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Evocaciones de Combray: efectos del

azar en la memoria involuntaria

Rodolfo Montes de Oca

4°B
“El tiempo es invención o no es nada en absoluto.”
Henri Bergson

Introducción

El siguiente trabajo pretende, en cierta medida, abarcar lo inabarcable: analizar las


evocaciones de Combray, pueblo que está estrechamente ligado a la infancia de Marcel,
narrador de En busca del tiempo perdido (1913-1917). La tarea es por demás titánica: la
potencia poética de las impresiones plasmadas por Proust, siempre guiadas por el recuerdo
involuntario, por la sensación disparada por un sabor, una fragancia o un objeto, conforman
un mundo en sí mismas; un mundo complejo y de difícil acceso.
La palabra evocar, según el Diccionario de la Real Academia Española, puede
significar tanto “traer [algo] a la memoria” como “llamar [a los espíritus]”. Me gustaría,
aferrándome a la libertad temática del género ensayístico, realizar un pequeño aporte a la
definición dada por la RAE: en el terreno de las ciencias ocultas, evocar significa, más que
llamar, hacer aparecer al espíritu o entidad que se invoca en forma física y visible,
diferenciándose de esta forma de la invocación simple, en donde no es necesaria la presencia
física del ente invocado. Por lo tanto, podemos afirmar que lo que Marcel hace de la
Combray de su niñez es una evocación y no una recreación mnemotécnica, comparable a la
que realizan los adeptos en sus rituales nocturnos. Las ruinas de Combray se alzan una vez
más ante los ojos maravillados del narrador, en donde una taza de té cumple la labor de
espejo mágico, de ventana hacia el pasado, vivo aún en los oscuros rincones de su memoria:
es allí en donde yace enterrado el tiempo perdido.
Dada la magnitud de la tarea, este ensayo no busca ser del todo abarcativo, sino
centrarse en esos pequeños detalles que ilustran el mágico y, por qué no, azaroso accionar de
la memoria involuntaria; esa que, como la magia, no puede ser explicada a través de la razón
pura, pero que sus efectos prácticos pueden tener resultados sorprendentes, como la novela en
cuestión.

Sobre la memoria involuntaria y el papel del azar

La extrema soltura de la pluma de Proust dificulta cualquier intento de citación,


principalmente porque traer a colación cualquier escena de su novela, por mínima que
parezca, implica la necesidad de citar grandes cantidades de texto. Sin embargo, es
obligatorio, para el tema que nos concierne, analizar detenidamente el episodio en que
Marcel, al probar una magdalena mojada en té, accede a ciertas zonas de su memoria que
hasta entonces creía inaccesibles; así como la antesala de la misma, en donde vemos cómo el
narrador teoriza sobre la llamada memoria involuntaria y sus características.
La escena descrita comienza con Marcel rememorando todo aquello que recuerda de
Combray, el pueblo que marcó su infancia, cada vez que despierta por la noche. Estos
pequeños recuerdos se realizan a través de sensaciones e imágenes secuenciales breves.

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Así, por mucho tiempo, cuando al despertarme por la noche me acordaba de Combray, nunca
vi más que esa especie de sector luminoso, destacándose sobre un fondo de indistintas
tinieblas, como esos que el resplandor de una bengala o de una proyección eléctrica alumbran
y seccionan en un edificio, cuyas restantes partes siguen sumidas en la oscuridad: en la base,
muy amplia; el saloncito, el comedor, el arranque del oscuro paseo de árboles por donde
llegaría el señor Swann, inconsciente causante de mis tristezas; el vestíbulo por donde yo me
dirigía hacia el primer escalón de la escalera, tan duro de subir, que ella sola formaba el
tronco estrecho de aquella pirámide irregular, y en la cima mi alcoba con el pasillito, con
puerta vidriera, para que entrara mamá; todo ello visto siempre a la misma hora, aislado de lo
que hubiera alrededor y destacándose exclusivamente en la oscuridad, como para formar la
decoración estrictamente necesaria (igual que esas que se indican al comienzo de las
comedias antiguas para las representaciones de provincias) al drama de desnudarme; como si
Combray consistiera tan sólo en dos pisos unidos por una estrecha escalera, y en una hora
única: las siete de la tarde. (Proust 32-33)

Vemos aquí una descripción gráfica del funcionamiento de la memoria de Marcel; una
especie de plano que ilustra la forma en que los recuerdos de Combray se posicionan en su
mente y, en cierta manera, se materializan: esas emociones que conforman la base sólida y
palpable de sus recuerdos son pequeños sectores luminosos en medio de una total oscuridad.
Esos destellos de luz, ventanas hacia el pasado, son los recuerdos que van asociados siempre
a algún tipo de sensación: el saloncito y el comedor, en donde probablemente solía comer y
beber; el paseo de árboles por donde llegaría el señor Swann, asociado a la tristeza; el
vestíbulo que dirigía a la escalera, asociado a la dificultad de subir sus escalones; su alcoba,
asociada a los besos maternos. Todo el resto es innecesario: Combray, para Marcel, es una
casa y una hora específica. Estos recuerdos no son producto de la memoria voluntaria, hija de
la inteligencia, sino de su contraparte: la memoria involuntaria.

A decir verdad, yo hubiera podido contestar a quien me lo preguntara que en Combray había
otras cosas, y que Combray existía a otras horas. Pero como lo que yo habría recordado de eso
serían cosas venidas por la memoria voluntaria, la memoria de la inteligencia, y los datos que
ella da respecto al pasado no conservan de él nada, nunca tuve ganas de pensar en todo lo
demás de Combray. En realidad, aquello estaba muerto para mí.
¿Por siempre, muerto por siempre? Era posible. (Proust 33)

Así como Marcel recuerda claramente determinados instantes de su infancia, la


imposibilidad de recordar más se debe a una creencia personal; esa creencia consiste en que
aquellos recuerdos voluntarios, de existir, no significan nada para él, debido a la convicción
de que la memoria de la inteligencia está imposibilitada de conservar el pasado de manera
fidedigna. ¿Pero de dónde viene esta creencia? ¿A qué se debe esta carencia de la memoria
voluntaria? Deleuze (1964) lo explica de la siguiente manera:

La memoria voluntaria va de un presente actual a un presente que ha sido, es decir, a algo que
fue presente y ya no lo es. El pasado de la memoria voluntaria es, por tanto, doblemente
relativo: relativo al presente que ha sido y relativo al presente en relación al cual es ahora

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pasado. Podemos decir que esta memoria no toma directamente el pasado, sino que lo
recompone con presentes. Por ello, Proust dirige idénticos reproches tanto a la memoria
voluntaria como a la percepción consciente; esta cree que encuentra el secreto de la impresión
en el objeto, aquella que encuentra el secreto del recuerdo en la sucesión de los presentes;
precisamente, los objetos que distinguen los presentes sucesivos. La memoria voluntaria
procede mediante instantáneas. (69-70)

El fallo de la memoria voluntaria radica, justamente, en que su percepción del pasado


no contiene nada de él, sino que conforma una especie de autoengaño en donde aquellas
vivencias son, de cierta manera, deformadas por nuestro presente. Nuestra inteligencia vive
en un eterno presente; por lo tanto, es mediante una sucesión de presentes que, al intentarlo,
reconstruye nuestro pasado. Para Proust es imposible capturar la verdadera esencia de nuestra
vida, de aquellos momentos que nos marcaron, de forma meramente intelectual, ya que el
alma de estos reside en una asociación involuntaria entre objeto y recuerdo. El reencuentro
con nuestro tiempo perdido es, por lo tanto, tan azaroso como afortunado. Marcel lo describe
hermosamente:

Considero muy razonable la creencia céltica de que las almas de los seres perdidos están
sufriendo cautiverio en el cuerpo de un ser inferior, un animal, un vegetal o una cosa
inanimada; perdidas para nosotros hasta el día, que para muchos nunca llega, en que suceda
que pasamos al lado del árbol, o que entramos en posesión del objeto que les sirve de cárcel.
Entonces se estremecen, nos llaman, y en cuanto las reconocemos se rompe el maleficio. Y
liberadas por nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en nuestra compañía. (Proust 33)

¿Es necesario ir en busca de la opinión de un crítico para conocer qué es para Proust
la memoria involuntaria o cuán importante es el papel del azar en el proceso de recuperar el
tiempo aparentemente perdido? Luego de leer este fragmento, yo creo que no. Aparte de
gozar de una belleza que ningún teórico de la literatura puede igualar ni en sueños, los
conceptos están expuestos con una claridad insuperable. Mediante la utilización de una
antigua creencia céltica, Marcel nos muestra de qué forma el alma de nuestros seres queridos,
es decir, su recuerdo, permanece atrapada en animales, vegetales o cosas inanimadas,
esperando impacientes a que pasemos a su lado; y, al reconocer ese objeto, ese lugar, esa
cosa, somos capaces de romper el maleficio y se quedan con nosotros para siempre. El
maleficio se rompe porque ese objeto, ese animal, esa planta, funcionan de disparadores de la
memoria involuntaria, y en ese estado místico podemos descender a las catacumbas de
nuestros recuerdos en donde yace enterrado nuestro pasado, nuestro tiempo perdido, y traerlo
a la vida nuevamente. No podemos entrar en ese estado a voluntad: es necesaria la buena
suerte, que, casualmente, también forma parte del conjunto de creencias célticas. De ahí que
la memoria involuntaria esté fuertemente ligada al azar, como bien remarca Marcel:

Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los
afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto
material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar

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depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte, o que no lo
encontremos nunca. (Proust 33)

La llave que abre la puerta hacia nuestro pasado es doblemente azarosa en mi opinión:
Primero, porque, como dice Marcel, dependemos del azar para encontrarnos con el objeto
disparador en el corto tiempo de nuestras vidas; segundo, porque esa asociación entre objeto
y recuerdo también se da de forma azarosa en nuestra mente. No podemos elegir, ni
voluntaria ni conscientemente, en qué objeto, animal o planta atraparemos el recuerdo de
nuestros seres queridos, ya que ellos, aparentemente, eligen ocultarse en lugares
insospechados, escondiéndose traviesamente en zonas que moran más allá de los dominios de
nuestra inteligencia.
A modo de síntesis, traigo a colación las palabras de Nabokov (2009)

Las ideas fundamentales de Proust acerca del fluir del tiempo giran en torno a la evolución
constante de la personalidad en términos de duración, la riqueza insospechada de nuestra
mente subliminal que sólo podemos recuperar mediante un acto de intuición, de memoria, de
asociaciones involuntarias, así como con la subordinación de la mera razón al genio de la
inspiración interior y la consideración del arte como única realidad del mundo, estas ideas
proustianas no son sino una versión coloreada del pensamiento de Bergson. (313)

Proust era un conocedor de la obra de Bergson y estaba influido por ella; de ahí es que
toma sus ideas sobre el tiempo. Como dice Nabokov en su Curso de literatura europea, es a
través de la subordinación de la razón que podemos acceder a los tesoros de la mente
subliminal: entre esos tesoros se encuentra el secreto del tiempo. La evocación solo es posible
a través de la asociación involuntaria. El arte es la única realidad del mundo porque, al igual
que la memoria involuntaria, se encarga de capturar sensaciones, emociones e impresiones.
Aclarado esto, podemos pasar al siguiente punto.

La magdalena y el té: objetos en donde vive Combray

Luego de estas elucubraciones que hace el narrador sobre el tiempo perdido y la


forma de recuperarlo, llegamos al momento que corona todo el razonamiento. Las
disquisiciones de Marcel son la antesala de la escena más importante de la novela: luego de
un día malo y sin esperanzas de un mañana mejor, Marcel es convidado por su madre con una
taza de té y una magdalena.

Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan
melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un
trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las migas del bollo,
tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi
interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me
convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad

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en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa;
pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. (Proust 34)

Nótese el paralelismo entre los estados de ánimo: Marcel pasa de estar abrumado,
desanimado y melancólico a sentir un placer delicioso, inesperado. En el instante en que
degusta la infusión se estremece, y como si un hechizo obrara en él, siente una
transformación interior instantánea, ligada estrechamente al sabor de la bebida y la
magdalena. Ese placer tiene el alquímico poder de transmutar las vicisitudes de la vida en
indiferentes; tiene el poder de hacer que todos los embates de la vida resulten inofensivos;
tiene el poder, incluso, de alargar la duración de la vida misma, como si de la piedra filosofal
se tratara. Como bien dice nuestro narrador, estos son los mismos efectos que causa el amor
en quién lo vive; el amor, como la memoria involuntaria, reside en territorios más allá de la
razón y la voluntad.

Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría
tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en
mucho y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo
llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un
tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje
va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. (Proust
34)

Esta alegría que parece inseparable del sabor del té y del bollo excede por mucho su
material envoltura. Estos objetos son la prisión de sensaciones que no moran dentro de ellos,
sino que son puentes hacia otro estado de consciencia; hacia otra realidad, que yace dormida
dentro del mismo Marcel, aunque él no lo supiera hasta ese entonces. Como dice Andre
Maurois (1958)

De ahí la idea generadora de toda la obra de Proust, de partir a la busca del tiempo que parece
perdido y que, sin embargo, está al lado, pronto a renacer.
No cabe hacer esa búsqueda más que en nosotros mismos. Buscar los lugares que amamos o
perseguir recuerdos en el mundo real siempre será decepcionante. El mundo real no existe, Lo
creamos nosotros. También él pasa bajo los proyectores de nuestras pasiones. (153)

Los lugares que amamos y que nos marcaron, así como la felicidad que nos
produjeron, solo existen dentro de nosotros mismos. Una vez que la sensación fue capturada
por nuestro inconsciente queda preservada en nuestro interior, desafiando al poder destructor
que el tiempo tiene sobre las cosas y las personas. El mundo real es decepcionante porque
directamente no existe: accedemos a él a través de nuestra subjetividad, que es a la vez fuerza
creadora. Nuestras pasiones tienen el poder de alterar nuestra percepción. Los lugares que
amamos son parte intrínseca de nuestro ser, aunque no podamos acceder a ellos a voluntad.

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La descripción de las sensaciones que le provoca tal epifanía a Marcel continúa,
describiendo minuciosamente toda sensación que viene a su mente. De repente, la evocación
por fin se materializa.

Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía
Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la
mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a
darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que
la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen
se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá
porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive
nada y todo se va desagregando!; las formas externas —también aquella tan crasamente
sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos—, adormecidas o anuladas, habían
perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada
subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas,
solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el
olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de
todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.
(Proust 35)

Y de pronto el recuerdo surge; y de pronto, el maleficio se ha roto. La asociación


entre objeto, sensación y recuerdo por fin se materializa en un tiempo y un lugar específicos:
Combray, la casa de la tía Leoncia, el té de tilo de los domingos por la mañana. La magdalena
en sí misma no tiene el poder evocador suficiente para despertar esto en Marcel: es necesario
probarla, degustarla, volver a atar cabos que permanecían sueltos desde hacía mucho tiempo.
Ver magdalenas todos los días logró que la razón elimine de dicho objeto todas las
sensaciones que antaño provocaran en él. El sabor y el olor perduran mucho más que las
formas. Como dijo Baudelaire en “Correspondencias”, son estos los que “cantan los
transportes del espíritu y de los sentidos”.

En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tilo que mi tía me daba
(aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar por qué ese recuerdo me
daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como
una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica
principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa
que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora
matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de
almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando
había buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de
porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a
estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en
personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del
parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus
viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y
jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té. (Proust 36)

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Luego del reconocimiento llega la cola de recuerdos, como si fueran los vagones que
siguen a la locomotora. Ante los ojos maravillados de nuestro narrador surge la casa gris
donde estaba su cuarto; luego, el resto de construcciones. Combray se va armando como si
fuera un puzzle, resurgiendo desde las ruinas que creía devastadas. Dejó de ser solo un lugar
y una hora específicas. Ahora es un pueblo entero, con la totalidad de las horas que
componen un día y la totalidad de los días que componen una semana. Todo ello va tomando
forma en su taza de té. Pero el té no es más que un artefacto, similar a una bola de cristal, en
donde Marcel proyecta su yo; Combray, sus paisajes y sus gentes siempre estuvieron vivos en
su interior. El azar hizo su parte: Marcel encontró, antes de morir, el objeto que aprisionaba la
esencia de los días felices de su infancia; así como el alma de sus seres queridos, que ahora lo
acompañarán por siempre.

Evocaciones de Combray: El río Vivonne

Para finalizar este trabajo, y dada la extensión limitada del mismo, me gustaría
centrarme en una de las imágenes más bellas del Combray evocado por Marcel: el río
Vivonne.
La ciudad evocada por Marcel parece salida de un cuento de hadas: todo está teñido
de una coloración de ensueño, en donde seres mágicos pueblan sus paisajes y sus locaciones
parecen salidos de una pintura impresionista.
En El camino de Swann, Combray está dividido en dos caminos que salen de la casa
del protagonista: el camino de Swann, llamado así porque pasaba por la casa del señor
Swann, y el de Guermantes. El mayor atractivo del camino de Guermantes era que pasaba por
la orilla del río Vivonne, en donde Marcel nos regala una serie de descripciones sumamente
poéticas.

El principal atractivo del lado de Guermantes es que íbamos casi todo el tiempo junto al
Vivonne. Lo atravesábamos primeramente, a diez minutos de casa, por la pasarela llamada el
Puente Viejo. Al día siguiente de llegar, el día de Pascua, si hacía buen tiempo, después del
sermón me llegaba yo hasta allí, a ver, en medio de aquel desorden de mañana de festividad
grande, cuando los preparativos suntuosos acrecientan la sordidez de los cacharros caseros
que andan rodando, como se paseaba el río, vestido de azul celeste, por entre tierras negras y
desnudas, sin otra compañía que una bandada de cucos prematuros y otra de primaveras
adelantadas, mientras que de cuando en cuando una violeta de azulado pico doblaba su tallo al
peso de la gotita de aroma encerrada en su cucurucho. (Proust 126)

El río Vivonne produce múltiples sensaciones imperecederas en Marcel: la


descripción es rica en colores y detalles. El paisaje está poblado, además de por el Puente
Viejo, por cacharros caseros y por aves de diversos colores. Una imagen sumamente
pictórica, que exuda poesía.

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Más allá, el río modera su anchura y cruza una finca abierta al público, y cuyo amo se había
divertido en tareas de horticultura acuática, criando en los reducidos estanques que allí forma
el Vivonne verdaderos jardines de ninfeas. Como por aquel sitio había en las orillas mucho
arbolado, la sombra de los árboles daba al agua un fondo, por lo general, de verde sombrío,
pero que algunas veces, al volver nosotros en una tarde tranquila, después de un tiempo
tormentoso, veía yo de color azul claro y crudo tirando a violeta, tono de interior, de gusto
japonés. Aquí y allá, en la superficie, enrojecía como una fresa una flor de ninfea escarlata
con los bordes blancos. Un poco más lejos comenzaban a abundar las flores, ya no tan lisas,
más pálidas, graneadas y rizosas, y dispuestas por el azar en lazos tan graciosos, que parecía
que iban flotando a la deriva, tras el melancólico desfallecer de una fiesta galante, desatadas
guirnaldas de rosas de espuma. Luego, había un rincón reservado a las especies vulgares que
ostentaban el blanco y el rosa, propios de la juliana, lavadas con celo doméstico como la
porcelana, y un pico más allá se apretaban unas contra otras, formando un verdadero macizo
flotante, igual que pensamientos de un vergel, que habían venido a posar como mariposas sus
alas azuladas y feas en la oblicuidad transparente de aquel torrente de agua; de aquel parterre,
también celeste, porque ofrecía a las flores un suelo de más precioso color, más tierno aún que
el color de las mismas flores; y ya hiciera chispear en las primeras horas de la tarde, bajo las
ninfeas, el calidoscopio de una felicidad recogida, silenciosa y móvil, y ya se llenara hacia el
anochecer de las rosas y los oros del Poniente, como un puerto lejano cambiaba
incesantemente para estar siempre concorde, alrededor de las corolas que mantenían los tonos
más fijos, con lo más profundo, fugitivo y misterioso de cada hora, con lo infinito de cada
hora, y así parecía que las hizo florecer en pleno cielo. (Proust 128-129)

Sumo esta imagen más que nada por un gusto personal, ya que me resulta impactante
la descripción del río. Sin dudas, lo más sorprendente de En busca del tiempo perdido es ver
desfilar ante nuestros ojos todo lo que guarda la memoria involuntaria con lujo de detalles.
Estremece el hecho de pensar que dentro de nosotros exista un mundo como ese, tan cargado
de detalles y colores. Esta imagen, además, me recuerda particularmente a “Los nenúfares”,
pintura de Claude Monet. Es por esto y por muchas otras cosas que varios autores han
vinculado a Proust con el impresionismo. Sobre la relación de Proust con el impresionismo,
Valeriano Bozal Fernández (s/d) dice que

El fragmento proustiano nos encamina directamente a la que es la clave de su afinidad con la


pintura impresionista: ver la belleza de las cosas más usuales, del mundo cotidiano.
Hay otro punto en el que la relación con el impresionismo se hace patente: la mirada descubre
esa belleza no es una mirada abstracta, es una mirada concreta, es decir, una mirada desde
algún sitio, desde alguna parte y, por tanto, de un individuo. Cuando, a propósito del
impresionismo, decimos que el ojo tiene una impresión, que la retina capta esto o aquello,
parece que estamos hablando de una percepción en abstracto, una retina o un ojo que no están
en parte alguna. Pero están en alguna parte, miran desde alguna parte. Proust tiene esto muy
en cuenta, su narrador no mira en abstracto, tiene un punto de vista concreto, físicamente
concreto, y lo mismo hacen los restantes protagonistas de la novela. (204)

Esta mirada hacia las cosas del mundo cotidiano se hace desde la visión del individuo;
está totalmente manchada de su subjetividad. Esto es lo que diferencia a Proust del resto de

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impresionistas: que en su visión no hay lugar para la abstracción, sino que la impresión es
siempre captada y exteriorizada por un individuo concreto; un individuo que tiene un lugar y
un punto de vista en un mundo determinado.
A modo de conclusión, podemos decir que la memoria involuntaria es aquella que nos
permite conservar la verdadera esencia de las cosas; por lo tanto, es la única ventana hacia el
pasado. Ese pasado habita dentro de nosotros mismos: está ubicado en el tiempo y no en el
espacio. La reactivación del pasado es totalmente involuntaria y azarosa, y está ligada a
conexiones que hacemos de forma inconsciente con olores, sensaciones e impresiones. Si
cumplimos con todos los requisitos que nos impone la memoria involuntaria para dejarnos
acceder a ella, podemos revivir mundos enteros, con todos sus habitantes. Porque el tiempo
perdido no está muerto, sino que vive, duerme dentro de nosotros.

Bibliografía

Bozal Fernández, Valeriano. “Proust y el impresionismo”. Universidad Complutense de


Madrid, Madrid, (s/d).
Deleuze, Gilles. Proust y los signos. Anagrama, París, 1964.
Maurois, Andre. En busca de Marcel Proust. Cia. Editora Espasa-Calpe S.A, Buenos Aires,
1958.
Nabokov, Vladimir. Curso de literatura europea. Ediciones B, S. A, Barcelona, 2009.
Proust, Marcel. En busca del tiempo perdido: Por el camino de Swann.

Cláusula: los materiales sin fecha fueron enviados por la docente de forma digital. La versión
de En busca del tiempo perdido utilizada para este trabajo no posee datos de editorial ni
traducción (descargada de la página Freeditorial).

Pintura: “Los nenúfares”, Claude Monet.

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