Está en la página 1de 19

III EL PROBLEMA DEL PESIMISMO CLÁSICO

Pascal

Nuestra naturaleza está en el movimiento; el reposo completo es la muerte 1. Así


contempla Pascal la naturaleza humana; muy diferente, a decir verdad, de lo que
significa la condición humana. Sabemos con suficiencia lo que indujo al pensador
a entenderse de ese modo. Visto aparte la magnificencia de su letra, nadie
soportaría el verse tan ufano presumiendo comprender con claridad dicha
sentencia; pues, ¿qué a qué otro sentido se creería que Pascal hace referencia
más del que evita la obviedad? Se entiende que el filósofo dista con firmeza de la
idea de que el hombre pueda permanecer un minuto siquiera en un estado
semejante al de la felicidad.
Pascal cree miserable la existencia del hombre. A diferencia de cualquier concepto
vulgar el filósofo no atribuye la flaqueza, la debilidad, la pequeñez, o los defectos
sumos a una especie de hombre en particular, o a una etapa del hombre en
específico. Para él, el estado natural, puro, negativo de un ser humano está
dotado de toda la debilidad de mundo. Y «dotado», evidentemente, cómo un verbo
de mucha propiedad. La naturaleza dota al género humano un particular defecto;
la miseria como objeto de infelicidad; la infelicidad como motivo de redención; el
pecado original como recurso de salvación. Menester es que el hombre se sienta
miserable, muy aparte de que en verdad lo sea. Es ese, pues, su estado natural.
¿Conseguiría entonces, de este modo, ser eso que es, y obtener la dignidad que
se le prometió por reconocer la miseria del que partió, y ganarse la grandeza por
haber entendido su bajeza? Claro que sí. Pero lo cierto es que ni Pascal percibió a
la humanidad actuando de este modo.
La carrera del hombre como ser individual tuvo una sola forma de darse. El
humano, ciertamente, recorre muchos caminos antes de agotar su último aliento.
Fue cuando Pascal se preguntó: ¿Qué los mueve de un lugar a otro? No es, la
prisa por llegar a la meta: pues ninguno desea morir; no es el afán de conquista:
puesto que alcanzar lo deseado solo lo lleva a desear más; no es el camino
placentero lo que buscan sus pies: su corazón y sus potencias no quieren sino el
camino borrascoso y lleno de espinas.
Por al menos una vez en su vida cada hombre percibió el vacío de su existencia:
carente de objeto, insubstancial. ¿De qué otra forma se manifestaría? Con pobres
sentidos identifica su pobre aliento; con defectuosa vista observa su defectuosa
consistencia; con reducido entendimiento reconoce sus reducidos atributos. El
reposo absoluto, es un volver en sí de carácter anulador; el reposo absoluto es
nihilismo; el reposo absoluto es la muerte.
El hombre nació para pensar, por lo cual jamás dejará de hacerlo. Así empieza
Pascal su Discurso Sobre Las Pasiones. El hombre, en el curso de su vida, no
podría por más grade esfuerzo, hallar cierta calma sin librar a su vez toda la
complejidad de su pensamiento. Sin embargo, no hay otro lugar al que conduzca
el pensamiento más que a la cumbre de su paupérrima realidad. Con el
pensamiento, por ende, el espíritu se dirige a su ocaso.
El espíritu, para Pascal, ejecuta vanos intentos para no sufrir ese colapso. Entre
ellos, el amor propio. Para el filósofo, el «yo» humano no hace sino insistirle al
espíritu (mente) acostumbrarse al lugar en que habita. Ver con suficiente amor el
espacio que, naturalmente, es suyo y de nadie más; aceptar en virtud de
conciliarse, el cuerpo que posee, el cuerpo que maneja. Pero, ¿qué hacer? No
puede evitar que este objeto que ama esté lleno de defectos y de miserias: quiere
ser grande y se ve pequeño; quiere ser feliz, y se ve miserable; quiere ser
perfecto, y se ve lleno de imperfecciones; quiere ser objeto de amor y de estima
de los hombres, y ve que sus defectos no merecen sino su aversión y su
desprecio 2.
Lejos de entenderse consigo mismo, el espíritu se hace el desentendido. La
realidad (su propia realidad), lo conduce a un estado de vergüenza de sí mismo.
La realidad es su oprobio; él mismo es causa de su oprobio, porque concibe un
odio mortal contra esa verdad que le reprende y le convence de sus defectos 3.
Si hacemos un repaso rápido y verídico de lo que las instituciones humanas
comprendieron acerca de la verdad y la mentira concluimos, en efecto, de la
inmensa lejanía impresa entre ambos. Lo conocido correctamente por medio del
entendimiento es la realidad, es decir, el tránsito correcto del efecto en el objeto
inmediato a su causa 4. La verdad es producto de la reflexión lógica, de una razón
bien fundada. A la verdad, entonces, se opone el error, la equivocación, como un
razonamiento mal fundado. No obstante, la mentira, cuyo objeto no siempre es
loable, tiene un origen cuya naturaleza no siempre es concreta. La mentira es
universal; aferrada casi al hombre de acuerdo a su esencia política. En el orden
social, la mentira es el encaje que dispone el concierto de dos seres diplomáticos.
Mentirle a los demás es usado necesariamente con fin alguno. Es de carácter
utilitario. Pero, el engañarse a uno mismo tiene un concepto magníficamente
abstracto. Tan vano a veces, como también sutil y eficaz. Algo puramente
subjetivo. Como forma y razón de vida, o, como un medio para huir de ella. El
engaño existe, pero es relativamente un caso excepcional 5. La forma más
poderosa de engaño, debe saberse, es el autoengaño. «No solamente, dice
Tertuliano, engañamos a los demás: más aun nos burlamos de nuestra
conciencia.»*
Cae el espíritu, por lo tanto, en vaivén incontrolable. Deseando ser bueno y
hermoso, conformándose con la virtud de las apariencias, y fingiendo que en
realidad lo es. Porque, ¿no es cierto que odiamos la verdad y a los que nos la
dicen y nos gusta que se equivoquen en favor nuestro, y queremos ser tenidos por
distintos de lo que efectivamente somos? 6.
Toda persona comprende la pequeñez de su existencia y languidece por ello. Lo
platónico de su percepción lo engaña; genera en él ideas de grandeza, de gloria,
de divinidad. ¿No es esta la razón de que la voz de la Historia maneje un tono
elevado y a veces hasta ridículo? Quizá es por soberbia que bañamos con oro las
nueces secas, como dicen por allí. Quizá el orador, el poeta, el cantista no ignoran
esta realidad, y por ello es que ignoran la verdad.
En la antigüedad, ser historiador y ser poeta eran tareas muy distintas, pero
unidas ambas por la potencia de la palabra. Al poeta solo le bastaba tener
imaginación y estilo para pugnar en sus obras bellezas sin igual. En cambio, no
sucedía así con el historiador. Narrar las hazañas de un idiota sin cálculos metido
en un importante acontecimiento, produciría libros aburridos sobre un idiota sin
cálculos metido en un importante acontecimiento. El historiador no tuvo, pues, otra
opción que escribir con bellos cromatismos una acción casi incolora; darle más
heroísmo a sus hombres, más belleza a sus mujeres, más grandilocuencia a sus
oradores, más sagacidad a sus rebeldes, más euforia al grito de sus pueblos. En
fin, quizá sea el historiador quién tenga el mérito de hacer grato y emocionante el
estudio del pasado y no el pasado mismo.

El ser humano se reduce, según Pascal, a su forma más detestable en el intento


de verse más honorable. Busca amor propio y no encuentra más que atavismos;
añora autoestima y no consigue más que autoengaño. Quiere amarse y no
consigue más que despreciarse; porque en su afán, no entiende que no le es
posible amarse, sino más bien, respetase; así no sea su amor propio un
indumento de hipocresía y sea su respeto un ornamento de verdad.

El hombre no es, pues, sino disfraz, mentira, e hipocresía, tanto en sí mismo como
respecto de los demás. No quiere que se le diga la verdad, evita el decirla a los
demás; y todas esas disposiciones, tan apartadas de la justicia y de la razón,
tienen una raíz natural en su corazón 7.

En su estado negativo, según Pascal, el hombre es miserable. El corazón vacío de


este, clama angustiosamente el ser llenado con algo. El vacío, el reposo, la
negatividad para Pascal tiene modalidad de asesino. En tanto que su naturaleza
vivificante no está sino en el movimiento. Pero su cualidad instauradora no revierte
su miseria y languidez innata, sino que la encubre. La positividad del no-reposo
para Pascal, funciona como estupefaciente.

Por esto es que el sujeto de Pascal no se mide por el fin que conquista sino por el
medio que utiliza. Este hombre no soportaría enfrentar una carrera cuyo fin lo
trasladaría a sus adentros. La verdad de su estado, la convivencia con su yo puro
conforman su destrucción, por lo que su mismo sentido de supervivencia no hará
sino exigir el suficiente ajetreo que anule toda identificación negativa de su ser.

Nada es tan insoportable para el hombre como estar en pleno reposo, sin
pasiones, sin quehaceres, sin divertimento, sin aplicación. Siente entonces su
nada, su abandono, su insuficiencia, su dependencia, su impotencia, su vacío.
Inmediatamente surgirán del fondo de su alma el aburrimiento, la melancolía, la
tristeza, la pena, el despecho, la desesperación 8.

Entonces no resulta nada forzado el asumir que esta es la razón de que el espíritu
del hombre busque el desgaste y la ocupación. ¿Será que Pascal consideró
también que de esto provenía la ambición tan común en nuestra especie? El jaleo,
la diversión, los placeres, el tumulto, ¿no vendrían a ser entonces mero recurso
del infeliz asustado consigo mismo?

Lo que implica a la ocupación ser un acto de vida positiva es su llenura, el ser acto
en sí. Un desarrollo, una ejecución, partir de la nada hacia un acto encaminado. La
vita activa, en este sentido, encierra lo que la libertad de conceptos dispersa.

En sus Pensamientos, Pascal nos muestra una sincera concepción: Cuando me


he puesto a considerar algunas veces las diversas agitaciones de los hombres y
los peligros y las penas a que se exponen en la corte, en la guerra, de donde
nacen tantas querellas, pasiones, empresas audaces y con frecuencia malas, etc.,
he descubierto que toda la desgracia de los hombres viene de una sola cosa: el no
saber quedarse tranquilos en una habitación 9.

Cuando Pascal escribe su «no saber», previamente rectifico la imposibilidad de


emprender otro contacto con la naturaleza que no sea la caza. La «caza» de
Pascal define la interacción hombre-naturaleza. Una naturaleza, un mundo de
posibilidades varias, de placeres varios y de ocupaciones varias: un panorama
coleccionable de vías de disfrute, oficios, y yugos. El hombre se sumerge en un
mundo no menos primitivo que él; ese mundo le enseña una infinidad de fines
comprendidos y por comprender y le permite, también, una libertad de acción y
determinación: una vida de carácter positivo. Sin embargo, la condición del
hombre, que para Pascal es de inconstancia y de inquietud, obliga a la naturaleza
del hombre a no ser sino de movimiento. Y no al revés. Por ende, el hombre no
elegirá competencias por el deseo de conquista sino por los medios que el fin le
obligaría a usar. Proyectará la sintomatología del hombre deseoso y su
determinación de éxito se dispondrá real y objetiva. No obstante, este hombre que
ignora su condición y su naturaleza, ignora también que su búsqueda incesante se
resuelve tan solo en la ocupación y no en su alcance.

La «caza» de Pascal conceptualiza la naturaleza del hombre, cuyo propósito no es


el fin, sino los medios: cuya razón de ser no está en detenerse en logros, sino en
movilizarse en deseos: cuya imperfecta condición le incita a coger las armas e ir
de caza. No buscamos jamás las cosas, sino la búsqueda de las cosas 10. No
repara en la dificultad, en cambio, centra en ello sus recursos; no prevé en las
posibilidades de éxito, pues lo que su sentido lógico le muestra no es sino los
remanentes que su condición humana le señala; en fin, no quiere la liebre, pues se
conforma con la caza.

Esta es la razón, para Pascal, de por qué la gente está sumamente convencida de
que sus propósitos y proyectos tengan un sentido real y un placer real: Y por esto,
cuando se les reprocha el que aquello que buscan con tanto ardor no puede
satisfacerles, si respondieran, como debieran hacerlo bien pensado, que no
buscan con ello sino una ocupación violenta e impetuosa que les desvía de pensar
en sí mismos y que por esto se proponen un objeto atractivo que les encante y les
atraiga con ardor, dejarían sin replica a sus adversarios. Pero no responden esto
porque no se conocen a sí mismos. No saben que lo que buscan no es la presa,
sino la caza 11.

Por lo tanto, se entiende que «el no saber» de Pascal, no connota otro significado
que un «no poder». La condición del ser humano, para Pascal, le lleva a sufrir por
su negatividad, por su vacío: se ahoga en su ser, se ahoga así mismo. Su
naturaleza, por esta índole, le llena involuntariamente de positividad, de acción, de
divertimento. No sabe, entonces, cuál es la razón originaria de que busque
desesperadamente la vita activa. Ignora que es el intento de su ser, de
mantenerse con vida, des seguir respirando, de ser feliz.

Schopenhauer

Aristóteles entendió la vida en dos formas de darse: « (…) el de la falta de ocio


como ocupación (a-skholia) y el ocio (Skhole); es decir, el de la falta de
tranquilidad y el de la tranquilidad. El trabajo como falta de tranquilidad, como falta
de libertad, debe someterse al ocio. (…). Solo la necesitad obliga al trabajo, de ahí
que sea necesario» 12. Esto porque, habiendo una notable diferencia entre la
clase de privación que encuentra un esclavo y a su vez, un amo, la distinción para
Aristóteles es única: lo único que se opone a una vida meramente activa (a-
skholia), es un ejercicio meramente pasivo (Skhole); y, el factor único que lograba
diferenciar enormemente dos tipos de vida, no es sino, el desenvolvimiento del
sujeto frente a la necesidad.

El amo, cuyo poder se expresa en lo político y en lo económico, no desarticula de


sí la tarea de conservar sus dominios, que en cualquier caso, lo obligaría a
ocuparse tanto como se ocupa un vasallo; pero, a su vez, su mismo albedrío le
posibilita la obtención de un suplente. En ese caso, el esclavo no tiene en sí la
libertad de consagrar el Skhole, ya que las diversas necesidades de subsistencia
le obligan a la acción, a la servidumbre, al a-skholia.
Expresando todo mediante la necesidad: el uno, según Aristóteles, cumple el
ejercicio de la vita activa por la razón de verse devorado por la influencia
succionante de la necesidad; el otro, en cambio, goza todavía la posibilidad de
elegir entre tres formas de vida dispuestos únicamente al hombre libre 13.

Inicialmente, en su forma más incipiente, esta es la manera en cómo se concibió el


concepto de vita activa. Para Aristóteles, la relación amo-esclavo formularía, al fin,
las nociones de bios politikos. Sin embargo, Schopenhauer, cogiendo lo suficiente
del platonismo y de la antigua filosofía hindú, reduce todo concepto de la vita
activa a simple motor superfluo producto de la deficiencia humana.

En el despreciable intento de resumir en una palabra toda la filosofía de


Schopenhauer, puedo decir que, el filósofo centró su denuncia de la vita activa
bajo condiciones de voluntad y representación. Como yo lo veo, Schopenhauer
seguirá un extenso recorrido a partir de la máxima de Pascal: «El sentimiento de la
falsedad los placeres presentes y la ignorancia de la vanidad de los placeres
ausentes causan la inconstancia» 13. Inconstancia porque la visión lánguida de un
futuro incierto rapta a uno del sosiego. Para Pascal, esto no era más que la
naturaleza humana; para Schopenhauer, en cambio, es la estupidez del hombre,
o, lo que en sus palabras sería, la falta de entendimiento en su sentido propio 14.

En El Arte de Sobrevivir, Schopenhauer expresa en iguales términos, no sin


sentido, la escasez y la fantasía. De joven, de inmediato su fantasía inventa más
de lo que el mundo puede en verdad ofrecer. De ahí que esté lleno de deseo y
añoranza de lo indeterminando, cosa que le roba la calma, sin la cual no hay
felicidad 14. Esto se debe a que, si bien, efectivamente, es material la escasez en
los pobres, no hará un desarrollo de lo que es la escasez en sí, sino de la
consecuencia de lo que en ambos casos su función intrínseca permea.
Schopenhauer confinará a la escasez, como a la fantasía en el imperio del dolor:
por lo que, habiendo en común algo en los dos, habrá de tomarlos por igual.

Por eso citó a Epicteto en El Mundo como Voluntad y Representación: «La


pobreza no genera dolor sino el deseo».

Cabe, entonces, con toda naturalidad, el preguntarse: ¿Existe en verdad la


escasez? Partamos pues, del deseo, para no perder así la esencia de lo que
estamos estudiando. Lo que Schopenhauer concibe como el ajetreo de la vida, no
es, a decir verdad, algo nuevo. Ya en los Puranas y en los Vedas se enseñaba
sabiduría semejante.

La vida del hombre hace similitud a una larga cuerda, donde el final de esta es la
muerte del otro. La curiosidad del ojo observador identifica nudos a lo largo de
dicha cuerda, pero la falta de entendimiento del hombre le incita a querer
desatarlos: es esta las constantes embestidas que sentirá en su recorrido. Pasa
sus años este hombre, como quien va de nudo en nudo, ignorando, en su extrema
torpeza, el poder que tiene de pasarlos por encima. De ese modo, su falta de
determinación le obliga a sentir la alarma de ver el siguiente nudo: que no son sino
su miedos; como también, el cansancio de superarlos: que no son sino sus
desgracias. La anuencia de seguir el transito vulgar y tradicional le lleva a
aprender de sus errores, y si tiene suerte, curarse heridas que fueron mortales;
así, su vida se trata de sufrir desengaños conforme siente las ganas de resarcir
sus equivocaciones, no sin antes, volver a intentarlo, y, al fin, volver a estropearlo.

De ahí que ningún consejo del viejo corrija la mala maña del adulto esperanzado,
y ningún consejo del adulto logre enderezar el torcido sendero del joven
ilusionado. Pero, ¿de dónde nace tan exasperante conducta? Schopenhauer dice:
La diferencia básica entre la juventud y la vejez consiste en que aquella tiene ante
sí la perspectiva de la vida y esta la de la muerte; que, por tanto, aquella posee un
breve pasado y un amplio futuro, y esta al revés 15. Y no sólo eso: Lo que hace
desgraciada la primera mitad de la vida, que en tantas cosas es preferible a la
segunda, es la persecución de la felicidad, a partir del supuesto firme de que tiene
que ser posible alcanzarla a lo largo de la vida. De ahí surgen la esperanza
constantemente defraudada y el descontento. Nos figuramos imágenes engañosas
de una vida de dicha soñada e indeterminada, bajo formas caprichosamente
elegidas, y buscamos en vano su modelo arquetípico 16.

Para Schopenhauer el juego de la felicidad es, ciertamente, algo raro y equivoco.


Pues, si lo que planea uno es alcanzar cierta meta, se trata, con toda normalidad,
de ir en dirección de aquella; pero no sucede así al buscar la felicidad. Para
alcanzarla, es menester correr a toda prisa en dirección contraria. Cuando se es
joven es poco probable que uno se entere: sus fuerzas vitales le proporcionan la
visión de un mundo con muy escazas limitaciones: a esa edad se piensa que lo
puede todo. Pero aun cuando a su madurez le corresponde liberarse de ese
estado, su cuerpo y alma le enseñan el pacer. Un abismo de posibilidades es
también un abismo de deseo incontrolado. Y es de saber, para el filósofo, que no
hay ningún deleite ni goce sin antes palidecer alguna carencia. Puede un hombre
conseguir lo que busca, y puede que no: le atraviesa un modular infinito
gobernado por el azar. En caso lo haya conseguido, el hombre en cuestión
disfrutará de lo acabado, hará elogio de lo conquistado. Descubre que su carencia
se desvanece con el gozo: pensará que halló la plenitud. Sin embargo, al rato no
siente sino el vacío de un corazón insatisfecho. No sabe este hombre, que el
instinto le pelea, le gana su contra. Biología es pues, el mecanismo que da cuerda
a su débil cuerpo, y ella define como acondicionamiento a la forma en cómo su
espíritu se adapta a cualquier circunstancia, sin distinguir nada: ni la circunstancia
que hace insufrible su vida ni la que la hace dichosa. Todo llega a parecerle, luego
de un tiempo, cosa pueril.

Una familia, riquezas, salud, cuando se la tiene por segura, deja de interesarnos.
De ahí que se diga que no se valore lo que bien está frente a nosotros. Los
nuevos deseos, las nuevas necesidades, por un lado, no se hacen esperar y
pronto tocan nuestras puertas nuevamente, y, por su puesto, disfrazados de
carencias emergentes.

Para Schopenhauer, la felicidad es sólo un discurso publicitario, el proyecto de un


alma cándida, un vano modelo arquetípico. El injustificable error del espíritu, es
creer que una necesidad solivianta su miseria. Los dos estados en los que oscila
el hombre cual inquieto péndulo, son el sufrimiento y el tedio 17. Al tomar sus
necesidades como si estos fueran carencias, considera su estado natural como un
estado de miserias, es decir, considera su vida juguete del dolor. Pero su dolor,
nacido de la miseria, lejos de portar una índole anuladora o determinante, porta el
de una deuda contraída 18. Por lo que sentirá incesantes ganas de compensar
sus necesidades, impulsado además de la idea de que con ello logrará la felicidad.

El error viene de creer dual todo carácter de la naturaleza, de esa forma, el


hombre anonadado aspira encontrar felicidad en el lado contario de su dolor. No
obstante, en su sentido más propio, lo opuesto del dolor no es la felicidad, sino el
tedio. Añadidle a este hombre lo que le conviene, premiadle su arto denuedo,
buscadle lo que le hace falta y conseguidle lo que quiere, por la imprudencia de tu
hazaña, harás a tu hombre el más infeliz de entre los mortales. Si buscamos una
sentencia justa a nuestro propósito, rezaría así.

No hay medicina para el peor de los males, se dijo. El aburrimiento de los


hombres, hasta los dioses lo compadecen. El organismo de su más alta esperanza
sufre el desconcierto de ver que al final no le espera más que la bancarrota. Y
siente por eso, el espíritu entristecido, que su felicidad no existe, que fundó sus
esperanzas en ideas ilusorias y condiciones inciertas. Quiere ser desengañado de
su falsa felicidad: a la ayuda acuden su pesimismo y sentido común, y se desase
al fin de su ceguera. Sin embargo no comprende el vacío, pues no posee los
suficientes recursos: queda este hombre, perplejo en su agonía. Entonces no tiene
otra opción, y busca con qué engañarse de nuevo. Así, la mentira lo tendrá
acostumbrado, pues la verdad siempre tuvo decepcionado.

Es este el gran tormento del hombre: la cuestión verdadera aquí, sin dunda es
esta: ¿Saberlo nos deja en una mejor posición que el que lo ignora?

Se entiende ahora por qué Schopenhauer denunció la vita activa como mero
accionar infructuoso. Como el impulso que conduciría al hombre a un círculo
vicioso del que salir es tan difícil como deseable 19. Para él, la vida del ser
humano por poco se reduce a una fórmula: desear lo tiene intranquilo, conseguir lo
aburre.

Siendo Kant un serio impulsor de la filosofía de Schopenhauer, este mantendrá


como principio en El Mundo como Voluntad y Representación los fundamentos del
idealismo trascendental. Un punto del que no puede prescindir es la Ley casual,
puesto que, para Schopenhauer, la esencia de la materia le debe su
perceptibilidad a esa ley misma. («Del mismo modo, quien haya conocido aquella
forma del principio de razón que domina el contenido de aquellas formas (el
tiempo y el espacio), su perceptibilidad, es decir, la materia; o sea, quien haya
conocido la ley de la casualidad, ese habrá conocido toda la esencia de la materia
en cuanto tal: pues esta no es en su totalidad sino causalidad, como cualquiera
comprende inmediatamente en cuanto reflexiona. En efecto, su ser es su obrar:
ningún otro ser de la misma se puede siquiera pensar. Solamente en cuanto actúa
llena el espacio y llena el tiempo: su acción sobre el objeto inmediato (que es él
mismo materia) condiciona la intuición, en la que sólo ella existe: la consecuencia
de la acción de un objeto material sobre otro no se conoce más que en la medida
en que el ultimo actúa ahora de manera distinta que antes sobre el objeto
inmediato, y consiste únicamente en eso. Causa y efecto son, pues, la esencia de
la materia: su ser es su obrar»). No obstante, los lineamientos de mi propio tema
sí me permiten prescindir de la Causalidad. En consideración cito lo que sí
brindará luces a mi propósito.

El correlato subjetivo de la materia o la causalidad, pues ambas son lo mismo, lo


constituye el entendimiento, que no es nada más que eso. Conocer la causalidad
es su única función, su única fuerza; y una fuerza de gran magnitud, que abarca
una multiplicidad y tiene numerosas aplicaciones pero una inequívoca identidad en
todas sus exteriorizaciones. A la inversa, toda causalidad, o sea, toda materia y
por tanto toda realidad, existe únicamente para, por y en el entendimiento. La
primera, más simple y siempre presente manifestación del entendimiento es la
intuición del mundo real: esta consiste en el conocimiento de la causa a partir del
efecto, y por eso toda intuición es intelectual 20.

En todo ello se establece lo que Schopenhauer considera el azar. La fortuna como


director de todo. Haciendo siempre que las cosas se den y no se den. Lo que
garantiza la total parcialidad del mundo y sus relaciones con el humano. Eso,
evidentemente, quita el hecho de que algunos sean desgraciados o afortunaos
innatos, por decirlo así. La vida para Schopenhauer, es una acumulación de tareas
por resolver 21; o, en un sentido más extenso, un acopio de desgracias a soportar.
Si la vida en sí misma fuere un bien valioso y resultara decisivamente preferible a
la no existencia, entonces las puertas de salida no necesitarían estar ocupadas
por vigilantes tan tremendos como lo son la muerte y sus horrores. Pero, ¿quién
preservaría la vida como es, si la muerte fuere menos terrible? Y quien, ¿quién
podría soportar siquiera el pensamiento de la muerte si la vida fuera una alegría?
22.

Para semejante atolladero al que, con estos razonamientos, nos condujo el buen
Schopenhauer, solo queda una salida. «El mundo es mi representación», así
define el mundo cognoscible. Por lo que, si habría una forma de cumplir el
recorrido (la vida) de una forma llevadera, y de ese modo, no sufrir los escarnios
de una naturaleza por demás violenta y miserable, sería, efectivamente, trabajar
con habilidad lo que yo llamo la intermediación de las dos proporciones.

En su Emilio, Rousseau menciona: ¿De dónde procede la debilidad del hombre?


De la desigualdad entre su fuerza y sus deseos; nuestras pasiones son las que
nos hacen débiles, porque serían necesarias para contenerlas más fuerzas que
las que nos concedió la naturaleza; tanto da disminuir los deseos como aumentar
las fuerzas; al que puede más de lo que desea, le sobra; en verdad, es un ser
fortísimo 23.

A la vez: Todo sentimiento doloroso es inseparable del deseo, de eximirse de él;


toda idea de placer lo es del de disfrutarle; todo deseo supone privación, y todas
las privaciones que sentimos son penosas; así nuestra miseria consiste en que no
están nuestros deseos en proporción de igualdad con nuestras facultades 24.

Luego entonces, Schopenhauer añadió: Se comprendió que la privación, el


sufrimiento, no nacía inmediata y necesariamente del no tener, sino del querer
tener y no tener; que ese querer tener era, pues, la condición necesaria de que el
no tener se convierta en privación y engendrara dolor. Además se sabía por
experiencia, que sólo la esperanza, la pretensión, es lo que hace nacer y alimenta
el deseo. (…). Se sabía incluso que no sólo lo absolutamente sino también lo
relativamente inalcanzable o inevitable, nos deja plenamente intranquilos 25.

Y puntualiza también: De todo eso resulta que toda felicidad se basa únicamente
en la proporción entre nuestras pretensiones y aquello que obtenemos 26.

En efecto, la intermediación de las dos proporciones da un ajuste inequívoco a las


diferentes fracciones de la existencia humana. Si damos por sentado la
equivalencia entre las fuerzas del hombre y sus facultades, aumentando aquellas
notamos por experiencia la disminución del dolor: de ese modo, sabríamos cuándo
aumentar los deseos en tanto notemos subidas nuestras fuerzas; sin embargo, al
considerar nuestras fuerzas como proporción principal, haríamos desproporcional
la huida del deseo al no tener en claro la capacidad de nuestras facultades: se
entiende, por ende, que el menor peligro está en anular nuestros deseos
fortificando nuestras facultades, lo que da, suprimir nuestro dolor por suprimir así
nuestros deseos.

Aquí yace la causa del dolor para Schopenhauer, de lo que se deduce la


inclinación que siente por una vida pasiva, horizontal, conformista.

La fortuna, de ser algo que da movimiento a las cosas, es también algo que debe
ser aprendido. «Se debe vivir con un adecuado conocimiento de las cosas en este
mundo 27». En teoría, ser conscientes de la inconstancia de del azar.

«Pues siempre que un hombre pierde de alguna manera los nervios, es derribado
por una desgracia o se enoja o desanima, con ello muestra que encuentra las
cosas distintas de lo que esperaba y, por consiguiente, que estaba en un error,
que no conocía el mundo ni la vida, que no sabía cómo la naturaleza inerte a
través del azar, y la animada por medio de los fines opuestos y la maldad,
contrarían a cada paso la voluntad del individuo 28».

Pero así como palidecer oprobio inevitable, es gozar ventura insubstancial.

«Así, toda viva alegría es un error, una ilusión, porque ningún deseo alcanzado
puede satisfacer de forma duradera y porque toda posesión y toda felicidad son
simplemente prestadas por el azar durante un tiempo indeterminado y pueden así
ser reclamadas a la siguiente hora 29».

La falta de entendimiento nublará el ojo del ser humano (el velo maya), en
semejante condición, no identificará la verdadera esencia del mundo, como
consecuencia, olvidará la naturaleza efímera de las cosas, ligadas todas a la
casualidad. De ahí que Schopenhauer cite a Crisipo: «Hay que vivir conforme a la
experiencia de lo que naturalmente suele ocurrir». Es decir, entender la poca
relevancia de nuestras acciones en el devenir del mundo, aprender la inconstancia
de su talante, y reducir, en lo posible, su efecto turbador: ya sea, la felicidad por
culpa del júbilo, o el desaliento por culpa del fracaso. En síntesis, deshacerse de la
única ilusión surgida de un deficiente conocimiento 30; someter nuestro arbitrio;
aleccionar las puertas de nuestra percepción: ataraxia.

Hasta aquí lo que juzgo necesario exponer sobre Pascal y Schopenhauer. Ya veo
llegar a quien me impugne: ¿A qué viene a colación tantas ideas ya bastante
sonadas? En mi defensa, diré que lo que sigue después de estas líneas hubiera
sido confundido si es que no rechazado en caso no haya proseguido como hasta
ahora lo hice. Haré paso entonces, pues el camino ya está hecho.

El ideal ascético es para Schopenhauer lo que el Evangelio para Pascal. El uno


propone una condición digna para la vida en la tierra: el otro, para la vida en el
cielo; el uno intenta hacer soportable una existencia mortal: el otro, no hacer
insoportable una inmortal; el uno funda sus bases considerando una vida finita: el
otro, según una infinita; el segundo quiere guardarnos el presente: el primero nos
la ahorra; el segundo trata nuestra vida como mero conflicto: el primero, como
mero error; el segundo nos convence de un futuro primordial: el primero, de un
presente insubstancial; empero, el segundo yerra al validar lo único que no
poseemos: el primero, al anular lo único que tenemos.

La ética estoica que imprime Schopenhauer a nombre de piedra filosofal 31,


ciertamente le guardará a la humanidad todas las desgracias que le es posible
sufrir, pero le privará también, de la grandeza que esta puede llegar a tener. Al
centrar sus esfuerzos en eliminar el módulo antimoral del hombre eliminamos
también el último hito de negatividad erótica del mismo. Al hacer de la vita
contemplativa algo neutra, plana, imperturbable, moderada, indiferente le quitamos
su carácter creativo; la vita contemplativa se queda entonces sin el llamamiento de
la vita activa. Al anular una de ellas, en este caso, la segunda, le robaremos a la
primera su motivo de ser. De este modo, la vita contemplativa termina por volverse
ciega: sin ánimos de satisfacer su necesidad de ser amante, de ser Otro, o sea, de
ser filósofo.

Pascal, como Schopenhauer, confía todo mérito humano a la vita contemplativa.


El anhelo capital del cristianismo, por su parte, busca reforzar las costumbres
contemplativas. La vida horizontal, la comunión con Dios, las oraciones y
meditaciones conforman el imperativo contemplativo. El mundo como valle de
lágrimas, las cosas del mundo como simple vanidad: el cristiano dará su mejor
esfuerzo para abstenerse de la vita activa. De ahí que Pascal, como cualquier otro
creyente, mantenga, por sobre todo, una actividad interiorizada. No obstante, la
tarea de la salvación del alma, posee una naturaleza fuertemente activa. Esto,
ciertamente, no lo ignoraron filósofos como Hanna Harend. Lo que caracteriza a
la aspiración de la vida eterna, es su carácter apelativo, su fuerte intencionalidad.
Uno no espera la salvación, uno trabaja por ella. El estado puro –negativo– del ser
humano es, por naturaleza, pecaminosa –pecado original–. Desde que se nace,
hasta la muerte, se transita por un mundo que no tiene más objetivo que el de
limpiar el alma. De esa forma, el peregrino se hace digno de la Dadiva, no por
tener éxito en su purificación, sino por tenerlo en un mundo que no hizo sino
querer ensuciarlo.

La vida religiosa está dotada de una carga altamente activa, lo que quita el hecho
de que sea la religión cristiana el ejemplo perfecto de la noción contemplativa. (A
la ayuda entra aquí nuestra imaginación. La imaginación del ser humano estima el
deseo. Uno encuentra una vida llevadera de la misma forma en como un devoto
aspira el paraíso, con deseos fervientes en el porvenir. Para el devoto la vida
terrenal es prueba, una lucha con la carne, se trata de cubrir el dolor con la idea
del más allá, de la vida eterna. Al sujeto actual le sucede lo mismo, como el
presente no le satisface, subsiste de la idea de una prosperidad futura. Ambos
aguantan el dolor con esperanza. A ambos los mantiene la fe. La fe actúa en este
caso, como pretexto de una mera acción necesariamente vacía.) «Sin embargo,
dice Hanna Harend, la victoria final de la preocupación por la eternidad sobre toda
clase de aspiraciones hacia la inmortalidad no se debe al pensamiento filosófico.
La caída del Imperio Romano demostró visiblemente que ninguna obra salida de
manos mortales puede ser inmortal, y dicha caída fue acompañada del
crecimiento del evangelio cristiano, que predicaba una vida individual
imperecedera y que pasó a ocupar el puesto de religión exclusiva de la humanidad
occidental. Ambos hicieron fútil e innecesaria toda lucha por una inmortalidad
terrena. Y lograron tan eficazmente convertir a la vita activa y al bios politikos en
asistentes de la contemplación».

Pascal, por otro lado, es recordado por caer en la bajeza de incitar en nosotros el
apremio por la salvación. En sus Pensamientos se haya una controversial lógica.
Parafrasearé, a mi manera, las palabras de Pascal a modo de resumen:

Comprenda usted este justo razonamiento y esta sencilla suposición. Haya, pues,
en el mundo, alguien que crea en la inexistencia del Supremo y no se equivoque:
al fin de los tiempos, no ganaría este poco más que nada; habiendo a su vez,
alguien que, contradiciendo al primero, predique su existencia, que ciertamente es
falsa: al igual que el primero, este no tendría ningún mérito, pues Dios no existe.
Pero al revertir el caso y hacer de cuentas que El Creador sí existe: abriéndose
alguien a negar su innegable vida, este hombre, fracasando con su teoría,
ocuparía un espacio en el Abismo de Tormento que se supone, es sin fin; en
cambio, si aquel que, dueño de su opinión, opta por reconocer la omnipotencia de
Dios, sin duda, tendría este que heredar los Atrios Sublimes destinados a la
eternidad. De este modo, al creer en Dios, uno elige la única alternativa, de las
cuatro que hay, que destina a resultado favorable. ¿Qué hombre, con un buen
juicio, no optaría mil veces elegir creer en la existencia de Dios a sabiendas de
que ganaría todo al elegir no perder nada?

La apuesta de Pascal es un punto quiebre. Se nota claramente que en la vida


cristiana no yace una simple negatividad contemplativa. La búsqueda incesante de
la vida eterna supone un esfuerzo directo o indirecto. Una resolución o una
apuesta.

Ocurre también un problema en la filosofía de Schopenhauer. El alemán


concuerda en que una persona activa es una persona hundida en la fosa de las
ocupaciones. Comenta: «Al que vive inmerso en el vértigo de las ocupaciones o
los placeres, sin meditar nunca sobre su pasado, y tan solo va devanando su vida
sin cesar, se le escapa el sentido claro de las cosas; su alma se convierte en un
caos y cierta confusión irrumpe en sus pensamientos, como mostrará pronto lo
abrupto, fragmentario y, por decirlo así, despedazado de su conversación. Y este
es tanto más el caso cuanto mayor sean las perturbaciones exteriores y la
cantidad de impresiones, y menor la actividad interior de su espíritu». Sabemos
que el ser humano es de plantearse Ideales. Para Schopenhauer, una persona
con ideales es peligrosa. Pero aún más peligrosa con ella misma. Es lo que lo
llevará fácilmente a desvalorizar la vita contemplativa. Podría decirse, que para
Schopenhauer, la misma naturaleza del hombre le juega en contra. Sus ideales
ocasionan su propio desgaste, pero difícilmente comprenderá el enredo. Pues
justamente son sus ideales, ellos son el estandarte de lo que cree elevado en su
persona. Se cumple entonces, que este hombre no vive de sus acciones, sino que
devanea por sus deseos. Su vida se vuelve un sin sentido, algo que le sucede.

El ideal ascético de Schopenhauer determina que lo más perjudicial para el ser


humano es el ejercicio de una ocupación que mientras más grandiosa sea, más
inútil sea el ejercicio de la mente. Así tengan, por tanto, más importante las
impresiones de afuera que las verdades de adentro. En conclusión, Schopenhauer
cree que el ideal ascético resolvería el conflicto de la humanidad.

Filósofos como Schopenhauer, yerran, en cierta medida, planteando una filosofía


a sabiendas de que tendría cierta utilidad el que no lo sigan con cabalidad. Es
decir: dar una filosofía tenazmente universal, a pesar de que tendría que
ignorarse, para alguna ocasión, ese carácter de universalidad. La vida del filósofo,
o sea, el saber puesto en práctica, es de materia contemplativa. En cambio, el
acto de hacer filosofía, de inventar sistemas, de escribir bien, el oficio mismo, es
todo calidad activa. Ambos se mantienen: le alientan. En otras palabras: el
filosofar es una acción meramente activa previamente enriquecida en la
contemplación. Si Schopenhauer viera su filosofía marcada con éxito en las
mentes de todo el mundo, vería el ocaso de las artes y las ciencias, si no es que
una Tierra plegada de vagos. También el Imperativo Categórico de Kant cae en
este problema. Él mismo afirma: «Los hombres que obran según principios son
muy pocos, cosa que es muy buena pues ocurre fácilmente que los principios son
equivocados, y entonces el daño que resulta de esto llega tan lejos como general
es el principio y decida la persona que lo ha adoptado». Empero, este no es mi
asunto.

Para Schopenhauer la felicidad está en la tranquilidad, o mejor dicho: la


tranquilidad es felicidad. La vita activa obliga al hombre a separarse del sosiego,
de la tranquilidad. El hombre pierde la capacidad de reflexionar en la medida en
que pone sus manos a obrar. Su vida los ocupa aunque su ocupación no siempre
es laboriosa. Así, una persona ocupada es una persona desdichada.
También comenta: «En la segunda mitad de nuestra vida hace su aparición, en
lugar del ansia permanentemente insatisfecha de felicidad, la preocupación por la
infelicidad. Ahora bien, hallar un remedio para esto es de modo objetivo posible,
pues estamos por fin libres de aquella presunción y tan solo buscamos calma y en
lo posible, la ausencia de dolor, de lo que puede surgir un estado notablemente
más alegre que el de la primera mitad, ya que aspira a algo que es alcanzable, un
estado que recompensa con creces las carencias propias de la segunda mitad.»

Pero, ¿qué es la tranquilidad? ¿No está tranquilo, acaso, aquel que no teme cosa
alguna?, en un vistazo más realista, ¿es posible la tranquilidad en una persona?
Decir a un hombre que viva tranquilo es decirle que viva feliz –por consiguiente,
inútil –; es aconsejarle que tenga una condición completamente feliz y que
pudiese contemplar a placer sin encontrar en ello motivo alguno de aflicción. No
es, pues, entender la naturaleza. ¿Schopenhauer no entiende la naturaleza?

Schopenhauer muestra un punto flojo sobrestimando la mera vita contemplativa.


Le proporciona deliberadamente el carácter de autosuficiencia. La ética estoica,
por este lado, es mediocre. Fue lo que dije anteriormente: La vita contemplativa,
en definitiva, se queda sin el llamamiento de la vita activa; la esencia del
pesimismo schopenhauriano anulará el ímpetu creativo del hombre.

En su ensayo El arte de demorarse, Byung Chul Han apoya mi postura cuando


dice: «La vita contemplativa sin acción está ciega. La vita activa sin contemplación
está vacía». Como lo entiendo yo, se refiere a que el sujeto contemplativo no
tendrá a dónde dirigirse. Sin motivo de acción, se queda uno atrapado en sí
mismo. El problema de la filosofía de Schopenhauer está es que su práctica nos
conduce necesariamente al vacío.

El fin ulterior

En la interminable labor de sellar máximas en el corazón de los hombres, de


establecer bajo sus pies sistemas capaces de soportar su gran peso y número, es
inevitable no caer en error. Y de la gravidez de tantos enunciados, no es extraño
que uno de ellos resulte flojo. Sin embargo, la tarea humanista de los siglos XVII,
XVIII y XIX respondió a enrevesadas cuestiones otorgando copiosas respuestas.
El problema del pesimismo clásico, no es sin duda, el mayor problema de la
cuestión humanista. Pero cuando el siglo XX debió centrarse en atar cabos
sueltos, si no es que proporcionar un mejor sistema, lo que hicieron fue tumbar la
problemática y conformarse aborrecibles ideologías. Entre ellas el optimismo, que
no es sino el resultado de encubrir una vergonzosa debilidad inactual.
El Optimismo del siglo XX no aporta nada, no resuelve nada; y, por lo visto, sólo
es el desesperado intento de contradecir el germen negativo de la sociedad
disciplinaria.

El fin ulterior del hombre no se resuelve con el optimismo, con él, en cambio,
enajena. El fin ulterior se pone al alcance del individuo cuando este se pone en
confrontación con la naturaleza y consigo mismo. Es decir, cuando vive ligado a la
propensión negativa del lugar que lo rodea. De ahí nacen, por ejemplo: su
fortaleza, su dedicación, y su utilidad.

La fortaleza del ser humano es de índole negativa. Es fuerte quien carece de


debilidad. La condición pura de una especie indica su suficiencia. Su dominio yace
ahí donde sus manos puedan alcanzar. Una hormiga no es débil cuando se
encuentra entre hormigas: empero lo es cuando se le mueve al lugar de las
gallinas. Una especie es fuerte desde su negatividad. Rousseau explica: «El ángel
rebelde que desconoció su naturaleza, era más débil que el venturoso mortal que
vive en paz conforme a la suya. Cuando se contenta el hombre en ser lo que es,
es muy fuerte, y muy flaco cuando se quiere encumbrar a más altura que la de su
humanidad». Para Rousseau, la debilidad del hombre se haya en el lejano
territorio de sus vanas aspiraciones. Prosigue: «Midamos el radio de nuestra
esfera y permanezcamos en el centro, como el insecto en medio de su tela;
siempre nos bastaremos para nosotros mismos y no tendremos que lamentar
nuestra flaqueza, porque nunca la sentiremos». No obstante, al seguir la carrera
del hombre y su negatividad, deducimos que su debilidad no sólo viene de un
instinto tan bajo como lo es el deseo, sino de aquello que no nace de su
naturaleza: aquello que le induce a adoptar una forma ajena a la suya: aquello que
lo condiciona a ejercicio, adocenado, impersonal y excéntrico.

La existencia humana, comenta Hanna Arendt, es pura existencia condicionada.


Según Arendt, toda cosa que es de la aplicación de la especie humana, ya sea
natural o creada, condicionan de manera perpetua la existencia de la misma. Dice:
«El mundo en que la vita activa se consume está formado de cosas producidas
por las actividades humanas; pero las cosas que deben su existencia
exclusivamente a los hombres condicionan de manera constante a sus
productores humanos.» Seguramente, al citar dicha frase, Arendt tenía en mente
la tecnocracia, y pensó, de seguro, en la medicina o en la energía nuclear. Sin
embargo soy incapaz de admitir si se dio tiempo a imaginar los inventos que no
aparecerían sino en la última década. Y si hablamos de herramientas, ¿qué hay
de las superfluas? ¿De qué manera Facebook, OnlyFans, etc., como herramientas
de bastante aplicación, no por ello emergentes, condicionan la existencia de sus
usuarios?
Google es el sol para el que logró escapar de la caverna. Y sin duda condiciona la
inteligencia del hombre. Pero en definitiva, no es el impulsor de su ciencia más
que de su mediocridad. Google no hace sino sujetarlo a un entramado sistémico
cuyo fin es el positivizar su naturaleza. Por ende, dotarlo de cualidades extrañas a
él: dotarlo de flaqueza, de debilidad. El sujeto creyente, al preponderar su
existencia a la de Dios, comprende un criterio inmensurable y sempiterno: y al
compararse, se distingue débil, enfermizo, pecador; internet no abre sendas e
ilumina caminos como normalmente se cree: el sujeto posmoderno, al ver el
mundo entero como mercancía a través de un ordenador, nota además de su
debilidad, su pobreza.

Chul Han, en La Agonía de Eros, llega al extremo de aducir que una vida
positivizada no es para nada natural, que en sí, lo meramente positivo carece de
vida. Por eso cita a Hegel: «Por lo tanto algo es viviente, solo cuando contiene en
sí la contradicción y justamente es esta fuerza de contener y sostener en sí la
contradicción». En positividad, uno no solo aminora sus fuerzas, sino que se
despoja de su humanidad.

La vita contemplativa es agradable porque le precede a la acción, la vita activa es


útil porque viene fuertemente cargada por la contemplación. No obstante, en la
actualidad, el imperio de la vita activa es notable. La forma de subsistencia activa
no enseña el retorno al ocio, indica su prolongación al infinito. Un bet seller de
Tonny Robins se llama «Poder sin límites».

Hoy la humanidad exalta la vita activa, y en ese vicio, opina Nietzsche, está su
perdición. Confío en que puedo darles un ejemplo: xxxxxx

El fin ulterior tiene al ocio como máximo recurso. Entre la acción y la soledad, el
espíritu obtendrá su grandeza por haber sabido oscilar con vehemencia.

Zaratustra (Nietzsche, Así habló Zaratustra), después de permanecer buen tiempo


con sus discípulos, notaba la necesidad de volver a su soledad. Él percibía con
claridad el gran cariño que sus amigos le tenían, pues era recíproco. Aun así, de
cuando en cuando, dejaba su calidad de maestro y volvía a las montañas. Se
entristecía al punto de llorar con amargura, pero era menester. «Y por última vez
algo me habló: “¡Oh Zaratustra, tus frutos están maduros, pero tú no estás maduro
para tus frutos! Por ello tienes que volver de nuevo a la soledad: pues debes
ponerte tierno aún.” Y de nuevo oí risas que huían: entonces lo que me rodeaba
quedó silencioso, como con un doble silencio. Yo yacía por el suelo, y el sudor me
corría por los miembros. Ahora habéis oído todo, y por qué tengo yo que regresar
a mi soledad. No os he callado nada, amigos míos. Pero también me habéis oído
decir quién sigue siendo el más silencioso de todos los hombres ¡y quiere serlo!
¡Ay, amigos míos! ¡Yo tendría aún algunas cosas que deciros, yo tendría aún
algunas que daros! ¿Por qué no las doy? ¿Acaso soy avaro? Y cuando Zaratustra
hubo dicho estas palabras lo asaltó la violencia del dolor y la proximidad de la
separación de sus amigos, de modo que lloró sonoramente; y nadie sabía
consolarlo. Y durante la noche se marchó solo y abandonó a sus amigos.» Que
sea el fin ulterior la perene inclinación de quien sepa amar su soledad: que sea
aquello toda su nobleza y todo su mérito: impondrá desafío a todo imperativo
vulgar, y no tendrá mayor apremio más que el deseo de superarlo.

La búsqueda de la felicidad es el imperativo de quien más surgido está en la vita


activa. Dio un gran paso en su madurez quien haya renunciado a tan ligera
aspiración.

De manera frívola, los famosos coach motivacionales, reducen todo espectro del
psique a mera anuencia de la voluntad. De ahí que aseguren la felicidad como
simple decisión. ¿Control metafísico?, ¿inteligencia emocional? ¡Pamplinas
comerciales! El fin ulterior busca la dignidad del hombre. Lo quiere osado, fuerte y
templado. Solo así sostiene uno dicho fin, que no es sino la búsqueda de la
verdad.

¿Qué hace que algo nos duela? La vista cercana de las cosas. El tiempo nos
conduce lejos de las cosas que dejamos en el pasado. El pasado de cerca nos
duele, pero el pasado, visto de lejos, pierde rigor. ¿No es por esto, acaso, que la
gente confía su salud al tiempo? Sin embargo, el tiempo, lo único que no podemos
controlar, muy pronto nos somete, y más pronto aún, nos lastima. ¿Qué hace que
algo no duela? La altura, sin duda. Allá arriba la vida no cuesta, el dolor no duele.
Las cosas son miniatura vista a esa distancia. «Que grande y hermoso
espectáculo es ver al hombre saliendo de la nada por sus propios esfuerzos;
disipar por medio de las luces de su razón, las tinieblas en las cuales la naturaleza
lo tenía envuelto; elevarse por encima de sí mismo; lanzarse con las alas del
espíritu hasta las regiones celestes; recorrer a pasos de gigante, cual el sol, la
vasta extensión del universo; y, lo que es aún más grande y difícil, reconcentrarse
en sí para reconocer su naturaleza, sus deberes y su fin».

Uno, obligado por el deber y animado por la justicia, tendría que hacer uso de su
inteligencia para, y de su paciencia y amor para conservarse de ese modo; liberar
su compleja imaginación con odio total a ponerlos bajo una atmosfera y retenerlo;
resuelto a que todo ello lo tenga abocado a la gloria y a la felicidad de nadie más
que sí mismo. Descubre uno, entonces, que la poderosa fuerza de la naturaleza le
grava numerosas ofrendas no a sentimiento de encargo sino a placer de
recompensa; las dadivas este lo sentirá como fundadas en justicia pago de su
apremio al arte; y si acaso no puedan estos fervorosos cumplidos anular el suplicio
de una carne agotada por la vida, podrán, sin duda, elevarle hasta los más altos
recintos en el que el espíritu descansa en libertad; una libertad fulminosa que,
ciertamente, no le cegará de la miseria del mundo y que no le obligará a desviar
ingenuamente los ojos de la crudeza de este, pues lo que le apartará del mundo
no será una muralla egoísta sino pedestal altruista; no le confinará a la ignorancia,
pues al elevarse por encima de todos tendrá vista entera; no le hará insensible,
sino que afinará sus sentidos; no le hará sufrido, pues le hará curador.

También podría gustarte