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Alaide Lucero Rodríguez

Fedro. Platón

Hablar del Fedro, o del amor. Decir que intimida es poco, la rotunda belleza de sus
palabras me obliga a taparme avergonzada la cabeza y a asegurar, como Sócrates, que
ninguna de mis toscas elaboraciones podría cantar la forma de lo que me sobrepasa. Pero
“se ha de tener el coraje de decir la verdad”1 y eso es lo que se ha de hacer–si no es eso ya
demasiada pretensión- sobre el amor y la peculiar versión expuesta en el diálogo.

Primero, tenemos dos sentidos y tres discursos. Dos sentidos que dictan ideas opuestas
acerca del beneficio que puede ofrecernos el amor. Uno que prescribe un rehuir prudente,
otro que expone su naturaleza divina y por ello benéfica para, finalmente, exhortar a la
práctica del amor y la filosofía, unidos esencialmente.

Los dos primeros discursos, de Lisias y Sócrates respectivamente, se orientan ambos en el


primer sentido sin ser por ello iguales. Así, antes de elaborar lo que comparten, hay que
definir claramente lo que no. Sus diferencias son ante todo metodológicas, lo cual es tanto
reflejo de una constante en los diálogos platónicos como un recurso particular de éste que,
además del amor, trata la retórica, la oralidad y la escritura.

El discurso de Lisias es fundamentalmente retórico y no hay misterio alguno en afirmarlo.


El mismo Sócrates dice “sólo presté atención a lo retórico” 2 y Fedro afirma que “es
espléndido, sobre todo por las palabras que emplea”3 aunque parece que de fondo se queda
corto y no hace más que caminar una y otra vez sobre la misma rotonda pues parte de
preconcepciones, opiniones populares y “sensateces” no revisadas para decir, simplemente,
que no hay que conceder favores al que ama, pues es un loco.

El discurso de Sócrates, con rigor filosófico, analiza primero la cosa –el amor-, para
argumentar después, punto por punto, las causas del daño que provocaría el concederle
favores al amante, efectos directos de aquella definición dada.

1 Platón, Fedro, 247c


2 Ibid, 234d
3 Ibid, 234c
2

Y, aunque en ese discurso se asoman ya los elementos del mito siguiente, casi parece que
Sócrates ha caído en las garras de la sofística y la vana discusión lógica, entretenido en un
juego competitivo sin mucha pretensión de profundidad.

No es así, naturalmente. El discurso de Sócrates es totalmente correcto desenvolviéndose


en el mundo supuesto del primer discurso, sólo al negar este –aunque sutilmente- puede
abrirse el espacio necesario para el segundo sentido.

En todo el correr del primer discurso no se encuentra ninguna alusión a la divinidad, cosa
curiosa siendo Eros un dios. Las palabras recurrentes, en cambio, son la sensatez, el buen
juicio, la conveniencia y el provecho. Referidas a la hacienda, la fama, las relaciones
políticas y en fin, a la vida del hombre en la polis.

La voluntad descarriada de un enamorado daña a sus propios bienes, tanto como a los de
su amado, al que persigue enceguecido de deseo y del que trata de apoderarse. La palabra
“bienes” es doblemente apropiada, pues así como se refiere a fortunas y recursos, es una
pluralización de aquella otra palabra, “bien” y atribuye esta cualidad a lo que nombra.

El bien -aquello que debe buscarse- está aquí mismo, en la polis y entre los hombres
(macho). Quisiera hacer aquí una comparación con Pausanias, del Banquete, pues aunque el
contenido de los discursos dados no es el mismo, este orador político “adopta la
perspectiva racionalista-desmitificadora sofista”4 que sustenta todo el primer sentido.

Desmitificadora porque excluye el origen divino del amor, evita la negación de los dioses
pero los ignora. Pone mayor peso en la efectividad del discurso, empleando la sofística del
sentido común. Y expone un adornado cálculo de utilidades, privilegiando el uso de la
razón y dentro de ella, a una especie de razón instrumental, calculadora. Hablando de los
dos principios que nos rigen, el deseo de gozo y la opinión adquirida “si es la opinión la
que, reflexionando con el lenguaje, paso a paso, nos lleva y nos domina en vistas a lo
mejor, entonces ese dominio tiene el nombre de sensatez” 5 no se menciona a la verdad que
habría de sustentar la opinión, ni al bien (fijo) sino a lo “mejor” (referencial).

4 Giovanni Reale, Eros, demonio mediador, p. 81


5 Platón, Fedro, 237e
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La belleza, como una de las cosas mejores, es deseada por todos. Pero el amor no es una
opinión sino un deseo de gozar de aquella sin control racional. Un impulso arrebatado
hacia los cuerpos bellos -tras los cuales no hay nada- que destierra a la razón fuera del
hombre enamorado, o más exactamente, destierra al hombre de sí mismo.

El racionalismo sofista coloca en el centro al problemático ser humano y a su más


apreciada facultad: la razón. El amor es irracional, descarría su voluntad y su mente, lo
rebaja, apartándolo de su mayor bien y de sus provechos. Por ello debe evitarse.

No es extraño que sea el daimon de Sócrates el que le avisa de su simpleza y su falta.


Porque, olvidando la tradición, se ha olvidado que Eros es algo divino y por ello, no puede
ser malo.

La introducción de lo divino es primordial para entender lo que otorga lugar al segundo


sentido y así, comprender éste mismo. Lo divino presupone una realidad que trasciende la
realidad humana, inconstante y finita, con otra plena y perfecta, inmutable: absolutamente
buena.

Los primeros discursos rechazaban el amor por ser un delirio, pero es a través de éste que
lo divino se ha comunicado siempre con nosotros. Sacándonos de la razón y por ello de
nosotros mismos no sólo en tanto servimos de receptáculo a los dioses, también
acercándonos a verdades que sobrepasan nuestro conocimiento.

Vaya, que el ser humano no es perfecto y “tanto más bello es (…) la manía que la
sensatez, pues una nos la envían los dioses y la otra es cosa de los hombres” 6 . Si el amor es
un delirio divino, por fuerza tendrá una razón de ser y ha de procurar un beneficio. Nuestra
tarea es averiguar cuál.

El delirio se apodera del alma y debe servir a ella. Ella que es inmortal y nos da el
principio de nuestra vida mortal pues es principio de movimiento. Aunque al ser móvil por
ella misma y dadora de vida, participa de lo divino, nuestra alma no es perfecta como la de
los dioses, sino que –y aquí se relacionan los dos discursos de Sócrates- una parte de ella
tiende al bien, a la unidad que fundamenta todo, mientras otra se resiste y se deleita en los

6 Ibid, 244d
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excesos, se envanece. El entendimiento lucha por equilibrarlas y conducir el carro más allá
de lo celeste, donde habita la verdad.

La diferencia entre los dioses y nosotros es la calidad del alma. La nuestra, renqueando,
trata de seguir la carrera leve de los pies divinos y no hace más que tropezar. Pero por
encima de ellos, está la verdad. Si es que ellos son perfectamente buenos es en virtud del
bien. Porque poseen –han visto- su verdad y la de todo lo que lo conforma. Han visto,
frente a frente, “incolora, informe, intangible, esa esencia cuyo ser es realmente ser” 7 El ser
absolutamente real que fundamenta y contiene toda la realidad.

Las otras almas han asomado la cabeza sobre la cúpula del cielo y han alcanzado a
vislumbrar retazos, a algunos seres, pero al perder sus alas y caer a la tierra, los han
olvidado. Se han adherido a un cuerpo mortal, en el mejor caso, humano.

La realidad terrestre es una vorágine de sensaciones efímeras de las que sólo el lenguaje
y la razón –el logos- logran darnos alguna cuenta. Sobre el bien y las formas, que sólo
pueden verse con el entendimiento y no pueden describirse ni aprenderse con conocimiento
sensible, el alma no encuentra más que pistas en forma de opinión, sin lograr atrapar una
que sea plena. La belleza, sin embargo, alcanza a irradiar sobre los objetos materiales y los
ilumina ante la visión sensible8. Quizá pálida, quizá velada para no abrasarnos, los cuerpos
la reflejan frente a nuestros ojos.

El alma tiene su verdadera morada en lo celeste y la verdad es su alimento. Así, cuando


reconoce en un cuerpo el resplandor de la belleza, una ráfaga de memoria la despierta de su
letargo y aunque no logra retener el recuerdo, le sobreviene la nostalgia y un deseo que no
sabe bien de dónde viene. Ésta pasión le arrebata y la impulsa hacia lo que ha visto. Le hace
olvidar “todos aquellos convencionalismos y fingimientos con los que antes se adornaba” 9
y recuperar las alas.

Este delirio que se apodera del alma y lo impulsa hacia la belleza, es el amor. Es por él
que el alma reconoce los males de su condición degradada y recuerda pronto, incitada por
la visión del bello amado, la forma de la belleza “mediación entre lo sensible y lo
7 Ibid, 247c
8 Cf. Giovanni Reale, Eros, demonio mediador, pp. 230-232
9 Platón, Fedro, 252a
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inteligible”10. Si tiene un entendimiento bien entrenado, no apreciará el gozo simple del


reflejo de lo bello y deseará las formas que vislumbra en sus recuerdos. Cuando el alma,
gracias a la visión de lo bello, alcanza a vislumbrar lo inteligible y lo desea, se ejercitará en
las cualidades que su dios poseía, nostálgica de la dicha celeste. Así como el filósofo, el
alma del amante desea hacerse como los dioses.

El amor nos hace reconocer nuestra carencia. Nos destierra de nosotros mismos y de
nuestra razón para mostrarnos más allá de lo que nuestro ser, atrapado en la multiplicidad
confusa, puede alcanzar. No nos da la verdad, nos impulsa hacia ella siguiendo la atracción
de la belleza, que es manifestación del bien y de la verdad, en fin, del ser.

No nos hace mejores por vergüenza –como decía Fedro en el Banquete 11- sino porque él,
en su forma verdadera, es también ansia de saber. De estar con la realidad absoluta,
infinitamente buena, frente a frente, reconociéndonos en ella.

Platón, Diálogos 111, trad. Lledo Íñigo, Madrid: Editorial Gredos, 1988

Reale, Giovanni, Eros, demonio mediador, trad. Rosa Rius y Pere Salvat, Barcelona:
Herder, 2004

10 Giovanni Reale, Eros, demonio mediador, p. 230


11 Platón, Banquete, 178d

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