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Notas sobre los recuerdos

Para Daniela

Por Alexandra Kohan

I. Cuando pensé estas notas, creo que primero apuntaba a escribir sobre el olvido, la memoria, el
recuerdo. Pero después noté que de título había puesto “recuerdos”, en plural. Y entonces pienso
ahora que no es lo mismo delimitar o reflexionar alrededor de la función del olvido y del recuerdo,
que hablar de los recuerdos -en plural-. Porque ahora me interesa menos indagar su función, que
intentar hacer algo con los recuerdos, intentar pensar qué es ese algo que hacen los recuerdos.
Por supuesto que al final todo está ensamblado: olvido, recuerdo, olvidos, recuerdos. Pero al
ordenar un poco estas notas, que están primero en un cuaderno desordenadas y orientadas por
pequeñas ocurrencias, necesito precisar un poco más el asunto. Necesito ordenar, despejar,
descartar lo que no voy a usar: necesito hacer espacio para que no se me venga todo encima. Ver
con qué materiales voy a trabajar porque, si no, la cosa es enorme. Me doy cuenta ahora de que
exactamente así empezó la idea sobre estas notas: ordenando, despejando, descartando lo que
no iba a usar, clasificando y haciendo espacio en mi casa. Resulta que vivo en una casa grande
desde hace más de treinta años, y a lo largo de ese tiempo no sólo se juntaron un montón de
cosas, sino que esta casa fue un poco el destino de todo eso que mi familia no sabía dónde
guardar. Sobre todo, aunque no sólo, mi mamá, que fue la que más veces se mudó. En cada
mudanza de ella, que además implicaba una reducción de su espacio, un cúmulo de cosas venía
para acá. ¿Por qué nunca antes dije que no? No lo sé. Pero acá estoy ahora, con los efectos de
ese “ya basta”.

II. La cuestión es que de todas las limpiezas que cada tanto hacía, me había quedado una
habitación, con su respectivo placard, llena de cosas. Tan llena que no podía ni pensar en cómo
empezar a vaciarla. Estaba agobiada y no sabía por dónde arrancar, hasta que una amiga me
comentó que conocía a alguien que se ocupaba de eso. Fue así que la llamé a Alejandra Rival,
con quien despejamos esa habitación. Se hizo espacio y entonces ocurrieron pequeños eventos.
Hubo espacio para que pasaran algunas cosas que estaban ahí medio atascadas, mal guardadas,
arrumbadas, pegoteadas. Estas notas son los efectos de haber hecho lugar. Porque sin lugar no
hay nada. Porque si está todo colmado, no puede pasar nada, todo se vuelve aplastado y
aplastante. Porque si todo está lleno, sólo resta el desborde y los intentos torpes por contenerlo.
Por eso creo que se trata también de hacer lugar para que el olvido funcione, de hacerle lugar al
olvido: ese que a su vez les hace lugar a los recuerdos.

III. Sabemos lo que la consigna “Ni olvido ni perdón” significa en nuestro país: una reivindicación
lanzada al Estado a la vez que una resistencia a algunas políticas de gobiernos cuya ideología
pretendió en el pasado -y esa ideología persiste e insiste hoy- la reconciliación con los
responsables de los secuestros, las torturas y las desapariciones. “Ni olvido ni perdón” es una
consigna que se precipita, entonces, como resistencia a cualquier política oficial que se muestre
dispuesta a olvidarlo todo. A la propuesta del olvido absoluto se resiste por medio de una
pretensión ideal de memoria absoluta. Cuando se trata en cambio de la trama subjetiva, los hilos
que se entrecruzan y se tejen no son los de la memoria absoluta, los del recuerdo absoluto y no
pueden sino contar con el olvido. Ahora bien, se trata al mismo tiempo de dirimir qué se hace con
la memoria recuperada, porque, como Tzvetan Todorov ha advertido en Los abusos de la
memoria: “sin duda todos tienen derecho a recuperar su pasado, pero no hay razón para erigir un
culto a la memoria por la memoria; sacralizar la memoria es otro modo de hacerla estéril”,
mostrando que hace falta preguntarse “¿para qué puede servir y con qué fin?”. De modo que lo
que se suscita, se suscita en la tensión misma entre olvido y recuerdo, entre un recuerdo y otro,
entre el recuerdo que posibilita el olvido, tanto como el olvido que posibilita el recuerdo. Porque
sabemos, con Freud, el modo en que la verdad subjetiva se va a alojar ahí en los tropiezos del
recuerdo, en los desvíos del relato del sueño, en el fracaso del absoluto recordar. Y que se trata
de indagar, sobre todo, esos recuerdos más prístinos. Y porque sabemos con Funes el memorioso
de Borges, el modo en que la memoria absoluta y la imposibilidad de olvidar son también la
imposibilidad de recordar. Porque sin pérdida no hay recuerdo. De modo tal que, lejos de velar por
una memoria que se erija en sacralidad y, de ese modo, impida el recuerd, lejos de una épica de
la memoria, se trata más bien del juego que se hace posible jugar en los intersticios entre olvido y
memoria.
Lo que el psicoanálisis y la literatura nos enseñan es que no habrá recuerdo de lo que nunca ha
sido olvidado, que la memoria no es lo contrario del olvido; que sin olvido lo que cabría es una
especie de agobio, de tormento permanente. Porque la imposibilidad de olvidar produce un
exceso que conduce a la inhibición, a la paralización, a un quedar doblegados por la memoria
absoluta. La imposibilidad de olvidar apunta a hacer del pasado un monumento en el extremo
opuesto de la vitalidad que puede suscitar el olvido. Para que “la rumia del pasado”, para que el
pasado no insista igual a sí mismo y no se convierta en lo que Nietzsche llamó “el sepulturero del
presente”, hace falta el olvido, el olvido es lo que hace falta. Por eso Jean Allouch ha dicho
alguna vez: “Psicoanalizar es hacer posible el olvido”.
IV. Subrayé muchas cosas en la autobiografía de Althusser, pero ahora me detengo en esto:
“cada uno tiene su propio «después» para intentar comprender y soportar lo insoportable”. Entre
esos «después» se encuentran, según creo, el análisis, la escritura y el duelo. El olvido también
puede ser ese después, y también hay un después del olvido. Ese momento en el que vuelve lo
olvidado, o que vuelven los recuerdos que no sabíamos que teníamos. Los que vuelven como
inéditos, porque vuelven y nosotros ya no estamos ahí -por eso Barthes dice que las fotos son
signos que no cuajan-. No somos esos, pero tampoco somos estrictamente otros: no nos
acordamos de ese que fuimos, pero acá nos encontramos atajando a ese extraño. Pasa a veces
con algunas fotos. No con las que ya conocemos, o las que ya forman parte de nuestra historia,
sino con esas que no habíamos visto antes, aunque las hayamos visto miles de veces. Las
escrutamos hasta encontrar algún detalle en el que podamos reconocernos. Cuando las vemos se
produce un verdadero encuentro. Porque, como dice Barthes -siguiendo a Lacan-: “Lo que la
Fotografía reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sóla vez: la Fotografía repite
mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente (...), la Fotografía remite
siempre al cuerpo que veo, es el Particular absoluto, la Contingencia soberana, mate y elemental,
el Tal (...), en resumidas cuentas la Touché, la Ocasión, el Encuentro, lo Real en su expresión
infatigable”. Un encuentro con el extraño que somos, aún hoy, para nosotros mismos.

V. Un recuerdo que irrumpe involuntariamente, eso también es un encuentro. Como en el duelo


Porque el duelo también es una herida que se abre de golpe y drena recuerdos que no sabíamos
que teníamos. Y eso es bello. Es la belleza de lo inaudito.

VI. Ya lo había hecho en Vivir entre lenguas, pero me encanta cómo Sylvia Molloy dice en Citas
de lectura, su autobiografía de lectora, que puede que esté inventando los detalles de sus
recuerdos. Finalmente eso son los recuerdos. No están hechos de otra cosa que de invenciones.
Ahí, y no en otra parte, está su verdad.

VII. Cuando Martín Kohan escribió Me acuerdo dijo: “fui notando que tiene que ver menos con un
ejercicio de memoria personal, que con un ejercicio de escritura que hace que los recuerdos
aparezcan como si le hubiesen sucedido a otro: están objetivados por el efecto de la enumeración,
del inventario, del puro listado", y también: “Hacer una colección de recuerdos, pero no ponerse a
recordar. Sin esa contención, la única alternativa sería la de largarse a evocar y a contar mi
infancia. No haría eso ni loco (...). Todo está hecho de olvido”, dijo el autor. Y entonces me acordé
de lo que Harald Weinrich ubica en Proust: “una poética del recuerdo surgida de las profundidades
del olvido”.
VIII. Si alguien sabe limpiar, clasificar, ordenar, despejar, anotar y hacer listas, ese es Georges
Perec -cuyo Me acuerdo inspiró a Kohan-. Hay una sección de su libro Pensar/Clasificar -libro que
lleva hasta el paroxismo su procedimiento habitual- que se llama “Aforismos”. Copio acá el listado
entero porque no puedo elegir:
El recuerdo es una enfermedad cuyo remedio es el olvido
El recuerdo no sería recuerdo si no fuera olvido
Lo que viene por el recuerdo se va por el olvido
Los pequeños olvidos hacen los grandes recuerdos
El recuerdo multiplica nuestras penas, el olvido nuestros placeres
El recuerdo libera del olvido, pero, ¿quién nos librará del recuerdo?
La felicidad está en el olvido, no en el recuerdo
Un poco de olvido nos aleja del recuerdo, mucho nos acerca
El olvido reúne a los hombres, el recuerdo los separa
El recuerdo nos engaña con mayor frecuencia que el olvido
Etcétera.

IX. Entre las cosas que aparecieron en mi casa una vez que hice lugar, hay una nota de una
maestra mía de inglés de la primaria (antes de los 10 años, lo sé porque cambié de colegio a esa
edad). De esa época y de ese colegio no me acuerdo de casi nada, salvo de dos cosas: perdí un
álbum de figuritas mientras todos saltábamos al grito de “el que no salta es un holandés” (mundial
1978, tenía 7 años), y de que comenzó mi miopía: un rasgo que me acompañó toda la vida. Me
acuerdo nítidamente de cómo veía borroso. No me acuerdo ni de la maestra, ni de mis
compañeras que firman la hoja, ni de mí en esa época. Y, menos que menos, de lo que dice la
maestra: se refiere a mí como la que siempre está alegre y riendo y haciendo chistes. Chistes,
dice: “jokes”. Lo encuentro en este tiempo en el que estoy especialmente interesada en el humor,
aunque siempre lo estuve. Siempre. Pero no sabía que hacía chistes de tan chica. Tampoco había
visto esa nota antes a pesar de que estuvo siempre acá.

X. También aparecieron dos fotos de mi mamá con una niña que no reconozco. Sin embargo, la
veo igual a Catalina, que a su vez es igual a su madre, mi íntima amiga Daniela -la que muchas
veces tiene una amorosidad maternal muy parecida a la de mi mamá: discreta, elegante, práctica,
presente pero a prudente distancia-. ¿Qué hace mi amiga en brazos de mi mamá antes de que yo
naciera (1969)? No. No debe ser ella. Pero igual le pregunto. Y resulta que sí, que es ella. Y que
ella se acuerda de esa “tía” de los veranos y se la acuerda con mucho amor. Lo más lindo de la
historia es que, cuando se conocieron de grandes, sin saber que ya se habían conocido antes, se
adoraron -el nombre con el que Daniela conoció a mi mamá era un apodo que no tenía en 1969-.
Cuando en 2021 nos tocó esparcir juntas las cenizas de mi mamá en el río, no sabíamos nada de
todo esto. La noticia de la aparición de la foto fue contada rápidamente hacia toda la familia que
queda, para ver si podíamos reconstruir algo de esa historia. Fuimos haciéndolo, un poco. Igual
hay muchos enigmas. Pero no necesitamos reconstruir nada. La historia es esta: nuestra amistad
es un hallazgo. Una de las cosas más lindas de todo esto la dijo su hermano: “¿Viste que Lacan
dice que el analista existe en la historia del paciente antes de haberlo conocido?
Bueno, Alexandra existía como amiga tuya antes de haber nacido”. Escribo estas notas en un
escritorio que era de Daniela. Nunca antes había puesto una foto en el Newsletter.
Hay, en la elección de un amigo, de un analista o de cualquier otro amor algo impreciso que se lee
en su aire, como si uno dijera -aunque la mayor parte de las veces no se dice porque es
inconsciente- ”tiene un aire familiar”. Es un aire familiar, sí, pero también, y sobre todo, ese algo
que tiene el otro es un lugar al que siempre se puede volver.

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