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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)

Todo Por Amor


(Fuego Fatuo)
(Wildfire Encounter)

Helen Bianchin

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)

Contenido
Argumento
Capitulo 1
Capitulo 2
Capitulo 3
Capitulo 4
Capitulo 5
Capitulo 6
Capitulo 7
Capitulo 8
Capitulo 9
Capitulo 10

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)

Argumento:
¿Cómo podría ella amar a ese diablo?

Su padre estaba muerto, su madre desposeída y la vida entera de Sara


había sido puesta desastrosamente cabeza abajo. La única persona a la
que podía culpar era Rafael Savalje, el empresario de bienes raíces de la
Costa de Oro de Queensland. ¡Sara juró hacerle pagar!

Desafortunadamente, era Rafael quien tenía la sartén por el mango, y


tenía la intención de hacerle pagar a Sara. Él quería la devolución del
préstamo que le había hecho a su padre... con intereses. ¡Quería a Sara y
un matrimonio en cuerpo y alma!

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Capítulo 1

S ara echó un vistazo al grupo de personas que había en el jardín y se

dio cuenta enseguida de que muy pocas de ellas eran postores


profesionales. En la subasta se ofrecían los últimos bienes de Blair Adams.
Todos aquellos que tuvieran la curiosidad de conocer la casa del hombre
que se había suicidado hacía tan sólo unas semanas, tenían la
oportunidad de hacerlo en aquella ocasión, con la excusa de asistir a la
subasta.

En la mente de la joven estaba grabada la fatal llamada telefónica que


les puso a su madre y a ella al corriente de los tristes acontecimientos
ocurridos. Su madre, Selina, se sumió en un grave, estado de conmoción,
que parecía aumentar a medida que iba escuchando los detalles del
suceso, de modo que, fue Sara quien tuvo que asumir el papel de su
madre y luego, contarle a ella, simplemente, los detalles esenciales.

La chica lanzó un suspiro. Pasadas unas horas, habría perdido para


siempre la casa que había sido su hogar desde el día en que nació. No le
parecía justo perderla de aquel modo: en una subasta.

Su lista de recuerdos desagradables iba encabezada por el nombre del


mayor acreedor de su padre: Rafael Savalje. Todo el mundo sabía que se
había hecho rico adueñándose de extensas propiedades a lo largo de la
costa dorada de Queensland. Vivía con un gran lujo en una de las islas
cercanas a Surfer's Paradise, pero lo que concernía a su vida era un
enigma. Se sabía que acostumbraba a recibir invitados en su casa, y que
asistía a actos con fines caritativos. Su nombre había estado ligado a
diversas personalidades durante los últimos cinco años. En el campo de
los negocios se le tenía por un empresario insensible. –Sara, todos están
entrando.

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Sumida en sus reflexiones había perdido la noción del tiempo. –Mamá,
¿estás segura de que deseas seguir con esto hasta el final? –preguntó por
enésima vez–. Sería menos doloroso si nos mantuviéramos fuera de este
asunto y esperásemos escuchar los resultados a través de los canales
oficiales.

–Tienes razón, querida... –la duda marcó una arruga en la frente de


Selina–, pero no soy capaz de sentarme a esperar y cruzar los dedos.
Tengo que saber qué va a pasar, Sara –su voz era suplicante–. Me
comprendes, ¿verdad?

Dios Santo, ¿qué podía responderle? Forzó una sonrisa, con una mezcla
de firmeza y fatalismo, y cogió a su madre del brazo.

–Entonces, vamos.

Se requería valor para observar a los postores seleccionando los muebles.

Sara deseaba gritar a los cuatro vientos que todo había sido un error.
Deseaba creer que todo era parte de una pesadilla, y que pronto
despertaría.

Dos horas después permanecía pálida y nerviosa, mientras la puja por la


casa llegaba a la cantidad que se había estipulado como mínima.

En cuestión de segundos terminó todo, y la gente comenzó a dispersarse,


al mismo tiempo que Sara se ponía de pie y miraba a los ocupantes de la
habitación.

No estaba preparada para el impacto que recibió al contemplar a


Rafael Savalje, que estaba hablando con un hombre mucho mayor que
él.

Se encontraba a uno de los extremos de la habitación, al lado opuesto


de donde estaba la joven. Como si se hubiera dado cuenta de que ella
le estaba observando, giró un segundo la cabeza y sus ojos oscuros
recorrieron la habitación hasta detenerse en ella, lo que produjo en la
joven un profundo enfado por su insolente mirada.

Las fotografías no hacían justicia a ese hombre, aceptó muy a su pesar.

–Supongo que debemos irnos.

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Sara oyó esas palabras y se volvió hacia su madre.

–Adelántate –musitó. Había tomado una decisión–. Tengo que hacer


unas cosas.

Minutos más tarde se alegró de que el destino hubiera sido tan generoso,
porque no tuvo necesidad de emplear ningún subterfugio.

–Señor Savalje.

Él no dio señales de reconocerla, sólo mostró una fría deferencia hacia su


feminidad.

–¿Sí?

–¿No sabe quién soy? –había logrado acaparar su atención y se lanzó al


ataque.

–La hija de Blair Adams –repuso, torciendo los labios irónicamente.

–¿Qué está haciendo aquí? –preguntó ella cortante–. ¿Acaso no pudo


resistir la tentación de satisfacer su perversidad?

–Tan sólo he venido a una subasta –respondió él, arqueando una ceja
cínicamente–. ¿Es esto un crimen?

–Usted no pujó –le acusó ella.

–Un agente hizo las ofertas en mi nombre –dijo indiferentemente.

–¿No tiene suficientes propiedades ya? –el enfado dio brillo a sus ojos y la
hizo sonrojarse–. ¿Por qué esta casa, señor Savalje... si no para añadir sal
a la herida?

–¿Me está haciendo una acusación, señorita Adams? –preguntó él,


entrecerrando los ojos.

–Esta casa es lo único que le quedaba a mi madre –repuso ella


amargamente–. Ha pasado aquí toda su vida. ¡Quitársela es como
arrancarle una parte de sí misma!

–Reciba mi más sentido pesar –expresó él, sin importarle lo más mínimo.

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–¡Guárdeselo! –exclamó Sara más enfadada por la aparente indiferencia
masculina–. ¡Por su culpa, Blair está muerto!

–No he tenido nada que ver con la muerte de su padre, señorita Adams –
endureció la mirada y ella experimentó un estremecimiento.

–Materialmente, no –repuso Sara acalorada–. ¡Dios mío, no puedo ni


siquiera describir lo mucho que le odio! Menos mal que Selina no le ha
reconocido –agregó vehementemente–. Hubiera sido una humillación
insoportable.

–¿Tiene algún sentido esta discusión? –preguntó Rafael con expresión


enigmática.

–¿Se atreve a preguntarlo después de todo lo que ha hecho? – ¿Le


importaría aclararme eso, dejando a un lado su sentimentalismo
femenino? –declaró él fríamente–. Le aconsejaría que fuese más
cautelosa al hacer comentarios que no pueda respaldar, o de lo
contrario, podría considerar la posibilidad de denunciarla.

– ¡Desgraciado! –exclamó ella, estremecedoramente.

– ¿Ha terminado ya, señorita Adams? –el único signo visible del enfado
masculino era que apretaba los labios.

–No me intimida, señor Savalje –repuso Sara irguiendo la cabeza y


mirándole de frente–. Realmente, siento lástima por usted... un hombre
rico y solitario sin compasión alguna, muy poca integridad. ¿Está
enseñando a su hija lo mismo? –Se percibía un deje de compasión en la
voz de Sara–. Pobre chiquilla... la imagino rodeada de criadas y amas de
llaves, y conducida ante su presencia a horas específicas, dentro de su
ocupada agenda.

–Me da la impresión de que está bien informada –comentó Rafael, y ella


contestó llena de ira:

–Si pudiera hacer algo para herirle, no dudaría un momento, créame.

–Aguardo atemorizado ese momento.

La mano femenina se elevó en un movimiento involuntario y resonó una


bofetada dentro de la silenciosa habitación. Una cólera terrible se reflejó

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durante un instante en sus oscuros ojos, pero en seguida se borró, y él
preguntó:

–¿Se siente ahora mejor? –la ironía restó importancia a la victoria de Sara.

–Mucho mejor –replicó y se volvió para salir de la habitación y dirigirse a


la entrada principal, sin dignarse a volver la cabeza hasta que llegó al
coche.

–Hija, has tardado tanto que pensé que habías tenido algún problema –
dijo Selina ansiosamente, mientras Sara se acomodaba detrás del
volante.

–Nada que no pudiera solucionar –respondió brevemente, al mismo


tiempo que ponía el coche en marcha–. ¿Quieres que paremos en algún
sitio para tomar café? –preguntó, evitando decir: «antes de ir a casa».
Vivían en un pequeño piso, situado en un extremo de la ciudad. Era
cómodo y agradable, suficiente para ellas dos, pero nunca podría
compararse a la casa que acababan de dejar.

–Una idea fabulosa –asintió Selina–. Podríamos comentar las noticias que
tengo.

–¿Qué noticias? –Sara la miró de reojo–. ¿Algo que me hayas ocultado? –


preguntó, esbozando una sonrisa.

–Difícilmente, querida. Acabo de recibir una propuesta. Creo que es


buena, y que además, me resultará agradable.

–¿Te han hecho una oferta de trabajo?

–Sí –declaró Selina llena de satisfacción–. Andrea Lucas tiene una


vacante para una vendedora en su boutique. Paga bien, y a mí me
encanta conocer gente... lo sabes. Además, tengo estilo para la ropa –
agregó modestamente.

–Vistes de maravilla –añadió Sara sinceramente–. Es estupendo. ¿Cuándo


empiezas?

–Mañana –Selina rió nerviosamente–. Entro a las ocho y media, por lo


tanto, podremos venir juntas a la ciudad.

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–Me temo que mañana no –repuso Sara frunciendo el ceño–. Debo asistir
a un seminario en Southport, y por la tarde a una reunión de padres de
familia.

–¡Oh! –Exclamó Selina–. ¿Cómo he podido olvidarlo? –Su risa se redujo a


una sonrisa–. No importa, cogeré el autobús –hizo una mueca de pesar–.
Es algo a lo que debo empezar a acostumbrarme.

Sara pasó unos cuantos semáforos, después se metió por un callejón, y


desembocaron en un aparcamiento.

–Puedes coger el coche mañana. John llevará el suyo y puedo decirle


que me lleve. .

No era una perspectiva muy agradable, ya que John Peterson había sido
un admirador persistente durante varios meses, y ante el mínimo detalle,
podría creer que ella estaba dispuesta a ofrecerle algo más que su
amistad.

Sara tenía veintitrés años, y llevaba tres trabajando como profesora de


enseñanza media. Era un honor para ella haber sido seleccionada para
asistir al seminario. Uno de los conferenciantes invitados, era un
norteamericano, cuyos puntos de vista acerca de la educación, se
tenían en alta consideración; además, iría también un experto en
psicología infantil. Todo aquello indicaba que podía resultar una
experiencia enriquecedora asistir al curso. Los niños, su bienestar y su
educación, era algo que a Sara siempre le había interesado.

Al día siguiente, Sara se levantó temprano, se dio una ducha, y después,


buscó en su armario algo cómodo, pero elegante. Después de unos
instantes de reflexión, eligió un vestido verde esmeralda. La parte
delantera era de jaretas hasta la cintura, y la falda tenía una abertura
hasta la mitad del muslo. Se lo puso con unas sandalias blancas de tacón
alto. Debido al calor, se recogió la melena rubia, que le llegaba a los
hombros, en un moño, después se echó perfume, sombra en los
párpados y rímel, y esperó a pintarse los labios, después del desayuno.

Una mirada crítica frente al espejo la dejó satisfecha, a pesar de que no


presumía de su belleza. Lo más atractivo que tenía era el rostro, de
facciones delicadas, un cutis blanco y suave, y unos enormes ojos verdes
de expresión ingenua. El pelo rubio y sedoso le daba un toque especial.

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–Buenos días, hija. ¿Has dormido bien? –Selina se inclinó en su silla frente a
la mesa, mientras Sara entraba en la cocina para prepararse el
desayuno: café y pan tostado.

–Como un tronco –aseguró la joven, y se acercó a besar la frente de su


madre–. ¿Y tú?

–Lo mismo –respondió la mujer con una sonrisa, y Sara evitó una mueca.

Ambas mentían, fingían un estado de normalidad, a sabiendas de que la


menor vacilación destruiría los cimientos que con tanto cuidado trataban
de reconstruir.

–¿Alguna noticia importante en el periódico? –preguntó brevemente


mientras se servía el café. Selina negó con la cabeza.

–Nada importante. La creciente inflación, peleas entre los sindicatos,


amenazas de huelga en una línea aérea...

–Todo muy normal –comentó Sara, sonriendo–. Trataré de no regresar


muy tarde esta noche, pero probablemente, no será antes de las once –
advirtió, al mismo tiempo que mordía una rebanada de pan tostado.

–¿A qué hora vendrá John a recogerte? –preguntó Selina, después de


asentir a la advertencia de su hija.

–Alrededor de las ocho. El seminario empieza a las nueve.

–Me pregunto quién habrá comprado la casa –dijo Selina ansiosamente–.


¿Te fijaste en quién fue?

–Sí... –Sara trató de aparentar tranquilidad–, un desconocido –y era


verdad, porque hasta el día anterior nunca había visto al agente de
Rafael Savalje.

–Pasarán algunos días más, hasta que el abogado se ponga en contacto


con nosotras –dijo Selina, abstraída–. No podré descansar hasta que
sepamos si hay suficiente dinero para saldar todas las cuentas. Supongo
que también habrá que pagar derechos –prosiguió muy preocupada, y
Sara se inclinó sobre la mesa y cogió la mano de su madre.

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–No va a salir todo tan mal, mujer –trató de consolarla–. Sea cual sea el
resultado, no nos van a meter en la cárcel –y sonrió
despreocupadamente para matizar la situación de buen humor–. Se
acordará un tiempo límite, en el cual deberemos pagar la cantidad
pendiente –le apretó la mano–. Trabajando ambas podremos pagar
cualquier deuda sin hacer demasiados esfuerzos.

–¿Estás segura? –le preguntó Selina, titubeante.

–Desde luego –respondió Sara firmemente–. ¿Parezco yo preocupada?

–Te pareces mucho a Blair –replicó la madre con una sonrisa triste–. Debió
vivir desesperadamente durante meses, sin embargo, nunca lo demostró.
Prométeme que serás sincera conmigo –suplicó.

–Te lo prometo –declaró Sara a ia ligera. Selina había nacido para ser
mimada y protegida de los problemas de la vida. Parecía una figura de
porcelana.

Sara terminó la última rebanada de pan y el café, después se levantó y


miró el reloj.

–Debo apresurarme. Si llega John, dile que estaré lista en un momento.

Una ligera capa de carmín dio color a sus labios. Seguidamente, buscó su
carpeta y revisó su contenido. Se colgó el bolso al hombro y fue a la
cocina, donde se encontró a Selina y a John charlando.

–¿Nos vamos? –Preguntó, y notó una franca admiración en los ojos


masculinos antes de volverse hacia su madre–. Que tengas un buen día –
deseó a Selina cariñosamente–. Me acordaré de ti.

–Gracias, querida.

–Veo que vienes muy bien preparada.

–Es más fácil tener todo junto –replicó Sara mientras se sentaba, después
de colocar la carpeta en el asiento trasero del coche.

–Estás muy entusiasmada, ¿no es cierto? –había cierto cinismo en la voz


masculina.

–¿Y no debería estarlo? –preguntó brevemente.

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–Espero que dure. Ocurre rara vez –agregó él, mirándola de soslayo–. Uno
tiende a cansarse un poco con el paso del tiempo.

–Tal vez –respondió ella evasiva, percatándose de que a John le faltaba


vocación por la enseñanza.

–Parece que tu madre va saliendo adelante.

Sara mantuvo la mirada fija en el coche de delante mientras que John le


hablaba.

–Sabe valerse por sí misma –agregó Sara, sin deseos de proseguir


hablando sobre la reciente y dolorosa muerte de su padre.

–Debe ser muy difícil para ella, en vista de que...

–Mucho –le interrumpió cortante, y él tuvo que callarse como en contra


de su voluntad. No era la primera vez que la joven evadía comentarios
similares. Parecía que el suicidio despertaba una ávida curiosidad en la
gente.

Tardaron casi una hora en llegar hasta Southport, ya que encontraron


mucho tráfico en la autopista. Sara se abstuvo de hablar, y John
tampoco parecía inclinado a incurrir en otro error, así que, eligió el
silencio como el recurso más seguro.

El seminario resultó un éxito. Sara no se dio cuenta de que las horas


pasaban. Atareada en coger apuntes, perdió la noción del tiempo. Al
final del día, terminó agotada debido al esfuerzo mental que había
hecho. Cogió todas sus notas, y las guardó en su carpeta.

–¿Qué tal una bebida fría, seguida de un baño en la piscina, y después,


una buena cena? –sugirió John, cuando salían del edificio hacia la calle.

–Una idea maravillosa –contestó la joven entusiasmada–. Sobre todo, me


apetece nadar –y esbozó una sonrisa contagiosa–. Tú guías y yo me limito
a seguirte.

–Esperaba que dijeras eso. Tengo un tío que posee una casa fabulosa
frente a la playa, no muy lejos de aquí. Me tomé la libertad de llamarle
anoche y nos invitó a cenar a los dos. Nada formal –se apresuró a añadir,

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al percatarse de que la joven fruncía el ceño–. Simplemente, una
barbacoa. Y hay piscina.

–La reunión de padres de familia empieza a las siete y media –le recordó
Sara–. ¿Nos dará tiempo?

–Desde luego –insistió John–. Les comenté que no podríamos quedarnos


mucho tiempo.

Sara tuvo que reconocer en el momento en que aparcaron el coche,


que verdaderamente se trataba de una casa espléndida.

Era una construcción moderna, llena de cristales, y cuyo interior estaba


decorado con una mezcla de suaves tonos verdes y azules, una alfombra
blanca, paredes enteladas, y un mobiliario elegante.

Cuando terminaron las presentaciones, a Sara le sirvieron una refrescante


bebida que le alivió la sequedad de la garganta.

–No he traído traje de baño –musitó, disculpándose, cuando la tía de


John mencionó la piscina.

–No te preocupes, tengo una hija que debe ser de tu estatura y tu talla.
Debe valerte alguno de ella.

–No deseo causar molestias... –dijo, mirando a la mujer, titubeante.

–Tonterías, querida. John siempre es bienvenido, y no eres la primera


amiga que trae a conocernos –y sonrió a Sara intentando tranquilizarla–.
Hay vestuarios junto a la piscina.

Sara se dejó conducir a la parte trasera de la casa, donde había un


enorme patio de azulejos. La piscina estaba en el centro, y a su alrededor
había sillas y mesas de jardín. En una de las esquinas, había una parrilla
que serviría, sin duda, como barbacoa. El tío de John estaba allí,
ataviado con un delantal y un gorro de cocinero.

–Nuestros invitados tardarán todavía unos quince minutos, tenéis tiempo


para daros un baño –informó la tía de John–. Hay gran cantidad de trajes
de baño y toallas en este cuarto. Coged lo que queráis.

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Minutos más tarde Sara se miraba en el espejo con un gesto de
resignación. Mostraba más de lo que hubiera deseado; el minúsculo bikini
blanco, apenas le tapaba nada. Apresuradamente, la chica cogió un
albornoz y se lo puso.

–¡Oh! –Exclamó John al verla salir del vestuario, pero la exclamación no


agradó demasiado a la joven–. Vamos a refrescarnos un poco; después
nos cambiaremos para comer algo.

–Cuando sugeriste lo de bañarnos, no creí que tuviéramos que interrumpir


y molestar a tus familiares.

–No estarás hablando en serio –rió él–. Tener invitados es algo normal
para ellos. Mi tío trata la mayor parte de sus negocios en reuniones
sociales, como la que va a haber ahora. La tía está tan acostumbrada a
recibir invitados inesperadamente, que la llegada de dos no le afecta en
absoluto. Tranquilízate –ordenó John, recorriendo con una mirada casi
hambrienta la silueta femenina–Disfruta.

Sara hubiera deseado cambiar de idea, sin embargo, a esas alturas,


hubiera resultado una actitud un poco infantil. Se encogió de hombros,
se despojó del albornoz y se lanzó al agua.

Una cabeza oscura emergió junto a ella segundos más tarde, y la joven
se volvió y empezó a nadar con brazadas rítmicas hacia un lado y otro
de la piscina con la intención de salir después. En el momento de
hacerlo, una mano le asió el pie izquierdo y la hundió; cuando emergió,
tosía sin cesar e intentaba coger aire.

¡Vaya momento para jueguecitos!, pensó enfadada y lanzó una mirada


fulminante a John; sin embargo, él no se dio por aludido y siguió
jugueteando, aunque en esa ocasión, Sara estaba más preparada. Por lo
tanto, cuando trató de cogerla por los hombros, ella le empujó y nadó
deprisa hacia un lado de la piscina. Al llegar al borde, se impulsó para
salir sin que John pudiera alcanzarla.

– ¡Aguafiestas! –le gritó él, bromeando al verla fuera de su alcance. La


chica forzó una sonrisa a la vez que cogía la toalla. Cuando se secó un
poco, procedió a ponerse el albornoz, después se sacudió el cabello
inclinando la cabeza hacia un lado y hacia otro.

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De pronto, un extraño cosquilleo la hizo volver la mirada hacia la casa, y
un segundo después experimentó un verdadero impacto cuando se
encontró con un par de ojos oscuros que la recorrían burlona y
cínicamente.

¡Santo Dios! ¿Qué hacía él allí?

Sin darse por aludida, se volvió para ir hacia los vestuarios. Se dio una
ducha y luego se vistió.

Se secó el pelo con el secador, se maquilló y enseguida estuvo lista.


Antes de salir, respiró con fuerza.

–¿Ya estás, querida? –Preguntó John al verla aproximarse, y al notar que


la joven no le devolvía la sonrisa, le dijo– ¿Aún estás enfadada conmigo?

–Sí –respondió–. No soporto que me hundan en el agua.

–Oh, vamos, Sara –protestó él, riéndose–. Te tomas las cosas demasiado
en serio.

Ella se limitó a encogerse de hombros, y aceptó un cóctel tropical. Su


agradable frescura le ayudó a reanimarse. John y ella se dirigieron al
elaborado buffet que se había instalado en una esquina del patio.

Varios invitados habían llegado y, con un plato en la mano, Sara andaba


alrededor de la mesa lentamente, mientras se servía; lo hacía con tal
concentración, que nadie podría percatarse de su reacción ante la
presencia de Rafael Savalje. Un cosquilleo le recorría la columna
vertebral y sentía el pulso acelerado.

–Señor Savalje.

Sara escuchó el tono deferente de John y se alarmó más, pero por su


educación, se vio forzada a volverse hacia él.

–Me gustaría presentarte a uno de los socios de mi tío –dijo John–. Sara
Adams... Rafael Savalje.

–Sara –repitió Rafael imprimiendo a su voz una extraña entonación, y sin


ninguna lógica, el pulso femenino volvió a acelerarse ante la expresión
de los ojos oscuros que le obligaban a mirarle.

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–Señor Savalje –respondió fríamente.

–Rafael –le corrigió él, y agregó– Insisto.

Sara sintió su mirada fija en ella durante un instante, y forzó una sonrisa
algo sarcástica, para volverse después hacia John, como si el otro
hombre no existiera.

–Debemos apresurarnos si queremos llegar a tiempo a la reunión –y sin


decir más, se alejó de la mesa hacia el otro lado de la piscina.

–¡Cielos! –Refunfuñó John, segundos más tarde, al llegar junto a ella–. ¿Te
das cuenta de tu actitud al ignorarle por completo?

–¿Al señor Savalje? –preguntó la joven indiferentemente.

–Debes ser la primera mujer que no cae de rodillas frente a él –agregó


John secamente.

–¡Qué... desagradable!

–Las mujeres hacen lo que sea por una sonrisa suya... –prosiguió John con
una mueca de desagrado–, y no se diga, por otra cosa.

–¿Quizá su cuenta bancaria? –sugirió Sara irónicamente.

–Tiene demasiado para conseguir cualquier mujer que desee... aun sin su
talonario de cheques –recalcó John lleno de envidia, y añadió como si
fuera un reto– ¿No te inquieta?

–Le encuentro odioso –respondió sinceramente, y de pronto, se encontró


mirando en dirección hacia el hombre que era objeto de la
conversación.

El rostro de Rafael daba muestras de indiferencia, pero había algo en él


que producía una agitación interior en Sara. Era un hombre, que nadie
en su sano juicio, elegiría como enemigo; no obstante, estaba segura de
que muy pocos podrían considerarle un verdadero amigo.

–No tengo mucho apetito –dijo de repente, y sintió calor a pesar del
agradable aire vespertino. Segundos después se disculpó, dejando el
plato, y miró el reloj para recordar a John– Son más de las siete, John.
Debemos irnos.

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Él accedió, y Sara suspiró aliviada cuando cinco minutos después
estaban ya en la carretera.

–No te has divertido mucho, ¿verdad?

–¿Ha resultado tan evidente? No esperaba asistir a una fiesta.

Poco después cogían la carretera hacia el norte, y Sara bajó el cristal de


la ventanilla para disfrutar del aire fresco.

–Supongo que será mejor que unamos nuestras fuerzas –comentó John–.
Nuestro estimado director deseará escuchar todos los detalles –suspiró y
sonrió sarcásticamente–. Ya le estoy oyendo: «La educación es un asunto
serio, Peterson».

–Lo es –asintió Sara seriamente, no le había gustado su cinismo al hablar


de la educación–. Como profesores, tenemos el poder de hacer madurar
a muchos jóvenes, y ayudarles a formarse, esa responsabilidad no se
debe tomar a la ligera.

–Como tú digas –repuso él con voz afectada–. ¿Algo más que agregar?
¿Quizá debería detener el coche para tomar notas?

– ¡Sinvergüenza! –le reprendió sonriendo–. ¿No puedes tomarte nada en


serio?

–Dentro de diez minutos exactos seré un dedicado educador de la


juventud. Eso te gustará, ¿no es así?

Una risa escapó de los labios de Sara mientras asentía silenciosamente.

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Capítulo 2

U na semana después, Sara y Selina se encontraban en el piso de Mount

Gravatt. Acababan de llegar de la calle.

– ¡Cielos, qué calor hace! –Exclamó, al mismo tiempo que abría varias
ventanas para refrescar la atmósfera de una de las habitaciones y
después, se dirigió a la cocina–. Hace demasiado calor para guisar. ¿Te
apetece una ensalada? Podríamos comer jamón de york enlatado y
algo de fruta –sacó dos vasos del armario de la cocina, y los llenó con
zumo de naranja, luego regresó al vestíbulo–. Aquí tienes... justo lo que te
ordenó el médico –ofreció sonriente, pero le extrañó la expresión de
angustia de su madre–. ¿Qué ocurre? –preguntó en voz baja,
dirigiéndose apresuradamente al lado de Selina.

Sin decir nada, le dio una carta a Sara, quien la leyó en voz baja y con los
labios apretados.

Habían pasado exactamente ocho días desde la subasta. Los abogados


ya podían informar a la viuda de Blair Adams de la cantidad que aún se
adeudaba. La carta que Selina había recibido anunciaba tales noticias,
pero para su sorpresa, la suma mencionada era astronómica, y estaba
muy lejos de sus escasos recursos. Aunque vendieran el coche, no
solucionarían nada. Ambas mujeres palidecieron ante una perspectiva
como aquella.

–¿Crees que nos denunciarán?

–No pueden sacar de donde no hay –repuso con una falsa sonrisa, a la
vez que miraba a Selina por encima de la hoja de papel– Hemos vendido
prácticamente todo lo que teníamos; estamos viviendo en un piso
pequeño, que aunque es cómodo, no es nada del otro mundo, y por si

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fuera poco, ambas estamos trabajando. Me pondré en contacto con el
señor... –buscó en la carta el apellido de la firma– Shearer, mañana a
primera hora. Concertaré una entrevista con él. Estoy segura de que no
hay motivos para preocuparse. «Bonitas palabras», pensaba Sara
escépticamente, mientras salía de las elegantes oficinas de los abogados
Sutcliffe, Tripp y Finnegan, al día siguiente por la tarde. El señor Sutcliffe
había sido amable, pero se había mantenido firme ante su decisión. Sara
le preguntó directamente si su cliente era Rafael Savalje. La joven tuvo
que hacer todo lo posible por mantenerse serena, cuando recibió una
respuesta afirmativa por parte de aquel hombre. Salió de la oficina, y
bajó en el ascensor hasta la planta baja.

Al salir a la calle, se metió en una cabina telefónica y averiguó que el


señor Savalje podía ser localizado en la oficina central de Surfer's
Paradise. Llamó a su madre para decirle que no la esperara a cenar, y
luego, se dirigió hacia su coche.

Tardó algo más de una hora en llegar al lugar donde debería


encontrarse el señor Savalje. Estaba a unos setenta kilómetros del sur de
Brisbane. Casi eran las cinco de la tarde, cuando cogió el ascensor para
subir a la planta donde estaba Rafael Savalje.

–El señor Savalje –dijo Sara con voz firme, a lo que la secretaria respondió
que su jefe no estaba–. ¿Cree que vendrá? –preguntó Sara, armándose
de paciencia.

–Es posible –respondió la secretaria, dudosa. –Me urge hablar con él –


agregó inflexiblemente–. ¿Quizá usted podría facilitarme el número de
teléfono de su casa?

–Lo siento, pero no puedo –a pesar de su juventud, la secretaria parecía


eficiente–. Sin embargo, tal vez podría localizarle en la oficina de
Southport.

–Por favor –insistió Sara–. Es importante. Llamaron por teléfono, pero allí les
dijeron que el señor Savalje había salido y no sabían donde podía estar. –
¡Maldición! –exclamó Sara.

–El señor Savalje tiene teléfono en el coche –comentó la secretaria,


vacilante–. Podría intentar ponerme en contacto con él, aunque tengo

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instrucciones de intentarlo sólo en casos de urgencia –terminó aún más
indecisa, y Sara decidió aprovechar la oportunidad.

–Entonces, si no le importa... –usaba todo su poder de persuasión–. No me


agradaría venir desde Brisbane de nuevo mañana.

Sentía cierta sensación de culpabilidad por el inflexible método que


estaba empleando, pero era más importante la necesidad de tranquilizar
a su madre cuanto antes.

Por fin, la secretaria logró localizarle. La joven se dirigió a Sara en un tono


amable, aunque parecía nerviosa.

–El señor Savalje estará aquí dentro de veinte minutos.

–Gracias, –contestó Sara suavemente, y se sentó en un sillón para hojear


una revista.

Transcurrió media hora antes de que llegara Rafael Savalje. Cuando


llegó, Sara se puso nerviosa.

Después de recorrer a la chica con la mirada, él se volvió hacia la


secretaria.

–Puede irse, Karen. Conecte el contestador automático y cierre la puerta


de fuera.

Agradecida por no haber recibido una reprimenda, la joven se apresuró


a cumplir las órdenes, y se fue.

–Señorita Adams –dijo sarcásticamente el señor Savalje, y ella se volvió


para hacerle frente.

–Hay algo que debemos discutir –comenzó a decir sin preámbulos, y notó
que él arqueaba una ceja con expresión divertida. Esto la incitó a no
sentirse en desventaja y le miró fijamente–. ¿Siempre atiende los negocios
en el despacho de la secretaria?

–Pensé que preferiría tener la posibilidad de salir de aquí rápidamente –


repuso él burlonamente.

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La mirada que Sara le lanzó habría intimidado a cualquier otro hombre,
pero no causó ningún efecto en él, que en aquel momento, le señalaba
un pasillo hacia la izquierda.

–Después de usted –dijo a la joven.

Ella pasó rápidamente frente a él, y sintió una sensación extraña cuando
Rafael cerró la puerta dé la oficina.

–Tome asiento –era una orden, lo cual, irritó aún más a la joven.

–Prefiero seguir de pie.

Rafael con voz suave.

–Una deuda que usted insiste en que debe ser atendida.

–Desde luego.

La joven bajó la mirada hacia el suelo, segura de que le costana un


esfuerzo controlarse. De nada le serviría enfrentarse a aquel hombre.

–Se le informó que mi madre dispuso de todos los bienes de Blair–dijo


tranquilamente, intentando dominarse–. Llegó al extremo de ceder sus
ahorros personales, a los que se añadieron los míos. Y aparte de unos
cuantos muebles y de mi coche, no tenemos nada más –hizo una pausa,
y al no escuchar ningún comentario, se enfadó–. ¿Qué espera de
nosotras? –interrogó–. ¡No podemos sacar dinero de donde no lo hay!

–¿Tiene alguna sugerencia para salvar la deuda entonces –preguntó por


fin Rafael, y ella respiró profundamente antes d¡ responder.

–Mi madre y yo estamos trabajando. Podríamos reducir la deuda,


haciendo pagos mensuales.

–¿Qué cantidad ha pensado? –Preguntó él impasiblemente –Entre


cuatrocientos y quinientos dólares –contestó Sara después de un rápido
cálculo mental.

–Sus intenciones son loables, pero poco realistas –opinó Rafael sin dejar
de mirarla–. ¿Puedo preguntarle si su madre está de acuerdo con usted?

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–Selina sería la última persona capaz de abandonar una obligación –
declaró Sara firmemente. Él arqueó una ceja.

–Desde luego, lo ha discutido con ella, ¿no es cierto?

–No necesito hacerlo –repuso Sara indignada.

–¿Y si considero que su oferta no es satisfactoria?

–¿Qué quiere decir? –Ella alzó la voz–. ¿No le basta con haber dejado a
mi madre deshecha emocionalmente?

Rafael Savalje sacó de uno de sus bolsillos un paquete de tabaco y un


mechero, encendió un cigarrillo, y después, sin prisa, volvió a guardarlos.

–¿Está bien de salud su madre?

–¿Por qué lo pregunta? ¿Acaso piensa que eso influiría en que


tardáramos más en pagarle? –irguió el mentón con un gesto desafiante–.
Le aseguro que se le pagará hasta lo último... ¡aunque me cueste la vida!

–Creo que exagera –declaró, mirándola parsimoniosamente– Es posible


que lleguemos a un acuerdo.

–¿En qué está pensando? –ella estaba a punto de explotar– O quizá no


debería preguntárselo –agregó con gran enfado.

–Es una idea sugestiva –contestó Rafael Savalje con burla y sarcasmo, y
sin más, la mano femenina golpeó su rostro.

Al momento, fue Sara quien gimió de dolor porque él le devolvió la


bofetada.

–¡Bastardo! –gritó a la vez que se cubría la mejilla golpeada con una


mano.

–Puesto que nací dentro de la legalidad de un matrimonio – comenzó él


a decir con una sonrisa–, ese adjetivo resulta inmerecido. ...

–¡Yo lo encuentro perfecto!

La examinó durante un rato, de modo que la joven se vio obligada a


desviar la mirada, sin poder resistir la enigmática expresión masculina.

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–¿Qué ocurriría si le dijera que su madre volviera a su antigua casa, sin
pagar nada de alquiler durante el resto de su vida?

–¿A cambio de qué... de mí? –preguntó la joven con inusitada insolencia.

–Sí –afirmó Rafael indiferentemente.

–¡Debe estar loco! –Sara recorrió con la mirada la silueta de aquel


nombre–. ¿No le basta con las otras mujeres? –sonrió sarcásticamente–.
No creo que le falte atención... –hizo una pausa para concluir
suavemente–femenina.

–No –contestó él irónicamente–. Sin embargo, las mujeres que conozco,


carecen de algo que considero fundamental.

–Estoy impaciente por escuchar de qué se trata –dijo ella.

–La capacidad de sentir una preocupación instintiva por mi hija –reveló


él, y Sara preguntó sin tapujos:

–¿Por qué? ¿Será por alguna inadaptación?

–Todo lo contrario –una sonrisa curvó los labios de Rafael–. Ana sólo
necesita una dosis razonable de cariño materno.

–Dios Santo, ¿desea que yo desempeñe el papel de madre?

–¿Es acaso una idea horrible? –inquirió él suavemente.

–¿Es ése el trato? –preguntó la chica incrédulamente.

–Con una o dos salvedades... sí.

–Será mejor que las diga –pidió Sara con un tono exigente.

–Entonces, ¿no descarta del todo la sugerencia? Vaya al grano, señor


Savalje –los ojos verdes centelleaban–. Solicita mis servicios como niñera,
¿o me equivoco?

–Yo he dicho una «madre», ¿no lo recuerda?

–Para serlo, tendría que casarme con usted –dijo Sara en voz baja, y
palideció al verle asentir con la cabeza.

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–Veo que lo entiende –él seguía empleando el tono sarcástico y burlón.

–No puede estar hablando en serio –musitó perpleja, y vio cómo sonreía.

–Me he enterado de que posee una predisposición innata hacia los


niños.

–¿Me ha espiado? –preguntó incrédulamente–. ¡Cómo se atreve!

–¿Puede negar que sentía la misma curiosidad hacia el supuesto agresor


de su difunto padre? –entrecerró los ojos un instante.

–¡Al menos, confiesa haberle acosado hasta la tumba! –declaró


estremecida y con las mejillas sonrojadas.

–Apoyé económicamente un negocio que inició Blair Adams –explicó


Rafael, apretando los labios–. Sin mi aprobación, su padre realizó una
venta, y después reinvirtió en una propiedad equivocada, utilizando mi
dinero. Se vio forzado a vender con pérdidas considerables; sin embargo,
todavía se aventuró en otros negocios que tuvieron desastrosas
consecuencias –la miraba fijamente–. Acudió a mí para pedirme una
ampliación del préstamo original, a lo que me negué. Lamento decir,
que entonces intentó el último esfuerzo desesperado para recuperarse
de las pérdidas, lo que sólo sirvió para empeorar su posición –sacó el
tabaco, y encendió otro cigarrillo–. Al contrario de lo que piensa, no fui el
responsable de su suicidio.

–Es usted cruel e imposible –dijo Sara amargamente.

–Su padre no sólo era un jugador, sino un idiota –observó él duramente–.


Consideraba a su madre una delicada pieza de porcelana. Debía
conservarla en el ambiente de lujo a cualquier precio.

–La amaba –gimió ella, sintiéndose herida por la crítica masculina–. Ella
era su vida, la única razón de su existencia.

–Sí –asintió él sarcásticamente, y ella respondió encolerizada:

–¡Usted no es más que un monstruo insensible! ¡No es capaz de sentir


afecto por nadie, y menos aún amor!

–Amo a mi hija.

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–Tal vez –concedió Sara ásperamente–. Pobre pequeña, siento lástima
por ella. ¡Si se parece en algo a su padre, mi tarea resultará imposible!

–Entonces, ¿acepta?

–Estoy tentada a rechazar su oferta, pero el estado de Selina ha llegado


a un extremo delicado. No deseo que padezca más angustias... de
hecho, haré lo que sea necesario para evitarlo.

–Incluso casarse conmigo –dijo Rafael lentamente, y el rostro de la joven


se contrajo lleno de ira.

– ¡Sí…maldito!

Pareció transcurrir una eternidad antes de que él hablara. –Debe estar


segura de su decisión, Sara–le advirtió sutilmente–. No permitiré que
cambie de idea.

Ella le miró y se percató de su expresión impasible, lo que le produjo un


estremecimiento.

–Este matrimonio –comenzó a decir ella–, ¿se supone que yo...?

–¿Debe compartir mi lecho? –terminó él cínicamente–. ¿Por qué no


podría ejercer los derechos de un marido?

El pensar en él como amante la turbó por completo.

–No le encuentro el mínimo atractivo –confesó insultante, y le miró con


antipatía–. ¿Y si me niego?

–La elección es suya –repuso Rafael y se encogió de hombros. – ¿Me


permitirá tener mi propia habitación? –preguntó ella en voz alta.

–No –Rafael negó inmediatamente–. Compartiremos la mía y te


acostarás en mi cama. Es muy grande–añadió irónicamente–Dudo que
tengas la oportunidad de percatarte de mi presencia.

–No confiaría en usted en absoluto –la joven no podía evitar


estremecerse, al pensar en compartir varias horas cada noche con aquel
hombre, que poseía una virilidad innegable. ¡Era una locura!

–Nunca he estado a favor de la violación.

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–Tan sólo ha empleado una sutil persuasión –repuso ella irónicamente, y
notó que Rafael sonreía. –Hay una diferencia.

–De cualquier forma, yo salgo perdiendo –replicó la joven amargamente.

–¿Quieres mi pésame?

Alzó una mano, pero ésta nunca llegó al blanco, porque él la asió la
muñeca con gran fuerza, y ella gimió de dolor.

Rafael inclinó la cabeza mirándola enfurecido.

–¡Déjeme marcharme! –gritó Sara. Nunca había visto tal expresión de


furia, y el miedo la invadía mientras trataba de liberarse–. ¡Déjeme! –
exclamó alterada, y un segundo después los labios masculinos se posaron
sobre los suyos con fuerza.

Todo intento de escapar fue inútil, y se quedó sin aliento por el esfuerzo
de oponerse, y por la presión del beso masculino.

Vencida, Sara gimió furiosamente y él aprovechó el momento para


besarla de nuevo.

La infructuosa lucha debido a su debilidad frente a la fortaleza


masculina, la irritaba. Cuando por fin Rafael la soltó, se habría caído si él
no llega a sujetarla con mano firme. Durante unos segundos permaneció
confusa; después, cedió el aturdimiento y le brillaron los ojos

–No te muestres tan... abrumada –dijo él lentamente–, tan sólo te he


besado.

–¡Lo ha hecho deliberadamente! –protestó.

–¿Preferirías que te abofeteara?

–Usted me provocó –se defendió ella.

–Por supuesto, yo no puedo argumentar una provocación, ¿verdad?

–Esta... proposición suya es una invitación al fracaso. Odio todo lo


relacionado con usted... todo lo que representa –dijo llena de
agresividad–. ¿Qué fundamentos son ésos para el matrimonio? –Le miró

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sin lograr descifrar su expresión–. ¿Cómo es posible que espere que su hija
crea en algo tan falso?

–Asegurándome de que no lo parezca –dijo con un tono decidido, y ella


sonrió incrédulamente.

–¿Y cómo se propone lograrlo? ¿Besándome en la mejilla, o


abrazándome cariñosamente cuando ella esté presente? –Sara movió la
cabeza de un lado a otro y su voz cambió de tono–. Los niños son muy
sensibles. No se trata sólo de gestos o palabras. Hay ciertos detalles de
cariño que ellos necesitan ver y comprobar.

–No resultaría demasiado difícil –insistió él–. Aparte de los fines de


semana, solamente serán unos veinte minutos durante el desayuno, y una
o dos horas por la tarde. Yo puedo ayudarte.

–¿Como hace un momento? –preguntó irónicamente–. ¡Sí ha sido un


ejemplo de lo que está dispuesto a hacer conmigo para fingir cariño,
entonces me niego!

–Me han dicho que soy capaz de complacer a una mujer... cuando me
lo propongo –comentó él y la cogió de los hombros para atraerla hacia
sí.

–¡Déjeme en paz! –protestó la joven, intentando soltarse, pero él la retuvo


con suma facilidad.

–Considéralo como un ejercicio educativo –declaró burlonamente.

–¡Es un... bruto! –un instante después sintió el impacto de los labios de
Rafael sobre los suyos. Los labios masculinos fueron cálidos y acariciantes.

–Abre la boca –musitó Rafael, y ella negó con la cabeza, decidida a no


caer dos veces en la misma trampa–. ¿Temes disfrutar, Sara? –la
provocaba, y ella lanzó un gemido cuando los labios de él descendieron
por su cuello, hasta detenerse en un lóbulo. Después, con gran lentitud,
volvió a reclamar la boca femenina con un beso, que estimuló cada
nervio de la joven.

Sin darse cuenta, respondió en medio de una sensación que corrió como
fuego por sus venas.

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–No somos tan incompatibles como pensabas –dijo Rafael con una
mueca, mientras la soltaba.

–Lo atribuyo a... sus... –se calló deliberadamente, y luego prosiguió con
una tenue sonrisa–:... talentos superiores –seguía sonriendo
maliciosamente–. Convertirme en tu esposa podría depararme
momentos interesantes.

–No lo dudo –repuso él entrecerrando los ojos y las mejillas femeninas se


sonrojaron.

Sara se separó de él Presa de un ligero estremecimiento, y recogio el


bolso que se había caído sobre al alfombra; se incorporó y miró su reloj.

Es tarde comentó y se dio cuenta de que en la habitación a Armarse las


primeras sombras del anochecer.

–Cena conmigo.

–No puedo –se negó. Más que una petición le había parecido una
orden–. Selina me espera en casa.

–Llámala por teléfono –insistió él sutilmente, y Sara experimentó temor por


el carácter dominante de Rafael. Pero su enfado fue superior y declaró:

–No te pertenezco, aún no –le retó fríamente.

–Demuestras valentía, Sara Adams –dijo él pensativo, y sus labios se


curvaron en una sonrisa–. Te tengo absolutamente a mi merced, y te
atreves a desafiarme –señaló la puerta cerrada–. No hay nadie aquí que
pueda rescatarte.

–He aceptado tu propuesta –expresó ella–. ¿Qué más quieres?

Rafael tardó un rato en responder, mientras, el silencio se agudizó hasta


el punto de que Sara se percató de cada latido de su corazón, mientras
aguardaba a que él hablara.

–Es importante que Ana te conozca, ¿no estás de acuerdo? –su expresión
era indescifrable–. Cenar en mi casa te brindaría la oportunidad.

–¿Tiene que ser esta noche? –esa perspectiva resultaba inquietante, ella
habría preferido afrontarla con más de quince minutos de anticipación.

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–Cuanto antes, mejor, si se supone que debo anunciarle nuestro
inminente matrimonio.

–¿Qué ocurrirá si no cuento con su aprobación? –su preocupación era


auténtica.

–Ana desea mi felicidad –le aseguró Rafael–. Te pido que lo hagas


parecer convincente.

–¡Santo Dios! –exclamó la joven, y vio que él sonreía.

–Aún hay más. La abuela de Ana vive también en mi casa, se trata de


una anciana respetable, para quien lo es todo el bienestar de su hijo y de
su nieta.

–Y quien analizará minuciosamente a su futura nuera. No estoy bien


arreglada para conocer a tu familia –protestó Sara, indignada.

–Con eso basta –dijo él secamente.

–Gracias, ¡justo lo que necesitaba para aumentar mi confianza!– replicó


sarcásticamente.

–La cena será informal –agregó él suavemente–. ¿No esperábamos


permites? –Preguntó Sara y se acercó al teléfono después de exhalar un
suspiro de resignación.–Puedes usar el de mi coche –sugirió Rafael.

–Desde luego... ¡qué tontería por mi parte!

–Una advertencia–declaró Rafael–. Compórtate, Sara. No te gustarían las


consecuencias si te atreves a enfrentarte a mí.

–Seré un modelo de docilidad –le aseguró ella con fingida dulzura,


mientras le seguía por el pasillo–. ¡Eres perfecto! Cuentas con una nueva
prometida, teniendo una casa espléndida, una madre cariñosa y la
adoración de una hija...

–Eres una arpía, ¿no te parece?

–No deseo cenar contigo... De hecho –le miró llena de rencor.– eres para
mí un ser despreciable.

–Mi corazón se siente herido –replicó él burlonamente.

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–No tienes corazón –Sara no pudo disimular su amargura.

–Te aseguro que cumplo todos los requisitos normales.

–¡Oh... vete al infierno!

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Capítulo 3

E l coche de Rafael Savalje era un impresionante Porsche blanco Rafael

se dirigió hacia el sur. Daba muestras de ser un buen, conductor.

–Llama a tu madre.

Sara le miró presa de curiosidad, antes de recibir el auricular que él le


ofrecía. Evitó tocarle cuando se lo entregó.

–Tiene línea directa –le indicó, sin dejar de mirar hacia la carretera. La
joven contuvo una sonrisa y marcó el número.

Consciente de que él escucharía cada palabra, mantuvo una rápida


conversación, y colgó inmediatamente.

–Es tu turno –le dijo a Rafael.

–No es necesario –replicó él, mirándola asombrado.

– ¿Un invitado adicional no requiere aviso previo? –Ella simuló asombro–.


Me desagradaría saber que soy uno más.

–Quédate tranquila, eso no ocurrirá –él percibió el sutil sarcasmo


femenino y le respondió de la misma manera.

–¿De verdad? –preguntó Sara suavemente–. Debes tener un cocinero


muy eficiente.

–Mi hogar es administrado con mucha eficiencia.

– ¡Estoy segura de que no podría ser de otra forma!

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–Estamos a menos de diez minutos de mi casa –le informó– Creo que no
necesito recordarte tu comportamiento en presencia de mi hija. Una
palabra fuera de lugar, Sara –le advirtió–, y es a mí a quien deberás
darme cuentas.

–Estoy petrificada –repuso ella.

–No te metas en algo que no seas capaz de llevar hasta el final–le


previno con expresión implacable.

–¡Santo Dios! –Exclamó Sara entre dientes–. Pareces un personaje de


película.

–Ahora eres tú la que dramatiza.

–¡Ah!, ¿sí? –dijo ella–. ¡Estoy aquí en contra de mi voluntad, que es


distinto!

–Has tenido la oportunidad de elegir –declaró él duramente.

–El destino estaba a tu favor, Rafael –sonrió amargamente–. ¡No trates de


herirme insinuando otra cosa!

–Me agrada que me hayas llamado por mi nombre, así a Ana le causará
mejor impresión.

–A mí, por el contrario, me fastidia tratarte con esta familiaridad.

–La práctica te facilitará las cosas.

–Nunca –declaró ella, y sintió ganas de abofetearle por la expresión tan


sarcástica que puso.

El Porsche disminuyó la velocidad, y giró hacia una impresionante


entrada de puertas de hierro forjado, que se abrieron inmediatamente
para dejar paso al vehículo.

Sara agrandó los ojos llena de admiración ante la elegancia de la


mansión que se erguía al final de una curva.

–Estás corriendo un enorme riesgo–musitó Sara en el momento de salir del


coche–. ¿Qué ocurrirá si no le caigo bien a tu hija?

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–Mi hija ya te conoce –contestó Rafael, y se colocó junto a ella.

–Yo no –se quedó fuertemente sorprendida.

–Ana fue invitada a una fiesta de niños a la que asististe hace varias
semanas –sonrió sarcásticamente–. Desde entonces, has sido alabada
con frecuencia.

–Fue en casa de los Albertson –declaró él, y la asió del codo con fuerza,
señalándole una enorme puerta–. ¿Vamos?

Sara se preguntó qué sucedería si se atreviera a rescatar su brazo, y casi


en ese instante, la presión de los dedos masculinos se agudizó,
provocándole un gemido de dolor.

–¡Por Dios Santo! ¡No voy a huir!

El disminuyó la presión sin disculparse, y Sara dudó que alguna vez Rafael
fuera capaz de pedir disculpas a alguien.

En cuanto llegaron a la entrada, la puerta se abrió inmediata, mente, y


apareció un hombre de edad mediana, que por su vestimenta, parecía
un criado.

Sara cambió su expresión de sorpresa que amenazaba con destruir su


compostura. ¿Por qué no iba a tener Rafael Savalje un mayordomo?
Debía haber también un cocinero, al igual que un ama de llaves, pensó
fríamente. Sin duda, el propósito de la madre de Rafael era asegurarse
de que el hogar de su hijo se manejara con precisión, Sara pensó en una
mujer de aspecto severo, ataviada de negro, lo que le causó risa. Le sería
bastante difícil entenderse con un oponente... ¡que el cielo la protegiera
de dos!

– ¡Papá, la has traído!

Una figura menuda corrió a lo largo del vestíbulo, y al llegar frente a


Rafael, éste la levantó en vilo, mientras sonreía y compartían un cariñoso
abrazo. Después la pequeña se quedó junto a ellos.

Sara logró ocultar su sorpresa inicial ante la escena de la pequeña y


Rafael. Tendría unos siete u ocho años, y parecía ser una criatura

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delicada, de ojos marrones y pelo castaño. Llevaba puesto un vestido
estampado en tonos alegres.

–Ana, me gustaría que conocieras a la señorita Adams. –Estoy muy


contenta de que haya venido –declaró la pequeña con una deliciosa
mezcla de formalidad y franqueza.

Sara notó un gesto de advertencia en la expresión alegre de Rafael, pero


lo ignoró para centrar su atención en la chiquilla que se hallaba a su
lado.

–Qué tal, Ana. Espero que te guste que haya venido a cenar.

–¿Sabe la abuela que la señorita Adams va a cenar con nosotros? –los


ojos de la pequeña se iluminaron ante las palabras de Sara, y sonrió.

–Estoy seguro de que Tomás le habrá dicho que he traído una invitada –
replicó Rafael con voz solemne, y al momento le preguntó
cariñosamente– ¿Cómo te ha ido hoy en el colegio?

–Bastante bien, papá –la niña contestó a la vez que miraba a Sara de
reojo–. La hermana Monique está muy contenta con los resultados de mis
exámenes, y hoy, ya he hecho los deberes –acabó precipitadamente.
Rafael sonrió y le acarició la punta de la nariz.

–¡ Muy bien, cariño! Por lo tanto, no hay razón para no dejarte levantada
esta noche media hora más, así podrás ayudarme a entretener a la
señorita Adams, ¿no es cierto?

–Gracias, papá –la emoción se reflejaba en el rostro infantil, Sara se


sorprendió de la relación que tenían padre e hija.

No había rastro de dureza en las rudas facciones de Rafael.

–¿Y tú qué tal día has tenido, papá? –era una pregunta cariñosa y
sincera, y Sara no pudo evitar sentir simpatía hacia la hija de Rafael
Savalje.

–Ha habido de todo –repuso él tiernamente–. Algunos acontecimientos


inesperados, pero el resto, normal.

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Sara se maravilló ante el enigmático rostro masculino, y se estremeció al
contemplar la reacción que había tenido con su hija, el hombre con
quien se iba a casar.

–¿Vamos con tu abuela al comedor? Supongo que debe estar


preguntándose por qué nos hemos retrasado.

Sara experimentó una sensación extraña, mientras Rafael le señalaba


una puerta hacia su izquierda. Tuvo que armarse de valor para iniciar el
recorrido. Apenas se percataba de lo que la rodeaba: un mobiliario
elegante y muchos cuadros colgando de las paredes.

Silvia Savalje resultó ser todo lo contrario a la mujer de rostro severo que
Sara había imaginado. Poseía facciones finas y modales exquisitos, y
aunque al principio la dama se mostró algo intimidada, después de
quince minutos de conversación, acompañada de un excelente vino,
Sara comenzó a sentir que los miembros de la familia Savalje eran
estupendos.

Clara, la esposa de Tomás, fue quien sirvió la cena. Entre plato y plato,
charlaban casi continuamente. Se preguntó cuántas mujeres, amigas de
Rafael, habrían tenido el privilegio de cenar con aquella familia, pero
inmediatamente descartó ese pensamiento, ya que las amistades
femeninas de Rafael probablemente habían cenado con el en lugares
más discretos.

Ana resultó una compañía muy grata a lo largo de la cena, aportando


comentarios y preguntas, que resultaban demasiado avanzados para su
tierna edad.

Cuando terminaron el postre, Ana se disculpó un poco reacia y fue la


simpática Clara quien la acompañó.

–Volverá, ¿no es cierto? –preguntó la pequeña, después de despedirse


de Sara.

–Me agradaría mucho –replicó la joven suavemente, y como respuesta,


recibió una radiante sonrisa.

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–Ya te había dicho que la señorita Adams era muy guapa, ¿verdad,
papá?

–Por supuesto, pequeña –Rafael se inclinó hacia la niña y le acarició el


pelo–. Subiré más tarde, ¿de acuerdo?

–Quizá no me encuentres despierta.

–Felices sueños, cariño –le acarició una mejilla–. Sara nos visitará muy
pronto, te lo prometo.

–¡Magnífico! –la satisfacción se reflejó en el rostro infantil, en seguida, la


pequeña cogió de la mano a Clara, y terminó dando las buenas noches
a todos.

Era una criatura encantadora, lo cual, dio pie a Sara para inclinarse
favorablemente hacia la propuesta que le había hecho Rafael,

–¿Pasamos al salón a tomar café?

–Gracias –repuso Sara. Rafael la miraba sarcásticamente, y ella se dio


cuenta. Le siguió hasta la otra habitación, pero en vista de que Ana se
había marchado, no sintió necesidad de quedarse más tiempo–. Debo
irme pronto –le dijo decididamente–. Tengo que preparar las clases de
mañana.

Silvia Savalje se disculpó gentilmente por no acompañarles a tomar café.

–Me quita el sueño –explicó la dama con un suave gesto– ¡Esa es la


ventaja de la gente mayor... uno puede disculparse de casi todos los
formulismos sociales! Ha sido una velada agradable, señorita Adams... y
espero que pronto se repita. Buenas noches.

–Preferiría abstenerme del café –declaró la joven, a solas con su anfitrión–


, son más de las nueve, y tardaré más de una hora en llegar a mi casa.
¿Serías tan amable de llamar un taxi?

–Yo te llevaré –indicó él firmemente.

–¡No seas ridículo! –Negó ella con la cabeza–. No hay…

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–¿Necesidad? –él arqueó una ceja y sonrió–. No estoy de acuerdo
contigo. Ni Ana ni mi madre me perdonarían si, por desgracia, te
ocurriera algo

–Entonces, te agradecería que me dejes en Surfers...

–Te dejaré en la puerta de tu casa –insistió Rafael–. No escucharé más


argumentos.

–Mi coche... –comenzó a decir ella, pero fue interrumpida


inmediatamente.

–Estará mañana temprano a la puerta de tu casa.

–¿A las ocho? –preguntó incrédulamente–. ¿Cómo lo harás?

–Muy fácilmente –repuso él sarcásticamente.

–Debe ser muy agradable contar con tantos subordinados aguardando


tus órdenes –comentó ella secamente.

–¿Nos vamos? –preguntó Rafael.

–Excelente sugerencia. Estoy ansiosa por dejar tu compañía.

–Veo que vuelves a ser la mujer agresiva de hace unas horas–observó él.

–Del mismo modo que tú, un bárbaro –agregó ella con simulada dulzura.

–¿Sin posibilidades de una tregua?

–Nunca.

Habían llegado al vestíbulo, y cuando Rafael abrió la puerta, Sara salió


apresuradamente para meterse en el coche.

–¿Temes no salir ilesa, estando una hora más en mi compañía? –inquirió


Rafael burlonamente detrás del volante. Un segundo después, ponía el
coche en marcha, y salía a toda prisa, dejando atrás la enorme verja.

A pesar de intentarlo, Sara no lograba ignorar la presencia del indómito


hombre que iba a su lado. Una sonrisa sarcástica curvó sus labios. ¡Debía
enfrentarse a él! Vivir con él, sería como librar una batalla día tras día.

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–Ana se muestra deseosa de convertirse en una devota esclava. Es una
criatura encantadora –repuso ella sinceramente, tratando en vano de
descifrar la expresión masculina en la penumbra. A diferencia de su
padre, ¿no es cierto? No deja de sorprenderme que venga de...

–¿Mi sangre?

Ella lanzó un gemido involuntario, ante la rudeza masculina.

–¿Te he impresionado, Sara Adams?

–¿Y no era eso lo que querías? –interrogó. El sólo hecho de imaginar ese
viril cuerpo desnudo, era más que suficiente para acelerar el pulso de la
joven y hacerla sonrojar.

La indolente sonrisa de Rafael, no sirvió en absoluto para calmarla.

Al llegar a la carretera de Gold Coast, el vehículo ganó velocidad, y Sara


se dedicó a pensar en las posibles consecuencias que le supondría lo
que iba a hacer.

–Déjame adivinar –de pronto, escuchó la voz sarcástica de Rafael–. Tus


reflexiones sobre nuestra unión han empezado a acelerarse más de la
cuenta.

–¡Qué listo! –exclamó ella secamente–. ¿Lees en la mente?

–La tuya, en particular, es transparente.

– ¡Me gustaría darte una bofetada! –declaró Sara. En unos segundos, se


redujo la velocidad del coche, hasta que el motor se paró por completo.

–¿Por qué te detienes? –preguntó ella sorprendida, al mismo tiempo que


se volvía hacia él.

–Creo que es el momento oportuno para escuchar tus opiniones –


contestó Rafael mientras ponía un brazo sobre el volante y la miraba a la
cara.

–¿Considerarías la posibilidad del divorcio? –interrogó Sara sin


preámbulos.

–Eso es absurdo, ya que ni siquiera estamos casados.

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–¡Sabes a lo que me refiero! –la chica comenzaba a ponerse nerviosa.

–Piensa en las ventajas–le recordó él cínicamente.

–¿Cómo cuáles? ¿Estar cautiva en una mansión con un fuerte sistema de


seguridad, teniendo un monstruo por marido, y sin tener ninguna libertad?

–Tienes una idea muy desacertada del tipo de hombre que soy –dijo él
suavemente.

–Eres un arrogante –opinó la joven llena de amargura–El tener una


esposa, es para ti como adquirir una figura decorativa para satisfacer los
requisitos sociales.

–Se me ocurre una finalidad... más satisfactoria –dijo burlonamente, y


Sara no pudo contenerse por más tiempo.

–¡El típico hombre! Mujeres, vino y trabajo... sólo es cuestión de mezclar


los tres para complacer las necesidades individuales.

–Me intriga saber en qué orden crees que las colocaría.

–De atrás a adelante –respondió ella a la vez que cerraba fuertemente


los puños para controlar el enfado. Le vio sonreír y agregó; ¿Te importaría
proseguir? No tengo el menor deseo de acostarme a altas horas de la
madrugada.

–Pobre Sara. ¿Valen tanto tus alumnos, como para que les dediques
tanto de ti misma?

–¡Eres detestable! –declaró airosamente ante aquellas palabras.

–Me has llegado al corazón.

–¡Voy a bajarme y a irme andando! –amenazó la chica sin pensarlo. El


silencio que se produjo a continuación, le puso nerviosísima.

Rafael parecía muy enfadado.

–No toleraré más arrebatos de tu temperamento infantil. Protestas


demasiado... y no me hace ninguna gracia.

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El enfado la cegó, y golpeó con los puños, primero un hombro y después
el pecho masculino.

Como respuesta, Rafael musitó algo apenas perceptible, en español, y


cogió ambas manos de la joven.

–¿Nunca vas a aprender?

–¡Vete al infierno!

–Te llevaría conmigo.

Y la besó como si a la vez tuviera deseos de castigarla, hasta que Sara


sintió que le robaba el alma misma. En una interminable agonía, ella rezó
porque la soltara, y gimió desesperadamente porque su plegaria no fue
escuchada.

En una súplica silenciosa, agitó las manos como pidiendo que le soltara, y
luego, al sentir que los labios masculinos se deslizaban por su cuello,
abandonó la lucha.

La tensión entre ambos se atenuó poco a poco. Por fin, Rafael la soltó
con un gesto de desagrado. Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas,
lo cual le impidió hacer frente a la mirada de él

Rafael puso el coche en marcha, y salió de nuevo a la carretera Sara


pareció sumirse en un mundo irreal, no pronunció ni una sola palabra
durante el trayecto, y cuando el coche hizo un alto en una desierta calle,
procedió a desabrocharse el cinturón de seguridad mecánicamente.

Se deslizó del asiento y abrió la puerta; anduvo, sin volver la cabeza,


hacia la entrada del edificio donde vivía.

No se dio cuenta de que iba acompañada hasta que se detuvo frente a


la puerta para sacar la llave. ¡Maldición, no lograba encontrarla dentro
del bolso!

Sin hablar, Rafael le quitó el bolso, y en cuestión de unos segundos, metió


la llave en la cerradura y abrió.

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En silencio, Sara cogió la llave de la mano masculina y pasó frente a él,
hacia el recibidor. Después, se volvió para cerrar la puerta, dejando al
otro lado de ésta a Rafael.

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Capítulo 4

A l día siguiente, Sara tuvo dificultades para concentrarse durante las

clases, y en más de una ocasión, le pidió a algún alumno que le repitiera


la pregunta.

–¿Está bien, señorita Adams?

La joven reaccionó y miró a la pequeña que mostraba preocupación.

–Tengo una fuerte jaqueca, Suzy, eso es todo –respondió, forzando una
sonrisa.

–A mi madre le ocurre a menudo también. Quizá debería tomar una


aspirina.

–Lo haré durante el recreo del mediodía –le contestó, e inmediatamente,


dirigió su atención a todo el grupo–. ¿Qué os parece si leemos un poco?

Se escuchó un murmullo, y Sara cogió un libro de su mesa y lo hojeó


hasta que encontró la página deseada.

–Página quince–anunció–. Brent, puedes empezar, por favor.

Las pocas horas que faltaban para terminar, le parecieron interminables,


y nunca se sintió más agradecida al escuchar el timbre que anunciaba el
final de la jornada. Mientras los chicos salían de la clase, ella recogió unos
papeles y los guardó en su carpeta. Después salio al pasillo y desde allí se
dirigió a la entrada principal.

Hacía un calor espantoso, el sol apretaba fuertemente. Sara se Puso las


gafas de sol, y se encaminó a la parada del autobús.

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–Entra, Sara.

Le parecía imposible no haberse percatado del Porsche que estaba


aparcado en la esquina.

–Voy a casa –dijo fríamente, evitando mirarle a los ojos. Oprimió con
fuerza la carpeta, mientras intentaba seguir su camino–. El auto llegará
en cualquier momento. Lo perderé si no me apresuro.

–Yo te llevaré –declaró Rafael bruscamente–. Hay ciertas cosas que


debemos discutir.

–¿Como qué?

–La fecha y lugar de nuestro matrimonio –enarcó una ceja


burlonamente–. ¿O es que lo has olvidado?

–¡Quisiera hacerlo!

–Entra, Sara. No estaría bien que alguno de tus amados alumnos te viera
en un arranque de mal humor.

–He tenido un mal día –arguyó con inusitada brusquedad–No tengo


ganas de discutir nada en estos momentos.

–Entonces, haz lo que sugiero y entra en el coche.

Sara le miró con expresión de cansancio, dudando si debía acceder o


no.

–¿Te convencería tomar algo refrescante en un ambiente agradable?

Ante la insistente petición, ella se encogió de hombros y entro en el


coche. No tenía sentido discutir con él... el recuerdo del castigo de la
noche anterior, estaba aún vivo en su mente.

Mientras se alejaba de los alrededores de Brisbane, ella notó que se


enfilaban hacia el sur y preguntó:

–¿Adonde vamos?

–Confía en mí.

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Pasaron Beenleigh y llegaron a Sothport. Sara le miró interrogante.

–Debo pasar por mi oficina –le informó Rafael–. Te prometo que sólo serán
cinco minutos –el coche disminuyó la velocidad al entrar en el
aparcamiento.

–Te esperaré aquí –anunció, y Rafael la miró profundamente – ¿Puedo


confiar en ti?

–¿Lo dices por si me escapo? –preguntó Sara.

–Dudo que lo hagas –observó él secamente.

¡Maldito! pensó ella. Se sentía como una mariposa clavada en la pared,


sin posibilidades de huir.

Tal y como había dicho, cinco minutos después, Rafael volvía a ponerse
detrás del volante. Centró toda su atención en ella, a la vez que le
colocaba un pequeño estuche sobre el regazo.

–Tu anillo. Póntelo.

–¡No, no lo quiero! –exclamó ella, y miró el estuche morado llena de


indiferencia.

–Que importancia tiene que sea ahora, o después –dijo el encogiéndose


de hombros. Encendió el motor y se unieron al tráfico vespertino.

–¡Eres incorregible! –declaró ella enfáticamente, enfadada ante la


arrogancia masculina–. ¡Debí perder la cordura al aceptar tu propuesta!
–Y miró hacia el cielo–. ¡No es más que una alianza diabólica!

–¿Y no crees que puede salir bien?

–¡Ni en un millón de años! –estaba casi histérica. Los sucesos de los días
anteriores, empezaban a causar efecto en ella.

El recorrido de Southoport a Surfer's Paradise sólo les llevó unos cuantos


minutos. La joven no dejaba de pensar en el hombre que había irrumpido
en su vida de una forma estruendosa. Se sentía manipulada por él en
todo momento.

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Rafael redujo la velocidad frente a un edificio hexagonal de
apartamentos, y entró en un aparcamiento subterráneo.

Se volvió hacia Sara, cogió el estuche de su regazo y lo abrió para sacar


el anillo, que le colocó en el dedo anular de la mano izquierda.

Era un solitario con montura de platino. Sara observó llena de resignación


que se trataba de una joya espléndida.

–Gracias –musitó sin demostrar ningún entusiasmo–, es magnífico.

–Vamos arriba, Sara –sugirió él, impasiblemente–. Me sentara bien una


bebida relajante... preferentemente, fría y muy seca. Me has traído a tu
apartamento –dijo ella acusadoramente, agrandando los ojos.

–Parece que te da miedo, ¿es cierto?

–Después de lo sucedido anoche, ¿puedes culparme?

–Harías bien en no olvidarlo –le aconsejó.

–¿Insinúas que si inclino la cabeza ante tus deseos, tendré una vida
dichosa? –La incredulidad de ella se transformó en amargura–. Tú y yo
somos como el agua y el aceite.

–Tienes una sola opción, si deseas contar con mi ayuda para terminar
con las deudas de tu difunto padre, y reinstalar a Selina en casa –declaró
él cruelmente.

–¡Eres detestable! –musitó ella entre dientes.

–No deberías odiarme a mí, sino a las circunstancias que nos han hecho
encontrarnos.

Sara abrió la puerta para salir del coche.

El ascensor subió rápidamente hasta el último piso. En el vestí bulo, sólo


había una puerta. Rafael la abrió, y ambos entraron. E apartamento
estaba decorado con un estilo muy moderno. Resulta muy diferente a la
casa donde vivía Rafael con su familia. Sara se sorprendió ante tal
contraste.

–¿Es un gesto de placer, o de cortés desagrado?

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–¿A quién podría desagradarle? ¿Pasas mucho tiempo aquí?

–Alguna que otra noche –la miraba de frente–. Ana acepta mi ausencia
debido a las presiones de los negocios.

–Ah, los negocios –dijo Sara con un sutil énfasis, y le vio son reír
cínicamente.

–No finjo seguir la vida de un monje –aclaró él, al mismo tiempo que se
encogía de hombros.

–No, desde luego.

–¿Qué quieres beber? –él se dirigió hacia el mueble bar, y San suspiró.

–Algo grande, frío y con un poco de licor –necesitaba alguna ayuda


para soportar las siguientes horas, y el alcohol podría calmarle los nervios
alterados.

–¿Por qué no te sientas y te relajas? –sugirió él.

¿Relajarse? ¡Debía estar bromeando!. Sara eligió una silla y tomo asiento.

Rafael se aproximó a ella, con andar felino, y le puso una copa en la


mano.

–Salud –brindó él con ojos burlones, e inmediatamente, se acercó la


copa a los labios.

–Qué agradable –comentó ella, ante aquel sabor–. ¿Qué es?

–Zumo de naranja fresco y champán de buena cosecha –le informó él


indiferentemente–. Su aparente suavidad resulta engañosa.

–¿Quieres decir que sólo puedo beber una copa?

–De momento. Cuando regresemos, podrás beber a tu gusto.

–¿Regresar de dónde? –frunció el ceño interrogante.

–Nos vamos de compras. Mi deseo es que tengas un vestido de novia de


acuerdo con lo que espera Ana.

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–¿Se lo has dicho? –Sara abrió los ojos desmesuradamente.

–Tiene muchas esperanzas de que suceda.

–Ya entiendo –musitó ella, y dio un gran trago para infundirse valor. ¡Era
algo que necesitaba mucho!

–¿Te percatas de lo que significa?

–Sí –repuso resignadamente, y reinó un prolongado silencio, que ella trató


de romper–. Ya conozco a tu familia, pero aún sé muy poco de ti. ¿No
debería estar más informada, si voy a convertirme en tu esposa?

–¿Qué deseas saber? –preguntó Rafael con una débil sonrisa.

–Lo que sea... Todo lo que consideres que debo conocer –replicó ella
llena de impotencia. El alcohol empezaba a subírsele a la cabeza, y
tenía la sensación de estar flotando.

–La madre de Ana murió al dar a luz –empezó él sin ninguna emoción
aparente–. Beatriz estaba embarazada de ocho meses cuando tuvo un
accidente automovilístico. Sólo pudieron salvar a la criatura, aunque,
durante un tiempo, su vida estuvo pendiente de un hilo. Gracias a Dios,
sobrevivió –su expresión mostró cierto sarcasmo–. ¿Satisface eso tu
curiosidad?

–No era mi intención entrometerme –dijo la joven seriamente.

–¡Tal vez no! –él volvía a sonreír.

Sara terminó la bebida y puso la copa sobre una mesita cercana.

–¿Nos vamos? –preguntó él con aquella hermética mirada.

Sara se puso de pie y salieron juntos del apartamento. Entraron en una


boutique, y la presencia de Rafael provocó tal entusiasmo en la
dependienta, que Sara se preguntó si su acompañante seria un buen
cliente de aquel comercio. Margarita, permíteme presentarte a mi
prometida, Sara.

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Para consternación de la joven, él le rodeó los hombros con un brazo y le
lanzó una cálida sonrisa.

–Sara –le sonrió amablemente–, es un placer conocerte. He esperado


durante años a que alguien conquistara a mi amigo Rafael Ya veo que tú
eres la elegida, ¿eh? – en aquel momento, su atención volvió a Rafael–.
Debo felicitarte, la pequeña Ana ha ganado una hermosa madre.

–Gracias –repuso él con una expresión diabólica, lo cual incomodó a


Sara–. ¿Y no crees, Margarita, que Sara está ganando, a su vez, una hija?

La maliciosa sonrisa de la mujer fue afirmativa, y en seguida agregó:

–Espero que sepas arreglártelas con él, querida. Es todo un hombre –la
insinuación era muy directa, y la joven sintió un tenue rubor en las
mejillas–. Qué pena, Rafael, la hemos hecho sonrojarse.

–Así es –Rafael la miró entrecerrando los ojos, y después le recorrió


suavemente una mejilla con el dedo–. Creo que ha llegado el momento
de hablar de negocios, ¿no crees?

–Sí –asintió la vendedora–. Vamos al salón de dentro, tengo una bonita


colección de vestidos allí –echó un vistazo a la silueta de Sara–. Tenías
razón, Rafael, Sara tiene un tipo estupendo.

Durante las dos horas siguientes, una modelo de la firma, exhibió una
interminable colección de trajes. Sara se inclinó hacia Rafael para
murmurarle escandalizada:

–Tengo suficiente ropa en mi casa. Yo había pensado que veníamos por


un vestido de novia. –Así es –repuso él tranquilamente–. ¿Te estás
aburriendo?

–Por supuesto que no –replicó ella al instante.

–Entonces, muéstrate halagada. No todas las mujeres tienen la


oportunidad de presenciar un desfile privado de los modelos exclusivos
de Margarita.

La selección del vestido de novia, se redujo tan solo a elegir entre dos. Y,
al final, Rafael le pidió a Margarita su experta opinión Sara contuvo una
sonrisa ante este hecho.

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Eran algo más de las siete cuando salieron de la tienda para dirigirse al
apartamento de Rafael.

–Tengo que llamar a Selina –musitó Sara frunciendo el ceño.

No sabía por qué, pero desde niña se había acostumbrado a llamar su


madre por su nombre de pila.

– Estará preocupada –añadió.

–Llama desde arriba –dijo él–. Serviré algo de beber mientras le das las
noticias –su expresión era sarcástica, pero se borró inmediatamente–.
Imagino que desconoce nuestro inminente matrimonio.

A Sara no le importaba decírselo a su madre, pero preferiría hacerlo a


solas para responder más tranquilamente a las preguntas que

Selina le haría.

–Creo que primero tomaré esa copa –decidió la joven minutos más
tarde, y cruzó el alfombrado recibidor para admirar la vista que se
divisaba desde una de las ventanas.

La tarde avanzaba mientras el sol se perdía en el cielo, y la vista del mar,


con las olas adentrándose en la arena, fue suficiente para quitar el
aliento a la joven. No cabía duda del motivo por el que los turistas
llegaban en masa desde todo el continente australiano hasta aquel
lugar.

–Tu bebida –le ofreció Rafael.

–Gracias –Sara se volvió para coger la copa.

–Es un placer.

En aquellos momentos que volvían a estar solos, se sentía rara y un poco


intimidada. Se notaba en su pulso, temblón al coger la copa, y en las
rápidas miradas que lanzaba a Rafael.

–Llama a Selina –le dijo cuando la vio terminar su bebida–. Hay un


teléfono junto al mueble bar.

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La llamada fue breve; aparte de decir a su madre que no la esperara
levantada, Sara fue muy concisa.

–Se lo diré mañana –dijo al toparse con la mirada reflexiva de Rafael, y


con cierto nerviosismo se alisó el cabello–. Aún no tenemos las cosas
programadas.

–En ese caso, lo haremos –él se acomodó indolentemente en un sillón, y


después de un prolongado silencio, levantó la mirada hacia ella. Iremos a
la iglesia el viernes a las cinco de la tarde, después cenaremos en mi
casa con la familia, y algunos amigos

–¡Pero si hoy es miércoles! –exclamó Sara incrédulamente

–Sí, eso creo –replicó Rafael secamente.

–¡Es imposible arreglar las cosas con tanta rapidez!

–¿Dudas de mí?

¿Cómo podría? Rafael tenía suficientes influencias para arregla, a su


gusto cualquier cosa.

–Debo decirlo en el colegio –dijo ella–. ¡No puedo irme así…–Chasqueó


los dedos–...como así!

–Puedes –replicó él implacablemente–. Tu director es un hombre


comprensivo.

De momento, la joven no supo qué responder, en seguida agitó la


cabeza dudosamente, y preguntó con voz ronca.

–¿Has hablado con él? ¿Cuándo?

–Antes de verte, esta tarde.

–Podías haberme consultado antes –dijo enfadada.

–¿Por qué? –había ironía en la voz masculina–. ¿Estás de acuerdo


conmigo en que nada de lo que hago te complace?

Era cierto, admitió Sara en silencio.

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–Podrías incluso darme de comer como si fuera una niña pequeña –se
aventuró a decir sarcásticamente.

–¿Una cena íntima para dos? –preguntó Rafael con la misma ironía.

–¿Tienes un cocinero escondido en el armario aguardando tus órdenes?

–No... Hay un restaurante excelente en la planta baja.

–¡Qué... comodidad!

–Por supuesto –repuso él secamente, y se dirigió al teléfono–Diré que


traigan la cena aquí.

La cena tenía una apariencia estupenda. El camarero que fue a


llevársela, empujaba un carrito de servicio, y colocó los diferentes platos
sobre la mesa; cuando se hubo cerciorado de que todo estaba en
orden, salió discretamente del apartamento. Sara se sentó
inmediatamente en la silla que Rafael le señaló.

–¿Eres de aquí? –preguntó Sara, mientras empezaba con el delicioso


cóctel de mariscos.

–No –la mirada masculina era burlona–. ¿Te sorprende?

–Tienes muy buen acento –declaró–. Suponía que...

–Mis padres se fugaron siendo muy jóvenes –prosiguió él con una sonrisa–.
Son de Andalucía, españoles, abandonaron sus respectivas familias para
ir primero a Italia y luego a Grecia –se encendió un brillo diabólico en sus
ojos oscuros–. Yo llegué a este mundo en un barco que cruzaba el
Atlántico con destino a Sudamérica, y tenía diez años cuando salimos de
Argentina rumbo a Australia –sonreía reflexivamente.

–No tenía idea de que tus antecedentes fueran tan... pintorescos.

–Soy un leopardo de muchas manchas, ¿verdad?

–Y eres tan duro y despiadado como uno de ellos –dijo ella, y vio cómo
Rafael apretaba los labios.

–Al cual temes, ¿o me equivoco?

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–La intimidación es un arma que empleas envidiablemente –replicó la
joven.

–¿Piensas eso?

Su tono ronco produjo un escalofrío que estremeció a la joven. Era un


hombre peligroso e imprevisible.

–No puedo fingir que me gustas –dijo tranquilamente, y Rafael le lanzó


una larga mirada analítica.

–Te convendría intentarlo –replicó haciéndole una insinuación muy


directa, lo que provocó rubor en las mejillas de Sara –. Prueba este plato –
le indicó él, a lo que ella negó con la cabeza–. Oh vamos, pruébalo, –
insistió Rafael–. Tiene una excelente salsa –se inclinó para servirle.

–No tengo apetito –y era verdad... La idea de comer no le atraía.

–Entonces come un poco de este otro –recorrió con los ojos facciones
sonrojadas, y curvó los labios en una sonrisa–. No ganaras nada
comportándote como una niña mal educada. Bebe un poco más de
champán –y procedió a llenarle la copa–. Te ayudará a recuperar el
apetito.

–¡Deja de tratarme así!

–Entonces, deja de comportarte como una niña.

Sin hablar, la joven cogió la copa y vació su contenido de un sorbo;


luego se sirvió una pequeña porción de cada plato y empezó a comer
mecánicamente, sin saborearlo siquiera.

Fue cuando terminó de cenar, cuando empezó a sentir los efectos del
champán.

–¿Qué quieres de postre? ¿Una manzana asada?

–No, gracias –rechazó ella, mientras daba un suspiro de satisfacción y se


apoyaba en el respaldo de la silla.

–¿Más champán?

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¿Se atrevería? Quizá una más, decidió. Probablemente, la ayudaría a
sentirse más tranquila; además, no debía preocuparse por conducir.
Asintió con la cabeza, y alargó el brazo con la copa; después dio un
buen sorbo.

El camarero que anteriormente les había servido la cena, volvió a entrar


en el apartamento a retirar los restos de la comida

–Pasaremos a la otra habitación, es más cómoda.

–¿Por qué no? –Se puso de pie y anduvo sobre la alfombra teniendo la
sensación de que estaba flotando. De pronto, se volvió hacia Rafael
para decirle–: No he visto el apartamento

–Qué despistado soy –dijo él lentamente.

Era pequeño, pero muy agradable. Tenía todas las comodidades que
alguien podía desear.

–Supongo que mandas la ropa a la lavandería –comentó ella riéndose.


Le hacía gracia imaginársele lavando ropa.

–¿Lo encuentras divertido?

Sara se dio la vuelta, y le encontró mucho más cerca de lo que se había


imaginado. Aquel hombre emanaba un magnetismo que le alteraba los
sentidos. Le examinó con los ojos muy abiertos, y vio detrás de aquel
gesto de cinismo, algo que le recordó la actitud cariñosa y preocupada
que demostró hacia Ana. Debía ser una experiencia maravillosa contar
con la adoración y protección de un hombre.

–¿Me han salido monos, de pronto?

El comentario burlón interrumpió los sueños femeninos y, desconcertada,


parpadeó ante la sutil sensualidad masculina. Durante un instante, deseó
sentir los poderosos brazos rodeándola, para poder corresponderle. La
boca bien dibujada parecía fascinarla, y no lograba desviar los ojos de
ella.

Permaneció como hipnotizada mientras le veía inclinar la cabeza un


instante después el cuerpo masculino rozaba el suyo.

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Suavemente, la boca de Rafael buscó la suya y después, la delineo a
continuación deslizó los labios lentamente por su mejilla.

Sara lanzó un gemido inconsciente, mientras él la cogía por los hombros


para acercársele más, y en seguida, volvió a buscarle la boca con un
beso que borró toda muestra de responsabilidad en ella. Era como si la
joven se ahogara, hundiéndose cada vez más en un irresistible deseo que
parecía embrujarla. Lanzó un leve gemido, cuando Rafael abandonó su
boca para besarle el cuello con una caricia sumamente sensual. Desde
allí descendió hacia la suavidad del pecho femenino.

Después, la boca de Rafael volvió hacia la suya, como si estuviera


hambriento. Exigiéndole una respuesta que le produjo escalofríos y la
forzó a volver a la realidad con tal claridad, que sólo el instinto la hizo
luchar para liberarse.

–¡Deja que me vaya! –Él la soltó y la joven empezó a estremecerse


nerviosamente. Lanzó un gemido y se apartó de él, tratando de
arreglarse la ropa. Sus dedos eran torpes y apenas lograba ver a través
de las estúpidas lágrimas que le enturbiaban la visibilidad.

Sin una sola palabra, Rafael la atrajo hacia sí, y terminó de arreglarle la
ropa.

–¿Me llevas a casa, por favor?

¿Era su propia voz? Tal vez aquel suceso había sido sólo una pesadilla, y
en cualquier momento se despertaría. Sin embargo, la mano que le
sostenía el mentón era real, al igual que el hombre que la obligaba a
mirarle.

–En menos de cuarenta y ocho horas seremos marido y mujer –declaró él


casi con un gruñido–. Podrías quedarte conmigo sin ningún
remordimiento... incluso, me atrevo a insistir en ello.

–No –musitó Sara con un evidente rechazo. Sus ojos, llenos de lágrimas,
tenían una expresión suplicante–. ¡Por favor!

–Deseas que te posea tanto como mi cuerpo clama por hacerlo –


declaró él apretando los puños y con una expresión de dureza.

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Sara se limitó a mirarle, cuando una lágrima inoportuna brotó hasta llegar
a la comisura de su boca, haciéndola sentirse humillada.

–¡Por Dios! –exclamó Rafael. Con un control total, la aparto de su lado, y,


sin pronunciar palabra, regresó al salón y cogió la carpeta de Sara.

Ella permanecía inmóvil, como si su vida dependiera de ella

–No vaciles, querida –dijo él con una sarcástica advertencia, que la joven
captó.

Una vez en el coche, el silencio reinante entre ellos se hizo insoportable.

En cuanto el Porsche se detuvo frente a la casa de Sara, la joven se


apresuró a salir del coche con la idea de salir huyendo, pero se dio
cuenta de que el seguro estaba echado y que la puerta no cedía

–¿Me permites salir, por favor?

–¿Por qué tanta prisa, Sara? –repuso él burlonamente.

–¿Qué quieres? –preguntó casi en un murmullo, tratando de ignorar su


pulso acelerado, debido a que Rafael se le había acercado. Deseaba
gritar y llorar para que no la tocara, no obstante, se sensibilizaba de tal
forma que su actitud sería contradictoria. En la penumbra, no lograba
descifrar la expresión masculina, y se sobresaltó cuando él le acarició una
mejilla.

–Margarita se encargará de que tu vestido de novia te sea entregado el


viernes por la mañana.

–Gracias –repuso ella cortésmente.

–Qué... correcta eres –comentó Rafael sonriendo.

–¿Quieres algo más?

–Decirte que Tomás os llevará a ti y a tu madre a la iglesia, procura no


llegar tarde, Sara. No quiero tener que esperar.

–Tal vez no me presente –amenazó. La idea de casarse aquel hombre, la


asustaba.

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–No te lo aconsejaría –dijo él suavemente.

–Te he dado mi palabra –logró decir Sara.

–Aunque no sea por mí, hazlo por Ana ¿quieres?

–Es una chiquilla encantadora.

–Entonces, ¿me darás un beso de buenas noches que perdurara hasta


que intercambiemos anillos y juramentos en la iglesia? –ante la reticencia
de la joven, Rafael se inclinó hasta que su boca quedó a unos
centímetros de la de ella–. No es tan difícil –musitó burlonamente

–Creo recordar que antes no te mostraste tan reticente.

–¡Desgraciado! –Murmuró Sara–. ¡Te odio!

–Ah querida –dijo él con una sonrisa–, sea lo que sea lo que sientes por
mí, estoy seguro de que no es odio.

Y la besó posesivamente, arrancando a la joven cualquier ilusión de


ternura. Después la apartó furiosamente. Entra en casa, Sara, antes de
que haga algo de lo que pueda arrepentirme más tarde.

Sara abrió inmediatamente la puerta y salió del coche. No se molestó


siquiera en volver la cabeza, mientras corría hacia el portal.

Rafael sólo esperó hasta verla abrir la puerta, y segundos más tarde, el
Porsche salió disparado.

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Capítulo 5

L o que más le agradó a Sara el día de su boda, fue el gran entusiasmo

que reflejaba la pequeña Ana. La niña iba vestida con un traje igual que
el de la novia, Daba la impresión de que estaba viviendo un cuento de
hadas. Su boca dibujaba una sonrisa perenne en el rostro. No había
ninguna duda de lo feliz que se sentía ante el matrimonio de su padre.

Sara, por su parte, después de que Rafael introdujera en su dedo la


alianza matrimonial, sintió un extraño escalofrío que le recorrió todo el
cuerpo.

Después de haber terminado la ceremonia, se había convertido en la


señora de Savalje; pero no era este hecho lo que la preocupaba, sino
otro más importante: ser poseída por Rafael.

Selina parecía estar convencida de que el repentino matrimonio de su


hija, se debía a un flechazo amoroso. Se comportó amablemente con
todos. El hecho de saber que volvería a vivir en su antigua casa, la había
emocionado.

Las personas que fueron invitadas a la casa de Rafael, después de la


ceremonia, no sobrepasaban el número de veinte. Fueron acomodados
en el comedor, donde se sirvió una gran variedad de exquisitos platos.

–Apenas has probado bocado–le dijo Rafael.

–No tengo hambre.

–A un hombre le gusta tocar algo más que un montón de huesos –había


algo de censura en la broma–. Come, querida. No deseo que te
desmayes por inanición.

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
–No perderé el conocimiento junto a ti –replicó ella, y deliberadamente
alzó la copa de champán para darle otro sorbo.

–Si sigues bebiendo, perderás la consciencia –dijo él severamente

– ¿Qué insinúas?

–Es hora de que nos vayamos –fue la respuesta que él le dio.

–¿Adonde vamos? –durante un instante ella.

–Pasaremos el fin de semana en mi apartamento –sus palabras alteraron


la expresión de la joven–. Clara te acompañará arriba para que te
cambies. Si lo quieres, Selina puede subir también.

–¿Para la charla de último momento entre madre e hija? ¡Creo que estás
demasiado anticuado, si crees que necesito consejos sobre todo eso!

–Calma, querida mía. Recuerda nuestro trato –le previno.


Retadoramente, Sara terminó el contenido de la copa; después sonrió
con fingida dulzura a Rafael y se dirigió hacia donde se encontraba
Clara.

Sara se metió en una de las habitaciones que había en la casa destinada


a los invitados. Una vez que se quitó el vestido de novia, y lo colgó en una
percha, le dijo a la criada que se marchara, que ella se vestía sola.

–Está bien, señora Savalje.

La joven sintió un escalofrío ante el inesperado título.

De pronto, apareció una brillante cabecita oscura en el umbral de la


puerta.

–¿Puedo ayudar?

–Llegas justo a tiempo –dijo Sara, a la vez que intercambiaba una sonrisa
con Clara y extendía una mano hacia la niña–. No he decidido aún qué
ponerme. Venga, ayúdame.

–Cuando llegó la ropa que papá te compró, estuve ayudando a Clara a


guardarla –la chiquilla estaba radiante–. Todo me pareció Precioso, pero

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había un vestido que me gustó más que ninguno. Es verde, del color de
tus ojos –terminó casi sin aliento, y corrió hacia el espacioso armario.

Sara recordó el vestido e hizo un gesto de asentimiento. Resultaría


adecuado, y además, le quedaría bien con el bolso y los colores crema.

–Si te gusta tanto, entonces me lo pondré.

–¿Lo harás? –preguntó Ana emocionada–. ¡Oh, Sara, vas a estar


guapísima! –de pronto la expresión de la niña se volvió seria–. ¿Te parece
bien si te tuteo y te llamo Sara? –parecía insegura

–Me parece muy bien –le aseguró la joven suavemente, mientras cogía
una mano de la pequeña.

–Me alegro mucho que papá se haya casado contigo –decían Ana con
sinceridad–. Hasta la abuela está de acuerdo.

–Busquemos ese vestido, ¿quieres? –Sugirió Sara, y le dedicó una sonrisa a


la pequeña–. Si tardo demasiado en cambiarme, tu padre quizá decida
subir a buscarnos, y prefiero hacer una gran entra da en el comedor sin
él.

La niña sonrió pícaramente, y ambas procedieron a buscar el vestido en


cuestión.

–Me queda bien, ¿no es cierto?

La sencilla caída de la tela acentuaba las curvas de la joven, el color


hacía resaltar el de sus ojos y el de su rubia melena

–Estás guapísima –comentó Ana llena de admiración.

–En efecto.

Sara sintió un vacío en el estómago, al oír una ronca voz varonil, e hizo un
esfuerzo para volverse y sonreír.

–Casi estoy lista –declaró inexpresivamente–. Sólo me falta retocarme un


poco el maquillaje.

–Debes volver a bajar, papá–indicó Ana, cuya mano había cogido


Rafael al entrar en la habitación.

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–Por supuesto, pequeña –sonrió él indulgentemente–. Bajaremos juntos.

–No, debes bajar tú primero –insistió la chiquilla, y se apresuró a


explicarle–. Sara desea hacer una gran entrada.

–Ah, ya veo –miró sonriente en dirección de la joven. Deseas causar


sensación ¿eh? –y se inclinó para coger en brazos a niña, que le rodeó el
cuello con los brazos. s

La risa cantarina de Ana se escuchó desde el pasillo, y Sara volvió para


retocarse el maquillaje. Vio en el espejo su mirada y, al notar también el
acelerado palpitar de su corazón, lanzó un profundo suspiro. Durante un
instante de locura, pensó en abrir la ventana más cercana, y huir.

¿Se atrevería? Pensativa, se mordió el labio inferior, mientras se cepillaba


el pelo. Pero se sintió contrariada al recordar la imagen de Selina y la de
Ana, y, con un gesto de desdén, arrojó el cepillo sobre la coqueta, y se
puso de pie para salir de la habitación.

–¿Qué te ha retenido?

Sara miró el rostro varonil que le sonreía, mientras le rodeaba los hombros
con un brazo.

–Pensé en saltar por una de las ventanas de la habitación –le confesó en


un tono que apenas era audible para él.

–Vaya, vaya. ¿Así que te parezco un ogro?

–Eres un demonio arrogante –repuso suavemente. Los ojos oscuros


brillaron burlones, al mismo tiempo que Rafael se inclinaba para besarla
apasionadamente.

–Ha llegado el momento de despedirnos de los invitados. Tenemos un


largo recorrido por delante, y soy un marido impaciente. Angustiada,
Sara abrió los ojos desmesuradamente, pero al instante recobró su
serenidad. De quien primero se despidió fue de Ana y de Selina. Luego se
dirigió al resto de los invitados.

–¡Eres insufrible! –le dijo a Rafael, una vez en el coche. – ¿No tienes
ninguna otra maldita cosa que decir?

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–¡Sí... maldito tú! ¡Maldita tu fingida arrogancia! ¡Cómo te has atrevido a
besarme de esa forma delante de todos!

–¿Acaso he herido tu orgullo? –la mirada masculina fue dura y breve, y


en seguida surgió una risa.

–¡Te odio! Lo sabes. ¿Qué esperas? ¿Qué me derrita por el simple hecho
de mirarte?

–Estás demasiado nerviosa –declaró severamente–. Una copa de vino


ayudará a disminuir tus inhibiciones.

–Tú no deseabas que perdiera el conocimiento estando aquí –le recordó


envalentonada.

–Tampoco quiero enfrentarme a una gatita agresiva.

–¡Oh, vete al infierno!

–¿No temes que pueda llevarte conmigo?

El tono amenazador en la voz de Rafael produjo en ella una


desagradable sensación de impotencia, y durante los kilómetros
restantes, permaneció en un frío silencio. Una vez que Rafael aparcó el
coche en el aparcamiento subterráneo del edificio de apartamentos,
rompió el silencio.

–Sal, Sara.

El enfado y la obstinación la hicieron quedarse sentada, como si


estuviera pegada al asiento. Rafael salió del coche, dio la vuelta y le
abrió la puerta; después, sin decir una palabra, la sacó del vehículo cerró
la puerta, y la cogió en brazos como si fuera una chiquilla

–¡Bájame! –Sara le golpeaba con los puños–. ¡Eres un bruto un salvaje!


¡Bájame, maldito!

Dentro del ascensor, ella reinició la lucha, y gimió dolorida cuando él le


retuvo una mano con fuerza.

–¡Auch... duele!

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–Ni la mitad de lo que vas a sentir dentro de nada –dijo Rafael
amenazador, por lo que la joven reanudó sus esfuerzos para liberarse,
con tal frenesí, que acabó gimiendo, casi sin aliento,

A la entrada del apartamento, Rafael sacó la llave y metió en la


cerradura; después, inmediatamente, empujó la puerta con el pie y se
abrió rápidamente.

–¡Dios mío, qué mujer tan pendenciera!

Sara sintió que sus pies tocaban el suelo, y luchó para liberarse de los
poderosos brazos.

–¿Y qué esperabas, una estúpida? –los ojos verdes centelleaban; le


escuchó respirar aceleradamente, y aquello la produjo miedo

–Cómo te atreves a cogerme así, como si fuera una... una. –no encontró
la palabra adecuada.

–Tengo una deuda que cobrar –la joven se estremeció de pies a cabeza.

–Y yo soy esa deuda –dijo furiosa–. ¡Un objeto innecesario adquirido para
un propósito específico!

–Protestas demasiado, estoy tentado a pensar que nunca has tenido un


amante –replicó él meditabundo.

–¡Qué mala suerte sería para ti!

Rafael arqueó una ceja burlonamente.

–¿A quién le interesa una ingenua inexperta, no es cierto?

–¿Y lo eres?

Ante aquella insinuación, Sara abrió los ojos desmesuradamente y para


su desgracia, sintió que los labios le temblaban.

–Respóndeme.

–¿Y cuál es la diferencia? –musitó, sin atreverse a mirarle.

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–Me incitas a que me porte así contigo, ¿y después me haces esa
pregunta? –le cogió el mentón para obligarla a mirarle–. ¿No tienes ni
idea de lo que puedes provocar con esa beligerancia desenfrenada,
criatura?

–No soy una...

–¿Niña? Yo creo que sí –declaró él bruscamente.

–Ojalá lo fuera –gimió ella llena de amargura.

–¿Para poder dormir sola?

–Dudo que fueras capaz de contarme un cuento antes de dormirme –


replicó Sara.

–Creo que ya eres mayorcita para esas cosas.

–¿Qué te parecería el de Caperucita Roja?

–No tendrías ninguna duda de quién es el lobo, ¿verdad?

–Quiero beber algo –dijo ella con voz cansada–, si no te importa.

–Claro que no –él parecía incluso divertido–. ¿Qué quieres?

–Cualquier cosa –confesó Sara indiferentemente.

–Mientras cause el efecto deseado, ¿no es cierto?

–Me gustaría pasar las próximas diez horas borracha –declaró ella,
mientras miraba su amplia espalda llena de resentimiento.

–Pobre chiquilla –se burló, y ella le lanzó una mirada que habría hecho
mella en cualquier otro hombre, pero no en él–. Bebe esto –le ordenó
suavemente momentos más tarde–. Te calmará los nervios.

Le vendría bien. Tenía los nervios crispados, y el simple hecho de mirar a


Rafael, le producía un doloroso vacío en el estómago.

–No estoy nerviosa–aseguró desafiante, mientras cogía la mano Siéntate,


Sara –le indicó secamente–. No vas a marcharte a ninguna parte.

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–Te encargarás de eso, ¿no es cierto? –no intentó ocultar su amargura de
su voz. Sintió deseos de llorar al contemplar aquellas morenas y
enigmáticas facciones.

–No te quepa la menor duda –declaró él, y se aproximó a la joven de


forma peligrosa. Le quitó la copa de la mano, y a pesar de que ella
retrocedió, la cogió en sus brazos.

Sara hubiera querido gritar que lo lamentaba, que retiraba todo lo que
había dicho, pero ninguna súplica habría sido escuchada. Rafael la
besaba posesivamente.

Oh, Dios, pensó ella, nada podría ser peor que esto. En un momento de
desesperación, dejó de resistirse. No podía hacer otra cosa con aquel
hombre.

La ansiedad masculina cedió, y Rafael la atrajo hacia él suavemente.

La joven experimentó una sensación extraña. Rafael era un amante


bueno, y sabía hacerla perder el sentido.

Los labios de Rafael la recorrían sin barreras, al tiempo que la desnudaba.


Sara cerró los ojos, perdida en esa especie de sueño que le invadía hasta
el alma.

En tal estado de enajenación, no se percató de que el cuerpo de Rafael


estaba junto al suyo, hasta que fue demasiado tarde. Un segundo
después, le golpeaba con los puños mientras movía la cabeza de un
lado a otro, tratando de evadir los labios que volvieron a capturar los
suyos, con una desenfrenada pasión.

La sangre corría por sus venas apresuradamente. Rafael la transportó al


climax del éxtasis sensual.

Sin oponerse, se dejó arrastrar por el sueño mientras las horas nocturnas
transcurrían. Una especie de letargo le impedía siquiera moverse.

Sin embargo, algo o alguien le hizo reaccionar por medio de una caricia.

–¡Oh!

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–Por fin te despiertas –dijo él lentamente, y los oscuros ojos parecían
ausentes mientras la observaba.

–¿Es muy tarde? –fingió un tono de voz normal, pero sentía un profundo
rubor en las mejillas.

–¿Tienes prisa por levantarte, Sara? –preguntó con un tono de broma Una
suave sonrisa curvó sus labios, mientras el rubor se acentuaba en la joven.

–¿Y el desayuno? –se aventuró a preguntar ella rápidamente, para lograr


enfrentarse a aquellos ojos burlones.

–No tengo hambre de comida.

Sara miró desesperada a su alrededor, y no logró ver nada para cubrir su


desnudez. ¿Dónde estaba su ropa? En seguida recordó que había
dejado su maleta en el recibidor la noche anterior.

–Me gustaría darme una ducha –dijo entonces, sin poder ignorar el brazo
que había junto a ella, al mismo tiempo que Rafael se inclinaba.

–Más tarde –él le besó en un hombro y el cuello con tal sensualidad, que
la chica trató de huir.

–¡Rafael... por favor! –se puso nerviosa.

–Shh, querida –sugirió él con voz ronca–. Siento una necesidad imperiosa
de poseerte.

–Ya es de día –protestó ella, intimidada por los oscuros ojos, y le vio
sonreír.

–No hay horario para hacer el amor, querida mía. Además, quiero sentir
el placer de tu respuesta.

La mirada de Sara se nubló, al mismo tiempo que se cubría el pecho con


las sábanas, como si su vida dependiera de ello.

–Por favor... me gustaría levantarme. Hazlo entonces –dijo él sin ninguna


gana.

–¿Pero cómo? –preguntó ella con un hilo de voz.

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–He contemplado cada centímetro de tu cuerpo –le recordó
suavemente–. No tienes por qué sentirte avergonzada.

–Al menos, podrías darte la vuelta –pidió ella con voz insegura.

Pequeña tonta –bromeó, y después se inclinó a recoger algo había en el


suelo, y se lo entregó–. Si quieres, ponte mi camisa.

Y cuidadosamente Sara se la puso. Luego se levantó de la cama, y salió


de la habitación casi corriendo, consciente de que la mirada que la
seguía Su maleta estaba junto a una silla, en el recibidor, y lo más aprisa
que pudo, sacó su ropa interior y un vestido de seda blanco.
Seguidamente, se dirigió al baño.

Sara miró el espejo de soslayo, y sonrió. La parte trasera de la camisa de


Rafael, le llegaba hasta las corvas. Le quedaba enorme Pensó que
estaba muy ridícula con aquello puesto.

El agua de la ducha brotó como una cascada y, sin más miramientos,


Sara se recogió el cabello en un moño y se metió bajo el reanimarte
chorro.

Se frotó el cuerpo enérgicamente, y absorta, se entregó a la tarea. No


escuchó el leve sonido de la puerta al abrirse, y no fue sino hasta que se
produjo otro ruido, cuando levantó la mirada.

–¡Tú! –exclamó escandalizada–. ¿Qué haces aquí?

–Es mi turno –repuso Rafael tranquilamente, a la vez que corría una de las
puertas de la ducha para entrar.

–Si no te importa –dijo ella entre dientes–, ¡aún no he terminado! –le tenía
demasiado cerca, y retrocedió.

–Frótame la espalda cariño –la orden la fastidió mucho,

–¡No lo haré! –declaró furiosa, y él sonrió. Sin pensarlo, Sara le golpeó con
los puños.

–Vaya, vaya –expresó Rafael parsimoniosamente, mientras le cogía los


puños con gran facilidad–. ¡Eres una energúmena!

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–¡Suéltame! –se estremecía enfurecida mientras trataba deliberarse. Le
sostuvo la mirada, pero cuando se percató de la parte de su cuerpo que
atraía la atención de él, instintivamente, se cubrió el pecho, al mismo
tiempo que gritaba–. ¡No! –pero Rafael ya la había atrapado para
besarla. Su resistencia resultó inútil.

Al cabo de unos instantes, fue la propia Sara quien se colgó del cuello
masculino y se arqueó contra Rafael, como si hubiera perdido el sentido.
Un fuego abrasador le recorría el cuerpo y le hacía perder toda noción,
excepto el deseo de entrega.

El chorro de agua que había estado cayendo, cesó, y ella se quedó


como hipnotizada. Rafael cogió una toalla, y comenzó a secarla
lentamente.

Los labios masculinos se curvaron en una sonrisa sensual al percibir el


arrebato femenino, y, un segundo después, Rafael inclinaba la cabeza,
en busca del delicado cuello de la joven.

Sara contuvo el aliento al experimentar de nuevo placer, a la vez que los


labios de él seguían descendiendo por su cuerpo. La joven lanzó un
prolongado gemido en el momento en que Rafael le acarició la curva
de los senos. Al ver que aquello se prolongaba, le suplicó que siguiera
adelante, pero como él no le hizo caso, Sara le detuvo.

–¡Maldito! –gemía en medio de estremecimientos de fascinación Bastó


ver la mirada masculina para darse cuenta de la pasión que había en
ella.

–Abrázame.

–¿Rafael? –inquirió ella sin comprender.

–Haz lo que te digo.

Ella obedeció y Rafael la premió con un beso fugaz: después la llevó en


brazos hasta la habitación, y cuando Sara vio la enorme cama, ocultó la
cabeza en el poderoso pecho masculino, lo cual provocó una sonrisa en
él.

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Una vez que la depositó sobre la cama, Rafael comenzó a acariciar, con
suaves y sinuosos movimientos, cada centímetro de la delicada piel
femenina.

Sara fue transportada a un verdadero climax de placer, lo que provocó


que, en más de una ocasión, pronunciara el nombre masculino.

Después de un rato, Sara se quedó inmóvil y silenciosa, demasiado débil


para intentar moverse. Se sentía avergonzada por lo que acababa de
ocurrir. ¿Cómo era posible que respondiera apasionadamente a las
caricias del hombre que odiaba? ¡Con la intención de no ser más que un
témpano de hielo en sus brazos, se había convertido en un ardiente
volcán!

–Si permaneces así mucho tiempo, estaré tentado a iniciar una sesión
más de amor.

–En ningún momento tienes en cuenta a los demás, ¿verdad? –Preguntó,


ella desolada–. Haces lo que quieres, sin importarte nada más.

–¿Es lo que piensas? –la voz masculina se endureció de forma


Perceptible.

–¿Estás dispuesto a utilizarme en todo momento? –inquirió la chica con


desdén

Durante un instante, Sara temió que fuera a golpearla, pero en seguida,


vio que la boca masculina se curvaba en una sonrisa irónica.

–Cuando y donde me plazca.

–¿Y no te importa que te odie?

–Ah, querida, me fascina tu manera de odiar –dijo irónicamente, y en


respuesta, con una rapidez que a ella misma le sorprendió, Sara le golpeó
la barbilla.

–¡Bruta! –Gruñó él, y le apretó la muñeca con fuerza–. Crees que has sido
maltratada, ¿eh? Quizá deba demostrarte lo considerado que he sido
hasta ahora –los ojos oscuros centelleaban, mientras se inclinaba hacia
ella para besarla brutalmente. Y después, sin ningún preámbulo, procedió
a poseerla sin contemplaciones.

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Después, Rafael se separó de ella con un brusco movimiento y se levantó
de la cama. Estaba de pie, en el centro de la habitación cuando le dijo:

–Ahora ya conoces la diferencia.

Sara sólo deseaba correr a ocultarse, se sentía como un animal al que


habían herido. Durante un instante, estuvo a punto de hacerlo; sin
embargo, conservó el sentido común. Daba igual a dónde huyera,
Rafael la buscaría. Era ese tipo de hombre. Sara golpeó la almohada con
los puños en un arrebato de impotencia. ¡Maldito! ¡Medito, maldito!... ¡Era
un bruto, no parecía tener sentimientos!

–¿Vas a quedarte ahí todo el día cavilando?

La joven volvió la cabeza ante la enronquecida voz, y se apartó del


rostro un mechón de pelo. El simple hecho de mirarle le produjo un
cosquilleo en diversas partes del cuerpo. El nerviosismo que la provocaba
aquel hombre, era incontenible. Sentía una atracción Puramente animal,
reconoció ella con pesar, y en ese instante se dio cuenta, de que no
sabía a quién odiaba más, si a Rafael, por las reacciones que provocaba
en ella, o a su propio cuerpo, que la había traicionado.

–Me gustaría matarte –dijo con voz clara y firme.

–Eres como una gata agresiva –observó Rafael brevemente, posó su


brillante mirada en ella durante un instante. Después se dirigió al armario
para sacar unos pantalones y una camisa.

–Me gustaría serlo –declaró Sara con tono sombrío–. ¡Te dejaría marcado
para toda la vida!

–Ya lo has hecho, querida. –y al darle la espalda, Sara vio, estupefacta,


varios arañazos en diferentes partes del cuerpo. Sara no tuvo ninguna
duda de quién se los había hecho. Sintió un gran malestar al reconocer
su culpabilidad.

–¿Te sientes mejor ahora? –le preguntó él al contemplar su rostro


ruborizado.

–¡Me parece intolerable! –dijo estremecida.

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–La mayoría de las mujeres darían cualquier cosa por poder
abandonarse al acto sexual.

–Tan sólo es placer físico, nada más.

–¿Y no la unión de dos espíritus fundiéndose en uno, en perfecta


armonía?

Las palabras de Rafael le produjeron un escalofrío.

–Amaneces muy lúcido por lo que veo.

–Prepararé un café –fue lo que él respondió, mientras se abotonaba la


camisa y se abrochaba los pantalones.

Sara se dio un relajante baño, después se secó y se vistió sin ninguna


prisa. Eligió un vestido que tenía una abertura a un lado de la falda, y le
llegaba hasta la mitad del muslo. Su rostro estaba radiante, y mantenía
un bronceado uniforme. Después de cepillarse el pelo enérgicamente, se
sintió más aliviada.

–¿Quieres zumo de naranja?

–Y café –aceptó ella mientras se acercaba a la mesa y se sentaba en


una silla.

–¿No quieres huevos o pan tostado?

–No tengo hambre –y saboreó el refrescante zumo recién Oprimido.

–Deberías comer algo.

–¿Por qué? Cuando uno se levanta, debe comer algo sólido.

–No hagas el papelito de esposo conmigo, Rafael; no me siento de


humor.

¿Y para qué estás de humor, querida? –sonrió burlonamente. –Para salir


de aquí.

–Y también para huir de mí, ¿no?

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–Has sido tú quien lo ha insinuado –respondió trivialmente, mientras
sonreía.

–Pobre Sara –siguió él bromeando–. ¿Resulto tan odioso?

–Sí –repuso tristemente, y le miró, advirtiendo una cruel e implacable en


sus severas facciones.

–Me consideras un salvaje sin principios, muy lejano del adorado que soy
para mi hija, ¿verdad?

–Ana recibe mucho amor.

–Y, tú no, ¿verdad?

Sara no supo qué contestar. El pensar en ser amada por un hora por un
hombre como él, le alteraba los sentidos. Tragó saliva y respondió:

–Selina se preocupa por mí –y le vio sonreír cínicamente

–Ah, claro. Y también tu preocupación por ella es incuestionable.

–De no serlo, no estaría aquí.

–Vámonos –dijo él lentamente, después de terminar el contenido de la


taza y ponerse de pie.

–Recogeré la mesa y fregaré los platos –dijo ella con voz cansada, y
también se levantó. Empezó a juntar los platos sucios, pero Rafael le
advirtió:

–Déjalos. Pilar se encargará de ellos.

–¿Pilar? –la joven frunció el ceño.

–El apartamento tiene servicio, Sara –le informó él. La joven se encogió
de hombros.

–En ese caso, iré por mi bolso.

Aunque Rafael trataba de ser amable con la joven, Sara no se sentía feliz.
Se sentía demasiado sensibilizada, hasta el punto, de que cualquier cosa
la afectaba desmedidamente.

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Al caer la tarde, sobrevino la oscuridad, y con ello, la noche. Rafael no
aceptó ninguna reacción negativa ante sus impulsos amorosos, y Sara,
aunque luchó fieramente, lo único que consiguió fue despertar aún más
los instintos de su marido. La chica terminó llorando amargamente,
pensando que el destino había sido injusto, al haberla atado a un
hombre como él.

El domingo se levantaron tarde y, después de un tranquilo desayuno


Rafael le advirtió que cogiera el traje de baño y una toalla.

–A dónde vamos?–preguntó Sara.

–¿Te importa?

–Sólo era curiosidad –dijo, turbada por la respuesta.

–Pensé que podríamos ir a Toowoomba a pasar el día –declaró el ,


podemos comer en algún sitio del camino, o comprar lo que sea
necesario y comer en el campo –su sonrisa era sincera y dulcificaba las
duras facciones–. Tengo la ilusión de sentarme sobre la hierba y compartir
contigo una botella de vino y una comida campestre. Luego, podemos
dar un paseo. ¿Te agrada la idea?

Le encantó, y asintió con una tímida sonrisa; luego preguntó:

–¿Y dónde nos bañaremos?

–En una piscina –respondió él burlándose–. No me agrada la idea de


tener que competir para llamar tu atención.

–¿A qué te refieres? –preguntó perpleja.

–A que en bikini resultas demasiado atractiva, cariño –y le cogió la


barbilla mientras sonreía–. Aún me acuerdo de cómo estabas el día que
te vi en compañía de ese amigo tuyo. Ibas medio desnuda –terminó
secamente.

–El bikini que llevaba era prestado–Sara sonrió maliciosamente–.El mío es


mucho menos atrevido –le aseguró, y el corazón le dio un vuelco al verle
inclinarse hacia ella.

–Me tranquiliza el escucharte –musitó, y la besó los labios cálidamente.

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Toowoomba se encontraba a pocos kilómetros al oeste de Brisbane, en
una planicie alta. Rafael resultó ser un estupendo guía, y mientras el día
iba transcurriendo, la joven se iba sintiendo cada vez más relajada en su
compañía.

Cuando al fin regresaron a la hermosa casa de Rafael, fueran objeto de


un entusiasta recibimiento por parte de Ana, a quien se le concedió una
hora más antes de irse a dormir.

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Capítulo 6

D urante los siguientes días, Sara concentró casi toda su atención en

intentar lograr una fuerte amistad con la hija de Rafael. Esta tarea resultó
bastante fácil, ya que Ana era encantadora. Era admirable en ella, que
hubiera aceptado con tanta tranquilidad las segundas nupcias de su
padre. Por otro lado, Silvia, la abuela, resultó también muy agradable,
aunque en ocasiones, algo reservada. Dedicaba interminables horas a
hacer colectas, por lo que Sara la veía rara vez, fuera de las horas de
comida.

El jueves, durante el desayuno, Rafael le dijo a Sara que cenarían fuera


esa noche. La joven se fue a la boutique donde trabajaba Selina, para
que le ayudara a elegir algún vestido adecuado.

A las siete, estaba lista.

–Estás encantadora.

–Gracias –dio una pequeña vuelta e inclinó la cabeza en señal de


agradecimiento–. Selina me ha ayudado a escogerlo –se trataba de un
vestido de gasa, color crema, que llevaba un amplio escote por delante.
La falda era plisada, y como complemento, llevaba una elegante
chaqueta haciendo juego. La única joya que llevaba Sara, era un
pequeño diamante en forma de gota, colgado de una cadena de oro.
Un elegante bolso de noche y unas sandalias de tacón, completaban su
atuendo.

–Si estás lista, vámonos –indicó Rafael, al mismo tiempo que se subía el
puño de la impecable chaqueta oscura, para mirar la hora Él parecía ser
el símbolo de la elegancia masculina, su silueta musculosa ataviada con
un elegante traje de noche, no escondía lo más mínimo, la innegable

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virilidad que poseía, y, de repente deseó que la velada hubiera
terminado. Nunca antes, le había molestado asistir a cenas de caridad,
pero aquella noche, sentía una extraña apatía.

–Le prometí a Ana que iría a verla para que pudiera ver mi vestido nuevo
–dijo con voz suave, y él sonrió.

–Pareces bastante unida a mi hija.

–Es una chiquilla muy cariñosa. Resultaría difícil no sentir cariño por ella.

–Algo muy distinto al padre, ¿verdad?

–Tú lo has dicho –respondió Sara sarcásticamente, y él rió.

–Vamos, querida. No estoy de humor para una pelea.

–Es extraño... por lo general disfrutas mucho con ellas.

–Ten cuidado, Sara –dijo Rafael entre dientes–. La mecha que enciende
mi enfado es inagotable.

–Tiemblo ante tus palabras, querido –y le miró irónicamente mientras iba


hacia la puerta. La sonrisa cínica de Rafael no le ayudó a serenarse, y
caminó silenciosamente junto a él, hacia la habitación de Ana, que
estaba en el otro extremo del pasillo.

–Oh, Sara –exclamó la pequeña como extasiada–, ¡estás guapísima!– y la


carita que mantenía una amplia sonrisa se volvió hacia Rafael–. ¿No es
cierto, papá?

–Por supuesto –asintió él indulgentemente, y, como para demostrarlo,


rodeó los hombros de la joven con un brazo y la atrajo a su costado,
después le besó las sienes con un gesto cariñoso.

Sara soportó las caricias con rabia por dentro. ¿Cómo la podía utilizar
para una farsa como esa? Le sonrió con simulada dulzura y se separó de
él para sentarse en el borde de la cama de Ana. ¿Te gustaría que te
contara un cuento, o ya te lo ha contado Clara? Pregunto a la chiquilla.

–Sí –.respondió Ana inmediatamente Clara me ha contado uno, pero me


encantaría que tú me contaras otro –y cruzó las manos sobre el pecho–

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¿Te importa, papá? ¿Por qué habría de importarme? –respondió Rafael,
con una sonrisa de resignación.

La felicidad de la niña, emocionó a Sara. No era la primera vez que veía


que existía una perfecta armonía entre la criatura y su adorado padre, a
quien ella consideraba cruel y despiadado.

–Cuéntame algo gracioso que hayan hecho tus alumnos –pidió–Ana; con
una sonrisa, Sara procedió a relatarle un incidente que había ocurrido.

–¿De verdad sucedió eso, Sara? ¿No te lo estás inventando?

–Juro que es verdad –respondió la joven, al mismo tiempo que levantaba


la mano derecha solemnemente.

Rafael las observaba paciente, con expresión divertida; después con una
sonrisa de pesar, se aproximó a la cama y arropó a la niña,

–Ya es hora de que Sara y yo nos vayamos, pequeña –se inclinó para
besarle en una mejilla–. Mañana iremos a Nooroobunda, Estoy seguro
que te encantará venir, ¿verdad?

–Oh, te adoro –los ojos de Ana irradiaban felicidad; después miró a Sara y
le sonrió con cierta timidez–. A ti también Sara. Ahora somos una
verdadera familia –suspiró, y agregó en seguida con la espontaneidad
de los niños–: Ya tengo sueño; buenas noches, papá. Buenas noches,
Sara. Que os divirtáis.

En el coche, Sara permaneció en un silencio contemplativo, sin


percatarse siquiera de hacia dónde se dirigían, hasta que Rafael detuvo
el Porsche frente a uno de los más distinguidos restaurantes de Surfer's
Paradise.

–¡Cielos! –musitó ella, sin desear hacerlo en voz alta, pero Rafael ya se
había vuelto a mirarla con una sonrisa burlona.

–No me digas que te inquieta venir a este lugar.

–No he asistido a ningún acontecimiento social desde que falleció mi


padre –le miró seriamente–. Y ya sabes que hubo mucha publicidad
sobre el incidente. ¿Puedes culparme si me siento reacia?

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–Dudo que alguna persona de las asistentes diga algo referente a
aquello.

–¿Lo dices para que me sienta mejor? –preguntó, mienta abría la puerta
del coche. Después Rafael cerró el coche y juntos se dirigieron a la
entrada principal.

–Eres mi esposa, Sara. Y serás respetada como tal.

–Nada evitará que los curiosos hagan conjeturas respecto a la verdadera


razón de nuestra boda –repuso ella escépticamente.

–Entonces habrá que convencerles de lo contrario –repuso Rafael


cínicamente.

–¿Cómo te propones hacerlo?

–Aparentando que sólo tenemos ojos el uno para el otro –había


sarcasmo en su suave voz, y Sara tuvo que contenerse para no golpearle.

–Será difícil –declaró ella, sólo para escuchar la divertida respuesta de él.

–Lo único que tienes que hacer es sonreír. Déjame a mí el resto.

–Eso es lo que me preocupa –replicó Sara con exagerada dulzura. No


pudo añadir nada más, ya que en ese momento, cruzaban el umbral del
distinguido restaurante.

–¡Rafael... querido!

Ante el sonido de una voz femenina, Sara se dio la vuelta, y tuvo que
reconocer que la mujer que se dirigía hacia ellos era muy atractiva. Iba
elegantemente vestida. Sin duda, su vestido azul de seda, debía ser
creación de un modista famoso.

–Renée –dijo Rafael con tono formal, y Sara tuvo la extraña sensación de
que la presencia de la recién llegada no le había gustado–. Renée
Laquet... mi esposa Sara –él enfatizó las dos primeras palabras, al mismo
tiempo que elevaba la mano femenina para besarla lentamente. Había
tal expresión de intimidad en los ojos oscuros, que Sara se sintió un poco
cohibida.

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Rafael –dijo Renée casi con un puchero–, estás gastándome una broma –
le miraba con una avidez casi enfermiza, y Sara contuvo la respiración en
espera de la respuesta masculina.

–Sara y yo nos hemos casado hace seis días –anunció él suavemente y


repentinamente, apareció una mirada encolerizada en la otra joven,
pero en seguida fue disfrazada con un brillo burlón.

–Tendrás que disculparme, Rafael –dijo con soltura–, debió pasárseme


leer la noticia.

–No, Lo celebramos en la intimidad –le informó él, y Renée lanzó una


mirada de menosprecio.

–¿Por qué, querido? –Preguntó, mientras la recorría de pies a cabeza con


la mirada–. Ella es preciosa.

–Hermosa –corrigió él con su supuesta indolencia, y dirigió a Sara una


mirada tan cálida que ella sintió un escalofrío–. ¿Nos disculpas, Renée? –
la actitud de él no dejaba duda, y la otra mujer no tuvo otra opción que
apartarse.

–Vaya, vaya –musitó Sara sin que pudiera ser escuchada más que por él–
Debiste informar a tus antiguas amiguitas de nuestro matrimonio. ¡Ésa, en
particular, ha quedado desolada!

–No tengo que rendir cuentas a ninguna mujer, Sara –dijo a secamente–.
Y a Renée, menos que a ninguna.

–¿No? ¡Pues ella no parece estar de acuerdo contigo!

–En mis negocios, tengo un gran número de conocimientos, muchos de


los cuales son mujeres. Deberías recordarlo siempre.

–Cielo santo –exclamó Sara con voz enronquecida y abriendo los ojos
con exageración y burla–. No necesito que me des ninguna explicación,
querido –le vio entrecerrar los ojos para mirarla–. Des pues de todo, te has
casado conmigo, ¿no es cierto?

–Ten cuidado, querida –le advirtió–. Estás entrando en terreno peligroso.

–Pero si tú eres mi salvador, Rafael. Tengo toda mi confiara puesta en ti.

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–Eres perversa, Sara –la mirada oscura parecía divertida–. El camarero
está a punto de conducirnos a nuestra mesa –agregó en seguida–. Quizá
sea el momento de mostrar tu sonrisa más cautiva dora para beneficio
de los presentes, ¿no crees?

–Desde luego, querido. Lo que tú digas.

Las mesas se habían preparado para albergar a diez invitados en cada


una y no transcurrió mucho tiempo antes de que estuvieran llenas. Sara
representó su papel maravillosamente bien. Se percató en todo
momento del detallado análisis de que eran objeto por parte Renée.
Después de la entrada, que fue un cóctel de mariscos, Sara bebió un
excelente vino blanco mientras aguardaba el consomé– durante un
instante, dejó vagar su mirada por el salón.

Vio varios rostros conocidos, cuya presencia indicaba que la cena era un
acontecimiento de gran prestigio; también se percató de algunas
miradas interrogantes al verla sentada en compañía de Rafael Savalje.
Sin duda, antes de que terminara la cena, todos estarían informados de
su nuevo estado civil.

La música, interpretada por un conjunto de cinco músicos,


proporcionaba un agradable sonido de fondo y, en un alocado impulso,
tocó la manga de Rafael.

–¿Bailas conmigo, querido?

En respuesta, él le sonrió con un gesto de burla apenas perceptible, y


dejó la copa para ponerse de pie. Cuando llegaron a la pista de baile,
Sara dudó de su arranque, porque, perdida en aquellos poderosos
brazos, la invadió una profunda inquietud que no lograba controlar.

La música era lenta y evocadora y la compañía adecuada. Rafael la


conducía lentamente entre las otras parejas, y su cuerpo parecía fundido
con el de él, lo que la hacía ser consciente de cada músculo de su
marido. En un impulso, subió los brazos y le rodeó el cuello, y lanzó un
suspiro casi silencioso cuando él la atrajo aún más.

–¿Deseas volver a casa?

Ante aquellas palabras, Sara alzó el rostro y se topó con una expresión
apasionada en los oscuros ojos, lo que le produjo un estremecimiento.

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–Rafael –preguntó suavemente, animada por la presencia de tanta
gente–. ¿Qué pensarán todos?

–Lo normal –declaró él secamente–. ¿Acaso te importa?

–En realidad, no –un arranque impertinente la hizo decir– Me imagino que


a Renée no le agradará que nos marchemos.

–Gatita –dijo él con una mueca–. Recuérdame que debo vengarme de


ese comentario.

–¿Cómo has podido ser tan cruel? –Prosiguió ella con aparente dulzura–.
La pobre mujer está desolada por tu rechazo.

–¡Bruja! Me pregunto si serías tan valiente si estuviéramos a solas.

–Dudo que pueda sorprenderme algo de lo que hagas.

Rafael entrecerró los ojos ante la amargura de la voz femenina, Después


le besó las sienes y luego deslizó la boca hasta las comisuras

La cara de Sara mostraba enfado, y le vio sonreír .

–No estás siendo muy convincente, amada mía –se mofó, y ella estuvo a
punto de insultarle.

–Te odio –musitó por fin, y en seguida la boca de él ya sobre la suya con
un ademán de posesión; en ese momento, le odió con todas sus fuerzas.

–¡Eres perverso! –Musitó la joven cuando logró recuperar el aliento–.


¡Cómo te atreves a humillarme así!

–No ha sido mi intención humillarte.

–¿Por qué lo has hecho entonces?

–Sara –le advirtió con peligrosa suavidad–. No me incites demasiado,


¿quieres?

–Llévame a la mesa –replicó ella apesadumbrada–. Quizá Renée aprecie


tus tácticas de cavernícola, porque yo no.

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–Podría pegarte hasta que cada hueso de tu cuerpo resonara –le
amenazó, y ella sollozó.

–No sería la primera vez –y se esforzó por liberarse, pero descubrió que
estaba inmovilizada por sus fuertes brazos.

–Estate quieta, pequeña –le dijo implacablemente–. Sólo lograrás


hacerte daño.

–¿Y qué me importan unos moretones más? –replicó con impotencia, y


escuchó un profundo suspiro.

–Si no te estás quieta, te besaré como nunca lo he hecho, y entonces


seremos el blanco de todas las miradas.

Había un tono amenazador en la advertencia y ella se dio por vencida.


Sin hablar, permitió que él la condujera de regreso a la mesa, y una vez
sentada, cogió la copa con la esperanza de que el vino la ayudara a
recobrarse.

Apenas probó la sopa. Rafael se comportaba muy amablemente con


ella, y para cualquiera, estaba representando a la perfección el papel
de marido enamorado.

–¿Os importa si tomo el café con vosotros?

Sara levantó la mirada ante la voz femenina, y vio a Renée sentarse en


una silla vacía frente a ella, antes de que pudieran responderla

–Estás siendo muy posesivo, Rafael –declaró Renée con una ligera
mueca, al mismo tiempo que sacaba los cigarrillos de su bolsillo y se
colocaba uno entre los labios–. ¿Tienes mechero, querido? , parece que
he extraviado el mío.

Rafael metió la mano en el bolsillo y sacó un mechero .Ella observó cómo


la llama encendía el largo cigarrillo.

–He visto algunas propiedades –empezó a decir Renée con voz suave,
después exhaló una espiral de humo, pero su atención solo estaba
centrada en Rafael–. Me agradaría conocer tu opinión. ¿Qué te parece
mañana?

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–Llama a mi oficina por la mañana y ordenaré a uno de mis empleados
que vaya al lugar –convino él.

–Preferiría que lo atendieras personalmente, querido –insistió la mujer–.


Después de todo, nos conocemos desde hace mucho tiempo.

–Por desgracia, estaré ocupado la mayor parte del día–se negó él–, Jake
Edwards es un empleado muy eficiente.

–Podríamos vernos por la tarde –Renée era persistente, y Sara admiró su


tenacidad–. Incluso cenar juntos –prosiguió la otra con voz melosa–. Sería
como en los viejos tiempos –esbozó una brillante sonrisa, y Sara contuvo
el aliento esperando la respuesta de Rafael.

–Voy a llevar a Sara y a Ana a Nooroobunda el fin de semana –le informó


inflexiblemente–. Tendremos que coger el avión sobre las cinco para
aterrizar antes del anochecer.

–Ya veo –los ojos de Renée centelleaban por la cólera, y Sara sintió un
miedo instintivo ante la antipatía de la otra mujer–. Aguardaré
impaciente a la próxima semana, cuando estés libre. Te llamaré por
teléfono –se puso de pie con un rápido movimiento y, después de una
sonrisa fingida, regresó a su sitio, que estaba al otro lado del salón.

–Eres todo un conquistador –dijo Sara con énfasis y una seca sonrisa, al
mismo tiempo que trataba de convencerse de que no le aportaba.

–¿Estás celosa, Sara?

–¡No claro que no! –miró los ojos oscuros, penetrantes, y se las ingenió
para encogerse de hombros indiferentemente. ¿Te creo, mujer –afirmó él
con voz suave–. ¿Un poco más de vino?

–¿Por qué no? –Vio cómo Rafael le llenaba la copa, y luego dijo con
mofa– Por Renée y todas las que la antecedieron.

–Creo que ya está bien –le dijo Rafael.

–Oh, no, querido –se opuso ella–. Si sólo es mi tercera copa

–Y la última –declaró él bruscamente–. Tal vez sería mejor que bailáramos


un poco, antes de que te acabes ésa.

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–¡Qué solícito! –dijo enfáticamente–. ¡Qué afortunada soy al tenerte por
marido!

Rafael se puso de pie y cogió una mano para hacerla levantar después,
la sostuvo con firmeza entre las demás parejas de la pista pero en el
rostro masculino había una expresión de dureza.

–Hum, resulta delicioso estar en tus brazos –musitó Sara aproximándose


más a él–.Eres un machista, más de lo que tú crees

–Y tú, coqueta. Te estás buscando problemas, si sigues por ese camino.

–¿Problemas? ¿Yo? –Simuló perplejidad y después esbozó una amplia


sonrisa–. ¿Por qué, querido, qué quieres decir?

–Recuérdame darte una tunda cuando lleguemos a casa –dijo


irónicamente, a lo que ella parpadeó y se colocó una mano en e
corazón.

–Rafael, ¿cómo puedes decir eso? ¿Debo suponer que golpearas a una
pobre mujer indefensa?

–Mucho más que eso, querida, y te prometo, además, que no podrás


sentarte bien durante semanas.

–Por Dios –replicó ella con voz escandalizada–. ¡Pensé que eras un
verdadero caballero!

–Créeme, estoy controlándome mucho,

–Admiro el temperamento apasionado en los hombres –declaró Sara


osadamente, y le escuchó reírse–. También el buen humor–agregó
maliciosamente–. Es una cualidad admirable.

–Dentro de un minuto, te cogeré en brazos para llevarte al coche –dijo él


exasperado, a lo que ella sonrió.

–¡Qué... primitivo por tu parte, Rafael! –los ojos verdes brillaban


maliciosamente–. ¿Es una amenaza o una promesa?

–Deja ya de jugar –le advirtió él suavemente–, o podrías recibir más de lo


que estás pidiendo.

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–Resulta evidente que Renée te considera algo extraordinario–insistió la
joven burlonamente.

Durante un segundo pensó que él iba a explotar; no obstante sin decir ni


una sola palabra, Rafael la llevó de regreso a la mesa, cogió el bolso de
ella, y se despidió correctamente de todos los presentes antes de
conducirla fuera del restaurante.

–¡Rafael, no he terminado mi bebida! –protestó ella, pero se calló de


inmediato al notar la terrible mirada masculina.

Cuando llegaron al coche, Rafael abrió primero la puerta de ella y


aguardó a que se sentara para dar la vuelta y ocupar el lugar detrás del
volante.

–Lo lamento –musitó Sara, y su voz casi se perdió por el ruido producido al
encenderse el poderoso motor.

–Y más lo harás cuando haya terminado contigo.

La insinuación de Rafael era inequívoca, y ella se quedó sumida en un


temeroso silencio.

Después de cinco minutos, todo parecía indicar que él se dirigía al


apartamento, y muy pronto, Sara vio sus sospechas confirmadas cuando
el Porsche se detuvo en el aparcamiento subterráneo.

–Sal.

–Rafael...

–O sales tú, o te llevaré yo –amenazó él bruscamente.

–Por Dios Santo, ¿no estás llevando esto demasiado lejos? –había
desesperación en la voz de Sara, y vio temerosa cómo él daba la vuelta
para abrirle la puerta.

–Vas a necesitar ayuda divina antes de que termine la noche –Rafael se


inclinó para desabrocharle el cinturón de seguridad y después la hizo
ponerse de pie.

Mientras subían en el ascensor, Sara le miró de soslayo; pero se arrepintió


inmediatamente, al percatarse de su gesto de enfado.

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–Te odio –dijo ella envalentonada mientras la puerta del piso se cerraba
tras ellos.

–Ahora vas a saber lo que es bueno, Sara –replicó él riéndose.

–No –suplicó ella–, no de esta forma.

–Cualquiera pensaría que voy a violarte o algo así.

–¿Y no es ésa tu intención?

–No.

–Rafael... –Sara tragó saliva haciendo un esfuerzo.

–¿Estás suplicándome, Sara? –la miró, al mismo tiempo que la levantaba


en vilo–. Me aseguraré de que me supliques por la liberación que sólo el
poseerte puede darte.

–Es una salvajada –musitó estremecida.

–Salvaje, bruto, energúmeno –él se encogió de hombros cínicamente–.


¿Es lo único que sabes decirme?

En la alcoba, Rafael la dejó de pie en el suelo e, ignorando sus protestas,


empezó a desvestirla. Cuando le había quitado la última prenda,
comenzó a desnudarse él.

Sara pensaba que conocía todas las facetas amorosas de su marido,


pero lo que siguió fue como una tortura de los sentidos que la llevó al
límite del éxtasis. Se agitaba como enloquecida, mientras Rafael le hacía
caricias cada vez más atrevidas. Cuando por fin la poseyó, la invadió
una sensación de tal magnitud, que lloró de placer, y después, se quedó
inmóvil entre los poderosos brazos, demasiado débil para hacer otra cosa
que apoyar la cabeza en el pecho masculino, en una entrega silenciosa.

Se quedó dormida casi inmediatamente, y le pareció que sólo había


tenido los ojos cerrados un instante, cuando sintió la suave caricia de los
labios de Rafael recorriéndole el pecho.

Se volvió hacia él lentamente, empezando a sentir el fuego dé la pasión


que le despertaba con infinita ternura, hasta llevarla al clímax de la
entrega. Después, él se deslizó de la cama y, cogiéndola en brazos, la

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llevó hasta el baño, donde abrió la ducha, y se bañaron juntos bajo el
cálido y reconfortante chorro de agua. Luego se secaron y se vistieron, y
abandonaron el apartamento cuando aún no había amanecido, para
dirigirse a casa.

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Capítulo 7

N ooroobunda se encontraba a varios cientos de kilómetros al sureste de

Brisbane, cerca de la frontera de Nueva Gales del Sur. Hicieron el


trayecto hacia el este con gran comodidad y rapidez en el elegante jet
Lear, y Sara se enteró de que el negocio de reses que había adquirido
Rafael unos siete años atrás, había resultado todo un éxito bajo la
administración de Bart Curtis.

En la pequeña cabina de avión, Sara era siempre consciente de la


presencia de Rafael y, después de la noche anterior, el simple hecho de
mirarle bastaba para hacerla estremecerse. A pesar de que rehuía su
mirada, en un par de ocasiones durante el vuelo, la suave expresión
irónica hizo que se le sonrojaran las mejillas.

¡Maldito! No había ninguna posibilidad de que ella igualara su natural


superioridad. El hecho de que él se percatara del efecto que producía
en ella, la hacía sentir un resentimiento terrible, y agradeció mucho la
presencia de Ana, que sería una distracción durante los siguientes días.
No obstante, debería enfrentarse a él todas las noches.

–¡Casi hemos llegado, Sara!

La voz excitada de Ana interrumpió sus pensamientos, y sonrió atando de


fijar la atención en el punto que le señalaba.

Antes de que Sara se percatara, el avión se había detenido al final de


una enorme pista, situada en un claro del terreno.

–Papá tiene ganado y caballos –declaró Ana entusiasmada, al


abrocharse el cinturón.– ¿Sabes montar, Sara?

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–Ha pasado mucho tiempo desde que monté la última vez– confesó con
una sonrisa–. Tal vez, si hay alguna yegua mansa y más bien vieja, podría
atreverme a intentarlo.

–Hay ocasiones en que papá me deja montar con él y Bart – reveló Ana
mientras aguardaba a que su padre abriera la puerta y colocara la
escalerilla–. Aquí siempre nos vestimos de modo informal las comidas
solemos hacerlas al aire libre.

Sara siguió a Ana para descender, y procuró mantenerse alejada de


Rafael mientras él cogía las maletas. La joven se dio la vuelta, al oír un
vehículo que se acercaba, y distinguió una furgoneta en la distancia.

–Viene Bart –anunció Ana con una sonrisa afectuosa, y cogió a Sara de
la mano mientras se alejaban del avión–. ¡Oh, vamos a tener un fin de
semana estupendo! Me fascina venir aquí, igual que a papá –agregó la
pequeña–. Creo que le gustaría vivir aquí todo el tiempo.

¿Rafael en el papel de ranchero? A Sara le pareció tan improbable que


contuvo la risa.

La camioneta se detuvo entre una nube de polvo y un hombre alto, de


piernas largas, cuya edad no era posible adivinar, saltó a tierra y estrechó
con fuerza la mano de Rafael. Después de volvió hacia la chiquilla y le
dio un fuerte abrazo. – ¿Cómo estás, ángel?

–Ésta es Sara –dijo Ana inmediatamente–. ¿No es hermosa?

El hombre observó a Sara unos segundos, y declaró con una sonrisa de


bienvenida:

–Por supuesto que lo es, pequeña Sara. Si me lo preguntas, te diré que tu


padre es un hombre muy afortunado –y extendió una mano a la joven,
quien sintió que sus dedos se perdían en los del recién llegado–. Subid a
la furgoneta. Yo recogeré el equipaje. Ana subió en la parte de atrás con
parte del equipaje, y no dejó a Sara otra alternativa que sentarse
delante, en medio de los dos hombres. Rafael extendió un brazo sobre el
respaldo, y ella se percató de su suave aroma masculino, mientras Bart
conducía el vehículo rápidamente.

Después de unos cuantos kilómetros, giraron hacia la izquierda y los ojos


de Sara se agrandaron al ver una valla blanca que rodeaba extensos

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terrenos verdes. Detrás de la verja de entrada, había árboles frondosos y
una gran variedad de flores que daban un glorioso colorido a la casa.
Era de una sola planta, y estaba construida con ladrillos y con madera. El
camino de entrada, cubierto de grava, era delimitado por pequeños
arbustos y plantas de la región, y cuando la furgoneta disminuyó la
velocidad y giró para acercarse a la casa, vio una piscina. – ¿Te gusta?

Sara volvió la cabeza ante la voz varonil y se topó con los ojos de Rafael,

–Es precioso –dijo brevemente.

Ana bajó en cuanto el vehículo se detuvo, y Sara la imitó, aceptando la


mano de Rafael.

El interior de la casa era muy elegante. En el comedor, había una bonita


chimenea de piedra, y en una esquina, una gran mesa de madera,
rodeada de varias sillas.

Había mosquiteros cubriendo las ventanas y varias puertas correderas de


cristal. Mientras Rafael, que iba delante, les guiaba por un largo pasillo
central, Sara vio una espaciosa cocina muy bien equipada, cuatro
habitaciones, dos baños e incluso un cuarto de juego.

–Bart y su esposa tienen sus habitaciones junto a la piscina –le informó


Rafael, mientras regresaban al recibidor. Después prosiguió, con una
tenue sonrisa–: Joan ha preparado unas ensaladas para acompañar la
carne que Bart está a punto de hacer en la barbacoa. La comida estará
lista dentro de una media hora. ¿Quieres beber algo mientras tanto?

–Gracias –aceptó ella–. Quiero algo grande y refrescante.

–¿Podemos ir a montar mañana, papá?

–No veo por qué no –contestó él, y se acercó a un mueble bar–


¿Naranjada o limonada?

–Limonada, por favor. Oh, mirad –gritó Ana entusiasmada–.Está Algernón.

–¿Algernón? –Sara trató de disimular la risa, pero no logró retenerla al ver


un pequeño perro de raza Sydney Silkie arañando, la enorme puerta de
la casa.

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– Pero esta también Benjamín –agregó Ana, porque detrás del pequeño
había un enorme pastor alemán, cuyo tamaño hizo que Sara moviera la
cabeza incrédulamente.

–¿Son amigos?

–Entrañables –respondió Rafael secamente, mientras Ana iba a quitar el


seguro a la puerta–. Hay un par de gatos por allí.

–Y también patos, pollos y pavos –agregó la chiquilla encantada.

–Un verdadero zoológico–concluyó su padre.

–Después de ser presentados a Sara, los perros se echaron en el suelo con


la cabeza entre las patas , encantados por la atención que recibían.

Cenaron fuera de la casa, cerca de la piscina. Después, tomaron un


café, y cuando los hombres se enfrascaron en una charla de negocios,
Sara pensó que no la echarían de menos.

Se puso de pie cuidadosamente, y se dirigió al interior, donde Ana,


sentada en una cómoda silla, veía feliz un programa de televisión.

La pequeña la recibió con una sonrisa e invitó a Sara a sentarse a su


lado. Juntas vieron un divertido programa hasta las ocho y media, hora
en que la niña se puso de pie bostezando.

–Cielos, estoy cansada. Creo que me voy a ir a la cama –besó a Sara


espontáneamente–. Buenas noches, te veré por la mañana. –Hasta
mañana, pequeña –la joven abrazó a la niña y se inclinó para besarla
también–. Si quieres, iré a taparte bien. –Sí, por favor –repuso Ana
inmediatamente. Diez minutos más tarde, luchaba por no quedarse
dormida mientras escuchaba un cuento. Poco después, Sara se calló de
pronto, se puso de pie con mucho cuidado, apagó la luz, y salió
sigilosamente de la habitación.

A la mitad del pasillo se encontró a Rafael, y nada más verle sé le


crisparon los nervios.

–¿Ya se ha dormido Ana?

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–Sí –repuso sin mirarle, y después se sobresaltó cuando él le levantó el
mentón con un dedo, para no dejarla esquivar su mirada.

–Has estado tratando de evadirme, querida –dijo lentamente–. ¿Por qué?

De pronto Sara tuvo dificultad para tragar saliva, y se recorrió los labios
con la lengua con gesto nervioso.

–¿Qué te has imaginado?

–Nada –musitó Rafael y entrecerró los ojos para mirarla–. No andes con
rodeos, Sara. Si tienes algo que decirme, hazlo.

–No trato de evadirme –intentó alejarse, en vano–. Además, deberías


saberlo, tengo jaqueca, y estoy... cansada –era la verdad. Se sentía
como vacía emocionalmente, y la cabeza no era la única parte del
cuerpo que le dolía.

Él la miró pensativo, sin hablar; después, dijo suavemente:

–Vete a la cama. Te llevaré algo que te ayudará a dormir.

Sara no confió demasiado en sus palabras y, con un murmullo, se dio la


vuelta para irse.

Ya en la habitación del final del pasillo, abrió la maleta. Sacó un camisón


y su bolsa de aseo, y entró luego en el baño.

El agua cálida relajó un poco la tensión nerviosa. Salió del baño, y se


detuvo repentinamente al ver a Rafael de pie cerca de la cama.
Sostenía una copa, y la miraba.

Sara deseó salir corriendo para ocultarse, pero él la seguiría a cualquier


sitio que fuera; por tanto, entró lentamente en la habitación.

–Pareces toda ojos –musitó él, al mismo tiempo que se acercaba a ella.
Con una ternura desusada, le colocó la copa en los labios–. Bébelo
despacio, Sara.

Al primer trago, Sara jadeó por la impresión, mientras el líquido quemante


bajaba por su garganta. Transcurrieron algunos minutos antes de que
recuperara el aliento.

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
–¡Dios Santo...! ¿Qué es?

–Coñac. Es fuerte, pero excelente para calmar los nervios. Toma un poco
más... te ayudará.

–Estoy bien... de verdad –dijo la joven mientras esquivaba su mirada.

–¡Oh, Sara, eres una pequeña mentirosa! –murmuró él.

–No lo soy –replicó, sintiéndose cansada de pronto.

–¿No? –la miraba maliciosamente–. Apostaría a que tus pensamientos


están tan confusos, que te resulta difícil pensar con claridad.

–Después de lo de anoche, ¿qué esperabas? –preguntó ella


bruscamente.

–Ah, es eso –replicó burlonamente.

–¡Te comportaste como... como un animal!

Sus ojos parecieron oscurecerse aún más, y después él dijo con gran
lentitud:

–Lo único que hice fue lograr que te desinhibieras sexualmente –explicó
él pacientemente, sin embargo, ella no logró controlar el rubor.

–¡Odié cada minuto!

–No fue el odio lo que te hizo responder, perdida entre mis brazos, con tal
apasionamiento.

¡Oh, Dios! Lo que había ocurrido la alteraba, y se dio la vuelta para


intentar huir; pero fue detenida por unos fuertes brazos.

–Tontita. Eres más niña que mujer –Sara intentó luchar para librarse–.
¡Haces que un hombre dude entre darte una tunda o amarte! Tal vez
debería hacer ambas cosas.

–Si te atreves a ponerme una mano encima –declaró ella, al mismo


tiempo que Rafael la forzaba a mirarle– ¡te juro que te odiaré para
siempre!

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
–Eso parece demasiado tiempo, querida –musitó él–. ¿Estás segura de
que podrás hacerlo?

–¡Basta, Rafael! –gimió estremecida, cuando él la atrajo.

–Ni siquiera te he besado –contestó Rafael, y le besó las sienes con sumo
cuidado, después deslizó su boca hasta la suya, para detenerse en la
base del delicado cuello–. ¿Sabías que eres muy atractiva? –musitó,
mientras le bajaba los tirantes del camisón. La joven lanzó un gemido
cuando la boca masculina descendió lentamente hasta su pecho.

Una agitación traicionera la estremeció y trató de retroceder, pero gimió


de nuevo cuando él apretó el beso. Apenas consciente de lo que hacía,
agarró un mechón de pelo masculino con ambas manos, y tiró con
fuerza para hacerle desistir; sin embargo, jadeó sofocada cuando él
subió a su boca para besarla con gran sensualidad. Enredó los dedos en
el oscuro pelo, casi con desesperación, al mismo tiempo que le suplicaba
que se detuviera. Después le golpeó los hombros con los puños, pero una
enloquecedora sensación la rindió por dentro, hasta que no opuso más
resistencia.

La boca de Rafael se perdió en la suya ávidamente, como si le infligiera


un castigo, pero después, fue cálida y de caricias tan eróticas, que Sara
pensó que moriría por el éxtasis al que la transportaba. Con una risa,
Rafael la levantó y la depositó entre las sábanas. En seguida, el cuerpo
musculoso se unió al de ella en la cama. En ese momento las lágrimas
que se habían acumulado empezaron a rodar por el rostro femenino
hasta los lóbulos, y de allí, descendieron a su cuello.

–Eliges bien tu momento, querida –musitó él con voz enronquecida–.


¿Cómo puede un hombre hacer el amor a una mujer que llora
silenciosamente entre sus brazos?

«Deseo algo más que eso», pensó Sara. «Deseo que me quieras, que me
necesites, me ames... por completo. Lo que soy, lo que siento, hasta el
fondo de mi alma. No solamente mi cuerpo. Veo la devoción que sientes
por Ana, la ternura y el cuidado, y moriría por una sola mirada de esas o
por una caricia; por saber que poseo tu corazón, al igual que ella.»

–¿Sara? –le dijo él interrogante.

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
–No, Rafael –suplicó estremecida–. Por favor, esta noche no. Creo que no
podría soportarlo.

Durante un momento, él se limitó a mirarla; después sonrió suavemente y


con gran lentitud, apartó su cuerpo del de ella, para quedar a su lado.
Luego cubrió ambos cuerpos con la sábana y la abrazó.

–Duérmete entonces, pequeña –murmuró, y Sara sintió el calor masculino


junto a ella.

Empezó a relajarse poco a poco, hasta que la inercia la hizo


abandonarse y cerró los ojos, sumiéndose en un dulce olvido.

–¿Qué vamos a hacer esta mañana, papá? –preguntó Ana, mientras


comía un último bocado de pan tostado.

Sara daba lentos sorbos al café y miraba a Rafael. Parecía muy distinto
del poderoso hombre de negocios de la ciudad. Iba vestido con unos
pantalones de montar, y con una camisa de algodón, de manga corta.
Daba la impresión de que en ese momento, se movía con la misma
facilidad que en sus negocios de la ciudad.

–Bart está ensillando los caballos –respondió Rafael so riendo.

–¿Vas a montar? ¿Nos llevarás a Sara y a mí? –los ojos de la pequeña


brillaban emocionados–. Vendrás con nosotros, ¿verdad Sara?

–Me encantaría –cómo negarse; aceptó sin pensar siquiera que el


ejercicio le dejaría los músculos doloridos. Habían transcurrido años desde
que montó por última vez, pero la consolaba saber que Rafael no
recorrería una distancia larga con Ana.

–¡Fabuloso! –Exclamó Ana– ¡Será un fin de semana sensacional!

Sara tenía sus dudas respecto a eso, sin embargo, sonrió y terminó el
café. Rafael se puso de pie y se dirigió hacia la puerta. Pero se detuvo un
instante y habló con cierta mofa:

–Vamos, Sara, será mejor que nos demos prisa.

–Es importante empezar temprano para regresar antes del sofocante


calor de mediodía –declaró Ana ansiosamente–. Iré a ponerme unos

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
pantalones de montar; tú deberías hacerlo también. ¿Has traído
algunos?

–Sí –le aseguró la joven–. Estaré lista dentro de cinco minutos, ¿de
acuerdo?

En la alcoba, Sara se quitó la falda para ponerse los pantalones; se puso


unas botas cómodas y cogió un sombrero. Bajó inmediatamente a
encontrarse con Ana.

–Vámonos –dijo sonriendo al ver que Ana se le aproximaba.

–Eres estupenda, Sara –dijo por fin Ana–. Estoy contenta de que papá se
haya casado contigo. Recé mucho para que lo hiciera, porque me
gustabas mucho.

–¡Oh, Ana! –Sara sintió que las lágrimas amenazaban con brotar y las
contuvo–. Tu padre es un hombre muy afortunado al tenerte.

–Al tenernos –corrigió Ana seriamente–. Ahora, somos una familia. Tú,
papá y yo –oprimió la mano de Sara– Quizá muy pronto tendrás un hijo, y
eso sería maravilloso de verdad. Me encantaría un hermano, o una
hermana... o quizá ambos, algún día.

¡Santo Dios! ¿Qué podía decir a eso? ¿Gritar que no deseaba un hijo de
Rafael? Sería un vínculo que la uniría a él para el resto de su vida. Si
hubiera amor entre ellos, el hijo sería amado y bienvenido; pero ¡Rafael
era incapaz de amar a cualquier mujer, y a ella menos que a ninguna!

–Te has quedado callada –comentó Ana–. ¿He dicho algo malo?

–No, claro que no –se apresuró a asegurarle Sara–. ¿Dónde están los
establos? – y la niña señaló con una mano a la derecha–. ¿Son aquellos?

Olvidando el tema anterior, Ana se lanzó a darle una explicación sobre la


granja, y muy pronto llegaron a los establos donde Rafael y Bart les
esperaban.

Pasaron una agradable mañana; se dirigieron varios kilómetros hacia el


norte, y la compañía de Ana y Bart hizo más tolerable la presencia de
Rafael para Sara. La joven montó una mansa yegua que no pasaba de

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
un tranquilo galope, lo que le permitió relajarse después de los primeros
kilómetros.

Rafael montaba con gran habilidad y ocultaba el rostro bajo un


sombrero de ala ancha, lo que le daba el aspecto de un verdadero
ranchero. Era un hombre de muchas facetas, y cuando Sara creía
conocerlas todas, se percataba de otra nueva.

El cálido sol les daba de lleno y secaba el aire, provocando que el sudor
mojara sus ropas. Sara recibió con alivio la decisión de los hombres de
descansar un rato. Se detuvieron junto a unos árboles.

–¿Aburrida?

–¿Por qué habría de estarlo? –respondió ella cuando Rafael le ayudaba


a desmontar. Ni Ana ni Bart podían oírlos.

–Pareces... –él hizo una pausa, después agregó– pensativa.

–Resulta difícil charlar mientras se monta. Sin embargo, si es lo que


deseas, me esforzaré.

–No sabes ser irónica.

–Perdóname –dijo dulcemente, y se topó con la oscura mirada.

–Sara, no empieces a provocarme, ¿eh?

–Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza, querido.

–Vosotros dos –se escuchó la alegre voz de Bart–. ¿Vais querer compartir
la cantimplora o la terminamos Ana y yo? –Sara se reunió con ellos, y se
sentó bajo un árbol, junto a Ana

–Hum, lo necesitaba –comentó después de beber el refrescante líquido.


Sara permaneció pensativa unos instantes.

–¿Te estás durmiendo, Sara?

–No, pequeña –le respondió Ana, al mismo tiempo que se quitaba las
oscuras gafas de sol–. Sólo disfruto de la belleza de los alrededores.

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–Todo esto es precioso, ¿no crees? –comentó Ana con una sonrisa de
satisfacción.

–Te gusta estar con tu padre, ¿no es cierto? –era una declaración más
que una pregunta, y Ana no se apresuró a responder.

–Es lo que más me gusta –contestó cálidamente.

Sara sintió algo en la garganta. Parte de ella estaba de acuerdo. Rafael


Savalje era muy especial.

–¿Qué discutís vosotras dos? –preguntó con suavidad el que era objeto
de sus pensamientos, y Ana comenzó a reír.

–Hablábamos de ti, papá.

–¿De veras? –él sonrió con una especie de mueca–. ¿Puedo preguntar
por qué?

–Alimentaría tu orgullo –declaró Sara–. ¿No es cierto, Ana?

–Dije que lo que más me gustaba era estar contigo –reveló la chiquilla
con una sonrisa–. Sara estuvo de acuerdo conmigo.

–Dos mujeres adorables –comentó él con un gesto burlón, mientras


miraba a Sara divertido–. ¡Qué impulso para mi ego!

–A ver si te sirve de algo –le dijo Sara con una dulce sonrisa, en el
momento en que él extendía un brazo para ayudarla.

–Vamos, levantaos. Es hora de regresar.

La distancia no pareció ser muy grande al regresar, Sara incluso se


sorprendió al divisar la granja. El sudor le caía entre los senos, se sentía
acalorada y pegajosa cuando llegaron a los verdes terrenos que
rodeaban la casa. Era necesario darse una ducha y cambiarse de ropa,
y así lo manifestó mientras desmontaba y entregaba las riendas–a Bart.

–¿Te ha gustado el paseo? –le preguntó Rafael.

–Mucho –asintió ella con una sonrisa.

–A mí también –declaró Ana–. ¡Ha sido fabuloso!

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
–Qué entusiasmo tan desbordado –comentó Rafael–. Parece que las dos
mujeres de mi vida son muy fáciles de complacer.

–¿Necesitas ayuda con los caballos? –preguntó Sara a Bart, al sentir la


mirada burlona de Rafael.

–Yo le echaré una mano. Tú y Ana id a lavaros –dijo entonces Rafael–. La


comida estará lista pronto –Sara le sonrió aturdida.

–En ese caso, iremos a ponernos guapas para ti.

Ana empezó a lanzar risitas, y después se colocó junto a Sara para ir a la


casa.

–Creo que me daré un baño –dijo Sara cuando entraban en el recibidor–.


Un buen remojón con muchas burbujas hará maravillas.

–Yo me daré una ducha –declaró la niña.

–Nos veremos después –Sara se despidió, y entró en su habitación. Sacó


ropa interior limpia, una blusa y una falda, y se dirigió al baño. Colocó el
tapón en la espaciosa bañera, y añadió una buena cantidad de sales
perfumadas, luego empezó a quitarse la blusa.

Muy pronto, nubes de vapor llenaban la habitación y, después de


quitarse los pantalones, se metió en el agua.

Sin reparar en el tiempo, se enjabonó y agregó más agua mientras


meditaba en lo mucho que había cambiado su vida en tan poco
tiempo.

Estaba tan absorta en sus pensamientos, que no alcanzó a oír el ruido


casi imperceptible que hizo la puerta al abrirse, hasta que un movimiento
la hizo alzar la mirada y gritar escandalizada, al ver a Rafael:

–¿Qué haces aquí?

–¿Necesito permiso para entrar en mi propio baño? –preguntó él,


mientras se desabrochaba sin prisa la camisa. Se la quitó y después los
pantalones, para terminar quitándose los calzoncillos con gran
naturalidad–. ¿Por qué esa timidez, Sara?

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
–¿No tienes ningún respeto? –Dijo ella enfadada, y en seguida gimió
incrédulamente al verle meterse en la bañera–. ¡No puedes hacerlo!

–Querida Sara, ya estoy dentro –repuso él con una mirada maliciosa.

–¡Eres imposible! –gritó enfurecida; él sonrió, lo que provocó un mayor


enfado en ella. Y, sin pensarlo, la joven utilizó una mano para salpicar el
rostro de Rafael.

–¿Así que quieres jugar, eh? –dijo él con voz ronca, y con suma facilidad
la atrajo, hasta que el rostro femenino quedó a pocos centímetros del
suyo–. Si ya has terminado de jugar, puedes frotarme la espalda –dijo
Rafael con ojos brillantes ante la impotencia femenina.

–¡Ni loca!

–Vamos, querida. ¿Dónde está tu sentido del humor?

–No me gusta ser invadida mientras me doy un baño –declaró.

–¿Ni siquiera cuando el invasor es tu marido?

–En ese caso, lo detesto aún más –declaró vehementemente.

–Pobre Sara –se mofó–. ¿Resulto tan odioso?

–Suéltame, Rafael –dijo, al mismo tiempo que se retiraba un mechón de


pelo de la cara. Sintió una extraña debilidad en las piernas e hizo un
esfuerzo para empujar el pecho masculino, tratando de estar más
alejada de él.

–¿Por qué es tan terrible compartir el baño conmigo, Sara? –musitó él.

–Porque no es decente –repuso repentinamente, y se ruborizó al oírle


reírse.

–Eres una ingenua, ¿no te parece?

–¿Preferirías que fuera de otra forma? –los ojos verdes centelleaban–. Sin
duda alguna, Renée sabe mucho más que yo de esto; ¡Quizá debería
preguntarle qué debo hacer–para proporcionarte placer!

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
Hubo una mirada terrible en los ojos oscuros, y ella pensó que iba a
golpearla, después le vio sonreír, pero puso un gesto malicioso, lo cual le
produjo un escalofrío.

–Lo lamento –musitó la joven.

–Deberías hacerlo, porque Renée está a mil años luz de ti.

–¿Es un cumplido o un reproche?

–Me he casado contigo. ¿Responde eso a tu pregunta?

–No juegues conmigo, Rafael –Sara sintió un temblor en el labio inferior–.


Cada día que pasa me resulta más difícil competí contigo.

–¿Y por qué lo haces? –preguntó irónicamente–. A estas alturas, ya


deberías saber quién es el que gana siempre.

–Por favor, déjame salir –le pidió, ya no soportaba más su proximidad. En


cualquier momento, sus instintos podían traicionarla.

–¿No puedo convencerte para que te quedes?

–Ana podría entrar –se justificó ella. Pero se sonrojó al percatarse de la


sonrisa burlona de Rafael.

–Mi hija tiene la suficiente educación como para llamar cuando


encuentra una puerta cerrada –la soltó, y sonrió al verla salir
apresuradamente de la bañera–. Huye, ratoncita. La próxima vez no te
dejaré escapar tan fácilmente.

Sara cogió una toalla y se envolvió en ella, después recogió su ropa


limpia y se dio la vuelta para mirarle enfurecidamente.

–La desventaja de compartir el baño con una mujer, Rafael –fingió


dulzura–, es que saldrás oliendo a rosas.

–Y nadie dudará del motivo –se mofó él, y se rió a carcajadas al ver que
ella volvía a ruborizarse.

Después de una comida ligera, Ana pidió a su padre y a Sara que


jugaran con ella a las cartas. A media tarde, todos se pusieron el
bañador y pasaron una hora en la piscina con suma tranquilidad;

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
después se tumbaron a tomar el sol, antes de volver a vestirse para dar
un paseo por los alrededores de la granja.

Sara miró a los toros sementales con mucho respeto, a pesar de que
consideró que su aspecto no era exactamente de fiereza.

Con la amena compañía de Ana, Sara se sintió capaz de tolerar la


presencia de Rafael, sin embargo, cuando la niña se fue a la cama
después de cenar, la tensión la invadió.

Aunque dijo que deseaba ver una película, no consiguió engañar a


Rafael. Su marido sonrió ante aquella petición, apagó la televisión y la
abrazó fuertemente. Esto provocó un gran enfado en ella.

–Oh, ¿sólo sabes pensar en eso? –preguntó irritada, mientras la empujaba


suavemente hacia la alcoba.

–¿Preferirías que me diera igual? –se mofó él, mientras cerraba la puerta
de una patada.

¿Se te ha ocurrido pensar en lo que podría pasar?

–Eres un animal –dijo Sara amargamente Rafael se aproximó a la enorme


cama, después hizo una pausa para colocarla frente a él, y sin ninguna
prisa, le levantó la barbilla con un dedo.

–¿Un hijo? –los oscuros ojos brillaban al mirarla–. ¿Te importaría mucho
darme un hijo?

–¿Tengo otra alternativa? –gimió apasionadamente–. ¡Incluso Ana me


dijo la ilusión que le haría tener un hermanito! –terminó alterada, y la
expresión de Rafael se endureció.

–Tienes una predisposición natural hacia los niños. ¿Por qué no tener uno
nuestro?

–¿Y por qué no toda una tribu? –preguntó agresivamente–. Soy joven y
estoy sana, sin duda, resultaría una buena matrona.

–¿Piensas que me he casado contigo por eso? –preguntó él duramente.

–Sé por qué lo has hecho. ¡Creo que jamás podré olvidarlo!

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
–Hay ocasiones –declaró Rafael despiadadamente–, en que podría
golpearte.

–¿Por qué no lo haces? – ¿qué le estaba sucediendo? Debía estar loca


para provocarle de esa manera.

–Sara –le advirtió él–, en cualquier momento puedo darte esa tunda que
tanto te mereces.

–Oh, por amor de Dios, vámonos a la cama –dijo evasivamente–. Estoy


cansada, me duele todo el cuerpo y no soporto seguir discutiendo
contigo –dejó caer sus hombros abatida.

–Entonces, deja de provocarme.

–Siento como si no me pudiera dominar –confesó.

–Pobre chiquilla, qué terrible es tu vida.

–No te burles, Rafael –suplicó, y le escuchó suspirar.

–¿Y qué esperabas que hiciera contigo, querida? –levantó una mano
hacia el rostro femenino, y de pronto, Sara tuvo dificultad para tragar
saliva.

Impulsivamente, se humedeció los labios con la lengua, y notó un ligero


brillo en los ojos de Rafael; después, con un gesto espontáneo, elevó los
brazos lentamente para rodear el cuello masculino.

–¿Qué es esto... una invitación?

El dolor nubló la mirada de la joven, pero él notó un leve temblor en los


labios de Sara, e inclinó la cabeza al mismo tiempo que la abrazaba,
apretando su suave cuerpo al suyo, y luego la besó apasionadamente.

Rafael le hizo el amor deliciosamente. Ambos disfrutaron de su mutua


ternura y sensualidad, hasta que llegaron al éxtasis en una explosión de
verdadero gozo.

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Capítulo 8

A l regresar a Surfer's Paradise tuvieron una infinidad de invitaciones por

parte de los socios de Rafael, y al no poderlas rechazar, la primera fue


aceptada para el siguiente sábado por la noche.

Rafael le había dicho a Sara que se trataría de una reunión seria, y


cuando ella supo que Renée Laquet estaría entre los invitados, decidió
comprarse un vestido nuevo.

Después de dos días de búsqueda inútil, encontró lo que deseaba.


Quizás, no era nada especial, sin embargo, cuando se lo probó, tuvo que
reconocer que era muy elegante. El vestido era de gasa negra, con
cuello estilo halter. Una delicada estola negra completaría el atuendo.
Sara estaba tan ilusionada, que ni siquiera se sorprendió por el precio.

El sábado, después de comer, Ana le recordó a Sara que le había


prometido acompañarla a una fiesta de niños por la tarde. Tomás las
llevaría y esperaría fuera hasta que terminaran.

–Olvidé decírselo a papá –declaró Ana.

–No importa, cariño –sonrió Sara–. Le dejaremos el recado con Clara.

El Mercedes Benz avanzó por la carretera Gold Coast conducido por las
expertas manos de Tomás. Cuando llegaron a la fiesta, fueron recibidos
con cierta reticencia. En seguida se dieron cuenta que la causa era Sara.

–Les dije que traería a mi madre –reveló Ana, mientras se aproximaban


hacia la anfitriona y a su hija, que se encontraban al otro lado del
recibidor.

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
Sara se sintió conmovida ante las palabras de la niña, y con un inmenso
deseo de proteger a la pequeña. Compartían una cálida relación y Sara
se percató de que Ana deseaba la aprobación de sus amistades... quizá
incluso despertarles envidia. ¡Con la mejor intención, la hija de Rafael
alardeaba un poco!

Eran más de las cinco cuando se fueron. Ana estaba sentada junto a
Sara en el asiento trasero, y se mostraba feliz porque todo había salido de
acuerdo con sus planes.

–Nos lo hemos pasado muy bien, ¿verdad? –suspiraba la pequeña,


satisfecha–. Eras la más guapa de todas las madres que había allí.

–Es el cumplido más bonito que he recibido –dijo Sara sinceramente–. Me


ha gustado mucho acompañarte.

–Dime, ¿a que Amelia estaba muy graciosa con el sombrero que


llevaba? –Dijo ahora Ana con simpáticas risitas–. Y el horrible de Rodney
ensuciando a Susie con el helado. ¡Nunca la había visto tan enfadada!

Sara sonreía al recordar los momentos agradables de la fiesta.

–¿Estás pensando en la fiesta de esta noche?

–Algo así –Sara dudó–, tu padre tiene muchos amigos influyentes, y no


conozco casi a ninguno.

–¿Es posible que te dé vergüenza?

–Así es –Sara hizo una mueca–. Tonta, te estaba engañando.

–Papá estará allí –dijo Ana, como si la presencia de Rafael lo resolviera


todo.

–Sí, pero no puedo estar pegada a él como una lapa toda la noche –
explicó Sara; la niña pareció pensar algo antes de preguntar.

–¿Te gusta bailar, Sara?

–Sí. Aunque depende mucho de quién sea mi compañero.

Tomás detuvo el coche a la entrada de la casa, y Sara se sorprendió al


ver que Rafael salía a recibirlas.

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
–Llegamos un poco tarde, papá –comenzó a decir Ana
inmediatamente–. No ha sido culpa de Tomás. La fiesta fue muy larga.

–¿Te has divertido, mi niña? –Rafael se inclinó para acariciarle el pelo.

–¡Oh, si! Nos hemos divertido mucho, y a todo el mundo le ha encantado


Sara.

–No lo dudo, pequeña –Rafael sonreía divertido, y rodeó a cada una con
un brazo para dirigirse a la entrada principal–. Tu abuela te espera en el
vestíbulo –agregó él–. Mañana me contarás lo de la fiesta, ¿de acuerdo?

–Será más bien un intercambio –sonrió la niña.

–Trato hecho –sonrió Rafael–. Sara y yo pasaremos a verte antes de irnos.

Sara se adelantó a subir la escalera y, ya en la alcoba, se apresuró a


sacar ropa interior limpia y una bata, y seguidamente se dirigió al baño.

Diez minutos más tarde, salía, despidiendo una deliciosa fragancia de


rosas. ¡Estaba dispuesta a no dejarse pisar por ninguna mujer, y menos
por Renée!

No era necesario que se pusiese sostén con el vestido y, después de


subirse la cremallera, se dispuso a peinarse y a maquillarse la cara. Se dio
un poco de rimel en las pestañas, y se pintó los ojos con un suave tono
verde. Se cepilló el pelo enérgicamente, y terminó aplicándose brillo en
los labios y un poco de colorete en las mejillas.

–Estoy lista –dijo con una sonrisa de satisfacción al darse la vuelta y


encontrarse frente a ella a Rafael. La joven, se quedó sorprendida al
contemplar a su marido.

Llevaba un traje oscuro que le sentaba a la perfección. Ella sonrió al verle


aproximarse.

–Estás guapísima.

–Y tú muy atractivo –logró decir la joven.

–Formamos una pareja estupenda, ¿eh? –sonrió con una mueca.

–Creo que es un adjetivo adecuado.

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–¿No llevas ninguna joya? –la miró pensativamente; de pronto, salió de la
habitación sin que Sara pudiera responderle. Regresó diez minutos más
tarde, trayendo consigo un estuche de terciopelo–. Creo que esto te
sentará bien –y sacó una gargantilla de oro y brillantes. Se la colocó en el
cuello y cerró el broche mientras ella sentía cierto temor al palpar la joya.

–¡Es preciosa! Gracias por prestármela.

–Considéralo como un regalo.

–No. Es muy amable por tu parte, pero no puedo aceptarlo. Gracias –


añadió cortésmente, y le vio entrecerrar los ojos.

–Es tuya, Sara. Insisto.

–Ya te has gastado demasiado dinero en la familia Adams –dijo ella


serenamente.

–Eres mi esposa –repuso él–. Debes aceptar cualquier regalo que yo te


ofrezca.

–Me has dado ya muchas cosas.

–Muchas de las cuales no has aceptado.

–Será mejor que nos vayamos, si no queremos llegar tarde –replicó


evasivamente, al sentir que se coloreaban las mejillas por la insinuación
de él.

–Eres la reina de la evasión –dijo irónicamente.

–No siempre. Me provocas y, a veces, reacciono de la forma menos


adecuada.

–Pobre Sara –se burló suavemente–. Con esos ojos y ese genio, te hubiera
pegado más tener el pelo oscuro.

–Mi color es natural –repuso indignada, y él la cogió del codo.

–Yo no he dicho lo contrario. Pero, vámonos, antes de que surja otra


discusión.

–Nos pasamos la vida discutiendo, –dijo resentida.

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
–Yo creo que hay infinidad de ocasiones en que estamos en prefecta
armonía.

Sara no volvió a decir una palabra hasta que llegaron a la casa de los
anfitriones, que resultó una mansión palaciega.

–¿Nerviosa? –le preguntó Rafael.

–¿Debería estarlo?

–No te dejaré sola, Sara –declaró él secamente, mientras llegaban a la


impresionante entrada principal. En ese momento, Sara dijo con una
mueca:

–No soy una extraña en los círculos sociales.

–Eres la envidia de cualquier mujer.

–¿Es un cumplido? –Arqueó una ceja interrogante–. ¡Qué amable eres!

–Pequeña ratita –replicó él–. Da gracias a Dios que ahora no puedo


darte tu merecido.

–¿Desde cuándo te detienen los convencionalismos, Rafael? –preguntó


ella con fingida dulzura.

En ese instante se abrió la puerta y entraron. Sara, debido a la proximidad


que había entre ambos, podía oler el aroma de la loción masculina que
desprendía su marido. Comenzó a ponerse nerviosa, aunque no sabía
muy bien por qué. ¿Y si le amara? ¿Acabarían entonces sus desdichas?
Lo más triste es que nunca llegaría ese momento.

Cuando estaban a punto de sentarse, se dieron cuenta de que se armó


un enorme alboroto en la entrada. Todos los ojos se centraron en una
llamativa pelirroja que avanzaba lentamente entre los invitados. ¿Quién si
no Renée, planearía una entrada tan sorprendente?, pensó Sara furiosa.

Con los movimientos de un felino, Renée se dirigió a su mesa; al llegar,


saludó a cada uno de los presentes, y se sentó en la única silla que había
vacía, justo enfrente de Rafael.

Durante las dos horas siguientes, Sara se percató de la atención que


prestaba Renée a Rafael.

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
Rafael procuraba ignorarla, incluso llegó a ser grosero con ella en algún
momento, sin embargo, Renée no cesaba en su empeño, y Sara sonrió
ante su insistencia.

–Deberíamos comer juntos algún día, Sara –Renée se dirigió a ella como si
fuera una gran deferencia, y le sonrió–. Te llamaré.

–Gracias –respondió Sara con la justa entonación de cortesía–. Esperaré


a que lo hagas.

–Tenemos tanto de qué hablar –musitó Renée, después lanzó una risita
que terminó casi en una muecas–. Por ejemplo, cómo lograste atrapar a
Rafael. Yo lo intenté durante varios años.

–¡Dios mío! –Exclamó Sara, y abrió los ojos con deliberada sorpresa–. Lo
hice sin el menor esfuerzo –y dirigió la mirada al aludido, para lanzarle
una dulce sonrisa–. ¿No es cierto, querido?

Los ojos de él se oscurecieron con una expresión diabólica y divertida, y


cogió una mano de Sara para besarle la muñeca con mucha suavidad.

–Estoy totalmente enamorado, querida –había una clara sensualidad en


su mirada.

Sara no podía dejar de mirarle, y él se inclinó hacia ella, con una suave
sonrisa, para rozarle los labios con su boca.

Posteriormente, Sara se puso a charlar con algunos invitados, pero


tuvieran conversaciones tan triviales, que poco después, ni siquiera se
acordaba de lo que habían hablado. Cuando terminaron de cenar,
salieron de la lujosa casa y se dirigieron al coche.

–Estás muy callada.

Volvió la cabeza, pero en la oscuridad de la noche, no pudo descifrar lo


que había en la mirada de Rafael. Era tarde y la invadía una sensación
de sueño y cansancio, efecto de la buena comida y del vino.

–Tengo sueño –explicó, y escuchó una leve sonrisa.

–Espero que no demasiado, ¿eh?

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–No podría responderte –replicó ella. Una vez en el coche, Sara cerró los
ojos, y se quedó dormida. Un rato después escuchó la voz de Rafael y
supo que la estaba desnudando.

–Por Dios, ¿no llevabas puesto más que el vestido?

–Ya estamos en casa –dijo ella, mientras abría los ojos. Rafael le había
subido en brazos a su habitación.

–En pocos minutos estarás en la cama.

–Qué bien –musitó Sara, y rodeó con los brazos el cuello masculino–. ¿Vas
a besarme, Rafael?

–Vaya, vaya –él sonrió mientras lo hacía–. ¡Qué cambio... de una


pequeña ratita, a una seductora! –la depositó en la cama, y después se
deslizó a su lado.

La amó tiernamente y Sara se sintió invadida por una cálida sensación de


protección, de modo que, cuando ambos ya estaban relajados, se
apretó a los fuertes brazos, para entre ellos quedarse dormida con la
confianza de una criatura.

El lunes por la mañana, un poco después de las nueve, Sara marcó el


teléfono de la boutique de Selina con la intención de invitarla a comer.
Había transcurrido más de una semana desde que se habían visto por
última vez. Como Rafael no iría a comer a casa aquel día, y Ana estaba
en el colegio, parecía la oportunidad ideal.

–Pasaré por ti a las doce –dijo Sara.

Acababa de colgar, cuando el teléfono sonó. La joven respondió con


cierta seriedad.

–Residencia de los Savalje –a Tomás o a Clara les daría un ataque, pensó


con cierta culpabilidad.

–Quiero hablar con la señora de Savalje –pidió una voz femenina.

–¿Quién llama, por favor? –Sara siguió con la farsa.

–La señorita Laquet.

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¡Renée no había perdido mucho el tiempo! Sara contó con gran lentitud
hasta cincuenta. Después volvió a colocarse el auricular sobre el oído y
respondió dulcemente:

–¿Renée? Qué agradable oírte –mentirosa, se dijo.

–¿Por qué no nos dejamos de formulismos sociales, eh? –Declaró la otra


mujer sin más–. Eres joven, pero no estúpida.

–Veo que tienes algo que decirme –replicó Sara, y escuchó a Renée
inhalar con fuerza.

–Rafael es mío, ¿lo oyes? Mío. ¡Nos conocemos desde hace muchos
años! –Se apreció rencor en la voz de Renée–. Supongo que te imaginas
que lo tienes muy seguro. Pobrecita –añadió vengativa–. Rafael puede
ser cualquier cosa, menos fiel. ¿Sabías que me invitó a comer la semana
pasada? –Lanzó una risita–. ¿Sorprendida, Sara? Te daré otra sorpresa,
¿puedo? Hoy también lo veré –hizo una pausa, esperando la reacción de
Sara, y al no obtenerla, prosiguió lentamente–: Si no me crees ve a Fiorini's
sobre las doce.

–Rafael tiene infinidad de comidas de negocios –repuso Sara


cautelosamente.

–¡No seas tan ingenua, Sara! –La voz de Renée subió de tono–. Rafael es
demasiado hombre, querida, y tiene un saludable apetito sexual –su risa
sobresaltó a Sara–. Aunque supongo que no necesito decírtelo, ¿no es
cierto? –y prosiguió revelándole a la joven más detalles. Por fin, concluyó
con tono serio–. El apartamento de la zona de Surfer's vale la pena,
¿estás de acuerdo? Pensé que cambiarías de mobiliario, pero no lo has
hecho, ¿O me equivoco, Sara?

–¿Por qué habría de hacerlo? –repuso Sara inexpresiva–. Me gusta como


está.

–En Fiorini's a las doce, Sara. No lo olvides –terminó Renée bruscamente, y


colgó en seguida.

Sara se quedó paralizada durante unos momentos, estaba totalmente


aturdida. Después, trató de reaccionar y subió la escalera.

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Sin lograr concentrarse en nada, se retocó el maquillaje y, después bajó
para decirle a Clara que pasaría fuera casi todo el día.

Sin ninguna idea prefijada, condujo hasta Brisbane y, después de aparcar


el coche, deambuló por las calles, mirando escaparates. Parecía un
autómata. Su mente sólo albergaba la insinuante voz de Renée,
repitiendo una y otra vez aquellas terribles palabras.

Estaba indecisa entre verificar la acusación de Renée, y el deseo


instintivo de rechazarla. Fue la primera opción la que ganó, y poco
después de las doce y media, entraba en Fiorini's, con Selina.

–¿Qué vas a pedir, querida?

–No tengo demasiado apetito –contestó Sara, fingiendo que prestaba


atención al menú–. Creo que sólo comeré una ensalada.

–Yo me inclinaré por algo más sustancioso –declaró Selina y pidió cordero
asado. Cuando el camarero se alejó, miró a su hija y le preguntó
sonriendo–: Te veo... pensativa. ¿Te preocupa algo?

–No, claro que no –repuso Sara inmediatamente. Estaba nerviosísima y


temía mirar a su alrededor, y confirmar las acusaciones de Renée.

Después de diez minutos de agonía, en que apenas probó bocado,


levantó la mirada lentamente para recorrer el salón. De pronto, una
cabeza conocida llamó su atención.

Al principio no daba crédito a lo que veía, pero allí estaba la prueba. En


una mesa situada en un rincón, al otro lado del restaurante, estaba
Rafael y, frente a él, la hermosa Renée.

La cólera surgió en ella, como la lava de un volcán. Los ojos verdosos


centellearon y sus delicadas facciones, se tornaron mordaces.

–¿Te importaría mucho si nos vamos?

Selina la miró sorprendida, pero en seguida pareció intuir que algo


ocurría, y después de lanzar una mirada de pesar al cordero asado, dejó
sobre el plato el cuchillo y el tenedor.

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–Claro que no, querida. Tampoco yo tengo mucha hambre –miró
fijamente a su hija y, al mismo tiempo que sonreía, se puso de pie–. ¿Nos
vamos?

Sara permaneció silenciosa durante el trayecto a su antigua casa, sin


notar siquiera que su madre estaba demostrando tener mucho más tacto
que ella. Tampoco fue muy lógica su negativa de entrar a tomar café.

–Llámame en cuanto llegues a Surfer's, querida –le dijo Selina, mostrando


su ansiedad cuando descendía del coche. Sara se limitó a asentir.

Después, condujo como si fuera un autómata, y algún santo debió


protegerla, porque llegó a casa sin ningún contratiempo.

La gran mansión parecía sumida en un extraño vacío, y Sara paseó por el


vestíbulo durante unos interminables minutos, tratando de decidir la
actitud que iba a tomar.

Ignoraría el incidente, fingiendo no saber nada. Adoptar otra actitud


sería como acusar a Rafael. Pese a todo, ella estaba segura de que su
marido tenía que haber tenido un motivo para comer con Renée. Podría
tratarse sólo de negocios. Suspiró irónicamente. ¿Renée... negocios? ¡El
único negocio que Renée Laquet tenía en la cabeza era Rafael!

La mente femenina se llenó de miles de pensamientos. Podría haber sido,


incluso, una coincidencia que se hubieran encontrado allí. Al fin y al
cabo, compartir una comida no significaba compartir la cama.

¡Oh, Dios! Si estuviera segura de él, podría reírse de todo el incidente.


Rafael la deseaba, no le cabía duda... pero, ¿la amaba? Se recordó que
él no amaría a ninguna mujer, y menos a ella.

Decidió no pasar más horas inútiles en un estado de confusión mental. Lo


que necesitaba era algo que la distrajera de sus pensamientos, y, qué
mejor que irse de compras.

Sin pensarlo más, cogió su bolso y salió de casa. Un momento después, se


encontraba conduciendo el Porsche.

Después de aparcar en un centro comercial, entró en la boutique más


cercana, sin saber siquiera lo que deseaba comprar.

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Tres horas después, llenó el asiento trasero del coche con varios paquetes
de diversos tamaños y brillantes envolturas. No reparó siquiera en que
había gastado una enorme suma de dinero. Rafael recibiría una sorpresa
cuando le empezaran a llegar las facturas. Pero tenía el suficiente dinero
para poder pagar cualquier cosa que ella comprara. Y si él mismo se lo
gastaba en divertirse, ¡bien podía pagar sus facturas! Llegó pronto a
casa, y al entrar se encontró con su marido.

–Espero que hayas tenido un día agradable.

Sara dejó las llaves del coche en una mesita, después, aceptó la copa
de jerez que Rafael le ofrecía.

–Por supuesto –respondió tristemente, y levantó la copa para dar el


primer sorbo–. ¿Y tú?

–Lo de siempre –había algo de sarcasmo en la respuesta.

–¿Ningún contratiempo? –preguntó con fingida dulzura.

–Mucho trabajo. Me alegraré cuando termine lo que tengo entre manos.

–Así son los grandes negocios –comentó Sara, encogiéndose de


hombros, al mismo tiempo que se alejaba algunos metros.

–Podríamos hacer un viaje –sugirió él indolentemente.

–Ana tendrá vacaciones en mayo. ¿Qué planes tienes?

–Me refería a ti y a mí –repuso secamente–. Una semana, quizá diez días.


¿Qué te parecería ir a Hawai?

–Es un bonito lugar –contestó espontáneamente–. Pero, después de tanto


sol, prefiero un clima de más frío. ¿Tal vez, Suiza? St. Moritz está muy de
moda, y hace mucho tiempo que no esquío.

–¿Entonces, sabes esquiar?

–En cierto modo, ¿y tú? –y sonrió–. Oh, discúlpame... sin duda el esquiar
es una más de tus numerosas facetas. Se te da bien casi todo –y agregó
en silencio: «incluyendo verte con otra mujer a mis espaldas».

–Esta noche estás más agresiva. ¿Qué te pasa, querida?

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–¡tú! –declaró en seguida.

–¿De verdad? –Preguntó con cierta mofa–. ¿Quizá es que no te he


hecho caso?

–No te preocupes, eso ya lo he superado –replicó ella agresivamente, y le


vio mirarla pensativamente.

–Explícate, niña –era una orden que ella prefirió ignorar, y evadió la
intimidante mirada masculina–. ¿Sara? –la suave voz resultaba
amenazante.

–¿Qué tal te fue en tu comida de negocios?

Los ojos oscuros brillaron comprensivamente, pero en seguida volvieron a


mostrarse enigmáticos mientras Rafael daba un sorbo a su whisky.

–¿Estás celosa, porque he comido fuera de casa? ¿Porque no he comido


contigo?

–No me importa ni lo más mínimo con quién comes... o cenas –repuso a


la ligera, pero apretó los labios–. ¿No niegas que has comido con Renée?

–¿Por qué habría de hacerlo? –replicó él lentamente–. Su padre es mi


socio, y ella lleva cinco años ayudándole en sus negocios, y la verdad es
que la va bastante bien.

–Sin duda, gracias a tus excelentes consejos.

–Me ha consultado en varios negocios... sí.

–¡Por Dios! –declaró Sara hipócritamente–. No la creería capaz de mostrar


un auténtico interés por los negocios, si tú no estuvieras por medio. La
tendrías en la cama ante la menor insinuación.

Rafael se limitó a encogerse de hombros, pero Sara se daba cuenta de


que en la mirada masculina había una expresión de alerta.

–No hagas acusaciones que no puedas demostrar –dijo él entre dientes, y


eso la encendió.

–¡Deja de hablarme como a una criatura! ¡Con Ana te puede ir bien,


pero yo salí del colegio hace mucho tiempo!

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–Es una lástima que no hayas alcanzado una madurez al nivel de tu
preparación.

–¿Y qué demonios se supone que quieres decir con eso? –elevó la voz,
enfadada–. ¿Qué debo tolerar que estés con otra mujer? –Los ojos de
Sara echaban chispas, y tenía el rostro encendido–. ¡Si eso es la madurez,
no me interesa!

–Hace unos minutos dijiste que no te importaba con quién comiera o


cenara.

–Renée es diferente –musitó mordazmente, y evitó mirarle.

–Entonces, ¿a quién no quieres que vea?

–Eres un hombre casado –declaró ella amargamente.

–Ya entiendo. Te has enfadado.

–No–... ¡Sí, maldición! –dijo sofocada–. ¡Si quieres tener una aventura, ten
al menos la decencia de hacerlo discretamente!

–Querida Sara –sonrió el–, llevamos una vida sexual absolutamente


satisfactoria cada noche, y en muchas ocasiones, también en las
primeras horas del amanecer. ¡Crees acaso que me quedan ganas para
acostarme con alguien más?

–Estoy segura de que te las ingeniarías si recibieras la suficiente


provocación.

–¿Quieres que te haga un juramento de fidelidad?

–¿Para calmar tu conciencia? ¿Para qué?, de todas formas, continuarás


con citas clandestinas con la preciosa Renée... quien, por cierto, se
interesa sólo por sí misma –agitó la cabeza lentamente–. Nunca ha
dejado de sorprenderme cómo los hombres se ciegan ante una mujer
guapa.

–Es muy fácil de entender ¿no crees?

–¡Eres un... bastardo! –el cinismo de Rafael la encolerizó más aún–. He


recibido ya demasiadas opiniones sobre tu... reputación de libertino.

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–Te estás pasando, Sara.

–¡De verdad? –interrogó entristecida–. Veo que no te molestas en


negarlo.

–¿Me creerías si lo hiciera? –preguntó él después de un largo silencio.

–La evidencia te culpa, Rafael –contestó Sara, tragando saliva con


dificultad.

–¿De qué demonios estás hablando? –había algo de tensión en el rostro


masculino.

–Renée fue muy clara al contarme todos los detalles. Citas, lugares...
incluso la hora precisa en cada ocasión –reveló ella, y notó que el rostro
de Rafael cambiaba de expresión.

–Esa joven tendrá que responderme de muchas cosas –declaró Rafael


con tono severo.

–Entonces, ya sois dos los que debéis dar explicaciones –dijo Sara
amargamente.

–¡Por Dios! –Exclamó Rafael–. Mi relación con Renée acabó mucho antes
de que tú salieras del colegio –la miraba como si quisiera traspasarla–. Las
Renées de este mundo son como aves en jaulas de oro... requieren
atención y admiración constantes. Son tan falsas como su propia
existencia –concluyó despiadadamente.

–Qué triste –declaró Sara con frío cinismo–. Mi corazón sufre por ella.

–Ve a cambiarte –le ordenó de pronto Rafael–. Saldremos a cenar fuera.

–Prefiero abstenerme, si no te importa –le miró fijamente–. No creo que


pueda estar a la altura de las circunstancias.

–Tonterías. Te sentará bien.

–No te importa lo que yo piense, ¿no es cierto?

–Conozco un restaurante donde los mariscos son excelentes. Después


podríamos ir a alguna sala de fiestas.

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–¿Alguno de tus sitios predilectos? –Sonrió sarcásticamente.–¿Y
arriesgarme a toparme con Renée? No, muchas gracias.

Rafael se irguió y caminó hacia ella indolentemente. Sara le observó con


una extraña fascinación hasta que se quedó frente a ella.

–Sara, haz lo que te digo, ¿vale? –Le acarició el cuello con un gesto
extraño–. Me gustaría sacarte por ahí. Podríamos ir a bailar o a ver algún
espectáculo. ¿No te gustaría? –le besó el pelo fugazmente y después las
sienes.

La estaba seduciendo descaradamente, y Sara empezó a sentir el


potente magnetismo de Rafael. Él comenzó a besarla y ella sintió que su
cuerpo reaccionaba apasionadamente.

La boca de Rafael jugueteaba con su labio inferior con tal sensualidad


que sintió que la sangre se le agolpaba en las venas. Después de unos
instantes, cedió su resistencia, y le rodeó el cuello con ambos brazos, al
mismo tiempo que respondía a sus besos.

Rafael la acariciaba anhelante y la besaba con una pasión


arrebatadora que no conocía límites, y en el momento en que la cogió
en sus poderosos brazos, Sara gimió suplicante.

–¡No...Rafael! –ambos sabían que no lo decía en serio.

–Sí... Sara –se burló él suavemente, y en ese momento percibió la


expresiva mirada de la joven. Sonrió y la oprimió más para subir la
escalera que conducía a su elegante alcoba.

Cerró la puerta, y la depositó en la cama con suma delicadeza.

–¿Y la cena? –musitó ella, y la sonrisa masculina la estremeció.

–¿Y a quién le importa la cena en estos momentos?

Se quedó inmóvil ante la ardiente mirada de Rafael, y no pudo hacer


nada para evitar que la desvistiera.

Cada caricia parecía producto de las manos de un experto amante. La


joven se agitaba y gemía de placer sin poder controlar su cuerpo.

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Sara tenía deseos de llorar por la dicha que sentía y por el placer que le
producían las manos de su marido. Hubo un momento en que oprimió su
cuerpo contra el de él, como si pidiera sin palabras la entrega.

–¡Rafael, por favor! ¡No resisto más! –gimió.

Y después, cuando yacía relajada entre sus fuertes brazos, pensaba


turbada en su enloquecida reacción.

Pero, muy pronto, el sueño reemplazó la sensación de somnolencia, y


aun sumida en sus sueños, se apretaba contra él, como si fueran un
mismo cuerpo.

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Capítulo 9

S ara se despertó bastante tarde la mañana siguiente. Se estiró

perezosamente, y sin prisa, volvió la cabeza y se dio cuenta de que


estaba sola, en medio de la enorme cama.

Como en un caleidoscopio, se sucedieron en su mente los


acontecimientos de la noche anterior. Con un gesto de impotencia,
cerró los puños y golpeó la almohada enfurecida.

¿Cómo había podido rendirse ante tal lujuria?

Pero, a pesar de todo, lo cierto era que no podía permanecer toda la


mañana en la cama lamentándose de su suerte. Aquel hecho era el
instrumento de su ruina. ¡Cómo deseaba estar bajo tierra!

Trató de serenarse, pero le fue bastante difícil. No podía evitar sentir


escalofríos al pensar que la vida le había proporcionado la experiencia
de llegar al climax de la sexualidad en los brazos del hombre de quien se
había enamorado. ¿Amor? ¿Serían sus sentimientos responsables de lo
que sentía? Se suponía que el amor era la serena unión de dos espíritus,
un cariño que unía a una pareja más allá de los lazos de la amistad. La
apasionada atracción física que sentía por Rafael sólo podía ser lujuria.
Una sensación que la dejaba satisfecha, pero que a la vez le hacía
odiarle con más fuerza.

Gimió desesperadamente. El simple hecho de mirarle, le hacía perder la


razón. ¿Cómo iba entonces a poder pensar con claridad, si Rafael
estaba presente en su mente durante todos los momentos del día? Del
día y de la noche, claro estaba

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De repente, se dio cuenta de que sólo había una solución. Debía ir a
algún sitio donde pudiera estar sola y liberada de la turbadora presencia
masculina.

La cuestión era... ¿adónde? Con Selina, no. Sería el primer lugar donde él
la buscaría. Tampoco al apartamento, porque ocurriría lo mismo. Tendría
que marcharse a un pequeño hotel que él no conociera.

Se levantó y entró en el baño. Minutos más tarde salía para vestirse y,


cuando quedó satisfecha con su apariencia, sacó una maleta y metió en
ella suficiente ropa como para pasar tres o cuatro días fuera.

Su mayor preocupación era salir de la casa sin ser vista y, al no ver por
ningún lado a Tomás ni a Clara, descendió las escaleras y se dirigió
silenciosamente hacia la puerta. Ya, sólo tenía que meter la maleta en
cualquiera de los coches que Rafael hubiera dejado en el garaje. Metió
la maleta, se sentó detrás del volante y lo puso en marcha. Minutos
después, conducía rumbo a la carretera del sur.

No quería profundizar mucho en las consecuencias de su actitud, porque


su instinto le advertía que Rafael, al descubrir su partida, sería un hombre
peligroso, y su cólera le acarrearía, sin duda, severas consecuencias.

Dios Santo, ni siquiera había dejado una nota explicándole sus


intenciones. Y si llamaba a Selina, probablemente la preocuparía. Esto
último deseaba evitarlo a toda costa.

Tugan, Bilinga, Coolangatta... pasó por todos esos sitios sin percatarse
siquiera.

A partir de Tweed Heads, tomó el rumbo de Murwillumba, y de Bahía


Byron a Ballina, donde se detuvo en el primer hotel que había a la salida
del pueblo. Después de registrarse, siguió a la encargada a una
habitación pequeña, pero de alegre decorado. En cuanto estuvo sola,
levantó el teléfono y marcó el número de la boutique.

–¿Selina? ¿Tienes unos minutos para hablar, o estás muy ocupada?

–Hay una clienta, querida, pero sólo está curioseando. ¿Qué pasa?

–He decidido pasar sola unos días –empezó a decir Sara sin preámbulos–.
Rafael no lo sabe y olvidé dejarle una nota.

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–Ha sido un gran descuido por tu parte –le reprendió su madre–. Será
mejor que le llames cuanto antes. Estará preocupado.

¿Lo estaría? ¡Dudaba mucho que así fuera! Probablemente estaría


enfadado... pero, ¿preocupado? Sólo la gente que era capaz de amar
se interesaba por los sentimientos de los otros.

–Quizá tenga problemas para localizarle –replicó firmemente–. ¿Te


importaría decirle que estoy bien?

–Sara, tú no eres así. ¿Qué pasa? ¿Habéis tenido algún disgusto?

–No, claro que no –dijo repentinamente–. Escucha, no te preocupes... le


llamaré yo misma. Pensé que debía decírtelo para que no te
preocuparas en el caso de que él fuera a buscarme a tu casa. Estoy
perfectamente.... de verdad.

–No lo parece, querida. ¿No sería mejor que me dijeras dónde estás?

–No tiene sentido; quizá me vaya de este sitio dentro de pocas horas –la
situación se ponía más difícil–. Escucha, debo irme. Te llamaré de nuevo
mañana –y colgó el auricular cuidadosamente.

Las horas del mediodía habían quedado atrás, y su estómago vacío le


recordó que no había comido nada en todo el día. Se sentía algo débil,
con una sensación rara. ¡Si iba a tener el valor de llamar a Rafael, sería
mejor que lo hiciera con el estómago lleno!

Sin pensarlo más, cogió el bolso, las llaves y se dirigió al coche. A la


media hora más o menos, regresaba a su habitación cargada con
algunos alimentos. Prefería comer allí, a solas.

A las seis de la tarde, se dispuso a comer lo que había comprado. Se


quedó bastante satisfecha y sus ánimos parecieron levantarse. Después
de haber comido, se sentía preparada para enfrentarse a Rafael, a pesar
de que la perspectiva no le atraía en absoluto. Tomás fue quien
respondió, y casi en seguida Rafael cogió el auricular.

–¿Sara?, ¿dónde estás? –su voz era áspera y parecía contener una feroz
rabia. Ella parpadeó y alejó un poco el auricular.

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–Disfrutando de un descanso bien merecido –replicó irónicamente–. No
te preocupes, volveré antes de que Ana regrese del campamento
escolar, este fin de semana, por lo tanto, no hay motivo para alarmarse.

–Sara, regresa inmediatamente –le advirtió él con un tono amenazador–,


¿me entiendes?

–No – ¿cómo podía aparentar tanta tranquilidad?–. Soy capaz de


cuidarme durante unos cuantos días.

–¿Dónde estás? –preguntó Rafael ansiosamente.

–Oh, no, Rafael –se negó ella con una sonrisa–. Si te lo digo, vendrás a
buscarme –se le hizo un nudo en la garganta, pero después prosiguió– La
intención de todo esto, es alejarme de ti.

–¿Y qué piensas conseguir, Sara?

–Me... acaparas –replicó estremecida–. Volveré el viernes... te lo prometo.

El silencio masculino la atemorizó, y colgó inmediatamente, como si al


hacerlo le impidiera a él saber su paradero.

Intentó distraerse un rato leyendo un libro, pero no lo consiguió. Poco


después, encendió la televisión que se encontraba en la pequeña
pantalla con la esperanza de encontrar algún programa divertido.

Se mantuvo delante del aparato un largo rato, pero no logró prestar


atención a lo que tenía delante.

¡Maldición! ¡Maldición, maldición!. ¿Qué le pasaba? Se sentía


desorientada. Sólo podía pensar en Rafael. En su pelo rizado. En sus ojos
oscuros. En su boca sensual. Conocía todos los matices de su voz grave, y
podía imaginársele como si fuera parte de sí misma.

Echó un vistazo a su reloj de pulsera y vio que apenas eran las nueve; no
obstante, el largo recorrido en el coche la había cansado.

Después de una ducha reanimarte, se puso el camisón y se deslizó entre


las sábanas de la cómoda cama.

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
La noche fue larga y solitaria, y, a pesar de que Sara logró dormir algunas
horas, a la mañana siguiente se despertó con la sensación de que había
pasado la noche en vela.

Durante sus horas de insomnio, vio una cosa con claridad: amaba a
Rafael. Sólo el amor podía ser responsable de aquella necesidad
dolorosa, que era casi una obsesión. Él formaba ya parte de ella. Vivir sin
él, sería como estar muerta.

La decisión de regresar fue también apresurada. Después de desayunar


rápidamente una taza de café y una rebanada de pan tostado, se quitó
el camisón, lo metió en el maletín y se dirigió al coche.

A las nueve, ya estaba en la carretera y hacia kilómetros rápidamente


mientras su corazón latía acelerado. Pensaba en la forma de
sorprenderle. Debía llegar a Southport a mediodía, y una tenue sonrisa
curvó sus labios, mientras imaginaba la reacción de su marido cuando
entrara en su oficina y le pidiera que la invitara a comer. Justo al pasar
Murwillumba, el tránsito se detuvo y Sara disminuyó la velocidad igual
que el coche que había delante de ella. Lo que pasó a continuación, le
pareció un sueño. De pronto, sintió y escuchó un terrible golpe que la
lanzó hacia adelante sin que pudiera evitarlo, y después, nada más.

A lo lejos, creía oír vagamente el sonido de sirenas y, casi inconsciente,


oyó voces, sintió manos que la levantaban, después una sensación de
dolor y, luego, como si flotara.

Cuando se despertó, se encontró con el rostro sonriente de una


desconocida; divisó un uniforme blanco y escuchó una voz agradable:

–Por fin ha decidido despertarse. ¿Cómo se siente?

–Como si aún flotara –contestó, pero sintió que todavía estaba mal–.
¿Estoy herida? No me lo parece, sin embargo, tampoco creo que pueda
levantarme de la cama.

–El doctor vendrá dentro de un momento. Le explicará lo que pasa.


Mientras tanto, le inyectaré un calmante –dijo la enfermera suavemente–.
Si me necesita, oprima este botón –y le colocó a un lado de la mano el
timbre eléctrico. Seguidamente, entró el médico en la habitación de
Sara.

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–Tiene un golpe en la cabeza que quizá le duela bastante durante
algunos días –le explicó–. Además, tiene unas cuantas heridas y una
costilla rota. Es una joven con mucha suerte, señora Savalje. Pudo haber
sido mucho peor.

–¿Sabe mi nombre? –preguntó azorada y le vio sonreír.

–Su marido lleva aquí muchas horas. Espera afuera para verla.

–¿Rafael... aquí? –palideció un poco, y notó que el médico la miraba


pensativo.

–¿Desea que le diga que vuelva mañana?

Sara negó con la cabeza y, en ese instante, una aguda punzada le


atravesó desde la frente a la nuca.

–No, por supuesto –respondió.

El joven médico asintió sonriente y salió de la habitación. En un momento


de pánico, Sara cerró los ojos, anhelando que todo aquello fuera
solamente una pesadilla.

–Hola, Sara.

La voz grave y varonil le era familiar. Abrió los ojos lentamente y se le


quedó mirando unos instantes, para responderle luego con cierto temor.

–Rafael –sus enigmáticas facciones no le decían nada, y abrió más los


ojos cuando le vio aproximarse. Necesitaba decir algo, lo que fuera... y
declaró apresuradamente–:El Porsche... espero que no haya quedado
muy mal. Yo... –la boca masculina sobre la suya la hizo callarse.

–Calla, tontita –musitó él momentos después–. El coche me importaba un


bledo.

Respiraba agitadamente, lo que provocó que le dolieran las costillas y


vio, sorprendida, que él se sentaba en la cama cerca de ella.

–No fue mi culpa –explicó estremecida.

–Oh, Sara –Rafael movía la cabeza–. ¿Qué voy a hacer contigo?

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–Habría sido mejor que no te casaras conmigo –respondió, después de
tragar saliva.

–¿Eso piensas? –le acariciaba una mejilla con mucha suavidad.

–Oh, maldición –murmuró ella consternada al sentir que las lágrimas le


rodaban por las mejillas.

–No llores, querida–trató de calmarla–, o las enfermeras van a pensar que


mi visita te ha puesto nerviosa, y me dirán que me vaya.

–Es mejor que te vayas –dijo entristecida–. No me siento nada bien.

–Has estado inconsciente durante varias horas –le reveló él con una
extraña sonrisa; después se puso de pie–. Descansa, pequeña –sus ojos se
oscurecieron con una emoción indefinible–. Estaré aquí, si me necesitas –
se inclinó para rozarle una mejilla con los labios, después se incorporó
para dirigirse a la puerta.

A continuación, todo fue un poco vago. Sara durmió a ratos, y por la


tarde la despertaron para darle algo de beber; después cayó dormida
en un profundo sueño. En algún momento durante la noche o a primeras
horas de la madrugada, se despertó en la oscuridad, segura de que
había gritado. Un suave caminar y el crujido del uniforme se lo
confirmaron, y en seguida sintió un pinchazo de aguja y unas suaves
palabras que intentaban calmarla; luego, se sumió en una profunda
oscuridad.

La joven se despertó por la mañana, debido al ruido del carrito del


desayuno y a la actividad del hospital. Se enderezó para recostarse sobre
las almohadas; se percató de que aún le dolía la cabeza, pero la
sensación aletargarte había desaparecido.

La puerta se abrió y entró una figura de blanco que se dirigió a subir la


persiana.

–Ah, ya se ha despertado. ¿Cómo se siente?

–Mejor –Sara sonrió ligeramente, y extendió el brazo para que le tomaran


el pulso.

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–Sí, eso parece –dijo la enfermera con la acostumbrada amabilidad–. El
doctor vendrá muy pronto –le colocó el termómetro en la boca–. ¿Se le
ha pasado algo el dolor de la cabeza?

Sara asintió con un movimiento de cabeza, y un momento después, la


enfermera anotaba el resultado de la temperatura.

–Dentro de un momento, le darán una taza de té –y después de una


breve sonrisa, salió.

A media mañana comenzaron a llegar las flores, enormes ramos de


variado colorido, y Sara empezó a ser el tema de conversación entre las
enfermeras. Leyó cada una de las tarjetas que acompañaban a las
flores; Selina le había enviado dos, otro era de Silvia y el resto eran de
Rafael.

A la hora de las visitas vespertinas llegó Selina, acompañada de Rafael, y


la joven vio que él le dejaba un paquetito en el regazo.

–¿Qué es?

–Ábrelo tú misma y lo verás –Rafael le sonrió con mucha ternura en la


mirada.

Los dedos de Sara temblaron mientras lo desenvolvía, y al abrir el


estuche, se encontró con un bonito medallón de oro que colgaba de
una delicada cadena.

–¡Cielos! –exclamó ella, provocando la sonrisa masculina.

–Póntelo, querida –Rafael lo sacó del estuche y lo colocó alrededor del


cuello de la joven.

Sara sintió un cosquilleo cuando los dedos masculinos tocaron su piel y,


en ese instante, deseó que la besara.

Él la miró, y ella le dio las gracias; después impulsivamente, elevó las


manos y rodeó el cuello masculino, acercándolo para besar a su marido.

Fue una caricia casi fugaz, y cuando se separó de él, notó una mirada
rara en los ojos oscuros que brillaban mientras la miraba.

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–Es precioso –comentó, al mismo tiempo que admiraba el medallón que
colgaba entre su busto.

–Estoy de acuerdo –comentó Rafael, pero el sentido de sus palabras era


inequívoco, y la joven no pudo evitar ruborizarse.

–Gracias por las flores –murmuró, y miró también a Selina–. Son muy
bonitas –curvó los labios con una sonrisa–. Vais a echarme a perder.

–Nos diste un susto terrible –dijo Selina, conteniendo un estremecimiento–.


Rafael llamó a especialistas de Sydney, y no abandonó el hospital hasta
esta mañana.

–¿Especialistas? Si sólo tengo una costilla rota y un golpe en la cabeza –


dijo incrédulamente, después inquisitiva– Este es un hospital público,
¿verdad?

–Me temo que no –respondió su madre suavemente–. Rafael insistió en


que recibieras la mejor atención médica posible.

–Comprendo –casi era un murmullo–. ¿Cuándo podré marcharme a


casa?

–Dentro de unos cuantos días –le dijo Rafael–. Lo dejaremos a criterio del
médico.

Esos cuantos días transcurrieron para ella con suma lentitud a pesar de
que la visitaban por la mañana y por la tarde. Incluso llegaron más flores,
y la habitación empezó a parecer un exótico invernadero. Una de las
enfermeras le comentó a Sara, bromeando, que les costaba trabajo
encontrarla entre tantas flores.

Rafael la visitaba más de una vez al día, y por las tardes se quedaba
bastante rato a su lado. Su presencia causaba un gran alboroto entre las
enfermeras, y su dedicación y cuidados serían de comentario entre todas
ellas.

El viernes por la tarde, Ana pudo ir al hospital a ver a Sara. Acababa de


regresar de un campamento. Sus ojos estaban muy abiertos cuando
entró en la habitación.

–Oh, Sara –musitó casi en un murmullo–. ¿De verdad te encuentras bien?

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–Desde luego –le aseguró la aludida con una sonrisa, pero sintió que el
corazón le daba un vuelco ante la consternación de la niña–. No me
podréis abrazar durante un tiempo, pero eso es todo.

Ana se aproximó más y se estremeció al ver la herida que Sara tenía en la


frente.

–¿Te duele?

–Ya no –repuso la joven suavemente–. Se está poniendo de todos los


colores, tendré que comprar una sombra de ojos que haga juego –
terminó diciendo.

–Fue una suerte que llevaras puesto el cinturón de seguridad –dijo la niña
con voz grave–. ¿Cuándo volverás a casa?

–Mañana –respondió Rafael conciso, y se inclinó a besar la mejilla de


Sara.

–¿Por qué no me lo dijiste antes, papá? –Ana se oprimía las manos


nerviosamente mientras sonreía–. A Clara y Tomás les alegrará mucho
tenerte otra vez en casa. También a la abuela.

–Para todos será un alivio que Sara regrese al hogar donde pertenece –
dijo él y la joven desvió la mirada.

–Cuéntame algo sobre el campamento –invitó a Ana, quien le relató


cada detalle con el entusiasmo propio de una niña.

–Tengo infinidad de muestras y de anotaciones –terminó la chiquilla–.


Mañana te las enseñaré.

–Me encantará verlas –respondió Sara.

–Bien, pequeña, es hora de irnos, ¿eh? –Dijo Rafael, y acarició con una
mano el brillante cabello oscuro de su hija–. No es aconsejable que
fatiguemos a Sara.

El beso de Rafael fue fugaz, pero tierno; no obstante, Sara se sintió


abandonada al verle salir. Por primera vez, desde el accidente, Sara
durmió mal, y por la mañana se despertó con la sensación de haber
pasado la noche en vela.

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Cuando Rafael llegó a las diez de la mañana del día siguiente, Sara ya
estaba vestida, esperándole. El médico había ido a verla y le dio de alta,
pero antes le recetó una medicina contra las jaquecas y le advirtió que si
eran muy agudas o prolongadas, debería avisarle inmediatamente.

–¿Estás lista?

–Sí –Sara se puso de pie–. No has traído a Ana, ¿verdad?

–Pensé que sería mejor que esperara en casa –Rafael se inclinó a recoger
la maleta.

En el coche, Sara permaneció silenciosa. En más de una ocasión


pretendió decir algo, pero se calló antes de hablar, estaba segura de
que cualquier cosa que dijera, resultaría inútil y vacía. Sin embargo, no
pudo contener por más tiempo la tensión que albergaba aquel silencio, y
casi desesperada, se atrevió a hablar.

–¿Cómo está el Porsche... muy mal?

–Es lo que menos me preocupa, Sara –respondió Rafael con desgana, y


desvió los ojos del camino, para mirarla fijamente.

–Has sido muy amable durante estos días –agradeció ella


cautelosamente–. Gracias.

–¿Y qué esperabas, querida? –Había un tono sarcástico en su voz–. ¿Un


toro enfurecido?

–Ha habido ocasiones en que te has comportando como tal –Sara se reía
por la ocurrencia.

–Mientras tú, por supuesto, has sido un ejemplar de docilidad.

–Somos muy diferentes, Rafael –dijo ella con cierta amargura–. Y aunque
viviera cien años nunca podría igualar esa personalidad tan particular
que tienes.

–¿Y eso te molesta?

–Lo que ocurre es que me siento torpe e ingenua al saberme


comparada.

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–Oh, Sara –se burló él suavemente–, estás confundida, ¿o me equivoco?

–Por eso me fui –repuso envalentonada.

–Pero no te das cuenta que irte de aquella forma fue una locura.

–Estabas enfadado.

–¿Y esperabas que no lo estuviera, querida?

–No, supongo que no –asintió ella con voz débil, a punto de llorar, lo que
la hizo volverse hacia la ventanilla como si se interesara por el paisaje.

–¡Por Dios! –exclamó él con voz enronquecida–. Eres muy oportuna, Sara.
¿En medio del tránsito de la carretera, deseas una detallada explicación
de mis sentimientos al respecto?

–Lo siento –musitó desconsolada.

–Debemos hablar –declaró él con un gran dominio de sí mismo–. Pero


éste no es el momento ni el lugar.

–Lo lamento –repitió la joven, y vaciló ante la mirada que él le lanzó.

–Si vuelves a disculparte una vez más, no seré responsable de mi


reacción.

Estaba claro que el silencio era el mejor recurso y Sara permaneció


callada durante el resto del trayecto a casa.

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Capítulo 10
L a llegada de Sara a la elegante mansión fue recibida con gran

entusiasmo por parte de Ana y Silvia. Habían estado mirando desde una
ventana, hasta que el coche se detuvo en la entrada.

Entre sonrisas y algunas lágrimas, Sara fue conducida adentro, e invitada


a sentarse en una cómoda silla. Daba la impresión de estar relajada,
cuando entró Clara con un carrito en el que había una deliciosa
variedad de pasteles y una cafetera llena de café recién preparado.

Gracias a Silvia y a Ana, el encuentro resultó muy agradable. Todos


charlaron amigablemente. Cuando terminaron de tomar el café, Rafael
lamentó tener que irse, pero, antes, advirtió a Sara muy seriamente que
debía reposar y evitar fatigarse. El beso de despedida fue cálido, pero
ella supo que era debido a la presencia de Silvia y Ana.

El día transcurrió con sorprendente rapidez, y a medida que se


aproximaba la hora de que regresara Rafael, Sara empezó a inquietarse,
pero cuando le oyó llegar, experimentó un alivio.

Después de la llegada del cabeza de familia, se dispusieron a cenar.


Para cualquiera que pudiera observarles, representaban una familia
envidiable. Si Silvia se dio cuenta de la tensión que había entre su hijo y su
nuera, lo disimuló a la perfección. Ana, ante su regocijo por tener a Sara
en casa, parecía ignorar a todos los demás.

A las ocho, Rafael discutió un poco con la niña para que se fuera a
dormir, y, una hora después, comentó que sería mejor que Sara se retirara
a descansar.

–Es mejor, querida. Vamos, te acompañaré arriba.

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–No hay necesidad –replicó la joven con una sonrisa falsa–. Dudo que me
caiga por las escaleras.

–No te pongas tonta –dijo él parsimoniosamente, al mismo tiempo que le


lanzaba una sonrisa de advertencia.

Sin hablar, Sara se puso de pie y, después de despedirse afectuosamente


de Silvia, siguió a Rafael.

–No soy una niña –declaró en cuanto él cerró la puerta de su alcoba.

–¿He dicho yo que lo seas? –Rafael se acercó lentamente a la joven,


para detenerse a pocos centímetros de ella. Sara le miró ingenua.

–No tienes por qué arroparme. Puedo hacerlo muy bien yo sola –si la
tocaba estaría perdida.

–No obstante, me cercioraré de que estés cómoda.

–Rafael...

–Insisto –repuso él decididamente, y ella se volvió, derrotada.

–Me gustaría ducharme –se encaminó al baño, insegura de si él la


seguiría.

El chorro de agua la relajó, y al salir de la ducha, se topó con la figura de


Rafael apoyada en el umbral de la puerta. En silencio, Sara cogió la
toalla y se envolvió en ella.

Entonces, él, se movió, le quitó la toalla, y empezó a secarla con sumo


cuidado. Había varios moretones en las costillas de la joven, y Rafael
apretó los labios al darse cuenta.

–Parece peor de lo que es en realidad –dijo Sara entre un deseo de llorar


y reír.

–Tienes suerte de estar viva –replicó él con una dureza innecesaria, por lo
que ella retrocedió.

–Hay momentos en que desearía no estarlo –declaró amargamente y


saltaron chispas de los ojos oscuros.

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–No seas infantil.

–¡Oh, déjame sola! – Sara comenzó a llorar y reflejó dolor en su mirada–.


No necesito tus cuidados –para su desgracia, sintió que le temblaba el
labio inferior–. ¿No puedo estar sola nunca?

Durante un instante, la expresión masculina fue sombría; en seguida le


entregó la toalla y le dijo que la esperaría en la habitación.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de la joven, y necesitó todas sus
fuerzas antes de volver a enfrentarse a él.

–Tienes que tomar unas pastillas –recorrió con la mirada la esbelta silueta
enfundada en un ligero camisón. Sin responder, ella fue hacia él para
cogerlas, y a su vez, el vaso de agua que sostenía.

Después de tragárselas, se metió en la cama.

–¿Estás cómoda?

Sara deseó gritar que no, y reprocharle que tenía un horrible dolor en el
corazón.

–Gracias –cerró los ojos para no verle; escuchó el sonido del interruptor al
apagarse la luz, y casi en seguida, la puerta de la habitación que Rafael
cerraba al salir.

Fue entonces cuando volvió a llorar. Era un llanto suave y silencioso que
hacía rodar las lágrimas hasta su barbilla.

Los siguientes días, transcurrieron monótonamente para Sara. Se


levantaba tarde, después de haber desayunado en la cama, luego se
duchaba y bajaba la escalera para recorrer la casa con desgana y sin
un propósito fijo, siempre bajo la vigilante mirada de Clara. Comía con
toda calma, en compañía de Silvia. La llegada de Ana del colegio era la
atracción del día, porque Sara se dedicaba a supervisarle la tarea y a
charlar con la pequeña sobre lo que había hecho. Cuando la joven
subía a cambiarse para la cena, coincidía inevitablemente con la
llegada de Rafael, por lo que ella se aseguraba de entrar en el recibidor
minutos después que Silvia.

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Lo peor era por las noches, porque era entonces cuando Sara
aguardaba despierta en la cama a que Rafael subiera, y, a pesar de
cierto temor, ansiaba el momento en que la cogiera en sus brazos. Pero
él, generalmente llegaba tarde, se daba una ducha y cuando se metía
en la cama se mantenía a gran distancia de ella. No transcurría mucho
tiempo hasta que la respiración masculina indicaba que estaba dormido,
y Sara sentía, como nunca, deseos de golpearle.

Justo una semana después de que Sara regresara a casa, Silvia cogió a
Rafael por su cuenta durante la cena.

–¿Por qué no llevas a pasear a Sara hoy? –Sugirió enfrentándose a la


mirada de su hijo–. Le sentaría bien.

–Sí, papá –intervino Ana con un júbilo que fascinó a Sara–. Debe ser muy
aburrido para ella estar metida todo el día en casa. Ahora está mucho
mejor –aseveró la chiquilla, y se volvió a preguntarle a Sara–: ¿No es
cierto, Sara?

–Sí –repuso ella, sin atreverse a mirar de frente a Rafael.

–Creo que esto es una conspiración –dijo él lentamente–. Ante tres


damas tan decididas, ¿qué otra opción me queda, sino aceptar? –lanzó
a Sara una mirada penetrante–. ¿Te sientes lo bastante bien como para
ser sociable durante unas horas?

–Sí –replicó ella con presteza, lo cual hizo reír a Rafael.

–Entonces, por mí de acuerdo. Ve a retocarte el maquillaje, y enseguida


nos marcharemos.

–¿Ahora? –preguntó sorprendida.

–No quiero que te siente mal la salida. No te sentaría bien el frío de


noche.

–Como a la cenicienta –Sara sonrió con una mueca, al igual que Silvia y
Ana–, te ves en el deber de traerme a casa antes de medianoche.

–Es una lástima que yo no sea el príncipe –dijo burlonamente.

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–El príncipe logró encontrar a Cenicienta al final –declaró Ana con aire
infantil.

–Así fue, cariño –Rafael sonreía.

Diez minutos más tarde, Sara iba sentada en el coche mientras Rafael
conducía hacia Surfer's Paradise.

–¿Quieres ir a algún sitio en especial?

–A algún lugar tranquilo –contestó ella cautelosamente.

Rafael eligió una sala de fiestas muy distinguida. Y con un gesto nervioso,
la joven se palpó la cicatriz que casi había desaparecido de su frente.

–No se nota, Sara –le aseguró él, mientras se aproximaban a la entrada–.


Cuando te sientas cansada, dímelo y nos iremos a casa.

Rafael pidió una botella de champán.

–En tu honor –le explicó con una sonrisa.

–Te portas muy... amablemente –dijo Sara.

–¿Insinúas que de alguna forma he sido negligente?

–No, por supuesto –contestó ella, al mismo tiempo que trataba de


disimular su acelerado pulso.

–La semana próxima debo hacer un viaje de negocios a Sydney –dijo él


muy despacio.

–¿Oh? –intentó mostrarse despreocupada–. ¿Cuánto tiempo estarás


fuera?

–Una semana... quizá un poco más.

–Ya.

–Parece que no te agrada mucho la idea –había una sonrisa en los labios
masculinos–. ¿Es cierto?

–¿Debería? –replicó ella a la ligera.

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–No es extraño que las esposas acompañen a sus maridos en los viajes de
negocios.

–¿Es una invitación?

–¿Vendrías si te lo pidiera?

–Si lo deseas –repuso Sara inexpresivamente, y él sonrió.

–¿Desde cuándo tienes en consideración mis sentimientos Sara?

–Sé lo que quieres, Rafael –su sarcasmo la hizo responder–. Lo que no me


imagino es el motivo.

–Oh, es muy sencillo –se burlaba de ella suavemente–. Hasta Ana podría
responder a eso.

–En ese caso, no debe costarme mucho trabajo.

–Lo tienes a la vista, querida, y, sin embargo, no quieres reconocerlo.

–¡Rafael!

Ambos se volvieron ante la seductora voz femenina, y Sara sintió una


puñalada en el corazón al ver que Renée se aproximaba a la mesa con
su andar provocativo.

–Renée –Rafael se puso de pie caballerosamente y con sonrisa de


cortesía.

–Querido, esperaba encontrarte aquí esta noche –declaró Renée sin


aliento; se le colgó de un brazo con un ademán posesivo lanzó una
mirada casi enfermiza.

–¿De verdad?

La pelirroja lanzó una breve mirada a Sara, y luego se volvió hacia Rafael
con una amplia sonrisa.

–¿No vas a pedirme que os acompañe?

–Por supuesto –repuso él, pero Sara notó un cierto enfado en él, y le
agradó.

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Renée tomó asiento y llamó al camarero para pedirle otra copa.

–¿Champán, querido? ¿Estáis celebrando algo?

–Solamente el placer de salir con mi esposa –contestó Rafael con


perspicacia, y Renée se vio forzada a tener en cuenta a Sara.

–Oh, sí... destrozaste el Porsche.

–Gracias, ya estoy bien –replicó Sara con una dulce sonrisa, para seguir el
juego de la otra mujer.

–Deberías haber tenido más cuidado.

Sara abrió la boca, pero la cerró de nuevo y cogió su copa.

–¿Has venido sola?

Ante la pregunta de Rafael, Renée sonrió y se encogió de hombros para


responder con una mueca:

–Me imagino que Basil debe estar aparcando el coche.

–Entra en este momento –dijo Rafael al divisar al hombre que estaba en


la entrada. Le hizo señas y, un momento después, el compañero de
Renée se aproximó a ellos.

Otra botella de champán reemplazó a la que estaba vacía, y el


camarero volvió a llenar las copas.

–¿Puedo proponer un brindis? –preguntó Rafael ecuánimemente, y


Renée sonrió alegremente.

–Por supuesto, querido, adelante.

–Por el momento de la verdad –se burló él, al mismo tiempo que


levantaba la copa y la golpeaba ligeramente con la de Sara antes de
llevársela a los labios.

–¡Santo Dios! –Exclamó Renée con aire de perplejidad–. ¿Se trata de


alguna broma personal, o vamos a compartirla todos?

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–Quiero que te disculpes con Sara por haberle contado toda una serie
de mentiras sobre tu supuesta relación conmigo.

Sara le miraba como hipnotizada, por la fascinación que le producía la


fría implacabilidad de su esposo.

–Rafael, no tengo ni idea de lo que quieres decir.

–Lo sabes muy bien –miraba a Renée profundamente, y la misma Sara


contuvo un estremecimiento.

–Rafael –insistió Renée, esta vez con fingida dulzura– no es éste el


momento ni el lugar para discutir tales... –hizo una pausa intimidades.

–Nunca ha habido ninguna intimidad entre nosotros– repuso Rafael entre


dientes–, desde hace varios años. ¿O me equivoco?

–Tienes un gusto deplorable, querido –los ojos de Renée centelleaban–.


Habrías hecho mejor en emplearla como niñera. Sus cualidades son
mucho más idóneas para cuidar a una niña que para satisfacer tus
apetitos sexuales –durante un segundo elevó la voz con mayor vileza
aún–. ¿Es una buena alumna, Rafael? Sentiría lástima por ti si no lo fuera –
alzó la copa, terminó el contenido con un elegante ademán y luego se
volvió hacia su silencioso compañero–. Vámonos a algún otro sitio,
cariñito. De pronto este lugar ha perdido su encanto –se puso de pie y se
alejó apresuradamente de ellos, sin siquiera volver la cabeza.

–Lo... lo lamento –balbuceó Basil turbado, mientras se ponía de pie–.


Renée es... –no hallaba palabras, por lo que Rafael intervino.

–No tienes por qué disculparte.

–Qué insolente –musitaba Basil, ruborizado hasta las orejas y Sara sintió
pena por él. El pobre hombre debía sentirse totalmente fuera de lugar.

–Buenas noches –dijo Rafael con voz suave, y Basil se fue.

Sara tomó aliento y cogió su copa. Dio un sorbo generoso antes de volver
a dejarla sobre la mesa.

–Has estado horrible –musitó la joven con una expresión de cinismo.

–Conseguí el efecto deseado.

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–¿Sabías que ella iba a venir?

–Renée está familiarizada con la mayoría de mis sitios favoritos.

–Comprendo.

–¿Qué comprendes, querida? –él esbozó una tenue sonrisa.

–Eres bastante duro, ¿no es cierto? –respondió, y vio que los ojos de él se
oscurecían.

–Protejo mis intereses.

–Como una fiera agredida –dijo ella enfáticamente, y le oyó reírse.

–¿Preferirías que no te hubiera defendido?

–No. Gracias –ella bebió otro sorbo de champán.

–Oh, Sara, qué extraña criatura eres –se burló Rafael suavemente–. Hay
ocasiones en que me desespera tener dos chiquillas –le cogió la barbilla
con los dedos–. Vamos, querida regresemos a casa, ¿eh? Creo que ya
has tenido suficiente por esta noche.

¿Dónde estaba toda su energía? Se levantó como una ovejita obediente


y le siguió al coche, donde permaneció silenciosa durante todo el
trayecto.

–Estás muy callada.

Sara vio que él cerraba la puerta de la alcoba, y su corazón empezó a


latir apresuradamente. Rafael parecía muy tranquilo; sin embargo, había
algo extraño en él. ¿Enfado, pasión? La joven no podía adivinarlo.

–He tenido un día completo –respondió, y se dirigió hacia la cama, de


donde sacó el camisón de seda. Se sentía abatida y nerviosa, y, al mismo
tiempo, percibía un cierto peligro que parecía flotar en la habitación.
Más que nada deseaba poder decir: «Abrázame y ámame de la misma
forma que yo te amo», pero las palabras se le hacían un nudo en la
garganta, y, con un gesto de impotencia, se dirigió al baño, pero casi en
seguida unas manos la retuvieron.

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Elevó los ojos hacia los de Rafael, y casi no pudo contener las lágrimas al
notar una gran ternura en ellos.

–Te debo... una disculpa –empezó a decir temblorosa–. Te amo –las


palabras salieron de sus labios casi como un murmullo, por lo que Rafael
tuvo que inclinarse, y Sara sintió la lenta respiración masculina.

Con suma ternura, Rafael le rozó la frente con los labios, acariciando la
parte donde tenía la herida, después, le levantó la cabeza para mirarla
tan apasionadamente, que ella se ruborizó.

–¿Te disculpas por amarme? –preguntó él suavemente.

–Por dudar de ti.

–No te culpo, Renée puede convencer a cualquiera si se lo propone.

–Te agradezco tu comprensión –se las ingenió para esbozar una sonrisa, y
después se recorrió los labios con la lengua con un gesto nervioso–. Gozó
al comentarme que le extrañaba que no hubiera cambiado el mobiliario
de tu apartamento.

–Se debió a un desafortunado error por parte de uno de mis empleados,


a quien logró engatusar para concertar una cita en mi apartamento –
explicó él endureciendo la expresión por la contrariedad. Ante la
aparente sorpresa de la joven, agregó con una leve sonrisa– He decidido
alquilarlo, ya no lo necesito.

–Oh. Eso explica cómo pudo entrar allí.

–Nunca la perdonaré por haber intentado alejarte de mí –la cólera que


había en los ojos oscuros la puso un poco nerviosa–. Y menos aún, porque
debido a tu huida, tuviste aquel desafortunado accidente –Rafael
palideció al recordarlo–. ¡Dios mío, pudiste haber muerto!

Sara le cubrió la boca con los dedos con un gesto conciliador, y al


hacerlo, palpó sus sensuales labios.

–Yo venía de regreso –musitó, y el pulso se le aceleró porque Rafael


empezó a besarle los dedos–. Había descubierto que te amaba... Tanto,
que no me importaba si no era correspondida–el labio inferior le tembló

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un poco, y se enfrentó a la mirada masculina sin ningún temor–. Me
bastaba con ser tu esposa.

Rafael empezó a hablar.

–Por favor... permíteme terminar –le pidió ella. Una risa ronca brotó de su
garganta–. Quizá no volveré a tener el valor. Intenté explicártelo, después
del accidente –prosiguió con voz trémula–. Si me hubieras cogido entre
tus brazos tan sólo una vez, creo que no habría resistido más. Pero no lo
hiciste –terminó desolada. Él había dejado de besarla, y creyó que
moriría en ese instante.

–Sara –musitó él con voz ronca–, no tienes ni idea de lo que pasé en el


hospital. Horas interminables de espera para que recobraras el sentido,
sin saber siquiera lo graves que podían ser tus heridas y, sobre todo, con
una sensación de terrible impotencia –lanzó un gemido emocionado y,
durante un segundo, su rostro se ensombreció–. ¿No te miraste en un
espejo... ni siquiera una vez durante estos días? No podía tocarte. Oh,
Dios, cada vez que me acercaba a ti, sólo veía una infinidad de
moretones cubriendo tu frágil rostro y tus costillas –agregó bruscamente–.
¿Te imaginas el daño que te hubiera hecho si no me hubiera dominado?
No, querida, lo mejor era dejarte sola.

–Pensé que no me querías –murmuró la joven, y le vio sonreír.

–¡No dirías eso si supieras lo mucho que te he deseado!

–Yo también a ti –declaró ella con una simpática sonrisa.

–¿Es una invitación?

–¡No lo dudes ni un momento! –contestó Sara con gran candor, y él


sonrió.

–Bueno, en ese caso creo que haré algo al respecto –cubrió la boca
femenina con la suya y la besó de una manera tan dulce que Sara no
logró contener el llanto–. ¿Lágrimas, querida? –preguntó él tiernamente.

–Me has hecho tanta... falta –dijo Sara.

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La sonrisa de Rafael fue cálida mientras se inclinaba hacia la joven; a
continuación, deslizó los labios por la delicada frente antes de buscar el
tenue pulso del cuello femenino.

Sara sintió que era toda sensibilidad, consciente de cada caricia de la


boca de Rafael, que en aquel momento le besaba el cuello.

–Eres mi vida –musitó él, y buscó la mirada femenina, que estaba


radiante–. ¿Cómo no te diste cuenta de que te habías adueñado de mi
corazón, cuando cada vez que te hacía el amor era casi un acto de
adoración? –La besó fuertemente, pero el beso fue fugaz, luego sonrió
con una mueca–. No me casé contigo por el bien de Ana, querida, sino
por el mío. Sí –reafirmó con tono suave al notar la sorpresa de Sara–, el
destino me permitió aprovechar la situación de tu fallecido padre para
que el plan pareciera convincente. Sabía que, después, con el tiempo,
ganaría tu cariño. Pero, con lo que no había contado, era con tu
obcecada obstinación de empeñarte en diferenciar el amor y el placer.
Ha habido momentos muy duros... en ellos me debatía entre una
dolorosa necesidad de amarte y las ganas de pegarte fuertemente por
estar tan ciega.

–¿Y ahora? –bromeó Sara.

–¡Provocadora! –exclamó, agitándola suavemente pues buscó la suave


boca entreabierta, mientras le bajaba te la cremallera del vestido.

Sara sintió que él le desabrochaba el sostén sin ninguna prisa elevó los
brazos para rodearle el cuello.

–Ámame, Rafael –murmuró desinhibida–. Te necesito

En respuesta, el la buscó hambriento, y luego levantó la cabeza para


mirarla. Sara sintió que se ahogaba en un mar de emociones al
contemplar los oscuros ojos.

–Nunca mas volverás a tener ningún motivo para dejarme mi amor –


musitó él. –te lo puedo asegurar.

Un profundo suspiro se escapó de los labios femeninos; después, Rafael la


abrazó y la hizo perderse en un torbellino de pasión mientras la llevaba a
las alturas del éxtasis sensual. Y fue mucho tiempo después, cuando Sara

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Helen Bianchin “Todo Por Amor (Fuego Fatuo)” (Wildfire Encounter)
se relajó en los brazos masculinos, invadida por una sensación de paz y
con la certeza de que, por fin se encontraba en su hogar.

Fin

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