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Los

grandes maestros de la literatura policial unidos por esta magistral pericia


que atrapa al lector en una vorágine de angustia y tensión crecientes.
Ed McBain, en «J», nos sitúa en la célebre Comisaría 87 para elucidar un
asesinato que puede tener oscuras motivaciones rituales. Mickey Spillane, en
«Moriré mañana», nos ofrece una original venganza. Erle Stanley Gardner se
desentiende de Perry Masón para explorar, en «Peligro del pasado», la
tortuosa relación entre dos ex presidiarios. John D. MacDonald se interna en
las peligrosas pesadillas que produce el alcohol: «Resaca». Bill Pronzini
alerta, en «Un anhelo de originalidad», sobre los peligros que acechan a un
escritor ávido en demostrar su originalidad. Talmage Powell en «Alguien se
preocupa», una soberbia narración sobre el asesinato de una total
desconocida.
Súmense a estos autores dos nombres venidos de otros campos: Pearl S.
Buck, que trueca la evocación sentimental de Oriente por la terrorífica
historia de un secuestro: «Rescate»; y Robert Silverberg, maestro de la
ciencia ficción, que en «Muchas mansiones» relata la alucinante persecución
homicida por los laberintos del tiempo.
Y otros autores magistrales: T. S. Stribling, John Lutz, Marcia Muller,
Elizabeth Morton…
«Una antología extraordinaria» (Book Review).

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AA. VV.

Los mejores relatos policiacos 2


Los mejores relatos policiacos - 2

ePub r1.0
Titivillus 20.03.2019

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Título original: The Arbor House Treasury of Mystery and Suspense
AA. VV., 1981
Traducción: Jordi Fibla

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0

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Índice de contenido
Cubierta
Los mejores relatos policiacos 2
Introducción
El rescate (Pearl S. Buck)
Un pasaje para Benarés (T. S. Stribling)
Peligro del pasado (Erle Stanley Gardner)
Moriré mañana (Mickey Spillane)
Resaca (John D. MacDonald)
«J» (Ed McBain)
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La forma verdadera de la costa (John Lutz)
Tiovivo (Marcia Muller)
Un anhelo de originalidad (Bill Pronzini)
Un intento sencillo y voluntarioso (Elizabeth Morton)
Alguien se preocupa (Talmage Powell)
Muchas mansiones (Robert Silverberg)

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INTRODUCCIÓN

Este segundo volumen de Los mejores relatos policiacos completa la


antología compilada por Bill Pronzini, Barry N. Malzberg y Martin H.
Greenberg para la prestigiosa editorial norteamericana Arbor House. En la
introducción al primer volumen, John D. MacDonald subrayaba que los
autores en él incluidos «han aprendido las técnicas de la condensación, la
ilusión, la desorientación honesta y la disciplina para dejar fuera del texto lo
que no debe aparecer… Cada uno tiene su propia manera de convertir la
imaginación en una clase de realidad que usted aceptará mientras dure el
relato. Eso, dicho con otra palabra, es el estilo».
Y lo expresado sobre el primer volumen vale, también, para el segundo. En
las páginas que siguen, el lector encontrará relatos firmados por algunos de
los autores más célebres del género —el prologuista John MacDonald, el
compilador Bill Pronzini, el polémico Mickey Spillane, el siempre original Ed
McBain, el clásico Erle Stanley Gardner, la novelista Pearl S. Buck en una
impecable incursión en el género policiaco, el injustamente olvidado Talmage
Powell— junto a otros que, aun siendo menos conocidos, aparecen aquí
porque lo han ganado con la excepcional calidad de sus textos. Tal es el caso
de T. S. Stribling que nos desconcierta con una historia insólita, distinta de las
que estamos habituados a encontrar en este tipo de antologías, y que, de
pronto, merced a una espectacular vuelta de tuerca, nos conmociona con uno
de los desenlaces más originales y sorprendentes que uno pueda imaginarse.
También sale de lo común la investigación que describe el relato de John
Lutz, pues los razonamientos encaminados a descubrir la identidad del
asesino se desarrollan en una mente desquiciada por la locura y en el ámbito
de un instituto psiquiátrico. Marcia Muller y Elizabeth Morton se salen
igualmente de los caminos trillados, y la segunda, sobre todo, demuestra tener
una pericia especial para los golpes de efecto escalofriantes.
Queda, por último, aunque no porque sea menos importante, el relato de
Robert Silverberg, figura clave de la ciencia ficción, que en esta incursión por
el campo de lo policiaco no llega a desprenderse totalmente de las técnicas del

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género que le hizo famoso. Por el contrario, las aprovecha al máximo para
urdir una trama jalonada de paradojas temporales y espaciales que introducen
al lector en un vertiginoso torbellino de asesinatos y culpas circulares, donde
la proverbial serpiente se muerde la cola en un alarde de ingenio y
versatilidad probablemente insuperable.

EL EDITOR

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EL RESCATE

Pearl S. Buck

La mezcla de lo corriente y lo terrible, la rutina y el temor


ineludible, que es su circunferencia, pocas veces se ha
conseguido tan bien como en este relato de un secuestro escrito
por el segundo autor norteamericano y primera mujer que ganó
el premio Nobel de literatura (1936). El lento desvanecimiento
de la reputación de Pearl S. Buck en sus últimas décadas hará
que este relato sea una revelación sorprendente para quienes
no estén familiarizados con su obra. La manera cuidadosa y
comedida de abordar el terror y lo incontrolable aproximan
esta narración a las de Cornell Woolrich, un autor
contemporáneo que la habría admirado (y que él mismo no
podría haber superado).

La sinfonía de Beethoven se detuvo bruscamente: una voz clara y metálica


interrumpió la melodía del tercer movimiento.
«Ultimas noticias. El cuerpo de Jimmie Lane, hijo secuestrado del señor
Headly Lane, ha sido hallado esta tarde a orillas del río Hudson, cerca de su
casa. Así finaliza la búsqueda de…».
—¡Kent, apaga la radio, por favor! —exclamó Allin.
Kent Crothers titubeó y luego apagó el aparato. Allin permaneció un
momento en silencio, mordiéndose el labio.
—¡Esa pobre madre! —dijo al fin—. Tantos días sin perder la
esperanza…
—Supongo que es mejor saber algo definitivo —comentó él en voz baja
—, aunque sea lo peor.

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Tal vez, aquel era un buen momento para hablarle y advertirle de que
estaba dejando que su preocupación por el secuestro se convirtiera en una
obsesión. Al fin y al cabo, los niños seguían creciendo en Estados Unidos,
incluso en familias acomodadas como la suya. El problema estribaba en que
ellos no eran lo bastante ricos pero, aun así, lo suficiente para… No lo
bastante ricos para contratar guardaespaldas que protegieran a sus hijos, pero
sí lo suficiente porque el padre de Kent poseía una fábrica de papel, lo cual
hacía que fueran conocidos, por lo menos entre sus vecinos.
Tenían que dar por sentado que no pertenecían a la clase millonaria y, en
consecuencia, no eran una presa apetecible para los secuestradores. Tenían
que hacerlo por el bien de Bruce, que empezaría a ir a la escuela el próximo
año. Bruce recorrería las calles como lo hacían millones de niños
norteamericanos, pues Kent no estaba dispuesto a permitir que escoltaran a su
hijo para recorrer tres manzanas, ni siquiera que lo hiciera Peter, el sirviente,
porque eso sería más perjudicial que beneficioso para el muchacho. Después
de todo, vivían en una democracia y Bruce tenía que crecer entre la multitud.
—Voy a ver si los niños están bien tapados —dijo Allin—. Betsy retira
las mantas siempre que puede.
Kent sabía que su mujer sólo quería asegurarse de que los niños seguían
allí; también se levantó y, al tiempo que encendía su pipa, pensaba en cómo
podía empezar. Subieron juntos las escaleras, cogidos de la mano. Ella abrió
la puerta del cuarto de los niños, y Kent pensó en lo ridículo que era que
aquellos temores le afectaran a él también. Cada vez que abrían la puerta su
corazón se detenía un instante, hasta que veía las dos camas, cada una con una
cabecita reposando sobre la almohada.
Estaban allí, naturalmente. Kent se acercó a la cama de Bruce y miró a su
hijo dormido, un guapo diablillo. Dormía tan profundamente que cuando su
madre se inclinó sobre él ni se movió. Terna el cabello negro enmarañado, y
los labios formaban un puchero. Era moreno, pero tenía los ojos azules de
Allin.
Los esposos no hablaron. Allin tapó cuidadosamente con la mano el brazo
descubierto del muchacho, y permanecieron allí un momento más, cogidos de
la mano y mirando al niño. Entonces Allin miró a Kent y sonrió, y él la besó.
Puso un brazo sobre sus hombros y se acercaron a la cama de Betsy.
Aquella era la obsesión de Kent, él podía decir con firmeza que Bruce
debía correr sus riesgos como los demás niños, porque un chico ha de
aprender a ser valiente. Pero aquella chiquilla, una criatura tan diminuta… Su
cabello era del color castaño rojizo que tenía el de Allin, pero por algún

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milagro sus ojos eran negros como los de él, y cuando se miraba en ellos
parecía mirarse a sí mismo.
La pequeña respiraba ahora, un tanto desigualmente, por la pequeña nariz.
—¿Qué tal va el resfriado? —susurró él.
—Parece que no empeora —respondió Allin—. Le he puesto pomada en
el pecho.
Cuando le sucedía algo a la niña, Kent siempre se enfadaba, y no confiaba
demasiado en Mollie, su niñera, la cual era quizás una mujer de buen corazón,
pero despreocupada.
La niña se movió y abrió los ojos. Parpadeó, sonrió y tendió los brazos a
su padre.
—No la cojas, querido —le aconsejó Allin—. Si lo haces una vez, querrá
que lo hagas siempre.
Así pues, Kent no la cogió, y se limitó a colocarle los brazos bajo las
mantas juguetonamente, primero uno y luego el otro.
—Anda, cariño, duerme —le dijo.
Ella siguió tendida, sonriente y somnolienta. Era una criatura obediente.
—Vamos…, apaguemos la luz —susurró Allin.
Salieron de puntillas y regresaron a la sala de estar.
Kent se sentó y fumó su pipa, pensando en todo lo que quería decirle a
Allin. Era esencial para su bienestar creer que nada podría sucederles a sus
hijos.
—El secuestro es como la caída de un rayo —empezó a decir bruscamente
—. Ocurre, desde luego…, una vez entre un millón. Lo que has de recordar es
que todos los demás niños están perfectamente a salvo.
Ella se había sentado en el sofá, ante el fuego, pero se volvió hacia él
cuando dijo estas palabras.
—Sinceramente, dime qué harías, Kent, si una noche, cuando subiéramos
al cuarto…
—¡Tonterías! —le interrumpió Kent—. Eso es lo que he intentado decirte.
Es tan improbable como… ¡La culpa la tienen los malditos periódicos!
Cuando algo sucede en una parte del país, tienen que enterarse hasta en el
último villorrio.
—Jane Eliot me dijo que el número de secuestros es tres veces superior al
de los que salen en los periódicos —dijo Allin.
—Jane es periodista. No debes permitir que su intuición del drama…
—Pero ha trabajado en muchos secuestros —replicó Allin—. Me contó el
caso Wyeth…

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Aquel era el momento de hablar, cuando la inquietud secreta de Allin
hacía que le temblara la voz. Kent le cogió la mano y se la acarició mientras
le hablaba. No debía olvidar que era una mujer profundamente emotiva, y
aquella angustia le rondaba desde antes de que Bruce naciera. Él ni siquiera
había pensado en ello hasta que una noche, en la oscuridad, ella le hizo la
misma pregunta:
—¿Qué haríamos, Kent, si…?
Pero entonces él no supo a qué se refería.
—¿Si qué? —le preguntó.
—Si un día raptaran a nuestro hijo.
Él respondió con lo que entonces sentía y ahora creía que era cierto.
—¿Por qué preocuparse por lo que nunca sucederá?
Sin embargo, había seguido todos los casos de secuestro desde que Bruce
vino al mundo.
Ahora besó la mano de Allin.
—No puedo soportar que sientas tanto miedo. Es innecesario, cariño, y tú
lo sabes. No podemos vivir bajo la sombra de eso, hemos de adoptar una
posición racional al respecto.
—Eso es lo que deseo, Kent. Me gustaría no tener miedo…, si supiera
cómo.
—Al fin y al cabo, la mayoría de la gente cría a sus hijos sin pensar en
ello.
—La mayoría de las madres piensan en ello —dijo ella—. La mayoría de
las mujeres que conozco me han hablado de esa posibilidad alguna vez, y eso
ha sido suficiente para comprender que siempre piensan en que pueda
suceder.
—Sería mejor que no hablaras de ello.
—Seguimos preguntándonos qué haríamos si ocurriera, Kent —insistió
ella.
—¡Esa es la cuestión! Por eso creo que si decidimos ahora lo que
haríamos…, siempre teniendo en cuenta que es sólo la posibilidad más
remota…
—¿Qué haríamos, Kent?
—¿Me prometes que lo considerarás tan remoto como…, como un ataque
aéreo contra nuestra casa?
Ella asintió.
—Siempre he pensado que si raptaran a los niños, me limitaría a dejar
inmediatamente el asunto en manos de la policía.

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—¿Qué policía? —preguntó ella—. ¿El viejo chismoso Mike O’Brien,
que lo primero que haría sería contárselo a los periódicos? Jane dice que es
fatal dejar que la prensa se entere.
—Bueno, entonces se lo diría a la policía federal…
—¿Cómo te pones en contacto con ellos?
Él tuvo que confesar que no lo sabía.
—Lo averiguaré —le prometió—. De todos modos, cariño, lo que hemos
de determinar es el principio. Una vez decidamos lo que haríamos, podemos
dejar de pensar en ello. Nada de rescate, Allin… De eso estoy seguro.
Mientras sigamos pagando rescates, habrá secuestros. Alguien tiene que ser lo
bastante fuerte para tomar la iniciativa de no ceder. Entonces, quizá las demás
personas se den cuenta de lo que deberían hacer.
Pero ella no parecía convencida. Cuando habló, lo hizo en voz baja y llena
de temor.
—La verdad, Kent, es que, aunque decidamos no pagar rescate, llegado el
caso no podríamos mantener esa decisión… Quiero decir que las cosas serían
distintas ante el hecho consumado. Supón que raptaran a Bruce, imagina que
estuviera resfriado y fuera invierno, que se lo llevaran de la cama caliente en
pijama… Haríamos cualquier cosa. ¡Sabes que lo haríamos! —Se apresuró a
añadir—: No nos importarían los demás niños, Kent, sólo pensaríamos en
nuestro pequeño Bruce y en nadie más. Lo único que nos importaría sería
recuperarlo al precio que fuese.
—Tranquilízate, cariño —le pidió él—. Si te pones así, no podemos
hablar del asunto.
—No, Kent, por favor. Quiero que hablemos, quiero saber lo que
deberíamos hacer. ¡Ojalá no tuviera miedo!
—Ven aquí, acércate más —dijo Kent, atrayéndola hacia su posición en el
sofá—. En primer lugar, sabes que quiero a los niños tanto como tú, ¿verdad?
—Ella asintió, y Kent continuó—: Entonces, cariño, haría cualquier cosa que
me pareciese lo mejor para nuestros hijos, ¿no te parece?
Harías las cosas lo mejor que supieras, Kent. La cuestión está en si alguno
de nosotros sabe qué hacer.
—Sólo sé —dijo él con voz grave—, que hasta que dar y recibir rescates
esté prohibido por la ley, habrá secuestradores. Y hasta que alguien adopte
una actitud decidida al respecto, no se hará nada. Ésa es la ley del gobierno
democrático. La gente tiene que iniciar la acción antes de que el gobierno
tome una medida.

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—¿Y si los secuestradores pidieran que no llamáramos a la policía? —
preguntó ella.
Él se sintió confundido ante una pregunta tan concreta. ¡Parecía dar por
sentado que el secuestro podría producirse!
—Todo depende de si quieres ceder ante los malhechores o mantener tus
principios.
—Pero, ¿y si raptaran a nuestro propio hijo? —insistió ella—. Sé sincero,
Kent. Por favor, no te protejas con eso de los principios.
—Estoy tratando de ser sincero —dijo él lentamente—. Creo que me
guiaría según mis principios y confiaría en encontrar alguna solución por
otros medios.
Vacilante, miró los ojos de su mujer, unos ojos que expresaban
incredulidad.

—¡Procure recordar exactamente lo que ocurrió! —le gritó a la necia niñera


—. ¿Dónde la dejó?
Allin estaba más calmada que él, pero media hora antes, su voz a través
del teléfono había sido un grito:
—¡Kent, no encontramos a Betsy!
Él estaba en la junta de directivos de la fábrica, pero se levantó de
inmediato.
—Perdón —dijo bruscamente—, pero tengo que irme en seguida.
Su padre enarcó sus canosas cejas.
—¿Es algo tan grave, Kent?
—Creo que no —respondió, y se mantuvo lo suficientemente firme como
para no decirle lo que Allin había gritado—. Ya te diré de qué se trata.
Subió al coche y condujo hasta su casa como si estuviera loco. Al frenar
ante la puerta de la verja levantó una polvareda de gravilla. Allí estaba Allin,
con Mollie, la niñera boba, que sollozaba.
—Estábamos aquí, señor, esperando que Bruce volviera de la escuela,
como todos los días, y dejé a la niña en el suelo, ya pesa demasiado como
para llevarla en brazos. Iba a buscar un pañuelo limpio para limpiarle las
manitas que las había metido en un charco de agua de la lluvia caída esta
mañana. Cuando volví, no estaba. Busqué entre los arbustos, señor, por todas
partes…, y entonces llamé a gritos a la señora.
—Lo he registrado todo, Kent —susurró Allin.
—¡La puerta! —exclamó él.

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—Estaba cerrada con llave, señor, —gimió Mollie—. Tuve bastante
sentido para hacer eso antes de entrar en casa.
—¿Cuánto tiempo estuvo ausente? —le gritó él.
—No lo sé, señor —dijo Mollie sollozando—. ¡No me pareció ni un
minuto!
Kent se precipitó en el jardín.
—¡Betsy! ¡Betsy! ¡Ven con papá! ¡Aquí está papá! —Se agachó para
mirar bajo los grandes arbustos de lilas—. ¿Has mirado en el garaje? —le
preguntó a Allin.
—Peter lo ha registrado dos veces.
—Voy a registrarlo yo mismo. Entra en casa, Allin. A lo mejor se ha
escondido en algún rincón.
Entró en el garaje y Peter salió de debajo del coche pequeño.
—No eztá aquí, zeñó —susurró—. He mirao por toaz parte.
Pero Kent miró de nuevo, mientras Peter le seguía como si fuese un perro.
En el fondo de su mente había un número telefónico, Nacional 7117. Lo había
averiguado el año anterior, después de la conversación que sostuvo con Allin
aquella noche. Pero no llamaría todavía, pues estaba seguro de que Betsy se
encontraba en alguna parte.
Se oyó un ruido en la puerta y Kent salió corriendo, pero era Bruce.
—¿Qué te ocurre, papá? —le preguntó el chico.
Kent tragó saliva; no había motivo para asustar a Bruce.
—Oye, Bruce, has visto por ahí a Betsy cuando venías de la escuela,
¿verdad?
—No, papá, no he visto a nadie excepto a Mike, que me ayudó a cruzar la
plaza porque pasaban coches.
—¿Qué e ezo? —Peter señalaba algo.
Era un trozo de papel blanco colocado bajo una piedra.
Kent supo en seguida qué era. Había leído aquella nota docenas de veces
en los informes de los periódicos. Se agachó y recogió la nota. Allí estaba…,
la nota garabateada, con una caligrafía desfigurada, torpe. «Hemos estado
esperando esta ocasión. Cincuenta de los grandes es el precio. Buscadlos si no
los tenéis, papaítos. Recibiréis instrucciones del sitio dónde dejarlo. Si avisáis
a la policía, matamos a la niña».
—¿Qué es, papá? —inquirió Bruce.
—Llévale adentro —ordenó Kent a Peter.
¿Dónde estaba Allin? Tenía que… ¡Le había prometido que no ocurriría!
Tenía el número de teléfono, pero…

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—¡Allin! —gritó.
Oyó que bajaba corriendo desde el desván.
—¡Allin! —repitió con un grito ahogado.
Ella estaba allí, pálida y llena de terror… ¡Tan impotente! ¡Señor, qué
impotentes eran los dos! Kent pensó que necesitaba ayuda; tenía que saber
exactamente qué hacer. Pero, ¿acaso no había decidido mucho tiempo atrás lo
que debería hacer? ¿Qué sabía de los malhechores y los secuestradores?
Algunas personas que pagaban el rescate también perdían a sus hijos.
Necesitaba un consejo de confianza.
—¡Voy a llamar a Nacional 7117! —dijo abruptamente.
—¡No, Kent, espera!
—Tengo que hacerlo —insitió él. Antes de que ella pudiese moverse,
corrió al teléfono y lo descolgó—. ¡Póngame con Nacional 7117!
Ella palideció todavía más. Kent le tendió la mano con la nota arrugada.
Allin la leyó y trató de quitarle el receptor.
—No, Kent…, espera. No sabemos nada. ¡Espera a ver qué dicen!
Pero una voz sosegada hablaba ya al otro extremo de la línea:
—Aquí Nacional 7117.
Y Kent gritó ásperamente:
—Quiero informar de un secuestro. Se trata de nuestra pequeña. Kent
Crothers, Avenida Eastwood 134, Greenvale, Nueva York.
Escuchó la voz que le decía que no hiciera nada, que esperase hasta el día
siguiente; entonces tendría que ir a una lililí^ fonda de un pueblo, a unos
ochenta kilómetros de allí y encontrarse con un hombre que llevaría un traje
gris.
Allin susurraba constantemente:
—La matarán, Kent…, la matarán.
—No, no lo harán. Nadie lo sabrá. —Colgó el teléfono y le dijo en tono
firme y confiado—: ¡Esa gente de Washington no se lo dirá a nadie! Además,
¡necesitamos ayuda!
Ella se quedó mirándole con una expresión horrorizada.
—La matarán —repitió.
Kent quería marcharse a algún lugar donde poder llorar, pero era un
hombre y no podía llorar. Allin tampoco lloraba. Entonces, de repente, se
abrazaron y derramaron juntos unas lágrimas terribles y silenciosas.

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Kent no estaba acostumbrado a esperar, pero ahora no tenía más remedio que
hacerlo, y además tenía que ayudar a Allin para que soportara la espera. Los
hombres han de ser más fuertes.
Al principio fue un consuelo tener unas instrucciones que seguir. Primero
había que pensar en el servicio, la cocinera, Sarah, la doncella, Rose, Mollie y
Peter. A ninguno de ellos se les podía culpar de lo ocurrido, excepto a Mollie.
Quizás ella era algo más que una simple bobalicona. Tenían que advertirles de
que no dijeran absolutamente nada a nadie.
—Reúnelos a todos en el comedor —le dijo Kent a Allin.
Se dirigió al comedor y encontró a Bruce en la puerta, con una expresión
de terror en el rostro.
—¡Papá! ¿Qué ocurre? ¿Dónde está Betsy?
—No podemos encontrarla, hijo —respondió Kent, procurando mantener
la voz sosegada—. Daremos con ella, claro está, pero de momento nadie sabe
dónde se encuentra.
—¿Quieres que la busque por el jardín? A lo mejor la encuentro.
—No —dijo Kent bruscamente—. Prefiero que subas a tu cuarto. En
seguida me reuniré contigo.
Entraron los criados y Allin detrás de ellos.
—Iré con Bruce —dijo ella.
Sus ademanes y el tono de su voz eran serenos y comedidos, pero, por el
leve temblor de sus labios, él se dio cuenta de que esperaría ansiosamente a
que terminara y volviera junto a ella.
—Subiré dentro de unos minutos —le prometió Kent.
Esperó hasta que su esposa salió, llevando a Bruce de la mano, y entonces
se volvió hacia los cuatro sirvientes. Mollie todavía lloraba. Por la expresión
de sus rostros comprendió que todos conocían la existencia de la nota.
—Veo que sabéis lo que ha sucedido —les dijo.
¡Qué extraño era que aquellos rostros que le eran tan familiares le
parecieran de pronto tan siniestros! Peter y Sarah habían formado parte de la
servidumbre de su madre, y le conocían desde hacía muchos años, y Rose era
la sobrina de Sarah. Pero todos le parecían hostiles, o así lo imaginaba.
—No quiero que se sepa en la ciudad ni una palabra de lo sucedido —
añadió ásperamente—. Recordad que la vida de Betsy depende de que nadie
sepa lo ocurrido.
Hizo una pausa y apretó los dientes. Hasta entonces le había sido difícil
creer que sería capaz de llorar tan fácilmente como una mujer, pero así era. Se
aclaró la garganta y continuó:

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—Su vida depende de cómo nos comportemos ahora…, y en las próximas
horas. —Los sollozos de Mollie se convirtieron en lamentos—. Eso es todo
—les dijo—. Lo único que podemos hacer es esperar.
Sonó el teléfono y se apresuró a cogerlo. No había manera de saber cómo
llegaría el siguiente mensaje. Pero oyó la voz perentoria de su padre.
—¿Algo no va bien por ahí, Kent?
Sabía que si ponía a su padre al corriente de todo, sería un error. Aquel
hombre era incapaz de guardar un secreto.
—Todo va bien, papá —respondió—. Allin no se encuentra bien, eso es
todo.
—¿Has llamado al médico? —le gritó su padre.
—Lo haré si es necesario, papá.
Colgó el teléfono bruscamente, pues no se veía con fuerzas para seguir
mintiendo.
Pensó en Bruce y fue a buscarle. El muchacho estaba cenando en su
habitación, y Allin le acompañaba. Le había dicho a Mollie que se quedara
abajo; no soportaba más que su marido ver a la muchacha. Pero permanecer
en el cuarto de los niños también era insoportable. Aquella era la hora en que
Betsy, tras tomar su baño…
—Voy a… Estaré en la biblioteca —le dijo a Allin apresuradamente. Ella
asintió.
El silencio de la biblioteca era una tortura. No podían hacer nada más que
esperar. Y, entretanto, ¿quién sabía lo que le estaría ocurriendo a la niña? El
hombre de la policía federal le había dicho que al día siguiente se pondrían en
contacto, y que esperase. Pero, ¿y aquella noche? ¿En qué clase de lugar
dormiría la niña?
Se puso en pie de un salto. Era preciso hacer algo, echar un vistazo al
jardín, por ejemplo. Podría haber otra carta.
El jardín estaba envuelto ya en las sombras del temprano crepúsculo
otoñal. Tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse y no lanzar absurdos
gritos y maldiciones, impulsado por la angustia de no poder hacer nada. Se
dominó, diciéndose que era preciso seguir un plan racional. Había salido al
jardín para ver si podía encontrar algo.
Registró el terreno palmo a palmo, pero no encontró ningún mensaje.
Entonces, en la oscuridad que se intensificaba por momentos, vio a un
hombre junto a la puerta de la verja.
—¡Zeñó Crothers! —Era la voz de Peter—. Por Dio, zeñó Crothers, no zé
por qué han tenío que elegí a mi pobre mujé. Cuando fui a caza pa cená, me

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dio ezto… No zabe leé, azi que no z’anterao de lo que dice. He venío
corriendo.
Kent le arrancó el papel que sujetaba la temblorosa mano de Peter y corrió
a la casa. En el vestíbulo iluminado leyó:

Prepare la pasta en billetes de banco sin ninguna marca, o


de lo contrario cogeremos al otro chico. No trate de
traicionarnos, pues no podría salirse con la suya. Ponga el
dinero en una caja y déjela junto al roble muerto en el arroyo
del molino. Ya sabe dónde. Mañana por la noche, a las doce en
punto.

Sabía dónde era, desde luego, pues desde pequeño había ido allí a pescar. Un
verano, el viejo roble fue alcanzado por un rayo, cuando él estaba a sólo unos
centenares de metros de distancia, resguardado bajo la puerta del molino,
durante una tormenta. ¿Cómo sabían los secuestradores que él conocía el
lugar?
Se volvió hacia Peter.
—¿Quién trajo esto? —inquirió.
—No lo zé, zeñó —tartamudeó Peter—. Mi mujé no pudo decirme na,
zalvo que era un blanco. El tipo le dio el papel y dijo: «Dázelo al viejo». Azi
que ella me lo dio, y he venío corriendo.
Kent miró fijamente a Peter, tratando de sondear aquel cerebro oscuro.
¿Alguien estaba utilizando a Peter? ¿Quizá le habían sobornado para que
tomara parte en el secuestro? ¿Sabía algo?
—Si creyera que sabes algo acerca de Betsy, te mataría con mis propias
manos.
—Por Dio, zeñó Crothers, no zé na… ¡Uzté me conoce, zeñó! He cuidao
de zu jardín dezde que uzté y la zeñorita Allin ze cazaron. Ademá, ¿qué iba a
ganá yo con zemejante maldá? Tengo to lo que quiero…, mi caza y mi
zalario. No dezeo na má.
Todo esto era cierto, naturalmente, pero Kent no podía evitar sospechar de
todo el mundo.
—Dile a Flossie que no se lo diga a nadie —ordenó a Peter.
—Ya ze lo he dicho, zeñó —replicó Peter con vehemencia—. Le he dicho
que la abro en canal zi habla a alguien de eze hombre blanco.
—Entonces vete, y recuerda lo que te he dicho.
—Zí, zeñó —replicó Peter.

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—¡Claro que pagaremos el rescate! —insistió Allin.
Estaban en su dormitorio, abierta la puerta que daba al estrecho pasillo, y
más allá también estaba abierta la puerta del cuarto de los niños. Desde donde
estaban sentados, a la tenue luz de la lámpara sobre la mesita de noche,
podían ver la cabeza de Bruce sobre la almohada. Naturalmente, no podían
dormir. Sarah les había subido un poco de pollo frío, que habían comido allí,
y más tarde Kent la convenció para que tomara un baño caliente, se pusiera
una bata y se tendieran en la tumbona. Él no se desvistió, pensando en que
alguien podría llamar.
—Ya veremos lo que ese hombre dice mañana —respondió.
Era terrible pensar cómo lo dejaba todo en manos de aquel hombre, cuyo
nombre ni siquiera conocía. No sabía nada más salvo que llevaría un traje gris
y un pañuelo azul en el bolsillo. Eso era todo lo que tenía para salvar la vida
de Betsy. No, eso no era cierto. Detrás de aquel hombre había otros
centenares de agentes, alertas, fuertes, dispuestos a ayudarle.
—Tenemos que pagarlo —repetía Allin histéricamente—. ¿Qué importa
ahora el dinero?
—¡Allin! —exclamó Kent—. ¡No creerás que trato de ahorrar el dinero,
por el amor de Dios!
—Tenemos unos veinte mil en el banco, ¿no es cierto? —se apresuró a
decir ella—. El resto podría ponerlo tu padre y le daríamos las obligaciones.
No es como si no tuviéramos dinero.
—¡No seas absurda! Lo importante es saber cómo…
—Lo importante es salvar a Betsy —le interrumpió ella bruscamente—,
eso es todo. No importa nada más, absolutamente nada. No me importa si
para ello es preciso perder toda la fortuna de tu padre.
—¡Tranquilízate, Allin! —le gritó Kent—. ¿Quieres decir que mi padre
nos daría de mala gana…?
—Le temes, Kent —replicó ella—. ¡Pero yo, no! Si tú no recurres a él, lo
haré yo.
Ahora se peleaban como dos personas que habían perdido el juicio. El
estado de tensión en que se encontraban había alterado su razón. Allin se echó
a llorar de súbito.
—¡Todos esos principios! ¡La niña está con extraños, Kent, con gente
horrible, llorando de miedo! Quizás, incluso le hacen daño, tratando de que se
esté quieta. ¡Oh, Kent! ¡Kent!
—Él la estrechó entre sus brazos. Ahora no debían distanciarse; era
preciso que pensara en ella.

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—Haré lo que sea, querida. Mañana, a primera hora, iré a ver a papá y le
pediré el dinero.
—Si por lo menos pudieran saberlo… —dijo ella.
—Quizá podría publicar algo en el periódico. Creo que podría redactar
algo que nadie más comprendiera.
—¡Intentémoslo, Kent!
Él sacó un bolígrafo y un sobre del bolsillo y escribió unas palabras.
—¿Qué te parece esto? «De acuerdo con los cincuenta junto al roble
muerto a las doce».
—No creo que eso pueda hacer ningún daño —dijo ella con vehemencia
— y, si lo ven, comprenderán que estamos dispuestos a hacer lo que sea.
—Voy a ir inmediatamente a la oficina del periódico y pagaré el anuncio
en metálico. Así no tendré que dar ningún nombre.
—¡Sí, sí! —le instó ella—. ¡Por lo menos es algo más que esperar aquí
sentados!
Kent recorrió en coche los tres kilómetros hasta la pequeña población y
aparcó ante el destartalado edificio del periódico. Un empleado del turno de
noche, con los ojos enrojecidos, tomó su anuncio y lo leyó.
—Vaya, éste es de los divertidos —comentó—. De vez en cuando nos
llega alguno así. Será un dólar, señor…
Kent no respondió y dejó un billete sobre la mesa. «Aun así, no sé si ha
sido una decisión acertada», gruñó para sus adentros.
Regresó a su casa despacio, en medio de una intensa oscuridad. La
tormenta aún no había llegado y la atmósfera estaba extrañamente silenciosa.
Mantuvo el motor del coche al ralentí, como esperando que, en la quietud
somnolienta, se oyese la voz de Betsy llorando.
Apenas durmieron y, no obstante, cuando a la mañana siguiente se
miraron, les pareció un milagro que hubieran podido dormir aunque sólo
fuese un poco; pero Kent obligó finalmente a Allin a acostarse, y más tarde,
sin desvestirse siquiera, él se tendió también en la cama, junto a su esposa.
Bruce les despertó, vacilante entre las dos camas. Oyeron la voz del niño.
—Betsy no ha vuelto todavía, mamá.
Fue el nombre lo que les despertó, y se miraron.
—¿Cómo hemos podido dormirnos? —se preguntó Allin.
—Es el cansancio, querida —dijo él, procurando mantener la serenidad.
Exhausto, se levantó.
—¿Volverá hoy? —preguntó Bruce.
—Creo que sí, hijo.

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Por lo menos era sábado, y Bruce no tenía que ir a la escuela.
—La traeré esta noche —dijo Kent al cabo de un momento.
En seguida se sintió mejor. No debían perder la esperanza, de ningún
modo debían perderla. Tenían mucho que hacer: él debía visitar a su padre y
conseguir el dinero. Aún tenía sus reservas en cuanto a lo del rescate. Si el
hombre de gris era contrario, no le diría nada a Allin… Simplemente no
entregaría el dinero. La responsabilidad sería suya.
—Tú y mamá os encargaréis de tener listas las cosas de Betsy para esta
noche —dijo en tono animado.
Tomaría un baño y se pondría un traje nuevo. Aquel día tenía que
mantenerse alerta en todo momento, escuchar a todo el mundo y decidir
finalmente según lo que le dictara su propio juicio. Uno tiene que actuar en un
caso de emergencia.
Al ver su imagen reflejada en el espejo, se detuvo. Si cometía un error,
¿sería capaz de ocultárselo a Allin? Si nunca recuperaban a Betsy, si la
niña…, desaparecía, o si encontraban su cuerpecillo en alguna parte.
Aquello era lo que habían sentido tantos otros padres, aquella mezcla de
angustia y de debilidad. Si no pagaba el rescate y ocurría eso, ¿podría
ocultárselo a Allin, o decirle que él tenía la culpa? Ambas cosas eran
imposibles. Decidió que debería limitarse a pasar de una cosa a la siguiente.
Lo primero que debía hacer era esforzarse para no perder la esperanza. Se
vistió y regresó al dormitorio. Bruce se estaba vistiendo allí, pero Allin seguía
tendida en la cama, la cabeza hundida en las almohadas, pálida y exhausta. Se
inclinó hacia ella y la besó.
—Haré que te suban el desayuno —le dijo—. Primero voy a ver a mi
padre. Si se recibe algún mensaje, estaré allí… Luego iré al banco.
Ella asintió, le miró y cerró los ojos. Kent se quedó un rato mirando el
atormentado rostro de su mujer, cuyos nervios se estremecían bajo la
inmovilidad de sus facciones.
—No puedes derrumbarte todavía —le dijo con firmeza—. La crisis está
aún por llegar.
—Lo sé —susurró ella, y se irguió en la cama—. ¡No puedo estar aquí
acostada! —exclamó—. ¡Es como estar tendida en un lecho de espadas,
sometida a tortura! Iré abajo, Kent, con Bruce.
Corrió al baño y, al instante, Kent oyó el ruido de la ducha a toda
potencia, pero no podía esperar.
—Baja con tu madre, hijo —le pidió al muchacho, y se marchó solo.

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—Si pudieras prestarme hoy treinta mil —le dijo a su padre—, te los
devolvería en cuanto venda unas acciones.
—No me importa cuándo lo devuelvas —dijo su padre, irritado—. ¡Dios
mío, Kent, no se trata de eso! Es sólo que… No es asunto mío, naturalmente,
pero, ¡treinta mil en metálico! Te preguntaría ¡qué diablos has estado
haciendo!, pero no lo haré.
Aquella mañana, mientras desayunaba y leía el periódico, Kent había
decidido que, si podía ocultar lo sucedido a los periódicos, no había motivo
para que no se lo ocultara también a sus padres. Buscó la página de anuncios
personales. Allí estaba su respuesta a aquellos bribones. ¡Bien, no iba a
hacerlo a menos que fuera lo mejor para Betsy! Y, entre tanto, silencio.
Rose entró en el comedor, con un plato de tostadas, y Kent le dijo
ásperamente:
—Diles a todos que vengan aquí antes de que baje la señora.
Entraron todos los sirvientes, alicaídos y cabizbajos, mirándole
atemorizados.
—¡Oh, señor! —exclamó Mollie histéricamente.
—¡Por favor! —replicó él, lanzándole una mirada.
Tal vez el hombre de gris debería verla, pero la noche anterior había
desconfiado de Peter, el cual le parecía ahora un perro fiel e incapaz de
ninguna maldad.
—Sólo quería agradeceros que me hayáis obedecido hasta ahora —dijo
con voz cansada—. Si logramos que lo ocurrido no salga en los periódicos,
quizá podamos recuperar a Betsy. Por lo menos, es nuestra única esperanza.
Si seguís guardando silencio y nadie se entera hasta que conozcamos…, el
desenlace, os daré a cada uno cien dólares como prueba de mi gratitud.
—Gracias, señor —dijeron Sarah y Rose, mientras Mollie se limitaba a
sollozar.
—Yo no quiero cien dolare, zeñó Crothers. Lo único que quiero e que
vuelva la niña.
Kent le estrechó la mano. ¿Cómo podía haber desconfiado de Peter?
—Es lo que quiero yo también, Peter —le dijo con vehemencia.
¡Qué extraños le resultaban el temblor y la emoción que había
experimentado!
Ahora, bajo la mirada penetrante de su padre, mantuvo la serenidad.
—Sé que parece escandaloso, padre, pero tan sólo te pido que confíes en
mí durante unos días.

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—Confío en que no estés especulando. No es momento para eso, el
mercado está loco.
Kent pensó sombríamente que su padre tenía razón. Aquella era la clase
de especulación más alocada… Especular con la vida de su propia hija.
—Desde luego, no es una especulación ordinaria —le dijo—. Pero no te
preocupes, ya llegaré a un acuerdo con el banco. Hipotecaré la casa.
—¡Qué tontería! —replicó su padre, al tiempo que sacaba su talonario de
cheques y empezaba a escribir—. No voy a permitir que corra por ahí la
noticia de que mi hijo ha tenido que hipotecar su casa.
—Gracias —dijo Kent secamente.
¡Ahora al banco!

El tiempo se le fue en gestiones. Era sorprendente lo rápido que pasaban las


horas. Antes de que se diera cuenta ya era mediodía, y una hora después tenía
que ponerse en camino hacia la fonda. Fue a casa y encontró a Allin en el
porche, bajo el sol, con un libro en las manos, mientras Bruce jugaba en el
jardín con su camión rojo. Cualquiera que pasara por allí, no habría podido
imaginar la tragedia que vivían aquellas personas.
—¿Lo tienes? —le preguntó Allin.
Él se llevó la mano al bolsillo del pecho.
—Todo preparado —respondió.
Comieron en silencio, escuchando la cháchara de Bruce. Allin no probó
bocado y él muy poco, pero agradeció la presencia de su mujer junto a él, para
mantener la apariencia, al menos externa, de un día normal.
—¡Buena chica! —le dijo, interrumpiendo la conversación de Bruce. Ella
sonrió débilmente—. Gracias, no quiero más café —le dijo a Rose—. Tengo
que marcharme, Allin.
—Sí… Ojalá pudiera ir contigo, en vez de quedarme aquí esperando.
—Lo sé —replicó él, y la besó.
Durante el día anterior la espera le había parecido insoportable, pero ahora
que se estaba acercando la tan ansiada hora, se aferraba a la esperanza de la
incertidumbre.
Se dirigió a la fonda en su coche, solo. Las carreteras bien asfaltadas, las
granjas de aspecto acogedor y los campos bien cuidados no eran diferentes de
los demás días. El día anterior habría dicho que sería imposible que bajo tanta
paz y abundancia pudiera haber hombres tan malvados como para arrebatar a
una niña de su hogar y de sus padres por dinero.

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No podía haber ningún otro motivo, pensó mientras avanzaba siempre
hacia el oeste. No tenía enemigos, por lo menos ninguno que él conociera.
Siempre había gente descontenta, desde luego, que odiaban a todo aquel que
parecía tener éxito en la vida. También existía la posibilidad de que su padre
tuviera enemigos, porque era implacable con los trabajadores haraganes.
Recordó la firmeza con que mantenía sus principios: «No puedo culpar a un
hombre si ha nacido idiota, pero incluso puedo culpar a un idiota por ser
perezoso». Tal vez uno de estos últimos había sido el autor del secuestro.
¡Ojalá no fuera un hombre con una mente pervertida!
Se dirigió al patio de la fonda y aparcó el vehículo. El corazón le golpeaba
en el pecho, pero, con toda naturalidad, preguntó a una mujer que estaba en la
puerta dónde se hallaba el bar.
—A la derecha —respondió ella al instante.
Era sábado por la tarde y había muchos clientes. La mujer ni siquiera le
miró antes de que se alejara.
Nada más cruzar la puerta del bar vio al hombre. Estaba al final de la
barra; era menudo, insignificante, vestido con un traje gris y una camisa de
rayas azules. La corbata también era azul, lo mismo que el pañuelo que
sobresalía del bolsillo. Kent se aproximó a él lentamente.
—Whisky con soda, por favor —le pidió al camarero.
Todas las mesas estaban ocupadas, y la gente bebía y hablaba
ruidosamente. Se volvió al hombre de gris y le sonrió.
—No es muy corriente encontrar un bar así en una fonda de pueblo.
—Desde luego —convino el hombrecillo. Su tono era amable y brioso, y
tenía ante sí un vaso alto que contenía un líquido claro; lo apuró y le dijo al
camarero—: Otro de lo mismo. Esto se llama «Placer de la lavandera
londinense» —le explicó a Kent.
Era difícil imaginar que aquel hombre de cara enjuta tuviera alguna
importancia.
—¿Va usted en mi dirección? —le preguntó Kent de pronto.
—Si puede llevarme… —replicó el hombrecillo.
Los latidos del corazón de Kent se serenaron. Entonces, aquel hombre le
conocía. Asintió, pagaron las bebidas y se dirigieron al coche.
—Vaya hacia el norte hasta encontrar una carretera comarcal —le dijo el
hombre con una súbita vehemencia. Toda su placidez había desaparecido. Se
sentó al lado de Kent, con los brazos cruzados—. Dígame exactamente lo que
ha sucedido, señor Crothers.
Y Kent se lo dijo mientras avanzaban.

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Agradecía la frialdad de aquel hombre, la desconfianza de todo y de
cualquiera. Era como un sabueso en una persecución a vida o muerte. Gracias
a su frialdad, Kent podía hablarle sin temor a perder los nervios.
—No sé cómo se llama usted —dijo Kent.
—Eso no importa. Me han asignado el trabajo.
—Como le iba diciendo, no tenemos enemigos… Por lo menos, ninguno
que yo conozca.
—Uno siempre tiene enemigos —murmuró el hombrecillo.
—No me parece probable que un gángster…
—No, los gangsters no se dedican a secuestrar niños. Adultos, sí, pero no
se arriesgan con los niños, en primer lugar porque es demasiado peligroso. El
secuestro de niños es lo más peligroso que hay en el mundo del crimen, y los
delincuentes listos lo saben. Siempre lo hace algún bribón de poca monta…
Él y un par de amigos, como mucho.
—¿Por qué es peligroso? —inquirió Kent.
—Siempre los cogen —dijo el hombrecillo, encogiéndose de hombros—.
¡Siempre!
Había algo tan tranquilizador en aquel hombre extraño y agudo que Kent
le dijo de improviso:
—Mi esposa quiere que paguemos el rescate. Supongo que eso le parecerá
un error, ¿verdad?
—Me parece absolutamente correcto —dijo el hombre—. ¡Perfecto! Mire,
señor Crothers, nosotros no somos magos. De alguna manera hemos de
establecer contactos. Sólo conozco dos casos en los que no se resolvió nada, y
en ambos los padres se negaron a pagar, de modo que no conseguimos ningún
indicio.
—¿Mataron a los niños? —preguntó Kent, y apretó los labios.
—¿Quién sabe? —replicó el hombrecillo, encogiéndose nuevamente de
hombros—. En fin, uno de ellos apareció muerto, y del otro nunca más se
supo.
Kent pensó que la muerte podría ser un consuelo. Preferiría muchísimo
más tener entre sus brazos el cuerpecillo sin vida de Betsy que ignorar para
siempre lo que había sucedido…
—Dígame lo que debo hacer y lo haré.
El policía encendió un cigarrillo.
—Siga actuando como si no nos hubiera dicho nada. Pague el rescate y,
naturalmente, anote los números de los billetes, al margen de lo que diga esa
carta. ¿Cómo van a enterarse? Pero páguelo…, y haga lo que le indiquen a

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continuación. Puede llamarme a este número. —Se sacó un papel del bolsillo
de la chaqueta y lo introdujo en el bolsillo de Kent—. Quizá debo decirle que
vamos a intervenir su teléfono.
—Haga lo que le parezca.
—¡Eso es todo lo que necesito! —exclamó el hombrecillo—. Ésas son
nuestras órdenes: hacer lo que quieren los padres. Es usted una persona
juiciosa. Una vez conocí a un tipo que iba por ahí con una escopeta para
mantener alejada a la policía. Quería arreglar las cosas por sí mismo.
—¿Recuperó a su hijo?
—No…, y, además, pagó el rescate. Eso de pagar es correcto, porque así
es el modo en que los cazamos. Pero aquel tipo anduvo por la vecindad
haciendo ruido y tratando de establecer su propia ley. No tuvimos ninguna
oportunidad.
Kent pensó en algo más.
—No quiero ahorrar nada, ni dinero ni problemas. Pagaré lo que sea,
naturalmente.
—Sí, claro —dijo el hombre—. Bueno, creo que eso es todo. Puede
dejarme cerca de la fonda. Entraré a tomar otro trago.
Volvió a sumirse en su placentero amodorramiento, y Kent, en silencio,
regresó al pueblo.
—Hasta la vista —dijo el policía cuando llegaron—, y buena suerte.
Bajó del coche y desapareció en dirección al bar.
El sol empezaba a ponerse cuando Kent emprendió el camino de regreso a
su casa. Pensó en lo poco que podría contarle a Allin, nada en realidad,
excepto que el hombre de gris le había gustado y confiaba en él. No, era
mucho más que eso: aquel individuo representaba algo mucho mayor que él,
todo el poder del gobierno organizado contra delitos como el secuestro de
criaturas inocentes, y eso era algo que procuraba consuelo. Detrás de aquel
hombre estaba la policía de la nación, todos con él, Kent Crothers,
ayudándole a encontrar a su hija.
Cuando llegó a casa, Allin estaba en la sala, esperándole.
—La verdad es que no ha dicho nada, querida —dijo Kent, besándola—,
salvo que tienes razón con respecto al rescate. Tenemos que pagarlo. Sin
embargo, es un hombre extraordinario. Tengo la sensación de que…, si vive
todavía, la recuperaremos. Ese individuo transmite confianza. —No dejó que
Allin diera rienda suelta a su aflicción, aunque notó que temblaba contra él.
En un tono muy pragmático, añadió—: Tenemos que registrar esos billetes de
banco, Allin.

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Y entonces, mientras estaban en su dormitorio registrando los billetes, él
siguió insistiendo en que lo que hacían era correcto.

A la una menos cuarto, Kent avanzaba en su coche, traqueteando por el


camino con carriladas, en dirección al cruce. Conocía todas las curvas de
aquel camino, pues muchas veces, de muchacho, lo había recorrido a pie.
Pero aquel muchacho que disfrutaba de unas vacaciones, no tenía nada que
ver con el hombre angustiado y acosado que aquella noche pasaba por allí.
Se detuvo cerca del roble muerto, cogió la caja de cartón en la que él y
Allin habían colocado el dinero y bajó del coche. La noche era muy oscura y
no se oía ningún sonido, pero Kent sabía que en algún lugar, no lejos de allí,
estaban los hombres en cuyo poder se encontraba su hija.
Aguzó el oído, súbitamente convencido, como le había sucedido la noche
anterior, de que la oiría llorar. Tal vez en aquellos mismos momentos la niña
estaba en el viejo molino. Pero no se oía absolutamente nada. Se agachó y
dejó la caja al pie del árbol. Al hacer esto, tropezó con un cordel que había un
palmo por encima del suelo. ¿Qué era aquello? Lo siguió con las manos:
rodeaba el árbol…, era un trozo de cordel corriente, y luego continuaba hasta
perderse debajo de una piedra, donde no estaba solo, pues había también un
trozo de papel. Kent lo cogió, y a la luz del encendedor leyó la torpe
caligrafía:

Si todo resulta como le hemos dicho que hiciera, mañana, a


las doce de la noche, vaya a la casa de su jardinero. Allí
llevaremos a la niña. Si nos engaña, la recibirá muerta.

La luz se esfumó. ¡La recibirá muerta! Todo dependía de lo que hiciera. Y


tenía que hacerlo solo. No volvería a casa junto a Allin hasta haber decidido
cada paso.
Subió al coche y se alejó rápidamente de allí. Si no llamaba al hombre de
gris, Betsy podría estar viva en casa de Peter. Si llamaba, y no la encontraban,
también podría estar viva. Pero si el hombre husmeaba y los secuestradores se
daban cuenta, la niña moriría.
Sabía lo que le diría Allin: «¡Que vuelva a casa, Kent, nada más! Primero
tenemos que pensar en nosotros». Sí, tenía razón. No diría nada; en cualquier
caso, daría una oportunidad a los secuestradores. Si la niña estaba a salvo, eso
justificaría cualquier cosa que hiciera. Si la mataban…

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Entonces recordó que había algo en aquel hombre que le transmitía valor
y tranquilidad. Sólo él parecía totalmente seguro de lo que era mejor. Y,
además, estaban todos aquellos padres que habían tratado de resolver las
cosas por sí solos, cuyos hijos nunca habían regresado. No, sería mejor que
hiciera lo que sabía que debería hacer.
Entró en la casa con pasos pesados. Allin estaba acostada, con los ojos
cerrados.
—Cariño —le dijo él suavemente.
Ella abrió los ojos al instante y se irguió. Kent le dio el papel y se sentó en
la cama. Allin leyó la nota y luego le miró acongojada.
—¡Veinticuatro horas más! —susurró—. No puedo soportarlo, Kent.
—Sí que puedes —replicó él ásperamente—. Lo harás porque no hay otro
remedio. —Pensó que no permitiría que se derrumbara justamente ahora,
aunque tuviera que azotarla—. Tenemos que esperar, no podemos hacer nada
más. ¿Qué otra alternativa hay? ¿Decírselo a Mike O’Brien? ¿Dejar que los
periódicos se enteren y lo echen todo a perder?
Ella meneó la cabeza.
—No.
Kent se levantó. Ansiaba estrecharla entre sus brazos, pero no se atrevió a
hacerlo. Cuando todo terminara, le diría lo que había pensado de ella, lo
maravillosa que era, lo valiente y animosa…, pero ahora no podía hacerlo.
Era mejor para los dos mantenerse alejados de todo lo que pudiera hacer que
sus fuerzas flaqueasen.
—Levántate —le ordenó—. Vamos a comer algo. No he tomado ni un
solo bocado en todo el día.
Le haría bien salir de su postración y ocuparse en algo. Tampoco ella
había comido nada.
—De acuerdo, Kent —le dijo—. Me lavaré la cara con agua fría y bajaré.
—Te estaré esperando.
Esto le dio la oportunidad de hacer lo que había decidido… ¡Claro que la
aprovecharía! Ahora los criminales tenían su dinero, y era el momento de
hacer intervenir a aquel extraño hombrecillo. Marcó el número que éste había
deslizado en su bolsillo y, casi al instante, escuchó aquella voz que
pronunciaba lenta y pausadamente las palabras.
—¿Diga?
—Soy Kent Crothers. ¡He recibido esa invitación!
—¿Ah, sí? —El tono de voz se hizo súbitamente alerta.
—¡Mañana a las doce!

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—¿Sí? ¿Dónde? Será por la noche, claro. Eso siempre se hace a media
noche.
—En la casa de mi jardinero.
—Muy bien, señor Crothers. Siga adelante como si no nos hubiera dicho
nada.
La comunicación se cortó. Kent permaneció unos instantes escuchando,
pero no oyó nada más. Todo parecía exactamente igual que antes, pero no era
lo mismo. Alguien, en alguna parte, había manipulado el cable telefónico.
Alguien escuchaba todo lo que se decía por teléfono en aquella casa. Era
siniestro y, no obstante, tranquilizador… Siniestro si uno era el criminal.
Oyó los pasos de Allin bajando por la escalera y fue a su encuentro.
—Tengo una corazonada —le dijo, sonriente.
—¿Cuál? —Ella trató de devolverle la sonrisa.
Kent la acompañó al comedor.
—Vamos a ganar —le dijo.
Si aún estaba viva, añadió para sí, si no le había ocurrido nada a aquel
tesoro de su vida. Entonces, apartó resueltamente el recuerdo de la carita de
Betsy.
—Voy a comer, y tú también vas a hacerlo. Mañana les derrotaremos.
Pero la espera hasta el día siguiente casi les derrotó. El tiempo parecía
inmóvil, no había manera de hacer que pasara. Intentaron llenarlo con una
docena de pequeñas ocupaciones domésticas. Por suerte era domingo, y a ello
se sumaba la afortunada circunstancia de que la madre de Kent estaba
resfriada y les había telefoneado para decirles que no irían a hacerles su
habitual visita.
Permanecieron juntos, el matrimonio y el pequeño Bruce. A media tarde,
Kent ya no tenía nada que hacer, había realizado todas las tareas hogareñas
pospuestas a lo largo del año, y todavía quedaban horas de espera. Jugaron
con Bruce y luego le dieron la cena y le acostaron. Entonces volvieron al
dormitorio, dejando de nuevo la puerta abierta para ver a Bruce en su cuarto,
y se pusieron a leer.
Alguna vez, cuando todas aquellas horas hubieran pasado, Kent tendría
que pensar otra vez en muchas cosas. Pero ahora todo eso tendría que esperar
hasta que, a medianoche, aquella pesadilla finalizara. Sus pensamientos no
podían pasar de ese límite.
Se levantó a las once.
—Ya me voy —le dijo a su esposa, y se inclinó para besarla.

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Ella se le aferró, pero se separaron de inmediato. Ambos sabían que no era
el momento de ceder.
Condujo su coche lo más silenciosamente posible y lo dejó en el extremo
de la calle, a seis manzanas de distancia. Entonces echó a andar, pasó ante
unas casitas destartaladas y dos solares vacíos, hasta llegar a la puerta
desvencijada de la verja que circundaba el terreno de Peter. La casa estaba a
oscuras. Kent fue a la entrada y llamó suavemente. Oyó que Peter musitaba:
—¿Quién e?
—Déjame entrar, Peter —dijo en voz baja. La puerta se abrió—. Soy yo,
Peter…, Kent Crothers. Déjame pasar, van a traer a la niña aquí.
—¿A mi caza? Déjeme que encienda la luz.
—No, Peter, no enciendas la luz. Voy a quedarme aquí sentado, en la
oscuridad, pero no cierres la puerta, ¿eh? Me sentaré al lado de la puerta.
¿Dónde hay una silla?
—Estaba temblando y tropezó con la silla que Peter le había adelantado.
—¿No quiere tomar un trago, zeñó Crothers? Tengo un licó de maí.
—Gracias, Peter.
Oyó los pasos del jardinero que se alejaban, y poco después el viejo
volvió y le puso una taza de hojalata en la mano. Kent engulló el líquido, que
tenía un fuerte tufo y le produjo una sensación de ardor en la garganta, como
si se hubiese tragado una llama, pero al instante se sintió reconfortado. La voz
de Peter era un susurro espectral en la oscuridad:
—¿Puedo hacer algo por uzté, zeñó Crothers?
—Nada en absoluto. Sólo podemos esperar.
—Entonce ezperaré aquí. Mi mujé eztá durmiendo y tendremo una
dizcuzión zi vuelvo a la cama y la dezpierto.
—Quédate si quieres, pero no debemos hablar.
—No, zeñó.
La angustia de aquella espera era el punto culminante en la larga angustia
que había sido toda la jornada. Permanecer inmóvil, aguzando el oído, sin
saber nada, preguntándose… Supongamos que algo le ocurría al hombre de
gris, que la policía husmeaba y asustaban al hombre que habría de traer a
Betsy. Supongamos que seguían ahí esperando hasta el alba, mientras Allin
esperaba en casa.
El interminable día no había sido nada en comparación con aquellos
momentos. Kent pasó revista a toda su vida y reflexionó en el horror de la
situación monstruosa en que ahora se encontraban Allin y él. ¿Vivían en un
país Ubre? Nadie era libre cuando uno tema los labios sellados ante el crimen,

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cuando no se atrevía a hablar por temor a que asesinaran a su hija. Si Betsy
estaba muerta, si no se la devolvían, nunca le diría a Allin que había
telefoneado al hombre de gris. Todavía estaba contento de haberlo hecho.
Después de todo, eran personas respetables a merced de…, pero si Betsy
estaba muerta, ¡preferiría haberse matado antes que ponerse en contacto con
aquel individuo!
Permaneció sentado, apretándose tanto las manos que se volvieron
exangües e insensibles. No tardaría en sentir calambres, pero no podía
moverse. Alguien pasó por la calle cantando a voz en grito.
—E un borracho —susurró Peter.
Kent no respondió. La calle quedó nuevamente en silencio. Entonces, en
la oscuridad —le pareció que habían transcurrido horas después de
medianoche— oyó el ruido de un coche que se acercaba y se detenía ante la
puerta de la verja. La puerta se abrió con un crujido y luego se cerró, al
tiempo que el coche se alejaba.
—Guíame para bajar los escalones —le pidió Kent a Peter.
Era la noche más negra que había visto jamás, pero al salir de la casa vio
que brillaban las estrellas. Peter le cogió del brazo para conducirlo por el
camino. Al llegar a la puerta, se agachó.
—Aquí etá la niña.
Tambaleante y aturdido, Kent tomó en sus brazos a la pequeña, fláccida y
pesada.
—Está caliente —murmuró—. Por lo menos está caliente.
La llevó a la casa y Peter encendió una vela y la alzó. Era ella, su Betsy,
con el vestido blanco sucio y abrigada con un jersey de hombre. Respiraba
pesadamente.
—Parece que la han drogao con algo —susurró Peter.
—He de llevarla a casa —dijo Kent con frenesí—. Ayúdame a ir al coche,
Peter.
—Zí, zeñó.
El viejo apagó la vela, cogió a Kent del brazo y empezaron a caminar en
silencio por la calle. Kent estaba bajo los efectos de la tensión acumulada, y
su único pensamiento era la idea fija de llegar a casa. En cuanto Betsy
estuviera allí, él…, él…
—¿Quiere que le lleve yo el coche, zeñó? —le preguntó Peter.
—Yo… Sí, quizá será mejor que conduzcas tú.
Subió al vehículo con la niña, cuya flaccidez le causaba aprensión.
¡Gracias a Dios que podía oírla respirar! Dentro de unos minutos, Betsy

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estaría en los brazos de su madre.
—No te quedes, Peter.
—No, zeñó.
Allin estaba en la puerta, esperando. La abrió y, sin mediar palabra tendió
los brazos para coger a la niña. Cerró la puerta tras ellos.
Kent sintió un acceso de náusea.
—Iba a decírtelo —dijo jadeante—. No sabía si decírtelo o no…
Las piernas le flaquearon y sintió que no podía sostenerse en pie.
Allin era un milagro, una mujer maravillosa, fuerte como una roca. Aquel
ser tan tierno que había soportado la tortura de aquellos días, estaba junto a su
cama cuando él despertó al día siguiente. Sonreía, y sólo estaba un poco
pálida.
—El médico dice que no puedes ir a trabajar, querido.
—¿El médico? —repitió él.
—Le llamé anoche, para que os viera a los dos…, a ti y a Betsy. No se lo
contará a nadie.
—Estaba fuera de mí —dijo él, aturdido—. ¿Dónde está la niña?
¿Cómo…?
—Se pondrá perfectamente bien —le interrumpió Allin.
—No, pero… ¡No me dices la verdad!
—Tú mismo puedes entrar en su cuarto y verla.
Él se levantó, tambaleándose un poco. Era curioso que las piernas le
hubieran flaqueado tanto la noche anterior; aún las notaba debilitadas.
Entraron en el cuarto de los niños, y allí estaba la pequeña, tendida en su
cama. Ahora dormía con más naturalidad, y en su rostro no había más señal
que una ligera palidez.
—Ni siquiera recordará lo ocurrido —dijo Allin—. Me alegro de que no
se llevaran a Bruce.
Él no respondió. No podía pensar…, ahora no había que pensar en nada.
—Vuelve a la cama, Kent, te subiré el desayuno. Bruce está tomando algo
abajo.
Kent se acostó de nuevo, avergonzado por su debilidad.
—Estaré bien después de tomar un café. Entonces quizá me levante.
Pero permanecer en cama era una delicia, y se sentía profundamente
agradecido por ello… Por todo. Pero mientras viviera, despertaría por las
noches empapado en el sudor producido por el recuerdo de aquella pesadilla.
Sonó el teléfono de la mesita de noche y lo cogió.
—¿Diga?

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—Hola, señor Crothers —respondió una voz. Era el hombre de gris—.
¿Sufrió algún daño la niña?
—¡No! —exclamó Kent—. ¡Está perfectamente!
—Me alegro. Bueno, sólo quería decirle que anoche capturamos al tipo.
—¡Lo han capturado! —Kent se levantó sobresaltado—. ¡Pero… pero eso
es extraordinario!
—Establecimos un cordón policial en un perímetro de varias manzanas y
le cogimos. También recuperará usted su dinero.
—Eso…, eso no importa ahora. ¿Quién era el secuestrador?
—Un individuo llamado Harry Brown… Un joven que trabaja en una
farmacia.
—¡Nunca oí ese nombre!
—No dice que usted no le conoce, pero su padre y el de usted fueron
juntos a la escuela, y está enterado de muchas cosas. Supongo que su padre es
un pobretón y sintió envidia del suyo. Probablemente todo se reduce a eso.
Según dice ese tipo, creía que usted le debía algo. No está en sus cabales,
claro. Bueno, ha sido un caso fácil. Ese hombre no era listo y, además, estaba
muy asustado. Se ha portado usted muy juiciosamente. La mayoría de la gente
echa a perder sus oportunidades actuando por su cuenta. Hasta la vista, señor
Crothers. Me alegro de que todo esté solucionado.
Eso era todo, y la comunicación terminó. Era algo increíble, imposible.
Kent paseó la mirada por la habitación familiar. ¿Todo aquello había sucedido
de verdad? Sí, había ocurrido y ya pertenecía al pasado. Era uno de esos casos
de secuestro que suceden en este país desquiciado, y de los que no se sabe
nada hasta que han concluido y los delincuentes están arrestados.
Allin estaba en el umbral de la puerta con una bandeja en las manos. Tras
ella entró Bruce, preparado para ir a la escuela. Ella habló en un tono tan
natural que Kent apenas pudo percibir el temblor de su voz:
—¿Qué te parece si hoy Peter acompaña a Bruce a la escuela?
Su mirada le suplicaba una decisión. ¿Deberían proteger especialmente al
niño después de lo ocurrido?
Entonces Kent pensó en algo que le había dicho el indómito hombre de
gris, aquella persona cuyo nombre no sabría, uno más entre todos los demás
hombres que intentaban hacer cumplir la ley en la nación. Aquel día, en el
coche, el hombrecillo le dijo: «Somos un pueblo sin ley. Si hiciéramos una
ley contra el pago de rescates, nadie la obedecería más de lo que obedecieron
la Prohibición. No, cuando a los norteamericanos no les gusta una ley, dejan

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de cumplirla. Y por eso, seguiremos teniendo secuestradores. Es el precio que
hay que pagar por la democracia».
Sí, ése era el precio. Todo el mundo pagaba, incluso él y Allin, la niña que
habían estado a punto de perder, aquel muchacho encerrado en la cárcel.
—Bruce tiene que vivir en su propio país —dijo al fin—. Supongo que
puedes ir solo a la escuela, ¿verdad, hijo?
—Claro que sí —dijo con firmeza el muchacho.

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UN PASAJE PARA BENARÉS

T. S. Stribling

Anthony Boucher escribió una vez acerca de T. S. Stribling,


el premio Pulitzer creador de Henry Poggioli, que «es el único
escritor de relatos policiacos que ha logrado considerar a su
detective con una objetividad absoluta. Jamás ningún sabueso
ha sido retratado con una exactitud tan implacable como Henry
Poggioli, ni representado tan hábilmente con esa mezcla de
mezquindad y sublimidad que es el ser humano». Un pasaje
para Benarés es un relato peculiar y sorprendente de Poggioli,
por una razón que se revelará en su momento culminante, un
final que, con toda justicia, se ha calificado como
«absolutamente fulminante».

Eran las cinco y media de la madrugada en Port of Spain, isla de Trinidad, y


el señor Henry Poggioli, el psicólogo norteamericano, se movió con inquietud
y tuvo conciencia de un intenso dolor de cabeza, abrió los ojos, se quedó un
momento perplejo y, lentamente, reconstruyó su entorno. Reconoció la cúpula
del templo hindú que veía en la penumbra, por encima de él; la esterilla de
yute en la que estaba tendido y la imagen borrosa de Krishna sentado con las
piernas cruzadas en el altar. El norteamericano tuvo la vaga impresión de que
la figura no había estado sentada así en el altar durante toda la noche… Sin
duda, era un sueño, pues tenía un débil recuerdo de pesadillas extravagantes.
El psicólogo dejó que esa idea se desvaneciera mientras se levantaba poco a
poco de la esterilla de dormir que el cicerone había extendido para él la noche
anterior.
En el templo circular todo seguía sumido en sombras profundas, pero la
luz grisácea del alba llenaba el arco de la entrada. El hombre blanco se dirigió

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hacia la puerta con cuidado, procurando no mover su dolorida cabeza. A poca
distancia creyó ver otro durmiente, un mendigo culi tendido en una estera, y
le pareció que había otro más lejos. Al cruzar la puerta, la frescura de la
mañana tropical le acarició el rostro como los dedos fríos de una mujer. Los
pájaros kiskadee piaban en las palmas y en los árboles samán, y se oía el
rumor del rocío goteante. No lejos del templo, una mujer culi estaba de pie en
un extremo de una especie de sube y baja que tenía una gran piedra adosada
en el otro extremo; su movimiento hacía que la piedra bajase y aplastara el
arroz colocado en un mortero.
Poggioli la contempló un momento y luego se palpó el bolsillo en busca
de la llave con la que abriría la puerta del jardín de su amigo Lowe. La
encontró y subió por la Vía Tragarette hasta el lugar donde el escuálido
pueblo caribeño cedía el paso a los altos muros de los jardines y los arbustos
ornamentales del suburbio inglés de Port of Spain. El aire fresco le despejó y
caminó con más rapidez, hasta llegar a una entrada sin cerrar en uno de los
muros. Una sonrisa afloró a sus labios mientras entraba, y su buen humor fue
en aumento a medida que recorría el césped hasta llegar a una casa de piedra
que tema una ventana baja, todavía abierta. Aquella era su habitación. Apoyó
las manos en el alféizar, tomó impulso y saltó al interior, lo cual le produjo
una última punzada de dolor. Pero él no hizo caso y empezó a desnudarse
para la ducha matinal.
El señor Poggioli estaba bastante satisfecho de esta hazaña, aunque no
había promovido el experimento que le indujo a dormir en el templo. Ocurrió
de la siguiente manera. La noche anterior, el norteamericano y su anfitrión en
Port of Spain, un tal señor Lowe, empleado de banco, vieron que un desfile de
bodas entraba en el mismo templo en el que Poggioli acababa de pasar la
noche. Contemplaron a los músicos de piel morena y con túnicas blancas que
aporreaban sus tambores y hacían sonar las gaitas con los carrillos hinchados.
Detrás de ellos marchaba una procesión de cutíes. La novia era una chiquilla
de piel color crema que llevaba un peto de monedas de oro eslabonadas sobre
su seno infantil, mientras que ajorcas y brazaletes casi le cubrían brazos y
piernas. El novio, un culi alto y moreno, era el único hombre en el desfile
vestido con ropas europeas, y, curiosamente, iba ataviado con un completo
traje de ceremonia. Ante la incongruencia de aquel espectáculo, Poggioli se
echó a reír, pero Lowe le tocó el brazo y dijo en voz baja:
—No lo tome a mal, hombre, pero me haría un favor si no se riera.
Poggioli se puso serio.
—Desde luego, pero, ¿cómo es eso?

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—El novio, Boodman Lal, posee una de las mejores tiendas de objetos de
arte en la ciudad y tiene cuenta corriente en mi banco. El quinto hombre del
desfile, el esqueleto que lleva la kapra amarilla, es el viejo Hira Dass, cuya
fortuna se calcula en un millón de fibras esterlinas.
El respeto norteamericano hacia el dinero hizo que el psicólogo se pusiera
bastante serio. Lowe siguió diciendo:
—Hira Dass levantó este templo y casa de descanso, donde se ofrece arroz
y té a todo viajero que lo visite de noche. Ayudar a los peregrinos
mendicantes que recorren los diferentes templos es una costumbre india. Un
indio rico construye un templo y una casa de descanso igual que los
millonarios americanos erigen bibliotecas.
El norteamericano asintió de nuevo, mientras contemplaba al viejo
enfundado en la túnica de seda amarilla. Y, en aquel mismo momento,
Poggioli tuvo la extraña impresión que le llevó a emprender su aventura
nocturna.
Cuando el desfile de bodas entró en el templo, la áspera música se detuvo
bruscamente. Entonces, mientras la fila de culíes con túnica desaparecía en el
oscuro interior, el psicólogo tuvo la extraña sensación de que el desfile había
sido engullido y ya no existía. El extravagante edificio rojo y dorado brillaba
bajo el sol, era una realidad patente, mientras que sus devotos se habían
diluido en la nada.
La impresión era tan peculiar y sorprendente que Poggioli parpadeó y se
preguntó cuál podría ser la causa. De algún modo, el templo le había sugerido
la teoría hindú del nirvana. ¿Era posible que el arquitecto hindú hubiera
plasmado cierta asociación de ideas entre la doctrina de la extinción y las
curvas, los planos y colores que brillaban ante él? ¿Lo había hecho por
contraste o símil? El hecho de que Poggioli fuese psicólogo hacía que el
problema le resultara tanto más intrigante: la influencia psicológica de la
arquitectura. Tenía que haber algún razonamiento detrás de aquello. Se le
ocurrió una idea para buscar la solución del problema. Se volvió hacia su
amigo y le preguntó con vehemencia:
—Dígame, Lowe: ¿qué le parece si pasamos la noche en el templo de Hira
Dass?
El otro le miró sorprendido.
—¿Para qué?
—Simplemente para pasar la noche ahí. He tenido una impresión…
—Por favor, amigo mío. ¡Nadie ha pasado jamás toda la noche en un
templo culi! ¡Eso es algo que no se hace!

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El norteamericano insistió un poco más.
—Usted y yo pasamos una noche estupenda a bordo del Trevemore
cuando nos conocimos.
—Eso fue por necesidad —dijo el empleado de banco—. No quedaba
ningún camarote de primera clase en el Trevemore, así que tuvimos que viajar
en cubierta.
Él psicólogo renunció entonces a sus esfuerzos para tener compañía.
Aquella noche salió sigilosamente de la casa de Lowe, regresó al grotesco
templo, entró y le dieron una taza de té, un plato de arroz y una esterilla para
dormir. El investigador sólo obtuvo otra impresión, y fue una serie de sueños
fantásticos y llenos de color, de los que no recordaba detalle alguno. Luego,
se despertó con un fuerte dolor de cabeza y regresó a casa.
El señor Poggioli terminó de vestirse y, al cabo de unos minutos, sonó la
campanilla del desayuno. Se dirigió al comedor y encontró al empleado de
banca que desplegaba las páginas húmedas del Inquirer de Port of Spain. Era
un periódico de estilo inglés, con unas columnas pequeñas y macizas, sin
titulares que llamaran la atención. Poggioli le echó un vistazo y se preguntó
vagamente si en Trinidad nunca ocurría nada que valiera la pena destacar.
Ram Jon, el sirviente hindú de Lowe, entró en la sala con el desayuno:
naranjas peladas, té, tostadas y una chirimoya flanqueada por medio limón
para rociarla con el zumo.
—La libra esterlina ha avanzado un punto —dijo monótonamente Lowe,
sin alzar la vista del periódico.
—Llegará a la par —comentó el norteamericano, con una ligera sonrisa,
preguntándose qué diría Lowe si le contaba lo de su escapada.
—Nuestro gobernador general llegará a Trinidad el día doce.
—Sin duda eso se merece un titular —dijo el psicólogo.
—No trate de corromperme con su amarilla prensa americana —replicó
sonriente el empleado de banco.
—Pues siga así si prefiere hacer un trabajo de investigación cada mañana
mientras desayuna.
El empleado de banco se rió de nuevo y siguió leyendo el periódico. Al
cabo de un rato dijo:
—Aquí tiene, otro culi mata a su mujer. Dígame, Poggioli, como
psicólogo, ¿por qué matarán los culíes a sus mujeres?
—Supongo que por diversas razones, o a lo mejor en este caso no la mató.
Sin duda, de vez en cuando es otra persona…

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—¡De ninguna manera! Siempre es el marido, y en vez de tener varias
razones, no tienen ninguna en absoluto. ¡Dicen que se les calienta la cabeza, y
para enfriarla rebanan la de sus esposas!
El psicólogo estaba vagamente divertido.
—Mire, Lowe, ustedes, los ingleses, son un pueblo de ideas fijas. Usted
cree de verdad que toda mujer culi asesinada es una víctima del marido, el
cual la mata sin ningún motivo.
—Creo que así es —asintió Lowe, alzando la vista del periódico.
—Eso me confirma que ustedes, los ingleses, no sienten verdadera
simpatía por sus razas subordinadas. Ese podría ser el motivo de la grandeza
de su imperio. Su altivez, su falta de simpatía… Al volverse automáticos se
convierten en personas dignas de toda confianza. ¡La idea de que toda mujer
culi es asesinada por su marido sin ningún motivo!
—Así es —repitió Lowe, con inglesa imperturbabilidad.
Sonó el timbre de la puerta del jardín e interrumpió la conversación. Poco
después, los dos hombres vieron a través de la penumbra que Ram Jon
entreabría la puerta del muro, sólo unos centímetros, intercambiaba unas
palabras con alguien y recibía una carta. Regresó con ágiles y deslizantes
pasos.
Lowe recibió la nota a través de la ventana abierta y rasgó el sobre. Eran
dos notas y no una sola. El empleado miró los papeles y empezó a leer con
una creciente expresión de asombro en el rostro.
—¿De qué se trata? —irrumpió Poggioli al fin.
—Es una carta de Hira Dass dirigida a Jeffries, el vicepresidente de
nuestro banco. Dice que han arrestado a su sobrino Boodman Lal y quiere que
Jeffries le ayude a conseguir su libertad.
—¿Por qué le han detenido?
—Pues…, por asesinar a su esposa —dijo Lowe, cariacontecido.
Poggioli le miró fijamente.
—¿No es el hombre que vimos ayer en el desfile?
—¡Sí que lo es, maldita sea! —exclamó Lowe, súbitamente molesto—. Es
un hombre juicioso y uno de nuestros mejores clientes. —Se quedó mirando a
su compañero, con la carta en la mano, y de repente recordó algo y lo
aprovechó a la manera inglesa—: Eso demuestra que mi afirmación es
correcta, Poggioli… Un hombre que se ha casado hace sólo seis u ocho horas
y mata a su esposa. ¡Se limitan a cometer uxoricidio sin ningún motivo
especial, esos canallas irracionales!

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—¿Y la otra carta? —sondeó el americano, inclinándose por encima de la
mesa.
—Es de Jeffries. Dice que quiere que me ocupe de este caso y consiga al
mejor abogado de Trinidad para exonerar al familiar del señor Hira Dass, y
que hable con éste. —El empleado introdujo de nuevo las cartas en el sobre
—. Usted tiene cierta experiencia en estas cosas. ¿Quiere acompañarme?
—Con mucho gusto.
Los dos hombres se levantaron al instante, se pusieron los sombreros y se
encaminaron de nuevo a la Vía Tragarette. Mientras permanecían de pie bajo
el calor creciente, en espera del tranvía, a Poggioli se le ocurrió que los
detalles del asesinato debían de figurar en el periódico matutino. Cogió el
Inquirer de su amigo y empezó a revisar las columnas de texto apretado. Por
fin encontró un párrafo sin ningún titular:

Boodman Lal, sobrino del señor Hira Dass, ha sido detenido


a primera hora de esta mañana en su domicilio de Perú, el
suburbio antillano, por presunto autor del asesinato de su
esposa, con la que se casó ayer en el templo hindú de Perú. El
cadáver fue hallado en dicho templo a las seis de la mañana, y
el asistente dio la alarma. La cabeza de la señora Lal estaba
totalmente separada del cuerpo, y yacía ante el altar budista con
su vestido de novia. Todas sus joyas habían desaparecido. Han
sido detenidos cinco culíes mendigos que dormían en el templo
cuando se descubrió el cuerpo. Afirmaron no saber nada del
crimen, pero al registrarles se le encontró a cada uno de ellos
una de las joyas de la joven desposada y una moneda de su
collar.
Anoche, hacia las once, el señor Boodman y su esposa
entraron en el templo para efectuar los ritos krishnianos de
purificación. El señor Boodman, importante comerciante de
objetos de arte en esta ciudad, se limita a decir que creyó que su
esposa había regresado a casa de su madre para pasar la noche
después de las plegarias en el templo. La joven esposa, hasta
ayer señorita Maila Ran, tenía trece años. El señor Boodman es
el sobrino del señor Hira Dass, uno de los hombres más ricos de
Trinidad.

El párrafo siguiente informaba de un té ofrecido en el hotel Queen’s Park por


la señora Henley-Hoads, con los nombres de sus invitados.

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El psicólogo dedicó un momento a reflexionar arduamente en la clase de
editor que publicaría el relato de un crimen misterioso, sin ningún titular,
entre un aviso legal y una nota de sociedad. Luego volvió su atención a los
detalles horrendos y misteriosos que contenía el párrafo.
—Lowe, ¿qué opina de esos mendigos, cada uno con una moneda y una
joya?
—Es bastante sencillo. Los canallas esperaron ocultos en el templo hasta
que el marido salió y dejó allí a su esposa, y entonces la asesinaron y se
repartieron el botín.
—Pero esa niña llevaba encima bastantes ajorcas para que cada uno se
quedara con una docena.
—Sí, eso es un hecho —admitió Lowe.
—¿Y por qué habrían de seguir durmiendo en el templo?
—¿Por qué no? Sabían que sospecharían de ellos y no teman manera de
huir de la isla y evitar que los apresaran, y así les pareció que podían tenderse
de nuevo y seguir durmiendo.
El tranvía se aproximaba, y el señor Poggioli asintió, aparentemente
convencido.
—Sí, creo que así es como ocurrió.
—¿Quiere decir que los mendigos la mataron?
—No, imagino que el verdadero asesino cogió las joyas de la chica y
recorrió el templo metiendo una ajorca y una moneda en los bolsillos de cada
mendigo durmiente, para dejar una pista falsa.
—¡No me diga! —exclamó el empleado de banco—. ¡Eso es complicar
demasiado las cosas, Poggioli!
—Amigo mío, es la única explicación de las monedas en los bolsillos de
los mendigos.
Por entonces estaban en el tranvía y bajaban traqueteando por la Vía
Tragarette. Mientras avanzaban hacia el pueblo hindú, Poggioli recordó de
súbito que la noche anterior había recorrido aquella misma distancia y
dormido en el mismo templo. Cierto impulso irreprimible hizo que el
americano registrara rápidamente sus propios bolsillos. A un lado palpó las
llaves del baúl y de la casa de Lowe; al otro tocó varias monedas y un aro
duro. Con un ligero estremecimiento, llevó estas piezas hasta el borde del
bolsillo y las miró con disimulo; en uno vio la curva de una ajorca de oro, en
el otro la cara de una antigua moneda inglesa de oro que, sin duda, había
estado soldada a algo.

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Con una cierta sensación de aprensión, Poggioli volvió a dejar los objetos
en el fondo de los bolsillos y fijó la mirada en el pueblo de los culíes, al que
se aproximaban. Se humedeció los labios y pensó en qué sería lo mejor que
podría hacer. Lo único que se le ocurría era hacer la maleta y abordar el
primer vapor que saliera de Trinidad, al margen de cuál fuera su puerto de
destino.
Lleno de inquietud, el psicólogo sintió la tentación de tirar allí mismo las
piezas de oro, pero mientras el tranvía entraba traqueteando en el caserío de
Perú, reflexionó en que nadie más en Trinidad sabía que él estaba en posesión
de aquellas cosas, excepto la persona que las había deslizado en sus bolsillos,
pero no era probable que esa persona mencionara el asunto. Además, era
aquel un incidente tan extraño, tentaba tanto a su espíritu analítico, que
decidió seguir con la investigación.
Dos minutos después, Lowe pidió parada y los dos hombres descendieron
en el asentamiento hindú. Por entonces, la calle estaba llena de culíes,
hombres y mujeres grasientos que iban de un lado a otro con bultos en la
cabeza o se sentaban en parejas bajo el sol, turnándose para examinar sus
respectivas cabezas en busca de piojos. Lowe miró a su alrededor, se orientó y
echó a andar briosamente por delante del templo, pero Poggioli le detuvo y le
preguntó adónde iba.
—A visitar al viejo Hira Dass, de acuerdo con las instrucciones que me ha
dado Jeffries —dijo el inglés.
—Podríamos entrar un momento en el templo. No deberíamos ir a verle
sin tener, por lo menos, un conocimiento del escenario del crimen.
El empleado titubeó, caminando más lentamente, pero en aquel momento
miraron a través de la puerta del templo y vieron cinco culíes sentados en el
interior. En la entrada había un policía, vigilando a aquellos hombres que, con
toda evidencia, eran prisioneros. Lowe se acercó al policía, le hizo saber su
misión y poco después entró con su amigo en el templo.
Los prisioneros culíes eran tan repulsivos como lo son todos los de su
clase. Cuatro eran delgados como cadáveres, y el quinto era gordo y fofo. Los
cinco se cubrían con unos harapos de estopilla, que les dejaban tan expuestos
como si no llevaran nada. Uno de los hombres demacrados tenía la boca
constantemente abierta, con una expresión de sufrimiento causada por una
carencia crónica de alimento. Los cinco estaban en cuclillas sobre sus esteras
y miraban a los blancos con sus ojos como cuentas de vidrio. El gordo dijo en
voz baja a sus compañeros:
—El sahib.

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Estas palabras susurradas inquietaron un poco a Poggioli, que pensó
nuevamente que sería conveniente que se retirara lo más discretamente
posible de todo cuanto rodeaba el asesinato de la pequeña Maila Ran. Sin
embargo, no le sería difícil explicar su presencia en el templo, y, además, le
seducía el velado rostro del misterio. Observó a los cinco mendigos: el obeso,
los flacos, el de rostro con expresión sufriente.
—Muchachos —les dijo, pues todos los culíes son muchachos—.
¿Alguno de vosotros oyó anoche ruidos en el templo?
—Mucho sueño, sahib, no ruido. Policía nos despertó por la mañana a
golpes y nos hizo sentamos aquí.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el americano al locuaz mendigo gordo.
—Chuder Chand, sahib.
—¿Cuándo te retiraste a dormir anoche?
—Después de tomar el arroz y el té, sahib.
—¿Recuerdas haber visto entrar en este edificio a Boodman Lal y su
esposa?
Precisamente en este punto era en el que los mendigos discrepaban. El
gordo lo recordaba; dos de los cadavéricos sólo recordaban a la esposa, uno
solamente a Boodman Lal, y otro no recordaba absolutamente nada.
Poggioli se concentró en el gordo.
—¿Les viste salir?
Los cinco hicieron un gesto negativo con la cabeza.
—Entonces, ¿todos estabais dormidos?
El gesto general fue de asentimiento.
—¿Tuvisteis alguna impresión durante el sueño, algún trastorno, algo que
turbara vuestro sueño, algún ruido?
El hombre de expresión horrorizada dijo en un tono espectral:
—Yo he tenido una pesadilla, sahib. Esta mañana, cuando el policía me
despertó a golpes, creí que el sueño se convertía en realidad.
—Yo también he soñado, sahib.
—Y yo, sahib.
—Y yo.
—¿Todos habéis tenido pesadillas?
Asentimiento general de nuevo.
—¿Qué has soñado, Chuder Chand? —inquirió el psicólogo, cuyo interés
empezaba a ir en aumento.
—Soñé que era un cerdo muy gordo, pero aun así me moría de hambre,
sahib.

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—¿Y tú? —preguntó a uno de los mendigos flacos.
—Que estaba aplastado bajo un gran cuenco de arroz, sahib, pero tema
hambre.
—¿Y tú? —preguntó Poggioli al culi de expresión horrorizada.
El culi se humedeció los labios y susurró en su tono espectral:
—Soñé que era Siva, sahib, sostenía el mundo en mis manos y lo mordía
y sabía amargo, como la corteza de un limón. Y le dije a Vishnú: «Déjame ser
un perro en las calles, antes que saborear la amargura de este mundo», y
entonces el policía me golpeó, sahib, y me preguntó si había asesinado a
Maila Ran.
El psicólogo se quedó mirando las sienes hundidas y los andrajosos
zahones del mendigo, asombrado de la extraordinaria visión divina que había
tenido lugar en la cabeza del viejo. Sin duda, este sueño grandilocuente era
una especie de compensación por la existencia llena de hambre y penalidades
que arrastraba el pobre hombre.
Entonces, intervino el empleado de banco para decir que sería mejor que
prosiguieran su camino y visitaran al viejo Hira Dass, de acuerdo con las
instrucciones.
Poggioli se volvió y siguió a su amigo al exterior del templo.
—Lowe, creo que ahora podemos descartar del todo la teoría de que los
mendigos asesinaron a la muchacha.
—¿En qué se basa para creerlo así? —preguntó el empleado, sorprendido
—. No le han contado más que sus sueños.
—Ese es precisamente el motivo. Los cinco han tenido unos sueños
turbulentos y fantásticos, lo cual sugiere que les dieron alguna clase de
narcótico con el arroz o el té antes de que durmieran. Es muy improbable que
cinco culíes ignorantes tuvieran el ingenio suficiente para tramar semejante
evidencia.
—Eso es un hecho —admitió el inglés, un poco sorprendido—, pero no
creo que un tribunal de Trinidad admitiera esa evidencia.
—No estamos buscando pruebas legales, sino algún indicio del verdadero
criminal.
Mientras tanto, los dos hombres caminaban por un callejón caluroso y
maloliente que conducía a la plaza, un poco al este del templo. Lowe tiró de la
cadena de una campanilla en una alta pared de adobe, y a Poggioli le
sorprendió que aquel pudiera ser el hogar de un millonario hindú. Poco
después se abrió la puerta y el señor Hira Dass en persona apareció en el
umbral. El viejo hindú vestía aún la prenda de seda amarilla que revelaba su

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cuerpo enflaquecido casi como si estuviera desnudo. Pero la expresión de su
rostro, con la nariz aguileña y los ojos negros y brillantes, era despierta, y sus
arrugas no sugerían tanto una edad avanzada como astucia y perspicacia.
El viejo culi condujo inmediatamente a sus visitantes a un patio abierto
rodeado de columnas de mármol con un surtidor en el centro y palomas
blancas que revoloteaban hasta el friso o descendían de nuevo.
Inmediatamente, el hindú empezó a hablar del asesinato y la ansiedad que
tenía para exonerar a su desdichado sobrino. Hablaba un inglés muy bueno,
debido sin duda a la asociación ' comercial de sus últimos años.
—Es un asesinato muy misterioso —comentó, meneando la cabeza—, y la
vida de mi pobre sobrino dependerá de los esfuerzos que ustedes hagan,
caballeros. ¿Qué piensan de esos mendigos a los que encontraron en el templo
con las ajorcas y las monedas?
El señor Hira Dass había hecho sentarse a los visitantes en un banco de
mármol blanco, y ahora se paseaba nerviosamente por delante de ellos, como
un fanático y viejo espantapájaros cubierto de seda amarilla.
—Me temo que el juicio que me he formado de los mendigos le
decepcionará, señor Hira Dass —respondió Poggioli—. Mi teoría es que son
inocentes del crimen.
—¿Por qué dice eso? —le preguntó Hira Dass, dirigiéndole una mirada
penetrante.
—El psicólogo explicó su deducción por los sueños de los mendigos.
—Usted no es inglés, señor —exclamó el viejo—. Ningún inglés habría
pensado en eso.
—No, soy medio italiano y medio americano.
El viejo indio asintió.
—Su sangre latina le presta esa sutileza, señor Poggioli, pero basa usted
su prueba en la causa mecánica de los sueños y no en el contenido de éstos.
El psicólogo miró el rostro astuto del viejo y su figura de gnomo y sonrió.
—Difícilmente podría utilizar los sueños en sí, aunque eran bastante
fantásticos.
—Ah, ¿es que inquirió usted el contenido de los sueños?
—Sí, por interés profesional.
—¿Cuál es su profesión? ¿Es usted detective?
—No, soy psicólogo.
El viejo Hira Dass interrumpió su paseo tambaleante arriba y abajo del
piso de mármol para mirar con fijeza al americano, y entonces estalló en la
risa más desenfrenada que Poggioli había oído jamás.

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—¡Un psicólogo, e investiga los sueños de un presunto criminal por
simple curiosidad! —El viejo gnomo rió de nuevo y entonces se puso serio;
señaló con su delgado dedo al americano—: No debo reírme. Su atman, su
conciencia pura, por lo menos tantea en pos del conocimiento, como lo hace
el lución. Pero dejemos esto, señor Poggioli. Nuestro problema es encontrar al
criminal que cometió este delito y devolver la libertad a mi sobrino Boodman
Lal. No puede imaginar lo que esto representa para mí. Yo convine el
matrimonio del muchacho.
El americano miró al viejo de un modo inquisitivo. Aquello le daba una
nueva base para sus deducciones.
—¿Convino usted el matrimonio de un sobrino que tiene más de treinta
años?
—Sí, quería que evitara las trampas en las que yo caí —replicó Hira Dass
seriamente—. Estaba soltero y ya había empezado a ganar mucho dinero. Eso
es lo mismo que yo hice, señor Poggioli, y míreme ahora…, soy un hombre
viejo y solo en una tierra extranjera. ¿De qué sirve este patio de mármol
cuando los hombres de mi propia clase no pueden venir a sentarse conmigo y
cuando no tengo nietos para dar de comer a las palomas? No, he amasado una
gran fortuna. Me he comido el mundo, señor Poggioli, y me ha parecido
amargo. Ahora aquí me tiene, hecho un paria.
La pasión que encerraban estas palabras conmovió al americano, al
tiempo que la fraseología del viejo hindú le recordaba vivamente los sueños
que le contaron los mendigos en el templo. El psicólogo reparó en ello
apresuradamente, en el flujo de la conversación, y sintió curiosidad, pero, al
mismo tiempo, otra parte de su cerebro le impulsaba a hacer unas preguntas
triviales:
—Entonces, ¿por qué no regresa a la India, señor Hira Dass?
—¡Con este cuerpo gastado! —El viejo hindú se señaló con un gesto
despectivo—. ¡Y con esta cara arrugada por el afán de acumular dinero! Mire,
señor Poggioli, mi mentalidad es medio inglesa. Si regresara a Benarés,
andaría por las calles pensando en lo que cuestan los templos y en el valor de
las piedras preciosas engastadas en los ojos de la imagen de Krishna. Por eso,
los hindúes perdemos nuestra casta si viajamos al extranjero y nos
establecemos en otras tierras. Sí, en efecto, perdemos nuestra casta y no
somos ni hindúes ni ingleses. Nuestra mente está dividida, y así nunca podré
reunirme de nuevo con mi pueblo, señor Poggioli. Debo dejar mi mente y mi
cuerpo occidentales aquí, en Trinidad.

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Las palabras del viejo Hira Dass produjeron en el americano esa huidiza
credulidad en la transmigración del alma que siempre inspira un creyente
apasionado. El viejo hindú hacía que la teoría de la palingenesis pareciera casi
algo normal y corriente. Un hombre moría aquí y reaparecía como un bebé en
la India. No había en ello nada tan increíble, puesto que la energía básica de
un hombre, que ha amado y odiado, ha tenido aspiraciones y pesares en esta
tierra, debe ir a alguna parte, mientras que la materia en sí era una simple
danza de átomos. Qué era lo más permanente, ¿la pasión de Hira Dass o su
patio de mármol? Ambas cosas eran simples formas de fuerza. El psicólogo
hizo un esfuerzo para salir de su ensoñación.
—Esto es muy interesante, o quizá deba decir conmovedor, Hira Dass.
Tiene usted unas pesadumbres extrañas, pero estábamos hablando de su
sobrino, Boodman Lal. Creo tener una teoría que podría liberarle.
—¿Y cuál es?
—Como le he dicho, creo que dieron alguna poción para dormir a los
mendigos del templo. Sospecho que el encargado del templo echó la droga en
el arroz y luego asesinó a la esposa de su sobrino.
El millonario se quedó pensativo.
El encargado es el bueno de Gooka, un pobre desdichado a quien empleo,
señor Poggioli, y no puedo creer que él haya cometido este asesinato.
—Perdóneme, pero no sigo su razonamiento. Si es pobre, tendría un
poderoso motivo para cometer el robo.
—Eso es cierto, pero un hombre muy pobre nunca habría puesto las diez
piezas de oro en los bolsillos de los mendigos para dejar una pista falsa. El
hombre que realizó esta hazaña debe de ser una persona acomodada,
acostumbrada a usar el dinero para lograr sus fines. En consecuencia, si yo
buscara al criminal pensaría en un hombre rico.
—Pero señor Hira Dass —protestó el psicólogo—, eso hace que la
sospecha recaiga de nuevo en su sobrino.
—¡Mi sobrino! —gritó el viejo, otra vez excitado—. ¿Qué motivo tendría
mi sobrino para matar a la mujer con quien se había casado sólo unas horas
antes?
Poggioli replicó con frialdad académica:
—¿Pero qué motivo tendría un hombre acomodado para matar a una niña?
¿Y qué oportunidades tendría para introducir el narcótico en el arroz?
El viejo hindú alzó un dedo y se acercó más.
—Le diré lo que sospecho —dijo en voz baja—, y usted puede completar
los detalles.

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—Sí, ¿cuál es su sospecha? —preguntó Poggioli, con atención renovada.
—Esta mañana fui al templo para hacerme cargo del cuerpo de mi pobre
sobrina asesinada y traerla aquí, a mi finca, para el entierro. Hablé con los
cinco mendigos y me dijeron que anoche hubo un sexto durmiente en el
templo.
El viejo culi meneó el dedo, enarcó las cejas y adoptó un aspecto como el
que podría tener un gnomo. El americano sintió una cierta consternación.
Procuró no humedecerse los labios, y quizá lo consiguió, pero no se le ocurrió
más que enarcar las cejas y decir:
—¿Estuvo allí, de veras?
—Sí… ¡Y era un hombre blanco!
Lowe, el empleado de banco, que había permanecido en silencio hasta
entonces, intervino.
—¡Eso no es posible, señor Hira Dass, un hombre blanco no!
—Los cinco culíes y mi empleado, Gooka, me han dicho que es cierto —
reiteró el viejo—, y Gooka siempre ha dicho la verdad. Además, un hombre
así encajaría exactamente en el papel de atacante. Sería rico, acostumbrado a
usar el dinero para lograr sus fines.
El psicólogo hizo una especie de salto mental para refutar aquella rápida
colección de pruebas que el viejo Hira Dass acumulaba contra él.
—Pero señor Hira Dass, la decapitación no es una forma muy americana
de asesinar.
—¡Americana!
—Yo…, hablaba en general —balbució el psicólogo—. Quiero decir que
no es un método para asesinar propio de un hombre blanco.
—Eso es revelador en sí mismo —se apresuró a replicar el hindú—.
Quiero llamar su atención en ese punto, pues muestra que el hombre blanco
era un hombre francamente educado, que había estudiado los hábitos mentales
de otros pueblos, aparte del suyo, por lo que pudo dar al crimen un parecido
extraordinario a un crimen hindú. Sugiero, caballeros, que empiecen la
búsqueda de un hombre blanco intelectual.
—¿Qué motivo podría tener ese hombre? —inquirió el americano.
—Posiblemente el robo, pero también, si era un hombre muy intelectual,
podría haber asesinado a la pobre niña a modo de experimento. No hace
mucho leí en un periódico americano una noticia sobre dos jóvenes que
habían cometido un crimen así.
—¡Un asesinato para experimentar! —exclamó Lowe, horrorizado.
—Sí, para registrar la reacción psicológica.

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Poggioli se levantó bruscamente.
—No puedo estar de acuerdo con semejante teoría, señor Hira Dass —dijo
con la voz quebrada.
—No, es demasiado descabellada —se apresuró a decir el empleado.
—Sin embargo, merece la pena investigar en esa dirección —insistió el
hindú.
—Sí, sí —convino el americano, evidentemente deseoso de marcharse—,
pero empezaré mis investigaciones interrogando a Gooka.
—Como quiera —dijo Hira Dass—, y utilicen cuantos ayudantes precisen
para sus investigaciones. Todos los gastos corren de mi cuenta. Por encima de
todo, quiero a mi sobrino en libertad y que prendan al verdadero criminal y lo
lleven a la horca.
Lowe asintió.
—Haremos cuanto podamos, señor —respondió con su minuciosidad
típicamente inglesa.
El viejo acompañó a sus visitantes hasta la puerta y les hizo una
reverencia antes de que salieran al maloliente callejón.
Mientras los dos amigos echaban a andar bajo el sol ardiente, el empleado
de banco se echó a reír.
—¡Un hombre blanco en el templo! Eso me parece una pura ficción para
proteger a Boodman Lal. Ya sabe que estos culíes están unidos como
ladrones. —Siguieron andando un poco más en silencio y, al cabo de un rato,
añadió—: Menos mal que anoche decidimos no dormir en el templo, ¿eh,
Poggioli?
El americano experimentó una sensación nauseabunda. Por un momento,
sintió la tentación de ser sincero con su amigo y decirle lo que había hecho y
pedirle consejo, pero al final le dijo:
—En mi opinión, el verdadero criminal es Boodman Lal.
Lowe miró de soslayo a su invitado e hizo un vago gesto de asentimiento.
—Yo creo lo mismo. Eso es lo que pensé en cuanto leí la información en
el Inquirer. Estos culíes son capaces de cortar a sus mujeres en pedazos sin
tener ningún motivo concreto.
—En este caso, conozco una razón muy buena —replicó el americano con
vehemencia, exteriorizando así su inquietud—. ¡Son esos condenados
matrimonios con niños! Cuando un hombre se casa con una chiquilla le tiene
sin cuidado… En fin, ¿qué sabe usted de Boodman Lal?
—Todo lo que se puede saber. Nació aquí y en Port of Spain siempre ha
sido una figura gracias a la riqueza de su tío.

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—¿Siempre ha vivido aquí?
—Excepto los seis años que pasó en Oxford.
—¡Así que ha pasado por Oxford!
—Sí.
—Ya lo tenemos. Ahí está el problema.
—¿Qué quiere decir?
—Sin duda se enamoró de alguna muchacha inglesa. Pero cuando ese tío
rico, Hira Dass, eligió una niña hindú como esposa para él, Boodman no pudo
negarse a la boda. Ningún hombre va a pelearse y poner en peligro una
herencia de un millón de fibras, pero eligió ese método horrible de librarse de
la niña.
—Creo que tiene usted razón —declaró el empleado de banco—. Estoy
seguro de que Boodman Lal ha matado a la chica.
—Parece claro que estaba comprometido con alguna muchacha inglesa y
esperaba la muerte de su tío para ser rico.
—Es muy posible, incluso probable.
Los dos hombres se habían detenido ante el grotesco templo, y mientras
hablaban un coche de caballos apareció por un ángulo de la plaza y se dirigió
directamente hacia ellos. El cochero negro agitó el látigo con ademán
interrogativo. El empleado le hizo una seña y el coche se detuvo junto al
bordillo. Lowe subió, pero Poggioli se quedó en la acera.
—¿No viene usted?
—Mire, Lowe —dijo Poggioli seriamente—, conscientemente no creo que
pueda continuar esta investigación tratando de exonerar a una persona a la
que todos los indicios señalan como culpable.
El empleado de banco estaba alarmado.
—¡Pero, hombre, no me deje así! Por lo menos acompáñeme a la
comisaría de policía y explique su teoría sobre el guardián del templo, Gooka,
y lo del arroz. Parece que eso encaja bastante bien. Después de todo, es
posible que Boodman Lal no sea el culpable. Hemos de hacer cuanto
podamos para esclarecer la verdad de todo este asunto.
Como Poggioli continuaba en la acera, Lowe le preguntó:
—¿Qué quiere hacer?
—Bueno, yo…, pensaba regresar a casa y hacer el equipaje.
El empleado de banco estaba realmente sorprendido.
—Hacer el equipaje… ¡Su barco no zarpa hasta el viernes!
—Sí, ya lo sé, pero hay un servicio diario a Curasao. Me apetece ir…

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—¡Vamos, vamos! —exclamó Lowe con pasmo—. No puede marcharse
así; precisamente cuando he removido un interesante caso de asesinato
misterioso para qué usted lo desentrañe. Debería usted apreciar más mis
esfuerzos como anfitrión.
—No crea que no los aprecio —dijo Poggioli en serio, titubeando.
En aquel momento su exceso de precaución dio uno de esos giros extraños
e instantáneos que ocurre de un modo tan inexplicable a los hombres, y
pensó: «Qué diablos, esta situación es interesante. Es una lástima dejarla, y no
me sucederá nada». Así pues, subió al coche con decisión y ordenó
vivamente:
—¡Muy bien, a la comisaría de policía, Sambo!
—Eso está mejor —dijo el empleado, mientras los caballos emprendían
un brioso trote bajo el intenso sol.
El señor Lowe, quizá por su profesión misma, tenía cierta habilidad para
resaltar al máximo los méritos de un invitado, y cuando llegaron a la
comisaría presentó su compañero al jefe de policía como «el señor Poggioli,
profesor de una universidad norteamericana y estudioso de psicología
criminal».
El jefe de policía, un tal señor Vickers, era un hombre bajo y grueso, con
un bronceado tropical en el rostro y los ojos siempre semicerrados para
protegerse del sol. No pareció muy impresionado por los títulos que Lowe dio
a su amigo, y se limitó a observar que si el señor Poggioli andaba buscando
crímenes, Trinidad era un buen lugar para encontrarlos.
El empleado de banco habló entonces con una cierta pomposidad en sus
ademanes.
—Le he pedido su asesoramiento en el caso de Boodman Lal. Tiene una
teoría sobre quién es el verdadero asesino de la señora Lal.
—También yo tengo una —replicó Vickers con una seca sonrisa.
—Naturalmente, cree usted que lo hizo Boodman Lal —dijo Lowe, con
más naturalidad.
Vickers no respondió, pero siguió mirando a los dos hombres en una
actitud de escucha, lo cual hizo que Lowe prosiguiera.
—En este asunto, señor Vickers, quiero serle totalmente franco. Admito
que el señor Hira Dass nos ha empleado para resolver este caso, y estamos
haciendo un esfuerzo para exonerar a Boodman Lal. Estamos seguros de que
usted haría gala de la famosa habilidad del departamento policial de Port of
Spain para establecer una teoría que permita liberar a Boodman Lal, con la
misma facilidad con que le condenaría.

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—Normalmente, nuestro departamento dedica su tiempo a actividades que
permitan condenar a los criminales y no a liberarlos.
—Sí, ya lo sé, pero si nuestra teoría señalara que el verdadero asesino…
—¿Cuál es su teoría? —preguntó Vickers sin mostrar excesivo
entusiasmo.
El empleado de banco empezó a explicar el sueño de los cinco mendigos y
la probabilidad de que les hubieran suministrado algún narcótico. El jefe de
policía sonrió levemente.
—¿Así que la teoría del señor Poggioli se basa en los sueños de esos
hombres?
Cuando alguien ponía en tela de juicio sus teorías, Poggioli reaccionaba
con el mal genio de un pedagogo.
—Mire, señor Vickers, sería una notable coincidencia que los cinco
hombres hubieran tenido simultáneamente unos sueños extravagantes, sin
alguna causa física. Eso sugiere con fuerza que el té o el arroz estaban
drogados.
Vickers siguió mirando a Poggioli sin decir nada, y el americano continuó
con menos acritud:
—Yo diría que Gooka, el guardián del templo, o bien echó él mismo la
droga en el arroz, o bien sabe quién lo hizo.
—Posiblemente.
—Mi idea es que envíe a un hombre en busca de los recipientes del arroz
y el té, haga que analicen su contenido, descubran el soporífero utilizado y,
luego, que sus hombres investiguen los registros de ventas de las farmacias,
para ver quién ha comprado últimamente esa droga.
El señor Vickers gruñó una evasiva monosilábica y entonces se dirigió al
psicólogo en el tono animado de quien conoce por vez primera a alguien en
una fiesta social:
—¿Le gusta Trinidad, señor Poggioli?
—Es un país de notable frondosidad, con naranjas y pomelos silvestres…
—¿Acaba de llegar?
—Sí.
—¿En qué universidad enseña?
—En la estatal de Ohio.
Un destello burlón apareció en los ojos del señor Vickers.
—Una cátedra de psicología criminal en una universidad estatal
comente… ¿Es ése el resultado de sus leyes americanas de Prohibición,
profesor?

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Esta embestida hizo sonreír a Poggioli.
—El señor Lowe ha exagerado un poco en lo de mi trabajo. No soy
profesor, sólo soy un adjunto; y no estoy especializado en psicología criminal,
lo mío es la psicología general.
—¿Y ahora no se dedica a la enseñanza?
—No, éste es mi año sabático.
El señor Vickers miró al americano de arriba abajo.
—Parece usted joven para haber enseñado en una universidad durante seis
años.
Había algo no demasiado agradable en esta observación, pero el
funcionario lo rectificó al cabo de un momento, diciendo:
—Claro que ustedes, los americanos, empiezan jóvenes… La suya es una
tierra de especialistas. Ahora dígame, señor Poggioli… ¿Está usted totalmente
entregado a su vocación de psicólogo?
—Así es —convino el americano.
—¿Haría cualquier cosa por adelantar en esa ciencia?
—Creo que sí —afirmó Poggioli, bastante entusiasmado.
—Le interesa sobre todo el trabajo de investigación original… —le
interrumpió Lowe, riendo.
—Eso es precisamente, jefe. ¿Sabe lo que me pidió que hiciéramos
anoche?
—No, ¿qué?
El americano se volvió bruscamente hacia su amigo.
—Vamos, vamos, Lowe, no abrume al señor Vickers con anécdotas
domésticas.
—Pero siento verdadera curiosidad —declaró el jefe de policía—. ¿Qué le
pidió el profesor Poggioli que hiciera ayer por la tarde, señor Lowe?
El empleado de banco miró a uno y luego al otro, indeciso sobre si debía
continuar o no. El señor Vickers sonreía; Poggioli, tras haber prohibido airear
las anécdotas sobre él, estaba muy serio. El empleado pensó: «Esto es
auténtico pudor».
—Sólo quería hacer un pequeño experimento psicológico —comentó.
—¿Y lo hizo? —preguntó el jefe de policía, sonriendo.
—Oh, no, yo me negué en redondo.
—¡Vaya, qué poco convencional! —exclamó el señor Vickers.
—En realidad no era nada —dijo Lowe, mirando el rostro rígido de su
invitado y luego al jefe de policía.
De improviso, el señor Vickers abandonó su actitud inquisitiva.

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—Creo que podría adivinar su anécdota, Lowe. Hace una media hora
recibí un mensaje telefónico del agente que tengo apostado en el templo hindú
para que les vigile a usted y al señor Poggioli.
Ante este ataque frontal, el americano sintió que se le tensaban los
músculos. Por los modales del policía, había sospechado algo así. El
empleado de banco miraba a éste sorprendido.
—¿Por qué le ha dicho eso su agente?
—Porque uno de los culíes detenidos le dijo que el señor Poggioli durmió
anoche en el templo.
—¡Eso no es cierto! —exclamó el empleado de banco—. Eso es
exactamente lo que no hizo. Me lo sugirió, pero le dije que no. ¿Recuerda,
Poggioli…?
El señor Lowe se volvió en busca de corroboración, pero la expresión de
su amigo le sorprendió.
—No lo hizo, Poggioli, ¿verdad? —inquirió.
—Ya ve usted que sí —dijo Vickers secamente.
—Pero, Poggioli, por el amor de Dios…
El americano se preparó para intentar dar una especie de explicación.
Levantó la mano, con un cierto ademán pedagógico.
—Caballeros, yo…, tenía una razón importante, perfectamente válida para
dormir anoche en el templo.
—Se lo dije —asintió Vickers.
—¡En el pueblo culi, en su templo! —exclamó Lowe.
—Caballeros, sólo les pido que tengan la bondad de escuchar lo que les
voy a decir.
—Adelante —dijo Vickers.
—Recuerde, Lowe, que estábamos allí contemplando un desfile de bodas.
Pues bien, en el momento en que cesó la música y la hilera de culíes entró en
el edificio, de repente me pareció como si…, como si se hubieran… —
Poggioli tragó saliva y añadió la extraña palabra—: Desvanecido.
Vickers le miró.
—Naturalmente, habían entrado en el edificio.
—No me refiero a eso. Me temo que no comprende lo que quiero decir…
Todo el desfile había dejado de existir, se había evaporado.
Incluso el señor Vickers parpadeó. Entonces cogió un cuaderno de notas y
escribió algo, imperturbable.
—¿Eso es todo?

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—No, entonces empecé a especular sobre lo que me había producido una
impresión tan extraña. Mire, ésa es la idea en la que los hindúes basan su idea
del cielo… El olvido, la nada.
—Sí, ya he oído eso antes.
—Bueno, nuestra arquitectura gótica medieval fue una concepción del
cielo tal como lo imaginamos los occidentales, y pensé que quizá la
arquitectura india había incorporado de algún modo el motivo de la religión
india, es decir, que sugiriese el nirvana. Eso fue lo que me sorprendió e
intrigó, y por eso quise dormir en el templo, para ver si podía confirmar mi
impresión. ¿Tiene eso algún sentido para usted?
—Me atrevería a decir que lo tendrá para el juez, señor —opinó
alegremente el jefe de policía.
Al psicólogo le dio un vuelco el corazón.
El señor Vickers siguió hablando con la misma naturalidad.
—Al margen del motivo que le indujo a entrar ahí, lo que cuenta es lo que
hizo después. Aquí, en Trinidad, no se permite a nadie ir por ahí cortando
cabezas para ver qué sensación produce.
Poggioli miró al funcionario con una sensación horrible en el diafragma.
—No pensará que hice una cosa tan horrorosa como experimento,
¿verdad?
El señor Vickers sacó una petaca y un librillo de papel de fumar.
—Ustedes, los americanos, y sobre todo los intelectuales, hacen cosas
bastante horrendas, señor Poggioli. Leí una noticia sobre dos jóvenes
intelectuales…
—¡Por Dios! —exclamó el psicólogo, a quien esa referencia empezaba a
ponerle nervioso.
—Esos tipos de los que le hablo también trataron de sacar algún provecho
de su crimen… Por casualidad, ¿no observaría ayer que la pequeña Maila Ran
estaba casi cubierta por ajorcas y monedas de oro?
—¡Claro que lo observé! —gritó el psicólogo, palideciendo—, pero yo no
tuve nada que ver con la niña. Sus insinuaciones son brutales y repulsivas.
Dormí en el templo, sí, pero…
—A propósito —le interrumpió Vickers—, ¿dice usted que durmió sobre
una estera, como los cutíes?
—Así es.
—¿Y tampoco se despertó?
—No.

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—¿Entonces el asesino de la niña le puso una moneda y una ajorca en los
bolsillos, lo mismo que hizo con las demás personas que dormían en el
templo?
—¡Eso es exactamente lo que hizo! —gritó Poggioli, atisbando el primer
rayo de esperanza—. Esta mañana, mientras viajaba en el tranvía, las encontré
en los bolsillos y estuve a punto de tirarlas, pero afortunadamente no lo hice.
Aquí están.
Y bastante aliviado, extrajo las piezas de oro y se las mostró al jefe de
policía.
El señor Vickers miró los objetos de oro y luego al psicólogo.
—No tendrá ninguna más, ¿verdad?
El americano dijo que no, pero empezó a registrarse todos los demás
bolsillos con cierta inquietud. Si el misterioso criminal había colocado más de
dos piezas de oro en sus bolsillos, estaría en una situación muy difícil. Sin
embargo, el resto de sus pertenencias era totalmente legítimo.
—Bueno, eso es algo —admitió Vickers lentamente—. Naturalmente,
usted podría haber esperado un interrogatorio como éste y guardarse las dos
piezas de oro, pero lo dudo. Por alguna razón, no creo que sea lo bastante listo
para hacer eso. —Hizo una pausa y, tras reflexionar, añadió—: Supongo que
no pondrá objeción para que envíe a un hombre a que registre su equipaje en
casa del señor Lowe.
—No sólo no pongo objeción alguna, sino que le invito a hacerlo, se lo
solicito.
El señor Vickers asintió complacido.
—¿A qué lugar de Estados Unidos podemos telegrafiar para que nos
informen de su cualificación universitaria?
—Decano Ingram, Universidad Estatal de Ohio. Columbus, Ohio.
Vickers tomó nota y luego se volvió hacia Lowe.
—¿Conoce usted al señor Poggioli desde hace mucho tiempo, señor
Lowe?
—Pues no…, no mucho —admitió el empleado.
—¿Dónde le conoció?
—En la travesía de Barbuda a Antigua, a bordo del Trevemore.
—¿Parecía tener respetables amigos americanos a bordo?
Lowe titubeó y se ruborizó ligeramente.
—No podría decir tal cosa.
—¿Porqué?

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—Si le digo cómo viajaba el señor Poggioli, me temo que no le
beneficiaría en nada.
—¿Cómo viajaba? —preguntó el funcionario, sorprendido.
—El caso es que viajaba como pasajero de cubierta.
—¿Quiere decir que no tenía camarote, e iba en cubierta con los negros?
—¡Yo también viajaba así! —gritó Lowe, ruborizándose todavía más—.
No pudimos conseguir camarote… Estaban todos ocupados.
El americano reflexionó rápidamente y se dio cuenta de que Vickers
podría saber la verdad preguntando a los agentes navieros de las islas.
—Jefe —dijo el psicólogo, con la boca seca—. Subí a bordo del
Trevemore en St. Kitts, y había camarotes disponibles. Elegí el pasaje de
cubierta a propósito, quería estudiar a los nativos.
—Entonces está usted sin blanca, como había pensado —dijo el señor
Vickers—, y apostaría libras contra peniques a que encontramos las joyas en
algún lugar de su casa.
El jefe detuvo a un coche que pasaba, llamó a un inspector que iba vestido
de paisano e hizo que los tres hombres subieran al coche. El vehículo circuló
velozmente por la calle Prince Edward, hacia la Vía Tragarette, y de allí a la
casa de Lowe, más allá del pueblo hindú y su malhadado templo.
Los tres hombres y el cochero negro subieron al trote por Tragarette, cada
uno sumido en sus pensamientos. El agente de paisano iba en el asiento de
delante, al lado del cochero, pero de vez en cuando volvía la cabeza para
mirar a su prisionero. Lowe reflexionaba evidentemente en cómo afectaría
aquel contratiempo a su posición social y laboral en la ciudad. El negro
también miraba de vez en cuando bajo la toldilla del coche, y finalmente
comentó:
—Los matan para verlos morir. Estos americanos…
Y meneó su rizada cabeza.
El psicólogo sintió un profundo enojo ante esta continua reiteración de
aquel crimen detestable. Con un profundo resentimiento se dio cuenta de que
los crímenes de unos americanos determinados se achacaban, sin más, a todos
los ciudadanos americanos, mientras se olvidaban por completo de sus
grandes obras benéficas y sociales a nivel nacional. En medio de estos
pensamientos airados, el coche se detuvo ante la entrada del jardín del
empleado.
Todos bajaron del vehículo. Lowe abrió la puerta y los tres cruzaron el
jardín con una especie de solemne apresuramiento. En la entrada de la casa

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estaba Ram Jon, el cual tomó sus sombreros y luego los guió hasta la
habitación que Lowe había destinado a su huésped.
Esta habitación, como todas las de Trinidad, estaba amueblada del modo
más sobrio y frío posible: una mesa, tres sillas, una cama y el baúl de
Poggioli. Todo estaba a la vista y habría sido imposible ocultar nada. El
inspector abrió el cajón de la mesa.
—¿Le importaría abrir el baúl, señor Poggioli?
El americano sacó las llaves, se arrodilló, corrió la aldaba de su baúl
guardarropa y separó las dos mitades. En uno de los lados había cajones, y en
la otra colgaban varios trabajos. Poggioli abrió los cajones con naturalidad: la
caja de los cuellos y los pañuelos en la parte superior, la sombrerera, la caja
de las camisas. Al abrir ésta se oyó un ligero sonido tintineante. El detective
se adelantó y extrajo las camisas: debajo de ellas había una masa de monedas
y ajorcas, colocadas en la bandeja sin orden ni concierto.
Poggioli contempló aquello boquiabierto, incapaz de decir una palabra.
—¡Su temple casi le ha permitido salirse con la suya! —exclamó el
policía de paisano, con una cierta indignada admiración.
Al americano aquello le parecía irreal. Tenía la misma extraña sensación
que había experimentado cuando el desfile entró en el templo. El mundo
material parecía haber sufrido un trastorno. Se le ocurrió la absurda idea de
que quizá los hindúes habían desmaterializado el oro de algún modo,
haciéndolo reaparecer en su baúl. Tuvo entonces el pensamiento aterrador de
que él había cometido el crimen mientras dormía. Esto último se aferró a su
mente. ¡Después de todo, era él quien había asesinado a la joven novia, Maila
Ran!
El inspector le dijo a Lowe:
—Dígale a su criado que traiga un saco para meter todo esto y llevarlo a la
comisaría.
Sigilosamente, Ram Jon salió de la habitación y regresó poco después con
un saco. El inspector se sacó el pañuelo, recogió las piezas de oro con él, una
a una, y las metió en el saco.
—Lowe —dijo Poggioli en tono lastimero—, no creerá usted nada de
esto, ¿verdad?
El empleado de banco se enjugó el rostro con el pañuelo.
—En su baúl, Poggioli…
—¡Si lo hice fue en estado sonambúlico! —gritó el desdichado psicólogo
—. Dios mío, creer que es posible…, pero aquí mismo, en mi propio baúl…
Se quedó mirando el saco y la caja de las camisas.

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El policía dijo secamente:
—Supongo que ya podemos regresar. Esto es todo.
De repente, Lowe decidió compartir la suerte de su huésped.
—Iré con usted, Poggioli. Trataré de hacerle salir de este lío. De alguna
manera no puedo…, ¡no creo que usted lo haya hecho!
—¡Gracias! ¡Gracias!
El empleado de banco enmascaró su emoción bajo cierta sombría
jocosidad.
—Sabe, Poggioli, iba usted a exonerar a Boodman Lal…, parece que lo ha
conseguido.
—No, no lo ha conseguido —dijo el inspector—. Boodman Lal salió de la
cárcel por lo menos una hora antes de que ustedes fueran a la comisaría.
—Libre… ¿Le puso usted en libertad?
—Sí.
—¿Y por qué?
—Porque anoche no fue al templo con su esposa, sino al hotel Queen’s
Park, donde estuvo jugando al billar hasta la una. Llamó a varios amigos que
lo demostraron fácilmente.
Lowe contempló a su amigo, horrorizado.
—Dios mío, Poggioli, entonces no queda más sospechoso que…, usted.
En el rostro del psicólogo ya no había señal de resistencia.
—No sé nada de nada. Si lo hice, estaba dormido. Eso es todo lo que
puedo decir. Los culíes…
Tuvo la vaga sensación de que los acusaba de nuevo, pero recordó que se
había demostrado a sí mismo clara y lógicamente que eran inocentes.
—No sé nada de lo ocurrido —repitió impotente.
Media hora después, los tres hombres estaban de vuelta en la comisaría de
policía, y el inspector, junto con el carcelero, un hombrecillo de pelo gris y
aspecto humilde, llevaron al americano a una celda. El carcelero abrió la
puerta de barrotes e hizo pasar a Poggioli.
El empleado de banco le dio todos los ánimos que pudo.
—No se deprima demasiado. Haré todo lo que esté en mi mano. Creo que
es usted inocente. Le buscaré abogados, telegrafiaré a sus amigos…
Poggioli, aturdido, se limitaba a decir: «¡Gracias! ¡Gracias!» mientras la
puerta de la celda se cerraba. La barra del cerrojo llegó al final de su recorrido
y quedó fija, y los hombres se alejaron por el corredor metálico. Poggioli
estaba solo.

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En la celda había una silla y un camastro. El psicólogo los miró con la
sensación irracional de que no valía la pena que se sentara porque saldría en
seguida de allí. Finalmente, se sentó en el camastro.
Permaneció inmóvil y trató de ordenar sus ideas contra la montaña de
pruebas adversas que de repente se habían amontonado contra él. El sueño en
el templo, el asesinato, las monedas en su caja de camisas… Después de todo,
debía de haber cometido el crimen mientras dormía.
Mientras permanecía sentado con la cabeza entre las manos, pensando en
esta teoría, le fue pareciendo cada vez más increíble. Cometer el asesinato en
sueños, meter las monedas en los bolsillos de los mendigos, en un esfuerzo
inteligente de desviar las sospechas, llevar el oro a la casa de Lowe y luego
regresar y tenderse en la estera, y todo ello mientras dormía… Eso era
imposible. No podía creer que ningún ser humano fuera capaz de llevar a
cabo una hazaña tan fantástica y complicada a la vez.
Por otra parte, ningún otro criminal dejaría el botín íntegro en el baúl de
Poggioli, perdiéndolo así. Aquello también era irracional. Se vio obligado a
regresar a su teoría del sueño.
Cuando aceptó esta hipótesis, se preguntó qué había soñado. Si realmente
había asesinado a la muchacha en una pesadilla, entonces el crimen estaba
grabado de algún modo en su subconsciente, separado de sus recuerdos de
vigilia por las nebulosas asociaciones del sueño. Se preguntó si podría
reproducirlas.
Recordar un sueño perdido es quizás una de las tareas más agradables a
las que se ve impulsado un cerebro humano. Como psicólogo, Poggioli tema
cierta experiencia en tales intentos. Ahora yacía en su camastro e inició el
esfuerzo de un modo mecánico.
Recordó con la mayor vivacidad posible su salida a hurtadillas de la casa
de Lowe, su paseo por la Vía Tragarette entre jardines perfumados, las luces
de Perú y, finalmente, su entrada en el templo. Imaginó de nuevo al guardián
del templo, Gooka, que le miraba con curiosidad, pero que le ofreció té y
arroz y le indicó la estera. Recordó que se había tendido boca arriba con las
manos bajo la cabeza, exactamente igual que yacía ahora en el camastro de su
celda. Durante un rato había contemplado fijamente la imagen iluminada de
Krishna, y luego la oscura curvatura de la cúpula sobre su cabeza.
Y mientras permanecía así tendido, sus pensamientos empezaron a oscilar,
a separarse de sus sentidos y a hacer interpretaciones erróneas. Había pensado
que la imagen de Krishna se movía un poco, y luego se aposentaba de nuevo
y volvía a ser una estatua… Aquí se produjo la ruptura de alguna tenue

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conexión en sus pensamientos, desapareció su imagen mental del interior del
templo y volvió a verse entre los brazos de su celda.
Poggioli permaneció unos momentos relajado y comenzó de nuevo. Llegó
al punto en el que Krishna se movía y parecía a punto de hablar, y
entonces…, se encontró de nuevo en su celda.
Aquel intento de capturar los finísimos hilos de telarañas que formaban el
sueño y que se rompían constantemente le destrozaba los nervios, era
exasperante; aquella persecución de los hechos grotescos de una pesadilla y
tratar de conectarlos con los pensamientos y las acciones de su vida cotidiana.
¿Qué había soñado?
Los minutos transcurrían mientras Poggioli perseguía las visiones
desvanecidas de su cabeza. Sí, le había parecido que la imagen del Buda se
movía, que incluso se había alzado, abandonando su actitud de meditación y,
de repente, con un ligero escalofrío, Poggioli recordó que la cúpula del
templo hindú estaba abierta y que a través de ella contemplaba un vasto
abismo. Le pareció que miraba hacia arriba, lo mismo que Krishna, ambos
miraban hacia un espacio interminable, y entonces se dio cuenta de que él y el
gran Krishna que miraba a lo alto eran la misma persona, que siempre lo
habían sido, y que esa unidad llenaba todo el espacio con un poder enorme,
infinito. Pero esta unidad que era Poggioli estaba sola en un espacio
interminable, sin ningún rasgo, informe. Nada más existía, porque nada había
sido creado jamás; sólo había un Creador. Todas las criaturas y la materia que
habían existido o que existirían estaban arropadas en él, Poggioli, o Buda. Y
entonces Poggioli vio que el espacio y el tiempo habían dejado de existir,
pues el espacio y el tiempo son los vástagos de la división. Y al final, Krishna
o Poggioli perdía toda entidad o ser en aquella inmovilidad extática.
Poggioli empezó a debatirse desesperadamente contra la nada.
Contorsionaba sus músculos entumecidos, quería, en su tormento, retener
algún vestigio de ser, y, finalmente, tras lo que le parecieron milenios de
esfuerzo, en su mente se formó el pensamiento: «Preferiría perder mi unión
con Krishna y convertirme en la más abominable y pobre de las criaturas: el
emparejamiento, la lucha, el amor, la lujuria, matar y ser muerto antes que
perderme en este trance terrible de lo universal».
Y una vez hubo formado este torturado pensamiento, Poggioli recordó que
se había despertado y eran las cinco de la mañana. Se había levantado con un
lacerante dolor de cabeza y había vuelto a casa.
Ése era el sueño.

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El americano se levantó de su camastro lleno de la satisfacción más profunda
por su logro. Entonces recordó con sorpresa que los cinco culíes habían tenido
un sueño muy parecido, de grandilocuencia y poder acompañados de una gran
desgracia.
«Qué cosa tan extraña», pensó el psicólogo, «seis hombres que tienen el
mismo sueño en términos diferentes. Tiene que existir alguna causa física de
semejante fenómeno».
Entonces, pasó por su mente que había oído la misma historia contada por
otra persona. El viejo Hira Dass, en su patio de mármol, había expresado el
mismo sentimiento, se había quejado del vacío de sus riquezas y poder. Sin
embargo —y esto era lo esencial— la pesadumbre de Hira Dass no era una
simple pesadilla pasajera, sino su estado habitual.
Siguió a esto una curiosa ocurrencia. ¿No era posible que aquellos seis
sueños constituyeran la transferencia de una idea? Tal vez, mientras él y los
culíes yacían durmiendo con sus mentes pasivas, el viejo Hira Dass entró en
el templo, pensando en su gran desdicha, y cometió algún acto horrible que
convirtió sus emociones en un torbellino de pasión. ¿No se habrían registrado
sus horrendos pensamientos, en diferentes formas, en las mentes de los
durmientes?
Las ideas de Poggioli danzaban como las moléculas de un cristal en
solución, cada una precipitándose por su propio impulso para ocupar su lugar
indicado en un complicado diseño cristalino. Y así, el psicólogo llego a una
comprensión completa del asesinato de la pequeña Maila Ran.
Poggioli se incorporó de un salto y gritó:
—¡Eh, Vickers! ¡Lowe! ¡Carcelero! ¡Ya lo tengo! ¡Lo he resuelto!
¡Soltadme! ¡Sé quién mató a la muchacha!
Después de gritar durante varios minutos, Poggioli vio la forma de un
hombre que se aproximaba por el pasillo oscuro con un candil. Le sorprendió
ese medio de iluminación, pero lo dejó de lado.
—¡Carcelero! —gritó—. Sé quién mató a la niña… El viejo Hira Dass…
Escuche…
Estaba a punto de relatar su sueño cuando se dio cuenta de que no le
serviría de nada ante un tribunal inglés, por lo que pasó al aspecto físico del
crimen, tema que los ingleses manejan de un modo experto. Sus pensamientos
adquirieron forma.
—Escuche, carcelero, dígale a Vickers que coja ese oro y compruebe las
huellas dactilares que contiene… ¡Encontrará las huellas de Hira Dass! Dígale
también que siga esa pista del narcótico que le di… Descubrirá que el

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sirviente de Hira Dass lo compró. Además, Hira Dass envió a un hombre para
que metiera el oro en mi baúl. A ver si encuentra limaduras de latón o acero
en mi habitación, donde el bribón se sentó para limar una llave nueva. Y
aplíquele a Ram Jon un tercer grado, porque él sabe quién llevó el oro.
El hombre de la lámpara hizo un gesto.
—Ya han hecho todo eso, señor, hace tiempo.
—¡Lo han hecho!
—Desde luego, señor, y el viejo Hira Dass lo confesó todo, aunque el
motivo por el que un hombre rico como él tenía que asesinar a una linda
chiquilla es más de lo que puedo comprender. Los hindúes son inexplicables,
señor, incluso los millonarios.
Poggioli pasó por alto una duda tan simple.
—Pero, ¿por qué ese viejo diablo me eligió a mí como cabeza de turco?
—gritó, perplejo.
—Oh, eso se lo explicó a la policía, señor. Dijo que eligió a un hombre
blanco a fin de que se hiciera una investigación a fondo, para estar seguro de
que le capturarían. De hecho, señor, y según dijo, había deseado que usted
fuera a dormir al templo aquella noche.
Poggioli tuvo una ligera sensación punzante ante esta mención del mundo
oculto.
—Lo que no puedo ver, señor —siguió diciendo el hombre del candil es
por qué el viejo culi quería que le prendieran y ahorcaran… ¿Por qué no se
suicidó?
—Porque entonces su alma habría regresado en la forma de alguna bestia.
Quería que le mataran. Espera resucitar al instante en Benarés con la pequeña
Maila Ran. Confía en ser un gran hombre con esposa e hijos.
—¡Qué idea tan loca! —exclamó el hombre.
Pero el psicólogo permaneció sentado, mirando el candil, con la extraña
sensación de que tal vez una idea tan fantástica podría ser posible después de
todo. Pues, ¿qué ocurre con esta fuerza apasionada e inquieta del hombre
cuando muere? ¿No podían esforzarse los muertos para resucitar, tal como él
había hecho en su sueño? Quizá los muertos innumerables todavía quieren
vivir y estar divididos, y tal vez los seres vivos son el resultado de los
esfuerzos de los muertos, y no los muertos de los vivos.
Sus pensamientos volvieron bruscamente al presente.
—Carcelero —le dijo con severidad académica—. ¿Por qué no vino usted
a contarme la confesión del viejo Hira Dass cuando tuvo lugar? ¿Qué
significa eso de tenerme aquí encerrado cuando sabía usted que soy inocente?

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—Porque no pude —dijo en tono compungido la forma que sostenía el
candil—. El viejo Hira Dass no confesó hasta un mes y diez días después de
que le ahorcaran a usted, señor.
Y la luz del candil se extinguió.

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PELIGRO DEL PASADO

Erle Stanley Gardner

El creador de Perry Masón, Erle Stanley Gardner, fue un


abogado que se dedicó a la literatura y obtuvo un éxito
sorprendente. Produjo centenares de relatos y novelas en una
amplia variedad de géneros, entre cuyas obras puede
destacarse El cero humano: los relatos de ciencia ficción de
Erle Stanley Gardner y Arenas susurrantes: relatos de la fiebre
del oro y el desierto del Oeste (ambas publicadas en 1981);
pero alcanzó su fama más grande como autor de novelas
policiacas. Fue uno de los escritores más importantes de las
llamadas ediciones de «pulpa», y creó varias docenas de
personajes, la mayoría de los cuales todavía esperan que los
recopilen en series. Aunque fue sin duda un escritor dotado, su
considerable talento ha sido oscurecido por el mismo volumen
de su obra, no toda la cual es del mismo calibre, fenómeno que
también ha perjudicado la reputación de otros varios escritores
cuyos trabajos aparecen en este volumen. En sus mejores
relatos, como en Peligro del pasado, Gardner fue tan bueno
como el mejor de ellos.

El restaurante de la carretera rezumaba una atmósfera de apacible


prosperidad. Era un edificio pintado de verde, que se levantaba en un círculo
de grava blanca, en el triángulo donde se juntaban las dos carreteras
principales.
Ocho kilómetros más allá, una neblina de contaminación señalaba el
emplazamiento de la ciudad, pero allí, en el entorno del restaurante, el aire era
puro y claro como el cristal.

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George Ollie bajó del taburete que había detrás de la caja registradora y se
acercó a la ventana para echar un vistazo. La expresión de su rostro indicaba
bienestar físico y satisfacción mental.
En los siete años transcurridos desde que había empezado a trabajar como
cocinero, en la gran cocina económica que estaba en la parte posterior de la
casa, se las había arreglado bastante bien, incluso excepcionalmente bien para
alguien que había sido perdedor en dos ocasiones. Desde luego, nadie sabía
eso, como tampoco sabía nadie que en su último trabajo un cómplice perdió la
cabeza y apretó el gatillo…
Pero eso pertenecía al pasado. George Ollie, presidente de un club
gastronómico, miembro de la Cámara de Comercio, no tenía nada que ver con
aquel otro George Ollie que fue el preso número 56289.
En cierta manera, sin embargo, George debía algo de su prosperidad
actual a sus antecedentes criminales. Cuando empezó a trabajar en el
restaurante, aquel trabajo en el banco que había salido mal agobiaba su mente.
Durante tres años se esforzó por mantenerse fuera de la circulación.
Permaneció en su habitación de día y de noche y, por fuerza, ahorró todo el
dinero que ganaba.
Así pues, cuando al dueño del establecimiento le falló el corazón y tuvo
necesidad de vender el restaurante casi de un día para otro, George pudo
efectuar el pago de la entrada en metálico. Desde entonces, el duro trabajo,
una administración meticulosa y la casualidad de que hicieran pasar por allí
una carretera principal, constituyeron los pilares de la prosperidad del ex
presidiario.
George se apartó de la ventana y contempló la figura simétrica de Stella,
la camarera jefe, que estaba al otro lado de la sala, inclinada sobre una mesa
para tomar nota del pedido de la familia que acababa de entrar.
Del mismo modo que George experimentaba una sensación de orgullo
cada vez que miraba el bien cuidado restaurante, el aparcamiento recubierto
de grava, y la comente del tráfico constantemente acelerada, que le
proporcionaba un número cada vez mayor de clientes, así experimentaba una
sensación de orgullo posesivo cada vez que contemplaba la figura de Stella
con sus curvas suaves.
Era innegable que Stella sabía vestir con gusto, y George pensaba que en
el pasado de aquella mujer debió de haber un período de prosperidad, una
época en la que llevó con distinción los últimos modelos de París. Ahora
llevaba el uniforme azul claro, con los puños blancos almidonados por encima

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del codo y el cuello blanco, con el mismo aire de distinción. No sólo infundía
clase a los uniformes, sino también al local.
Cuando Stella caminaba, las líneas de su figura ondeaban suavemente
bajo las ropas. Los clientes que la miraban, invariablemente volvían a mirarla.
Sin embargo, Stella se mostraba siempre discreta, nunca atrevida. Sonreía en
el momento adecuado y del modo correcto. Si el cliente intentaba intimar,
Stella siempre lograba crear una atmósfera de apresuramiento, dando la
impresión de que era una joven afable y complaciente en potencia, demasiado
ocupada para intimidades.
Por la manera en que dejaba la comida sobre una mesa y se apresuraba a
regresar sonriente a la cocina, como si tuviera que resolver algo de gran
importancia, George podía saber lo que le decían los clientes de aquella mesa,
ya fuera el reconocimiento apreciativo de un buen servicio, una broma
bienintencionada o el intento de concertar una cita por parte de los machos
depredadores.
Pero George nunca había preguntado a Stella por su pasado. Debido a su
propia historia, sentía horror hacia todo lo que apuntara siquiera a un intento
de indagar en el pasado de alguien. El presente era lo único que contaba.
La misma Stella evitaba ir a la ciudad. Iba una o dos veces al mes para
hacer algunas compras, y de vez en cuando iba al cine; por lo demás, se
quedaba en su habitación, en el pequeño motel que estaba a doscientos metros
carretera abajo.
El sonido de un tamborileo hizo salir a George de su ensoñación. El
hombre que estaba ante el mostrador golpeaba con una moneda la barra de
caoba. Había entrado por la puerta situada en el lado este, y George,
entretenido en la contemplación del restaurante, no le había visto.
Durante aquel período de escasa actividad a primera hora de la tarde,
Stella era la única camarera de servicio. Inesperadamente, se habían llenado
seis mesas y Stella estaba ocupada.
George se alejó de su lugar acostumbrado detrás de la caja registradora
para atender al cliente. Le tendió el menú, le sirvió un vaso de agua, dispuso
sobre la barra una servilleta y los cubiertos, y esperó.
El cliente, con el sombrero muy inclinado sobre la frente, arrojó el menú a
un lado con un gesto casi de desprecio.
—Gambas al curry.
—Lo siento —dijo George en tono afable—, eso no figura hoy en el
menú.
—Gambas al curry —repitió el hombre.

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George alzó la voz. Probablemente el otro era duro de oído.
—No las tenemos hoy, señor. Tenemos…
—Ya me ha oído —le interrumpió el hombre—. Gambas al curry. Vaya a
buscarlas.
Había algo en la voz dominante, la configuración de los hombros y los
modales arrogantes de aquel hombre que activó la memoria de George. Ahora
que pensaba en ello, incluso el gesto despectivo con que el hombre había
tirado el menú a un lado sin leerlo, significaba algo.
George se inclinó un poco más.
—¡Larry! —exclamó horrorizado.
Larry Giffen alzó la vista y sonrió.
—¡George! —el tono con que pronunció el nombre era despectivamente
sarcástico.
—¿Cuándo…, cuándo has salido?
—No te preocupes, Georgie —dijo Larry—, salí por la puerta principal.
Ahora ve a buscarme las gambas al curry.
—Mira, Larry —dijo George, sobreponiéndose a la sensación de futilidad
que aquel hombre siempre le había inspirado—, el cocinero está chiflado. Ya
he tenido bastantes problemas con él y…
—Ya me has oído —le interrumpió Larry—. ¡Gambas al curry!
George miró a Larry a los ojos, titubeó y luego se dirigió a la cocina.

Stella se detuvo al lado de la cocina mientras él preparaba la salsa de curry


especial.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.
—Un especial.
Ella escrutó su rostro.
—¿Qué clase de especial?
—Muy especial.
Stella salió de la cocina.
Larry Giffen se comió las gambas al curry y miró a su alrededor con un
aire de posesión.
—He pensado que tal vez me dedicaré a los negocios contigo, Georgie.
George Ollie supo, por la sequedad de su boca y la debilidad de sus
rodillas, que aquello era lo que había estado esperando.
Larry movió la cabeza en dirección a Stella.
—Ella entra en el conjunto.

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Ollie, súbitamente airado y beligerante, dio un paso adelante.
—Ella no entra en ninguna parte.
Giffen se rió, giró sobre sus talones, se encaminó a la puerta y se volvió.
—Te veré después de que cierres el local esta noche —le dijo, y salió del
restaurante.
Stella no se acercó a él hasta que volvió el período de calma.
—¿Quieres decírmelo? —le preguntó.
Él trató de parecer sorprendido.
—¿Qué?
—Nada.
—Lo siento, Stella, no puedo.
—¿Por qué no?
—Es un hombre peligroso.
—¿Para quién?
—Para ti…, para los dos.
Ella hizo un gesto con el hombro.
—Nunca se gana nada huyendo.
—No te mezcles en esto, Stella —le suplicó George—. ¿Recuerdas que
anoche los policías estuvieron aquí, tomando café y pastas después de correr
por ahí como locos buscando a los asaltantes…? Esos dos golpes importantes,
el de la caja fuerte del banco y la del teatro.
Ella asintió.
—Debía haber caído en la cuenta. Ésa es la técnica de Larry. Nunca les
deja nada para que puedan empezar a trabajar. Guantes de caucho, con lo que
no hay huellas dactilares; alarmas contra robo desconectadas; todo ejecutado
con precisión cronométrica, y ni una sola pista. No es de extrañar que los
policías se volvieran locos. Larry Giffen nunca deja un indicio a sus espaldas.
Ella le miró fijamente.
—¿Qué quiere de ti?
George desvió el rostro, luego la miró, trató de hablar y no pudo.
—De acuerdo —dijo ella—. Retiro la pregunta.
Entraron dos clientes, Stella los acompañó a una mesa y procedió a la
rutina acostumbrada. Parecía sosegada y competente, despreocupada por
completo. En cambio, George Ollie era incapaz de pensar de un modo
ordenado. Su mundo se había venido abajo. Giffen «Guantes de caucho»
debía de haberse enterado de aquel trabajo en el banco con el cómplice
inexperto, pues de otro modo no se habría dejado caer por allí.

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Las noticias viajan de prisa en el mundo del hampa. A pesar de unos
cambios cuidadosamente cultivados en su aspecto personal, algún ex
presidiario listo, mientras comía en el restaurante, debía de haber «fichado» a
George Ollie. A él no le había hecho nada, sino que se había reservado la
noticia en exclusiva para los oídos de Larry Giffen. El hampa de la prisión
sabía que el Gran Larry podría utilizar a George…, como un granjero podría
utilizar a un caballo.
Y ahora Larry se había «dejado caer».
Llegaron otros clientes y el restaurante se llenó. Llegaron las camareras
que ayudaban en las horas punta. Durante dos horas y media hubo tanto
trabajo que George no tuvo ocasión de pensar. Luego, la actividad empezó a
disminuir, y hacia las once de la noche ya no había casi nada que hacer.
George cerró el establecimiento a media noche.
—¿Vienes conmigo? —le preguntó Stella.
—Esta noche no —respondió él—. Quiero preparar una lista de compras.
Ella no dijo nada y salió.
George cerró las puertas, echó los cerrojos dobles y, no obstante, mientras
apagaba las luces y colocaba las barras en su lugar, sabía que los cerrojos no
le protegerían de lo que se avecinaba.
Larry Giffen golpeó la puerta a las doce y media.
George, en la penumbra, fingió que no oía. Se preguntó qué haría Larry si
descubría que George había hecho caso omiso de su amenaza y se había
marchado, dejando el local protegido por los cerrojos y la ley.
Pero Larry Giffen no iba a tragarse aquello. Aporreó con violencia la
puerta y luego la emprendió a puntapiés con el tacón…, tan fuerte que el
vidrio traqueteó y amenazó con romperse.
George salió apresuradamente de la penumbra y abrió la puerta.
—¿Qué es eso de tenerme aquí esperando, George? —preguntó Larry con
una solicitud exagerada hasta llegar al sarcasmo—. ¿No quieres ser sociable
con tu viejo amigo?
—Mira, Larry, ahora soy un hombre decente que cumple con la ley, y voy
a seguir así.
Larry echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
—Ya sabes lo que les pasa a los renegados, George.
—No soy ningún renegado, Larry. Soy un hombre honesto, eso es todo.
He pagado mis deudas con la ley y contigo.
Larry mostró sus grandes y amarillentos dientes al sonreír.

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—No es así de bonito, Georgie. ¡Todas tus deudas pagadas! A ver, ¿qué
me dices de ese trabajo en el Banco Nacional donde el Flaco perdió el
dominio de sí mismo porque el cajero no soltaba la pasta con suficiente
rapidez?
—Yo no intervine en eso, Larry.
En los labios de Larry apareció una sonrisa de triunfo.
—¡Eso lo dirás tú! Conducías el coche en el que huyeron los atracadores.
Los polis encontraron una huella dactilar en el espejo retrovisor. El FBI no
pudo clasificar esa única huella, pero si alguien la cotejara con las huellas de
tu ficha, Georgie, tendrías que levantar el culo de ese taburete acolchado
detrás de la caja registradora para transferirlo a la silla eléctrica… El asiento
caliente, Georgie… Nunca te gustó el asiento caliente, Georgie.
George Ollie se humedeció los labios. Tenía la frente perlada de sudor.
Quería decir algo, pero no había nada que pudiera decir. Larry siguió
hablando:
—He hecho un par de trabajos por aquí, y voy a hacer otro más. Entonces
vendré a este restaurante, contigo, Georgie, seré tu nuevo socio. Necesitas un
poco de protección y voy a dártela.
Larry fue contoneándose hasta la caja registradora, oprimió una tecla,
abrió el cajón y levantó la tapa por encima del rollo de papel para ver la
recaudación del día.
—Bueno, Georgie —dijo, mirando el cajón vacío—, no deberías haber
escondido toda esa pasta. ¿Dónde está?
George reunió todas las reservas de su amor propio.
—¡Vete al infierno! Hasta ahora he llevado una vida decente y voy a
seguir así.
Larry cubrió la distancia que les separaba con unas rápidas zancadas, y
con la mano izquierda abierta golpeó el rostro de George con un impacto que
le hizo tambalearse.
—Te busca la policía —dijo Larry, y su mano derecha le golpeó la otra
mejilla—. Te buscan, Georgie.
Y alzó la mano izquierda.
George hizo ademán de defenderse, pero Larry Giffen, veloz como un
gato, fuerte como un oso, fue a por él y siguió golpeándole la cara mientras
repetía una y otra vez que le buscaban.
Finalmente, Larry retrocedió.
—Me quedo con la mitad de los beneficios. Tú lo dirigirás por mí cuando
no esté aquí, Georgie. Mantendrás una contabilidad exacta y harás todo el

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trabajo. La mitad de los beneficios son para mí. Vendré de vez en cuando para
ver cómo van las cosas. No se te ocurra intentar engañarme, Georgie.
»No te gustaría sentarte en la parrilla, Georgie. Estás gordo, bien
alimentado, y esa nena que menea tan bien las caderas te tiene amansado,
Georgie. Lo he visto en tus ojos. Tiene clase, y está incluida en el restaurante,
Georgie. Recuerda que me corresponde la mitad de los beneficios. Tú te
encargarás de que no haya ningún problema.
La cabeza de George Ollie era un torbellino. Le escocían las mejillas a
causa de las fuertes bofetadas del hombretón, y se sentía como si tuviera el
alma aplastada bajo un enorme peso. Larry Giffen no conocía más ley que la
del poder, y ahora, con un brillo sádico en sus ojos malévolos, se acercaba de
nuevo a él, dispuesto a deslomarle.
George ignoraba que Stella había entrado en el local, tras abrir la puerta
con sigilo.
—¿Qué quiere de ti, George? —preguntó.
Larry Giffen se volvió al oír el sonido de su voz.
—Bueno, bueno, señorita Meneacaderas. Venga aquí. Ahora soy el dueño
de la mitad del negocio. Venga a conocer a su nuevo jefe.
Ella permaneció inmóvil, mirando alternativamente a los dos hombres.
Larry se volvió hacia George.
—Muy bien, Georgie, ¿dónde está la caja fuerte? Dame la combinación de
la caja, Georgie. Soy tu nuevo socio y la necesito. Yo me ocuparé de los
ingresos del día. Más adelante podrás llevar tus libros de cuentas, pero ahora
necesito dinero. Esta noche tengo una cita importante.
George Ollie titubeó un momento y luego se dirigió a la cocina.
—He dicho que me des la combinación de la caja fuerte —dijo Larry
Giffen, su voz restallante como un látigo.
Stella le miraba; George tenía que hacer un arreglo de cuentas.
—La pasta está aquí —replicó, y fue hacia la barra de la que colgaban los
grandes cuchillos de cocina.
Larry Giffen leyó su mente. Siempre había podido leer sus intenciones,
como si fuera un libro abierto.
La mano de Larry se movió con rapidez: sostenía un revólver de cañón
romo. Había en sus ojos una expresión asesina, pero su voz seguía siendo
sedosa y burlona.
—Vamos, Georgie, tienes que ser un buen chico. No actúes
precipitadamente. Recuerda, Georgie, que he cumplido mi última condena.

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Nadie va a coger vivo al Gran Larry. Dame la combinación de la caja fuerte,
Georgie. ¡Y nada de trucos!
George Ollie llegó a una decisión. Era mejor morir luchando que hacerlo
atado a la silla eléctrica. Sin hacer caso del arma, siguió avanzando hacia la
barra de los cuchillos.
El Gran Larry se quedó un momento perplejo. George siempre se había
derrumbado como un neumático sin aire cuando Larry le daba una orden.
Aquel era un nuevo George Ollie. Pero Larry no podía disparar, pues no
quería ni hacer ruido ni matar.
—¡Basta, Georgie! No hace falta que te pongas violento. —Larry guardó
su revólver—. Te buscan por ese trabajo en el banco, Georgie. Recuerda que
puedo enviarte a la parrilla. Ese es el único argumento que voy a usar,
Georgie. No hace falta que cojas un cuchillo. Basta con que me digas que me
vaya, Georgie, y me iré. El Gran Larry no se queda donde no es bien recibido.
»Pero sería mejor para ti que me recibieras bien, Georgie, muchacho.
Sería mejor que me dieras la combinación de la caja fuerte y me aceptaras
como nuevo socio. ¿Qué va a ser, Georgie?
Fue Stella quien respondió a la pregunta, con una voz clara y sosegada.
—No le hagas daño. Tendrás el dinero.
El Gran Larry la miró y sus ojos cambiaron de expresión.
—Vaya, esta es la clase de chica que a mí me gusta. Dile a tu nuevo jefe
dónde está la caja. Echa a andar, muñeca, y recuerda que tú entras en el lote.
—No hay ninguna caja fuerte —se apresuró a decir George—. Ingresé el
dinero en el banco.
El Gran Larry sonrió.
—Eres un embustero. No has salido de aquí; lo sé porque te he estado
vigilando. Anda, muñeca, dime dónde diablos está la caja fuerte. Entonces
Georgie le dará la combinación a su nuevo socio.
—Está escondida detrás de la mampara corredera, en el mostrador de los
pasteles —dijo Stella.
—Bien, bien, bien —observó Larry Giffen—. ¡Qué interesante es eso!
—Por favor, no le hagas daño —suplicó Stella—. Tira de los estantes
hacia afuera…
—¡Calla, Stella! —gritó George Ollie.
—El daño ya está hecho, Georgie, muchacho —dijo Giffen.
Corrió las puertas de vidrio del compartimento de los pasteles, extrajo los
estantes, los dejó encima del mostrador y entonces deslizó la mampara,
revelando la caja fuerte.

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—¡Muy listo, Georgie, muy listo! Has recurrido a tu experiencia, ¿eh? Y
ahora la combinación, Georgie.
—No puedes salirte con la tuya, Larry, no permitiré…
—Vamos, Georgie, muchacho, no hables así. Soy tu socio. Estoy aquí al
cincuenta por ciento contigo. Tú haces el trabajo y diriges el establecimiento
y yo cogeré mi mitad de vez en cuando… Pero me has tenido a oscuras
durante algún tiempo, Georgie, muchacho, así que todo lo que hay ahora en la
caja fuerte es parte de mi mitad. Venga, dame la combinación…
Naturalmente, podría descerrajarla, pero ya que soy propietario de la mitad
del negocio, detesto dañar la propiedad. Entonces tendrías que comprar una
caja nueva, y tendrías que pagar el coste íntegro con el dinero de tu mitad. No
esperes que yo pague una caja nueva.
Giffen «Guantes de caucho» se rió de su propia broma.
—¡He dicho que te fueras al infierno! —dijo George Ollie.
Larry Giffen apretó el puño.
—Supongo que necesitas un buen rapapolvo, Georgie, muchacho. No
deberías perderme el respeto…
La voz de Stella le interrumpió.
—Déjale en paz. He dicho que tendrías el dinero. George no quiere ir a la
silla eléctrica.
Larry se volvió hacia ella.
—Me gustan las chicas juiciosas, cariño. Luego hablaremos de ello.
Ahora hay que trabajar. Los negocios antes que el placer. Vamos.
—Noventa y siete cuatro veces a la derecha —dijo Stella.
—Bien, bien, bien —dijo Giffen—. La chica conoce la combinación. Los
dos sabemos lo que eso significa, Georgie, muchacho, ¿verdad?
George, con el rostro rojo e hinchado por el impacto de las bofetadas,
permanecía en pie, impotente.
—Eso significa que realmente forma parte del lote —dijo Giffen—.
También eres mi propiedad al cincuenta por ciento, chiquilla. Y estoy
deseando recoger esa parte. Bueno, ¿cuál es el resto de la combinación?
Giffen se inclinó sobre la caja. Entonces, pensándolo mejor, se enderezó,
cogió el revólver de cañón romo con la mano izquierda y dijo:
—Sólo para que no se te ocurra hacer ninguna mala pasada, Georgie… No
conseguirías nada, ¿sabes? Y no te gusta la idea de la silla eléctrica.
Stella, pálida y tensa, dijo los números. Larry Giffen hizo girar los
botones de la caja, abrió la puerta, sacó la caja de caudales y levantó la tapa.

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—Bien, bien, bien —dijo mientras se metía billetes y monedas en el
bolsillo—. Ha sido un buen día, ¿eh?
—Hay un billete de cien dólares en el libro mayor —dijo Stella.
El Gran Larry sacó el libro mayor.
—Sí, aquí está, en efecto. —Miró el billete de cien dólares con un ángulo
ligeramente desgarrado—. Chica, eres una gran ayuda. Me alegro de que
entres en el lote. Creo que vamos a llevarnos muy bien.
Larry se levantó, se apartó de la caja y miró a George Ollie.
—Anima esa cara, Georgie, muchacho. Las cosas no están tan mal. Te
dejaré suficiente beneficio para que mantengas el negocio y sigas interesado
en el trabajo. Yo sólo quitaré la mayor parte de la nata. Vendré por aquí de
vez en cuando y, naturalmente, Georgie, no le dirás a nadie que me has visto.
Aunque lo hicieras, no serviría de nada, porque entraré por la puerta principal,
muchacho. Soy listo, no como tú. No tengo nada pendiente sobre mi cabeza y
nadie puede tirar de la alfombra bajo mis pies en cualquier momento.
»Bueno, Georgie, muchacho. Tengo que marcharme. He de hacer un
trabajito en el supermercado, cerca de aquí. Tienen demasiada confianza en su
caja fuerte. Pero volveré dentro de un par de horas, Georgie. He recogido
parte de mi inversión y ahora quiero recoger el resto. Espérame aquí, chica.
Tú puedes ir a dormir un poco, Georgie.
El Gran Larry miró a Stella, se dirigió a la puerta, permaneció un
momento escrutando las sombras y luego se desvaneció en la oscuridad.
—Tú —le dijo Ollie a Stella. Su voz reflejaba lo decepcionado que estaba
por la traición de la mujer.
—¿Qué?
—Le has dicho dónde estaba la caja fuerte…, y esos cien dólares, le has
dado la combinación…
—No podía soportar que te hiciera daño —dijo ella.
—Tú y las cosas que no puedes soportar. No conoces a Giffen «Guantes
de caucho». No sabes en qué te has metido, no sabes…
—Calla —le interrumpió ella—. Si vas a insistir en que otras personas
piensen por ti, aceptaré el trabajo.
Él la miró sorprendido.
La mujer se dirigió a la alacena y salió con una barra sacaclavos. Antes de
que él tuviera la más ligera idea de lo que se proponía, fue a la caja
registradora, alzó la barra por encima de su cabeza y la descargó con todas sus
fuerzas sobre la caja. Insertó entonces la punta de la barra, hizo palanca con el
acero cromado y abrió el cajón. A continuación fue a la puerta trasera, la

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abrió, insertó el extremo de la barra y apalancó ésta hasta romper la madera
de la jamba.
George Ollie la miraba inmóvil y estupefacto.
—¿Qué diablos estás haciendo? ¿No te das cuenta…?
—Calla. ¿Qué me dijiste una vez sobre la manera de abrir cajas fuertes?
Ah, sí, haces saltar el tirador y con un punzón extraes el eje…
Fue a la caja fuerte y golpeó el tirador con la barra, hasta hacerlo saltar,
dejando que rodara por el suelo. Entonces se dirigió a la cocina, cogió una
toalla y frotó la barra para eliminar las huellas dactilares.
—Vamos —le dijo a George Ollie.
—¿Adónde?
—A Yuma. Nos hemos fugado hace hora y media…, ¿o no te has
enterado? Vamos a casarnos. En Arizona no hay retrasos ni trámites
burocráticos, y en cuanto crucemos la frontera del estado podremos casarnos
libremente. Necesitas a alguien que piense por ti, y yo voy a encargarme de
ese trabajo.
»Además —siguió diciendo, mientras George Ollie continuaba inmóvil
donde estaba—, en este estado un marido no puede actuar como testigo en
contra de su esposa, y viceversa. Ahora comprendo que esa ley está muy bien.
George se quedó mirándola, viendo en ella algo que no había visto hasta
entonces: algo impetuoso, posesivo, que le asustaba y, al mismo tiempo, le
tranquilizaba. Era como una pantera protegiendo a sus cachorros.
—Pero no lo entiendo —dijo George—. ¿Para qué destrozar las cosas,
Stella?
—Espera hasta que veas los periódicos.
—Sigo sin comprender.
—Ya lo entenderás.
George aguardó un poco más. Luego se dirigió hacia ella. Por extraño que
pareciera no pensaba en la trampa que aquella mujer le había tendido, sino en
los suaves contornos bajo su uniforme azul claro. Pensó en Yuma, en el
matrimonio y la seguridad, en un hogar.

Transcurrieron dos días antes de que llegaran a Yuma periódicos de su


localidad. Había titulares en una página interior:

RESTAURANTE ASALTADO MIENTRAS SU


PROPIETARIO ESTABA DE LUNA DE MIEL. EL GRAN

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LARRY GIFFEN MUERTO EN UN TIROTEO CON
AGENTES DE POLICÍA.

El periódico seguía diciendo que la señora de George Ollie había telefoneado


al redactor de notas de sociedad desde Yuma, diciendo que George Ollie y
ella habían partido la noche anterior y se habían casado en el Gretna Green, al
otro lado de la frontera del estado. El redactor le pidió que esperase y pasó la
llamada a la policía.
La policía pidió que George Ollie se pusiera al aparato, pues tenían una
sorpresa para él. Al parecer, cuando el patrullero nocturno efectuó su
recorrido habitual de inspección y pasó por el restaurante de Ollie a la una de
la madrugada, observó que lo habían allanado. Encontraron una serie de
huellas perfectamente identificables en la caja registradora y en la caja fuerte.
Trabajaron de prisa y pudieron identificar las huellas, pertenecían al Gran
Larry Giffen, conocido en el hampa como Giffen «Guantes de caucho», por
su habilidad para no dejar nunca huellas gracias a los guantes que usaba. Pero
en aquel trabajo Larry había hecho una chapuza. Evidentemente se había
olvidado de los guantes.
La policía tema fotografías del Gran Larry, y dieron de inmediato la
alarma general.
Aquella misma tarde la camarera jefe y cajera a tiempo parcial de George
Ollie fue a ver al jefe de policía.
—Había tomado una precaución por si nos robaban —le explicó—, pues
quería que tuvieran ustedes una prueba irrefutable en caso de que capturasen
al atracador. Dejé un billete de cien dólares en la caja fuerte, después de
cortar un ángulo. Aquí está el trozo cortado. Esto les permitirá acusar al
ladrón si dan con él.
A la policía le pareció una buena idea, tan inteligente que lamentaron no
haber podido usarla para acusar formalmente a Larry Giffen.
Pero Larry había preferido entablar un tiroteo con los agentes que iban a
detenerle. Como conocían sus antecedentes, los policías estaban preparados
para semejante reacción. Después de que las escopetas de cañones recortados
acabaran con la vida del Gran Larry, los agentes descubrieron el billete de
cien dólares manchado de sangre en su bolsillo cuando desnudaron el cuerpo
para enviarlo al depósito.
Encontraron también el botín de otros tres trabajos en aquella zona, que
ascendía en total a unos siete mil dólares.
La policía estaba todavía perpleja ante el hecho de que Giffen, conocido
en el mundo del hampa como el descerrajador de cajas más artístico del

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oficio, hubiera hecho un trabajo tan propio de un aficionado en el restaurante.
Giffen tenía la reputación de que jamás había dejado una huella dactilar o una
pista.
Después de que la informaran del allanamiento de su local, George Ollie,
popular propietario de un restaurante, respondió de una manera característica
de los recién casados en todo el mundo.
—¡Al diablo con el negocio! —dijo a la policía—. Estoy de luna de miel.

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MORIRÉ MAÑANA

Mickey Spillane

Frank Morrison Spillane fue en una época escritor de


cómics (trabajó en personajes como el Capitán América y el
Capitán Maravillas) y, finalmente, llegó a convertirse en uno
de los más famosos autores de novelas policiacas. Aunque ha
recibido muchas críticas por obras que se consideraron
demasiado cargadas de sexo y violencia, cautivó la
imaginación de millones de lectores mediante las hazañas de
Mike Hammer, una de las grandes figuras del subgénero
«duro». Sus primeras siete novelas, empezando por Yo, el
jurado, de 1947, le valieron su reputación, pero su talento, a lo
largo de toda su carrera, ha sido constantemente infravalorado
por quienes ponían objeciones a los estilos de vida demasiado
atrevidos de sus personajes.
A pesar de su popularidad, pocos lectores conocen sus
relatos cortos, a menudo excelentes, y nos satisface ofrecer a su
atención el relato Moriré mañana.

El caballero de aspecto afable que vestía un atildado traje gris carbón era un
asesino, pero, como todos los buenos depredadores, su disfraz era excelente.
Según todos los signos exteriores, era un hombre de negocios con un éxito
moderado y una oficina, quizás en un piso alto de un edificio de Manhattan,
adonde no llegarían los ruidos y los humos de la calle.
Uno habría supuesto, sin pensarlo, que se aproximaba a los cincuenta
años, y si le pidieran que lo describiera, apenas podría decir más que era un
hombre corriente. No, no había nada sospechoso en su manera de andar o de

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hablar, ni en su conducta, y si uno tenía alguna razón para confiar en alguien,
sería en aquel caballero. Vamos, si incluso parecía feliz.
Además, su disfraz era perfecto, simplemente porque no era en absoluto
un disfraz artificial, sino real. Tenía un despacho, en efecto, aunque no en
Manhattan, y era feliz. Rudolph Less era un hombre muy satisfecho con la
vida, sobre todo cuando trabajaba, y ahora tenía un nuevo trabajo.
Arriba había un hombre al que iba a matar, y el precio por enviarle al otro
mundo era diez mil preciosos dólares, cantidad que serviría para alimentar su
único pasatiempo secreto en la casa de verano que poseía en una isla. La idea
le hizo sonreír, y sintió que un estremecimiento ligero e indirecto le rozaba la
entrepierna. Pensó que a las mujeres se les podía enseñar…, o incluso
obligar…, a hacer cosas maravillosas.
Sí, la vida era agradable. Sólo unos pocos selectos conocían su verdadera
naturaleza y su posición en la vida. A través de esos pocos, otros podían
solicitar sus servicios…, y muchos lo habían hecho.
¿Cuántos hasta entonces? ¿Lo habían hecho cuarenta y seis o cuarenta y
ocho veces? A veces le resultaba difícil recordarlo. En otro tiempo había
llevado la cuenta, pero, como sucede en cualquier otro negocio, hacer un
inventario resulta aburrido. Ahora era mejor limitarse a mirar hacia delante.
Era el suyo un buen negocio y, de todos los que vivían de ese trabajo, él
era el mejor. No había ninguna duda. (Sonrió al portero, el cual le devolvió la
sonrisa, aunque era un gesto reflejo). Pensaba en las numerosas ocasiones en
que había leído los informes sobre su trabajo en los periódicos. Siempre, en
todos los casos, la policía estaba perpleja o culpaban a otro. Rió entre dientes
al pensar en los tres que ya habían muerto en la silla eléctrica, condenados por
error. ¡Eso sí que conmocionaría a la administración, si alguna vez salía a
relucir! Pero no eran más que indeseables, y el error de su muerte era
realmente un beneficio para la sociedad; así hacían pronto lo que, de todos
modos, habrían tenido que hacer a la larga.

Esa clase de cosas no hacían más que aumentar su reputación. Los beneficios
habían sido considerables. Volvió a pensar en Theresa, la de piel oscura y
pelo negro, a quien le habían encantado las cosas que él le hacía. Le gustaba
de veras. Y ella, en el frenesí de la emoción desbocada, le había hecho cosas
que ni siquiera podía recordar. No se acordaba más que del terrible placer de
la experiencia. Pues bien, ahora podría recuperar a Theresa.

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Eso era lo que significaba ser el mejor. Le contrataban porque nunca
fallaba. Por un instante, su rostro se nubló, como si estuviera enfadado
consigo mismo, pero meneó la cabeza, rechazando el pensamiento que había
tenido, porque no era posible.
Pensó que había sido una lástima no haberse cerciorado más, pero por
entonces carecía de suficiente experiencia. Se marchó demasiado pronto y no
estaba absolutamente seguro… Intentó sonreír de nuevo. Pero ellos le habían
pagado, por lo que todo debía de haber salido bien.
No podía dejar de pensar en ello, y trató de recordar los detalles
simplemente para satisfacer su deseo de perfección. Fue su primer contrato, y
muy sencillo. Un chico llamado Buddy…, no recordaba su apellido, pero
tenía en la oreja derecha un agujero del tamaño de una moneda pequeña,
supuestamente producido por una bala perdida del calibre 45 durante la
guerra. Buddy había robado diecisiete de los grandes al tesorero del grupo de
Jersey City y, en vez de seguir siendo el hazmerreír de su pseudodignidad,
Buddy tenía que desaparecer, pero, naturalmente, sin que ello tuviera ninguna
conexión aparente con el grupo.
No fue difícil. Buddy era un tipo comunicativo, así que él se limitó a
entablar conversación, le llevó hasta un lugar desierto junto al agua, disfrutó
del final de la conversación diciéndole a Buddy quién era y lo que iba a hacer,
y mientras el tipo se quedaba pasmado, con la boca abierta y la luz de la orilla
opuesta visible a través del agujero de la oreja, le disparó en el pecho y
observó cómo el cuerpo se hundía en el agua.
Si hubieran encontrado el cadáver, se habría sentido satisfecho. Sin
embargo, el río corría con rapidez, estaba crecido a causa de una tormenta y el
océano se encontraba cerca. Buddy (¿cuál era su apellido?) nunca apareció, ni
siquiera para reclamar el fajo de billetes que había dejado en su habitación. Al
pensar en ello, Rudolph Less respiró hondo y sonrió, satisfecho de que su hoja
de servicios fuese perfecta. Sí, tenía un buen historial. El importante Tim
Sheely de Detroit y el senador del Oeste Marco Leppert, que era un correo de
la mafia, figuraban en aquella lista. Rió de nuevo. ¡Cómo le había buscado la
mafia! Mataron a cuatro hombres, creyendo en cada ocasión que habían
acertado, y nunca sospecharon de él. Tras su último fracaso, la misma mafia
le dio el trabajo de verdugo para que librara a la organización de sus propios
asesinos que cometían errores.
Recordó que gracias a aquel trabajo pudo conseguir a Joan. ¡Qué mujer,
qué apetito el suyo, y tan bien dotada, con unos encantos tan grandes, todo tan
grande…! Sí, también volvería a tenerla. Quizás incluso a Theresa y Joan

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juntas. ¡Quién sabía lo que podrían hacer entonces! Quizá fuese malo para su
organismo, pero pensó irónicamente en que aún disfrutaba de buena salud.
Aún podría resistir la experiencia de ciertas cosas que estaban por descubrir.
No tuvo necesidad de mirar la guía de la pared antes de subir al ascensor.
Ahora formaba parte de la muchedumbre y estaba a la vista, pero pasaba
desapercibido. El hombre que estaba a su lado tenía un cigarro en la boca, y el
humo le hizo toser ligeramente, pero no dijo nada, aunque pensó de pronto:
«¡Me gustaría matarle!».
Como a Lew Smith, que estuvo delante de él al fondo del teatro en
penumbra y ni siquiera notó que el punzón para partir hielo se le clavaba en el
corazón. Simplemente cayó al suelo y lo llevaron afuera creyendo que había
sufrido un desmayo, y nadie vio a Rudolph al marcharse. Lew también olía a
humo de cigarro, y Lew le permitió adquirir a Francie, la cual le hacía
sentarse y mirarla mientras ella interpretaba la danza más condenada que
había presenciado jamás, hasta que los ojos se le salían de las órbitas y apenas
podía respirar, y cuando ella le permitía que le pusiera las manos encima, ya
casi había perdido el sentido y tenía que abofetearle para que volviera en sí.
Pero Francie sonreía y le encantaba lo que él le hacía, aun cuando hiciera
algún mohín al ver las marcas de las mordeduras.
Ahora respiraba pesadamente, y el aire entraba por el cuello de la mujer
que estaba delante. Ésta casi se volvió, pero él hizo un esfuerzo y obligó a su
respiración a normalizarse.
Le ocurría esto porque se acercaba el momento de realizar su trabajo.
Saboreaba los frutos del éxito antes de haber plantado el árbol. Pero, de todos
modos, la conclusión era inevitable. El éxito ya no era problemático, sino
seguro, y ése era el motivo de que pudiera pedir tanto por hacer tan poco.
A veces se sentía intrigado por aquellos que tardaban en morirse. ¿Qué
pensarían? ¿Quién era él? ¿Qué le habían hecho para que acabara con sus
vidas? Algunos lo sabían, desde luego. Recordaba que dos de ellos incluso
parecieron aliviados. Habían vivido durante años con el temor de que llegara
aquel día, y entonces había llegado. Se acabó el temor para ellos. La realidad
se había presentado en forma de hombre de mediana estatura que sonreía
afablemente, y todo terminaba con rapidez y sin mucho dolor, porque él era
un experto en su trabajo. Estaba seguro de que un hombre incluso susurró
«gracias» antes de morir.
Esa era una de las ventajas de su método: no había huida ni gritos de
terror. Ellos no le conocían, su aspecto no les hacía temer nada, y si
exteriorizaban algo, generalmente era sorpresa.

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Pensó que quizás algún día cambiaría su método. Si conseguía un encargo
en el lugar adecuado, le gustaría intentar algunos experimentos, como
extensiones de lo que le había hecho a Lulú, la cual tenía sangre salvaje y le
gustaba que la golpearan de cierta manera. El dolor que le infligían con su
plena cooperación era lo que le gustaba a aquella mujer, y le había enseñado
cosas en las que había empezado a pensar últimamente. Rechazó la idea con
impaciencia y miró el indicador sobre la cabeza del ascensorista. La cabina se
detuvo y se abrieron las puertas.
Piso dieciséis.
Recordaba bien su número dieciséis.
Era una muchacha, una corista llamada Cindy Valentine, que sabía
demasiado sobre las operaciones de otro grupo por medio de un novio que
tenía, ya muerto. El fiscal del distrito se había propuesto investigarla en
secreto, pero el dinero, que puede comprarlo todo, compró esa información, y
era preciso suprimir a Cindy.
El caso de Cindy Valentine, número dieciséis, fue en cierto modo un
trabajo placentero. De hecho, fue Cindy quien le mostró el uso definitivo que
podría dar a los muchos dólares que había acumulado. Hasta entonces se
había limitado a montar un despacho desde donde vendía, con buenos
beneficios, pequeñas alhajas y novedades de bisutería a través de las páginas
de ciertas revistas. Un solo empleado hacía todo el trabajo, pero aquello le
proporcionaba una sensación de bienestar, de tener un lugar en la sociedad.
Todos los días iba de su casa al despacho. No era un negocio espectacular,
sino reservado. No había nada que no pudiera hacer allí a su placer, y estaba
situado de tal manera que nadie podía espiarle. Para el mundo exterior,
llevaba una vida sencilla y recluida. Una especie de afable recurso, se decía a
sí mismo.
Sí, Cindy había aportado un nuevo sentido a su vida. La llamó
previamente y le dijo que era un joyero a quien habían dado instrucciones
para que la señorita Valentine eligiera una alhaja de su colección. Aquello
produjo en la chica una inmensa alegría, y aunque trató de sonsacarle el
nombre de quien le hacía el regalo, él le dijo que había jurado no revelarlo.
Era un admirador secreto, y sin duda tenía muchos. Cindy se creyó todo lo
que le dijo. Gritó de placer cuando le abrió la puerta de su apartamento, al ver
el estuche de muestras bajo el brazo del joyero.
Al principio, ella no reparó en el rostro ruborizado del hombre, pues
estaba demasiado excitada. Pero luego, en la sala de estar, vio su
consternación y sonrió. El vaporoso salto de cama de nailon era lo único que

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Cindy llevaba puesto. Su sonrisa se hizo maliciosa y le dijo: «Ya que usted va
a darme algo, también yo le daré algo». Entonces dejó que el salto de cama
cayera al suelo, y cuando terminó, él era un hombre estremecido pero
extrañamente exaltado. «Ahora déme usted algo», le dijo ella, mirando el
estuche sobre la mesa. Pues bien, le dio algo, en efecto, con mucha rapidez y
sin apenas sangre, y entonces recogió su estuche y se marchó. Todo el mundo
dijo que había sido un crimen pasional, y en cierto modo lo había sido.
Desde luego, Cindy había introducido algo nuevo en su vida. Ahora, en
vez de limitarse a la satisfacción de un trabajo bien hecho, tenía un resultado
final que era mucho más grande que lo que había soñado jamás. La
satisfacción que obtendría por la noche sería mucho mayor que la satisfacción
por el trabajo perfecto, a la que hasta entonces había considerado suficiente.
La perfección era una palabra importante, que le roía como un ratoncillo.
Ojalá hubiera podido estar seguro de que aquel primer encargo también fue
un éxito, aquel Buddy que tenía un agujero en la oreja.
Bueno, el tipo de arriba sólo se sumaría a la lista de sus éxitos. Era un
caso curioso, diferente, porque no había tenido tiempo de estudiar al hombre.
Estaría solo en su oficina, contando los ingresos semanales, una oficina
secreta que utilizaba en exclusiva con fines de contabilidad. La tenía alquilada
bajo nombre supuesto, y siempre iba allí disfrazado. Su actividad era ilegal y
la ocultaba con destreza. Sólo después de una ardua y larga investigación, el
cliente de Rudolph Less descubrió el paradero del tipo. Dado que la conexión
con el muerto sería evidente, era preciso que su cliente tuviera una coartada a
toda prueba en el momento del crimen, lo cual hacía necesario utilizar el
talento de Rudolph.
De ordinario se habría dedicado a la segunda parte del convenio, pero
últimamente empezaba a disfrutar nuevas facetas de una vieja emoción. El
cliente le dijo que podría quedarse con el dinero que encontrara allí, además
de su paga. ¡Miles de dólares adicionales! Sería suficiente para comprar…
Bueno, si el hombre tenía razón respecto a aquella chica de Cuba, podría
traerla allí en seguida. Una mujer con un control muscular completo, le había
dicho. ¡Piensa en ello! Tragó saliva y procuró apartar la imagen de su mente.
Todavía no. Más tarde podría sentarse en su habitación y saborear lo que se
avecinaba, una vez concluido el trabajo, pero éste era lo primero.
Bajó en el piso veinte, con otras dos personas, pero antes de que las
puertas se hubieran cerrado, una muchacha atolondrada llegó corriendo y le
dijo alzando demasiado la voz:

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—¿Señor Bascomb? ¿Es usted el señor Bascomb? Acaban de llamar de
abajo y dicen…
—Yo no soy el señor Bascomb —dijo él, sonriendo, aunque interiormente
soltó un juramento, cosa que no había hecho en mucho tiempo.
Vio que el ascensorista sonreía por el azoramiento de la chica, antes de
que se cerraran las puertas. Un incidente así podía hacer que el muchacho
recordara su rostro. Sin embargo, él nunca volvería allí, no vería más al chico,
y si éste, o la muchacha, le describían, sería indistinguible de cualquier
hombre normal y corriente de la calle.
La muchacha se alejó, moviendo las nalgas con violencia. De ordinario
habría experimentado un calorcillo agradable ante semejante visión, pero el
placer efímero de otra clase que le aguardaba en el futuro, y que podría
consumar por completo, desbancó al mero placer de contemplar a una chica
por detrás.
No obstante, la visión le hizo pensar en otra cosa, algo que danzaba en su
cabeza desde hacía meses y se le ocurría cada vez que veía por la calle a una
chica bonita. Hasta entonces había pagado por sus placeres. Habían sido
caros, desde luego, pero valieron la pena. Con todo, las emociones y
sensaciones que le producían llegaban finalmente a un límite. La repetición
convertía las maravillas originales en algo casi rutinario, y cada vez resultaba
más difícil encontrar algo realmente diferente.
Le quedaba una cosa por probar. Supongamos que pudiera atraer a una
muchacha que no sospechara nada, cosa que no sería demasiado difícil, quizá
con la promesa de un trabajo, o realmente, si era sincero al respecto, por la
fuerza; eso requeriría un coche y tal vez drogas. Habría riesgos incalculables,
pero eso se sumaría a la exquisitez…, sí, era algo en lo que pensar. Tal vez
después de la de Cuba. Primero le gustaría experimentar con una mujer
dotada de un completo dominio muscular.
Molesto consigo mismo, se detuvo y se compuso la chaqueta, aunque no
había nadie en el pasillo que pudiera verle. Sujetó con más fuerza el
portafolio de piel bajo el brazo, notando los contornos aplanados de la
Browning, con el silenciador que le había comprado a aquel extraño tipo en
Alemania. Los silenciadores estaban bien. ¿Por qué no se hacían las guerras
con ellos? No sería caro y sólo había que pensar en el silencio y la eficacia
con que se librarían las batallas. Ah, la ventaja del arco y las flechas. Lástima
que fuese un arma tan poco precisa.
Se detuvo ante la puerta con un letrero que decía DISTRIBUCIONES
ESTRELLA, sonrió para sus adentros e introdujo en la cerradura la llave que

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le habían facilitado. La puerta se abrió fácilmente y Rudolph entró en la
oficina. Como mostraba el diagrama, estaba en una pequeña antesala, y ante
él estaba el cuadrado iluminado de una puerta de vidrio mate, que no tenía
cerradura. Rudolph Less sonrió de nuevo.
Oyó que alguien tosía y meneó la cabeza, cerciorándose de que allí estaba
su hombre. Siguieron otros sonidos: unos pies que caminaban, una silla que
chirriaba, un teléfono que acababan de descolgar y el ruido del disco.
Permaneció inmóvil, pues no podía entrar mientras el teléfono estuviera
descolgado. No había necesidad de que alguien diese la alarma. Tal como
estaban las cosas, si lo hacía todo bien, no encontrarían el cuerpo hasta que
empezara a descomponerse, y antes de eso pasarían varios días. No, podía
esperar un minuto.
Al otro lado de la puerta el hombre decía:
—Lo tienes todo listo para esta noche…, sí…, de acuerdo, te llamaré;
ahora voy a preparar la nómina. Claro…, hasta la vista.
Rudolph oyó el ruido del teléfono, colgado de nuevo, y otro acceso de tos
del hombre. En voz baja dijo: «Ahora», y abrió la puerta.
Sonrió a su encargo. Éste pareció sorprendido, y entonces frunció el ceño,
pasmado al ver la Browning con el silenciador que le apuntaba directamente
al pecho. Era un hombretón, de pecho ancho y cuello grueso, con las patillas
de color gris. Iba bien vestido, y a primera vista Rudolph no le habría tomado
por alguien del oficio. Pero sabía que las apariencias eran engañosas. Sólo
había que verle a él. ¿Quién le tomaría por un «eliminador»? Vaya, ésa era
una buena palabra.
—¿Qué quiere usted? —preguntó el hombre.
Rudolph le aquilató rápidamente con la mirada. Era grande, desde luego.
Lo más probable sería que necesitara más de un disparo. Dos tiros rápidos al
cuerpo si trataba de moverse y luego un disparo a la cabeza para completar el
trabajo. Una buena cosa del silenciador es que permitía oír el impacto de las
balas. No tanto en el estómago, claro, pero si daban en una costilla o en el
cráneo…
—Lo que quiero es su dinero —dijo Rudolph, y sus mismas palabras le
parecieron peculiares, falsas, en cierto modo—. ¿Dónde está?
—En la caja fuerte, ahí es donde está, y si espera…
—Si no lo encuentro, le mataré de todos modos —le dijo Rudolph.
El tono de su voz era inequívoco. El hombretón asintió, pareció a punto de
decir algo, pero se detuvo. Cruzó la habitación hasta la caja fuerte, la abrió y
extrajo una caja de acero, pequeña y, evidentemente, pesada. Rudolph vio el

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cierre con combinación y señaló la mesa con la pistola. Seguramente no
podría llevarse la caja de allí.
—Ábrala —ordenó.
El hombre se sentó y empezó a manipular el botón. Llegó un estrépito de
risas desde el exterior y una llave tintineó en la cerradura. La puerta se abrió y
dos muchachas rieron de nuevo. Una voz masculina se unió a las de ellas.
El corazón de Rudolph le dio un brinco, pero se serenó en seguida. No era
la primera vez que se encontraba en una situación semejante. Guardó la
pistola en el portafolio, manteniendo la mano dentro de éste, y tomó asiento
con naturalidad. La puerta del despacho se abrió y una muchacha dijo:
—Señor Riley, está aquí su amigo, el señor Brisson. ¿Quiere…? —Miró
al lado de la puerta y vio a Rudolph—. Oh, dispense —dijo riendo—, no sabía
que estaba acompañado. Antes creí que este caballero era el señor Brisson.
—No se preocupe —le dijo el señor Riley—. Estaré listo en seguida.
La muchacha rió de nuevo y cerró la puerta. Al otro lado de la puerta
aumentó el ruido: entraron varias personas más y empezaron a sonar las
máquinas de escribir. Dos hombres comentaban una reunión de ventas.
Rudolph podía notar la sequedad de su piel, pero aún percibía el olor a
sudor. ¿Sudor? Quizás era miedo. Algo había fallado, pues aquella oficina
tenía que estar vacía, con un solo hombre en ella. ¡Maldición! ¿Por qué no
había preparado el trabajo igual que los demás? Eso es lo que ocurre cuando
uno deja los detalles en manos de otro. ¡Se lo tenía bien merecido! Pero nadie
habría adivinado que eso era lo que Rudolph Less estaba pensando, porque
mantenía en los labios una sonrisa muy afable.
—Está en un lío, amigo —le dijo el hombretón, mientras abría la tapa de
la caja de caudales.
El dinero estaba allí, como era de esperar. Fajos de billetes de a cien, que
Riley depositaba sobre la mesa. Miró a su sonriente visitante, sentado al otro
lado de la estancia.
—No le será fácil salir, y muy pronto entrará alguien aquí. Si sale, no será
difícil identificarle. Esas chicas de ahí afuera son todas ellas artistas, y
podrían hacer una descripción suya a la perfección. Los periódicos
publicarían el dibujo y la policía le capturaría en menos que cantarín gallo.
—Eso es problemático —dijo Rudolph.
—Ha elegido un mal momento para un atraco, señor.
Rudolph sonrió de nuevo.
—Sí, eso parece.
La sonrisa no duró mucho porque Riley sonreía también.

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—Amigo, si pudiera tomarle la delantera, lo tendría usted muy mal.
—¿Ah, sí? —Rudolph mostró los dientes y asomó el cañón de la pistola
fuera del portafolio.
—Tenía usted una llave de esta oficina, llegó un día en que se preparaba
la nómina y vino armado. Un atraco planeado. Si le mato… —se encogió de
hombros—, un día en el juzgado y ya está. Defensa propia.
—Es difícil que eso pueda suceder —dijo Rudolph.
Por alguna razón se sentía nervioso. Los acontecimientos no eran de
ninguna manera tal como deberían haberse desarrollado. Su encargo, palabra
mejor que víctima, se estaba mostrando demasiado agresivo. Era preciso
actuar con rapidez, y en su mente se barajaban velozmente las posibilidades,
varias de las cuales estaban a su alcance. Cogería el dinero, desde luego. A los
de afuera les diría que el señor Riley iba a estar ocupado todo el día y que no
le molestaran. Iba a ser muy penoso abandonar su casa, sobre todo los bienes
que había acumulado tan cuidadosamente, pero allí vivía bajo un nombre
falso y podría hacerlo de nuevo, esta vez quizás haciendo algunas
innovaciones que deseaba. El bronceado, el pelo teñido, las patillas, con toda
clase de combinaciones, podían alterar suficientemente su aspecto. No, no
sería en absoluto un problema irresoluble.
Estaba tan embebido en sus pensamientos que, aunque sus ojos no se
apartaban de Riley, la voz de éste le llegaba como un zumbido monótono.
—… me costó mucho encontrarle. Es usted muy listo, supongo que ya lo
sabe. Sería imposible conseguir pruebas para presentarlas ante un tribunal. Y
en cuanto a mí, no quiero arriesgar el cuello. No voy a matar a alguien que
debe morir y luego pagar por ello. También yo soy bastante listo.
»Pero hice unos contactos, y por fin la persona adecuada me facilitó los
datos. A cambio de un gran favor que le hice, me puso en contacto con usted.
Convinimos juntos el asunto, usted y yo. Inteligente, ¿eh?
El hombretón sonrió y aspiró hondo. Rudolph pensó que era demasiado
grande. Incluso era posible que dos tiros en el pecho no bastaran. Tenía cinco
balas en la Browning, así que lo más conveniente sería dispararle cuatro en el
pecho y reservar la quinta para el tiro de gracia. Nadie podía encajar cuatro
tiros. El tremendo impacto en los pulmones incluso impide gritar, y el único
sonido sería el del cuerpo al caer, pero ni siquiera se oiría, gracias al ruido que
había en el exterior.
De alguna manera, lo que decía la monótona voz tenía sentido. La mente
de Rudolph, embarcada ahora en una actividad frenética, revisó las palabras
que había dicho aquel hombre, las examinó una a una. Había algo

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absolutamente fuera de lugar, algo terrible, si había oído bien. Ahora la
sonrisa parecía congelada en su rostro y, por primera vez, sus ojos hicieron un
pequeño movimiento ratonil, mirando la habitación como si fuera una trampa.
—Yo le contraté para que me matara —dijo Riley—. No sabía quién era
ni dónde estaba, y finalmente imaginé la única manera de tenerle delante de
mí para hacerle morir ante mis ojos, sin arriesgarme en absoluto a que me
envíen a la silla eléctrica.
—¡No puede hacer eso! —exclamó Rudolph con voz ahogada.
—Claro que puedo, amigo, claro que puedo. Pero primero permítame
darle las gracias. Tengo un buen negocio, limpio y decente, y nadie me va a
condenar. Incluso seré un héroe. ¿Qué le parece?
Sintió frío. Jamás había tenido una sensación tan intensa de frío. Su boca
carecía de saliva y las entrañas se le agitaban. Estaba seguro que, de haber
comido antes, vomitaría allí mismo. Por alguna razón podía oír las voces de
Cindy, Lulú, Francie, Joan y todas las demás, y a lo lejos, burlándose de él
con acento cubano, aquella que anhelaba y aún no había probado. Desde las
honduras de una niebla invisible le llegaron los gemidos asustados de todas
aquellas muchachas a las que habría poseído engatusándolas o a la fuerza si
hubiera sido necesario.
¡Habría poseído! ¡De ninguna manera! Ni hablar de ello, señor Riley.
—Olvida usted algo, señor Riley —dijo Rudolph, sosteniendo la
Browning a la altura del pecho—. Tengo el arma.
—Y yo tengo otra en esta caja, bajo mi mano, amigo. Una enorme
automática del 45 para cuyo uso tengo el correspondiente permiso.
Rudolph asintió sensatamente.
—En cuanto mueva la mano hacia ella dispararé —dijo en voz baja.
—Es bastante justo —replicó Riley.
Rudolph se puso en pie. ¿Qué le ocurría a aquel hombre? ¡Estaba loco!
Entonces el otro movió la mano y Rudolph apretó el gatillo. La Browning
disparó una…, dos…, tres…, cuatro veces… Pudo ver los impactos en el
pecho, todos en la zona del corazón. ¡Cae, condenado, cae! Tenía que caer. El
hombretón había sacado la automática del 45 de la caja cuando Rudolph Less
disparó por última vez y vio que la bala rozaba el brazo del otro, pero el brazo
erróneo, pues era el otro el que sujetaba la pistola.
¡Y el condenado estaba sonriendo!
Miró la sangre que le brotaba del brazo.
—Esto no hace más que mejorar las cosas —le dijo, y entonces se echó a
reír y desgarró su camisa hasta exponer el pecho.

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Boquiabierto, Rudolph vio las placas superpuestas del chaleco a prueba de
balas. Riley alzó el arma y le apuntó a la cabeza.
Ahora Rudolph estaba pálido, las mejillas hundidas, lleno de temor. Su
carácter invencible saltaba hecho añicos, y por ningún motivo, ninguno en
absoluto. Todos aquellos maravillosos placeres perdidos para siempre, y todo
porque aquel estúpido que tenía delante le había engañado. ¿En qué se había
equivocado? En algún punto tema que estar el error.
—¿Por qué? —inquirió, con la voz débil, quebrada.
Riley se llevó la mano a la oreja y extrajo el fragmento de cera cosmética
que encajaba con tanta precisión en el agujero. Entonces apretó el gatillo de la
automática.
Rudolph aún pudo oír el tremendo estampido del arma mientras su cráneo
se fragmentaba en diminutas astillas, y su último pensamiento fue que el
agujero en el cañón de su amante definitiva, la terrible automática del 45,
tenía exactamente el mismo tamaño que el orificio en la oreja del hombretón,
y que el nombre de Riley tenía que ser Buddy.

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RESACA

John D. MacDonald

Llegó como una brisa fresca al final de la era de las


ediciones en «pulpa», a fines de los años cuarenta, e
inmediatamente dejó su impronta en cada género que tocaba:
literatura deportiva, ciencia ficción, misterio, horror, suspense.
Pagó sus cuotas y el éxito fue su recompensa. John D.
MacDonald, el creador de Travis McGee, es un autor de quien
se imprimen ahora sesenta millones de ejemplares y que
publica nuevos best-sellers en tapa dura cada año. Y se merece
todo esto, pues es el maestro de los narradores en este campo y
nos ha enriquecido a todos.

Soñó que había dejado caer algo, que había perdido algo de valor en el homo,
y estaba tendido de costado, tratando de mirar en ángulo a través de un
pequeño agujero, mirar más allá de las llamas, en las oscuras entrañas del
homo, buscando lo que había perdido. Pero las llamas seguían agitándose a
través del agujero, con una brillantez que le dañaba los ojos, un calor que le
achicharraba el rostro, moviéndose con un sonido intermitente y crepitante.
Al despertar, el sueño resultó dolorosamente explicable: el crepitar de las
llamas era su propia respiración áspera, la sensación ardiente era una sed que
le consumía y la brillantez se trasmutó en un dolor intenso localizado detrás
de los ojos. Al abrirlos, un intenso rayo de sol matinal le deslumbró, y volvió
a cerrarlos en seguida.
En aquel momento de la mañana su conciencia de la incomodidad era tan
aguda que no podía pensar en nada más allá de una evaluación del cuerpo y
sus funciones. Aunque era vagamente consciente de molestias físicas que más
tarde podrían exceder a la angustia de la carne, la inmediatez del dolor

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corporal ocupaba el centro de su atención. Incluso sin la brillantez horizontal
del sol, habría sabido que era temprano, pues un sueño largo habría
amortiguado los latidos del corazón abrumado, reduciéndolos a un ritmo
suave, sosegado y cómodo. Pero era temprano y el corazón golpeaba
bruscamente, con una violencia y una cadencia casi histéricas, de modo que
por mucho que cambiara la posición de su cabeza, podía percibirlo, como un
martillo para clavar tachuelas que astillaba su mortalidad.
Tenía una sed monstruosa, que no contribuía precisamente a aplacar los
accesos de náuseas que tenía de vez en cuando en el fondo de la garganta.
Tenía las manos y los pies fríos, pero estaba cubierto de sudor, que notaba en
el lugar en que los muslos se tocaban. Le parecía que todos los poros de su
cuerpo estaban obturados, y sabía que durante la noche había sudado
copiosamente, con una olorosa transpiración que dejaba un residuo
desagradable cuando se secaba. El dolor detrás de los ojos era como una lenta
hinchazón y un encogimiento, con un ritmo que era un contrapunto al
golpeteo de su corazón.
Se sentó en el borde de la cama con la cabeza inclinada, los ojos
fuertemente cerrados, los dedos fríos y temblorosos sobre las rodillas
desnudas. Se sentía débil, mareado y agudamente deprimido.
Era la gran broma, una resaca, algo que invita a un guiño taimado, a una
triste carcajada. Por la mañana, era lo más parecido a la muerte.
Se levantó y, con las piernas temblorosas, fue al baño. Abrió el grifo del
agua fría a toda potencia y tomó un vaso. Llenaba de nuevo el vaso cuando
sintió el primer espasmo. Se volvió hacia el lavabo, casi cayéndose,
golpeándose dolorosamente una rodilla en las baldosas del suelo, se arrodilló
y se aferró al borde de la pica con ambas manos, encorvado, desdichado,
desnudo. El agua corrió durante largo rato mientras él permanecía allí,
vomitando, hasta que no salieron más que grumos de bilis verdosa. Cuando se
levantó, se sintió más débil pero algo mejor. Se secó el rostro con una toalla
húmeda y bebió más agua, la tomó lenta y cuidadosamente, en gran cantidad,
perdiendo la cuenta del número de vasos que tomaba. Bebió el agua fresca
hasta que se le hinchó el vientre y no pudo tomar más, pero se sintió tan
sediento como antes.
Dejó el vaso en el estante y se miró en el espejo, con una mirada rápida,
demasiado fortuita, como quien mira a un desconocido y le dirige una mirada
más larga después de ver que la primera no ha despertado una curiosidad
desmedida. Aunque el color del rostro era grisáceo, los ojos estaban algo
hinchados y un inicio de barba oscurecía las mandíbulas; el largo rostro, con

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sus rasgos regulares y sin ninguna característica peculiar, parecía
curiosamente ileso con relación al tormento del cuerpo.
El reflejo visual fue un primer paso en la reafirmación de la identidad:
eres Hadley Purvis, tienes treinta y nueve años, el pelo se te está volviendo
gris con una velocidad sorprendente y descorazonadora.
Dio la espalda a la imagen insulsa, al rostro que se negaba a comprender
su dolor. Apoyó las nalgas en el frío borde de la pica, y de repente una
imagen espontánea pasó por su mente, con la perfección y la claridad
sobrenatural de un anuncio en color en una revista. Era un vaso lleno hasta el
borde de bourbon marrón oscuro.
Con un lento esfuerzo de la voluntad hizo que la imagen se desvaneciera.
Todavía no, pensó, y de inmediato se sintió intrigado por su elección
instintiva de la frase. Tonterías. Eso formaba parte de la morbidez habitual de
la resaca, imaginarse uno mismo convirtiéndose lentamente en un alcohólico.
El ron agrio que tomaba los domingos por la mañana había llegado a ser un
ritual para él, que Sarah le personaba. Pero no por eso podía hablarse de
alcoholismo. Por desgracia, aquel era un día laborable, y tendría que esperar a
las doce y media para tomar el primer martini en Mario’s. Si había alguien
realmente preocupado por el alcoholismo, era Sarah, y sus preocupaciones se
debían a su falta de conocimiento del trabajo que desempeñaba él, y de sus
requisitos. Cuando un hombre ha bebido durante veintiún años, no se
convierte de repente en una causa legítima para la clase de fastidiosa
preocupación que Sarah había mostrado últimamente.
Por la noche, cuando estaban a solas antes de cenar, tomaban una copa,
cosa que a ella no le producía ninguna congoja. Le gustaba tomar un trago
como a cualquiera. Luego, de algún modo, se enteró de que cada vez que él
iba a la cocina para llenar otra vez los vasos con el martini de la jarra
guardada en la nevera, él tomaba un trago extra, sí, engullía un largo, suave y
placentero trago. Pacientemente, sin alterar su tono, había conseguido que él
lo admitiera, y entonces le había dicho que el mismo secreto con que lo hacía
era «significativo». Él intentó explicarle que tenía una tolerancia del alcohol
mayor que la suya, y que era más fácil hacerlo así que soportar sus fatigosas
indirectas sobre el número de copas que tomaba.
Mientras estaba en el baño podía oír los primeros sonidos matinales de la
ciudad. Su oído parecía agudizado de una manera antinatural. Se dio cuenta
de que era absurdo seguir allí y tener discusiones mentales con Sarah y
enfadarse con ella. Abrió los grifos de la ducha y esperó hasta que el agua
tuvo la temperatura adecuada antes de entrar, poco más que templada. No

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intentó bañarse, sino que se puso bajo los chorros rugientes e intensos de la
ducha, con los ojos cerrados y el rostro hacia arriba. Y entonces empezó a
pensar en la velada anterior, con cautela, porque tenía mucha experiencia en
esta clase de reconstrucción. Permitió el discurrir de los recuerdos con temor,
previendo remordimiento y disgusto consigo mismo.
Como siempre, la primera parte de la velada era fácil de recordar. Había
sido una fiesta importante, y el día anterior, por la mañana, se vistió con
esmero, sabiendo que no tendría tiempo para volver a casa y cambiarse antes
de ir directamente de la oficina al hotel donde se celebraba la reunión, con los
cócteles, los discursos, la película y la revelación del nuevo modelo. Debido a
la importancia de la velada, no se había excedido durante el almuerzo en
Mario’s, limitándose a un par de martinis antes de comer, consciente de su
virtud…, con la que lamentablemente dio al traste la entrada de Bill Hunter en
su despacho a las tres de la tarde. Le miró con alivio y aprobación y le dijo:
—Me alegro de que hoy no te hayas pasado tres horas almorzando, Had.
El viejo tenía sus dudas sobre la conveniencia de que te unieras al grupo esta
noche.
Hadley Purvis sintió de inmediato un enorme disgusto. Normalmente le
gustaba Bill Hunter, a pesar de su aura de oportunismo y la cauta ambición
que le había permitido hacerse íntimo del jefe de la agencia en muy poco
tiempo.
—Y entonces tú le dijiste: «Señor Driscoll, si Had Purvis no puede ir a la
fiesta, yo tampoco voy». Y él no tuvo más remedio que ceder.
Observó cómo Bill Hunter se ruborizaba.
—No ha sido así, Had, pero te diré lo que sucedió. Me preguntó si creía
que te portarías bien esta noche, y le dije que estaba seguro de que
comprenderías la importancia de la ocasión, recordándole que los de Detroit
te conocen y les gustó el trabajo que hiciste en la campaña de primavera. Así
que si te apartas de la línea, a mí tampoco va a beneficiarme.
—Y ésa es tu principal consideración, naturalmente. Hunter le miró con
una expresión de enojo e impotencia. —Maldita sea, Had…
—Puedes tranquilizar a tu corazoncito. Te aseguro que no me saldré de
madre.
Bill Hunter salió del despacho. Cuando se hubo ido, Hadley se empeñó en
creer que había sido un pequeño y divertido interludio, pero no pudo. Seguía
sintiéndose resentido. Le enojaba que le trataran como a un niño, y
sospechaba que Hunter había llamado la atención de Driscoll sobre el asunto,

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diciéndole con mucha naturalidad: «Confío en que Purvis no nos dé un
pequeño espectáculo esta noche».
No era probable que el viejo hubiera sacado aquello a colación. Hadley
tenía la impresión de que aquel hombre le tenía un verdadero aprecio. Se
habían reído juntos en bastantes ocasiones, y las suyas eran risas de adultos,
que rebasaban un poco la capacidad de un muchacho explorador como
Hunter.
A las cinco se aseó, bajó al vestíbulo y compartió un taxi con Davey
Tidmarsh, el único de los chicos nuevos a quien habían invitado, por lo cual
estaba muy entusiasmado. Era un muchacho simpático y a Hadley le gustaba.
Davey quiso saber cómo sería la fiesta, y Hadley se lo explicó en el taxi.
—Nos van a superar considerablemente en número. Estará todo el
batallón de Detroit y también la gente del banco. Se hará con una seriedad
enorme y mucho gusto. Esto es una presentación previa, y es posible que
hayan instalado una maqueta. La idea es que todos nos entusiasmemos con el
nuevo modelo. Entonces, cuando todos estemos excitados, pondremos en
marcha dos grandes promociones. La primera es una feria que usarán para
vender los nuevos modelos a los concesionarios y entusiasmarlos a todos. Eso
será dentro de unos cuatro meses. La segunda promoción será la campaña
para vender los coches al público. El secreto será un gran fetiche, Davey, y
habrá guardias de la compañía, uniformados y armados.
Todo fue tal como él había previsto, sólo un poco mayor y más recargado
que el año anterior. Todo parecía mayor y más recargado a cada año que
pasaba. La fiesta tuvo lugar en el último piso del hotel, en una de las salas de
convenciones de tamaño mediano. Comprobaron minuciosamente su
identidad a la entrada, y a cada uno le dieron un distintivo numerado con su
nombre. En el lado izquierdo de la sala había una barra de bar de veinte
metros de largo, y a lo largo de la pared derecha estaba la larga mesa donde se
dispondría el bufé. Había un rumor viril de animadas conversaciones y una
azulada neblina de humo. Hadley saludó con la cabeza y sonrió a las personas
conocidas, mientras se dirigían al bar. Con un vaso en la mano, se dirigió a la
sala contigua —tras una nueva comprobación a la puerta— para mirar la
maqueta.
Hadley tuvo que admitir que estaba muy bien hecha. Su tamaño era una
tercera parte del automóvil real, y giraba lentamente sobre un pedestal que le
llegaba hasta el pecho. Era un descapotable rojo y blanco con una portezuela
abierta, y el figurín de una muchacha en traje de baño junto a él. Tanto la
chica como el modelo estaban iluminados por una excelente imitación de la

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luz solar. Hadley miró a la chica, maravillándose del primor con que habían
reproducido la pátina del bronceado. Mientras contemplaba el maniquí, pensó
en Sarah y sintió una cálida oleada de ternura hacia ella, tuvo la sensación de
que le daba suerte y que, con ella, jamás nada podría salir mal.
Observó las líneas del coche giratorio y, con la soltura que le
proporcionaba una larga práctica, ideó unas frases que serían adecuadas para
anunciarlo. Se hizo a un lado y contempló durante un rato el placer
manufacturado de quienes veían el modelo por primera vez. Apuró el vaso y
se encaminó al bar. Con el primer trago, los últimos restos de irritación con
Bill Hunter habían desaparecido. En cuanto tuvo una nueva bebida en la
mano, miró a Bill y le dijo:
—Soy el hombre que refunfuñó esta tarde.
—No ha sido nada —dijo Hunter con presteza y cierto distanciamiento—.
Perdóname, Had. Hay alguien allí a quien quiero saludar.
Hadley se acomodó ante la barra. No estuvo solo durante mucho tiempo.
Al cabo de diez minutos era el centro de un grupo de seis o siete personas. Le
encantaban aquellas ocasiones en que le buscaban por sus cualidades para
entretener. Las bebidas le llevaban con rapidez al momento en que, sin
esfuerzo, resultaba divertido. Las frases agudas se le ocurrían con rapidez,
casi sin pensar. Los demás se reían con él y apreciaban su ingenio, y él se
sentía bien, sabiendo que le tenían afecto.
Recordó que surgieron unas leves advertencias en el fondo de su mente,
pero no les hizo caso. Ya sabría cuándo tenía que detenerse. Contó la
anécdota de Jimmy, Jackie y la tarjeta perforada allá en Shor’s, y supo que la
había contado bien, que se estaba divirtiendo y que todo lo tenía
perfectamente bajo control.
Pero más allá de ese momento, la memoria le fallaba, perdía continuidad,
se volvía episódica; cada escena era bastante brillante en sí misma, pero
estaba separada de las demás escenas por una grisura en la que podía penetrar.
Seguía en el bar y su público se había reducido a una sola persona, un
hombre menudo al que conocía, que se tambaleaba y se cogía del borde de la
barra. Él trataba de hacerle comprender alguna cosa a aquel hombre, que no
cesaba de menear la cabeza. Hunter se le acercó, le cogió del brazo y le dijo:
—Had, tienes que comer algo. En seguida van a retirar el bufé.
—Sonríe, camarada, cuando emplees la palabra «tienes».
—Siéntate y te traeré un plato.
—Que no se diga nunca que Hadley Purvis no pudo abrirse paso a través
de una maciza pared de bufé.

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Mientras Hunter le tiraba del brazo, Hadley apuró el vaso, lo dejó sobre la
barra con sumo cuidado y se dirigió al bufé, zafando el brazo de la presa de
Hunter. Cogió un plato y miró la comida. No tema ningún deseo de comer.
Miró atrás y vio que Hunter le observaba. Se encogió de hombros y recorrió
la larga mesa.
Entonces recordó otra cosa. Estaba allí de pie, con el plato en la mano.
Miró hacia donde estaba Bill Hunter y vio que éste le hacía unas señas
frenéticas. Hadley le hizo caso y se dirigió adonde estaba Driscoll con la
plana mayor de Detroit. Le divirtió la expresión aprensiva del rostro de
Driscoll, pero se sentó a la mesa y el viejo tuvo que presentarle.
Recordó algo posterior. Había dejado caer un trozo de comida de su
tenedor. Lo cogió de nuevo y, al alzar la vista, vio una expresión de disgusto
en el rostro del hombre más importante de Detroit, un señor calvo y de
aspecto poderoso, con el rostro rojizo y unos ojillos azules y brillantes.
Recordó que se había puesto a reflexionar sobre aquella expresión de
disgusto. Los otros hablaban y él comía tercamente. Se dijo que le
considerarían un payaso, que era lo bastante bueno para hacerles reír, pero
nada más. No le creerían capaz de un pensamiento profundo.
Recordó que Driscoll frunció el ceño cuando intervino en la conversación,
dirigiéndose al hombre calvo de Detroit y procurando pronunciar cada palabra
claramente, sin farfullar.
—Es una bonita maqueta, y hará que muchos vehículos parezcan viejos
antes de hora. Tal como yo lo veo, vivimos en una época en que las cosas se
vuelven obsoletas con una rapidez artificial. La honestidad ha desaparecido
del producto americano. El gran dios es la producción, así que todos ustedes,
los fabricantes, se esfuerzan para hacer un producto que se gaste, se rompa,
no dure o, como su coche, se queden en seguida anticuados. Es el viejo juego
de timar al consumidor. Ustedes tienen la mano en su bolsillo y nosotros la
tenemos en el suyo.
Recordó su discursito con vivacidad, y le conmocionó. Tal vez era cierto,
pero aquel no era el momento ni el lugar adecuado para decir tales cosas, no
en una reunión festiva, donde todos se congratulaban por el magnífico y
flamante producto nuevo que iban a vender. Sintió que le ardían las mejillas
mientras recordaba sus propias palabras. ¡Vaya cosa había dicho delante de
Driscoll! Iban a ser necesarias las excusas más abyectas.
No podía recordar la reacción del hombre de Detroit, o la reacción
inmediata de Driscoll. No recordaba nada más de lo que había hecho o dicho
en aquella mesa. El siguiente episodio era que volvía a estar en el bar, vaso en

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mano, con Hunter a su lado, hablándole tan seriamente que casi se le saltaban
las lágrimas.
—¡Dios mío, Had! ¿Qué has dicho? Nunca le he visto tan enfadado.
—Dile que se vaya a hacer algo innombrable. Me he limitado a decirles
unas cuantas cosas tan claras como elementales. Y ahora quiero animar un
poco esa pequeña orquesta.
—Deja la música en paz y vete a casa, por favor. Vete a casa, Had.
Había otra brecha, y luego recordaba una discusión con el batería. El
hombre parecía curiosamente poco dispuesto a soltar los tambores. Un
camarero le cogió el brazo.
—¿Qué mosca le ha picado? —le preguntó Hadley, enojado—. Sólo
quiero enseñarle a este payaso cómo se mantiene el ritmo más alto.
—Un caballero desea verle, señor. Está en el guardarropa. Me ha pedido
que le acompañe.
Driscoll estaba en el guardarropa, y se acercó a él.
—No abra la boca, Purvis. Limítese a escucharme atentamente mientras
trato de meter algo en su cráneo borracho. ¿Puede entender lo que le digo?
—Claro que puedo…
—¡Cállese! Es posible que nos haya hecho perder el negocio con su
discurso. Ese hombre me ha dicho que desconocía el hecho de que yo
contrataba comunistas. Dijo que las críticas del modo de vida norteamericano
le ponen físicamente enfermo. ¿Sabe lo que voy a decirle dentro de un
momento?
—No.
—Pues voy a decirle que le he hecho salir de aquí, le he despedido y le he
mandado a casa. Entiéndalo bien. Es un intento de salvar el contrato. Y
aunque no lo fuera, le despediría igualmente, y lo haría en persona. Hasta
ahora creía que eso me resultaría penoso, pues le conozco desde hace largo
tiempo. Pero la verdad, Purvis, es que me gusta hacer esto. Es un magnífico
alivio desembarazarse de usted. No abra la boca. No volvería a admitirle
aunque trabajara gratis. No vuelva por la agencia. No se presente mañana. Le
diré a una chica que recoja sus pertenencias y se las enviaré con un
mensajero, junto con el cheque. Mañana lo recibirá todo antes del mediodía.
Es usted un hombre inteligente, Purvis, pero esta ciudad está llena de hombres
inteligentes que pueden aguantar el licor. Adiós.
Driscoll giró sobre sus talones y se dirigió a la sala. Hadley recordó que la
conmoción había penetrado en la neblina del licor que envolvía su cabeza.
Recordó que se había quedado allí y que había podido ver a dos hombres que

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instalaban un proyector, y lo único que podía pensar era en cómo se lo diría a
Sarah y lo que probablemente diría ella.
Y, sin transición, el recuerdo le hizo verse en la zona de Times Square,
camino de su casa. La acera se inclinaba inesperadamente, y cada vez tenía
que dar un bandazo para recuperar el equilibrio. El brillo de las luces le hería
los ojos, el corazón le latía con fuerza, sentía que le faltaba la respiración.
Se detuvo y miró el escaparate de una tienda de prendas masculinas que
aún estaba abierta. Un cartel en la puerta decía «ABIERTO HASTA
MEDIANOCHE». Consultó su reloj: eran poco más de las once. Había
imaginado que sería mucho más tarde. De súbito, le resultó imperativo
demostrar —a sí mismo y a un desconocido— que no estaba en absoluto
borracho. Si podía demostrar eso, entonces sabría que Driscoll le había
despedido no por estar borracho, sino por sus opiniones. ¿Y quién querría
seguir en un puesto de trabajo en el que no se le permitía tener opiniones?
Hizo acopio de todas sus fuerzas y miró atentamente el escaparate. Vio
una corbata de lana gris con una figura diminuta bordada en rojo oscuro. Los
dibujitos bordados tenían una forma de comas. Decidió que aquella corbata le
gustaba muchísimo. El precio de las corbatas en aquel ángulo del escaparate
era de tres dólares cincuenta. Comprobó su estabilidad, se aclaró la garganta y
entró en la tienda.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches. Quisiera esa corbata del escaparate, esa gris de la
izquierda, la que tiene un dibujito rojo oscuro.
—¿Es tan amable de enseñarme cuál, señor?
—Claro.
Hadley la señaló. El tendero cogió una igual de un perchero.
—¿La quiere en una caja o puedo ponerla en una bolsa?
—Una bolsa bastará.
—Es una corbata muy bonita.
Le dio al tendero un billete de cinco dólares, y el hombre le devolvió el
cambio.
—Gracias, señor. Buenas noches.
—Buenas noches.
Salió a la calle caminando con firmeza, con la bolsa en la mano. Nadie
podría haberlo hecho mejor. Había sido una compra muy metódica. Si alguna
vez necesitaba una prueba de su estado, el tendero le recordaría. «Sí, recuerdo
al caballero. Entró poco antes de la hora de cierre y compró una corbata gris.

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¿Sobrio? Quizás había tomado una o dos copas, pero estaba tan sobrio como
un juez».
Y en algún lugar entre la tienda y su casa cesaban todos los recuerdos.
Tenía una vaga impresión de que había discutido con Sarah, pero no estaba
nada clara. Quizá porque la escena al llegar a casa había llegado a ser
demasiado frecuente para ellos.
Se secó vigorosamente con una toalla áspera y fue al dormitorio. Cuando
pensó en el trabajo que había perdido, sintió una punzada de pánico. No le
sería fácil encontrar otro empleo. Uno igual de bueno podría ser imposible. La
suya era una profesión que se alimentaba del chismorreo.
Tal vez había sido beneficioso, pues le obligaría a cambiar, quizás a
mudarse a otra ciudad y emprender una nueva vida. Tal vez podrían recuperar
algo que habían perdido en el último año, más o menos. Pero sabía que
silbaba en la oscuridad. Tenía miedo. Aquella era la peor de todas las
mañanas después de una borrachera.
Sin embargo, incluso esa certeza estaba difuminada por el peculiar aroma
de irrealidad que se adhería a todas sus resacas matinales. Los sueños siempre
eran vividos, tanto que llegaban a confundirse con la realidad. Se concentró
en estudiar la textura del recuerdo del rostro de Driscoll y el resultado fue una
disminución de su esperanza de que lo hubiera soñado.
Entró en el dormitorio y sacó una muda del cajón. Por asociación de ideas
pensó de nuevo en la corbata que había comprado. Le parecía extraño que esa
menudencia tuviera semejante importancia retroactiva. Las ropas que había
llevado estaban donde las había dejado caer, al lado de la cama. Las recogió,
vació los bolsillos del traje y descubrió una gran mancha de vómito seco en la
solapa de la chaqueta. No recordaba haberse encontrado mal. Había un
desgarrón triangular en la rodilla izquierda de los pantalones, y entonces notó
por primera vez que se había despellejado la rodilla. No podía recordar que se
hubiera caído. La corbata no estaba en el bolsillo del traje. Empezó a
preguntarse si habría soñado lo de la dichosa corbata. En el fondo de su mente
había una imagen espectral de algún otro sueño acerca de una corbata.
Decidió que iría a la oficina. No veía qué otra cosa podría hacer. Si su
recuerdo de lo que Driscoll había dicho era exacto, tal vez para entonces el
jefe ya se habría aplacado. Cuando fue a seleccionar una corbata, después de
afeitarse cuidadosamente, buscó la nueva en el perchero. No estaba allí.
Mientras se hacía el nudo de la que había escogido, observó una bola de papel
estrujado en el suelo, al lado de la papelera. Lo recogió, lo extendió, leyó el

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nombre de la tienda impreso en él y supo que la compra de la corbata había
sido real.
Cuando estuvo totalmente vestido, todavía no eran las ocho de la mañana.
No se sentía bien, aunque había disminuido la intensidad del dolor de cabeza.
Le temblaban las manos y tenía una sensación de debilidad en las piernas.
Era hora de enfrentarse a Sarah. Sabía que le había visto la noche anterior.
Probablemente estaba en cama, le había oído entrar, se había levantado como
de costumbre y, sin duda, había armado una escena. Confiaba en que no le
había dicho lo de la pérdida de su empleo. No obstante, si eso había sido un
sueño, no podía habérselo dicho. Si se lo había dicho, sería prueba de que no
se había tratado de un sueño. Cruzó el baño y entró en el dormitorio de su
mujer, caminando con cuidado. La cama había sido usada, y las ropas estaban
separadas, tal como ella las había dejado al levantarse.
Cruzó el corto pasillo hasta la pequeña cocina. Sarah no estaba allí.
Empezó a intrigarle la ausencia de su mujer. No creía que la discusión hubiera
sido tan grave que ella se hubiera vestido y tomado el portante. Echó unas
cucharadas de café en el filtro y colocó el recipiente sobre el fuego. Bebió un
gran vaso de zumo de naranja. La quietud del apartamento no parecía natural.
Se sirvió otro vaso, tomó la mitad y cruzó el vestíbulo hasta la sala de estar.
Se detuvo en la entrada, pues vio la corbata, reconoció su pequeño dibujo.
Se quedó allí inmóvil, con el vaso en la mano, y miró la corbata. Estaba
fuertemente anudada, y por encima del nudo, descansando en el brazo del
sillón, estaba el rostro yerto e inefable de Sarah, un rostro con la tonalidad
brillante de una berenjena fresca.

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«J»

Ed McBain

La serie del Distrito 87, de Ed McBain, alter ego del


novelista Evan Hunter, es sin duda el mejor grupo de
narraciones policiales debidas a un escritor norteamericano (y
podría discutirse si es el más logrado entre todos los de su
género en cualquier idioma). Entre sus muchas virtudes figura
una meticulosa atención a los detalles procesales, una
caracterización soberbia, perspicaces comentarios sobre la
sociedad y un realismo que no ha sido superado. Hasta la fecha
se han publicado treinta y cuatro novelas y una compilación de
la saga de Steve Carella, Meyer Meyer, Cotton Hawes y los
demás miembros de la Brigada 87. «J», que forma parte de un
grupo de relatos más breves en la serie, es una mordaz y
memorable novela corta sobre la búsqueda que efectúa la
brigada del brutal asesino de un rabino.

Era el primero de abril, día de las inocentadas. Además, era sábado y vigilia
de Pascua.
La muerte no debería haber hecho acto de presencia, pero allí estaba. Y,
tras haber venido, quizá se justificaba en su confusión. Aquel era el día de las
inocentadas, el de las bromas pesadas. Al día siguiente sería Pascua, el día del
bonete y el huevo, el día del desfile primaveral con galas y ringorrangos.
Cierto, en algunos barrios de la ciudad se rumoreaba que el domingo de

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Pascua tenía algo que ver con una clase diferente de desfile en un lugar
llamado Calvario, pero había transcurrido mucho tiempo desde que se vetó la
muerte, declarándola fútil y vacía, y la memoria de la gente es corta, sobre
todo cuando hay vacaciones de por medio.
Aquel día la muerte era muy evidente, y claramente confundida. Se estaba
esforzando por reconciliar los aderezos de dos festividades —o quizá tres— y
lo único que lograba era producir una mezcla distorsionada.
El joven que yacía boca arriba en el callejón vestía de negro, como si
hubiera asistido a un funeral, pero sobre el negro, como una contradicción,
había un excelente chal de seda orlada en ambos extremos. Parecía haberse
vestido para la primavera, pero aquel era el día de las inocentadas y la muerte
no pudo resistir la tentación.
El negro estaba puntuado de rojo, azul y blanco. El suelo adoquinado del
callejón mostraba el mismo esquema decorativo, rojo, azul y blanco,
esparcidos en un alegre abandono primaveral. Dos cubos de pintura volcados,
blanca la de uno, azul la del otro, parecían haber rebotado en la pared del
edificio y descansaban desordenadamente sobre el suelo del callejón. Los
zapatos del hombre estaban manchados de pintura; su atuendo negro estaba
cubierto de pintura, tenía las manos empapadas de pintura. Azul y blanco,
blanco y azul, su negro atuendo, su bufanda de seda, el suelo del callejón, la
pared de ladrillo del edificio ante el que yacía…, todo estaba manchado de
azul y blanco.
El tercer color no armonizaba bien con los otros.
El tercer color era rojo, demasiado primario y brillante.
El tercer color no procedía de una lata de pintura, sino que aún brotaba
libremente de dos docenas de heridas abiertas en el pecho, el estómago, el
cuello, el rostro y las manos del hombre, manchando el traje negro y el chal
de seda extendiéndose en un charco rojo brillante en el suelo del callejón,
difuminando la pintura con el color de la puesta del sol, mezclándose con la
pintura, pero sin hacerlo bien, extendiéndose hasta tocar el pie de la escalera
tendida de través a lo largo de la pared, rodeando la brocha que yacía en la
base de la pared. Las cerdas de la brocha estaban todavía húmedas de pintura
blanca. La sangre del hombre tocó las cerdas y luego se deslizó hacia la línea
de cemento donde la pared de ladrillo tocaba los adoquines del callejón,
formando un arroyo que fluía lentamente hacia la calle.
Alguien había puesto su firma en la pared. Alguien había pintado, con
pintura blanca brillante, una sola letra: J. Nada más, sólo J.
La sangre corría por el callejón hacia la calle.

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Caía la noche.
Al detective Cotton Hawes le gustaba tomar té. Había adquirido el hábito
de su padre, el clérigo, el hombre que le bautizó con el nombre de Cotton
Mather, el último de los puritanos agresivos. Por las tardes, el buen reverendo
Jeremiah Hawes recibía a los miembros de su congregación y servía té y
pastas que su esposa, Matilda, preparaba en el horno de la vieja cocina de
hierro. De chico, a Cotton Hawes le habían permitido tomar el té con la
congregación, lo cual le creó un hábito que nunca había abandonado.
A las ocho de las tarde del primero de abril, mientras un joven yacía en un
callejón con dos docenas de heridas sangrantes, sin que se apercibieran de su
presencia los transeúntes que pasaban por la calle, más abajo, Hawes estaba
sentado tomando té. De muchacho trasegaba el brebaje caliente en el estudio
forrado de libros en la parte trasera de la casa parroquial, una mezcla de
Oolong y Pekoe que su madre preparaba en la cocina y servía en tazas
inglesas de porcelana, heredadas de su abuela. Aquella noche estaba sentado
en la sala, un tanto mugrienta y deteriorada, de la brigada del Distrito 87, y
tomaba en un recipiente de plástico el té que Al Miscolo había preparado en
la oficina. Era té caliente, y eso era más o menos lo máximo que podía decir
de aquel líquido.
Las ventanas abiertas de la sala, cubiertas de tela metálica, dejaban entrar
una suave brisa primaveral procedente de Grover Park, al otro lado de la calle,
una brisa cálida y seductora que le infundía deseos de salir a la calle. Era
criminal estar aprisionado en una noche así, y también aburrido. Aparte de la
denuncia de una esposa por malos tratos de su marido, que en aquel mismo
momento verificaba Steve Carella, el teléfono había permanecido
siniestramente silencioso. En la quietud de la sala, Hawes había podido
mecanografiar tres informes retrasados, dos vales de gasolina y un aviso para
fijar en el tablón de anuncios, recordando a los hombres de la brigada que
estaban a primeros de mes y cada uno tenía que aflojar cincuenta centavos
para el mantenimiento de la improvisada cocina de Al Miscolo. También
había leído media docena de empresas descabelladas del FBI y anotado en su
negro cuadernillo de notas los números de matrícula de otros dos coches
robados.
Ahora estaba sentado, tomando un té insípido, y preguntándose por los
motivos de aquella calma. Suponía que la tranquilidad tenía algo que ver con
la Pascua. Tal vez al día siguiente habría una ceremonia de danza del huevo
en la calle Doce Sur. Quizá todos los criminales de hecho y en potencia del
Distrito 87 estaban en sus casas, coloreando huevos. Sonrió y tomó otro sorbo

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de té. Desde la oficina administrativa, más allá de la divisoria de rejilla que
separaba la brigada del pasillo, podía oír el ruido de la máquina de escribir de
Miscolo. Por encima de ese ruido, procedente de los escalones metálicos que
conducían al piso superior, oyó ruidos de pasos. Se volvió hacia el pasillo en
el mismo momento en que Steve Carella entraba por el extremo opuesto.
Carella avanzó hacia la divisoria con un aire tranquilo, imperturbable; era
un hombre corpulento que se movía con una precisión atlética. Empujó la
puerta, se encaminó a su mesa, se quitó la chaqueta, aflojó la corbata y
desabrochó el botón superior de la camisa.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Hawes.
—Lo mismo que ocurre siempre —dijo Carella. Exhaló un profundo
suspiro y se pasó la mano por el rostro—. ¿Queda algo de café?
—Estoy bebiendo té.
—¡Eh, Miscolo! —gritó Carella—. ¿Queda café?
—¡Le echaré un poco más de agua! —replicó Miscolo.
—Bueno, ¿qué ha sucedido? —inquirió Hawes.
—La vieja canción de siempre. Es una pérdida de tiempo ir a investigar
esas denuncias de esposas apaleadas. Ni una sola vez he sacado nada en claro.
—No querrá ir muy lejos en las acusaciones —dijo Hawes, que conocía
ese tipo de casos.
—Ni hablar de acusaciones. Según ella, ni siquiera le pegó. La nariz le
sangraba y tema un moratón en un ojo del tamaño de medio dólar, y fue ella
misma quien llamó a gritos a la patrulla… Pero, en cuanto llegué, allí todo era
paz y armonía. —Carella meneó la cabeza—. ¿Una paliza, oficial? —imitó
con una voz chillona—. Debe de estar confundido, oficial. Mi marido es un
hombre bueno, amable, cariñoso. Estamos casados desde hace veinte años, y
nunca me ha puesto un dedo encima. Debe de estar equivocado, señor.
—Entonces, ¿quién llamó a gritos a la policía? —preguntó Hawes.
—Eso es lo mismo que le dije.
—¿Y qué respondió?
—Dijo: «Sólo teníamos una pequeña discusión familiar». El tipo casi le
arrancó tres dientes, pero eso es sólo una pequeña discusión familiar.
Entonces le pregunté por qué le sangraba la nariz y tenía un ojo a la funerala,
y ella, fíjate en esto, Cotton, dijo que se lo había hecho planchando.
—¿Qué?
—Planchando.
—Pero, ¿cómo diablos…?

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—Dijo que la tabla de planchar se cayó y la plancha saltó y le golpeó el
ojo, mientras que una de las patas de la tabla le golpeaba la nariz. Cuando me
marché, ella y su marido parecían dispuestos a irse por segunda vez de luna
de miel. La mujer le abrazaba y él deslizaba la mano por debajo de su vestido,
así que preferí venirme aquí, donde el ambiente no es tan sexy.
—Buena idea —dijo Hawes.
—¡Eh, Miscolo! —gritó Carella—. ¿Dónde está ese café?, ¿eh?
—¡Si vigilas la olla el agua nunca hierve! —replicó astutamente Miscolo.
—Vaya, tenemos a George Bernard Shaw en la oficina —comentó Carella
—. ¿Ha ocurrido algo desde que me fui?
—Nada, ni un atisbo.
—También las calles están tranquilas —dijo Carella, súbitamente
pensativo.
—Antes de la tormenta —sugirió Hawes.
—Hummm.
La sala de la brigada volvió a quedar en silencio. Desde el otro lado de la
ventana les llegaba la miríada de sonidos de la ciudad, las bocinas de los
coches, los gritos ahogados, el estrépito de los autobuses, la canción que
tarareaba una chiquilla al pasar por delante de la comisaría.
—Bueno, supongo que debería mecanografiar algunos informes atrasados
—dijo Carella.
Sin levantarse de la silla, se dirigió a uno de los carritos con una máquina
de escribir encima, cogió de su mesa tres informes de la División de
Detectives, insertó un papel carbón entre dos de las hojas y empezó a escribir.
Hawes contempló las luces distantes de los edificios Isola y aspiró una
bocanada del aire primaveral que se filtraba por la tela metálica.
Se preguntó por qué estaba todo tan tranquilo.
Se preguntó qué estaría haciendo exactamente toda aquella gente allí
afuera.

Algunas de aquellas personas gastaban las bromas habituales el día de las


inocentadas. Algunas se preparaban para el día siguiente, que era el domingo
de Pascua. Y otras celebraban una tercera y antigua fiesta conocida como
Pascua de los hebreos. Esa es una coincidencia que le podría hacer a uno
especular sobre la similitud de religiones diferentes y la existencia de un
único Dios todopoderoso y toda esa clase de cuestiones místicas, si uno se
sintiera inclinado hacia la especulación. Especulador o no, no es necesario ser

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un gran detective para consultar un calendario y descubrir la coincidencia,
tanto si la tomas como si la dejas. Tanto si eres budista como ateo o
adventista del séptimo día, has de admitir que hay algo muy democrático y
saludable en que la Pascua cristiana y la hebrea coincidan como lo hacen,
algo que daba un aire festivo a toda la ciudad. Judíos y cristianos por igual,
debido a una equivalencia casual de los calendarios cristiano y hebreo,
celebraban festividades importantes casi al mismo tiempo. La Pascua de los
hebreos había comenzado oficialmente con la puesta del sol del viernes,
treinta y uno de marzo, otra coincidencia, ya que la Pascua hebrea no siempre
caía en el sábado judío; pero aquel año coincidía con el Sabbath, y aquella
noche era el primero de abril y tendría lugar el tradicional servicio seder, la
representación anual de la liberación de los judíos de la esclavitud en Egipto,
que se observaba en los hogares judíos de toda la ciudad.
El detective Meyer Meyer era judío.
O, por lo menos, creía que era judío. A veces no estaba seguro del todo,
porque, como a veces se preguntaba a sí mismo, si era efectivamente judío,
¿por qué no había visto el interior de una sinagoga en veinte años? ¿Y por qué
sus dos platos favoritos eran cerdo asado y langosta a la parrilla, ambas
prohibidas por las leyes de la religión referentes a los alimentos? Y si era
realmente judío, ¿cómo había permitido que su hijo Alan —que tenía trece
años y el mes anterior había pasado por la ceremonia de la bar mitzvah—
jugara a intercambiar cartas de amor con Alice McCarthy, que era tan
irlandesa como un trébol de cuatro hojas?
A veces, Meyer se sentía confuso.
Aquella noche, la del segundo seder, sentado a la cabecera de la mesa
tradicional, no sabía con exactitud cómo se sentía. Miró a su familia, a Sarah
y los tres niños, y luego miró la mesa seder, decorada festivamente con un
centro de flores, velas encendidas y la gran bandeja que contenía los objetos
tradicionales: tres panes ácimos, un hueso y un huevo cocidos, hierbas
amargas, charoses, puerros… Él continuaba sin saber exactamente cómo se
sentía. Aspiró hondo y empezó a rezar:
—Y atardeció y amaneció: día sexto. Concluyéronse, pues, los cielos y la
tierra y todo su aparato, y dio por concluida Dios en el séptimo día la labor
que había hecho, y cesó en el día séptimo de toda la labor que hiciera. Y
bendijo Dios el séptimo día y lo santificó; porque en él cesó Dios de toda la
obra creadora que Dios había hecho.
Estas palabras tenían una cierta belleza, y permanecieron en su mente
durante la ceremonia, mientras describía los diversos objetos que estaban

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sobre la mesa y su simbólico significado. Cuando alzó el plato que contenía el
hueso y el huevo, todos los que estaban sentados alrededor de la mesa
cogieron el plato, y Meyer dijo:
—Éste es el pan de la aflicción que nuestros antepasados comieron en la
tierra de Egipto; que quienes tienen hambre entren y coman de él, y que todos
los afligidos vengan y celebren la Pascua.
Hablaba de sus antepasados, pero se preguntaba quién era él…, su
descendiente.
—¿En qué se distingue esta noche de todas las demás? —preguntó—. En
cualquier otra noche podemos comer pan con levadura o sin ella, pero esta
noche sólo comemos pan sin levadura; todas las demás noches podemos
comer cualquier clase de hierbas, pero esta noche sólo hierbas amargas…
Sonó el teléfono. Meyer dejó de hablar y miró a su esposa. Por un
momento, ambos parecieron reacios a romper el hechizo de la ceremonia. Y
entonces Meyer se encogió de hombros con un ligero gesto, apenas
discernible. Camino del teléfono, quizá recordaba que primero era un policía
y sólo en segundo lugar un judío.
—¿Diga?
—Meyer, soy Cotton Hawes.
—¿Qué ocurre, Cotton?
—Mira, ya sé que es tu fiesta…
—¿Cuál es el problema?
—Ha habido un asesinato —dijo Hawes.
En un tono cargado de paciencia, Meyer replicó:
—Siempre tenemos un asesinato.
—Este es diferente. Hace cinco minutos llamó un patrullero. Han cosido a
puñaladas a un hombre, en el callejón detrás…
—No entiendo, Cotton —dijo Meyer—. Cambié el servicio con Steve.
¿No se ha presentado?
—¿Qué pasa, Meyer? —preguntó Sarah desde el comedor.
—Nada, nada —respondió él—. ¿No está ahí Steve? —preguntó a Hawes,
en tono irritado.
—Claro, ha ido a verificar la denuncia, pero ése no es el caso.
—¿Cuál es el caso? —inquirió Meyer—. Estaba en medio de…
—Te necesitamos en este asunto. Mira, lo siento de veras, pero hay ciertos
aspectos… Meyer, ese individuo que encontraron en el callejón…
—Bueno, ¿qué pasa con ese tipo?
—Creemos que es un rabino —dijo Hawes.

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2

El sacristán del Centro Judío de Isola se llamaba Yirmiyahu Cohen, y se


presentó como shamash, palabra judía que significa sacristán. Era un hombre
alto y delgado que rondaba los sesenta años, que llevaba un sombrío traje
negro y un casquete en el momento en que él, Carella y Meyer entraron de
nuevo en la sinagoga.
Momentos antes, los tres habían estado en el callejón detrás de la
sinagoga, contemplando el cuerpo del rabino muerto y el charco de sangre
que le rodeaba. Yirmiyahu no había podido contener las lágrimas, que
brotaban de sus ojos cerrados, incapaz de mirar al muerto que había sido el
jefe espiritual de la comunidad judía. Carella y Meyer, que eran policías
desde hacía mucho tiempo, no habían llorado.
La visión de la víctima de un asesinato a cuchilladas es lo bastante
horrenda para hacer llorar. El traje negro del rabino y el chal de oraciones
orlado estaban empapados en sangre, pero afortunadamente ocultaban las
múltiples heridas en el pecho y el abdomen, heridas que más tarde serían
examinadas en el depósito de cadáveres para su descripción externa: número,
situación, dimensión, forma de perforación y dirección y profundidad de
penetración. Dado que el veinticinco por ciento de las cuchilladas mortales se
deben a penetración cardiaca, y puesto que había un feroz conjunto de
cuchilladas y una masa pastosa de sangre en coagulación cerca o alrededor
del corazón del rabino, los dos detectives supusieron automáticamente que
una cuchillada en el corazón había sido la causa de la muerte; se alegraron de
que el rabino estuviera totalmente vestido. Ambos habían visitado el depósito
y visto cuerpos desnudos apuñalados que ya no sangraban, puesto que toda la
sangre y la vida les habían abandonado, y cuya piel estaba desgarrada como el
paño más fino, el suave interior del cuerpo privado de su carne protectora,
vuelta hacia afuera, expuesta, las heridas tiernas y abiertas, habían
contemplado la evisceración conteniendo los deseos de vomitar.
También el rabino había poseído carne, y por lo menos parte de ella había
estado expuesta a la furia de su atacante. Mientras miraban al muerto, ni
Carella ni Meyer deseaban llorar, pero sus ojos se estrecharon un poco y
sintieron una peculiar sequedad en la garganta, porque la muerte por arma
blanca es algo aterrador. Quienquiera que fuese el autor del crimen, había
usado el cuchillo con un aparente frenesí. Las únicas zonas expuestas del
cuerpo del rabino eran las manos, el cuello y el rostro, y estas partes, más que
las incisiones en apariencia fatales escondidas bajo el traje negro y el chal de

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oraciones, clamaban en la noche que se había cometido un crimen sangriento.
La garganta del rabino mostraba dos cortes superficiales que casi parecían
producidos por una vacilación suicida. Un corte horizontal más profundo en
el cuello había dejado la tráquea al descubierto, junto con la carótida y la
yugular, pero estos vasos no parecían cortados, por lo menos no a los ojos de
unos legos como Carella y Meyer. Había cortes alrededor de los ojos del
rabino y otro que cruzaba el puente de la nariz.
Pero las heridas que hicieron a Carella y Meyer apartarse del cuerpo, eran
los cortes de las manos. Sabían que se habían producido cuando el hombre
intentó defenderse, y eran más expresivos que todas las demás heridas, pues
reconstruían de inmediato la imagen de un hombre desarmado debatiéndose
para protegerse de la hoja blandida por un asesino implacable, alzando las
manos en inútil gesto defensivo, y los dedos estaban cortados y colgaban, las
palmas convertidas en jirones de carne. En el extremo del callejón, el
patrullero que había sido el primero en llegar al escenario del crimen
identificaba el cuerpo ante el forense, como el que había encontrado. Otro
policía hacía retroceder a los curiosos detrás de la barrera que habían formado
a la entrada del callejón. Los muchachos del laboratorio y los fotógrafos ya
habían dado comienzo a su tarea.
Carella y Meyer se sintieron aliviados al estar de nuevo dentro de la
sinagoga.

La estancia estaba silenciosa y vacía; era una casa de oración sin que en aquel
momento hubiera ningún orador. Los hombres se sentaron en unas sillas
plegables, en aquella sala grande y desierta donde la luz eterna ardía sobre el
arca donde se guardaban la Torá y los cinco libros de Moisés. Delante del
arca y a cada lado estaban los candelabros encendidos, los menorá, que se
encuentran tradicionalmente en toda casa de oración judía.
El detective Steve Carella inició la letanía de otra tradición. Sacó su
cuaderno de notas, apoyó el lápiz sobre una página en blanco, se volvió hacia
Yirmiyahu y empezó a hacerle preguntas siguiendo una pauta que se había
hecho clásica a fuerza de repetirla.
—¿Cómo se llamaba el rabino?
Yirmiyahu se sonó y dijo:
—Salomón, el rabino Salomón. Ése era su apellido.
—¿Y el nombre?
—Yaakov.

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—Eso es Jacob —dijo Meyer—. Jacob Salomón. Carella asintió y anotó el
nombre en su cuaderno.
—¿Es usted judío? —preguntó el sacristán a Meyer.
El policía titubeó un instante y luego dijo:
—Sí.
—¿Casado o soltero? —preguntó Carella.
—Casado.
—¿Conoce el nombre de su esposa?
—No estoy seguro. Creo que es Havah.
—Eso es Eva —tradujo Meyer.
—¿Y sabría usted dónde vivía el rabino?
—Sí, en la casa de la esquina.
—¿Cuál es la dirección?
—No lo sé. Es la casa de los postigos amarillos.
—¿Cómo es que está usted aquí precisamente ahora, señor Cohen? —
inquirió Carella—. ¿Le informó alguien de la muerte del rabino?
—No, no, vengo a menudo a la sinagoga, para comprobar la luz, ¿sabe?
—¿Qué luz es ésa, señor? —quiso saber Carella.
—La luz eterna, la que está sobre el arca. Tiene que estar ardiendo
siempre. Muchas sinagogas tienen una pequeña bombilla eléctrica en el
candil. La nuestra es una de las pocas sinagogas de la ciudad en las que
todavía se usa aceite. Y, como shamash, creí que era mi deber asegurarme de
que la luz…
—¿Es una congregación ortodoxa? —preguntó Meyer.
—No, es conservadora —dijo Yirmiyahu.
—Ahora hay tres tipos de congregación —explicó Meyer a Carella—.
Ortodoxos, conservadores y reformistas. Es un poco complicado.
—Así es —dijo Yirmiyahu categóricamente.
—Así que vino usted a la sinagoga para comprobar la luz —dijo Carella
—. ¿No es cierto?
—Correcto.
—¿Y qué sucedió?
—Vi un coche de policía al lado de la sinagoga, así que me acerqué y
pregunté qué ocurría. Ellos me lo dijeron.
—Ya veo. ¿Cuándo vio usted vivo al rabino por última vez, señor Cohen?
—En los servicios nocturnos.
—Los servicios empiezan cuando se pone el sol, Steve. El día de los
judíos…

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—Sí, ya sé. ¿A qué hora terminaron los servicios, señor Cohen?
—Hacia las siete y media.
—¿Y el rabino estaba aquí? ¿No es cierto?
—Bueno, salió una vez terminaron los servicios.
—Y usted se quedó dentro. ¿Por alguna razón especial?
—Sí, estaba recogiendo los chales de plegarias y las yarmelkas, y estaba
poniendo…
—Las yarmelkas son los casquetes —dijo Meyer—, esos bonetes
negros…
—Sí, ya sé. Continúe, señor Cohen.
—Estaba poniendo de nuevo los rimonim en los mangos del pergamino.
—¿Qué estaba poniendo, señor? —preguntó Carella.
—Vaya con el gran erudito talmúdico —dijo Meyer, sonriendo—. Ni
siquiera sabe qué son los rimonim. Son esas cubiertas decorativas de plata,
Steve, que tienen la forma de granadas. Supongo que simbolizan la fertilidad.
—Gracias —dijo Carella, devolviéndole la sonrisa.
—Han matado a un hombre —dijo Yirmiyahu en voz baja.
Los detectives permanecieron un momento en silencio. La chanza entre
los dos había sido mínima, suave en comparación con el humor espantoso de
que solían hacer gala los detectives de homicidios ante un cadáver. Carella y
Meyer estaban acostumbrados a trabajar juntos de un modo desenvuelto y
amistoso, y a enfrentarse a los hechos de la muerte repentina, pero en seguida
se dieron cuenta de que habían ofendido al sacristán del rabino muerto.
—Lo siento, señor Cohen —le dijo—. Comprenderá que no teníamos la
menor intención de ofenderle.
El viejo asintió estoicamente. Había heredado un legado de años y años de
persecución y llegado automáticamente a la conclusión de que todos los
gentiles consideraban la vida de un judío como un producto barato. Su rostro
largo y delgado tenía una expresión de tristeza inefable, como si él solo
soportara el peso abrumador de los siglos sobre sus estrechos hombros.
La sinagoga pareció súbitamente más pequeña. Mientras miraba el rostro
del viejo y la tristeza que expresaba, Meyer sintió deseos de tocarle
suavemente y decirle: «No se preocupe tsadik, no se preocupe»; de dirigirse a
él con aquella palabra hebrea que acababa de pasar por su mente, tsadik, un
hombre que posee virtudes santas, una persona de carácter noble y vida
sencilla.
El silencio persistió. Yirmiyahu Cohen empezó a llorar de nuevo, y los
detectives permanecieron sentados en las sillas plegables, azorados,

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esperando. Finalmente habló Carella:
—¿Estaba usted todavía aquí cuando el rabino entró de nuevo?
—Me marché mientras él estaba afuera —dijo Yirmiyahu—. Quería
regresar a casa, porque estamos en el Pesach, la Pascua. Mi familia me
esperaba para que dirigiera el seder.
—Ya veo —dijo Carella, y miró a Meyer.
—¿Oyó algún ruido en el callejón, señor Cohen? —preguntó Meyer—.
¿Cuando el rabino estaba ahí afuera?
—No, nada.
Meyer suspiró y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su chaqueta.
Estaba a punto de encender uno cuando Yirmiyahu le dijo:
—¿No ha dicho usted que es judío?
—¿Eh? —Meyer encendió la cerilla.
—¿Va a fumar el segundo día del Pesach?
—Bueno, yo… —El cigarrillo pareció súbitamente voluminoso en la
mano de Meyer, y sus dedos torpes. Agitó la cerilla hasta apagarla—. ¿Tienes
alguna otra pregunta que hacer, Steve?
—No.
—Entonces creo que puede irse, señor Cohen —dijo Meyer—. Muchas
gracias.
—Shalom —dijo Yirmiyahu, y salió de la sala abatido y arrastrando los
pies.
—Ya ves, Steve, no hay que fumar en los dos primeros días de la Pascua,
y en los dos últimos un buen judío no fuma, ni va en coche ni trabaja ni
maneja dinero ni…
—Creía que esta era una sinagoga conservadora —comentó Carella—.
Eso me parece más bien una práctica ortodoxa.
—Bueno, es un viejo —dijo Meyer—. Supongo que la muerte de las
costumbres es muy dura.
—Como la muerte del rabino —dijo Carella sombríamente.

3
Estaban en el callejón donde unas líneas de tiza señalaban la posición del
cadáver. Se habían llevado al rabino en una camilla, pero su sangre seguía
manchando los adoquines, y los chicos del laboratorio habían evitado
cuidadosamente la pintura derramada por todas partes, en su búsqueda de

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pisadas y huellas dactilares, de algo que pudiera constituir una pista para
identificar al asesino.
En la pared estaba pintada una letra J.
—¿Sabes, Steve? Tengo la sensación de que hay algo raro en este caso.
—A mí me ocurre lo mismo.
Meyer alzó las cejas, un poco sorprendido.
—¿Cómo es eso?
—No lo sé, quizá porque era un hombre de Dios. —Carella se encogió de
hombros—. Hay algo ajeno a este mundo, ingenuo y…, supongo que puro, en
los rabinos, sacerdotes y pastores, y no sé, parece que no deberían afectarles
todas las suciedades de la vida. —Hizo una pausa y añadió—: Alguien tendría
que permanecer indemne, Meyer.
—Tal vez. Tengo una sensación extraña porque soy judío, Steve.
Lo dijo en voz muy baja, como si confesara algo que no le habría dicho a
ningún otro ser viviente.
—Te comprendo —dijo Carella amablemente.
—¿Son ustedes policías?
La voz les sobresaltó. Llegó de repente, desde el otro extremo del
callejón, y ambos se volvieron al instante para hacer frente a quien había
hablado.
Instintivamente, Meyer llevó la mano al revólver reglamentario enfundado
en el bolsillo trasero derecho.
—¿Son ustedes policías? —preguntó de nuevo la voz.
Era una voz femenina con acento yiddish. La persona que la había emitido
estaba delante de la farola, y Meyer y Carella sólo veían una figura frágil
vestida de oscuro, con las manos blancas aferradas al pecho del abrigo negro
y unos puntitos luminosos en el lugar donde debían de estar los ojos de la
mujer.
—Sí, somos policías —respondió Meyer, con la mano junto a la culata del
revólver.
A su lado, Carella estaba preparado para sacar su arma si era preciso.
—Sé quién mató al rov —dijo la mujer.
—¿Qué? —preguntó Carella.
—Dice que sabe quién mató al rabino —susurró Meyer, sorprendido.
Dejó caer la mano a un lado. Echaron a andar hacia el extremo del
callejón que daba a la calle. La mujer permanecía allí inmóvil, con la luz tras
ella, el rostro envuelto en las sombras, las manos pálidas quietas, los ojos
ardientes.

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—¿Quién le mató? —inquirió Carella.
—Conozco al rotsayach —respondió la mujer—. Sé quién es el asesino.
—¿Quién?
—¡Él! —gritó la mujer, y señaló la J blanca pintada en la pared de la
sinagoga—. ¡El sonei Yisroel! ¡Él!
—El antisemita —tradujo Meyer—. Dice que lo hizo el antisemita.
Habían llegado a la altura de la mujer. Los tres estaban en el extremo del
callejón, donde la luz de la farola lanzaba largas sombras sobre los adoquines.
Podían ver el rostro de la mujer. Tenía el pelo negro y los ojos castaños, el
rostro clásico de una mujer judía cincuentona, su belleza empañada por la
edad y por algo más, por una sutil tensión oculta en los ojos y la boca.
—¿Qué antisemita? —preguntó Carella, y se dio cuenta de que susurraba.
Había algo en el rostro de la mujer, en la negrura de su abrigo y la palidez
de sus manos que hacía del susurro una necesidad.
—En la manzana siguiente —les dijo. La suya era la voz del juicio y la
condenación—. Ese individuo al que llaman Finch.
—¿Le vio usted matar al rabino? —preguntó Carella—. ¿Le vio hacerlo?
—No. —La mujer hizo una pausa y añadió—: Pero estoy segura de que
ha sido él…
—¿Cómo se llama, señora? —le preguntó Meyer.
—Hannah Kaufman. Sé que fue él. Dijo que lo haría y ha empezado a
hacerlo.
—¿Qué es lo que dijo que haría? —preguntó pacientemente Meyer a la
mujer.
—Dijo que mataría a todos los judíos.
—¿Le oyó usted decir eso?
—Todo el mundo se lo ha oído decir.
—¿Su nombre es Finch? —le preguntó Meyer—. ¿Está segura?
—Finch —dijo la mujer—. Vive en la manzana siguiente, pasada la
confitería.
—¿Qué te parece? —le preguntó a Carella.
Su compañero asintió.
—Haremos una visita a ese hombre.

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Si Estados Unidos es, en su conjunto, un crisol de razas, el Distrito 87 lo
ilustra muy bien a escala reducida. Empecemos por el río Harb, el límite más
septentrional del territorio del distrito, y lo primero que uno encuentra es el
selecto Smoke Rise, donde la gente reside en terrenos vallados, con una
aureola de respetabilidad protestante blanca, con las casas a treinta metros de
distancia de los caminos privados, y desde donde se puede admirar el mejor
paisaje que la ciudad puede ofrecer. Al salir de Smoke Rise llegamos al lujoso
Silvermine Road, donde la aristocracia de los edificios de apartamentos ha
empezado a ceder al asalto del tiempo y la invasión de los barrios pobres
vecinos. Ejecutivos con ingresos de cuarenta mil dólares al año viven en esos
edificios de apartamentos, pero también ahí las calles están adornadas con
pintadas, eslóganes picarescos y lascivos que los laboriosos porteros tratan
valientemente de borrar.
No hay nada tan eterno como lo anglosajón grabado con grafito.
El parque Silvermine está al sur de la avenida, y nadie se aventura a pasar
por él de noche. Durante el día, el parque está atestado de institutrices que
charlan ociosamente sobre la última vez en que estuvieron en Suecia y mecen
suavemente los cochecitos barnizados de azul de los bebés. Pero después de la
puesta del sol, ni siquiera las parejas de enamorados entran en el parque. El
Stem, más al sur, estalla en el mismo momento en que el sol abandona el
cielo. Chillón e incandescente, es una mezcla de restaurantes chinos y
charcuterías judías, pizzerías y cabarets griegos en los que se anuncia la danza
del vientre. Raída como la manga de un mendigo, la avenida Ainsley cruza el
centro del distrito, procurando mantener una dignidad desaparecida hace largo
tiempo, con las aceras flanqueadas por edificios de apartamentos austeros
pero sucios, habitaciones amuebladas, garajes y una serie de tabernas con el
suelo cubierto de serrín. La avenida Culver se vuelve totalmente irlandesa con
la velocidad de un duende. Los rostros, los bares, incluso los edificios,
parecen fuera de lugar, como si los hubieran robado y transportado desde el
centro de Dublín. Pero no hay cortinas de encaje en las ventanas. Aquí la
pobreza se muestra desnuda en las calles, estableciendo la pauta para el
restante territorio del distrito. La pobreza inclina las espaldas de los irlandeses
de la avenida de Culver, clava sus garras en los rostros blancos, canela,
morenos y negros de los puertorriqueños que viven en la avenida Mason, se
derrumba sobre las camas de las furcias en la Vía de las Putas, y luego
continúa su camino hacia el verdadero crisol, las callejas de la ciudad donde
diferentes grupos raciales viven codo contra codo, tan juntos como amantes,
odiándose entre sí. Ahí es donde puertorriqueños y judíos, italianos y negros,

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irlandeses y cubanos se ven obligados, por la abrumadora necesidad
económica, a vivir en un gueto que, por su misma composición, pierde nitidez
y se convierte en una maraña sin sentido de castas no relacionadas.
La sinagoga del rabino Salomón estaba en la misma calle de una iglesia
católica. En la avenida que conducía a la manzana siguiente había una misión
baptista. La confitería al lado de la que vivía el hombre llamado Finch era
propiedad de un puertorriqueño cuyo hijo había sido policía, un tal
Hernández.
Carella y Meyer llegaron al vestíbulo del edificio y leyeron las placas con
los nombres en los buzones. En total eran ocho buzones, y sólo dos teman
placas. Otros tres estaban descerrajados. El hombre llamado Finch vivía en el
apartamento número 33 del tercer piso.
La cerradura de la puerta del vestíbulo estaba rota. Desde atrás del pozo
de la escalera, donde estaban reunidos los cubos de la basura antes de sacarlos
para que los recogieran por la mañana, el hedor de los restos de la cena
asaltaba el olfato, y los detectives permanecieron callados hasta llegar al
descansillo del primer piso.
Camino del tercero, Carella comentó:
—Esto parece demasiado fácil, Meyer. Ha terminado antes de empezar.
En el descansillo del tercer piso, los dos hombres sacaron sus revólveres
reglamentarios. Encontraron el apartamento 33 y cada uno se colocó a un lado
de la puerta.
—¿El señor Finch? —preguntó Meyer.
—¿Quién es? —respondió una voz.
—Policía. Abra.
El apartamento y el pasillo permanecieron en silencio.
—¿Finch? —repitió Meyer.
No hubo respuesta. Carella se apoyó en la pared opuesta. Meyer asintió.
Carella levantó la pierna derecha, doblada por la rodilla, y la impulsó como
un muelle liberado. La suela del zapato chocó contra la puerta por debajo de
la cerradura. La puerta cedió y Meyer entró en el piso, empuñando el arma.
Finch era un hombre cercano a la treintena, con la cabeza rapada al estilo
militar y los ojos verdes brillantes. Estaba cerrando la puerta del armario
cuando Meyer entró en la habitación. Vestía sólo los pantalones y una
camiseta, e iba descalzo. Necesitaba un afeitado, y los pelos del mentón y las
mejillas hacían resaltar una cicatriz blanca que iba desde la mejilla derecha
hasta la curva de la mandíbula. Se apartó del armario con el aire de quien ha
completado satisfactoriamente una misteriosa misión.

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—No se mueva de ahí —le ordenó Meyer.
Cuentan la anécdota de una vieja que viaja en un tren y pregunta
repetidamente al hombre sentado junto a ella si es judío. El hombre, que
intenta leer su periódico, repite cada vez: «No, no soy judío». La vieja sigue
importunándole, tirándole de la manga, haciéndole la misma pregunta una y
otra vez. Finalmente el hombre deja el periódico y dice: «¡De acuerdo, de
acuerdo, maldita sea! Soy judío». Y la vieja sonríe dulcemente y le dice:
«¿Sabe una cosa? Pues no lo parece».
La broma se basa, naturalmente, en el prejuicio de que uno puede conocer
la religión de un hombre con sólo mirarle a la cara. No había nada en el
aspecto o la manera de hablar de Meyer Meyer que indicara su condición de
judío. Tenía el rostro redondeado y bien afeitado, su edad era de treinta y siete
años, estaba totalmente calvo y sus ojos eran de un azul intenso. Medía casi
metro noventa y su peso era algo excesivo, y la única conversación que había
tenido con Finch se limitaba a las pocas palabras cruzadas a través de la
puerta cerrada y las cinco que había pronunciado dentro del apartamento,
todas las cuales pronunció en un inglés urbano sin el menor acento que lo
delatara.
Pero cuando Meyer Meyer dijo: «No se mueva de ahí», una sonrisa
apareció en el rostro de Finch, y respondió:
—No iba a ningún sitio, judío.
Quizá la visión del rabino tendido en su propia sangre había sido
demasiado para Meyer, quizá las palabras sonei Yisroel le habían recordado
los días de su infancia, cuando, como uno de los pocos judíos ortodoxos en un
barrio de gentiles, y llevando el nombre, como una escopeta de dos cañones,
que su padre le había impuesto, se veía obligado a defenderse de todo rufián
que se cruzaba en su camino, e invariablemente con una desventaja
abrumadora. En general, era un hombre muy paciente. Había sobrellevado la
broma de su padre al ponerle aquel nombre con una sorprendente buena
voluntad, aunque a veces sonriera sin alegría con los labios ensangrentados.
Pero aquella noche, la segunda de la Pascua, tras haber mirado al rabino
bañado en sangre, después de haber oído los sollozos atormentados del
sacristán y de haber visto el rostro pacientemente sufriente de la mujer de
negro, las palabras que le arrojaban desde el otro extremo del piso tuvieron un
efecto sorprendente.
Meyer no dijo nada. Se limitó a ir al encuentro de Finch, que estaba junto
al armario, y alzó el revólver de calibre 38 por encima de la cabeza. Cambió
la posición del arma mientras su brazo descendía, de manera que la pesada

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culata estuviera preparada para golpear cuando se acercara a la mandíbula de
Finch. Éste alzó las manos, pero no para protegerse el rostro. Tenía unas
enormes manos, con gruesos nudillos, signo inequívoco del habitual luchador
callejero. Abrió los dedos y cogió el brazo de Meyer por la muñeca,
deteniendo el arma a pocos centímetros de su rostro.
No se las había con un muchacho, sino con un policía. Sin duda se
proponía hacer que Meyer soltara el arma y entonces golpearle hasta dejarlo
sin sentido en el suelo. Pero Meyer levantó la rodilla derecha y golpeó a Finch
en la entrepierna; luego, mientras el otro aún le cogía la muñeca, golpeó con
el puño izquierdo el vientre del recalcitrante individuo. Eso fue suficiente.
Los dedos se aflojaron y Finch retrocedió un paso mientras Meyer llevaba la
pistola a un lado y la descargaba con un manotazo de revés. La culata se
estrelló en la mandíbula de Finch, el cual cayó espatarrado contra la pared del
armario.
No se rompió la mandíbula de milagro. Finch chocó con la pared del
armario, aferró la puerta tras él con ambas manos abiertas contra la madera y
meneó la cabeza. Parpadeó y agitó de nuevo la cabeza. Con lo que parecía
pura fuerza de voluntad, logró mantenerse erguido sin caer de bruces.
Meyer se quedó mirándole, sin decir nada, respirando pesadamente.
Carella, que había entrado en la habitación, permanecía en el extremo,
dispuesto a pegarle un tiro a Finch si movía el dedo meñique.
—¿Se llama Finch? —le preguntó Meyer.
—No hablo con judíos —respondió.
—Entonces hable conmigo —dijo Carella—. ¿Cómo se llama?
—Váyase al diablo, usted y su amigo judío.
Meyer no levantó la voz. Se acercó a Finch y le dijo con mucha calma:
—Mire, señor, dentro de dos minutos va a convertirse en un paralítico por
haber opuesto resistencia a su detención.
No tuvo que decir más, porque sus ojos eran lo bastante explícitos, y
Finch comprendió con rapidez lo que decían.
—Muy bien —dijo Finch, asintiendo—. Ése es mi nombre.
—¿Qué hay en el armario, Finch? —le preguntó Carella.
—Mi ropa.
—Apártese de la puerta.
—¿Para qué?
Ninguno de los dos policías respondió. Finch se los quedó mirando
durante diez segundos, y se apartó rápidamente de la puerta. Meyer la abrió.
El armario estaba lleno de panfletos atados en paquetes. El cordel de uno de

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ellos se había desatado y los panfletos habían caído al suelo del armario. Al
parecer, aquel paquete era el que Finch había metido apresuradamente en el
armario cuando oyó que llamaban a la puerta. Meyer se agachó y recogió uno
de los panfletos. Estaba mal impreso, en un papel de ínfima calidad, pero su
propósito era inequívoco. El título del panfleto era: «El vampiro judío».
—¿De dónde has sacado esto? —inquirió Meyer.
—Soy socio de un club del libro.
—Hay algunas leyes contra este tipo de cosas —comentó Carella.
—¿Ah, sí? Dígame una.
—Con mucho gusto. Sección 1340 de la Ley Penal…, definición de
libelo.
—Quizá debería leer la sección 1342 —dijo Finch—. «La publicación
está justificada cuando la proposición sobre la que recae la acusación de
libelo sea cierta y se haya publicado con buenos motivos y para fines
justificables».
—Entonces revisemos la sección 514 —dijo Carella—. «Quien
discrimine, ayude o cite a otro a discriminar a cualquier persona por motivos
de raza, credo, color u origen nacional…»
—Yo no trato de incitar a nadie —dijo Finch, sonriendo.
—Ni yo soy un abogado —replicó Carella—. Pero también podemos
referirnos a la sección 700, que define la discriminación, y la sección 1430,
que considera delito mayor todo acto de injuria maliciosa en un lugar de culto
religioso.
—¿Eh? —dijo Finch.
—Lo que he dicho —replicó Carella.
—¿De qué diablos me está hablando?
—Le estoy hablando del trabajito de pintura que hizo usted en la pared de
la sinagoga.
—¿Qué trabajo de pintura? ¿Qué sinagoga?
—¿Dónde estaba usted a las ocho de esta noche, Finch?
—Fuera.
—¿Dónde?
—No me acuerdo.
—Pues será mejor que empiece a acordarse.
—¿Por qué? ¿Es que hay alguna sección de la Ley Penal contra la pérdida
de memoria?
—No —dijo Carella—. Pero hay una contra el homicidio.

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5

El equipo le rodeaba en la sala de la brigada.


El equipo estaba formado por los detectives Steve Carella, Meyer Meyer,
Cotton Hawes y Bert Kling. Dos detectives de la sección sur de homicidios se
habían presentado rápidamente para legitimar la acción, y luego se fueron a
dormir a sus casas, sabiendo a la perfección que la investigación de un
homicidio se deja siempre al grupo del distrito donde se ha descubierto el
fiambre. El equipo rodeaba a Finch en un amplio semicírculo. Aquello no era
una película, por lo que no había una luz brillante que deslumbrara los ojos de
Finch, ni ninguno de los policías le puso un dedo encima. Últimamente había
demasiados abogados que se pasaban de listos y estaban dispuestos a
denunciar unos métodos de interrogatorio irregulares cuando un caso quedaba
listo para ir a juicio. Los detectives se limitaban a rodear a Finch en un
semicírculo amplio y relajado, y sus únicas armas eran una familiaridad
absoluta con el proceso del interrogatorio y entre ellos mismos, y la
superioridad matemática de cuatro mentes opuestas contra una sola.
—¿A qué hora salió de su apartamento? —preguntó Hawes.
—Hacia las siete.
—¿Y a qué hora regresó? —inquirió Kling.
—A las nueve o las nueve y media. Alrededor de esa hora.
—¿Adónde fue? —preguntó Carella.
—Tenía que ver a alguien.
—¿Un rabino? —preguntó Meyer.
—No.
—¿Quién?
—No quiero meter a nadie en un lío.
—Está usted metido en un buen lío —observó Hawes—. ¿Adónde fue?
—A ningún sitio.
—Muy bien, como prefiera —dijo Carella—. Ha andado por ahí hablando
de matar a los judíos, ¿no es cierto?
—Nunca he dicho una cosa así.
—¿De dónde sacó esos panfletos?
—Los encontré.
—¿Está de acuerdo con lo que dicen?
—Sí.
—¿Sabe dónde está la sinagoga de su barrio?
—Sí.

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—¿Estaba usted cerca de ella esta noche entre las siete y las siete y
media?
—No.
—¿Entonces dónde estaba?
—En ninguna parte.
—¿Le vio alguien allí? —preguntó Kling.
—¿Si me vio alguien adónde?
—En esa ninguna parte adonde fue.
—No me vio nadie.
—Usted no fue a ninguna parte —dijo Hawes—, y nadie le vio. ¿Es eso
correcto?
—Así es.
—El hombre invisible —comentó Kling.
—Así es.
—Cuando vaya por ahí a matar a todos los judíos, ¿cómo planea hacerlo?
—le preguntó Carella.
—Yo no planeo matar a nadie —dijo el hombre, a la defensiva.
—¿Con quién piensa empezar?
—Con nadie.
—¿Ben Gurion?
—Nadie.
—O quizás ya ha empezado.
—Ni he matado a nadie ni voy a hacerlo. Quiero llamar a un abogado.
—¿Un abogado judío?
—Yo no aceptaría…
—¿Qué es lo que no aceptaría?
—Nada.
—¿Le gustan los judíos?
—No.
—¿Los odia?
—No.
—Entonces, le gustan.
—No, no he dicho…
—O le gustan o los odia. ¿Cuál de las dos cosas?
—¡Ese puñetero asunto no es cosa suya!
—Pero está de acuerdo con la basura de esos panfletos llenos de odio, ¿no
es cierto?
—No son panfletos llenos de odio.

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—¿Cómo los llama entonces?
—Expresiones de opinión.
—¿La opinión de quién?
—¡La opinión de todo el mundo!
—¿La suya incluida?
—¡Sí, la mía incluida!
—¿Conoce al rabino Salomón?
—No.
—¿Qué piensa de los rabinos en general?
—Nunca pienso en los rabinos.
—Pero piensa mucho en los judíos, ¿no?
—Pensar no es ningún delito…
—Si piensa en los judíos, debe de pensar en los rabinos, ¿no le parece?
—¿Por qué habría de perder mi tiempo…?
—El rabino es el jefe espiritual del pueblo judío, ¿no?
—No sé nada de los rabinos.
—Pero debe saber eso.
—¿Y qué si lo sé?
—Bueno, si dijo que iba a matar a los judíos…
—Nunca he dicho…
—…, entonces un buen sitio para empezar sería…
—¡Jamás he dicho nada parecido!
—¡Tenemos un testigo que le oyó! Una buena manera de empezar sería
matar a un rabino, ¿no es cierto?
—Métase a su rabino en…
—¿Dónde estaba esta noche entre las siete y las nueve?
—En ningún sitio.
—Estaba detrás de esa sinagoga, ¿no?
—No.
—Estaba pintando una J en la pared, ¿no es cierto?
—¡No! ¡No estaba ahí!
—¡Estaba apuñalando a un rabino!
—¡Estaba matando a un judío!
—Yo no estaba cerca de ese sitio…
—Empapélale, Cotton. Sospecha de asesinato.
—Sospecha de… Les estoy diciendo que no estaba…
—Cierra la boca o empieza a cantar, cabrón —dijo Carella.
Finch se calló.

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6

La muchacha fue a ver a Meyer Meyer el domingo de Pascua.


Tenía el cabello castaño rojizo y los ojos marrones, y llevaba un vestido
de color anaranjado brillante con un ramito de flores sobre el seno izquierdo.
Esperó ante la barandilla y ninguno de los detectives de la brigada se fijó en
las flores; todos estaban demasiado ocupados especulando sobre la
profundidad y textura de las espléndidas curvas de la chica.
La joven no dijo una sola palabra, ni tuvo necesidad de hacerlo. El efecto
fue casi cómico, afin a la escena del cóctel en la que la rubia voluptuosa saca
un cigarrillo y cuatrocientos hombres salen de estampida para encendérselo.
El primero que llegó a la divisoria de rejilla fue Cotton Hawes, puesto que era
soltero y sin compromiso. El segundo fue Hal Willis, también soltero y un
buen e intrépido muchacho. Meyer Meyer, hombre maduro y casado, se
contentó con mirar a la chica desde su mesa y comérsela con los ojos. La
palabra yiddish shtick (la especialidad de un comediante en el escenario) pasó
por su mente, pero rechazó rápidamente la idea.
—¿En qué puedo servirla, señorita? —preguntaron a la vez Hawes y
Willis.
—Desearía ver al detective Meyer —dijo la muchacha.
—¿Meyer? —dijo Hawes, como si acabaran de difamar su virilidad.
—¿Meyer? —repitió Willis.
—¿Es él quien se ocupa del asesinato del rabino?
—Bueno, todos estamos trabajando en el caso —dijo Hawes
modestamente.
—Soy la novia de Artie Finch —reveló la muchacha—, y quiero hablar
con el detective Meyer.
Meyer se levantó de su mesa con el aire de un hombre a quien la beldad
del baile ha seleccionado entre todos los varones sin compañera. Con su
mejor voz de locutor radiofónico y sus ademanes más afables, dijo:
—Sí, señorita, yo soy el detective Meyer.
Abrió la puerta de la divisoria y casi estuvo a punto de hacer una
reverencia para que la joven pasara. La acompañó hasta su mesa. Hawes y
Kling contemplaron a la muchacha, que se sentó y cruzó las piernas. Meyer
colocó un cuaderno de papel en su lugar con todo el aplomo de un ejecutivo
de la General Motors.
—Lo siento, señorita —le dijo—. ¿Cómo se llama?
—Eleanor —le informó ella—. Eleanor Fay.

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—¿F-A-Y-E? —deletreó el detective mientras escribía.
—No, F-A-Y.
—¿Y es usted la prometida de Arthur Finch?
—Soy su novia —le corrigió Eleanor.
—¿No están comprometidos?
—Oficialmente, no.
Sonrió recatada, pudorosa y dulcemente. Al otro lado de la sala, Cotton
Hawes alzó la vista al techo.
—¿Para qué quería verme, señorita Fay? —preguntó Meyer.
—Quería hablarle de Arthur. Es inocente. No mató a ese hombre.
—Ya veo. ¿Qué sabe usted del asunto, señorita Fay?
—Verá, leí en el periódico que el rabino había sido asesinado entre las
siete y media y las nueve. Creo que es eso, ¿no?
—Sí, más o menos.
—Bueno, pues Arthur no pudo haberlo hecho. Sé dónde estuvo durante
ese tiempo.
—¿Y dónde estuvo?
Meyer imaginó lo que iba a decirle la chica. Había oído las mismas
palabras a un nutrido grupo de golfas, queridas, prometidas, novias y simples
conocidas de hombres acusados de todo, desde conducta desordenada hasta
asesinato en primer grado. La muchacha protestaría, jurando que Finch estuvo
con ella durante todo aquel tiempo. Después de insistir un poco admitiría
que…, sí…, estuvieron a solas. Tras camelarla algo más, diría a regañadientes
—lo cual añadiría credulidad a sus palabras— que…, bueno…, estuvieron a
solas en unas circunstancias íntimas. Una vez establecida con firmeza la
coartada, esperaría pacientemente la liberación de su hombre.
—¿Dónde estuvo? —repitió Meyer, y aguardó con paciencia.
—De las siete a las ocho estuvo con un hombre llamado Bret Loomis, en
un restaurante llamado The Gate, entre Culver y South Third.
—¿Qué? —dijo Meyer, sorprendido.
—Así es, y desde allí Arthur fue a casa de su hermana, en Riverhead.
Puedo darle la dirección si lo desea. Llegó allí hacia las ocho y media y se
quedó cosa de media hora. Luego fue directamente a casa.
—¿A qué hora llegó a su casa?
—A las diez.
—Él nos ha dicho a las nueve y media.
—Se equivocó. Llegó a casa a las diez porque me telefoneó nada más
llegar. Eran las diez.

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—Ya veo. ¿Y él le dijo que acababa de llegar a casa?
—Sí. —Eleanor asintió y descruzó las piernas. Willis, que estaba junto al
refrigerador de agua, no se perdió la súbita revelación de nailon y muslos.
—¿Le dijo también que había pasado todo ese tiempo primero con
Loomis y luego con su hermana?
—Sí, lo dijo.
—Entonces, ¿por qué no nos contó eso? —inquirió Meyer.
—Desconozco el motivo. Arthur es una persona que respeta a la familia y
los amigos. Supongo que no quería que la policía les molestara.
—Eso es muy considerado por su parte —dijo Meyer secamente—, sobre
todo cuando está detenido como sospechoso de asesinato. ¿Cuál es el nombre
de su hermana?
—Irene Gravanan, señora de Cari Gravanan.
—¿Y su dirección?
—Diecinueve-once Morris Road. En Riverhead.
—¿Sabe dónde puedo encontrar a ese Bret Loomis?
—Vive en una pensión de la avenida Culver, en el número 3918. Está
cerca de la Cuarta Avenida.
—Ha venido usted muy bien preparada, ¿eh, señorita Fay? —comentó
Meyer.
—Si una no viene preparada, ¿para qué venir? —replicó ella.

Bret Loomis era un hombre de treinta y siete años, estatura media y con
barba. Cuando hizo pasar a los detectives a su habitación, llevaba un grueso
suéter negro y unos pantalones de tela tosca muy ajustados. Al lado de Cotton
Hawes, parecía un chiquillo que se había puesto una barba postiza en un
intento de hacer reír a su padre.
—Siento molestarle, señor Loomis —dijo Meyer—. Ya sé que estamos en
Pascua y…
—¿Ah, sí? —dijo Loomis, como sorprendido—. Vaya, es cierto, estamos
en Pascua. ¡Qué despiste el mío! Quizá debería salir y comprar unas flores.
—¿No sabía usted que era Pascua? —le preguntó Hawes.
—Hombre, ya no leo nunca los periódicos. ¡Todo son desgracias! Ya
estoy harto de todo eso. Tomemos una cerveza para celebrar la Pascua, ¿de
acuerdo?

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—Bueno, gracias —dijo Meyer—, pero…
—Vamos, hombre, ¿qué más da que no esté permitido? ¿Quién va a
saberlo aparte de ustedes, yo y los pilares de la cama? Tres cervezas,
marchando.
Meyer miró a Hawes y se encogió de hombros, y Hawes hizo lo mismo.
Juntos observaron a Loomis, el cual fue al frigorífico situado en un rincón de
la estancia y sacó tres cervezas.
—Siéntense. Tendrán que beber directamente de la botella porque no
tengo vasos. Vamos, tomen asiento.
Los detectives miraron a su alrededor, perplejos.
—Será mejor que se sienten en el suelo —dijo Loomis—. Tampoco ando
sobrado de sillas.
Los tres hombres se sentaron en el suelo, alrededor de una mesita baja,
hecha, evidentemente, con un tocón de árbol. Loomis dejó las botellas sobre
la mesa, alzó la suya, dijo «salud» y tomó un largo trago.
—¿Cómo se gana la vida, señor Loomis? —le preguntó Meyer.
—Vivo —dijo Loomis.
—¿Cómo?
—Vivo para ganarme la vida. Eso es lo que hago.
—Quiero decir con qué medios económicos cuenta.
—Recibo dinero de mi ex esposa.
—¿Usted recibe dinero?
—Sí. Le entusiasmó tanto librarse de mí que hicimos un trato. Cien pavos
a la semana. No está mal, ¿eh?
—Está muy bien —comentó Meyer.
—¿De verdad que lo cree así? —Loomis pareció pensativo—. Creo que
podría haber conseguido doscientos, si le hubiera insistido un poco más. La
muy zorra iba por ahí con otro tío, ¿saben?, y estaba deseando casarse con él.
Es un hombre con mucha pasta. Seguro que podría haber conseguido
doscientos.
—¿Hasta cuándo le hará esos pagos? —preguntó Hawes, fascinado.
—Hasta que vuelva a casarse…, lo cual no hará jamás mientras yo viva.
Tomen la cerveza, es buena. —Tomó un trago de la suya y añadió—: ¿Para
qué querían verme?
—¿Conoce a un hombre llamado Arthur Finch?
—Desde luego. ¿Está en apuros?
—Sí.
—¿Qué ha hecho?

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—Vamos a dejar eso de momento, señor Loomis —dijo Hawes—. Nos
gustaría que nos dijera…
—¿Cómo se hizo esa raya blanca en la cabeza? —preguntó Loomis de
repente.
—¿Eh? —Hawes se llevó la mano a la sien izquierda inconscientemente
—. Una vez me rozaron con un cuchillo y me quedó esta señal.
—Ahora necesita una raya azul en la otra sien, y entonces parecerá la
bandera norteamericana —dijo Loomis, y se echó a reír.
—Claro —dijo Hawes—. Señor Loomis, ¿puede decirnos dónde estuvo
usted anoche entre las siete y las ocho?
—Vaya, esto es como «Redada», ¿verdad? «¿Dónde estuvo usted la noche
del veintiuno de diciembre? Sólo queremos los hechos.»
—Sí, es como «Redada» —dijo Meyer secamente—. ¿Dónde estuvo
usted, señor Loomis?
—¿Anoche? ¿A las siete? —Se quedó un momento pensativo—. Sí, claro.
—¿Dónde?
—En casa de Olga.
—¿Quién?
—Olga Trenovich. Es una especie de escultora. Hace unas absurdas
estatuillas de cera. Como si lo embadurnara todo de cera, ¿entienden?
—¿Y anoche estuvo con ella?
—Sí, hubo una pequeña sesión en su casa. Un par de tipos de color con
saxos y tambores y otros dos chicos que tocaban la trompeta y el piano.
—¿Llegó allí a las siete, señor Loomis?
—No, llegué a las seis y media.
—¿Y a qué hora se marchó?
—¿Quién puñetas se acuerda? Era de madrugada.
—¿Después de medianoche?
—Sí, claro, serían las dos o las tres de la madrugada.
—Entonces pues, usted llegó allí a las seis y media y se marchó sobre las
dos o las tres de la madrugada. ¿Correcto?
—Sí.
—¿Estaba Arthur Finch con usted?
—¡Qué va!
—¿No le vio anoche?
—No. No le he visto desde…, déjeme pensar…, desde el mes pasado por
lo menos.
—¿No estuvo con Arthur Finch en un restaurante llamado The Gate?

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—¿Cuándo? ¿Quiere decir anoche?
—Sí.
—Pues no, ya se lo he dicho. No he visto a Artie por lo menos desde hace
dos semanas.
Un súbito destello apareció en los ojos de Loomis, y miró a Hawes y
Meyer con expresión de culpabilidad.
—Vaya, ¿qué acabo de hacer? ¿He fastidiado la coartada de Artie?
—La ha fastidiado muy bien, señor Loomis —dijo Hawes.

8
Irene Gravanan, la hermana de Finch, era una muchacha de veintiún años que
ya había tenido tres hijos y estaba embarazada del cuarto. Vivía en un
apartamento de una urbanización en Riverhead. En cuanto hizo pasar a los
policías, tomó asiento.
—Tendrán que perdonarme —les dijo—, pero me duele la espalda. El
médico cree que podrían ser gemelos. Eso es lo único que me faltaría. —Se
apretó la espalda con las palmas, suspiró profundamente y añadió—: Siempre
estoy embarazada. Me casé a los diecisiete, y no he parado desde entonces.
Todos mis hijos creen que soy una mujer gorda; nunca me han visto sin estar
embarazada. —Suspiró de nuevo—. ¿Tiene usted hijos? —le preguntó a
Meyer.
—Tres.
—A veces desearía…
Se interrumpió y su rostro adoptó una expresión curiosa, una expresión
que negaba los sueños.
—¿Qué desearía, señora Gravanan? —le preguntó Hawes.
—Poder irme a las Bermudas…, sola. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Ha
estado alguna vez en las Bermudas?
—No.
—He oído decir que es muy bonito —dijo Irene Gravanan en tono
nostálgico, y el piso quedó en silencio.
—Señora Gravanan —dijo Meyer—, nos gustaría hacerle algunas
preguntas sobre su hermano.
—¿Qué ha hecho ahora?
—¿Ha hecho otras cosas antes? —preguntó Hawes.
—Bueno, ya saben… —la joven se encogió de hombros.

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—¿Qué?
—Bueno, el jaleo ante el Ayuntamiento, y los piquetes para impedir la
proyección de aquella película. Ya saben.
—No lo sabemos, señora Gravanan.
—Bueno, siento decir esto de mi propio hermano pero creo que, en ese
tema, está un poco loco.
—¿Qué tema?
—La película, por ejemplo. Es sobre Israel, y él y sus amigos formaron
piquetes para que no las proyectaran y repartieron panfletos sobre los judíos
y… ¿Lo recuerdan, no? La gente hasta les tiró piedras. Había muchos
supervivientes de los campos de concentración entre la gente. —Hizo una
pausa y prosiguió—: Creo que debe estar un poco loco para hacer una cosa
así, ¿no les parece?
—Ha dicho usted algo acerca del Ayuntamiento, señora Gravanan. ¿Qué
hizo su hermano?
—Bueno, eso fue cuando el alcalde invitó a un asambleísta judío, he
olvidado su nombre, para que pronunciara un parlamento con él en los
escalones del Ayuntamiento. Mi hermano fue allí y…, bueno, la misma
historia, ya saben.
—Ha mencionado a los amigos de su hermano. ¿Qué amigos?
—Los chiflados con los que va por ahí.
—¿Podría decirnos sus nombres? —quiso saber Meyer.
—Sólo conozco a uno de ellos, que estuvo una vez aquí con mi hermano.
Tiene la cara llena de granos. Lo recuerdo porque entonces yo estaba
embarazada de Sean, y me preguntó si podía ponerme las manos en el vientre
para notar el pataleo del bebé. Le dije que de ninguna manera, y eso le hizo
callar.
—¿Cómo se llamaba ese hombre, señora Gravanan?
—Se llamaba Fred, Frederick Schultz.
—¿Es alemán? —preguntó Meyer.
—Sí.
El detective hizo un breve gesto de asentimiento.
—Señora Gravanan —dijo Hawes—, ¿anoche estuvo aquí su hermano?
—¿Por qué? ¿Les dijo él que había estado?
—¿Estuvo o no?
—No.
—¿Ni un solo momento?

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—No. Anoche no estuvo aquí. Estaba sola, porque mi marido juega a los
bolos los sábados. —Hizo una pausa—. Yo me quedo en casa, abrazándome
mi grueso vientre, mientras él juega a los bolos. ¿Saben qué deseo a veces?
—¿Qué? —preguntó Meyer.
Y como si no lo hubiera dicho antes. Irene Gravanan declaró:
—Ojalá pudiera irme a las Bermudas alguna vez, yo sola.
El pintor de brocha gorda hablaba con Carella.
—La verdad es que me gustaría recuperar mi escalera.
—Le comprendo.
—Pueden quedarse con las brochas, aunque algunas son muy caras, pero
la escalera me es absolutamente necesaria. Ya estoy perdiendo una jornada de
trabajo por culpa de esa gente del laboratorio.
—Bueno, verá…
—Esta mañana volví a la sinagoga y la escalera, las brochas y hasta la
pintura habían desaparecido. ¡Y qué estropicio en ese callejón! Entonces va
ese tipo que es el sacristán del templo y me dice que el sábado por la noche
mataron a un sacerdote, y los polis se llevaron todas mis cosas. Quise saber
qué polis, y me dijo que no lo sabía. Así que esta mañana llamé a jefatura y
tuve que hablar con seis policías diferentes, hasta que por fin me pusieron en
contacto con un tipo llamado Grossman, del laboratorio.
—Sí, el teniente Grossman —dijo Carella.
—Eso es, y ese señor va y me dice que no me puede devolver la maldita
escalera hasta que hayan terminado sus pruebas con ella. Ahora dígame qué
diablos esperan encontrar en mi escalera, ¿le importaría decírmelo?
—No lo sé, señor Cabot. Tal vez huellas dactilares.
—¡Sí, claro, mis huellas dactilares! ¿Y voy a verme implicado en un
asesinato además de perder una jornada de trabajo?
—Creo que no —dijo Carella, sonriendo.
—De todos modos no debería haber aceptado ese trabajo, no tendría que
haberme molestado con eso.
—¿Quién le contrató para ese trabajo, señor Cabot?
—El sacerdote.
—¿Se refiere al rabino? —preguntó Carella.
—Sí, el sacerdote, el rabino, o como diablos quiera llamarle —respondió
Cabot, encogiéndose de hombros.
—Tenía que pintar. ¿Sabe lo que tenía que hacer?
—¿Qué tema que pintar?
—El borde, alrededor de las ventanas y el tejado.

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—¿De blanco y azul?
—Blanco alrededor de las ventanas y azul para el borde del tejado.
—Los colores de Israel —comentó Carella.
—Sí —convino el pintor, y entonces dijo—: ¿Cómo?
—Nada. ¿Por qué dice usted que no debería haber aceptado el trabajo,
señor Cabot?
—En primer lugar, por todas las discusiones. Quería que lo tuviera
terminado para no sé qué fiesta, que cae en el primer día del mes, pero yo no
podía…
—¿Se refiere a la Pascua de los hebreos?
—Sí, eso debía ser —dijo el pintor, y volvió a encogerse de hombros.
—¿Qué iba usted a decir?
—Iba a decir que tuvimos una pequeña discusión al respecto. Yo estaba
haciendo otro trabajo y no podía empezar hasta el viernes, el día treinta y uno.
Pensé quedarme a trabajar por la noche, pero el sacerdote me dijo que no
podía hacer nada después de la puesta del sol. «¿Por qué no puedo trabajar
después de la puesta del sol?», le pregunté, y él me dijo que el Sabbath
empezaba entonces, por no mencionar el primer día de la Pascua, y que no
estaba permitido trabajar en los dos primeros días de la Pascua, ni tampoco el
Sabbath, por cierto, porque en ese día el Señor descansó, ¿saben? El séptimo
día.
—Sí, ya veo.
—Bueno, pues le dije: «Padre, yo no soy judío», eso es lo que le dije, «y
puedo trabajar todos los días de la semana si me parece». Además, el lunes
tenía que empezar un trabajo importante, y supuse que podría terminar lo de
la iglesia durante el día y la noche del viernes, o en el peor de los casos
trabajaría el sábado, por lo que suelo cobrar más. Así que llegamos a un
acuerdo.
—¿Qué acuerdo?
—Bueno, ese sacerdote pertenecía al grupo que llaman de los
conservadores, no los reformistas, que están muy adelantados, pero de todos
modos estos conservadores, por lo que veo, no siguen todas las viejas reglas
de la religión. El hombre me dijo que podría trabajar durante el viernes
mientras fuese de día, y luego podía volver el sábado, siempre que terminara a
la puesta del sol. No me pregunten qué clase de absurdo acuerdo fue.
Supongo que pensaba en la misa que tenía a la puesta del sol y que sería un
pecado mortal que yo estuviera afuera pintando mientras todo el mundo
rezaba dentro, y en un día muy santo, por cierto.

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—Ya veo. ¿Así que pintó el viernes hasta la puesta del sol?
—Correcto.
—¿Y entonces volvió el sábado por la mañana?
—Así es, pero miren, las ventanas necesitaban todavía mucha masilla,
había que raspar y lijar los alféizares, así que cuando llegó la puesta del sol
del sábado, el trabajo aún no estaba terminado. Tuve una conversación con el
sacerdote, el cual dijo que estaba a punto de ir adentro para rezar, y me
preguntó si podía volver después de los servicios para terminar el trabajo. Le
dije que tenía una idea mejor. Volvería el lunes por la mañana y terminaría la
faena antes de ir al trabajo importante que tenía en Majesta…; se trata de
pintar toda una fábrica, un gran trabajo. Así que dejé todas mis cosas donde
estaban, detrás de la iglesia. Pensé que nadie iba a robar nada detrás de una
iglesia, ¿no les parece?
—Tiene razón —dijo Carella.
—Bueno, pues, ¿sabe quién robó las cosas precisamente detrás de la
iglesia?
—¿Quién?
—¡La policía! —gritó Cabot—. ¿Quiere decirme ahora cómo diablos voy
a recuperar mi escalera? He recibido una llamada de la fábrica, y dicen que si
no empiezo mañana, como más tarde, puedo olvidarme del trabajo. ¡Y yo sin
escalera!
—Puede que abajo le presten una escalera —sugirió Carella.
—Necesito una escalera alta, de pintor, señor mío. Es una fábrica muy
alta. ¿No puede llamar a ese capitán Grossman y pedirle que haga el favor de
devolverme mi escalera? Tengo bocas que alimentar.
—Hablaré con él, señor Cabot —dijo Carella—. Déjeme su número,
¿quiere?
—Veré si mi cuñado me presta una escalera, él es empapelador, pero está
empapelando el apartamento de una actriz de cine, en el centro de Jefferson.
Así que procuraré conseguir su escalera, aunque veo difícil que me la preste.
—Bueno, llamaré a Grossman —dijo Carella.
—El otro día, después de bañarse, esa actriz de cine entró en la sala de
estar cubierta sólo con la toalla, ¿sabe? Quería saber…
—Llamaré a Grossman —le interrumpió Carella.
Pero no tuvo que llamar a Grossman, porque aquella tarde llegó un
informe del laboratorio, junto con la escalera de Cabot y el resto de su equipo
de trabajo, incluidas las brochas, la cuchilla para la masilla, varios botes de
aceite de linaza y trementina, unos guantes manchados de pintura y dos

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toldos. Al mismo tiempo que llegaba el informe, Grossman llamó desde el
centro de la ciudad, con lo que Carella se ahorró una moneda.
—¿Has recibido mi informe? —preguntó Grossman.
—Ahora mismo estaba leyéndolo.
—¿Qué opinas de todo eso?
—No lo sé.
—¿Quieres saber lo que pienso?
—Claro, siempre me ha interesado saber lo que piensa el lego —replicó
Carella.
—¡Lego, voy a darte un coscorrón en la cabeza! —dijo Grossman, riendo
—. ¿Has observado que las huellas del rabino estaban en las tapas de esos
botes de pintura, y también en la escalera?
—Sí, ya lo he visto.
—Las de las tapas son de pulgares, por lo que imagino que el hombre
volvió a tapar los botes de pintura o, si ya estaban tapados, apretó las tapas
para asegurarse de que estuvieran herméticamente cerrados.
—¿Y por qué querría hacer eso?
—Quizás estaba cambiando las cosas de sitio. Hay un cobertizo para
herramientas detrás de la sinagoga. ¿No lo has visto?
—Pues no.
—Vaya con el gran detective. Sí, hay un cobertizo a unos cincuenta
metros detrás del edificio. Imagino que el pintor se fue corriendo, dejando
todas sus cosas en el callejón, y el rabino se disponía a llevarlas al cobertizo
cuando le sorprendió el asesino.
—Bueno, es cierto que el pintor dejó sus cosas ahí, pues pensaba regresar
el lunes por la mañana.
—Hoy, en efecto —dijo Grossman—, pero quizás el rabino no quería ver
la parte trasera de la sinagoga con el aspecto de una pocilga, sobre todo en la
Pascua, así que se le ocurrió llevar los cacharros al cobertizo de las
herramientas. Esto es sólo una especulación, ¿comprendes?
—¿De veras? —dijo Carella—. Creí que era una deducción acertada,
científica.
—¡Vete al infierno! Las huellas de las tapas son de pulgares, por lo que es
lógico concluir que las presionó. Y las huellas de la escalera parecen indicar
que la trasladaba.
—Según este informe, no has encontrado más huellas que las del rabino
—dijo Carella—. ¿No es eso un poco raro?

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—No lo has leído bien. Hemos encontrado una porción de huellas en una
de las brochas, y también…
—Ah, sí, aquí está. Esto no dice gran cosa, Sam.
—¿Qué quieres que haga? La forma de esas huellas es parecida a las del
rabino, pero no son muy nítidas. Otra persona podría haber dejado esas
huellas en la brocha.
—¿El pintor, por ejemplo?
—No, hemos llegado a la conclusión de que el pintor usó guantes
mientras trabajaba. De lo contrario, habríamos encontrado una serie de
huellas similares en las herramientas.
—Entonces, ¿quién dejó esa huella en la brocha? ¿El asesino?
—Tal vez.
—Pero las huellas que hay son insuficientes para determinar algo con
certeza.
—Lo siento, Steve.
—Así que nuestra suposición es que el rabino salió de la sinagoga después
de los servicios para asear ese sitio. El asesino le soprendió, le apuñaló, dejó
el callejón hecho un desastre y entonces pintó esa J en la pared. ¿Es eso?
—Supongo que sí, aunque…
—¿Qué?
—Bueno, había mucha sangre en dirección a esa pared, a la derecha. Es
como si el rabino se hubiera arrastrado después de que le acuchillaran.
—Probablemente intentaba llegar a la puerta trasera de la sinagoga.
—Es posible —dijo Grossman—. Puedo decirte una cosa: quienquiera
que le matara, debía de estar hecho un desastre cuando llegó a su casa. De eso
no hay duda.
—¿Por qué lo dices?
—Por toda esa pintura derramada en el callejón… Creo que el rabino
arrojó los botes de pintura a su atacante.
—Tienes una fina capacidad deductiva, Sam —dijo Carella, sonriendo.
—Gracias.
—Dime una cosa.
—¿Sí?
—¿Has resuelto alguna vez un caso de asesinato?
—¡Vete al infierno! —dijo Grossman, y colgó.

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Aquella noche, a solas con su esposa en la sala de estar de su casa, Meyer
procuró apartar su atención del serial policiaco que pasaban por la televisión y
centrarla en los diversos documentos que había recogido en el despacho del
rabino Salomón en la sinagoga. En la pantalla del televisor los policías
disparaban frenéticamente, las balas volaban por todas partes y mataban a los
malhechores por docenas. Aquello casi hacía desear a un hombre trabajador
como Meyer Meyer una visa excitante de aventura romántica.
La aventura romántica de su vida, Sarah Lipkin Meyer, estaba sentada en
un sillón delante del televisor, con las piernas cruzadas, absorta en las proezas
ficticias de los policías.
—¡Anda, cógelo! —exclamó Sarah en un momento determinado.
Meyer la miró con curiosidad, antes de concentrarse de nuevo en los
libros del rabino.
El religioso judío llevaba un libro de gastos, todos ellos relacionados con
la sinagoga y el trabajo que desempeñaba allí. La lectura de aquel libro no era
interesante y no le informó a Meyer de nada que quisiera saber. El rabino
tenía también un calendario de acontecimientos en la sinagoga, y Meyer, al
leerlos, recordó su juventud y la atareada vida judía, centrada en tomo a la
sinagoga, en el barrio vecino del suyo. 12 de marzo, decía el calendario,
desayuno dominical habitual del Club Masculino. Orador, Harry Pine,
director de la Comisión de Asuntos Internacionales del Congreso Judío.
Tema: el caso Eichmann.
Meyer revisó la lista de acontecimientos detallados en el libro del rabino
Salomón:

12 de marzo, 7.15 tarde


Reunión del grupo juvenil.

18 de marzo, 9.30 mañana


Servicios de Bar Mitzvah para Nathan Rothman. Kiddush después de
los servicios. Invitación abierta para formar parte de los miembros del
Centro.

22 de marzo, 8.45 tarde


Clinton Samuels, profesor adjunto de Filosofía de la Educación en la
Universidad de Brandéis, dirigirá el debate sobre «La cuestión de la
identidad de los judíos en la América moderna».

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26 de marzo
Radio Luz Eterna. «La búsqueda», de Virginia Mazer, guión biográfico
sobre Lillian Wald, fundadora del Asentamiento Henry Street en Nueva
York.

Meyer alzó la vista del calendario.


—¿Sarah?
—Calla, espera un momento —respondió ella.
Se mordisqueaba furiosamente el pulgar, los ojos fijos en la pantalla del
televisor, por entonces en silencio. De repente, estalló una andanada de
disparos, tan estrepitosa que parecía como si el aparato fuera a romperse.
Surgió entonces el tema musical y Sarah exhaló un suspiro y se volvió hacia
su marido.
Meyer la miró con curiosidad, como si la viera por primera vez,
recordando a la Sarah Lipkin de antaño y preguntándose si la Sarah Meyer de
hoy era muy diferente de aquella excitante imagen inicial. «Los labios de
nadie besan como los labios de Sarah», tarareaban los muchachos del club
estudiantil, y aquello se le quedó grabado a Meyer e investigó las
posibilidades, aprendiendo por primera vez en su vida que todo tópico tiene
un fondo de verdad. Ahora contempló la boca de su mujer, fruncida por el
asombro ante la mirada insistente de Meyer. Tenía los ojos azules y el cabello
castaño, una hermosa figura y unas piernas espléndidas, y él movió la cabeza,
convencido de lo acertado que había sido su juicio juvenil.
—Dime, Sarah, ¿te sientes identificada como judía en la América
moderna? —le preguntó.
—¿Qué?
—He dicho…
—¿Cómo se te ha ocurrido eso?
—Supongo que por el rabino. —Meyer se rascó la calva—. Creo que no
me he sentido apenas como judío desde…, por lo menos desde que me
confirmaron. Es curioso.
—No dejes que eso te preocupe —le dijo Sarah suavemente—. Eres judío,
desde luego.
—¿De veras? —le preguntó, mirándola fijamente a los ojos.
Ella le devolvió la mirada.
—A eso has de responder por ti mismo.
—Sí, ya lo sé… Verás, me pone furioso pensar en ese tipo, ese Finch, y es
mala cosa porque, al fin y al cabo, es posible que sea inocente.

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—¿Crees que lo es?
—No, creo que lo hizo, pero, ¿soy yo, Meyer Meyer, detective de segunda
clase, quien lo cree o es el Meyer Meyer a quien golpeaban los goyim cuando
era pequeño, el que escuchaba a su abuelo contar historias sobre los pogroms,
o escuchaba la radio y oía decir lo que Hitler estaba haciendo en Alemania, o
el que estuvo a punto de estrangular a un coronel alemán con sus propias
manos en las afueras de…?
—No puedes separar las dos cosas, querido —dijo Sarah.
—Tal vez tú no puedas. Yo sólo trato de decir que nunca me he sentido
como un judío en la medida en que me siento desde que empezó este caso.
Ahora, de repente… —Se encogió de hombros.
—¿Quieres que vaya a buscar tu chal de oraciones? —preguntó Sarah,
sonriendo.
—Eres una chica sensata —dijo Meyer.
Cerró el calendario del rabino y abrió otro libro que estaba sobre la mesa,
y que era un diario personal. Empezó a hojearlo.

Viernes, 6 de enero
Shabbat, Parshat Shemot. Encendí las velas a las cuatro veinticuatro.
Los servicios nocturnos eran a las seis y quince. Ha pasado un siglo desde
la guerra civil. Hablamos de la comunidad judía del Sur, entonces y ahora.

18 de enero
Me resulta chocante haber tenido que familiarizar a los miembros con
las bendiciones apropiadas sobre las velas del Sabbath. ¿Tanto nos hemos
olvidado?
Baruch ata adonai elohenu melech haolarn asher kidshanu b’mitzvotav
vitzivanu l’hadlick nershel shabbat.
Bendito seas, oh Señor nuestro Dios, Rey del universo, que nos has
santificado con tus leyes y nos has ordenado encender la Luz Sabática.
Quizá tenga razón. Tal vez los judíos estén condenados.

20 de enero
Había confiado en que el festival macabeo haría que nos diésemos
cuenta de las penalidades sufridas por los judíos de hace dos mil años en
comparación con nuestras vidas de hoy, agradables y cómodas en una
democracia. Hoy tenemos la libertad de rendir culto como deseamos, pero

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esto debería imponemos la responsabilidad de disfrutar de esa libertad. Y
aun así, la Hanukkah ha llegado y se ha ido, y me parece que la Fiesta de
las Luces no nos ha enseñado nada, no nos ha dado nada más que una
fiesta alegre que celebrar.
Dice que los judíos morirán.

2 de febrero
Creo que estoy empezando a temerle. Hoy me amenazó a gritos, dijo
que yo, de todos los judíos, encabezaré el camino hacia la destrucción. Me
sentí tentado de llamar a la policía, pero comprendo que él ha hecho eso
antes. Hay algunos miembros que han sufrido sus peroratas y que parecen
considerarle inocuo, pero desvaría con el fervor de un fanático, y sus ojos
me asustan.

12 de febrero
Hoy ha llamado un miembro para preguntarme algo sobre las leyes
dietéticas. Me vi obligado a llamar al carnicero del barrio porque ignoraba
la longitud prescrita del hallaf, el cuchillo para matar las reses. Hasta el
carnicero bromeó y me dijo que un rabino auténtico debería saber esas
cosas. Soy un rabino auténtico, creo en el Señor, mi Dios, cuya voluntad y
ley enseñó a Su pueblo. ¿Qué necesidad tiene un rabino de conocer el
shehitah, el arte de sacrificar a los animales? ¿Es importante saber que el
cuchillo de sacrificar ha de tener el doble de la anchura que tiene la
garganta del animal sacrificado, y no más de catorce dedos de longitud? El
carnicero me dijo que el cuchillo ha de ser agudo y suave, sin ninguna
mella perceptible. Se examina pasando el dedo y la uña por ambos filos de
la hoja, antes y después del sacrificio. Si se encuentra una mella, el animal
no es bueno para el consumo. Ahora lo sé, pero, ¿es necesario saber eso?
¿No basta con amar a Dios y enseñar Su voluntad?
Su enojo sigue asustándome.

14 de febrero
Hoy he encontrado un cuchillo en el arca, en el fondo del armario
detrás de la Torá.

8 de marzo

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Ya no nos sirven las Biblias que hemos sustituido, y como eran viejas
y andrajosas, pero aun así artículos rituales que contienen el nombre de
Dios, los hemos enterrado en el patio trasero, cerca del cobertizo de las
herramientas.

22 de marzo
Tengo que ponerme en contacto con un pintor para que arregle el
exterior de la sinagoga. Alguien me ha sugerido a un tal señor Frank Cabot
que vive en la vecindad. Quizá le llame mañana. Pronto llegará la Pascua y
me gustaría que el templo tenga buen aspecto.
El misterio está resuelto. Se guarda para arreglar el pabilo del candil de
aceite sobre el arca.

Sonó el teléfono. Meyer, absorto en el diario, ni siquiera lo oyó. Sarah


respondió a la llamada.
—¿Diga? Hola, Steve, ¿cómo estás? —Se echó a reír y dijo—: No, estaba
viendo la televisión. Es verdad. —Rió de nuevo—. Sí, espera un momento,
ahora se pone. —Dejó el teléfono y se acercó a la mesa ante la que Meyer leía
—. Es Steve. Quiere hablar contigo.
—¿Eh?
—Al teléfono. Es Steve.
—Ah, gracias. —Se dirigió al teléfono y tomó el auricular—: ¡Hola,
Steve!
—Hola. ¿Puedes venir ahora mismo?
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
—Se trata de Finch —dijo Carella—. Se ha fugado.

10

Finch se pasó todo el domingo encerrado en un calabozo de la comisaría y,


como era Pascua, le sirvieron pavo para comer. El lunes por la mañana le
transportaron en un furgón a jefatura, en High Street, donde, como
sospechoso de asesinato, pasó por la peculiar costumbre policial conocida
como «alineación». Le fotografiaron y luego le tomaron las huellas en el
sótano del edificio, y a continuación le llevaron al otro lado de la calle, al
edificio del juzgado donde le acusaron de asesinato en primer grado y, a pesar

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de las protestas de su abogado, ordenaron su encarcelamiento sin fianza hasta
que tuviera lugar el juicio. Entonces el furgón le trasladó a la cárcel de la
avenida Canopy, donde permaneció todo el día, hasta después de la cena,
cuando a los delincuentes que han cometido, o se presume que han cometido,
los delitos más graves, los esposan una vez más y los meten en el furgón que
los lleva hasta el río Dix, para llevarlos en un transbordador a la prisión de la
isla Walker.
Carella informó que se había fugado cuando le llevaban desde el furgón al
transbordador. Según la policía del puerto, Finch estaba todavía esposado y
vestía el uniforme de presidiario. La fuga tuvo lugar a las diez de la noche, y
suponían que la habían presenciado varias docenas de ayudantes sanitarios
que esperaban el transbordador para ir al sanatorio de Dix, un hospital
municipal para drogadictos, situado en medio del río, a unos tres kilómetros
de la prisión. Suponían también que habían sido testigos de la fuga una
docena, o más, de ratas acuáticas, las cuales saltaban entre las pilastras del
embarcadero y que, debido a su tamaño, los niños de la vecindad que jugaban
en la orilla del río las confundían a veces con gatos. Teniendo en cuenta que
Finch iba vestido con uniforme gris y que llevaba esposas —una
deslumbrante exhibición de elegancia modisteril, sin duda, pero que
probablemente no llevaría ningún otro transeúnte por las calles de la ciudad
—, era asombroso que todavía no le hubieran capturado. Como es natural,
primero habían registrado su apartamento, donde no encontraron más que
cuatro paredes y los muebles. Uno de los detectives solteros de la brigada,
probablemente esperando una invitación para llevar adelante el caso, sugirió
que hicieran una visita a Eleanor Fay, la novia de Finch. ¿No era probable que
éste hubiera ido a casa de la muchacha? Carella y Meyer convinieron en que
era muy probable, se ajustaron las pistoleras, no hicieron ninguna invitación a
su colega para que les acompañara, y salieron a la noche.
Hacía una noche agradable y Eleanor Fay vivía en un barrio también
agradable, formado por viejas casas de piedra acuñadas entre modernos
edificios de apartamentos, con abundancia de vidrio y garajes por debajo de la
acera. El mes de abril había empezado a bailar por la ciudad, dejando su
calorcillo sutil en el aire. Los dos hombres viajaron en uno de los coches de la
patrulla, con las ventanillas abiertas. Apenas hablaron, pues abril les había
dejado sin palabras. La radio policial emitía sus llamadas sin descanso; los
patrulleros que circulaban por toda la ciudad daban fe continuamente de
violencia y actos criminales.
—Aquí es —dijo Meyer—, ahí delante.

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—Ahora vete a buscar un sitio donde aparcar —se quejó Carella.
Dieron dos vueltas a la manzana antes de encontrar un hueco delante de
un drugstore, en la avenida. Bajaron del coche, que dejaron allí sin cerrar, y
caminaron a paso ligero en la fragante noche. El edificio de estilo antiguo
estaba a la mitad de la manzana. Subieron los doce escalones hasta el
vestíbulo y leyeron las placas con los nombres junto a los botones del portero
eléctrico. Eleanor Fay ocupaba el apartamento 2B. Sin vacilar, Carella
oprimió el botón del 5A. Meyer cogió el pomo y esperó; al escuchar el sonido
de respuesta, torció el pomo y, en silencio, los dos hombres subieron la
escalera hasta el segundo piso.
Abrir una puerta a patadas es una práctica esencialmente ruda. Ni Carella
ni Meyer estaban especialmente faltos de buenas maneras, pero buscaban a un
hombre acostumbrado a asesinar y, además, había logrado fugarse. No era
exagerado suponer que aquel hombre estaba desesperado, por lo que ni
siquiera discutieron si abrirían o no la puerta a patadas. Se alinearon en el
pasillo, delante del apartamento 2B. La pared contraria a la puerta estaba
demasiado lejos para que pudiera servir como trampolín. Meyer, el más
pesado de los dos, se separó de la puerta y entonces la golpeó con el hombro,
fuertemente y cerca de la cerradura. No se proponía romper la puerta, hazaña
imposible, sino simplemente hacer saltar el muelle de la cerradura. Todo el
peso de su cuerpo se concentró en el ángulo enguatado del brazo y el hombro,
que chocó con la puerta por encima del cierre. Éste siguió en su sitio, pero los
tornillos que lo sujetaban a la jamba no pudieron resistir la fuerza del
musculoso ariete de Meyer. La madera alrededor de los tornillos se astilló, los
filamentos perdieron su fuerza de fricción, la puerta se abrió hacia adentro y
Meyer penetró en la habitación. Carella, como un jugador de defensa que
lleva la pelota tras una poderosa interferencia, siguió a Meyer.
No es algo excesivamente raro que un policía tropiece con escenas de la
más cruda sexualidad durante su trabajo cotidiano. Los cuerpos desnudos que
ve están generalmente fríos y cubiertos de sangre coagulada. Incluso los
agentes de la brigada contra el vicio encuentran el acto amoroso más sórdido
que estimulante. Eleanor Fay estaba tendida en el sofá de la sala de estar con
un hombre. El televisor delante del sofá estaba encendido, pero nadie miraba
las noticias o el informe meteorológico.
Cuando los dos hombres armados con revólveres entraron en la sala tras la
puerta que acababa de abrirse con estrépito, Eleanor Fay se incorporó de un
salto, la sorpresa anegándole los ojos desmesuradamente abiertos. Estaba
desnuda de cintura para arriba, y llevaba unos pantalones negros muy ceñidos

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y zapatos negros de tacón alto. El cabello estaba desordenado y los besos
habían convertido el rojo de labios en un borrón informe. En cuanto los
policías entraron, trató de cubrirse los senos con las manos, y, al darse cuenta
de que era un intento inútil, cogió la prenda más cercana, que resultó ser la
chaqueta del hombre, y se cubrió con ella como la clásica heroína sorprendida
en una película de piratas. El hombre que estaba junto a ella se irguió con
igual celeridad, miró a los policías y luego a Eleanor, perplejo, como si
esperase una explicación por parte de la muchacha.
El hombre no era Arthur Finch, sino un individuo de unos treinta años,
con muchos granos en la cara y numerosas manchas de lápiz de labios. Su
camisa blanca estaba desabrochada hasta la cintura. No llevaba camiseta.
—Hola, señorita Fay —dijo Meyer.
—No les he oído llamar —replicó ella, la cual pareció recobrarse al
instante de su sorpresa y azoramiento iniciales.
Con un desdén absoluto por los dos detectives, tiró la chaqueta a un lado,
y se dirigió como una reina de vodevil hacia una silla de respaldo duro, sobre
el que estaban dobladas sus ropas. Cogió los sostenes, se los puso y aseguró el
cierre exactamente como si estuviera sola en la habitación.
—Lo sentimos, señorita —dijo Carella—. Estamos buscando a su novio.
—¿A mí? —preguntó el hombre sentado en el sofá—. ¿Qué he hecho?
Meyer y Carella intercambiaron una mirada de complicidad. Algo
parecido a la comprensión, leve y no demasiado claro, asomó al rostro de
Carella.
—¿Quién es usted?
—No tienes que decirles nada —le previno Eleanor—. No tienen permiso
para entrar así en una casa. Los ciudadanos particulares también tenemos
derechos.
—Eso es cierto, señorita Fay —dijo Meyer—. ¿Por qué nos mintió?
—No he mentido a nadie.
—Nos dio una información falsa sobre el paradero de Finch en…
—Entonces no sabía que estaba bajo juramento.
—No lo estaba, pero impidió premeditamente el avance de una
investigación.
—¡Al diablo con ustedes y la investigación! Son unos cabrones de mierda
que han entrado aquí como…
—Sentimos haberle estropeado la fiesta —dijo Carella—, pero queremos
saber por qué nos mintió acerca de Finch.
—Creí que les estaba ayudando. Ahora váyanse de aquí.

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—Nos quedamos un poco más, señorita Fay —replicó Meyer—, así que
no se dé tantas ínfulas. ¿Cómo imagina que nos ayudaba? ¿Haciéndonos
emprender una persecución inútil para confirmar coartadas que usted misma
sabía que eran falsas?
—Yo no sabía nada. Sólo les dije lo que Arthur me dijo a mí.
—Eso es mentira.
—¿Por qué no se largan? ¿O acaso esperan que vuelva a quitarme el
suéter?
—Ya hemos visto lo que tiene, señora —dijo Carella, y se volvió hacia el
hombre—: ¿Cómo se llama?
—No se lo digas —le dijo Eleanor.
—Hable aquí o en la comisaría, como prefiera —dijo Carella—. Arthur
Finch se ha fugado de la cárcel y lo estamos buscando. Si quieren ser
cómplices de…
—¿Se ha fugado? —Eleanor palideció un poco. Miró al hombre del sofá y
las miradas de ambos se cruzaron.
—¿Cuán… cuándo ha ocurrido? —preguntó el hombre.
—Hacia las diez de esta noche.
El hombre permaneció unos momentos en silencio.
—Eso es un mal asunto —dijo al fin.
—¿Por qué no nos dice quién es usted? —sugirió Carella.
—Frederick Schultz —dijo el hombre.
—Vaya, eso hace que todo quede en casa, ¿eh? —dijo Meyer.
—Saque su mente del estercolero —dijo Eleanor—. No soy la novia de
Finch ni lo he sido nunca.
—Entonces, ¿por qué dijo que lo era?
—No quería ver a Freddie implicado en esto.
—¿Y por qué iba a estar implicado?
—La muchacha se encogió de hombros.
—Vamos a ver. ¿Estaba Finch con Freddie el sábado por la noche?
Eleanor asintió a regañadientes.
—¿De qué hora a qué hora?
—De las siete a las diez —declaró Freddie.
—Entonces no pudo haber matado al rabino.
—¿Quién ha dicho que lo mató? —preguntó Freddie.
—¿Por qué no nos dijo eso?
—Porque… —empezó a decir Eleanor, pero se interrumpió.

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—Porque tenían algo que ocultar —dijo Carella—. ¿Por qué fue Finch a
verle, Freddie?
Freddie no respondió.
—Dejémoslo —dijo Meyer—. Éste es el otro pájaro que odia a los judíos,
Steve. Ése del que me habló la hermana de Finch. ¿No es cierto, Freddie?
Freddie permaneció en silencio.
—¿Para qué le visitó, Freddie? ¿Para recoger esos panfletos que
encontramos en su armario?
—¿Es usted el tipo que imprime esa basura, Freddie?
—¿Qué ocurre, Freddie? ¿No estaba seguro hasta qué punto había un
delito de por medio?
—¿Creyó que él nos diría de dónde sacó el material, eh?
—Usted es un buen amigo, ¿no, Freddie? Enviaría a su amigo a la silla
eléctrica antes que…
—¡Yo no le debo nada! —exclamó Freddie.
—Quizá le debe mucho. Se enfrenta a una acusación de asesinato, pero
aún no ha mencionado su nombre. Se ha tomado todas esas molestias por
nada, señorita Fay.
—No ha sido ninguna molestia —dijo Eleanor con un hilo de voz.
—Claro —replicó Meyer—. Entró usted en la comisaría con un vestido
ceñido y un absurdo manojo de coartadas, sabiendo que las comprobaríamos.
Imaginó que cuando descubriéramos que eran falsas, no nos creeríamos
cualquier otra cosa que Finch dijera. Aunque nos dijera realmente dónde
había estado, no le creeríamos. ¿No es cierto?
—¿Ha terminado? —preguntó Eleanor.
—No, pero creo que usted sí —respondió Meyer.
—No tenían ningún derecho a entrar aquí. No existe ninguna ley que
prohíba hacer el amor.
—Lo que usted estaba haciendo era odio, hermana —dijo Carella.

11
Arthur Finch no estaba haciendo nada cuando le encontraron.
Le encontraron a las dos y diez, la mañana del cuatro de abril, y en su
apartamento, adonde había ido un patrullero con el encargo de recoger los
panfletos del armario. Le encontraron tendido ante la mesa de la cocina, con
las esposas puestas. Sobre la mesa había una lima y una escofina, y había

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limaduras metálicas sobre el esmalte y una zona del suelo de linóleo, pero
Finch sólo había hecho una pequeña muesca en las esposas. Las limaduras del
suelo flotaban en una sustancia roja y viscosa.
Finch tenía la garganta abierta de oreja a oreja.
El patrullero, que esperaba efectuar una recogida rutinaria, descubrió el
cadáver y tuvo la suficiente entereza para llamar a su compañero de patrulla
antes de que el pánico se apoderase de él. Su compañero fue al coche y llamó
por radio a la central de homicidios, la cual informó a la sección sur de
homicidios y a los detectives de la brigada 87.
Aquella noche los patrulleros estuvieron ocupados. A las tres de la
madrugada, un ciudadano llamó para informar de lo que consideraba un
escape de agua en una tubería de la Quinta Avenida Sur. El encargado de la
radio en la central envió un coche a investigar, y el patrullero descubrió que
no ocurría nada con la tubería de agua, pero había algo que obstaculizaba el
excelente sistema de alcantarillado de la ciudad.
Los hombres no eran miembros del Departamento de Sanidad Pública,
pero de todos modos bajaron por una boca de acceso a la hedionda y
maloliente cloaca, y localizaron un traje negro de hombre trabado en una caja
de naranjas y bloqueando una tubería, lo cual hacía que el agua volviera a la
calle. El traje estaba embadurnado de pintura blanca y azul. Los patrulleros
estaban a punto de tirarlo al recipiente de basuras más cercano, cuando
observaron que también estaba embadurnado de algo que podría ser sangre
seca. Como eran concienzudos agentes de policía, se peinaron para eliminar la
mugre adherida al cabello y entregaron la prenda a su comisaría, que resultó
ser la 87.
A Meyer y Carella les encantó recibir el traje.
No les decía nada acerca de su propietario, pero de todos modos les
indicaba que quienquiera que hubiese matado al rabino ahora estaba muy
ocupado en ocultar sus huellas, lo cual, a su vez, revelaba un estado de
extrema inquietud. Alguien había oído por la radio la noticia de la fuga de
Finch. A alguien le había preocupado que Finch estableciera una coartada tan
irrefutable que le dejara en libertad.
Con un razonamiento retorcido, alguien había imaginado que la mejor
manera de ocultar un homicidio es cometer otro. Y alguien había decidido
apresuradamente librarse de las prendas que llevaba en el momento de
despachar al rabino.
Los detectives no eran psicólogos, pero en la misma mañana temprana se
habían cometido dos errores, y suponían que su presa empezaba a

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desesperarse.
—Tiene que ser otro tipo del grupo de Finch —dijo Carella—.
Quienquiera que matara a Salomón, pintó una J en la pared. De haber tenido
tiempo, probablemente habría pintado también una cruz gamada.
—¿Pero por qué habría hecho eso? —replicó Meyer—. En ese caso nos
diría automáticamente que al rabino le mató un " antisemita.
—¿Y qué? ¿Cuántos antisemitas crees que hay en esta ciudad?
—¿Cuántos?
—No quisiera tener el trabajo de contarlos —dijo Carella—. Quienquiera
que matara a Yaakov Salomón fue lo bastante audaz para…
—Jacob —le corrigió Meyer.
—Yaakov, Jacob, ¿que más da? El asesino fue lo bastante audaz para
suponer que habría mucha gente que sentiría exactamente como él. Pintó esa J
en la pared y nos retó a descubrir qué antijudío había cometido el crimen. —
Carella hizo una pausa y añadió—: ¿Eso te preocupa mucho, Meyer?
—Claro que me preocupa.
—Lo que quiero decir…
—No seas un papanatas, Steve.
—De acuerdo. Creo que deberíamos hablar de nuevo con esa mujer.
¿Cómo se llamaba? Hannah no sé qué. Tal vez sepa…
—No creo que eso nos ayude en nada. Quizá deberíamos hablar con la
esposa del rabino. De su diario se deduce que éste conocía al asesino, que
había recibido amenazas. Quizás ella sepa quién le estaba atormentando.
—Son las cuatro de la madrugada —dijo Carella—. No creo que en este
preciso momento sea esa una buena idea.
—Iremos después del desayuno.
—Tampoco estaría de más hablar otra vez con Yirmiyahu. Si el rabino
recibía amenazas, quizá…
—Jeremías —le corrigió Meyer—. Jeremías. Yirmiyahu equivale a
Jeremías en hebreo.
—Ah, muy bien. En fin, tendríamos que hablar con él. Es posible que el
rabino le hablara del asunto, que mencionara a ese…
—Jeremías —repitió Meyer.
—¿Qué?
—No, eso es imposible. —Meyer meneó la cabeza—. Es un hombre
santo. Y si hay algo que un verdadero judío desprecia de veras es…
—¿De qué estás hablando? —le interrumpió Carella.

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—… es matar. El judaísmo enseña que no puedes asesinar, que sólo
puedes matar a otro en defensa propia. —Frunció el ceño de pronto—. Y
además, ¿recuerdas cuando estaba a punto de encender el cigarrillo? Me
preguntó si era judío…, ¿recuerdas? Le chocaba que pudiera fumar el
segundo día de la Pascua.
—Tengo un poco de sueño, Meyer. ¿De qué me estás hablando?
—Yirmiyahu, Jeremías. Steve, ¿no crees…?
—Es que no te sigo, Meyer.
—¿No crees…, no crees que el mismo rabino pintó esa letra en la pared?
—¿Para qué…? ¿Qué quieres decir?
—Para decimos quién le había acuchillado, quien era el asesino.
—¿Cómo iba a…?
—Jeremías —dijo Meyer.
Carella miró en silencio a su compañero durante treinta segundos. Luego
asintió y dijo:
—J.

12

Estaba enterrando algo en el patio trasero de la sinagoga cuando le


encontraron. Primero habían ido a su casa y despertaron a su esposa, la cual
era una vieja judía y tenía la cabeza afeitada, de acuerdo con la tradición
ortodoxa. Se cubría la cabeza con un chal y estaba sentada en la cocina de su
piso, en una planta baja. Trató de recordar lo que había ocurrido la segunda
noche de Pascua. Sí, su marido había ido a la sinagoga para los servicios
nocturnos. Sí, había ido a casa directamente después de los servicios.
—¿Le vio usted cuando entró? —le preguntó Meyer.
—Estaba en la cocina —respondió la señora Cohen—, preparando el
seder. Oí que se abría la puerta y mi marido fue al dormitorio.
—¿Vio cómo iba vestido?
—No.
—¿Qué se ponía durante el seder?
—No recuerdo.
—¿Se había cambiado de ropa, señora Cohen? ¿Puede recordar eso?
—Sí, creo que sí. Llevaba un traje negro cuando fue al templo, y creo que
luego llevaba un traje diferente.

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La anciana parecía perpleja. No sabía por qué le hacían aquellas
preguntas. Sin embargo, las respondió.
—¿Olió usted algo extraño en la casa, señora Cohen?
—¿Oler?
—Sí. ¿Olió a pintura?
—¿Pintura? No. No olí nada extraño.
Le encontraron en el patio detrás de la sinagoga.
Estaba encorvado y era un viejo con los ojos llenos de pesadumbre. Tenía
una pala en las manos, y golpeaba la tierra con la hoja. Cuando vio a los
policías hizo un gesto de asentimiento, como si supiera por qué estaban allí.
Se miraron por encima del pequeño montículo de tierra recién removida a los
pies de Yirmiyahu.
Carella no dijo una sola palabra durante el interrogatorio y el arresto.
Permaneció al lado de Meyer Meyer, sintiendo sólo una curiosa especie de
dolor.
—¿Qué ha enterrado, señor Cohen? —le preguntó Meyer, en voz muy
baja.
Eran las cinco de la madrugada, y la noche empezaba a diluirse en el
cielo. El aire era ligeramente frío, y el viento parecía penetrar en la médula
del sacristán, el cual parecía a punto de echarse a temblar.
—¿Qué ha enterrado, señor Cohen? Dígamelo.
—Un objeto ritual —respondió el sacristán.
—¿Qué era, señor Cohen?
—Ya no me servía de nada. Es un objeto ritual, y estoy seguro de que era
preciso enterrarlo. Debo preguntarle al rov. Debo preguntarle qué dice el
Talmud. —Yirmiyahu guardó silencio y se quedó mirando el montículo de
tierra a sus pies—. El rov está muerto, ¿verdad? —dijo, casi para sí mismo—.
Está muerto. —Miró tristemente a los ojos de Meyer.
—Sí —respondió el policía.
—Baruch dayyan haemet —dijo Yirmiyahu—. ¿Es usted judío?
—Sí.
—Bendito sea Dios, el juez verdadero —tradujo Yirmiyahu, como si no
hubiera oído a Meyer.
—¿Qué ha enterrado, señor Cohen?
—El cuchillo —dijo Yirmiyahu—. El cuchillo que usaba para arreglar el
pabilo. Es un objeto ritual, ¿no le parece? Habría que enterrarlo, ¿no cree? —
Hizo una pausa—. Mire… —Los hombros empezaron a temblarle y, de
repente, se echó a llorar—. He matado —confesó.

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Los sollozos brotaban de algún lugar muy profundo en aquel hombre, se
iniciaban allí donde tenía sus raíces, en su alma, en el conocimiento de que
había cometido el crimen abominable: no matarás, no matarás.
—He matado —repitió, pero ahora sólo vertía lágrimas, sin sollozos.
—¿Mató usted a Arthur Finch? —le preguntó Meyer.
El sacristán asintió.
—¿Mató usted al rabino Salomón?
—El…, verá…, estaba trabajando. Era el segundo día de la Pascua y
estaba trabajando. Yo estaba dentro cuando oí el ruido. Fui a mirar y…,
estaba llevando pintura, botes de pintura en una mano y…, y una escalera en
la otra. Yo…, tenía el cuchillo del arca, el cuchillo que usaba para arreglar el
pabilo. Se lo había dicho antes, le había dicho que no era un judío verdadero,
que su… su manera de actuar sería el fin del pueblo judío. ¡Y luego esto!
¡Esto! ¡Trabajar el segundo día de la Pascua!
—¿Qué sucedió, señor Cohen? —le preguntó Meyer suavemente.
—Yo…, tenía el cuchillo en la mano. Fui hacia él con el cuchillo, y él…
él trató de detenerme. Entonces, yo… —El sacristán alzó la mano como si
empuñara un cuchillo; la mano temblaba al representar inconscientemente los
sucesos de aquella noche—. Le acuchillé, una y otra vez… Le maté.
Yirmiyahu permanecía de pie en el primer callejón mientras el sol
iluminaba ahora los tejados. Tenía la cabeza gacha y miraba el montículo de
tierra que cubría el cuchillo enterrado. Su rostro era delgado y enjuto, un
rostro atormentado por los siglos. Las lágrimas seguían brotándole de los ojos
y le corrían por las mejillas. Los sollozos le estremecían los hombros, unos
sollozos que llegaban de lo más profundo de sus entrañas. Carella se volvió
porque le pareció que en aquel momento presenciaba la desintegración de un
hombre, y no quería verlo.
Meyer puso una mano en el hombro del sacristán.
—Vamos, tsadik, vamos. Ahora tiene que venir conmigo.
El viejo no dijo nada. Las manos le colgaban a los costados.
Empezaron a andar lentamente por el callejón. Al pasar por delante de la J
pintada en la pared de la sinagoga, el sacristán dijo:
—Olov ha-shalom.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Carella.
—Ha dicho: «La paz sea con él».
—Amén —dijo Carella.
Juntos salieron en silencio del callejón.

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LA FORMA VERDADERA DE LA COSTA

John Lutz

Cuando La forma verdadera de la costa se publicó por


primera vez en Ellery Queen’s Mystery Magazine en 1971,
Ellery Queen escribió a modo de presentación: «Un ambiente
de lo más insólito para el crimen y la detección, la Institución
estatal de dementes criminales incurables, y unos personajes
que también se apartan de lo corriente, sobre todo los seis
pacientes de la cabaña D. Pero no es su médico, como podría
esperarse, el detective, ni tampoco el enfermero ni ninguna
persona cuerda. El detective es uno de los pacientes. ¿Un
demente criminal incurable es el detective? Sin duda es un
“primero”, quizás el “primero” más peculiar desde que creó a
Dupin, con su cordura fuera de lo común». Un relato vigoroso
y turbador…

Allá donde la delgada península se dobla como un dedo que hace una seña en
las cálidas aguas, donde las olas del océano levantan nubes de espuma al
romper con las rocas bajas, en su flujo y reflujo sobre las playas de arena
blanca, hay una serie de edificios rectangulares y bajos, rodeados de altas
vallas: es la Institución estatal de dementes criminales incurables. Veinte son
los edificios con esos ángulos agudos, y la masa de ladrillo de cada uno de
ellos se levanta del suelo arenoso como un hecho innegable. Alrededor de
cada edificio hay una valla de madera de secoya de tres metros de altura,
coronada por alambre espinoso, y estas vallas avanzan hasta la orilla del mar,
para proseguir como una telaraña de alambre espinoso que se extiende hasta
las rocas.

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En cada uno de los edificios rectangulares viven seis hombres, y los días
en que el mar está en calma, nadar forma parte de sus hábitos cotidianos, es
incluso parte de su terapia: bajan a la playa y se bañan en la orilla, o bien se
tienden bajo el sol inclemente y adquieren un hermoso bronceado. A veces,
poniéndose fuera del alcance de las olas, los hombres levantan construcciones
en la arena húmeda, pero esos objetos efímeros habrán desaparecido al
atardecer. Sin embargo, se han construido cosas muy interesantes en la arena.
Los habitantes de los edificios rectangulares no se limitaban a pasar allí el
tiempo hasta su muerte. De hecho, lo de «dementes incurables» que formaba
parte del nombre de la institución, no era una denominación muy exacta;
significaba solamente que la esperanza en la recuperación de aquellos
hombres era mínima. Vivían en grupos de seis no sólo por razones de
seguridad, sino también para que pudieran formar un grupo sensibilizador
más o menos permanente: terapia de grupo a días alternos, con reuniones
informales de vez en cuando supervisadas por el joven doctor Montaign. Allí,
bajo los sutiles y hábiles sondeos del doctor Montaign, los hombres ponían
sus almas al descubierto…, por lo menos algunos de ellos lo hacían.
La cabaña D iba a ser pronto objeto del agudo interés del doctor
Montaign. De hecho, se proponía estudiar lo que ocurriera allí durante el
próximo año y escribir una serie de artículos que se publicarían en influyentes
revistas científicas.
La primera señal de que algo iba mal en la cabaña D fue el hallazgo de
uno de los pacientes, un tal señor Rolt, una noche en la playa. Estaba muerto,
tendido boca arriba cerca de la orilla, y con unos pantalones caqui por toda
indumentaria. A primera vista parecía haberse ahogado por accidente, pero
resultó que tenía la boca y gran parte de la garganta atiborradas de arena y una
miríada de diminutas y pintorescas conchas.
Roger Logan, que vivía en la cabaña D desde que le declararon culpable
del asesinato de su esposa tres años antes, permanecía sentado en silencio,
observando al doctor Montaign que paseaba por la habitación.
—Esto no puede ser —decía el médico—. Uno de vosotros ha despachado
al señor Rolt, y ésta es exactamente la clase de cosa que hemos de evitar y es
por eso por lo que estamos aquí.
—Pero no lo investigarán a fondo, ¿verdad? —dijo Logan en voz baja—.
Como cuando en la cárcel matan a un asesino convicto.
—Debo recordarte —dijo en voz entrecortada un paciente llamado
Kneehoff— que el señor Rolt no era un asesino.

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Kneehoff había sido un próspero hombre de negocios antes de que le
encerraran, y ahora se dedicaba a hacer unas excelentes carteras de piel que
vendía por correo. Ahora estaba sentado ante una mesita con unas cartas
viejas extendidas encima, como si fuera un presidente de consejo de
administración presidiendo una reunión.
—Podría añadir —dijo altivamente— que resulta difícil dirigir los
negocios en una atmósfera como ésta.
—No he dicho que Rolt fuera un asesino —dijo Logan—, pero está…,
tenía que estar durante el resto de su vida. Ese hecho va a suponer un estorbo
para la justicia.
Kneehoff se encogió de hombros y revolvió sus cartas.
—Era un hombre de escasa importancia…, es decir, comparado con los
jefes de las empresas gigantes.
Era cierto que el señor Rolt había sido un carnicero y no un capitán de
industria, un carnicero que había puesto cosas en la carne, algunas de las
cuales ni se pueden mencionar. Pero Kneehoff, al fin y al cabo, se había
limitado a dirigir una cadena de tres tintorerías.
—Quizá le consideraba usted lo bastante insignificante para asesinar —le
dijo a William Sloan, el cual estaba allí por haber arrojado al vacío a su hija
desde la ventana de un decimocuarto piso—. Nunca le gustó el señor Rolt.
Kneehoff empezó a farfullar.
—¡Usted es el asesino, Sloan! ¡Usted y Logan!
—Yo no he matado a nadie —se apresuró a protestar Logan.
Kneehoff sonrió.
—En el juicio demostraron que era culpable…, de matar a su mujer.
—¡A mí no me lo demostraron! ¡Y yo debo saber si soy culpable o no!
—Conozco su caso —dijo Kneehoff, contemplando desapasionadamente
sus viejas cartas—. Golpeó a su esposa en la cabeza con una botella de vino
francés, matándola en el acto.
Logan replicó acaloradamente:
—¡Le advierto que esa afirmación de que golpeé a mi esposa con una
botella de vino, nada menos que de buen vino francés, es invitarme a entablar
un litigio por libelo!
Visiblemente trastornado, Kneehoff guardó silencio y pareció sumirse en
el estudio de los papeles que tenía delante. Logan hacía mucho tiempo que
sabía cómo tratar con él; sabía que la «empresa» de Kneehoff no podría
soportar un juicio.

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—Es preciso hacer justicia —siguió diciendo Logan—. Hay que capturar
y ejecutar al asesino del señor Rolt, un auténtico asesino.
—¿No le parece que ese es un trabajo para la policía? —preguntó el
doctor Montaign amablemente.
—¡La policía! —rió Logan—. ¡Mire cómo metieron la mata en mi caso!
No, éste es un trabajo para nosotros. Pasar el resto de nuestras vidas con un
asesino sería intolerable.
—¿Pero qué me dice del señor Sloan? —preguntó el doctor Montaign—.
Está viviendo con él.
—Es un caso diferente —replicó Logan—. El hecho de que le declarasen
culpable no significa que lo sea. Dice que no recuerda nada de lo ocurrido,
¿no es cierto?
—¿Cuál es su punto de vista? —inquirió Brandon, el bombardero
misterioso fracasado—. Ustedes siempre tienen un punto de vista, algo que se
reservan. En las únicas personas en las que pueden confiar realmente son en
los pobres.
—Mi punto de vista es la justicia —dijo Logan con firmeza—. ¡Tenemos
que hacer justicia!
—¡Justicia para todo el mundo! —gritó Brandon de súbito, poniéndose en
pie. Miró airadamente a su alrededor y volvió a sentarse.
—Justicia —dijo el viejo señor Heimer, que había estado en otros mundos
y tenía la facultad de escuchar lo que dicen los metales—. La justicia cuidará
de sí misma. Siempre lo hace, en todas partes.
—Llevan mucho tiempo esperando —dijo Brandon, con la mandíbula
sobresaliente bajo el negro bigote—. Me refiero a los pobres.
—¿Tiene la policía algún indicio? —preguntó Logan al doctor Montaign.
—Saben lo mismo que ustedes —dijo el médico en tono sosegado—. El
señor Rolt file asesinado en la playa entre las nueve y cuarto y las diez… ¿Por
qué estaría fuera de la cabaña D?
El señor Heimer se llevó una mano delgada y moteada a los labios y soltó
una risita.
—Bueno, tal vez eso sea justicia.
—Ya sabe usted cuál es la sanción por abandonar el edificio en horas no
autorizadas —dijo Kneehoff severamente al señor Heimer—. No la muerte,
sino el confinamiento en su habitación durante dos días. Es preciso que el
castigo sea adecuado al delito y hemos de obedecer las reglas. Toda operación
ha de ceñirse a unas reglas para que tenga éxito.

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—Eso es exactamente lo que digo —dijo Logan—. Habría que capturar al
hombre que mató a Rolt y condenarlo a muerte.
—Las autoridades están investigando —dijo el doctor Montaign en tono
conciliador.
—¿Igual que investigaron mi caso? —planteó Logan, airado y alzando la
voz—. ¡No llevarán al criminal ante la justicia! ¡Y le digo que no debemos
temer un asesinato aquí en la celda D!
—La cabaña D —le corrigió el doctor Montaign.
—Quizá mató al señor Rolt algún ser marino —sugirió pensativamente
William Sloan.
—No —dijo Brandon—. He oído decir a la policía que había una sola
clase de huellas cerca del cadáver, que iban y venían de la cabaña.
Evidentemente, ha sido obra de un subversivo del interior.
—Pero, ¿qué tamaño tenían esas huellas? —preguntó Logan.
—No eran lo bastante claras como para determinar su tamaño —explicó el
doctor Montaign—. Partían de la escalera de madera que sube al patio trasero,
y volvía a ella; por lo demás, el suelo era demasiado duro para dejar huellas
de pisadas.
—Tal vez eran las huellas del propio señor Rolt —dijo Sloan.
Kneehoff soltó un gruñido.
—¡Estúpido! El señor Rolt fue a la playa, pero no volvió.
—Bueno… —El doctor Montaign se levantó lentamente y fue hasta la
puerta—. Ahora tengo que ir a visitar otras cabañas. —Sonrió a Logan—. Es
interesante que le preocupe tanto la justicia —le dijo.
Una gaviota chilló en el momento en que el doctor salía.
Los cinco pacientes restantes de la cabaña D permanecieron sentados en
silencio tras la salida del médico. Logan observó cómo Kneehoff recogía sus
cartas y golpeaba con fuerza los bordes para alinearlas, antes de guardárselas
en el bolsillo de la camisa. Brandon y el señor Heimer parecían sumidos en
profundos pensamientos, mientras que Sloan miraba por encima del hombro
de Kneehoff hacia el mar ondulante.
—Es posible que ninguno de nosotros esté a salvo —dijo Logan de
repente—. Tenemos que llegar al fondo de este asunto por nosotros mismos.
—Pero estamos en el fondo —dijo plácidamente el señor Heimer—, todos
nosotros.
Kneehoff soltó un bufido.
—Habla por ti, viejo.

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—El crimen contra los pobres es lo que debería investigarse —dijo
Brandon—. Si hubiera estallado la bomba que puse en la estatua de la
Libertad… Y aquel año empleé toda mi semana de vacaciones para ir a Nueva
York.
—Llevaremos a cabo nuestra propia investigación —insistió Logan—, y
podríamos empezar ahora mismo. Que cada uno me diga lo que sepa del
asesinato del señor Rolt.
—¿Quién te ha encargado esa misión? —preguntó Kneehoff—. ¿Y por
qué tenemos que investigar el asesinato de Rolt?
—Porque era nuestro amigo —dijo Sloan.
—En cualquier caso —intervino Logan—, debemos llevar a cabo una
investigación ordenada, y alguien tiene que estar al frente.
—Supongo que tienes razón —dijo Kneehoff—. Sí, una investigación
ordenada.
Hubo un intercambio de información, y se decidió que el señor Rolt había
anunciado que iba a acostarse a las nueve y cuarto, dando las buenas noches a
Ollie, el enfermero, en la sala de televisión. Sloan y Brandon, los otros dos
hombres que estaban en la sala, recordaban la hora porque estaba en pantalla
el anuncio que salía siempre a la mitad del programa Los monstruos de la
calle Mayor, ése en el que la caja de detergente se remonta en el aire y
arrebata a todo el mundo la camisa. A las diez en punto, cuando empezaban
las noticias, Ollie fue a echar un vistazo a la playa y descubrió el cadáver del
señor Rolt.
—Así pues, se ha establecido la hora aproximada de la muerte —dijo
Logan—, y yo estaba en mi habitación con la puerta abierta. Dudo de que el
señor Rolt pudiera haber cruzado el pasillo para salir al exterior sin que yo lo
viera, por lo que debemos suponer que fue a su habitación a las nueve y
cuarto, y en algún momento entre las nueve y cuarto y las diez salió por la
ventana.
—Conocía las reglas —dijo Kneehoff—. No habría salido sin más,
arriesgándose a que le vieran.
—Cierto —concedió Logan—, pero es mejor no dar nada por sentado.
—Claro, claro —cacareó el señor Heimer—, no dar nada por sentado.
—¿Y dónde estaba usted entre las nueve y las diez? —le preguntó Logan.
—En el consultorio del doctor Montaign —respondió el señor Heimer con
una sonrisa—, hablándole de algo que escuché en el poste de acero. Casi le
hice comprender que todas las cosas metálicas son receptores y sintonizan con
diferentes frecuencias, mundos y vibraciones distintos.

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Kneehoff, que una vez había tenido prisioneros a dos de sus contables
durante cinco días sin comida, se echó a reír.
—¿Y dónde estaba usted? —le preguntó Logan.
—En mi oficina, revisando mis comprobantes de artículos de piel.
La «oficina» de Kneehoff era su habitación, en el otro extremo del pasillo
desde la habitación de Logan.
—Ahora hemos de considerar el motivo del crimen —dijo Logan—.
¿Cuál de nosotros tenía alguna razón paran matar al señor Rolt?
—No lo sé —respondió Sloan en tono distante—. ¿Quién haría una cosa
así…, llenarle la boca de arena al señor Rolt?
—Tú eras su amigo más íntimo —le dijo Brandon a Logan—. Siempre
jugabas al ajedrez con él. ¿Quién sabe lo que tramabais los dos?
—¿Y tú qué? —le dijo Kneehoff a Brandon—. Intentaste asfixiar al señor
Rolt la semana pasada.
Brandon se irguió airadamente con el bigote erizado.
—¡Eso no fue la semana pasada sino la anterior! —Se volvió hacia Logan
—: Y Rolt siempre ganaba a Logan al ajedrez… Por eso Logan le odiaba.
—No siempre me ganaba al ajedrez —protestó Logan—, y no le odiaba.
La única razón de que me ganara al ajedrez en algunas ocasiones era que si
perdía, tiraba el tablero.
—No te gusta que nadie te gane —observó Brandon, sentándose de nuevo
—. Por eso mataste a tu mujer, porque te ganaba en todo. Qué propio de la
clase media, matar a alguien por ese motivo.
—Yo no maté a mi mujer —dijo Logan pacientemente—, y ella no me
ganaba en todo, aunque era una mujer de negocios muy buena —añadió
lentamente—, y una estupenda tenista.
—¿Y qué hay de Kneehoff? —preguntó Sloan—. Siempre amenazaba al
señor Rolt diciéndole que le mataría.
—¡Porque se reía de mí! —exclamó Kneehoff—. Rolt era un fanfarrón y
un necio, y siempre se reía de mí porque tengo una ambición y él no la tenía.
Se creía en todo mejor que los demás… Y a ti, Sloan, Rolt solía ridiculizaros,
a ti y a Heimer. No hay ninguno de nosotros que no tuviera motivos para
eliminar a una escoria como Rolt.
Logan se había puesto en pie, y casi gritó:
—¡No permitiré que hables así de los muertos!
Kneehoff sonrió, con una expresión de superioridad por haber molestado a
Logan.

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—Lo único que decía es que no te será fácil descubrir al asesino de Rolt.
Ha sido un tipo listo, ese asesino, más listo que tú.
Logan no cedió a la provocación.
—Ya veremos eso cuando compruebe las coartadas —musitó, y salió de
la habitación para caminar descalzo por la orilla del mar.
Al día siguiente, en la playa, Sloan formuló la pregunta que todos se
habían hecho.
—¿Qué vamos a hacer con el asesino si lo descubrimos? —inquirió, con
la mirada fija en un barco lejano que sólo era una irregularidad en el
horizonte.
—Haremos justicia —dijo Logan—. Le condenaremos y luego lo
ejecutaremos… ¡Le eliminaremos de nuestra sociedad!
—¿Crees que debemos hacer eso? —preguntó Sloan.
—¡Claro que sí! —replicó Logan con brusquedad—. A las autoridades no
les importa quién mató al señor Rolt. Al contrario, probablemente se alegran
de que haya muerto.
—No estoy de acuerdo en que eso de ejecutar a un hombre sea una jugada
acertada —dijo Kneehoff—. Propongo que no hagamos eso.
—No oigo a nadie que te secunde —dijo Logan—. Hay que actuar como
yo digo si hemos de mantener el orden aquí.
Kneehoff reflexionó un momento y luego sonrió.
—Estoy de acuerdo en que debemos mantener el orden a toda costa.
Retiro mi moción.
—¡Qué coño de moción! —exclamó Brandon, escupiendo en la arena—.
Lo que hemos de hacer es descubrir al asesino y liquidarlo. No es momento
de mociones, ¡es momento de acción!
—El señor Rolt aprobaría eso —dijo Sloan, dejando correr un puñado de
arena entre los dedos.
Ollie, el enfermero, llegó a la playa y se quedó allí, sonriente, la brisa
marina haciendo ondear su uniforme blanco. El grupo que estaba en la playa
se disgregó con lentitud y naturalidad, y cada hombre se encaminó en una
dirección distinta.
Pisoteando la arena calentada por el sol con los pies descalzos, Logan se
acercó a Ollie.
—¿Una partidita de ajedrez, señor Logan? —le preguntó el enfermero.
—No, gracias. Usted encontró el cuerpo del señor Rolt, ¿no es cierto,
Ollie?
—Así es, señor Logan.

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—Al señor Rolt le mataron probablemente mientras usted, Sloan y
Brandon estaban viendo la televisión.
—Probablemente —convino Ollie, con su ancho rostro impasible.
—¿Cómo es que salió a las diez para bajar a la playa?
Ollie se volvió para mirar a Logan con su semblante inexpresivo.
—Usted sabe que siempre echo un vistazo a la playa por la noche, señor
Logan. A veces los pacientes pierden cosas.
—Desde luego, el señor Rolt perdió algo —dijo Logan—. ¿Le ha
preguntado la policía si Brandon y Sloan estaban en la sala de televisión con
usted durante el tiempo en que se cometió el asesinato?
—Sí, me lo preguntaron, y les dije que sí. —Ollie encendió un cigarrillo
con uno de esos encendedores transparentes que tienen una mosca artificial en
el fluido—. ¿Estudia para ser detective, señor Logan?
—No, no —rió Logan—. Sólo estoy interesado en la forma de trabajar de
la policía, después del lío que se armaron en mi caso. Cuando creyeron que
era culpable, no tuve una sola oportunidad.
Pero Ollie ya no le escuchaba. Se había vuelto para mirar el mar.
—¡No vaya demasiado lejos, señor Kneehoff! —gritó, pero el aludido
fingió que no le oía y empezó a moverse en el agua, paralelo a la playa.
Logan se alejó para reunirse con el señor Heimer, que estaba en la orilla,
con los pantalones enrollados por encima de las rodillas.
—¿Ha descubierto algo gracias a Ollie? —le preguntó el señor Heimer,
balanceando ligeramente el cuerpo mientras la resaca arrastraba la arena y las
conchas por debajo de sus pies.
—Algunas cosas —dijo Logan, cruzando los brazos y disfrutando de la
sensación del oleaje frío alrededor de sus piernas.
Los dos hombres, más que el océano, parecían moverse mientras las olas
llegaban y se retiraban, moviendo la arena debajo de las plantas sensibles de
sus pies descalzos.
—Es como el océano…, quiero decir, descubrir quién mató al señor Rolt.
El océano trabaja continuamente la orilla, inundándola una y otra vez hasta
que sólo quedan la arena y las rocas…, la forma verdadera de la costa.
Elimina la tierra y te queda la roca pura; elimina las mentiras y te queda la
pura verdad.
—No son muchos los que pueden soportar la verdad —dijo el señor
Heimer, agachándose para sumergir la mano en una ola que llegaba—,
incluso en otros mundos.
Logan alzó los hombros.

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—No son muchos los que aprenden alguna vez la verdad —replicó.
Dio media vuelta y caminó por la arena húmeda hacia la playa. Cuando le
alcanzó la próxima ola, le pareció que avanzaba hacia atrás, hacia el mar…
Dos días después Logan habló con el doctor Montaign; le encontró a solas
en la sala de televisión, cuando el médico pasó por allí para una de sus visitas
del mediodía. La sala estaba muy silenciosa. Incluso el tictac del reloj parecía
lento, perezoso y sin ritmo.
—Estaba pensando, doctor, en la noche del asesinato del señor Rolt. ¿Se
quedó el señor Heimer hasta muy tarde en su consultorio?
—La policía me hizo esa misma pregunta —dijo el doctor Montaign,
sonriendo—. El señor Heimer estuvo en mi consultorio hasta las diez, y luego
vi que venía aquí y se reunía con Brandon y Sloan para ver las noticias.
—¿Estaba Kneehoff con ellos?
—Sí, Kneehoff estaba en esta sala.
—Yo estaba en mi habitación —dijo Logan—, con la puerta abierta al
pasillo, y no vi pasar al señor Rolt para salir afuera, de modo que debió de
salir por la ventana de su cuarto. Tal vez a la policía le gustaría saber eso.
—Se lo diré de su parte —dijo el doctor Montaign—, pero saben que el
señor Rolt salió por la ventana de su cuarto, porque su única puerta estaba
cerrada por dentro. —El médico miró a Logan inclinando la cabeza a un lado,
como tenía por costumbre—. Yo no trataría de hacer un trabajo de detective
—dijo suavemente, y colocó una mano con las uñas bien arregladas sobre el
hombro de Logan—. Le aconsejo que se olvide del señor Rolt.
—¿Como la policía? —preguntó Logan.
El médico le dio unas palmaditas consoladoras en el hombro.
Después de que el médico se marchara, Logan tomó asiento en el frío sofá
de plástico y reflexionó. Brandon, Sloan y Heimer tenían una coartada
perfecta, y Kneehoff no habría podido abandonar el edificio sin que Logan le
viera pasar por el corredor. Los dos hombres, asesino y víctima, podrían haber
salido juntos por la ventana del señor Rolt… Sólo eso explicaría la única serie
de huellas de pisadas frescas que iban hasta el cadáver y volvían. Y la policía
había encontrado huellas del señor Rolt en la parte de la playa en la que
estuvo, más lejos de la cabaña, y luego, al parecer, caminó por la playa a
través del oleaje, hasta donde su camino y el del asesino se cruzaron.
Y entonces Logan vio la única posibilidad restante, la única respuesta
posible.
Ollie, el hombre que había descubierto el cuerpo… ¡Sólo Ollie había
tenido la oportunidad de matar! Y después de acabar con el señor Rolt debía

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de haber observado que sus huellas iban hasta el cuerpo y partían de él. Así
pues, al llegar a los escalones de madera, se volvió y regresó hacia el mar en
otra dirección, y luego subió por la playa para efectuar su «descubrimiento» y
alertar al doctor.
¿Cuál sería su motivo? Logan sonrió. Cualquiera podía tener motivos
suficientes para matar al jactancioso y ofensivo señor Rolt. Era un hombre al
que se odiaba con facilidad.
Logan salió de la sala de televisión para reunirse con los demás pacientes
en la playa, procurando no mirar la distante figura de Ollie enfundado en su
uniforme blanco, que estaba pintando unas tumbonas en el otro extremo del
edificio.
Con un tono dramático, Logan les dijo:
—Esta noche nos reuniremos en la sala de conferencias, cuando se
marche el doctor Montaign, y os prometo deciros quién es el asesino.
Entonces decidiremos la mejor manera de eliminarlo de nuestro entorno.
—Sólo si es culpable —dijo Kneehoff—. Tienes que presentar unas
pruebas positivas y convincentes.
—Tengo la prueba —dijo Logan.
—¡El poder para el pueblo! —gritó Brandon, poniéndose en pie de un
salto.
Riendo y gritando, todos corrieron como escolares hacia las olas.

Los pacientes tuvieron su sesión nocturna con el doctor Montaign,


respondiendo preguntas mecánicamente y charlando de cosas intrascendentes,
y el médico percibió en ellos cierta tensión y expectación. ¿Por qué estaban
inquietos? ¿Por temor? ¿Quizá Logan había insistido en lo del asesinato? ¿Por
qué Kneehoff no miraba sus cartas ni la vista de Sloan se perdía a través de la
ventana?
—He dicho a la policía que no espero tropezar con más cadáveres en la
playa —les dijo el médico.
—¿Usted? —Logan se puso rígido en su silla—. Creí que era Ollie quien
encontró al señor Rolt.
—Y así fue, realmente —dijo el doctor Montaign, ladeando la cabeza—.
Después de que me dejara el señor Heimer, acompañé a Ollie a revisar la
playa, para hablarle a la vez de algunas cosas. Fue él quien vio el cuerpo
primero y echó a correr para averiguar qué era.
—Y era el señor Rolt, con la boca rellena de arena —murmuró Sloan.

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Logan tenía un torbellino en la cabeza. ¡Había estado tan seguro! Por un
proceso de eliminación, tenía que ser Ollie. ¿O quizás habían sido los dos
hombres, Ollie y el doctor Montaign? ¡Eso tenía que ser! ¡Pero era imposible!
No había más que una serie de huellas.
¡Kneehoff! ¡Tenía que haber sido él! Habría convenido una cita secreta
con Rolt en la playa y le habría matado. Pero Rolt había caminado solo hasta
encontrarse con el asesino, ¡que también estaba solo! Y alguien había dejado
las huellas de pisadas frescas, la única serie de pisadas, que iban hasta el
cuerpo y regresaban de él.
Kneehoff debía de haber visto a Rolt, salió por su ventana, le interceptó y
le mató. ¡Pero la habitación de Kneehoff no tenía ventana! Sólo las dos
habitaciones de los extremos tenían ventanas, ¡la de Rolt y la de Logan!
Una sola serie de huellas…, ¡sólo podían ser suyas! ¡Las suyas propias!
A través de una neblina, Logan vio que el doctor Montaign consultaba su
reloj, sonreía, les daba las buenas noches y se marchaba. La brisa nocturna
entró por las anchas ventanas abiertas de la sala de conferencias, junto con el
rumor del oleaje, las olas que desgastaban la tierra hasta dejar la roca
desnuda.
—Bien —dijo Kneehoff a Logan, y la luna pareció iluminar sus ojos—.
¿Quién es exactamente nuestro hombre? ¿Quién mató al señor Rolt? ¿Y
cuáles son tus pruebas?
A la mañana siguiente, Ollie encontró el cuerpo de Logan, de bruces en la
playa, el suave oleaje tratando de llevárselo. La cabeza de Logan estaba
semienterrada, y sus miembros rotos estaban torcidos en ángulos extraños. A
su alrededor, la arena húmeda presentaba, además de la suya, otras cuatro
series diferentes de huellas.

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TIOVIVO

Marcia Muller

En los últimos años han aparecido varios detectives


femeninos en los relatos policiacos, en general con escaso éxito
debido a dos razones: a) los relatos están escritos por hombres,
y b) tienden a hablar y actuar como si fueran detectives
masculinos. Sharon McCone, la protagonista de Edwin, el de
los zapatos de hierro (1977) y dos novelas de próxima
aparición, Haz una pregunta a las cartas y La gema de
Cheshire, es la única excepción notable, porque a) su creadora,
Marcia Muller, es una mujer, y b) es un personaje delineado
con sensibilidad que habla y actúa de una manera femenina
verosímil. Tiovivo es el primer relato corto publicado en el que
aparece la detective McCone, un relato policiaco que es
también un «relato de mujer», en el mejor sentido del término.

Me aferré a la barra metálica mientras el hombre del abrigo rojo y el


sombrero de paja empujaba la palanca hacia adelante. El cerdo azul con un
sucio plumero de estopa a modo de cola, en el que estaba sentada, se movió
hacia arriba a los acordes de El vals de Casey con el rubio rojizo. A medida
que aumentaba la velocidad del tiovivo, el cerdo subía y bajaba con el
movimiento de vaivén, y los rostros de los espectadores se deslizaban con
rapidez.
Sonreí, sintiéndome más una chiquilla que una mujer de treinta años, y
disfruté de la caricia de la brisa en mi largo cabello negro. Cuando el
empleado vestido de rojo saltó a la plataforma y empezó a recoger los billetes,
bajé a regañadientes del cerdo. Le seguí entre leones y caballos, avestruces y
jirafas, para continuar nuestra conversación.

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—Fue ayer —le grité para hacerme oír por encima de la música
estrepitosa—. La niña vino sola, hacia las tres y media. ¿Está seguro de que
no la recuerda?
El viejo se volvió, apoyándose en un camello. Tenía el rostro curtido de
quien se ha pasado la mayor parte de su vida al aire libre.
—Estoy seguro, señorita McCone. Mírelos. —Hizo un gesto con el brazo
—. Hoy es lunes y esto está lleno de niños. El domingo tenemos diez veces
más. ¿Cómo espera que recuerde a uno solo de ellos?
—Tengo una foto.
Busqué en la bolsa colgada del hombro. Cuando alcé la vista el hombre
estaba a varios metros de distancia, cogiendo el billete a un chiquillo que
montaba un sapo púrpura. Corrí hacia él y puse la foto en la mano del viejo.
—Ésta es la niña que ha desaparecido. Sin duda destaca, con todo ese pelo
rojizo y rizado.
El hombre estrechó los ojos rodeados por una maraña de arrugas,
contempló la fotografía en color y me la devolvió.
—No. Es una niña muy guapa, pero no, ayer no la vi. Lo siento.
Miré a mi alrededor.
—¿Hay aquí alguna otra salida aparte de la habitual?
Él prosiguió su camino.
—Las demás puertas están cerradas. Esa niña sólo podría haberse ido por
la salida principal. Si su madre afirma que la niña subió al tiovivo y
desapareció, es que está loca. O bien la niña nunca subió, o bien la madre la
perdió cuando se fue. No hay otra posibilidad. —Terminó de recoger los
billetes, se apoyó en un caballito fijo y me miró con expresión seria—. Los
padres no deberían dejar que sus hijos monten solos.
—Merrill tiene diez años, y según el reglamento del parque los niños
pueden montar solos antes de esa edad.
El hombre meneó la cabeza.
—Tal vez sea así, pero si hubiera visto la cantidad de niños que se hacen
daño, como yo lo he visto, pensaría dos veces en ese reglamento. Los críos se
excitan y se olvidan de agarrarse. Esa madre fue una estúpida al dejar que su
hijita montara sola en este tiovivo.
Le di la razón en silencio. El tiovivo era peligroso en más de un aspecto.
Merrill Smith, según su madre, Evelyn, había subido en él la tarde anterior y
no había bajado.

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Salí del edificio azul redondo que albergaba el tiovivo y me dirigí adonde
estaba mi clienta, sentada en un banco junto a la taquilla. Aunque el sol
brillaba, Evelyn Smith se había arrebujado en su abrigo. Era una mujer muy
delgada; los rizos de su cabello rojizo mate sobresalían del cuello alzado del
abrigo, y sus ojos azules sin pestañas me miraban gravemente mientras me
aproximaba. Por segunda vez desde que Evelyn me diera la foto de Merrill,
me maravillé de que aquella mujer de facciones tan ordinarias hubiera
producido una niña tan bonita.
—¿El operario no la recuerda? —preguntó Evelyn con ansiedad.
—Han pasado tantos niños por aquí que no puede acordarse. Tendré que
localizar a la mujer que estuvo ayer en la taquilla.
—Pero yo le saqué el billete a Merrill.
—No importa, es posible que recuerde algo. —Me senté en el frío banco
de piedra y puse la mano sobre el brazo de Evelyn—. Mire, ¿no le parece que
sería mejor avisar a la policía? Ellos tienen los recursos apropiados para
ocuparse de las desapariciones. Yo soy una sola persona y…
—¡No! —Su rostro normalmente pálido se puso blanco hasta permanecer
traslúcido—. No, Sharon, quiero que se encargue usted.
—Pero, Evelyn, ni siquiera sé qué puedo hacer ahora. Usted ya se ha
puesto en contacto con la escuela de Merrill y con sus amigas. Puedo
preguntar a la taquillera y al personal del parque de atracciones, pero me temo
que la respuesta será la misma. Y, entretanto, su hija sigue desaparecida…
—No, por favor.
Me quedé un momento en silencio. Cuando alcé la vista, los ojos claros de
Evelyn me miraban. Había algo fríamente analítico en ella, algo que no
encajaba en una madre desesperada. Desvió la mirada.
—Parece una persona que puede ayudar, Sharon. Es usted en parte india,
¿verdad?
—Tengo una octava parte de shoshone, y el resto es escocés e irlandés,
pero se me nota la sangre india.
—Sí, se le nota en la cara.
—Eso no significa que tenga ninguna habilidad especial para seguir la
pista a la gente.
—Sí, ya lo sé. Sólo sentía curiosidad.
Pero esa observación tampoco era propia de una madre trastornada. ¿Por
qué habría de pensar en mis orígenes más que en su hijita? Tomé una rápida
decisión.

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—De acuerdo, lo intentaré, pero tendrá usted que ayudarme. Intente
pensar en otro lugar donde podría haber ido Merrill.
Evelyn cerró los ojos.
—La casa donde vivíamos antes. Merrill era feliz allí; la vecina del
primero era amable con ella. Merrill podría haber vuelto a esa casa. La verdad
es que no le gusta el nuevo piso.
Tomé nota de la dirección.
—Lo intentaré, pero si esta noche no he sacado nada en claro, prométame
que llamará a la policía.
Ella se levantó, los labios curvados por una ligera sonrisa.
—De acuerdo, pero sé que la encontrará. ¡Estoy segura!
Se volvió, con las manos metidas en los bolsillos, y observé su espalda
estrecha que se retiraba entre las formas futuristas, pintadas con colores
brillantes, del nuevo parque infantil. Deseé tener la misma confianza en mis
habilidades que la depositada en mí por aquella mujer.
Me quedé unos minutos en el banco. El tráfico pasaba veloz al otro lado
del bosquecillo de eucaliptus que daba sombra a aquel rincón del parque
Golden Gate de San Francisco, pero, absorta en mis pensamientos sobre
Evelyn Smith, apenas me daba cuenta del estrépito.
Mi cliente era un nuevo miembro de la Cooperativa de Investigación, la
empresa de servicios legales para la que yo trabajaba como investigador
privado. Evelyn se presentó en la oficina aquella mañana y le contó lo
ocurrido a mi jefe, Hank Zahn. Tras su insistente rechazo de la ayuda policial,
Zahn me la envió.
El temor irrazonable de Evelyn a la policía era lo que más me intrigaba
del caso. Cualquier madre normal de clase media, habría telefoneado a la
policía diez minutos después de la desaparición de su hijo. En cambio, Evelyn
esperó hasta el día siguiente y entonces se puso en contacto con un centro de
servicios legales. ¿Por qué? ¿Qué temía?
Decidí que cuando un cliente acude a ti con una historia que no parece
demasiado convincente, lo mejor que puedes hacer es examinar la propia vida
de ese cliente. Quizá la vecina del primero en su antiguo domicilio podría
verter alguna luz sobre su extraño comportamiento. Si no conseguía ningún
indicio del personal del parque, aquel sería mi próximo paso.

A las tres de la tarde, casi doce horas después de la aparición de Merrill


Smith, seguía con las manos vacías. El personal del parque no sabía nada y la

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vecina de la casa anterior no estaba en su domicilio. Afligida, conduje mi
viejo MG rojo al distrito de Bernal Heights y su gran edificio de estilo
Victoriano que albergaba a la cooperativa.
Saludé a Ted, el secretario, y recorrí el largo pasillo central hasta mi
despacho, una habitación que era poco más que un armario adaptado. Me
acurruqué en mi sillón, con su asiento demasiado relleno, y me quedé
mirando la pared. Unos golpes en la puerta interrumpieron mis pensamientos.
Mi jefe, Hank Zahn, entró y se apoyó en el borde de la mesa.
—¿Has encontrado a esa niña desaparecida? —me preguntó.
Meneé la cabeza.
—Éste es un caso extraño.
—Supongo que eso te complace, porque últimamente el trabajo ha sido
bastante aburrido.
Era cierto. Los clientes de la Cooperativa de Investigación —un plácido
grupo con ingresos entre bajos y medios— habían sido más observantes de la
ley que de ordinario, y mi trabajo no había sido muy excitante. Con todo, era
más satisfactorio que el trabajo de vigilante que tuve antes de pasar por la
universidad, y más honesto que los encargos que intentaron colocarme en la
agencia de detectives en la que ingresé tras graduarme. Hank, un viejo amigo
de UC Berkeley, me dio el trabajo en la cooperativa de servicios legales e
investigación cuando salí de la gran agencia, con la que estuve en desacuerdo
acerca de mi papel en un caso de divorcio especialmente confuso.
—Este caso plantea un desafío —le dije.
—¿Ningún indicio?
—Sólo me queda una cosa por verificar. —Consulté mi reloj y añadí—:
Creo que es mejor que lo haga ahora mismo.
Dejé a Hank contemplando mi diminuto despacho. Quizás algún día
decidiría que merezco algo mejor y me asignaría una habitación con una
ventana.
Me dirigí de nuevo a la antigua dirección de Evelyn Smith, en la calle
Fell, al otro lado del parque. Era una zona decadente que no se había
recuperado de la invasión de los hippies en los años sesenta. La casa era un
edificio Victoriano de tres pisos, con una escalera de incendios que
serpenteaba por la fachada. Eché un vistazo a los buzones y llamé al timbre
del primer piso.
Me abrió una joven con un albornoz rosa. Tenía los ojos hinchados por el
sueño y el cabello rubio desordenado.
—Siento haberla despertado.

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—No importa. Estaba dando una cabezada mientras el bebé hace la siesta.
¿Qué desea?
—Me ha enviado Evelyn Smith —le dije, mostrándole mi licencia—. Su
hijita ha desaparecido y pensó que podría haber vuelto aquí.
—¿Evvie? ¿Sabe algo de ella? No he tenido noticias suyas desde que se
mudó.
—¿Y no ha visto a Merrill?
—No. ¿Por qué diablos creería Evvie que pudo volver aquí?
—Dice que Merrill había sido feliz aquí y que usted, sobre todo, era
amable con ella.
La mujer frunció el ceño.
—Sí, era amable con Merrill, pero eso fue hace cuatro años. Y dudo
seriamente que Merrill fuera feliz. De hecho, ésa era la razón de que fuese
más amable de lo habitual con ella.
—¿Ah, sí? ¿Por qué no era feliz?
—Por lo de siempre. Evvie y Bob se peleaban continuamente. Entonces él
se marchó y, unos meses después, Evvie encontró un piso más pequeño para
ella y su hijita.
De modo que Evelyn estaba divorciada. Sin embargo, me había dicho que
era una madre soltera.
—¿Por qué se peleaban?
—Hacia el final, por todo, pero sobre todo por la niña.
La mujer hizo una pausa, pensativa.
—Mire, es curioso, no había pensado en ello en mucho tiempo.
—¿De qué se trata?
—De Merrill. ¿Cómo dos personas tan ordinarias podrían tener una hija
tan bonita? Evvie, tan rara y tan seca, y Bob, con el pelo rojo oscuro y un
cutis feísimo. El hecho de que Merrill fuese tan bonita era la causa de sus
problemas.
—¿Por qué?
—Bob la adoraba, se le caía la baba con la niña. Y Evvie estaba celosa. Al
principio, acusaba a Bob de mimar a Merrill, y luego se volvió realmente
maligna y empezó a chismorrear sobre relaciones antinaturales, ya sabe a qué
me refiero. Entonces empezó a ensañarse con la niña. Yo traté de echarle una
mano a la pequeña, pero no podía hacer gran cosa. Evvie Smith actuaba como
si odiara a su propia hija.
El nuevo piso de Evelyn Smith estaba en un edificio moderno y agradable
en el lado norte del parque. Recorrí el pasillo enmoquetado hasta la parte

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trasera del edificio.
Evelyn estaba tan pálida como lo había estado aquella mañana. Me hizo
pasar y su mirada inquieta escudriñó mi rostro.
—¿Ha descubierto algo? —me preguntó.
—Un poco —le dije tras vacilar ligeramente—. Quisiera ver la habitación
de Merrill.
La mujer asintió y me acompañó allí. El cuarto estaba decorado en
amarillo, con grandes recortes de animales en fieltro pegados a las paredes.
La cama estaba hecha y cubierta por una colcha con flecos, y todo estaba en
su lugar, excepto un libro de lectura de segundo curso abierto sobre el
escritorio. Por su aspecto, la habitación parecía cuidada con cariño.
Evelyn contemplaba un tigre en la pared, a su lado.
—Está loca por los animales —dijo en voz baja—. Por eso le gusta tanto
el tiovivo.
Miré el nombre de Merrill, escrito con caligrafía infantil en la cubierta del
libro de lectura. Evelyn parecía tener unos sentimientos realmente maternales;
quizá sus celos se disiparon cuando el marido quedó al margen de su vida.
—Evelyn, tengo entendido que es usted divorciada.
Ella asintió.
—Sí, desde hace tres años.
—¿Dónde vive su ex marido?
—Aquí, en la ciudad, vive en una casa flotante en Mission Creek.
—¿Todavía le quiere?
Ella se sobresaltó y se puso roja.
—¿Importa eso?
—Mucho. Le está usted protegiendo.
Ella guardó silencio y sus dedos pasaron las páginas del libro de lectura
infantil.
—¿Qué le hace decir eso?
—Es un hecho bastante frecuente: el padre se lleva al hijo cuya custodia
tiene la madre. Ésta no quiere que intervenga la policía porque todavía ama al
padre y no desea crearle problemas, así que recurre a un investigador privado
para recuperar al hijo. ¿Por qué no me dijo lo que ocurrió? Así habríamos
ahorrado mucho tiempo.
Ella alzó la vista, con los ojos llenos de lágrimas.
—Porque no sé si la tiene o no. He intentado llamarle, sin obtener ninguna
respuesta. Creí que usted descubriría…

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—¿Cómo podría descubrir nada cuando usted ni siquiera me habló de la
existencia de su marido?
—No lo sé, no quiero meterle en un lío. Lo único que deseo es recuperar a
mi hija. ¡Por favor, Sharon!
Las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Tranquilícese —le dije, dándole unas palmadas en el brazo—. La
recuperará.
Mi tarea se había simplificado: asegurarme de si Bob Smith tenía a la
pequeña; esperar, observar discretamente y, en el momento apropiado, coger a
la niña y devolvérsela a su madre. Era sencillo. Pero…, quería hacer una
parada antes de visitar la casa flotante de Mission Creek.
La niebla del atardecer se había extendido entre las secoyas y los
eucaliptos del parque cuando llegué al tiovivo. Ya estaba cerrado, y el viejo
con el que hablé anteriormente se había ido. En la taquilla, una mujer de pelo
gris que antes no había estado allí contaba el dinero y lo metía en una bolsa de
depósito bancario.
—No sé dónde vive —respondió cuando le pregunté por el encargado del
tiovivo—. ¿Es importante?
—Sí. Quiero saber si vio a un hombre determinado ayer por la tarde.
La mujer me miraba con profundo interés.
—Tal vez yo pueda ayudarle. Ayer yo estuve de servicio.
—¿Es usted la cajera de los domingos?
—Los domingos y las tardes.
Le mostré la foto de Merrill.
—¿Recuerda a esta niña?
La mujer sonrió.
—Naturalmente. Una no olvida a una niña tan bonita. Ella y su madre
solían venir aquí los domingos por la tarde y montaban en el tiovivo. La
madre todavía viene. Se sienta en ese banco de ahí y se queda mirando a los
niños, con una expresión de tristeza. ¿Acaso murió la pequeña?
Miré fijamente a la mujer.
—¿Cuándo vio usted a la niña por última vez?
—Debe de hacer unos tres años pero, como le he dicho, una no olvida
fácilmente una niña así. ¿Está muerta?
Moví la cabeza, pensando en el libro de lectura de segundo grado en
aquella habitación limpia como una patena que supuestamente pertenecía a
una niña de diez años.
—No, no está muerta. Está bien.

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Oscurecía cuando estacioné el coche en Mission Creek. Una mezcolanza de
embarcaciones desvencijadas se alineaban en la orilla y los viejos
embarcaderos. Sus luces brillaban en el agua negra del estrecho canal. Las
olas lamían las pilastras mientras me apresuraba por el embarcadero principal,
mis pisadas resonando en las tablas bastas. La embarcación de Bob Smith
estaba cerca del extremo, entre dos grandes barcos de pesca. Una luz
mortecina en el porche realzaba la pintura azul descascarillada. Llamé a la
puerta y aguardé.
El casco del pesquero crujía al subir y bajar con el oleaje. Oí un ruido
apagado a mis espaldas, y pensé que eran ratas. Miré por encima del hombro,
con la extraña sensación de que me observaban, pero no había nadie…, al
menos nadie a quien pudiera ver. Oí ruido de pisadas en el interior de la
embarcación.
La muchacha que abrió la puerta tema el cabello rubio dorado y
ensortijado. Vestía una camiseta de media manga mugrienta y tenía un
desgarrón en los pantalones tejanos, pero, a pesar de todo, era muy guapa.
—Hola, Merrill.
—Hola, ¿quién es usted?
—Una amiga de tu mamá.
Era una respuesta equivocada. La muchacha se puso tensa.
—Y de tu papá.
Merrill se relajó.
—¿Quiere verle?
—Sí, me gustaría.
Bob Smith tenía un cabello rojo oscuro desgreñado, y el cutis cubierto de
cicatrices. Me miró a través de sus gafas de montura metálica.
Me presenté y le mostré mi licencia.
—Señor Smith, su ex esposa me ha contratado esta mañana para que
encontrara a Merrill. Afirma que su hija desapareció ayer por la tarde, en el
tiovivo del parque Golden Gate.
El hombre parpadeó.
—Eso es ridículo. Ayer por la tarde estuvimos navegando en nuestra
barca de vela. Toda la tarde.
La chiquilla reapareció, con un gato anaranjado sobre el hombro. Me
dirigió una mirada inquisitiva.
—¿Eres realmente amiga de mi mamá?
—De veras.

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Merrill dejó el gato en la pasarela y empezó a jugar con un ancla oxidada
que servía como elemento decorativo.
Me volví hacia Bob Smith.
—Y a sé que la versión de es ridicula. Veo que tiene usted la custodia de
Merrill.
—Sí, desde que nos divorciamos hace tres años.
—¿Acaso trataba mal a la niña?
El hombre desvió la mirada.
—Tiene que comprender que no es una mujer muy estable. Tiene sus
problemas, pero se niega a someterse a una terapia. Es indudable que quiere a
Merrill, pero… ¿Por qué ha dicho que Merrill había desaparecido?
—Ya llegaremos a eso. ¿Ha tratado recientemente de recuperar la custodia
de la niña?
—Sí, pero le preguntaron a Merrill y ella decidió quedarse conmigo.
Supongo que esa pretendida desaparición es una manifestación más de la
enfermedad de Evvie.
—Su ex esposa puede que esté trastornada, pero también es muy
inteligente. Como no había conseguido la custodia, me contrató para que
raptara a la niña.
—¿Y usted haría eso?
Sonreí, pensando en mis anteriores problemas laborales.
—No. Algunos investigadores lo harían, pero yo no. Evvie ideó un guión
complicado y logró hacerme creer que usted se había llevado a la niña…,
porque yo estaba convencida de que descubriría eso. Probablemente imaginó
que una mujer sería más comprensiva y estaría más dispuesta a creerlo.
El gato anaranjado se acurrucó contra mis tobillos.
—Papá, tengo hambre —dijo Merrill.
Bob Smith abrió la boca para replicar, pero en su rostro apareció de
pronto una expresión de sorpresa.
Noté un movimiento de aire a mis espaldas y empecé a volverme. Merrill
gritó.
Giré sobre mis talones, casi perdiendo el equilibrio, y me encontré cara a
cara con Evelyn, la cual había cogido a Merrill por los hombros, con el brazo
izquierdo bajo el cuello de la muchacha.
—¡Papá!
Bob Smith empezó a ir hacia ella.
—Evvie, ¿qué diablos…?
Evelyn estaba pálida, como una escultura de esteatita.

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—¡No te me acerques!
Bob se precipitó hacia ella, pasando por mi lado.
Evelyn retrocedió y alzó el brazo derecho, en el que blandía un cuchillo.
Retrocedí, al mismo tiempo que pensaba en que aquel era un cuchillo
como el que yo usaba para preparar las ensaladas. Ensaladas, nada menos…,
en un momento como aquel.
Evelyn empezó a ir hacia el extremo del embarcadero, arrastrando a
Merrill con ella. Los pies de la chiquilla rozaban las tablas sin desbastar. Su
carita estaba blanca a causa de la conmoción.
Bob Smith soltó un gruñido y se volvió hacia mí, extendiendo las manos.
—Todo empieza de nuevo. Otra vez.
Le hice a un lado y salí. Evelyn y Merrill estaban casi al final del
embarcadero. El agua negra del canal brillaba tras ellas.
—Evvie —grité—. Vuelva, por favor.
—¡No! Sabía que lo descubriría y no me devolvería a Merrill. Es usted
demasiado lista. Debería haber recurrido a alguna estúpida.
—Evvie, no puede ir a ninguna parte.
—No me importa. De todos modos no tengo ningún sitio a donde ir.
—Vamos, vamos, seguro que sí lo tiene.
Le tendí la mano, insegura de que pudiera verla en la oscuridad.
—No, no hay nada que hacer. Quiero quedarme aquí. Sólo Merrill, yo y el
agua…
Su voz se extinguió. A la luz vacilante reflejada en el agua, podía ver el
brillo del cuchillo.
Bob Smith llegó a mi lado.
—Llamaré a la policía.
Asentí y le hice retroceder.
—Evvie —grité—. ¿Qué me dice de los animales?
—¿Los qué?
Su voz parecía cada vez más lejana.
—Los animales, esos que le gustan tanto a Merrill.
—¿Qué animales?
—Los del tiovivo. Las jirafas, los camellos y…
—Y las cebras, mamá —dijo una vocecita, asustada pero, de algún modo,
respondiendo, comprensiva, a la situación—. Y también el avestruz, y el sapo
púrpura.
Hubo un largo silencio. Entonces se oyó la débil voz de Evvie.
—¿Quieres ver a los animales?

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—Quiero ir al tiovivo, mamá. Contigo. Como hacíamos antes.
Empecé a acercarme poco a poco.
—El otro día subí al cerdo azul más grande.
—¿Ese con la cola que se le cae? —dijo Merrill.
—Sí, la cola más horrorosa que he visto en un cerdo.
Me acerqué más.
—Me gustaría subir a ese cerdo. Por favor, mamá.
Evelyn volvió la cabeza, hacia el agua, hacia su desaparición y la de su
hijita.
—Evvie, vuelva aquí. Tenemos que subir a ese tiovivo.
La mujer volvió la cabeza hacia mí.
—¡Por favor, mamá!
—¿Sólo nosotras tres? —preguntó—. ¿Sin Bob?
—Sin Bob.
Suspiró, y la hoja del cuchillo brilló…, hacia abajo, donde chocó sobre las
tablas del embarcadero. Fatigadamente, dejó de sujetar a la niña.
Me adelanté y arrojé el cuchillo al agua de un puntapié.
Merrill corrió hacia mí, tambaleándose. Detrás, Bob Smith suspiró
aliviado. Merrill se detuvo y miró a su madre. Entonces alargó el brazo y
cogió la mano de Evvie.
Tomé a la mujer del brazo.
—¿Estás bien, Merrill? —pregunté a la niña.
Merrill me miró.
—Sí, estoy bien. ¿Y mamá? ¿Se pondrá bien?
—Sí, claro que sí…, ahora.

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UN ANHELO DE ORIGINALIDAD

Bill Pronzini

Hay muchas clases de relatos policiacos. Un anhelo de


originalidad pertenece a la clase conocida como reducción al
absurdo, en este caso una mirada briosamente satírica al
escritor mercenario, todo el espectro de la ficción
contemporánea, y las vidas aburridas, insulsas, monótonas y
triviales de la mayoría de la gente. El crimen que se perpetra
en estas páginas es uno de los más extravagantes en los anales
de la literatura de misterio, como descubrirá el lector cuando
Charlie Hackman triunfe finalmente en su búsqueda de
originalidad.

Charlie Hackman era un escritor profesional. Escribía literatura popular, de


cualquier clase, desde novelas del Oeste sin sexo, a relatos góticos con sexo y
novelas históricas con un sexo excesivo. Es decir, escribía de acuerdo con las
tendencias imperantes. Podía contarse con él para preparar un manuscrito
aceptable en un par de semanas. Había publicado nueve millones de palabras
durante una carrera de quince años, bajo una serie de nombres distintos
(Allison St Cyr era el más notable), y era incapaz de contar el argumento de
cualquier libro que hubiera escrito hacía más de seis meses. Era lo que en el
oficio se conoce como un «obrero de la palabra digno de confianza», un
«profesional versátil» o un «productor regular de bienes comerciales».
En otras palabras, era un escritor mercenario.
La razón de que fuese mercenario no estribaba en su rapidez y su carácter
prolífico, ni en que fabricara relatos populares por encargo o escribiera por
dinero. Lo era porque hacía todas esas cosas sin ninguna ambición ni sentido
de compromiso, porque escribía sin ninguna clase de originalidad.

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Naturalmente, Hackman no se había propuesto desde el principio ser un
escritor mercenario, cosa que no hace ningún escritor, pero pronto había
descubierto, después de que sus dos primeras novelas fueran rechazadas por
treinta y siete editores, que no era muy bueno, y si tenía algún talento era para
imitar. Cuando trataba de escribir una obra imaginativa, irónica, llena de
significado, fracasaba por completo; pero cuando imitaba las ideas y visiones
de otros, las páginas que producía eran lo bastante buenas para ser publicadas.
A decir verdad, esto no le preocupaba demasiado. Lo único que siempre
había querido ser era un escritor profesional; no había soñado en otra cosa
desde su descubrimiento de los Muchachos Audaces y los libros de Tarzán
antes de los diez años. Así, desde que consiguió vender su primer escrito,
aceptó lo que era, se encogió de hombros y se dijo que no debía preocuparse
por ello. Al fin y al cabo, ¿qué tenía de malo ser un escritor mercenario? El
negocio editorial estaba lleno de ellos, y tanto los mercenarios como los otros
ofrecían una forma deseable de entretenimiento que enajenaba a las masas; la
única diferencia era que sus lectores no tenían gustos discriminadores.
Después de todo, ¿era su producto menos honorable que las series de
televisión? ¿Acaso hacía daño o corrompía a alguien? No, en absoluto.
Entonces, ¿qué tenía de malo ser un escritor mercenario?
Durante quince años, trabajando bajo esta alegre serie de
racionalizaciones, Hackman fue un hombre satisfecho de sí mismo. Escribía
de diez a quince novelas al año, todas ellas para editoriales pequeñas y
explotadoras, especializadas en esa clase de libros que se leen y se tiran, y
ganó una suma media anual de veinticinco mil dólares. Se casó con una mujer
poco agraciada llamada Grace y fue a vivir a una casa de las afueras, en Long
Island. Jugaba a los bolos una vez por semana, y se trasladaba a Manhattan en
tren una vez a la semana para ver a su agente y sus editores. Cada mes de
junio pasaba dos agradables semanas de vacaciones con Grace en los montes
Adirondacks. Cada Navidad la madre de Grace llegaba de Pennsylvania y
pasaba con ellos dos desdichadas semanas.
A veces bebía más de la cuenta y se preocupaba por el cáncer de pulmón,
porque fumaba tres paquetes de cigarrillos al día. Sisaba moderadamente en
su declaración de la renta, deseaba a la esposa de uno de sus vecinos, leía
todos los best-sellers que se publicaban en rústica, los diseccionaba
mentalmente y luego volvía a ensamblarlos, en tramas similares para sus
propias novelas. Cuando conocía a alguien y le preguntaban cómo se ganaba
la vida, respondía: «Soy escritor», y casi nunca dejaba de sentir cierta
sensación de orgullo.

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Así fueron las cosas durante quince años…, hasta la misma mañana en
que cumplió los cuarenta.
Hackman despertó aquella mañana, miró a Grace, acostada a su lado, y se
dio cuenta de que había engordado por lo menos quince kilos desde que se
casaron. Escuchó su respiración asmática mientras encendía el primer
cigarrillo del día. Se vistió y bajó a su despacho, donde leyó la media página
de manuscrito que todavía estaba en la máquina de escribir (una novela de
piratería esotérica, la última moda). Salió al exterior y contempló su casa
desde el césped. Entonces se sentó en los escalones del porche y pensó en sí
mismo.
Pensó con tristeza en que no era sólo un escritor de relatos mercenarios,
sino que llevaba una vida mercenaria.
Llevaba quince años cohabitando con triviales personajes de ficción en
situaciones de ficción mercenarias; quince años cohabitando con una mujer
sin imaginación en un suburbio trivial, con un estilo de vida mercenario en un
mundo convencional. Era un mercenario, y hacía las mismas cosas una y otra
vez, exprimía los libros y los días uno tras otro. En todo aquello, no había
nada único en su género, desde la máquina de escribir hasta las cortas
vacaciones en los montes Adirondacks.
No había ninguna originalidad.
Permaneció allí sentado largo rato, pensando en ello. Ninguna
originalidad, y era curioso. Era como despertar al hecho de que, después de
cuarenta años, uno no había probado jamás una piña tropical, y que esa piña
faltaba de su vida. De repente, uno sentía el anhelo de la piña, la deseaba más
de lo que había deseado cualquier otra cosa hasta entonces. La piña tropical o
la originalidad…, era el mismo principio.
Finalmente, Grace salió de la casa y le preguntó qué estaba haciendo.
—Pensando en que tengo un anhelo de originalidad —le dijo, a lo que ella
replicó:
—¿Te conformarás con unos huevos con tocino?
Trivial diálogo, se dijo Hackman. Humor mercenario. Respondió que no
quería desayunar y fue a su despacho.
Originalidad… Bueno, incluso un escritor mercenario tenía que ser capaz
de crear algo fresco e imaginativo, si ponía en ello todo su empeño; hasta un
mercenario aprendía algunos trucos en quince años. ¿Por qué no probaba con
un relato corto? Eso estaría bien, porque nunca había escrito un cuento, y ya
de entrada sería trabajar en un territorio nuevo. Tenía que buscar un
argumento.

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Se sentó ante la máquina de escribir, paseó por su despacho, tomó asiento
en el sofá, volvió a sentarse ante la máquina de escribir. Finalmente, se le
ocurrió el germen de una idea y la nutrió hasta que empezó a desarrollarse. Se
puso a escribir.
Tardó todo el día en escribir aquel relato que en total tenía unas quinientas
palabras. Eso equivalía más o menos al trabajo de un día en una novela, pero
en una novela ni siquiera revisaba las comas. Después de la cena volvió a su
despacho y estuvo haciendo correcciones a mano hasta las once. Entonces fue
a acostarse, rechazando el ofrecimiento que Grace le hizo a desgana de «un
regalo de cumpleaños», y soñó en el relato hasta las seis de la madrugada,
cuando se despertó. Subió de nuevo al despacho, mecanografió de nuevo las
páginas, hizo algunas correcciones más y mecanografió el relato por tercera
vez. Sólo entonces se sintió satisfecho, y aquella noche lo envió por correo a
su agente.
Tres días después, el agente le llamó para hablarle del contrato de un
nuevo libro.
—¿Ha tenido ocasión de leer el relato corto que le envié?
—Lo leí, en efecto, y se lo he devuelto por correo.
—¿Me lo ha devuelto? ¿Qué tenía de malo?
—Es un tema muy viejo. Esa idea se ha explotado hasta la saciedad.
Hackman salió al jardín y se tendió en la hamaca. De acuerdo, quizás
estaba condenado a ser un escritor mercenario; tal vez era incapaz de escribir
algo original. Pero eso no significaba que no pudiera hacer algo original, ni
mucho menos. Era rápido de mente y comprendía bien lo que ocurría en el
mundo. Tenía que ser capaz de, por lo menos, tener una idea original; tal vez
una idea que no sólo satisficiera su anhelo de originalidad sino que a la vez
cambiara su vida, que le hiciera salir de la senda trillada en la que se
encontraba.
Cerró los ojos.
Se concentró.
Pensó en ir corriendo hacia atrás, desde Long Island a Miami Beach, y
luego solicitar su inclusión en el Libro Guinness de récords mundiales.
No, eso sería imitativo.
Pensó en deambular desnudo por Times Square en pleno mediodía,
agitando un contrato tipo para una edición en rústica y utilizando un
megáfono para protestar por la inhumanidad literaria del hombre para con el
hombre.
Eso sería trivial.

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Pensó en disfrazarse de rojo, blanco y azul y atracar un banco en cada uno
de los trece estados iniciales de la Unión.
Sería una derivación, nada original.
Pensó en cambiar su nombre por el de Holmes, buscar un socio llamado
Watson y abrir una agencia de investigación privada especializada en resolver
lo no resuelto y lo insoluble.
Eso sería repetirse como un loro.
Pensó en hacer otras cosas, legales e ilegales, inteligentes y necias,
peligrosas e inocuas.
Nada de todo ello sería original.
Transcurrió aquel día y varios más del mismo tenor. Hackman llegó a
obsesionarse por la originalidad, hasta tal punto que se sintió incapaz de
escribir, experimentó el primer bloqueo serio como profesional. Era
exasperante, pero cada vez que pensaba en una frase y empezaba a escribir,
algo en su mente saltaba como un resorte y le hacía analizarla para ver si era
original o banal. El veredicto era siempre la banalidad.
Pensó en comprar una pequeña prensa y dedicarse a fabricar marcos
alemanes falsos en el sótano de su casa, y luego viajar a Munich y cambiarlos
durante la Oktoberfest, la gran fiesta de la cerveza.
Eso sería delito de falsificación de divisas.
Hackman empezó a beber mucho más de lo que era habitual en él durante
las noches. Su consumo de tabaco se elevó a cuatro paquetes diarios e iba en
aumento. Su cociente de originalidad seguía siendo de cero.
Pensó en hacer que le tatuaran un mapa del tesoro en el pecho, y entonces
afirmaría que era el único superviviente de una banda de ladrones de coches
blindados, y timar a toda clase de gente codiciosa los ahorros de toda su vida.
Trivial.
Transcurrieron los días y las semanas. Hackman continuaba sintiéndose
incapaz de escribir; no podía hacer mucho más que estrujar en vano sus
células cerebrales. Sabía que no podría funcionar de nuevo como escritor, ni
siquiera como ser humano, hasta que hiciera algo, cualquier cosa original.
Pensó en montar una destilería en su garaje y convertirse en el principal
fabricante y distribuidor de whisky de contrabando en Long Island.
Una actividad trillada.
Grace había iniciado una serie de volubles y cotidianas quejas. ¿Por qué
estaba siempre taciturno, bebiendo y fumando en exceso? ¿Por qué no iba a
su despacho y escribía su último bodrio? ¿Cómo iban a conseguir dinero si él
no cumplía sus contratos? ¿Cómo iban a pagar la hipoteca y el resto de las

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facturas? ¿Qué diablos le ocurría? ¿Es que estaba atravesando una crisis de la
edad mediana o algo por el estilo?
Hackman pensó en estrangularla y enterrar su cadáver bajo la acacia del
jardín, cometiendo el crimen perfecto.
Demasiado visto.
Transcurrió otra semana. Hackman llevaba ya seis semanas de retraso
sobre la fecha de entrega de una novela de ocultismo y piratería, y dos
semanas sobre la de una novela de acción; sus editores y su agente estaban
irritados. ¿Dónde demonios estaban los manuscritos? Hackman dijo que
estaba dando los toques finales al primero.
—Espero que sí —le dijo el agente por teléfono—. Será mejor que lo
tengas listo cuando pase por tu casa el viernes. Lo digo en serio, Charles, será
mejor que entregues el material.
Hackman pensó en secuestrar a la estrella de una de las principales obras
musicales de Broadway, y pedir por ella un rescate de un millón de dólares
más un papel en su próxima producción.
Eso no sería nada nuevo.
Decidió que las cosas no podían continuar así. A menos que se le
ocurriera una idea original, y muy pronto, más le valdría abandonar el tumulto
de esta vida.
Pensó en comprar raticida y prepararse un cóctel de arsénico.
Eso tampoco sería nada nuevo.
O trepar a una torre metálica y agarrar un cable de alta tensión.
Prosaico, basto.
O alquilar una avioneta, volar sobre las marismas de Nueva Jersey y
arrojarse al vacío desde seiscientos metros de altura.
Rebuscado.
¡Maldición! No veía la manera de seguir adelante, no podía verla. ¿Qué
iba a hacer?
Pensó en viajar a Pennsylvania, meter ciertos documentos cuidadosamente
falsificados en el bolso de la madre de Grace, y luego denunciar a la vieja
bruja al FBI como espía al servicio del extranjero.
Eso sería un lugar común.
El viernes por la mañana cogió sus cigarrillos (el segundo de los cinco
paquetes que ahora consumía a diario) y, con su última resaca a cuestas, fue a
la estación del ferrocarril. Abordó el expreso de Manhattan y tomó asiento en
el coche salón.

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Pensó en secuestrar el tren y sacar veinte millones de dólares al estado de
Nueva York.
Eso sería imitativo.
Cuando el tren llegó a la estación Penn, recorrió a pie las seis manzanas
hasta la oficina de su agente. En el ascensor, una rubia atractiva le sonrió
afablemente y le dijo que hacía un día espléndido.
Hackman pensó en convertirla en su querida, tener una aventura tórrida y
luego huir con ella a Acapulco y vivir en pecado en una mansión por encima
del puerto, tejiendo serapes mexicanos por el día y bebiendo tequila de noche.
Trivial.
—¿Dónde está el manuscrito, Charlie? —fue lo primero que le preguntó
su agente.
Hackman respondió que aún no estaba listo, que tenía algunos problemas
personales.
—¿Crees que tienes problemas? —replicó el agente—. ¿Y qué ocurre con
los míos? ¿Crees que puedo permitirme tener escritores mercenarios que no
cumplan con las fechas de entrega y hagan sufrir a los editores? Eso se vuelve
en mi contra, arruina mi reputación. No estoy en este negocio para perder la
salud, así que será mejor que te busques otro agente.
Hackman pensó en partirle la cabeza con un pisapapeles, hacer
desaparecer el cadáver y asumir su identidad, después de engordar varios
kilos y someterse a unas operaciones de cirugía estética.
Anticuado, trillado.
De nuevo en la calle, decidió que necesitaba un trago y entró en el primer
bar que encontró. Pidió un vodka triple y se puso a reflexionar mientras lo
tomaba lentamente. Pensó que había llegado al final de la cuerda. Si existía
una sola idea original en este mundo, ni siquiera podía imaginar cuál era. Y
no sólo eso, sino que tampoco podía imaginar una idea parcialmente original,
con lo cual se conformaría de inmediato, puesto que ya no existe nada que sea
original del todo.
—¿Qué voy a hacer? —le preguntó al camarero.
—¿A quién le importa? —respondió el hombre—. Quédese, váyase, beba,
no beba… A mí me da lo mismo.
Hackman suspiró, bajó el taburete y se dirigió con pasos vacilantes a la
calle Cincuenta y dos Este. Giró al oeste y empezó a caminar hacia la estación
central, abriéndose paso entre la muchedumbre que aquella tarde llenaba la
calle. El sol brillaba entre los edificios como un ojo malévolo que lo atisba
absolutamente todo.

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Estaba cerca de la avenida Madison, musitando frases manidas, cuando se
le ocurrió la idea.
Surgió de ninguna parte, nacida en un instante, como siempre ocurre con
las grandes ideas (o al menos eso había oído decir). Se detuvo de súbito y
empezó a reír, sonrisa que pronto se transformó en risa. Los transeúntes le
miraban con curiosidad y se apartaban al pasar por su lado, pero a Hackman
no le importaba. La idea era lo único importante.
Una idea inspirada, imaginativa, llena de significado. Una idea original.
Bueno, no es que fuera original al cien por ciento, pero podía pasar. Ya
había decidido que encontrar una originalidad absoluta era una meta
imposible. Pero la idea que se le había ocurrido se acercaba al ideal. Se
acercaba, sí, era maravillosa e iba a ponerla en práctica. Claro que la pondría
en práctica. Después de todas aquellas semanas de búsqueda y frustración,
¿por qué no habría de hacerlo?
Hackman echó a andar de nuevo. Su paso era casi garboso, y silbaba entre
dientes. Dos manzanas más allá, entró en una tienda de artículos deportivos y
encontró lo que buscaba. El vendedor que le atendió le preguntó si se iba de
acampada.
—No —replicó Hackman, y guiñó un ojo—. Se trata de algo mucho más
original.
Salió de la tienda y bajó por la avenida Madison a toda prisa, hasta llegar
a una librería especializada en obras populares. Dentro había varias hileras de
estantes, cada uno con diferentes categorías de obras literarias y de otras
clases, todas ellas ordenadas alfabéticamente. Hackman se dirigió a la sección
de obras literarias y se detuvo ante el estante con el rótulo NOVELAS
HISTÓRICAS. Leyó los títulos hasta localizar una de sus obras publicada
bajo pseudónimo. Entonces abrió el paquete y sacó un hacha de leñador.
Aferró el mango con ambas manos y alzó el hacha por encima de su
cabeza.
Y…, ¡zas! Once ejemplares de La tierna furia del amor, de Allison St.
Cyr, derribados y descuartizados.
Un cliente empezó a aullar; una clienta soltó chillidos histéricos.
Hackman hizo caso omiso y se dirigió al estante con el letrero AVENTURAS
DE PIRATERÍA ESOTÉRICA, alzó el hacha de nuevo y…
¡Zas! Nueve ejemplares de La hija diablesa de Jean Lafitte, de Adam
Caine, fueron exorcizados y echados a pique.
Pasó entonces al estante de NOVELAS DEL OESTE PARA ADULTOS
y…

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¡Zas! Cuatro ejemplares de Ryder cabalga por la senda de los forajidos,
de Galen McGee, mordieron el polvo.
Detrás del mostrador principal, un hombrecillo rechoncho daba saltos
arriba y abajo, agitando los brazos.
—¿Qué está haciendo? —gritaba a Hackman—. ¿Qué está haciendo?
—¡Trabajo de poda! —replicó Hackman—. ¡Soy un escritor mercenario
que hace un trabajo de poda!
Subió ágilmente a SUSPENSE MEDIEVAL y…
¡Zas! Cinco ejemplares de La mansión del espanto, de Melissa Ann
Famsworth, quedaron reducidos a escombros.
La siguiente parada fue SERIES DE ACCIÓN…
¡Zas! Diez ejemplares de El lanzagranadas 23: Explosión en el
Ayuntamiento, estallaron en fragmentos.
Hackman hizo una pausa para observar la carnicería. Entonces asintió
satisfecho y se dirigió a la puerta. Ahora la librería estaba vacía, pero el
hombrecillo rechoncho era visible en la acera de enfrente, saltando arriba y
abajo y agitando los brazos como un urbano, entre la muchedumbre cada vez
más nutrida. Con unas zancadas resueltas, Hackman se dirigió a la puerta y la
abrió.
Avanzó con el hacha en alto, y la gente se escabulló de inmediato. Pero no
tenían necesidad de temer nada, pues al hombre no le interesaba la gente,
excepto como comparsas de su pequeño drama. Después de todo, ¿a qué
escritor digno de tal nombre le importaba un bledo su público?
Empezó a correr por la calle Cuarenta y ocho en dirección a la Quinta
Avenida, blandiendo el hacha. Nadie intentó detenerle, ni siquiera cuando
derribó el toldo que daba sombra al puesto de un vendedor ambulante de
salchichas.
—¡Soy un mercenario! —gritó.
Y destrozó el escaparate de una selecta tienda de prendas de vestir.
—¡Soy Hackman el mercenario! —exclamó a voz en grito.
Y redujo a la mitad el producto y los beneficios de un vendedor de
galletas saladas.
Cercenó la antena de un largo Cadillac mal estacionado.
Ya casi estaba en la Quinta Avenida. Podía ver delante de él un semáforo
en rojo que retenía el tráfico; aquella manzana de la calle Cuarenta y ocho
estaba temporalmente vacía. A sus espaldas podía oír gritos airados y lo que
parecía un silbato de policía. Miró hacia atrás por encima del hombro. Varias
personas le perseguían, entre ellas el hombrecillo rechoncho de la librería;

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encabezaba el grupo un uniforme azul que tenía un rostro rojizo en la parte
superior, a menos de cincuenta metros de distancia.
Pero Hackman pensó que el juego aún no había terminado. Había más
librerías a lo largo de la Quinta Avenida. Con un poco de suerte, podría hacer
una poda en dos o tres antes de que le atraparan. Decidió que lo mejor era
dirigirse al sur, volvió la cabeza y empezó a cruzar la extensión vacía de la
calle Cuarenta y ocho.
Pero la calle ya no estaba vacía; la señal en la Quinta Avenida había
cambiado a verde para el tráfico que se dirigía al este.
Corrió directamente hacia un coche que se aproximaba.
Lo vio demasiado tarde para apartarse de un salto, y el conductor no tuvo
tiempo de frenar o desviarse. Pero antes de que él y la máquina unieran sus
fuerzas, Hackman tuvo el tiempo suficiente para ser plenamente consciente de
lo que sucedía…, y sintió una exaltación repentina. Incluso su último deseo
fue precisamente desear que se le hubiera ocurrido aquello por sí mismo. Era
la coronación, el capirotazo final, el coup de grâce, que prestaba a la muerte
de Hackman una originalidad auténtica, de la que había carecido su vida.
Porque el coche que acabó con él no era un vehículo cualquiera, sino un
taxi de la ciudad de Nueva York.

Apostilla del traductor


El difunto señor Hackman no podía tener un apellido más adecuado,
puesto que era un hack, término inglés que designa al escritor mercenario.
Cuando empezó a destrozar cosas con el hacha, hizo honor a su apellido,
ya que un hack significa también tajar, cortar algo en pedazos muy
pequeños. En cuanto al capirotazo final que dio a su muerte la
originalidad auténtica de que había carecido en vida, es que a los taxis
neoyorquinos se les conoce también como…, hacks. De modo que un hack
mató a un Hackman, que era un hack de profesión.
Y ahora sí que este cuento se ha acabado.

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UN INTENTO SENCILLO Y VOLUNTARIOSO

Elizabeth Morton

Elizabeth Morton es el pseudónimo de una violonchelista y


directora de producción de libros de medicina, que vive
actualmente en Rockland County, Nueva York. Su relato muy
breve titulado Tocayo apareció en una antología de relatos de
horror y de tema sobrenatural, y también ha publicado relatos
de ciencia ficción. La señora Morton escribió este relato para
celebrar su traslado desde la región relativamente discreta de
los Amish al ambiente más barroco de Nueva York. Al igual
que las obras de Albert Payson Terhune y otros, es una historia
de perros sólo indirectamente. Es, ante todo, un relato de
Manhattan.

Así que al final pensé en el doberman, el perro que me habría ahorrado las
molestias si yo hubiera entendido realmente las condiciones.
Mi doberman se llama Titus, y lo compré para protección hace un año. La
«protección» es un servicio importante en esta ciudad. La fe ha desaparecido
igual que los trolebuses. La cuestión podría ser, naturalmente, quién nos
protegerá de nosotros mismos, pero eso es puramente metafísica. En cualquier
caso, la respuesta es que nos protegeremos a nosotros mismos y hago lo que
debo.
Tengo a Titus.
Veamos a ese doberman. Cuando abrí la puerta, a las seis, Titus no acudió
a saludarme, sino que siguió en el dormitorio pequeño, hacia la parte trasera,
gimoteando. La brisa que entraba por una ventana abierta había desparramado
algunas cosas del tocador junto a sus patas, pero él no parecía darse cuenta.
Gimió de nuevo.

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—¿Qué ocurre? —le pregunté.
Yo estaba ojo avizor desde el principio, quiero que eso quede claro. No
fui tan ingenua. Una afina mucho su aprensión en esta ciudad, las
circunstancias le hacen sospechar de todo.
—Dímelo Titus.
Él no se movía y le temblaban las patas.
—¿Qué sucede, muchacho? ¿Por qué nunca llamamos hombre a nuestros
animales domésticos? —Él gimió, con las mandíbulas apretadas—. Vamos,
muchacho, abre la boca —le dije, arrodillándome ante él.
No me obedecía, así que le pasé un dedo por el morro. (Un acto estúpido,
pero estaba preocupada y, ¿qué sabía yo?) Titus siempre se había mostrado
muy firme ante cualquiera que le acariciara la cabeza. Pero se limitó a gemir
de nuevo y cayó de rodillas. Empezó a babear.
¿La rabia? ¿El tétanos? Los animales pueden transmitir el tétanos, me
dije, pero, ¿lo contraen ellos? Este animal siempre me ha asustado un poco, y
considero a Titus como un arma móvil y mascadora de galletas… Pero soy
una mujer con ciertos sentimientos. No quería que sufriera. Incluso un arma
necesita reparación si sufre algún desperfecto.
—Como no cambies en seguida de actitud, te llevaré al veterinario —le
dije.
Titus gimió una vez más, emitió aquel suspiro estremecedor. Debería
haber indicado antes en este informe apresurado (pero, como puede usted
observar, lo estoy componiendo bajo una presión enorme) que hay un
veterinario en la planta baja de este edificio de apartamentos, y durante todo
el día hay un desfile constante de animales domésticos y propietarios
inquietos a través del vestíbulo. He recurrido a los servicios del doctor Stone
en un par de ocasiones, porque estaba tan a mano, pues de lo contrario
difícilmente habría reparado en él. Aparte de sus actividades cotidianas, que
parecía desempeñar con eficacia, es un hombre más bien perezoso e inepto.
Pero la proximidad de Stone me hizo presionar a Titus una vez más.
—Vamos, muchacho —le dije, confiando en que me seguiría
razonablemente—. Descubriremos cuál es el problema de la boca.
Fue un alivio para mí que Titus me siguiera sosegadamente al gris pasillo,
donde esperamos con paciencia el ascensor y lo abordamos, uniéndonos a un
hombre gordo y dos adolescentes de expresión obtusa que no nos quitaron la
vista de encima durante todo el descenso. Titus lloriqueaba, pero se mantenía
en pie.
—Este perro está paralizado —dijo uno de los adolescentes.

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—Como una piedra —dijo el otro. Todos los presentes, incluso yo misma
y el hombre gordo, rieron, excepto Titus.
Al llegar a la planta baja observé a los adolescentes que cruzaron el
vestíbulo con la desenvoltura de unos intrusos y salieron a la calle,
intercambié una mirada de disgusto con el hombre gordo y luego doblé a la
izquierda y subí los cuatro escalones hasta el consultorio del señor Stone. La
puerta estaba abierta, aunque ya no era hora de consulta. Stone, no menos que
todos los demás, es codicioso, y no dejará de atender a un propietario
preocupado (y dispuesto a pagar). Androcles fue el último miembro de la
profesión que consideró los efectos a largo plazo.
La sala de espera estaba vacía, pero no por mucho tiempo. Titus y yo
hojeamos unos números de El comerciante de animales domésticos que
estaban sobre una mesa larga, hasta que salió Stone seguido de una barahúnda
de ladridos. No tengo tiempo para caracterizarle, y sólo diré que no le hacen
sufrir la edad, la humildad ni la compasión.
—Parece que no puede abrir la boca —le dije—. ¿Los perros pueden tener
el tétanos?
—Se refiere a éste, ¿verdad? —dijo Stone—. Bueno, echaré un vistazo. —
Cogió a Titus por el collar y los dos trotaron hacia la puerta—. Lea una
revista —me sugirió—. Volveré dentro de un minuto.
—Vivo en este edificio —le dije, y le di mi nombre—. ¿Recuerda? Puede
llamarme. Tiene mi número en su archivo. Tendrá un archivo, ¿no?
—Bueno, si no tiene paciencia para esperar, ya le llamaré.
—No quiero esperar. Estaré arriba. Avíseme cuando haya terminado el
examen, ¿de acuerdo? Así podré tomar una copa… También yo trabajo duro,
¿sabe? —Me levanté y me fui hacia la salida—. Descubra qué le pasa al
perro.
—La llamaré —dijo Stone—. Discuta la responsabilidad consigo misma.
Cruzó la puerta con Titus y volvió a oírse un torbellino de ladridos.
Abandoné la sala de espera. Los adolescentes no estaban en el ascensor,
pero sí el hombre gordo.
—No eran vecinos de este edificio —dijo en tono de disgusto—. Aquí no
hay seguridad y puede ocurrir cualquier cosa. ¿No cree que puede ocurrir
cualquier cosa?
No respondí, pues no quería llevar nuestra relación un paso más allá de
donde estaba. Si los desconocidos no quieren hacerte daño, quieren
relacionarse contigo. «Paralizada», le oí musitar cuando salió del ascensor,
pero eso no me molestó lo más mínimo.

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Una vez en mi piso, me preparé un whisky con agua, pensando en la vida
en una ciudad donde la protección es uno de los principales servicios, donde
los perros son armas y las armas una manera de saludo. El teléfono sonó
cuando acababa de decidir, una vez más, que, al fin y al cabo, las condiciones
de mi vida eran tolerables, tenía un trabajo, que me encantaba, y el whisky,
que encajaba bien, y el miedo neutralizado por Titus.
—Soy el doctor Stone —dijo la voz—, ¿qué está usted haciendo? Soy el
doctor Stone, ¿me oye?
—Le oigo —repliqué. Tomé otro trago de whisky y me sentí un tanto
atrevida—. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Por qué me pregunta qué estoy
haciendo? Estoy aquí sentada junto al teléfono, pensando en el tétanos que,
por lo que sé, es contagioso. Estoy pensando en la ciudad y en mi vida. Estoy
pensando…
—Salga del piso ahora mismo.
—¿Qué es esto? —Tomé otro trago—. No creo que valga el alquiler que
vale y sigo buscando otro, pero no estoy preparada…
—Oiga, no es nada divertido —dijo Stone. Su voz tenía el tono del
muchacho que dijo «este perro está paralizado»—. Salga ahora mismo y baje
a mi consultorio.
Dejé el vaso sobre la mesa. A través de la neblina del whisky y la fatiga
percibí una pequeña punzada de insinuación.
—¿Qué es esto?
—Se lo diré cuando venga. La veré en el vestíbulo.
—Dígamelo ahora.
—Cállese y salga de ahí.
—Adiós —le dije.
—No sea estúpida —dijo él rápidamente—. Le he abierto la boca a su
perro.
—Eso es precisamente lo que tema que hacer, doctor.
—Espere. Escúcheme —dijo Stone en tono apremiante—. Salga del piso
ahora mismo.
Me quedé mirando el teléfono.
—¿Qué?
—Había dos dedos en la boca de ese perro.
Entonces colgué el teléfono, con la mano aterida, y oí los sonidos dentro
del armario del dormitorio.
La puerta pareció moverse ligeramente, y sólo entonces, al mirar al suelo,
vi el delgado reguero de sangre que se extendía desde el armario…

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Oí que giraban el pomo desde dentro del armario.
¿Qué había dicho el hombre gordo?
Pero yo no sabía nada del hombre gordo, me había negado a relacionarme.
Sólo tenía tratos conmigo misma y mi arma husmeadora de galletas. Y así,
incluso antes de ver la cara, incluso antes de ver el revólver de color mate que
sostenía la mano no mutilada, incluso antes de todo eso, con una magnífica y
pura constancia, inmóvil como Titus, pensé en el doberman y su intento
sencillo y voluntarioso.
El teléfono empezó a sonar de nuevo.
¡Oh, Dios mío, oh, Stone, oh, Titus, estoy paralizada!

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ALGUIEN SE PREOCUPA

Talmage Powell

Al igual que la novela corta de Ed McBain sobre el Distrito


87, Alguien se preocupa pertenece a una serie policiaca que se
centra no tanto en la detección como en la caracterización. Sin
embargo, los dos relatos difieren por completo en tono y
tratamiento. El relato de Talmage Powell es un estudio sensible
de un tenaz policía y la víctima de un homicidio, una «doña
nadie», Fulana de Tal (o Mary Smith) que llevaba una vida
vacía y solitaria, sin amigos, sin nadie a quien pareciera
preocuparle que viviese o muriera. No obstante, como
demuestra discretamente Powell, «no hay extraños absolutos
en este mundo. Alguien se preocupa».

Formar equipo con Odus Martin no era una perspectiva tentadora, pero no iba
a dejar que eso frustrara el placer de mi promoción a inspector de paisano.
En cuanto a la reacción de mi compañero, estaba profundamente enterrada
en su intimidad personal. Yo era el novato que acababa de abandonar el
uniforme, y me aceptaba como una tarea más. Martin no ofrecía ningún
consejo útil, ni tampoco me hacía saber su opinión sobre mí. Yo sospechaba
que sería lento en la alabanza y reacio a la crítica.
Si la taciturnidad casi inhumana de mi compañero hacía que estar con él
no resultara demasiado divertido, tema mis compensaciones. Experimentaba
una oleada de placer cada vez que entraba en la brigada, la cual no era para mí
un lugar yermo y sombrío con mesas llenas de cicatrices, sillas duras, paredes
sucias y olor a tabaco rancio.
Mis primeros días como compañero de Martín estuvieron llenos de
actividad. Acorralamos a unos sospechosos en un caso de acorralamiento, y

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Martín les interrogó metódica y desapasionadamente. Decidió que un hombre
llamado Greene estaba mintiendo, hizo que le trajeran de nuevo y, al cabo de
siete horas y quince minutos de interrogatorio adicional a cargo de Martín,
Greene firmó una declaración de culpabilidad.
La actitud de Martín me irritó. La vida de un hombre había sido terminada
bruscamente con un cuchillo. Otro hombre pasaría sus mejores años entre
rejas. Esposas, madres, hijos, hermanos… Aquello les afectaría a todos. Sus
vidas nunca volverían a ser como antes, por muy fuertes que fueran o muy
bien que lograran olvidar.
Mas para Odus Martín todo aquello era una tarea, sólo eso. Y una pequeña
tarea, una entre las muchas faenas de una cadena interminable.
Cuando mencionaba a las familias, Martín me miraba como si yo fuera un
escolar que hace novillos y no es demasiado brillante.
—Todas las personas en este mundo tienen a alguien —me dijo—. Acepta
eso y deja de preocuparte más por ello.
—No es que me preocupe de un modo excesivo —repliqué, con cierta
irritación.
Él se encogió de hombros y siguió ocupándose de los papeles que tenía
sobre su mesa. Sus modales significaban un rechazo… Me reducía a una cosa
neutra, a un cero a la izquierda.
—Ya que lo planteas así —le dije con ánimo de discutir—, ¿qué me dices
de los vagabundos sin nombre cuyo entierro ha de costear el condado?
Él me miró lentamente.
—En algún sitio, Jenks, alguien echa de menos a ese vagabundo. Créeme.
No hay extraños absolutos en este mundo. Alguien se preocupa por ellos…,
siempre hay alguien que se preocupa.
No había esperado de él esta breve exposición filosófica, y eso hizo que le
mirase por segunda vez. Pero seguía recordándome una losa gris plateada de
hierro fundido.
Con el transcurso de las semanas, aprendí a entenderme con Martín.
Adopté una actitud fría hacia él, pero sólo como un recurso protector. Decidí
que no permitiría que un cuarto de siglo tratando con la violencia y los
criminales me convirtiera en un robot incapaz de sonreír, como le ha ocurrido
a Odus Martín.
Le tenía el respeto debido a un policía de primera clase. Sus movimientos,
tanto mentales como físicos, eran lentos, minuciosos y objetivos. Cuando
hablaba para la prensa era aburrido, y, por lo mismo, poco interesante. Esto,

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unido a su hábito de decir sólo lo imprescindible, hacía que a la mayoría de
los reporteros no les gustara, lo cual a Martín no le importaba en absoluto.
Pero cuando se trataba de criminales, tenía los instintos de un leopardo al
acecho. A medida que le conocí mejor, me di cuenta de que ésos no eran
dones naturales, sino el condicionamiento y los resultados acumulados
durante veinticinco años. Parecía no haber olvidado hasta el truco más ínfimo
que la experiencia le había enseñado.
El día que acusaron a Greene, planteé a Martín una cuestión que me había
estado molestando.
—Decidiste que Greene mentía cuando nos contó su coartada. ¿Por qué?
¿Cómo podías estar seguro?
—Ni un solo momento, mientras me hablaba, dejó de mirarme
directamente a los ojos —me explicó Martín.
No comprendí adonde quería ir a parar.
Martín me miró y dijo pacientemente:
—Greene, normalmente, era un tipo con una mirada muy cambiante.
Supe entonces que podría aprender mucho de aquel hombre, si yo mismo
era lo bastante perceptivo y estaba ojo avizor. Él no consideraba que su papel
consistiera en enseñar. Era un policía.
Como de costumbre, llegué al trabajo quince minutos antes de la hora, la
mañana siguiente al asesinato de Mary Smith. Martín salía de la sala de la
brigada cuando llegué. Andaba con los pasos lentos y largos que cubrían las
distancias como lo hubiera hecho un deportista. Era evidente que acababa de
entrar y se había propuesto marcharse sin esperarme. Fui a su lado.
—¿Qué ocurre?
—Han matado a una chica.
—¿Dónde?
—En el parque Hibernia.
Estaba tendida, como si durmiera, bajo unos arbustos, adonde la habían
arrastrado para ocultarla de una manera apresurada e ineficaz. Era un día
dorado, rebosante de frescura matinal, y la hierba y los árboles del parque
estaban húmedos de rocío e intensamente verdes.
Los coches patrulla y los agentes uniformados ya habían acordonado la
zona. Los técnicos del laboratorio llegaron al lugar del crimen más o menos al
mismo tiempo que nosotros, e iniciaron eficazmente la rutina de fotografiar y
tomar moldes de las huellas de pisadas.
Yo carecía aún de la objetividad que tenían los demás, y la muchacha
atrajo y retuvo mi atención. Era menuda, de aspecto frágil y poco provista de

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carnes. Había algo cautivador en su rostro, y podría haber sido casi bonita si
hubiera sabido arreglarse.
Pero con su vestido de algodón descolorido y el cabello castaño mate que
enmarcaba su rostro, tenía un aspecto desaliñado y soso.
Su actitud durmiente, con la cara hacia el cielo, me produjo escalofríos de
horror cuando seguí con la mirada las líneas trazadas en el suelo por sus
tacones arrastrados. Aquellas líneas terminaban más allá de una piedra plana,
revestida de sangre oscura y seca. Era evidente que la habían atacado allí,
cuando pasó por el sendero, y la parte trasera de su cabeza golpeó la piedra.
Quizás había muerto en el acto. Su atacante la arrastró rápidamente hasta los
arbustos, ocultando así el cuerpo durante el tiempo suficiente para alejarse del
parque.
La miré de nuevo y me estremecí ligeramente, preguntándole en silencio
qué le había llevado a semejante fin a los diecinueve o veinte años.
La información obtenida en el escenario del crimen fue escasa. Su bolso,
suponiendo que llevara uno, había desaparecido. No llevaba joyas, aunque
podría haber llevado un reloj barato o un brazalete de identificación, pues uno
de los hombres del laboratorio encontró el cierre de oro de un objeto de esa
clase cerca de la piedra plana.
Más tarde, en la sala de la brigada, Martín y yo nos sentamos y
contemplamos el cierre de oro.
—Asaltada, robada, asesinada —decidió Martín—. Quisiera saber cuánto
dinero llevaba en su bolso. ¿Cinco dólares?
Sostuvo el cierre de manera que la luz incidiera en él.
—Investigaremos en las casas de empeño. Un delincuente de tan poca
monta intentará empeñar el reloj. ¿No hay ninguna noticia de la sección de
personas desaparecidas?
Yo acababa de ponerme en contacto con ese departamento, y negué con la
cabeza.
—Tampoco hay ningún dato del laboratorio —dijo Martín—. Sus ropas
podrían proceder de cualquier tienda de rebajas y no tienen ninguna marca de
lavandería. Se las lavaba ella misma. No hay cicatrices ni marcas que puedan
facilitar la identificación, y en su dentadura no ha trabajado ningún dentista.
Estudiaremos las huellas dactilares, pero no tengo esperanzas. El forense
establecerá la causa de la muerte como resultado de fractura múltiple del
cráneo, ocurrida probablemente anoche.
—Nada de eso nos dirá quién es —comenté.

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—Eso es lo que yo digo, pero ya aparecerá alguien preguntando por ella.
Alguien la reclamará. Una chica tan joven…, no puede morir violentamente y
desaparecer sin que eso afecte a alguien. Entretanto, lo único que tenemos es
este cierre.
Visitamos todas las casas de empeños de la ciudad. Nadie había
empeñado un reloj al que le faltara un cierre como aquel.
A continuación, Martín cogió a todos los indeseables en cuya ficha
constaba un asalto o un intento de asalto, y les interrogamos uno a uno. La
tarea nos mantuvo ocupados durante dos días, y cuando terminamos no
habíamos podido situar a nadie cerca del parque Hibernia a la hora adecuada.
El cadáver de la muchacha seguía en el depósito, sin que nadie preguntara
por ella. Seguía siendo una «doña nadie» a la que nadie reclamaba.
—Eso significa que aquí no tiene familia —dijo Martín—. Debe de haber
venido aquí para trabajar, probablemente desde algún estado agrícola. Es una
suerte que vivamos en una ciudad razonablemente pequeña. Comprobaremos
todas las pensiones, los sitios donde podría haber vivido una chica así.
Revisamos un edificio tras otro, las manzanas de casas atestadas de
inquilinos, y hablamos con caseros y porteros.
Martín se encargaba de un lado de la calle y yo del otro. Nuestro equipo
era una foto de la chica, y la pregunta era siempre la misma; las respuestas
tampoco diferían las unas de las otras.
Así, transcurrieron dos fatigosos y monótonos días. Entonces, a media
tarde del tercer día, salí desconsolado de un edificio de humildes
apartamentos y vi que Martín me hacía señas desde un largo porche al otro
lado de la calle.
Esperé a que hubiera una pausa en el tráfico y crucé la calzada. La
espaciosa casa era una antigua monstruosidad, con gabletes y adornos
superfluos. Tenía tres pisos y en sus tiempos había sido una mansión, pero
hacía mucho que la habían dividido en pequeños apartamentos y habitaciones
alquiladas para dormir.
Una mujer menuda, de pelo gris, miope, estaba en el vestíbulo detrás de
Odus Martín.
—La señora Carraway —me dijo mi compañero.
La casera y yo nos saludamos con una ligera inclinación de cabeza.
—¿Podemos ver la habitación de Mary Smith? —preguntó Martín.
Mary Smith, me dije. Había empezado a pensar que aquella chica seguiría
siendo para siempre Fulana de Tal, «doña nadie».

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—Ya que son ustedes oficiales de policía, supongo que no hay ningún
problema —comentó la señora Carraway.
—Ya ha visto mis credenciales —dijo Martín—. Aceptamos la plena
responsabilidad.
Seguimos a la casera hasta una habitación pequeña y limpia en el extremo
del pasillo. La mujer permaneció en el umbral mientras nosotros
examinábamos la habitación.
El mobiliario era típico: una cama que no armonizaba con los demás
muebles, un escritorio, una cómoda, una alfombra raída y unas cortinas
descoloridas.
—Mary Smith era una muchacha limpia. Las pocas prendas de vestir que
tenía estaban planchadas y bien colocadas en el armario y los cajones de la
cómoda.
La habitación reflejaba una vida solitaria. No había fotografías ni cartas,
nada de naturaleza personal, excepto las ropas y unas revistas sobre la mesita
de noche.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —preguntó Martín.
—Poco más de dos meses —respondió la señora Carraway con su voz
cauta e impersonal.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—Hace una semana, el jueves, cuando pagó el alquiler del mes.
—¿Recibe alguna visita?
—¿Visitas?
—Su novio, por ejemplo.
—Que yo sepa, no. —La señora Carraway frunció los labios—. No soy
una casera fisgona. Esa chica me pareció discreta y simpática. Mientras me
paguen el alquiler, no me meto en nada… Eso es lo único que me preocupa.
—¿Sabe de dónde procedía?
—No. Vino aquí un día, miró la habitación y dijo que se quedaba. Dijo
que tenía un empleo, y lo comprobé, para estar segura.
—¿Dónde trabajaba?
—En el restaurante Hoja de Trébol. Es camarera.
Martín le dio las gracias y salimos de la habitación.
—¿Está en un serio aprieto? —quiso saber la señora Carraway.
—Desde luego —dijo Martín—. Estoy seguro de que no volverá.
—¿Qué he de hacer con sus cosas?
—Ya se lo comunicaremos.
La señora Carraway nos acompañó hasta la puerta.

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—Les he dicho todo lo que sé. No soy una persona insensible, pero lo que
esa chica haya hecho no es asunto mío. Perderían el tiempo si me llamaran a
declarar como testigo.
—No la molestaremos más de lo imprescindible —dijo Martín.
Regresamos al coche, que carecía de distintivo policial alguno,
estacionado hacia la mitad de la calzada. Martín se puso al volante y partimos
en silencio.
—¿Alguna duda sobre su identidad? —le pregunté.
—Creo que no, aunque, para estar seguros, cotejaremos las huellas de la
habitación con las de Fulana de Tal. Pero la casera no titubeó en absoluto
cuando vio la foto. Era Mary Smith, sin duda.
«Hola, Mary», pensé. «Hola, desconocida, ¿cómo estás?»
El dueño el restaurante Hoja de Trébol era un tal Blakeslee. Se trataba de
uno de esos grandes establecimientos con servicio para automovilistas, en el
lado sur de la ciudad. El hombre era delgado, moreno, de aspecto atormentado
y unos cuarenta años de edad.
Cuando llegamos estaba comprobando la recaudación ante la caja
registradora. Le mostramos nuestras credenciales y él, con un gesto de
fastidio, nos condujo a un pequeño despacho al lado de la cocina.
—Bueno, ustedes dirán qué quieren —dijo mientras cerraba la puerta.
—¿Tiene en su nómina a una chica llamada Mary Smith? —le preguntó
Martin.
—La tenía. Se marchó sin avisar, como hacen muchas de ellas. No saben
ustedes lo difícil que resulta en la actualidad mantener un personal estable.
—¿Cuáles fueron las circunstancias?
—¿Circunstancias? —Se encogió de hombros—. No se presentó en un par
de días, así que empleé a otra chica. No hubo ninguna circunstancia, como
usted dice.
—¿No se preguntó si podría estar enferma?
—Supuse que habría avisado. No es la primera que se marcha así, y yo no
tengo tiempo de ir tras ellas para averiguar qué les pasa. ¿Por qué la buscan?
—Ha muerto.
—Vaya. —Tras su sobresalto inicial, Blakeslee alzó una mano y se
acarició el mentón—. Vaya, es una lástima —dijo en un tono sin verdadero
significado.
—Salió en los periódicos —dijo Martin—. Una chica sin identificar
asesinada.

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—No recuerdo haberlo visto. De todos modos, probablemente no habría
relacionado ese crimen con Mary Smith. ¿Cómo ocurrió?
—Al parecer regresaba a su casa. Creemos que la asaltaron para robarle lo
que llevara de valor.
—No podía ser gran cosa.
—¿Puede decimos algo de ella?
—Sólo que trabajaba aquí y me parecía bastante seria. Siempre llegaba
puntual y era demasiado callada para hacer amistades.
—¿Dónde trabajaba anteriormente?
—Venía de Crossmore. —Blakeslee extendió las manos—. Ojalá pudiera
ayudarles, pero, al fin y al cabo, ¿qué era para mí esa chica?
Martin y yo salimos de la ciudad por la autopista, en dirección a
Crossmore, una pequeña población en el siguiente condado, a sólo cuarenta
minutos en coche.
Me pregunté cuántos restaurantes habría en Crossmore, y supuse que muy
pocos. Por lo menos teníamos eso a nuestro favor.
Sin embargo, Martin cruzó el pueblo sin detenerse.
—Tengo una corazonada —me dijo.
Más allá de Crossmore, junto a la autopista con su tráfico intenso, se
extendían las colinas y los prados ondulantes donde se alzaban los edificios
de un orfanato costeado por el municipio.
Martin entró en un camino serpenteante al que daban sombra unos pinos
altos, y se detuvo ante una vieja casa de estilo colonial, que habían restaurado
y convertido en oficina de la institución. Unas estructuras más recientes, de
entramado y ladrillo, albergaban dormitorios y aulas. Más allá había establos
y talleres.
Unos minutos después estábamos en el despacho del doctor Spreckles, el
director administrativo. Hombre delgado, nervudo, con el cabello rubio arena,
Spreckles me dio la impresión de un individuo afable pero que sabía dirigir
las cosas.
Miró la foto de Mary Smith que habían sacado los chicos del laboratorio.
—Sí, fue una de nuestras muchachas —confirmó, y apretó ligeramente los
labios—. Confío en que no haya hecho nada indigno del adiestramiento que
recibió aquí.
—No lo ha hecho —le aseguró Martin—. ¿Quiénes eran sus padres?
Spreckles tomó asiento ante su mesa.
—No tenía. Nació en el hospital del condado, de una madre soltera que le
dio el nombre de Mary Smith. En cuanto pudo moverse, la mujer abandonó a

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la niña.
—¿La chica creció aquí?
—Sí.
—¿Nunca la adoptaron?
—No. —Spreckles apoyó los codos sobre la mesa, juntó los dedos de las
manos y dijo lentamente—: De niña era muy rara, demasiado callada y
tímida. Vivió aquí hasta los dieciocho años.
—¿Quiénes eran sus amistades?
—Por extraño que parezca, no podría decírselo —dijo Spreckles,
frunciendo el ceño—. No creo que tuviera realmente ningún amigo íntimo.
Podríamos decir que era un rostro en una multitud. No fue nada precoz. No es
que fuera la última de su clase, pero tampoco estuvo nunca entre las primeras.
Quisiera que me dijeran en qué dificultad se encuentra.
—Ha muerto —dijo Martin—. Un asaltante la mató en un intento de robo.
—¡Es terrible!
Spreckles hizo un sincero intento de exteriorizar un pesar verdadero, pero
simplemente no lo sentía. Estaba impresionado y desconcertado por la
desaparición de alguien que era para él una figura impersonal, pero nada
más…
Cuando cruzábamos de nuevo el pueblo de Crossmore, Martín rompió su
silencio con un solo reniego. Lo dijo en voz baja, pero era el juramento más
rencoroso que he escuchado jamás. Aquello era tan impropio de Martín que le
miré por el rabillo del ojo.
Pero dejé que volviera a instaurarse el silencio. En aquel momento mi
compañero tenía el aspecto de un gatazo de color gris acero al que han
friccionado sus heridas con aguarrás y sal.
Emprendimos de nuevo la agotadora y rutinaria actividad, visitando las
casas de empeño; pero el reloj no apareció. Interrogamos, uno a uno, a los
vecinos que vivían en la zona del parque Hibernia. Nadie había visto a un
hombre que saliera del parque más o menos a la hora en que mataron a la
chica.
Por la noche estaba demasiado fatigado para poder dormir. Me preguntaba
adónde nos llevaría aquello, si llegaríamos a capturar al asesino. Sin embargo,
la determinación de Martín era inquebrantable. Ojalá pudiera compartirla…

Al atardecer del miércoles, Martín y yo regresamos a la sala de la brigada. Al


cabo de unos minutos, un policía de uniforme entró y entregó a Martín un

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reloj de mujer barato.
El corazón me dio un vuelco, y me acerqué a la mesa de Martín mientras
él abría un cajón. Agitó un pequeño sobre de papel de cáñamo, del que saltó
el cierre de oro. Encajaba perfectamente con la correa rota del reloj.
Martín se levantó; su cólera contenida se evidenciaba en el
ensanchamiento de las fosas nasales.
—¿De dónde ha salido esto?
—Entre los efectos personales de un hombre llamado Biddix —dijo el
agente uniformado—. Estaba jugando al póker en un viejo desván… Hicimos
una redada. El sargento me dijo que usted quería ver el reloj.
Biddix era un tipo enjuto y andrajoso, un viejo menudo que rondaba los
setenta años. Le habían separado de los demás jugadores de poker y ocupaba
una celda para él solo.
Cuando se abrió la puerta, Biddix miró el rostro de Martin y retrocedió
contra la pared.
Martin extendió la mano y la abrió.
—¿De dónde ha sacado esto?
—Mire… —Biddix tragó saliva—. Si es robado, juro que no tengo nada
que ver.
—Lo arrancaron de la muñeca de una chica asesinada —dijo Martin.
La barba grisácea de Biddix se mezcló de pronto exactamente con el color
de su piel.
—Un tipo puso el reloj en el juego. ¡Es la verdad, créame!
—¿Quién fue?
—Se marchó antes de que hicieran la redada.
—¿Cómo se llama?
—Edgar Collins.
—¿Sabe dónde vive?
—Claro. En una pensión de mala muerte, calle Maple, 311.
Salimos y la puerta de la celda se cerró con un sonido metálico detrás de
nosotros. Biddix se acercó y cogió los barrotes.
—No sabía nada del reloj.
—Naturalmente —dijo Martin.
—Me pondrán con los demás, ¿verdad?
—No, todavía no.
El portero del edificio nos dijo cuál era la habitación de Edgar Collins.
Subimos al primer rellano y nos dirigimos a una puerta.

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Hacía calor allí dentro, y el pasillo olía a vejez y hacinamiento. Aguzamos
el oído y, poco después, oímos el crujido de un somier.
Aplicamos los hombros a la puerta, golpeamos con fuerza y la abrimos.
Un hombre alto y delgado, huesudo, calvo, saltó de la cama y dejó caer el
periódico que había estado leyendo. Llevaba unos sucios pantalones de color
caqui y una camiseta no menos sucia.
—¿Qué pretenden? —preguntó.
—¿Se llama Edgar Collins? —le preguntó Martin.
—¿Y qué si me llamo así?
—Somos policías. Queremos hablar con usted.
—¿Sí? ¿De qué?
—De una chica a la que mataron en el parque Hibernia. Si es usted
inocente, no tiene nada de qué preocuparse, pero si no… Para empezar,
tenemos un molde de las huellas de pisadas, y encontraremos otras muchas
cosas con la ayuda de los chicos del laboratorio, una vez sepamos dónde
empezar a buscar.
Collins se nos quedó mirando. Algo pareció estallar detrás de sus ojos
claros, y se abalanzó hacia la ventana abierta.
Martin se interpuso entre Collins y yo, y agarró al hombre, arrastrándole
al interior de la habitación. Ciego por el pánico, Collins trató de golpearle.
Martin le golpeó tres veces en la cara, y el hombre cayó al suelo, se cubrió
la cabeza con los brazos y empezó a oscilar atrás y adelante.
—No quería hacerlo —dijo, con la voz entrecortada—. Cayó sobre la
piedra. Era una desconocida, no significaba nada para mí. Fue un accidente…,
por favor… ¡No siga pegándome! Le digo que no quería hacerlo.
Por un momento creí que Odus Martin empezaría de nuevo a golpearle.

A la mañana siguiente, un sacerdote voluntario se ocupó del ritual religioso


ante la tumba. Martin y yo estuvimos presentes, con nuestros sombreros en
las manos.
Miré el ataúd y me dije: «Adiós, Mary Smith… Ese nombre será tan
bueno como cualquier otro. Sin padre, ni madre, ni nadie. Muerta por un
hombre al que no habías visto antes».
El sol brillaba, pero el día me parecía sombrío y deprimente.
Entonces, cuando regresábamos a la comisaría, se me ocurrió que Odus
Martin había estado en lo cierto. No hay extraños absolutos en este mundo.
Nadie es totalmente un cero a la izquierda.

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La muerte de Mary Smith había afectado a Odus Martin y, como yo era su
compañero de equipo, me había afectado también. Tuve la sensación de que, a
través de nosotros, la especie humana había reconocido la importancia de
aquella chica y expresó su repulsa a dejarla morir como muere un animal.
Mary Smith había vivido y muerto en soledad, pero no había estado sola.
No dije nada de esto a Odus Martin. Era difícil hablar con aquel hombre.
En cualquier caso, me pareció que él ya lo comprendía, probablemente de una
manera mucho más profunda de lo que yo podría comprenderlo jamás.

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MUCHAS MANSIONES

Robert Silverberg

Es posible que éste sea el relato policiaco definitivo, con el


asesinato en varias direcciones y una plétora de motivos.
Robert Silverberg, autor de El castillo de Lord Valentine y las
Crónicas de Majipur, que se han publicado por las mismas
fechas que esta antología, ha escrito varios centenares de
novelas y relatos cortos. Aunque su reputación se basa (al
menos por el momento) en su ciencia ficción, figura sin duda
entre los cinco o diez autores más potentes y mejor dotados de
toda la narrativa norteamericana de posguerra.

Ha sido un día duro y todo ha salido mal. Un tremendo atasco en la autopista


camino del trabajo, dos encargos cancelados antes del almuerzo, y ahora una
inconcebible metedura de pata por parte de los programadores del tiempo.
Está nevando, de veras, y él tendrá que salir y despejar el camino de acceso a
la casa por la mañana. No puede recordar la última vez que nevó. Y,
naturalmente, volverá a pelearse con Alice, quien nunca le deja en paz y se
ceba en él sobre todo cuando le ve regresar a casa, agotado, después del
trabajo. ¿Por qué no haces esto, Ted? Ted, dame eso. Ahora, mientras espera
la cena, tomando la tercera copa en cuarenta minutos, siente que le ronda uno
de sus dolores de cabeza, esos desgraciados dolores de cabeza que pueden dar
al traste con toda una velada. ¡Qué vida! Acaricia fantasías asesinas. Llevarla
a dar un paseíto amigable por la presa, y darle un rápido y fuerte empujón con
el hombro. Ella no sabe nadar. Abajo, abajo, abajo. Glub. Adiós, Alice. Al fin
libre.

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En la cocina, ella pulsa furiosamente las teclas de la consola, programando la
cena tal como a él le gusta. Vichyssoise fría, patatas horneadas con crema
agria y ajos, solomillo casi crudo por dentro y chamuscado como carbón por
fuera. Conseguir que la comida esté en su punto cuesta bastante trabajo,
incluso con el mejor jefe de cocina. Y todo para él. El cabrón… A ver, ¿por
qué he de sudar tanto para complacerle? ¿Acaso me ha hecho feliz? ¿Qué ha
hecho él por mí, excepto desperdiciar los mejores años de mi vida? Y cree
que no estoy enterada de que tiene otras mujeres. Esas aventuras rápidas a la
hora del almuerzo. No me importaría que muriese mañana mismo. Sería una
gran viuda… Tan digna en el funeral, tan fuerte, sin llorar apenas. Y todo el
mundo cree que somos una pareja tan bien avenida. Llevamos once años
casados y todavía nos queremos. Oí decir eso a alguien la semana pasada. Si
supieran la verdad sobre nosotros, si la supieran…

Martín se asoma a la ventana de su casa, un tercer piso en Sunset Village. La


nieve le sorprende, pues no puede recordar la última vez que vio nevar. Hace
treinta o cuarenta años atrás, tal vez, cuando Ted era un bebé. No lo recuerda
en absoluto. El suelo completamente blanco… ¿Cuándo fue? La mente se
tambalea cuando uno pasa de los ochenta. Todavía no puede creer que es un
viejo. Le aturde pensar que su nieto Ted, el hijo de Martha, tiene casi cuarenta
años, aquel chiquillo que tuvo en sus rodillas y que un día le puso el traje
perdido con sus vómitos, cuando tenía cuatro años. Nixon era entonces
presidente, pero en estos tiempos nadie habla apenas del tramposo Dick. Es
historia antigua. McKinley, Coolidge, Nixon. El tiempo vuela. Martín piensa
en Alice, la esposa de Ted. ¡Qué hermoso culito prieto, qué buen par de
cántaros! ¡Cómo le gustaría acariciarlos…! ¿Sabes una cosa, Martín? Todavía
no eres un viejo carcamal. No lo eres si la mujer de tu nieto puede hacer que
se te levante.

Sus sueños de ahogarla se desvanecen con la misma rapidez con que los ha
concebido. No es un hombre violento por naturaleza y sabe que nunca podría
hacerlo. Ni siquiera es capaz de pisar una araña; ¿cómo podría matar a su
esposa? Naturalmente, si muriese de otra manera, sin necesidad de que él
actuara directamente, eso lo resolvería todo. Por ejemplo, va en su coche a la
peluquería por una de esas carreteras que tanto le gusta tomar, las que dan
acceso a los campos de ejercicios militares, y el vehículo resbala en un charco

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helado y se estrella contra un árbol a ochenta por hora. Muy bien. O va de
compras a los almacenes de la Unión y un activista hace estallar la bomba que
ha colocado en un banco: la lluvia de cascotes la alcanza y la deja seca. Muy
bien. O el dentista le inyecta un nuevo anestésico y resulta que es fatalmente
alérgica al mismo. Se hincha como un pez globo y muere en cinco minutos.
Muy bien. Llega la policía, caras largas, narices resollantes. Lo sentimos
terriblemente, señor Porter. Ha sido un desgraciado accidente. No me digan
que se trata de mi esposa, exclama. Asientes lúgubremente. Pero él soporta la
pérdida con una gran entereza.

—La cena está lista —le dice.


Él está estirado y descansando en el sofá, con otra copa en la mano. Bebe
más que ningún hombre que ella conozca, aunque no conoce a muchos. A lo
mejor coge una cirrosis y se muere. Se pregunta si la gente sigue muriéndose
de cirrosis, o si ahora hacen trasplantes de hígado. Lo curioso del caso es que
él todavía la excita, después de once años. Sus ojos, su cara, sus manos. Le
desprecia, pero todavía la excita.

La nieve le recuerda su juventud, los días lejanos que pasó en el Este.


Entonces era todo un conquistador. Y tampoco era muy fácil conseguir algo
en aquellos tiempos. A las chicas les preocupaba lo que diría la gente si las
descubrían. ¡Lo que diría la gente! Como si hacerlo con un chico que te gusta
fuese algo vergonzoso. O bien les preocupaba la posibilidad de quedar
embarazadas, y te obligaban a ponerte una goma. ¡Qué horroroso era eso:
como llevar un calcetín! Por entonces empezaba a usarse la píldora, la píldora
original, aquella que se tenía que ingerir a diario. ¡Imagínese un mundo sin la
píldora! («¿Había dinosaurios cuando eras pequeño, abuelo?») Con todo,
Martin se las ingenió bien. Tenía un cuerpo grande y musculoso, facciones
firmes y acusadas, unos ojos cálidos de mirada inquisitiva. Ahora nadie
distinguiría todo eso al mirarle. Se preguntó si Alice se daba cuenta de la
clase de semental que había sido. Si tuviera dinero, alquilaría una de esas
máquinas del tiempo que tenían ahora y la enviaría a visitarle hacia 1950 más
o menos. Un pequeño regalo para el joven que había sido. Se abalanzaría
sobre ella. Martin sintió una rápida oleada de excitación al pensar en aquel
joven que había sido abalanzándose sobre Alice. Pero, desde luego, no podía
permitirse una cosa así.

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Mientras come la carne imagina cómo sería volver a estar soltero. ¿Se casaría
de nuevo? De ninguna manera. O, por lo menos, no hasta que estuviera bien
dispuesto, hacia los cincuenta y cinco o los sesenta. De momento seguiría
soltero, y andaría por ahí fornicando como un muchacho. ¡Al infierno con las
responsabilidades! Esperaría dos o tres semanas después del funeral, un
intervalo decente, y luego iría a divertirse un poco. Hawai, Tahití, algún sitio
así, con Nolie, o María, o Ellie. Sí, con Ellie. Piensa en los muslos rosados de
Ellie, sus pechos suaves y pesados, su larga y radiante cabellera castaño
rojiza. Dos semanas en Tahití con Ellie. Dos semanas en Ellie con Hawai. Sí,
sí, sí.
—¿Está el filete bastante crudo para ti, Ted? —pregunta Alice.
—Está bien.

Ella sube al cuarto de los niños para echar un vistazo. Por fin se han dormido
los dos, o lo fingen tan bien que es lo mismo. Se queda un rato junto a sus
camas, pensando: «Te quiero, Bobby, te quiero, Tink». Tink y Bobby, Bobby
y Tink. «Os quiero aunque a veces me volváis loca.» De puntillas, sale del
cuarto. Ahora la tranquila velada ante la televisión, y luego a la cama. La
rutina de siempre. No sabe por qué continúa así. Hay ocasiones en las que
está a punto de estallar. Supone que sigue junto a él por el bien de los niños.
¿Es ésa una razón suficiente?

Él se imagina corriendo por la playa, con Ellie de la mano Los dos desnudos,
sus pieles bronceadas y brillantes bajo el sol tropical. Palmeras por todas
partes. Granos de arena rosada bajo los pies. Ligeras olas transparentes
acariciando la orilla. Una cala tranquila. «Aquí no nos puede ver nadie»,
murmura Ellie. Él desciende sobre su cuerpo firme y esbelto y la penetra.

Una franja ardiente de dolor se tensa como una correa de metal caliente sobre
el pecho de Martín. Se aparta tambaleándose de la ventana y avanza
encorvado hacia una silla. El corazón. ¡Oh, el corazón! Eso es lo que te pasa
por babear pensando en Alice, viejo verde.
—¡Auxilio! —grita con voz débil—. ¡Ven, máquina asquerosa, ayúdame!

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El robot médico, activado por la frase clave, rueda en silencio hacia él.
Sus sensores actúan ya, explorándole, buscando la causa del trastorno. Un
brazo telescópico recubierto de acero se desliza fuera del pecho del robot, se
cierne sobre Martín y extrae una embocadura de inyección ultrasónica.
—Sí —murmura Martin—, eso es, condenado, ¡date prisa y ponme esa
inyección!
Calma. Se dice que debe permanecer en calma. La embocadura produce
un chirrido suave mientras introduce el líquido relajante en la vena de Martin.
Éste se desploma, aliviado. El dolor desaparece lentamente. ¡Ah, eso está
mucho mejor! Salvado de nuevo. Uf, viejo verde. Deberías avergonzarte de ti
mismo.

Ted sabe que no irá a Hawai con Ellie ni con ninguna otra. Toda valoración
realista de la situación le lleva inevitablemente a la misma conclusión. Es tan
poco probable que Alice vaya a morir en un accidente como lo es que él
llegue a asesinarla. Vivirá eternamente, como lo hacen siempre las esposas
indeseadas. Podría pedir el divorcio, naturalmente. Probablemente perdería
todas sus posesiones, pero ganaría su libertad. O podría suicidarse, lo cual
siempre había sido una tentación para él. Es la salida más fácil, sin abogados
ni molestias. Así ocurre siempre a esa hora de la noche, lo mismo una y otra
vez. Fingiendo mirar la televisión, se entrega secretamente a fantasías
suicidas.

Unas bailarinas desnudas, con el cuerpo cubierto de una chillona pintura


luminosa, giran lascivamente en la pantalla, la gran pantalla en la que las
imágenes son casi de tamaño natural. Alice frunce el ceño. ¡Vaya cosas que
enseñan hoy por la televisión! En otros tiempos, esas cosas sólo salían en los
canales clasificados X, pero hoy están en todas partes. ¡Y mírale, mira cómo
lo absorbe, con qué avidez! En realidad sabe que no protestaría tanto por los
programas de sexo si no fuera porque la fascinación que le producían a Ted
era una medida de su falta de interés por ella. Que enseñen la fornicación y
todo lo demás por la tele, si eso es lo que la gente quiere. Ella sólo desea que
Ted muestre tanto entusiasmo por ella como lo evidencia por esos programas
televisivos. En cuanto a la permisividad sexual en general, ella no es
gazmoña. En la playa sólo se ponía la parte inferior del bikini hasta que nació
Tink, y entonces empezó a sentirse un poco menos orgullosa de su figura.

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Pero todavía viste de una manera tan reveladora como cualquier otra mujer de
su grupo, y todo el mundo la mira excepto su propio marido, el cual prefiere
mirar las monadas de la televisión. Alice piensa que quizá debería salirse un
poco de la línea trazada. Ha tenido sus aventurillas durante todos esos años.
No muchas, nada importante, pero ha tenido algunas. Tres amantes en once
años no es gran cosa, pero sí una señal de que no es una puritana. Se pregunta
si ahora debería de relacionarse con alguien. Eso podría hacerla salir de su
inmovilismo mortífero mientras todavía tiene oportunidad de hacerlo, antes
de que el aburrimiento la destruya por completo.
—Voy a lavarme el pelo —anuncia—. ¿Estarás aquí hasta la hora de
acostarte?

Podría hacerlo de muchas maneras. Cortarse las venas de las muñecas, saltar
por el puente dentro del coche, tragarse todo el contenido del frasco de
somníferos de Alice. Naturalmente, todos ésos son anticuados métodos de
suicidio. Lo apropiado sería algo más moderno. ¿Ir a una taberna de negros y
empezar a dirigirles insultos raciales? No, eso no tiene nada de moderno. Es
muy de 1975. Pero se le ocurre algo verdaderamente contemporáneo. Esas
máquinas del tiempo que hay ahora: podría alquilar una y regresar, digamos,
sesenta años, a una época en que sus padres aún no hubieran nacido, y matar a
su abuelo. Buscar al viejo Martin cuando era joven y clavarle un cuchillo. Ted
supone que, si hiciera eso, dejaría de existir al instante y sin dolor. Nunca
habría existido, porque su madre tampoco habría existido. Pero su entusiasmo
dura poco, pues se da cuenta de que está fantaseando otra vez con el
asesinato. Estúpido: si fueras capaz de asesinar a alguien, matarías a Alice y
terminarías de una vez. Así que toda la fantasía es absurda. De vuelta al punto
de partida.

Cuando él sube, Alice se está secando el cabello. Él tiene una expresión de


peculiar complacencia, y en cuanto apaga el secador ella le pregunta en qué
está pensando.
—Es posible que haya inventado un método de asesinato perfecto —le
dice.
—¿Ah, sí?
—Alquilas una máquina del tiempo, retrocedes un par de generaciones y
asesinas a uno de los antepasados de tu víctima en potencia. Así asesinas

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también a tu víctima, puesto que nunca habrá nacido si matas a uno de sus
progenitores inmediatos. Entonces vuelves a tu propio tiempo. Nadie puede
seguirte la pista, porque no tienes una ficha con tus huellas dactilares en una
época anterior a tu propio nacimiento. ¿Qué te parece?
Alice se encoge de hombros.
—Ese sistema ya es viejo. Ha salido por televisión una docena de veces.
Además, no me gusta. ¿Por qué un inocente tendría que morir sólo porque es
un antepasado de alguien a quien quieres matar?

Entristecido, Martin piensa que probablemente ahora están juntos en la cama,


desnudos del todo uno al lado del otro. Las luces están apagadas, la casa en
silencio. Quizá fuman un poco de hierba. Se pregunta si todavía llaman a eso
hierba o le dan algún otro apodo. En cualquier caso, los dos están excitados.
Sí, y entonces él la toma entre sus brazos, sus manos se deslizan por su fresca
y suave piel, se cierran sobre los senos; juega con los pequeños y duros
pezones, los succiona, mientras la otra mano desciende hacia los muslos
separados. Y entonces ella, y entonces él, y entonces ellos…, ellos… ¡Oh,
Alice!, murmura él. ¡Oh, Ted, Ted!, grita ella. Y allá van, arriba y abajo,
dentro y fuera. ¡Oh, oh, oh!, exclama ella, clavándole las uñas en la espalda, y
bombea sus caderas. ¡Ted! ¡Ted! ¡Ted! El gran momento está llegando. Para
ella, para él. ¡Premio! Entonces permanecen tendidos durante unos minutos,
complaciéndose en esa sensación de bienestar. Y luego se separan. Buenas
noches, Ted. Buenas noches, Alice. ¡Ah, señor! Apuesto a que lo hacen cada
noche. Son tan jóvenes y están tan llenos de jugo. Y yo estoy completamente
seco. Odio ser un viejo. Cuando pienso en el hombre que fui, cuando pienso
en las mujeres que tuve… Señor, Señor, dame fuerzas para hacerlo una vez
más antes de morir, y déjame a solas un par de horas con Alice.

No logra conciliar el sueño. Una extraña escena tiene lugar obsesivamente en


su mente. Se ve a sí misma saliendo de una caja metálica de color gris oscuro
que parece un ataúd en posición vertical, festoneada con botones y palancas.
La máquina del tiempo. El aparato la lleva a un callejón oscuro y sucio, y
cuando sale a la calle ve docenas de pequeños automóviles antiguos corriendo
por todas partes. Sólo que no son antiguos: son los modelos actuales. El año
es 1947 y la ciudad es Nueva York. ¿Destacará demasiado vestida con sus
ropas futuristas? En cualquier caso, tiene los pechos cubiertos, cosa esencial

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en esta época. Se dirige apresuradamente a la dirección indicada, resistiendo
la tentación de fisgar los escaparates a lo largo del camino. ¡Qué extraño y
antiguo parece todo, y qué sucias están las calles! Llega a un alto edificio de
ladrillo rojo. Éste es el lugar. Ninguna cámara la explora cuando entra.
Todavía no tienen anunciadores ni ningún otro equipo automático de
protección del hogar. Sube en un ascensor tan chirriante e inestable que teme
por su vida. Quinto piso, apartamento 5J. Toca el timbre…, y él abre la
puerta. Es terriblemente joven, sólo veinticuatro años, pero puede distinguir
en su rostro las facciones del Martin futuro, los fuertes carrillos, los ojos
azules inquisitivos.
—¿Es usted Martin Jamieson? —le pregunta.
—Sí, soy yo.
Ella le sonríe.
—¿Puedo pasar?
—Naturalmente.

Con una pequeña reverencia le invita a entrar en el piso. En el momento en


que él le vuelve la espalda para abrir el armario ropero, ella saca del bolso el
pesado trozo de tubería de acero, lo levanta y lo estrella con fuerza contra la
cabeza del hombre. Crac… Saca del bolso el pesado trozo de tubería de
acero, lo levanta y lo estrella con fuerza en la cabeza del hombre. Crac…
Saca del bolso el pesado trozo de tubería de acero y lo estrella con fuerza
contra la cabeza del hombre. Crac.

Ted y Alice le visitan en Sunset Village dos o tres veces al mes. No puede
quejarse de eso; es lo máximo que puede esperar. Él es un viejo, y sin duda
aburrido, pero acuden puntualmente, a veces con los niños y otras sin ellos.
Nunca se ha acostumbrado a la idea de que es bisabuelo. Alice siempre le da
un beso cuando llega y otro cuando se va. Lleva a cabo con ella un jueguecito
privado, se las ingenia para palparla un poco, rozándole rápidamente el
trasero con la mano o, a veces, cuando se siente realmente travieso, desliza
ligeramente la mano sobre sus senos. ¿Se percata ella? Probablemente, pero
nunca se lo da a entender. Debe parecerle encantador que a un hombre de su
edad le quede todavía un vestigio de deseo sexual. A menos que lo considere
repugnante, claro.

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Ted reflexiona en que ese cacharro, la máquina del tiempo, puede utilizarse
de ciertas maneras que no serían exactamente un asesinato. Por ejemplo:
«¿Qué es esa caja?», pregunta Alice. Él sonríe astutamente. «Se llama un
pancronicon, y proporciona una especie de reconstrucción televisada de los
tiempos antiguos. El vendedor me la ha prestado, como una muestra para
demostración». «¿Cómo funciona?», pregunta ella. «Sólo tienes que meterte
dentro. Ya está preparada para ti.» Ella empieza a entrar en la máquina, pero
entonces, súbitamente sospechosa, vacila en el umbral. Él la obliga a entrar de
un empujón y cierra la puerta. Manipula los controles y allá va Alice, en un
camino si retomo al Pleistoceno. La máquina está programada para regresar
en cuanto suelte a su pasajera. Eso no es asesinato, ¿verdad? Alice sigue viva,
dondequiera que esté, a menos que los tigres de afilados caninos le hayan
dado alcance. Hasta la vista, Alice.

Por la mañana, ella lleva a Bobby y Tink a la escuela. Luego pasa por el
banco y la oficina de correos. De diez a once tiene su sesión habitual en el
salón de reforzamiento de la identidad. Habitualmente, iría directamente a
casa después de eso, pero esta mañana cruza la plaza del mercado hasta la
oficina que acaban de abrir los fabricantes de la máquina del tiempo.
TEMPONÁUTICA, S. L., dice el letrero en la puerta. En la sala no hay más
que dos máquinas, sin duda modelos para demostración, y un sonriente
vendedor con una expresión insulsa en el rostro.
—¡Hola! —dice Alice nerviosamente—. Quisiera información sobre los
precios de alquiler de sus máquinas.

A Martin le gusta imaginar que Alice acude a visitarle sola en una lluviosa
tarde de sábado.
—Hoy no ha podido venir Ted —le explica—. Se ha presentado un
imprevisto en la oficina. Pero sabía que nos esperabas y no quería
decepcionarte. Pobre Martin, ¡qué vida más solitaria la tuya!
Se acerca a él. Está temblando, Martin también. Tiene el rostro encendido
y los ojos le brillan con el resplandor inequívoco del deseo. También él siente
la excitación sexual, por primera vez en diez o veinte años, esa tensión en las
ijadas, esa palpitación del pulso. Electricidad, química. Sus miradas se
encuentran. Ella tiene dilatadas las fosas nasales, la boca tensa.
—Martin —le susurra con voz ronca—. ¿Sientes lo mismo que yo?

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—Sabes que sí.
—¡Ojalá te hubiera conocido cuando estabas en la flor de la vida!
Él se echa a reír.
—Aún no soy del todo senil —exclama exultante.
Entonces la toma entre sus brazos y sus labios buscan los senos fragantes.

—Sí, ha sido un golpe terrible para mí —le dice Ted a Ellie—. Desaparecer
así… Sencillamente se desvaneció de la superficie de la tierra, por lo que
cualquiera puede determinar. Han intentado localizarla de todas las maneras
posibles, pero no hay ni rastro.
En la impecable frente de Ellie aparece un surco espasmódico.
—¿No era feliz? —le pregunta—. ¿Crees que puede haberse suicidado?
Ted menea la cabeza.
—No lo sé. Vives con una persona durante once años y crees conocerla
muy bien, y un día ocurre algo absolutamente incomprensible y te das cuenta
de lo imposible que es conocer a otro ser humano. ¿No estás de acuerdo
conmigo?
Ellie asiente gravemente.
—¡Sí, sí, ya lo creo!
Él le sonríe y coge sus manos, diciéndole en voz baja:
—No hablemos más de Alice, ¿quieres? Se ha ido y nunca sabré más de
ella. —Escucha un vibrante crescendo sinfónico de trémulos coros angélicos
mientras la abraza y murmura—: Te quiero, Ellie, te quiero.

Ella saca del bolso el pesado trozo de tubería de acero, lo levanta y lo estrella
con fuerza contra la cabeza del hombre. Crac. El joven Martín se desploma al
instante, se agita una sola vez y queda inmóvil. La sangre oscura empieza a
rezumar entre sus tupidos rizos rubios. Mientras se arrodilla junto a su
cadáver, Alice piensa en lo extraño que resulta ver a Martín con el cabello
rubio. Posa su mano en el lugar ensangrentado, sondea tímidamente y nota la
profunda hendidura. ¿Está muerto? No podría asegurarlo. El joven no se
mueve ni parece respirar. Ella se pregunta si debería propinarle otro golpe,
más que nada para asegurarse. Entonces recuerda algo que ha visto en la
televisión, y saca el espejo del bolso. Lo coloca ante el rostro del hombre y no
se empaña. Eso resulta bastante concluyente: estás muerto, Martín. R.I.P.
Martín lamiesen, 1923-1947. Eso significa que Martha Jamieson Porter

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(1948- ) nunca será concebida, lo cual anula automáticamente la existencia
de su hijo Theodore Porter (1968- ). No está mal. Alice se ha desembarazado
de un marido al que no quiere y de una suegra mezquina y regañona de un
solo tiro. Lo siento, Martín. Adiós, Ted (R.I.P. Theodore Porter, 1968-1947.
¿Eh?). Se levanta, entra en el baño con el trozo de tubería y lo limpia
cuidadosamente. Entonces vuelve a guardárselo en el bolso. Ahora, de vuelta
a la máquina, regresemos a 2006, para empezar una nueva vida. Pero cuando
sale del piso, un hombre alto y delgado sale de las sombras y le coge la
muñeca con una presa de hierro.
—Patrulla del tiempo —dice en tono tajante, mostrando una placa de
identificación—. Queda detenida por asesinato temponáutico, señora Porter.

Hoy ha sido un día mejor que ayer, con pocas crisis y depresiones, pero sigue
asediándole el dolor de cabeza cuando entra en casa. Está preparado para
cualquier perrería que Alice pueda reservarle esta noche. Pero, curiosamente,
ella parece relajada y afable.
—¿Te sirvo algo de beber, Ted? —le pregunta—. ¿Qué tal te ha ido hoy?
Él sonríe y le dice:
—Bien, creo que, después de todo, puede que hayamos salvado el encargo
de Hammond. Por lo demás, no ha ocurrido nada especial. ¿Y tú? ¿Qué has
hecho hoy, cariño?
Ella se encoge de hombros.
—Nada, como de costumbre. El banco, correos, mi sesión de refuerzo de
la identidad.

Si tuvieras el dinero y pudieras hacerlo, ¿hasta dónde la enviarías?, se


pregunta Martin. Supongo que el año sería 1947. Mi último año de soltero.
No tiene sentido complicar las cosas. Allá vas, Alice, pequeña, hacia 1947.
Pongamos que es el mes de marzo. En junio estaba comprometido y en
septiembre Martha estaba en camino, aunque no lo supe hasta más tarde. Sí,
marzo de 1947. Veamos. El joven Martin oye el timbre de la puerta y va a
abrir. Se encuentra con una chica atractiva, en realidad una mujer mayor que
él, de unos treinta o treinta y dos. Esbelta, de cabello oscuro, muy bien hecha.
Viste de una manera curiosa: una túnica gris que se adapta a las líneas del
cuerpo, muy corta, de algún tejido extraño. Parece una corriente de agua que

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fluyera sobre ella. No puede comprender cómo se produce ese efecto líquido
alrededor de los pliegues.
—¿Es usted Martin Jamieson? —le pregunta, y ella misma responde en
seguida—: Sí, claro, debe ser usted. Le reconozco. ¡Qué guapo era!
Él está perplejo, no sabe nada, como es natural, de este regalo de su yo
futuro.
—¿Quién es usted? —le pregunta.
—¿Me permite pasar primero?
Él se siente azorado por su descortesía y hace un ademán para que entre.
Los ojos de la mujer brillan de malicia.
—No va a creérselo —le dice—, pero soy la esposa de su nieto.

—¿Les gustaría probar uno de nuestros modelos de demostración? —le


pregunta afablemente el vendedor—. Es gratuito y sin ningún compromiso.
Ted y Alice intercambian una mirada. El ceño fruncido de ella es un
reflejo de la incertidumbre de él. También ella debe de pensar que preferiría
no haber ido nunca a la sala de exhibición de Temponáutica.
El vendedor prosigue su cháchara en tono afable.
—Normalmente, en estas demostraciones enviamos a nuestros posibles
clientes quince o veinte minutos hacia el pasado. Estoy seguro de que les
parecerá fascinante. Mientras permanezcan en la máquina, podrán observar a
través de un visor y se verán a ustedes mismos entrando en esta sala hace un
rato. Bien, ¿quieren probarlo? Entre usted primero, señora Porter. Le aseguro
que será la experiencia más curiosa que ha tenido jamás.
Alice, inquieta, intenta retroceder, pero el vendedor insiste de una manera
que es a la vez amable e inflexible, y ella entra a regañadientes en la máquina
del tiempo. El vendedor cierra la puerta y manipula diversos controles.
Finalmente, pone en marcha la máquina. Un gran resplandor verdoso la
envuelve y desaparece, aunque algo transparente y vago —¿una imagen que
permanece en la retina?, ¿el espectro de la máquina?— sigue siendo
débilmente visible.
—Ahora ha recorrido una corta distancia en su propio pasado —dice el
vendedor—. He programado la máquina para que la lleve dieciocho minutos
atrás y tenerla ahí durante un intervalo de seis minutos, de modo que pueda
ver los momentos iniciales de su visita aquí. Sin embargo, cuando la haga
regresar al presente, no habrá necesidad de igualar la cantidad de tiempo
transcurrido en el pasado, así que, desde nuestro punto de vista, sólo habrá

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estado ausente unos treinta segundos. ¿No es extraordinario, señor Porter? Es
una de las muchas y extraordinarias paradojas con las que tropezamos en el
nuevo y extraño reino del viaje por el tiempo. —Mueve una palanca y la
máquina del tiempo vuelve a adoptar una forma sólida—. Voilà! —exclama el
vendedor—. Aquí está la señora Porter, que ha regresado sana y salva de su
viaje al pasado. —Abre la puerta de la máquina del tiempo; el compartimiento
del pasajero está vacío—. ¿Señora Porter? —grita consternado—. ¿Señora
Porter? ¡No lo entiendo! ¿Cómo es posible que haya habido un error? ¡No
puede ser! ¿Señora Porter? ¿Dónde está, señora Porter?

Se apresura por la sucia calle hacia el edificio de ladrillo. Ése es el lugar.


Quinto piso, apartamento 5J. Cuando se dispone a tocar el timbre, un hombre
alto y delgado sale de las sombras y le coge la muñeca con una fuerte presa.
—Patrulla del tiempo —le dice en tono tajante, enseñándole una placa de
identificación—. Queda usted detenida por proyectar un asesinato
temponáutico, señora Porter.

—Pero no tengo ningún nieto —balbucea él—. Ni siquiera estoy ca…


Ella ríe.
—¡No se preocupe por eso! —le dice—. Tendrá una hija llamada Martha,
la cual tendrá un hijo llamado Ted, y yo me casaré con Ted y tendré dos hijos
que se llamarán Bobby y Tink. Usted llegará a una edad muy, muy avanzada.
Y eso es todo lo que necesita saber. Ahora divirtámonos un poco.
Toca una pestaña a un lado de su túnica y la prenda cae en una cascada
fluida, dejándola desnuda. Sus pezones le miran como unos ojos ciegos y
rosados. Le hace una seña.
—¡Ven aquí! —le dice con voz ronca—. ¡Desnúdate, Martin! ¡Estás
perdiendo el tiempo!

Alice se ríe nerviosamente.


—Bueno —le dice al vendedor—, la verdad es que estoy dispuesta a dejar
que mi marido sea el conejillo de Indias. ¿Qué te parece, Ted?
Se vuelve hacia él, lo mismo que el vendedor.
—Desde luego, señor Porter. Sé que está deseando probar nuestra
máquina, ¿verdad?

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Ted piensa que no, pero nota que la presión de los acontecimientos le
empuja de buen o mal grado. Entra en la máquina. Cuando se cierra la puerta
teme ser presa de un pánico claustrofóbico, pero le tranquiliza la visión de
una manecilla en la parte interior de la puerta. La acciona y la puerta se abre.
Baja de la máquina a tiempo de verse a sí mismo entrando en la sala de
exhibición de Temponáutica con Alice. Ted está ahora dieciocho minutos
atrás en su propio pasado. Alice y el otro Ted le miran sorprendidos. El
vendedor gira sus talones y exclama:
—¡Espere un segundo, no tiene que salir de…!
¡Qué estúpidos parecen todos ellos! ¡Qué asombrados! Ted se ríe en sus
caras. Entonces pasa por delante de ellos, casi derribando a su otro yo, y sale
a la plaza del mercado. Lleno de un júbilo desbordante, corre hacia la zona de
estacionamiento. Piensa que es libre. Y ni siquiera ha tenido que matar a
nadie.

Supongamos que alquilo una máquina, piensa Alice, regreso a 1947 y mato a
Martin. Supongamos que lo hago realmente. ¿Y si hubiera alguna manera de
descubrirme? Después de todo, un crimen cometido por una persona de 2006
que viaja a 1947 tendrá consecuencias en nuestro presente. Podría cambiar
toda clase de cosas. Querrán capturar al criminal y castigarle o, mejor aún,
primeramente impedir el crimen. Y la empresa de la máquina del tiempo
sabrá a qué año pedí que me enviaran. En definitiva, puede que no sea una
manera tan fácil de cometer un crimen perfecto. No sé. ¡Dios mío, no puedo
entender nada de esto! Pero quizá pueda salirme con la mía. En fin, voy a
probarlo. Le demostraré a Ted que no puede seguir tratándome como si fuera
basura.

Están tendidos apaciblemente uno al lado del otro, sudorosos, somnolientos,


cansados, pero con ese buen cansancio que se siente tras un coito de primera.
Martin le acaricia tiernamente el vientre y los muslos. ¡Qué suave es su piel,
qué pálida, qué transparente! Las venitas azules se le ven claramente.
—¡Eh! —dice él de pronto—. Se me acaba de ocurrir algo. No me he
puesto una goma ni nada. ¿Y si te dejo embarazada? Y si eres realmente quien
dices que eres, volverás al año 2006, tendrás un hijo y seré su abuelo,
¿verdad?
—No te preocupes mucho por eso —le dice.

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Siente un acceso de timidez al entrar en la oficina de Temponáutica, y se
dice que está haciendo algo absurdo. Se dispone a marcharse, pero antes de
que pueda dar media vuelta, el vendedor con el que habló el día anterior sale
de una habitación lateral y le saluda efusivamente. Es el señor Friesling, el
cual se frota ya las manos previendo un contrato.
—Celebro verla de nuevo, señora Porter.
Ella asiente y dirige una mirada preocupada a los modelos de
demostración.
—¿Cuánto costaría pasar unas horas en la primavera de 1947?

El domingo es el gran día de la familia, y cuatro generaciones se sientan a


comer juntas: Martin, Martha, Ted y Alice, Bobby y Tink. Ted disfruta
bastante de esas reuniones, pero sabe que Alice las detesta, sobre todo a causa
de Martha. Alice odia a su suegra, y tampoco Martha ha sentido jamás un
gran aprecio por Alice. Observa las miradas furibundas que se dirigen de un
lado a otro de la mesa. Entretanto, el viejo Martin contempla lascivamente la
brecha entre los senos de Alice. Tendría que dárselos al viejo, piensa Think.
Nunca ha perdido el antiguo apremio. Aunque, a su edad, poco es lo que
podría hacer para gratificarlo. Martha dice con dulzura:
—Alice, querida, estarías mucho mejor si te dejaras crecer el pelo con su
color natural.
Una sonrisa almibarada de Martha, un fruncimiento de ceño en Alice.
Dirige a la vieja una mirada colérica.
—Este es su color natural —replica en tono áspero.

El señor Friesling le entrega el formulario de contrato. Ocho páginas de texto.


—No se asuste, señora Porter. Parece formidable, pero en realidad no es
más que un montón de retórica legal vacía. Puede enseñárselo a su abogado,
si lo desea. Pero le aseguro que la mayoría de nuestros clientes no tienen
necesidad de recurrir a eso.
Alice revisa el contrato, y lo único que saca en claro es que se trata de una
renuncia a la responsabilidad. La empresa Temponáutica, S. L., acepta cargar
con las consecuencias de todo fallo debido a negligencia demostrable de su
parte, pero no acepta responsabilidades por actos de fuerza mayor o
accidentes producidos por los clientes que no obedecen las regulaciones de
seguridad. En la página cuatro, Alice encuentra una cláusula que advierte al

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posible cliente de que la empresa no puede ser responsable de las
consecuencias de actos, por parte de aquél, que indisciplinada o
intencionalmente obstaculicen el curso ya determinado de la historia. Alice
traduce esta cláusula aplicándola a su propio caso: Si mata al abuelo de su
marido, no nos culpe si tiene problemas. Hojea las páginas restantes.
—Parece bastante inocuo —comenta—. ¿Dónde firmo?

Cuando Martin sale del baño encuentra a Martha cerrándole el paso.


—Perdona —le dice mansamente, pero ella no se aparta.
Es una mujer corpulenta. A los cincuenta y ocho adopta las modas de los
más jóvenes, con resultados grotescos. Martin detesta ese aspecto de su hija, y
comprende por qué le disgusta tanto a Alice.
—Espera un momento —le dice—. Quiero hablar contigo, padre.
—¿Acerca de qué?
—Acerca de esas miradas que diriges a Alice. ¿No te parece que es
demasiado? ¿Hasta dónde puede llegar tu falta de gusto?
—¿Falta de gusto? ¿Y quién eres tú para hablar de gusto, con tu cara
pintada de verde como una quinceañera?
Ella parece enfadada: el viejo le ha marcado un gol. Replica:
—Creo que, a los ochenta y dos años, deberías ser más decente y no mirar
las delanteras de la mujer de tu nieto.
Martin suspira.
—Déjame mirar, Martha. Es lo único que me queda.

Ted está en la oficina, sumido en complicadas negociaciones, cuando su


autosecretaria emite un sonido electrónico y le anuncia que se ha recibido una
llamada de un tal señor Friesling, de la oficina que Temponáutica, Ltd. tiene
en la plaza de los almacenes de la Unión. Ted se queda perplejo. ¿Qué
querrán los de la máquina del tiempo? ¿Tratan de captarle como cliente?
—Diles que no estoy interesado en viajes por el tiempo —dice Ted.
Pero la autosecretaria suena de nuevo poco después, y declara que el señor
Friesling llama con referencia a la concesión de un crédito a la señora Porter.
Más perplejo que antes, Ted ordena que le pasen la llamada, y el señor
Friesling aparece en la pantalla sobre el escritorio. Es un hombre de facciones
pequeñas y ojos brillantes, parecido a una ardilla.

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—Siento molestarle, señor Porter —empieza a decir—. Se trata de la
comprobación rutinaria para la concesión de un crédito, pero es
absolutamente necesaria. Como sin duda sabe, su esposa ha solicitado el
alquiler de nuestro equipo para un viaje a cincuenta y nueve años atrás, y
dado que la tarifa de semejante viaje excede el nivel al que concedemos
crédito automático, siguiendo nuestras normas hemos de preguntarle si
confirma la forma de pago que ella nos ha solicitado…
Ted tose violentamente.
—Espere —dice—. ¿Mi mujer va a hacer un viaje en el tiempo? ¡Qué
diablos, ésta es la primera noticia que tengo!

La amplitud de los preparativos sorprende a Alice. No es de extrañar que la


tarifa sea tan elevada. Se requieren varias horas de preparación para el viaje.
La vacunan para protegerla de ciertas enfermedades extintas, le proporcionan
ropas a la moda de la mitad del siglo veinte, ropas que le sientan mal y le
resultan incómodas. Le dan divisas de la época, pero le advierten que no las
gaste salvo en caso de emergencia, puesto que se las cobrarán según su valor
numismático actual, que es elevado. Le hacen estudiar un panfleto que
describe las costumbres y el fondo histórico de la época, intentan informarla
con todo detalle. Se entera de que bajo ninguna circunstancia ha de exponer
sus pechos o genitales en público mientras esté en 1947. No ha de intentar
conseguir drogas estimuladoras de la mente aparte del alcohol. No debe decir
nada que pudiera interpretarse como alabanza de la Unión Soviética o de la
filosofía marxista. No debe olvidar que entra en el pasado únicamente como
observadora, y su interacción con los ciudadanos de la época que visita debe
ser mínima. Y así sucesivamente. Finalmente, deciden que pueden dejarla
partir con seguridad.
—Por aquí, señora Porter, por favor —dice Friesling.
Tras contemplar el teléfono durante largo rato, Martín marca el número de
Alice. Antes del segundo timbrazo, se amilana y desconecta. Vuelve a
llamarla de inmediato. El corazón le late con tal intensidad que el robot
médico, cuyos sensibles aparatos registran alarma, se dirige hacia él. Martín
le hace una seña para que se aleje y aferra el teléfono. Dos timbrazos, tres.
Está en vilo.
—¿Diga? —Es la voz de Alice, cálida, modulada y femenina. Martín tiene
desconectada su pantalla—. ¿Diga? ¿Quién es?
Martín respira pesadamente ante el micrófono.

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—Ah, ah, ah, ah…
—¿Diga? ¿Diga? Oiga, pervertido, si vuelve a llamarme…
—Ah, ah, ah…
Una sonrisa de felicidad aparece en los ajados rasgos de Martín. Alice
cuelga el aparato. Tembloroso, Martín se hunde en su sillón. ¡Oh, ha sido
delicioso! Hace una seña furiosa al robot.
—¡Venga, ponme ahora la inyección, monstruo metálico!
Y se echa a reír. Viejo verde…

Ted se da cuenta de que no es necesario matar al abuelo de una persona para


librarse de ella. Basta con manipular algún acontecimiento crucial en el
pasado de esa persona. Eso es todo. Retroceder y echar a pique el matrimonio
de los abuelos de Alice, por ejemplo. (¿Cómo? ¿Seduciendo a la abuela
cuando tenía dieciocho años? «Lamento mucho informarle de que su
prometida no es virgen, de lo cual existen pruebas documentales.» En
aquellos tiempos daban una gran importancia a la virginidad, ¿no es cierto?)
Nadie tendría que morir. Pero Alice no nacería.

Martín sigue sin poder creer nada de eso, incluso después de que ha dormido
con él. Lo más probable es que sea alguna clase de broma pesada, aunque
ojalá todas las bromas pesadas fueran tan agradables como ésta.
—¿De veras vienes del año 2006? —le pregunta.
¡Qué bonita es cuando ríe!
—¿Cómo puedo demostrártelo?.
Entonces salta de la cama. Él la sigue con la mirada mientras cruza la
habitación, los senos oscilando alegremente. ¡Qué cuerpo tan delicioso, y qué
considerado ha sido mi yo futuro al enviarla aquí!, si eso es realmente lo que
ha sucedido. Alice busca en su bolso y extrae un puñado de monedas.
—Mira esto —le dice—. Dinero del futuro. Aquí tienes una moneda de
diez centavos de 1993. Y ésta es una pieza de dos dólares de 2001. Aquí hay
una antigua, medio dólar de 1979 con la cara de Kennedy.
Martin contempla las monedas desconocidas. Tienen un aspecto grasiento,
en absoluto plateado. ¿Serían falsificaciones? No tienen por qué acuñar
indefinidamente monedas de plata, y el trabajo de grabado es muy
profesional. Una moneda de dos dólares, ¿eh? Bueno, nunca se sabe. Y esto,
el medio dólar. Un hombre apuesto de perfil.

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—¿Kennedy? —pregunta—. ¿Quién es Kennedy?

Por fin todo está preparado. Dos técnicos con batas grises la contemplan, sus
semblantes serios, mientras ella penetra en la máquina. Se parece mucho a un
ataúd, tal como imaginaba que sería. No puede sentarse dentro porque es
demasiado estrecho. Estar encerrada ahí dentro es sobrecogedor.
Naturalmente, le han dicho que el viaje no requerirá ningún tiempo subjetivo,
sólo un par de segundos. ¡Fiiiiiu! Y estará ahí. Muy bien. Cierran la puerta.
Alice oye el ruido del cierre. La voz del señor Friesling le llega a través de un
altavoz.
—Le deseamos un feliz viaje, señora Porter. Manténgase tranquila y verá
como no tiene ninguna dificultad.
De repente, se enciende la luz roja sobre la puerta. Eso significa que el
viaje ha empezado: está viajando hacia atrás en el tiempo. No hay ninguna
sensación de aceleración ni de movimiento. Uno, dos, tres. La luz se apaga.
Ya está. Se dice que ha llegado a 1947. Antes de abrir la puerta, cierra los
ojos y repasa sus lecciones de historia. Acaba de terminar la segunda guerra
mundial. Europa está en ruinas. Hay cuarenta y ocho estados. Nadie ha estado
todavía en la Luna, ni siquiera se piensa gran cosa en llegar a ella. Harry
Traman es presidente. Stalin gobierna en Rusia y Churchill…, ¿sigue siendo
Churchill primer ministro de Inglaterra? No está segura. Bueno, no importa.
No ha ido ahí para hablar de los primeros ministros. Mueve la manecilla y la
puerta de la máquina del tiempo se abre hacia afuera.

Él sale de la máquina del tiempo al año 2006. Nada ha cambiado en la sala de


exposición. Friesling, los dos técnicos de rostro impenetrable, las mesas
bruñidas, la gruesa moqueta, todo es igual que antes. Camina con jactancia, y
su mente está todavía en el pasado, con la abuela de Alice. Él sabor de sus
labios, los gritos quedos y apremiantes de su placer. ¿Quién dijo que las
mujeres eran frígidas en los viejos tiempos? Tendrían que ir allí y
comprobarlo. Friesling le sonríe.
—Confío en que haya tenido un viaje agradable, señor…
Ted asiente… ¡Qué hermoso! El coche no está donde recuerda haberlo
dejado, en el aparcamiento. Supone que uno ha de esperar ciertos cambios
periféricos. Llama a un taxi y da su dirección al conductor. Su llave no entra
en la cerradura de la puerta principal. Perplejo, teclea el anunciador.

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—¿Es ésta la residencia de Ted Porter? —pregunta.
—No, no lo es —responde una mujer, suspicaz e irritada.
Observa que el nombre de la placa es McKenzie. De modo que los
cambios no son tan pequeños, ¿Dónde va a ir ahora? Si no vive ahí, ¿dónde
vive?
—¡Espere! —le grita al taxi, que ya arranca.
El taxi le lleva a un café del centro de la ciudad, desdé donde telefonea a
Ellie. El rostro de ésta aparece en la diminuta pantalla, con una curiosa
expresión cejijunta.
—Escucha, ha ocurrido algo muy extraño —empieza a decirle—, y
necesito verte tan pronto como…
—Creo que no le conozco —le interrumpe ella.
—Soy Ted.
—¿Ted qué más?

Alice piensa en lo peculiar que es esto, como entrar en un museo de dioramas


y hacer que cobren vida. Los automóviles pequeños y ruidosos, las ropas feas,
los edificios desproporcionadamente bajos y ruinosos del siglo XX, el caos, el
olor a gasolina y humo del aire contaminado, vestigios de nieve sucia en las
calles. Cubos de basura que esperan su recogida como si nadie hubiera oído
nunca hablar de la peste. Bueno, piensa Alice, no voy a estar aquí mucho
tiempo. Lleva en el bolso su cuchillo de cocina, un diminuto instrumento en
una funda de níquel que funciona con rayos láser. Las tuberías de acero están
bien en los sueños fantásticos, pero ahora está en la realidad, y quiere que la
muerte sea rápida y eficiente. Tris, tras, con el rayo láser, y adiós Martin. Se
detiene en la esquina para comprobar la dirección. No hay ninguna central de
información a la que se pueda llamar para obtener toda clase de datos útiles,
no en esos tiempos primitivos. Tiene que emplear un listín telefónico impreso,
un libro desastrado con un tipo de letra pequeño y borroso. Aquí está: Martin
Jamieson, 504, Cuarenta y cinco, Oeste. Eso no está lejos. Tarda diez minutos
en llegar hasta allí. Es una estructura de ladrillo oscuro, de cinco o seis pisos
de altura, con unas escaleras metálicas de incendios que parecen telarañas,
colocadas en su fachada. Incluso para la época, parece más destartalada de lo
normal. Cruza la puerta y ve la relación de inquilinos en la pared. Jamieson,
3A. No hay ascensor ni, por supuesto, montacargas. Hay que subir por la
escalera y luego recorrer un pasillo mohoso iluminado por una sola bombilla
incandescente. Éste es el apartamento 3A. Jamieson. Toca el timbre.

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Diez minutos después, Friesling vuelve a llamar. Por el tono de su voz y su
aspecto en la pantalla, parece avergonzado y consternado.
—Siento tener que decirle que ha habido algún error, señor Porter. Al
parecer, los técnicos desconocían que la concesión de un crédito estaba en
trámite y enviaron a la señora Porter de viaje mientras nosotros hablábamos.
Ted está conmocionado, se aferra al borde de la mesa. Hace un esfuerzo
para dominarse y pregunta:
—¿A qué distancia en el pasado quería ir?
—Cuarenta y nueve años —responde Friesling—. A 1947.
Ted asiente sombríamente. Se le ha ocurrido una idea horrible. Ese fue el
año en que los padres de su madre se conocieron y se casaron. ¿Qué se
proponía hacer Alice?

Suena el timbre de la puerta. Martin acaba de ducharse y está tendido en su


cama, desnudo, hojeando el nuevo número de Esquire y pensando vagamente
en salir a comer. No espera ninguna visita. Se pone el albornoz y va hacia la
puerta.
—¿Quién es?
Le contesta una voz femenina, juvenil y agradable.
—Estoy buscando a Martin Jamieson.
Martin no ve ningún motivo de alarma y abre la puerta. La mujer tiene
veintisiete o veintiocho años, y es muy atractiva, delgada pero bien
construida. Cabello oscuro, con un extraño corte más bien masculino. No la
había visto antes.
—¡Hola! —le saluda mientras le sonríe afablemente.
—Usted no me conoce —le dice—, pero soy amiga de una vieja amiga
suya, Mary Chambers. Mary y yo crecimos juntas en…, Ohio. Es la primera
vez que vengo a Nueva York, y Mary me dijo en cierta ocasión que si alguna
vez venía a Nueva York debería visitar a Martin Jamieson, y así… ¿Puedo
pasar?
—Claro que sí —dice él.
No recuerda a ninguna Mary Chambers de Ohio, pero, ¡qué diablos!, uno
a veces se olvida de alguna. ¡Qué diablos!

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El muchacho es mucho más atractivo de lo que esperaba. Siempre ha
conocido a Martin de viejo, tan poco atractivo por su ruda lujuria como por
los estragos de la edad. El pecho hundido, los hombros caídos, el rostro
huesudo y arrugado, unas escasas hebras de pelo blanco, ojos vidriosos de un
azul desvaído…, una ruina de hombre. Pero este Martin que está en la puerta
es robusto, apuesto, no tocado por el tiempo, rebosante de vida, vigor y
virilidad. Ella piensa en el trinchante que lleva en el bolso y siente una
auténtica punzada de dolor por tener que eliminar a este robusto muchacho en
la flor de la vida. Pero tampoco tiene tanta prisa, ¿verdad? Primero podemos
disfrutar uno del otro, Martin. Y, luego, el láser.

—¿Cuándo tiene que volver? —pregunta Ted.


Friesling le explica que todos los conceptos del tiempo son relativos y
flexibles; por lo que respecta al tiempo transcurrido en el nivel del presente,
ya ha regresado.
—¿Cómo? —grita Ted—. ¿Dónde está?
Friesling no lo sabe. Alice salió de la máquina, se despidió del personal de
Temponáutica con un saludo cordial y abandonó la sala de exposición. Ted se
lleva una mano a la garganta. ¿Y si ya ha matado a Martin? ¿Dejará de existir
él en un instante? ¿O hay alguna clase de demora y se desvanecerá
gradualmente en la irrealidad a lo largo de los próximos días?
—Escuche —le dice con la voz quebrada—. Ahora mismo salgo de mi
oficina y estaré en la suya antes de una hora. Quiero que prepare su
maquinaria de modo que pueda transportarme en el espacio y el tiempo al
lugar exacto donde ha enviado a mi mujer.
—Pero eso no será posible —protesta Friesling—. Se necesitan varias
horas para preparar adecuadamente a un cliente…
Ted le interrumpe:
—Dispóngalo todo y ¡al diablo con la preparación adecuada! A menos
que quiera apechugar con el litigio por negligencia más importante desde que
empezó este negocio de la máquina del tiempo, será mejor que lo tenga todo
listo para cuando llegue ahí.

El joven abre la puerta. La muchacha que está en el vestíbulo es joven y bien


parecida, con el cabello oscuro muy corto y unos labios jugosos. Gracias,
Mary Chambers, quienquiera que seas.

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—Perdone por lo del albornoz —le dice—, pero no esperaba ninguna
visita.
Ella entra en el piso. De repente él se da cuenta del cansancio y la tensión
que refleja el rostro de la mujer. Una chica campesina de Ohio que de pronto
duda de la conveniencia de visitar a un hombre desconocido en una ciudad
extraña. ¿Será eso? Procura tranquilizarla.
—¿Puedo ofrecerle algo para beber? —le pregunta—. Me temo que no
hay mucho para elegir, pero tengo whisky, ginebra, cereza…
Ella introduce la mano en el bolso y saca algo. El joven frunce el ceño. No
es exactamente un arma, pero parece alguna clase de arma, un pequeño
instrumento de metal brillante que encaja perfectamente en su mano.
—Eh —le dice—, ¿qué es…?
—Lo siento terriblemente, Martin —susurra ella, y un rayo de fuego
terrible alcanza al muchacho en el pecho.

Ella sorbe la bebida y se siente relajada. El vaso no está muy limpio, pero no
le preocupa coger una enfermedad, después de todas las inyecciones que
Friesling le ha puesto. También Martín parece capaz de relajarse un poco.
—¿No bebe? —le pregunta.
—Supongo que sí —dice él.
Se sirve un poco de ginebra. Ella se acerca por detrás y desliza la mano
por debajo de la parte delantera de la bata. El cuerpo del joven es fresco,
suave, duro.
—¡Oh, Martín! —musita—. ¡Oh, Martín!

Ted toma una habitación en uno de los hoteles comerciales del centro de la
ciudad. Lo primero que hace es tratar de ponerse en contacto con la madre de
Alice en Chillicothe. Aún no está totalmente convencido de que su pequeño
flirteo durante el viaje en el tiempo haya borrado retroactivamente a Alice de
la existencia. Pero la llamada le convence. La mujer de edad mediana que
responde no es, evidentemente, la madre de Alice. El número es correcto, la
dirección también —la importuna para obtener la información—, pero ésa no
es la mujer que busca.
—¿No tiene usted una hija llamada Alice Porter? —le pregunta cuatro
veces—. ¿No conoce a nadie en la vecindad que la tenga? Es algo importante.

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Muy bien. Eliminas a la vieja dama, ergo eliminas a Alice. Pero ahora
tiene un problema diferente. ¿Qué cantidad de universo ha alterado al
eliminar a Alice y su madre? ¿Vive él ahora en otra ciudad, o tiene otro
trabajo? ¿Qué les ha ocurrido a Bobby y Tink? Frenéticamente empieza a
hacer llamadas telefónicas. Amigos, compañeros de trabajo, el hombre del
banco. La misma respuesta en todos los casos: miradas inexpresivas, meneos
de cabeza. No le conocemos, amigo. Se mira en el espejo. Muy bien, ¿quién
soy?, se pregunta a sí mismo.

Martín se mueve con rapidez y precisión, como le han enseñado a hacer en el


ejército cuando es necesario para desarmar a un enemigo peligroso. Se lanza
hacia delante y coge el brazo de la chica, tirando de él hacia arriba antes de
que pueda disparar contra él el objeto brillante con que le apunta. Ella resulta
ser más fuerte de lo que él ha previsto, y luchan fieramente por el arma. Ésta
se dispara de repente. Algo parecido a un rayo estalla entre ellos y derriba al
joven, aturdido. Cuando se levanta, ve a la muchacha tendida cerca de la
puerta con un agujero de bordes calcinados en la garganta.
El timbrazo del teléfono hace salir a Martin de un sueño en el que disfruta
del lujurioso y joven cuerpo de Alice. Con la garganta seca y los ojos
pegajosos, dirige una mano temblorosa al receptor.
—¿Sí? —El rostro de Ted aparece en la pantalla.
—¡Abuelo! —exclama—. ¿Estás bien?
—Claro que estoy bien —dice Martin, enojado—. ¿Es que no lo ves?
¿Qué te ocurre, muchacho?
Ted menea la cabeza.
—No lo sé —musita—. Quizás ha sido sólo una pesadilla. Imaginé que
Alice alquilaba una de esas máquinas del tiempo y regresaba a 1947. Y
trataba de matarte, con lo cual yo nunca habría existido.
Martin suelta un bufido.
—¡Vaya estupidez! ¿Cómo puede haberme matado en 1947 si estoy vivo
en 2006?

Desnuda, Alice se desliza entre los brazos de Martin, cuyas fuertes manos
acarician ansiosas los senos y los hombros, mientras su boca busca con
frenesí la de ella. Alice se estremece de deseo.
—Sí —murmura tiernamente, apretándose contra él—. ¡Oh, sí, sí, sí!

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Lo harán y será fantástico. Y después ella le matará con el trinchante
mientras él está tendido saboreando el acontecimiento. Pero entonces pasa por
su mente un pensamiento turbador. Si Martin muere en 1947, Ted no nacerá
en 1968, pero, ¿qué ocurrirá entonces con Tink y Bobby? Tampoco ellos
nacerán, a menos que Alice se case con Ted. Cuando vuelva a 2006 estará
casada con otro, y es de suponer que tendrá unos hijos diferentes. ¿Bobby?
¿Tink? ¿Qué os estoy haciendo? Un miedo repentino la paraliza, y se aparta
del hombre vigoroso que le está besando la garganta.
—Escucha, lo siento. Todo esto es un gran error. ¡Perdona, pero tengo que
irme de aquí ahora mismo!

De modo que esto es el año 1947. Bien, bien, bien. Todo parece tan
desordenado, mugriento y antiguo. Se apresura por las frías calles hacia la
casa de su abuelo. Si tiene buena suerte y los técnicos de Friesling han
calculado las cosas con exactitud, podrá adelantar a Alice. Esa podría ser ella,
esa mujer que camina a paso ligero a media manzana de distancia. Apresura
el paso. Sí, es Alice, que va hacia casa de Martín. ¡Bien hecho, Friesling! Ted
se acerca a ella con cautela, sospechando que está armada. Si es capaz de
viajar a 1947 para matar a Martín, no dudará en despacharle a él, sobre todo
aquí, donde ninguno de los dos tiene existencia legal. Cuando está detrás de
ella, le dice con una voz baja, dura e intensa:
—No te vuelvas, Alice. Sigue andando como si todo fuera perfectamente
normal.
Ella se pone rígida.
—¿Ted? —exclama, pasmada—. ¿Eres tú, Ted?
—Puedes estar segura —le responde, y se ríe ásperamente—. Vamos.
Sigue andando hasta la esquina y dobla a la izquierda, alrededor de la
manzana. Vas a volver a tu máquina y a salir del siglo XX sin perjudicar a
nadie. Sé lo que te propones hacer, Alice, pero te he cogido a tiempo,
¿verdad?

Martín está a punto de ir al grano, tras las caricias preliminares, cuando la


puerta de su piso se abre con estrépito y entra un hombre. Es de mediana
edad, fornido, con unas ropas extrañas —el último grito en trajes de
petimetre, un laberinto de colores en vívido contraste y dibujos conflictivos,

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con los hombros enguatados de manera que parecen estantes— y la mirada de
loco. Alice salta de la cama.
—¡Ted! —grita—. ¡Dios mío!, ¿qué estás haciendo aquí?
—Zorra asesina —grita el intruso.
Martín está desnudo y se siente vulnerable; su sistema nervioso está
aturdido por la interrupción, y ve asombrado cómo el desconocido coge a la
mujer y empieza a estrangularla.
—¡Zorra! ¡Zorra! ¡Zorra! —ruge, agitándola con loco frenesí.
El rostro de la muchacha se ennegrece, los ojos le sobresalen de las
órbitas. Poco después, Martín sale por fin de su parálisis. Tambaleándose,
coge los dedos del hombre y los separa de la garganta de la chica. Demasiado
tarde. Cae fláccidamente al suelo y se queda allí, inmóvil.
—¡Alice! —grita el intruso—. ¡Alice! ¿Qué he hecho?
Cae de rodillas junto a su cuerpo, sollozando. Martín parpadea.
—La ha matado —dice, sin creer que nada de esto pueda estar sucediendo
realmente—. ¡La ha matado de veras!

El rostro de Alice aparece en la pantalla del teléfono. ¡Dios mío, qué hermosa
es!, piensa Martin, y su cuerpo decrépito se estremece de lujuria.
—¡Ah, estás ahí! —le dice—. Llevo horas tratando de localizarte. He
tenido un sueño muy extraño…, que algo horrible le ocurría a Ted… Cuando
no contestaste a la llamada, empecé a pensar en que quizás el sueño era algún
tipo de premonición, un augurio, ya sabes…
Alice parece perpleja.
—Me temo que se ha equivocado de número, señor —le dice
amablemente, y cuelga.

Ella extrae el láser y el hombre desnudo retrocede hacia la pared, aturdido.


—¿Qué diablos es eso? —pregunta, temblando—. Deje eso, señora. Se ha
equivocado de individuo.
—No —dice ella—. Tú eres el que buscaba. Siento hacerte esto, Martin,
pero no tengo elección. Tienes que morir.
—¿Por qué?
—¿Por qué? No lo entenderías aunque te lo explicara.
Mueve el dedo hacia el botón de descarga. De repente, hay un tremendo
estrépito de madera astillada y yeso desprendido, como si acabara de

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producirse un terremoto. Ella se vuelve en redondo y ve consternada a su
marido que derriba la puerta del piso de Martin.
—¡Llego en el momento preciso! —exclama Ted—. ¡No te muevas,
Alice!
Trata de cogerla, y ella, presa de pánico, dispara sin pensar. El rayo
deslumbrante alcanza a Ted en el estómago y éste cae al suelo, gorgoteando
agónicamente, apretándose el vientre hasta que muere.

La puerta cae con estrépito y un personaje vestido con unas prendas extrañas
aparece en una nube de polvo y astillas, con el aspecto de estar más loco que
Napoleón. Es increíble, se dice Martin. Primero, una chica desconocida llama
a su puerta, entra en el piso y se desnuda, y luego, cuando está a punto de
fornicar con ella, ocurre esto. Pura situación ficticia de los hermanos Marx,
pero en sucio. Claro que Martín no va a tolerar esa insensatez. Cruza la
habitación en tres rápidas zancadas y se apodera del recién llegado.
—¿Quién diablos es usted? —le pregunta, golpeándole con fuerza contra
la pared.
La muchacha se agita detrás de él.
—¡No le hagas daño! —suplica—. ¡No, por favor, no le hagas daño!

Desde luego, Ted no había esperado encontrarlos juntos en la cama.


Comprendió por qué ella habría querido viajar en el tiempo para asesinar a
Martín, pero tener simplemente una aventura con él… No, eso no terna
ningún sentido. Desde luego, era muy probable que ella hubiera ido allí con la
intención de matar y hubiera hecho una pausa para, en primer lugar, retozar
un poco. Con las mujeres nunca se sabe, incluso con la propia esposa. Son
todas unas gatas de callejón. Bueno, era una suerte que le hubiera dado esos
minutos adicionales para llegar allí.
—Muy bien —le dice—. Vístete, Alice. Vas a venir conmigo.
—Espere un momento, señor —gruñe Martín—. Vaya jeta que tiene, para
entrar aquí de ese modo.
Ted trata de darle una explicación, pero no encuentra las palabras. Todo
es demasiado complicado. En silencio, señala a Alice, a sí mismo, a Martín.
Un instante después, Martín se abalanza contra él y los dos caen al suelo.

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—¿Quién es usted? —grita Martín, golpeando al intruso repetidamente contra
la pared—. ¿Es alguna clase de detective? ¿Trata de jugarme una mala
pasada?
Plaf. Plaf. Plaf. Nota los pequeños puños de la muchacha que le golpean
la espalda.
—¡Basta! —grita la chica—. Déjele en paz, ¿quiere? ¡Es mi marido!
—¡Marido! —grita Martín.
Asombrado, suelta al desconocido y se vuelve para enfrentarse a la chica.
Un momento después comprende su error. Por el rabillo del ojo ve que el
intruso ha levantado los puños por encima de su cabeza como si fueran
garrotes. Martín trata de apartarse, pero no tiene tiempo suficiente, y los
puños descienden con una fuerza terrible contra su cráneo.

Alice no sabe qué hacer. Los hombres ruedan por el suelo, luchando como
gatos salvajes, unas veces Martín arriba, otras Ted. Martín es más joven, más
robusto y fuerte, pero Ted parece poseído por la fuerza de los dementes. Está
fuera de sí. Los dos hombres tienen los rostros ensangrentados, y los muebles
chocan por todas partes. El primer impulso de la mujer es interponerse entre
ellos y detener de algún modo esta absurda pelea. Pero entonces recuerda que
ha venido aquí a matar, y no a procurar la paz. Se saca el láser del bolsillo y
apunta a Martin, pero entonces los combatientes dan una voltereta, y es Ted
quien está en la línea de fuego. Alice titubea. Al cabo de un momento se da
cuenta de que no importa a cuál de ellos mate. Ambos tienen que morir, de
una manera u otra. Apunta de nuevo; quizá pueda liquidarlos a los dos de un
solo disparo. Pero cuando su dedo empieza a tensarse sobre el botón de
descarga, Martin rodea de súbito a Ted con los brazos, en una presa de oso, lo
levanta y lo arroja al otro lado de la habitación. La nuca de Ted golpea contra
la pared y se oye un fuerte crujido. Ted cae al suelo y queda inmóvil. Martin
se levanta, tambaleándose.
—Creo que le he matado —dice—. ¿Quién diablos era ese tipo?
—Era tu nieto —dice Alice, y empieza a gritar como una histérica.

Ted contempla horrorizado el cuerpo tendido a sus pies. Todavía siente un


hormigueo en las manos a causa del impacto.
—Dios de los cielos —dice con voz ronca—, ¿qué he hecho? ¡He venido
aquí para protegerle y le he matado! ¡He matado a mi propio abuelo!

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Alice, con los ojos desmesuradamente abiertos, trata en vano de cubrir su
desnudez doblando un brazo sobre los senos y extendiendo la otra mano sobre
el bajo vientre.
—Si está muerto, ¿cómo es posible que tú estés aquí? —le pregunta—.
¿No deberías haber desaparecido?
Ted se encoge de hombros.
—Tai vez esté a salvo mientras permanezca aquí, en el pasado. Pero en
cuanto trate de volver a 2006, me desvaneceré como si nunca hubiera
existido. No sé. No comprendo nada de esto. ¿Tú qué crees?

Alice sale insegura de la máquina y se encuentra en la sala de exposición de


Temponáutica. Ahí están Friesling y los técnicos.
Friesling sonríe y le dice:
—Confío en que haya tenido un viaje agradable, señora…, señora… Lo
siento —dice, enrojeciendo—, pero parece que se me ha olvidado su nombre.
—Alice… ¿Sabe? Tampoco yo recuerdo mi apellido.

Todo el clan se ha reunido para celebrar el aniversario de Martin que hace el


número ochenta y tres. El viejo corta el pastel y luego, uno tras otro, se
acercan a él para besarle. Cuando le toca el turno a Alice, el viejo la hace
girar diestramente, de modo que quede separada de los otros, y le da un buen
pellizco en el trasero.
—¡Ah, si tuviera cincuenta años menos! —suspira.

Es un cálido día, casi primaveral. Todo ha ido muy bien en la oficina: tres
nuevos encargos seguidos, y el viaje a casa por la autopista ha sido una
delicia. Alice está esperándole, ataviada con sus mejores y más sexys prendas,
preparada para salir. Es su undécimo aniversario. ¡Qué hermosa está! La besa,
ella le corresponde, y él se saca las localidades del bolsillo con un gesto
ceremonioso.
—Sorpresa —le dice—. ¡Dos semanas en Hawai, a partir del próximo
martes! ¡Feliz aniversario!
—¡Oh, Ted! —exclama ella.
Él la atrae de nuevo hacia sí.
—Te quiero, Alice, amor mío.

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