que te pasa
por babear pensando en Alice, viejo verde.
—¡Auxilio! —grita con voz débil—. ¡Ven, máquina asquerosa, ayúdame!
Ted sabe que no irá a Hawai con Ellie ni con ninguna otra. Toda valoración
realista de la situación le lleva inevitablemente a la misma conclusión. Es tan
poco probable que Alice vaya a morir en un accidente como lo es que él
llegue a asesinarla. Vivirá eternamente, como lo hacen siempre las esposas
indeseadas. Podría pedir el divorcio, naturalmente. Probablemente perdería
todas sus posesiones, pero ganaría su libertad. O podría suicidarse, lo cual
siempre había sido una tentación para él. Es la salida más fácil, sin abogados
ni molestias. Así ocurre siempre a esa hora de la noche, lo mismo una y otra
vez. Fingiendo mirar la televisión, se entrega secretamente a fantasías
suicidas.
Podría hacerlo de muchas maneras. Cortarse las venas de las muñecas, saltar
por el puente dentro del coche, tragarse todo el contenido del frasco de
somníferos de Alice. Naturalmente, todos ésos son anticuados métodos de
suicidio. Lo apropiado sería algo más moderno. ¿Ir a una taberna de negros y
empezar a dirigirles insultos raciales? No, eso no tiene nada de moderno. Es
muy de 1975. Pero se le ocurre algo verdaderamente contemporáneo. Esas
máquinas del tiempo que hay ahora: podría alquilar una y regresar, digamos,
sesenta años, a una época en que sus padres aún no hubieran nacido, y matar a
su abuelo. Buscar al viejo Martin cuando era joven y clavarle un cuchillo. Ted
supone que, si hiciera eso, dejaría de existir al instante y sin dolor. Nunca
habría existido, porque su madre tampoco habría existido. Pero su entusiasmo
dura poco, pues se da cuenta de que está fantaseando otra vez con el
asesinato. Estúpido: si fueras capaz de asesinar a alguien, matarías a Alice y
terminarías de una vez. Así que toda la fantasía es absurda. De vuelta al punto
de partida.
Ted y Alice le visitan en Sunset Village dos o tres veces al mes. No puede
quejarse de eso; es lo máximo que puede esperar. Él es un viejo, y sin duda
aburrido, pero acuden puntualmente, a veces con los niños y otras sin ellos.
Nunca se ha acostumbrado a la idea de que es bisabuelo. Alice siempre le da
un beso cuando llega y otro cuando se va. Lleva a cabo con ella un jueguecito
privado, se las ingenia para palparla un poco, rozándole rápidamente el
trasero con la mano o, a veces, cuando se siente realmente travieso, desliza
ligeramente la mano sobre sus senos. ¿Se percata ella? Probablemente, pero
nunca se lo da a entender. Debe parecerle encantador que a un hombre de su
edad le quede todavía un vestigio de deseo sexual. A menos que lo considere
repugnante, claro.
Por la mañana, ella lleva a Bobby y Tink a la escuela. Luego pasa por el
banco y la oficina de correos. De diez a once tiene su sesión habitual en el
salón de reforzamiento de la identidad. Habitualmente, iría directamente a
casa después de eso, pero esta mañana cruza la plaza del mercado hasta la
oficina que acaban de abrir los fabricantes de la máquina del tiempo.
TEMPONÁUTICA, S. L., dice el letrero en la puerta. En la sala no hay más
que dos máquinas, sin duda modelos para demostración, y un sonriente
vendedor con una expresión insulsa en el rostro.
—¡Hola! —dice Alice nerviosamente—. Quisiera información sobre los
precios de alquiler de sus máquinas.
A Martin le gusta imaginar que Alice acude a visitarle sola en una lluviosa
tarde de sábado.
—Hoy no ha podido venir Ted —le explica—. Se ha presentado un
imprevisto en la oficina. Pero sabía que nos esperabas y no quería
decepcionarte. Pobre Martin, ¡qué vida más solitaria la tuya!
Se acerca a él. Está temblando, Martin también. Tiene el rostro encendido
y los ojos le brillan con el resplandor inequívoco del deseo. También él siente
la excitación sexual, por primera vez en diez o veinte años, esa tensión en las
ijadas, esa palpitación del pulso. Electricidad, química. Sus miradas se
encuentran. Ella tiene dilatadas las fosas nasales, la boca tensa.
—Martin —le susurra con voz ronca—. ¿Sientes lo mismo que yo?
—Sí, ha sido un golpe terrible para mí —le dice Ted a Ellie—. Desaparecer
así… Sencillamente se desvaneció de la superficie de la tierra, por lo que
cualquiera puede determinar. Han intentado localizarla de todas las maneras
posibles, pero no hay ni rastro.
En la impecable frente de Ellie aparece un surco espasmódico.
—¿No era feliz? —le pregunta—. ¿Crees que puede haberse suicidado?
Ted menea la cabeza.
—No lo sé. Vives con una persona durante once años y crees conocerla
muy bien, y un día ocurre algo absolutamente incomprensible y te das cuenta
de lo imposible que es conocer a otro ser humano. ¿No estás de acuerdo
conmigo?
Ellie asiente gravemente.
—¡Sí, sí, ya lo creo!
Él le sonríe y coge sus manos, diciéndole en voz baja:
—No hablemos más de Alice, ¿quieres? Se ha ido y nunca sabré más de
ella. —Escucha un vibrante crescendo sinfónico de trémulos coros angélicos
mientras la abraza y murmura—: Te quiero, Ellie, te quiero.
Ella saca del bolso el pesado trozo de tubería de acero, lo levanta y lo estrella
con fuerza contra la cabeza del hombre. Crac. El joven Martín se desploma al
instante, se agita una sola vez y queda inmóvil. La sangre oscura empieza a
rezumar entre sus tupidos rizos rubios. Mientras se arrodilla junto a su
cadáver, Alice piensa en lo extraño que resulta ver a Martín con el cabello
rubio. Posa su mano en el lugar ensangrentado, sondea tímidamente y nota la
profunda hendidura. ¿Está muerto? No podría asegurarlo. El joven no se
mueve ni parece respirar. Ella se pregunta si debería propinarle otro golpe,
más que nada para asegurarse. Entonces recuerda algo que ha visto en la
televisión, y saca el espejo del bolso. Lo coloca ante el rostro del hombre y no
se empaña. Eso resulta bastante concluyente: estás muerto, Martín. R.I.P.
Martín lamiesen, 1923-1947. Eso significa que Martha Jamieson Porter
Hoy ha sido un día mejor que ayer, con pocas crisis y depresiones, pero sigue
asediándole el dolor de cabeza cuando entra en casa. Está preparado para
cualquier perrería que Alice pueda reservarle esta noche. Pero, curiosamente,
ella parece relajada y afable.
—¿Te sirvo algo de beber, Ted? —le pregunta—. ¿Qué tal te ha ido hoy?
Él sonríe y le dice:
—Bien, creo que, después de todo, puede que hayamos salvado el encargo
de Hammond. Por lo demás, no ha ocurrido nada especial. ¿Y tú? ¿Qué has
hecho hoy, cariño?
Ella se encoge de hombros.
—Nada, como de costumbre. El banco, correos, mi sesión de refuerzo de
la identidad.
Supongamos que alquilo una máquina, piensa Alice, regreso a 1947 y mato a
Martin. Supongamos que lo hago realmente. ¿Y si hubiera alguna manera de
descubrirme? Después de todo, un crimen cometido por una persona de 2006
que viaja a 1947 tendrá consecuencias en nuestro presente. Podría cambiar
toda clase de cosas. Querrán capturar al criminal y castigarle o, mejor aún,
primeramente impedir el crimen. Y la empresa de la máquina del tiempo
sabrá a qué año pedí que me enviaran. En definitiva, puede que no sea una
manera tan fácil de cometer un crimen perfecto. No sé. ¡Dios mío, no puedo
entender nada de esto! Pero quizá pueda salirme con la mía. En fin, voy a
probarlo. Le demostraré a Ted que no puede seguir tratándome como si fuera
basura.
Martín sigue sin poder creer nada de eso, incluso después de que ha dormido
con él. Lo más probable es que sea alguna clase de broma pesada, aunque
ojalá todas las bromas pesadas fueran tan agradables como ésta.
—¿De veras vienes del año 2006? —le pregunta.
¡Qué bonita es cuando ríe!
—¿Cómo puedo demostrártelo?.
Entonces salta de la cama. Él la sigue con la mirada mientras cruza la
habitación, los senos oscilando alegremente. ¡Qué cuerpo tan delicioso, y qué
considerado ha sido mi yo futuro al enviarla aquí!, si eso es realmente lo que
ha sucedido. Alice busca en su bolso y extrae un puñado de monedas.
—Mira esto —le dice—. Dinero del futuro. Aquí tienes una moneda de
diez centavos de 1993. Y ésta es una pieza de dos dólares de 2001. Aquí hay
una antigua, medio dólar de 1979 con la cara de Kennedy.
Martin contempla las monedas desconocidas. Tienen un aspecto grasiento,
en absoluto plateado. ¿Serían falsificaciones? No tienen por qué acuñar
indefinidamente monedas de plata, y el trabajo de grabado es muy
profesional. Una moneda de dos dólares, ¿eh? Bueno, nunca se sabe. Y esto,
el medio dólar. Un hombre apuesto de perfil.
Por fin todo está preparado. Dos técnicos con batas grises la contemplan, sus
semblantes serios, mientras ella penetra en la máquina. Se parece mucho a un
ataúd, tal como imaginaba que sería. No puede sentarse dentro porque es
demasiado estrecho. Estar encerrada ahí dentro es sobrecogedor.
Naturalmente, le han dicho que el viaje no requerirá ningún tiempo subjetivo,
sólo un par de segundos. ¡Fiiiiiu! Y estará ahí. Muy bien. Cierran la puerta.
Alice oye el ruido del cierre. La voz del señor Friesling le llega a través de un
altavoz.
—Le deseamos un feliz viaje, señora Porter. Manténgase tranquila y verá
como no tiene ninguna dificultad.
De repente, se enciende la luz roja sobre la puerta. Eso significa que el
viaje ha empezado: está viajando hacia atrás en el tiempo. No hay ninguna
sensación de aceleración ni de movimiento. Uno, dos, tres. La luz se apaga.
Ya está. Se dice que ha llegado a 1947. Antes de abrir la puerta, cierra los
ojos y repasa sus lecciones de historia. Acaba de terminar la segunda guerra
mundial. Europa está en ruinas. Hay cuarenta y ocho estados. Nadie ha estado
todavía en la Luna, ni siquiera se piensa gran cosa en llegar a ella. Harry
Traman es presidente. Stalin gobierna en Rusia y Churchill…, ¿sigue siendo
Churchill primer ministro de Inglaterra? No está segura. Bueno, no importa.
No ha ido ahí para hablar de los primeros ministros. Mueve la manecilla y la
puerta de la máquina del tiempo se abre hacia afuera.
Ella sorbe la bebida y se siente relajada. El vaso no está muy limpio, pero no
le preocupa coger una enfermedad, después de todas las inyecciones que
Friesling le ha puesto. También Martín parece capaz de relajarse un poco.
—¿No bebe? —le pregunta.
—Supongo que sí —dice él.
Se sirve un poco de ginebra. Ella se acerca por detrás y desliza la mano
por debajo de la parte delantera de la bata. El cuerpo del joven es fresco,
suave, duro.
—¡Oh, Martín! —musita—. ¡Oh, Martín!
Ted toma una habitación en uno de los hoteles comerciales del centro de la
ciudad. Lo primero que hace es tratar de ponerse en contacto con la madre de
Alice en Chillicothe. Aún no está totalmente convencido de que su pequeño
flirteo durante el viaje en el tiempo haya borrado retroactivamente a Alice de
la existencia. Pero la llamada le convence. La mujer de edad mediana que
responde no es, evidentemente, la madre de Alice. El número es correcto, la
dirección también —la importuna para obtener la información—, pero ésa no
es la mujer que busca.
—¿No tiene usted una hija llamada Alice Porter? —le pregunta cuatro
veces—. ¿No conoce a nadie en la vecindad que la tenga? Es algo importante.
Desnuda, Alice se desliza entre los brazos de Martin, cuyas fuertes manos
acarician ansiosas los senos y los hombros, mientras su boca busca con
frenesí la de ella. Alice se estremece de deseo.
—Sí —murmura tiernamente, apretándose contra él—. ¡Oh, sí, sí, sí!
De modo que esto es el año 1947. Bien, bien, bien. Todo parece tan
desordenado, mugriento y antiguo. Se apresura por las frías calles hacia la
casa de su abuelo. Si tiene buena suerte y los técnicos de Friesling han
calculado las cosas con exactitud, podrá adelantar a Alice. Esa podría ser ella,
esa mujer que camina a paso ligero a media manzana de distancia. Apresura
el paso. Sí, es Alice, que va hacia casa de Martín. ¡Bien hecho, Friesling! Ted
se acerca a ella con cautela, sospechando que está armada. Si es capaz de
viajar a 1947 para matar a Martín, no dudará en despacharle a él, sobre todo
aquí, donde ninguno de los dos tiene existencia legal. Cuando está detrás de
ella, le dice con una voz baja, dura e intensa:
—No te vuelvas, Alice. Sigue andando como si todo fuera perfectamente
normal.
Ella se pone rígida.
—¿Ted? —exclama, pasmada—. ¿Eres tú, Ted?
—Puedes estar segura —le responde, y se ríe ásperamente—. Vamos.
Sigue andando hasta la esquina y dobla a la izquierda, alrededor de la
manzana. Vas a volver a tu máquina y a salir del siglo XX sin perjudicar a
nadie. Sé lo que te propones hacer, Alice, pero te he cogido a tiempo,
¿verdad?
El rostro de Alice aparece en la pantalla del teléfono. ¡Dios mío, qué hermosa
es!, piensa Martin, y su cuerpo decrépito se estremece de lujuria.
—¡Ah, estás ahí! —le dice—. Llevo horas tratando de localizarte. He
tenido un sueño muy extraño…, que algo horrible le ocurría a Ted… Cuando
no contestaste a la llamada, empecé a pensar en que quizás el sueño era algún
tipo de premonición, un augurio, ya sabes…
Alice parece perpleja.
—Me temo que se ha equivocado de número, señor —le dice
amablemente, y cuelga.
La puerta cae con estrépito y un personaje vestido con unas prendas extrañas
aparece en una nube de polvo y astillas, con el aspecto de estar más loco que
Napoleón. Es increíble, se dice Martin. Primero, una chica desconocida llama
a su puerta, entra en el piso y se desnuda, y luego, cuando está a punto de
fornicar con ella, ocurre esto. Pura situación ficticia de los hermanos Marx,
pero en sucio. Claro que Martín no va a tolerar esa insensatez. Cruza la
habitación en tres rápidas zancadas y se apodera del recién llegado.
—¿Quién diablos es usted? —le pregunta, golpeándole con fuerza contra
la pared.
La muchacha se agita detrás de él.
—¡No le hagas daño! —suplica—. ¡No, por favor, no le hagas daño!
Alice no sabe qué hacer. Los hombres ruedan por el suelo, luchando como
gatos salvajes, unas veces Martín arriba, otras Ted. Martín es más joven, más
robusto y fuerte, pero Ted parece poseído por la fuerza de los dementes. Está
fuera de sí. Los dos hombres tienen los rostros ensangrentados, y los muebles
chocan por todas partes. El primer impulso de la mujer es interponerse entre
ellos y detener de algún modo esta absurda pelea. Pero entonces recuerda que
ha venido aquí a matar, y no a procurar la paz. Se saca el láser del bolsillo y
apunta a Martin, pero entonces los combatientes dan una voltereta, y es Ted
quien está en la línea de fuego. Alice titubea. Al cabo de un momento se da
cuenta de que no importa a cuál de ellos mate. Ambos tienen que morir, de
una manera u otra. Apunta de nuevo; quizá pueda liquidarlos a los dos de un
solo disparo. Pero cuando su dedo empieza a tensarse sobre el botón de
descarga, Martin rodea de súbito a Ted con los brazos, en una presa de oso, lo
levanta y lo arroja al otro lado de la habitación. La nuca de Ted golpea contra
la pared y se oye un fuerte crujido. Ted cae al suelo y queda inmóvil. Martin
se levanta, tambaleándose.
—Creo que le he matado —dice—. ¿Quién diablos era ese tipo?
—Era tu nieto —dice Alice, y empieza a gritar como una histérica.
Es un cálido día, casi primaveral. Todo ha ido muy bien en la oficina: tres
nuevos encargos seguidos, y el viaje a casa por la autopista ha sido una
delicia. Alice está esperándole, ataviada con sus mejores y más sexys prendas,
preparada para salir. Es su undécimo aniversario. ¡Qué hermosa está! La besa,
ella le corresponde, y él se saca las localidades del bolsillo con un gesto
ceremonioso.
—Sorpresa —le dice—. ¡Dos semanas en Hawai, a partir del próximo
martes! ¡Feliz aniversario!
—¡Oh, Ted! —exclama ella.
Él la atrae de nuevo hacia sí.
—Te quiero, Alice, amor mío.