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Un hombre muy persuasivo

Trisha David
8º Serie Multiautor Baby boom

Un hombre muy persuasivo (1998)


Título Original: McAllister's Baby (1997)
Serie Multiautor: 8º Baby boom
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Jazmín 1288
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Kern McAllister y Lucy Sefton

Argumento:
Kern McAllister era un vaquero que tenía un hijo. Había reconocido la
paternidad de Toby, pero no esperaba tener que vérselas a solas con el bebé en una
granja ganadera a punto de quedarse aislado por una inundación. Necesitaba una
niñera con urgencia… Cuando apareció Lucy Sefton, justo antes de que se
derrumbara el puente, supo que era su mejor opción. Lucy era su abogada
defensora en el juicio por la custodia del pequeño. De modo que, cuando él pidió
ver a un abogado, Lucy tuvo que ir a McAllister Point. Ella no era niñera.
Además, por motivos personales, no quería acercarse a ningún bebé, y ya se lo
había explicado dos veces a Kern, así que, ¿por qué seguía insistiendo aquel
hombre?
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Capítulo 1
Había una rana en la carretera, justo en el lugar por el que quería pasar Lucy
Sefton. Evidentemente, el enorme anfibio disfrutaba con la lluvia, aunque Lucy no
compartía en absoluto sus aficiones. Conducía muy despacio a causa del horrible
clima, pero al ver al animal detuvo el coche.
No podía atropellado.
—Aunque si fueras Kern McAllister es posible que tuviera la tentación de
pasarte por encima —dijo Lucy a la rana suicida—. Si ese hombre cree que va a
conseguir que me pierda el viaje a Hawai…
La rana no se dio por aludida. Con la vista clavada en la distancia, no pareció
reparar en la presencia de Lucy, hasta que al cabo de un rato se alejó con un salto.
—Gracias, rana —murmuró Lucy.
Ahora llegaría más tarde aún a McAllister Point, y estaba segura de que a Kern
McAllister una rana no le parecería una excusa suficiente.
Kern McAllister era el propietario de casi todos los terrenos de aquella zona.
Como siempre, había elegido bien. Las montañas y los bosques bordeaban la tierra
de abundantes pastos, a lo largo de la costa Zafiro australiana, que debía su nombre
al color de las aguas cuando brillaba el sol.
Pero en aquel momento el cielo estaba encapotado. Lucy empezaba a sospechar
que el sol se había apoderado de su billete para Hawai y había cruzado el Pacífico sin
ella.
Las vacaciones que había planeado durante meses iban a empezar al día
siguiente, si Lucy llegaba a Sydney a tiempo para tomar el avión. Volaría al paraíso,
sin lluvia, sin preocupaciones y sin Kern McAllister.
Sobre todo, sin Kern McAllister, el adinerado conquistador.
Se dijo con firmeza que debía dejar de juzgar la moral de aquel hombre. La
conducta de Kern McAllister no tenía nada que ver con ella. Era un cliente; ni más, ni
menos.
Sería mejor que empezara a soñar con Hawai. Iban a ser sus primeras
vacaciones desde que…
—¡Por favor, Lucy, déjalo! —se dijo, furiosa—. No tienes que pensar en Mickey.
Y no te atrevas a ponerte a llorar.
Ya había llorado bastante. Hacía dos años que había perdido a Mickey. Dos
años que había dedicado a sumergirse en la profesión que nunca había deseado,
convirtiéndose en una abogada respetable para ocultar de alguna manera la parte de
sí que aún era una masa de dolor.
Era el motivo por el que estaba allí. Sus jefes la tenían en alta estima, y veían el
éxito donde ella sólo veía una armadura. Le habían dado cada vez más

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responsabilidad, hasta el punto de que ahora era la segunda en los asuntos de la


gigantesca McAllister Corporation.
Estaba al cargo de los asuntos de Kem McAllister.
Lucy estuvo ayudando a Henry Coyne, su jefe, con el juicio de paternidad de
Kern McAllister, tres meses atrás. Cuando Henry sufrió un ataque al corazón, ella se
encargó del caso.
Los socios del bufete la observaban con interés, y Lucy no había fallado.
Aunque desaprobaba la moral de Kern McAllister, lo había sacado de una pesadilla
legal evitándole muchos problemas.
Todos sus superiores se sentían muy satisfechos. De modo que, cuando
recibieron la llamada de socorro la noche anterior, fue a ella a quien llamaron.
—Kern quiere un abogado en su casa inmediatamente —le dijo el convaleciente
Henry Coyne, a pesar de sus objeciones—. Parece que hay otro problema con el
asunto de la paternidad, y quiere hablar con alguien personalmente cuanto antes.
—Lo llamaré, y…
—No quiere hablar por teléfono. Quiere tener a un abogado en su casa, en
McAllister Point.
Lucy se apartó los rizos rubios de la cara, cansada. Dos años sin tener tiempo
para respirar, junto con la enfermedad de Henry la tenían agotada, hasta el punto de
que necesitaba urgentemente unas vacaciones. Sus ojos parecían inmensos, en
contraste con la palidez de su rostro, y las pecas de su nariz no parecían encajar con
el traje de chaqueta formal con que cubría su esbelto cuerpo.
Se esforzaba todo lo que podía por cuidar su imagen, pero nunca conseguía
tener el mismo aspecto que las demás mujeres del bufete. Aunque fuera abogada,
parecía una quinceañera.
—Pero el viernes me voy a Hawai…
Incluso su voz era infantil, pensó mientras protestaba.
—Pues vete a verlo, arregla lo que haya que arreglar, y vuelve a tiempo para
tomar el avión. Sabes que puedes hacerlo, Lucy. Aparte de mí, tú eres la única que
conoce el caso. Sabes lo que espera Kern, y sabes que yo no debería conducir.
—¿Cómo que sé qué es lo que espera McAllister?
—Sabes que en cuanto da una orden espera que se cumpla de inmediato. Su
negocio nos proporciona el cincuenta por ciento de los beneficios, así que, si no vas
tú, tendré que ir yo. Y mi corazón no está para estos trotes.
—Henry, eso se llama coacción.
—Sí —sonrió su jefe—. Es coacción. Se me da muy bien.
Lucy sonrió en el coche, pensando en su jefe. Henry Coyne era muy bueno con
ella. De todos los socios del bufete, probablemente, era el único que sabía qué era lo
que la impulsaba.

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Bajó la velocidad para mirar a su alrededor. La casa de McAllister debía estar


por allí.
McAllister Point cubría cientos de hectáreas de la costa sudeste australiana, y
debía haber entrado en su propiedad media hora atrás. Estaba segura de que la casa
no estaría muy lejos.
Según el mapa, detrás de los corrales que divisaba había un puente. Siguió por
el camino, hasta que lo vio. El agua corría por debajo de las tablas de madera con
tanta fuerza que Lucy estuvo a punto de dar media vuelta.
Pero, cuando Kern McAllister daba una orden, había que obedecerla.
De repente, divisó unas edificaciones entre la niebla.
La casa de Kern McAllister era baja y alargada, un edificio encalado de aspecto
acogedor incluso bajo la lluvia. Una verja separaba el jardín de los pastos, y varias
ovejas pasaban la cabeza por encima, intentando sin éxito llegar hasta las rosas.
Allí había alguien a quien le encantaban las rosas. El jardín estaba lleno de
rosales. Las flores estaban empapadas, y su olor era tan intenso que prevalecía sobre
el del mar y el de los eucaliptos.
Una oleada de nostalgia golpeó a Lucy. Aunque hubiera pasado muchos años
en la ciudad, en el fondo seguía siendo una chica del campo.
No estaba mal el sitio que se había buscado Kern McAllister para vivir. Se
preguntó con quién lo compartiría.
Encogió la nariz, disgustada. Kern McAllister tenía treinta y cinco años y era
uno de los hombres más ricos del mundo. Nunca se había casado. Le bastaba con
parpadear en público para salir en todos los periódicos, y sus conquistas eran
legendarias.
Pensó en lo que sabía sobre él mientras intentaba averiguar la mejor forma de
llegar a la puerta.
Parte de su fortuna era heredada. El padre de Kern había sido un magnate de
los medios de comunicación, y su madre, una mujer de la alta sociedad
estadounidense. Se habían separado muy pronto. Lucy había visto fotografías de
Kern de pequeño. Parecía siempre desconcertado, entre una escena social y otra,
perseguido siempre por los fotógrafos.
Pero su aislamiento terminó mucho tiempo atrás. Había heredado el sentido de
los negocios de su padre, y la elegancia y el atractivo de su madre, pero había
decidido dedicarse a la ganadería. Había comprado aquel lugar, lo había hecho
crecer y había comprado más, encargándose personalmente de gran parte del trabajo.
La fortuna familiar se había multiplicado gracias a su talento para los negocios,
y siempre estaba rodeado de mujeres bellas.
—Adelante. Tienes que enfrentarte a él —se dijo con firmeza, tomando el
maletín.

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Tendría que ir corriendo hasta la casa. No parecía que fuera a dejar de llover.
Sin embargo, no quería salir del coche, y no era sólo la lluvia lo que la hacía dudar.
Cada vez que abría un periódico, se encontraba con Kern McAllister. Su
agraciado rostro tenía siempre una expresión arrogante y fría, que concordaba con la
impresión que tenía de él. Las pocas veces que había visitado el despacho de Henry
no había dedicado ni una mirada a la diminuta Lucy. Su aspecto infantil no era
precisamente de su gusto. Todas las mujeres que aparecían con él en las fotografías
eran elegantes y bien proporcionadas, y medían por lo menos un metro ochenta.
Como la madre del hijo de Kern McAllister.
Se encogió al recordar el juicio de la paternidad. Y allí estaba, obligada a hablar
de ello cara a cara con el hombre.
Aunque para hacerlo tendría que llegar hasta la casa.
La puerta no estaba abierta, esperándola. Sin duda, Kern McAllister no estaba
esperando a la abogada con los brazos abiertos. Lucy no tenía elección. Tendría que
salir del coche, enfrentarse a la lluvia, y enfrentarse a Kern McAllister.
—Adelante —se ordenó una vez más—. Cuanto antes te reúnas con él y hagas
lo que quiere, antes podrás marcharte.

No sabía muy bien qué esperaba, pero la realidad que se encontró fue muy
distinta.
Con todo lo que había oído sobre la fortuna de McAllister, lo lógico habría sido
que un mayordomo, tal vez rodeado de lacayos, hubiera acudido a la puerta. Pero
cuando por fin se atrevió a llamar al timbre, no ocurrió nada.
No llegó el mayordomo, ni los lacayos.
Oyó unos ladridos, al otro lado de la casa, y una masa de pelo blanco y negro
apareció corriendo por el porche para subir las patas delanteras, llenas de barro, y
colocarlas en el impecable traje rojo de Lucy.
El perro parecía encantado de tener visita.
—Estupendo.
Lo sujetó por las patas, intentando alejarlo, pero ya era demasiado tarde para
salvar el traje.
—Vaya perro guardián —murmuró divertida—. ¿Dónde está tu amo?
El perro parecía muy contento de verla, lo que indicaba que llevaba mucho
tiempo solo. Se quedó mirándolo descorazonada. Tenía que haber alguien en la casa.
Aquello era una locura. No sabía qué hacer. Tenía que estar allí a las dos, y ya
eran las dos y media. Sin duda, Kern McAllister sabría que se había retrasado a causa
del mal tiempo, y estaría esperándola.

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Desconcertada, Lucy dejó el maletón y rodeó la casa. La lluvia entraba en el


porche, y tenía el traje empapado. El perro se apretaba contra ella, como una esponja
mojada y caliente.
En el interior de la casa se oían los balbuceos de un bebé.
Durante un momento, Lucy pensó que su imaginación le había jugado una mala
pasada. Pero no era así. A pesar del sonido de la lluvia, resultaba evidente que allí
había un bebé. Tal vez fuera el niño del juicio de paternidad.
Se detuvo frente a la puerta trasera. Debía tratarse de la entrada de la cocina.
Apretó el picaporte, y cedió.
—¿Hay alguien en casa?
No hubo respuesta a su llamada, pero dentro de la casa, los gemidos se
convirtieron en llanto desesperado. Sin duda, el bebé no estaba muy contento.
Hacía mucho tiempo que no oía llorar así a un niño.
Mickey…
—Olvídalo, Lucy —se dijo con firmeza, apartando de la mente el pequeño
rostro de Mickey.
Entró en un amplio recibidor. El llanto parecía proceder de la habitación del
fondo.
Lucy llamó a la puerta y se encogió de hombros. Ya había renunciado a que
contestara nadie. El niño estaba demasiado ocupado llorando, y su llanto era
ensordecedor.
Respiró profundamente y abrió la puerta.
Y se encontró a un vaquero con un bebé.

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Capítulo 2
Se quedó tan sorprendida ante la visión que dio un paso atrás de forma
instintiva. No sabía qué estaba ocurriendo allí.
Aquél no era el Kern McAllister de los ecos de sociedad. No podía ser el mismo
Kern McAllister que entraba en los bufetes de abogados con sus trajes a medida, sus
ojos de águila y su sonrisa fría.
Aquel hombre no se había acercado a una cuchilla de afeitar durante bastante
tiempo, aunque su cara la pedía a gritos. Tenía el pelo negro revuelto, como si no se
hubiera peinado en varias semanas, y el cansancio que había en sus ojos oscuros no
tenía nada que ver con su mirada habitual.
Debajo de sus ojos había unas marcadas ojeras, y su expresión desesperada le
recordó las fotografías que había visto de él cuando era un niño.
El motivo de su desesperación era evidente: Kern McAllister tenía en brazos a
un niño que lloraba a pleno pulmón, y debía estar pensando que las galeras eran una
buena alternativa.
Lucy estaba inmóvil, atónita. Se quedó mirándolo durante un largo rato, y
después, sin poder evitarlo, sintió que sus labios se arqueaban en una sonrisa.
Por fin se había hecho justicia. Kern McAllister había encontrado un rival a su
altura.
—¿Señor McAllister? —preguntó con tono no muy firme.
Su débil voz no podía competir con los alaridos del bebé, y sus palabras se
perdieron.
Pero él las oyó.
El vaquero levantó la cabeza. La miró aliviado y se acercó a ella como si fuera
su única salvación.
—¡Menos mal! Debería haber llegado hace mucho tiempo. Ya me explicará más
adelante a qué se ha debido ese retraso, pero ahora que está aquí, haga algo.
Lucy se quedó helada.
Durante un momento, su cuerpo se negó a reaccionar. Kern dio otro paso al
frente, tendiéndole al bebé. Presa del pánico, Lucy caminó de espaldas hacia la
puerta.
—¡No! —gritó, adelantando los brazos como si quisiera protegerse.
—¿Cómo que no? —preguntó Kern, sin dejar de tenderle al niño—. No es el
momento más adecuado para pedir tiempo para acostumbrarse al trabajo. Pedí que
viniera para encargarse de esto, y ésa debe ser su prioridad. Todo lo demás es
secundario.
—¿Cómo dice?

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—Mire, me da igual que esté desesperada por ir al servicio. Yo no he ido al


servicio desde las cinco de la mañana, y usted no puede estar más desesperada que
yo. Ahora, tome al niño.
Lucy no entendía de qué hablaba aquel hombre. Lo miró a los ojos, y fue como
encontrarse en un congelador. Lo había visto de lejos en algunas ocasiones, pero
nunca había hablado con él. Sin embargo, tenía la impresión de que lo conocía.
Estaba segura de que aquella mirada ocultaba una amenaza que no terminaba de
entender.
No era sólo por el bebé.
Repitió mentalmente las palabras de Kern. Ahora le estaba empujando al bebé
contra los brazos, pero ella no reaccionó.
Creía haber oído que Kern decía que había pedido que fuera allí para
encargarse del niño.
—Era imposible.
—Aparte ese bebé —dijo desesperada, intentando no mirar al hombre a los ojos.
—Escuche, señorita…
—No sé a quién esperaba, señor McAllister, pero estoy segura de que no pidió
un abogado para que cuidara al niño.
El bebé se detuvo un momento para respirar. Kern McAllister también se
detuvo en seco, y su expresión de alivio se convirtió en confusión.
—¿Es usted abogada?
—Me llamo Lucy Sefton —dijo a toda velocidad—. Trabajo en el bufete de
Merrit, Coyne y Stubbs. Anoche llamó para pedir que enviaran a alguien.
—Anoche —repitió el hombre, como si hubiera transcurrido una eternidad—.
¿Entonces no viene de la agencia de niñeras? ¿Sparkle Domestic Services? Llamé por
la mañana…
—No. Soy abogada.
—Entonces, ¿dónde está la niñera? Lucy Sefton… Recuerdo que hablé por
teléfono con una tal Lucy Sefton cuando Henry estaba enfermo. ¿Era usted?
—Sí.
Desde luego que era ella, pensó Lucy con amargura, recordando la
conversación. Había tenido que llamar a Kern McAllister para preguntarle si quería
mantenerse en contacto con el bebé. Su respuesta la dejó helada.
—Es posible que la prueba de ADN haya demostrado que es hijo mío, pero yo
no deseaba la paternidad, y por lo que a mí respecta, ese niño no tiene nada que ver
conmigo. Nada.
Aquello le recordó a su marido, el padre de Mickey.
Y a su propio padre.

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—Pero esperaba a Henry Coyne —protestó Kern.


—No puede conducir en su estado, de modo que me ha enviado a mí.
—La ha enviado a usted…
—Sí.
—No me hace ninguna falta —gimió cuando los alaridos del niño se
intensificaron—. ¿De qué me sirve una abogada en este momento? Lo que necesito es
una niñera.
—Es posible que la niñera que llamó no haya podido llegar a causa de la lluvia
—dijo Lucy desesperada, ansiosa por librarse de aquellos gritos—. Hace un tiempo
horrible. ¿Para qué me necesitaba?
—Pedí a Henry que viniera… —bajó la voz y se quedó mirando al bebé con
impotencia—. Mira, Lucy, te llamas Lucy, ¿no? Quería ver a un abogado, pero eso
era cuando Mai estaba aquí.
—¿Mai Carrington? ¿La madre del niño?
—Exactamente. Bueno, por lo menos trabajaste con Henry en el caso y conoces
la situación.
La conversación era surrealista. Estaban hablando de tonterías, en vez de
prestar atención al bebé. Pero Lucy estaba desesperada. Tenía que salir de allí cuanto
antes. El dolor que le provocaba el llanto del bebé era indescriptible.
—Mire, señor McAllister, si no necesita mis servicios, me marcho.
—Sí que te necesito. ¿Sabes algo de niños?
—No.
—No te creo. Las mujeres suelen saber cómo cuidar a un bebé.
—Yo no.
—Pero tienes que saber algo —dijo con impaciencia—. El niño lleva varias
horas llorando, y la única vez que he decidido darme por vencido y dejarlo en la
cuna se ha puesto a llorar con tanta fuerza que se ha puesto azul. Casi no podía
respirar.
El niño parecía tener una voluntad de hierro. Sin duda, había salido al padre.
Tenía que echarle una mano. Se esforzó para olvidar el dolor y pensar con
coherencia.
—¿Le has dado de comer? —preguntó con precaución.
—No quiere beber nada —dijo señalando una pila de biberones y otros artículos
para el cuidado de los bebés.
Estaban en una especie de cocina, en la que reinaba el caos. Todo estaba lleno
de ropa de bebé, pañales y latas de comida.
—¿Cuándo ha comido por última vez?

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—Esta mañana, a primera hora. Se ha bebido medio biberón, y desde entonces


ha estado llorando sin parar.
—¿Dónde está su madre?
—Se ha ido —contestó con amargura—. Gracias a ti.
—¿A mí?
—¿Te importa que mantengamos esta conversación en otro momento? Ahora
mismo… —sacudió la cabeza, como si intentara despertar de una pesadilla—. No sé
qué tal se te dan los niños, pero te pido, como un favor personal, que lo sujetes. No
quiero arriesgarme a que se vuelva a ahogar, y si no llego al servicio, te aseguro que
la visión no será muy agradable.
—No quiero…
—Me da igual lo que quieras. Necesitaba un ser humano, pero ha venido una
abogada. Finge que te unes a la raza humana durante unos minutos, ¿vale?
Dio un paso al frente y le entregó al bebé con fuerza. A continuación, salió de
allí casi corriendo.
Lucy había jurado que nunca volvería a tener un bebé en brazos. Nunca
volvería a sujetar a un bebé, a repetir el gesto protectivo de maternidad.
Nunca.
Se quedó muy rígida, mirando al bebé.
No era Mickey.
Se sobresaltó al darse cuenta. Aquel niño tenía aproximadamente tres meses, y
su rostro estaba enrojecido por el llanto, pero podía ver la paternidad de Kern
McAllister en todos sus rasgos.
Tenía los puños apretados, y cuando Lucy lo miró, el tono de su llanto cambió,
de cólera a desesperación absoluta. Parecía pedir que le dieran de comer. Y Lucy no
fue capaz de negarse.
No tenía derecho a pensar en sí misma en aquel momento. El pequeño tenía
problemas. Su madre lo había abandonado, y para colmo de desgracias, su padre era
Kern McAllister.
—Oye, chiquitín —dijo cambiando la voz de forma instintiva.
Aunque le doliera, no sería humana si no pudiera ayudar a aquel bebé.
El niño estaba empapado. Se daba cuenta de que no le habían cambiado los
pañales en varias horas. No le extrañaba que Kern McAllister tuviera la camisa
manchada, y no precisamente de barro, como ella había creído. La chaqueta de su
traje estaba adquiriendo el mismo color.
Había un biberón preparado en la encimera. Lucy sujetó al niño con firmeza,
con una mano, y levantó el biberón con la otra. Lo hizo de forma automática.
Había cosas que no se olvidaban nunca. Como sujetar a un niño que lloraba
mientras se preparaba un biberón.

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Lo volcó, pero no salió ni una gota. Frunciendo el ceño, lo agitó y apretó la


tetina con los dedos. Al final, empezó a salir una gota minúscula.
—Oh, pobrecito —dijo al niño—. ¿Estabas chupando un biberón bloqueado?
Miró la encimera. Había unos cuantos imperdibles. Tomó uno de ellos,
encendió el gas y lo puso al rojo. Después agujereó la tetina con la punta. Cuando
volcó el biberón de nuevo, la leche salió sin problemas.
—Ahora mismo te lo caliento —dijo al pequeño.
La pequeña cocina estaba bien acondicionada para cuidar a un niño. Con ayuda
del microondas, en veinte segundos tuvo la leche a la temperatura adecuada.
El niño apenas era capaz de comer. Los sollozos, que lo hacían toser, eran tan
fuertes que le costaba trabajo tragar. Lucy le ofreció la tetina, pero la rechazó.
—Muy bien, vamos a cambiar de escenario.
Con el niño en brazos, volvió a la cocina principal y salió a la lluvia. Era un
truco que había aprendido mucho tiempo atrás. A menudo, el viento frío hacía que a
los niños se les cortara el llanto durante el tiempo suficiente para recuperar el aliento.
El perro estaba allí. Se quedó mirándola con asombro y se acercó para olisquear
al bebé.
Tal vez debería haber empezado por cambiarle los pañales.
Pero al pequeño McAllister no le importaba una nimiedad como aquélla. Al
sentir el cambio de temperatura, dejó de sollozar.
—Así está mucho mejor.
Se sentó en una gran mecedora, y antes de que el niño se recuperase lo
suficiente para volver a llorar, le introdujo la tetina del biberón en la boca.
El niño protestó, como si sospechara que lo estaban engañando, se atragantó al
sentir el primer trago de leche, y de repente se puso a chupar, hambriento.
Por fin reinaba el silencio.
Fue así como los encontró Kern cuando salió. Niño, perro y mujer formaban
una extraña escena, en mitad de la tormenta.
—Lo has conseguido.
Se quedó inmóvil, en la puerta, como si tuviera miedo de moverse y romper el
silencio.
Lucy apartó la mirada de la boca del bebé.
—Tenía el biberón bloqueado.
—Nada de eso —protestó Kern—. Lo comprobé, y salía leche.
—Si el niño tuviera la potencia de una aspiradora, a lo mejor habría conseguido
sacar algo. Es muy pequeño.
—Entonces, sabes algo de bebés.

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Lo dijo con tono de aprecio, mientras su expresión cambiaba. Al parecer, había


reconsiderado su opinión sobre ella y había decidido que tenía algún valor humano.
Como abogada no le servía para nada, pero como niñera era valiosísima.
—¿Quieres sujetar a tu hijo? —preguntó.
No le pasó inadvertida la mirada de horror de Kern.
—No, gracias. Lo he tenido en brazos desde las cinco de la mañana.
—¿Se ha ido a esa hora su madre?
—Se fue por la noche. Aparta, Bluey —dijo al perro, antes de sentarse en los
escalones—. Trajo al niño ayer por la tarde.
—¿Tiene nombre? —preguntó Lucy, abrazando de forma instintiva al bebé.
—Toby.
—Toby —repitió, bajando la cabeza para mirarlo—. Me alegro.
—¿De qué te alegras?
—De que Toby tenga un nombre bonito. Tal vez sea lo único que tiene.
—Si trabajaste en el caso de la paternidad, sabrás que tiene mucho más que eso.
—¿De verdad? Tiene una madre que lo ha abandonado y un padre que se
desentiende de él. Menuda suerte.
—¿Cómo que me desentiendo de él? Yo soy quien paga su manutención.
—Porque no tienes más remedio. Después de que Mai te denunciara.
—¿Tienes algún problema? Tu bufete se sacó un buen pellizco de ese asunto.
¡Abogados! ¿Qué es eso que se dice? Un autobús lleno de abogados al borde de un
acantilado es un buen comienzo.
Lucy no reaccionó. Había oído tantos chistes de abogados que ya no le parecían
divertidos ni molestos.
—Todos esos chistes se pueden aplicar perfectamente a los granjeros ávidos de
dinero —contraatacó—. ¿Por qué están pensando los científicos en usar para los
experimentos a Kern McAllister? Porque es posible encariñarse con una rata, pero
con Kern McAllister no se corre ese riesgo.
—Vaya, vaya —dijo divertido—. Así que la abogada no tiene pelos en la lengua.
—Y la abogada ha terminado de dar de comer a tu hijo —dijo dejando el
biberón en el suelo, mientras Toby empezaba a quedarse dormido—. ¿Por qué me
has pedido exactamente que viniera, como abogada?
—Quería consejo.
—Pues pídemelo —se inclinó sobre el niño para mirarse el reloj—. Y hazlo
deprisa, por favor. Tengo que estar en Sydney esta noche, así que no puedo
quedarme mucho tiempo.
—No puedes viajar con esta lluvia.

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—Ya lo verás. Bueno, ¿qué querías?


Kern McAllister sacudió la cabeza.
—Llamé cuando llegó Mai. Vino furiosa, porque habías establecido unas
normas tan rígidas para la administración de los fondos de Toby que no podía
hacerse con nada de dinero.
—Eso fue lo que tú pediste.
A pesar de que Kern McAllister le caía mal, estaba segura de que Mai
Carrington le había tendido una trampa para tener un hijo suyo. Era una modelo que
había sido vista en su compañía durante poco tiempo, el año anterior. Según Kern,
Mai le había asegurado que tomaba anticonceptivos. Después le comunicó que estaba
embarazada y lo llevó a juicio para intentar sacar todo lo que pudiera.
Gracias a Lucy, no había sacado gran cosa. Tenía dinero más que suficiente para
pagar una niñera y para correr con los gastos de manutención de Toby, pero no
podía disponer de grandes cantidades. El dinero que Kern destinaba al sueldo de la
niñera era bastante, pero si Mai no quería contratar una niñera, podría invertir la
cantidad en cualquier otra cosa, pero en tal caso tendría que quedarse en casa a
cuidar del niño. Los fideicomisarios que Lucy había elegido eran más que capaces de
frustrar todos los intentos de Mai de sacar dinero del hijo de Kern.
—Su madre decidió que no resultaba muy divertido cargar con un niño, así que
vino a pedirme que le diera dinero para ella. Decía que si me negaba dejaría a Toby
aquí. Estoy seguro de que intenta presionarme.
—¿Lo conseguirá? —preguntó Lucy con interés.
—No va a conseguir nada de mí. ¡Tener un hijo por dinero! Maldita…
—¿Entonces?
—Entonces, quería que un abogado se lo explicara. Pero, cuando le dije que el
abogado estaba de camino, Mai se asustó. A las cinco de la mañana me he
encontrado con que el niño estaba llorando y Mai había desaparecido. Y ahora…
—Ahora tienes que cargar con tu hijo —dijo Lucy lentamente—. Felicidades.
—Tiene que llevárselo.
Lucy se encogió de hombros. Había investigado a Mai Carrington a fondo, y le
extrañaba que hubiera tenido al bebé durante tanto tiempo.
—¿Por qué? ¿Para qué se lo va a llevar?
—Es su madre. Como mi abogada, podrás obligarla a que se lo lleve, ¿no?
Lucy volvió a encogerse de hombros.
—No se puede obligar a nadie a cargar con un hijo. Tranquilo, a ti tampoco. Yo
os recomendaría que lo entregarais en adopción.
—¿Es ésa tu respuesta? —preguntó Kern con incredulidad.
—Si tú no quieres la custodia y Mai tampoco, ¿qué otra cosa se puede hacer?

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Hubo un largo silencio.


—¿No me puedes decir nada más? —preguntó Kern al cabo de un rato.
Lucy asintió.
—Los juzgados de familia no pueden obligar ni al padre ni a la madre a que se
encargue de un hijo no deseado. En mi opinión, esa ley está muy bien. El niño estará
mejor en un orfanato que con una persona que lo tenga desatendido.
—¿Mi hijo en un orfanato?
Miró a Kern. Estaba apretado contra el perro, como si buscara consuelo en él.
No pudo evitar hablar con más suavidad.
—Si no queréis ocuparos de él ni la madre ni tú, es la única posibilidad que le
queda. Tendrá que criarse en un orfanato si no renunciáis a la custodia y permitís
que lo adopten. Vosotros sois los que debéis decidir quién se queda con él, y si
ninguno de los dos quiere, tendréis que elegir entre el orfanato y la adopción.
¿Quieres quedarte con él?
—No. Quiero decir… No sé.
—No es una respuesta demasiado clara.
—¡Por favor! —se levantó, sin dejar de acariciar al perro—. No lo sé. Lo único
que sé es… Mira, no puedo cuidar de un niño. Vivo solo. Tal vez, si puedes pasar la
noche aquí y me echas una mano con el niño, mañana podré tomar una decisión,
después de dormir un poco.
Lucy no daba crédito a sus oídos. Aquel hombre tenía que estar bromeando.
—No puedo. Lo siento.
Se puso en pie, con el bebé dormido en brazos. La sensación de pérdida le
resultaba insoportable, y tenía la impresión de que se iba a poner a llorar si no salía
de allí cuanto antes.
Tal vez aquel niño no fuera Mickey, pero lo sujetaba igual, y se le encogía el
corazón. No podía creer que nadie quisiera quedárselo.
—No puedo… —insistió.
—¿Porque los abogados no son humanos? —se quedó mirando su cambio de
expresión—. ¿Qué pasa?
—Tal vez los abogados sean humanos —susurró Lucy—, pero no puedo…
Se detuvo en seco. La lluvia se había intensificado, y las olas rompían con más
fuerza, pero un sonido se alzó sobre la tormenta.
De forma instintiva, Lucy se volvió hacia el estruendo.
—¿Qué demonios…?
—El puente.
—Pero…

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Kern no la escuchaba. Había saltado la barandilla del porche y se alejaba


corriendo, seguido por el perro.
Lucy se quedó inmóvil, con el niño en brazos. Su mente era un torbellino. Una
idea empezaba a cobrar forma en su cerebro, y no le gustaba nada lo que sospechaba.
Esperaba estar equivocada.

Pero no se equivocaba.
Kern volvió al cabo de unos minutos, con la ropa empapada.
—Bueno —dijo mientras subía al porche—, parece que no tienes más remedio
que ser humana. El río se ha llevado el puente por delante.
—El puente… ¿el puente que he atravesado para venir?
—El mismo.
—Pero no es posible…
—Vete a comprobarlo por ti misma, pero verás que no hay error posible. No se
puede salir de aquí sin cruzar ese puente. El río llega desde muy lejos para
desembocar en el mar, y nos separa de la carretera. Estamos atrapados hasta que baje
el agua.
—¿Atrapados?
—No se puede salir de aquí sin cruzar el río —repitió con paciencia—. Te guste
o no, estamos juntos en esto. Parece que al final he conseguido una niñera.

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Capítulo 3
Lucy se desmoronó sobre la hamaca. No sabía qué hacer.
—¿Qué quieres decir?
—No eres idiota. Lo sabes de sobra.
—No —respiró profundamente—. No soy idiota, pero si crees que me vas a
retener aquí…
—No pretendo retenerte en ningún sitio. El río nos retiene a los dos.
—Pero… —sacudió la cabeza—. Podemos llamar por teléfono. Habrá patrullas
de rescate.
—No creo que su prioridad consista en evacuar una casa perfectamente segura.
Tenemos suerte, porque está edificada en un terreno alto. El río se ha desbordado, de
modo que de aquí a Sydney habrá muchas casas inundadas. Me gustaría ver cómo
reaccionan los de las patrullas de rescate si les pedimos que nos rescaten, sobre todo
teniendo en cuenta que yo no quiero que me rescaten.
—¿Cómo dices?
—No quiero que me rescaten —repitió con paciencia—. Los hombres que
trabajan aquí viven al otro lado del río, así que tendré que llevar a las ovejas a los
terrenos más altos y cuidarlas hasta que bajen las aguas. No puedo marcharme y
dejar que se ahogue el ganado.
—¿Y yo? —gimió.
Para su indignación, Kern McAllister contestó con una sonrisa.
—Lo creas o no, no corres peligro de morir ahogada.
—No he pensado que corriera peligro.
—Entonces, ¿cuál es el problema? En cuanto baje el río, se podrá cruzar en
barca. ¿Tanto te molestan unos días de vacaciones forzosas?
—¿Contigo? —estaba tan tensa que se puso a temblar—. No tengo intención de
pasar a tu lado más tiempo que el estrictamente necesario.
—¿Qué tiene de malo mi compañía?
Para sorpresa de Lucy, Kern McAllister parecía herido.
—No mastico con la boca abierta —continuó, recuperándose rápidamente—.
Me quito las botas antes de entrar en casa, y me baño una vez al mes, lo necesite o no.
Lucy se negó a sonreír ante la broma.
—Mira, me atrevería a decir que eres un hombre muy respetable, pero…
—Yo no me consideraría respetable, recuerda, no puedo cuidar de un niño.
Vivo solo. Tal vez, si puedes pasar la noche aquí y me echas una mano con el niño,
mañana podré tomar una decisión, después de dormir un poco.

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—¿Cuánto tiempo pasará antes de que baje el agua y podamos cruzar el río?
—Depende de lo que tarde en dejar de llover —extendió las manos—. No tengo
ni idea, y no creo que podamos llevar esto a arbitraje.
—¡Por favor!
—¿Tienes algún problema? ¿Te espera el novio, conteniendo la respiración?
¿Tienes que dar de comer al gato?
—No tienes ni idea. Podría esperarme toda una familia.
—¿Es así? —la miró fijamente, con seriedad, y sacudió la cabeza—. La verdad es
que tengo la impresión de que Lucy Sefton es una mujer independiente que vive sola.
¿Estoy en lo cierto?
—No es asunto tuyo.
—No —convino—. Supongo que no. Pero parece que Lucy Sefton es, en cierto
modo, empleada mía.
—Trabajo para Merrit, Coyne y Stubbs —respondió—. No para ti.
—Sin embargo, soy la principal fuente de ingresos de tu empresa. Y ahora
parece que durante los próximos días me vas a ayudar a cuidar de mi hijo. No tienes
por qué preocuparte por la pérdida de tiempo. Te pagaré muy bien.
—No necesito tu dinero.
—¿No? —la miró pensativo—. Bueno, ¿qué necesitas? La verdad es que no
estoy muy seguro, y normalmente siempre sé qué es lo que mueve a las personas que
contrato. ¿Qué es lo que necesitas tú?
Durante una décima de segundo la voz y los ojos de Kern se hicieron casi
tiernos. Aquello hirió a Lucy como ninguna otra cosa podía herirla. Se echó hacia
atrás como si hubiera recibido un golpe.
—Necesito unas vacaciones —dijo nerviosa—. Eso es todo. Mi avión sale
mañana. Son las primeras vacaciones que me tomo en dos años. Voy a Hawai.
—¿Mañana?
—Mañana por la tarde. Mi avión sale a las siete, y tengo que conseguirlo.
Había en su tono una nota de desesperación que no pasó inadvertida a Kern.
—Hawai —sacudió la cabeza—. Qué locura. La última vez que estuve los
inodoros estaban a punto de rebosar.
—¿Qué?
No sabía qué esperaba de Kern McAllister pero sin duda no era aquello.
Retretes rebosantes.
—Es la maldición de Waikiki. Un oscuro secreto. La leyenda dice que el sistema
de alcantarillado de la isla está unido al cráter del Diamond Head. Cuando se tira de
la cadena todo baja, como si hubiera un monstruo del Neanderthal empujándolo a

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las entrañas de la tierra. El cráter almacena todo, y más tarde o más temprano tendrá
suficiente.
—¿Suficiente?
Lucy estaba perdida. Parte de ella respondía a las bromas de Kern, y parte de
ella gritaba que aquella respuesta era peligrosa.
—Todo lo que baja tiene que subir —dijo en el tono que adoptaría si anunciara
el fin del mundo—, y no será muy agradable cuando por fin ocurra lo que todo el
mundo se teme. En el hotel en el que me alojé la última vez que estuve allí había
papel higiénico de color rosa. Imagina generaciones y generaciones de celulosa
rosada cayendo sobre la gente que toma el sol en la playa. Tienes suerte de no estar
entre ellos.
—Oh, por favor —Lucy rió, a su pesar—. Eso es ridículo.
—Es lo que la gente dice siempre a los buenos profetas. En cuanto a tus planes
para las vacaciones, conozco un lugar mucho más seguro.
—¿Sí? ¿Cuál?
—La Laguna de los Abogados, también conocida como McAllister Point.
Descanso y diversiones para los abogados cansados de los juzgados. Un lugar
estupendo, donde una chica puede quitarse la peluca y ponerse el biquini. No hay
ningún juez en los alrededores.
—Un lugar para cambiar pañales y preparar biberones bajo la lluvia.
—Exactamente. O eso, o aprender a remontar rápidos. ¿Qué decides?
—No tengo elección.
—Es cierto. No tienes elección. Así que te sugiero que sonrías y te resignes. ¿De
acuerdo?
—Pero…
—Si de verdad quieres enfrentarte al monstruo del Neanderthal cuando salgas
de aquí, correré con todos los gastos de tu viaje a Hawai.
—No es necesario.
—Creo que sí.
Le acarició la mejilla, en un gesto destinado a conferirle ánimos, pero el contacto
de Kern McAllister la quemaba. Se echó hacia atrás de forma involuntaria.
—No.
Kern dejó caer la mano, y la miró con una expresión elocuente, que hablaba de
la reacción que solían tener las mujeres a su contacto. Kern McAllister no estaba
acostumbrado a que huyeran de él.
—No pretendo hacerte ningún daño.
—Ya lo sé.
—¿Qué puedo hacer para que te tranquilices? ¿Te apetece tomar una copa?

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—Tengo una idea mejor.


—¿De qué se trata?
—¿Por qué no cambias los pañales a tu hijo?
Como reventadora de conversaciones, no tenía precio.
—¿Los pañales? —repitió con inseguridad.
—Sí, los pañales. Esas cosas blancas que vienen en un paquete, y que
normalmente están limpias y secas. El pañal que lleva Toby estuvo limpio y seco
hace mucho, mucho tiempo. ¿Es que no lo has cambiado?
—Sí, una vez.
—¿Cuándo?
—No sé, esta mañana. He tardado más de media hora. No dejaba de mover las
piernas y gritar —movió la cabeza—. Creo que es una locura cambiarlo mientras está
dormido. Volverá a despertarse.
—Y después, se volverá a dormir —dijo Lucy con firmeza—. Como no le
cambiemos los pañales, le va a salir un sarpullido.
—¿Sabes de bebés? —preguntó Kern, mirándola con curiosidad.
—Algo —reconoció—. Lo suficiente para saber que hay que cambiarle los
pañales. No te preocupes, lo haré yo, pero tú te quedarás a mirar para aprender.
Cuando baje este río me marcharé, y tendrás que encargarte del bebé tú solo, así que
es necesario que sepas cuidarlo.
—Espero que siga lloviendo. Lluvia y más lluvia, para que sigas a mi lado. Creo
que el récord está en cuarenta días y cuarenta noches, pero siempre me gustó batir
los récords. ¿De verdad tenemos que cambiarlo ahora? Está tan callado…
—Sí, tenemos que cambiarlo ahora. ¿Cuándo lo bañaron por última vez?
—No tengo ni idea —contestó Kern, claramente horrorizado—. ¿Con cuánta
frecuencia se tienen que bañar los bebés?
—Todos los días.
—¿Todos los días? —repitió con incredulidad—. Eso es demasiado. Mi hijo no
necesita bañarse tan a menudo. Una vez por semana es suficiente.
—Si a su padre no le importa oír sus gritos cuando le salga urticaria, no es
necesario que lo bañemos. Pero yo en tu lugar… ¿Lo bañó su madre anoche?
—Mai hacía lo mínimo. La niñera de Toby se despidió anteayer, y por eso acabó
Mai en mi puerta. Sospecho que habrá hecho poco más que yo con el niño. ¿De
verdad sabes cómo bañar a un bebé tan pequeño?
Lucy se mordió el labio. Había cosas que nunca podría olvidar, por mucho que
lo deseara.
—Sí.
—¿Y crees que deberíamos bañarlo ahora?

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—Supongo que ni se enterará. Está tan cansado que probablemente se dormirá


en la bañera. Si no, le prepararé otro biberón.
—Qué maravilla.
—Pero tienes que ayudarme a bañarlo.
—Eres muy mandona, ¿sabes?
—Soy abogada. ¿Qué otra cosa esperabas?

Si alguien hubiera dicho a Lucy por la mañana que por la tarde estaría bañando
a un bebé, habría tomado la primera desviación y se habría alejado de allí tan deprisa
como hubiera podido. Sin embargo, el dolor iba cediendo.
Le resultaba imposible llorar por Mickey cuando las reacciones de Kern la
tenían continuamente al borde de la risa.
—No podemos bañar a un bebé de tres meses en la bañera —explicó Lucy,
cuando Kern exclamó horrorizado que no estaba dispuesto a meter a su hijo en el
fregadero—. Además, estoy segura de que tienes un jacuzzi de tres plazas.
—De seis, en realidad —reconoció Kern.
—¿Ves? Si metiéramos a Toby en una bañera tan grande lo perderíamos.
Tenemos que usar el fregadero de la cocina.
—Pero… no me parece adecuado.
—Dame una alternativa. ¿Un barreño?
—Tampoco me parece adecuado.
—Mira, me doy cuenta de que este niño es el heredero de la fortuna de los
McAllister —dijo Lucy con aspereza—, pero te aseguro que su pequeño ego
capitalista no va a salir herido por bañarse en el fregadero. En cuanto baje el río
puedes correr a comprarle una bañera de oro, pero por ahora, no tenemos
alternativa.
—Lo que usted diga, señora —contestó Kern, extendiendo las manos con
fingida humildad.
No volvió a protestar hasta que Lucy dejó al niño en la encimera de la cocina
para desnudarlo cuidadosamente.
Al ver al niño desnudo, se sobresaltó de forma instintiva. Mientras Lucy lo
limpiaba cuidadosamente, Kern miraba asombrado.
—Dios mío.
Lucy levantó la vista para ver dónde miraba Kern.
—Sí, los niños pequeños están un poco desproporcionados. ¿Qué esperabas?
¿Es que no lo has visto esta mañana?
—La verdad es que no dejaba de mover las piernas, y lo que he tenido que
limpiar era indescriptible. He intentado no mirar.

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—¿Cómo has podido cambiarle el pañal sin mirar?


—Muy fácil. Cerrando los ojos.
Lucy rió.
—Veo que la empresa australiana atraviesa una crisis. Este país tiene problemas
si está en manos de gente con tu cerebro.
—No necesito comentarios sarcásticos de una abogada, muchas gracias. Pero
dime una cosa. ¿Estás segura de que todos los bebés están tan bien dotados como
Toby?
—Estoy completamente segura de que no. Sólo los de sexo masculino son como
él.
—¿Me tomas por tonto?
—Sí.
—¿Qué tenemos que hacer ahora?
—Yo no tengo que hacer nada más. Tú tienes que meter a tu hijo en el
fregadero.
—¿Yo?
—Tú —levantó al niño desnudo y lo puso en brazos de Kern—. Adelante, señor
McAllister. Bañe a su hijo.
En la vida había momentos que no se podían describir con un millón de
palabras. Aquél era uno de ellos, pensó Lucy al ver la expresión de Kern.
Pasó en unas décimas de segundo del horror al miedo, y del miedo a la
incredulidad. Y después, cuando bajó lentamente al niño para meterlo en el agua, la
expresión de Kern McAllister volvió a cambiar.
Era una expresión que Lucy jamás habría esperado ver en el rostro de aquel
hombre. No podía esperar algo así del Kern McAllister que tenía reputación de
hombre de negocios despiadado, de hombre sin emociones.
Sujetaba el pequeño cuerpo de su hijo como si fuera el objeto más precioso del
mundo.
Lucy estaba cerca, preparada para reaccionar si se le resbalaba el bebé, pero
Toby no corría peligro de resbalarse. Kern McAllister no dejaría caer a su hijo bajo
ninguna circunstancia.
Cuando entró en contacto con el agua, Toby abrió los ojos y miró a su
alrededor, desconcertado. Lucy casi esperaba que se pusiera a llorar.
Pero no fue así. Toby miró a su padre a los ojos, y lentamente, empezó a sonreír.
Levantó los puños y se puso a golpear el agua, empapando la camisa de su
padre, que rió.
—Le gusta —comentó maravillado, mientras el niño balbuceaba.

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—Parece que no se ha dado cuenta de que está en un fregadero. ¿Quieres


sacarlo antes de que se de cuenta que no está bañado en oro? —bromeó Lucy,
mientras lo frotaba con una esponja.
—Le gusta el agua. Quiere jugar.
—Está muy cansado —le advirtió.
—Mi hijo tiene aguante —afirmó Kern, convencido.
Lucy estaba asombrada. Allí estaba pasando algo muy raro. Kern empezaba a
mostrarse orgulloso de Toby. El pequeño McAllister se estaba labrando un porvenir.
Lucy dejó caer la esponja en el fregadero y se retiró lentamente para observar a
padre e hijo.
Mickey nunca había disfrutado de un momento así y los esfuerzos de Lucy para
intentarlo habían costado la vida a su hijo.
Toby rió, y el sonido traspasó el corazón de Lucy como un puñal. Cerró los ojos,
y cuando los abrió se dio cuenta, horrorizada, de que Kern la estaba mirando.
—¿Qué te pasa, Lucy? —preguntó preocupado.
—Nada —se esforzó por reponerse y tomó una toalla—. Sácalo del agua,
¿quieres?
—Se está divirtiendo mucho.
Kern seguía mirándola de reojo. Se daba cuenta de que estaba alterada, pero no
sabía cuál podía ser el motivo.
—Necesita dormir.
—Sólo pretendes estropearnos los juegos acuáticos.
—Nunca haría algo así, pero el agua se está enfriando.
—¿Has oído eso? —preguntó Kern al bebé, sonriendo—. La abogada nos
amenaza con las consecuencias. Siempre me pasa lo mismo. En cuanto me divierto,
viene un abogado a pararme los pies. Recuérdame que te prevenga contra los
abogados en algún momento, joven Toby.
Sacó a su hijo del agua, mirándolo con adoración, pero de repente se le congeló
la sonrisa. El niño se estaba orinando.
Cinco segundos antes no habría pasado nada, pero Kern se había inclinado de
forma que su cara casi rozaba al niño mientras hablaba con él.
La turbación de Lucy dio paso a la risa.
—Tú fuiste quien dijo que Toby tiene mucho aguante.
—Lucy… —dejó al niño en la toalla y la miró fijamente—. ¿Sabías que iba a
ocurrir esto?
—No es la primera vez que veo algo así.
—¿Dónde lo habías visto antes?

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Lucy guardó silencio. Su sonrisa desapareció. No podía contestar a aquello.


Kern se echó hacia atrás, mirándola, mientras Lucy secaba al bebé de forma
mecánica. Tomó una toalla e intentó limpiarse, pero resultaba evidente que
necesitaba una ducha.
—¿Dónde? —insistió.
—Con un bebé que conocí…
—¿Tu hijo?
—Eso no es asunto tuyo.
Pero había contestado a su pregunta. El rostro de Lucy estaba desfigurado por
el dolor.
—¿Quieres contármelo?
—No.
—Ya veo.
Sus ojos confirmaban que se daba cuenta de la situación. Kern era muy
perceptivo. Tal vez no sabía todo lo ocurrido, pero había averiguado lo suficiente
para entender un poco a qué se enfrentaba Lucy. O a qué le exigía él que se
enfrentara.
—¿Quieres que lo vista yo?
Su voz se había suavizado hasta convertirse casi en una caricia. Lucy lo miró
sorprendida.
—No creo que sepas.
—Yo tampoco creo que sepa —confesó—, pero puedo intentarlo. Algo me dice
que, aunque esto sea una pesadilla para mí, para ti es algo mucho peor. ¿Me
equivoco?
—No quiero hablar de eso.
—No —Kern asintió—. Acabas de conocerme. Entiendo que no quieras
hablarme de tu vida personal. Pero tú eres quien lleva ventaja, porque parece que
conoces todos los detalles de mi vida.
—Me alegro.
—¿De que yo esté en desventaja?
—No estás en desventaja —murmuró, tomando al bebé en brazos—.
Simplemente, tienes menos ventaja que de costumbre, por una vez en tu vida.
—No tienes muy buena opinión de mí, ¿verdad?
—Tal vez sea un prejuicio contra los hombres en general —confesó—. No tengo
demasiado tiempo para dedicarlo al sexo opuesto.
—Eso suena como un reto.

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—Yo no lo interpretaría así. Estarías abocado al fracaso —se sentó en una silla y
empezó a poner talco al niño—. ¿Qué te parece si preparas otro biberón para tu hijo
en vez de pensar en retos? A lo mejor consigues ser útil.
Kern levantó las cejas. Evidentemente, no estaba acostumbrado a que una mujer
lo tratara con tanta frialdad.
—¿Cómo dices?
—No pretenderás que te lo pida por favor, ¿verdad? —se esforzó para sonreír—
. ¿Es así como se comportan todas tus mujeres? ¿O lo hacen todo ellas, sin pedirte
jamás que pongas nada de tu parte? ¿Son ésos los privilegios de los millonarios?
—¿Por qué estás tan susceptible?
—No estoy susceptible. Ahora, ¿vas a preparar ese biberón o prefieres esperar a
que Toby se ponga a llorar?

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Capítulo 4
Como Lucy había predicho, Toby se quedó dormido en el acto, como si
estuviera agotado. Había comido, y estaba limpio y seco. Nada podía evitar que se
dejara llevar por el sueño.
Lucy lo dejó en la cuna y miró a su alrededor, contemplando el caos de la
habitación. Parecía que hubiera pasado un tornado por allí.
—¿No tienes asistenta? —preguntó con curiosidad.
—¿Insinúas que soy desordenado?
—Sí.
—Me lo temía. A este paso, vas a acabar diciéndome que arregle la casa.
—Te lo digo ahora. Si tengo que vivir aquí durante cuarenta días y cuarenta
noches…
—Dios no lo quiera —para sorpresa de Lucy. Kern empezó a recoger las cosas
rápidamente—. Mi reino por Clarrie.
—¿Clarrie?
—Mi asistenta —explicó—. También conocida como la señora Clarence.
Estamos en la cocina de su apartamento. Le dije a Mai que podía usarlo porque tiene
una cocina independiente y pensé que le vendría bien para dar de comer al niño de
noche. ¿Seré estúpido?
—¿Qué has hecho con la señora Clarence?
—Desde luego, eres una abogada de los pies a la cabeza. Hablas como si
sospecharas que Toby y yo hemos asesinado a Clarrie y la hemos descuartizado sólo
para poder usar su cocina.
—Yo no he dicho eso —rió Lucy—. Pero no está aquí, ¿verdad?
—No.
—¿Quieres decir que no sospechas que la hemos asesinado?
—No creo que hayáis tenido tiempo para descuartizarla.
Kern apretó los labios.
—Bueno, digamos que no se entendía muy bien con Mai.
—¿Y eso?
—En cuanto llegó, Mai empezó a imponerse. Esperaba que Clarrie lo dejara
todo para cuidar de Toby, pero a Clarrie no le gustan los niños. El caso es que decidió
que era el momento adecuado para tomarse unos días libres. Hace años que no se va
de vacaciones, así que no pude decirle que no, sobre todo, porque tenía que elegir
entre darle unos días o que se despidiera.
—Y pensaste que si Mai estaba aquí no necesitarías asistenta.

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—Sería estúpido si pensara algo así. ¿Mai de asistenta? Imposible. Pero…


—¿Pero?
—Pero pensé que, si Mai no tenía a nadie que la ayudara, se iría rápidamente.
No me equivoqué. Lo que no esperaba era que se fuera sin Toby —dudó un
momento—. Lucy…
—¿Sí?
—Necesito que me ayudes —confesó.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad. Aún tengo vacas en las orillas del río. Anoche subí los rebaños
de ovejas que estaban en las tierras más bajas. Debió ser entonces cuando se marchó
Mai; si no, me habría enterado. Pasé casi toda la noche en vela moviendo el ganado.
No pude terminar, y desde que me he encontrado a Toby solo no he podido seguir.
—¿Quieres hacerlo ahora?
—Si puedes quedarte a cuidar a Toby.
Lucy se dio cuenta, sorprendida, de que no parecía esperar que lo hiciera. No
sabía si la estaba manipulando o si de verdad se daba cuenta de que le estaba
pidiendo un favor enorme. Era como si supiera cuánto le dolía cuidar al bebé.
—Está dormido —continuó—. No creo que tengas que hacer nada.
Simplemente, quédate donde puedas oírlo si se pone a llorar.
—¿Qué habrías hecho si yo no hubiera aparecido?
—No tengo ni idea. Tal y como estaba Toby… Creo que habría llamado a las
patrullas de rescate.
—¿Para que rescataran a tu hijo?
—Sí.
—¿Contigo?
Era una pregunta cargada de indirectas, pero Lucy la planteó de todas formas.
Se hizo el silencio. Kern sabía que lo estaba acusando.
—Apenas lo conocía —se disculpó—. No podías esperar que me sintiera
responsable.
—¿Por qué no? Eres su padre —suspiró—. Pobrecillo. Vete a salvar a tu ganado.
Yo asumiré tus responsabilidades por ti, de momento.
—¿Qué esperabas que hiciera si no hubieras venido? ¿Dejar que se ahogara el
ganado?
—No, claro que no.
Lucy cerró los ojos, agotada por la conversación. Kern no tenía ni idea del
absoluto aislamiento de su hijo, y no sería ella quien le abriera los ojos.
—Vete a rescatar tu ganado. Ah, otra cosa.

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—¿Sí?
—Necesito algo que ponerme. Tu perro ha empezado y tu hijo ha seguido.
Vio el alivio en la cara de Kern. No sabía qué esperaba que dijera. Bajó la vista
para mirar su traje de chaqueta rojo, que por la mañana estaba inmaculado.
Sospechaba que nunca recuperaría su aspecto anterior. En ninguna tintorería
conseguirían quitar aquellas manchas, y probablemente el olor también
permanecería.
—Te queda muy bien. Así vamos a juego.
—No estoy muy segura de que me guste este estilo.
—¿No?
—No. Ayúdame a quitarme esto —se sonrojó al advertir su error—. Quiero
decir, búscame una alternativa, por favor.
—Estoy seguro de que a Clarrie no le importará que te pongas un vestido suyo.
Tiene el armario lleno. Pero te advierto que su talla es bastante más grande que la
tuya. Si prefieres, te puedo prestar un par de camisas y unos vaqueros.
—Si tengo que pasar aquí unos días, tendré que hacer algo —decidió, mirando
a su alrededor en el salón de la asistenta—. ¿Puedo usar esa máquina de coser?
—¿Sabes usarla? —preguntó Kern, sorprendido.
—No soy sólo una abogada inútil. Si me das permiso…
—¿Para qué?
—Para destrozar tus vaqueros. Puedes descontar el precio de ese pago fabuloso
que me prometes todo el rato.
—¿De verdad?
—De verdad.
—¿Quieres ponerte a coser ahora?
—Sí, mientras Toby duerme. Vete a rescatar a tus vacas.
—Bueno, si estás segura…
Evidentemente, estaba desconcertado. Salió de la habitación y volvió al cabo de
un par de minutos con varios vaqueros y camisas.
—Adelante. Haz lo que puedas.
—Lo haré —sonrió al ver la duda en su cara—. Venga, vete a buscar a las vacas
antes de que se ahoguen.
Kern sonrió.
—Muchas gracias, Lucy.

Cuando Kern volvió estaba anocheciendo. Lucy estaba dando el biberón a


Toby. Se había cambiado de ropa. Llevaba unos vaqueros y una camisa de Kern.

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Estaba descalza; sus zapatos de tacón no eran adecuados para aquel lugar. Una vez
más, había salido al porche.
Parecía la mujer de un granjero que esperase a su marido. Kern debió pensar lo
mismo. Llegó corriendo al porche, y Lucy se dio cuenta inmediatamente de que
estaba preocupado.
—Lucy…
—¿Pensabas que me iba a escapar?
—No. esperaba… —miró el reloj, para tranquilizarse—. ¿De verdad tiene que
comer otra vez?
—La última vez estaba demasiado cansado para comer en condiciones. Se ha
despertado hace un rato, y ahora se está desquitando. Un biberón entero —añadió,
satisfecha, mostrando el bote vacío. Cero que se va a volver a dormir. ¿Ya tienes el
ganado a salvo?
—Con excepción de un toro.
Se acercó para mirar a su hijo. Con la luz del porche, Lucy vio que estaba más
cansado aún que antes. Estaba lleno de barro, y aún no se había afeitado.
—Ve a ducharte. Yo ya me he duchado. Después, podemos comer algo.
—¿Comer?
La miró con extrañeza, como si nunca hubiera oído aquella palabra.
—¿Cuándo comiste por última vez?
—Creo que ayer. Sí, ayer. Pero no puedo comer aún. He venido a buscar la
pistola.
—¿La pistola? ¿Para qué?
—Hay un toro atrapado en el barro, en la orilla del río. No puedo sacarlo, y
cada vez se hunde más. He pasado una hora intentando ayudarlo, pero es inútil —se
pasó una mano embarrada por la cara—. Lo siento, Lucy. Come tú sola. En la nevera
encontrarás cosas. Volveré cuando pueda, pero dudo que tenga ganas de comer.
—¿Quieres que te ayude?
—¿Qué?
—Con el toro. A lo mejor conseguimos sacarlo entre los dos.
—Alguien tiene que quedarse con Toby.
Lucy sacudió la cabeza. Sabía mejor que mucha gente que se podía atender una
granja sin desatender a un niño.
—Tu tractor se quedará con Toby. Estoy segura de que estás bien equipado, y
tendrás un tractor moderno, con cabina cubierta.
—Sí, pero…
—Entonces, podemos dejar a Toby en el espacio que hay detrás del asiento,
mientras trabajamos. No le pasará nada.

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—¿Cómo lo sabes? —la miraba como si hablase en otro idioma.


Lucy decidió pasar por alto la pregunta.
—¿Tienes balas de heno, o algo parecido?
—Sí, hay muchas en el granero.
—De acuerdo —se levantó—. Voy a abrigar a Toby y ahora mismo voy contigo.
—No puedes.
—¿Por qué no puedo?
—No tengo ni idea —confesó Kern con un hilo de voz—. Empiezo a pensar que
no tengo ni idea de nada.
La miraba como si fuera una aparición. Lucy dudó, incómoda.
—¿Qué pasa?
Kern recorría con la mirada su cuerpo, como si no diera crédito a sus ojos. La
camisa le estaba muy grande, pero sólo realzaba sus esbeltas piernas, envueltas en
unos vaqueros ajustados.
—Ésos no son mis pantalones.
—Han perdido bastante —reconoció Lucy, bajando la vista. La verdad es que
con unos vaqueros tuyos se podrían hacer dos pares para mí.
—No han perdido nada —dijo Kern sin aliento, con la voz cargada de
admiración—. Nada en absoluto. Es como si te los hubieran hecho a medida.
Su mirada empezaba a incomodar a Lucy. Se sentía fuera de lugar.
—Me los he hecho a medida —atajó—. Bueno, ¿nos vamos?
—¿Adonde?
—A rescatar a ese toro.
—Ah, el toro —dijo Kern como si despertara de un sueño—. Adelante. Te
aseguro que seguiré todas tus instrucciones.

Tardaron media hora en llegar al lugar donde estaba el animal, con el barro por
las rodillas. No era extraño que Kern hubiera ido a buscar la pistola. Sería imposible
que una sola persona liberase a aquel toro.
Pero entre los dos no resultó tan complicado. Kern no salía de su asombro al ver
la diligencia de la joven. Sin duda sabía lo que hacía. De repente, cuando todo había
acabado, reparó en que Lucy cojeaba.
—¿Qué ha pasado?
—Tu toro me ha dado un buen pisotón —dijo entre dientes.
—Déjame ver.

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—No te preocupes —se puso en pie, apartando las manos de Kern—. Déjalo,
estoy bien. Sólo es un dedo. Tengo cuatro más en el mismo pie. Vamos a ver cómo
está Toby.
—Antes deja que te vea el pie.
—No creo que sea posible, con todo este barro y a oscuras. Tendré que
ducharme antes.
Dio un paso al frente, pero su pie herido protestó. Una punzada de dolor
recorrió toda su pierna. Cerró los ojos y se quedó inmóvil, esperando a que se
aliviara el dolor.
—¿Te duele mucho?
—Ya te he dicho que sólo es un dedo. Si me dejas que me apoye en ti para llegar
al tractor…
—No voy a permitir que camines hasta que haya visto cómo tienes el pie.
—Entonces tendré que quedarme aquí hasta mañana.
—Nada de eso. Puede que seas experta en rescatar toros del barro, pero para
salvar a una damisela en apuros hace falta un caballero.
—¿Un caballero? Yo no veo ninguno.
—Estoy de acuerdo contigo en que no tengo la armadura demasiado reluciente,
pero es lo mínimo que puedo hacer. Ahora que el dragón se ha ido a vivir su vida, ha
llegado el momento de ocuparse de la damisela, así que cállate y déjame hacer lo que
pueda.
Antes de que Lucy pudiera responder, Kern la tomó en brazos y empezó a
caminar con ella hacia el tractor.
—Bájame —protestó, debatiéndose para intentar liberarse.
—Si sigues haciendo eso te dejaré caer al barro —advirtió Kern—, y no me
gustaría que te mancharas. Me gusta que mis damiselas estén limpias.
Lucy rió. Sus pies descalzos parecían dos bolas de barro.
—Eso me descarta como posible damisela —rió—. Por favor, Kern, bájame. No
soy ninguna niña.
—¿Estás segura? Cállate y déjame llevarte al tractor, por favor.
—No estoy dispuesta a…
—Pues entonces no te calles y déjame llevarte al tractor —dijo Kern en tono
conciliador—. De una forma o de otra, voy a llevarte a casa.

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Capítulo 5
A casa. No sonaba mal. Después de un horrible viaje en tractor, en el que Lucy
empezó a preocuparse por su pie, llegaron a la casa. Desoyendo sus objeciones, Kern
la llevó en brazos a la mecedora del porche y después volvió al tractor a buscar al
niño, que no se movió.
Entró con él en la casa, lo dejó en su cuna y volvió al porche para ocuparse de
Lucy.
—Ahora…
—No te preocupes por mí. Estoy bien.
—Tal vez —dijo en tono enigmático. Pero creo que los dos necesitamos un
baño, ¿no te parece?
—Si me puedes ayudar a llegar al cuarto de baño…
—No funcionaría —Kern sacudió la cabeza—. Había pensado en ducharte, pero
me empaparía. El problema es que yo también estoy lleno de barro, y estoy seguro de
que te ofendería si te propongo que nos duchemos juntos.
—¡Claro que me ofendería! —protestó Lucy, indignada.
—Me lo imaginado, así que creo que la única solución es usar el jacuzzi.
Tardará cinco minutos en llenarse.
—No.
—¿No? —la miró con las cejas levantadas—. ¿No te gusta mi idea?
—No. Si me ayudas a llegar al cuarto de baño, estoy segura de que podré
ducharme sola.
—La independiente señorita Sefton —sonrió—. Una mujer llena de recursos. Es
una pena que no te haga falta usarlos. Has llegado más allá de tu deber al salvar al
toro, así que me veo en la obligación de corresponder. Además, el calentador de agua
tiene la cantidad justa para llenar el jacuzzi. Si te duchas ahora, tendré que ducharme
yo también. Así que o nos metemos los dos en el jacuzzi o no se mete ninguno. Y
quiero un jacuzzi.
—No estoy dispuesta a meterme en una bañera contigo.
—Claro que sí —dijo con amabilidad.
—Cuando las ranas críen pelo.
—Bueno, hoy han pasado muchas cosas muy raras. Una rana con pelo sería la
más normal de todas. Una abogada encantadora llega con la crecida del río, el puente
se cae y la abogada rescata al semental con los pies descalzos. Es un día de milagros.
—Yo no diría que tu semental tenía los pies descalzos.
Se arrepintió de haber bromeado en cuanto habló. Así sólo conseguiría dar
ánimos a aquel lunático.

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—Pues yo no he visto que llevara zapatos. Ni siquiera calcetines. Así que ten
cuidado con tus juegos de palabras.
—Sí, señor.
—Así me gusta. Obediencia y deferencia. Es lo que espero de mis empleados.
—No soy tu empleada.
—En realidad no. Y si quieres que te diga la verdad, empiezo a alegrarme
mucho de que no seas mi empleada.
—¿Por qué?
Se inclinó para acariciarle la mejilla. Una vez más, su contacto pareció
quemarla. Lucy se encogió.
—No voy a contestar por ahora, mi querida damisela en apuros. Saca a
conclusión que más te guste. Pero es cierto que no quiero que Lucy Sefton sea mi
empleada.
Se hizo el silencio. Kern se acercó al porche y se quedó mirando la lluvia.
Evidentemente, estaba esperando a que se llenara el jacuzzi.
Lucy tampoco dijo nada. No podía. Había tantas emociones contradictorias en
su cabeza que se sentía mareada.
No sabía qué estaba ocurriendo allí. Todo estaba escapando a su control.
Durante los dos años anteriores, todos sus movimientos habían estado
cuidadosamente calculados. No había hecho nada que no hubiera planeado a
conciencia. Nada que pusiera en peligro sus frágiles cimientos.
Porque sus cimientos eran muy frágiles. Tanto que estaba segura de que hacía
falta muy poco esfuerzo para lanzarla a la desesperación.
Pero no era la desesperación lo que la amenazaba. Era otra cosa. Tenía la
impresión de encontrarse al borde de un abismo, pero no sabía muy bien qué había
en el fondo.
Nunca se había sentido así. Lo único que sabía era que su instinto le ordenaba
que saliera corriendo. El problema era que tenía un pie aplastado, y un río
desbordado la alejaba de la seguridad de Sydney.
En caso de que en Sydney estuviera a salvo. De todas formas, en aquel
momento cualquier lugar en el que no estuviera Kern McAllister le parecía seguro.
Pero Kern McAllister estaba a su lado, y se había vuelto para mirarla con su
media sonrisa que le aceleraba el corazón.
Se atrevió a mirarlo de reojo. Seguía observándola. Al verla, se acercó a ella y la
tomó de las manos.
—No me mires así —le dijo de repente—. ¿Qué te ha pasado para que te
comportes de esa forma?
—Nada. ¿A qué te refieres? —apartó las manos—. No sé qué quieres decir.

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—Algo… —sacudió la cabeza—. Parece que te persiguen las sombras, y tengo


intención de averiguar de qué se trata.
—Mis sombras son asunto mío —se incorporó, apoyándose en los brazos de la
mecedora—. Ahora déjame en paz. Por favor. Por favor.
Respiró profundamente y dio un paso al frente.
El dolor fue tan intenso que se detuvo en seco.
—Bueno, por lo menos hay una sombra que sí pudo evitar —la tomó de nuevo
en sus brazos—. La sombra que hace que te duela el pie. Las sombras físicas se me
dan bien, así que, vamos a limpiarte este barro y averiguar qué te pasa.
—No estoy dispuesta a meterme en la bañera contigo —insistió Lucy.
—No. Te vas a meter en el jacuzzi conmigo. No hace falta que te quites las
braguitas y el sujetador, si tanto te preocupa la decencia. Si así te sientes mejor, me
pondré unos calzoncillos. Además, he puesto gel de baño con espuma para proteger
tu decencia más aún. La decencia de las damiselas que traigo a casa en mi tractor
blanco es siempre la primera de mis consideraciones.
—Pero no quiero…
—No creo que sepas qué es lo que quieres —dijo mientras entraba en la casa
con ella—. Empiezo a pensar que soy yo el que tiene que adivinarlo.

El jacuzzi estaba casi lleno. Como Kern había prometido, la superficie estaba
cubierta de espuma.
Lucy miró a su alrededor, admirando el espacioso cuarto de baño. El jacuzzi
ocupaba el centro, y estaba en una plataforma.
—Durante el día se puede ver el mar desde aquí —explicó Kern—. Siento que
no puedas admirar las vistas —la dejó cuidadosamente en el banco acolchado que
había junto al jacuzzi—. ¿Quieres que te eche una mano para quitarte los pantalones?
—No, gracias. ¿Por qué no te marchas y vuelves dentro de diez minutos? Me
daré un baño rápido y saldré.
—Entonces, tendré que usar tu agua sucia.
—Entonces lo haremos al revés. Esperaré fuera mientras tú te bañas.
—Tampoco me parece adecuado que tú uses mi agua sucia. Esto es una
tontería, Lucy. No pienso violarte. Es sólo agua.
Sólo agua. Era cierto. Lucy miró la espuma. No había nada malo en lo que
proponía Kern. No era más amenazador que compartir la piscina con otra persona.
Pero en una piscina habría otros bañistas. Alrededor habría gente tomando el
sol vendedores de helados y niños bulliciosos.
Daría cualquier cosa con tal de que allí hubiera alguien más aparte de Kem
McAllister.

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—Voy a ponerme decente —dijo Kern con una sonrisa—. Será una experiencia
nueva. Hace mucho tiempo que no tengo bañistas en el jacuzzi. Será mejor que estés
en braguitas y sujetador antes de que vuelva, o te desnudaré personalmente.
Lucy hizo más que aquello. Cuando la puerta del cuarto de baño volvió a
abrirse, ya se había quitado los vaqueros y la camisa y se había introducido en la
bañera. El esfuerzo le dolió, pero el agua caliente contrarrestó el dolor rápidamente.
Sumergida hasta el cuello en el agua con burbujas, se echó hacia atrás y suspiró
de placer.
La bañera era circular, profunda en el fondo, y con un banco circular alrededor
del borde.
Estaba a punto de suspirar de nuevo cuando volvió a entrar Kern McAllister. Su
cuerpo era magnífico. No había otra forma de describirlo.
Pensó que debía trabajar a menudo en el exterior sin camisa, porque tenía el
torso bronceado. No tenía ni un ápice de grasa bajo la piel; todos sus músculos
estaban perfectamente definidos.
La madre de Lucy se habría puesto histérica. Al pensar en la reacción de su
madre, no pudo contener la risa.
Era uno de los típicos cuerpos que aparecían en las portadas de las novelas que
arrebataba a su hija, diciéndole que no era decente leer aquellas cosas. Se preguntaba
qué diría su madre si pudiera verla en aquel momento.
—¿De qué te ríes?
Kern McAllister había subido a la plataforma y estaba introduciéndose en el
agua, a su lado.
—De nada.
—De algo te reirás.
El agua subió unos centímetros cuando Kern entró en la bañera. Lucy sintió que
la espuma subía por su cuello.
Era como una caricia. Apretó los labios, combatiendo la risa nerviosa.
—No tengo por qué contártelo.
—No —la miró pensativo, sentándose enfrente de ella—. Parece que hay
muchas cosas que no quieres contarme.
Lucy no contestó. Las burbujas se movían lentamente. Lucy era tan consciente
de la presencia de Kern que estaba segura de que el agua le transmitía su temblor.
No podía relajarse tan cerca de aquel hombre.
Guardaron silencio durante largo rato.
Kern se enjabonó a conciencia, y después hundió la cabeza en el agua para
lavarse el pelo embarrado.

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Lucy hizo lo mismo, más o menos. Estaba tan ocupada contemplando a Kern
McAllister mientras intentaba no prestarle atención que apenas se fijaba en cómo se
lavaba. Era como si esperase que saltara sobre ella en cualquier instante.
—Creía que a los abogados os gustaba hablar —dijo al fin Kern.
Lucy negó con la cabeza. Kern se había vuelto a sentar después de sumergirse
por completo, y su pecho musculoso sobresalía de la espuma.
Estaba demasiado cerca.
—A mí no.
—Pero hay cosas que quiero saber.
—¿Por ejemplo?
Kern se acercó a ella y la miró fijamente. Sólo los separaban unas pocas
burbujas.
—Para empezar, ¿por qué estudiaste derecho?
Lucy se encogió de hombros. Se hundió un poco más en el agua. Ahora que
estaba mojado, su sujetador parecía inexistente, y estaba segura de que se
transparentaba por completo.
—¿Te criaste en una granja? —preguntó Kern.
—Sí.
—Muy bien, ya tenemos algo. La historia de Lucy Sefton, sílaba a sílaba.
Podríamos pasar aquí toda la noche. ¿Qué clase de granja era?
—De productos lácteos, sobre todo.
—¿Pero siempre quisiste ser abogada?
Lucy se encogió de hombros, pero se enderezó rápidamente al darse cuenta de
que se le veían los tirantes del sujetador. No podía concentrarse en la conversación en
aquellas circunstancias.
—Me concedieron una beca para estudiar derecho. Mi madre… Bueno, la granja
estaba al borde de la quiebra, y mi madre insistió en que aceptara la beca. En
realidad, no lo decidí yo.
—De modo que si por ti fuera, no serías abogada.
Lucy no contestó. Levantó el pie y se miró el dedo herido.
—¿Vivías en la granja con tus padres y tus hermanos? —preguntó Kern.
—Sólo con mi madre.
—No me facilitas mucho las cosas. ¿Por qué no estaba tu padre? —Lucy se
volvió para mirarlo—. De acuerdo, ya lo sé. No es asunto mío. Pero soy muy curioso.
Cuando quiero saber algo no hay forma de hacer que me calle. Sigo insistiendo hasta
que lo averiguo. Será más fácil que me lo digas por ti misma.
Lucy se concentró en una pompa de jabón que pasaba por delante de ella, en el
agua. Si la espuma seguía bajando tendría serios problemas.

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—Háblame de tu padre —insistió Kern.


—Abandonó a mi madre —susurró.
—Igual que el mío —sonrió Kern—. Ya tenemos una cosa en común.
—No creo que las circunstancias se parezcan en absoluto —se enjuagó la cara
con una esponja—. Bueno, creo que ya va siendo hora de salir de la bañera.
No obstante, resultaba más fácil decirlo que hacerlo, sobre todo, teniendo en
cuenta que la ropa interior de Lucy se había vuelto casi transparente.
Había una toalla cerca de la bañera. Alargó un brazo para tomarla, pero Kern se
le adelantó y la sujetó de la muñeca.
Estaba tan cerca…
—Aún no.
La empujó con suavidad contra el respaldo y bajó al centro. Lucy se encogió,
pero no podía huir.
—Antes que nada, vamos a verte ese pie —dijo Kern.
—No creo…
—Sube el pie —buscó su tobillo a tientas y lo subió sobre la superficie del
agua—. Qué horror.
Tenía un dedo destrozado. Lucy lo miró con desinterés, más preocupada por la
cercanía de Kern que por el estado de su dedo. Kern parecía más alarmado que ella.
—Debe estar roto.
—Eso parece.
La uña colgaba de un trozo de piel. Lucy se adelantó para arrancársela.
Kern la miró asombrado.
—¿No te ha dolido?
—Claro que sí. Pero es mejor hacerlo ahora que esperar a que empiece a
curarse.
—¿Cómo lo sabes? —volvió a mirarle el pie—. ¿Te había pasado antes?
Tenía algunos dedos torcidos en ángulos extraños, y un par de cicatrices.
—Un par de veces. No llevaba zapatos muy a menudo cuando era pequeña.
—¿Por qué no?
—Porque no teníamos bastante dinero —se encogió de hombros—. Ésa es la
diferencia que hay entre tú y yo. Tu padre se marchó, pero pagó. Mi padre sólo nos
dejó deudas.
—Ya veo.
La miró fijamente, y Lucy tuvo la impresión de que veía demasiado. No pudo
evitar sonrojarse. Por fin, Kern volvió a concentrarse en el pie.

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—Tendremos que conseguir un médico.


—No hace ninguna falta —se miró el pie, esforzándose para no sentir la mano
de Kern en el tobillo—. Ya se curará solo. No parece que tenga una fractura abierta.
Sólo es el dedo de un pie por favor.
Sonrió a su pesar. Era lo que decían siempre su madre y ella, para intentar
superar el desastre. Sólo es el dedo de un pie. Sólo es una vaca…
Incluso cuando la casa se quemó, poco antes de la muerte de su madre,
consiguieron afrontarlo con buen humor. A fin de cuentas, sólo era una casa.
Había funcionado siempre, hasta la última vez.
Sólo es un bebé. La sonrisa de Lucy desapareció.
—Lucy…
Kern la miraba con intensidad. Muy pálida, Lucy le apartó la mano del tobillo.
—Déjalo —no tenía sitio para sufrir por un simple dedo—. Está limpio.
Sobreviviré.
Kern no dejaba de mirarla.
—Lucy…
—Por favor —se apartó de él—. Déjalo ya.
—Bueno, por lo menos, déjame vendarte.
Kern salió de la bañera y se sentó en el borde.
—No es necesario. Lo haré yo.
—Quédale donde estás. Ya es suficiente.
Lucy cedió. La mirada de Kern resultaba amenazante, aunque la amenaza no
estuviera definida. Sin duda la estaba amenazando, aunque Lucy no sabía en qué
consistía la amenaza.
Lo que sabía era que no quería averiguarlo.
Kern se secó mientras ella lo miraba con precaución, entre la espuma.
—Quédate donde estás —le ordenó.
—Pero…
—Haz lo que te he dicho. Es una orden. ¿Entendido?
—Sí, señor —contestó en tono burlón.
Kern volvió diez minutos después, completamente vestido, con un grueso
albornoz en la mano.
Lucy apenas reparó en su llegada. Estaba tumbada entre las burbujas,
intentando asimilar las extrañas sensaciones de las últimas horas. Pensó que debía
tener hambre. O estar cansada. Si no, no entendía a qué se debía su estado de
indiferencia absoluta.

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Levantó la mirada, y con un sobresalto, se dio cuenta de que Kern había vuelto
a ser el Kern McAllister de las fotografías. Ahora estaba recién afeitado y bien
vestido, con unos pantalones y una camisa informal pero de calidad.
Sus ojos habían recuperado la inconfundible mirada de determinación
mezclada con humor que aparecía en todas las portadas.
Era un hombre que sabía lo que quería, y sabía qué tenía que hacer para
conseguirlo. Iba a lugares que Lucy nunca había visitado y no tenía intención de
visitar. Estaba tan lejos de su mundo como Marte de la Tierra.
Lucy Sefton, la hija única de una familia separada, sin dinero, que se había
educado a base de becas. La niña por la que todo el mundo sentía compasión.
Se preguntó qué haría falta para ser una mujer a la que deseara Kern
McAllister. La idea la sorprendió. Durante un momento se había permitido imaginar
cómo sería si hubiera tenido una vida distinta, si hubiera nacido en otro entorno.
—¿Preparada para salir? —Kern había dejado el albornoz a un lado y la
esperaba con una toalla blanca extendida—. Su ayuda de cámara espera, señorita.
—¿Mi ayuda de cámara? Vuélvete.
Lucy miró insegura la fina capa de espuma que separaba su desnudez de los
ojos de Kern McAllister. Se arrepintió de haberse puesto aquel conjunto de encaje. Se
sentía completamente desnuda.
—¿Que me vuelva? —preguntó Kern, extrañado.
—No estoy presentable.
—¿De verdad? —levantó las cejas, con sarcasmo—. No te preocupes por mí, no
me molesta. ¿Vas a salir del agua o vas a esperar a que entre a buscarte?
—Te volverías a empapar.
—Es cierto —convino con naturalidad—, y creo que es un desperdicio de toallas
y ropa seca, pero empiezo a acostumbrarme a estar empapado. Sube los brazos para
que te levante.
—Puedo salir yo sola.
Lucy puso las manos en el borde de la bañera, para incorporarse, pero Kern se
adelantó. Se inclinó y la sujetó por las axilas, para levantarla, antes de que ella se
diera cuenta de lo que estaba ocurriendo.
Lucy intentó poner los pies en el suelo, pero el dolor volvió a paralizarla, y cayó
contra el duro pecho de Kem, que la sujetó para que no se cayera.
Durante un largo momento, Lucy no se movió. La sensación era indescriptible.
Las manos de Kern estaban entrelazadas sobre la piel desnuda de su cintura,
sujetándola fuertemente.
Lucy sabía, de forma instintiva, que no era ella la única que sentía algo. Era
como si estuvieran unidos por un magnetismo más fuerte que ninguno de los dos,
que mantenía su cuerpo pegado al de Kern y le impedía moverse.

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—Lucy…
Apenas fue un susurro. Kern hundió la cabeza en su pelo, moviendo los labios
contra su cabeza mientras volvía a pronunciar su nombre.
—¡Suéltame! —exclamó ella, recuperando la consciencia.
—¿Quieres que te suelte?
Las manos de Kern se movían sobre su cintura, mientras la sujetaban,
apretándola contra sí.
Aquello era una locura. Había conocido a aquel hombre aquel mismo día.
En realidad, no era así. Hacía años que conocía la reputación de Kern
McAllister, y sabía lo peligroso que era. Sin embargo, no podía resistirse a sus
encantos.
—¡Basta!
Consiguió reaccionar e interpuso las manos entre su pecho y el de Kern,
empujándolo con todas sus fuerzas. Lentamente, con reticencia, Kern la soltó.
Se quedaron parados, mirándose fijamente. Lucy respiraba de forma
entrecortada, y se llevó las manos a los labios en un gesto frenético.
No sabía para qué. Tenía la sensación de que la había besado, aunque no era así.
—No te voy a hacer nada malo, Lucy.
Entonces había visto su miedo. Había visto…
Kern se adelantó y la envolvió en la toalla.
—Sólo te secaré —dijo con suavidad—. Eso es todo, Lucy. Hasta que tú
pronuncies la palabra.
La palabra.
Lucy se quedó muy rígida. No entendía qué quería decir Kern. Se preguntó si
verdaderamente pensaba que lo desearía.
Todas las mujeres deseaban a Kern McAllister.
Pero ella no. Jamás. Ella no deseaba a ningún hombre.
Siguió inmóvil mientras Kern la secaba con delicadeza. Se esforzó para no
moverse, para no reaccionar ante las caricias de la toalla y para no parpadear
mientras él hablaba.
Kern tomó otra toalla, limpia, y empezó a secarle los pies. Lucy se esforzaba
para no sentir nada especial, pero era inútil. Todos los nervios de su cuerpo se habían
vuelto locos.
—Ya está —proclamó Kem.
Tomó el albornoz, gigantesco, y la envolvió en él, ayudándola a pasar los brazos
por las mangas. La prenda debía ser suya. Olía a él.

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Lucy lo miró, impotente, y vio que la miraba con una sonrisa, como un adulto
que intentara infundir ánimos a una niña asustada.
—¿Quién te ha hecho esto, Lucy? —preguntó con delicadeza.
—No sé de qué me hablas.
—Creo que sí lo sabes. Alguien te ha hecho mucho daño. Pero supongo que
puedo esperar. Ya me contarás todo lo que tengas que contarme en su debido
momento. En cuarenta días y cuarenta noches habrá tiempo de sobra.
Volvió a dedicarle su arrebatadora sonrisa y la tomó entre sus brazos. El
albornoz se abrió, y Lucy se lo cerró rápidamente. Sus diminutas braguitas de encaje
parecían inexistentes.
—Será mejor que te las quites —dijo Kern, leyendo su pensamiento.
—¡No! —protestó indignada, arrancando una sonrisa al hombre.
—Como quieras. Supongo que la única ventaja de esas prendas es que se secan
en unos minutos. Ahora vamos a comer algo —prosiguió Kern.
—Déjame en el suelo, por favor. Puedo andar.
—Esta noche no. No darás ni un paso mientras yo esté aquí para llevarte en
brazos. Bueno, vamos a la cocina en la carroza. ¿O es una calabaza?
—Depende de la hora. ¿Son ya las doce de la noche?
—Aún queda mucho tiempo. Faltan horas y horas para que tu príncipe azul se
convierta en rana. Aprovechémoslas a fondo, ¿de acuerdo?

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Capítulo 6
Para sorpresa de Lucy, Kern McAllister resultó ser un buen cocinero. Con el pie
vendado, Lucy estaba sentada en una gran mecedora, en la cocina principal de la
casa, mientras Kern preparaba una tortilla para los dos, con huevos frescos de los
gallineros de la granja y hierbas frescas del huerto.
—¿Esperabas que abriera una lata? —preguntó Kern, sonriente, advirtiendo su
sorpresa.
Colocó una tortilla dorada delante de Lucy y llenó dos copas de vino.
También había preparado una gran ensalada, con verduras de la huerta.
—Adelante. Reconócelo —insistió Kern—. No soy tan inútil como parezco.
—Nadie podría ser tan inútil como pareces.
Lucy sonrió, pero se arrepintió en el acto.
—Ya veo.
Kern apoyó las manos en la mesa y se inclinó. Sus ojos quedaron a pocos
centímetros. Parecía muy divertido. Lucy jamás habría imaginado que existía un
Kern McAllister tan jovial.
—Adelante, Lucy, suéltalo —insistió—. Venga, como abogada mía, me tienes
que decir qué opina el mundo sobre Kern McAllister, a través de los ojos de Lucy
Sefton.
—No sabría por dónde empezar.
Nerviosa, buscó refugio en su tortilla. Engulló un gran bocado. Tenía la
impresión de que jamás había probado una comida tan deliciosa como aquélla. Kern
se quedó mirándola durante largo rato, en silencio, y por fin se sentó para comerse su
tortilla.
—¿Qué te parece si empiezas por decir que soy un mujeriego? —preguntó entre
dos bocados.
—¿Lo eres? —preguntó Lucy con educación.
La expresión de Kern se endureció ligeramente.
—Los medios de comunicación parecen haberme puesto esa etiqueta.
—Con ayuda de unas cuantas mujeres —comentó Lucy—. Mujeres como Mai
Carrington.
—Sí.
El buen humor desapareció por completo de los ojos de Kern. Silencioso, casi
terminó con su tortilla antes de volver a hablar, y cuando lo hizo, parecía que
hablaba consigo mismo.
—Lo de Mai fue un verdadero error.

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—¿Por Toby?
—Por Toby —levantó la copa de vino y se quedó mirándola— y por más cosas.
—¿Qué quieres decir con eso?
Kern no contestó.
Lucy no entendía cómo se había atrevido a preguntar algo así a aquel hombre,
nada menos que al gran Kern McAllister.
Pensó que no debía haber muchas personas que pudieran hacerle preguntas
personales. Tal vez ninguna. Su valor se debía a que estaba atrapada con él, quisiera
o no, comiéndose su comida, cuidando a su bebé y rescatando a su estúpido toro.
—Quiero decir que no me gusta que me manipulen.
Kern tardó tanto en contestar que Lucy tuvo que hacer memoria para recordar
qué le había preguntado.
—¿Fue eso lo que hizo Mai? —levantó las cejas—. ¿Manipularte para tener un
hijo tuyo? Hacen falta dos personas para engendrar un hijo.
—Tal vez.
—¿Cómo que tal vez? —corrigió Lucy—. Cuando era muy joven tenía miedo de
quedarme embarazada en la piscina pública, pero mi madre estaba completamente
segura de que ningún espermatozoide podría cumplir su cometido mientras yo no
miraba. Hasta el momento, todo lo que he leído sobre el asunto confirma su teoría.
—Sí, bueno.
Kern se comió el resto de la tortilla lentamente. Parecía muy cansado, y había
recuperado el aire de madurez. Después apartó la silla de la mesa y levantó la copa,
como haciendo un brindis.
—¿Quieres un café?
—No, gracias. Estoy cansada, y quiero irme a la cama. Ya nos despertará Toby.
—¿De verdad?
Lucy miró los ojos cansados de Kern y tomó una decisión.
—Si quieres, yo me encargaré de darle de comer esta noche. Sólo esta noche.
—Pero tu pie…
—Dejaré la cuna al lado de mi cama. Sólo tendré que levantarme para calentarle
el biberón.
Kern se quedó mirándola, y Lucy supo que veía las sombras de su pasado.
Se daba cuenta del enorme favor que le hacía al ofrecerle algo así. Veía el precio
que pagaría por ello.
—Lucy…
Se inclinó sobre la mesa para tocarle la mano, pero Lucy se apartó.
—¡No!

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—¿No quieres que te toque?


—Exactamente —contestó, violenta—. No quiero que me toques.
—¿Por mi reputación?
Lucy negó con la cabeza.
—Por… Por muchas cosas.
—Lucy —Kern dudó, como si no supiera muy bien qué decir—. Mai y yo…
—No quiero saberlo.
—Pero yo quiero contártelo —sacudió la cabeza, como si intentara evitar una
pesadilla—. Sí, aparecí en público con ella. Dos veces, nada menos. En la
inauguración de una película y en una gala benéfica. Asistieron muchos medios de
comunicación, y Mai aprovechó para lucirse todo lo que pudo. No me importó. Se
estaba abriendo paso como modelo, y en su profesión las apariciones públicas son
muy importantes. Necesitaba una acompañante y ella era adecuada. Pero…
—¿Pero?
—No sé hasta qué punto estás informada sobre mi historia —contestó
lentamente—. Mi vida privada ha aparecido en la prensa desde que era pequeño, así
que tal vez lo sepas todo. Supongo que basta con que te diga que mis padres no se
llevaban muy bien. Nunca me dedicaron mucho tiempo, ni yo a ellos.
Lucy pensó en los artículos que había leído sobre el joven Kern McAllister y sus
adinerados padres. Desde luego, no hacía falta ser un lince para saber que no
dedicaban mucho tiempo a su hijo, pero más que no llevarse bien entre ellos, parecía
que se odiaban profundamente.
—El año pasado, una hora antes de la gala benéfica —continuó Kern— recibí
una llamada de Nueva York para comunicarme la muerte de mi madre. No había
hablado con ella durante años. No le gustaba tener un hijo que superaba la treintena
cuando ella intentaba desesperadamente aparentar menos de treinta años. Me
convencí de que me daba igual, pero cuando averigüé que había muerto me di
cuenta de que la quería más de lo que creía.
—¿Y asististe a la gala de todas formas?
—Mai estaba deseando ir, y yo no quería pensar demasiado en mi madre. Si me
quedaba en casa me deprimiría. No es mi estilo. Así que fui al baile, bebí mucho más
de lo que tengo por costumbre y acabé en la habitación de hotel de Mai. Fue una
estupidez. Recuerdo que ella me dijo que no corría peligro de quedarse embarazada,
pero yo estaba demasiado borracho para tomar precauciones de todas formas. Al día
siguiente me sorprendía haber sido capaz de…
No terminó la frase, pero no hacía falta mucha imaginación para saber cómo
terminaba.
Kern hizo una mueca y se quedó mirando su copa vacía.

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—Debí ser capaz, de todas formas —prosiguió—, porque el análisis de ADN lo


demuestra, pero preferiría que Toby no supiera nunca que su padre estaba
demasiado borracho para recordar su concepción.
Su voz fue bajando de tono, hasta que guardó silencio. Lucy tampoco dijo nada.
—Se me ha visto con muchas mujeres —continuó al cabo de un largo rato—,
pero no soy tan promiscuo como la gente parece pensar. Nada de eso.
—¿Por qué…? —igual que Kern, Lucy miraba fijamente su copa de vino—. ¿Por
qué me cuentas todo esto?
—Porque empiezo a tener la impresión de que es importante.
Lucy levantó la vista. Sus miradas se encontraron.
—¿No crees que es importante, Lucy? —insistió Kern.
—No —sacudió la cabeza, nerviosa—. Eso no tiene nada que ver conmigo.
—Pero sólo ha pasado un día. Aún nos quedan treinta y nueve.
—No juegues conmigo, por favor —susurró Lucy.
—No estoy jugando contigo —dijo Kern, recuperando la seriedad—. Te lo
aseguro.
Tomó su mano con la suya y se la llevó a la mejilla recién afeitada.
—Te prometo que no jugaré contigo —añadió Kern.
Lucy no dijo nada. No podía. Su rostro había perdido todo el color, y sentía los
latidos de su corazón contra el pecho.
No entendía qué estaba ocurriendo.
—No me mires así —le pidió Kern con suavidad.
Se hizo el silencio. Kern entrelazó sus dedos con los de Lucy.
Ella no sabía qué decir. Y parecía que él también se había quedado sin palabras.
Al cabo de un largo rato, Kern dejó su mano sobre la mesa, con delicadeza, y se
levantó.
—Bueno, tengo que hacer unas cuantas cosas y después podré irme a la cama.
—¿Qué tienes que hacer? —preguntó Lucy, desconcertada.
—Encerrar a las gallinas, dar de comer al perro…
—Por cierto, ¿dónde se ha metido el perro? —preguntó Lucy.
Le parecía un tema de conversación mucho más seguro que el de la vida íntima
de Kern.
—Lo he atado antes de ir a buscar al toro. Dudo que nos hubiera ayudado
mucho, aunque estoy seguro de que se lo habría pasado muy bien.
—Es muy simpático.
—Y tonto como él solo. Mis dos perros sensatos se han ido con Clarrie.

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Lucy frunció el ceño. No era muy normal que una asistenta se fuera de
vacaciones con los dos perros de la granja.
—¿Cómo dices?
—Los peros adoran a Clarrie y a su marido. Él se encarga de la granja mientras
yo estoy fuera.
—No sabía que estuviera casada.
Kern sonrió a pesar de su fatiga.
—Percy mide aproximadamente treinta centímetros menos que Clarrie, y es
mucho más delgado. Tartamudea, es muy tímido, y es el mejor granjero sustituto que
se pueda desear. Ese matrimonio no tiene precio.
—Pero, ¿por qué se han llevado los perros?
—Mai odia los animales. Se ponía a gritar cada vez que se le acercaba un perro,
y uno de ellos empezó a reaccionar. Se atrevió a gruñir una vez que Mai le tiró algo.
Así que los Clarence se fueron con los perros. Pero no pude convencerlos para que se
llevaran a Bluey. Es demasiado idiota.
—Ya veo.
—Sí —Kern volvió a sonreír—. Como verás, esta casa está muy llena. Es curioso
que pueda llegar a sentirme tan solo —acarició el pelo casi seco de Lucy—. Y es
curioso que ahora me sienta tan acompañado. No te muevas. Ahora mismo vuelvo.
Pero Lucy no obedeció. En cuanto Kern salió por la puerta, Toby volvió a
despertarse y se puso a llorar. Quería recuperar el tiempo perdido. Después de haber
pasado gran parte del día sin comer, estaba hambriento.
A Lucy le dolía mucho el pie, pero caminó de todas formas. Tendría que
encontrar la manera de desplazarse.
Abrió unos cuantos armarios, hasta que encontró uno lleno de artículos de
limpieza, e improvisó una muleta con el mango de una escoba y la goma de un
limpiacristales. Después fue a la habitación de Toby.
En cuanto encendió la luz cesó el llanto.
Lucy avanzó dos pasos más, a duras penas, para llegar a la cuna.
En cuanto la vio, Toby sonrió, contento de estar en su compañía.
En aquel momento, algo se rompió en el interior de Lucy Sefton. Algo que
estaba tan tenso que apenas sabía que la sujetaba, como una barra de hierro.
Y de repente, había desaparecido.
Tuvo que sujetarse a la cuna para no caer. Durante largo rato contempló al
bebé, y lo que la mantenía en pie el dolor, fue sustituido por otra cosa. Algo más
duradero.
El amor.

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El amor por alguien que no era Mickey. El amor por aquel precioso bebé que
reía al verla.
Sacudió la cabeza como si quisiera despejar la niebla, pero la niebla no se
disipó.
El bebé levantó un brazo, como saludándola, y Lucy tomó su pequeña mano
entre los dedos. Toby apretó el puño alrededor de su pulgar y rió como si Lucy fuera
lo más divertido que había visto en su vida.
—Oh, Toby, cariño, eres tan peligroso como tu padre —susurró.
La sonrisa desdentada de Toby se intensificó, y levantó los dos brazos como si
quisiera que lo levantara de allí.
Lucy no pudo resistirse. Sacó al niño de la cuna y lo abrazó fuertemente. De
algún modo, el dolor ciego por la muerte de Mickey se disolvía, liberándola de su
cruel abrazo.
El dolor empezaba a disiparse.
Sabía que no se podría curar por completo. Era imposible. Siempre sentiría la
muerte de Mickey.
Pero Mickey había muerto. Dos años atrás. Y lo único que quedaba de él era
una diminuta lápida en un cementerio.
Lucy tenía que seguir con su vida. Sin olvidar nunca a Mickey podía amar a
otro niño. Podía amar al niño que tenía en brazos.
—Estás loca. Lucy —susurró contra el sedoso cabello del bebé—. No tienes
ningún lugar en la vida de Toby.
Tal vez no, pero durante los siguientes días podría estar con él y tal vez en el
proceso pudiera curar sus heridas.
O tal vez se fuera, cuando el río volviera a su cauce, con el corazón más
destrozado aún que antes.
—Me da igual —susurró—. No tengo elección. Puedo amar a este niño…
Y podía amar a su padre.
—¡No! —exclamó.
Tenía la impresión de que se encontraba al borde de la locura.
Si había una regla inamovible, era la de que el amor por Kern McAllister no
podría causarle nada más que dolor. Su mundo era muy distinto al de Lucy Sefton, y
sólo habían coincidido en una ocasión por casualidad.
Las mujeres que aparecían del brazo de Kern McAllister querían escalar puestos
en la alta sociedad. Todas eran modelos, herederas o mujeres famosas por algún
motivo. Junto a él no había lugar para las Lucy Sefton del mundo, hijas de granjeros
en la ruina, con la cara llena de pecas y con un historial desastroso.
Un historial que incluía un desafortunado matrimonio y un hijo muerto.

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—Tal vez se quiera divertir conmigo mientras estamos atrapados a este lado del
río —dijo Lucy al bebé—, pero tu padre puede disponer de mujeres más adecuadas.
De modo que tenía que ser cuidadosa. La sonrisa de Kern podría seducir a una
santa, pero ella estaba allí para cuidad del pequeño y unirlo a su padre en la medida
de lo posible. Después desaparecería de sus vidas.
Aquello era todo.
No quería quedarse allí a dar de comer a Toby. Kern volvería a la cocina.
Debería darle igual adonde fuera Kern, pero no era así.
Cambió los pañales al bebé, preparó otro biberón y volvió a duras penas a la
gran cocina, con el niño y el biberón en una mano y la muleta en la otra.
Tenía práctica usando bastones.
Kern no había vuelto.
Oyó los ladridos del perro en el jardín. Sin duda, saludaba a su amo radiante de
alegría después de la larga ausencia. Lucy sonrió y se volvió a sentar a la mesa.
Toby acogió el biberón con avidez. Kern volvió cinco minutos después,
mientras el niño comía.
Se detuvo en seco al verlos.
Lucy había apagado la luz del techo, dejando sólo una lamparita auxiliar. Toby
ya se estaba quedando dormido, acurrucado entre los brazos de Lucy. Su mundo
estaba completo.
—¡Lucy! —exclamó Kern, sorprendido.
Muchas cosas estaban cambiando en el corazón de Lucy, pero ella no era la
única que sufría cambios. Kern McAllister estaba encontrando una dimensión nueva
en su vida de soltero.
Tal vez se quedara con su hijo, al final.
Lucy lo deseaba tanto que le dolía. Miró a padre y a hijo y su corazón se
encogió. Kern no podía entregar a Toby en adopción, y mucho menos dejarlo en un
orfanato.
—Vete a la cama —dijo Lucy, con más brusquedad de la que pretendía—. No te
preocupes por mí.
—¿Cómo lo has traído hasta aquí? —miró a su alrededor y vio la muleta
improvisada—. ¿Qué demonios…?
—He encontrado una utilidad nueva para la goma de limpiar cristales —explicó
Lucy—. Espero que no le tuvieras demasiado cariño.
—Ya veo —tomó el artilugio y lo examinó detenidamente—. Te descontaré el
precio del limpiacristales del viaje a Hawai —bromeó.
De repente, Lucy abrió los ojos de forma desmesurada. Se había olvidado de
Hawai.

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—Supongo que no llegaré a tiempo al avión, ¿verdad? El río no va a bajar.


—No creo que puedas salir mañana —le puso una mano en el hombro—. ¿Te
importa mucho?
Lucy se concentró en el cuerpo del niño, intentando no prestar atención a la
mano de Kern. Hawai parecía muy lejano, y muy solitario.
—Supongo que no. Vete a la cama.
—Quiero un café —Kern la soltó y caminó a la cafetera, sacando una taza del
armario por el camino—. ¿Te apetece uno?
—No, gracias.
—¿Te importa que me tome un café?
—Claro que no.
Aquello era ridículo.
Kern se sentó a la mesa, delante de Lucy, con su café. Se hizo el silencio. El
único sonido era el de Toby con su biberón.
Parecían una familia de granjeros. Lucy tuvo que contener la risa al pensarlo.
Si la prensa mundial pudiera ver a Kern McAllister ahora…
Menos mal que no era así.
El silencio continuó. Curiosamente, Lucy se sentía cómoda, a pesar de que Kern
se terminó el café y se quedó mirando fijamente la escena que formaban mujer y
niño.
Debería haberse sentido desconcertada, pero la experiencia le resultó agradable.
Era como si la apreciaran por sí misma. De alguna manera…
Se estaba engañando. Lo sabía. Kern sólo ¡a apreciaba por lo que estaba
haciendo por su hijo. Se recordó la realidad, bruscamente, pero no funcionó.
La sensación de ser apreciada no disminuyó en absoluto.
Al cabo de un largo rato, Toby se terminó el biberón. Se había ido quedando
dormido hacia el final, agotado por los acontecimientos del largo día.
Era hora de irse a la cama. Lucy miró a Kern, pero sus ojos estaban tan cerrados
como los de su hijo.
Los dos McAllister se le habían quedado dormidos.
—Bueno, ¿qué te parece? ¿Despertamos a tu padre? —preguntó al niño.
Toby bufó a modo de respuesta.
—Te parece una tontería, ¿verdad?
Lucy sonrió. Se puso en pie, tomó la muleta y sujetó a Toby firmemente con un
brazo.

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Se detuvo durante largo rato junto a la silla de Kern McAllister. Estaba dormido
profundamente. Haría falta un terremoto para despertarlo, e incluso un terremoto
tendría dificultades.
—Buenas noches —dijo suavemente al hombre que en unos días volvería a ser
un personaje de los periódicos.
Entonces, lentamente, sólo por una vez, se inclinó y lo besó en el pelo negro
desordenado.
—Buenas noches, mi Kern.
Mi Kern. No entendía cómo podía haber dicho algo tan ridículo.

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Capítulo 7
Kern McAllister se despertó alrededor de la medianoche. Miró a su alrededor.
La cocina estaba desierta.
—¿Lucy?
Le pareció extraño que el nombre de la mujer acudiera tan deprisa a sus labios.
Igual que su rostro apareció en su pensamiento.
Nunca había conocido a una mujer como Lucy Sefton. Era una extraña mezcla
de profesional fría y niña abandonada.
Se preguntó dónde se habría metido. Después de meter los platos en el
lavavajillas se dispuso a salir en su busca. Ni siquiera le había dicho dónde podía
dormir.
Supuso que estaría en el apartamento de la asistenta. Clarrie lo había
acondicionado para Mai antes de marcharse. Abrió la puerta del salón, pero Lucy no
estaba allí.
Otra puerta daba al dormitorio. Kern la abrió lentamente y caminó en silencio
hasta la cama.
Estaba allí.
Los Clarence tenían una gran cama de bronce, con colchas de colores y un
montón de cojines. La figura de Lucy apenas se distinguía bajo las mantas.
Volvió a mirarla, de cerca, y se le encogió el corazón.
Había dos cabezas sobre la almohada.
Su hijo estaba entre los brazos de Lucy, satisfecho incluso en el sueño. Sus caras
estaban muy cerca. Los dos tenían los ojos cerrados pero estaban unidos, como si se
necesitaran mutuamente.
Algo se encogió en el interior de Kern McAllister. Hacía tanto tiempo que no
experimentaba aquella sensación que no estaba seguro de conocerla.
Estaba celoso.
Kern McAllister tenía celos.
A él nunca lo habían abrazado como Lucy abrazaba a su hijo. Nunca. Se había
criado con una larga sucesión de niñeras, criadas y canguros de hotel.
Y después internados. Y después…
Y después nada.
Se preguntó si aquél sería también el destino que esperaba a Toby; si el niño al
que no recordaba haber concebido, pero del que ahora era responsable, se tendría
que enfrentar a un futuro de soledad.
No sabía cómo podía evitar que Toby sufriera la misma niñez aislada que él
había atravesado. No era capaz de cuidar a un bebé.

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Ni de sacar a un toro del barro sin ayuda.


Mai, la madre de Toby, no quería a su propio hijo.
Toby se movió y gimió entre sueños. Lucy lo abrazó, en un gesto automático.
No se despertó. No era necesario. El niño estaba fuertemente apretado contra ella.
Había un bebe en el pasado de aquella mujer. Era imposible que no fuera así.
Tal vez hubiera cedido a un hijo en adopción cuando era más joven. Tal vez
hubiera tenido un hijo que había muerto. No había otra explicación para su conducta.
Bajó la mirada al suave pelo rubio, derramado sobre la almohada, y su corazón
volvió a encogerse.
Tal vez…
Lucy Sefton era una abogada de la ciudad y no le gustaba mucho su trabajo. Su
infelicidad resultaba evidente. Seguía siendo una chica del campo.
Además, sus brazos rodeaban a Toby como si fuera lo más natural del mundo.
Kern se inclinó y arropó a mujer y niño, con cuidado de no despertarlos.
Después se retiró y se quedó mirándolos.
Había algunas cosas que un hombre no podía evitar. Sería inhumano si lograra
resistirse.
Extendió una mano y acarició suavemente la mejilla de Lucy, durante un breve
instante de ternura.
Estaba en el sitio que le correspondía. Aquél era el lugar de Lucy Sefton.
Se quedó paralizado al darse cuenta. Tendría que hacer algo.
Volvió a su solitario dormitorio con la cabeza hecha un torbellino. Se metió en
la cama y se quedó mirando el techo, iluminado por la luna. Repasó mentalmente las
cosas que debía hacer al día siguiente. Tendría que reorganizar unas cuantas
reuniones y cambiar la fecha del vuelo a Nueva York. Ya no podría viajar el lunes.
No podía viajar antes de haber hecho algo con Toby.
Y con Lucy.
No dejaban de introducirse en sus pensamientos, una y otra vez, por mucho
que intentara concentrarse en otras cosas. Mujer y niño parecían inseparables en su
mente.
Resignado, decidió dejarse llevar por la corriente de sus pensamientos.
Encendió la luz y tomó la agenda.
Se alegraba de tener el teléfono móvil. Era posible que el teléfono de la casa no
funcionara en una semana.
Abrió la hoja correspondiente al viernes.
Llamar a Pete para que puje por el semental, escribió.
Retrasar la decisión sobre la bolsa.

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Comprobar riesgo de inundaciones en el terreno contiguo. ¿Negociación del precio?


Posponer el viaje a Nueva York.
Entonces detuvo el bolígrafo, como si no pudiera decidirse, y se quedó con la
mirada perdida.
No sabía si estaría dispuesta.
Saltaba a la vista que Lucy no estaba satisfecha con su vida. Lo que no sabía era
si podría convencerla si hacía que la perspectiva le resultara suficientemente
atractiva.
Corría un gran riesgo.
Antes tenía que averiguar más cosas sobre ella. Era lo más razonable. No quería
involucrarse con una mujer que lo utilizara como había hecho Mai.
Aunque sabía que Lucy sería incapaz de hacer algo así.
—Usa el cerebro y no el corazón —se dijo—. El instinto no lo es todo, y lo sabes.
La única forma de enfrentarse a esto consiste en planear las cosas detenidamente.
—Nunca accederá —se contestó a sí mismo.
—¿Por qué no? Le encanta este sitio. Tienes mucho que ofrecerle.
Se tumbó en la cama y se quedó mirando el techo durante un buen rato.
Era un riesgo. Un riesgo enorme. Pero Kern McAllister no era un hombre que
huyera del peligro, y tenía mucho que ganar. Muchísimo.
Recordó el tacto del cuerpo de Lucy, junto a la bañera, y sonrió a la noche.
Lucy Sefton era una mujer notable.
Muy notable.
Se incorporó, decidido, y volvió a abrir la agenda.
Había tomado una decisión, y estaba convencido de que era adecuada.
Solicitar un informe sobre Lucy Sefton, escribió.
A continuación pasó la página al sábado.
Si el informe es satisfactorio, convencer a Lucy Sefton para que se case conmigo.

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Capítulo 8
Lucy se despertó al oír el sonido de las gallinas que cacareaban y escarbaban
bajo la ventana de su dormitorio.
También le llegó la voz de Kem, desde el exterior.
Y el olor a copos de avena quemados.
Confundida, se estiró, y el niño que dormía a su lado se estiró con ella.
Toby abrió los ojos y miró con precaución a la mujer que estaba a su lado.
Al verla, sonrió.
—Bueno, bueno —dijo Lucy con una sonrisa—. Buenos días, jovencito. Has sido
muy bueno. No te has despertado en toda la noche.
Se detuvo en seco cuando oyó la voz de Kern en el exterior.
—Vamos, chicas, vamos. Tengo avena para vosotras, muy quemada, como os
gusta. Venid a buscarla. La avena carbonizada es estupenda para las plumas. Vamos,
chicas.
Lucy guardó silencio.
—Vamos…
Algo cayó al suelo con un golpe seco. Oyó un grito de sorpresa, y después se
hizo el silencio.
Las gallinas se habían callado por completo. Al parecer, todas se habían ido
corriendo.
—Vale, Bluey, si insistes, pruébalo. No creo que te siente mal olisquear esta
asquerosidad.
—Oh. Dios mío —dijo Kern al cabo de un instante—. Estás completamente loco.
¿Así que te dejas la comida de lata porque lo que te gusta es la avena quemada?
Lucy rió.
—Bueno, ya es suficiente —dijo Kern alzando la voz—. Soy vuestro dueño,
¿sabéis? Si os digo que comáis avena quemada, tenéis que hacerme caso.
—Sí, señor —dijo Lucy en voz baja, mirando a Toby—. A ver si adivinas qué
hay para desayunar. ¿Crees que tu padre nos va a dar avena quemada también a
nosotros?
Se levantó para cambiar los pañales a Toby y prepararle el biberón, y volvió con
él a la cama. Unos minutos después, Kern apareció en la puerta.
Sonrió al ver la cara de sorpresa de Lucy.
—¿Ya estás despierta?
Kern llevaba unos vaqueros y una camisa. A juzgar por su aspecto, llevaba
varias horas despierto.

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Lucy se subió la colcha de forma instintiva. Se había puesto una camiseta de


Kern para dormir, pero no se sentía demasiado presentable.
No recordaba cuánto tiempo hacía que no había un hombre en su dormitorio.
—Sí, ya estamos despiertos.
Lo miró con hostilidad, con la esperanza de que decidiera no entrar, pero no le
sirvió de nada.
—¿Qué tal tienes el pie? —preguntó sentándose en el borde de la cama.
—Pasa, siéntate y te lo diré —contestó Lucy con voz de pocos amigos.
—De acuerdo, he captado la indirecta. En serio, ¿qué tal está tu pie?
—Muy bien.
—¿Puedo verlo?
Levantó el borde de la colcha y Lucy apartó la pierna rápidamente.
—¡Vuelve a taparme!
—¿Te parece una indecencia que te vea los pies?
—Me parece una indecencia que entres sin permiso en el dormitorio de una
mujer y le levantes las mantas sin previo aviso.
—Si te aviso que voy a levantar las mantas, ¿puedo levantarlas?
—¡No!
—Discúlpeme, señorita —miró a Toby con interés—. ¿Es que los bebés no hacen
nada más que comer y dormir?
—A veces se ponen a llorar como locos.
—Creo que prefiero las dos primeras opciones. Mientras mi hijo desayuna,
¿quieres que te traiga algo a ti? ¿Tostadas? ¿Cereales? ¿Huevos con panceta
ahumada?
—¿No me podrías traer un poco de avena quemada? —preguntó con exagerada
inocencia.
—Se ha terminado.
—Pero las gallinas han comido avena quemada —se quejó aparentando
desilusión—. Hasta el perro. Sin embargo, a mí no me has dejado nada. No es justo.
Kern rió, con un sonido que estremeció a Lucy hasta la médula.
—Está bien —se acercó a la ventana y la abrió—. Veo que las gallinas no han
apreciado mis esfuerzos culinarios. Aún queda bastante avena en el fondo del
barreño. Iré a buscarla si quieres.
—No es necesario —confesó Lucy—. No quiero comida de segunda mano. Me
conformaré con unas tostadas. Ahora mismo me levanto.
—Quédate en la cama y te traeré las tostadas —ordenó Kern.

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—Pero…
—Ya va siendo hora de que te des cuenta de que no sirve de nada llevarme la
contraria —le dijo con firmeza—. Creo que deberías ir acostumbrándote.
—Espero que ese río vuelva deprisa a su cauce. De lo contrario, creo que tendré
que tomar varias medidas drásticas.
—¿Por ejemplo? —preguntó Kern desafiante, con las manos en las caderas.
—Por ejemplo, enseñarte que no todo el mundo tiene por qué obedecer tus
órdenes. Y yo menos que nadie.

Aquél fue el principio de un día muy raro.


Lucy vagaba por la casa, cuidando a Toby, pero sin nada más que hacer.
Kern se encerró en su despacho y se puso a hablar por teléfono continuamente.
Evidentemente tenía mucho trabajo que hacer, aunque cada media hora salía a ver
qué tal estaban Toby y ella.
Los dos estaban muy bien.
Lucy sacó un libro de la estantería y se sentó a leer en el porche, con Bluey
tumbado a los pies y la cuna portátil de Toby al lado.
Aquel lugar era precioso.
Desde donde estaba sentada, podía ver y oler el jardín. El ganado pastaba
plácidamente detrás de la verja, y más allá de los pastos, el mar rompía contra la
playa.
Pero no le resultaba muy fácil relajarse cuando la miraba Kern McAllister. Su
despacho tenía una ventana que daba al porche, y Lucy era consciente de que no le
quitaba los ojos de encima.
A medida que transcurría el día era cada vez más consciente de la atención de
Kern. Aparecía continuamente en el porche y se quedaba a mirar mientras Lucy daba
de comer a Toby, jugaba con Bluey o se concentraba en la lectura.
Se limitaba a mirar. Era como si estuviera evaluándola.
—Tengo la impresión de que esperas que me salga otra cabeza —se lamentó
Lucy a media tarde—. Por favor, vete a mirar a tus vacas y déjame en paz. Me haces
perder el hilo de lo que estoy leyendo.
—Lo siento —sonrió y se acercó para mirar la portada del libro—. Cría rentable
de las gallináceas. Vaya. Una lectura apasionante.
—Sería apasionante si no dejaras de interrumpirme. ¿Sabías que a las gallinas
les pueden salir hongos en los pies, además de sufrir otras cuarenta y nueve enferme-
dades terribles? Todas ellas parecen ser mortales, y la mejor forma de atajarlas
consiste en comerse a las aves infectadas. ¿Qué te parece esa cura? Estoy segura de
que no quedaría muy bien en un libro de medicina humana.
—A ti te comerían, sin lugar a dudas.

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—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Lucy con desconfianza.


—Que no parece que haya otra forma de curarte. Perdiste un hijo, ¿verdad?
—Eso no es…
—No, no es asunto mío —se encogió de hombros y se metió las manos en los
bolsillos—. Sé que no tienes por qué hacerlo, pero me gustaría que me contaras lo
que ocurrió con tus propias palabras.
—¿Con mis propias palabras?
—Sé que tu hijo tenía un año cuando murió en un accidente de coche —dijo
Kern con delicadeza—. Conducía tu ex marido.
—¿Cómo lo sabes?
—Me he informado sobre tu pasado.
—Ya veo.
—Pensé que ya era hora de averiguar qué es lo que mueve a Lucy Sefton.
—¿Y lo has averiguado?
—Sí.
El dolor resultaba sofocante.
—¿Se puede saber de qué te has enterado? —preguntó con un hilo de voz.
—De casi todo, creo. No has tenido una vida muy fácil. Tu padre se marchó
cuando tenías cinco años, y tu madre se esforzó todo lo que pudo para mantener la
granja en pie. Empezaste a estudiar derecho con una beca, pero entonces la granja se
incendió y te fuiste a vivir a Sydney con tu madre. Dejaste los estudios para trabajar
de administrativa y mantenerla, pero ella murió poco después, de modo que volviste
a la universidad. Entonces conociste a Craig Timms. ¿Quieres hablarme de él?
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Tal vez no sea necesario. El informe sobre tu ex marido no es muy favorable
—frunció el ceño—. Estaba en la misma clase que tú; parece que se dedicó a vivir su
vida antes de ponerse a estudiar. Sus padres tenían dinero. Eras muy joven, y te
casaste con él poco después de la muerte de tu madre. ¿Lo hiciste porque necesitabas
tener a alguien a tu lado? En cualquier caso, no funcionó. Se marchó con otra mujer,
tengo entendido que más rica aún que él, dejándote embarazada.
—¿Cómo te atreves…?
—Así que conseguiste terminar la carrera y tuviste a tu hijo Michael. Lo
llamabas Mickey. Un día Craig se lo llevó, en una visita parental, y tuvo el accidente.
Aquello parecía un chiste. Kern hablaba como si Craig tuviera por costumbre
salir con su hijo todos los fines de semana. Como si quisiera conocerlo.
Había sido la primera vez.

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Lucy había tenido que insistir mucho. Quería que Craig conociera a su hijo. Por
fin, consiguió convencerlo para que lo llevara a ver a sus padres. No quería que
Mickey creciera sin saber quién era su padre.
Lucy apenas recordaba a su padre, y le dolía tanto que estaba decidida a evitar
que le ocurriera lo mismo a su hijo, aunque Craig no mostrara ningún interés.
Por fin habían intervenido los padres de Craig, que estaban desesperados por
conocer a su nieto, de modo que Craig se lo llevó. Apenas habló con ella mientras
metía al niño en el coche.
—Lo traeré dentro de un par de horas —prometió.
No volvió a verlo con vida. Craig no se había tomado la molestia de poner el
cinturón de seguridad al niño, en su silla. Dio un frenazo y Mickey atravesó el
parabrisas.
Fin de la historia.
—Debes echarlo mucho de menos —dijo Kern con delicadeza—. Y ahora estás
sola. Sin padres, sin novio ni parientes. Prácticamente no tienes vida social. Ni
siquiera un perro ni un gato, ni un triste pez.
—¿También sabes que hago cerámica los jueves por la tarde? ¿Y que duermo
con pijama y que odio la pizza?
—Por supuesto —contestó Kern con una sonrisa—. Los martes vas a la
biblioteca. Te gusta la literatura romántica y los libros sobre enfermedades de las
gallinas. Como verás, estoy bien informado.
—Me alegro mucho por ti —tomó la muleta y se puso en pie—. Si no te
importa, ya que sabes tanto sobre mí, puedes pensar en mi pasado sin necesidad de
que yo esté delante, porque, desde luego, yo no quiero saber nada más sobre ti. Ni
una cosa más. Ya tengo bastante.
—Lucy…
—Fuera de mi vista.
—Ha sido un informe superficial. Lo hago con todos mis empleados. No tienes
por qué ponerte así.
—¿Que no tengo por qué ponerme así? No soy tu empleada, y te aseguro que
jamás trabajaré para ti. No tenías derecho a investigarme.
—Todo lo que he averiguado es del dominio público, si se sabe a quién
preguntar.
—Y estoy segura de que sabes a quién preguntar. Te da igual inmiscuirte en la
vida privada de los demás, ¿verdad? Te aseguro que en cuanto vuelva al trabajo
pediré que me retiren de todo lo que tenga que ver con tus asuntos. No tenías
derecho a meter las narices en mi vida. Ningún derecho.
—Excepto…
—¿Qué? —ladró.

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—Excepto porque quiero casarme contigo.


Aquellas palabras se quedaron colgadas en el aire.
—No entiendo qué quieres decir —susurró.
—Es muy sencillo —se acercó y la empujó a la mecedora con delicadeza—. Te
estoy pidiendo que te cases conmigo.
—Debes estar bromeando —dijo Lucy en voz casi inaudible.
—No he hablado más en serio en toda mi vida —dijo Kern, sin rastro de la
sonrisa que adornaba su rostro un momento atrás—. Y debo decirte que jamás había
pedido a una mujer que se casara conmigo. Ésta es la primera vez.
—Bueno, me alegro por ti —se apoyó en el respaldo e hizo acopio de fuerzas—.
¿Se puede saber a qué debo este honor?
—Es una decisión muy razonable.
Dudó y se inclinó hacia delante. Tomó entre sus manos las manos de Lucy, que
no tuvo energía para retirarlas.
—No puedo cuidar de Toby —continuó Kern—. Estoy seguro de que te das
cuenta. Me paso la vida viajando. Tengo tres propiedades en Australia y varias en el
extranjero. Ahora que este sitio marcha bien, tengo suerte si consigo pasar más de un
par de semanas por año aquí. ¿Cómo puede vivir Toby con un padre así?
—No puede. Tendrás que reorganizar tus negocios si quieres quedarte con tu
hijo.
—Los negocios son mi vida. Eso es lo que soy, un hombre de negocios.
—Estupendo, pero no tiene nada que ver conmigo, excepto que hace que sienta
mucha, mucha lástima por tu hijo.
—Ya lo sé —se arrodilló y sujetó sus manos con más fuerza—. Me doy cuenta
de lo que sientes por Toby, después de veinticuatro horas. Eres lo que necesita, y él es
lo que tú necesitas. Tu hijo murió…
—¿Y me ofreces uno de repuesto? —preguntó con incredulidad.
—Nunca haría algo así —protestó Kern—, pero estoy seguro de que aún tienes
abierta la herida que te dejó la muerte de Mickey. Sé que te encanta el campo. Lo veo
cada vea que miras las tierras. Tengo la impresión de que no quieres volver a la
ciudad. Eres fuerte, valiente, cariñosa y divertida. Tienes todo lo que podría desear
en una esposa. Podrías vivir muy bien aquí. Si quieres trabajar, puedes encargarte de
parte de los asuntos de mis empresas, y si prefieres dedicarte a otra cosa, aquí cerca
hay un bufete con un solo abogado, un anciano, y estoy seguro de que le encantaría
que le ofrecieras tu ayuda unas horas por semana. Podrías llevar una buena vida.
—Y librarte de la responsabilidad de Toby.
Lucy comprobó que por fin había recuperado el tono normal, ahora que su
cólera iba bajando. Aunque estaba muy lejos de desaparecer.

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—No, acepto completamente la responsabilidad por Toby, pero si me caso


contigo podría proporcionar a mi hijo todo lo que necesita.
—¿Por qué no contratas una niñera, simplemente?
—No quiero que se críe con niñeras —se puso en pie y contempló al bebé
dormido—. Yo me crié con niñeras. Llegaban, me encariñaba con ellas y se
marchaban. Al final tuve que aprender a no encariñarme.
—Así que me ofreces un trabajo fijo.
—Sí —se incorporó para mirarla—. Lo he pensado muy a fondo. Creo que
podría funcionar.
—¿Qué te hace pensar que quiero casarme contigo? ¿Qué motivos podría tener
para volver a casarme?
—De eso se trata —contestó con firmeza—. Has vivido demasiado para tener
esperanzas de casarte por amor. ¡Amor! No tiene nada que ver con el matrimonio, y
los dos lo sabemos. Lo intentaste una vez y fue un desastre. Deberías haberlo
imaginado. El matrimonio de tus padres también fue un desastre, igual que el de los
míos. Es una locura. El matrimonio por amor es un cuento de hadas. Lo que te
ofrezco es un trato, un buen negocio.
—¿Quieres decir que pretendes pagarme un sueldo? —preguntó con
incredulidad.
Kern sonrió y negó con la cabeza.
—Claro que no, pero sé que tu situación económica no es muy buena. Tengo
entendido que pasaste bastante tiempo pagando las deudas de tu madre. También
me doy cuenta de que es posible que no quieras vivir confinada aquí para siempre.
Redactaré… o tal vez tú puedes redactar un contrato con todas las cláusulas
necesarias para asegurar tu bienestar si te marchas al cabo de unos años.
—Al cabo de unos años…
Lucy estaba tan atónita que no podía hablar.
—Bueno, podríamos estipular en el contrato que puedes hacer lo que quieras
dentro de diez años, por lo menos. No te estoy pidiendo que compartas mi vejez.
Sólo tienes que quedarte hasta que Toby tenga la edad suficiente para no necesitarte
tanto. Anoche, cuando se me ocurrió, pensé que tal vez querrías tener otro hijo
tuyo… nuestro. Bueno, si es así, no tengo inconveniente.
—Qué magnánimo por tu parte.
—A Toby le vendría bien tener un hermanito, y a mí no me importa. A fin de
cuentas, no paso mucho tiempo en esta casa.
—Pero pasarías el suficiente para engendrar un hijo, en mí.
—No sería ningún problema, Lucy. Créeme.
—No me lo puedo creer.

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—Ya sé que es una decisión muy drástica, pero no creo que sea imposible. Creo
que podrías ser muy feliz aquí. Y Toby… —miró al pequeño—. Ya te has enamorado
de Toby. Cualquiera se daría cuenta. Incluso si tú y yo acabamos separándonos, si la
amistad no perdura, habré dado a Toby una madrastra que lo querrá durante el resto
de tu vida. Ya te conozco lo suficiente para darme cuenta de que si te marchas
mantendrás el contacto con Toby. Creo que es el mayor regalo que puedo hacer a mi
hijo.
—¿Yo soy el mejor regalo que puedes hacerle?
—Sí.
Lucy guardó silencio, indignada. Sabía que si abría la boca estallaría.
—Piénsatelo —dijo Kern, mirando a su hijo—. Yo me lo he pensado, y creo que
funcionaría. Me daría una base sólida a la que volver al venir a casa.
—La mujercita —dijo Lucy con sarcasmo.
—La idea resulta bastante atractiva —sonrió—. Me gustas físicamente, y creo
que podríamos ser amigos. Haremos que funcione.
Amigos. Aquella palabra sonaba fría como el hielo.
Kern McAllister esperaba una respuesta. Tendría que dársela.
—Todo esto es basura —dijo en tono neutro.
—Lucy, tienes que pensar con calma.
—No.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que no tengo nada que pensar —gritó—. De todos los
capitalistas arrogantes y autocráticos… ¡Eres un gusano! Tienes un serio problema.
Un problema muy grave. Tienes un hijo que crees que te puede resultar útil en el
futuro para hacerte compañía cuando envejezcas. O tal vez has pensado que la
opinión pública no se tomaría muy bien que lo entregaras a un orfanato. Hasta es
posible que… ¡Milagro! ¡Puede que te remuerda la conciencia! Realmente quieres que
tu hijo tenga una madre. Así que, miras a tu alrededor y ves a Lucy Sefton, una chica
insignificante, con las manos vacías y con un gusto nefasto a la hora de elegir marido.
La ventaja que tiene es que ha aprendido mucho. Ha aprendido que los errores sólo
se cometen una vez. ¿Matrimonio? No volvería a casarme por nada del mundo. Ni
ahora ni nunca. Y en cuanto a la idea de casarme contigo, como negocio… Tienes que
estar completamente loco.
—No estoy loco, Lucy —dijo con calma—. Si olvidas tu orgullo durante un
momento…
—¿Mi orgullo?
—Tu orgullo. Lo que te ofrezco es algo razonable y muy ventajoso. No es
ningún insulto.
—No se parece a ninguna proposición de matrimonio que haya oído en la vida.

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—No, pero nosotros no somos personas normales. Sabemos mucho más que la
mayoría.
—¿Y qué pasará si te enamoras? ¿O si me enamoro yo? ¿Qué ocurriría
entonces?
—Casi nunca estoy en casa —sonrió—. La verdad es que no creo que ninguno
de los dos se vaya a enamorar localmente, hasta el punto de destruir lo que es
importante para Toby y para el otro niño, si tenemos otro hijo. Confío en que tengas
suficiente discreción para ocultar tus aventuras, y yo haré lo mismo. Te prometo que
no habrá más líos como el de Mai Carrington. Tendrías que aparecer en público
conmigo para evitar que surjan rumores, pero no creo que sea un problema.
—Por favor, no quiero seguir hablando de esto —murmuró—. Por favor.
—¿Por qué no?
Lucy miró a Kern y supo sin lugar a dudas que no encontraría la felicidad en el
matrimonio que le proponía. Se volvería loca. Porque Lucy Sefton ya se había
enamorado perdidamente del hombre que la pedía en matrimonio.

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Capítulo 9
—Déjame entrar—dijo levantándose—. Esta conversación es estúpida.
—Sólo quiero que te lo pienses, Lucy.
—No hay nada que pensar. No quiero casarme contigo. Eso es todo.
—¿Por qué no?
—Porque tengo cosas mejores que hacer con mi vida.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, cualquier cosa que no sea casarme contigo. Es una verdadera
estupidez.
Lucy intentaba alcanzar la muleta. Kern se inclinó para recogerla, pero en vez
de entregársela la apoyó en la barandilla y sujetó a Lucy por la cintura.
—No rechaces esto a la ligera —dijo suavemente, sujetándola con firmeza
mientras hablaba—. Tengo intención de convencerte, cueste lo que cueste. Creo que
podríamos conseguir que funcionara.
—No.
—Serías una esposa encantadora —la apretó contra sí, y ella no pudo resistirse
con sólo un pie—. Lucy…
—Suéltame.
—Hasta podría ser divertido.
Desde luego que sí. Podría ser maravilloso, durante las dos semanas al año que
figurasen como "familia" en la agenda de Kern. Estaba dispuesto a dedicar nada
menos que catorce días a la familia feliz. Excelente.
—No sabes lo que dices —dijo Lucy con voz quebrada—. Suéltame, por favor.
Kern tenía las manos entrelazadas detrás de su cintura, y sus senos se apretaban
contra su pecho. No podía hablar con seguridad.
—Prométeme que te lo pensarás.
La besó con ternura en el pelo, y Lucy tuvo que esforzarse para no estallar en
llanto.
—Suéltame.
—Aún no.
Tomó su barbilla con la mano y la levantó para mirarla a los ojos. Examinó su
cara, intentando leerla.
—No me mires así, Lucy —continuó, con suavidad—. Ya te he dicho que no
quiero hacerte nada malo. Nunca. No sé qué te habrá ocurrido en el pasado, pero te
prometo que no empeoraré las cosas.

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—Suéltame, por favor —suplicó en un susurro.


—Eres preciosa, Lucy —dijo mirándola con algo parecido a la pasión—. Tienes
que creerme. Estaría orgulloso de que fueras mi esposa.
Una esposa a tiempo parcial. La idea resultaba insoportable.
Pero lo que resultaba más insoportable aún era lo que pretendía hacer Kern
McAllister en aquel preciso instante.
Desde luego, no pretendía estrecharle la mano, pensó Lucy desesperada, sin
poder zafarse de su abrazo.
Kern estaba bajando la cabeza, y como seguía sujetándole la barbilla, no le
dejaba escapatoria.
Sus labios se encontraron.
Tal vez pretendiera darle un beso para infundirle confianza.
Tal vez empezara así.
Cubrió con sus labios los de Kern y se colocó, como si estuviera preparándose
para la acción. Y la acción llegó.
La sensación era indescriptible. En el corazón de Lucy dominaba la cólera, y fue
con cólera como lo recibió, empujándole el pecho para que la soltara. Pero Kern la
sujetó con más fuerza, y la resistencia de Lucy se desintegró en unos instantes.
No podía seguir combatiéndolo, ni podía mostrar indiferencia.
Era un hombre demasiado notable. Su sabor, su olor, la fuerza de sus labios,
suaves y sin embargo duros, determinados y sin embargo suaves, fueron demasiado.
Los sentimientos que acababa de reconocer asaltaron a Lucy con una fuerza tan
cegadora que si Kern McAllister no la hubiera estado sujetando se habría caído.
Pero en vez de caerse comprobó, horrorizada, que abría los labios para
responder a la necesidad apremiante de sentir cerca de sí a aquel hombre. Lo deseaba
con todas sus fuerzas.
Kern sintió su respuesta. Durante un fugaz instante, Lucy sintió que se ponía
rígido, y después, sus labios se movieron en un gesto de posesión absoluta.
De triunfo.
Kern la exploró a fondo con la lengua, mientras recorría con las manos la suave
tela de la camisa que llevaba Lucy, la camisa que ya la hacía sentirse parte de él. Poco
a poco, subió las manos hasta sus senos.
Estaba seguro de estar consiguiendo lo que quería.
Lucy se dio cuenta en el momento en que los dedos de Kern encontraron el
cierre de su sujetador, y aquello le confirió la fuerza necesaria para apartarse.
—¡No!
El movimiento frenético de Lucy hizo que Kern la soltara al instante. Se había
rendido a su abrazo, y de repente era como un gato con las uñas sacadas.

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—Apártate de mí —dijo en tono amenazante.


—No creo que hables en serio —dijo Kern con calma.
Había bajado las manos a los lados, y estaba apoyado en la barandilla del
porche, mirándola con calidez.
—Creo que te apetecía tanto como a mí —continuó, sonriente.
Alargó las manos para volver a sujetarla, y Lucy se echó hacia atrás, a pesar del
dolor del dedo.
—Creo que esas dos semanas al año podrían ser muy interesantes —dijo Kern,
soltándola y entregándole la muleta—. Muy, muy interesantes. Piensa en ello. Lo que
te propongo es muy razonable. Tu cuerpo lo sabe, aunque tu cabeza se niegue a
reconocerlo.
Muy razonable. Ser su mujer durante dos semanas al año. Lucy se contuvo a
duras penas para no golpearlo con la muleta y borrarle la estúpida sonrisa.
También se contuvo a duras penas para no llorar.

De algún modo, Lucy consiguió superar una tarde interminable.


Kern preparó una ensalada y unos filetes.
Lucy cenó sin hablar, sin saborear la comida, y cuando terminó rechazó el café y
declaró su intención de irse a la cama.
—¿Te da miedo seguir levantada? —preguntó Kern.
—Todo marchaba muy bien antes de que empezaras con tus estúpidas
proposiciones —espetó.
—No son tan estúpidas. Dame cuarenta días y cuarenta noches y te convenceré
—se inclinó hacia ella—. ¿Puedo darte un beso de buenas noches?
—Atrévete y te mandaré al otro lado del río de un puñetazo. Mantente alejado
de mí.
—¡Vaya! —sonrió—. No hace falta que te pongas así. Si rechazas mi oferta
después de haberla meditado a fondo, respetaré tu decisión. Sólo quiero que lo
pienses.
—¿Y me dejarás en paz?
—Si es lo que quieres verdaderamente, sí. Lo que pasa es que no estoy muy
seguro de que lo hayas pensado bien.
—Será mejor que estés seguro —replicó—, porque no tengo nada más que
pensar. Te he dicho que no, y no voy a cambiar de idea. No cambiaría de idea
aunque ese maldito río tardara cuarenta años en bajar.
—Si fuera el único hombre del mundo… —bromeó.
—Ni aun así estaría interesada —respiró profundamente—. Te doy las buenas
noches, pero sólo por educación—. Espero que tengas la almohada llena de plomo.

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La almohada de Lucy no estaba llena de plomo, pero le hacía falta algo más que
una buena almohada para conciliar el sueño.
En aquel momento debería estar en un avión, con rumbo a Hawai. No debería
haber llegado siquiera a conocer a Kern McAllister. Sólo era una abogada
insignificante, y no quería ser otra cosa.
Dio vueltas y más vueltas en la cama, y cuando por sin se quedó dormida, sus
sueños fueron agitados.
Lo que Kern le proponía era una pesadilla.
Resultaría muy fácil decir que sí. Casarse con Kern McAllister, vivir en aquella
casa y verlo de vez en cuando.
En aquello consistía la tentación, pensó con amargura, con la vista clavada en el
techo. Empezaba a pensar que dos semanas al año eran mejor que nada.
Si seguía así se volvería loca.
Durante dos semanas al año, Kern la trataría como una amiga. Una conocida.
Alguien a quien había convencido para llegar a un acuerdo.
Tenía que salir de allí. Era imprescindible.
Toby se despertó al amanecer y empezó a hacer pucheros. Lucy preparó un
biberón, pero no parecía ser el hambre lo que había despertado al bebé.
Su mundo había cambiado. La niñera que siempre había cuidado de él no
estaba allí, y aunque Lucy se desvivía por él, tal vez Toby fuera un niño inteligente y
percibiera su tensión.
Tomó al bebé en brazos e intentó tranquilizarlo con palabras suaves, mientras
recorría la habitación.
Le dolía menos el pie. Si sólo apoyaba el talón podía caminar. Aun así le
molestaba bastante, y al cabo de media hora empezó a dolerle tanto como al
principio.
—Vamos, Toby, cariño —el bebé contuvo un sollozo y se apretó contra su
hombro—. Venga…
—¿Necesitas ayuda?
Al oír la voz, procedente de la puerta, Lucy se estremeció sobresaltada. Kern
McAllister estaba en el umbral, contemplándolos.
—No me des esos sustos —protestó Lucy—. Casi se me cae el niño.
—Pensé que ya se te había caído. Si no es así, ¿se puede saber por qué llora?
Se había puesto unos vaqueros, pero no llevaba nada más. La tenue luz de la
aurora realzaba su figura, haciendo su masculinidad insoportable.
—Tú sabrás. Eres su padre.
—¿Bromeas?

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Estaba verdaderamente indefenso en lo tocante a su hijo. Por lo menos en aquel


aspecto de su vida, Kern McAllister carecía de recursos.
Lucy contuvo una mirada irónica, pero al final cedió. Aquel nombre necesitaba
ayuda, y sería Toby quien más sufriera si no se la prestaba.
—No parece nada grave. Tampoco está llorando con mucha fuerza. Parece
incómodo, nada más.
—Supongo que no se puede acostumbrar a ti de un día para otro —dijo Kern,
pensativo.
Lucy se detuvo en seco. Tenía razón.
De modo que no sabía qué estaba haciendo, al estrechar los lazos con un bebé
del que se separaría en poco tiempo. Y el padre del bebé estaba a su lado. Se sentía
estúpida.
La muerte de Mickey le había dejado un gran vacío en el corazón, pero no tenía
sentido que lo rellenara con Toby, cuando no tenía intención de quedarse. Lo que
estaba haciendo era cruel para el niño y para sí misma.
De modo que sólo había una cosa que pudiera hacer.
—Hay que pasearlo —dijo con firmeza.
Con un gesto decidido y rápido, entregó al bebé a su padre. Kern se sorprendió
tanto que tomó a Toby en brazos antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Al
reaccionar, palideció visiblemente.
—¿Pasearlo? —bajó la vista a Toby y volvió a mirar a Lucy—. ¿Qué quieres
decir con eso?
—Algunos padres ponen a los niños en el carrito y los llevan a dar una vuelta
—Lucy se encogió de hombros—. Supongo que por aquí no debe resultar muy fácil.
Podrías llegar hasta el río, por el camino, y volver, o tal vez podrías llevarlo un poco
más lejos con el tractor. La alternativa consiste en dar vueltas con él por la habitación
hasta que se quede dormido. Cántale canciones. Cuéntale cuentos. Léele el informe
de la bolsa, si eso es lo que lo calma. Hagas lo que hagas, creo que ya va siendo hora
de que yo me retire. Me duele el pie. Toma un biberón y un pañal de repuesto.
Llévate la cuna al salón, y déjalo en tu habitación hasta que se quede dormido. Es tu
responsabilidad.
—Pero… —balbuceó Kern, atónito.
—Ya va siendo hora de que los McAllister se relaciones entre ellos —dijo Lucy
con firmeza—. Adelante, ocúpate de tu hijo. Yo me voy a dormir.

Por supuesto, no se pudo quedar dormida.


Se quedó tumbada, esperando oír en cualquier momento el llanto frenético del
niño. Pero no fue así. Kern dio unas vueltas por la casa con el niño, y después salió
con él al porche. Podía oírlo.
Escuchó mientras Kern saludaba al perro en el exterior.

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—¿Se te dan bien los bebés, Bluey? Toby, mira qué perrito más bonito.
Se oyó un ladrido ahogado, y Toby volvió a hacer pucheros.
—¿No te interesa? ¡Por favor, Bluey! Te huele el aliento como si no te hubieras
lavado los dientes en varias semanas. Parece que no me vas a servir de ayuda.
Después, Lucy oyó que los pasos volvían a la casa. Por fin, Kern se fue a su
despacho, sin dejar de hablar con el niño, que lloraba débilmente. La voz de Kern se
había convertido en un murmullo suave y constante.
Lucy no sabía qué estaba haciendo. Tal vez estuviera cantando a su hijo. Al
final, la tentación se hizo irresistible.
Salió de la cama y caminó en silencio por la casa. La puerta del despacho estaba
entornada. A juzgar por la procedencia de la voz de Kern, estaba en la mesa.
Los sollozos de Toby aumentaron ligeramente.
—Sí, eso es lo que creo —decía Kern—. Sabia elección. Estoy de acuerdo contigo
en que no resultaría muy conveniente. No vamos a hacerlo, ¿verdad?
Toby contuvo la respiración y volvió a protestar.
—De acuerdo. Nunca me hizo mucha gracia la idea de esa inversión. Llamaré a
mi agente en cuanto esté seguro de que no lo vas a dejar sordo de un grito. Es una
buena hora para llamar a Nueva York, por extraño que te parezca. Lo creas o no, allí
es mediodía. Además, ya va siendo hora de que te presente a Sam. Pero, ¿qué
inversión vamos a hacer en el lugar de ésta, compañero? ¿Sabes una cosa? ¿Qué te
parece si miramos qué tal andan los minerales? Cuando mencione una empresa que
te parezca una buena inversión, dímelo, ¿de acuerdo?
A continuación empezó a leer en voz alta las cotizaciones de bolsa. Lucy tuvo
que llevarse una mano a la boca para no reír.
Parecía que los McAllister estaban por fin estrechando sus lazos.
Se volvió y caminó lentamente hacia su dormitorio. Su sonrisa desapareció.
Cuando llegó a la cama estaba a punto de llorar. , Al cabo de un rato se quedó
dormida.
Todo estaba en calma. No sabía qué habría hecho Kern con su hijo, pero había
conseguido que se callara.
Reinaba la paz en todas partes, excepto en el corazón de Lucy.

Bluey la despertó.
El perro había conseguido entrar en la casa. Empujó con el hocico la puerta del
dormitorio y se lanzó a la cama de Lucy de un salto. A continuación empezó a la-
merle la cara.
—Yo también me alegro de verte —saludó Lucy, divertida.

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El perro movía el rabo de un lado a otro, feliz, y el libro sobre la cría de las
gallináceas salió volando. Lucy se zafó de la masa de pelo blanco y negro, riendo,
para salvar justo a tiempo la lamparita de la mesilla de noche.
—Tu amo tenía razón al decir que te huele el aliento —protestó Lucy—.
Además, tienes las patas mojadas. La señora Clarence se enfadará cuando vea cómo
le estás dejando la colcha.
Se detuvo al ver lo que rodeaba el cuello de Bluey. Era una pequeña banderita.
En realidad, un trozo de papel en el que había algo escrito.
Los dedos de Lucy temblaron mientras tomaba el papel.
Lo creas o no, parece que brilla el sol. Toby, Bluey y yo hemos decidido salir a desayunar
a la playa. Las tortitas se están preparando. Lugar de reunión: porche trasero, dentro de diez
minutos.
P.D. De acuerdo, estás enfadada conmigo, pero no puedes culparme por haberlo
intentado. Si tardas mucho en levantarte dejaré entrar a las gallinas en tu habitación.
Resultaba difícil no sonreír.
Lucy se acercó a la ventana y miró. El jardín, los pastos y el mar brillaban a la
luz de aquel día perfecto.
Miró la nota, dubitativa, y supo que sería una falta de consideración negarse,
cuando Kern intentaba hacer las paces. Además, si no salía pronto del dormitorio,
Bluey lo destrozaría todo.
Después de ducharse, se puso los pantalones de Kern.

Kern y Toby esperaba en el porche. Había un todoterreno aparcado al lado,


lleno de termos, mantas y sillas plegables. Lucy se quedó mirándolo asombrada al
salir.
—¿Vamos a pasar una semana en la playa?
—No me gusta renunciar a las comodidades terrenales —contestó Kern,
sonriente—. Estás fresca como una rosa.
—No sabes nada de flores —se mordió el labio y miró a Toby, que contemplaba
el mundo con interés desde los brazos de su padre—. ¿Has conseguido dormirlo?
—Sí, se ha despertado hace un rato. He vendido muchas acciones. A Toby no le
gustaba ninguna de ellas.
—Me lo imagino. No me dirás que has tomado decisiones basándote en el llanto
del niño, ¿verdad?
—¿Por qué no? Deberías saber que estoy dispuesto a hacer todo lo que quiera
mi familia.
Su familia. El mensaje que le transmitía no dejaba lugar a dudas. Ella estaba
incluida.
Se sonrojó y caminó cojeando al vehículo.

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—Yo llevaré a Toby mientras conduces.


Tendió los brazos. Su corazón se encogió cuando Kern se acercó a ella. Era
demasiado atractivo. No tenía el aspecto de un hombre de negocios. Parecía un
vaquero, como cuando Lucy había llegado.
Llevaba unos vaqueros desgastados, una camisa de cuadros y unas botas muy
viejas. Incluso con el bebé en sus fuertes brazos, parecía formar parte de aquel sitio,
de aquella tierra.
Lucy sabía que tampoco parecía fuera de lugar en una reunión de negocios.
Aquel hombre era como un camaleón; se adaptaba a cualquier entorno con una
facilidad asombrosa.
Según lo que le dictara la necesidad. Su necesidad. Y ahora necesitaba algo.
Kern dudó antes de entregarle al bebé, y su sonrisa desapareció.
—Hay una cosa, Lucy. Si no te importa…
—¿Sí?
Lo miró extrañada. Por una vez, parecía inseguro.
—Si no te importa —repitió Kern, casi cohibido— Toby está un poco mojado.
Ha ocurrido hace diez minutos, te lo aseguro. No lo he dejado así todo el rato, para
esperarte. He pensado que… Si me hicieras el favor de cambiarlo te ganarías dos
billetes más a Hawai.
Lucy miró los ojos suplicantes de Kern y no pudo contener la sonrisa.
Era demasiado.
La tensión se disolvió como por arte de magia, en un millar de fragmentos de
luz de sol y la promesa de un día precioso, y Lucy Sefton estalló en una carcajada.

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Capítulo 10
El desayuno fue maravilloso. La playa a la que Kern los llevó estaba a algo
menos de trescientos metros de la casa, lejos de la desembocadura del río. Allí no se
notaba el efecto de la tormenta.
Con excepción de la gran extensión de arena húmeda, que probablemente
estaba por lo general seca y llena de conchas, no parecía que hubiera llovido.
Estaban completamente solos. La playa tenía varios kilómetros de arena, y el
tono del mar era turquesa.
—Hay que adentrarse mucho para que cubra el agua —explicó Kern,
observando el rostro de Lucy mientras detenía el coche—. Los tiburones no llegan
hasta aquí, y es un lugar seguro para nadar durante todo el año.
Se comportaba como un agente inmobiliario que pretendiera vender la
propiedad. Lucy lo miró y supo por qué la había llevado allí. En efecto, seguía
vendiéndole la casa. Seguía intentándolo.
No quería pensar en ello. No en aquel momento. No en aquella mañana mágica
que podía ser la última.
Salió del todoterreno con Toby en brazos y avanzó cojeando por la arena. Sus
pies iban dejando pisadas en la arena inmaculada. No había más huellas en varios
kilómetros.
Se sentía como si fuera la primera mujer del mundo. Como si estuviera en una
isla mágica, apartada del mundo y arrojada muy lejos de allí, a años luz de Sydney y
de su bufete. A años luz del dolor y de la soledad.
No podría estar mejor en Hawai.
Toby rió entre sus brazos y Kern la llamó.
—He traído una manta para tumbar a nuestro hijo.
Lucy se quedó paralizada.
—A tu hijo.
Kern asintió como si hubiera cometido un error sin importancia.
—Como quieras —dijo alegremente, extendiendo la manta.
Después puso el carrito a un lado, y sacó del todoterreno una gran sombrilla
para proteger a Toby de los rayos del sol A continuación sacó dos sillas y una mesa
plegables. Hasta había llevado un mantel.
Lucy lo miraba asombrada.
—Siéntate —ordenó Kern.
Lucy se sentó.
Kern colocó delante de ella una jarra de zumo de naranja recién preparado y
dos vasos. También había fruta fresca, cortada y colocada en dos platos.

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—¿Cuándo has hecho todo esto? —preguntó atónita.


—Toby ronca —contestó sonriente—. He intentado volverme a dormir, pero ha
sido inútil. No sé cómo lo soportas.
—No me había dado cuenta. A lo mejor yo también ronco.
—Oh, no. Vaya familia he ido a buscarme.
La sonrisa de Lucy desapareció.
No contestó. A Kern no pareció importarle. A continuación sacó unas tortitas de
una nevera portátil que al parecer también servía para mantener la comida caliente,
con montones de mantequilla batida y un tarro de arrope. Para completar las cosas,
sacó un termo de café humeante.
Lucy comió en silencio, con la vista perdida en el mar.
El viento cálido le acariciaba el pelo, tranquilizándola y relajándola. Las olas
rompían suavemente en la orilla, igual que hace mil años. Igual que dentro de mil
años.
Tenía los pies hundidos en la arena, que se estaba secando. Era como estar en
un mundo mágico.
El único problema estaba delante de ella.
Kern McAllister la miraba como si fuera un conejo que acababa de sacar de un
sombrero. Su mirada le decía que parecía muy orgulloso de su acto y quería que se
quedara. Para formar parte de la familia.
Aquello era precisamente lo que más deseaba Lucy, pero sabía los riesgos que
entrañaba.
Kern McAllister era un ave rapaz.
Un conejo y un ave rapaz no podían formar una familia.
Sólo había un final posible para una relación así, y Lucy no estaba dispuesta a
quedarse allí en espera de su destino.
Tenía que marcharse cuanto antes.
Dejó la taza vacía en la mesa y se levantó. El mar parecía llamarla. Tenía un
aspecto maravilloso.
—Deberíamos volver a la casa —dijo lentamente, mirando las olas en vez de
mirar a Kern.
Por algún motivo le resultaba muy difícil mirarlo. Suponía que les ocurría a
todas las posibles víctimas de las rapaces cuando estaban en compañía de un halcón.
—¿Por qué quieres volver? —preguntó Kern.
Lucy se encogió de hombros, sin mirarlo.
—Toby tiene que dormir.
—Ya está dormido. Sería una lástima despertarlo.

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—Pero me gustaría… me gustaría seguir leyendo.


—Claro. Comprendo que estés absorta en la lectura del apasionante libro sobre
gallinas. ¿Por qué no te lo has traído? Es lógico que estés impaciente por continuar
con la lectura, pero estoy seguro de que el libro no se va a escapar. Además, he
consultado la agenda, y he visto que sólo tengo un plan para hoy. Ayer me
impacienté y lo hice antes de tiempo. Creo que debería empezar desde el principio,
así que ¿te apetece un baño?
La sonrisa de Kern le indicó que no se proponía nada bueno.
—No, gracias.
—No sé por qué, pero sospechaba que ibas a contestar eso. Y también sé qué
más vas a decir. Que no te has traído el traje de baño.
De nuevo adoptó la actitud de un mago que sacara un conejo del sombrero,
pero en aquella ocasión sacó un trozo de tela del fondo de la cesta y se lo tendió.
—Aquí tienes —proclamó triunfante.
Lucy examinó la tela y se separó en dos partes. Era un biquini.
Lo primero que hizo fue preguntarse de quién sería.
—No lo quiero.
—Antes de que llegues a una conclusión precipitada, como de costumbre, te
diré que el año pasado estuvieron aquí dos hombres de negocios japoneses con sus
esposas. Una de ellas decidió bajar a la playa en el último minuto y se dejó olvidado
el bikini en el cuarto de baño. Le dije que se lo enviaría a Japón, pero insistió en que
no merecía la pena. Así que esta mañana me he puesto a buscarlo y lo he encontrado.
Su sonrisa indicaba que esperaba que lo felicitara. Era como Bluey. Un enorme
cachorro que esperaba que le dieran unas palmaditas cada vez que hacía una gracia.
Lucy se negaba a mirarlo, y sobre todo a animarlo.
Al pensar en el perro, miró a su alrededor. Cualquier cosa con tal de no dedicar
sus atenciones a aquel hombre.
Bluey estaba a una distancia prudencial, devorando las tortitas que habían
sobrado, bastante lejos para que sus benefactores no pudieran cambiar de opinión.
Cuando Lucy lo llamó, la miró con desconfianza y siguió masticando.
—Está tan concentrado en las tortitas que no te mirará mientras te cambias —le
aseguró Kern—. Es un verdadero caballero. Te prometo que yo tampoco miraré, y no
hay nadie más en varios kilómetros a la redonda. He encargado al río que se
desborde, sólo para proteger tu intimidad.
La risa nerviosa de Lucy no llegó a ocultar la nota de miedo.
—Vamos, Lucy —dijo Kern con suavidad—. El agua no te va a morder y estás
deseando bañarte, ¿verdad?
En efecto, le apetecía meterse en el mar, pero la idea de bañarse con Kern
McAllister la aterrorizaba.

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Aquella playa era increíble. El agua tenía un color verde azulado, y las
montañas se alzaban al otro lado, rodeadas de bruma azul. Estaban solos allí. La
brisa era cálida.
Se dijo firmemente que no podía dejarse seducir por el lugar, y mucho menos
por su propietario.
—No podemos dejar a Toby solo.
—No le pasará nada. Podemos vigilarlo desde el mar. Está a salvo en su manta,
y si se despierta, sus gritos se oyen a varios kilómetros. Aunque si sigues preocupada
ya tengo la solución.
Buscó en las profundidades de la cesta y sacó un gigantesco hueso de piel de
búfalo para perros. Llamó a Bluey, que acudió corriendo y se quedó mirando el
hueso esperanzado.
—Vigila —ordenó, como si esperase que el animal obedeciera.
—¡Por favor! —protestó Lucy—. ¿De qué sirve que el perro lo vigile?
—Lo vas a ofender. Es muy sensible. Yo en tu lugar tendría cuidado. Podría
matarte a lametazos, o echarte el aliento. No sé qué sería peor.
—Pero…
—Bluey lo vigilará con todos los medios a su alcance. No creo que le apetezca
enterrar el hueso en la arena, y pesa demasiado para que se lo lleve muy lejos. Así
que si está aquí, vigilando su hueso y de paso a Toby, no creo que ningún
secuestrador se atreva a acercarse a ellos, aunque consiga atravesar el río para llegar
hasta nosotros. Así que no quiero más objeciones. Vamos a nadar.
A Lucy le costó trabajo no sonreír; resultaba difícil no permitir a su corazón que
hiciera lo que quería.
Miró dubitativa a Kern y después al mar. Se estaba adentrando cada vez más, y
no precisamente en el agua.
—Pues…
No consiguió decir nada más.
De repente se dio cuenta de que Kern ya no la miraba a ella. Se había levantado
de un salto y se protegía los ojos del sol con una mano, mientras miraba al horizonte.
—Creo que tenemos compañía.
Extrañada, Lucy miró en la misma dirección. Se quedó embelesada.
Más allá del rompeolas había una bandada de delfines. Debía haber veinte o
más, que nadaban en formación, saltando al unísono.
Lucy contuvo la respiración. No había visto un delfín en toda su vida, y había
tantos…
Los delfines se dirigían al acantilado. Saltaban adelantándose a las olas, y se
sumergían en el mar de cabeza.

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Siguieron avanzando, moviéndose en perfecta armonía, dejando que la


corriente los arrastrara a la orilla. Sus cuerpos, de un azul grisáceo, brillaban a la luz
del sol. Lucy tuvo que pellizcarse para comprobar que no estaba soñando.
Nunca había visto nada tan bonito.
Se estaban acercando tanto que se iban a quedar varados. Lucy contuvo la
respiración, pero los delfines no eran tan tontos. Cuando el color del mar cambió del
turquesa al dorado, indicando la proximidad de la arena del fondo, los delfines
dieron media vuelta y se alejaron en las profundidades.
Entonces, cuando Lucy contenía la respiración intentando distinguirlos en la
lejanía, volvieron a girar y se acercaron de nuevo a la orilla.
Lucy estaba paralizada, y Kern rodeó sus brazos con un hombro.
Se dio cuenta de su cercanía, pero no se resistió. Todo formaba parte de la
misma sensación. Una sensación de euforia. Se sentía transportada.
—¿Vamos con ellos? —propuso Kern.
Lucy no se movió. Siguió mirando los delfines.
—Se marcharán.
—No creo —sonrió Kern—. ¿Por qué crees que eligen esta parte de la costa? Les
encanta tener público, y nos han elegido a nosotros.
Se volvió y se quitó la camisa y los pantalones, revelando el traje de baño que
llevaba debajo.
—Tienes veinte segundos —le advirtió—. Voy a pasar veinte segundos sin
mirar, y como no te hayas puesto el bikini te arrastraré al agua vestida.
—Pero…
Miró la espalda bronceada de Kern y volvió a contemplar a los delfines.
—Pero… —repitió.
No sirvió de nada. No se le ocurría nada más que decir.
Kern le dio algo más de veinte segundos, pero no mucho. Cuando Lucy se
estaba atando la cinta del diminuto biquini, él se volvió para mirarla, y abrió los ojos
con aprecio.
—Vaya, vaya.
—Has dicho que no ibas a mirar —protestó Lucy, sonrojándose.
—No he mirado mientras te cambiabas —siguió con los ojos la línea de su
esbelto y firme cuerpo, del cuello a los tobillos—. Ahora estás casi presentable. No
tienes por qué preocuparnos. Además, tenemos escolta. Y nos esperan.
Haciendo caso omiso a sus protestas, la levantó en brazos como si fuera una
niña, aunque su mirada demostraba que la consideraba toda una mujer. Los brazos
que la sujetaban confirmaban lo que decían sus ojos. Aquel hombre sabía cómo
transmitir un mensaje.

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—Vamos con nuestros amigos —dijo sonriente, acercándose a la orilla.


Mientras entraban en el agua, Lucy seguía sumida en la sensación de irrealidad.
Era como estar en otro tiempo. En otro mundo.
Los delfines aceptaron su presencia sin pestañear.
Kern la llevó en brazos hasta que el agua le llegaba por el pecho y se quedó
mirando de cerca a los delfines.
—Suéltame.
Tardó bastante tiempo en decirlo. Estaba demasiado concentrada en los
animales. Intentó no prestar mucha atención a las sensaciones que le provocaba la
cercanía de Kern. No quería perderse la representación.
—¿Crees que puedes tenerte en pie? —bromeó Kern—. No me gustaría que te
cayeras y te mojaras.
Una ola los cubrió mientras hablaba, pero Lucy no sonrió siquiera. Seguía
mirando los delfines.
—Por favor…
Kern la soltó con reticencia, manteniendo las manos en su cintura mientras ella
se alejaba. Como si no quisiera separarse.
Pero Lucy miraba los delfines, mientras Kern McAllister la miraba a ella.
Intentaba con todas sus fuerzas no dejarse distraer. Se colocó fuera del alcance
de aquellos peligrosos brazos y nadó lentamente a lo largo de la línea de la costa,
cerca de los delfines. Kern se quedó mirando.
Los delfines seguían en su grupo; no rompían la formación excepto para evitar
acercarse demasiado a los humanos.
Con excepción de uno. Cuando Lucy nadaba, mientras Kern la observaba con
aprecio, uno de los animales pareció atreverse a establecer contacto.
Se separó de los demás y se acercó con precaución a aquel extraño mamífero
con extremidades, ataviado con un biquini. Lucy lo vio acercarse y dejó de nadar,
para observarlo de cerca.
Kern también miraba, en la distancia. Era como si el mundo entero contuviera
la respiración.
El delfín se acercó más aún. Lucy se hundió hasta la boca. El delfín estaba entre
la orilla y ella.
Entonces ocurrió el milagro. El animal se acercó tanto que si Lucy hubiera
alargado la mano habría podido tocarlo.
No lo hizo. Estaba en el territorio del delfín; no en el suyo. Si lo tocaba rompería
el hechizo de McAllister Point.
El delfín estaba haciendo su propia presentación de ventas, como había
intentado antes Kern. Pero, en aquella ocasión, Lucy fue incapaz de resistirse.

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Se quedaron inmóviles, cara a cara, hasta que el delfín decidió que había visto
suficiente. Lucy tenía la impresión de que el corazón le iba a estallar. Kern los
acariciaba a ambos con la mirada.
Kern también vio la magia, aunque tal vez fuera demasiado fuerte para que la
comprendiera. Pero era posible que el momento también lo hubiera hechizado.
Al cabo de un rato, cuando el delfín se sintió satisfecho, se alejó lentamente, sin
dejar de mirar a Lucy.
De repente, con un movimiento ágil, dio la vuelta, saltó y fue a reunirse con sus
compañeros.
Unos minutos después todo el grupo se alejó en alta mar. Misión cumplida.
Lucy estaba como en trance. Apenas era consciente de la presencia de Kern, o
tal vez su cercanía incrementaba la sensación de magia.
Se quedó quieta en el agua mientras miraba a los delfines alejarse, hasta que se
convirtieron en un punto en el horizonte.
Entonces se volvió para mirar a Kern. Sus ojos estaban fijos en ella.
Se sonrojó, preguntándose cuánto tiempo habría pasado mirándola como si no
diera crédito a sus ojos. No sabía a qué se debía aquella expresión.
La miraba como un genio que hubiera creado aquel lugar justo paradla.
Lucy se dijo, enfadada, que seguía intentando convencerla. Dejaba que la magia
del mar hablara en su lugar para convencerla de que debía aceptar su descabellada
proposición.
Tenía que marcharse. Ya era hora de que terminara aquella locura. Respiró
profundamente y empezó a dirigirse hacia la playa.
Entonces, Kern se movió. Lucy cerró los ojos, presintiendo sus intenciones.
Cruzaba el agua como una flecha, para interceptarla en su camino.
Si no tuviera el dedo herido no la habría alcanzado. Había un río en la granja de
su madre, y Lucy había aprendido a nadar como un pez, pero en aquel momento no
podía competir con Kern.
Aprovechó una ola para impulsarse, pero Kern también la atrapó. Llegaron
juntos a la superficie, hombro con hombro. Kern la sujetó antes de que pudiera
reaccionar.
—He cazado una sirena.
Sonrió. Lucy miró aquella sonrisa, pegada a su cuerpo, piel contra piel, y supo
que estaba perdida.
—Suéltame.
—No quieres que te suelte.
—Claro que sí —protestó indignada.

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—Me has estado mirando —dijo suavemente—, y yo te he estado mirando. ¿Por


qué crees que harían eso un hombre y una mujer?
—Como un conejo mira a un halcón —dijo Lucy antes de poder evitarlo.
—Un conejo… Sí, me miras como si me tuvieras miedo.
—Suéltame.
—A los conejos no les gusta mojarse.
—Kern…
—¿Tan terrible te parezco, Lucy? ¿Tanto te repugna la idea de casarte conmigo?
Este sitio… Creo que sabes por qué te he traído aquí. Me encanta este sitio, y quiero
que también te encante a ti. Cuando mi padre murió, un agente de inversiones me
dio un folleto de este lugar. Me dijo que era una buena inversión, que lo comprara y
pasara un tiempo intentando decidir qué hacer con mi futuro. De modo que vine. Y
me enamoré de esta tierra. Igual que tú te estás enamorando.
Lucy se quedó inmóvil entre sus brazos, intentando acallar los latidos de su
corazón.
Sin duda, se estaba enamorando de aquel lugar. Se podría quedar allí a vivir. Si
no fuera porque también se había enamorado de aquel hombre.
—¿Dónde has aprendido a nadar? —preguntó Kern.
—En casa. En la granja.
Estaba temblando. Las sensaciones amenazaban con apoderarse de ella,
haciéndole perder la cabeza.
—En casa —repitió Kern—. En la granja. No quieres volver a Sydney, ¿verdad?
—No —reconoció atemorizada—. Pero es allí donde vivo.
—Tu casa está donde está tu corazón —dijo Kern con suavidad—. Tu corazón
podría estar aquí, ¿verdad?
Las olas parecieron detenerse. Esperando. Era como si el mundo entero
estuviera esperando la respuesta de Lucy.
Sus corazones latían al unísono. Podía sentirlo, y casi la destrozaba. Su
diminuto bañador parecía inexistente, y Kern llevaba el pecho desnudo. Era como si
fueran un solo ser.
Con un solo corazón.
—¿Has contratado a los delfines para que vengan? —acertó a susurrar.
—Los llamé anoche por teléfono —convino—. Resulta fácil si se tienen amigos
en los lugares adecuados.
—No me extrañaría —lo miró a los ojos—. Intentas convencerme para que
considere este lugar mi casa. Pero ¿es aquí donde está tu casa?
Se quedó mirándolo, en espera de una contestación. El rostro de Kern se tensó.
—Ésta es la más estable de mis casas. Si tú estuvieras aquí lo sería más aún.

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—Pero sigue siendo una de tantas.


—¿Adonde quieres llegar, Lucy?
Aquella conversación era muy extraña. Era una locura hablar de algo tan
importante entre los brazos de Kern con el agua por la cintura. Tenía la sensación de
que su futuro estaba en manos de aquel hombre.
—Sólo es que Toby…
Se esforzó para pensar en el bebé, aunque en aquel momento todos sus
pensamientos eran para sí misma. Para su apremiante necesidad. Si seguía
abrazándola durante más tiempo…
—No es bueno para Toby que viajes tanto —añadió decidida.
—Pero tú estarías aquí.
Ella estaría allí, pero él no. No le ofrecía amor. Le ofrecía comprarla, no amarla.
—Yo no estaré aquí, Kern —respiró profundamente—. Suéltame, por favor.
Ahora mismo.
Kern se quedó mirándola. Su expresión era una mezcla de ternura y confusión.
—Lucy, por favor, no entiendo…
—Creías que me habías atrapado —dijo Lucy con voz implacable—. Lo estás
intentando con muchas fuerzas. Los delfines y tú. Pero yo en tu lugar dejaría de
intentarlo. Algunas cosas son imposibles, y cuanto antes lo aceptes, antes podrás
empezar a pensar en una alternativa. Por ejemplo, en la forma de evitar a tu hijo una
niñez solitaria.
Después de aquello la mañana perdió su magia.
Toby se despertó y empezó a llorar justo cuando Kem soltó a Lucy.
—Hay un biberón en la nevera —dijo Kern una vez en la playa.
Tomó una toalla para secarla, pero Lucy negó con la cabeza.
—Quiero volver —miró el cielo inmaculado—. Quiero ver el río.
—Estoy seguro de que aún no ha bajado. Será mejor que disfrutes de la playa
mientras puedes.
—Si no ha bajado, es posible que vuelva a la playa. Yo sola.
Sabía que se estaba comportando con mucha brusquedad, pero había
comprobado que no llegaría a ningún sitio siendo amable con Kern McAllister.

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Capítulo 11
Después de aquello el día se hizo interminable. La única esperanza para Lucy
era que el nivel del agua bajaba rápidamente.
Kern salió a última hora de la tarde para echar un vistazo al ganado, y volvió
cuando el sol empezaba a ponerse.
—Te necesito, Lucy.
—No me necesitas —dijo ella de forma automática, sin levantar la vista del
libro.
En realidad no había leído una sola palabra desde que había bajado la luz, pero
no le merecía la pena levantarse para encender la luz del porche. No se podía
concentrar, de todas formas.
—No me necesitas a mí —repitió—. Necesitas una niñera.
—Ahora te necesito a ti, en tu faceta de granjera.
—¿Ahora?
—Ahora —confirmó, desde la escalera del porche—. El imbécil del toro se ha
quedado atrapado otra vez.
—¿Me tomas el pelo? —Lucy dejó el libro a un lado—. ¿Dónde está?
—En el mismo sitio. ¿Puedes venir conmigo? Aunque esta vez te vas a poner
mis botas, y seré yo quien corra.
—¿Está tan hundido como la otra vez?
—Más aún —sacudió la cabeza—. Creo que voy a tener que sustituirlo. Tiene
mucha energía, pero no me parece una buena idea criar ganado con unos genes tan
estúpidos. Lucy… te necesito de verdad.
—Voy a buscar a Toby —dijo levantándose.
—¿No podemos dejarlo aquí? Está dormido, y no le puede pasar nada.
—No te atrevas a dejar a un bebé en una casa vacía —dijo Lucy amenazante.
—¿O me denunciará por negligencia?
—Podría hacerlo —sonrió—, pero pueden surgir problemas más graves. Como
que se queme la casa mientras estamos fuera.
—Ya le he advertido que no debe fumar en la cama.
Rió, y la sonrisa de Lucy afloró por sí sola.
—Voy a buscarlo.
Como Kern había dicho, el toro estaba casi en el mismo lugar en el que se había
quedado varado la primera vez.

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Incluso las balas de heno que habían usado estaban tan cerca que no tuvieron
que sacar más. Estaban llenas de barro, pero no importaba demasiado.
Lucy bajó del tractor y empezó a empujar un montón de heno hacia el animal
antes de que Kern pudiera detenerla.
—¡No! —gritó mientras echaba el freno de mano—. Te he traído para que
sujetes al toro mientras cavo —añadió, acercándose a ella—. No voy a permitir que
hagas nada más con el pie así, de modo que siéntate a mirar hasta que lo haya
preparado todo.
—¿Que me siente? No digas tonterías. Me crié en una granja.
—No fue eso lo que me dijiste la última vez —sonrió—. Dejaste muy claro que
eres abogada y que tu trabajo consiste en sacar de los líos a tus clientes a base de
hablar. Y que yo era el granjero y tenía que hacer el trabajo sucio. Claro que si
quisieras aceptar el trabajo de esposa de un granjero…
Lucy dejó caer el heno que tenía en la mano. Se quedó mirando a Kern durante
un largo momento y después volvió al tractor.
—Le sujetaré la cabeza cuando estés listo.
Aquella vez tardaron menos tiempo. El toro parecía dispuesto a colaborar; de
hecho, se comportaba como si estuviera avergonzado. Además, Lucy y Kern ya esta-
ban acostumbrados a trabajar en equipo.
Era una lástima que el equipo se fuera a separar cuando bajara el río.
Podía ser al día siguiente, pensó Lucy mientras sujetaba la cabeza del animal
para que no viera cavar a Kern. No había ni una nube en el cielo, y el río bajaba
rápidamente. Al día siguiente…
Por fin consiguieron liberar al toro. Kern lo sujetó por la anilla y corrió con él,
llevándolo hacia los pastos. No se detuvo hasta que llegó a los establos. Una vez allí,
introdujo al animal en el cercado y cerró.
—Ya está —anunció Kern al volver—. Buen trabajo.
—¿Por qué se habrá vuelto a meter en el barro? —preguntó Lucy.
Estaba apartando el heno, con tal de no mirar a Kern a los ojos.
—Creo que la respuesta —dijo Kern, apartando el heno de las manos de Lucy—
. Sus damas están al otro lado del río.
—¿Qué damas?
—Las vacas. Lo llevé con las que están en celo, y entonces subió el agua. Al
parecer, cruzó el río en el momento inadecuado, tal vez para tomarse un respiro, y
entonces se cayó el puente, frustrando su vida amorosa. Las vacas que hay a este
lado están preñadas, y no creo que quieran saber nada de él. Éste es el punto más
cercano al que puede llegar.
Lucy miró a su alrededor. La luna brillaba con fuerza, iluminando las praderas
casi como si fuera de día. Podía ver la otra orilla.

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Allí enfrente estaban las damas. Una treintena aproximada de excelentes vacas
de la raza Hereford que fingían indiferencia por el destino de su amante potencial.
Pero que miraban, de todas formas.
—Enternecedor, ¿verdad? —bromeó Kern.
Lucy rió.
—Sé cómo se siente el toro —añadió él.
La risa de Lucy cesó en el acto.
—No sabes cómo se siente. Deja de presionarme, por favor.
—Si dejo de presionarte ¿te casarás conmigo?
—¡No!
—Entonces, ¿de qué me sirve dejar de presionarte? De nada en absoluto. No,
Lucy, tienes que acostumbrarte a un poco de presión.
—No tengo intención de casarme —espetó Lucy—. Si quieres una madre para
tu hijo, te propongo que pongas un anuncio en la sección de contactos de cualquier
periódico.
—Tal vez tenga que hacerlo. Empiezo a tener mucho en común con mi toro.
—Bueno, entonces… —sonrió antes de poder evitarlo—. ¿Qué pretendes hacer
con tu toro? ¿Convertirlo en salchichas? Tal vez debas aplicarte el mismo cuento.

Cuando llegaron a la casa estaban cubiertos de barro, pero Lucy no estaba


dispuesta a meterse en el jacuzzi con Kern por nada del mundo.
Para su sorpresa, él no lo propuso siquiera. Se ducharon por separado y
después cenaron un filete y una ensalada, lo que parecía ser la especialidad de Kern.
—Iba a freír unas salchichas —comentó Kern con tristeza cuando entregó el
filete a Lucy—, pero creo que no seré capaz de mirar una salchicha en toda mi vida. Y
he decidido dar otra oportunidad al toro. A fin de cuentas, lo arriesgaba todo por
amor.
La miró con cara de reproche mientras comía, y Lucy tuvo que contener la risa
de nuevo.
Aquel maldito hombre podía bajar sus defensas con una facilidad asombrosa.
Pero no iba a conseguir bajarlas hasta el punto de hacer que aceptara su
estúpida proposición.
Comieron en silencio. Toby estaba dormido.
—Probablemente se despertará por la noche —le advirtió Lucy mientras
recogían los platos—. Ha pasado casi todo el día dormido.
—Ni siquiera puedo aprovechar para llamar a Nueva York —musitó Kern para
sí—. Es lo peor de los fines de semana. Tal vez debería pedirte prestado el libro de las
gallinas para leérselo. Dime dónde están los pasajes eróticos.

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—¿No crees que es demasiado joven?


—No si es un McAllister. ¿Quieres un café?
—No, gracias. Me voy a la cama.
Kern no protestó.
—Hasta mañana —susurró Lucy, levantándose.
Algo se derrumbó en su corazón. Al día siguiente el río podía haber vuelto a su
cauce normal.
Podría marcharse. Habría vencido a Kern McAllister. Aunque no sabía si era
verdaderamente lo que quería.
—¿Vas a llevarte a Toby a tu habitación? —acertó a preguntar Lucy.
Deseaba con todas sus fuerzas dormir con el niño, pero no podía hacerlo. El
lugar de Toby estaba con su padre.
—Antes voy a dar una vuelta para asegurarme de que los animales están bien.
Deja a Toby en tu salón y lo recogeré cuando vuelva. Una cosa, Lucy…
—¿Sí?
—Marca los pasajes eróticos de tu libro con rotulador fluorescente y déjalo
donde pueda verlo. Incluso en el caso de que Toby sea demasiado joven para esas
cosas, ya que no consigo una esposa tendré que conformarme leyendo sobre la vida
amorosa de las gallináceas.

Kern llevaba varias horas fuera.


Dieron las diez.
Después las once.
Llegó la media noche.
Lucy estaba en la cama, esforzándose para no escuchar, atenta a la llegada de
Kern, pero era inútil. No conseguía conciliar el sueño.
Toby se despertó, y Kern no había llegado. Lucy le dio un biberón, y el niño
volvió a quedarse dormido.
Alrededor de la una de la madrugada dejó de maldecir a Kern y empezó a
preocuparse seriamente. No entendía dónde podía haberse metido.
Tal vez había llegado y se había ido a la cama sin recoger a Toby.
—Sería propio de Kern McAllister —murmuró a la luz de la luna.
Sin embargo, no lo creía. Sabía que no sería propio de él. Lo conocía lo
suficiente para saber que era un hombre de palabra. Tal vez le hubiera pasado algo.
Por fin apartó las mantas y se levantó. La casa estaba desierta. Caminó de una
habitación a otra, cada vez más nerviosa. Kern no podía estar muy lejos.

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Su dormitorio estaba vacío. Lucy encendió la luz y miró a su alrededor con


curiosidad.
No sabía muy bien qué esperaba. Tal vez un extravagante dormitorio de
soltero, acorde con la fortuna de Kern McAllister. Con espejos en el techo y una
enorme cama con mantas de seda morada.
Pero no había nada de aquello. El dormitorio de Kern era cómodo pero sencillo.
Tenía una cama muy grande, con dos teléfonos y un fax en una mesilla de noche, y
una agenda electrónica en la otra. No había fotografías. No había ningún recuerdo
personal.
Kern McAllister era un hombre sin ataduras. Aquello era lo que buscaba en
Lucy. Una esposa sin ataduras.
Evidentemente, Kern estaba acostumbrado a cuidar de sí mismo. La cama
estaba hecha. No la había tocado.
Lucy se acercó al ventanal y miró hacia el exterior. Desde allí se veía el mar
iluminado por la luna.
Si Kern no estaba en la cama, no entendía dónde se había metido. Había dicho
que iría a echar un vistazo a los animales, pero ya había tenido tiempo de recorrer
por lo menos tres veces toda la tierra que había entre el río y el mar.
Apretó los dientes, combatiendo la indecisión y las primeras punzadas de
miedo. En aquel momento, cobró consciencia de lo aislado que estaba aquel lugar. Ni
siquiera podía llamar a nadie para que le echara una mano.
Tendría que buscarlo personalmente. No había muchos sitios a los que se
pudiera ir a aquel lado del río.
El río…
No habría intentado cruzarlo. No podía ser tan estúpido para intentar
comprobar el estado de las vacas que había al otro lado.
Su mente vagaba de un pensamiento terrible a otro, discutiendo consigo misma,
intentando acallar el miedo. No funcionó, y tuvo que sujetarse a la muleta para no
temblar.
No sabía qué hacer.
Salió cojeando al porche y se quedó parada, indecisa, contemplando las
praderas.
Bluey no estaba en su caseta. Aquello significaba que estaba con Kern.
—¡Bluey! —gritó con todas sus fuerzas—. ¿Dónde estás. Bluey?
Nada.
—¡Bluey!
De repente, una sombra blanca y negra salió entre los arbustos y corrió hacia
ella. El perro se lanzó desde los escalones del porche y estuvo a punto de tirarla al
suelo.

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—Sí, yo también me alegro de verte —rió, intentando zafarse de sus


lametazos—. ¿Se puede saber qué has hecho con tu amo?
Bluey empezó a corretear alrededor de Lucy, moviendo el rabo, como si
quisiera que lo siguiera.
Si el perro le indicaba que fuera hacia los cobertizos, tendría que echar un
vistazo.
Las botas que Kern le había prestado para ir a sacar al toro de la orilla estaban
junto a la puerta trasera. Estaban llenas de barro, pero se las puso y empezó a cami-
nar.
Debía tener un aspecto ridículo, pensó, intentando apartar la mente de
pensamientos peores. Si la gente del bufete pudiera verla con una camiseta, las botas
de goma de Kern McAllister y nada más…

Kern estaba tendido en el suelo del cobertizo.


Había una débil lámpara que hacía lo que podía por iluminar el interior del
edificio. Era un cobertizo muy grande, con dos partes. En una mitad estaba la
maquinaria pesada, y en la otra había heno fresco para acoger a los animales.
Pero Lucy no se fijó en los animales ni en las máquinas. Lo único que vio fueron
las piernas de Kern, que sobresalían de la partición.
Y sus piernas estaban quietas. Como si estuviera herido.
O muerto.
El horror la golpeó con tanta fuerza que estuvo a punto de caerse. Su mundo se
detuvo de forma abrupta.
En aquel momento recordó, con estremecedora claridad, el momento en que la
llamaron por teléfono para comunicarle la muerte de Mickey.
«No te muevas», le había susurrado el corazón mientras sujetaba el auricular.
«A lo mejor, si no te mueves, el mundo retrocede.»
Dos años atrás había tenido que moverse. Y el mundo no le había devuelto a
Mickey.
Tal vez si no se movía ahora…
Pero tenía que hacerlo.
Bluey la animaba a seguir, gimiendo ligeramente. Corrió junto a su amo y se
quedó sentado, mirándola. Esperándola.
El valor que tuvo que reunir para dar los últimos pasos fue indescriptible, pero
consiguió avanzar, tropezando con el dedo herido y las enormes botas llenas de
barro.
Llegó a la partición que separaba las dos mitades, y entonces su corazón se
detuvo antes de empezar a latir a toda velocidad.

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Porque Kern movió las piernas.


Lucy se aferró a la barandilla. Bajó la vista al heno, y Kern se volvió para
mirarla.
De repente, entendió el motivo de su larga ausencia y de su extraña posición.
Estaba tendido en el heno, ayudando a una vaca que estaba pariendo.
Lucy dejó escapar todo el aire de sus pulmones, con un suspiro de alivio.
Sólo estaba ayudando a una vaca a dar a luz.
Hasta aquel instante, Lucy no se había dado cuenta de cuánto temía ver a Kern
McAllister flotando boca abajo en el río. O electrocutado, tendido en algún sitio, con
dos mil voltios recorriendo su cuerpo. O corneado por un toro, desangrándose en un
pasto frío. O incluso asesinado.
Y no se había dado cuenta de cuánto le importaba.
Kern era su mundo. Ahora lo sabía.
—¿Qué pasa? —susurró.
Poco a poco recuperaba el aliento. Su mundo seguía vivo.
—Sólo es un alumbramiento problemático —murmuró Kern, haciendo una
mueca cuando una contracción le apretó el brazo—. No hay nada que puedas hacer.
Vuelve a la cama.
—Pero…
—Alguien tiene que cuidar a Toby.
—Tengo la ventana abierta. Podemos oírlo desde aquí. ¿Qué ocurre?
—Ya ves lo que ocurre.
—La verdad es que no lo veo. Lo único que veo es que tienes el brazo metido
dentro de una vaca. Supongo que hay un ternero que intenta salir. ¿Sigue vivo?
—Sí, por ahora.
La contracción había pasado, sin ningún resultado. La vaca gimió y se movió,
torciendo el brazo de Kern.
Lucy se encogió.
—¿Cuánto hace que está así?
—La he encontrado con problemas cuando he salido, después de cenar. Sabía
que estaba a punto de dar a luz, pero debí examinarla antes. El ternero tenía una pata
delantera atascada. Estoy intentando colocársela bien para que pueda salir.
—¿Pero no puedes?
—No —sacó el brazo y lo introdujo en un cubo de agua con jabón que tenía al
lado—. No consigo llegar.
—Tal vez tengas el brazo demasiado grande.

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Kern se detuvo al arrodillarse en el heno, junto a la vaca, con el brazo


empapado en agua. Miró a Lucy por primera vez y se dio cuenta de lo que llevaba.
—¡Qué pinta!
Lucy se sonrojó y bajó la vista.
—Es lo último de las pasarelas de París —consiguió decir, recuperando poco a
poco el humor—. O a lo mejor es la última moda en las granjas. En cualquier caso, si
aparece un periodista habré salido de aquí antes de que tengas tiempo de decir
ridículo. ¿Quieres que intente colocar bien el ternero?
—¿Tú?
—Se me da muy bien —explicó con calma—. Cuando era pequeña no teníamos
dinero para pagar un veterinario, y no hay mejor escuela que la de la experiencia.
¿Cuántas veces has hecho esto?
—Un par de veces —contestó Kern, mirándola asombrado.
—Me lo imagino —dijo Lucy, satisfecha—. Yo lo he hecho miles de veces. Sobre
todo porque nuestras vacas eran lecheras, y tienen la pelvis más estrecha que las
demás. Para empeorar las cosas, el toro del vecino se metía continuamente en nuestra
propiedad, y era de raza frisia. Si un toro grande se aparea con una vaca pequeña,
siempre hay problemas. Hay que llegar mucho más lejos con el brazo para que sirva
de algo. ¿Es grande el ternero?
—Sí, desde luego.
A diferencia de Lucy, Kern no parecía muy charlatán.
—No puedes colocar bien un ternero grande con ese brazo tan gordo. Yo lo haré
mejor. Tengo los brazos más estrechos. Aparta.
—¿Gordo? —preguntó Kern frunciendo el ceño—. ¿Tengo el brazo muy gordo?
—Bueno, con músculos muy abultados, si lo prefieres así —corrigió Lucy con
amabilidad—. Pero yo tengo los brazos muy delgados. Apártate de una vez,
¿quieres?
—No sé…
Lucy se arrodilló en el heno junto a su amado e introdujo el brazo en uno de los
cubos de agua jabonosa.
—¿Qué es lo que no sabes? ¿No quieres que una mujer te quite el mérito?
—Por favor, señorita Sefton, usted es abogada.
De repente, Kern se refugiaba en la formalidad, justo cuando ella se estaba
olvidando por completo de quién era. La señorita Sefton le parecía una persona
distinta, una abogada a la que Lucy había conocido siglos atrás.
—Como abogada no me acercaría a eso por nada del mundo. Pero como
espectadora con algo de experiencia, estoy dispuesta a intentarlo. No tengo licencia
de ginecóloga, y debería hacerte firmar una aceptación de responsabilidad antes de
empezar, pero por esta vez me olvidaré de los detalles legales.

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Al encontrarse con que Kern estaba bien se sentía eufórica, y se notaba. Rió
divertida al ver su expresión.
—Bueno —dijo decidida, obligándose a apartar la vista de Kern para mirar a la
vaca—. Volvamos al drama de vida o muerte. ¿Tenía fuera el morro y una pata antes
de que volvieras a empujarlos?
Kern miró a la vaca, también. Le parecía una tarea hercúlea.
—Sólo una pata delantera —consiguió decir—. Creo que tiene la otra
enganchada, y por eso no puede salir. Si no fuera por lo del río, habría llamado al
veterinario. Fecundamos esta vaca con un tubo de ensayo de un semental
estadounidense. El esperma me costó un dineral, y la vaca vale más aún. Pero sobre
todo…
—Sobre todo, está sufriendo —terminó Lucy por él.
Las líneas de fatiga de su rostro le decían que se preocupaba más de lo que
quería reconocer. Le sobraba el dinero y podía permitirse de sobra perder un aquella
vaca y muchas más. Si estaba empeñado en salvarla, no era por su valor económico.
—Supongo que el veterinario podrá llegar por la mañana.
—Si esperas hasta mañana, el ternero morirá.
—Ya lo sé.
—Es posible que también muera la vaca —añadió Lucy con brusquedad—. Así
que aparta y déjame intentarlo.
—¿Estás segura?
—No —reconoció—. No estoy segura de poder hacerlo. Pero puedo intentarlo.
Kern la miró en silencio durante un largo momento, y después, lentamente, se
apartó.
Lucy volvió a hundir el brazo en el agua jabonosa, se llenó de lubricante y
esperó a la siguiente contracción para introducir el brazo.
Por muchas veces que lo hiciera, nunca dejaría de ser desagradable.
Las contracciones de la vaca hacían lo posible para expulsar al ternero, y de
paso, el brazo de Lucy, que intentaba desesperada averiguar a tientas dónde estaba.
Kern había hecho un buen trabajo. El ternero estaba otra vez en el útero. Lo
único que tenía que hacer ahora era juntar las dos patas delanteras.
Desgraciadamente, resultaba más fácil decirlo que hacerlo. No resultaba fácil
saber qué patas eran las delanteras. Si se equivocaba, el ternero estaría ladeado, y la
vaca parecía haber alcanzado el límite de su resistencia. Si rompía el cordón
umbilical, la vaca moriría en unos minutos.
Lucy cerró los ojos y respiró profundamente. El tacto de las patas delanteras era
distinto del de las traseras, cuando se conocía.

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Ya sabía cuál era la pata que estaba atascada. Intentó llegar hasta ella. La
contracción de la vaca fue la más fuerte que había experimentado nunca, y cerró los
ojos dolorida. No le extrañaba que Kern no pudiera llegar.
—Vamos, vamos —murmuraba.
No sabía muy bien si hablaba con la vaca, con el ternero o consigo misma.
Probablemente, se dirigía sobre todo a la pata.
Kern estaba junto a ella, enjabonándole el brazo mientras trabajaba, con el
cuerpo pegado al suyo.
—Vamos…
Lucy consiguió agarrar la pata. Se le resbaló y volvió a agarrarla.
—Vamos…
Y de repente lo consiguió. El ternero tenía la pata delantera atrapada debajo del
cuerpo. Cuando por fin la sacó, todo transcurrió muy deprisa.
Por fin asomó la cabeza, empezando por el morro.
Cuando tuvo lugar la siguiente contracción, oprimió el brazo de Lucy con tanta
fuerza que apretó los dientes a causa del dolor. Kern la rodeó por la cintura,
apretándola fuertemente.
Por fin cesó la contracción, pero los brazos de Kern no se movieron.
Lucy volvió a comprobar la posición de las patas. Si tuviera tres, estaría en un
problema.
Afortunadamente, sólo eran dos, y estaban donde debían estar, con el hocico
detrás. Estaba segura de que se trataba de las patas delanteras, y se encontraban a los
lados de la cabeza.
Por fin pudo liberar el brazo. Lo hundió en el agua y se echó hacia atrás,
mirando fijamente. Kern seguía rodeándola con los brazos, y estuvo sujetándola
mientras observaban juntos.
Hubo una contracción más.
Y entonces, aparecieron dos minúsculas patas, en la posición adecuada.
Ya tenían un alumbramiento normal, a pesar de que la vaca estaba agotada.
Kern gruñó satisfecho y soltó a Lucy. Ahora servirían de algo sus brazos
musculosos.
Sujetó las dos patas, las rodeó con cuerda especial, y esperó. En la siguiente
contracción, tiró con todas sus fuerzas, y el hocico salió al mundo.
Otra contracción.
Una más.
El ternero ya tenía la cabeza en la paja y miraba a su alrededor con los ojos muy
abiertos. La madre se volvía hacia el recién nacido.

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Lucy se inclinó sobre el ternero antes de que salieran las patas traseras, para
comprobar si respiraba. Su rostro se iluminó. Por muchas veces que viera aquello,
siempre le producía la misma explosión de alegría.
Acarició al ternero y se volvió sonriente hacia Kern, que estaba desatando la
cuerda. La última contracción expulsó las patas traseras.
—Es una hembra —dijo Lucy—. Una chica preciosa, como su madre.
—Sí, es una preciosidad.
Kern no se movió. Miraba atentamente a la mujer y a la ternera, con expresión
cansada pero satisfecha.
—No te importa sólo el valor económico de la ternera, ¿verdad? —preguntó
Lucy, mientras la vaca se volvía hacia su hija—. Te encanta el trabajo de la granja,
¿no es así?
Kern tomó a la ternera y la acercó a su madre, para que pudiera inspeccionar el
resultado de su esfuerzo. La vaca saludó a su primogénita y empezó a limpiarla con
la lengua.
El drama había terminado.
Bluey estaba dormido en el heno, con la cabeza entre las patas. Al parecer, había
decidido que, una vez terminado el trabajo, podía descansar.
—Supongo que me encanta —reconoció Kern.
Se limpió las manos y volvió lentamente al lugar en el que Lucy seguía
arrodillada. Se dejó caer junto a ella en el heno.
—Pero a ti también te encanta, ¿verdad? —continuó—. Lo llevas en la sangre.
Te gusta tanto como a mí, si no más. Éste es tu sitio.
—No…
—Bueno, si no quieres quedarte aquí, por lo menos creo que deberías buscarte
otra granja.
Lucy negó con la cabeza.
—Eso pasó a la historia. Ahora el granjero eres tú. Te compraste este sitio
porque te gustaba, y éste es tu sitio, aunque sólo pases aquí un par de semanas al
año. No es mi sitio. Es una crueldad que pretendas que me quede.
—¿Cómo puede parecerte una crueldad? —le acarició la cara con sus largos
dedos—. Es lo que deseamos los dos. Lo que deseamos todos. Tú. Yo. Toby. Hasta
Bluey quiere que te quedes.
La rodeó con los brazos y la apretó contra sí, pasándole las manos por la
cintura. Lucy no se resistió. La resistencia pertenecía a otro tiempo. A otro lugar. A
otro hombre.
—Quédate, Lucy —murmuró—. Es lo que debes hacer.
—Sólo quieres que me quede por Toby —murmuró—. No puedo…

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—No —negó con la cabeza—. No quiero que te quedes por Toby. Créeme,
Lucy, quiero que te quedes por mí. Tienes que creerlo. Nunca había conocido a una
mujer con la que me sintiera tan bien como me siento contigo. Tengo la impresión de
que somos la misma persona. Te ríes cuando yo me río. Cuando estoy frustrado, te
miro y veo la comprensión en tus ojos. Y cuando miras mis tierras, mis animales y a
mi hijo, veo en tu mirada el mismo amor que yo siento. Quiero que seas mi esposa.
Lucy. Lo deseo más de lo que nunca he deseado nada en toda mi vida.
—Kern, no puedo…
—No quiero conocer los motivos por los que no puedes quedarte. Sólo quiero
que en este momento, por esta vez, antes de que el río baje y volvamos al mundo,
pienses en todas las razones por las que puedes quedarte. En todas las razones por
las que quieres quedarte. Y la principal es que estás aquí. Éste es tu sitio. Estás
sentada en el heno, en un cobertizo, mi querida Lucy. Estás sucia y agotada, pero te
sientes tan feliz como un cerdo en el barro porque acabas de traer una nueva vida al
mundo. Podrías ser feliz aquí, casada conmigo. Además, tengo muchísimas ganas de
besarte. ¿Me vas a decir que no puedo?
—Kern…
No consiguió decir nada más. Era como si su programación le impidiera
resistirse.
Kern levantó una mano y le acarició la cara, lentamente, sin dejar de mirarla a
los ojos.
—Lucy puedes…
—No creo que me quieras besar en realidad, ¿verdad? —preguntó con una
sonrisa insegura—. Un cerdo en el barro…
Kern rió y la abrazó con más fuerza.
—Mi cerdo en el barro. Mi Lucy. ¿Cómo puedes dudarlo?
En realidad, no podía dudarlo. Era un verdadero milagro, pero estaba segura.
—¿Cómo puedes querer besar a una mujer que lleva botas de la talla cuarenta y
cuatro?
Kern bajó la vista a sus pies y sonrió.
Se inclinó hacia delante y le quitó cuidadosamente una bota y después otra,
para arrojarlas a un lado del cobertizo. Aterrizaron cerca de la cabina del tractor.
—Esas botas son mías, y ya no te las presto. Puedo hacer lo que quiera con ellas.
Y ahora que lo pienso, Lucy, mi querido cerdo en el barro, llevas una camiseta mía.
—Ni se te ocurra reclamarme la camiseta —protestó Lucy, abrazándose
fuertemente.
—Demasiado tarde —dijo Kern, aprisionando sus manos—. Ya se me ha
ocurrido eso y mucho más.
Le apartó los brazos de los senos y la miró, acariciándola con los ojos.

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No necesitaba tocarla para hacerle el amor. Le bastaba con mirarla.


—Kern…
—Lucy.
Pronunció su nombre como si fuera una afirmación de algo que los dos sabían.
Lucy se encontró con que caía lentamente, de espaldas, sobre el heno recién
cortado. Kern la seguía, sujetándola como si fuera lo más precioso del mundo.
—¿Cómo me puedes pedir que no se me ocurra, mi amor? —murmuró Kern
entre su pelo, mientras la acariciaba—. Se me ocurre eso y mucho más, mi preciosa
Lucy. Hace días que se me están ocurriendo muchas cosas.
—¿Qué cosas? —balbuceó.
Estaban tendidos en el heno, con los cuerpos entrelazados, medio hundidos en
la hierba cortada. Lucy no sabía muy bien quién abrazaba a quién. Estaba sin aliento,
a causa de la risa contenida y de otra cosa. Algo que no sabía definir.
—No te lo puedo decir —susurró Kern mientras le subía la camiseta
lentamente.
Entonces se inclinó para besarla. Sabía a sudor, a calor y a amor.
Lucy era incapaz de resistirse. No podía dejar de besarlo. Sus labios declaraban
que era suya, y nadie podía negarlo.
Desde luego, ella no lo iba a negar.
Lo apretaba contra sí, apartándole la camisa desabrochada para sentir su
masculinidad, su fuerza, su ternura.
El cuerpo de Lucy ardía con un calor que la consumía. De alguna manera, el
matrimonio había tenido lugar en aquella cuadra, y los dos lo sabían.
Sus cuerpos eran uno solo.
Lo deseaba con todas sus fuerzas.
Sin saber cómo, estaba apoyada en la camiseta. Ya no la llevaba. Kern se había
apartado de su boca para besarla en sitios que no había visto ningún hombre desde
que Craig la había dejado.
No entendía cómo podía haberse casado con Craig. Jamás se había sentido así
con su ex marido. Ni siquiera sabía que fuera posible sentirse así, que existieran
aquellas sensaciones.
Sentía los labios de Kern, que la tocaban, la acariciaban y la recorrían,
arrancándole sensaciones exquisitas. El fuego se estaba convirtiendo en un infierno.
—No te puedo decir qué es lo que se me ha ocurrido —dijo mientras bajaba los
labios lenta, muy lentamente, arrastrándola a un frenesí de deseo incontenible.
Estaba más allá del pensamiento, más allá de la razón. Su cuerpo estaba
consumido en llamas y Kern supo, definitivamente, que aquella noche era suya. Y él
era suyo. No había vuelta atrás.

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—Así que tendré que demostrártelo —prosiguió—. ¿Puedo demostrártelo, mi


preciosa Lucy, mi abogada granjera, mi amor?
Lucy no contestó. Se aferró a él, mientras el resto de la ropa de Kern desaparecía
como por arte de magia.
Su cuerpo era increíble. Sabía que sería así.
Kern se colocó sobre ella, cegado por el deseo, pero de repente apareció una
pregunta en sus ojos.
Se había detenido para darle la última oportunidad de retirarse.
Pero Lucy no se quería retirar. Aquello era lo que más deseaba en el mundo. Lo
tomó por las caderas y lo llevó hacia sí arqueándose para recibirlo.
Y entonces se unieron, formando el uno parte del otro, llenos de alegría y amor.

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Capítulo 12
Al cabo de un largo rato salieron a la superficie, para encontrarse con un
sarpullido. Rodar por el heno tenía sus inconvenientes.
Kern abrazaba fuertemente el cuerpo agotado de Lucy.
—Cuando corto heno me sale urticaria en los brazos —comentó Kern, con la
voz aún enronquecida por la pasión—. Debo ser alérgico. Pero ahora es mucho peor.
Si mañana me atropella un autobús y acabo en un hospital, ¿Cómo voy a explicar a
los médicos los sitios en los que tengo urticaria?
Lucy rió y hundió el rostro en el pecho de Kern.
—Evitaremos los autobuses por si acaso —susurró—. No he visto muchos a este
lado del río.
—Oye, Lucy…
—¿Sí?
—¿Crees que eres capaz de moverte?
—No.
—¿Crees que soportarías que te moviera yo?
Lucy lo pensó. Se sentía muy bien donde estaba. De hecho, no se había sentido
mejor en toda su vida.
No obstante, a ella también le picaba todo el cuerpo.
—Tal vez.
—Espera un momento —dijo Kern, acariciándole el pelo—. Voy a asegurarme
de que todos los presentes tienen los ojos cerrados y después te sacaré de aquí.
—¿Me vas a llevar en brazos a mi cama?
—Nada de eso. Te voy a llevar a mi cama, pasando por el jacuzzi. ¿Algo que
objetar?
—Nada en absoluto. Si no se te ocurre nada más que podamos hacer en vez de
eso…
—Lucy… —protestó Kern débilmente.
—Sí ya lo sé —suspiró resignada—. Tienes urticaria en sitios inexplicables y te
estoy distrayendo. De acuerdo. Llévame al jacuzzi, méteme en la cama, y después…
—¿Y después?
—Y después ámame, Kern.
—Lo haré —dijo abrazándola—. Lo haré.
Nada más importaba.

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Toby los despertó.


Por supuesto.
Los bebés nunca comprendían las necesidades de sus padres. El llanto resonó
en toda la casa, y Lucy se estiró entre los brazos de Kern. Se estiró y suspiró de
felicidad.
Nunca había imaginado que se pudiera sentir tan bien entre los brazos de un
hombre. Kern la había transportado a unas alturas de las que tardaría varios años en
bajar. Sospechaba que no bajaría nunca mientras aquellos brazos la sujetaran.
Miró la cabeza de Kern en la almohada y algo le dijo que no estaba dormido. A
pesar de que tenía los ojos cerrados, movía la boca como si intentara contener una
sonrisa.
Le hizo cosquillas y se acercó para besarlo.
—Tu hijo te espera —anunció.
—¿Mi hijo? —preguntó Kern sin abrir los ojos—. A partir de ahora te nombro
su madre.
—Ya me has nombrado tu amante —susurró, volviéndolo a besar—, y no
querrás que tu amante se ocupe de las tareas domésticas, ¿verdad? Mi misión
consiste en descansar y reponer fuerzas.
—Según para qué repongas esas fuerzas —dijo Kern con precaución.
—Si no te lo puedes imaginar, yo no voy a decírtelo.
—Eres insaciable.
Al final le dieron de comer juntos. Kern se levantó, le cambió los pañales
bastante bien y se lo llevó a la cama. El bebé se tomó el biberón entre los dos.
La sonrisa y los balbuceos de Toby indicaban que le gustaba el arreglo. Su
pequeña vida no tenía mal aspecto.
La de Lucy Sefton tampoco.
Pero aún había varias cosas que había que discutir. Como el asunto de las dos
semanas al año que Kern pretendía dedicar a su familia.
No se podía creer que no hubiera cambiado de idea. Le resultaba inconcebible
que siguiera pretendiendo dejarlos solos.
Se tumbó de espaldas y acarició con un dedo un pie de Toby, que rió de alegría.
El corazón de Lucy estaba henchido de felicidad.
Kern contempló a la pareja, sonriendo.
—Creo que podría tener celos de mi hijo.
—¿Quieres que te haga cosquillas en los pies a ti también? No hay problema.
Saca un pie. Hacer cosquillas es mi especialidad.
Kern rió, con aquella risa que provocaba estremecimientos a Lucy, y de repente
se quedó callado.

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El teléfono volvía a funcionar.


Durante los últimos días había estado usando el móvil, pero el teléfono de la
casa no había sonado durante el tiempo que Lucy había pasado allí. La tormenta
había estropeado la línea. Pero ahora…
Ahora el mundo exterior esperaba para irrumpir en sus vidas.
Kern hizo una mueca, y Lucy vio en sus ojos que se negaba tanto como ella a
reconocerlo. Pero tenía que ocurrir. Se volvió y levantó el auricular.
Lucy se quedó tumbada, jugando con el niño, pero atenta a la conversación.
Al parecer, los Clarence estaban al otro lado del río, impacientes por volver a un
lugar que estaban convencidos de que no podía funcionar sin ellos. Probablemente,
Kern los había llamado antes desde el teléfono móvil para darles instrucciones.
Habían organizado un puente flotante, que funcionaría en una hora.
Una hora. Sólo faltaban sesenta minutos para que llegara el mundo. Pero Lucy
no estaba preparada para recibirlo.
Toby estaba a salvo, en brazos de su padre. Lucy se levantó para ir a la ducha.
Cuando volvió, Kern seguía hablando por teléfono. Frustrada, Lucy volvió a
desaparecer para ponerse unos vaqueros y una camisa. Cuando llegó al dormitorio
ya estaba presentable para recibir a cualquiera, pero Kern seguía con el auricular
pegado al oído.
La gente debía estar haciendo cola para hablar con él. Se sentía estúpida por
tener celos de un teléfono.
—Creo que vamos a preparar el desayuno a tu padre —dijo a Toby tomándolo
en brazos—. Lo dejaremos solo con sus asuntos.
Empezó a alejarse, pero Kern la sujetó por la muñeca y le indicó con la mirada
que se quedase.
Obediente, Lucy se dejó caer en la cama, dejó al niño en la almohada y se
quedó.
Le quedaba menos de una hora para estar a solas con Kern McAllister.
De repente, el desayuno ya no le parecía tan importante.
—Mire, no lo sé —decía Kern por teléfono—. No, no estoy enfadado porque no
llegara. Sé que la tormenta era impresionante, y me parece lógico que no pudiera
venir. Lo que ocurre es que no estoy seguro de seguir necesitando una niñera. Creo
que he encontrado otra solución. ¿Puede esperar un momento, por favor? —tapó el
teléfono con la mano y miró a Lucy—. Ahora mismo estás de vacaciones, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cuándo te esperan de vuelta en el trabajo?
—Dentro de cuatro semanas.
Kern asintió.

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—Sólo tienes que avisar con un mes de antelación si quieres marcharte,


¿verdad?
Lucy tardó un rato en contestar. Se humedeció los labios, repentinamente secos.
—Supongo que sí —respondió al fin—. Si me marchara…
—Estupendo —Kern sonrió y se volvió de nuevo hacia el teléfono, levantando
la mano—. No, muchas gracias, de todas formas. Creo que al final no me van a hacer
falta sus servicios. Mi hijo no necesita una niñera.
Después de despedirse, colgó el teléfono y miró a Lucy sonriente.
—Todo funciona a las mil maravillas —anunció—. No me puedo creer que las
cosas hayan salido tan bien. He retrasado el viaje a Nueva York hasta el viernes. Así
tendrás tiempo para volver a Sydney a recoger tus cosas. Después pasaremos unos
días más juntos antes de que me marche.
—¿Te vas a Nueva York? —preguntó Lucy.
—Tengo que irme, Lucy. De hecho, ya debería estar allí.
—¿Cuánto tiempo vas a pasar en Estados Unidos?
—Estoy organizando un programa de inseminación para mis propiedades en
Australia, y necesito importar material genético. Tengo unas cuantas reuniones en
Nueva York y después pasaré tres semanas visitando granjas por…
—Por todo el país —concluyó Lucy por él—. Durante tres semanas. Y después,
¿volverás aquí?
—Lo intentaré, pero…
—Pero es posible que tengas que encargarte de otros negocios importantísimos.
—Lucy, ya te lo dije —se incorporó, y Toby protestó, aunque estaba
investigándose los dedos de los pies y no le interesaban demasiado los asuntos de los
adultos—. No paso demasiado tiempo aquí.
—¿No tienes intención de pasar mucho tiempo con tu hijo? ¿Ni conmigo?
—Con mi esposa —dijo Kern lentamente—. Lucy… Sabes que quiero casarme
contigo. Lo organizaremos en cuanto vuelva.
—¿Así que sigues queriendo casarte conmigo? —tuvo que hacer un gran
esfuerzo para decirlo, pero lo consiguió—. Quieres casarte conmigo en las
condiciones que me propusiste. Dos semanas al año contigo. Otro hijo si así lo deseo.
Un contrato de diez años y luego una libertad bien remunerada.
—Claro que las cosas han cambiado —dijo Kern.
—Quieres decir que, como he cometido la estupidez de enamorarme de ti, tal
vez no tengas que pagarme, ¿no? A lo mejor consigues una esposa sin necesidad de
estipular en el acuerdo prematrimonial la indemnización que le darás dentro de diez
años, ¿no es eso?
—No, no es eso.

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—¿Cómo que no? —preguntó levantando la voz—. ¿Qué es lo que me propones


exactamente, entonces? Creo que ya va siendo hora de que me lo expliques.
—Lucy… —Kern dio un paso al frente, pero ella se apartó.
—No te atrevas a acercarte a mí —le advirtió—. Simplemente dime qué es lo
que quieres de mí.
—Quiero una esposa, y quiero que seas tú. ¿Te parece un delito tan terrible?
—Pero sólo me quieres durante dos semanas al año.
—Sería más que eso. Y Toby te necesitaría continuamente.
—No estoy hablando de las necesidades de Toby —dijo furiosa—. Estoy
hablando de las tuyas. ¿Con qué frecuencia me necesitarías como esposa?
—Cuando esté aquí.
—Pero no cuando no te venga bien.
—Mira, Lucy, mi negocio es internacional y Toby necesita una casa estable. No
puedo llevarlo de hotel a hotel por todo el mundo, como hacían conmigo cuando era
pequeño. Es un verdadero infierno, y te aseguro que lo sé muy bien.
—Pues proporciónale una alternativa.
—Ya lo he hecho. Es lo que intento. Eres tú la que…
—La que no se comporta con la docilidad que esperabas. La que no se conforma
con su papel de mujercita sumisa. La que va a volver a Sydney tan deprisa como
pueda, para quedarse allí.
—Te necesito, Lucy.
—Y yo también te necesito a ti, Kern.
Tenía los puños tan apretados que empezaban a dolerle. Se reclinó contra la
puerta, respirando demasiado deprisa.
—Tengo un problema —dijo, esforzándose para hablar en tono neutro—. Me he
enamorado. Sí, ya sé que soy una estúpida. Me propuse que nunca volviera a
ocurrirme, pero me ha ocurrido. Anoche… Lo de anoche fue mágico. Para mí.
Anoche pensé que había encontrado el sitio en el que quería pasar el resto de mi
vida. Contigo.
Kern dio un paso al frente, pero Lucy subió las manos para rechazarlo, y él se
detuvo.
Por una vez, no sabía qué hacer.
—Anoche me convertí en tu esposa con mi cuerpo —susurró Lucy—. Hice un
voto con mi cuerpo y mi corazón; me entregué a ti por completo. Y ahora, me dices
que sólo necesitas mi amor durante dos, o tal vez hasta tres semanas al año. Y tal vez
sólo durante diez años. Pues bien, no puedo hacerlo. No puedo quedarme aquí
cruzada de brazos durante cincuenta semanas al año y echarte de menos. Porque me
volvería loca, y por mucho que quiera a Toby, no soy capaz.

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Su voz se quebró en un sollozo desolado. Se llevó la mano a los ojos,


esforzándose para recuperar el control.
—No puedo —repitió.
—Lucy… —avanzó hacia ella y tomó su cuerpo rígido entre los brazos—, Lucy,
amor mío, esto es una estupidez. Tal vez podamos llegar a un acuerdo. Lo de los diez
años era una tontería. ¿Sabes? Me he dado cuenta de que yo también te amo.
Supongo que este sentimiento es demasiado fuerte para los dos, y nos tiene
desconcertados. Pero no sería conveniente que Toby y tú me acompañarais en todos
mis viajes. No quiero darle una niñez así, por mucho que desee estar con vosotros.
—No te das cuenta, ¿verdad? —preguntó Lucy—. Simplemente, no te das
cuenta.
—¿De qué?
—De que sigues intentando comprar una esposa.
—No intento comprar…
—Tu mujer debería ser tu otra mitad, Kern McAllister. No la madre de tu hijo
—respiró profundamente—. Estaría loca si aceptara. Lo que me propones es lo más
arrogante que he oído en mi vida. Si fuera una abogada distinta te denunciaría por
chantaje emocional y ganaría. Intentas comprar una esposa con tu preciosa granja y
con el amor de tu hijo. No con el tuyo.
—Lucy, ya te he dicho que te amo —la abrazó con fuerza—. Nunca había
sentido algo así por ninguna mujer.
—No. No me amas —lo empujó fuertemente, y Kern se apartó—. Lo siento,
Kern, pero estás solo con tu hijo. Y le deseo toda la suerte del mundo, porque va a
necesitarla. Dices que no quieres que tu hijo tenga una niñez como la que tuviste tú.
Pero tu niñez no fue desagradable porque tus padres te arrastraran por todo el
mundo. Tu niñez fue desagradable porque tus padres no se ocupaban de ti. No
sabían qué hacer contigo, y se notaba. Estaban demasiado ocupados ganando dinero
y fomentando su vida social, de modo que transmitían su responsabilidad a quien
pudieran. ¿Te parece eso tan distinto de lo que tú intentas hacer?
—Sí, es distinto.
—No. Es lo mismo —dijo Lucy, furiosa—. Simplemente has fijado un precio
distinto para la responsabilidad de cuidar de tu hijo. Y para mí, ese precio es
demasiado alto.

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Capítulo 13
Las horas que siguieron fueron las más vacías de la vida de Lucy. Volvió a
Sydney en cuanto pasaron su coche al otro lado del río, y pasó llorando todo el
camino de vuelta a casa.
No dejaba de insultarse en voz alta.
Había sido una completa estúpida. Afortunadamente, en aquella época del mes
no era muy probable que se quedara embarazada, pero ni siquiera podía descartar la
posibilidad.
No entendía cómo había sido capaz de enamorarse de Kern McAllister. Tenía
que ser completamente tonta. Pero el problema era que, ahora que lo había hecho, no
sabía cómo aflojar el dolor que atenazaba su corazón.
En vez de irse a Hawai le dio por pintar todo su piso. Luego, uno de los socios
del bufete se hizo un esguince jugando al golf, y le pidieron que volviera al trabajo
antes de tiempo. Casi se alegró. Se estaba volviendo loca mirando aquellas paredes
de tonos alegres.
—Nos hemos enterado de que no pudiste ir a Hawai —le comentó Henry
Coyne cuando la llamó por teléfono—, así que hemos pensado que si no tenías nada
que hacer…
—¿Cómo sabíais que no estoy en Hawai?
—¿Te puedes creer que porque no hemos recibido ninguna postal?
—No.
—Bueno, intentamos seguir la pista a los empleados que enviamos a algún sitio.
—¿Así que sabías que me quedé atrapada en McAllister Point?
—Sí.
—Pues podíais haber enviado un helicóptero en mi busca —protestó.
—La verdad es que pensé que… Bueno, McAllister Point tampoco es un mal
sitio para pasar las vacaciones.
—Pensaste que lo pasaría bien allí, ¿no?
—Reconozco que se me ocurrió. ¿No fue así?
—No.
—Ya veo. No obstante, dejaste a McAllister bastante impresionado.
—¿Cómo lo sabes?
—Nos ha llamado varias veces por teléfono, y hasta ha venido a vernos en
persona para pedirnos que le demos tu dirección. No le ha gustado averiguar que tu
teléfono no aparece en la guía, y está bastante molesto con la norma del bufete de no
facilitar a los clientes los datos personales de los abogados.

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—Creía que estaba en Estados Unidos.


—Sí, ahora está allí —convino Henry—. Vino a vernos antes de marcharse. Nos
ha dado instrucciones para que le consigamos la custodia de su hijo. Parece que por
fin ha decidido quedarse con él. Nos ha llamado varias veces desde Nueva York para
preguntar cuándo vuelves y para pedirnos tu número de teléfono. La verdad es que
empiezo a sospechar que está interesado.
—¿No le habéis dado mi teléfono?
—No podemos dárselo sin tu autorización. Bueno, ¿puedes volver al trabajo?
—Estaré en la oficina mañana mismo. Una cosa, Henry.
—¿Sí?
—Lo de la custodia… ¿Estás seguro de que Kern McAllister se va a quedar con
el niño?
—Él parece bastante convencido.
—Otra cosa…
—¿Si?
—No se ha ido de viaje con el bebé, ¿verdad?
—Claro que no. Tal vez se le haya despertado el instinto paternal, pero no hasta
el punto de no querer separarse de su hijo ni para viajar. Creo que el niño está en
McAllister Point con una niñera.
Una niñera. Por supuesto.
—Bueno, hasta mañana —dijo apresuradamente antes de colgar.

Kern McAllister volvió a aparecer en su vida una semana después.


Lucy estaba en el trabajo.
En aquel momento la recepcionista se había ido al servicio, de modo que Kern
McAllister pudo pasar directamente al interior del bufete sin que nadie lo retuviera.
Llevaba un traje de chaqueta. De nuevo se había convertido en el Kern
McAllister de siempre: traje hecho a medida, rasgos fríos y mirada entre aburrida e
irónica.
El despacho de Henry estaba al final del pasillo. Lucy ocupaba un despacho
más pequeño, a un lado. Se quedó mirándolo, atónita, al verlo pasar.
Kern caminó directamente a la puerta de Henry, pero de repente se detuvo en
seco.
La había visto, pió dos pasos marcha atrás y volvió la cabeza.
—¡Lucy!
—Buenos días.

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Lo saludó con un breve movimiento de cabeza y volvió a concentrarse en el


trabajo.
O a fingir que lo hacía. En realidad, no podía ver la página. Una sombra se
cernía sobre su mesa. Kern estaba delante de ella. La recepcionista había corrido a su
encuentro.
—El señor Coyne puede recibirlo inmediatamente, señor McAllister —dijo la
mujer.
—La señorita Sefton también se encarga de los asuntos de mis empresas —le
recordó Kern.
—No, ya no —dijo Lucy.
Cometió el error de mirarlo para decírselo, y se encontró con que no podía
apartar los ojos de su rostro.
La atracción no había disminuido ni un ápice.
—¿Por qué estás vestida de negro?
—No creo que mi forma de vestir sea asunto suyo, señor McAllister.
—Te quedan mucho mejor mis botas.
—Muchas gracias —se puso en pie, furiosa—. Sally, por favor, acompaña al
señor McAllister al despacho del señor Coyne —añadió dirigiéndose a la
recepcionista—. Creo que lo está esperando.
En efecto, Henry lo esperaba. Salió de su despacho, vio que Kern estaba en el
despacho de Lucy, y entró.
—¿Ya has vuelto? —preguntó el anciano abogado a Kern, tendiéndole la
mano—. Espero que hayas tenido un buen viaje.
—Todas las gestiones han salido bien —contestó Kern, mirando a Lucy de
reojo—. Pero el viaje no ha sido precisamente bueno.
—Vaya, lo siento. Bueno, ¿qué podemos hacer por ti? —también él miró de
reojo la cara escarlata de Lucy—. ¿Quieres pasar a mi despacho?
—Tengo un problema con la custodia de mi hijo —dijo Kern—. La señorita
Sefton está familiarizada con el asunto, así que…
—No te preocupes —interrumpió Henry—. Ya me he puesto al día. La señorita
Sefton se encarga actualmente de otro asunto.
Sin duda se había dado cuenta de lo que ocurría, e intentaba echar una mano a
Lucy.
—¿Lo ha solicitado ella?
—Sí —contestó Lucy con tono desafiante.
—De todas formas, me gustaría que se encargara del caso —Kern miró su
reloj—. Casi es la hora de comer. ¿Qué te parece si lo discutimos mientras comemos
los tres? La señorita Sefton, tú y yo.

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—Tengo otro cliente —intentó disculparse Lucy—. El señor Hocking…


—El señor Hocking ha llamado hace cinco minutos para cancelar su caso —
intervino Sally—. ¿No te acuerdas? Además, puedo cancelar tu reunión de las dos.
Estoy segura de que a los demás no les importará que no asistas.
—Muchas gracias.
Lucy lanzó a la muchacha una mirada asesina, pero la recepcionista sonrió
encantada.
—¿Quieren que les reserve mesa en algún sitio? —preguntó Sally.
—Sí, muchas gracias —dijo Kern con amabilidad—. En Edwards, por ejemplo.

Lucy se reclinó en su silla, en el elegante restaurante con vistas al puerto de


Sydney. Estaba furiosa.
Se sentía como si la hubieran arrastrado a la fuerza, y no le gustaba nada la
sensación.
La comida era excelente. Pidieron muchas variedades de marisco. Lucy se
concentró en la comida. Las gambas eran difíciles de pelar y le proporcionaban una
excelente excusa para mirar su plato en vez de mirar a Kern.
Henry llenó el silencio. Se le daba muy bien comportarse con naturalidad en
situaciones incómodas, aflojando la tensión. De todos modos, de vez en cuando
miraba a Lucy confundido. Su ayudante no se comportaba de la forma
acostumbrada.
Kern McAllister tampoco.
Tenía que empujarlo para hacerlo hablar. No dejaba de mirar a Lucy, y Lucy no
dejaba de mirar su plato. Al cabo de unos minutos elaboró un plan de acción y
empezó a sonreír con malicia.
—Bueno, Kern, ¿qué podemos hacer por ti en el asunto de la custodia? —
preguntó directamente—. Resolvamos cuanto antes los negocios.
Podía ser muy directo cuando se trataba de concluir un asunto profesional para
marcharse cuanto antes. Y dejar a solas a los otros dos.
—Tengo entendido que Mai también pretende solicitar la custodia —contestó
Kern—. Quiero saber qué posibilidades tiene de conseguirla.
—Aún no ha reclamado al niño —dijo Henry, pensativo—. Parece que no le
importa que se quede contigo hasta el juicio, el mes que viene.
—Pero está empeñada en llegar a los tribunales, ¿no?
—En efecto.
—¿Para qué? Le he hecho una buena oferta. ¿Se puede saber qué es lo que no le
gusta?

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—La verdad es que no estoy muy seguro. Sospecho que tiene algún plan oculto,
pero no sé de qué se trata. No sé por qué espera tanto, ni por qué no viene
directamente a decir qué es lo que quiere. Ron Hall, su abogado, es una verdadera
rata. No sé a qué juega, pero estoy haciendo todo lo posible para averiguarlo. Lo
único que sé es que la señorita Carrington ha solicitado una audiencia formal en el
juzgado de familia, para discutir lo de la custodia.
—Pero dejó al niño en mi casa —protestó Kern—. Es evidente que no le interesa
quedárselo.
—Sospecho que lo que quiere es dinero, pero no parece que lo quiera pedir
abiertamente. ¿Quieres que te confiese una cosa? Esa mujer me pone nervioso, y su
abogado también.
—Pero hasta el juicio, Toby se quedará conmigo, ¿no?
—Sí, se ha mostrado conforme. Debo añadir que de muy buen grado. La
explicación que nos ha dado es que le parece importante que conozcas a tu hijo, y
que te está dando la oportunidad.
—Muy amable por su parte —dijo Kern con sequedad—. Bueno, supongo que
eso era todo lo que necesitaba saber, por el momento. En cuanto te enteres ce algo
más, comunícamelo inmediatamente, ¿de acuerdo?
—Por supuesto.
En aquel momento apareció la camarera con la carta de postres, pero Henry la
rechazó con un gesto y se levantó.
—No, gracias, tengo el corazón delicado y todo eso está lleno de colesterol —se
excusó—. Creo que me vendrá mejor dar un paseo por el muelle. Lucy, volveré
dentro de una hora y nos iremos al despacho.
—Te acompaño.
Lucy se levantó tan deprisa que estuvo a punto de volcar la copa, y Henry se
apresuró a sujetar la mesa.
Kern no dijo nada. Se limitó a contemplar la escena con una sonrisa irónica.
—Quédate aquí. A ti no te ha ordenado el médico que hagas ejercicio —dijo
Henry con firmeza—. Yo no puedo hacer compañía a nuestro cliente, y tú sí. Quédate
con él hasta que vuelva, por favor.
Era una orden. Henry la miraba con gesto implacable.
—Muy bien —dijo Lucy por fin—. Estupendo. Me sentaré a comerme el postre
del señor McAllister y a beberme su café y a hacerle compañía, pero te advierto una
cosa, Henry.
—¿Sí?
—En cuanto vuelva a mi despacho llamaré a tu mujer para decirle que te has
puesto mantequilla en el pan. Con mucho más colesterol que ningún postre.
Se hizo el silencio, y Henry salió del restaurante con una sonrisa.

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En cambio, la sonrisa de Kern McAllister desapareció.


Intentó tomar a Lucy por la mano, pero ella se apartó rápidamente.
—Estoy aquí contra mi voluntad —le dijo—. Quiero fresas con nata de postre, y
un café muy largo.
Kern asintió y pidió, sin apartar la mirada de su rostro. No hablaron hasta que
llegó el postre y se lo terminaron. Sólo quedaba el café, y Lucy no podía dedicar toda
su atención a una taza.
Lucy miró el reloj, desesperada. Aún faltaban cuarenta minutos para que Henry
regresara.
Estaba segura de que no se iba a adelantar.
—Escúchame, Lucy, por favor —dijo Kern.
—No creo que tengas nada que decirme.
—Excepto que te echo de menos.
—Pues cásate con la niñera, y asunto concluido. Podréis vivir felices y comer
perdices, cada uno a un lado del mundo.
—No te pongas así, por favor —se llevó una mano a la frente, cansado—. Lucy,
te lo ruego.
Lucy removió su café, aunque no le había echado azúcar. Se le estaba enfriando,
pero le daba igual.
De modo que Kern la echaba de menos. No estaba ofreciéndole ninguna
alternativa. Dos semanas al año de matrimonio.
—He estado pensando —continuó Kern—. Recuerdo que me dijiste que estabas
enamorada de mí.
Lucy se encogió de hombros.
—Para lo que sirve… Más estúpida que soy.
—A mí sí que me sirve.
—¿De verdad?
—Lucy, por favor… Lo que te ofrezco… Nunca había pedido a ninguna mujer
que se casara conmigo. Nunca. Después de ver lo que pasó con el matrimonio de mis
padres me propuse no hacer lo mismo que ellos. No quiero exponerme a ese chantaje
emocional.
—¿Insinúas que esperas que yo te chantajee emocionalmente?
—No —dejó la taza en el platillo, nervioso—. Claro que no. Lucy… He estado
pensándolo mucho. Podría funcionar, si queremos que funcione. He estado
repasando mis compromisos. Con un poco de esfuerzo, podría pasar tres meses al
año en McAllister Point. ¿Lo considerarías en ese caso?
—Deben interesarte mucho mis servicios —dijo Lucy al cabo de un larguísimo
silencio— si estás dispuesto a pagar tanto.

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Le ofrecían en bandeja tres meses al año del tiempo de Kern McAllister. Tres
meses enteros.
—Me interesas mucho, Lucy —la tomó de la mano—. No puedo ofrecerte más,
sin sacrificar todo lo que tanto trabajo me ha costado conseguir.
—No.
—¿Quieres decir que ni siquiera estás dispuesta a considerarlo?
—Te agradezco mucho tu generosa oferta. Me siento halagada. Pero no es nada
más que una oferta, y no quiero que me hagas ofertas. Como tú, me propuse no
casarme nunca, aunque en mi caso fue porque ya había probado el matrimonio. El
caso es que después me he enamorado como una estúpida. De ti y de tu hijo. Os
quiero tanto a los dos que me duele. Pero no quiero una generosa oferta de
matrimonio, Kern. No funcionaría. Es imposible. Y no estoy en el mercado, así que es
inútil que intentes llegar a un acuerdo. Lo que quiero… lo que quiero es tenerte.
Kern no la entendía. No la entendería nunca.
—Olvídalo, por favor —dijo cansada—. No te estás ofreciendo en cuerpo y
alma. Sólo me ofreces parte del precioso tiempo que te sobre en la ampliación de tu
imperio. Y lo que yo quiero no tiene nada que ver con eso. Lo que quiero es
compartir tu vida; estar contigo cuando me necesites y cuando no me necesites. Y
cuando yo te necesite a ti. Supongo que lo considerarás un sueño estúpido, pero es
mi sueño. Y no estoy dispuesta a casarme por menos.
—No puedo ofrecerte nada más, Lucy.
—Entonces, no hay nada más que hablar.

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Capítulo 14
Lucy consiguió a duras penas sobrevivir a las semanas siguientes. De vez en
cuando se enteraba de algo relacionado con Kern, sobre todo porque Henry se lo
comentaba, tanto si quería oírlo como si no.
—Parece que no se mueve de McAllister Point —comentó tres semanas después
de la comida—. Nos va a venir muy bien para conseguir la custodia.
—¿Crees que ganará? —preguntó Lucy, incapaz de vencer la curiosidad.
—Creo que sí, pero no estoy seguro del todo. La señorita Carrington ha pedido
ahora que le dejen tener al niño una semana al mes. A Kern no le hace mucha gracia,
pero supongo que tendrá que conformarse. Parece razonable.
—¿Una semana al año? —repitió Lucy, asombrada—. ¿Para qué quiere Mai
quedarse tanto tiempo con el niño?
—No tengo ni idea. Es posible que le tenga cariño —dijo Henry sin demasiada
convicción.
Lucy volvió a su mesa y se sentó.
Durante el resto de la tarde estuvo mirando por la ventana, sin hacer
absolutamente nada.
El juicio tendría lugar el viernes. Estaban a miércoles.
Lucy conocía a Mai Carrington, y no creía que sintiera ningún cariño hacia su
hijo. No entendía cuál podía ser su juego.
Lo averiguó al día siguiente.
Cuando llegó al trabajo, Henry estaba en su despacho. La luz roja de su puerta
estaba encendida. Aquella luz significaba que no debían interrumpirlo por nada que
no fuera el fin del mundo, y sólo si estaban seguros de que él podía hacer algo por
evitarlo.
Lucy se quedó mirando la luz, extrañada, y miró por el cristal de la puerta, a
través de la persiana. Henry estaba reunido con Kern McAllister.
Lucy encontró rápidamente una excusa para pasarse toda la mañana en los
juzgados.

Volvió a mediodía y comprobó, aliviada, que no había ni rastro de Kern. Casi


todo el personal había salido a comer, y reinaba el silencio.
Henry estaba solo en su despacho, comiéndose un bocadillo. Lucy llamó a la
puerta y entró.
—Déjame en paz —dijo Henry—. Te aseguro que el pan lleva margarina
especial, baja en grasas y en colesterol.

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—Me alegro mucho por ti —sonrió y levantó una envoltura de la mesa—. ¿Y la


chocolatina que había aquí dentro? ¿Era el aperitivo?
—Díselo a Margaret y estás despedida.
—Creo que podría chantajearte —dijo despreocupada, apoyándose en el
escritorio—. Para empezar, vas a decirme qué quería Kern McAllister.
—Creía que no te interesaban sus asuntos —dijo Henry, pensativo.
Lucy se sonrojó. Henry tomó la envoltura de la chocolatina y la lanzó a la
papelera.
—Creo que los dos podemos jugar a este juego, Lucy —añadió sonriente—.
Pero hablando de chantaje…
Su sonrisa desapareció.
—¿Sí?
—Tenemos un problema. O. mejor dicho, Kern McAllister tiene un problema, y
dudo que pueda hacer gran cosa para resolverlo. Creo que está a punto de desan-
grarse.
—¿Qué quieres decir?
—Que Mai Carrington se presentó anteayer en McAllister Point mientras Kern
estaba fuera, y exigió que le entregaran al bebé. La niñera no tuvo más remedio que
obedecer. La señorita Carrington es la madre del niño. Llamó a la policía al ver que
no se lo querían entregar por las buenas, y se lo llevó.
—Ya veo —dijo Lucy lentamente.
En realidad, aún no lo entendía.
—Parece —continuó Henry— que la señorita Carrington se ha arriesgado
mucho al dejar al niño en casa de Kem durante tanto rato. Pero la jugada le ha salido
bien.
—¿Qué significa eso?
—Que Kern McAllister parece haberse encariñado con su hijo. Hasta el punto
de que su primera preocupación es la seguridad del niño.
—Mai no estará amenazando, ¿verdad? —preguntó sobresaltada.
—La verdad es que sí.
—¿Qué ha dicho? —preguntó con un hilo de voz.
—Nada por lo que podamos ir contra ella legalmente, pero suficiente. Parece
que no estaba satisfecha con el dinero que había asignado Kern al cuidado del niño,
así que decidió conseguir que se encariñara con él y que se diera cuenta de que tiene
un hijo. Anoche llamó a Kern por teléfono. El niño estaba llorando a pleno pulmón
mientras ella hablaba. Kern dice que parecía hambriento y desesperado. Y lo
amenazó.
—¿Con qué, exactamente?

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—Dijo que iba a seguir insistiendo en que solicitaría que le permitieran tener al
niño una semana al mes, e insinuó que, aunque no le pasaría nada malo físicamente
durante esa semana, no lo pasaría muy bien. Estuvo comentando que tal vez no le
llegara el presupuesto para alimentarlo a sus horas, y cosas así. Nada que se pueda
demostrar. Sólo algo que aterrorizaría a alguien que quiera a ese niño.
—¿No hay nada que podamos hacer?
—Sólo tendríamos alguna posibilidad si las amenazas estuvieran grabadas. Por
supuesto, Kern no pudo reaccionar a tiempo, y esa chica no va a cometer la locura de
decirlo por segunda vez. Exige diez mil dólares por cada semana que tenga al niño.
Diez mil dólares al mes hasta que Toby tenga la edad suficiente para decidir por sí
mismo. Si no se le concede esa cantidad, llevará a cabo sus amenazas. Por supuesto,
si Kern la denuncia ella lo negará todo, y las consecuencias las pagará el bebé.
—Pero Toby es hijo suyo —dijo Lucy, horrorizada—. No puede…
—¿Crees que es un farol? —preguntó Henry—. Tú llevaste a cabo la
investigación sobre su vida. ¿Crees que de verdad quiere al niño?
—No —su rostro se endureció—. Mai Carrington sólo se quiere a sí misma.
—Por si fuera poco —dijo después—, ha pedido más aún. O recibe cincuenta
mil dólares de aquí a mañana o solicitará la custodia completa del niño. Con el
historial de Kern, que no quiso ni conocerlo durante los tres primeros meses, podría
ganar.
—Pero abandonó al bebé en casa de Kern.
—Dice que por fin consiguió convencer a Kern para que se interesara por el
niño, y se lo llevó para que lo conociera. Sería su palabra contra la de Kern.
Y Mai Carrington era una actriz nata con un abogado astuto y sin escrúpulos.
—La verdad es que no sé qué proponer —dijo Henry, impotente—. Ya conoces
a esa mujer. Si se te ocurre algo…
—¿Dónde está Kern ahora?
—Tiene una reunión en sus oficinas de la ciudad.
—¿Por qué no intenta localizar a Mai?
—Le he dicho que no tiene ningún sentido. No servirá de nada. La policía no se
pondrá a decidir quién puede llevarse al niño cuando el juicio se celebra mañana
mismo. Kern McAllister está furioso y desesperado. Prácticamente le he ordenado
que se mantenga al margen, amenazándolo con la pérdida de todos los derechos
sobre su hijo. Si se acerca a Mai, no sé de qué podría ser capaz.
—Pero Toby no puede quedarse con ella esta noche —la imagen del bebé
acudió a su mente y se sintió enferma—. No puede.
—Creo que no hay más remedio.
—No —con los puños apretados, se levantó y caminó a la ventana para
contemplar la ciudad.

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—Sé dónde vive —continuó entre dientes.


—No puedes ir a su casa —exclamó Henry sobresaltado—. Por favor. Lucy,
¿qué te propones?
—Recuperar a Toby.
—¿Cómo? No hay ninguna forma legal de conseguirlo, y lo sabes. ¿Pretendes
usar la violencia?
—Si es necesario —se volvió hacia él—. No creo que las cosas lleguen tan lejos,
pero si no hay más remedio…
—¡Lucy!
—¿Me defenderás en el juicio por asesinato?
—Lucy…
—Espero que eso signifique que sí —dijo con firmeza—. Además, está el asunto
de la chocolatina.
Dicho aquello salió del despacho, dejando a Henry boquiabierto a sus espaldas.

Tardó dos horas en aparecer en la puerta de la casa de Mai Carrington. Durante


el tiempo transcurrido desde su conversación con Henry estuvo leyendo y releyendo
los informes que había elaborado sobre la madre de Toby cuando interpuso la
demanda de paternidad y visitó su banco. Ahora estaba frente a la puerta del piso,
con un nudo en el estómago.
Mai pretendía extorsionar a Kern, pero era un juego al que podían jugar varias
personas.
Al oír el llanto de un bebé se animó por fin a dar los últimos pasos. Toby debía
estar allí. Llamó al timbre y esperó.
Mai abrió al tercer timbrazo. Parecía cansada y tenía un aspecto desastroso.
—¿Quien demonios es usted?
Mai Carrington. Una belleza reconocida. La demostración palpable de que la
belleza era sólo superficial, pensó Lucy mientras entraba en su casa. Mai no se había
apartado para cederle el paso, pero aquello no la detuvo.
Era alta, esbelta y rubia teñida. Había adornado las portadas de muchas
revistas, pero no con el aspecto que presentaba en aquel momento. Tenía la cara llena
de maquillaje corrido y los ojos azules emborronados de máscara negra, y llevaba
una bata muy sucia.
También estaba sucio el piso. Lucy arrugó la nariz al oler el alcohol. También
había otros olores que no sabía ni quería identificar.
—¿Dónde está Toby?
El llanto procedía de la habitación contigua. Lucy no tenía intención de actuar
tan deprisa, pero no podía detenerse. Sin prestar atención a Mai, abrió la puerta,

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encontró a Toby hecho un mar de lágrimas en una maraña de sábanas arrugadas y lo


tomó en brazos, apretándolo fuertemente contra sí.
—¿Quien demonios es usted? —repitió Mai.
Había seguido a Lucy al dormitorio, y hablaba arrastrando mucho las vocales.
Lucy se alegró. Si estaba borracha, todo resultaría mucho más fácil.
—Soy Lucy Sefton, la abogada de Kern McAllister.
—Entonces, salga inmediatamente de mi casa.
—Lo haré —dijo con suavidad, abrazando a la criatura—, en cuanto me haya
firmado un papel.
—¿Cómo? —preguntó Mai, entrecerrando los ojos.
—Un documento en el que renuncie a todos los derechos sobre su hijo. Kern
McAllister tendrá la custodia absoluta sobre el niño, y sólo podrá visitarlo en presen-
cia del padre o de un asistente social.
—Está completamente loca —dijo Mai con incredulidad—. No voy a firmar algo
así.
El llanto de Toby había cedido, y ahora sollozaba suavemente. Dos grandes
manchas de humedad se extendían por el traje de Lucy; una de los pañales del niño y
otra de su nariz. Pero no le importaba en absoluto.
—Yo creo que sí que va a firmar. Sé bastantes cosas sobre usted. Hace cuatro
meses creía que no las tendría que utilizar nunca, pero ahora… —respiró
profundamente—. ¿Le dice algo el nombre de Maureen Hind?
Evidentemente, le decía mucho. Mai se quedó muy pálida y se tambaleó más
aún, como si estuviera a punto de desmayarse. Se sujetó a una cómoda, tirando un
par de frascos de perfume al suelo.
—No será capaz…
—Hace diez años, una chica de diecisiete años llamada Maureen Hind tuvo un
hijo —dijo Lucy con mucha calma—. Ni ella ni el padre del bebé lo cuidaron muy
bien. De hecho, el niño murió y el padre acabó en la cárcel por malos tratos. A la
chica la dejaron en libertad condicional a causa de su edad. Un año después, la
misma Maureen Hind tuvo otro hijo, con otro hombre, y lo cedió en adopción.
Después de eso, parece haber desaparecido de la faz de la tierra. De hecho, se cambió
el nombre en cuanto se terminó su libertad condicional y pasó de nuevo a ser
ciudadana de pleno derecho. Ahora se llama Mai Carrington.
—No puede demostrar…
—Claro que puedo. Lo descubrí cuando estaba investigando para la demanda
de paternidad, pero entonces no lo consideré procedente. Sólo pretendía conseguir
que Kern McAllister mantuviera al bebe, y me pareció que estaba en su derecho.
También decidí que como sólo tenía diecisiete años cuando murió su primer hijo, era
posible que desde entonces hubiera cambiado y quisiera rehacer su vida. Pero la vida

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que está en juego ahora es la de Toby, y estoy dispuesta a poner toda la historia a
disposición de los medios de comunicación para proteger al niño.
—No puede hacer algo así.
—¿No? Ya verá —se sacó un documento del bolsillo de la chaqueta—. Éste es el
papel que quiero que firme. Llamaré al taxista para que suba y haga de testigo.
—No voy a firmar —anunció Mai categórica—. No puede obligarme. Estaría
loca si renunciara a la mina de oro que supone tener al hijo de Kern McAllister.
—No va a conseguir hacerse rica a costa de Toby —dijo Lucy, aburrida—. Eso
se lo aseguro. Se enfrenta a la ruina. Sabe que esta historia podría arruinarla. Así que
¿por qué no va a firmar?
—Necesito el dinero, aunque acuda a la prensa —murmuró desesperada—.
Tengo deudas. Mañana conseguiré algo de dinero antes de la audiencia. Me lo ha
prometido mi abogado.
—Y después, estará acabada —dijo Lucy con suavidad—. En cuanto esto llegue
a la prensa, con o sin dinero estará acabada. Ninguna agencia de modelos querrá
contratarla.
—Pero necesito… Ya he gastado…
La voz de la mujer se quebró en un sollozo, y Lucy casi sintió lástima por ella.
—Voy a ver a mi abogado —susurró Mai—. Él me dirá qué hacer.
Lucy contuvo una mueca de aprensión. No podía permitirlo. Sabia que
cualquier abogado podría evitar que se publicara el antiguo nombre de Mai. Su
conducta anterior sería considerada un delito juvenil, de modo que las amenazas de
Lucy serían vanas. Si Mai hablaba con su abogado, podía acabar ganando.
—Si sale de aquí sin haber firmado, tendré convocada la rueda de prensa antes
de que llegue al bufete de su abogado —le advirtió en tono amenazante.
—Pero no puedo…
—Sí que puede.
Se sacó un papel del bolsillo y se lo tendió. Era un talón bancario de cien mil
dólares. El doble de lo que Mai esperaba obtener al día siguiente.
—Mi cliente me ha dado instrucciones para que le ofrezca esto si firma en el
acto —añadió Lucy.
Contempló el rostro de Mai, en el que sólo estaba reflejada la avaricia.
Alargó una mano para tomarlo, pero Lucy dio un paso atrás.
—Será suyo en cuanto firme, pero no antes.
—¿Cómo puedo saber que no es una falsificación, o que no lo va a cancelar en
cuanto salga de aquí?

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—Los talones bancarios no se pueden cancelar una vez extendidos, y además


está a su nombre —dijo Lucy con paciencia—. Tiene tanto valor como el efectivo.
Ahora, ¿lo quiere, o prefiere que convoque a la prensa?
Mai Carrington volvió a mirar el cheque, pero no tenía elección. Se trataba de
decidir entre tener cien mil en el acto o recibir cincuenta mil al día siguiente y diez
mil mensuales, a cambio de que salieran a la luz sus antiguos escándalos.
Se llevó una mano a la cabeza, que evidentemente le dolía, y Lucy pudo ver que
la tensión de tener al bebé en casa estaba pasando su factura.
Mai Carrington no era demasiado maternal. A la hora de decidir entre el dinero
y su hijo, no cabía duda alguna de cuál sería su elección.

Dos minutos después el contrato estuvo firmado ante testigos. El cartero había
llegado justo cuando subió el taxista, y los dos firmaron el documento. Lucy entregó
a Mai un duplicado.
Ya no tenía que hacer nada más, salvo sacar de allí a Toby.
Mai no sintió demasiado que se llevaran al niño. Mientras Lucy salía de la casa
con los testigos, la modelo se quedó mirando el cheque. Ni siquiera dirigió una
mirada de despedida a su hijo.
Lucy salió de allí tan deprisa como pudo, abrazando a Toby con tanta fuerza
que casi temía nacerle daño.
—Vamos al centro, por favor —dijo al taxista en cuanto cerró la puerta.
No se molestó en volver la vista hacia el edificio en que vivía la mujer que
afirmaba ser madre de Toby. Había renunciado a todos sus derechos, no cuando
firmó el contrato, sino cuando amenazó con la infelicidad de su hijo.

El edificio donde se encontraban las oficinas de McAllister estaba en plena


ciudad, entre el puerto y el palacio de la ópera. Lucy se dirigió a la puerta
rápidamente con Toby en brazos.
Suponía que no era frecuente que entrara alguien con un bebé en las oficinas.
Las miradas que le lanzaron en recepción y en el ascensor eran, como poco, de
sorpresa.
Toby se había quedado dormido en sus brazos. El taxista había parado frente a
una farmacia para que bajara a comprar pañales, papilla y biberones, que llevaba en
una bolsa.
De modo que una abogada que llevaba en brazos a un bebé sucio y dormido iba
a reunirse con Kern McAllister.
Por fin, Lucy llegó al último piso, alfombrado con metros y metros cuadrados
de gruesa moqueta de color marfil. Al fondo había una enorme mesa de caoba y una
recepcionista de aspecto muy eficaz, de edad madura y aspecto temible. El corazón

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de Lucy se encogió. Lo último que necesitaba era tener que pelearse para llegar a su
destino.
—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó levantando las cejas, extrañada ante
la aparición.
—Tengo que ver al señor McAllister, por favor.
—Está reunido.
Seguía mirándola atónita, como si se preguntara cómo se atrevía una persona
como Lucy a preguntar por el gran Kern McAllister.
—¿Puede pedirle que salga de la reunión? Es muy importante.
La mujer abrió la boca para decir algo, miró la cara de Lucy y la volvió a cerrar.
Alargó la mano hacia el teléfono.
—¿A quién debo…?
—Dígale que su hijo ha venido a verlo.
La mujer se quedó mirándola, paralizada.
—Su hijo…
—Sí.
Hubo un momento de silencio. Después, como sonámbula, la mujer colgó el
teléfono, rodeó la mesa y se acercó al niño dormido.
De repente estalló en lágrimas, y empezó a salir gente de todos lados. Hombres
con trajes de chaqueta negros salieron de los despachos interiores. Se les unieron
unas cuantas secretarias, el ascensorista y alguien que estaba limpiando las ventanas.
Era como si Lucy hubiera accionado un interruptor.
Se quedó, indefensa, en mitad de la algarabía, incapaz de hacerse oír.
—Oh, Dios mío, se parece tanto a su padre… Fíjate, ya se nota que tendrá las
cejas de los McAllister. Sam, éste será tu jefe dentro de unos años.
La recepcionista que había recibido a Lucy seguía mirando al bebé hipnotizada,
con los ojos llenos de lágrimas.
—Conocí a su padre cuando tenía tres años —explicó a Lucy—. ¿Puedo…?
¿Puedo tomarlo en brazos?
—Está muy mojado.
—Como si eso tuviera importancia —dijo la mujer sorprendida—. Oh,
querido…
Tomó al bebé dormido en sus brazos, y Lucy dio un paso atrás.
Era un McAllister, y los empleados de la empresa saludaban al nuevo miembro
del grupo.
De repente, se sentía fuera de lugar. Dejó los pañales, las papillas y los
biberones en una mesa, y se dirigió a uno de los ejecutivos.

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—¿Quién es usted? —preguntó.


—Brad Miller, el jefe de contabilidad.
Ni siquiera la miró para hablar con ella. Sus ojos seguían clavados en Toby.
Brad Miller, el jefe de contabilidad. Lucy conocía su nombre y sabía que era de
confianza.
—¿Puede darle una cosa al señor McAllister de mi parte?
—¿Qué? —se volvió para mirarla y vio el contrato firmado por Mai, que Lucy
tenía en la mano—. Sí, por supuesto.
—Guárdelo en lugar seguro.
El hombre asintió y se guardó el documento en el bolsillo interior de la
chaqueta.
Todo quedaba ya en manos de la gente relacionada con McAllister. Ella no tenía
nada que ver.
Miró por última vez al miembro más joven del imperio McAllister y se volvió
para marcharse a casa.
Nadie se fijó cuando desapareció.

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Capítulo 15
El timbre sonó a las diez de la noche. Lucy no había vuelto al trabajo. Se fue a
pasear por el puerto, contemplando los barcos, la gente y el azul del mar, sin ver
nada en realidad.
Por fin se encontró delante de su casa. Se duchó, se metió en la cama y se quedó
mirando al techo. Cuando sonó el timbre se sobresaltó.
No estaba en casa. Para nadie.
Ni siquiera tenía la sensación de estar en su cuerpo. No podía estar en casa.
El timbre siguió sonando, con insistencia.
Lucy hundió la cabeza en la almohada, pero se quedó helada cuando oyó una
voz.
—Lucy, los vecinos dicen que has llegado hace media hora. Sé que estás ahí.
¿Vas a abrir la puerta o quieres que la eche bajo?
Kern.
De todos modos, aunque fuera Kern McAllister, no estaba en casa.
Se apretó la almohada contra las orejas para no oírlo.
—Te lo advierto —gritó Kern.
Unos golpes procedentes del piso superior le indicaron que a la vecina del
noveno no le hacía ninguna gracia la molestia.
—Contaré hasta diez —añadió Kern.
—De acuerdo.
Lucy se acercó a la puerta, descalza, y puso la mano en el picaporte.
—¿Qué quieres?
—Entrar.
—No puedes.
—Sí que puedo, y lo voy a hacer. Necesito verte, Lucy.
—Yo no necesito verte a ti.
—¿Quieren dejar de hacer ruido? —gritó la señora Grey desde el noveno piso.
Dos o tres voces más se alzaron en protesta.
Lucy respiró profundamente y abrió la puerta unos centímetros. Un zapato
negro resplandeciente se coló por la rendija.
—Así me gusta.
Lucy no podía competir en fuerza con Kern, que empujó con firmeza y abrió la
puerta de par en par.

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Al ver la casa se quedó paralizado.


—¿Qué demonios…?
—No eres bien recibido aquí —protestó Lucy, furiosa.
—¿Por qué demonios estás pintando de negro el piso?
Lucy ya había pintado tres de las cuatro paredes del salón. Había unas latas de
pintura negra esperando a que completara el trabajo.
—No es asunto tuyo.
Kern miró atónito las paredes negras recién pintadas y volvió a mirar a Lucy.
Después volvió a mirar las paredes.
—¿Cómo has averiguado dónde vivo?
—Henry me ha dado tu dirección.
—No sería capaz de hacer algo así.
—Lo ha hecho.
—¿Qué has hecho para convencerlo? —preguntó con un hilo de voz.
—Ha sido muy fácil —sonrió, aunque con cierta inseguridad, como si estuviera
perdiendo la confianza—. Le he dicho que eres la mujer de mi vida, y que lo único
que se interponía entre dos almas gemelas era Henry Coyne. Y le he dicho que era
inhumano y cruel no dar la dirección de Lucy Sefton al marido de Lucy Sefton.
—No eres mi marido —protestó Lucy.
—No. Henry también ha comentado esa formalidad legal sin importancia, pero
le he explicado por qué me considero tu marido, por qué no imagino la vida sin estar
a tu lado, y al final se ha dado cuenta de que tenía razón.
—Debes haberlo chantajeado.
—¿Yo? No es mi estilo. Ya ha habido bastantes chantajes en este asunto.
Primero por parte de Mai, la madre de mi hijo. Y después por parte de la mujer a la
que tengo intención de amar durante los próximos cien años. Si quiere estar conmigo.
—Me estás acusando de chantaje. Entonces, sabes lo que he hecho.
—No es difícil imaginarlo.
—¿Cómo lo has averiguado?
—He ido a ver a Henry con el contrato. Estaba tan sorprendido como yo.
Hemos pasado un rato esperándote, pero como no llegabas, Henry se ha tomado la
libertad de investigar tus archivos. Hemos visto las notas que tienes sobre Mai y nos
hemos imaginado el resto. Con excepción de lo del dinero.
—¿Dinero?
—El abogado de Mai ha llamado por teléfono, acusándome de haber estafado a
su cliente. Dice que cien mil dólares no son suficientes. Al parecer, pretendía sacarme
mucho más, y estaba ciego de cólera. No obstante, Henry dice que el contrato que te

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ha firmado es inapelable, sobre todo, con la información que tienes sobre Mai. Pero
¿de dónde ha salido el dinero? Henry dice que no tiene nada que ver con el bufete.
—Era mío.
—¿Tuyo?
—Ya te dije que no necesitaba tu dinero —susurró—. Mi padre murió hace un
par de años, y aunque no quería saber nada de mí parece que se hizo rico, y me dejó
una buena cantidad. No sabía qué hacer con ese dinero, y por fin he encontrado la
forma de invertirlo.
—Salvar a mi hijo.
—Había que pagar a Mai inmediatamente. Si le daba tiempo para hablar con su
abogado…
—Así que has arriesgado tu propio dinero. ¿Cómo sabías que te lo iba a
devolver?
—No quiero que me lo devuelvas.
—¿Cómo dices? —preguntó Kern, sobresaltado.
—Era lo que mi padre destinó a limpiar su conciencia. Si supieras la falta que
hizo ese dinero a mi madre, lo duro que trabajó… Mi padre no pagó siquiera mi
manutención —olvidó que estaba medio desnuda, llevada por la emoción—. Mi
madre perdió la granja, que era toda su vida. Una cuarta parte de lo que me dejó mi
padre habría bastado para recuperarla. ¡Era rico! ¿Cómo podría disfrutar de ese
dinero, sabiendo de quién procedía? Me alegro de haberlo tenido para salvar a Toby.
Era lo mejor que podía hacer con él. Y no quiero recuperarlo.
Kern respiró profundamente varias veces, mirando a Lucy como si no la
hubiera visto en su vida.
—Debías querer mucho a tu madre —dijo emocionado.
—La adoraba —murmuró Lucy.
—La especialidad de Lucy Sefton. El amor. Y me lo ofrece a mí.
—No…
—No me digas que ya no está disponible —cruzó la sala de un salto y la tomó
entre sus brazos—. No lo soportaría, Lucy. He sido idiota.
—No.
—Sí —miró su maraña de rizos rubios y apretó la boca con firmeza—. He sido
un verdadero estúpido. Me dedico a malgastar mi vida consiguiendo una fortuna y
rechazo lo más preciso del mundo cuando se me ofrece. El amor de una mujer como
Lucy Sefton.
—Kern, no…
—Kern, sí —le soltó un brazo para poder tomarla por la barbilla y obligarla a
mirarlo—. Es la tercera vez que te pido que te cases conmigo. Pero esta vez es
distinta. Quiero estar contigo. Quiero que estés a mi lado, a partir de ahora, hasta la

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eternidad. Toby, tú y yo podemos formar una familia. Nunca había tenido algo así, y
no sabía lo importante que podía ser. Me lo ofreciste y yo lo rechacé. Lo que te pido
ahora, mi querida, querida Lucy es que me lo vuelvas a ofrecer.
—Pero… ¿hasta qué punto estás dispuesto a ceder esta vez? —se obligó a decir
Lucy—. ¿Vas a ofrecerme seis meses? ¿El cincuenta por ciento de tu tiempo?
—No hay ofertas —negó con la cabeza—. Ya te dije que debía estar loco. Quiero
estar siempre a tu lado, Lucy. Siempre. Lo que dijiste sobre el matrimonio… Dos
personas que se convierten en un solo ser, o algo así… No lo entendí en su momento,
pero ahora lo entiendo. Eso es lo que quiero, Lucy. Que tú y yo nos convirtamos en
un solo ser. Cualquier cosa que te aparte de mí no vale la pena. Nunca.
—Pero…
—Esta tarde he entendido varias cosas —la abrazó fuertemente, y Lucy fue
incapaz de resistirse—. Al salir de la reunión a ver qué pasaba he visto a mi personal
con Toby. Mi personal… Gente con la que he trabajado durante años y a la que
apenas he visto. Y estaban encantados con el bebé. Lo querían. Entonces, me he dado
cuenta de que estaba loco. Allí hay gente que haría cualquier cosa con tal de hacer los
viajes en mi lugar. Mientras yo estoy con mi familia. La señora Robinson la
recepcionista, está ahora con Toby —continuó, acariciando el pelo de Lucy con un
gesto de ternura que la estremeció—. Se sintió muy culpable al descubrir que te
habías ido. Toby estará muy bien con ella. Me ha ordenado que vaya a buscarte y te
recupere si sé lo que me conviene. Y parece que hasta ahora no sabía qué era lo que
me convenía, amor mío.
—¿Kern?
—¿Sí amor mío? —se apartó de ella para mirarla con adoración—. ¿Te quieres
casar conmigo? Por favor, cariño, por favor. Tienes que casarte conmigo.
—Oh, Kern, claro que sí.
Con el corazón rebosante de alegría, levantó las manos para tomar entre ellas la
cara de su amado y se puso de puntillas para besarlo.
—Claro que me casaré contigo, Kern —insistió—. Oh, Kern…
Kern la levantó en sus brazos, en un gesto de triunfo.
—¿Lo dices en serio? ¿Estás segura, mi amor?
—Lo digo en serio —rió, contemplando su amor reflejado en los ojos de Kern.
Por fin había encontrado su lugar.
—Mi Lucy…
—Mi amor…

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Capítulo 16
Unas seis semanas después, en un mágico día de otoño, el sepulturero de un
pequeño cementerio rural se detuvo en su tarea. Una limusina blanca se había
parado a la entrada, y alguien estaba apeándose de ella. No eran visitantes normales.
Había una mujer vestida de novia, radiante con su vestido de seda marfil,
entrelazado con cintas del color del arco iris. Llevaba el velo apartado hacia atrás,
revelando sus rizos rubios. Parecía que iba flotando.
En cuanto al hombre, tenía un aspecto impresionante con su esmoquin negro, y
la expresión de su rostro era tan radiante como la de su reciente esposa.
Se preguntó adonde se dirigirían.
Por supuesto.
A la tumba de Mickey.
Los novios guardaron silencio durante un momento, sujetos de la mano,
mientras contemplaban la diminuta lápida del bebé.
Por fin, Kern rompió el silencio.
—Te he traído a tu madre de visita, Mickey —dijo Kern en voz baja, rodeando
los hombros de Lucy con un brazo—. La he traído hoy porque me parecía lo
adecuado. Mickey amigo, tu muerte hizo que tu madre volviera al trabajo, y así fue
como la conocí. Te prometo que la amaré y la cuidaré tanto como tú querrías amarla
y cuidarla. Mi Lucy —continuó, en voz tan baja que Joe tuvo que esforzarse para
oírlo—, mi esposa, tu madre y nuestro amor, también será la madre de mi hijo, del
pequeño que necesita una madre tanto como tú la necesitaste. Te doy las gracias por
eso, Mickey. Siempre formarás parte de nuestras vidas.
Kern besó a Lucy en la frente, con delicadeza, y se apartó.
Se quedó detrás de Lucy, a una distancia prudente, como si custodiara el bien
más preciado del mundo, mientras ella se arrodillaba frente a la tumba del bebé.
Cuidadosamente, se quitó las cintas del color del arco iris del velo, y las ató a la
lápida.
—Un arco iris para ti, Mickey —dijo suavemente—. Para que tú también tengas
siempre un arco iris.

Fin.

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