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Revolución
1. Políticas de la identidad
Las políticas de la identidad encuentran mala prensa tanto del lado de la derecha como de la
izquierda tradicional. Sin embargo, nos dicen Hardt y Negri, un proceso revolucionario de
izquierda debe no sólo tomarlas en consideración sino aprender de ellas. Así, en la sección
siguiente los autores se esfuerzan por equiparar los procesos de las políticas de la identidad
a los descritos por el discurso comunista tradicional. Todo esto se explica porque la
identidad no sólo tiene un vínculo estrechísimo con la propiedad y la soberanía sobre las
que se ha basado su construcción, sino que en sentido estricto la identidad es propiedad. Ya
sea, como dice Locke, porque la propiedad se sustenta en esa primera propiedad del
individuo sobre sí mismo, o porque la identidad se entiende como la propiedad de una
cualidad (como la blanquitud) que otorga o no a su poseedor ciertos privilegios y ventajas.
En ese sentido, nos dicen los autores, “la identidad es un arma de la república de la
propiedad pero un arma que puede ser utilizada contra esta última” 1, y eso es lo que ciertos
sectores de las políticas de la identidad han comprendido y puesto en juego.
Hardt y Negri distinguen en los procesos de las políticas de la identidad tres tareas. La
primera es la visibilización de las estructuras de subordinación y exclusión que las
identidades implican, es decir, “la violencia de la identidad como propiedad” 2. Esto podría
llamarse una reapropiación de la identidad o, en lenguaje comunista tradicional, la
1
Michael Hardt y Antonio Negri, Commonwealth, Madrid, Akal, 2011, p. 329
2
Ibid., p. 330
expropiación de los expropiadores. La segunda tarea consiste en rebelarse contra las
estructuras e instituciones que hacen efectiva la subordinación, no sólo reapropiándose de
la identidad sino usándola contra los dominadores, lo que equivale a la conquista del poder
del estado. Finalmente, la tercera tarea es la abolición de la identidad, es decir, no sólo
denunciar las estructuras jerárquicas que subordinan unas identidades a otras sino eliminar
las estructuras que forjan la identidad tanto de los dominados como de los que dominan.
Esto significa no sólo denunciar la violencia de la identidad como propiedad sino destruir
su vínculo. En lenguaje comunista la abolición de la identidad corresponde a la abolición de
la propiedad y la abolición del Estado.
En opinión de Hardt y Negri, sólo las políticas de la identidad que consideran las tres tareas
son revolucionarias. Y deben considerarse no como una serie de pasos sino
simultáneamente. Los movimientos que se concentran sólo en la primera tarea corren el
peligro de quedarse sólo en el resentimiento, sin elaborar prácticas de libertad. Los
movimientos que se esfuerzan en las dos primeras tareas tienen la ventaja de ser rebeldes,
pero en tanto tienen como objetivo la emancipación de un sujeto existente y configurado ya
por las estructuras de sumisión, su lucha toma la forma de la soberanía de esa identidad y
son así fácilmente reabsorbidos por la república de la propiedad (y a veces con mucho
gusto). Lo que opera aquí es la distinción que hacen los autores entre la emancipación y la
liberación. La primera sería la libertad de “ser quien verdaderamente eres”3 que fija la
identidad. La segunda, en cambio, sería la libertad de devenir, tomar el control de la propia
producción de subjetividad.
Precisamente para permitir pensar esa política de la identidad que tiene como objetivo su
anulación, los autores introducen el concepto de singularidad. Una singularidad, nos dicen,
tiene tres características: primero, apunta a una multiplicidad fuera de sí que la define y le
permite existir en sus relaciones con ella, segundo, apunta a una multiplicidad dentro de sí
que la constituye, tercero, la singularidad está siempre en devenir 4. Así, si pensamos las
identidades como singularidades, el proceso aparentemente paradójico de anularse a sí
mismas cobra el sentido de permitir la multiplicidad que las constituye en múltiples
sentidos. Para las singularidades la identidad es una violencia que las fija impidiendo su
3
Ibid., p. 333
4
Ibid., p. 340.
devenir, tratando de homogeneizar la multiplicidad que las constituye y definiendo sus
relaciones con las multiplicidades externas sólo en términos de oposición, dominación y
sumisión. A la identidad corresponde el ya mencionado concepto de emancipación, a las
singularidades el de liberación. Sin embargo, advierten Hadt y Negri, el proceso de hacerse
singularidad y devenir fuera de las identidades no es un proceso sencillo ni indoloro, sino
todo lo contrario.
Una vez revisadas las tareas de las políticas de la identidad revolucionarias los autores
pasan a la cuestión de que los ámbitos de la identidad intersecan. Esto significa, por un
lado, que diversas estructuras de sujeción, como la raza, el género y también la clase,
coinciden en determinados sujetos. Por otro lado, las luchas de las identidades no siempre
coinciden y pueden entrar en conflicto. Hay así un cierto paralelismo en los procesos
políticos de las políticas identitarias que permiten cierta traductibilidad, de la que el análisis
anterior es testigo. Pero históricamente los objetivos políticos de las diversas luchas han
entrado en conflicto. En opinión de Hardt y Negri, las políticas identitarias emancipadoras
no pueden evitarlo pero las políticas de las singularidades pueden articularse en desarrollos
paralelos5. Para explicar esto usan la idea spinozista de paralelismo, que les permite señalar
que la articulación de las luchas singulares no implica prioridad ni causalidad alguna pero sí
permite que procedan de la misma forma y en conjunto. Sólo que la conjunción que estaba
dada en Spinoza por su pertenencia a una sustancia común tiene que ser conquistada aquí
por la organización política que une potencialmente infinitas singularidades en un
enjambre.
Así, la coordinación de las singularidades requiere de una lógica del encuentro o “una
lógica democrática de la organización y de la toma de decisiones que gobierne la
revolución”6. Con esto se refieren a instituciones que permitan y preserven los encuentros
de insurrección entre singularidades en un proceso revolucionario y que potencien sus
capacidades democráticas y de devenir. Si decíamos que las políticas de la identidad no
podían evitar entrar en conflicto es precisamente porque se trata de identidades fijas. Las
5
Cfr. ibid., p. 343
6
Ibid., p. 344
singularidades que se encuentran inevitablemente se modifican en el encuentro y en el
proceso revolucionario.
Pero no todas las intersecciones en las políticas de la identidad son revolucionarias. En este
momento, nos dicen Hardt y Negri, el control político primordial es la mediación de
identidades, basando en el elemento kantiano del esquematismo trascendental y que somete
a las identidades a una lógica de la representación política y el reconocimiento. Esta lógica
sobrepone sobre las identidades concretas la producción de una representación abstracta
unitaria, estática y separada. De cualquier modo, dada la condición de crisis actual de todo
el modelo representativo, las tendencias de la gobernanza neoliberal se dirigen en dos
direcciones opuestas a esta lógica identitaria, ya sea a la “ceguera a la identidad” o el
“pánico a la identidad”7.
3. Instituciones de la insurrección
Hemos repetido una y otra vez que, para que la insurrección cobre el carácter duradero de
una forma política y se convierta así en un proceso revolucionario, es precisa la creación de
7
Ibid., p. 250
nuevas instituciones. Estas, por supuesto, no tendrían nada que ver con las instituciones
estatales que se nos vienen a la mente. Para pensar el tipo de instituciones necesarias, Hardt
y Negri recuperan lo que denominan una línea menor de la teoría social. De acuerdo con su
desarrollo las instituciones no tendrían como objetivo cancelar el conflicto ni darle a la
sociedad una forma homogénea, al contrario, preservarían la ruptura social que les dio
origen y que las constituye, de modo que también en su interior pueden surgir conflictos.
Las instituciones por las que abogan tendrían asimismo la capacidad de instituir nuevas
formas de vida y nuevas formas institucionales. Finalmente, estarían abiertas a su continua
transformación, en correspondencia con las singularidades que las componen y que se
transforman a sí mismas y en los encuentros que las mismas instituciones propician.
4. Gobernar la revolución
Llegando a este punto, los autores se dirigen al tema del uso revolucionario de la violencia.
No es siempre necesario el derramamiento de sangre, dicen, pero sí es necesario el uso de la
fuerza en dos direcciones posibles, contra los poderes dominantes o para el hacerse de la
multitud. Para el primer caso es preciso considerar dos cuestiones: la clase de lucha que
tienen mejores posibilidades de ganar la batalla y los efectos que su uso tendrá en la
producción de subjetividad de las singularidades. En el segundo caso la fuerza se encuentra
por un lado en las instituciones, pero también se usa en el mismo proceso de transformación
que la revolución implica. Para destruir las formas corruptas del común, pero sobre todo en
el dolorosísimo proceso, ya mencionado por los autores, de abolición de nuestras
identidades.
Así, la revolución debe ser gobernada, afirma el texto, para “crear las fuerzas del poder
constituyente como una nueva forma de vida” 11. Debo admitir que esto no sé muy bien qué
significa. Pero lo que importa es que la necesidad del gobierno de la revolución implica la
creación de un marco gubernamental constitucional y jurídico. Aunque este está por
inventarse, los autores afirman que podría encontrar inspiración de la fuente inesperada de
las formas de gobernanza. Éstas se caracterizan por la flexibilidad y la fluidez, capaz de
adaptarse a multitud de contextos y circunstancias cambiantes. Hardt y Negri encuentran
10
Ibid., p. 368
11
Ibid., p. 372
cierta ayuda en los análisis jurídicos de las formas de la gobernanza, que la describen como
una estructura pluralista, plástica, contingente y flotante, que excede la forma jurídica en
tanto no pretende hacer de diversos conjuntos normativos un sistema coherente y unitario.
La forma de la gobernanza no es casualidad, pues responde a características de las luchas
ya ejercidas por la multitud. El gobierno de la revolución podría apropiársela y subvertirla
en una gobernanza constituyente que presente “una figura normativa de gobierno (…) una
estructura de consenso y cooperación social y (…) un plan abierto y socialmente
generalizado de experimentación social e innovación democrática”12. Todo esto es para que,
así como las instituciones preservar la insurrección, la revolución pueda hacerse
constituyente y sostenerse en un proceso prolongado y común de potenciación.
5. Instituir la felicidad
Hardt y Negri señalan tres plataformas básicas que habría que exigir a los poderes
establecidos para poder luchar contra lo que llaman miseria y que consiste no sólo en la
pobreza material sino en un estado opuesto a la felicidad que nos mantendría separados de
nuestras potencias e incapaces de usarlas. La primera plataforma exigiría una renta básica
que sustente la vida. La segunda una ciudadanía global que permitiría “la igualdad frente a
la jerarquía”14. La tercera el acceso garantizado y libre a los recursos producidos en el
12
Ibid., P. 375
13
Ibid., p. 380
14
Ibid., p. 381
común. Sin embargo, sabedores de que los poderes establecidos no responderán a
semejantes demandas, los autores aconsejan responder con la risa que acompañaría a la
revolución que proponen. De nuevo, esta risa tiene tres aspectos. Es risa de complicidad
porque piensa que los poderes establecidos se debilitan. Es risa de creación en los múltiples
procesos de la multitud que produce el común y que vive en la transformación y el
encuentro de las singularidades que la habitan. Y es risa de destrucción que se desprende de
la dominación.