Está en la página 1de 3

Las formas del olvido.

¿No tenemos todos un cierto número de imágenes que vagan por nuestra cabeza,
a las que denominamos impropiamente recuerdos y con las que construimos y
sostenemos una identidad de nosotros mismos?
Cada singular posee recuerdos y olvidos particulares, específicos. Nadie
recuerda ni olvida como otro. Ese podría ser un principio de distinción y hasta quizás de
individuación. Una forma única del olvido podría ser la diferencia que permita
reconocer una identidad.
Platón en su dialogo Teeteto da una definición del saber que consiste en “la
posibilidad de decir una característica por la que se diferencia el objeto en cuestión de
todos los demás.” [208ac-d]. ‘Decir’ aquí es expresar, a través de una corriente vocálica,
aquel dialogo silencioso del pensamiento consigo mismo en una o varias proposiciones.
Reconocer una diferencia para así quedar ligado con el objeto que distingo -entre
muchos- mediante un lazo de intimidad y exclusividad, a fin de poder decir lo más
íntimo, pero con las palabras de todos.
Podemos notar aquí un equívoco o, para usar una palabra del griego, una
hamartia. Puesto que, ¿qué es lo que cabe aquí? Notar una diferencia hacia mí y para mí
que saca de la comunidad al objeto y soportar su indecibilidad, su intransferencia, que
sin embargo mantiene a la diferencia en su diferencia (es decir, en su identidad);
adecuándome además con la definición del saber puesto que: ‘tengo una diferencia, me
pertenece, pero sin embargo no la puedo decir.’ O la puedo decir solo a costa de
perderla, con el reisgo de des-diferenciarla. No pudiendo afirmarla sin a la vez negarla.
Cabe notoriamente otra posibilidad. Platón también la ofrece: “Cuando
poseemos recta opinión acerca de algo por lo que una cosa distingue de las demás, se
nos manda a añadir a esto recta opinión de aquello por lo que se distingue de ellas. […]
el hecho de mandarnos a añadir algo que ya poseemos para poder aprender una cosa de
la que tenemos opinión es lo que más se parece a andar en tinieblas.” [209e]. No se nos
puede pedir, luego de expresar nuestro saber sobre la diferencia, que agreguemos
nuevamente una razón que diferencie a la diferencia, una “recta opinión” que distinga
mi diferencia de las otras en el lago del lenguaje que nuclea a todas a la mismidad. La
condición para que una diferencia siga siendo esa y no otra es que conserve una
identidad; y eso solo puede darse, me parece, si puede no ser enunciada como una
diferencia más que haga perder así su singularidad. Y la singularidad de una diferencia
es la capacidad de diferenciarse siempre de la misma manera, siendo su esencia la de ser
siempre cambiante.
Me interesa pensar entonces que: las cifras de la identidad hunden sus raíces y se
encuentran en nuestras formas del olvido (y sus modulaciones con el recuerdo).
Posiblemente podríamos encontrar la génesis y el modelo del recuerdo- y el olvido- en
la infancia. La infancia que no es un año más de la vida que pasa; sino aquel modo de
habitar, que nos habita, y que no cesa de pasar al modo de un retorno. Puebla con su
guisa más evidente el cuerpo siendo una cicatriz en el ombligo y con su otra más
subrepticia la experiencia con una cicatriz por el eco de una irrupción.
Marc Augé piensa una idea compartida respecto a esto: y es que el olvido puede
ser entendido como la condición de posibilidad de todo recuerdo; y que la memoria se
constituye de un olvido inicial que opera como potencia. El autor francés lo dice de esta
manera: “(…) lo que queda es el producto de una erosión provocada por el olvido. Los
recuerdos son moldeados por el olvido como el mar moldea los contornos de la orilla.”
Me gusta esa idea de la erosión, de la aparición del trauma en las ruinas de la infancia,
de la memoria y su relación con lo sobreviviente.
Para continuar, habría que preguntarse antes acerca de qué es exactamente un
recuerdo. Jean-Bertrand Pontalis tiene una noción interesante del recuerdo. Él nos dice:
“aquello que queda inscrito e imprime marcas no es el recuerdo, sino [que el recuerdo
es] las huellas, signos de la ausencia.” El signo, entonces, no es ya el hecho, lo
localizable, un sentido o una percepción dormida en la memoria cargado de
determinaciones espacio-temporales específicas. Tampoco es lo narrable del recuerdo.
Para nuestro autor, el recuerdo es la huella de lo reprimido, un trazo inconsciente. Es la
conexión plural entre huella y acontecimiento.
Pontalis, sirviéndose de Freud, corre el eje y otorga importancia al mecanismo
de la asociación y no al del mero recuerdo. Asociar es- tanto para Freud como para
Pontalis- “disociar las relaciones intuidas, sólidamente establecidas, para hacer surgir
otras, que con frecuencia son relaciones peligrosas.”
Si decíamos con anterioridad que el olvido cumple una función moldeadora de
los recuerdos, no podemos pasar por alto la operación de plasmación que tiene en la
ficción de la vida individual y colectiva. Esto quiere decir que: las modalidades del
olvido son, junto con sus escenificaciones y actuaciones, las que <configuran> el
tiempo en la vida; incluso en su posibilidad para hacer desde el olvido una especie de
relato que se cuentan quienes lo están viviendo al mismo tiempo que lo viven, (o
quienes lo viven al mismo tiempo que lo cuentan si lo pensamos tal vez en un espacio
de análisis).
Sin duda que harían falta mayores aclaraciones para lo dicho pero, con todo,
podemos llamar -a partir de esta caracterización- a la operación del olvido como la
capacidad de <historizar> que posee el sujeto; capacidad que consiste en la producción
de sentido a través de la narración junto con el advenimiento del sujeto en lo narrado.
Cuestión que, además, nos deja en la encrucijada de tener que sostener que: no hay por
fuera de la narración en tanto se conciba siempre un sujeto. Por otra parte, la <ficcion>
debe ser entendida no como un relato imitando lo real sino como una construcción que
confiere forma temporal, diacrónica y dramática a lo real.
Para ir concluyendo, y a modo de corolario de estas notas, hagamos mención a la
dimensión narrativa que anida en toda existencia. Ciertamente nuestras ficciones son
distintas unas de otras, y sin embargo ninguna ficción individual es rigurosamente
contemporánea de otra, cada cual tiene su pasado y sus esperas. Pero entonces, las
diferencias, las distancias, son de gradación y no de naturaleza. Vivimos
simultáneamente varios relatos ¿qué duda cabe?; frutos de la memoria y del olvido, de
un trabajo de composición y recomposición “que refleja la tensión ejercida por la espera
del futuro sobre la interpretación del pasado.”
Confeccionar e implicarse en un relato es aventurar una vida y existir
esencialmente en calidad de un relato para uno y los otros. Solo aquel que se ubica en la
exterioridad de la mirada o de la audición puede ser indiferente y extraño frente a la
implicación de cualquier relato. En ese sentido restringido, el afuera del relato es la otra
lengua, lenguaje, otra narración. Salvo esos márgenes, hay que entender que en cada
nivel del relato el autor-personaje está implicado de modo individual y colectivo. Todo
relato de una vida, por muy solitario que pueda ser el recorrido, está perseguido por la
presencia de otro. Y que, por lo tanto, la manifestación de un decir, la enunciación y
pronunciación de una palabra, es, el juego de reflejos entre dos o más presencias
mediante la cual un individuo intenta, por momentos, recapitular su existencia, explicar
su vida, darle coherencia y sentido.
Finalmente, el reflejo (esa biografía o historia de cada uno) es el producto de la
discordancia de los tiempos singulares y la concordancia esperada de su reconciliación
en los relatos a distintas voces. La figuración de una polifonía que está siempre de
camino a narrarse. La forma de un olvido que se busca en la narración y que olvidó que
para narrar, y buscarse, era preciso olvidar definitivamente su diferencia: conservándola
como pérdida.

También podría gustarte