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Trisha David
8º Serie Multiautor Baby boom
Argumento:
Kern McAllister era un vaquero que tenía un hijo. Había reconocido la
paternidad de Toby, pero no esperaba tener que vérselas a solas con el bebé en una
granja ganadera a punto de quedarse aislado por una inundación. Necesitaba una
niñera con urgencia… Cuando apareció Lucy Sefton, justo antes de que se
derrumbara el puente, supo que era su mejor opción. Lucy era su abogada
defensora en el juicio por la custodia del pequeño. De modo que, cuando él pidió
ver a un abogado, Lucy tuvo que ir a McAllister Point. Ella no era niñera.
Además, por motivos personales, no quería acercarse a ningún bebé, y ya se lo
había explicado dos veces a Kern, así que, ¿por qué seguía insistiendo aquel
hombre?
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Capítulo 1
Había una rana en la carretera, justo en el lugar por el que quería pasar Lucy
Sefton. Evidentemente, el enorme anfibio disfrutaba con la lluvia, aunque Lucy no
compartía en absoluto sus aficiones. Conducía muy despacio a causa del horrible
clima, pero al ver al animal detuvo el coche.
No podía atropellado.
—Aunque si fueras Kern McAllister es posible que tuviera la tentación de
pasarte por encima —dijo Lucy a la rana suicida—. Si ese hombre cree que va a
conseguir que me pierda el viaje a Hawai…
La rana no se dio por aludida. Con la vista clavada en la distancia, no pareció
reparar en la presencia de Lucy, hasta que al cabo de un rato se alejó con un salto.
—Gracias, rana —murmuró Lucy.
Ahora llegaría más tarde aún a McAllister Point, y estaba segura de que a Kern
McAllister una rana no le parecería una excusa suficiente.
Kern McAllister era el propietario de casi todos los terrenos de aquella zona.
Como siempre, había elegido bien. Las montañas y los bosques bordeaban la tierra
de abundantes pastos, a lo largo de la costa Zafiro australiana, que debía su nombre
al color de las aguas cuando brillaba el sol.
Pero en aquel momento el cielo estaba encapotado. Lucy empezaba a sospechar
que el sol se había apoderado de su billete para Hawai y había cruzado el Pacífico sin
ella.
Las vacaciones que había planeado durante meses iban a empezar al día
siguiente, si Lucy llegaba a Sydney a tiempo para tomar el avión. Volaría al paraíso,
sin lluvia, sin preocupaciones y sin Kern McAllister.
Sobre todo, sin Kern McAllister, el adinerado conquistador.
Se dijo con firmeza que debía dejar de juzgar la moral de aquel hombre. La
conducta de Kern McAllister no tenía nada que ver con ella. Era un cliente; ni más, ni
menos.
Sería mejor que empezara a soñar con Hawai. Iban a ser sus primeras
vacaciones desde que…
—¡Por favor, Lucy, déjalo! —se dijo, furiosa—. No tienes que pensar en Mickey.
Y no te atrevas a ponerte a llorar.
Ya había llorado bastante. Hacía dos años que había perdido a Mickey. Dos
años que había dedicado a sumergirse en la profesión que nunca había deseado,
convirtiéndose en una abogada respetable para ocultar de alguna manera la parte de
sí que aún era una masa de dolor.
Era el motivo por el que estaba allí. Sus jefes la tenían en alta estima, y veían el
éxito donde ella sólo veía una armadura. Le habían dado cada vez más
Tendría que ir corriendo hasta la casa. No parecía que fuera a dejar de llover.
Sin embargo, no quería salir del coche, y no era sólo la lluvia lo que la hacía dudar.
Cada vez que abría un periódico, se encontraba con Kern McAllister. Su
agraciado rostro tenía siempre una expresión arrogante y fría, que concordaba con la
impresión que tenía de él. Las pocas veces que había visitado el despacho de Henry
no había dedicado ni una mirada a la diminuta Lucy. Su aspecto infantil no era
precisamente de su gusto. Todas las mujeres que aparecían con él en las fotografías
eran elegantes y bien proporcionadas, y medían por lo menos un metro ochenta.
Como la madre del hijo de Kern McAllister.
Se encogió al recordar el juicio de la paternidad. Y allí estaba, obligada a hablar
de ello cara a cara con el hombre.
Aunque para hacerlo tendría que llegar hasta la casa.
La puerta no estaba abierta, esperándola. Sin duda, Kern McAllister no estaba
esperando a la abogada con los brazos abiertos. Lucy no tenía elección. Tendría que
salir del coche, enfrentarse a la lluvia, y enfrentarse a Kern McAllister.
—Adelante —se ordenó una vez más—. Cuanto antes te reúnas con él y hagas
lo que quiere, antes podrás marcharte.
No sabía muy bien qué esperaba, pero la realidad que se encontró fue muy
distinta.
Con todo lo que había oído sobre la fortuna de McAllister, lo lógico habría sido
que un mayordomo, tal vez rodeado de lacayos, hubiera acudido a la puerta. Pero
cuando por fin se atrevió a llamar al timbre, no ocurrió nada.
No llegó el mayordomo, ni los lacayos.
Oyó unos ladridos, al otro lado de la casa, y una masa de pelo blanco y negro
apareció corriendo por el porche para subir las patas delanteras, llenas de barro, y
colocarlas en el impecable traje rojo de Lucy.
El perro parecía encantado de tener visita.
—Estupendo.
Lo sujetó por las patas, intentando alejarlo, pero ya era demasiado tarde para
salvar el traje.
—Vaya perro guardián —murmuró divertida—. ¿Dónde está tu amo?
El perro parecía muy contento de verla, lo que indicaba que llevaba mucho
tiempo solo. Se quedó mirándolo descorazonada. Tenía que haber alguien en la casa.
Aquello era una locura. No sabía qué hacer. Tenía que estar allí a las dos, y ya
eran las dos y media. Sin duda, Kern McAllister sabría que se había retrasado a causa
del mal tiempo, y estaría esperándola.
Capítulo 2
Se quedó tan sorprendida ante la visión que dio un paso atrás de forma
instintiva. No sabía qué estaba ocurriendo allí.
Aquél no era el Kern McAllister de los ecos de sociedad. No podía ser el mismo
Kern McAllister que entraba en los bufetes de abogados con sus trajes a medida, sus
ojos de águila y su sonrisa fría.
Aquel hombre no se había acercado a una cuchilla de afeitar durante bastante
tiempo, aunque su cara la pedía a gritos. Tenía el pelo negro revuelto, como si no se
hubiera peinado en varias semanas, y el cansancio que había en sus ojos oscuros no
tenía nada que ver con su mirada habitual.
Debajo de sus ojos había unas marcadas ojeras, y su expresión desesperada le
recordó las fotografías que había visto de él cuando era un niño.
El motivo de su desesperación era evidente: Kern McAllister tenía en brazos a
un niño que lloraba a pleno pulmón, y debía estar pensando que las galeras eran una
buena alternativa.
Lucy estaba inmóvil, atónita. Se quedó mirándolo durante un largo rato, y
después, sin poder evitarlo, sintió que sus labios se arqueaban en una sonrisa.
Por fin se había hecho justicia. Kern McAllister había encontrado un rival a su
altura.
—¿Señor McAllister? —preguntó con tono no muy firme.
Su débil voz no podía competir con los alaridos del bebé, y sus palabras se
perdieron.
Pero él las oyó.
El vaquero levantó la cabeza. La miró aliviado y se acercó a ella como si fuera
su única salvación.
—¡Menos mal! Debería haber llegado hace mucho tiempo. Ya me explicará más
adelante a qué se ha debido ese retraso, pero ahora que está aquí, haga algo.
Lucy se quedó helada.
Durante un momento, su cuerpo se negó a reaccionar. Kern dio otro paso al
frente, tendiéndole al bebé. Presa del pánico, Lucy caminó de espaldas hacia la
puerta.
—¡No! —gritó, adelantando los brazos como si quisiera protegerse.
—¿Cómo que no? —preguntó Kern, sin dejar de tenderle al niño—. No es el
momento más adecuado para pedir tiempo para acostumbrarse al trabajo. Pedí que
viniera para encargarse de esto, y ésa debe ser su prioridad. Todo lo demás es
secundario.
—¿Cómo dice?
Pero no se equivocaba.
Kern volvió al cabo de unos minutos, con la ropa empapada.
—Bueno —dijo mientras subía al porche—, parece que no tienes más remedio
que ser humana. El río se ha llevado el puente por delante.
—El puente… ¿el puente que he atravesado para venir?
—El mismo.
—Pero no es posible…
—Vete a comprobarlo por ti misma, pero verás que no hay error posible. No se
puede salir de aquí sin cruzar ese puente. El río llega desde muy lejos para
desembocar en el mar, y nos separa de la carretera. Estamos atrapados hasta que baje
el agua.
—¿Atrapados?
—No se puede salir de aquí sin cruzar el río —repitió con paciencia—. Te guste
o no, estamos juntos en esto. Parece que al final he conseguido una niñera.
Capítulo 3
Lucy se desmoronó sobre la hamaca. No sabía qué hacer.
—¿Qué quieres decir?
—No eres idiota. Lo sabes de sobra.
—No —respiró profundamente—. No soy idiota, pero si crees que me vas a
retener aquí…
—No pretendo retenerte en ningún sitio. El río nos retiene a los dos.
—Pero… —sacudió la cabeza—. Podemos llamar por teléfono. Habrá patrullas
de rescate.
—No creo que su prioridad consista en evacuar una casa perfectamente segura.
Tenemos suerte, porque está edificada en un terreno alto. El río se ha desbordado, de
modo que de aquí a Sydney habrá muchas casas inundadas. Me gustaría ver cómo
reaccionan los de las patrullas de rescate si les pedimos que nos rescaten, sobre todo
teniendo en cuenta que yo no quiero que me rescaten.
—¿Cómo dices?
—No quiero que me rescaten —repitió con paciencia—. Los hombres que
trabajan aquí viven al otro lado del río, así que tendré que llevar a las ovejas a los
terrenos más altos y cuidarlas hasta que bajen las aguas. No puedo marcharme y
dejar que se ahogue el ganado.
—¿Y yo? —gimió.
Para su indignación, Kern McAllister contestó con una sonrisa.
—Lo creas o no, no corres peligro de morir ahogada.
—No he pensado que corriera peligro.
—Entonces, ¿cuál es el problema? En cuanto baje el río, se podrá cruzar en
barca. ¿Tanto te molestan unos días de vacaciones forzosas?
—¿Contigo? —estaba tan tensa que se puso a temblar—. No tengo intención de
pasar a tu lado más tiempo que el estrictamente necesario.
—¿Qué tiene de malo mi compañía?
Para sorpresa de Lucy, Kern McAllister parecía herido.
—No mastico con la boca abierta —continuó, recuperándose rápidamente—.
Me quito las botas antes de entrar en casa, y me baño una vez al mes, lo necesite o no.
Lucy se negó a sonreír ante la broma.
—Mira, me atrevería a decir que eres un hombre muy respetable, pero…
—Yo no me consideraría respetable, recuerda, no puedo cuidar de un niño.
Vivo solo. Tal vez, si puedes pasar la noche aquí y me echas una mano con el niño,
mañana podré tomar una decisión, después de dormir un poco.
—¿Cuánto tiempo pasará antes de que baje el agua y podamos cruzar el río?
—Depende de lo que tarde en dejar de llover —extendió las manos—. No tengo
ni idea, y no creo que podamos llevar esto a arbitraje.
—¡Por favor!
—¿Tienes algún problema? ¿Te espera el novio, conteniendo la respiración?
¿Tienes que dar de comer al gato?
—No tienes ni idea. Podría esperarme toda una familia.
—¿Es así? —la miró fijamente, con seriedad, y sacudió la cabeza—. La verdad es
que tengo la impresión de que Lucy Sefton es una mujer independiente que vive sola.
¿Estoy en lo cierto?
—No es asunto tuyo.
—No —convino—. Supongo que no. Pero parece que Lucy Sefton es, en cierto
modo, empleada mía.
—Trabajo para Merrit, Coyne y Stubbs —respondió—. No para ti.
—Sin embargo, soy la principal fuente de ingresos de tu empresa. Y ahora
parece que durante los próximos días me vas a ayudar a cuidar de mi hijo. No tienes
por qué preocuparte por la pérdida de tiempo. Te pagaré muy bien.
—No necesito tu dinero.
—¿No? —la miró pensativo—. Bueno, ¿qué necesitas? La verdad es que no
estoy muy seguro, y normalmente siempre sé qué es lo que mueve a las personas que
contrato. ¿Qué es lo que necesitas tú?
Durante una décima de segundo la voz y los ojos de Kern se hicieron casi
tiernos. Aquello hirió a Lucy como ninguna otra cosa podía herirla. Se echó hacia
atrás como si hubiera recibido un golpe.
—Necesito unas vacaciones —dijo nerviosa—. Eso es todo. Mi avión sale
mañana. Son las primeras vacaciones que me tomo en dos años. Voy a Hawai.
—¿Mañana?
—Mañana por la tarde. Mi avión sale a las siete, y tengo que conseguirlo.
Había en su tono una nota de desesperación que no pasó inadvertida a Kern.
—Hawai —sacudió la cabeza—. Qué locura. La última vez que estuve los
inodoros estaban a punto de rebosar.
—¿Qué?
No sabía qué esperaba de Kern McAllister pero sin duda no era aquello.
Retretes rebosantes.
—Es la maldición de Waikiki. Un oscuro secreto. La leyenda dice que el sistema
de alcantarillado de la isla está unido al cráter del Diamond Head. Cuando se tira de
la cadena todo baja, como si hubiera un monstruo del Neanderthal empujándolo a
las entrañas de la tierra. El cráter almacena todo, y más tarde o más temprano tendrá
suficiente.
—¿Suficiente?
Lucy estaba perdida. Parte de ella respondía a las bromas de Kern, y parte de
ella gritaba que aquella respuesta era peligrosa.
—Todo lo que baja tiene que subir —dijo en el tono que adoptaría si anunciara
el fin del mundo—, y no será muy agradable cuando por fin ocurra lo que todo el
mundo se teme. En el hotel en el que me alojé la última vez que estuve allí había
papel higiénico de color rosa. Imagina generaciones y generaciones de celulosa
rosada cayendo sobre la gente que toma el sol en la playa. Tienes suerte de no estar
entre ellos.
—Oh, por favor —Lucy rió, a su pesar—. Eso es ridículo.
—Es lo que la gente dice siempre a los buenos profetas. En cuanto a tus planes
para las vacaciones, conozco un lugar mucho más seguro.
—¿Sí? ¿Cuál?
—La Laguna de los Abogados, también conocida como McAllister Point.
Descanso y diversiones para los abogados cansados de los juzgados. Un lugar
estupendo, donde una chica puede quitarse la peluca y ponerse el biquini. No hay
ningún juez en los alrededores.
—Un lugar para cambiar pañales y preparar biberones bajo la lluvia.
—Exactamente. O eso, o aprender a remontar rápidos. ¿Qué decides?
—No tengo elección.
—Es cierto. No tienes elección. Así que te sugiero que sonrías y te resignes. ¿De
acuerdo?
—Pero…
—Si de verdad quieres enfrentarte al monstruo del Neanderthal cuando salgas
de aquí, correré con todos los gastos de tu viaje a Hawai.
—No es necesario.
—Creo que sí.
Le acarició la mejilla, en un gesto destinado a conferirle ánimos, pero el contacto
de Kern McAllister la quemaba. Se echó hacia atrás de forma involuntaria.
—No.
Kern dejó caer la mano, y la miró con una expresión elocuente, que hablaba de
la reacción que solían tener las mujeres a su contacto. Kern McAllister no estaba
acostumbrado a que huyeran de él.
—No pretendo hacerte ningún daño.
—Ya lo sé.
—¿Qué puedo hacer para que te tranquilices? ¿Te apetece tomar una copa?
Si alguien hubiera dicho a Lucy por la mañana que por la tarde estaría bañando
a un bebé, habría tomado la primera desviación y se habría alejado de allí tan deprisa
como hubiera podido. Sin embargo, el dolor iba cediendo.
Le resultaba imposible llorar por Mickey cuando las reacciones de Kern la
tenían continuamente al borde de la risa.
—No podemos bañar a un bebé de tres meses en la bañera —explicó Lucy,
cuando Kern exclamó horrorizado que no estaba dispuesto a meter a su hijo en el
fregadero—. Además, estoy segura de que tienes un jacuzzi de tres plazas.
—De seis, en realidad —reconoció Kern.
—¿Ves? Si metiéramos a Toby en una bañera tan grande lo perderíamos.
Tenemos que usar el fregadero de la cocina.
—Pero… no me parece adecuado.
—Dame una alternativa. ¿Un barreño?
—Tampoco me parece adecuado.
—Mira, me doy cuenta de que este niño es el heredero de la fortuna de los
McAllister —dijo Lucy con aspereza—, pero te aseguro que su pequeño ego
capitalista no va a salir herido por bañarse en el fregadero. En cuanto baje el río
puedes correr a comprarle una bañera de oro, pero por ahora, no tenemos
alternativa.
—Lo que usted diga, señora —contestó Kern, extendiendo las manos con
fingida humildad.
No volvió a protestar hasta que Lucy dejó al niño en la encimera de la cocina
para desnudarlo cuidadosamente.
Al ver al niño desnudo, se sobresaltó de forma instintiva. Mientras Lucy lo
limpiaba cuidadosamente, Kern miraba asombrado.
—Dios mío.
Lucy levantó la vista para ver dónde miraba Kern.
—Sí, los niños pequeños están un poco desproporcionados. ¿Qué esperabas?
¿Es que no lo has visto esta mañana?
—La verdad es que no dejaba de mover las piernas, y lo que he tenido que
limpiar era indescriptible. He intentado no mirar.
—Yo no lo interpretaría así. Estarías abocado al fracaso —se sentó en una silla y
empezó a poner talco al niño—. ¿Qué te parece si preparas otro biberón para tu hijo
en vez de pensar en retos? A lo mejor consigues ser útil.
Kern levantó las cejas. Evidentemente, no estaba acostumbrado a que una mujer
lo tratara con tanta frialdad.
—¿Cómo dices?
—No pretenderás que te lo pida por favor, ¿verdad? —se esforzó para sonreír—
. ¿Es así como se comportan todas tus mujeres? ¿O lo hacen todo ellas, sin pedirte
jamás que pongas nada de tu parte? ¿Son ésos los privilegios de los millonarios?
—¿Por qué estás tan susceptible?
—No estoy susceptible. Ahora, ¿vas a preparar ese biberón o prefieres esperar a
que Toby se ponga a llorar?
Capítulo 4
Como Lucy había predicho, Toby se quedó dormido en el acto, como si
estuviera agotado. Había comido, y estaba limpio y seco. Nada podía evitar que se
dejara llevar por el sueño.
Lucy lo dejó en la cuna y miró a su alrededor, contemplando el caos de la
habitación. Parecía que hubiera pasado un tornado por allí.
—¿No tienes asistenta? —preguntó con curiosidad.
—¿Insinúas que soy desordenado?
—Sí.
—Me lo temía. A este paso, vas a acabar diciéndome que arregle la casa.
—Te lo digo ahora. Si tengo que vivir aquí durante cuarenta días y cuarenta
noches…
—Dios no lo quiera —para sorpresa de Lucy. Kern empezó a recoger las cosas
rápidamente—. Mi reino por Clarrie.
—¿Clarrie?
—Mi asistenta —explicó—. También conocida como la señora Clarence.
Estamos en la cocina de su apartamento. Le dije a Mai que podía usarlo porque tiene
una cocina independiente y pensé que le vendría bien para dar de comer al niño de
noche. ¿Seré estúpido?
—¿Qué has hecho con la señora Clarence?
—Desde luego, eres una abogada de los pies a la cabeza. Hablas como si
sospecharas que Toby y yo hemos asesinado a Clarrie y la hemos descuartizado sólo
para poder usar su cocina.
—Yo no he dicho eso —rió Lucy—. Pero no está aquí, ¿verdad?
—No.
—¿Quieres decir que no sospechas que la hemos asesinado?
—No creo que hayáis tenido tiempo para descuartizarla.
Kern apretó los labios.
—Bueno, digamos que no se entendía muy bien con Mai.
—¿Y eso?
—En cuanto llegó, Mai empezó a imponerse. Esperaba que Clarrie lo dejara
todo para cuidar de Toby, pero a Clarrie no le gustan los niños. El caso es que decidió
que era el momento adecuado para tomarse unos días libres. Hace años que no se va
de vacaciones, así que no pude decirle que no, sobre todo, porque tenía que elegir
entre darle unos días o que se despidiera.
—Y pensaste que si Mai estaba aquí no necesitarías asistenta.
—¿Sí?
—Necesito algo que ponerme. Tu perro ha empezado y tu hijo ha seguido.
Vio el alivio en la cara de Kern. No sabía qué esperaba que dijera. Bajó la vista
para mirar su traje de chaqueta rojo, que por la mañana estaba inmaculado.
Sospechaba que nunca recuperaría su aspecto anterior. En ninguna tintorería
conseguirían quitar aquellas manchas, y probablemente el olor también
permanecería.
—Te queda muy bien. Así vamos a juego.
—No estoy muy segura de que me guste este estilo.
—¿No?
—No. Ayúdame a quitarme esto —se sonrojó al advertir su error—. Quiero
decir, búscame una alternativa, por favor.
—Estoy seguro de que a Clarrie no le importará que te pongas un vestido suyo.
Tiene el armario lleno. Pero te advierto que su talla es bastante más grande que la
tuya. Si prefieres, te puedo prestar un par de camisas y unos vaqueros.
—Si tengo que pasar aquí unos días, tendré que hacer algo —decidió, mirando
a su alrededor en el salón de la asistenta—. ¿Puedo usar esa máquina de coser?
—¿Sabes usarla? —preguntó Kern, sorprendido.
—No soy sólo una abogada inútil. Si me das permiso…
—¿Para qué?
—Para destrozar tus vaqueros. Puedes descontar el precio de ese pago fabuloso
que me prometes todo el rato.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿Quieres ponerte a coser ahora?
—Sí, mientras Toby duerme. Vete a rescatar a tus vacas.
—Bueno, si estás segura…
Evidentemente, estaba desconcertado. Salió de la habitación y volvió al cabo de
un par de minutos con varios vaqueros y camisas.
—Adelante. Haz lo que puedas.
—Lo haré —sonrió al ver la duda en su cara—. Venga, vete a buscar a las vacas
antes de que se ahoguen.
Kern sonrió.
—Muchas gracias, Lucy.
Estaba descalza; sus zapatos de tacón no eran adecuados para aquel lugar. Una vez
más, había salido al porche.
Parecía la mujer de un granjero que esperase a su marido. Kern debió pensar lo
mismo. Llegó corriendo al porche, y Lucy se dio cuenta inmediatamente de que
estaba preocupado.
—Lucy…
—¿Pensabas que me iba a escapar?
—No. esperaba… —miró el reloj, para tranquilizarse—. ¿De verdad tiene que
comer otra vez?
—La última vez estaba demasiado cansado para comer en condiciones. Se ha
despertado hace un rato, y ahora se está desquitando. Un biberón entero —añadió,
satisfecha, mostrando el bote vacío. Cero que se va a volver a dormir. ¿Ya tienes el
ganado a salvo?
—Con excepción de un toro.
Se acercó para mirar a su hijo. Con la luz del porche, Lucy vio que estaba más
cansado aún que antes. Estaba lleno de barro, y aún no se había afeitado.
—Ve a ducharte. Yo ya me he duchado. Después, podemos comer algo.
—¿Comer?
La miró con extrañeza, como si nunca hubiera oído aquella palabra.
—¿Cuándo comiste por última vez?
—Creo que ayer. Sí, ayer. Pero no puedo comer aún. He venido a buscar la
pistola.
—¿La pistola? ¿Para qué?
—Hay un toro atrapado en el barro, en la orilla del río. No puedo sacarlo, y
cada vez se hunde más. He pasado una hora intentando ayudarlo, pero es inútil —se
pasó una mano embarrada por la cara—. Lo siento, Lucy. Come tú sola. En la nevera
encontrarás cosas. Volveré cuando pueda, pero dudo que tenga ganas de comer.
—¿Quieres que te ayude?
—¿Qué?
—Con el toro. A lo mejor conseguimos sacarlo entre los dos.
—Alguien tiene que quedarse con Toby.
Lucy sacudió la cabeza. Sabía mejor que mucha gente que se podía atender una
granja sin desatender a un niño.
—Tu tractor se quedará con Toby. Estoy segura de que estás bien equipado, y
tendrás un tractor moderno, con cabina cubierta.
—Sí, pero…
—Entonces, podemos dejar a Toby en el espacio que hay detrás del asiento,
mientras trabajamos. No le pasará nada.
Tardaron media hora en llegar al lugar donde estaba el animal, con el barro por
las rodillas. No era extraño que Kern hubiera ido a buscar la pistola. Sería imposible
que una sola persona liberase a aquel toro.
Pero entre los dos no resultó tan complicado. Kern no salía de su asombro al ver
la diligencia de la joven. Sin duda sabía lo que hacía. De repente, cuando todo había
acabado, reparó en que Lucy cojeaba.
—¿Qué ha pasado?
—Tu toro me ha dado un buen pisotón —dijo entre dientes.
—Déjame ver.
—No te preocupes —se puso en pie, apartando las manos de Kern—. Déjalo,
estoy bien. Sólo es un dedo. Tengo cuatro más en el mismo pie. Vamos a ver cómo
está Toby.
—Antes deja que te vea el pie.
—No creo que sea posible, con todo este barro y a oscuras. Tendré que
ducharme antes.
Dio un paso al frente, pero su pie herido protestó. Una punzada de dolor
recorrió toda su pierna. Cerró los ojos y se quedó inmóvil, esperando a que se
aliviara el dolor.
—¿Te duele mucho?
—Ya te he dicho que sólo es un dedo. Si me dejas que me apoye en ti para llegar
al tractor…
—No voy a permitir que camines hasta que haya visto cómo tienes el pie.
—Entonces tendré que quedarme aquí hasta mañana.
—Nada de eso. Puede que seas experta en rescatar toros del barro, pero para
salvar a una damisela en apuros hace falta un caballero.
—¿Un caballero? Yo no veo ninguno.
—Estoy de acuerdo contigo en que no tengo la armadura demasiado reluciente,
pero es lo mínimo que puedo hacer. Ahora que el dragón se ha ido a vivir su vida, ha
llegado el momento de ocuparse de la damisela, así que cállate y déjame hacer lo que
pueda.
Antes de que Lucy pudiera responder, Kern la tomó en brazos y empezó a
caminar con ella hacia el tractor.
—Bájame —protestó, debatiéndose para intentar liberarse.
—Si sigues haciendo eso te dejaré caer al barro —advirtió Kern—, y no me
gustaría que te mancharas. Me gusta que mis damiselas estén limpias.
Lucy rió. Sus pies descalzos parecían dos bolas de barro.
—Eso me descarta como posible damisela —rió—. Por favor, Kern, bájame. No
soy ninguna niña.
—¿Estás segura? Cállate y déjame llevarte al tractor, por favor.
—No estoy dispuesta a…
—Pues entonces no te calles y déjame llevarte al tractor —dijo Kern en tono
conciliador—. De una forma o de otra, voy a llevarte a casa.
Capítulo 5
A casa. No sonaba mal. Después de un horrible viaje en tractor, en el que Lucy
empezó a preocuparse por su pie, llegaron a la casa. Desoyendo sus objeciones, Kern
la llevó en brazos a la mecedora del porche y después volvió al tractor a buscar al
niño, que no se movió.
Entró con él en la casa, lo dejó en su cuna y volvió al porche para ocuparse de
Lucy.
—Ahora…
—No te preocupes por mí. Estoy bien.
—Tal vez —dijo en tono enigmático. Pero creo que los dos necesitamos un
baño, ¿no te parece?
—Si me puedes ayudar a llegar al cuarto de baño…
—No funcionaría —Kern sacudió la cabeza—. Había pensado en ducharte, pero
me empaparía. El problema es que yo también estoy lleno de barro, y estoy seguro de
que te ofendería si te propongo que nos duchemos juntos.
—¡Claro que me ofendería! —protestó Lucy, indignada.
—Me lo imaginado, así que creo que la única solución es usar el jacuzzi.
Tardará cinco minutos en llenarse.
—No.
—¿No? —la miró con las cejas levantadas—. ¿No te gusta mi idea?
—No. Si me ayudas a llegar al cuarto de baño, estoy segura de que podré
ducharme sola.
—La independiente señorita Sefton —sonrió—. Una mujer llena de recursos. Es
una pena que no te haga falta usarlos. Has llegado más allá de tu deber al salvar al
toro, así que me veo en la obligación de corresponder. Además, el calentador de agua
tiene la cantidad justa para llenar el jacuzzi. Si te duchas ahora, tendré que ducharme
yo también. Así que o nos metemos los dos en el jacuzzi o no se mete ninguno. Y
quiero un jacuzzi.
—No estoy dispuesta a meterme en una bañera contigo.
—Claro que sí —dijo con amabilidad.
—Cuando las ranas críen pelo.
—Bueno, hoy han pasado muchas cosas muy raras. Una rana con pelo sería la
más normal de todas. Una abogada encantadora llega con la crecida del río, el puente
se cae y la abogada rescata al semental con los pies descalzos. Es un día de milagros.
—Yo no diría que tu semental tenía los pies descalzos.
Se arrepintió de haber bromeado en cuanto habló. Así sólo conseguiría dar
ánimos a aquel lunático.
—Pues yo no he visto que llevara zapatos. Ni siquiera calcetines. Así que ten
cuidado con tus juegos de palabras.
—Sí, señor.
—Así me gusta. Obediencia y deferencia. Es lo que espero de mis empleados.
—No soy tu empleada.
—En realidad no. Y si quieres que te diga la verdad, empiezo a alegrarme
mucho de que no seas mi empleada.
—¿Por qué?
Se inclinó para acariciarle la mejilla. Una vez más, su contacto pareció
quemarla. Lucy se encogió.
—No voy a contestar por ahora, mi querida damisela en apuros. Saca a
conclusión que más te guste. Pero es cierto que no quiero que Lucy Sefton sea mi
empleada.
Se hizo el silencio. Kern se acercó al porche y se quedó mirando la lluvia.
Evidentemente, estaba esperando a que se llenara el jacuzzi.
Lucy tampoco dijo nada. No podía. Había tantas emociones contradictorias en
su cabeza que se sentía mareada.
No sabía qué estaba ocurriendo allí. Todo estaba escapando a su control.
Durante los dos años anteriores, todos sus movimientos habían estado
cuidadosamente calculados. No había hecho nada que no hubiera planeado a
conciencia. Nada que pusiera en peligro sus frágiles cimientos.
Porque sus cimientos eran muy frágiles. Tanto que estaba segura de que hacía
falta muy poco esfuerzo para lanzarla a la desesperación.
Pero no era la desesperación lo que la amenazaba. Era otra cosa. Tenía la
impresión de encontrarse al borde de un abismo, pero no sabía muy bien qué había
en el fondo.
Nunca se había sentido así. Lo único que sabía era que su instinto le ordenaba
que saliera corriendo. El problema era que tenía un pie aplastado, y un río
desbordado la alejaba de la seguridad de Sydney.
En caso de que en Sydney estuviera a salvo. De todas formas, en aquel
momento cualquier lugar en el que no estuviera Kern McAllister le parecía seguro.
Pero Kern McAllister estaba a su lado, y se había vuelto para mirarla con su
media sonrisa que le aceleraba el corazón.
Se atrevió a mirarlo de reojo. Seguía observándola. Al verla, se acercó a ella y la
tomó de las manos.
—No me mires así —le dijo de repente—. ¿Qué te ha pasado para que te
comportes de esa forma?
—Nada. ¿A qué te refieres? —apartó las manos—. No sé qué quieres decir.
El jacuzzi estaba casi lleno. Como Kern había prometido, la superficie estaba
cubierta de espuma.
Lucy miró a su alrededor, admirando el espacioso cuarto de baño. El jacuzzi
ocupaba el centro, y estaba en una plataforma.
—Durante el día se puede ver el mar desde aquí —explicó Kern—. Siento que
no puedas admirar las vistas —la dejó cuidadosamente en el banco acolchado que
había junto al jacuzzi—. ¿Quieres que te eche una mano para quitarte los pantalones?
—No, gracias. ¿Por qué no te marchas y vuelves dentro de diez minutos? Me
daré un baño rápido y saldré.
—Entonces, tendré que usar tu agua sucia.
—Entonces lo haremos al revés. Esperaré fuera mientras tú te bañas.
—Tampoco me parece adecuado que tú uses mi agua sucia. Esto es una
tontería, Lucy. No pienso violarte. Es sólo agua.
Sólo agua. Era cierto. Lucy miró la espuma. No había nada malo en lo que
proponía Kern. No era más amenazador que compartir la piscina con otra persona.
Pero en una piscina habría otros bañistas. Alrededor habría gente tomando el
sol vendedores de helados y niños bulliciosos.
Daría cualquier cosa con tal de que allí hubiera alguien más aparte de Kem
McAllister.
—Voy a ponerme decente —dijo Kern con una sonrisa—. Será una experiencia
nueva. Hace mucho tiempo que no tengo bañistas en el jacuzzi. Será mejor que estés
en braguitas y sujetador antes de que vuelva, o te desnudaré personalmente.
Lucy hizo más que aquello. Cuando la puerta del cuarto de baño volvió a
abrirse, ya se había quitado los vaqueros y la camisa y se había introducido en la
bañera. El esfuerzo le dolió, pero el agua caliente contrarrestó el dolor rápidamente.
Sumergida hasta el cuello en el agua con burbujas, se echó hacia atrás y suspiró
de placer.
La bañera era circular, profunda en el fondo, y con un banco circular alrededor
del borde.
Estaba a punto de suspirar de nuevo cuando volvió a entrar Kern McAllister. Su
cuerpo era magnífico. No había otra forma de describirlo.
Pensó que debía trabajar a menudo en el exterior sin camisa, porque tenía el
torso bronceado. No tenía ni un ápice de grasa bajo la piel; todos sus músculos
estaban perfectamente definidos.
La madre de Lucy se habría puesto histérica. Al pensar en la reacción de su
madre, no pudo contener la risa.
Era uno de los típicos cuerpos que aparecían en las portadas de las novelas que
arrebataba a su hija, diciéndole que no era decente leer aquellas cosas. Se preguntaba
qué diría su madre si pudiera verla en aquel momento.
—¿De qué te ríes?
Kern McAllister había subido a la plataforma y estaba introduciéndose en el
agua, a su lado.
—De nada.
—De algo te reirás.
El agua subió unos centímetros cuando Kern entró en la bañera. Lucy sintió que
la espuma subía por su cuello.
Era como una caricia. Apretó los labios, combatiendo la risa nerviosa.
—No tengo por qué contártelo.
—No —la miró pensativo, sentándose enfrente de ella—. Parece que hay
muchas cosas que no quieres contarme.
Lucy no contestó. Las burbujas se movían lentamente. Lucy era tan consciente
de la presencia de Kern que estaba segura de que el agua le transmitía su temblor.
No podía relajarse tan cerca de aquel hombre.
Guardaron silencio durante largo rato.
Kern se enjabonó a conciencia, y después hundió la cabeza en el agua para
lavarse el pelo embarrado.
Lucy hizo lo mismo, más o menos. Estaba tan ocupada contemplando a Kern
McAllister mientras intentaba no prestarle atención que apenas se fijaba en cómo se
lavaba. Era como si esperase que saltara sobre ella en cualquier instante.
—Creía que a los abogados os gustaba hablar —dijo al fin Kern.
Lucy negó con la cabeza. Kern se había vuelto a sentar después de sumergirse
por completo, y su pecho musculoso sobresalía de la espuma.
Estaba demasiado cerca.
—A mí no.
—Pero hay cosas que quiero saber.
—¿Por ejemplo?
Kern se acercó a ella y la miró fijamente. Sólo los separaban unas pocas
burbujas.
—Para empezar, ¿por qué estudiaste derecho?
Lucy se encogió de hombros. Se hundió un poco más en el agua. Ahora que
estaba mojado, su sujetador parecía inexistente, y estaba segura de que se
transparentaba por completo.
—¿Te criaste en una granja? —preguntó Kern.
—Sí.
—Muy bien, ya tenemos algo. La historia de Lucy Sefton, sílaba a sílaba.
Podríamos pasar aquí toda la noche. ¿Qué clase de granja era?
—De productos lácteos, sobre todo.
—¿Pero siempre quisiste ser abogada?
Lucy se encogió de hombros, pero se enderezó rápidamente al darse cuenta de
que se le veían los tirantes del sujetador. No podía concentrarse en la conversación en
aquellas circunstancias.
—Me concedieron una beca para estudiar derecho. Mi madre… Bueno, la granja
estaba al borde de la quiebra, y mi madre insistió en que aceptara la beca. En
realidad, no lo decidí yo.
—De modo que si por ti fuera, no serías abogada.
Lucy no contestó. Levantó el pie y se miró el dedo herido.
—¿Vivías en la granja con tus padres y tus hermanos? —preguntó Kern.
—Sólo con mi madre.
—No me facilitas mucho las cosas. ¿Por qué no estaba tu padre? —Lucy se
volvió para mirarlo—. De acuerdo, ya lo sé. No es asunto mío. Pero soy muy curioso.
Cuando quiero saber algo no hay forma de hacer que me calle. Sigo insistiendo hasta
que lo averiguo. Será más fácil que me lo digas por ti misma.
Lucy se concentró en una pompa de jabón que pasaba por delante de ella, en el
agua. Si la espuma seguía bajando tendría serios problemas.
Levantó la mirada, y con un sobresalto, se dio cuenta de que Kern había vuelto
a ser el Kern McAllister de las fotografías. Ahora estaba recién afeitado y bien
vestido, con unos pantalones y una camisa informal pero de calidad.
Sus ojos habían recuperado la inconfundible mirada de determinación
mezclada con humor que aparecía en todas las portadas.
Era un hombre que sabía lo que quería, y sabía qué tenía que hacer para
conseguirlo. Iba a lugares que Lucy nunca había visitado y no tenía intención de
visitar. Estaba tan lejos de su mundo como Marte de la Tierra.
Lucy Sefton, la hija única de una familia separada, sin dinero, que se había
educado a base de becas. La niña por la que todo el mundo sentía compasión.
Se preguntó qué haría falta para ser una mujer a la que deseara Kern
McAllister. La idea la sorprendió. Durante un momento se había permitido imaginar
cómo sería si hubiera tenido una vida distinta, si hubiera nacido en otro entorno.
—¿Preparada para salir? —Kern había dejado el albornoz a un lado y la
esperaba con una toalla blanca extendida—. Su ayuda de cámara espera, señorita.
—¿Mi ayuda de cámara? Vuélvete.
Lucy miró insegura la fina capa de espuma que separaba su desnudez de los
ojos de Kern McAllister. Se arrepintió de haberse puesto aquel conjunto de encaje. Se
sentía completamente desnuda.
—¿Que me vuelva? —preguntó Kern, extrañado.
—No estoy presentable.
—¿De verdad? —levantó las cejas, con sarcasmo—. No te preocupes por mí, no
me molesta. ¿Vas a salir del agua o vas a esperar a que entre a buscarte?
—Te volverías a empapar.
—Es cierto —convino con naturalidad—, y creo que es un desperdicio de toallas
y ropa seca, pero empiezo a acostumbrarme a estar empapado. Sube los brazos para
que te levante.
—Puedo salir yo sola.
Lucy puso las manos en el borde de la bañera, para incorporarse, pero Kern se
adelantó. Se inclinó y la sujetó por las axilas, para levantarla, antes de que ella se
diera cuenta de lo que estaba ocurriendo.
Lucy intentó poner los pies en el suelo, pero el dolor volvió a paralizarla, y cayó
contra el duro pecho de Kem, que la sujetó para que no se cayera.
Durante un largo momento, Lucy no se movió. La sensación era indescriptible.
Las manos de Kern estaban entrelazadas sobre la piel desnuda de su cintura,
sujetándola fuertemente.
Lucy sabía, de forma instintiva, que no era ella la única que sentía algo. Era
como si estuvieran unidos por un magnetismo más fuerte que ninguno de los dos,
que mantenía su cuerpo pegado al de Kern y le impedía moverse.
—Lucy…
Apenas fue un susurro. Kern hundió la cabeza en su pelo, moviendo los labios
contra su cabeza mientras volvía a pronunciar su nombre.
—¡Suéltame! —exclamó ella, recuperando la consciencia.
—¿Quieres que te suelte?
Las manos de Kern se movían sobre su cintura, mientras la sujetaban,
apretándola contra sí.
Aquello era una locura. Había conocido a aquel hombre aquel mismo día.
En realidad, no era así. Hacía años que conocía la reputación de Kern
McAllister, y sabía lo peligroso que era. Sin embargo, no podía resistirse a sus
encantos.
—¡Basta!
Consiguió reaccionar e interpuso las manos entre su pecho y el de Kern,
empujándolo con todas sus fuerzas. Lentamente, con reticencia, Kern la soltó.
Se quedaron parados, mirándose fijamente. Lucy respiraba de forma
entrecortada, y se llevó las manos a los labios en un gesto frenético.
No sabía para qué. Tenía la sensación de que la había besado, aunque no era así.
—No te voy a hacer nada malo, Lucy.
Entonces había visto su miedo. Había visto…
Kern se adelantó y la envolvió en la toalla.
—Sólo te secaré —dijo con suavidad—. Eso es todo, Lucy. Hasta que tú
pronuncies la palabra.
La palabra.
Lucy se quedó muy rígida. No entendía qué quería decir Kern. Se preguntó si
verdaderamente pensaba que lo desearía.
Todas las mujeres deseaban a Kern McAllister.
Pero ella no. Jamás. Ella no deseaba a ningún hombre.
Siguió inmóvil mientras Kern la secaba con delicadeza. Se esforzó para no
moverse, para no reaccionar ante las caricias de la toalla y para no parpadear
mientras él hablaba.
Kern tomó otra toalla, limpia, y empezó a secarle los pies. Lucy se esforzaba
para no sentir nada especial, pero era inútil. Todos los nervios de su cuerpo se habían
vuelto locos.
—Ya está —proclamó Kem.
Tomó el albornoz, gigantesco, y la envolvió en él, ayudándola a pasar los brazos
por las mangas. La prenda debía ser suya. Olía a él.
Lucy lo miró, impotente, y vio que la miraba con una sonrisa, como un adulto
que intentara infundir ánimos a una niña asustada.
—¿Quién te ha hecho esto, Lucy? —preguntó con delicadeza.
—No sé de qué me hablas.
—Creo que sí lo sabes. Alguien te ha hecho mucho daño. Pero supongo que
puedo esperar. Ya me contarás todo lo que tengas que contarme en su debido
momento. En cuarenta días y cuarenta noches habrá tiempo de sobra.
Volvió a dedicarle su arrebatadora sonrisa y la tomó entre sus brazos. El
albornoz se abrió, y Lucy se lo cerró rápidamente. Sus diminutas braguitas de encaje
parecían inexistentes.
—Será mejor que te las quites —dijo Kern, leyendo su pensamiento.
—¡No! —protestó indignada, arrancando una sonrisa al hombre.
—Como quieras. Supongo que la única ventaja de esas prendas es que se secan
en unos minutos. Ahora vamos a comer algo —prosiguió Kern.
—Déjame en el suelo, por favor. Puedo andar.
—Esta noche no. No darás ni un paso mientras yo esté aquí para llevarte en
brazos. Bueno, vamos a la cocina en la carroza. ¿O es una calabaza?
—Depende de la hora. ¿Son ya las doce de la noche?
—Aún queda mucho tiempo. Faltan horas y horas para que tu príncipe azul se
convierta en rana. Aprovechémoslas a fondo, ¿de acuerdo?
Capítulo 6
Para sorpresa de Lucy, Kern McAllister resultó ser un buen cocinero. Con el pie
vendado, Lucy estaba sentada en una gran mecedora, en la cocina principal de la
casa, mientras Kern preparaba una tortilla para los dos, con huevos frescos de los
gallineros de la granja y hierbas frescas del huerto.
—¿Esperabas que abriera una lata? —preguntó Kern, sonriente, advirtiendo su
sorpresa.
Colocó una tortilla dorada delante de Lucy y llenó dos copas de vino.
También había preparado una gran ensalada, con verduras de la huerta.
—Adelante. Reconócelo —insistió Kern—. No soy tan inútil como parezco.
—Nadie podría ser tan inútil como pareces.
Lucy sonrió, pero se arrepintió en el acto.
—Ya veo.
Kern apoyó las manos en la mesa y se inclinó. Sus ojos quedaron a pocos
centímetros. Parecía muy divertido. Lucy jamás habría imaginado que existía un
Kern McAllister tan jovial.
—Adelante, Lucy, suéltalo —insistió—. Venga, como abogada mía, me tienes
que decir qué opina el mundo sobre Kern McAllister, a través de los ojos de Lucy
Sefton.
—No sabría por dónde empezar.
Nerviosa, buscó refugio en su tortilla. Engulló un gran bocado. Tenía la
impresión de que jamás había probado una comida tan deliciosa como aquélla. Kern
se quedó mirándola durante largo rato, en silencio, y por fin se sentó para comerse su
tortilla.
—¿Qué te parece si empiezas por decir que soy un mujeriego? —preguntó entre
dos bocados.
—¿Lo eres? —preguntó Lucy con educación.
La expresión de Kern se endureció ligeramente.
—Los medios de comunicación parecen haberme puesto esa etiqueta.
—Con ayuda de unas cuantas mujeres —comentó Lucy—. Mujeres como Mai
Carrington.
—Sí.
El buen humor desapareció por completo de los ojos de Kern. Silencioso, casi
terminó con su tortilla antes de volver a hablar, y cuando lo hizo, parecía que
hablaba consigo mismo.
—Lo de Mai fue un verdadero error.
—¿Por Toby?
—Por Toby —levantó la copa de vino y se quedó mirándola— y por más cosas.
—¿Qué quieres decir con eso?
Kern no contestó.
Lucy no entendía cómo se había atrevido a preguntar algo así a aquel hombre,
nada menos que al gran Kern McAllister.
Pensó que no debía haber muchas personas que pudieran hacerle preguntas
personales. Tal vez ninguna. Su valor se debía a que estaba atrapada con él, quisiera
o no, comiéndose su comida, cuidando a su bebé y rescatando a su estúpido toro.
—Quiero decir que no me gusta que me manipulen.
Kern tardó tanto en contestar que Lucy tuvo que hacer memoria para recordar
qué le había preguntado.
—¿Fue eso lo que hizo Mai? —levantó las cejas—. ¿Manipularte para tener un
hijo tuyo? Hacen falta dos personas para engendrar un hijo.
—Tal vez.
—¿Cómo que tal vez? —corrigió Lucy—. Cuando era muy joven tenía miedo de
quedarme embarazada en la piscina pública, pero mi madre estaba completamente
segura de que ningún espermatozoide podría cumplir su cometido mientras yo no
miraba. Hasta el momento, todo lo que he leído sobre el asunto confirma su teoría.
—Sí, bueno.
Kern se comió el resto de la tortilla lentamente. Parecía muy cansado, y había
recuperado el aire de madurez. Después apartó la silla de la mesa y levantó la copa,
como haciendo un brindis.
—¿Quieres un café?
—No, gracias. Estoy cansada, y quiero irme a la cama. Ya nos despertará Toby.
—¿De verdad?
Lucy miró los ojos cansados de Kern y tomó una decisión.
—Si quieres, yo me encargaré de darle de comer esta noche. Sólo esta noche.
—Pero tu pie…
—Dejaré la cuna al lado de mi cama. Sólo tendré que levantarme para calentarle
el biberón.
Kern se quedó mirándola, y Lucy supo que veía las sombras de su pasado.
Se daba cuenta del enorme favor que le hacía al ofrecerle algo así. Veía el precio
que pagaría por ello.
—Lucy…
Se inclinó sobre la mesa para tocarle la mano, pero Lucy se apartó.
—¡No!
Lucy frunció el ceño. No era muy normal que una asistenta se fuera de
vacaciones con los dos perros de la granja.
—¿Cómo dices?
—Los peros adoran a Clarrie y a su marido. Él se encarga de la granja mientras
yo estoy fuera.
—No sabía que estuviera casada.
Kern sonrió a pesar de su fatiga.
—Percy mide aproximadamente treinta centímetros menos que Clarrie, y es
mucho más delgado. Tartamudea, es muy tímido, y es el mejor granjero sustituto que
se pueda desear. Ese matrimonio no tiene precio.
—Pero, ¿por qué se han llevado los perros?
—Mai odia los animales. Se ponía a gritar cada vez que se le acercaba un perro,
y uno de ellos empezó a reaccionar. Se atrevió a gruñir una vez que Mai le tiró algo.
Así que los Clarence se fueron con los perros. Pero no pude convencerlos para que se
llevaran a Bluey. Es demasiado idiota.
—Ya veo.
—Sí —Kern volvió a sonreír—. Como verás, esta casa está muy llena. Es curioso
que pueda llegar a sentirme tan solo —acarició el pelo casi seco de Lucy—. Y es
curioso que ahora me sienta tan acompañado. No te muevas. Ahora mismo vuelvo.
Pero Lucy no obedeció. En cuanto Kern salió por la puerta, Toby volvió a
despertarse y se puso a llorar. Quería recuperar el tiempo perdido. Después de haber
pasado gran parte del día sin comer, estaba hambriento.
A Lucy le dolía mucho el pie, pero caminó de todas formas. Tendría que
encontrar la manera de desplazarse.
Abrió unos cuantos armarios, hasta que encontró uno lleno de artículos de
limpieza, e improvisó una muleta con el mango de una escoba y la goma de un
limpiacristales. Después fue a la habitación de Toby.
En cuanto encendió la luz cesó el llanto.
Lucy avanzó dos pasos más, a duras penas, para llegar a la cuna.
En cuanto la vio, Toby sonrió, contento de estar en su compañía.
En aquel momento, algo se rompió en el interior de Lucy Sefton. Algo que
estaba tan tenso que apenas sabía que la sujetaba, como una barra de hierro.
Y de repente, había desaparecido.
Tuvo que sujetarse a la cuna para no caer. Durante largo rato contempló al
bebé, y lo que la mantenía en pie el dolor, fue sustituido por otra cosa. Algo más
duradero.
El amor.
El amor por alguien que no era Mickey. El amor por aquel precioso bebé que
reía al verla.
Sacudió la cabeza como si quisiera despejar la niebla, pero la niebla no se
disipó.
El bebé levantó un brazo, como saludándola, y Lucy tomó su pequeña mano
entre los dedos. Toby apretó el puño alrededor de su pulgar y rió como si Lucy fuera
lo más divertido que había visto en su vida.
—Oh, Toby, cariño, eres tan peligroso como tu padre —susurró.
La sonrisa desdentada de Toby se intensificó, y levantó los dos brazos como si
quisiera que lo levantara de allí.
Lucy no pudo resistirse. Sacó al niño de la cuna y lo abrazó fuertemente. De
algún modo, el dolor ciego por la muerte de Mickey se disolvía, liberándola de su
cruel abrazo.
El dolor empezaba a disiparse.
Sabía que no se podría curar por completo. Era imposible. Siempre sentiría la
muerte de Mickey.
Pero Mickey había muerto. Dos años atrás. Y lo único que quedaba de él era
una diminuta lápida en un cementerio.
Lucy tenía que seguir con su vida. Sin olvidar nunca a Mickey podía amar a
otro niño. Podía amar al niño que tenía en brazos.
—Estás loca. Lucy —susurró contra el sedoso cabello del bebé—. No tienes
ningún lugar en la vida de Toby.
Tal vez no, pero durante los siguientes días podría estar con él y tal vez en el
proceso pudiera curar sus heridas.
O tal vez se fuera, cuando el río volviera a su cauce, con el corazón más
destrozado aún que antes.
—Me da igual —susurró—. No tengo elección. Puedo amar a este niño…
Y podía amar a su padre.
—¡No! —exclamó.
Tenía la impresión de que se encontraba al borde de la locura.
Si había una regla inamovible, era la de que el amor por Kern McAllister no
podría causarle nada más que dolor. Su mundo era muy distinto al de Lucy Sefton, y
sólo habían coincidido en una ocasión por casualidad.
Las mujeres que aparecían del brazo de Kern McAllister querían escalar puestos
en la alta sociedad. Todas eran modelos, herederas o mujeres famosas por algún
motivo. Junto a él no había lugar para las Lucy Sefton del mundo, hijas de granjeros
en la ruina, con la cara llena de pecas y con un historial desastroso.
Un historial que incluía un desafortunado matrimonio y un hijo muerto.
—Tal vez se quiera divertir conmigo mientras estamos atrapados a este lado del
río —dijo Lucy al bebé—, pero tu padre puede disponer de mujeres más adecuadas.
De modo que tenía que ser cuidadosa. La sonrisa de Kern podría seducir a una
santa, pero ella estaba allí para cuidad del pequeño y unirlo a su padre en la medida
de lo posible. Después desaparecería de sus vidas.
Aquello era todo.
No quería quedarse allí a dar de comer a Toby. Kern volvería a la cocina.
Debería darle igual adonde fuera Kern, pero no era así.
Cambió los pañales al bebé, preparó otro biberón y volvió a duras penas a la
gran cocina, con el niño y el biberón en una mano y la muleta en la otra.
Tenía práctica usando bastones.
Kern no había vuelto.
Oyó los ladridos del perro en el jardín. Sin duda, saludaba a su amo radiante de
alegría después de la larga ausencia. Lucy sonrió y se volvió a sentar a la mesa.
Toby acogió el biberón con avidez. Kern volvió cinco minutos después,
mientras el niño comía.
Se detuvo en seco al verlos.
Lucy había apagado la luz del techo, dejando sólo una lamparita auxiliar. Toby
ya se estaba quedando dormido, acurrucado entre los brazos de Lucy. Su mundo
estaba completo.
—¡Lucy! —exclamó Kern, sorprendido.
Muchas cosas estaban cambiando en el corazón de Lucy, pero ella no era la
única que sufría cambios. Kern McAllister estaba encontrando una dimensión nueva
en su vida de soltero.
Tal vez se quedara con su hijo, al final.
Lucy lo deseaba tanto que le dolía. Miró a padre y a hijo y su corazón se
encogió. Kern no podía entregar a Toby en adopción, y mucho menos dejarlo en un
orfanato.
—Vete a la cama —dijo Lucy, con más brusquedad de la que pretendía—. No te
preocupes por mí.
—¿Cómo lo has traído hasta aquí? —miró a su alrededor y vio la muleta
improvisada—. ¿Qué demonios…?
—He encontrado una utilidad nueva para la goma de limpiar cristales —explicó
Lucy—. Espero que no le tuvieras demasiado cariño.
—Ya veo —tomó el artilugio y lo examinó detenidamente—. Te descontaré el
precio del limpiacristales del viaje a Hawai —bromeó.
De repente, Lucy abrió los ojos de forma desmesurada. Se había olvidado de
Hawai.
Se detuvo durante largo rato junto a la silla de Kern McAllister. Estaba dormido
profundamente. Haría falta un terremoto para despertarlo, e incluso un terremoto
tendría dificultades.
—Buenas noches —dijo suavemente al hombre que en unos días volvería a ser
un personaje de los periódicos.
Entonces, lentamente, sólo por una vez, se inclinó y lo besó en el pelo negro
desordenado.
—Buenas noches, mi Kern.
Mi Kern. No entendía cómo podía haber dicho algo tan ridículo.
Capítulo 7
Kern McAllister se despertó alrededor de la medianoche. Miró a su alrededor.
La cocina estaba desierta.
—¿Lucy?
Le pareció extraño que el nombre de la mujer acudiera tan deprisa a sus labios.
Igual que su rostro apareció en su pensamiento.
Nunca había conocido a una mujer como Lucy Sefton. Era una extraña mezcla
de profesional fría y niña abandonada.
Se preguntó dónde se habría metido. Después de meter los platos en el
lavavajillas se dispuso a salir en su busca. Ni siquiera le había dicho dónde podía
dormir.
Supuso que estaría en el apartamento de la asistenta. Clarrie lo había
acondicionado para Mai antes de marcharse. Abrió la puerta del salón, pero Lucy no
estaba allí.
Otra puerta daba al dormitorio. Kern la abrió lentamente y caminó en silencio
hasta la cama.
Estaba allí.
Los Clarence tenían una gran cama de bronce, con colchas de colores y un
montón de cojines. La figura de Lucy apenas se distinguía bajo las mantas.
Volvió a mirarla, de cerca, y se le encogió el corazón.
Había dos cabezas sobre la almohada.
Su hijo estaba entre los brazos de Lucy, satisfecho incluso en el sueño. Sus caras
estaban muy cerca. Los dos tenían los ojos cerrados pero estaban unidos, como si se
necesitaran mutuamente.
Algo se encogió en el interior de Kern McAllister. Hacía tanto tiempo que no
experimentaba aquella sensación que no estaba seguro de conocerla.
Estaba celoso.
Kern McAllister tenía celos.
A él nunca lo habían abrazado como Lucy abrazaba a su hijo. Nunca. Se había
criado con una larga sucesión de niñeras, criadas y canguros de hotel.
Y después internados. Y después…
Y después nada.
Se preguntó si aquél sería también el destino que esperaba a Toby; si el niño al
que no recordaba haber concebido, pero del que ahora era responsable, se tendría
que enfrentar a un futuro de soledad.
No sabía cómo podía evitar que Toby sufriera la misma niñez aislada que él
había atravesado. No era capaz de cuidar a un bebé.
Capítulo 8
Lucy se despertó al oír el sonido de las gallinas que cacareaban y escarbaban
bajo la ventana de su dormitorio.
También le llegó la voz de Kem, desde el exterior.
Y el olor a copos de avena quemados.
Confundida, se estiró, y el niño que dormía a su lado se estiró con ella.
Toby abrió los ojos y miró con precaución a la mujer que estaba a su lado.
Al verla, sonrió.
—Bueno, bueno —dijo Lucy con una sonrisa—. Buenos días, jovencito. Has sido
muy bueno. No te has despertado en toda la noche.
Se detuvo en seco cuando oyó la voz de Kern en el exterior.
—Vamos, chicas, vamos. Tengo avena para vosotras, muy quemada, como os
gusta. Venid a buscarla. La avena carbonizada es estupenda para las plumas. Vamos,
chicas.
Lucy guardó silencio.
—Vamos…
Algo cayó al suelo con un golpe seco. Oyó un grito de sorpresa, y después se
hizo el silencio.
Las gallinas se habían callado por completo. Al parecer, todas se habían ido
corriendo.
—Vale, Bluey, si insistes, pruébalo. No creo que te siente mal olisquear esta
asquerosidad.
—Oh. Dios mío —dijo Kern al cabo de un instante—. Estás completamente loco.
¿Así que te dejas la comida de lata porque lo que te gusta es la avena quemada?
Lucy rió.
—Bueno, ya es suficiente —dijo Kern alzando la voz—. Soy vuestro dueño,
¿sabéis? Si os digo que comáis avena quemada, tenéis que hacerme caso.
—Sí, señor —dijo Lucy en voz baja, mirando a Toby—. A ver si adivinas qué
hay para desayunar. ¿Crees que tu padre nos va a dar avena quemada también a
nosotros?
Se levantó para cambiar los pañales a Toby y prepararle el biberón, y volvió con
él a la cama. Unos minutos después, Kern apareció en la puerta.
Sonrió al ver la cara de sorpresa de Lucy.
—¿Ya estás despierta?
Kern llevaba unos vaqueros y una camisa. A juzgar por su aspecto, llevaba
varias horas despierto.
—Pero…
—Ya va siendo hora de que te des cuenta de que no sirve de nada llevarme la
contraria —le dijo con firmeza—. Creo que deberías ir acostumbrándote.
—Espero que ese río vuelva deprisa a su cauce. De lo contrario, creo que tendré
que tomar varias medidas drásticas.
—¿Por ejemplo? —preguntó Kern desafiante, con las manos en las caderas.
—Por ejemplo, enseñarte que no todo el mundo tiene por qué obedecer tus
órdenes. Y yo menos que nadie.
Lucy había tenido que insistir mucho. Quería que Craig conociera a su hijo. Por
fin, consiguió convencerlo para que lo llevara a ver a sus padres. No quería que
Mickey creciera sin saber quién era su padre.
Lucy apenas recordaba a su padre, y le dolía tanto que estaba decidida a evitar
que le ocurriera lo mismo a su hijo, aunque Craig no mostrara ningún interés.
Por fin habían intervenido los padres de Craig, que estaban desesperados por
conocer a su nieto, de modo que Craig se lo llevó. Apenas habló con ella mientras
metía al niño en el coche.
—Lo traeré dentro de un par de horas —prometió.
No volvió a verlo con vida. Craig no se había tomado la molestia de poner el
cinturón de seguridad al niño, en su silla. Dio un frenazo y Mickey atravesó el
parabrisas.
Fin de la historia.
—Debes echarlo mucho de menos —dijo Kern con delicadeza—. Y ahora estás
sola. Sin padres, sin novio ni parientes. Prácticamente no tienes vida social. Ni
siquiera un perro ni un gato, ni un triste pez.
—¿También sabes que hago cerámica los jueves por la tarde? ¿Y que duermo
con pijama y que odio la pizza?
—Por supuesto —contestó Kern con una sonrisa—. Los martes vas a la
biblioteca. Te gusta la literatura romántica y los libros sobre enfermedades de las
gallinas. Como verás, estoy bien informado.
—Me alegro mucho por ti —tomó la muleta y se puso en pie—. Si no te
importa, ya que sabes tanto sobre mí, puedes pensar en mi pasado sin necesidad de
que yo esté delante, porque, desde luego, yo no quiero saber nada más sobre ti. Ni
una cosa más. Ya tengo bastante.
—Lucy…
—Fuera de mi vista.
—Ha sido un informe superficial. Lo hago con todos mis empleados. No tienes
por qué ponerte así.
—¿Que no tengo por qué ponerme así? No soy tu empleada, y te aseguro que
jamás trabajaré para ti. No tenías derecho a investigarme.
—Todo lo que he averiguado es del dominio público, si se sabe a quién
preguntar.
—Y estoy segura de que sabes a quién preguntar. Te da igual inmiscuirte en la
vida privada de los demás, ¿verdad? Te aseguro que en cuanto vuelva al trabajo
pediré que me retiren de todo lo que tenga que ver con tus asuntos. No tenías
derecho a meter las narices en mi vida. Ningún derecho.
—Excepto…
—¿Qué? —ladró.
—Ya sé que es una decisión muy drástica, pero no creo que sea imposible. Creo
que podrías ser muy feliz aquí. Y Toby… —miró al pequeño—. Ya te has enamorado
de Toby. Cualquiera se daría cuenta. Incluso si tú y yo acabamos separándonos, si la
amistad no perdura, habré dado a Toby una madrastra que lo querrá durante el resto
de tu vida. Ya te conozco lo suficiente para darme cuenta de que si te marchas
mantendrás el contacto con Toby. Creo que es el mayor regalo que puedo hacer a mi
hijo.
—¿Yo soy el mejor regalo que puedes hacerle?
—Sí.
Lucy guardó silencio, indignada. Sabía que si abría la boca estallaría.
—Piénsatelo —dijo Kern, mirando a su hijo—. Yo me lo he pensado, y creo que
funcionaría. Me daría una base sólida a la que volver al venir a casa.
—La mujercita —dijo Lucy con sarcasmo.
—La idea resulta bastante atractiva —sonrió—. Me gustas físicamente, y creo
que podríamos ser amigos. Haremos que funcione.
Amigos. Aquella palabra sonaba fría como el hielo.
Kern McAllister esperaba una respuesta. Tendría que dársela.
—Todo esto es basura —dijo en tono neutro.
—Lucy, tienes que pensar con calma.
—No.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que no tengo nada que pensar —gritó—. De todos los
capitalistas arrogantes y autocráticos… ¡Eres un gusano! Tienes un serio problema.
Un problema muy grave. Tienes un hijo que crees que te puede resultar útil en el
futuro para hacerte compañía cuando envejezcas. O tal vez has pensado que la
opinión pública no se tomaría muy bien que lo entregaras a un orfanato. Hasta es
posible que… ¡Milagro! ¡Puede que te remuerda la conciencia! Realmente quieres que
tu hijo tenga una madre. Así que, miras a tu alrededor y ves a Lucy Sefton, una chica
insignificante, con las manos vacías y con un gusto nefasto a la hora de elegir marido.
La ventaja que tiene es que ha aprendido mucho. Ha aprendido que los errores sólo
se cometen una vez. ¿Matrimonio? No volvería a casarme por nada del mundo. Ni
ahora ni nunca. Y en cuanto a la idea de casarme contigo, como negocio… Tienes que
estar completamente loco.
—No estoy loco, Lucy —dijo con calma—. Si olvidas tu orgullo durante un
momento…
—¿Mi orgullo?
—Tu orgullo. Lo que te ofrezco es algo razonable y muy ventajoso. No es
ningún insulto.
—No se parece a ninguna proposición de matrimonio que haya oído en la vida.
—No, pero nosotros no somos personas normales. Sabemos mucho más que la
mayoría.
—¿Y qué pasará si te enamoras? ¿O si me enamoro yo? ¿Qué ocurriría
entonces?
—Casi nunca estoy en casa —sonrió—. La verdad es que no creo que ninguno
de los dos se vaya a enamorar localmente, hasta el punto de destruir lo que es
importante para Toby y para el otro niño, si tenemos otro hijo. Confío en que tengas
suficiente discreción para ocultar tus aventuras, y yo haré lo mismo. Te prometo que
no habrá más líos como el de Mai Carrington. Tendrías que aparecer en público
conmigo para evitar que surjan rumores, pero no creo que sea un problema.
—Por favor, no quiero seguir hablando de esto —murmuró—. Por favor.
—¿Por qué no?
Lucy miró a Kern y supo sin lugar a dudas que no encontraría la felicidad en el
matrimonio que le proponía. Se volvería loca. Porque Lucy Sefton ya se había
enamorado perdidamente del hombre que la pedía en matrimonio.
Capítulo 9
—Déjame entrar—dijo levantándose—. Esta conversación es estúpida.
—Sólo quiero que te lo pienses, Lucy.
—No hay nada que pensar. No quiero casarme contigo. Eso es todo.
—¿Por qué no?
—Porque tengo cosas mejores que hacer con mi vida.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, cualquier cosa que no sea casarme contigo. Es una verdadera
estupidez.
Lucy intentaba alcanzar la muleta. Kern se inclinó para recogerla, pero en vez
de entregársela la apoyó en la barandilla y sujetó a Lucy por la cintura.
—No rechaces esto a la ligera —dijo suavemente, sujetándola con firmeza
mientras hablaba—. Tengo intención de convencerte, cueste lo que cueste. Creo que
podríamos conseguir que funcionara.
—No.
—Serías una esposa encantadora —la apretó contra sí, y ella no pudo resistirse
con sólo un pie—. Lucy…
—Suéltame.
—Hasta podría ser divertido.
Desde luego que sí. Podría ser maravilloso, durante las dos semanas al año que
figurasen como "familia" en la agenda de Kern. Estaba dispuesto a dedicar nada
menos que catorce días a la familia feliz. Excelente.
—No sabes lo que dices —dijo Lucy con voz quebrada—. Suéltame, por favor.
Kern tenía las manos entrelazadas detrás de su cintura, y sus senos se apretaban
contra su pecho. No podía hablar con seguridad.
—Prométeme que te lo pensarás.
La besó con ternura en el pelo, y Lucy tuvo que esforzarse para no estallar en
llanto.
—Suéltame.
—Aún no.
Tomó su barbilla con la mano y la levantó para mirarla a los ojos. Examinó su
cara, intentando leerla.
—No me mires así, Lucy —continuó, con suavidad—. Ya te he dicho que no
quiero hacerte nada malo. Nunca. No sé qué te habrá ocurrido en el pasado, pero te
prometo que no empeoraré las cosas.
La almohada de Lucy no estaba llena de plomo, pero le hacía falta algo más que
una buena almohada para conciliar el sueño.
En aquel momento debería estar en un avión, con rumbo a Hawai. No debería
haber llegado siquiera a conocer a Kern McAllister. Sólo era una abogada
insignificante, y no quería ser otra cosa.
Dio vueltas y más vueltas en la cama, y cuando por sin se quedó dormida, sus
sueños fueron agitados.
Lo que Kern le proponía era una pesadilla.
Resultaría muy fácil decir que sí. Casarse con Kern McAllister, vivir en aquella
casa y verlo de vez en cuando.
En aquello consistía la tentación, pensó con amargura, con la vista clavada en el
techo. Empezaba a pensar que dos semanas al año eran mejor que nada.
Si seguía así se volvería loca.
Durante dos semanas al año, Kern la trataría como una amiga. Una conocida.
Alguien a quien había convencido para llegar a un acuerdo.
Tenía que salir de allí. Era imprescindible.
Toby se despertó al amanecer y empezó a hacer pucheros. Lucy preparó un
biberón, pero no parecía ser el hambre lo que había despertado al bebé.
Su mundo había cambiado. La niñera que siempre había cuidado de él no
estaba allí, y aunque Lucy se desvivía por él, tal vez Toby fuera un niño inteligente y
percibiera su tensión.
Tomó al bebé en brazos e intentó tranquilizarlo con palabras suaves, mientras
recorría la habitación.
Le dolía menos el pie. Si sólo apoyaba el talón podía caminar. Aun así le
molestaba bastante, y al cabo de media hora empezó a dolerle tanto como al
principio.
—Vamos, Toby, cariño —el bebé contuvo un sollozo y se apretó contra su
hombro—. Venga…
—¿Necesitas ayuda?
Al oír la voz, procedente de la puerta, Lucy se estremeció sobresaltada. Kern
McAllister estaba en el umbral, contemplándolos.
—No me des esos sustos —protestó Lucy—. Casi se me cae el niño.
—Pensé que ya se te había caído. Si no es así, ¿se puede saber por qué llora?
Se había puesto unos vaqueros, pero no llevaba nada más. La tenue luz de la
aurora realzaba su figura, haciendo su masculinidad insoportable.
—Tú sabrás. Eres su padre.
—¿Bromeas?
—¿Se te dan bien los bebés, Bluey? Toby, mira qué perrito más bonito.
Se oyó un ladrido ahogado, y Toby volvió a hacer pucheros.
—¿No te interesa? ¡Por favor, Bluey! Te huele el aliento como si no te hubieras
lavado los dientes en varias semanas. Parece que no me vas a servir de ayuda.
Después, Lucy oyó que los pasos volvían a la casa. Por fin, Kern se fue a su
despacho, sin dejar de hablar con el niño, que lloraba débilmente. La voz de Kern se
había convertido en un murmullo suave y constante.
Lucy no sabía qué estaba haciendo. Tal vez estuviera cantando a su hijo. Al
final, la tentación se hizo irresistible.
Salió de la cama y caminó en silencio por la casa. La puerta del despacho estaba
entornada. A juzgar por la procedencia de la voz de Kern, estaba en la mesa.
Los sollozos de Toby aumentaron ligeramente.
—Sí, eso es lo que creo —decía Kern—. Sabia elección. Estoy de acuerdo contigo
en que no resultaría muy conveniente. No vamos a hacerlo, ¿verdad?
Toby contuvo la respiración y volvió a protestar.
—De acuerdo. Nunca me hizo mucha gracia la idea de esa inversión. Llamaré a
mi agente en cuanto esté seguro de que no lo vas a dejar sordo de un grito. Es una
buena hora para llamar a Nueva York, por extraño que te parezca. Lo creas o no, allí
es mediodía. Además, ya va siendo hora de que te presente a Sam. Pero, ¿qué
inversión vamos a hacer en el lugar de ésta, compañero? ¿Sabes una cosa? ¿Qué te
parece si miramos qué tal andan los minerales? Cuando mencione una empresa que
te parezca una buena inversión, dímelo, ¿de acuerdo?
A continuación empezó a leer en voz alta las cotizaciones de bolsa. Lucy tuvo
que llevarse una mano a la boca para no reír.
Parecía que los McAllister estaban por fin estrechando sus lazos.
Se volvió y caminó lentamente hacia su dormitorio. Su sonrisa desapareció.
Cuando llegó a la cama estaba a punto de llorar. , Al cabo de un rato se quedó
dormida.
Todo estaba en calma. No sabía qué habría hecho Kern con su hijo, pero había
conseguido que se callara.
Reinaba la paz en todas partes, excepto en el corazón de Lucy.
Bluey la despertó.
El perro había conseguido entrar en la casa. Empujó con el hocico la puerta del
dormitorio y se lanzó a la cama de Lucy de un salto. A continuación empezó a la-
merle la cara.
—Yo también me alegro de verte —saludó Lucy, divertida.
El perro movía el rabo de un lado a otro, feliz, y el libro sobre la cría de las
gallináceas salió volando. Lucy se zafó de la masa de pelo blanco y negro, riendo,
para salvar justo a tiempo la lamparita de la mesilla de noche.
—Tu amo tenía razón al decir que te huele el aliento —protestó Lucy—.
Además, tienes las patas mojadas. La señora Clarence se enfadará cuando vea cómo
le estás dejando la colcha.
Se detuvo al ver lo que rodeaba el cuello de Bluey. Era una pequeña banderita.
En realidad, un trozo de papel en el que había algo escrito.
Los dedos de Lucy temblaron mientras tomaba el papel.
Lo creas o no, parece que brilla el sol. Toby, Bluey y yo hemos decidido salir a desayunar
a la playa. Las tortitas se están preparando. Lugar de reunión: porche trasero, dentro de diez
minutos.
P.D. De acuerdo, estás enfadada conmigo, pero no puedes culparme por haberlo
intentado. Si tardas mucho en levantarte dejaré entrar a las gallinas en tu habitación.
Resultaba difícil no sonreír.
Lucy se acercó a la ventana y miró. El jardín, los pastos y el mar brillaban a la
luz de aquel día perfecto.
Miró la nota, dubitativa, y supo que sería una falta de consideración negarse,
cuando Kern intentaba hacer las paces. Además, si no salía pronto del dormitorio,
Bluey lo destrozaría todo.
Después de ducharse, se puso los pantalones de Kern.
Capítulo 10
El desayuno fue maravilloso. La playa a la que Kern los llevó estaba a algo
menos de trescientos metros de la casa, lejos de la desembocadura del río. Allí no se
notaba el efecto de la tormenta.
Con excepción de la gran extensión de arena húmeda, que probablemente
estaba por lo general seca y llena de conchas, no parecía que hubiera llovido.
Estaban completamente solos. La playa tenía varios kilómetros de arena, y el
tono del mar era turquesa.
—Hay que adentrarse mucho para que cubra el agua —explicó Kern,
observando el rostro de Lucy mientras detenía el coche—. Los tiburones no llegan
hasta aquí, y es un lugar seguro para nadar durante todo el año.
Se comportaba como un agente inmobiliario que pretendiera vender la
propiedad. Lucy lo miró y supo por qué la había llevado allí. En efecto, seguía
vendiéndole la casa. Seguía intentándolo.
No quería pensar en ello. No en aquel momento. No en aquella mañana mágica
que podía ser la última.
Salió del todoterreno con Toby en brazos y avanzó cojeando por la arena. Sus
pies iban dejando pisadas en la arena inmaculada. No había más huellas en varios
kilómetros.
Se sentía como si fuera la primera mujer del mundo. Como si estuviera en una
isla mágica, apartada del mundo y arrojada muy lejos de allí, a años luz de Sydney y
de su bufete. A años luz del dolor y de la soledad.
No podría estar mejor en Hawai.
Toby rió entre sus brazos y Kern la llamó.
—He traído una manta para tumbar a nuestro hijo.
Lucy se quedó paralizada.
—A tu hijo.
Kern asintió como si hubiera cometido un error sin importancia.
—Como quieras —dijo alegremente, extendiendo la manta.
Después puso el carrito a un lado, y sacó del todoterreno una gran sombrilla
para proteger a Toby de los rayos del sol A continuación sacó dos sillas y una mesa
plegables. Hasta había llevado un mantel.
Lucy lo miraba asombrada.
—Siéntate —ordenó Kern.
Lucy se sentó.
Kern colocó delante de ella una jarra de zumo de naranja recién preparado y
dos vasos. También había fruta fresca, cortada y colocada en dos platos.
Aquella playa era increíble. El agua tenía un color verde azulado, y las
montañas se alzaban al otro lado, rodeadas de bruma azul. Estaban solos allí. La
brisa era cálida.
Se dijo firmemente que no podía dejarse seducir por el lugar, y mucho menos
por su propietario.
—No podemos dejar a Toby solo.
—No le pasará nada. Podemos vigilarlo desde el mar. Está a salvo en su manta,
y si se despierta, sus gritos se oyen a varios kilómetros. Aunque si sigues preocupada
ya tengo la solución.
Buscó en las profundidades de la cesta y sacó un gigantesco hueso de piel de
búfalo para perros. Llamó a Bluey, que acudió corriendo y se quedó mirando el
hueso esperanzado.
—Vigila —ordenó, como si esperase que el animal obedeciera.
—¡Por favor! —protestó Lucy—. ¿De qué sirve que el perro lo vigile?
—Lo vas a ofender. Es muy sensible. Yo en tu lugar tendría cuidado. Podría
matarte a lametazos, o echarte el aliento. No sé qué sería peor.
—Pero…
—Bluey lo vigilará con todos los medios a su alcance. No creo que le apetezca
enterrar el hueso en la arena, y pesa demasiado para que se lo lleve muy lejos. Así
que si está aquí, vigilando su hueso y de paso a Toby, no creo que ningún
secuestrador se atreva a acercarse a ellos, aunque consiga atravesar el río para llegar
hasta nosotros. Así que no quiero más objeciones. Vamos a nadar.
A Lucy le costó trabajo no sonreír; resultaba difícil no permitir a su corazón que
hiciera lo que quería.
Miró dubitativa a Kern y después al mar. Se estaba adentrando cada vez más, y
no precisamente en el agua.
—Pues…
No consiguió decir nada más.
De repente se dio cuenta de que Kern ya no la miraba a ella. Se había levantado
de un salto y se protegía los ojos del sol con una mano, mientras miraba al horizonte.
—Creo que tenemos compañía.
Extrañada, Lucy miró en la misma dirección. Se quedó embelesada.
Más allá del rompeolas había una bandada de delfines. Debía haber veinte o
más, que nadaban en formación, saltando al unísono.
Lucy contuvo la respiración. No había visto un delfín en toda su vida, y había
tantos…
Los delfines se dirigían al acantilado. Saltaban adelantándose a las olas, y se
sumergían en el mar de cabeza.
Se quedaron inmóviles, cara a cara, hasta que el delfín decidió que había visto
suficiente. Lucy tenía la impresión de que el corazón le iba a estallar. Kern los
acariciaba a ambos con la mirada.
Kern también vio la magia, aunque tal vez fuera demasiado fuerte para que la
comprendiera. Pero era posible que el momento también lo hubiera hechizado.
Al cabo de un rato, cuando el delfín se sintió satisfecho, se alejó lentamente, sin
dejar de mirar a Lucy.
De repente, con un movimiento ágil, dio la vuelta, saltó y fue a reunirse con sus
compañeros.
Unos minutos después todo el grupo se alejó en alta mar. Misión cumplida.
Lucy estaba como en trance. Apenas era consciente de la presencia de Kern, o
tal vez su cercanía incrementaba la sensación de magia.
Se quedó quieta en el agua mientras miraba a los delfines alejarse, hasta que se
convirtieron en un punto en el horizonte.
Entonces se volvió para mirar a Kern. Sus ojos estaban fijos en ella.
Se sonrojó, preguntándose cuánto tiempo habría pasado mirándola como si no
diera crédito a sus ojos. No sabía a qué se debía aquella expresión.
La miraba como un genio que hubiera creado aquel lugar justo paradla.
Lucy se dijo, enfadada, que seguía intentando convencerla. Dejaba que la magia
del mar hablara en su lugar para convencerla de que debía aceptar su descabellada
proposición.
Tenía que marcharse. Ya era hora de que terminara aquella locura. Respiró
profundamente y empezó a dirigirse hacia la playa.
Entonces, Kern se movió. Lucy cerró los ojos, presintiendo sus intenciones.
Cruzaba el agua como una flecha, para interceptarla en su camino.
Si no tuviera el dedo herido no la habría alcanzado. Había un río en la granja de
su madre, y Lucy había aprendido a nadar como un pez, pero en aquel momento no
podía competir con Kern.
Aprovechó una ola para impulsarse, pero Kern también la atrapó. Llegaron
juntos a la superficie, hombro con hombro. Kern la sujetó antes de que pudiera
reaccionar.
—He cazado una sirena.
Sonrió. Lucy miró aquella sonrisa, pegada a su cuerpo, piel contra piel, y supo
que estaba perdida.
—Suéltame.
—No quieres que te suelte.
—Claro que sí —protestó indignada.
Capítulo 11
Después de aquello el día se hizo interminable. La única esperanza para Lucy
era que el nivel del agua bajaba rápidamente.
Kern salió a última hora de la tarde para echar un vistazo al ganado, y volvió
cuando el sol empezaba a ponerse.
—Te necesito, Lucy.
—No me necesitas —dijo ella de forma automática, sin levantar la vista del
libro.
En realidad no había leído una sola palabra desde que había bajado la luz, pero
no le merecía la pena levantarse para encender la luz del porche. No se podía
concentrar, de todas formas.
—No me necesitas a mí —repitió—. Necesitas una niñera.
—Ahora te necesito a ti, en tu faceta de granjera.
—¿Ahora?
—Ahora —confirmó, desde la escalera del porche—. El imbécil del toro se ha
quedado atrapado otra vez.
—¿Me tomas el pelo? —Lucy dejó el libro a un lado—. ¿Dónde está?
—En el mismo sitio. ¿Puedes venir conmigo? Aunque esta vez te vas a poner
mis botas, y seré yo quien corra.
—¿Está tan hundido como la otra vez?
—Más aún —sacudió la cabeza—. Creo que voy a tener que sustituirlo. Tiene
mucha energía, pero no me parece una buena idea criar ganado con unos genes tan
estúpidos. Lucy… te necesito de verdad.
—Voy a buscar a Toby —dijo levantándose.
—¿No podemos dejarlo aquí? Está dormido, y no le puede pasar nada.
—No te atrevas a dejar a un bebé en una casa vacía —dijo Lucy amenazante.
—¿O me denunciará por negligencia?
—Podría hacerlo —sonrió—, pero pueden surgir problemas más graves. Como
que se queme la casa mientras estamos fuera.
—Ya le he advertido que no debe fumar en la cama.
Rió, y la sonrisa de Lucy afloró por sí sola.
—Voy a buscarlo.
Como Kern había dicho, el toro estaba casi en el mismo lugar en el que se había
quedado varado la primera vez.
Incluso las balas de heno que habían usado estaban tan cerca que no tuvieron
que sacar más. Estaban llenas de barro, pero no importaba demasiado.
Lucy bajó del tractor y empezó a empujar un montón de heno hacia el animal
antes de que Kern pudiera detenerla.
—¡No! —gritó mientras echaba el freno de mano—. Te he traído para que
sujetes al toro mientras cavo —añadió, acercándose a ella—. No voy a permitir que
hagas nada más con el pie así, de modo que siéntate a mirar hasta que lo haya
preparado todo.
—¿Que me siente? No digas tonterías. Me crié en una granja.
—No fue eso lo que me dijiste la última vez —sonrió—. Dejaste muy claro que
eres abogada y que tu trabajo consiste en sacar de los líos a tus clientes a base de
hablar. Y que yo era el granjero y tenía que hacer el trabajo sucio. Claro que si
quisieras aceptar el trabajo de esposa de un granjero…
Lucy dejó caer el heno que tenía en la mano. Se quedó mirando a Kern durante
un largo momento y después volvió al tractor.
—Le sujetaré la cabeza cuando estés listo.
Aquella vez tardaron menos tiempo. El toro parecía dispuesto a colaborar; de
hecho, se comportaba como si estuviera avergonzado. Además, Lucy y Kern ya esta-
ban acostumbrados a trabajar en equipo.
Era una lástima que el equipo se fuera a separar cuando bajara el río.
Podía ser al día siguiente, pensó Lucy mientras sujetaba la cabeza del animal
para que no viera cavar a Kern. No había ni una nube en el cielo, y el río bajaba
rápidamente. Al día siguiente…
Por fin consiguieron liberar al toro. Kern lo sujetó por la anilla y corrió con él,
llevándolo hacia los pastos. No se detuvo hasta que llegó a los establos. Una vez allí,
introdujo al animal en el cercado y cerró.
—Ya está —anunció Kern al volver—. Buen trabajo.
—¿Por qué se habrá vuelto a meter en el barro? —preguntó Lucy.
Estaba apartando el heno, con tal de no mirar a Kern a los ojos.
—Creo que la respuesta —dijo Kern, apartando el heno de las manos de Lucy—
. Sus damas están al otro lado del río.
—¿Qué damas?
—Las vacas. Lo llevé con las que están en celo, y entonces subió el agua. Al
parecer, cruzó el río en el momento inadecuado, tal vez para tomarse un respiro, y
entonces se cayó el puente, frustrando su vida amorosa. Las vacas que hay a este
lado están preñadas, y no creo que quieran saber nada de él. Éste es el punto más
cercano al que puede llegar.
Lucy miró a su alrededor. La luna brillaba con fuerza, iluminando las praderas
casi como si fuera de día. Podía ver la otra orilla.
Allí enfrente estaban las damas. Una treintena aproximada de excelentes vacas
de la raza Hereford que fingían indiferencia por el destino de su amante potencial.
Pero que miraban, de todas formas.
—Enternecedor, ¿verdad? —bromeó Kern.
Lucy rió.
—Sé cómo se siente el toro —añadió él.
La risa de Lucy cesó en el acto.
—No sabes cómo se siente. Deja de presionarme, por favor.
—Si dejo de presionarte ¿te casarás conmigo?
—¡No!
—Entonces, ¿de qué me sirve dejar de presionarte? De nada en absoluto. No,
Lucy, tienes que acostumbrarte a un poco de presión.
—No tengo intención de casarme —espetó Lucy—. Si quieres una madre para
tu hijo, te propongo que pongas un anuncio en la sección de contactos de cualquier
periódico.
—Tal vez tenga que hacerlo. Empiezo a tener mucho en común con mi toro.
—Bueno, entonces… —sonrió antes de poder evitarlo—. ¿Qué pretendes hacer
con tu toro? ¿Convertirlo en salchichas? Tal vez debas aplicarte el mismo cuento.
Al encontrarse con que Kern estaba bien se sentía eufórica, y se notaba. Rió
divertida al ver su expresión.
—Bueno —dijo decidida, obligándose a apartar la vista de Kern para mirar a la
vaca—. Volvamos al drama de vida o muerte. ¿Tenía fuera el morro y una pata antes
de que volvieras a empujarlos?
Kern miró a la vaca, también. Le parecía una tarea hercúlea.
—Sólo una pata delantera —consiguió decir—. Creo que tiene la otra
enganchada, y por eso no puede salir. Si no fuera por lo del río, habría llamado al
veterinario. Fecundamos esta vaca con un tubo de ensayo de un semental
estadounidense. El esperma me costó un dineral, y la vaca vale más aún. Pero sobre
todo…
—Sobre todo, está sufriendo —terminó Lucy por él.
Las líneas de fatiga de su rostro le decían que se preocupaba más de lo que
quería reconocer. Le sobraba el dinero y podía permitirse de sobra perder un aquella
vaca y muchas más. Si estaba empeñado en salvarla, no era por su valor económico.
—Supongo que el veterinario podrá llegar por la mañana.
—Si esperas hasta mañana, el ternero morirá.
—Ya lo sé.
—Es posible que también muera la vaca —añadió Lucy con brusquedad—. Así
que aparta y déjame intentarlo.
—¿Estás segura?
—No —reconoció—. No estoy segura de poder hacerlo. Pero puedo intentarlo.
Kern la miró en silencio durante un largo momento, y después, lentamente, se
apartó.
Lucy volvió a hundir el brazo en el agua jabonosa, se llenó de lubricante y
esperó a la siguiente contracción para introducir el brazo.
Por muchas veces que lo hiciera, nunca dejaría de ser desagradable.
Las contracciones de la vaca hacían lo posible para expulsar al ternero, y de
paso, el brazo de Lucy, que intentaba desesperada averiguar a tientas dónde estaba.
Kern había hecho un buen trabajo. El ternero estaba otra vez en el útero. Lo
único que tenía que hacer ahora era juntar las dos patas delanteras.
Desgraciadamente, resultaba más fácil decirlo que hacerlo. No resultaba fácil
saber qué patas eran las delanteras. Si se equivocaba, el ternero estaría ladeado, y la
vaca parecía haber alcanzado el límite de su resistencia. Si rompía el cordón
umbilical, la vaca moriría en unos minutos.
Lucy cerró los ojos y respiró profundamente. El tacto de las patas delanteras era
distinto del de las traseras, cuando se conocía.
Ya sabía cuál era la pata que estaba atascada. Intentó llegar hasta ella. La
contracción de la vaca fue la más fuerte que había experimentado nunca, y cerró los
ojos dolorida. No le extrañaba que Kern no pudiera llegar.
—Vamos, vamos —murmuraba.
No sabía muy bien si hablaba con la vaca, con el ternero o consigo misma.
Probablemente, se dirigía sobre todo a la pata.
Kern estaba junto a ella, enjabonándole el brazo mientras trabajaba, con el
cuerpo pegado al suyo.
—Vamos…
Lucy consiguió agarrar la pata. Se le resbaló y volvió a agarrarla.
—Vamos…
Y de repente lo consiguió. El ternero tenía la pata delantera atrapada debajo del
cuerpo. Cuando por fin la sacó, todo transcurrió muy deprisa.
Por fin asomó la cabeza, empezando por el morro.
Cuando tuvo lugar la siguiente contracción, oprimió el brazo de Lucy con tanta
fuerza que apretó los dientes a causa del dolor. Kern la rodeó por la cintura,
apretándola fuertemente.
Por fin cesó la contracción, pero los brazos de Kern no se movieron.
Lucy volvió a comprobar la posición de las patas. Si tuviera tres, estaría en un
problema.
Afortunadamente, sólo eran dos, y estaban donde debían estar, con el hocico
detrás. Estaba segura de que se trataba de las patas delanteras, y se encontraban a los
lados de la cabeza.
Por fin pudo liberar el brazo. Lo hundió en el agua y se echó hacia atrás,
mirando fijamente. Kern seguía rodeándola con los brazos, y estuvo sujetándola
mientras observaban juntos.
Hubo una contracción más.
Y entonces, aparecieron dos minúsculas patas, en la posición adecuada.
Ya tenían un alumbramiento normal, a pesar de que la vaca estaba agotada.
Kern gruñó satisfecho y soltó a Lucy. Ahora servirían de algo sus brazos
musculosos.
Sujetó las dos patas, las rodeó con cuerda especial, y esperó. En la siguiente
contracción, tiró con todas sus fuerzas, y el hocico salió al mundo.
Otra contracción.
Una más.
El ternero ya tenía la cabeza en la paja y miraba a su alrededor con los ojos muy
abiertos. La madre se volvía hacia el recién nacido.
Lucy se inclinó sobre el ternero antes de que salieran las patas traseras, para
comprobar si respiraba. Su rostro se iluminó. Por muchas veces que viera aquello,
siempre le producía la misma explosión de alegría.
Acarició al ternero y se volvió sonriente hacia Kern, que estaba desatando la
cuerda. La última contracción expulsó las patas traseras.
—Es una hembra —dijo Lucy—. Una chica preciosa, como su madre.
—Sí, es una preciosidad.
Kern no se movió. Miraba atentamente a la mujer y a la ternera, con expresión
cansada pero satisfecha.
—No te importa sólo el valor económico de la ternera, ¿verdad? —preguntó
Lucy, mientras la vaca se volvía hacia su hija—. Te encanta el trabajo de la granja,
¿no es así?
Kern tomó a la ternera y la acercó a su madre, para que pudiera inspeccionar el
resultado de su esfuerzo. La vaca saludó a su primogénita y empezó a limpiarla con
la lengua.
El drama había terminado.
Bluey estaba dormido en el heno, con la cabeza entre las patas. Al parecer, había
decidido que, una vez terminado el trabajo, podía descansar.
—Supongo que me encanta —reconoció Kern.
Se limpió las manos y volvió lentamente al lugar en el que Lucy seguía
arrodillada. Se dejó caer junto a ella en el heno.
—Pero a ti también te encanta, ¿verdad? —continuó—. Lo llevas en la sangre.
Te gusta tanto como a mí, si no más. Éste es tu sitio.
—No…
—Bueno, si no quieres quedarte aquí, por lo menos creo que deberías buscarte
otra granja.
Lucy negó con la cabeza.
—Eso pasó a la historia. Ahora el granjero eres tú. Te compraste este sitio
porque te gustaba, y éste es tu sitio, aunque sólo pases aquí un par de semanas al
año. No es mi sitio. Es una crueldad que pretendas que me quede.
—¿Cómo puede parecerte una crueldad? —le acarició la cara con sus largos
dedos—. Es lo que deseamos los dos. Lo que deseamos todos. Tú. Yo. Toby. Hasta
Bluey quiere que te quedes.
La rodeó con los brazos y la apretó contra sí, pasándole las manos por la
cintura. Lucy no se resistió. La resistencia pertenecía a otro tiempo. A otro lugar. A
otro hombre.
—Quédate, Lucy —murmuró—. Es lo que debes hacer.
—Sólo quieres que me quede por Toby —murmuró—. No puedo…
—No —negó con la cabeza—. No quiero que te quedes por Toby. Créeme,
Lucy, quiero que te quedes por mí. Tienes que creerlo. Nunca había conocido a una
mujer con la que me sintiera tan bien como me siento contigo. Tengo la impresión de
que somos la misma persona. Te ríes cuando yo me río. Cuando estoy frustrado, te
miro y veo la comprensión en tus ojos. Y cuando miras mis tierras, mis animales y a
mi hijo, veo en tu mirada el mismo amor que yo siento. Quiero que seas mi esposa.
Lucy. Lo deseo más de lo que nunca he deseado nada en toda mi vida.
—Kern, no puedo…
—No quiero conocer los motivos por los que no puedes quedarte. Sólo quiero
que en este momento, por esta vez, antes de que el río baje y volvamos al mundo,
pienses en todas las razones por las que puedes quedarte. En todas las razones por
las que quieres quedarte. Y la principal es que estás aquí. Éste es tu sitio. Estás
sentada en el heno, en un cobertizo, mi querida Lucy. Estás sucia y agotada, pero te
sientes tan feliz como un cerdo en el barro porque acabas de traer una nueva vida al
mundo. Podrías ser feliz aquí, casada conmigo. Además, tengo muchísimas ganas de
besarte. ¿Me vas a decir que no puedo?
—Kern…
No consiguió decir nada más. Era como si su programación le impidiera
resistirse.
Kern levantó una mano y le acarició la cara, lentamente, sin dejar de mirarla a
los ojos.
—Lucy puedes…
—No creo que me quieras besar en realidad, ¿verdad? —preguntó con una
sonrisa insegura—. Un cerdo en el barro…
Kern rió y la abrazó con más fuerza.
—Mi cerdo en el barro. Mi Lucy. ¿Cómo puedes dudarlo?
En realidad, no podía dudarlo. Era un verdadero milagro, pero estaba segura.
—¿Cómo puedes querer besar a una mujer que lleva botas de la talla cuarenta y
cuatro?
Kern bajó la vista a sus pies y sonrió.
Se inclinó hacia delante y le quitó cuidadosamente una bota y después otra,
para arrojarlas a un lado del cobertizo. Aterrizaron cerca de la cabina del tractor.
—Esas botas son mías, y ya no te las presto. Puedo hacer lo que quiera con ellas.
Y ahora que lo pienso, Lucy, mi querido cerdo en el barro, llevas una camiseta mía.
—Ni se te ocurra reclamarme la camiseta —protestó Lucy, abrazándose
fuertemente.
—Demasiado tarde —dijo Kern, aprisionando sus manos—. Ya se me ha
ocurrido eso y mucho más.
Le apartó los brazos de los senos y la miró, acariciándola con los ojos.
Capítulo 12
Al cabo de un largo rato salieron a la superficie, para encontrarse con un
sarpullido. Rodar por el heno tenía sus inconvenientes.
Kern abrazaba fuertemente el cuerpo agotado de Lucy.
—Cuando corto heno me sale urticaria en los brazos —comentó Kern, con la
voz aún enronquecida por la pasión—. Debo ser alérgico. Pero ahora es mucho peor.
Si mañana me atropella un autobús y acabo en un hospital, ¿Cómo voy a explicar a
los médicos los sitios en los que tengo urticaria?
Lucy rió y hundió el rostro en el pecho de Kern.
—Evitaremos los autobuses por si acaso —susurró—. No he visto muchos a este
lado del río.
—Oye, Lucy…
—¿Sí?
—¿Crees que eres capaz de moverte?
—No.
—¿Crees que soportarías que te moviera yo?
Lucy lo pensó. Se sentía muy bien donde estaba. De hecho, no se había sentido
mejor en toda su vida.
No obstante, a ella también le picaba todo el cuerpo.
—Tal vez.
—Espera un momento —dijo Kern, acariciándole el pelo—. Voy a asegurarme
de que todos los presentes tienen los ojos cerrados y después te sacaré de aquí.
—¿Me vas a llevar en brazos a mi cama?
—Nada de eso. Te voy a llevar a mi cama, pasando por el jacuzzi. ¿Algo que
objetar?
—Nada en absoluto. Si no se te ocurre nada más que podamos hacer en vez de
eso…
—Lucy… —protestó Kern débilmente.
—Sí ya lo sé —suspiró resignada—. Tienes urticaria en sitios inexplicables y te
estoy distrayendo. De acuerdo. Llévame al jacuzzi, méteme en la cama, y después…
—¿Y después?
—Y después ámame, Kern.
—Lo haré —dijo abrazándola—. Lo haré.
Nada más importaba.
Capítulo 13
Las horas que siguieron fueron las más vacías de la vida de Lucy. Volvió a
Sydney en cuanto pasaron su coche al otro lado del río, y pasó llorando todo el
camino de vuelta a casa.
No dejaba de insultarse en voz alta.
Había sido una completa estúpida. Afortunadamente, en aquella época del mes
no era muy probable que se quedara embarazada, pero ni siquiera podía descartar la
posibilidad.
No entendía cómo había sido capaz de enamorarse de Kern McAllister. Tenía
que ser completamente tonta. Pero el problema era que, ahora que lo había hecho, no
sabía cómo aflojar el dolor que atenazaba su corazón.
En vez de irse a Hawai le dio por pintar todo su piso. Luego, uno de los socios
del bufete se hizo un esguince jugando al golf, y le pidieron que volviera al trabajo
antes de tiempo. Casi se alegró. Se estaba volviendo loca mirando aquellas paredes
de tonos alegres.
—Nos hemos enterado de que no pudiste ir a Hawai —le comentó Henry
Coyne cuando la llamó por teléfono—, así que hemos pensado que si no tenías nada
que hacer…
—¿Cómo sabíais que no estoy en Hawai?
—¿Te puedes creer que porque no hemos recibido ninguna postal?
—No.
—Bueno, intentamos seguir la pista a los empleados que enviamos a algún sitio.
—¿Así que sabías que me quedé atrapada en McAllister Point?
—Sí.
—Pues podíais haber enviado un helicóptero en mi busca —protestó.
—La verdad es que pensé que… Bueno, McAllister Point tampoco es un mal
sitio para pasar las vacaciones.
—Pensaste que lo pasaría bien allí, ¿no?
—Reconozco que se me ocurrió. ¿No fue así?
—No.
—Ya veo. No obstante, dejaste a McAllister bastante impresionado.
—¿Cómo lo sabes?
—Nos ha llamado varias veces por teléfono, y hasta ha venido a vernos en
persona para pedirnos que le demos tu dirección. No le ha gustado averiguar que tu
teléfono no aparece en la guía, y está bastante molesto con la norma del bufete de no
facilitar a los clientes los datos personales de los abogados.
—La verdad es que no estoy muy seguro. Sospecho que tiene algún plan oculto,
pero no sé de qué se trata. No sé por qué espera tanto, ni por qué no viene
directamente a decir qué es lo que quiere. Ron Hall, su abogado, es una verdadera
rata. No sé a qué juega, pero estoy haciendo todo lo posible para averiguarlo. Lo
único que sé es que la señorita Carrington ha solicitado una audiencia formal en el
juzgado de familia, para discutir lo de la custodia.
—Pero dejó al niño en mi casa —protestó Kern—. Es evidente que no le interesa
quedárselo.
—Sospecho que lo que quiere es dinero, pero no parece que lo quiera pedir
abiertamente. ¿Quieres que te confiese una cosa? Esa mujer me pone nervioso, y su
abogado también.
—Pero hasta el juicio, Toby se quedará conmigo, ¿no?
—Sí, se ha mostrado conforme. Debo añadir que de muy buen grado. La
explicación que nos ha dado es que le parece importante que conozcas a tu hijo, y
que te está dando la oportunidad.
—Muy amable por su parte —dijo Kern con sequedad—. Bueno, supongo que
eso era todo lo que necesitaba saber, por el momento. En cuanto te enteres ce algo
más, comunícamelo inmediatamente, ¿de acuerdo?
—Por supuesto.
En aquel momento apareció la camarera con la carta de postres, pero Henry la
rechazó con un gesto y se levantó.
—No, gracias, tengo el corazón delicado y todo eso está lleno de colesterol —se
excusó—. Creo que me vendrá mejor dar un paseo por el muelle. Lucy, volveré
dentro de una hora y nos iremos al despacho.
—Te acompaño.
Lucy se levantó tan deprisa que estuvo a punto de volcar la copa, y Henry se
apresuró a sujetar la mesa.
Kern no dijo nada. Se limitó a contemplar la escena con una sonrisa irónica.
—Quédate aquí. A ti no te ha ordenado el médico que hagas ejercicio —dijo
Henry con firmeza—. Yo no puedo hacer compañía a nuestro cliente, y tú sí. Quédate
con él hasta que vuelva, por favor.
Era una orden. Henry la miraba con gesto implacable.
—Muy bien —dijo Lucy por fin—. Estupendo. Me sentaré a comerme el postre
del señor McAllister y a beberme su café y a hacerle compañía, pero te advierto una
cosa, Henry.
—¿Sí?
—En cuanto vuelva a mi despacho llamaré a tu mujer para decirle que te has
puesto mantequilla en el pan. Con mucho más colesterol que ningún postre.
Se hizo el silencio, y Henry salió del restaurante con una sonrisa.
Le ofrecían en bandeja tres meses al año del tiempo de Kern McAllister. Tres
meses enteros.
—Me interesas mucho, Lucy —la tomó de la mano—. No puedo ofrecerte más,
sin sacrificar todo lo que tanto trabajo me ha costado conseguir.
—No.
—¿Quieres decir que ni siquiera estás dispuesta a considerarlo?
—Te agradezco mucho tu generosa oferta. Me siento halagada. Pero no es nada
más que una oferta, y no quiero que me hagas ofertas. Como tú, me propuse no
casarme nunca, aunque en mi caso fue porque ya había probado el matrimonio. El
caso es que después me he enamorado como una estúpida. De ti y de tu hijo. Os
quiero tanto a los dos que me duele. Pero no quiero una generosa oferta de
matrimonio, Kern. No funcionaría. Es imposible. Y no estoy en el mercado, así que es
inútil que intentes llegar a un acuerdo. Lo que quiero… lo que quiero es tenerte.
Kern no la entendía. No la entendería nunca.
—Olvídalo, por favor —dijo cansada—. No te estás ofreciendo en cuerpo y
alma. Sólo me ofreces parte del precioso tiempo que te sobre en la ampliación de tu
imperio. Y lo que yo quiero no tiene nada que ver con eso. Lo que quiero es
compartir tu vida; estar contigo cuando me necesites y cuando no me necesites. Y
cuando yo te necesite a ti. Supongo que lo considerarás un sueño estúpido, pero es
mi sueño. Y no estoy dispuesta a casarme por menos.
—No puedo ofrecerte nada más, Lucy.
—Entonces, no hay nada más que hablar.
Capítulo 14
Lucy consiguió a duras penas sobrevivir a las semanas siguientes. De vez en
cuando se enteraba de algo relacionado con Kern, sobre todo porque Henry se lo
comentaba, tanto si quería oírlo como si no.
—Parece que no se mueve de McAllister Point —comentó tres semanas después
de la comida—. Nos va a venir muy bien para conseguir la custodia.
—¿Crees que ganará? —preguntó Lucy, incapaz de vencer la curiosidad.
—Creo que sí, pero no estoy seguro del todo. La señorita Carrington ha pedido
ahora que le dejen tener al niño una semana al mes. A Kern no le hace mucha gracia,
pero supongo que tendrá que conformarse. Parece razonable.
—¿Una semana al año? —repitió Lucy, asombrada—. ¿Para qué quiere Mai
quedarse tanto tiempo con el niño?
—No tengo ni idea. Es posible que le tenga cariño —dijo Henry sin demasiada
convicción.
Lucy volvió a su mesa y se sentó.
Durante el resto de la tarde estuvo mirando por la ventana, sin hacer
absolutamente nada.
El juicio tendría lugar el viernes. Estaban a miércoles.
Lucy conocía a Mai Carrington, y no creía que sintiera ningún cariño hacia su
hijo. No entendía cuál podía ser su juego.
Lo averiguó al día siguiente.
Cuando llegó al trabajo, Henry estaba en su despacho. La luz roja de su puerta
estaba encendida. Aquella luz significaba que no debían interrumpirlo por nada que
no fuera el fin del mundo, y sólo si estaban seguros de que él podía hacer algo por
evitarlo.
Lucy se quedó mirando la luz, extrañada, y miró por el cristal de la puerta, a
través de la persiana. Henry estaba reunido con Kern McAllister.
Lucy encontró rápidamente una excusa para pasarse toda la mañana en los
juzgados.
—Dijo que iba a seguir insistiendo en que solicitaría que le permitieran tener al
niño una semana al mes, e insinuó que, aunque no le pasaría nada malo físicamente
durante esa semana, no lo pasaría muy bien. Estuvo comentando que tal vez no le
llegara el presupuesto para alimentarlo a sus horas, y cosas así. Nada que se pueda
demostrar. Sólo algo que aterrorizaría a alguien que quiera a ese niño.
—¿No hay nada que podamos hacer?
—Sólo tendríamos alguna posibilidad si las amenazas estuvieran grabadas. Por
supuesto, Kern no pudo reaccionar a tiempo, y esa chica no va a cometer la locura de
decirlo por segunda vez. Exige diez mil dólares por cada semana que tenga al niño.
Diez mil dólares al mes hasta que Toby tenga la edad suficiente para decidir por sí
mismo. Si no se le concede esa cantidad, llevará a cabo sus amenazas. Por supuesto,
si Kern la denuncia ella lo negará todo, y las consecuencias las pagará el bebé.
—Pero Toby es hijo suyo —dijo Lucy, horrorizada—. No puede…
—¿Crees que es un farol? —preguntó Henry—. Tú llevaste a cabo la
investigación sobre su vida. ¿Crees que de verdad quiere al niño?
—No —su rostro se endureció—. Mai Carrington sólo se quiere a sí misma.
—Por si fuera poco —dijo después—, ha pedido más aún. O recibe cincuenta
mil dólares de aquí a mañana o solicitará la custodia completa del niño. Con el
historial de Kern, que no quiso ni conocerlo durante los tres primeros meses, podría
ganar.
—Pero abandonó al bebé en casa de Kern.
—Dice que por fin consiguió convencer a Kern para que se interesara por el
niño, y se lo llevó para que lo conociera. Sería su palabra contra la de Kern.
Y Mai Carrington era una actriz nata con un abogado astuto y sin escrúpulos.
—La verdad es que no sé qué proponer —dijo Henry, impotente—. Ya conoces
a esa mujer. Si se te ocurre algo…
—¿Dónde está Kern ahora?
—Tiene una reunión en sus oficinas de la ciudad.
—¿Por qué no intenta localizar a Mai?
—Le he dicho que no tiene ningún sentido. No servirá de nada. La policía no se
pondrá a decidir quién puede llevarse al niño cuando el juicio se celebra mañana
mismo. Kern McAllister está furioso y desesperado. Prácticamente le he ordenado
que se mantenga al margen, amenazándolo con la pérdida de todos los derechos
sobre su hijo. Si se acerca a Mai, no sé de qué podría ser capaz.
—Pero Toby no puede quedarse con ella esta noche —la imagen del bebé
acudió a su mente y se sintió enferma—. No puede.
—Creo que no hay más remedio.
—No —con los puños apretados, se levantó y caminó a la ventana para
contemplar la ciudad.
que está en juego ahora es la de Toby, y estoy dispuesta a poner toda la historia a
disposición de los medios de comunicación para proteger al niño.
—No puede hacer algo así.
—¿No? Ya verá —se sacó un documento del bolsillo de la chaqueta—. Éste es el
papel que quiero que firme. Llamaré al taxista para que suba y haga de testigo.
—No voy a firmar —anunció Mai categórica—. No puede obligarme. Estaría
loca si renunciara a la mina de oro que supone tener al hijo de Kern McAllister.
—No va a conseguir hacerse rica a costa de Toby —dijo Lucy, aburrida—. Eso
se lo aseguro. Se enfrenta a la ruina. Sabe que esta historia podría arruinarla. Así que
¿por qué no va a firmar?
—Necesito el dinero, aunque acuda a la prensa —murmuró desesperada—.
Tengo deudas. Mañana conseguiré algo de dinero antes de la audiencia. Me lo ha
prometido mi abogado.
—Y después, estará acabada —dijo Lucy con suavidad—. En cuanto esto llegue
a la prensa, con o sin dinero estará acabada. Ninguna agencia de modelos querrá
contratarla.
—Pero necesito… Ya he gastado…
La voz de la mujer se quebró en un sollozo, y Lucy casi sintió lástima por ella.
—Voy a ver a mi abogado —susurró Mai—. Él me dirá qué hacer.
Lucy contuvo una mueca de aprensión. No podía permitirlo. Sabia que
cualquier abogado podría evitar que se publicara el antiguo nombre de Mai. Su
conducta anterior sería considerada un delito juvenil, de modo que las amenazas de
Lucy serían vanas. Si Mai hablaba con su abogado, podía acabar ganando.
—Si sale de aquí sin haber firmado, tendré convocada la rueda de prensa antes
de que llegue al bufete de su abogado —le advirtió en tono amenazante.
—Pero no puedo…
—Sí que puede.
Se sacó un papel del bolsillo y se lo tendió. Era un talón bancario de cien mil
dólares. El doble de lo que Mai esperaba obtener al día siguiente.
—Mi cliente me ha dado instrucciones para que le ofrezca esto si firma en el
acto —añadió Lucy.
Contempló el rostro de Mai, en el que sólo estaba reflejada la avaricia.
Alargó una mano para tomarlo, pero Lucy dio un paso atrás.
—Será suyo en cuanto firme, pero no antes.
—¿Cómo puedo saber que no es una falsificación, o que no lo va a cancelar en
cuanto salga de aquí?
Dos minutos después el contrato estuvo firmado ante testigos. El cartero había
llegado justo cuando subió el taxista, y los dos firmaron el documento. Lucy entregó
a Mai un duplicado.
Ya no tenía que hacer nada más, salvo sacar de allí a Toby.
Mai no sintió demasiado que se llevaran al niño. Mientras Lucy salía de la casa
con los testigos, la modelo se quedó mirando el cheque. Ni siquiera dirigió una
mirada de despedida a su hijo.
Lucy salió de allí tan deprisa como pudo, abrazando a Toby con tanta fuerza
que casi temía nacerle daño.
—Vamos al centro, por favor —dijo al taxista en cuanto cerró la puerta.
No se molestó en volver la vista hacia el edificio en que vivía la mujer que
afirmaba ser madre de Toby. Había renunciado a todos sus derechos, no cuando
firmó el contrato, sino cuando amenazó con la infelicidad de su hijo.
de Lucy se encogió. Lo último que necesitaba era tener que pelearse para llegar a su
destino.
—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó levantando las cejas, extrañada ante
la aparición.
—Tengo que ver al señor McAllister, por favor.
—Está reunido.
Seguía mirándola atónita, como si se preguntara cómo se atrevía una persona
como Lucy a preguntar por el gran Kern McAllister.
—¿Puede pedirle que salga de la reunión? Es muy importante.
La mujer abrió la boca para decir algo, miró la cara de Lucy y la volvió a cerrar.
Alargó la mano hacia el teléfono.
—¿A quién debo…?
—Dígale que su hijo ha venido a verlo.
La mujer se quedó mirándola, paralizada.
—Su hijo…
—Sí.
Hubo un momento de silencio. Después, como sonámbula, la mujer colgó el
teléfono, rodeó la mesa y se acercó al niño dormido.
De repente estalló en lágrimas, y empezó a salir gente de todos lados. Hombres
con trajes de chaqueta negros salieron de los despachos interiores. Se les unieron
unas cuantas secretarias, el ascensorista y alguien que estaba limpiando las ventanas.
Era como si Lucy hubiera accionado un interruptor.
Se quedó, indefensa, en mitad de la algarabía, incapaz de hacerse oír.
—Oh, Dios mío, se parece tanto a su padre… Fíjate, ya se nota que tendrá las
cejas de los McAllister. Sam, éste será tu jefe dentro de unos años.
La recepcionista que había recibido a Lucy seguía mirando al bebé hipnotizada,
con los ojos llenos de lágrimas.
—Conocí a su padre cuando tenía tres años —explicó a Lucy—. ¿Puedo…?
¿Puedo tomarlo en brazos?
—Está muy mojado.
—Como si eso tuviera importancia —dijo la mujer sorprendida—. Oh,
querido…
Tomó al bebé dormido en sus brazos, y Lucy dio un paso atrás.
Era un McAllister, y los empleados de la empresa saludaban al nuevo miembro
del grupo.
De repente, se sentía fuera de lugar. Dejó los pañales, las papillas y los
biberones en una mesa, y se dirigió a uno de los ejecutivos.
Capítulo 15
El timbre sonó a las diez de la noche. Lucy no había vuelto al trabajo. Se fue a
pasear por el puerto, contemplando los barcos, la gente y el azul del mar, sin ver
nada en realidad.
Por fin se encontró delante de su casa. Se duchó, se metió en la cama y se quedó
mirando al techo. Cuando sonó el timbre se sobresaltó.
No estaba en casa. Para nadie.
Ni siquiera tenía la sensación de estar en su cuerpo. No podía estar en casa.
El timbre siguió sonando, con insistencia.
Lucy hundió la cabeza en la almohada, pero se quedó helada cuando oyó una
voz.
—Lucy, los vecinos dicen que has llegado hace media hora. Sé que estás ahí.
¿Vas a abrir la puerta o quieres que la eche bajo?
Kern.
De todos modos, aunque fuera Kern McAllister, no estaba en casa.
Se apretó la almohada contra las orejas para no oírlo.
—Te lo advierto —gritó Kern.
Unos golpes procedentes del piso superior le indicaron que a la vecina del
noveno no le hacía ninguna gracia la molestia.
—Contaré hasta diez —añadió Kern.
—De acuerdo.
Lucy se acercó a la puerta, descalza, y puso la mano en el picaporte.
—¿Qué quieres?
—Entrar.
—No puedes.
—Sí que puedo, y lo voy a hacer. Necesito verte, Lucy.
—Yo no necesito verte a ti.
—¿Quieren dejar de hacer ruido? —gritó la señora Grey desde el noveno piso.
Dos o tres voces más se alzaron en protesta.
Lucy respiró profundamente y abrió la puerta unos centímetros. Un zapato
negro resplandeciente se coló por la rendija.
—Así me gusta.
Lucy no podía competir en fuerza con Kern, que empujó con firmeza y abrió la
puerta de par en par.
ha firmado es inapelable, sobre todo, con la información que tienes sobre Mai. Pero
¿de dónde ha salido el dinero? Henry dice que no tiene nada que ver con el bufete.
—Era mío.
—¿Tuyo?
—Ya te dije que no necesitaba tu dinero —susurró—. Mi padre murió hace un
par de años, y aunque no quería saber nada de mí parece que se hizo rico, y me dejó
una buena cantidad. No sabía qué hacer con ese dinero, y por fin he encontrado la
forma de invertirlo.
—Salvar a mi hijo.
—Había que pagar a Mai inmediatamente. Si le daba tiempo para hablar con su
abogado…
—Así que has arriesgado tu propio dinero. ¿Cómo sabías que te lo iba a
devolver?
—No quiero que me lo devuelvas.
—¿Cómo dices? —preguntó Kern, sobresaltado.
—Era lo que mi padre destinó a limpiar su conciencia. Si supieras la falta que
hizo ese dinero a mi madre, lo duro que trabajó… Mi padre no pagó siquiera mi
manutención —olvidó que estaba medio desnuda, llevada por la emoción—. Mi
madre perdió la granja, que era toda su vida. Una cuarta parte de lo que me dejó mi
padre habría bastado para recuperarla. ¡Era rico! ¿Cómo podría disfrutar de ese
dinero, sabiendo de quién procedía? Me alegro de haberlo tenido para salvar a Toby.
Era lo mejor que podía hacer con él. Y no quiero recuperarlo.
Kern respiró profundamente varias veces, mirando a Lucy como si no la
hubiera visto en su vida.
—Debías querer mucho a tu madre —dijo emocionado.
—La adoraba —murmuró Lucy.
—La especialidad de Lucy Sefton. El amor. Y me lo ofrece a mí.
—No…
—No me digas que ya no está disponible —cruzó la sala de un salto y la tomó
entre sus brazos—. No lo soportaría, Lucy. He sido idiota.
—No.
—Sí —miró su maraña de rizos rubios y apretó la boca con firmeza—. He sido
un verdadero estúpido. Me dedico a malgastar mi vida consiguiendo una fortuna y
rechazo lo más preciso del mundo cuando se me ofrece. El amor de una mujer como
Lucy Sefton.
—Kern, no…
—Kern, sí —le soltó un brazo para poder tomarla por la barbilla y obligarla a
mirarlo—. Es la tercera vez que te pido que te cases conmigo. Pero esta vez es
distinta. Quiero estar contigo. Quiero que estés a mi lado, a partir de ahora, hasta la
eternidad. Toby, tú y yo podemos formar una familia. Nunca había tenido algo así, y
no sabía lo importante que podía ser. Me lo ofreciste y yo lo rechacé. Lo que te pido
ahora, mi querida, querida Lucy es que me lo vuelvas a ofrecer.
—Pero… ¿hasta qué punto estás dispuesto a ceder esta vez? —se obligó a decir
Lucy—. ¿Vas a ofrecerme seis meses? ¿El cincuenta por ciento de tu tiempo?
—No hay ofertas —negó con la cabeza—. Ya te dije que debía estar loco. Quiero
estar siempre a tu lado, Lucy. Siempre. Lo que dijiste sobre el matrimonio… Dos
personas que se convierten en un solo ser, o algo así… No lo entendí en su momento,
pero ahora lo entiendo. Eso es lo que quiero, Lucy. Que tú y yo nos convirtamos en
un solo ser. Cualquier cosa que te aparte de mí no vale la pena. Nunca.
—Pero…
—Esta tarde he entendido varias cosas —la abrazó fuertemente, y Lucy fue
incapaz de resistirse—. Al salir de la reunión a ver qué pasaba he visto a mi personal
con Toby. Mi personal… Gente con la que he trabajado durante años y a la que
apenas he visto. Y estaban encantados con el bebé. Lo querían. Entonces, me he dado
cuenta de que estaba loco. Allí hay gente que haría cualquier cosa con tal de hacer los
viajes en mi lugar. Mientras yo estoy con mi familia. La señora Robinson la
recepcionista, está ahora con Toby —continuó, acariciando el pelo de Lucy con un
gesto de ternura que la estremeció—. Se sintió muy culpable al descubrir que te
habías ido. Toby estará muy bien con ella. Me ha ordenado que vaya a buscarte y te
recupere si sé lo que me conviene. Y parece que hasta ahora no sabía qué era lo que
me convenía, amor mío.
—¿Kern?
—¿Sí amor mío? —se apartó de ella para mirarla con adoración—. ¿Te quieres
casar conmigo? Por favor, cariño, por favor. Tienes que casarte conmigo.
—Oh, Kern, claro que sí.
Con el corazón rebosante de alegría, levantó las manos para tomar entre ellas la
cara de su amado y se puso de puntillas para besarlo.
—Claro que me casaré contigo, Kern —insistió—. Oh, Kern…
Kern la levantó en sus brazos, en un gesto de triunfo.
—¿Lo dices en serio? ¿Estás segura, mi amor?
—Lo digo en serio —rió, contemplando su amor reflejado en los ojos de Kern.
Por fin había encontrado su lugar.
—Mi Lucy…
—Mi amor…
Capítulo 16
Unas seis semanas después, en un mágico día de otoño, el sepulturero de un
pequeño cementerio rural se detuvo en su tarea. Una limusina blanca se había
parado a la entrada, y alguien estaba apeándose de ella. No eran visitantes normales.
Había una mujer vestida de novia, radiante con su vestido de seda marfil,
entrelazado con cintas del color del arco iris. Llevaba el velo apartado hacia atrás,
revelando sus rizos rubios. Parecía que iba flotando.
En cuanto al hombre, tenía un aspecto impresionante con su esmoquin negro, y
la expresión de su rostro era tan radiante como la de su reciente esposa.
Se preguntó adonde se dirigirían.
Por supuesto.
A la tumba de Mickey.
Los novios guardaron silencio durante un momento, sujetos de la mano,
mientras contemplaban la diminuta lápida del bebé.
Por fin, Kern rompió el silencio.
—Te he traído a tu madre de visita, Mickey —dijo Kern en voz baja, rodeando
los hombros de Lucy con un brazo—. La he traído hoy porque me parecía lo
adecuado. Mickey amigo, tu muerte hizo que tu madre volviera al trabajo, y así fue
como la conocí. Te prometo que la amaré y la cuidaré tanto como tú querrías amarla
y cuidarla. Mi Lucy —continuó, en voz tan baja que Joe tuvo que esforzarse para
oírlo—, mi esposa, tu madre y nuestro amor, también será la madre de mi hijo, del
pequeño que necesita una madre tanto como tú la necesitaste. Te doy las gracias por
eso, Mickey. Siempre formarás parte de nuestras vidas.
Kern besó a Lucy en la frente, con delicadeza, y se apartó.
Se quedó detrás de Lucy, a una distancia prudente, como si custodiara el bien
más preciado del mundo, mientras ella se arrodillaba frente a la tumba del bebé.
Cuidadosamente, se quitó las cintas del color del arco iris del velo, y las ató a la
lápida.
—Un arco iris para ti, Mickey —dijo suavemente—. Para que tú también tengas
siempre un arco iris.
Fin.