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En toda actuación del hombre se esconde un logos que la dirige. Es muy difícil
reproducir en una lengua moderna el significado que encierra el sustantivo logos,
como resulta patente en los esfuerzos de Fausto por encontrar una traducción
certera de este término. Con logos nos referimos por un lado a un orden objetivo
de los entes, en el que también está incluida la acción humana. Aludimos
también a una concepción viva en el hombre de este orden, que le permite
conducirse en su praxis con arreglo al mismo (es decir, “con sentido”.). El
zapatero debe estar familiarizado con la naturaleza del cuero y con los
instrumentos para trabajarlo. Debe saber también, para poder desempeñar su
oficio de modo adecuado, qué es lo que se exige a unos zapatos utilizables. Pero
esta concepción viva que subyace al trabajo no tiene por qué haberse convertido
en todos los casos en una clara imagen mental, en una “idea” del asunto de que
se trate, y menos en un concepto abstracto. Siempre que utilizamos palabras
terminadas en “-logía” o “-tica” estamos intentando captar el logos de un campo
concreto e introducirlo en un sistema abstracto basado en un claro conocimiento,
esto es, en una teoría. Toda labor educativa que trate de formar hombres va
acompañada de una determinada concepción del hombre, de cuáles son su
posición en el mundo y su misión en la vida, y de qué posibilidades prácticas se
ofrecen para tratarlo adecuadamente (p. 3).
Pero es perfectamente posible que alguien se entregue a una labor educativa sin
disponer de una metafísica elaborada sistemáticamente y de una idea del
hombre amplia y desarrollada. Ahora bien, alguna concepción del mundo y del
hombre ha de subyacer a su actuación, y de ésta se podrá deducir a qué idea
responde. Es asimismo posible que las teorías pedagógicas se hallen insertas en
contextos metafísicos de los cuales los representantes de esas teorías, y quizá
incluso sus autores, no tengan una clara percepción. Puede también suceder que
alguien “tenga” una metafísica, y al mismo tiempo construya una teoría
pedagógica que corresponda a una metafísica completamente diferente. Y es
bien posible que alguien proceda en la praxis educativa de modo poco
congruente con su teoría pedagógica y con su metafísica (pp. 3-4).
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La existencia humana en la filosofía de Heidegger
La gran pregunta de la metafísica es la que versa sobre el ser. Esta pregunta nos
viene planteada por nuestra propia existencia humana y, según piensa Heidegger,
sólo puede encontrar respuesta desde la existencia humana misma. El hombre
está rodeado en su existencia cotidiana por todo tipo de preocupaciones y
anhelos. Vive en el mundo y trata de asegurar su puesto en el mismo. Se mueve
en las formas tradicionales de la vida social. Entra en relación con otras personas,
y habla, piensa y siente como “se” habla, “se” piensa y “se” siente. Pero todo este
mundo firmemente establecido, en el que se encuentra y al que contribuye, toda
su atareada actuación, no son sino una gran pantalla que le mantiene apartado de
las preguntas esenciales que están inseparablemente unidas a su existencia, a
saber, las preguntas: “¿qué soy yo?” y “¿qué es el ser?”. Y, sin embargo, no logra
sustraerse permanentemente a esas preguntas (pp. 8-9).
El método fenomenológico
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dejar fuera en cuanto sea posible lo que se ha oído y leído y las composiciones
de lugar que uno mismo se ha hecho, para, más bien, acercarse a las cosas con
una mirada libre de prejuicios y beber de la intuición inmediata 1. Si queremos
saber qué es el hombre, tenemos que ponernos del modo más vivo posible en la
situación en la que experimentamos la existencia humana, es decir, lo que de
ella experimentamos en nosotros mismos y en nuestros encuentros con otros
hombres (p. 33).
Todo esto suena mucho a empirismo, pero no lo es, si es que por “empiria” se
entiende solamente la percepción y la experiencia de cosas particulares. En
efecto, el segundo principio reza así: dirigir la mirada a lo esencial. La intuición
no es solamente la percepción sensible de una cosa determinada y particular, tal
como es aquí y ahora. Existe una intuición de lo que la cosa es por esencia, y
esto puede tener a su vez un doble significado: lo que la cosa es por su ser
propio y lo que es por su esencia universal (p. 33).
Más aún, cuando percibimos al otro frente a nosotros, lo distinguimos de las demás
cosas y lo sentimos como alguien presente. Más allá de sus exterioridades, captamos
su interioridad y establecemos con él una relación típicamente humana, un intercambio
de pensamientos.
En el trato cotidiano se va develando el ser del hombre. Nuestro conocimiento del otro
va de lo indeterminado a lo determinado. Si estoy en una cabaña del bosque y oigo
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“Siéntete como un niño pequeño ante los hechos y prepárate a abandonar cualquier noción
preconcebida, sigue humildemente adondequiera y a cualquier abismo que conduzca la
naturaleza, o no aprenderás nada”. T. H. Huxley
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pisar la hojarasca, me doy cuenta que se acerca un animal o un ser humano. Al
escuchar el ritmo de sus pasos, sé que se trata de un ser humano. Luego toca la puerta
y habla con voz varonil. Sé que se trata de un varón adulto. Cuando el visitante vuelve a
hablar, reconozco la voz de un vecino conocido. Al pasar a la cabaña y quedarnos
enfrascados en una larga conversación, voy sabiendo más de él, de la historia de su
vida, de su modo de pensar, de los criterios que orientan su conducta, de sus anhelos y
de sus ilusiones.
El trato mutuo no se limitó a lo externo sino que llegó a la intimidad de las personas
involucradas. Más aún, este encuentro representa una confluencia de horizontes
cognitivos y valores, propios del espíritu humano. Éste abarca todas las dimensiones
del ser del hombre, como son lo conceptual, lo emotivo y lo valoral.
Buscador de Dios
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Todo ello nos recuerda que el auténtico educador es Dios. Sólo Él conoce a todo
hombre en su interior más profundo, sólo Él tiene a la vista con toda nitidez el fin
de cada uno y sabe qué medios le conducirán a ese fin. Los educadores
humanos no son más que instrumentos en las manos de Dios (p. 16).
El primer principio del método fenomenológico consiste en dirigir nuestra atención a las
cosas mismas, es decir, a cuanto se presenta ante nosotros, ante nuestra conciencia.
Mirarlas sin prejuicios, dejando aparte cuanto sabemos acerca de ellas. Lo que
percibimos nos conduce a captar las cosas, plantas, animales o humanos, en una
intuición inmediata. Este encuentro nos revela su esencia, lo que son en su ser propio;
esta esencia es, a la vez, universal. Visto desde la conciencia, esta percepción surge de
la intencionalidad, es decir, de la capacidad o apertura que caracteriza al humano para
conocer y apreciar lo que se le manifiesta. Se trata de una percepción espiritual, que
Husserl denominó intuición2.
Durante mucho tiempo, el ideal científico ha sido explicar todos los fenómenos
biológicos explicándolos mediante leyes físicas y químicas. Hemos llegado así a un
mundo de los vivientes carente de vida: la ciencia ha interpretado la vida de un modo tal
2
El método aquí empleado es el fenomenológico, que Edmund Husserl describe en el tomo II
de sus Investigaciones lógicas. Se trata de un método nuevo y a la vez antiguo, empleado por
los grandes filósofos de todas las épocas, aunque tal vez sin una reflexión tan clara sobre el
propio modo de proceder.
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que la nulifica. Paradójicamente, el físico llega al resultado que los colores y los sonidos
no son tales sino sólo vibraciones.
Que las cosas son, y que hay una pluralidad cualitativa de cosas, es el primer
hecho de experiencia, del que parte todo conocimiento. Llegar desde él hasta las
últimas estructuras fundamentales todavía accesibles a la razón: tal es el camino
que sigue el análisis filosófico radical (p. 74).
La percepción sensible
A ello se debe que en cada momento concreto el hombre sólo puede actualizar
muy poco de lo que él potencialmente, y que no todas sus potencias, ni mucho
menos, pueden llegar a convertirse en hábitos. Muchas de las capacidades del
hombre quedarán sin realizar lo largo de toda su vida (p. 93).
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deshacerse. La del hombre es una unidad corporal-anímica que va tomando una
figura corporal cada vez más diferenciada y de funciones cada vez más variadas,
a la que simultáneamente se expresa en un carácter anímico más rico y
firmemente establecido. Tanto la conformación anímica como la corporal se
desarrollan en continua actividad, que es el resultado de la actualización de
ciertas capacidades, y a la vez decide cuáles de las diferentes posibilidades
prefiguradas en el ser del hombre se harán realidad (p. 93).
Lo específicamente humano
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lo agradable y lo desagradable, de lo noble y lo vulgar, de lo bello y lo feo, de lo
bueno y lo malo, de lo sagrado y lo profano (p. 97-98).
El yo, en efecto, no es una célula del cerebro, sino que tiene un sentido espiritual
al que sólo podemos acceder en la vivencia de nosotros mismos. Asimismo, la
localización del yo sólo es posible desde la vivencia. Esta localización vivida no
se puede determinar físicamente. Puedo dirigirme a cualquier punto de mi cuerpo
y estar presente en el, si bien ciertas partes del mismo, como la cabeza y el
corazón, me son más cercanas que otras (p. 101).
El hombre posee un cuerpo personal: un cuerpo en el que vive un yo y que puede ser
conformado por la libre actuación del yo. Su alma funciona como “forma del cuerpo” que
lo anima, lo vivifica; es una substancia espiritual que, al morir el ser humano, se separa
del cuerpo.
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cometido se limita a posibilitar la formación espiritual. La formalización como tal
es realizada de hecho por el alma espiritual: un cuerpo sano, entrenado e
inclujso bello puede ser bien poco “espiritual”, mientras que uno enfermo, débil y
poco ejercitado puede estar muy espiritualizado) (p. 106).