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Apuntes Sobre La Memoria
Apuntes Sobre La Memoria
colectiva e historia individual, se tienden los puentes más transitados y más propicios
a la confusión de conceptos que son esencialmente diferentes (p. 68).
En ese elogio cervantino y menardiano referenciado por Borges la historia, como testigo del
pasado y depósito de las acciones”, consigue ser un ejemplo y aviso de lo presente”.
¿Qué relación hay entre el episodio vivido, el recuerdo que se tiene de él, la forman en
que lo transmite a otro y los efectos que la narración produce en quien lo escucha o lo lee?
Es desde todo punto de vista insostenible la creencia común, intuitiva, de que la memoria
reproduce con variable exactitud los momentos del pasado personal. El recuerdo de los episodios
vividos se construye como las fantasías, mezclando cosas vistas y oídas, excluyendo lo que sería
inconciliable o inconveniente para el yo, guardando zonas de oscuridad, desplazando los acentos
de unas re-presentaciones de lo ausente a otras. En síntesis, que no hay memorias auténticas sino
tan sólo ficciones de la memoria y que era conveniente investigar los mecanismos de construcción
de esas fabulaciones y las razones que llevaban a producirlas y a interesarse por ellas. Al pasado
uno no lo encuentra; lo hace… y luego, como memorioso, uno dice que allí estaba, que uno sólo se
tomó el trabajo de recolectar los frutos maduros.
Creemos tener una memoria cuando, en verdad, sería más justo decir que somos una
memoria en movimiento.
“La memoria es también una ilusión que permitiría negar la desaparición, la del otro, aquel
por quien tuvimos que hacer un trabajo de duelo y del que quisiéramos decir que sobrevive en
nuestro pensamientos. Es también una manera de negar nuestra propia ausencia en tanto que ese
otro es alguien que ya no nos ve ni nos habla […] Antes de poder borrarlo de nuestra memoria, el
muerto es quien nos ha borrado de la suya. Esta supervivencia fantasmática y esta muerte propia
prefigurada por la muerte del otro, exhibe un costado escatológico de la función de la memoria y
de ello también he querido hablar en estas páginas. (p. 10)1
¿Qué relación guardan entre sí “la memoria del uno y la memoria del Otro”, lo que un
sujeto recuerda y lo que los demás le atribuyen de un pasado que bien podría querer rechazar o
que se empeña en conservar a pesar de las desmentidas?
1
La memoria, la inventora. Siglo XXI: México
ingredientes de nuestra fantasía, acomodando la función de la memoria a las situaciones que
vivimos en el diálogo con el otro. Llevamos, sin percatarnos de ello, impresiones y recuerdos que
no creemos guardar pero que saltan a la vista en la repetición compulsiva de ciertas acciones,
revelando así el fundamento inconsciente de la memoria. (p. 14)
Lo muerto no es el olvido sino la memoria (p. 15) Muerto está el pasado que la memoria
conmemora y así lo consagra como desvanecido, representado, es decir, ausente. Escrito y
firmado.
La memoria es un panteón que guarda los restos fósiles de los momentos pasados, que
honra a los que han fenecido y, muy especialmente, a esos yoes que hemos sido y se esfumaron
con cada nueva experiencia que nos tocó vivir. Llevamos con nosotros los esqueletos y las
calaveras exangües de los que fuimos y que hemos ido destiñendo en los márgenes y pies de
página del libro de nuestra vida.
La sepultura de los seres queridos es un requisito para conservarlos, pero también para
permitir que sobre ellos caiga el misericordiosos sudario del olvido, para que sean bañados por la
savia cicatrizante de la planta que se arraiga en la osamenta. Todos recordamos la historia
ejemplar de Antígona que baja por su propio pie a la sepultura (una tumba todavía sin muerto)
aceptando la condena que le corresponde por el crimen aún mayor que hubiera cometido si
dejaba a su hermano, hijo como ella de Edipo y Yocasta, expuesto a la ciega voracidad de perros y
buitres. Así, igual que Antígona, somos nosotros mismos enterradores y enterrados. Somos
incapaces de borrar nuestras vidas anteriores y las llevamos con nosotros.
Es así como tocamos una piedra miliar en nuestra ruta sobre la que volveremos: la
definición de John Locke (1964) convertida en una clave de la modernidad occidental: Memory
makes personal identity.
En la memoria hay un almacén donde se conserva lo olvidado, una parte donde pudiera
presentarse aquello que tuvo la potencia de haber sido. La memoria de los datos (mneme,
Gedächtnis) puede guardarse sin pérdida. No sucede así con el recuerdo: tan pronto vivimos algo,
ese algo empieza a hundirse en el pasado.
Del mundo interno nada sabemos sino por medio de una comunicación hecha en un
contexto social que tiene como premisa el sistema de la lengua.
Lo que fue no pudo no haber sido y tampoco puede volver a ser. La memoria resulta de su
apalabramiento. Para que se produzca un recuerdo no alcanza con el hecho de haber
experimentado algo, por traumático o trascendental que fuese. Es necesaria la competencia
lingüística y poética capaz de convertir la vivencia en poesía. Hace falta también el deseo de
transmitir lo que se sintió y la convicción del autor acerca del poder de las palabras para crear y
recrear su historia.
Suponemos que un recuerdo es una percepción flaca y que la diferencia entre percepción
y memoria es cuantitativa, una relación entre intensidades diferentes, así como Freud pudo llegar
a estimar que un pensamiento era una acción debilitada e inmóvil, una suerte de “ensayo mental”
del acto que moviliza pequeñas cantidades de energía2 (p. 29)
Por eso, admitiendo de entrada que son ficciones y ni pueden dejar de serlo, tomamos a
estos relatos como creaciones; invenciones artísticas, invenciones constructoras de una identidad
remozada, transitoria e inestable, como es el caso de toda identidad.
¿Qué es sí la cripta? Es el espacio donde se alojan los objetos perdidos del amor y del odio
cuyo duelo, por la razón que fuese, ha sido bloqueado y no ha podido llegar a lo que llamaríamos
su término 2normal”. El trabajo de duelo, en Freud, debía desembocar, de modo casi “natural”, en
una aceptación de la inexistencia del objeto perdido, en una inclusión en el yo del vínculo con el
ausente y en la disponibilidad de la libido (que se ha retirado sobre el yo) para depositarse en
2
S. Freud. Proyecto de psicología. P. 432.
nuevos objetos. Como consecuencia de la elaboración de las pérdidas, el yo resulta modificado y
acoge en sí las investiduras amorosas y hostiles, siempre ambivalentes, que antes recaían sobre el
objeto que hoy falta.
“Quizá para el inconsciente, asumir la muerte del otro equivaldría al crimen de matarlo y
tener que vivir después con la culpa por el asesinato. La melancolía y, en el extremo, el suicidio,
serían las manifestaciones clínicas de la negación de la pérdida.” (p. 40). El duelo por objetos que
lo fueron de la “enamodiación”3 no es sólo difícil y penoso; es una necesidad tan imperiosa como
la vida y la muerte mismas. Por el trabajo de duelo uno llega a desprenderse del objeto y eso
equivale a un asesinato; habrá que cargar con la culpa por esa muerte, matar por segunda vez,
para poder reanudar la corriente de la vida; de otro modo, devorado por la melancolía, el doliente
estaría rechazando la vida que es, también, la vida del yo que fue amado y desafiado por aquel
3
Lacan, J. (1973). Le seminaire, Livre XX. Encore, París, Seuil. P. 84. Lacan condensa en un solo significante
haine (odio) y enamoratión. Creemos mantener el retruécano escribiendo enamodiación.
que ya no está. Los muertos nos recuerdan un doble deber, paradójico: matarlos y seguir viviendo
o matarnos y encerrarnos con ellos en las criptas de la mente o el cementerio.
Una reflexión más acuciosa nos conduce a criticar la elemental dicotomía que proponen Abraham
y Torok. El destino normal del trabajo del duelo revela por lo común que los dos proceso no se
excluyen sino que se complementan de modo variable en función tanto de la estructura subjetiva
como del progresivo desgaste que acompaña al pasar del tiempo, es decir, con las nuevas
demandas que llaman al sujeto a continuar con su vida. En verdad, el objeto nunca estuvo “vivo”,
pues “objeto” (psíquico) sólo llegó a serlo a partir de su ausencia.
Por perdurable que se quiera imaginar al amor, éste, se sabe, siempre tiene fecha de caducidad:
“Hasta que la muerte nos separe”.
Al mismo tiempo, somos nosotros los que hemos muerto, pues debemos admitir que en él se
desvaneció la representación de nosotros que era el espacio donde vivíamos o creíamos vivir. Su
muerte nos ha deshauciado. Hemos desaparecido de su vista y el espacio que ocupábamos es
ahora una trémula burbuja llena de vacío y ausencia.
¿Por qué el encriptamiento no es universal y por qué son ciertos objetos que fueron amodiados,
los que cuando desaparecen y no hay andariveles para elaborar el duelo, quedan encerrados en
ellas? Se puede decir de modo rápido y taxativo, siguiendo enseñanzas de la clínica: por la culpa y
la vergüenza del lazo libidinal del sujeto con el ausente.
“Muy distinta es la situación de quien arrastra el peso de la propia culpa, una que puede ser
confesada y reconocida en una búsqueda de absolución, y la de quien carga con culpas del otro,
transmitidas sin palabras, como interdicciones para hablar “de eso”. (p. 43).
¿Cómo podría descargarse del fardo de una culpabilidad que llega al yo desde las inclemencias de
la historia? ¿Qué puede uno hacer como vástago acosado por la sombra irredenta de los
ancestros?
Apotegma de Wittgenstein: Wovon man nicht sprechen kann, darüber muss man schweigen: “De
eso que no se puede hablar, sobre eso, es menester guardar silencio [callar]. Tractatus 7. En
verdad, todo puede hablarse. No menos cierto es que, en todo lo que se habla, se llega a un límite
imposible de rebasar, un punto en el que los significantes faltan y donde se impone el silencio.
Sólo se podría hablar, precisamente, de aquello de lo que no se puede, de aquello sobre lo que
Wittgenstein aconsejaba guardar silencio; sólo cabe denunciar al espejismo de una palabra o de
una escritura transparente, animada por la creencia de que el discurso (Word) podría devolvernos
el mundo (World).
La palabra es, así, la voz de una ausencia, de un pasado del cual la memoria sella la inaccesibilidad,
impregnada por el agrio aroma de lo irrecuperable y marchito. Una dicotomía que se sella en la
expresión “está ausente”. “Está”, dice la memoria, e inmediatamente se repliega sobre su
temeridad, “ausente”. Por eso los recuerdos son fantasma que llevan su fardo de nostalgia, mudos
testigos de unos yoes que ya no son. Esas cosas que no se dicen han dejado huellas, marcas de un
goce inenarrable.
Desde esos signos inscritos en el cuerpo, llaman a la escritura, a signos alfabéticos que
conmemorarán y consagrarán la pérdida en el campo de la palabra.
Cuando analizamos el primer recuerdo registrado por los escritores que ahondan en su
experiencia infantil, encontramos el hueso y núcleo de la memoria en el contacto nodal con un
punto de espanto, con un acontecimiento innombrable y horroroso que es contorneado,
estetizado y muchas veces también neutralizado por la magia de la escritura. Las letras alineadas,
en estos casos, dibujan los bordes de la cripta, son escri(p)tura, criptograma. Y en el ciframiento de
la experiencia interviene siempre el inconsciente de quien escribe. Se invita así a un trabajo
recíproco e inverso en el lector… que siempre arribará a otro resultado, ignobernable para el autor
del texto. Trabajo de interpretación y trasliteración.
En todos los casos llegaremos a este lugar central del duelo y de la escritura como fármaco,
recurso para bajar a lo soterrado de la memoria y también terapéutica para reanimar al cadáver
que allí se encuentra y permitirle beber los vinos del olvido.
El espacio captado por la imaginación no puede seguir siendo el espacio indiferente entregado a la
medida y a la reflexión del geómetra. Es vivido. Y es vivido, no en su positividad, sino con todas las
parcialidades de la imaginación (Bachelard, p. 22)
No solamente nuestros recuerdos, sino también nuestros olvidos, están "alojados". Nuestro
inconsciente esta "alojado". Nuestra alma es una morada. Y al acordarnos de las "casas", de los
"cuartos", aprendemos a "morar" en nosotros mismos. Se ve desde ahora que las imágenes de la
casa marchan en dos sentidos: están en nosotros tanto como nosotros estamos en ellas.
En esta región lejana, memoria e imaginación no permiten que se las disocie. Una y otra trabajan
en su profundización mutua. Una y otra constituyen, en el orden de los valores, una comunidad
del recuerdo y de la imagen (p. 29).
Las recuperaciones de la memoria no son buscadas; cada una de ellas es un accidente, una
contingencia inesperada, que da pie a un estallido de lo real. Entendemos como “real” a lo no
simbolizado, a la vivencia corporal que es expulsada tanto de la palabra como de la imagen.
Llamaremos epifanía4 a esta nítida resurrección de los recuerdos, cuando el “yo” que uno
actualmente es desaparece y se ve reemplazado por el que “yo” fue en el momento recordado. Es
un fenómeno de apariencia alucinatoria que se desencadena como un sueño, cuando encuentra el
“resto diurno” capaz de traer de nuevo a la vida al antiguo e ignoto acontecimiento.
El recuerdo latente (de latens, oculto, escondido) es un espectro en busca de un cuerpo , cuerpo
de palabras, de imágenes , de integración en una narrativa, de fechas y puntos de referencia, de
4
Sobre la noción de Epifanía, tal como surge de Joyce. Entonces podremos distinguir a la epifanía, una
experiencia sensual y corporal revivida, del episodio, que es recordado y se transmite como narración.
ideas acerca del lugar del yo en relación con sus coordenadas temporales, genealógicas, de
espacio, de personajes, de sentido. Es un fantasma sediento de historia que mendiga un lugar en
el relato de la vida, un recoveco para arrellanarse en la memoria.
En verdad, se sabe de antiguo -no es un descubrimiento de Freud-, que es difícil diferenciar entre
la memoria y la fantasía. Para Hobbes (1651) “la memoria y la imaginación son una misma cosa que
Por una sencilla razón que Freud expuso en 1898: nadie tiene recuerdos de infancia. La represión
ha comenzado mucho antes del primer episodio que se recuerda y ella es ya actuante en la
Freud, en “Sobre los recuerdos encubridores”: El recuerdo falseado es el primero del que sabemos
algo; permanece para nosotros ignoto el material de huellas mnémicas con el cual fue forjado. Esta
intelección reduce, a nuestro juicio, el abismo entre los recuerdos encubridores y los restantes
recuerdos de la infancia. Acaso sea en general dudoso que poseamos unos recuerdos conscientes
de la infancia, y no más bien, meramente, unos recuerdos sobre la infancia. Nuestros recuerdos de
la infancia nos muestran los primeros años de vida no como fueron, sino como han aparecido en
afloraron, como se suele decir, sino que en ese momento fueron formados ; y una serie de motivos,
a los que es ajeno el propósito de la fidelidad histórico-vivencial, han influido sobre esa formación
55
Hobbes, T. (1651). Leviatán 2.3 y 2.4
José Hernández (la vuelta de) Martín Fierro [1879] XXXIII, vs. 7203-204.
cómo olvidar lo que prefería no saber. El primero en expresar el deseo de un arte del
olvido.
“Hay un grado de insomnio, de rumiación del sentido histórico, que es dañino y en última
instancia fatal para la cosa viviente, sea esta cosa viviente un hombre, un pueblo o una
que no acaba de irse, y que reclama el olvido como límite de la vorágine de los recuerdos.
“El pasado es un país extraño” e irrecuperable. Los recuerdos no nos devuelven las
experiencias vividas, nos dan aproximaciones, pálidas imágenes, fotografías fallidas.
(Halbwachs, p. 112).
Recuerdo, recordemos, en alemán, es Erinnerung, una palabra que señala claramente
el proceso de llevar hacia dentro, de hacer inner, de interiorizar. En español “re-cor-
dar” indica un movimiento que tiene también como meta el interior: el corazón.
Tendemos a asimilar con facilidad recuerdo y memoria. Sin embargo, es menester
diferenciarlas. La memoria (Gedächtnis) es la que puede guardarse en los archivos de
6
Cicerón (1995). Acerca del ordador. P. 134
acceso más o menos públicos. El recuerdo (Erinnerung) es, en cambio, privado,
intrasferible, resultado de una elaboración personal a partir de un acontecimiento
supuestamente pasado.
Por ahora interesa reflexionar sobre la memoria objetivada, la de lo datos que tienen
utilidad efectiva o potencial y que por eso merecen conservarse. Es por ese costado
que la llamada “memoria” aparece como importante pero también como riesgosa y
digna de desconfianza para una historia que se quiere “científica. En ella la
subjetividad (el recuerdo) no juega un papel importante y hasta puede convertirse en
un obstáculo que conviene mantener a distancia.
“El dato objetivado por la historia no es el reflejo sino la sombra de la experiencia
vivida por el cuerpo”. La memoria, hoy en día, es consignación, deposito en un cierto
sitio. Con-signar es reunir los signos en un solo corpus, en un sistema coordinado y
sincrónico en el cual todos los elementos se articulan como si poseyesen la unidad
integrada de un perfecto ensamble.
Lleva hacia lo que podría llamarse, como ya lo hizo Hegel, Entäusserung, una puesta
afuera del pasado, una veneración insensata del mismo, una construcción desmesurada
de memoriales.
Al igual que la carta, la memoria no es sutancia inerte, busca e incluso produce o
inventa a su lector. La estructura del recuerdo es transferencial: halla su verdad, no en
la correspondencia con los hechos, sino en la respuesta de aquel a quien se dirige.
Excordar: exposición del recuerdo. (salido del corazón) El recuerdo excordado nunca
miente.
7
Freud, S. (1899). Sobre los recuerdos encubridores.
Sería equívoco decir que esta investigación recae sobre los orígenes de la memoria y
el duelo. Se ocupa, mejor, del aspecto interior, íntimo, de la rememoración y de sus
características de composición creadora, poiética. Nos convoca aquí la investigación
de la memoria y el duelo como manifestaciones de un sujeto en sus acciones y
pasiones, en sus modos de ser en el tiempo y en su relación con los demás; en suma, el
aspecto transubjetivo del recuerdo y sus modos de articulación con la dimensión
traumática que supone la experiencia de la pérdida.
En este punto conviene regresar y revisar las concepciones de Freud sobre la actividad
anímica. Se hallan en su decurso dos teorías contrastantes de la memoria y el olvido.
8
Estudios sobre la histeria
(cabeza, nariz), de igual modo lo preconsciente y el sentido consciente se alejan del
recuerdo. Ésta es la represión”9
Sin embargo, a esa racionalidad primera le sobrevino una transformación fundada en
el descubrimiento, por parte de Freud, de las fantasías inconscientes y los espejismos
del yo. Con ello se hizo evidente que la memoria no funcionaba como un motor o un
aparato óptico sino que ponía en cuestión ciertas leyes mecánicas propias del mundo
natural. A partir de ese salto de la teoría de la seducción como acontecimiento
histórico, a la teoría de las fantasía que configuraban huellas mnémicas, se dilucidó
que el recuerdo no es el registro de un acontecimiento pasado sino un artefacto
inventado por un yo que tiene intereses que defender y que integra y compone los
rastros del pasado en narraciones acomodaticias.
Un segundo momento en la teoría Freudiana, simultánea al giro de los años veinte,
ubica a toda la vida psíquica, y por ende a la memoria, en el límite de lo siniestro, y en
territorios localizado más allá del principio del placer. El recuerdo traumático es un
cuerpo extraño que se enquista trastocando el conjunto de la vida anímica. La pulida
superficie de las memorias tropieza con un clavo: ahí queda y se oxida, hiriendo y
ulcerando el tejido de la subjetividad.
Desde ambas concepciones, el recuerdo no devuelve el pasado, sino que lo cambia y
lo fabrica al servicio de encubiertas intenciones. Es un artefacto construido por el
inconsciente y deformado por el yo memorioso. Es falaz, pero su ficción es camino de
acceso a la verdad.
La incógnita que aquí se prioriza en relación a lo planteado hasta el momento es: ¿a
qué fines sirve la memoria del dolor? ¿Es la memoria una función al servicio del
trabajo de duelo o, si se quiere, de la tramitación de lo traumático?
En los últimos tiempos, en lo social han tomado especial relieve expresiones que se
sitúan en la intersección entre el sujeto y su realidad, en el corte que irrumpió los lazos
posibles y sus formas de fracaso, Son, en el fondo, nombres de nuevos síntomas,
definidos precisamente en relación con el funcionamiento o disfuncionamiento, el
sostenimiento o la ruptura, el establecimiento o restablecimiento del vínculo. Porque,
9
en efecto, de eso se trata el tiempo del posconflicto: ¿cómo suturar el desgarre en el
lazo del sujeto con el entorno social, familiar?, ¿de qué manera instaurar un nuevo
tiempo para todos, como rezan las consignas políticas electorales? Estas preguntas son
tomadas, a menudo, con referencia a situaciones sociales que no tienen nada de
nuevas, pero que toman un nuevo relieve en un momento en que la sociedad como tal
parece ocuparse “reflexivamente” de su papel como Otro (Giddens, 1991).
En este contexto, despiertan nuestro interés las formas de hablar del lazo social cuando
éste queda comprometido por alguna contingencia. El Estado colombiano, en el
reconocimiento de sus deberes y con el discurso universal que lo sostiene, ordena a
partir de un marco jurídico legal, la distribución de lugares (víctimas, victimarios), de
resarcimientos y reparaciones; promueve la necesidad ficcional de una sociedad
integrada, introduciendo una terminología a partir de categorías propiamente
funcionales que indican una dirección, un tratamiento de la disfunción del lazo del
sujeto con el Otro. Los testimonios que dan cuenta de una vivencia de pérdida
absoluta -de tiempo, de referencia, de sentido- son correlativos a la necesidad de
hacerse a Otro y, en eso, cada sujeto tiene un margen de elección, esa es su dignidad
en el encuentro con la libertad.
Por ello, una libertad que, paradójicamente, es vivida de forma traumática, contradice
toda idea de una búsqueda de recuperación terapéutica de lo perdido; más bien, se
trata de qué hacer a partir de lo hallado. La reparación, la re-inserción del sujeto que
ha atravesado tal experiencia desgarradora no puede ser entendida sino bajo la óptica
de lo que de esa experiencia queda como marca en el sujeto, en términos de lo más
íntimo.
Duelo y memoria
¿de qué hay recuerdo? ¿de quién es la memoria? La fenomenología de la memoria que
propone Paul Ricoeur. La primacía otorgada por la tradición filosófica al lado
egológico10 de la experiencia mnemónica. Los griegos tenían dos palabras, mnēmē
y anamnesis, para designar, por una parte, el recuerdo como algo que
aparece, algo pasivo, y por otra parte, el recuerdo como objeto de una
búsqueda llamada rememoración, recolección.
Lo que la memoria hace resurgir es una imagen mnémica deseada, una imagen vinculada al otro
en cuanto tal. La conceptualización de esta memoria no coincide con la exacta adecuación
de una percepción a una inscripción material en lo psíquico. La posibilidad que brinda la
memoria para el recuerdo, tal y como Freud lo entiende, no trabaja como una traducción
de una realidad física sino intentando reproducir una imagen mnémica. Lo que comanda al
recuerdo no es la reproducción de un acontecimiento material, tampoco una traducción
psíquica de la experiencia, antes bien, este se construye en torno a una satisfacción, y a
una satisfacción fundamentalmente perdida. Al no ser un simple receptáculo de images, la
memoria actúa con sistemas mnémicos, que diseminan el recuerdo en diferentes series
asociativas. En este sentido, el termino de trazo mnémico designa más bien un signo que
estando siempre en relación con otros no guarda ningún tipo de cualidad sensorial.
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10
El sujeto de la memoria es el yo de la primera persona del singular. La noción de memoria colectiva sólo
puede pasar por un concepto analógico, incluso por un cuerpo extraño en la fenomenología de la memoria
(p. 8)
11
5. Sigmund Freud, “Manuscrito G Melancolía”. “Fragmentos de la correspondencia con Fliess” (1950
[1892-1899]), en Obras completas, vol. i (Buenos Aires: Amorrortu, 1982), 240.
12
. Sigmund Freud, “Manuscrito N [Anotaciones iii] (31 de mayo de 1897)”. “Fragmentos de la
correspondencia con Fliess”, 296.
13
7. Sigmund Freud “Manuscrito K: La neurosis de defensa”. “Fragmentos de la correspondencia con Fliess”,
260-267.
patológica no en la melancolía sino en la entidad descrita por Maynert como amentia alucinatoria
aguda. La enfermedad por duelo patológico es entonces la que aqueja a la novia abandonada y a
la madre que ha perdido a un hijo.
Aun admitiendo que dispone de muy pocos análisis de esta clase de enfermedad —la señorita
Mathilde H es, tal vez, el único consignado—, Freud tenía la opinión de que debía ser la
enfermedad psíquica más frecuente, pues:
En ningún manicomio faltan los ejemplos, para los que vale análoga concepción, de la
madre que enfermó a raíz de la pérdida de su hijo y ahora mece un leño en sus brazos, o
de la novia desairada que desde hace años espera ataviada a su prometido14.
En el caso de la señorita Elizabeth Von R, de los “Estudios sobre la histeria”, se consigna ya lo
que, según Strachey, anticipa el “trabajo de duelo” freudiano:
Esta señora ya ha cuidado hasta la muerte a tres o cuatro de sus deudos queridos, y cada
vez hasta llegar al total agotamiento físico, pero luego de estas tristes operaciones no
contrajo enfermedad alguna. Sin embargo, poco después de la muerte del enfermo
empieza en ella el trabajo de reproducción que vuelve a ponerle ante los ojos las escenas
de la enfermedad y de la muerte. Cada día recorre una de esas impresiones de nuevo,
llora por ella y se consuela —uno diría: en su tiempo libre—. Semejante tramitación se
le enhebra a través de los quehaceres del día sin que ambas actividades se enreden. Y
todo va pasando en ella por orden cronológico. Si el trabajo de recuerdo de un día
coincide exactamente con un día del pasado, yo no lo sé. Conjeturo que ello depende del
tiempo libre que le dejan los quehaceres hogareños15
El duelo para el psicoanálisis no acierta su estatuto sino a través de la posición del propio
Freud frente al problema de la muerte, al problema de la pérdida y a la concepción del
objeto. La cuestión del duelo en Freud —lo que no es muy distinto a decir la cuestión del
duelo para el psicoanálisis— se establece en el punto en el que Freud conjuga afecto y
trabajo, donde no es lo mismo plantearlo como afecto que como trabajo.
14
8. Sigmund Freud, “Las neuropsicosis de defensa” (1894), en Obras completas, vol. iii (Buenos Aires:
Amorrortu, 1982), 60.
15
Sigmund Freud y Joseph Breuer, “Estudios sobre la histeria” (1893-1895), en Obras completas, vol. ii
(Buenos Aires: Amorrortu, 1982), 17
16
10. Sigmund Freud, “Nuestra actitud hacia la muerte”. “De guerra y muerte. Temas de actualidad” (1915),
en Obras completas, vol. xiv (Buenos Aires: Amorrortu, 1979).
17
11. Ibíd., 290
después, en “Inhibición, síntoma y angustia”18, plantea que contrario a lo que sucede con la
castración —que se vuelve representable por la experiencia cotidiana de la separación—,
de la muerte propia no hay experiencia, o bien, si la hubiera, como podría ser el caso en el
desmayo, no deja huella registrable.
El asesinato del padre presenta como pérdida lo que es del orden de la falta del origen. El origen
falta —no hay relación sexual— velado por la muerte mítica y significante del padre. Muerte
necesaria para no delirar, a la que Freud hace la representante de una representación imposible. Es
así que frente al problema de la muerte del otro —porque es el otro el que muere— el inconsciente
no conoce más nada que el duelo, la ambivalencia y la desestimación.
El otro ensayo al que hacemos referencia es “La transitoriedad”20. Allí Freud encuentra en el ánimo
de Rilke un poderoso factor afectivo: la revuelta anímica contra el duelo, consistente en una
anticipación del duelo ahí donde la realidad de la fugacidad de la belleza desmiente la pretensión
de eternidad del joven poeta. Anhelo que le era consabido por sus propias ambiciones infantiles,
entre ellas la aspiración infantil a ser el padre inmortal, expuesta en muchos de los sueños con los
que escribe “La interpretación de los sueños”…
En el capítulo vi de “La interpretación de los sueños”21, consagrado al trabajo del sueño, el punto
“H” corresponde a los afectos, que en el sueño son parte de su trabajo. Freud vuelve allí al análisis
del bello sueño que tenía por centro Non vixit. El sueño, que tiene dos años antes de la muerte de
su padre, cuando su amigo Fliess está gravemente enfermo, según nos dice, le permite retomar
intacta la satisfacción por haber hallado, siempre y enseguida, un sustituto a cuanto amigo-enemigo
acompañó a la tumba. Y retomar también el regocijo de haber sobrevivido a todos y cada uno,
quedando dueño del terreno. Al ser sobrevivientes en el recuerdo de quienes quedan, todos somos
reemplazables. “Nadie es irreemplazable. Vean, son solo resucitados; todo lo que uno ha perdido,
regresa”22, hasta en el nombre de los hijos: «Tuve en mucho que sus nombres no se escogiesen
siguiendo la moda del día, sino por el recuerdo de personas queridas. Sus nombres hacen de los
niños “resucitados”. Y en definitiva, ¿no es tener hijos, para todos nosotros, el único acceso a la
inmortalidad?»23
18
2. Sigmund Freud, “Inhibición, síntoma y angustia” (1926 [1925]), en Obras completas, vol. xx (Buenos
Aires: Amorrortu, 1979), 123.
19
13. Ibíd., 298
20
14. Sigmund Freud, “La transitoriedad” (1916 [1915]), en Obras completas, vol. xiv (Buenos Aires:
Amorrortu, 1979), 309.
21
5. Sigmund Freud, “La interpretación de los sueños” (1900 [1899]), en Obras completas, vol. iv y v (Buenos
Aires: Amorrortu, 1979)
22
. Ibíd., vol. v, 482.
23
17. Ibíd., vol. v, 483.
En el sustituto del objeto, lo perdido se olvida por transferencia de afecto. Dice Freud: “Mi amigo
[Fliess] acaba de tener, después de mucho esperarla, una hijita —Pauline—. Yo sé cuánto lamentó
a su hermana, la que él perdió temprano —Pauline—, y le escribo que sobre esa niña habrá de
trasferir el amor que él sentía por su hermana; esa niñita le hará olvidar por fin esa pérdida
irreparable”24
Orientado por el recuerdo y lo sustitutivo del objeto, el duelo, como la transferencia, se torna
infinito; orientado por la repetición, el duelo, como la transferencia, tiene un final. El trabajo de
duelo, aspirando a encontrar un equivalente en el trabajo del sueño, dirige su realización a las
formaciones del inconsciente.
En la reunión del 22 de abril de 1959, Lacan presenta el trabajo del duelo como […] una satisfacción
dada al desorden que se produce en virtud de la insuficiencia de todos los elementos significantes
para hacer frente al agujero creado en la existencia, por el empleo de todo el sistema significante
en torno al menor duelo.25
Allouch eleva el duelo a la condición de acto. Dice: Lacan radicaliza la función del duelo: no hay
relación de objeto sin duelo no solamente del objeto, sino de ese suplemento, esa libra de carne
fálica que el sujeto no puede más que sacrificar para tener acceso al objeto. […] El duelo es
efectuado sí y solo sí se ha hecho efectivo ese sacrificio. El sujeto habrá perdido entonces no
solamente a alguien sino, además, sino, aparte, sino, como suplemento, un pequeño trozo de sí. Lo
que escribo así: S/ = - (1+a).35
Ahora bien, ya mediando la segunda tópica freudiana, la realidad se verá afectada por el problema
de la pérdida. La realidad puede ahora perderse a tal punto, que la diferencia entre neurosis y
psicosis se desplaza: de mantener vínculos con el objeto pasa a la sustitución de la realidad por los
productos de la fantasía. Así, cuando se pierde el objeto de amor por infidelidad o muerte, su
pérdida no es que vaya a ser necesariamente admitida por el hecho de que la realidad la asevere; el
yo puede desmentirla por insoportable y hasta romper vínculos con aquella.
A condición de sustraer la investidura del sistema consciente —operación a la que Freud le otorga
el mismo rango que a la represión— queda eliminado el examen de realidad y las mociones de deseo
pueden ser admitidas como una realidad mejor. Tal es el caso de ese “mal de amor” que en
psiquiatría se llamó Amentia de Meynert y que Freud tomó como psicosis alucinatoria de deseo.
24
Ibíd., vol. v, 482.
25
33. Lacan, “Sesión del 22 de abril de 1959”, en Seminario 6. El deseo y su interpretación.
la que en el caso de esa joven dada en adopción al nacer, reza: “Si no te ha querido tu madre, nadie
te pudo, ni te puede, ni te podrá querer”.
Y esto es todo lo que el duelo como trabajo simbólico es capaz de hacer. Es la única respuesta que
lo simbólico puede dar: se empieza por leer ausencia y se termina por escribir falta.
MEMORIA
. Para hablar de memoria colectiva o de conciencia histórica con sentido es adecuado partir
del fenómeno de historización, que en este caso no hace referencia exclusiva a la forma en la que
se concibe y escribe la Historia desde los marcos académicos, sino también al proceso producido en
contextos no disciplinares y, hasta cierto punto, cotidianos, donde el paso del tiempo adquiere
significados propios mediante procesos orientadores de la experiencia (Revilla y Agusti, 2018) Tal y
como apunta Ricoeur, “la apertura de un horizonte de expectativa designado mediante el término
‘progreso’ es la condición previa” para esta nueva concepción temporalizadora de la experiencia
propia de la contingencia actual (Ricoeur 2004, 297) Independientemente de que este proceso se
haga desde el presente hacia el pasado o desde el presente hacia el futuro, de lo que no cabe duda
es del carácter social de este, y por tanto, de la influencia de factores como la memoria, que
abandona su carácter individual para pasar a un enfoque colectivo, donde la expectativa de futuro
y la concepción del pasado, mediadas ahora por el colectivo, toman un papel protagonista. El paso
de la memoria particular a la colectiva queda, de nuevo, influido por el concepto totalizador de la
nueva concepción de la Historia en la época actual, en la que el sujeto queda relegado al conjunto
social, y en la que, en palabras de Ricoeur, “la Humanidad se convierte tanto en el objeto único
como en el sujeto único de la Historia, a la misma vez que la Historia se convierte en un singular
colectivo” (Ricoeur 2004, 300).
Ricoeur, que sitúa la conciencia histórica en “la polaridad existente entre la conciencia
individual y la colectiva” (1999, 22), entiende que pueden existir elementos parcialmente mediados
por lo social, mientras que, a su vez, se mantienen aspectos subjetivos no marcados por el colectivo.
De cierta manera, esta idea reitera la explicitación realizada por Gadamer al comentar la visión
filosófica de Wilhelm Dilthey, donde caracteriza la conciencia histórica como un modo de
autoconciencia, al “conocer cómo situarse en una relación reflexiva consigo misma y con la
tradición, comprendiéndose a sí misma con y a través de su propia Historia” (Gadamer 1975, p.17).