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32AprenderDer 092
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Ricardo A. Guibourg
Durante muchos siglos se entendió que enseñanza y aprendizaje eran dos caras
de una misma moneda: se enseña lo que se aprende, se aprende lo que se enseña. Esta
correspondencia nunca fue exacta, porque uno no aprende todo lo que tratan de
enseñarle y, a la vez, aprende cosas que nadie le enseñó. Pero la idea satisfacía el ego de
los maestros medievales, depositarios de los costosísimos libros de pergamino (leerlos
desde la cátedra era “dar una lección”; hacer tomar apuntes a los alumnos era “dictar un
curso”), que se consideraban cumplidos cuando volcaban su saber en los recipientes
mentales de sus discípulos, sin parar mientes en derrames ni filtraciones.
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La actitud crítica no ha de ejercerse solo en las cuestiones políticas, sociales y económicas, donde suele
asimilarse a la disconformidad con lo dado: es la disposición del sujeto inteligente que, en todos los
aspectos del saber humano y aun en los puntos que coinciden con sus preconceptos, se pregunta por el
significado de las palabras que oye, por la utilidad de las ideas que se le transmiten y por el fundamento
de las opiniones que se le proponen.
escoger fundadamente entre las preexistentes) y de imaginar sus propios proyectos de
ley como sus propios argumentos interpretativos.
No pretendo aquí sugerir que los profesores de derecho – que en nuestro país
rara vez son de tiempo completo – se lancen a estudiar pedagogía, ciencia que yo mismo
no domino. Solo digo – a partir de la experiencia personal – que los resultados serían en
promedio superiores si nos despojáramos de los preconceptos medievales, tanto como
de exageradas reacciones muchachistas, para tomar en cuenta unas pocas realidades:
a) La medida de la enseñanza no es lo que el profesor dice, sino lo que el alumno
aprende.
b) La memoria es indispensable y debe ser ejercitada, sobre todo en un campo
como el derecho; pero con ella no basta para asegurar el ejercicio racional y
responsable de una profesión futura.
c) El método de casos contribuye notablemente a la adquisición de una habilidad,
pero tampoco la adquisición práctica de una rutina es suficiente para alcanzar el
objetivo deseado: es preciso lograr que el estudiante haga explícitos los criterios
que aplica al resolver. Ese reclamo de racionalidad es el punto donde acaban
convergiendo las tradiciones jurídicas anglosajona y continental.
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Una versión soft pero muy común de este condicionamiento se ejercita, de buena fe, cuando se encierra
una mente joven en un discurso único, que se le presenta como verdadero o evidente por sí mismo.
d) Para fijar aquellos criterios es vital que el estudiante se vea alentado – incluso
empujado, si es necesario – a expresar su opinión personal con la mayor libertad,
tanto en materia interpretativa como teórica o aun política; pero de ningún modo
a creer que esa opinión es todo lo que vale la pena decir acerca de cada
problema. Cada opinión importa para su autor una responsabilidad respecto de sí
mismo, que consiste en asegurarse de que ella encaja adecuadamente en el resto
de su sistema de pensamiento, y respecto de los demás, a quienes el autor de una
opinión debe estar en condiciones de explicar su parecer con claridad, precisión
suficiente para su aplicación a la generalidad de los casos prácticos a los que se
refiere y argumentos que, ya sea que los otros los aprueben o los rechacen,
demuestren el menos la intención leal de comunicar los fundamentos del propio
punto de vista.
e) El momento casi mágico de contacto entre el estudiante y el profesor tiende a
desperdiciarse si se lo emplea para exponer lo que el alumno puede estudiar en
los libros, con su propio ritmo. No debería reemplazar el estudio personal, sino
potenciarlo mediante la aplicación experimental y el debate de las ideas y de los
criterios.
f) El momento de la evaluación es generalmente la clave psicológica acerca del
objetivo de la enseñanza, tal como haya de ser interpretado por el alumno. Es
adecuado requerir en un examen cierto ejercicio de la memoria, pero lo ideal es
que esa memoria consista en el presupuesto indispensable – y no necesariamente
expreso – de las respuestas razonablemente fundadas.
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