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Anales de La Educacion Adolescencia y Juventud PDF
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D .F. Sarmiento
Departamento de Apoyo Documental e-mail: documentacionfeb@uol.sinectis.com.ar
La evidencia empírica.
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Pese a las condiciones objetivas de privación, los chicos van a la escuela, intentan
trabajar y estudiar, buscan un futuro, tienen esperanza pero, a la vez, confrontan
dificultades estructurales para cumplir sus destinos.
Desde el punto de vista educativo, la expansión de la matrícula ha sido el
resultado de las políticas aplicadas en la década de 1990. Si bien las tasas de
escolarización incluyen fenómenos como la sobre edad y la repitencia y que no dicen
nada sobre la calidad, lo cierto es que también describen la situación de importantes
contingentes de población que están adentro del sistema educativo.
Al aumentar la edad, disminuye la tasa de escolarización -que en el tramo de 18 a
25 años es del 44,6 % para el total de aglomerados; del 65,1 % para la ciudad de Buenos
Aires y de casi la mitad para el conurbano, 35,8 %-
Este grupo es, el objeto de inquietud más importante de quienes se preocupan por
la situación de la juventud. Si este sector social es un problema, lo es más por lo que
deja de hacer –estudiar y/o trabajar- que por lo que se supone que hace.
La vida cotidiana.
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Nuestros adolescentes van detrás de una voluntad del saber. Pretenden alcanzar
claves que, vía la adquisición de los conocimientos, que les permitan lograr una meta de
enorme complejidad que se dirige al objetivo de constituirse a la vez en ciudadanos,
sujetos de derecho y jóvenes con competencias para incorporarse al mercado de trabajo.
Esto incluye un germen de proyecto de vida en un contexto cuyas restricciones
económicas, culturales y simbólicas no hacen sino poner en cuestión tanto la pertinencia
como la viabilidad de planear siquiera un proyecto de vida. Pese a ello están nuestros
adolescentes luchando por ser alguien. Para los más pobres este ser alguien no es poco.
En muchos casos, implica alcanzar niveles educativos más altos que los de sus
propias familias de origen.
En una investigación realizada en establecimientos educativos con alumnos
pertenecientes a los sectores sociales de pobres estructurales. Se han encontrado una
serie de razones acerca de por qué van a la escuela y qué problemas encuentran en ella.
Esa búsqueda de los chicos en la escuela es resultado no sólo de su propia
voluntad, sino de una combinación de factores resultantes de las expectativas de los
otros dos actores relevantes del mundo escolar, las familias y los docentes.
Desde el punto de vista de los docentes, la realización del proceso educativo es
una tarea altamente improbable, sobre todo en relación con las condiciones de base en
que llegan los chicos a las escuelas. En esa investigación se utilizó la noción de
educabilidad – para caracterizar la interacción existente entre el medio familiar y social
y el mundo de la escuela – para indagar cuáles eran las condiciones necesarias para que
el proceso se realizara con éxito. La investigación señala que la oferta del sistema
educativo bonaerense estuvo diseñada ara una estructura social que ha colapsado y que,
en el marco de esa estructura, se dirigió a un alumno tipo que hoy es difícil de encontrar
en nuestras escuelas.
Se abre así, una brecha de expectativas entre el perfil del alumno que debería
llegar y el que llega, lo que constituye un obstáculo permanente al proceso de enseñanza
y aprendizaje. Porque adaptarse al perfil de este tipo de alumno significaría aceptar
acríticamente los efectos de este proceso de reconversión social. Pero no adaptar las
herramientas de trabajo implica profundizar esas brechas, aquí entra en juego la
controversia alrededor del papel que juegan las dimensiones asistenciales de la escuela,
no queridas pero imprescindibles para paliar los efectos de la desigualdad en el aula.
Los docentes consideran que no sólo las trasformaciones de carácter económico afectan
el desempeño de los alumnos sino también destacan la importancia que ha tenido el
cambio en la organización de la estructura familiar y el perfil actual de una sociedad en
la que no se encuentran claramente un sistema de valores legitimados, que orienten a las
conductas de las personas.
Como respuestas institucionales no planificadas a esos problemas hay dos
modelos de desempeño: uno tradicional del tipo maternalista y otro denunciante de
perfil ideologizado.
Para los padres de alumnos de sectores de nuevos pobres, garantizar la
continuidad de los hijos en la escuela pública es una forma de replicar su propia
experiencia de cuando eran chicos. Aunque encuentren que esta escuela es peor que la
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anterior, piensan que aún siendo peor, es defendible. En ese contexto, para estos, se
trata de una oferta educativa de calidad dado que supera notablemente aquella a la que
ellos mismos accedieron en su niñez. Los padres reclaman a la escuela que aumenten la
cantidad de conocimientos que imparten; que haya disciplina; que comunique y
acompañe los problemas que se plantean. Cierto es, dicen los docentes, que cuando la
escuela llama a los padres, estos difícilmente concurren, de modo que los docentes
tienen que arreglárselas solos frente a los problemas.
Por último, los chicos especialmente los de Polimodal, tienen sus esperanzas
puestas en la escuela. Probablemente, por que no es sólo la única institución que
conocen, sino el lugar que por antonomasia tienen probabilidad de ser reconocidos
como sujetos.
El principal proyecto de vida de los chicos es quedarse en la escuela para adquirir
conocimientos relevantes, que puedan abonar exitosamente su salida al mundo de la
madurez. Esos chicos están vigilando el mundo de los mayores, probablemente para
buscar modelos de ejercicio de rol que le sean útiles en su propia vida. Los mayores, por
su parte, se acercan a ellos de manera azarosa, imaginando qué y cuáles conocimientos
les van a ser útiles: desde consejos prácticos de cuidado de la presentación del yo -como
cuando alguien les aconseja que no se tatúen para no bloquear su acceso al mercado
formal de trabajo- hasta cómo responder a problemas concretos de currículum.
Los adolescentes también están marcados por los estímulos de un mundo confuso.
Otros tienen expectativas más pedestres como resolver, de qué manera articular la
demanda escolar con la demanda familiar de prestar ayuda a los padres. Unos y otros
son adultos prematuros.
No hay niñez o adolescencia plena para los pobres involucrados prematuramente
en la resolución de los problemas de la vida cotidiana de sus hogares.
El establecimiento escolar es en sí mismo un icono para los chicos. Contra todas
las dificultades la vida es más bella con la escuela. Sí cabe preguntarse si la escuela está
a la altura de estas demandas.
La mirada sobre los adolescentes también se construye con lo que los otros
piensan sobre ellos. La de nuestra sociedad, formateada su percepción a partir del
mensaje de los medios de comunicación de masas, esta lejos de ser piadosa. Lo que los
medios levantan es la marginalidad, dimensión de desvío social presente en este
universo, aunque no la dominante.
Expresiones culturales del mundo juvenil –por ejemplo, la cumbia villera y aún la
droga misma- coexisten con aspectos de fuerte integración como esta voluntad de
aferrarse a la educación.
Por otro lado el intento de los medios de criminalizar los comportamiento de los
adolescentes esta en línea con una sociedad en la que algunos sectores reclaman
represión y penalización para problemas que son complejos en su configuración y que
sólo milagrosamente abrían de ser de sencilla solución.
Esta compleja realidad llega a la vida pública a través de los flashes de medios
escritos radiales, y televisivos que erigen al adolescente bonaerense como el desviado,
el drogadicto, el problemático, el otro el difícil. Los adolescentes se han convertido así
en las clases peligrosas del siglo XXI. Y algunos lo son. Pero son los menos. La
mayoría busca difícilmente su camino a las estrellas por la ruta de las dificultades.
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Esta situación representa para muchos una disyuntiva ya que deben optar, cuando
todavía es posible hacerlo, por continuar los estudios o incorporarse plenamente a las
dinámicas, responsabilidades y exigencias del mundo adulto en condiciones de
desventaja e inequidad, como resultado de necesidades específicas, por el tiempo de
dedicación requerido y los horarios establecidos para cada una de estas tareas, por las
prioridades e intereses que bajo ciertas circunstancias tiene un adolescente en contextos
concretos de acuerdo con su momento de vida, en su entorno familiar, social,
económicos y cultural, así como su género, edad, grupo étnico y territorio. Ni que decir
de las trayectorias que tienden a vincular a sectores cada vez más amplios de niños,
adolescentes y jóvenes a la migración, narcotráfico, la guerra y el mercado para poder
sobrevivir.
Este escenario plantea, en el marco de la incertidumbre y complejidad en el que se
teje la rama social contemporánea, ubicar los límites de los discursos pedagógicos que
basan su racionalidad teórica, política y ética en estructuras de pensamiento y acción
que dejan de lado las particularidades de los sujetos involucrados en los procesos de
formación y se organizan a partir de estándares de medición. Estos estándares pretenden
unificar al conjunto en función de ciertas normas, imágenes, roles, competencias,
valores, jerarquías, que definen la forma de ser de los sujetos y, por lo tanto, de
organizar y operar de la institución, más allá de las dinámicas que se producen
cotidianamente en la relación pedagógica.
El significante alumno estalla frente a la diversidad de situaciones que viven los
adolescentes en su condición de sujetos concretos y reconfigura el horizonte en el que la
tarea educativa se lleva a cabo y adquiere sentido, con los desafíos que esto plantea
sobre todo cuando su vida cotidiana se nutre de situaciones y experiencias que rompen
con las imágenes míticas que la familia, los docentes o la institución construyen sobre lo
que significa ser estudiante.
¿Qué queda a la educación y a los educadores cuando se borra, a partir de ciertas
imágenes, la condición concreta del sujeto que se va a educar?
El peso que tienen en el imaginario docente las representaciones sociales y
pedagógicas que se han construido históricamente en las sociedades modernas
occidentales sobre el lugar que se asigna al adolescente en su condición de alumno
despliega un horizonte en el que aquellos “que tienen un pie más adelante que los otros”
se presentan como amenaza al orden simbólico que la institución escolar y sus agentes
portan, de acuerdo con las condiciones concretas en las que este proceso se genera y con
la forma como los involucrados se relacionan con los acuerdos que hacen posible que la
tarea educativa se lleve a cabo.
¿Qué le dice la escuela a este estudiante adolescente de secundaria que la narrativa
de la profesora ocupa la posición ambigua de adulto-niño, que con su “indisciplina” –no
cumple el reglamento; no le interesa la autoridad del maestro; no tiene respeto por las
clases; se siente autosuficiente, etc.- muestra que su condición de sujeto va más allá de
la imagen que el docente y la institución han construido sobre lo que debe ser un
alumno y las formas de comportamiento que se esperan de él? Al borrar el conflicto se
niega al sujeto en la pluralidad de dimensiones que lo constituyen.
El alumno mítico que la escuela moderna diseñó no está más por que la lógica de
disciplinamiento del dispositivo escolar no alcanza para contener, con todas las
implicaciones que esto tenga, el desbordamiento –social, cultural, familiar, estético-, en
el que están inmersas las adolescencias marcadas por la pobreza, la incertidumbre, la
erosión de las visiones de futuro vinculadas al progreso y a la integración. Por que junto
con ellas, los adolescentes confrontan, lo precario de su propio discurso que es en parte
de su condición como adulto. No darnos cuenta de esto es quedar como espectadores de
la pobreza en la que se producen los procesos de formación en la educación secundaria
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o, contribuir con ella cuando, como docentes, somos incapaces de reconocer a los
sujetos concretos en su diferencia y particularidades. Es diluir el terreno de la
responsabilidad que la institución escolar, el Estado y los docentes tienen para crear los
puentes generacionales que permitan configurar, a partir de lo que las sociedades han
construido, el capital cultural, cognoscitivo y afectivo en el que los educando puedan
inscribir, sus historias, transformando las que les heredamos. Es desde este lugar que
podemos tal vez, contribuir junto con otro a recuperar el concepto de “adolescencia”, no
ya como una categoría cronológica ni por supuesto biológica, sino como ese espacio
psíquico en el cual el tiempo deviene proyecto.
Romera, E. Una Escuela para los Adolescentes: Ideas para un debate en Revista
Anales de la educación común. Año 1, Nº 1-2. Septiembre 2005.
(Ficha Bibliográfica)
Algunas preguntas.
b) Algunas certezas.
Es indispensable transmitir a las jóvenes generaciones el legado cultural que nos
permitió llegar hasta aquí. Esto no significa aquello que nos fue transmitido a nosotros,
las generaciones adultas, sino también todo lo que aprendimos para sobrevivir durante
todo este tiempo en que se han producido los profundos cambios ya mencionados.
El legado cultural incluye la transmisión de habilidades y valores para la
construcción de formas democráticas de resolver los problemas sociales.
El legado cultural incluye la producción que se está realizando actualmente en el
pensamiento, en el arte, en las construcciones y monumentos, en los eventos locales,
nacionales y globales.
El legado cultural incluye el conocimiento y las formas de vida de los pueblos del
mundo, no sólo aquello que nos muestra lo escrito y la presentación mediática, sino
también lo que está oculto, lo que es invisible.
El legado cultural también incluye las realizaciones de los adolescentes que se
expresan en sus actos, en sus opiniones acerca de la realidad actual y, sobre todo, en el
arte que están produciendo.
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