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Ética

UCAMI

Material de trabajo académico.


Cuadernillo·02
[Temas de la Unidad II]
Mg. Claudio Altisen

***

Éticas y sujetos.
El posicionamiento ético como dimensión esencial de lo humano.

1./ La construcción del sujeto ético.

2./ Pluralidad de las éticas.

1./ La construcción del sujeto ético.

En cierto modo podemos establecer una continuidad de lo que hemos tratado sobre la diferencia y
relación entre ética y moral, con la diferencia entre sujeto ético y sujeto disciplinado. En efecto, el problema
planteado consiste en contraponer el sujeto ético al sujeto disciplinado, afirmando que el sujeto disciplinado
no es el sujeto ético.

Como señala Silvia Bleichmar1: El problema no está en los límites que se le “ponen” a las personas; es
decir, en las restricciones que operan sobre el sujeto. El problema está en la legalidad que lo estructura, que
lo pauta o regula. Ese problema, entonces, nos pone de cara a pensar cómo se constituye un sujeto que,
inscripto en legalidades, sea capaz de constituir, más allá de esas legalidades, la ética. Dicho en pocas
palabras: se trata de pensar la construcción del sujeto ético.

Para pensar en eso, tomaremos como punto de partida la función del otro y su desdoblamiento, y desde
ahí iremos hacia el reconocimiento de la presencia del semejante.

1
Bleichmar, Silvia. La construcción del sujeto ético. Ed. Paidós. Bs.As. 2011.-
Haremos aquí transcripción y comentarios sobre los conceptos centrales en torno a los que se organiza el referido libro de Bleichmar.

1
El otro.
La función del otro.

Partimos desde la función del otro, siguiendo en esto la senda de Freud (en Proyecto de una psicología
para neurólogos) al constatar que la base de todos los “motivos morales” se encuentra en la forma de operar
del adulto respecto del niño. Freud observó que cuando en el infante se produce una necesidad que lo tensa,
se queja, y viene el adulto e irrumpe con sus cuidados. En esa irrupción está la fuente de todos los motivos
morales, porque otro lo tiene en cuenta y por eso irrumpe. Irrumpe produciendo un cuidado de la vida. Pero
lo más importante es que al irrumpir transforma la queja en mensaje; es decir, en algo frente a lo cual hay
que responder. Vale decir que es el otro quien codifica el mensaje, generando así una primera forma de
intercambio. Asimismo, puede ocurrir que si el adulto está muy desorganizado o atravesado por angustias
muy intensas, tal vez le brinde al infante algo que no se corresponde son su necesidad o que incluso lo
perturbe.

Esto muestra cómo el mensaje no se puede constituir si no hay un destinatario.


Un mensaje puede no tener emisor: si llueve y yo entiendo que es una bendición de Dios, no
necesariamente Dios se me apareció y me dio ese mensaje. Pero el mensaje no se constituye si no hay
alguien que lo reciba, es decir, que lo decodifique. Esta decodificación será una interpretación, que el
receptor hará, no sobre ninguna regla, sino sobre la base de su propio deseo o su propia angustia. En el caso
de un bebé, por ejemplo, tiene que haber un adulto que codifique el llanto: “Tiene hambre” o “Tiene frío”.
De todas maneras, lo que nos interesa de esto es la codificación, entendida aquí como transcripción al
lenguaje de las necesidades biológicas. En rigor, el bebé no tiene hambre: tiene “algo” que podríamos
denominar displacer, malestar, y que uno lo nombra como “hambre”. Lo que el bebé tiene son sensaciones,
que pueden ser codificadas de manera bizarra.

Si se mira bien se podrá apreciar que en esto que venimos diciendo, se plantea una cuestión de suma
importancia en el campo de la ética: la posibilidad, o no, de ver al otro como un sujeto con necesidades
diferentes a las que uno tiene.

El desdoblamiento del otro.

El desdoblamiento es la fuente de toda constitución posible del sujeto ético.


Hacemos esa afirmación porque lo que denominamos “desdoblamiento” tiene que ver con el
reconocimiento de la existencia del otro y, al mismo tiempo, también tiene que ver con diferenciar las
necesidades de uno de las del otro, pero reconociendo esas diferencias.

Esto es importante en orden a que el sujeto no quede capturado por lo que el otro le inscribe, sino a que
empiece a constituirse en un entramado que lo des-capture de las formas inmediatistas de relación entre unos
y otros. El desdoblamiento, entonces, está relacionado con el modo de clivaje (división, desambiguación,
poner coto) del adulto respecto de sus goces en relación a los demás. El modo de clivar es lo que permite
despegarse de la satisfacción inmediata (de la perentoriedad, de la compulsión), para empezar a organizar y
ligar la circulación de las pasiones y del deseo en la relación con el otro, haciendo así posible un pequeño
pasaje al placer sublimatorio. Por ejemplo, un placer sublimatorio es el amor cuando es comprendido en
términos de la ética; esto es, no como una totalizadora ilusión de fusión, sino como la capacidad de tener en
cuenta al otro…
Sublimar es tener la capacidad de reconocer al otro, y de establecer intercambios no meramente
pragmáticos con otro ser humano; o sea: no tratar al otro como a un mero objeto, como si el universo
humano terminara en uno mismo. Ese reconocimiento es la base de toda posibilidad de constitución de un
sujeto ético.

Por ejemplo: los padres éticamente responsables se enojan por las conductas inmorales que sus hijos
despliegan hacia terceros. Los padres no los apañan, y aunque en ocasiones tengan que apañarlos, igualmente
sus hijos les manifiestan su desagrado. Ante eso, los padres les marcan a sus hijos la diferencia entre la
transgresión a la ley en sí misma, y el ataque al otro (adulto) encargado de pautar la ley, encargado de regular
los intercambios. Es un doble juego, tenso… que plantea situaciones dilemáticas permanentemente.

2
Además, cabe mencionar que no toda legalidad pauta, y que ciertas legalidades pueden hacer daño.
Hacen daño cuando reglamentan bajo formas rígidas o atentando contra los principios del sujeto; es
decir, perdiéndolo de vista.
Esto nos lleva a retomar la cuestión del clivaje, para venir a pensar entorno a los modos en que se
estructuran los intercambios entre los sujetos. Es que en los discursos descalificatorios del otro, lo que se
inscribe no es la pautación de la ley (esto es: una pauta, una regulación de la circulación deseante), sino el
modo primario en que el adulto se coloca en relación al niño. Y eso no le sirve al niño para descentrarse; es
decir, para ir haciéndose heterónomo respecto del adulto. Hay que tomar en cuenta que, desde su infancia, al
ser humano se le instala la ley como prohibición, pero sólo la recibe cuando proviene del otro amado. Ahora
bien, desde un punto de vista ético, lo relevante es que en el trasfondo del amor al otro está siempre presente
la relación entre sujetos.

El semejante.

En este funcionamiento desdoblado del otro se hace presente la ética, en el sentido que plantea el
filósofo Emmanuel Levinas, como “reconocimiento de la presencia del semejante”.
El semejante inscribe una ruptura en mi solipsismo, en mi egoísmo, en el encierro sobre mí mismo.
Vale decir que el amor sublimatorio es capaz de tener en cuenta al otro, de considerar al otro como tal.
Así, la cuestión de la ética empieza por el modo en que el adulto le pone coto a su propio goce con
relación al cuerpo del niño. En los cuidados que el adulto realiza va a inscribiendo el orden de una
circulación que es organizadora de la relación entre sujetos. Y esta forma de operar del adulto con el niño es
la base de todos los “motivos morales”, como escribió Freud. El niño llora porque tiene malestar, porque
siente displacer, pero para que su llanto se torne mensaje, es necesario que haya otro humano capaz de
recibirlo y transformarlo en algo a lo que hay que responder. No en un espejo de la propia autosatisfacción,
sino en un semejante ante quien responder.
Esto concierne a la cuestión del narcisismo 2. Estamos demasiado habituados a pensar que el narcisismo
es simplemente especularidad o prolongación de uno mismo. Es cierto que, muchas veces, la categoría de
“semejante” no abarca a toda la humanidad, pero en general abarca a los hijos. En general, pero no siempre:
en algunos casos de psicosis de niños vemos que el chico ha sido tratado como un animalito, como un ser
biológico… y eso porque falta la proyección sobre el bebé, no sólo de su potencialidad, de lo que debe llegar
a ser, sino de lo que es. Porque, en realidad, la atribución que se hace no es a futuro, sino en presente.
De modo que, en los primeros tiempos de la vida, esa mirada narcisizante del otro, que ve totalidades,
es lo que precipita al sujeto. En el cuerpo como objeto de goce, se trata de meras parcialidades…
desintegradas, desorganizadas. En esto, lo reñido con la ética consiste en que, al no percibir al otro de
manera integral, como sujeto, se lo percibe como un mero objeto de goce y, en consecuencia, el otro pierde
sus rasgos de humano. Hablaremos entonces de modos de relación desubjetivantes; esto es, de modos
definidos por la subjetividad en juego; es decir, por la posibilidad, o no, de subjetivación del otro como “mi
semejante”.

***
Esto que ocurre desde los comienzos de la vida humana en cuanto tal, es importante porque es la fuente
de toda constitución posible del sujeto ético. En la medida en que se produce un reconocimiento y, al mismo
tiempo, una diferenciación de necesidades y un reconocimiento de las diferencias, el sujeto no queda
capturado por una irrupción del otro de modo desorganizante, sino que comienza a inscribirse en un
entramado simbólico que lo desatrapa, tanto de la inmediatez biológica como de la compulsión a la que sus
pasiones lo condenan.

2./ Pluralidad de las éticas.

2
En la mitología griega, Narciso era un joven muy hermoso. Las muchachas se enamoraban de él con facilidad, pero las rechazaba.
Entre las jóvenes heridas por su amor estaba la ninfa Eco, quien había disgustado a la diosa Hera, que la condenó a repetir las últimas
palabras de aquello que se le dijera. Por tanto, era incapaz de hablarle a Narciso de su amor, pero un día, cuando él estaba caminando
por el bosque, ella lo espiaba. Cuando él preguntó “¿Hay alguien aquí?”, Eco respondió: “Aquí, aquí”. Incapaz de verla oculta entre
los árboles, Narciso le gritó: “¡Ven!”. Entonces Eco salió de entre los árboles con los brazos abiertos, pero Narciso cruelmente se
negó a aceptar su amor. Para castigar a Narciso por su engreimiento, Némesis, la diosa de la venganza, hizo que se enamorara de su
propia imagen reflejada en una fuente. Y Narciso quedó ahí en una contemplación absorta, incapaz de apartarse de su imagen ni
siquiera para ir a comer. Entonces se fue debilitando hasta terminar cayendo a las aguas, donde se ahogó.

3
Como disciplina filosófica la ética surgió primeramente en la Grecia de la antigüedad, en reacción
contra la disolución de las costumbres transmitidas por la tradición. En tal sentido, cabe recordar las célebres
disputas entre los socráticos y los sofistas, unos cuatro siglos antes de la era cristiana. Desde entonces, fueron
surgiendo diferentes corrientes, como por ejemplo: la ética hedonista de los epicureístas (centrada en la
búsqueda del placer de la vida), la ética fatalista de los estoicos (centrada en la reconciliación con el
determinismo), o la ética eudaimonista de los aristotélicos (focalizada en alcanzar la felicidad).
Los conceptos fundamentales de estas éticas antiguas siguieron vigentes, a pesar de sus ulteriores
modificaciones y precisiones, a lo largo de los siglos, e incluso hasta nuestros días. Volveremos sobre esos
conceptos más adelante.

Posteriormente, con la irrupción del cristianismo en el escenario socio-político y funcionando como


discurso organizador de la vida tras la caída del imperio romano de occidente, durante los siguientes mil años
del medioevo… las diversas corrientes éticas fueron retomando con distintos acentos los conceptos
elaborados durante la antigüedad greco-romana, pero haciendo centro en la convicción de que la norma
moral está dada en el orden esencial del mundo. Orden que era concebido como un destello de la ley eterna
existente en la mente del Dios de los cristianos.
Durante la Edad Media los conceptos fundamentales devenidos del mundo antiguo fueron retrabajados
desde la perspectiva del mensaje evangélico, poniendo especial énfasis en el libre albedrío.

Después del medioevo, los pensadores de la ética en los tiempos modernos, la desligaron de aquel orden
esencial del mundo y repensaron la moral como derivada de factores internos de las personas y de factores
externos como los valores imperantes en la cultura. Así, según los acentos, surgieron por ejemplo: las éticas
intelectualistas de los racionalistas, o las éticas emotivistas de los empiristas, o las éticas consecuencialistas
de los utilitaristas.
Los conceptos fundamentales de la ética tradicional hicieron eje en el Hombre, considerado como un
ser libre, desligado de toda determinación, autónomo, capaz de darse las propias leyes de su actuar, porque es
un ser que se autolegisla y no obedece a las normas de otro. Tal pensamiento era congruente con el ascenso
social de la burguesía, con el desarrollo del capitalismo, con el nacimiento de los Estados Nacionales, con el
avance de las democracias… Así, el deber del hombre moderno era, antes que nada, ser libre.

Pero la crisis de la Modernidad durante el siglo XX, precipitó un replanteo que ya venía asomando
desde el siglo XIX. En la Posmodernidad, entonces, ya no pudo hablarse de un sujeto universal y libre, sino
de varios sujetos relativos y ligados a contextos históricos y culturales. La situación se invirtió: ya no se trata
del sujeto libre, autónomo, sino del sujeto determinado, que se imagina actuando motu proprio. Ya lo había
dicho Spinoza en el siglo XVII: “Los hombres se creen libres, porque ignoran sus determinaciones”.
Los conceptos fundamentales de la ética clásica y medieval serán repensados desde una perspectiva
crítica que hace visibles a los sujetos como seres relativos, y sujetados a contingencias históricas y a
determinaciones culturales. La inquietante pregunta que surge, entonces, es: ¿cómo podría la filosofía fundar
ahora una moral? Porque si los sujetos ya no son autónomos, dado que obedecen a la norma de otro, a los
valores de su etnia o a la lengua de sus ancestros, entonces se dificulta la posibilidad de pensar una moral
universal del Hombre. Encima, la revisión histórica permitió esclarecer que la pretensión moderna de fundar
una moral universal, había acabado en una brutal ilusión etnocéntrica, similar a los pensamientos metafísicos
y teológicos precedentes que la ciencia moderna había querido superar. ¿Se puede hablar de un bien o de un
mal universales? ¿Lo bueno para una cultura no puede ser malo para otra? Cada pueblo considera que su
manera de vivir es la mejor, y suele despreciar a los extranjeros porque viven “mal”.

Ahora bien, varios pensadores posmodernos observaron que las prácticas culturales están estrechamente
ligadas al lenguaje, a eso que los griegos de la antigüedad denominaron “logos” (lo que recoge o reúne una
multiplicidad, en una lengua compartida por la comunidad)… Por eso, en contraposición, los griegos
llamaron “bárbaros” a los insensatos que no compartían el “logos”, sino que “barboteaban” como los pájaros.
Y ese era el motivo por el cual los esclavos no podían formar parte de la vida social, ya que no participaban
del “logos” a través del cual los ciudadanos se entendían. Precisamente, el “ethos” de los griegos (de donde
viene “ética”), significaba la manera de ser del “ethnos” (pueblo); esto es: la manera de ser de los miembros
de la comunidad, de acuerdo al papel que les tocaba interpretar en la organización social de las actividades.
Vale decir que logos, ethos y ethnos estaban estrechamente emparentados. Pero, a primera vista,
parecería que los filósofos morales de la Modernidad habían repetido el prejuicio de los griegos y de los
cristianos: pensar que existía una moral universal, la propia, en relación con la cual las demás resultaban

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bárbaras o incivilizadas. De hecho, el etnocentrismo fue la ideología moral del colonialismo europeo, que le
sirvió a los hombres de aquellos tiempos para justificar esclavitudes y masacres en nombre del bien de sus
víctimas… Eso con tal de inculcar a los habitantes nativos de las colonias, los valores y formas de vida de
Europa. Tal fue la mentalidad imperante desde el siglo XV hasta finales del XIX, y todavía no podemos
decir que no exista. Una mentalidad según la cual una comunidad particular toma la palabra en nombre de
toda la humanidad. Con mucha claridad lo expresó Jacques Derrida: esto ocurre cuando “ciertos valores
relativos a una cultura pretenden ser los únicos válidos en todo tiempo y lugar”. Friedrich Nietzsche lo
había visto también, unos cien años antes, en el siglo XIX: “detrás de las pretensiones de universalidad, se
esconde un oscuro instinto de dominación”.
Ahora bien, ¿qué sucedió entonces con la ética? Sucedió que, conforme avanzó el tan convulsionado
siglo XX, la ética fue pensada como resultante de consensos siempre contingentes. Se puede decir que fue
pensada en términos relativistas, contra cualquier pretensión universalista. Pero el pensar la ética de modo
relativista hizo surgir problemas nuevos, porque el puro relativismo histórico y cultural se reduce, en
definitiva, a la mera aceptación de lo existente.
Veamos someramente los principales senderos recorridos por los pensadores ocupados en tratar de idear
una ética “global” en el siglo XX, a posteriori de las convulsiones políticas que belicosamente jalonaron los
primeros dos tercios de siglo.

Éticas de la despolitización.
1.- Ética de la diferencia. 2.- Ética ironista. 3.- Ética de la comunidad.
4.- Ética de la comunicación. 5.- Ética del no-Mal.

La ética de la diferencia.

A principio de los años 80, el relativismo moral parecía haber resuelto muchos inconvenientes para
ciertos pensadores occidentales. Por un lado, consideraron que abandonando los planteos totalizantes se
podía comprender el desastre de las revoluciones en los países del Este y del Tercer Mundo en las que se
había reprimido al pueblo en nombre de su emancipación futura. Por otro lado, el relativismo se veía como
adecuado para promover las democracias “pluralistas”, en las que una minoría (el macho occidental, blanco,
racional y eficaz) no le impusiera su modelo normalizador a las demás. La idea predominante consistió en
que la democracia debía basarse, antes que nada, en el “respeto a las diferencias”.
Pero esta posición no tardó en encontrarse con ciertas aporías o contradicciones insuperables; por
ejemplo: ¿cómo podría hablarse de derechos universales si no existen valores más allá de las diversas
culturas? Es que si nada existe fuera de las interpretaciones realizadas desde diferentes perspectivas, y por
eso mismo tampoco se puede recurrir a ninguna “objetividad”, entonces no se puede decidir cuál sería la
interpretación adecuada y cuál la inadecuada. En el mismo sentido, tampoco se puede hablar de humanos
autónomos, independientes del lenguaje, de las normas y de las costumbres de la etnia a la que pertenecen.
¿Para qué hablar de ética entonces? La ética se convierte en una simple tolerancia ante las diferencias
individuales o comunitarias. A su vez, la única interpretación intolerable es la no-relativista o la
universalista. Pero de esa manera el relativismo repone un nuevo universalismo: “el relativismo debe
convertirse en norma universal”. ¡No toleremos a los intolerantes!
En consecuencia, el derecho a la diferencia se ve bastante reducido, ya que un relativista tendría que
decir: “el diferente debe adherir a mi ética relativista”.

Este problema aparece como insuperable para el relativismo de la ética de la diferencia.


Al respecto, señala Alain Badiou: “Los respetuosos de la diferencia están visiblemente horrorizados
ante toda diferencia un poco sostenida. (…) Para ellos, las costumbres africanas son bárbaras, los islamitas
son temibles, los chinos son totalitarios, y así sucesivamente. En verdad, el famoso ‘otro’ sólo es
presentable si es un buen otro; es decir, el mismo que nosotros. Respecto de las diferencias, ¡por supuesto!
Pero a condición de que el diferente sea demócrata-parlamentario, partidario de la economía de mercado,
defensor de la libre opinión, feminista, ecologista… Lo que se expresará de esta manera: yo respeto las
diferencias, en la medida en que eso que difiere respete exactamente como yo esas diferencias”.

A su vez, el llamado “respeto de las diferencias” puede resultar ambiguo y manipulable. Por ejemplo,
cuando sirve para “tolerar” la represión y las ejecuciones en ciertos países, en atención a razones de
conveniencia. Está visto que, para sostener suculentos negocios con naciones que violan derechos humanos,

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algunos países mantienen silencio o incluso les brindan su apoyo… y lo hacen excusándose en que distintos
países responden a diferentes tradiciones de derechos humanos. ¿Acaso se podría justificar el Holocausto
diciendo que los nazis tenían “una tradición diferente de derechos humanos”? De hecho, los países que
consideran la aplicación de la ley coránica en Afganistán como una aberración intolerable, la respetan como
un rasgo cultural en Arabia Saudita, porque es aliada de las potencias occidentales. Del mismo modo, los
afganos eran héroes de la libertad y de la cultura musulmana cuando, con apoyo estadounidense, contenían el
avance de la Unión Soviética. Otro ejemplo: occidente considera que los iraníes están sometidos a una cruel
tiranía, mientras que los habitantes del emirato árabe de Kwait mantienen venerables y ancestrales formas de
gobierno.
Está visto, entonces, que el relativismo suele asumir posiciones por demás de relativas…

 El relativismo nacionalista.

Las crisis del capitalismo complicaron aún más las cosas, cuando los habitantes del Tercer Mundo
“invadieron” los países del Primer Mundo occidental con su fuerza de trabajo y su pobreza. El fenómeno
inmigratorio no era nuevo, pero a partir de los años 80 comenzó a crecer en importancia, sobre todo en
Europa. Desde entonces, los partidos neofascistas acrecentaron su caudal de votos gracias a la prédica
xenófoba y abiertamente discriminatoria.
Paradójicamente, el discurso nacionalista de corte neofascista vino a coincidir con los defensores de las
multiplicidades étnicas y de la diversidad cultural: “Nosotros respetamos sus diferencias, pero que ellos
respeten también nuestra identidad nacional, o que se vayan”. Tal parece, entonces, que no se puede querer a
la vez la diversidad cultural y la familiaridad con culturas distintas de la nuestra…

La ética ironista.

Para evitar la amenaza nacionalista sin renunciar al relativismo, el filósofo liberal estadounidense
Richard Rorty proponía romper con la identidad entre etnia y nación.
Según Rorty, para librarse del etnocentrismo hay que centrarse en la más amplia de las comunidades: la
humanidad; esto es, todos los seres racionales. ¿Quiénes son los seres racionales? “Nosotros los liberales”,
respondía Rorty. Una comunidad de hombres de pensamiento liberal y de instituciones cosmopolitas,
entregados a la tarea de ensanchar su ethnos, de ampliar el “nosotros”. Para eso proponía la “solidaridad”
entre los individuos como la “forma correcta” de ampliar el sentimiento de unión entre las personas contra
cualquier forma de “crueldad”. De esa manera, la solidaridad viene a ser un imperativo racional, universal y
necesario. Para los liberales un “imperativo” es lo que permite actuar como si se tratara de un bien absoluto,
aun sabiendo que no es más que una creencia distintiva de su etnia liberal. Por eso a su ética se la denomina
“ironista” (o del disimulo).

Rorty no dió argumentos para explicar por qué la solidaridad es mejor que la crueldad, sino que propuso
su tesis a la manera de un juicio de gusto, cuya universalidad se realiza como si resultara de un consenso que
tiende a amplificarse.
Lo que Rorty admitió es que lo que cuenta como crueldad desde la perspectiva de un vocabulario,
puede no ser juzgado como tal desde la perspectiva de otro vocabulario. Lo cual hace de la disminución de la
crueldad una abstracción vacía, a menos que le demos una especificación valiéndonos de ejemplos concretos.
También admitió que para cuando se llegara a convencer a los individuos de otras etnias que es
preferible ser solidario antes que ser cruel, igualmente no es seguro que los otros interpreten como cruel o
solidario lo mismo que la etnia de “nosotros los liberales” juzga de ese modo.

En su planteo ético, Rorty conjuga estética, relativismo, consensualismo y persuasión, en torno a una
combinación de comunicación de masas y mercado, orientada a sustentar los “sentimientos establecidos”.
Establecidos de “forma correcta” por los seres “racionales” que conforman el “nosotros” de los liberales.

La ética de la comunidad.

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Un nuevo intento por resolver las aporías o dificultades del relativismo, se encuentra en la ética
conservadora del filósofo británico y estadounidense Alasdair MacIntyre. Según este pensador, la dificultad
está en que los demás planteos éticos se centran en el ser humano como si fuera un individuo aislado, que se
encuentra con obligaciones universales o con exigencias de libertad; es decir: pierden de vista que los
individuos habitan siempre en una comunidad. En consecuencia: resulta absurdo pensar una moral fuera de
las situaciones sociales, ya que la moral es un problema de relación de un individuo con el prójimo.
Ahora bien, en una comunidad cada individuo siempre encarna un rol determinado, que es característico
de esa sociedad. Por eso “las aspiraciones modernas a una universalidad liberada de toda particularidad,
resultan una ilusión”, escribió MacIntyre.

Pero ese planteo no es del todo novedoso. Es congruente con la pragmática de Ludwing Wittgenstein: el
individuo está obligado en cada caso a respetar ciertas reglas de juego de acuerdo con la situación en la que
se encuentra y el papel que le haya tocado jugar en ella. Así, un mismo individuo tiene ciertas obligaciones
cuando está en su trabajo, otras cuando está en su casa, otras en los lugares públicos, etc.
Dicho planteo de MacIntyre también es congruente con Aristóteles, quien llamaba “frónesis” a la
sabiduría o cualidad moral según la cual un individuo hace lo que debe hacer en cada caso, de acuerdo con su
personaje social y con la situación en la que se halla. Según MacIntyre la “frónesis” (también traducida como
“prudencia”) es el principal elemento de la ética, su virtud más importante. Para Aristóteles, la “frónesis”
funcionaba en compañía de otras tres virtudes: el coraje, la justicia y la honestidad… esto es:
1.- El coraje (o fortaleza) para aceptar las reglas de juego establecidas en una situación social sin que
importe el rol que nos haya tocado en suerte y asumiendo los riesgos que eso implica.
2.- La justicia que nos permite reconocer qué le corresponde a cada uno de acuerdo con el papel que le
haya tocado interpretar.
3.- La honestidad (o moderación) en la aceptación de los errores durante el desempeño de nuestro rol.

Ahora bien, cada uno de los roles depende de la división social de las actividades (de la organización
social, estatal, económica, etc.) en una determinada comunidad… en consecuencia: podemos apreciar el
carácter profundamente conservador de la ética de MacIntyre. Porque si de lo que se trata es de cumplir con
el libreto que la sociedad escribió para cada uno de esos roles, y de hacerlo lo mejor posible; entonces no
solo queda incuestionada la existencia de esos roles, sino que además implica ponerse al servicio del sistema
como un buen vasallo obediente de las órdenes de su Señor. O sea que se podría ser una persona moralmente
muy correcta, a la vez que silenciosamente cómplice de indignas desigualdades entre roles. ¿Acaso una
moral así, no equivale a una “cosificación” de las personas?
En la estela del pensamiento de Aristóteles y de Platón, MacIntyre piensa una ética que mantiene los
privilegios de clase social, y en la cual lo injusto sería tan solo el no comportarse como corresponde al rol, y
el no recibir lo que corresponde a la función social desempeñada desde el rol de cada quien. Es decir que no
piensa en una justicia democrática (basada en la igualdad), sino en una justicia aristocrática (basada en la
proporción).

MacIntyre pasa del relativismo craso a una suerte de remozado universalismo aligerado. Los roles y su
reparto social, cambian de una sociedad a otra, de acuerdo con sus costumbres o su organización social. De
acuerdo con su “eticidad”, como diría Hegel, el comportamiento de los individuos sólo puede ser juzgado
dentro de esa comunidad y en función de sus valores particulares y relativos. Ahora bien, según MacIntyre,
la “frónesis” y las tres virtudes que la acompañan (tradicionalmente conocido como: “las cuatro virtudes
cardinales”) son principios de acción válidos para el buen funcionamiento de todas las sociedades en
cualquier cultura… porque donde hay comunidad existe una forma coherente y cooperativa de vivir que está
socialmente establecida. De ahí entonces que, según MacIntyre, los individuos están obligados a respetar el
libreto de su rol, para que pueda seguir existiendo esa “forma particular” de sociedad.

Para MacIntyre, si falta “frónesis” en nuestras sociedades es por efecto de la nefasta influencia del
pensamiento iluminista que separó al individuo de sus condiciones sociales de existencia. De ahí la
invitación de MacIntyre a aprender de las “sociedades heroicas” (o tradicionales), que defienden su “forma
de vida” de las influencias foráneas, sosteniendo la práctica de virtudes congruentes con la tradición
heredada en la que se encuentran.

Si se mira bien, se podrá apreciar que MacIntyre mantiene la idea de que la cooperación es el principio
básico de cualquier sociedad; sin embargo, entiende que la moral está ligada a la forma (histórica y

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particular) en que cada sociedad se organiza. De modo que MacIntyre no funda su universalismo moral en el
aspecto universal de la cooperación social, sino en lo particular y relativo de cada “forma” de sociedad.
De ahí, entonces, que su ética no pueda ser considerada progresista (basada en la cooperación y en la
solidaridad), sino conservadora (basada en la sumisión a un orden tradicional preestablecido).

La ética de la comunicación.

Otra solución intentada al problema de la incompatibilidad entre el relativismo y el universalismo, se


encuentra en la “ética de la discusión” de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas.
Estos dos filósofos eran muy concientes del peligro que implica fundar la legalidad democrática en la
mera eticidad y en la contingencia histórica de los valores. Entonces propusieron conciliar el concepto
hegeliano de eticidad (la personal apropiación de las normas y valores que regulan la comunidad) con la
conceptualización kantiana de la moral universal (el imperativo categórico que rige el comportamiento en
todas sus manifestaciones)… Para eso pensaron en que, más allá de las diferencias culturales, los
interlocutores deben aceptar las reglas de juego si es que quieren comunicarse y no utilizar la violencia. Es
decir que el imperativo kantiano vale para cualquier cultura, pero sólo puede ponerse en práctica dentro de
las formas de cada cultura. Ahora bien, ¿cómo podría hacerlo un individuo que discutiera con un miembro de
otra cultura? ¿A partir de qué reglas podrían establecer el diálogo o criticarse? No podrían hacerlo si acaso
faltan las reglas que puedan ser aceptadas por los interlocutores que participan en la comunicación inter-
étnica. Pero incluso aunque las reglas de juego valgan para todos los participantes por igual y que éstos las
acepten libremente, eso aún no excluye dos cosas:
1.- Que los roles no sean siempre igualitarios.
2.- Que una vez aceptados, el respeto al otro implica atenerse a cumplir con lo que le corresponde al rol.

Según esta ética, entonces, la libertad del individuo (la no identificación con su rol) equivaldría a una
inaceptable transgresión del imperativo kantiano (que obliga a cumplir con lo prometido o con el contrato
suscripto). En este sentido, la propuesta de Apel y Habermas no parece diferenciarse demasiado de las éticas
conservadoras. Si bien parten de la eticidad, en definitiva proponen una ética universal que funcione en
distintas configuraciones históricas y particulares. Es que según Apel y Habermas la norma universal resulta
válida en todo tiempo y lugar, pero sólo se puede juzgar su cumplimiento o su transgresión a partir de las
normas particulares y relativas de las diversas culturas.

La ética del no-Mal.

Algunos filósofos franceses (Bernard-Henri Lévy y André Glucksmann, entre otros) observaron que la
ética se encontraba desarmada frente al relativismo cultural: no hay manera de poner de acuerdo a todos los
seres humanos acerca de lo que es bueno o virtuoso. Es decir: no existe un Bien universal y necesario, sino,
siempre y en todos lados, bienes relativos y contingentes. Para unos está bien comportarse de una forma que,
para otros, está mal. Pero eso no es lamentable por sí mismo. Al contrario, el desafío pasa por aceptar la
diversidad humana, las diferencias culturales, las multiplicidades individuales. Para eso hay que comprender
que cada comunidad y cada individuo tienen su pequeña idea acerca de lo que está bien para ellos, y que
resulta conveniente para todos que no traten de imponérsela a los otros. En eso consiste la tolerancia, que es
el principio moral más sabio del pensamiento liberal.

Desde esta perspectiva, el Mal comienza cuando se le pretende imponer a todos los individuos un Bien
supuestamente universal. Eso es lo que hacen las Iglesias, los Partidos, los Estados, y cualquier tipo de
revolución inspirada en la utopía de una sociedad sin Mal… por lo cual terminan convirtiéndose en la
manifestación más patente de ese Mal. Porque el Mal que quieren suprimir son todas aquellas prácticas y
valores que no se ajustan a “su” Bien. Es por eso que, en definitiva, terminan persiguiendo a los herejes que
transgreden la ortodoxia. Y sin advertir que, en algún momento del pasado, lo que hoy es ortodoxia también
fue antes una herejía perseguida.
Al respecto, escribía Alexandre Kojève: “Cualquier acción, al negar lo dado como existente, es mala:
un pecado. Pero el pecado puede ser perdonado por su éxito. El éxito absuelve el crimen, porque el éxito es
una nueva realidad que existe”.

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Comentando a Glucksmann, Michel Foucault escribió: “Poco importa… un hecho nunca será nada por
sí mismo; escucha, lee, espera; eso se explicará más lejos, más tarde, más alto”. Así, por ejemplo, hay
quienes justifican las masacres de pueblos originarios, porque de ese modo se logró que en esas tierras
existan las expresiones civilizadas de la cultura occidental y del capitalismo. Conforme pasa el tiempo, todo
parece justificarse retroactivamente. El refranero popular dice que “no se puede hacer una tortilla sin romper
los huevos”, pero ¿hasta qué punto el propósito de hacer una tortilla no es más que una excusa para justificar
el inconfesable deseo de romper los huevos? En tal sentido: ¿la promesa de un bien futuro no será una
coartada para poder darle rienda suelta a los impulsos más mortíferos? ¿Acaso no hay padres que disfrutan
de castigar a sus hijos, diciendo que lo hacen “por su bien”?

La conclusión a la que llegaron estos filósofos franceses de la ética del no-Mal, es la siguiente:
…lo universal ya no es el Bien, sino el propio Mal.

Según Lévy-Glucksmann, como animales culturales, los humanos tienen distintas maneras de ver las
cosas, y múltiples versiones del Bien. Pero como animales a secas, todos sufren por igual. En consecuencia:
las torturas y las ejecuciones son un Mal aquí y en cualquier parte del planeta. Y por eso la ética de los
Derechos Humanos es universal, porque ya no prescribe un Bien, sino que denuncia un Mal.

Un planteo semejante se encuentra en un ensayo del alemán Hans Jonas, titulado “El principio de
responsabilidad”. En ese ensayo, Jonas plantea que la moral nos dice cuáles son nuestros deberes o nuestras
responsabilidades, pero… ¿a quién debemos responderle? ¿Ante quién somos responsables? Y contesta que
somos responsables ante las generaciones futuras. Porque la existencia de la humanidad es una obligación
“incondicional” (universal y necesaria): hay que preservar para el hombre la integridad de su mundo y de su
esencia contra los abusos del poder. En consecuencia: el deber de los individuos y de los Estados pasa por
evitar hoy el Mal futuro de la especie humana.
La de Jonas consiste, entonces, en una ética de la conservación de la especie.
Ya no hay revoluciones basadas en promesas de emancipación, ni esperanzas en un Bien futuro, sino
tan solo una “profecía de la desdicha” a la que se le opone el “principio de responsabilidad”. No hay un
futuro luminoso por delante, no hay futuro, sino tan solo la responsabilidad actual.

Como puede apreciarse, ya sea que se trate de los “Derechos Humanos” en la versión de Lévy-
Glucksmann o del “principio de responsabilidad” en la versión de Jonas, estamos ante dos éticas
conservadoras: el principio universal de la primera es la conservación del individuo, y el de la segunda es la
conservación de la especie. En ambos casos, el derecho fundamental de los seres humanos es su derecho a
permanecer vivos… y la responsabilidad correspondiente es la de evitar la muerte.

Ahora bien, Alain Baidou señala una paradoja en el planteo de Lévy-Gluksmann: el sujeto de los
derechos humanos no es un humano, sino un animal. Incluso los medios de comunicación suelen tratar con el
mismo tono la masacre de una tribu africana, y el exterminio de focas en el Ártico. También puede verse
escindido al sujeto universal en las noticias sobre “intervenciones humanitarias” en otros países. En la
pantalla se expone a las víctimas como animales despavoridos, y a sus benefactores como depositarios de la
buena conciencia deseable. ¿Por qué esa escisión pone siempre a los mismos en los mismos roles? ¿Qué
oculta esa ética inclinada sobre la miseria del mundo? ¿Acaso no llama a la reflexión el simple dato de que
esas personas son consideradas como víctimas que merecen los más denodados esfuerzos por ayudarlas, pero
eso tan sólo mientras están en sus países? Porque ni bien se atreven a cruzar la frontera de sus benefactores,
se convierten inmediatamente en “inmigrantes clandestinos”, con toda la connotación delictiva que envuelve
ese adjetivo. Tal parece que es “bueno” ver víctimas por televisión desde el living de una casa confortable, y
“apiadarse” de las desdichas de esas pobres gentes. Pero que a esos anormales ni se les vaya a ocurrir
refugiarse “entre nosotros”, porque entonces el buen samaritano puede llegar a convertirse en un fascista
despiadado.

Respecto del imperativo propuesto por Hans Jonas, Badiou plantea que tiene resonancias inquietantes y
ambiguas. Lo que sucede es que Jonas propone un imperativo bioético: “actúa de manera que los efectos de
tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida auténticamente humana sobre la tierra”. Pero,
¿qué sería una vida “auténticamente” humana? Esa definición se acerca mucho a la “vida digna” de la que
hablaban los nazis, para permitirse eliminar a las “vidas indignas”, anormales o enfermas. ¿No serían

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“inhumanas” todas aquellas vidas que no cumplan con las condiciones de normalidad socialmente
aceptables? Además, ¿quién determina qué es lo normal? ¿Acaso los médicos, o tal vez los juristas?
Como quiera que sea, si el Mal se confunde con la anormalidad, entonces la eliminación de las
anormalidades queda justificada. Porque la primera responsabilidad y el principal derecho de los humanos es
el de hacer todo lo posible para evitar el Mal. Pero este planteo es una fuente desbordante de dificultades,
porque es imposible estabilizar criterios responsables colectivos que se pretendan igualmente válidos para
todos. Para el caso, ahí están los interminables debates bioéticos sobre eutanasia, eugenesia, aborto,
anticoncepción, cambio de sexo, consumo de sustancias, experimentación con células madre, fecundación
extra-corpórea, por mencionar tan sólo los más resonados de un largo etcétera de temas en discusión, que
también incluye a las prerrogativas que se atribuye el Estado para cuidar a los individuos de sí mismos.

***

Éticas de la Política.
1.- Ética de la verdad. 2.- Ética de la singularidad. 3.- Ética de la amistad.

La ética de la verdad.

Al hablar de los “Derechos Humanos” habría que preguntarse ¿qué es el ser humano?
En otras palabras: ¿qué hay de humano en la llamada humanidad? ¿Qué la singulariza?
Según Alain Badiou: “Lo que hay de humano en los hombres y mujeres, es una suerte de resistencia,
de obstinación, muy distinta a la capacidad de superviviencia de los animales”.

Gracias a esa obstinación, los humanos se convierten en algo distinto de un simple ser vivo mortal.
Los derechos, entonces, no pueden consistir tan solo en derechos de la vida contra la muerte.
Badiou entonces toma distancia de esa dicotomía, afirmando que los derechos “humanos” son los
derechos del inmortal; para venir a significar con esa palabra a un sujeto obstinado y fiel a una verdad que
siempre excede al lenguaje… ya sea al lenguaje de una situación, de las opiniones, o del sentido común de
una época.
La verdad está siempre en exceso respecto a la situación. Se sustrae del campo de lo nombrable, no se
confunde con la apariencia de las cosas, no se corresponde con ninguna objetividad… se sustrae del
conocimiento establecido, de los lugares comunes, de las imágenes, de los estereotipos. Porque es la verdad
de lo que falta o no fue tomado en cuenta por un saber. Es la verdad del deseo del sujeto.
Pero las verdades de los sujetos aspiran a abrirse camino a lo real… y para eso agujerean la certeza de
lo que se tiene por conocido, porque empujan tratando de inventar su articulación con un lenguaje que las
unifique. Vale decir que aspiran a sostenerse en su propia escritura… donde lo fundamental son las
relaciones que las palabras mantienen entre sí, y no la presencia de las cosas. Por ese camino pueden llegar a
aparecer en diversidad de situaciones: científicas, políticas, artísticas, amorosas.

Por consiguiente, para Badiou no existe una ética a secas, sino siempre y en cada situación una ética de
las verdades. Porque gracias a ellas el sujeto puede sustraerse de su propia finitud como ser histórico y
cultural.
Badiou propone así un nuevo universalismo que ya no se sostiene en una norma universal, sino en
algunas verdades universales: ética de la ciencia, de la política, del arte y del amor. En efecto, desde el
momento en que excede cualquier situación, la verdad no depende de las diferencias culturales: “Solo una
verdad es indiferente a las diferencias”. Una verdad, justamente, “es la misma para todos”.
Como puede apreciarse, Badiou criticaba al relativismo por no aceptar la existencia de verdades
universales y necesarias. De manera que para él la ética ya no debería preocuparse por lo diferente, sino por
lo mismo; es decir, por esa verdad que es la misma más allá de las diferencias culturales o étnicas.

Según Badiou, las éticas relativistas acaban equiparándose con la opinión establecida, y por eso
terminan siendo conservadoras. Entonces, si bien admite que “las opiniones son el cimiento de la
sociabilidad” o del lazo social, a renglón seguido afirma que “una verdad es aquello que rompe el lazo
social”, rompe con el tejido consensual. Así, Galileo tuvo que enfrentarse a las creencias de su época; las
políticas emancipatorias rompen con el consenso establecido; los artistas geniales suelen ser incomprendidos

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por sus contemporáneos; y los enamorados parecen retirarse del mundo… La paradoja resultante es que
quien se mantiene fiel a una verdad que es la misma para todos, se encuentra solo o separado de la sociedad.

Para Badiou el fundador de este universalismo fue el Apóstol San Pablo.


La verdad que Pablo anuncia se sustrae a cualquier evidencia empírica y resulta imposible desde la
perspectiva del sentido común. Pero la obstinación en mantenerse fiel a esa verdad es lo que convierte al
creyente en “algo diferente de un mortal”. Y es tan solo la obstinación del creyente lo que hace posible el
advenimiento de la verdad. Así, por ejemplo, un enunciado político del tipo “los seres humanos son todos
iguales”, no verifica un hecho preexistente, pero se vuelve verdadero en la medida en que se practique ese
enunciado y se logre multiplicarlo. En definitiva: un enunciado se convierte en verdad gracias a la militancia
de un sujeto (individual o colectivo).
Esto significa que la verdad puede advenir, puede venir a “acontecer” en lo que “sucede”… Y la
condición de posibilidad para eso se da cuando el hombre puede sustraerse a su finitud cultural o lingüística
en pos de acceder a lo universal.
No hay nada que decir, entonces, sobre los usos y costumbres de cada comunidad, ya que no existen
maneras de vivir buenas o malas, leyes estatales dignas de reprobación o de respeto. Que cada persona o
cada Pueblo haga lo que le parezca mejor de acuerdo con sus leyes y costumbres. Porque no se trata de
discutir opiniones, ni de juzgar o despreciar los hábitos ajenos… si es que frente a las costumbres y
opiniones ajenas, los sujetos se presentan con una actitud indiferente y tolerante a las diferencias. Porque el
sujeto universal ya no se propone como sujeto legislador o gobernante… sino como un nómade errante.

La conclusión a la que arriba Badiou es que “lo universal no es la negación de la particularidad”.


Dicho de otra manera: la verdad no anula las opiniones.
Entendiendo la universalidad de esta manera, no se corre el riesgo de deslizar el universalismo hacia el
etnocentrismo… ya que no se acepta erigir en norma universal una costumbre particular. Y tampoco se corre
el riesgo de deslizarse al relativismo… ya que se reconoce la existencia de verdades transculturales, que dan
oportunidad al pasaje de la revuelta de opiniones a la producción de ideas (afirmaciones) aptas para unirnos
de forma duradera… y eso a sabiendas de que serán diversos y laberínticos los trayectos a recorrer en pos de
ligarnos a la universalidad de las ideas.
Badiou no duda en afirmar que el mundo se recrea a partir de la experiencia amorosa (unitiva). Esa
experiencia pone a salvo a la idea, porque la construcción amorosa es la aceptación conjunta de un sistema
de riesgos y de invenciones, respecto de aquello que no soy yo.

San Pablo sería para Badiou el paradigma del sujeto militante, obstinadamente fiel a una verdad que se
sustrae tanto de las opiniones establecidas como de las evidencias empíricas. En este sentido, Badiou
propone una ética de la convicción, y es así como interpreta la “pistis” (traducida como “fe”) de la que
hablaba San Pablo. Es que en eso consiste la resistencia a la que refiere su ética, distinguiendo a lo humano
de la mera capacidad de adaptación de los animales. Precisamente: la convicción es ese empecinamiento
subjetivo capaz de atravesar las opiniones desfavorables, las persecuciones, la cárcel y las amenazas de
muerte.
Ese es el sujeto ético en el que piensa Badiou: no un ser que evoluciona en progreso hacia un estado
ideal, sino un ser que revoluciona y rompe cualquier “topía” (estado de cosas, estable)… a sabiendas de que
los cambios que afectan la estabilidad de la “topía” son obra de la “utopía”. La “utopía” tiene, entonces, el
estatuto del acontecimiento (una interrupción productiva del lazo social, anunciadora de un porvenir). Y no
consiste en la cerrazón o el apego a una patria, a unas costumbres o a unas leyes, sino en la errancia del
nómade… esto es: en la capacidad de atreverse a tomar riesgos para pasar a otra cosa, para ir en pos de algo
que no estaba previsto, ni condicionado por las costumbres de su época y de su país. Para sustraerse de la
finitud, entonces, hay que tomar en consideración que la condición de acceso a la inmortalidad pasa por
mantenerse fiel a un enunciado inexistente, incluso absurdo, desde el punto de vista de su tiempo. Un
enunciación (una “pistis”) capaz de iniciar la iniciativa del sujeto. Porque así como es cierto que mi medio
me obliga a reproducir los comportamientos que él valoriza, la posibilidad de sustraerme también existe. Y
eso es lo que cada ser humano tiene en común con todos los otros: la capacidad de rechazar las
determinaciones culturales, y de que pueda surgir un sujeto disidente.

Diría Lacan: “El deseo basta para hacer que la vida no tenga sentido si produce un cobarde”.

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La ética de la singularidad.

Para Jean-Paul Sartre existía, por un lado, la totalidad de las cosas y, por el otro, lo que se sustrae a esa
totalidad, la no-cosa, el no-objeto: el sujeto. Y si todo obedece a una ley, si todo tiene razón de ser, el sujeto
ni obedece a una ley ni tiene razón de ser: es pura gracia o gratuidad.
Gilles Deleuze y Alain Badiou también sostienen que las únicas dos cosas que merecen la pena ser
pensadas son el todo y la gracia. La gracia es precisamente ese acto por el cual alguien se ve eximido de
responder a una ley que rige para todos. Ya en la antigüedad San Pablo había escrito que, tras la resurrección
de Cristo, no estábamos “bajo la ley, sino bajo la gracia”. Gracia, precisamente, es lo que no tiene razón de
ser, lo puramente gratuito, lo imprevisible, lo indeterminado, lo inexplicable.
Giorgio Agamben afirma que si una ética es posible “es porque no existe ninguna esencia, ninguna
vocación histórica o espiritual, ningún destino biológico que el hombre debería conquistar o realizar”.
Porque si el hombre “fuera o debiera ser tal o cual sustancia, tal o cual destino, no habría ninguna
experiencia ética posible, ya que no habría más que deberes que cumplir” para alcanzar esa meta o manera
de ser. En consecuencia, la ética debe cuidarse, por sobre todo, de proponer modelos normativos o ideales
yoicos.
Ahora bien, desde la filosofía de Aristóteles se alentó la idea de que cada cosa tiene una finalidad,
pensada como el pasaje de la potencia al acto. Entonces, si se dice que la semilla es una planta en potencia,
también se puede decir que la finalidad de la semilla es venir a ser una planta. Es decir que una cosa está en
potencia cuando su verdadera esencia todavía no se actualizó. A menudo la historia fue concebida como el
volverse humano del hombre… de ahí la idea de progreso como un paso de la niñez de la humanidad a su
madurez racional y emancipada.
No obstante, agrega Agamben, el rechazo de la finalidad aristotélica (teleología) no significa que el
hombre no sea o no deba ser algo… Pero, a diferencia de una semilla que será una planta, el ser humano
puede decidir voluntariamente lo que quiere ser o no ser, y atribuirse tal o cual destino.

No de manera directa, pero si como una forma rebajada de estas ideas y en particular de las de Sartre,
fue surgiendo una ética individualista, según la cual cada uno de nosotros, desde el momento en que no está
atado a nada ni a nadie, puede hacer lo que se le antoje e inventar así su propia vida. Esa ética se condice
perfectamente con la lógica del mercado: siempre habrá un producto para la manera de ser que cada quien
elija. No importa lo que seas (obrero, empresario, mujer, gay, transexual, cristiano, judío, musulmán), porque
siempre y cuando te presentes de una manera determinada, te vamos a tener en cuenta en la sociedad.

El hombre, desde luego, “es y debe ser algo”, dice Agamben, pero ese “algo” no es alguna cosa…
Lo que Agamben dice es que el hombre “es el simple hecho de su propia existencia como posibilidad o
potencia”. Eso es lo que lo distingue de ser una cosa, un ser en acto, una forma determinada o una identidad
estable. El hombre no es una cosa ni una nada, es potencia. Y en eso consiste su deber, en continuar siendo lo
que es: potencia de ser y de no ser, como diría Aristóteles. Entre el ser y el no ser, la potencia carece de
identidad y, por consiguiente, no es representable. Es tan solo una singularidad que no equivale al individuo
particular identificado a un rol (a un conjunto de individuos con unas mismas características) y, en
consecuencia, hay que distinguir la ética de la singularidad de esa ética individualista que se ha convertido
en una suerte de sentido común de las democracias liberales. Al sustraerse de cualquier conjunto, al eludir
cualquier identidad, la singularidad resulta irrepresentable.

Esta característica del hombre: el no ser una cosa definida… sino siempre posibilidad… suele ser
vivido por el sujeto como una falta de ser. A diferencia de la ética, entonces, la moral es cosificante, porque
quiere que el sujeto se convierta en algo definido y permanente, estable, previsible. Es que el propósito de la
moral es que el individuo se identifique con las costumbres de una comunidad o que se sujete a la ley, que se
comporte como todo el mundo o “como la gente”. Esa era la moral aristotélico-tomista propuesta por
MacIntyre y, en general, por los neoconservadores de nuestro tiempo.

Coincidiendo con Badiou, Agamben sostiene que en el encuentro amoroso tenemos una experiencia de
la singularidad, “porque el amor nunca se consagra a tal o cual propiedad (ser rubio, pequeño, tierno, etc.),
pero tampoco hace abstracción en nombre de una genericidad sin gracia (el amor universal), sino que
quiere al objeto con todas sus características, un ser tal cual es”. No se puede responder por qué se ama a
una persona. De ahí que el amor suele tener la forma de lo inesperado, lo imprevisible. Se puede soñar con

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un amor ideal, pero llegado el momento del encuentro hay algo, un “no se qué”, que no está incluido en
ninguna de las cualidades imaginadas de antemano. Si no fuera así, los softwares de “encuentros amorosos”
funcionarían a la perfección, como si cada quien pudiera encargar una mercancía hecha a medida, a partir de
una lista más o menos exhaustiva de características. Pero el software no puede atrapar la singularidad
humana. El encuentro amoroso no se puede programar de antemano.
Agamben dice que algo semejante sucede con la política. Él habla de una política de la “singularidad
cualquiera” como aquella cuya comunidad no se inscribe en una identidad o en un conjunto (ser vasco,
obrero, gay, etc.). Se refiere a cuando ciertas singularidades constituyen una comunidad sin reivindicar una
identidad. Por ejemplo, como cuando se reúnen los manifestantes en las calles. Según Giorgio Agamben, la
política que viene ya no es una lucha por la conquista o el control del Estado, sino una lucha entre el Estado
y el no-Estado (la humanidad). Tal es la disyunción irremediable entre las singularidades cualesquiera y la
organización estática. Dicho en otras palabras: entre lo irrepresentable y la representación.
La singularidad cualquiera que rechaza toda identidad, se convierte en la principal enemiga del Estado,
ya que éste no puede soportar ningún “agujero” en su representación.

Esta ética plantea una disyuntiva algo pesimista:


 Si el Bien toma el poder, se convierte en ley, y no puede sino transformarse en su contrario, el
totalitarismo, el Mal.
 Pero si un sujeto se mantiene fiel a su singularidad (irrepresentable, sin identidad), está destinado a
ser eliminado por el Estado.

Dicho en otras palabras (que también son las de Agamben):


…esa disyuntiva remite a la tensión entre la sacralización y la profanación.
Son palabras de antigua significación que aún pueden darnos algo que pensar.
Para los juristas romanos eran “sagradas” las cosas que pertenecen a los dioses (al Estado); es decir,
que han sido sustraídas al libre uso y al comercio de los hombres. “Sacrilegio” era todo acto que infringe esa
indisponibilidad. “Profanar”, entonces, era el verbo para significar la restitución de las cosas al libre uso de
los hombres. Y “puro” era lo que había sido desligado de su destinación a los dioses: lo que no es sagrado.
Las cosas que permanecían libres de los nombres sagrados eran consideradas “puras, profanas”.
Es que la “religión” o política del Estado romano, sustraía (sacralizaba) cosas, lugares, animales o
personas del uso común, y los transfería a una esfera separada. El dispositivo que realizaba y regulaba esa
separación, era el “sacrificio”. El sacrificio sanciona el pasaje, cesura, divide las dos esferas. Por su parte, la
profanación restituye. Según Agamben, profanar significa abrir la posibilidad de ignorar la separación,
incluso haciendo de ella un uso singular. Un uso incongruente con lo sacralizado.
Ese uso es “el juego”: el revés del ritual sacralizador. Pero no se trata de un mero descuido o
banalización de lo sagrado, sino de desactivar la separación, habilitando un nuevo modo (singular) de jugar
lo que hasta entonces era tan solo observado, obedecido, custodiado.
El juego, el singular nuevo uso de las cosas, no coincide con el consumo utilitario, sino con abrir las
puertas a un acto de desactivación y transformación.
Según Agamben: “restituir el juego a su vocación puramente profana es una tarea de la política”.
Tarea que consiste en desactivar los dispositivos del poder real concentrado, y restituir al uso popular
los espacios que ese poder había confiscado.

La ética de la amistad.

Como hemos visto, Agamben y Badiou proponen una nueva definición de lo absoluto, de lo no-relativo
y de lo des-ligado, que ya no se confunda con la Ley. Un absoluto, digamos, que ya no se confunde con el
Todo.
No obstante, el filósofo italiano posmarxista Antonio (Toni) Negri le pregunta a ambos:
“Esta absolutidad, bajo esa forma, ¿es otra cosa que el absoluto de una ausencia, de un vacío infinito,
o de un pleno, pero de posibilidades puramente negativas?”
Toni Negri les hace esa pregunta porque observa que Badiou recurre al concepto de “masa” (multitud),
pero la define negativamente, como la no-parte, la no-clase, la no-identidad, lo que no tiene forma ni
identidad. Agamben, por su parte, prefiere una definición aristotélica: lo que está en potencia es lo que
todavía no se ha definido, lo que todavía no tiene forma porque no se ha convertido en un ser-actual.

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Otra parece ser la empresa de Toni Negri, ya que este filósofo no define la potencia por la “posibilidad
de ser o no ser”, sino por la capacidad de actuar y padecer. Esta precisión no es irrelevante, porque actuar y
padecer implican que una potencia se actualiza cuando uno se encuentra con otro; es decir, cuando entran
en relación. Entonces, la diferencia radica en que Agamben da a pensar la potencia como lo que se sustrae,
mientras que Negri la refiere a los vínculos reales entre esos elementos. De ahí que respecto de la idea de
singularidad, Negri sostiene que equivale a la de “cooperación productiva” (o poder constituyente), que no
puede ser eliminada por el Estado, ya que todo proviene de ella, aun cuando sea irrepresentable o carezca de
identidad definida.
Negri denomina a su propuesta como ética del poder constituyente, y dice: “Es una ética abierta que
envuelve inmediatamente las singularidades como condiciones de realización de la multitud y de su
potencia”. De modo que, según Negri, el imperativo ético propuesto por Agamben (existir como posibilidad
o potencia), sólo puede realizarse a través de la cooperación… ya que sólo cuando un individuo coopera con
otros, cuando compone con ellos una singularidad, aumenta su potencia o sus posibilidades.
Lejos de implicar una ruptura con la sociedad, entonces, el imperativo de la ética de Negri sería una
socialización que rompe con la serialización subjetiva, con los mecanismos panópticos, individualistas y
moralizantes, instituidos por el poder. No rompe, entonces, con la sociedad, sino con ciertos dispositivos del
poder.

Como puede apreciarse, para Negri la ética de la singularidad sería una ética de la solidaridad.
Una ética en la que el otro, el respeto al otro, es el límite a la realización de los deseos. La ley sería,
entonces, la inscripción institucional o estatal de ese límite. Según esta ética, vivir en sociedad significa
renunciar de uno u otro modo a ciertas aspiraciones personales. Pero Negri no para ahí… señala que si el
otro ya no es un límite, sino la condición misma para la realización de mis deseos. Porque si mi potencia de
hacer aumenta con la cooperación, entonces la solidaridad es la condición para que mi deseo se realice.
En otras palabras: la ética de la solidaridad es una ética del deseo... en última instancia: deseo de
comunidad. En la comunidad no se trata como sucede en las etnias, de un lazo social compuesto por
individuos que se pliega a los rituales y prescripciones morales de su etnia, para que los demás lo consideren
“uno de los suyos”. Para Negri eso sería una pseudo-amistad, un mero mimetismo basado en el miedo a la
mirada del semejante. De eso se trata el interpretar un “rol social” previsto, que era lo planteado por éticas
como la de Aristóteles o la de MacIntyre. Ese es el sometimiento que ocultan los planteos éticos
conservadores, tradicionalistas y nacionalistas. En nombre de un supuesto respeto a las tradiciones y a las
instituciones, ocultan una división social congruente con una servidumbre al orden instituido.

Siguiendo el trayecto iniciado por su maestro Michel Foucault, Toni Negri plantea que, en lugar de
interrogarse por la propia identidad, para acabar mimetizándose y discriminando, de lo que se trata es de
valerse de la propia diferencia para llegar a la multiplicidad de relaciones. Entonces, la pregunta crucial no
es “¿Quién soy?”, sino “¿Qué relaciones puedo establecer siendo como soy (sintiendo y deseando del modo
en que lo hago)?”.
Es una pregunta crucial, porque eso es lo que inquieta a las instituciones.
No les inquieta la identidad de los individuos y lo que cada quien haga con eso en el ámbito de su vida
privada. Las instituciones incluso toleran la “privatización de la amistad”, con tal de que se retiren del
espacio público (que es el espacio de los negocios y de los contratos).
Lo que inquieta a las instituciones son las relaciones que hacen cortocircuito, porque incluyen el amor
allí donde debería existir la ley, la regla, la normalidad.
Entonces, según Negri, lo que se sustrae a la identidad no es un individuo o una multitud, sino los
vínculos activos, sociales, que ellos (individuos o multitudes) mantienen entre sí.
En este sentido, ya no se trataría de distinguir entre ética privada y política pública: la ética es política.
La política ya no puede separarse de una ética de la amistad entendida como deseo de comunidad.
Según Negri, ésta es la “multiplicidad cualquiera” (la masa sin identidad e irrepresentable).
También señala que sería un error asimilar el Estado a un mero sistema de clasificación. Para Negri el
Estado representa a cada una de las partes, porque establece entre ellas relaciones de carácter jurídico,
contractuales o derechos particulares. Sin embargo, la amistad o la solidaridad consiste en esos vínculos que
se sustraen a las mediaciones jurídicas, a la ley, la regla o la institución. La ética, por consiguiente, sería el
pensamiento y la práctica de esas relaciones (de amistad, de solidaridad, de amor) que no se someten a las
reglas morales, jurídicas o institucionales.

***

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La religión católica frente al relativismo del siglo XX.

Durante el siglo XX la Iglesia Católica profundizó el diálogo con las demás religiones cristianas.
Ese diálogo en pos de la unidad con los otros cristianismos que no son católicos, recibió el nombre de
“ecumenismo”. Pero, tanto del lado católico como del lado de los otros cristianismos, no tardaron en alzarse
voces críticas contra los intentos de diálogo ecuménico, por considerarlos un deslizamiento hacia el
relativismo. Sin embargo, el ecumenismo resistió las críticas, continuó desarrollándose, y aún hoy en día
persiste. Es más, el intento de diálogo no paró en el ecumenismo, sino que se extendió a las relaciones entre
las religiones cristianas y no-cristianas. Veamos…

Ecumenismo.

El trabajo conjunto entre cristianos por resolver sus dificultades de relación (mediante el conocimiento
mutuo en grupos y el estudio en comisiones) reviste mucha importancia, pues la división en multiplicidad de
cristianismos que pugnan entre sí, es considerada un escándalo.
Sin embargo, ese escándalo no debe ser visto tan solo de manera negativa. En un extenso reportaje
publicado bajo el título “Cruzando el umbral de la esperanza”, el Papa Juan Pablo II afirmó que las
divisiones han conducido a la Iglesia a descubrir las múltiples riquezas contenidas en el Evangelio de
Cristo... riquezas que, quizás, de otro modo no hubieran podido ser descubiertas. Esta perspectiva le
permitió al Papa interpretar el fenómeno de las “divisiones” del siguiente modo: es necesario que la
humanidad alcance la unidad mediante la pluralidad. Y agregaba: ...para que la humanidad aprenda a
reunirse en la única Iglesia, también con ese pluralismo en las formas de pensar y de actuar, de culturas y
civilizaciones.

Dicho de otra manera: la “unidad” de los cristianos no debe ser pensada como uniformización.
No consiste fundamentalmente en una unidad “formal”: institucional y epistémica (burocrática, legal y
doctrinaria), sino sobre todo en una manifestación del amor que une. Esto quiere decir que el mutuo respeto
es condición previa para un auténtico ecumenismo.
En suma, si observamos estas afirmaciones con mirada penetrante, podremos leerlas pensando que el
escándalo radica, entonces, en las pretensiones de univocidad que mantiene a los cristianismos divididos
entre sí. Pretensiones de exclusividad en la interpretación del mensaje de Cristo, que resultan excluyentes de
cualquier otra visión que difiera de la propia (o “apropiada”). Lo escandaloso, entonces, es la falta de
espíritu pluralista; esto es: el dogmatismo, la intolerancia, la tozudez, la cerrazón; vale decir, todo lo que
caracteriza al discurso del Amo. Esto viene a significar que mientras cada cristianismo se considere a sí
mismo como Amo o Dueño de todo decir posible sobre el Evangelio (guardián y defensor de un patrimonio
de doctrinas y de preceptos claramente definidos de una vez y para siempre), no será posible la unión de los
cristianismos según ese modo de vida pluralista denominado “ecumenismo”.

Diálogo inter-religioso.

En los años sesenta, durante el desarrollo del Concilio Vaticano II (iniciado por el Papa Juan XXIII y
concluido por el Papa Pablo VI), el diálogo ecuménico encontró su expresión oficial en la Declaración
conciliar Unitatis redintegratio. A su vez, en la Declaración Nostra aetate, fueron oficialmente definidas las
relaciones de la Iglesia Católica con las religiones no-cristianas en base a su elemento común fundamental y
a la raíz común.

“La Iglesia Católica no rechaza nada de cuanto hay de verdadero y santo en las
distintas religiones. Considera con sincero respeto esos otros modos de obrar y de
vivir, esos preceptos y esas doctrinas que, si bien en muchos puntos difieren de lo
que Ella cree y propone, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que
ilumina a todos los hombres”. (Nostra aetate, Nº 2)

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Como puede apreciarse, mediante esta Declaración conciliar la Iglesia reconoció la validez relativa de
las demás religiones y también la relatividad de la Iglesia misma respecto de ellas, con la finalidad de trazar
una suerte de camino común. Esto fue muy importante porque, al reconocer la validez de las demás
religiones, admitió que el Dios en el que la Iglesia cree no está preso en los límites institucionales del
catolicismo, sino que también obra eficazmente fuera del organismo visible de la Iglesia (como se lee en la
Constitución dogmática sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II: “Lumen Gentium”, Nº 13).

La Iglesia reconoció así que las religiones no-cristianas (desde las más ilustradas hasta las más
pimitivas) poseen carácter de sistema. Reconoció que son sistemas cultuales y, al mismo tiempo, son
sistemas éticos. Algunos de ellos con una historia de varias decenas de miles de años, incluso más antigua
que la tradición étnica y religiosa del catolicismo y del judaísmo.

Fue el Papa Juan Pablo II quien el 27 de Octubre de 1986, hizo realidad lo declarado en el Concilio
Vaticano II mediante un Encuentro en la ciudad italiana de Asís, donde el Sumo Pontífice católico se reunió
con los líderes de las principales religiones cristianas y no-cristianas del mundo. La iniciativa tuvo amplio
eco en la opinión pública y, desde entonces, esas reuniones con el Papa se realizan cada año.
Los Encuentros de Asís resultaron muy exitosos y auspiciosos, pero el Papa Juan Pablo II se cuidó muy
bien de aclarar que el “espíritu de Asís” no se ha de prestar a interpretaciones sincretistas, fundadas en una
concepción relativista. Desde el primer momento Juan Pablo II declaró: “El hecho de que hayamos venido
aquí no implica intención alguna de buscar entre nosotros un consenso religioso o de entablar una
negociación sobre nuestras convicciones de fe. Tampoco significa que las religiones puedan reconciliarse a
nivel de un compromiso unitario en el marco de un proyecto terreno que las superaría a todas. Ni es
tampoco una concesión al relativismo de las creencias religiosas”.

Unos años después, durante el segundo lustro del siglo XXI, el Papa Benedicto XVI se refirió al
“espíritu de Asís” advirtiendo que “la convergencia de personas diversas no debe dar la impresión de que
se cae en el relativismo que niega el sentido mismo de la verdad y la posibilidad de alcanzarla”.

¿A dónde apuntan esas precisiones católicas sobre el relativismo?

Apuntan a señalar dos cosas: que la preocupación de la Santa Sede por el relativismo sólo adquiere
sentido si se lo relaciona con implicaciones de carácter fundamentalista… pero carece de sentido cualquier
crítica al relativismo que pretenda excluir el pluralismo de las visiones del mundo.
Vale decir que la cuestión del relativismo tiene que ver con el fundamentalismo cuando significa que,
ante la imposibilidad de que una “verdad absoluta” pueda ser expresada de manera completa en una
particular formulación histórica (porque esa formulación siempre será relativa a la situación en la que surge),
debemos entonces dar vía libre a las meras “verdades locales”, entre las cuales, en definitiva, no podría
haber diálogo, sino sólo una precaria tolerancia. Y no podría haber diálogo porque la verdad tan sólo se
valoraría como correspondencia al paradigma de la propia y específica comunidad. Así entendido, entonces,
el relativismo sería una suerte de encierro e incomunicación; vale decir, un absolutismo y,
consecuentemente, un inmovilismo en la propia postura. Dicho en otras palabras, se trataría de un
relativismo que acaba siendo un refugio en una posición absoluta e indiscutible: la propia… tal vez tolerante,
pero no pluralista ni dialogante.
Sin embargo, el Papa Benedicto XVI expresó que el relativismo puede ser entendido de manera
positiva si no se lo absolutiza. Según el Papa, es positivo el relativismo que invita a la tolerancia y al
pluralismo, facilita la convivencia y el reconocimiento entre culturas.
Podríamos hablar, entonces, de un relativismo negativo (fundamentalista) y de un relativismo positivo
(tolerante y pluralista).

Desde una perspectiva negativa, el relativismo consistiría en cualquiera de las siguientes posibilidades:
 En despedirse de los principios y caer en la total arbitrariedad. Pero eso no resultaría admisible
para la política cultural del Vaticano.
 En arbitrar una convergencia meramente táctica, para arribar a soluciones prácticas entre partes
incomunicables a nivel teórico. Lo cual sería un mero barniz superficial.

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En definitiva, estas dos posibilidades son modos “blandos” de ejercicio de la razón exclusiva: la
que no puede admitir lo que no le entra en su esquema. En un modo “duro” la razón exclusiva
solo sabe excluir, combatir, anular. Pero en un modo “blando” lo que no entra en el esquema (lo
inasimilable), pasa a engrosar lo contrario a lo planificado, pero “manejable” sin que los límites
colapsen.

Desde una perspectiva positiva, el relativismo constituye una ocasión propicia para “purificar” las
ópticas universalistas. En efecto, el encuentro en el diálogo es una comunicación con lo diferente, no para
suprimir la diferencia, sino para cultivarla.

Esta perspectiva puede ser considerada como un modo de cultivo de la razón inclusiva: la que
sabe abrirse sin miedo a lo que no entra en su esquema. Y sabe “abrirse” (asimilarlo) en la
medida en que lo interpreta; esto implica buscar un esquema más amplio en el que se acomode
lo que todavía no le entra en la estrechez de su esquema.

En resumen:
La preocupación vaticana por el relativismo tiene sentido cuando tiene que ver con el amor a la verdad
y la evitación de la arbitrariedad, pero no cuando es fruto del horror al desorden y un intento por reafirmar el
orden como verdad. Al respecto, el actual gobierno y enseñanza del Papa Francisco es tan entusiasmante
(para los sectores progresistas) como desconcertante e inquietante (para los conservadores).

Lo que intentamos decir es que para la Iglesia el relativismo sólo es valioso si procura cultivar la
capacidad asimilativa del catolicismo. Pero la capacidad asimilativa (o racionalidad inclusiva) sólo puede
cultivarse en un ambiente pluralista. En efecto: el pluralismo significa que todos pueden ser distintos, sin
miedo. Significa que la capacidad de ser peculiares, particulares y especiales, es más importante que la
capacidad de universalización o generalización. Más importante que el consenso es la pluralización de la
vida. El pluralismo tiene así un efecto de libertad. En otras palabras: toda universalización debe promover las
diferencias (“dejar-ser-al-otro”) o de lo contrario no sirve.

La operación cultural y política intentada de este modo por el Vaticano es atrevida: sabiendo que en un
mundo plural y complejo como el actual ya no es posible pretender la exclusiva en el ámbito religioso,
presenta la ética del cristianismo como “religión universal” (presente de diferentes formas en todos los
sistemas de creencias, aunque no se denominen cristianos) y, a la vez, propone oficialmente a la Iglesia
Católica como institución apta para cumplir con las exigencias de ese rol global.
Para sostener semejante pretensión cultural y propuesta política, la Iglesia dialoga con todo el mundo
acentuando los elementos de convergencia que puede desplegar desde sí misma: convergencia en torno a la
racionalidad (religión de la palabra ofrecida en el diálogo) y convergencia en torno a la paz (defensora de la
fraterna solidaridad en el mundo).

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