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¿Sería aquella noche la primera de muchas otras?


Cuando el magnate Gray Gallagher decidió consolar a Rebecca en la boda
de su ex prometida, ella no tenía previsto despertar junto a él a la mañana
siguiente. ¿Qué tipo de consuelo había querido darle?
Y entonces le propuso llevársela en un viaje de negocios. Pero Rebecca
seguía con la duda de si había dormido con él o se había acostado con él...
o si tenía la intención de mezclar los negocios con el placer durante aquel
viaje. Después de todo, él era su jefe y podía pedirle que hiciera «horas
extras».

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Capítulo 1

Con una sonrisa tan brillante como una tiara y el corazón tan pesado
como el plomo, Rebecca Ferris aguantó estoicamente mientras su
hermanastra se casaba con el único hombre al que ella había amado en su
vida.
Sujetando el ramo de la novia, aguantó mientras Lisa y el honorable
Jason Beaumont eran declarados marido y mujer. Y mientras se besaban.
Luego, tiesa como un robot, siguió a la comitiva hasta la sacristía para
firmar como testigo.
Después de un inusualmente fresco y lluvioso comienzo de verano,
Lisa y Jason tuvieron la suerte de que el dieciséis de julio hiciera un día
precioso.
Todo parecía acompañarlos.
Las fotografías se hicieron en la puerta de la antigua y preciosa iglesia
de Elmslee, teniendo como fondo el viejo bosque de robles. Los invitados
se congregaban en grupos, hablando sobre la buena pareja que hacían: la
novia, bajita y guapísima; el novio, alto, delgado y rubio, con pinta de
actor de cine.
Cuando el fotógrafo estuvo por fin satisfecho, volvieron a la mansión
de Elmslee, el hogar de la familia Ferris durante más de tres siglos.
Lisa, que había llegado a Elmslee cuando era muy pequeña, estaba
impaciente por marcharse de allí. Su hermanastra prefería el bullicio y la
actividad de Londres y se fue a vivir al apartamento de Jason en
Knightsbridge en cuanto le fue posible.
Rebecca había nacido en Elmslee. Le encantaba aquella mansión
victoriana con sus ventanas emplomadas y su chimenea de piedra. Y la
echaría mucho de menos porque Helen, su madrastra, estaba dispuesta a
venderla. La madre de Lisa pensaba comprar un apartamento en Londres
para estar cerca de su hija.
Sabiendo cómo habría disgustado eso a su padre, Rebecca se aventuró
a protestar, pero su madrastra contestó que, aparte del dinero que costaba
mantenerla, Lisa se había ido a Londres y una casa de diez habitaciones era
demasiado grande y demasiado silenciosa para ella.

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Aquel día, sin embargo, era todo menos silenciosa. La casa y los
jardines estaban de fiesta.
El banquete iba a celebrarse en el jardín, bajo una enorme carpa en la
que también había un pequeño estrado para la orquesta.
La segunda señora Ferris, bien acostumbrada después de dieciséis
años a hacer el papel de anfitriona, estuvo perfecta. Todo había sido
organizado con gran rapidez y eficiencia.
Antes de que Jason Beaumont pudiera cambiar de opinión, había
dicho una de sus tías, irónica.
En el vestíbulo, adornado con flores blancas, Helen y Rebecca
esperaban para saludar formalmente a todos los invitados.
Era el momento que Rebecca temía, pero manteniendo la cabeza bien
alta, consiguió sonreír. Hasta que llegó su tía abuela Letty.
—No sé por qué la ceremonia se ha celebrado tan tarde… Una moda,
supongo. Pero cuando nos sirvan la cena será casi la hora de irse a la cama
—protestó, mientras ponía la mejilla para que Rebecca le diera un beso.
—Lo pasarás bien, tía Letty.
—Me sorprendió mucho recibir una invitación de boda con el nombre
de Lisa —dijo su tía entonces, en voz baja—. Pensé que eras tú la que
estaba prometida con Jason.
Rebecca tragó saliva.
—Sí, pero…
—¿Cómo has dejado que esa mimada hermanastra tuya te lo quitara?
—Tía, por favor…
Al ver la expresión triste en el rostro de su sobrina, Letty le dio un
golpecito en el brazo.
—No pasa nada, querida. Créeme, hay muchos peces en el mar. Y
mejores que Jason.
Intentando disimular su turbación, Rebecca siguió estrechando manos
hasta que, afortunadamente, se anunció al último invitado: una amiga de su
madrastra.
Pero durante un corto silencio, oyó que Helen decía:

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—Sí, claro, la pobre Rebecca está muy decepcionada. Pero era


absurdo seguir con un hombre que nunca la había querido. Era tan
humillante…
Sabiendo que todos los que estaban cercan lo habían oído, Rebecca
escapó de allí a toda velocidad.
Medio cegada por las lágrimas y por la luz del sol, corrió por el jardín,
su vestido lila enganchándose con los arbustos.
Angustiada, se dirigió hacia un pequeño cenador que dejó de usarse
cuando su padre murió.
Aquel sitio había sido para ella como un santuario, un lugar en el que
se refugiaba cuando se sentía sola.
Mientras Lisa iba de novio en novio desde que tenía quince años,
Jason había sido el único hombre de su vida y, por primera vez desde que
lo perdió, Rebecca bajó la guardia y dejó que unas lágrimas amargas
corrieran por su rostro.
De repente, el crujido de un escalón hizo que levantase la cabeza.
—Me habían dicho que las mujeres lloraban en las bodas, pero ¿no
crees que te estás pasando un poco? —preguntó una voz masculina.
Mortificada, Rebecca escondió la cara.
—Si no te importa, quiero estar sola.
—Ah, como Greta Garbo —replicó él, burlón.
—¡Vete, por favor!
Pero el hombre, apoyado en el quicio de la puerta, tenía en la mano
una botella de champán y dos copas.
No podía ver su cara porque el sol le daba de espaldas, pero tenía el
pelo oscuro y los dientes muy blancos.
—¿Qué quieres? —preguntó, sorprendida.
—He venido a darte el pésame.
Ella se mordió los labios. Lo último que deseaba era la compasión de
un extraño.
Aunque el hombre parecía conocerla.
—¿Quién eres?

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—Mi nombre es Graydon Gallagher. Pero mis amigos me llaman


Gray.
Rebecca llevaba el pelo, castaño claro, sujeto en un elegante moño y
adornado con flores. En el cuello, un sencillo collar de perlas.
A pesar del maquillaje se la veía pálida y sus ojos almendrados
estaban llenos de lágrimas.
En la mayoría de las fotografías que Gray había visto de ella, su rostro
era sereno, sus ojos color ámbar brillantes, sus labios generosos, sensuales.
Aunque no era guapa en el sentido convencional, tenía un rostro
fascinante, con mucho carácter. Y cuando vio su foto pensó, cínicamente,
que el gusto de Jason había mejorado notablemente.
Muchas de las chicas con las que Jason Beaumont había mantenido
relaciones en el pasado eran buscavidas cuya belleza era su única moneda
de cambio.
Aquella mujer, sin embargo, era diferente. Tenía cerebro, carácter,
estilo… y un apellido importante.
Aunque podría ir buscando el dinero de Jason debido a sus
circunstancias familiares, parecía la clase de chica de la que cualquier
hombre se sentiría orgulloso.
Desgraciadamente, el puesto de «señora Beaumont» se lo había
quitado su hermanastra y, evidentemente, eso no le había hecho ninguna
gracia.
Sonriendo, Gray sacó un pañuelo del bolsillo.
—Toma.
—Gracias —Rebecca se sonó la nariz—. ¿Eres amigo de Jason?
—Lo conozco de toda la vida. Durante un tiempo incluso vivimos en
la misma calle.
—¿Y seguís siendo amigos?
—Sí, supongo que sí.
A Rebecca no le sonaba su nombre, pero eso era bastante lógico.
Durante las semanas que estuvo prometida, Jason la había querido para él
solo.
Ella no era muy aficionada a salir de fiesta y estaba locamente
enamorada de él, así que le gustó que Jason fuera tan posesivo. Pero como
apenas salían, no había conocido a su círculo de amigos.

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—Pensé que cuando se casara me pediría que fuera testigo, pero…


—No recuerdo haberte visto en la iglesia.
—Desgraciadamente, mi avión tuvo un problema en el aeropuerto
Kennedy y me he perdido la ceremonia. Acabo de llegar.
—Ah, claro. Por eso no te había visto.
—Acababa de llegar a Elmslee cuando oí el desagradable comentario
de tu madrastra.
—Ah, ya —murmuró Rebecca, apartando la mirada.
—Y te vi salir corriendo.
—¿Y me has seguido? ¿Por qué?
—Porque parecías muy triste —contestó él, acercándose—. Por eso
pensé que una copa de champán aliviaría tu… desilusión.
Rebecca se percató de que tenía un rostro muy atractivo, de mentón
cuadrado y nariz recta. Debía tener unos treinta años. Aunque tenía los ojos
brillantes no podría asegurar si eran verdes o grises.
Él dejó las copas sobre un banco y empezó a abrir la botella.
—¿Sabes que el champán tiene poderes curativos?
—Gracias, pero no quiero champán.
—Para no herir mis sentimientos, al menos podrías tomar una copa.
—Te estoy muy agradecida, pero…
—No lo parece —sonrió Gray.
—Mira, lo que te agradecería de verdad es que me dejaras sola —dijo
Rebecca entonces.
—Me iré cuando hayas tomado una copa de champán.
—No quiero una copa de champán… y tampoco quiero compañía.
—Puede que no la quieras, pero estoy convencido de que la necesitas.
—¿Por qué iba a necesitarla?
—Porque te sientes sola. Debe ser terrible que te deje tu novio por una
hermanastra…
—Oye…

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—Pero veo que seguís llevándoos bien. Al fin y al cabo, has sido una
de sus damas de honor. Seguro que no es fácil tener que conformarse con
ser la dama de honor cuando todo el mundo esperaba que fueses la novia.
En realidad, había sido lo más difícil de toda su vida. Solo su orgullo y
la práctica que tenía escondiendo sus sentimientos lo hicieron posible.
Ese mismo orgullo hizo que Jason y ella siguieran «siendo amigos».
Decidida a impedir que Lisa y él supieran cuánto le dolía, se colocó una
máscara y siguió adelante, como si no pasara nada.
—Yo creo que deberías hacer un esfuerzo e ir al banquete —insistió
su desconocido acompañante.
—Después de lo que ha dicho Helen, no puedo… no puedo.
—¿Y qué piensas hacer? No puedes esconderte aquí indefinidamente.
En cuanto se ponga el sol empezará a hacer fresco… Bajo la carpa hay
unos calefactores, pero aquí hará frío.
—Cuando todo el mundo esté comiendo me marcharé.
—¿Cómo van a celebrar un banquete que, por cierto, debe haberle
costado un dineral a tu madrastra, mientras tú estás en tu cuarto deshecha
en lágrimas?
—No pienso hacer tal cosa.
—No puedes negar que lo estás haciendo. Deberías estar celebrándolo
con ellos… Aunque la ocasión no es particularmente alegre para ti, entre
las dos habéis conseguido conservar a Jason en la familia. Muchas mujeres
lo habían intentado antes que vosotras.
Rebecca lo miró sin entender.
—¿Qué quieres decir?
—Nada, déjalo. Pero en lugar de brindar por la felicidad de tu
hermanastra, ¿por qué no brindamos por el futuro?
En aquel momento, su futuro le parecía algo vacío y oscuro. Algo
insoportable en lo que no quería pensar.
—No, gracias.
—¿No te apetece?
—No.

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—¿Por qué no? Aunque hayas perdido un posible marido, tienes


mucho tiempo para encontrar otro. Sigues siendo muy joven. ¿Qué edad
tienes, veintiuno, veintidós años?
—Veintitrés —contestó ella.
—¡Cinco años mayor que la novia! Ahora entiendo que estés tan
furiosa. Con esa experiencia, deberías haber sido capaz de retener a un
hombre. Aunque debo admitir que, con Jason, eso no es fácil. Le encantan
las mujeres y, debido a su dinero y su título nobiliario, por no hablar de su
aspecto físico, siempre ha tenido hordas de chicas detrás de él.
—Eres muy desagradable —replicó Rebecca, molesta.
—Pero no desesperes. Aunque no eres una belleza como su
hermanastra, resultas muy atractiva…
—¿Has venido a insultarme?
—Nada más lejos de mi intención —contestó Gray, ofreciéndole una
copa.
—Gracias —contestó ella, con expresión glacial.
—Así que supongo que tendrás a alguien esperándote.
—No tengo a nadie esperándome.
—Entonces, brindemos por un cambio de fortuna —dijo Gray,
levantando su copa—. Por nosotros, por lo que nos haga felices.
Rebecca tomó un sorbo de champán y se atragantó. Riendo, él le dio
un golpecito en la espalda.
—¿Mejor?
—Sí, ya estoy bien.
—¿Quieres un poco más?
—No, gracias.
—¿Eso es genuina gratitud o solo estás siendo educada?
—Estoy siendo educada. Como te he dicho antes, si quieres verdadera
gratitud, déjame sola.
—¿Para qué vuelvas a ponerte a llorar?
—Lloraré lo que me dé la gana —replicó Rebecca.

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—Sí, supongo que es normal —suspiró Gray—. El orgullo herido


duele mucho. Además, que te hayan arrebatado la posibilidad de casarte
con un millonario, también debe doler bastante.
—El dinero no tiene absolutamente nada que ver. Yo quería a Jason…
—¿En pasado?
—No. Sigo queriéndolo —suspiró Rebecca.
—Parece como si lo dijeras en serio.
—Lo digo en serio —suspiró ella, tomando otro sorbo de champán—.
Es el único hombre al que he amado en mi vida.
Normalmente el champán se le subía a la cabeza, pero aquel día, sin
haber comido, la estaba mareando.
Pero eso era mejor que llorar a lágrima viva, pensó.
—¿Quieres contármelo? —sonrió Gray.
Acostumbrada a esconder sus emociones, incluso de su familia y
amigos, Rebecca no tenía intención de abrirle su corazón a un extraño.
—No, gracias.
—Venga, qué más da. Si me lo cuentas, te lo quitarás de encima. Y, al
menos, nos ayudará a pasar el rato. Cuéntame cómo conociste a Jason.
El champán estaba soltando su lengua y, sin querer, Rebecca se
encontró diciendo:
—Nos conocimos en la oficina. Mi padre murió el año pasado…
—Lo sé.
—¿Lo conocías?
—He oído hablar de él.
—Ah, ya.
Tras su muerte, Bowman Ferris, la empresa financiera que fundó su
bisabuelo, fue comprada por Finanzia Internacional, una corporación
bancaria angloamericana cuyo presidente era Philip Lorne, el tío de Jason.
Por eso, naturalmente, Jason se convirtió en el director de la sucursal de
Londres.
—Yo empecé a trabajar en la empresa, pero no con Jason —siguió
Rebecca—. Unos meses después, cuando la señorita Swensen, su asistente
personal, pidió un traslado a Estados Unidos, conseguí su puesto.

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—Ya veo —murmuró Gray, burlón.


—Si crees que lo conseguí porque Jason y yo…
—Conociendo a Jason, debo admitir que se me ha pasado por la
cabeza.
—Me dieron el puesto por mi experiencia.
—No lo dudo.
—Fui la ayudante personal de mi padre durante un año.
—Ah.
—Y me encanta mi trabajo.
—Y cuando Bowman Ferris cambió de propietario, supongo que te
gustaría trabajar para Jason.
—Sí, pero se acabó.
—¿Por qué? Mientras sigas haciendo bien tu trabajo, no veo por qué
tienes que dejarlo. Si Jason intentara echarte, podrías pedirle ayuda a Philip
Lorne.
—No lo entiendes… soy yo la que quiere irse. No me apetece ver a
Jason todos los días. Y, naturalmente, a Lisa tampoco le gusta la idea.
—Pero has seguido trabajando para él desde que se comprometió con
tu hermanastra, ¿no?
—Le dije que quería marcharme, pero Jason me rogó que me quedara.
—No lo entiendo.
—Dijo que, a pesar de todas nuestras precauciones, todo el mundo
sabía que habíamos estado saliendo… Y que si me iba de repente, los
rumores podrían llegarle a su tío.
—Ah, ya veo. ¿Y qué hiciste?
—Acepté quedarme durante un tiempo.
—Jason siempre consigue lo que quiere —dijo Gray entonces,
irónico—. Pero sigue, por favor.
—Acepté quedarme siempre que pudiera trabajar en otro
departamento. Afortunadamente, la señora Richardson, la secretaria
ejecutiva del director financiero, pidió la baja por maternidad. Jason aceptó
que la reemplazara y que otra secretaria hiciera mi trabajo. Y como
seguíamos tratándonos como amigos, las especulaciones terminaron.

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—¿Y cómo están las cosas ahora?


—El mes pasado presenté mi carta de dimisión y como la señora
Richardson vuelve el próximo lunes, no voy a pisar la oficina nunca más.
—¿Ya has encontrado otro trabajo?
—Aún no. Pero Jason me ha dado buenas referencias.
—¿Desde cuándo trabajas?
—Empecé en Bowman Ferris cuando terminé la carrera, hace dos
años.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? Tengo que trabajar, como todo el mundo.
—¿Tu padre no te pasaba una cantidad mensual? —preguntó Gray.
—Sí, me ofreció una cantidad de dinero…
—¿Y no quisiste aceptarla?
—No necesitaba el dinero de mi padre. Quería trabajar.
—Pues tu madrastra y tu hermanastra parecen pensar de forma
diferente —sonrió Gray.
—Eso depende de ellas. Yo siempre quise tener una carrera. Por eso
estudié Económicas.
—Si no se hubiera casado, ¿tu hermanastra habría ido a la
universidad?
Rebecca sonrió. Cuando le mencionó el tema a Lisa, ella contestó con
desprecio: «¿Por qué voy a hacer una carrera? No tengo intención de
estudiar porque pienso encontrar un marido rico».
—Aunque supongo que estaba más interesada en su vida social para
conseguir un marido rico, claro —sonrió Gray.
—Desde que dejó el colegio, Lisa ayuda a su madre en… actividades
benéficas.
—¿Actividades benéficas? —rio Gray—. ¿Por ejemplo?
—Organizan cenas y cosas así para recaudar dinero…
—Me he percatado de que no llamas mamá a Helen —la interrumpió
él.
—Ella nunca quiso que lo hiciera. Cuando se casó con mi padre solo
tenía diecinueve años.

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—¿Y tú?
—Siete.
—Entonces, tu hermanastra tenía dos.
—Eso es.
—¿Qué tal te llevabas con Helen?
—Bien —contestó Rebecca.
Eso era una exageración. Aunque Helen nunca, había sido malvada
con ella, Rebecca solo se sentía «tolerada». Siempre que no molestase
mucho, claro.
—He oído decir que Helen siempre ponía a Lisa por delante.
—Es comprensible —murmuró Rebecca.
—¿Comprensible? A mí no me lo parece. Y el comentario de hoy…
—No es tan importante.
—Por favor…
—Ha puesto la casa en venta —dijo Rebecca entonces.
—¿Y te ha dado una explicación?
—Dice que es demasiado grande para ella. Y, por supuesto, además
del dinero de la hipoteca, mantenerla es muy costoso… Pero a mi padre le
habría dolido mucho. Elmslee ha estado en mi familia durante
generaciones y él jamás la habría vendido. Le encantaba este sitio.
—¿A ti también?
—Sí —suspiró Rebecca—. Pero no puedo hacer nada.
—O sea, que tienes muchas razones para odiar a Helen.
—No la odio. Al menos, hizo feliz a mi padre.
—Tu lealtad es admirable. Aunque ligeramente exagerada.
Rebecca negó con la cabeza.
—La debo mucho. Cuando mi madre se fugó con otro hombre, mi
padre se quedó destrozado. No sé qué habría sido de él de no haber
conocido a Helen. Se ayudaron mutuamente… Ella también estaba
desesperada porque su prometido se había llevado todo el dinero,
dejándola en la calle con Lisa.
—¿No me digas?

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—Se casaron seis semanas después de conocerse —siguió Rebecca,


sin hacerle caso—. Un año después, mi padre adoptó a Lisa.
—¿Te disgustó la idea de tener una madrastra? —preguntó Gray.
—No. Aunque me dolió mucho que mi madre nos dejara, ella nunca
se había preocupado por mí. Y mi padre fue feliz con Helen.
—¿No tenías celos de tu hermanastra?
—No.
Solo una vez tuvo celos y ese día Helen la mandó a su habitación
delante de todo el mundo. Fue una lección para ella y nunca más volvió a
mostrarse celosa.
—Siempre me cayó bien Lisa. Y sigue cayéndome bien.
—¿Aunque te haya robado el novio?
—Lo dices como si lo hubiera hecho a propósito.
—¿No fue así? —preguntó Gray.
Rebecca vaciló.
—Pues…
—O sea, que fue así. ¿Luchaste por él?
—No.
Después de verlos juntos, no se le ocurrió que debía luchar por Jason.
Su orgullo no se lo habría permitido.
—¿Dejaste que te lo quitara, así, sin más? Aunque, ahora que lo
pienso, fue lo mejor. No merece la pena luchar por Jason Beaumont.
—¿Cómo puedes ser tan desleal? ¿No dices que es amigo tuyo?
—Sí, pero es la verdad —sonrió Gray.
—¡Menudo amigo!
—Me interesa su felicidad, pero lo conozco bien.
Cuando volvió a llenar su copa, Rebecca se percató de que él apenas
había bebido.
—Es que tengo que conducir —dijo Gray, como si hubiera leído sus
pensamientos.
De modo que no iba a quedarse a dormir en Elmslee. Qué raro, pensó
Rebecca. Si había ido hasta allí desde Estados Unidos…

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—¿Cuándo te dijo Jason que estaba con tu hermanastra? —le preguntó


entonces.
—No me lo dijo. Lo descubrí yo… en Semana Santa. Helen quería
conocer a Jason y ver mi anillo de compromiso…
—¿Llevabas mucho tiempo comprometida?
Rebecca tragó saliva.
—Dos meses.
—No vi el anuncio de vuestro compromiso en los periódicos.
—Porque no lo hicimos público.
—¿Por qué no? Pensé que a tu madrastra le gustaría salir en las
páginas de sociedad… a menos que ya entonces tuviera esperanzas de que
fuera su propia hija quien se casara con Jason.
—No fue así —murmuró Rebecca—. De hecho, fue Jason quien no
quiso anunciarlo en el periódico. Prefería que nuestro compromiso no fuera
oficial.
Jason le había dicho mientras le ponía el anillo en el dedo:
«Puedes darle la noticia a tu familia, pero yo necesito tiempo para
contárselo a mi tío Pip. Y antes de anunciar el compromiso, quiero que os
conozcáis».
—¿Alguna razón en particular para no anunciarlo? —preguntó Gray.
—Estaba preocupado por lo que diría su tío —contestó Rebecca—.
Pero si Jason y tú sois amigos, me extraña que no te lo contara.
—Jason no es de los que cuentan sus cosas. Y, aparte de alguna visita
relámpago, durante los dos últimos años he vivido en Estados Unidos.
—¿Trabajas para Finanzia Internacional?
—Sí.
Rebecca se preguntó por qué no se lo había dicho antes.
—Sabiendo cómo corren los rumores en la empresa, me extraña que
no te hayas enterado de todo.
—No sé mucho… solo que Jason estaba comprometido contigo y se
ha casado con tu hermana —dijo Gray—. Y que no anunció el compromiso
contigo.
—Ya te he dicho que necesitaba tiempo para contárselo a su tío.

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—Ya.
La ironía de Gray era comprensible. Que ella supiera, Philip Lorne
nunca tuvo noticias del asunto.
—Supongo que todo esto te parecerá ridículo. Al fin y al cabo, Jason
tiene veinticuatro años…
—Pues sí.
—Pero solo tenía seis cuando su padre murió en un accidente. Y su
madre falleció cuando apenas tenía quince años. Philip es su tutor y
prácticamente ha sido un padre para él.
—Philip Lorne es una persona formidable. Por eso Jason intenta no
causar problemas.
—No fue por cobardía… —empezó a decir Rebecca.
Gray le sirvió otra copa de champán.
—¿Entonces por qué fue?
—Además de Finanzia Internacional, Philip Lorne controla los
intereses económicos de su difunta hermana. Y aunque Jason recibe una
cantidad más que razonable al mes, es su tío el que toma las decisiones.
—No sabía que fuera un ogro.
—Pero Philip Lorne vive en Nueva York… Supongo que debes
conocerlo.
—Sí, lo conozco.
—¿Qué clase de hombre es? —preguntó Rebecca, curiosa.
—Duro, pero justo, un hombre de negocios muy respetado.
—No, quiero decir como persona.
—Trabaja doce horas al día, no le gusta perder el tiempo y entrega
mucho dinero a causas benéficas.
—¿Y su vida privada?
—Su vida privada es… privada.
—Supongo que será un hombre muy rico.
—Sí. Y odia la publicidad.
—¿Tú dirías que es un hombre violento?
—No, ¿por qué? —preguntó Gray.

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—Parece que una vez amenazó a su mujer con darle una azotaina. Y
ella estaba embarazada…
—¿Quién te ha contado eso?
—Jason. Ocurrió hace muchos años cuando él era un adolescente,
pero aún se acuerda. La verdad, me alegré al saber que no pensaba venir a
la boda.
—¿Lo habían invitado?
—No. Jason dice que su tío no la aprobaría y que prefiere hablar con
él cuando ya sea un fait accompli… —Rebecca se percató entonces de que
estaba hablando demasiado—. Lo siento. No debería estar contándote todo
esto…
—A mí me parece muy interesante. Pero una cosa, ¿sabes por qué
amenazó Philip a su mujer?
—Tenía algo que ver con la herencia… con un anillo que se había
puesto sin su permiso. Pero, por favor, no le digas a Jason que te lo he
contado.
—Prometo no decir una sola palabra —sonrió Gray—. Por cierto,
¿qué fue de tu anillo de compromiso?
—Se lo devolví a Jason, por supuesto.
—¿No te dijo que podías quedártelo?
—No me lo habría quedado por nada del mundo. ¿Quién querría ese
amargo recordatorio?
Probando que conocía bien a Jason, Gray contestó:
—Aparentemente, sus «otras» prometidas sí se lo quedaron.

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Capítulo 2

—¿ O no sabías que había tenido otras prometidas?


Rebecca tragó saliva.
—Sí. Sabía que había estado prometido dos veces.
Le habían llegado rumores el mismo día que aceptó su proposición de
matrimonio.
—¿Y no te preocupó?
—No.
Eso no era cierto del todo. La preocupó lo suficiente como para
rechazar la propuesta de Jason de vivir juntos.
Rebecca le contó la razón de su negativa y, al principio, Jason se
enfadó. Pero luego le pidió disculpas:
—Debería habértelo contado yo mismo. Pero las otras no tuvieron
ninguna importancia. Contigo todo es diferente.
Rebecca estaba demasiado enamorada como para no creerlo. De modo
que cerró los ojos.
—La verdad es que estoy sorprendido —dijo Gray—. Si tú esperabas
una relación estable con Jason…
—Claro que sí.
—Pero que él hubiera estado comprometido en otras ocasiones no
debió parecerte buena señal, ¿no?
—Solo estuvo comprometido en «dos» ocasiones —le corrigió ella—.
Y Jason me explicó que esas dos relaciones fueron un error.
—¿Ah, sí?
—Creo que sus palabras exactas fueron: «aventuras de juventud, más
para probar el agua que con la intención de nadar».
—¿Y cómo interpretaste tú eso?
—¿Perdona?
Gray soltó una carcajada.

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—Tú eres una chica inteligente, así que supongo que eso de que el
amor es ciego debe ser cierto.
—No sé qué quieres decir.
—¿No te pareció raro que, en lugar de un simple noviazgo, hubiera
estado comprometido dos veces? ¿No te pareció poco serio?
—Pues sí, lo pensé —admitió ella, tomando otro sorbo de champán—.
Jason me aseguró que yo era diferente…
Pero unas semanas después todo cambió y, al recordarlo, se le encogió
el corazón.
Cuando una solitaria lágrima cayó rodando por su mejilla, Gray la
secó tiernamente con un dedo.
La intimidad del gesto dejó a Rebecca sorprendida.
—Tenía que decirte eso —suspiró Gray—. Pero en mi opinión, Jason
no tenía ninguna intención de casarse.
—Pero se ha casado con Lisa.
—Sí. Parece que tu hermanastra es la horma de su zapato.
—Eso parece.
De nuevo, Gray llenó su copa de champán y Rebecca siguió bebiendo
para animarse.
—Bueno, no me has contado cómo descubriste que estaba con Lisa.
—Helen organizó una fiesta aquí y me pidió que trajera a Jason para
presentárselo.
Ninguno de los dos tenía ganas de ir, pero Helen había insistido.
—Entonces, ¿tú no vives aquí?
—No. Me fui de casa cuando empecé la carrera.
—¿Y no volviste nunca?
—No.
—¿Por qué no? ¿No te gusta vivir en el campo?
—Me gusta muchísimo el campo. Pero como trabajo en Londres, lo
más lógico era alquilar un apartamento allí.
Su padre había insistido en que volviera a casa, pero la fría actitud de
Helen la hizo desistir.

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—Entonces, ¿cuándo Helen os invitó a la fiesta Jason y tú vivíais


juntos?
—Ya te he dicho que no.
—Ah. Supongo que estabas esperando la alianza —sonrió Gray.
Rebecca suspiró. En cuanto le puso el anillo de compromiso en el
dedo, Jason redobló sus esfuerzos para convencerla, pero ella se negó,
temiendo perderlo si se lo ponía muy fácil.
Aun así, lo había perdido.
Si hubiera aceptado acostarse con él las cosas quizá habrían sido
diferentes…
O quizá no.
Desde que le presentó a Lisa, estuvo claro que se había vuelto loco por
ella.
—Es guapísima, una Venus de bolsillo —le había dicho su entonces
prometido—. No os parecéis nada… aunque tú también eres muy guapa.
Rebecca nunca se había sentido guapa. Alta y esbelta, tenía una buena
estructura ósea, ojos almendrados, dientes blancos y piel perfecta. Aun así,
no era una belleza. No tenía la nariz pequeña, como su hermanastra, y su
boca era demasiado grande.
Atractiva, sí. Se lo habían dicho muchas veces.
Gray dijo algo entonces pero, pérdida en sus pensamientos y un poco
mareada por el champán, no lo oyó.
—¿Perdona?
—Supongo que a Jason no le hizo ninguna gracia que no te fueras a
vivir con él. No le gusta tener que esforzarse para conseguir algo. Pero
supongo que tu madrastra sabía que no vivíais juntos.
—Sí, claro.
—Entonces, cuando vinisteis a la fiesta ¿dormisteis en habitaciones
separadas?
—Sí.
—¿Y tú no pusiste objeciones?
—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó Rebecca.

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Si era sincera consigo misma, debía reconocer que vio el peligro en


cuanto le presentó a Lisa. Pero tenían que conocerse tarde o temprano…
—Tú debías saber que Jason no es famoso por su fidelidad
precisamente —sonrió Gray.
Rebecca lo miró, molesta.
—¿Tienes celos de su éxito con las mujeres?
—¿Tú qué crees?
Aunque no era tan guapo como Jason, Rebecca se dio cuenta de que
aquel hombre no tendría ningún problema en ese aspecto.
—Pero has venido solo, ¿no?
—¿No te parece un golpe de buena suerte? —sonrió él—. Pero nos
hemos desviado del tema —dijo Gray entonces, volviendo a llenar su
copa—. Ibas a contarme lo que pasó en Semana Santa.
Con la ayuda del champán, Rebecca se encontró contándole a aquel
extraño cosas que no le había contado a su mejor amiga.
—Estaba claro que a Jason le gustaba Lisa. De hecho, incluso me lo
dijo. Varias veces durante ese fin de semana, me encontré al lado del novio
de mi hermanastra mientras Jason y ella se quedaban solos.
Helen estaba encantada con él y el propio Jason comentó varias veces
cuánto se alegraba de haber ido a Elmslee.
Tontamente, y sin darse cuenta de nada, Rebecca también estaba
contenta.
—Sigue —la animó Gray.
—Habíamos pensado volver a Londres el domingo por la noche, pero
Helen nos pidió que nos quedáramos un día más y Jason aceptó, encantado.
Después de cenar, se me rompió la correa del reloj y él se lo guardó en el
bolsillo, pero cuando llegó la hora de irnos a la cama, a los dos se nos
había olvidado. Jason me dio un beso de buenas noches y nos despedimos,
pero cuando iba a darme una ducha recordé que él tenía mi reloj y…
—Fuiste a buscarlo —dijo Gray.
—Así es. Me puse un albornoz y fui a buscarlo —suspiró Rebecca,
tomándose el champán de un trago—. Llamé a la puerta de su habitación,
pero no contestó, así que entré…
—Y supongo que tu hermana estaba con él.

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—Sí.
Estaban en la cama, desnudos. Cuando la oyeron entrar, los dos
levantaron la cabeza, sus rostros enrojecidos de pasión.
Lo recordaba como si acabara de ocurrir: Jason, avergonzado. Lisa,
sin poder disimular un gesto de triunfo.
Sin decir una palabra, Rebecca se dio la vuelta y entró en su
habitación, deshecha en lágrimas.
—¿Qué hiciste? —preguntó Gray.
—Volver a mi cuarto, pero no podía dormir. Así que llamé a Railton,
donde hay una parada de taxis, y me marché de aquí a las dos de la
mañana. Al día siguiente le devolví el anillo y presenté mi carta de
dimisión.
Gray arrugó el ceño.
—Siento curiosidad por algo… ¿Cómo es posible que sigas
hablándote con tu hermanastra?
—Lisa vive en Londres…
—Con Jason, supongo.
—Sí —contestó Rebecca, sin mirarlo—. Un día me llamó por teléfono
y me contó que no habían podido evitarlo, que llamó a su habitación para
decirle adiós y, de repente, pasó algo…
—¿Y tú la creíste?
—No.
—¿Por qué aceptaste ser dama de honor en su boda?
—Al principio, dije que no. De hecho, había contratado un crucero por
el Caribe para no estar aquí.
—¿Y por qué no te fuiste?
—Cuando Helen se enteró, me llamó por teléfono, furiosa. Según ella,
si no venía a la boda, todo el mundo pensaría que había un problema
familiar.
—¿Y tanto le importa lo que piense la gente?
—Según ella, Jason es una persona muy importante y no debíamos dar
un espectáculo.

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—Ya veo —murmuró Gray—. Bueno, ¿nos vamos? Aquí empieza a


hacer fresco.
Rebecca se levantó pero, al hacerlo, se mareó un poco y tuvo que
volver a sentarse.
—Será mejor que vayas tú solo. Estarán preguntándose dónde te has
metido.
—Lo dudo. Venga, vámonos, vas a resfriarte con ese vestidito tan
ligero.
—Iré dentro de un momento.
—Prefiero acompañarte, Además, supongo que tendrás hambre —
insistió él. Rebecca negó con la cabeza—. Tienes que comer algo. Has
bebido mucho champán…
—No quiero comer nada. Al menos, aquí no.
—¿Entonces qué quieres hacer?
—Quiero volver a Londres.
—¿Cómo has llegado a Elmslee?
—He venido con unos tíos míos, pero se quedan hasta mañana…
—¿Y no deberías hacer tú lo mismo?
—No, no puedo. Después de lo que Helen ha dicho… Pero vete, por
favor. Te echarán de menos.
—Antes, ponte de pie —dijo Gray.
—No sé si puedo… estoy un poco mareada.
—¿Has comido algo?
—Desde esta mañana, no.
—¿Y qué has comido esta mañana?
—En realidad, solo he tomado un café.
—Ah, claro. Entonces no me sorprende que se te haya subido el
champán a la cabeza —suspiró Gray.
—Voy a quedarme un ratito sentada y luego volveré a Londres.
—¿Cómo?
—Pediré un taxi.
—¿De verdad puedes ir sola?

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Tenía que hacerlo, pensó Rebecca. No le quedaba más remedio.


—Claro que sí.
—Será mejor que te acompañe a casa —dijo Gray entonces,
tomándola por la cintura.
—Gracias, pero no necesito ayuda.
—No seas tonta, claro que necesitas ayuda.
—Puedo ir sola —insistió Rebecca, más enfadada consigo misma que
con Gray.
—Muy bien —dijo él, soltándola.
Rebecca, incapaz de sostenerse, cayó sobre el banco.
—¿Lo ves?
Gray volvió a tomarla por la cintura.
—Apoya la cabeza en mi hombro, pero no te duermas.
—Pero…
—No discutas —la interrumpió él—. Además, es culpa mía que estés
un poco… alegre.
Rebecca se mordió los labios. Había sido una tonta al dejar que el
comentario malicioso de Helen le hiciera daño. Si no le hubiera hecho
caso, si hubiera seguido mostrándose tan digna como siempre…
Pero no lo hizo y era demasiado tarde. Si alguien la viera parecería
una fracasada. Una patética fracasada a la que su hermanastra había robado
el novio.
Se sentía humillada y avergonzada de sí misma.
—¿Te encuentras mal? —preguntó Gray—. ¿Quieres vomitar?
—No.
—Menos mal.
—Pero no quiero que…
—Deja de protestar. Si hace falta, te llevaré en brazos.
—¿No podemos esperar un poco? No quiero que me vea nadie.
—Los invitados están cenando, no te preocupes. No nos verá nadie.
Gray la sacó del cenador sujetándola por la cintura. Afortunadamente,
esa zona del jardín estaba desierta.

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—¿Puedo soltarte?
—Sí —contestó Rebecca.
Pero cuando intentó caminar, el sentido del equilibrio la abandonó por
completo. Incluso con la ayuda de Gray, se le doblaban las piernas.
—Así no vamos a ninguna parte —suspiró él, tomándola en brazos.
—¿Qué haces?
—¿Quieres irte de aquí o no?
—Sí, pero…
Nunca la habían tomado en brazos y el roce del cuerpo masculino, el
calor que desprendía, la agradó. Tanto que, por primera vez en su vida, se
sintió excitada.
Pero debía ser el champán el que la hacía olvidar sus inhibiciones.
Aunque les llegaban la música y las conversaciones de la carpa,
tuvieron suerte de no encontrarse con nadie. Hasta que vieron a una pareja
que caminaba en su dirección.
Mascullando una maldición, Gray la apoyó contra el tronco de un
árbol y, para evitar que la vieran en ese estado, se inclinó para besarla.
A Rebecca no la habían besado desde su ruptura con Jason y, aunque
fue un beso casto, la boca de Gray sobre la suya ejerció un efecto extraño
en ella.
—Parece que ya no hay moros en la costa —dijo él poco después,
tomándola en brazos de nuevo—. ¿Cuál es tu habitación?
—Está en el primer piso; la segunda puerta a la derecha…
—Sí, pero me temo que van a vernos.
Consternada, Rebecca vio que había gente entrando y saliendo de la
casa.
—¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé. Nuestra presente situación está abierta a todo tipo de
interpretaciones… ¿Quieres que te lleve a Londres?
—Sí, pero mis llaves están en el bolso.
—¿Y dónde está tu bolso?
—En mi habitación —contestó ella, intentando mantener los ojos
abiertos.

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Gray dejó escapar un suspiro.


—Muy bien. Me esperarás en el coche. Yo iré a buscar tu bolso.
—Gracias.
Poco después llegaban a la parte trasera de la casa, donde se había
dispuesto el aparcamiento de invitados que, afortunadamente, estaba
desierto. Gray abrió la puerta de un Jaguar plateado y la ayudó a entrar.
—Espérame aquí… ¿qué haces?
—Quiero quitarme estas flores de la cabeza…
Rebecca intentaba quitarse el adorno, pero le fallaban las manos.
—Espera, lo haré yo.
Gray le quitó la coronita de flores con manos expertas.
—¿Quieres conservarlo?
—¡No!
—Muy bien —sonrió él, lanzándolo como si fuera un disco.
Aunque todo aquello era completamente irreal, el gesto la hizo
sentirse libre y alegre como una colegiala.
—No te muevas, vuelvo enseguida… ¿Quieres que traiga tu maleta?
—Si alguien te ve con mi maleta resultaría un poco raro, ¿no?
—Sería más raro que me vieran con un bolso de mujer —rio Gray.
—Sí, es verdad.
—¿Estás bien? ¿Quieres que ponga la calefacción?
—No hace falta, gracias.
—Hasta ahora —dijo él, cerrando la puerta del Jaguar.
No parecía tener ningún interés por la boda, pensó Rebecca al
quedarse sola. Ni había ido a la ceremonia, ni se quedó al banquete… y
ahora iba a llevarla a Londres.
Gray era un hombre extraño. Irónico, complejo, incluso cruel a veces.
Y, sin embargo, lo había dejado todo por ayudarla…
Apoyando la cabeza en el respaldo del asiento, Rebecca cerró los ojos,
suspirando.

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Un movimiento la sacó de su sopor.


—¿Qué haces?
—Intentando abrocharte el cinturón de seguridad —contestó Gray.
—¿Tienes mis llaves? —preguntó Rebecca, medio dormida.

—Despierta, bella durmiente.


Con los ojos cerrados, Rebecca intentó apartar la mano que la sacudía.
—Ya estamos en casa.
Gray debía haber encontrado la dirección en su documento de
identidad… Pero a ella le daba igual. Solo quería dormir. Intentó decírselo,
pero no le salía la voz.
—Venga, despierta.
Por fin, Rebecca abrió los ojos y lo vio de pie, con la puerta del coche
abierta.
—Ah, gracias a Dios. A ver si puedes levantarte.
Intentó hacerlo, pero se sentía como una muñeca de trapo.
—No puedo…
—No te preocupes —suspiró Gray, tomándola en brazos de nuevo—.
Pero no te duermas hasta que te deje en casa.
—Es ahí, en ese portal. Las llaves…
—No te preocupes, las llevo yo.
Una vez dentro del apartamento, la dejó sobre el sofá y volvió a salir
para buscar su maleta.
Cuando volvió, Rebecca parpadeó pesadamente un par de veces y
luego volvió a cerrar los ojos.
—Las llaves, el bolso y la maleta.
—Gracias… —casi antes de haber terminado de decirlo, Rebecca
había vuelto a quedarse dormida.
—Deberías comer algo.
—No puedo.
—¿Qué tal un café?

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Ella negó con la cabeza.


—En ese caso, lo mejor es que te vayas a la cama.
—Sí, voy.
Riendo, Gray la llevó en brazos al dormitorio y la dejó sentada sobre
la cama. Rebecca se miró entonces en el espejo y, al ver el collar de perlas
que había sido el regalo del novio a las damas de honor, sintió asco.
Perlas como lágrimas.
Intentó quitárselo, pero no podía desabrocharlo y empezó a dar
tirones.
—Espera, espera… Deja que te lo quite —dijo Gray—. Ya está. ¿Y la
ropa?
—Puedo desvestirme yo sola.
Al verla luchar con los botones del corpiño, Gray sugirió:
—Sería más fácil que durmieras con el vestido puesto.
—No.
—Entonces, deja que te ayude…
—Bueno.
Quería quitarse aquel vestido y le daba igual que lo hiciera un extraño.
Tenía que librarse de todo lo que le recordaba a la boda. Quería arrancarse
ese vestido y los recuerdos de Jason…
—Ha sido un día muy largo —suspiró Gray, dejando el vestido sobre
una silla.
Un día muy largo… la boda de Lisa… el peor día de su vida.
Y lo peor. La noche de bodas y el comienzo de su luna de miel.
¿Se irían a París? Jason había prometido llevarla a París. Pero ahora
estaba sola, si novio, sin nadie que la quisiera.
No sabía si había dicho aquello en voz alta, pero Rebecca se dio
cuenta de que sus ojos se llenaban de lágrimas.
—Y, evidentemente, ha sido demasiado para ti —murmuro Gray—.
No llores, mujer.
—¿Por qué no?
—Porque si lloras tendré que consolarte y una cosa puede llevar a
otra… Venga, no llores. Mañana lo verás todo con otros ojos.

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Lo decía con un tono tan cariñoso que Rebecca, ayudada por los
vapores del alcohol, se sintió patéticamente agradecida.
—Gracias por todo, de verdad. No sé qué habría hecho sin ti.
—De nada. Buenas noches y felices sueños.
—No te vayas, por favor —dijo ella entonces—. No quiero estar sola
esta noche…

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Capítulo 3

Cuando Rebecca abrió los ojos, tenía la mente completamente en


blanco. No sabía cómo había llegado a la cama, ni lo que había pasado el
día anterior.
Después de un rato, las imágenes empezaron a dar vueltas en su
cabeza, apareciendo y desapareciendo como entre la niebla.
Lisa y Jason en la iglesia, siendo declarados marido y mujer, Helen,
con un tocado azul pavo, diciéndole a todo el mundo:
—Por supuesto, Rebecca se ha llevado una tremenda desilusión…
Y recordaba haber salido corriendo para lamerse las heridas en
privado.
Entonces, un extraño, un hombre alto y moreno, apareció en el
cenador con una botella de champán…
—Me habían dicho que las mujeres lloraban en las bodas, pero ¿no
crees que estás exagerando un poco?
¿Cómo podía haber sido tan tonta?, pensó, tapándose la cara con la
mano. Había hecho el más absoluto de los ridículos y si no hubiera sido
por… Gray Gallagher, sí ése era su nombre. Si no hubiera sido por él, todo
el mundo se habría enterado.
Aunque era como un sueño, recordaba que él la llevó en brazos hasta
el coche, recordaba haberse quitado el adorno de flores del pelo…
A partir de eso, no recordaba nada en absoluto.
Pero él debía haberla llevado a casa porque estaba… en su cama.
Afortunadamente.
Debería darle las gracias.
Si volvía a verlo alguna vez.
Aunque, después de lo de la noche anterior, casi rezaba para no volver
a verlo.
Ningún problema, pensó. Al fin y al cabo, él vivía en Estados Unidos,
no en Londres.
Rebecca cerró los ojos, suspirando. ¿Qué hora era?

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Normalmente se despertaba a las siete, pero como durante las últimas


semanas había comido poco y dormido menos se sentía absolutamente
agotada.
No podía moverse.
Además, ¿para qué iba a levantarse? No la esperaba nadie. Ni siquiera
tenía un trabajo.
En ese caso, debería estar buscándolo, se dijo. No tardaría mucho en
quedarse sin dinero.
Intentó incorporarse, pero al apartar la sábana se dio cuenta de que
solo llevaba las braguitas.
«Qué raro», pensó. No recordaba haberse quitado la ropa, pero el
vestido estaba cuidadosamente doblado sobre una silla.
Si estaba lo suficientemente sobria como para quitarse la ropa, ¿por
qué no se había puesto un camisón? Ella siempre dormía en camisón…
Con la cabeza a punto de estallar, Rebecca apartó el edredón y saltó de
la cama.
Iba hacia el baño cuando por el espejo vio algo que la detuvo. Ella
siempre dormía con una sola almohada, pero en la cama había dos.
Entonces se dio cuenta de dos cosas: primero, que era la almohada que
guardaba en el armario y segundo, que tenía la huella de una cabeza.
Como si le hubieran dado un golpe, Rebecca se dejó caer sobre una
silla. No podía ser, pensó. No podía ser.
Pero estaba temblando como una hoja.
No, Gray no podía haberle hecho eso.
¿O sí?
Al fin y al cabo, no sabía nada de aquel hombre. Muy poco, excepto
que vivía en Estados Unidos, que trabajaba para Philip Lorne y que era
amigo de Jason.
De su moral no sabía nada en absoluto.
Pero el hecho de que se hubiera aprovechado de ella mientras estaba
borracha lo decía todo.
—Ay, Dios mío…
Era un castigo terrible por haberse emborrachado y por confiar en un
completo extraño.

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Pasaron varios minutos antes de que pudiera levantarse. Y cuando


entró en el baño, comprobó que alguien se había duchado poco antes: el
cristal de la ducha estaba mojado y había una toalla húmeda sobre la
bañera…
Desesperada por sentirse limpia de nuevo, Rebecca entró en la bañera
y abrió el grifo.
Mientras se frotaba con la esponja percibió de una manera fría, como
si su piel no fuera su piel, que no tenía marcas ni moretones.
De modo que, seguramente, estaba demasiado borracha cuando llegó a
casa. No se enteró de nada…
Diez minutos después, salió de la ducha y se miró al espejo.
Mirando abstractamente a la mujer pálida que había al otro lado,
Rebecca se preguntó qué podía hacer, qué debía hacer.
Pero no podía hacer nada.
De modo que, en lugar de quedarse ahí como una tonta, dándole
vueltas a algo que no recordaba y que ya no podía evitar, lo mejor sería
ponerse a buscar trabajo. Al menos, ése sería un paso positivo.
Un poco más tranquila, se secó el pelo vigorosamente con la toalla y
se hizo un moño. Luego, con las piernas aún temblorosas, se obligó a sí
misma a entrar en la habitación.
Sin mirar la cama, abrió el armario y sacó una blusa de color verde
menta y un traje de color piedra. Desesperada por salir de allí lo antes
posible, se vistió a toda velocidad.
El sentido común le decía que comiera algo antes de salir, pero esa
idea hacía que se le revolviera el estómago.
A pesar de todo, necesitaba beber algo. Tenía la boca seca.
Estaba haciéndose un café cuando oyó que se abría la puerta. Un
segundo después, Gray Gallagher apareció en la cocina.
Se había quitado el esmoquin del día anterior y llevaba un pantalón
oscuro y chaqueta de cuero.
—Ah, qué bien. Huele a café.
Rebecca se quedó inmóvil mientras él sacaba una taza del armario
como si estuviera en su propia casa.
—No sabía si te habrías despertado. Seguías dormida cuando me
marché.

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Mientras hablaba, estaba estudiando su rostro, admirando de nuevo su


belleza. Había descubierto lo guapa que era por la mañana, cuando se
despertó y la vio dormida a su lado.
El día anterior le pareció atractiva, con unos labios apasionados y unos
fascinantes ojos de color ámbar. Ahora notaba la forma de su cara, sus
delicadas orejas, su estructura ósea.
Rebecca se aclaró la garganta.
—¿Cómo has entrado?
—Tomé prestadas las llaves por si estabas dormida cuando volviera.
—No esperaba que volvieras.
—¿Por qué no?
—Después de lo que pasó…
—Me sorprende que recuerdes lo que pasó —sonrió Gray.
—No lo recuerdo, pero es evidente.
—¿Qué es tan evidente? —preguntó él, sirviéndose una taza de café.
—¡Tú me quitaste la ropa! —exclamó Rebecca—. Te aprovechaste de
mí —añadió, al ver que él no decía nada.
—¿Me aproveché de ti? —repitió Gray entonces, con expresión
inocente.
—Tú lo sabes muy bien.
—Si te refieres a que dormimos juntos…
—¿Vas a decir que no es así?
—No.
—Eres un cerdo —murmuró Rebecca, con voz temblorosa.
—¿Por qué crees que hemos hecho algo?
—Si fueras una persona decente te habrías ido.
—Iba a hacerlo, pero me rogaste que me quedara.
—No te creo.
—Tus palabras exactas fueron: «Por favor, no te vayas. No quiero
estar sola esta noche».
A Rebecca se le encogió el corazón. Porque, aunque le gustaría creer
que no era verdad, empezaba a recordar…

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—Pero tú sabías que estaba borracha, que no sabía lo que decía.


—Borracha o sobria, estaba claro que querías compañía —replicó
Gray.
—Si me conocieras, sabrías que yo no soy esa clase de mujer —
replicó ella.
—Pero como no te conozco, me temo que no fui capaz de juzgar.
—¡Y por eso te acostaste conmigo!
—¿Estás usando la palabra «acostarse» como un eufemismo para
hacer el amor?
—Sí.
—Pues entonces la respuesta es no.
—¿Qué quieres decir?
—Que no hicimos nada.
—¿No? —repitió Rebecca, sorprendida.
—Si me conocieras, sabrías que yo no soy capaz de hacer eso —
sonrió Gray—. No me gusta hacer el amor con mujeres inconscientes. Y
créeme, dos segundos después de pedirme que me quedara, estabas
profundamente dormida.
—Entonces, ¿no hemos hecho nada?
—Nada. Dormimos en la misma cama, uno al lado del otro, pero nada
más.
Rebecca recordó entonces que, al despertar, estaba en braguitas.
—Si eso es verdad, no entiendo por qué te molestaste en desnudarme.
—No fue ningún problema —contestó él—. Pero antes de que
empieces a acusarme de nada, también había sido un día muy largo para mí
y solo tenía ganas de cerrar los ojos.
—Podría haber dormido vestida.
—Eso es lo que yo te dije, pero tú insistías en quitártelo todo.
De nuevo, Rebecca tuvo la impresión de que decía la verdad.
—No te toqué un pelo. ¿Contenta?
—Pero me has hecho creer…
—Yo no te he hecho creer nada, Rebecca.

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—¡Pero esta mañana, al despertar, me quedé horrorizada!


Gray hizo una mueca.
—Como sigas diciendo eso, vas a acabar creándome un complejo.
Oye, que tampoco soy un monstruo.
A Rebecca le dio la risa. Y era la primera vez en mucho tiempo que se
reía de algo.
—¿Quieres café?
—Sí, por favor.
—¿Con azúcar?
—Sí.
Era la primera vez que lo veía objetivamente. A la luz del sol era más
guapo de lo que le había parecido el día anterior. Tenía los ojos de color
verde, los dientes muy blancos y unos labios sensuales.
Pero, aparte de su agradable aspecto físico, había algo en Gray
Gallagher, una seguridad, un aire de confianza muy masculinos. Y que
seguramente le harían atractivo a ojos de otras mujeres.
—No entiendo por qué te quedaste aquí anoche.
—¿Quieres decir que no entiendes que me quedara solo para dormir?
—¿No tenías reservada habitación en algún hotel?
—No.
—Ah.
—No me quedé solo porque no tenía dónde dormir, Rebecca.
—Yo no he dicho eso…
—Pero lo piensas —sonrió Gray—. Tengo casa en Londres —aclaró
entonces.
—Si tienes casa, no entiendo por qué te quedaste aquí.
Él dejó escapar un suspiro.
—Me pediste que me quedara y me sentí culpable. Pensé que sería
mejor vigilarte, por si te ponías enferma… Por cierto, ¿cómo te
encuentras?
—Me duele la cabeza, pero me lo merezco. Y te debo una disculpa.
—¿Por qué?

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—Por lo de antes. Y porque seguramente solo has venido a Londres


para la boda de Jason y, por mi culpa, te la perdiste.
—Ésa fue decisión mía.
—Pero para ti ha sido una pérdida de tiempo.
—Yo no diría eso —sonrió Gray entonces, burlón.
—A menos, claro, que tengas negocios en Londres.
—En este momento, no. Aunque los tendré en un par de semanas.
—¿Cuándo vuelves a Estados Unidos?
—Esta mañana.
—Ah —murmuró Rebecca. A pesar de lo que le había dicho, se sintió
un poco decepcionada—. ¿Vuelves a Nueva York?
—No. Al menos, por el momento.
—¿No vives allí?
—Sí, pero antes tengo una reunión en Boston y luego pienso ir a
California.
—¿Negocios o placer?
—Un poco de cada cosa. Finanzia Internacional acaba de adquirir
unos viñedos en el valle de Napa y voy a echarles un vistazo para medir su
potencial. Pero la verdad es que voy a tomarme un pequeño descanso. No
he tenido vacaciones en siglos y me apetece tomar un poco el sol antes de
volver a Londres. ¿Por qué no vienes conmigo?
Pillada por sorpresa, Rebecca pensó que había oído mal.
—¿Cómo?
—¿Por qué no vienes conmigo a California?
—Yo… no puedo.
—¿Has estado alguna vez en California?
—No —contestó ella.
El viaje más largo que había hecho fue a los Alpes, durante una
excursión de esquí con unas amigas de la universidad.
—Te gusta viajar, ¿no? Ayer me dijiste que habías pensado irte al
Caribe.
—Sí, pero…

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—California y el Caribe empiezan por la letra C —rio Gray—. Y a lo


mejor California te gusta.
Rebecca sonrió.
—Muchas gracias, pero no puedo.
—¿Qué te retiene en Londres? No tienes trabajo, no tienes nada que
hacer. A menos que quieras quedarte aquí pensando en lo que estarán
haciendo Jason y Lisa… Perdona, no debería haber dicho eso —se
disculpó al ver su expresión—. Ha sido una broma estúpida.
—No pasa nada —murmuró ella, sin mirarlo.
—El matrimonio es un fait accompli, así que es hora de dejarlo atrás,
Rebecca. Este viaje sería un cambio de aires para ti.
Parecía tan convencido que ella empezó a pensárselo.
—No sé…
—Dame una buena razón para no venir conmigo —insistió él.
—¿Aparte de la más obvia?
—La razón obvia es que tú eres una buena chica que no se va de viaje
con el primero que encuentra, ¿no?
—Sí.
—¿Y además de eso?
—Para empezar, no puedo pagar el avión…
—No hace falta, iremos en el jet privado de la empresa.
—Además, tengo que buscar trabajo —dijo Rebecca entonces—. Si
no encuentro algo pronto tendré serios problemas económicos.
—¿De verdad?
—Claro.
—Yo tengo muchos contactos aquí y en Estados Unidos, así que no te
preocupes por eso. En cuanto volvamos, te echaré una mano. Y para estas
vacaciones no te hará falta dinero.
—Te lo agradezco mucho, pero…
—No te estoy pidiendo que compartas mi cama —la interrumpió
Gray—. A menos que quieras, claro.
—Es que no quiero —replicó Rebecca.

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—¿Ya estamos? Me va a entrar complejo. No, en serio, en los viñedos


hay una casa con varias habitaciones… eso no sería un problema. Y te
traeré de vuelta en quince días.
—Pero si Philip Lorne se entera…
—Mientras haga el trabajo, a Philip le da igual con quién vaya.
Además, yo creo que Finanzia Internacional te debe unas vacaciones.
—¿Porqué?
—¿Cómo que por qué? Has perdido tu trabajo por culpa de Jason. Y,
conociendo a Lorne, si se entera de lo que ha hecho su sobrino, no le hará
ninguna gracia.
—¿No pensarás decírselo? —preguntó Rebecca, asustada.
—Eso depende.
—¿De qué?
—De que aceptes o no mi oferta —sonrió Gray, con toda tranquilidad.
—Eso es un chantaje.
—¿Chantaje? No, no por favor. Llámalo amable persuasión.
—¿Para qué quieres que vaya?
—Cuando no trabajo, me gusta tener compañía. Alguien con quien
compartir las cosas.
Rebecca arrugó el ceño. ¿Para qué iba a necesitar un hombre con su
aspecto y su carisma una acompañante?
—Si quieres compañía, ¿por qué no te llevas a tu novia?
—Porque no la tengo —contestó Gray—. Y se me ha ocurrido que no
nos vendría mal compartir unos días de vacaciones.
Aunque Rebecca tenía sus dudas, se le ocurrió que podría aceptar la
oferta. Un viaje a California le iría bien en ese momento. Además, no tenía
nada mejor que hacer. Después de semanas sintiéndose sola y desesperada,
había llegado el momento de reunir las piezas de su vida, pensó.
—Al menos durante unos días, podríamos llenar un hueco —sonrió
Gray—. ¿O es que nadie puede llenar el hueco que Jason ha dejado?
—En absoluto —contestó ella—. Pero seguro que hay montones de
mujeres en California que estarían encantadas de hacerte compañía.

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—Seguro que hay muchas mujeres, sí. Pero no me apetece pasar la


mitad de mis vacaciones buscándolas. Me apetece ir con alguien que
conozco.
—Pero si apenas nos conocemos…
—Sí, es verdad. Pero considerando que ayer nos vimos por primera
vez, creo que sé muchas cosas sobre ti —bromeó él.
—Y es posible que, durante estos días, descubramos que no podemos
soportarnos —replicó Rebecca.
—Podría ser. O también podríamos sentirnos atraídos el uno por el
otro.
—No lo creo.
—En cualquier caso, si no pudiéramos soportarlo, solo tendríamos que
comportarnos como personas civilizadas durante quince días. ¿Crees que
podrías hacerlo?
—Seguramente.
—Entonces, ¿qué dices?
—Pero, ¿no tenías que ir a Boston primero? —preguntó Rebecca,
insegura.
—Solo tengo que acudir a una reunión. Y puedo reservar otra
habitación con una simple llamada de teléfono.
—¿Seguro que a Philip Lorne no le importará?
—Seguro. ¿Quieres venir?
Ella se lo pensó un momento.
—Muy bien. De acuerdo.
—Genial —dijo Gray, mirando el reloj—. ¿Cuánto tiempo tardas en
hacer el equipaje? Tenemos que estar en el aeropuerto dentro de dos
horas… ah, y el pasaporte. Supongo que tendrás el pasaporte en regla.
—Sí, lo tengo. Y no tardaré más de quince minutos en hacer la maleta.
—Excelente. No olvides meter algo de abrigo. El norte de California
no es el Caribe, sobre todo de noche.
—No puedo creer que estoy a punto de irme a California —sonrió
Rebecca.

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—Después de lo que te ha pasado, esto es como un premio de


consolación. Venga, ve a hacer el equipaje.
Moviéndose como un autómata, Rebecca fue a su dormitorio y bajó la
maleta del armario. Como era una persona muy organizada, tardó poco en
guardar su ropa y las cosas del baño.
Cuando volvió al salón, encontró a Gray de espaldas, mirando por la
ventana.
Notó entonces que su pelo, aunque corto, tendía a rizarse en la nuca. Y
se fijó también en la anchura de sus hombros.
—Menos de quince minutos —sonrió él, mirando el reloj—. Increíble.
¿Solo vas a llevar esa maleta?
—No tengo mucha ropa.
—¿Problemas de dinero o decisión propia?
Rebecca no quiso admitir que era por problemas económicos.
—Tengo que dejarle la llave a mi vecina Joanna y pedirle que venga a
regar las plantas.
—Ah, qué mujer tan práctica —sonrió él.
—Por eso soy una buena secretaria ejecutiva.
Después de dejarle la llave a su vecina, Rebecca se reunió con Gray en
el portal. Él guardó la maleta en el maletero y le abrió la puerta del Jaguar
con una sonrisa.
Debería estar emocionada, pensó. Y, sin embargo, dentro de ella había
como un vacío…
Era como si, de repente, hubiera soltado toda la carga, todas las
preocupaciones del pasado y el futuro; como si hubiera dejado de intentar
controlar su vida para, sencillamente, aceptar lo que le estaba pasando
minuto a minuto.

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Capítulo 4

Hicieron el viaje hasta el aeropuerto en silencio. Gray parecía


perdido en sus pensamientos y Rebecca miraba el paisaje sin verlo.
Cuando llegaron, un joven los recibió en la puerta de la terminal.
—Hola, Kevin. ¿Cómo va todo? —preguntó Gray.
—Muy bien. Gracias, señor Gallagher.
—Te presento a la señorita Ferris. Trabaja en nuestra sucursal de
Londres.
—Encantado, señorita Ferris.
—Lo mismo digo —sonrió Rebecca.
El joven les llevó hasta una sala VIP en cuya puerta había un guardia
de seguridad.
—Buenos días, señor Gallagher.
—Buenos días… Peters, ¿verdad?
—Sí, señor. Espero que tengan buen viaje.
—Gracias.
Gray Gallagher debía tener un puestazo en la empresa, pensó Rebecca.
En la sala VIP los recibió una empleada del aeropuerto, con el pelo rubio
sujeto en una coleta.
—Todo va según lo previsto, señor Gallagher. Embarcarán en media
hora. ¿Les apetece un café?
—Sí, gracias —contestó Gray—. ¿Quieres uno, Rebecca?
—Sí, por favor.
—¿Quieres comer algo?
—No, no.
—Pero si no has comido nada desde ayer…
—No, de verdad. No tengo hambre.
—Si prefieres esperar, nos servirán el almuerzo a bordo.

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Al otro lado de la pared acristalada, podía ver un jet en la pista. Era un


avión muy pequeño en comparación con los aviones de las líneas
comerciales.
Estaban terminando el segundo café cuando la rubia volvió para
decirles que ya podían embarcar.
Una vez en el avión, Rebecca se abrochó el cinturón de seguridad, un
poco nerviosa. Era la primera vez que volaba en un jet y no las tenía todas
consigo.
Intentaba disimular, pero cuando el jet empezó a despegar sintió
náuseas, seguramente porque llevaba veinticuatro horas sin comer.
—¿Estás bien? —preguntó Gray.
—Sí.
—No te preocupes. Yo vuelo en este jet todo el tiempo y es
absolutamente seguro. Nuestro piloto, el capitán Connelly, tiene mucha
experiencia. Era piloto de un jumbo antes de trabajar para Finanzia
Internacional.
—Estoy bien, de verdad —insistió ella, intentando controlar las
náuseas.
Gray apretó su mano, sonriendo.
—Tranquila.
Cuando por fin despegaron, Rebecca respiró más tranquila. Luego,
Gray la acompañó hasta una especie de saloncito con dos sofás de piel, una
televisión, un estéreo…
En el suelo, una alfombra persa y, en una de las paredes, un cuadro
cuyo autor reconoció: Jonathan Cass.
—¿Te gusta el arte moderno? —preguntó Gray, mientras encendía su
ordenador portátil.
—A veces sí, a veces no —contestó ella.
—¿Qué te parece Cass?
—La última exposición me gustó mucho. Consigue poner…
sentimiento en su trabajo.
—¿Tienes algún cuadro favorito?
—Imágenes.
Gray asintió con la cabeza.

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—¿Quieres ir al baño?
—Sí, por favor.
La acompañó hasta un baño moderno y lujosísimo, con todo tipo de
detalle: toallitas calientes, frasquitos de colonia, jabones de varias
marcas… Después de refrescarse un poco, Rebecca volvió al salón.
—¿Le apetece una copa de vino, señorita? —le preguntó el azafate.
—No, gracias —contestó ella, haciendo una mueca.
—Trae solo el almuerzo, Malcolm —sonrió Gray.
—¿Sin vino?
—Sin vino.
El hombre volvió poco después empujando un carrito con dos
bandejas. Los platos eran de fina porcelana y la cubertería, de plata.
—Nos serviremos nosotros mismos, gracias.
—El chef ha hecho pastel de queso con arándanos, como a usted le
gusta —sonrió Malcolm.
—Ah, estupendo. Dale las gracias de mi parte —sonrió Gray.
—No sé si puedo —dijo Rebecca mirando su plato.
—Seguro que sí. Tienes que comer algo, estás delgadísima.
—No es verdad…
—¿Cómo que no? Te he visto sin ropa, así que no intentes engañarme.
Rebecca apartó la mirada. ¿Cómo se atrevía?
—Muy amable por tu parte recordármelo.
—Perdona. Ha sido sin querer.
—Seguro.
—En serio, te lo juro —sonrió Gray—. ¿Hacemos las paces?
—Muy bien, de acuerdo.
Resultaba difícil enfadarse con él.
Entonces, sin previo aviso, Gray inclinó la cabeza y le dio un beso en
los labios.
—¿Qué haces?
Él puso cara de inocente.

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—Era una oferta de paz. Venga, come. Henry es un chef fantástico.


—Lo intentaré —suspiró Rebecca.
Después de probar los espárragos con salsa holandesa, su estómago se
calmó un poco y pudo comer con apetito.
—Así me gusta —aprobó Gray.
—No seas tan condescendiente.
—Perdón.
Después de comer, se sentaron en el sofá para tomar café.
—¿Ahora te encuentras un poco mejor?
—Sí, la verdad es que sí.
—Tienes mejor color de cara. Seguro que llevabas varios días sin
comer ni dormir… Y la culpa es de Jason.
Rebecca negó con la cabeza.
—No es justo culpar a Jason de esto.
—¿Ah, no? Entonces, ¿de quién es la culpa?
—De nadie, en realidad.
—¿Ni siquiera de Lisa?
—Jason no se habría ido con ella si no hubiera querido.
—Qué filosófica.
—Y tampoco se habría casado con ella si no hubiera deseado hacerlo
—insistió Rebecca.
—Hay maneras de convencer a un hombre. Jason ya es mayorcito,
pero a veces hace el idiota.
—Supongo que no pudo evitar enamorarse de Lisa.
—¿Estás intentando decirme que todo esto es culpa tuya?
—No, claro que no.
—¿Por qué no te fuiste a vivir con él, Rebecca? —le preguntó Gray
entonces, mirándola fijamente.
—Porque no me parecía bien.
—Supongo que eso debió sentarle fatal. Jason está acostumbrado a
salirse con la suya y hace lo que tenga que hacer para conseguirlo.

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—¿Qué quieres decir?


—Además de las otras dos prometidas, Jason suele comprar un anillo
de compromiso para cualquier chica que no quiere acostarse con él. Luego,
cuando se cansa, le dice a «su prometida» que todo ha sido un tremendo
error. Y si ella se pone pesada, le dice que se quede con el anillo. La
mayoría de las mujeres aceptan lo que puedan sacar —dijo entonces Gray.
—¿Por qué eres tan cínico?
—No sé. Supongo que la vida me ha hecho así —sonrió él.
Rebecca se quedó pensativa.
—Entonces, ¿crees que para Jason yo fui como cualquiera de esas
chicas?
—¿Tú crees que eras especial?
—No lo sé. Me gustaría pensar que sí…
—Cree lo que quieras, pero Jason es un mujeriego. Y te ha hecho
mucho daño, no sé por qué lo defiendes.
—No lo defiendo, es que… la muerte de mi padre me pilló por
sorpresa y cuando nos conocimos yo estaba muy deprimida. Lo quería
mucho, él era la única persona con la que podía contar…
—Pues más a mi favor. Jason se aprovechó de eso, Rebecca.
—No lo creo.
Gray levantó los ojos al cielo.
—¿De qué murió tu padre?
—De un infarto. Solo tenía cuarenta y nueve años, pero estaba muy
estresado. Tanto trabajo, tantos problemas económicos… Los beneficios de
la empresa habían ido disminuyendo durante los últimos años y, para
sobrevivir, tuvo que hipotecar Elmslee. Pero las cosas iban a peor. Él
intentaba disimular, pero yo sé que tenía muchos problemas.
—¿Por eso rechazaste que te pasara una cantidad mensual?
—No quería ese dinero. Además, mantener Elmslee no es fácil. Lisa
iba a un colegio carísimo y Helen estaba acostumbrada a una vida de
lujos…
—Mientras tú te ponías a trabajar.
—Yo quería trabajar, nadie me obligó. Aunque Bowman Ferris estaba
al borde de la quiebra y mi padre tuvo que vender la empresa a Finanzia

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Internacional, se aseguró de dejar un dinero para seguir pagando la


hipoteca de Elmslee y también para que Helen tuviera una cantidad
mensual.
—Poca cosa para alguien acostumbrado al lujo, como tú misma has
dicho. Supongo que por eso decidió vender la casa —dijo Gray.
—Mi padre hizo lo que pudo para proteger Elmslee y a su familia.
—Pero no dejó ningún dinero para ti.
—¿Conoces la situación económica de mi familia?
—Sí.
—Y por eso creías que estaba con Jason por dinero.
—Admito que al principio lo pensé, pero…
—¿Siempre piensas mal de la gente sin conocerla? —lo interrumpió
Rebecca.
—Perdona —se disculpó él, apretando su mano—. Pero no hay razón
para enfadarse.
—Yo creo que sí.
—Si me dejas terminar…
—No tengo ganas de hablar —volvió a interrumpirlo Rebecca.
—No seas niña. Iba a decir que enseguida me di cuenta de que me
había equivocado contigo. Si me miras, volveré a pedirte perdón.
—Muy bien, hazlo —dijo ella, mirándolo a los ojos.
—Lo siento.
—No pareces sentirlo en absoluto.
—Pero lo siento, de verdad —insistió Gray, mirando sus labios de una
forma que la hacía temblar—. ¿Qué quieres hacer ahora?
—¿Cómo?
—¿Quieres ver la televisión, oír música, leer? ¿O te apetece más
que…?
—¡No!
—Iba a decir que a lo mejor te apetece ir a la cabina a charlar con el
capitán Connelly. ¿Qué pensabas que iba a decir? —rio Gray, burlón.
—Nada —contestó ella, nerviosa—. Sí, me gustaría ir a la cabina.

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El capitán Connelly, un hombre de pelo blanco y cejas pobladas, los


recibió con una sonrisa.
—Encantado de volver a verlo, señor Gallagher.
—Lo mismo digo, John. Te presento a la señorita Ferris, de nuestra
sucursal de Londres.
—Encantado. Siéntese.
—Gracias —dijo Rebecca. Por la ventana de la cabina solo podía ver
un cielo enorme, inmensamente azul y, debajo, una nube blanca.
—¿Qué tal va todo?
—Sin problemas. El tiempo es excelente, así que llegaremos a Boston
a la hora prevista. ¿Quiere ponerse a los mandos?
De modo que Gray también era piloto, pensó ella… No la sorprendía.
Tenía la impresión de que Graydon Gallagher era la clase de hombre que
sabe hacer de todo.
—No, gracias. Tengo trabajo —contestó él—. Pero seguro que a la
señorita Ferris le gustaría saber cómo se maneja un jet.
—Si quiere que le sea sincero, esto prácticamente vuela solo…
Rebecca escuchó mientras el capitán le explicaba para qué servían
todos aquellos botones y palancas.
—Supongo que debe ser muy emocionante.
—No es aburrido, pero como cualquier trabajo, al final acaba
convirtiéndose en rutina.
Después de charlar un rato, Rebecca tuvo que disimular un bostezo.
—Perdone. Es que no he dormido bien…
—No se preocupe, lo entiendo —sonrió el capitán.
—Gracias por todo, John. Te dejamos solo —dijo Gray—. Espero que
no te aburras.
—Eso espero yo también —rio el hombre.
Cuando salieron de la cabina, Gray la tomó por la cintura.
—¿Cansada?
—Sí, un poco.

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—Puedes dormir, si quieres. Hay una cama estupenda y aún quedan


varias horas de viaje. Yo tengo cosas que hacer, pero si luego me apetece
echarme un rato… lo haré en el sofá, es muy cómodo.
—Estupendo —sonrió Rebecca.
—A menos que quieras…
—No, gracias —lo interrumpió ella, sin dejar de sonreír.
—Iba a decir que podrías ver la televisión —rio Gray.
—Ya, seguro.
Una vez sola en la habitación, Rebecca se quitó los pantalones. Estaba
tan cansada que nada más apoyar la cabeza en la almohada se quedó
dormida.
Despertó cuando algo rozó su cara. Cuando levantó la mano para
apartarlo, notó que era otra mano y se incorporó, asustada.
Gray estaba de pie al lado de la cama.
—¿Todo bien?
—Sí…
—Has dormido cuatro horas.
—¿En serio?
Por primera vez en muchos días, se sentía completamente descansada.
—¿Qué tal una taza de té?
Sobre la mesilla había una bandeja con un servicio de té y un platito
con galletas.
—Ah, qué bien.
—¿Azúcar y leche?
—Sí, por favor. ¿Tú quieres un té?
—Si me invitas…
—¿Por qué no?
—Puedo tomarlo en el salón, si te molesto.
—No me molestas —contestó Rebecca.
Pero cuando Gray se sentó en la cama y la pierna del hombre rozó la
suya bajo la colcha, tuvo que tragar saliva. Estaba demasiado cerca y su
corazón latía de una manera desconcertante.

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—¿Te molesto?
—No.
—Llegaremos a Boston en media hora —dijo Gray después de
tomarse el té—. ¿Quieres refrescarte un poco?
—Sí, por favor.
Él se levantó, pero no hizo movimiento alguno para salir de la
habitación.
—Si no te importa…
—Ah, perdón. Se me había olvidado que eres muy pudorosa.
Luego salió riendo del cuarto y Rebecca tragó saliva.

El aeropuerto Logan estaba a solo cinco kilómetros del centro de


Boston y mientras aterrizaban, Rebecca tuvo una estupenda panorámica de
la ciudad, construida en la península formada por el río Charles y el canal
de Fort Point.
—Es preciosa.
—¿Nunca habías estado en Boston?
—No.
—¿Sabes algo de la ciudad?
—Lo que nos enseñaron en el colegio: que los puritanos la fundaron
en 1630. Pero supongo que tú la conoces bien.
—Bastante bien.
—¿Y te gusta?
—Sí, es una mezcla fascinante: la época colonial y la más absoluta
modernidad. Por un lado, las autopistas y, por otro, las calles de piedra de
Beacon Hill. En cuanto dejemos las maletas en el hotel, te llevaré a dar una
vuelta.
—¿Dónde está el hotel? —preguntó Rebecca, sin dejar de mirar por la
ventanilla del avión.
—Vamos al Faneuil, en el casco antiguo. Las calles son una pesadilla
para los conductores porque en lugar de seguir el sistema europeo, se
construyeron siguiendo la vieja cañada…

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Cuando el taxi se detuvo frente al Faneuil, un hotel antiguo de


hermosa fachada, un hombre bajito vestido de librea les abrió la puerta.
—Encantado de volver a verlo, señor Gallagher.
—Gracias, Benson.
—Le han reservado una suite con vistas al río —dijo el hombre,
tomando sus maletas.
—Ah, estupendo.
—¿Una suite? —preguntó Rebecca en voz baja.
—Sí, pero no te preocupes, tiene dos habitaciones y puedes cerrar tu
puerta con llave —le dijo Gray al oído.
—Espero que su estancia sea agradable —dijo Benson, entregándole
las maletas al botones.
—Gracias.
Poco después, estaban en un enorme salón con puertas a ambos lados.
Cada habitación tenía su propio cuarto de baño, de modo que Rebecca se
sintió muy cómoda.
—Puedes refrescarte un poco, si quieres. Nos veremos aquí en diez
minutos, ¿de acuerdo?
—Sí, gracias.
Gray desapareció en su dormitorio, cerrando la puerta tras él y
Rebecca hizo lo mismo. Era un hotel muy lujoso. Aunque seguramente la
factura la pagaba Finanzia Internacional… Y esperaba que Philip Lorne no
se enterase de su presencia.
Acababa de deshacer la maleta cuando sonó un golpecito en la puerta.
—¿Lista?
—Sí, ya estoy.
—En ese caso, vámonos. Quiero enseñarte Boston.
Parecía tan lleno de vida, tan alegre, que se le contagió.
—¿Dónde vamos?
—Antes de nada, sugiero que tomemos algo en el restaurante de la
esquina.

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—Muy bien.
—¿Te gusta la comida francesa?
—Me encanta… todo menos los caracoles y las ostras, claro.
—Estoy de acuerdo en lo de los caracoles. Y las ostras solo me gustan
ahumadas.
Le Renaissance parecía por fuera un restaurante normal, pero Rebecca
descubrió enseguida que la comida era de otro mundo.
—¿Qué quieres ver, además de Beacon Hill?
—¿Tendremos tiempo para algo más? Creí que tenías una reunión.
—En realidad, es una cena de negocios. A las nueve, en el restaurante
del Faneuil.
Cuando llegó el postre, un hojaldre de frambuesas, Rebecca se percató
de que Gray estaba mirando fijamente su boca.
La intención era clara, pero antes de que pudiese hacer nada, él se
inclinó hacia delante y lamió delicadamente sus labios.
Aunque solo duró un segundo, el erótico gesto la transfiguró. Era
como si le hubiera desabrochado la blusa…
—Es que tenías un poquito de nata en la comisura de los labios…
Luego, como si no hubiera pasado nada, pidió dos cafés y siguió
hablándole de Boston.
—Después de ver Beacon Hill, si te apetece andar unos cuantos
kilómetros, podríamos ir a Freedom Trail.
—¿Qué es eso? —preguntó Rebecca.
—Es una línea marcada en rojo que une dieciséis lugares históricos de
la ciudad. Uno de los más conocidos es la casa de Paul Reveré…
—Ah, ahora me acuerdo. Paul Reveré fue el que se pegó ese carrerón
una noche para avisar que llegaban las tropas británicas.
—Eso es —sonrió Gray—. Tienes buena memoria.

Gray, pronto descubrió Rebecca, era un hombre interesante y


divertido. Y pasar la tarde en su compañía fue muy agradable.

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Boston era, desde luego, una ciudad preciosa. Seguramente, una de las
más europeas de Estados Unidos. Le encantó la atmósfera de Beacon Hill,
con sus farolas de gas y sus calles de piedra hasta el río…
Después de tomar un té en un salón que podría haber estado en el
centro de Londres, fueron al puerto y subieron a un viejo barco, un modelo
de época con cañones de hierro.
Cuando llegaron al monumento de Bunker Hill, Gray sugirió que
tomasen un taxi para volver al hotel.
Eran las ocho cuando llegaron a la habitación y Rebecca, que
empezaba a soñar con la cama después de tan largo paseo, agradeció haber
dormido en el avión.
—¿Cansada?
—Un poquito.
—Tranquila. La cena terminará antes de las once. El hombre con el
que he quedado es muy expeditivo.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó ella, extrañada.
—Si no te importa…
—Pero si es una cena de negocios…
—El hombre con el que voy a reunirme prefiere hacer negocios en un
ambiente relajado. Y se lleva mejor con las mujeres que con los hombres
—contestó Gray—. Siempre aparece con una acompañante y espera que
los demás hagan lo mismo.
—Ah, ya entiendo.
—Si no hubieras venido conmigo, habría tenido que contratar a una
acompañante. Y eso no es lo más conveniente cuando se habla de
negocios.
—Parece que esperas problemas.
—La verdad es que sí —admitió Gray—. La última reunión fue bien,
pero me temo que ésta no será tan fácil. Aunque es uno de los hombres
más ricos de América no soporta perder un dólar y, durante los últimos
meses, ha perdido mucho dinero.
—¿Es inversor de Finanzia Internacional?
—Sí. Ha invertido mucho dinero en uno de nuestros proyectos y, si
decide retirarse, nos costará cientos de millones.

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—¿Eso podría hacer que Finanzia Internacional fuese a la ruina?


—No, pero sería un golpe tremendo.
Rebecca iba a preguntarle cuál era el proyecto en el que ese hombre
estaba involucrado, pero él ya estaba mirando el reloj:
—Será mejor que nos vayamos preparando. ¿Puedes estar lista a las
nueve menos cuarto?
—Sí, creo que sí.
—Muy bien. Entonces voy a ponerme las espuelas —sonrió Gray—.
Voy a necesitarlas.

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Capítulo 5

Recién duchada y maquillada con especial cuidado, el pelo castaño


sujeto en un moño francés, Rebecca se puso unas sandalias de tacón y un
vestido de seda negra sin mangas.
Cuando se miró al espejo se encontró… guapa, por primera vez en
mucho tiempo. Había comprado aquel vestido para ir a la ópera con
Jason…
Esperaba que recordarlo le doliera, pero no fue así. Quizá ya había
sufrido todo lo que podía sufrir, se dijo.
Cuando entró en el salón, Gray ya estaba esperándola y la miró de
arriba abajo con una sonrisa en los labios.
—Estás guapísima.
Con un metro setenta y cinco, era alta para ser mujer, pero aunque
llevaba sandalias de tacón, Gray le sacaba más de diez centímetros.
Y con aquel elegante esmoquin, estaba tan guapo que Rebecca se
encontró sin aliento.
—Es una pena que tengamos que cenar con gente. Si esta reunión no
fuera tan importante…
—Pero lo es, ¿no?
—Me temo que sí —suspiró Gray—. Bueno, vámonos.
El restaurante del hotel estaba lleno de gente, pero el maître saludó a
Gray como si fuera un cliente especial. ¿A quién no conocía aquel
hombre?, se preguntó Rebecca.
En cuanto les sentaron, un sommelier apareció con una botella de
champán y cuatro copas.
—¿Quiere que la abra, señor Gallagher?
—No, gracias. Esperaremos hasta que lleguen nuestros acompañantes.
—Muy bien.
Un minuto después, Gray se levantó.
—Aquí están.

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En la entrada había un hombre alto de pelo rizado y oscuro. A su lado,


una rubia voluptuosa, a la que doblaba la edad, con un vestido azul que
dejaba poco a la imaginación.
—Como esperaba, ha venido con una Barbie.
Rebecca no lo oyó porque estaba mirando al hombre… pero no podía
ser. Aunque Jason le había dicho que Andrew Scrivener vivía en Boston…
Cuando el maître los acompañó a la mesa, sus peores miedos se vieron
confirmados. Aunque hacía tiempo que no lo veía, era imposible olvidar
esa cara de nariz aguileña, esos ojos profundos bajo espesas cejas oscuras.
Los dos hombres se estrecharon la mano más educada que
cordialmente y, para alivio de Rebecca, Gray no mencionó su conexión
con Finanzia Internacional.
Andrew Scrivener la saludó amablemente y aunque la miró,
especulativo, no dijo que la conocía.
Y ella se lo agradeció.
Después de las presentaciones, Gray sugirió:
—Quizá prefieras cenar antes y hablar de negocios después.
—Me parece bien. ¿Tomamos una copa de champán?
—Yo prefiero agua mineral, gracias —sonrió Rebecca.
Después de eso hubo un silencio.
La rubia, que se llamaba Marianne Midler, no decía una palabra.
Tampoco Gray parecía encontrar la forma de romper el hielo… Pero
entonces, Rebecca recordó algo que Jason le había contado sobre
Scrivener: era un amante de la música clásica.
—Me han dicho que en Boston hay una estupenda orquesta sinfónica.
El rostro del hombre se animó.
—¿Le gusta la música, señorita Ferris?
—Sí, mucho.
—¿Ha ido a algún concierto en Boston?
—No, me temo que no. Acabo de llegar.
—¿Desde cuándo está aquí?
—He llegado esta tarde y me voy mañana.

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—Ah, qué pena. Gallagher, ¿podría persuadirte para que te quedaras


un día más?
—Me temo que es imposible. Nos vamos mañana a California.
—La semana que viene también yo iré para allá. Quiero visitar a mi
hermana en San Francisco. Acaba de tener un niño, así que vamos a
celebrarlo.
La rubia hizo una mueca.
—Qué horror. No sé cómo la gente puede quedarse embarazada.
Scrivener la fulminó con la mirada.
—Seguro que tú piensas lo mismo —insistió Marianne, mirando a
Rebecca.
—Me temo que no. Yo quiero tener familia.
—¡Pero piensa en cómo te quedas después de tener un niño!
—Menos mal que no todas las mujeres son como tú —suspiró
Scrivener.
—Pero Andy, cariño…
—Déjalo, Marianne —la interrumpió él. Scrivener se concentró en
Gray—. ¿Vas a California en viaje de negocios?
—En parte. Finanzia Internacional ha comprado unos viñedos en el
valle de Napa y voy a echarles un vistazo.
—Ah, entonces seremos vecinos. Hace unos años compré los viñedos
Hillsden y desde entonces me han dado beneficios, ¿sabes por qué? Porque
contraté a un experto. Si contratas a un experto, te pasará lo mismo.
—Eso haré —sonrió Gray.
Scrivener se volvió hacia Rebecca.
—Una pena que no pueda quedarse en Boston. Pero si vuelve por
aquí, en verano hay conciertos al aire libre.
—Qué maravilla.
—A Marianne también le gusta la música, ¿verdad, cariño?
—Sobre todo, la música moderna —sonrió la rubia.
A partir de entonces, la conversación se hizo más animada. Pero
después del café, Gray y Scrivener empezaron a hablar de negocios y el
ambiente se volvió tenso.

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Aburrida, Marianne se dedicó a hablarle de cirugía estética y de los


«arreglitos» que pensaba hacerse.
—He pensado ponerme silicona en los labios…
Rebecca intentaba parecer interesada, pero su atención estaba en la
conversación de los dos hombres, que cada vez parecía más hostil.
Poco después estuvo claro que Gray había perdido la batalla; el otro
hombre se negaba a escucharlo.
—Estás perdiendo el tiempo, Gallagher. Lo dejo, me retiro de
Finanzia Internacional. Fue una estupidez invertir dinero en ese proyecto.
Si me hubiera fiado del instinto y hubiera escuchado a la señorita Ferris en
lugar de a Beaumont…
¡De modo que se acordaba de ella!
—No sabía que conocieras a la señorita Ferris —dijo Gray entonces.
—Beaumont fue con ella a nuestra primera reunión. Si no recuerdo
mal, tú estabas en Oriente Próximo entonces, por eso fue Beaumont en tu
lugar. Ese chico sigue siendo un novato en muchas cosas… es una pena
que me reuniera con él.
—¿Por qué no me cuentas qué te dijo Jason?
—Que era un buen momento para invertir dinero en el proyecto
Arcángel. Debería haber hablado contigo…
—Yo te habría dicho lo mismo —lo interrumpió Gray—. Cuando el
proyecto esté terminado, valdrá millones.
—En mi opinión, ese proyecto nunca estará terminado. ¿Quién va a
querer pasar sus vacaciones en un montón de carpas de plástico en medio
del desierto?
—Tú sabes que no son carpas de plástico. Estamos construyendo
hoteles, restaurantes, un parque temático… yo creo que será un éxito.
—El instinto me dice que no es así —insistió Scrivener—. Debería
haberle hecho caso a la señorita Ferris.
—No entiendo qué tiene ella que ver —dijo Gray entonces.
—Le pedí que me diera su opinión sobre el proyecto, que me dijera
sinceramente si ella invertiría su propio dinero. Y me dijo que no, que era
un riesgo demasiado grande.
Gray la miró, perplejo.

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—¿Te dijo eso?


—Siempre me ha impresionado la intuición de las mujeres,
especialmente cuando esa intuición va acompañada de un buen cerebro y
una buena formación académica. Y creo que la señorita Ferris tiene todas
esas cosas. Además de integridad, claro. Fue muy sincera, a pesar de la
presencia de Beaumont… Debería haberla escuchado, señorita Ferris —
suspiró Scrivener entonces.
—Me alegro de que no lo hiciera —dijo ella entonces—. Porque ahora
estoy convencida de que me equivoqué.
—Ah, ahora en lugar de ser sincera está haciendo lo que Gallagher le
ha pedido que haga.
—No, señor Scrivener. Ni siquiera sabía con quién íbamos a cenar.
—Señorita Ferris, me decepciona. Supongo que ha medrado en la
empresa y ahora es la ayudante personal de Gallagher…
—No lo soy —lo interrumpió ella—. Ya no trabajo para Finanzia
Internacional. Y aunque trabajase allí, seguiría diciendo lo que pienso.
Cuando le dije que yo no pondría dinero en el proyecto Arcángel fue
porque entonces creía que había sido construido en el lugar equivocado.
—¿Y ya no piensa así?
—Desde entonces he revisado esa opinión. Después de todo, Las
Vegas también se construyó en medio del desierto y no pondrá usted en
duda que ha sido todo un éxito. Creo que el proyecto Arcángel también
podría serlo.
—¿«Podría» serlo?
—Estoy siendo muy cauta. Creo que lo será.
—¿Está diciendo que no debo retirar mi dinero?
—Exactamente. Si retira el dinero ahora, perderá un gran tanto por
ciento.
—Pero si no lo retiro podría perder mucho más.
—Podría —intervino Gray— pero el último informe indica que los
problemas se han resuelto. No estoy diciendo que todo vaya a ir sobre
ruedas a partir de ahora porque sé que es un proyecto complicado, pero
estoy seguro de que recuperarás tu dinero con creces.
—¿Está usted de acuerdo, señorita Ferris? —preguntó Scrivener.

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—Absolutamente. Estoy convencida de que se convertirá en el juguete


de los millonarios —sonrió Rebecca—. Puede que incluso usted quiera
pasar las vacaciones allí.
Scrivener la miró, pensativo.
—Si ya no trabaja para Finanzia Internacional, ¿qué hace en Boston
con Gallagher?
Rebecca decidió que le iba a hacer falta sangre fría:
—Estoy aquí con el señor Gallagher por razones personales.
—¿Razones personales?
—La señorita Ferris es mi invitada —contestó Gray.
—Ah, ya veo. Pues debo decir que te envidio. Una acompañante tan
encantadora y tan leal…
—Si cree que mi lealtad incluye la mentira, se equivoca —lo
interrumpió ella.
—Yo creo que todas las mujeres mienten por el hombre al que
quieren.
—Puede que tenga razón, pero…
—¿Está diciendo que no es así?
—No, estoy diciendo que no es lo que usted se imagina. La relación
entre el señor Gallagher y yo es puramente amistosa. No estoy enamorada
de él.
—Pues a mí me parece una mujer enamorada. Ah, pero ahora
recuerdo, es del joven Beaumont…
—¿Cómo lo sabe? —pregunto Rebecca, cortada.
—Recuerdo cómo lo miraba el día de la reunión. Y supongo que él se
enfadaría mucho con usted por lo que me dijo.
Era cierto. Jason se enfadó mucho con ella por haber sido sincera con
Scrivener.
—¿Por qué no me has apoyado? —le espetó, cuando se quedaron
solos—. Tú sabes que necesitamos su dinero.
—Lo siento, pero el señor Scrivener pidió mi opinión y no estaba
preparada para mentirle. No podía decir que el proyecto Arcángel me
parece viable. La mayoría de los inversores se han retirado y da la
impresión de que el proyecto está gafado…

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—Pues menos mal que me ha escuchado a mí y no a ti o mi tío Philip


me habría despedido de forma fulminante.
Unos días después la perdonó, pero no volvió a sugerir que lo
acompañase a una reunión.
—Supongo que ya la habrá perdonado —dijo Scrivener entonces.
—Sí, claro.
—Es comprensible —sonrió él, galante—. Entonces, si todo está bien
entre ustedes, ¿por qué se va de vacaciones con Gallagher y no con
Beaumont?
A Rebecca le habría gustado decir: «eso no es asunto suyo», pero no
quería perder ventaja.
—Jason se casó ayer con mi hermanastra —contestó, como sin darle
importancia—. Por eso me fui de Finanzia Internacional.
—Hemos lamentado mucho perderla —intervino Gray de nuevo—. Y
me pareció que la empresa le debía unas vacaciones.
—Ya veo —murmuró Scrivener.
Por su expresión, era imposible decir si los creía o no.
—En fin, es hora de marcharse. Gracias por la cena, Gallagher.
Gray se levantó para estrechar su mano.
—Espero que volvamos a vernos.
—Te haré saber mi decisión mañana.
—Nos vamos a California a mediodía.
—Te llamaré al móvil. Encantado de volver a verla, señorita Ferris.
Espero que lo pase bien durante sus vacaciones.
—Gracias.
Cuando Scrivener y Marianne salieron del restaurante, Rebecca se
dejó caer en la silla.
—Has estado maravillosa —dijo Gray—. Finanzia Internacional está
en deuda contigo.
—Gracias.
—Supongo que has seguido llevando el proyecto Arcángel.
—No, Jason me apartó.

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—Entonces, ¿por qué has cambiado de opinión?


—Porque el otro día leí un artículo interesantísimo en el Globe en el
que comparaba el proyecto Arcángel con otros proyectos futurísticos de
mucho éxito.
Gray tomó su cara entre las manos y le dio un beso en los labios. Un
beso lleno de alegría, un beso ardiente que la dejó temblando.
Los besos de Jason nunca la afectaron de ese modo.
—Scrivener venía completamente dispuesto a retirarse del proyecto,
pero tengo la impresión de que se lo va a pensar esta noche. Gracias a ti.
—Puede que se retire de todas formas —dijo Rebecca.
—Lo dudo. Conozco bien a Scrivener y sé que si hubiera querido
retirarse me lo habría dicho claramente.
—En fin, eso espero.
—Bueno, ahora ya podemos relajarnos… Antes no has querido tomar
alcohol, pero te mereces una copa de champán.
Rebecca negó con la cabeza.
—No, gracias. Pero sí me gustaría tomar otro café.
—¿Seguro que no te quitará el sueño?
—Lo dudo. Estoy agotada.
—Sí, me temo que la cena ha durado más de lo que yo esperaba. Y
ahora mismo son las tantas de la mañana en Londres.
—Al menos dormí un poco en el avión.
—Pero estás pálida. Perdona…
—No ha sido culpa tuya, Gray.
Hablaban amablemente, como dos extraños. Pero en el fondo había
una comunicación mucho más profunda, una conversación que hablaba de
deseo, de anticipación.
Gray tomó su mano.
—Podemos subir a la habitación y pedir el café allí.
Rebecca no puso objeciones y, unos minutos después, iba hacia el
ascensor con la mano de Gray en su cintura. Era consciente de su altura, de
su calor, de esa masculinidad tan particular, tan excitante.

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Subieron sin decir nada, sin mirarse. Por fuera debían parecer una
pareja normal, pero el corazón de Rebecca latía con tal fuerza que casi
temió que alguien pudiera oírlo.
Cuando llegaron a la suite, Gray abrió la puerta y se quedó esperando.
No había encendido la luz y Rebecca tampoco se molestó en hacerlo.
Sin decir nada, se acercó a él y entonces, como si fuera de mutuo
acuerdo, Gray la envolvió en sus brazos y la besó como no la había besado
nadie, como nadie la besaría nunca.
Pero, aunque los besos eran cada vez más apasionados, más llenos de
promesas, Gray no intentó nada más.
Sabiendo que estaba tan excitado como ella, y sorprendida de su
control, Rebecca se apretó contra su pecho.
Como si hubiera esperado esa señal, Gray deslizó un dedo por su
espalda, muy despacio. La caricia fue inesperada y emocionante y la hizo
temblar de arriba abajo.
Luego, mientras con una mano sujetaba su cabeza, con la otra empezó
a acariciarla, siguiendo la línea de su pecho hasta las caderas. Al mismo
tiempo, la besaba en el cuello, despertando en ella una pasión desconocida,
una pasión que había deseado muchas veces sin experimentarla jamás.
Hasta entonces.
Rebecca estaba convencida de que no podría haber nada más
erótico… hasta que Gray acarició sus pechos por encima del vestido,
rozando sus pezones con el pulgar.
Luego, cuando desabrochó la cremallera para acariciar sus pechos
desnudos, se sintió presa de una excitación que no había conocido nunca.
Gray inclinó la cabeza hasta uno de sus pechos y el roce de su lengua
hizo que se le doblaran las rodillas… Pero entonces recuperó el sentido
común.
¿Qué estaba haciendo? Apenas conocía a Graydon Gallagher. ¿Para
eso había ido con él a Boston? ¿Era eso lo que él pretendía?
Nerviosa, se apartó.
—No, por favor…
—Perdona. Siento no estar a la altura de Jason.
Rebecca lo miró, sin entender.

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—Será mejor darnos las buenas noches —siguió Gray—. Mañana nos
espera un día muy largo.
No lo había entendido. Creyó que se apartaba por Jason, porque estaba
pensando en él… Nada más lejos de la realidad. Jason Beaumont solo
pensaba en sí mismo. Solo pensaba en su propio placer, nunca en el de ella.
Lo sorprendente era que no se hubiera dado cuenta hasta entonces.
Después de un par de besos, si Jason se daba cuenta de que no iba a
llegar a ninguna parte, se apartaba, enfadado.
Mientras que Gray parecía decidido a darle placer… y lo había
conseguido.
Rebecca entró en su dormitorio con las piernas temblorosas, un poco
asustada de su propia reacción.
Unos minutos antes estaba cansada y deseando meterse en la cama,
pero después de lo que había pasado, no podría dormir.
Quizá una ducha la relajaría…
No sirvió de nada. Intentó que el agua caliente relajara sus músculos,
pero no podía dejar de pensar en Gray.
Mientras se cepillaba el pelo, se decía a sí misma que era lo mejor.
Acostarse con Gray habría sido un tremendo error; un error que podría
costarle mucho.
Pero no podía convencerse de ello.
Frustrada y enfadada consigo misma, Rebecca tuvo que admitir que le
gustaría estar entre sus brazos, que le gustaría satisfacer el ansia que él
mismo había creado.
Era una tonta. ¿Cómo podía pensar eso? Él solo quería una aventura
de vacaciones, un breve romance que olvidaría en cuanto terminase. Y a
ella no le gustaban esas cosas. No estaba en su naturaleza.
Sabía perfectamente que para ella no sería una simple aventura. Gray
tenía algo que no podía definir, pero que la hacía responder como no la
había hecho responder ningún otro hombre.
Siempre había visto el sexo y el amor como dos cosas que tienen que
ir necesariamente unidas. Pero, quizá por los problemas que tuvo en su
infancia, siempre tuvo miedo de los sentimientos profundos, de enamorarse
de verdad, de dejarse ir. Porque sabía que el amor te hace vulnerable.

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Solo Jason había estado a punto de romper esas barreras. Pero al fin,
incluso con él, el hombre del que estaba enamorada, fue incapaz de llegar
al final.
¿Iba a seguir siendo virgen toda su vida?, se preguntó. ¿Iba a morirse
sin ser la esposa de nadie, sin amar, sin tener hijos? ¿Iba a morirse sin
saber lo que era hacer el amor con un hombre al que deseaba con todas sus
fuerzas?
Y deseaba a Gray Gallagher con todas sus fuerzas.
Cuando volvió a su cuarto y vio el camisón blanco, puro, sobre la
cama, se sintió como la heroína de un romance Victoriano. Pero ella no era
una heroína victoriana. Quizá un poco anticuada, con principios, pero
también una mujer moderna, capaz de elegir el camino que sigue en la
vida, se dijo.
Y Gray era el primer hombre que la hacía desear soltarse el pelo.
Aunque estaba segura de que él no volvería a intentarlo. Si quería ser
su amante, dependía de ella dejárselo claro.
Sin pensar más, descalza, con el pelo suelto sobre los hombros,
Rebecca salió de su habitación.
Había levantado la mano para llamar a su puerta cuando se dio cuenta
de que no podía hacerlo. Si la rechazaba… se moriría. Ella no tenía la
confianza de una mujer liberada. En asuntos de cama, era una inexperta.
Nunca podría tomar la iniciativa.
Estaba dándose la vuelta cuando la puerta se abrió.
Gray estaba en el umbral, de espaldas a la luz, con un albornoz de
seda azul marino.
—¿Pasa algo?
—No… sí.
—¿Qué?
—Yo… me gustaría hablar contigo.
—Iba a buscar mi ordenador. Pensaba trabajar un rato.
—Ah… ya.
—Es que no podía dormir.
—Yo tampoco podía dormir —dijo Rebecca rápidamente.
—¿Tú también te sientes frustrada?

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—Si te dijera que no… no sería verdad.


—Ya, pero antes parece que no he estado a la altura de Jason y no
quiero arriesgarme…
—No era eso, Gray —lo interrumpió ella—. Jason y tú no tenéis nada
que ver:
—¿Qué quieres decir?
—Solo quería explicarte que cuando me aparté… no tuvo nada que
ver con Jason.
—No podías soportar que te tocara, ¿es eso?
—Si no pudiera soportarlo, ¿qué estoy haciendo aquí ahora? ¿No
estaría en mi cama, durmiendo?
—Bueno, me alegra saber que no soy el conde Drácula —intentó
sonreír Gray.
—No, es que… has malinterpretado mi reacción —consiguió decir
Rebecca.
—A mí me pareció que estaba muy clara. No me apretaste contra tu
pecho exactamente.
—Ya, pero es que esto es nuevo para mí. Yo… no sabía qué hacer.
Nunca había sentido… y, además, apenas te conozco.
—Vaya, vaya, vaya… así que tenías miedo.
—Mira, déjalo. No me entiendes —dijo Rebecca entonces—. Me voy
a dormir y…
Pero Gray se lo impidió.
—Espera, no te vayas.
—No quiero que te rías de mí.
—No me estoy riendo de ti, cariño —sonrió él.
Sorprendida por el cariñoso término, Rebecca dejó que Gray la
empujara hacia su habitación. Y dejó que cerrase la puerta.

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Capítulo 6

N
— o me estaba riendo de ti —repitió Gray—. En realidad, me
estaba riendo de mí mismo.
—¿Por qué?
—Por tomarme demasiado en serio a mí mismo. Pero haré todo lo
posible por compensarte.
Como Rebecca no dijo nada, Gray sugirió:
—¿No vas a preguntarme cómo?
—Muy bien. ¿Cómo?
Él le pasó un brazo por la cintura.
—Me da la sensación de que no tienes mucha práctica en esto… pero
iré despacio —murmuró, metiendo las manos por debajo del albornoz para
acariciar sus hombros.
Rebecca tragó saliva. No sabía qué hacer y se sentía como una cría
inexperta…
—¿Por qué no me besas tú? —sugirió Gray.
Quería hacerlo, deseaba besarlo con todas sus fuerzas, pero no se
atrevía. Entonces, armándose de valor, se puso de puntillas y levantó la
cara.
Por un momento, Gray se quedó quieto, sin devolverle el beso y,
desconcertada, estaba a punto de apartarse, cuando él la envolvió en sus
brazos.
Al principio fue un beso suave, casi tentativo, pero pronto se volvió
sensual, caliente y húmedo. Gray abría sus labios con la lengua,
explorándola. Sin dejar de besarla, le quitó suavemente el albornoz y la
tumbó sobre la cama para seguir acariciándola.
—¿Voy muy deprisa?
—No.
—Ésa es mi chica —sonrió Gray.
Pero cuando deslizó la mano hasta el triángulo de suaves rizos entre
sus piernas, Rebecca emitió un gemido.

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—Tranquila —murmuró él, inclinando la cabeza para meterse un


pezón en la boca.
Rebecca, inexperta como era, encontraba todo aquello abrumador. La
proximidad del hombre, sus sabias caricias, el olor masculino de su
colonia… las sensaciones exquisitas que creaban sus manos eran
demasiado para ella. Tanto que cuando él la acarició entre las piernas sintió
que empezaban los primeros espasmos y se agarró a su cuello, asustada.
Cuando llegó el orgasmo, cerró los ojos, rígida, sin saber si debía
gritar, llorar…
Por un momento, se quedó temblando entre sus brazos, incrédula.
Había sido su primera vez.
Cuando abrió los ojos, Gray le dio un beso en la nariz.
—Gracias.
—¿Alguien te ha dicho que es una delicia hacerte el amor?
—No.
—¿Ni siquiera Jason?
Jason nunca la había tocado tan íntimamente.
Cuando se lo dijo, Gray la miró, incrédulo.
—Sé que no vivías con él, pero supongo que te tocaba…
—No, la verdad es que no.
—¿Quieres decir que tu relación con él no fue más allá de unos
cuantos besos?
—Así es. Y, considerando que ahora es mi cuñado, no sabes cuánto
me alegro.
—No me lo puedo creer… A menos que tuviera otra novia por ahí,
Jason debía estar más frustrado que nunca.
—¿Y tú? —preguntó Rebecca entonces—. No te he hecho nada…
—No te preocupes, me gusta darte placer. Además, ahora podemos ir
un poco más despacio, disfrutar más los dos.
Rebecca no podía creer que se pudiera disfrutar más de algo. Además,
se sentía saciada.
—De eso nada —dijo Gray, como si hubiera leído sus pensamientos—
. Eso solo ha sido el aperitivo.

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Luego se levantó para quitarse el albornoz y a Rebecca se le quedó la


boca seca. Era tan viril, tan magnífico… se le ocurrían muchos adjetivos,
pero ninguno de ellos le hacía justicia.
—Antes de empezar la fiesta, sugiero que experimentemos un poco,
para ver qué te gusta más.
—No creo que… —pero Rebecca no pudo terminar la frase porque,
con un solo roce de su dedo, Gray había despertado de nuevo el deseo.
Un deseo que siguió saciando durante toda la noche.

Cuando despertó, la luz del sol llenaba la habitación. Una mirada al


reloj le dijo que era tarde. Estaba sola en la cama, pero oía el sonido de la
ducha.
Recordando la noche anterior, se preguntó qué le habría pasado. No
podía creer que hubiera ido por propia voluntad a su habitación, que se
hubiera abandonado de esa forma, tan apasionadamente, con un hombre al
que acababa de conocer.
Un hombre del que no sabía nada.
Sin embargo, lo había hecho. Y aunque iba en contra de sus principios
tener aventuras de una sola noche, se dio cuenta de que, quizá por primera
vez en su vida, se sentía como una mujer de verdad.
No lamentaba lo que pasó. Gray había sido un amante fantástico.
Generoso, sensible, sabía muy bien lo que le gustaba, qué partes de su
cuerpo quería que tocase y cómo le gustaba que lo hiciera.
Fue una experiencia inolvidable.
Lo había recibido sin miedos y él, a cambio, tuvo mucho cuidado. Fue
considerado, dulce, un amante perfecto.
Después, Rebecca apoyó la cabeza sobre su pecho.
—¡De modo que he sido el primero!
—¿Te importa?
—No, claro que no. Aunque admito que me sorprende. No sabía que
siguiera habiendo chicas como tú. Chicas clásicas, anticuadas…
—Si fuera una chica anticuada, no estaría en la cama contigo —dijo
Rebecca.

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—Pero cuando aceptaste mi oferta de venir a Boston, no sabías que


esto iba a pasar, ¿verdad?
—No.
—Entonces, ¿qué haces en mi cama? No, no te molestes en contestar,
sé la respuesta.
—¿Te consideras irresistible? —bromeó Rebecca.
—No.
—Entonces, ¿por qué crees que estoy aquí?
—De rebote, por Jason —suspiró él—. Después de lo que pasó…
—Esto no tiene nada que ver con Jason —protestó Rebecca.
—Yo creo que sí. Es la única respuesta. Después de tantos años de
celibato, ¿por qué precisamente conmigo?
—A lo mejor me había cansado de ser virgen.
—¿Quieres decir que, al saber que no podías cambiar tu virginidad por
una alianza, has decidido soltarle el pelo?
Rebecca lo miró, perpleja.
—No, no es por eso.
—Entonces, ¿por qué yo?
—Porque te encuentro… atractivo.
—Tienes veintitrés años, Rebecca. Supongo que habrás conocido a
muchos hombres atractivos.
—Pocos. Supongo que soy difícil de complacer.
—Pues espero no haberte decepcionado. Una breve aventura en lugar
de un matrimonio no puede parecerte un gran premio de consolación.
Rebecca, que había sido tan feliz por la noche, empezaba a sentirse
desilusionada. ¿Por qué le hablaba de ese modo? ¿Por qué era tan cínico?
Sin decir nada, se levantó y fue a su cuarto de baño para darse una
ducha. Después, se reunió con él en el salón.
—Buenos días otra vez —sonrió Gray—. ¿Quieres que desayunemos
aquí?
—Muy bien.

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—Y después de desayunar, aún tenemos una hora antes de ir al


aeropuerto… —dijo él entonces, tomándola por la cintura con gesto
burlón.
A pesar de lo que había ocurrido la noche anterior, Rebecca se puso
colorada.
—No seas tonto.
—Me encanta tomarte el pelo.
—¿Por qué lo haces?
—Porque me gusta —contestó Gray, buscando sus labios—. Me gusta
ver cómo te sonrojas.

Acostumbrada a tomar un café y una tostada de pie, en la cocina de su


casa, le resultaba raro estar con Gray en aquel elegante salón, tomando
zumo de naranja, y huevos revueltos con beicon en un plato de porcelana
inglesa.
Vestido con un pantalón de pana y una camisa de sport, él seguía
estando guapísimo. Mientras lo miraba, con aquellos extraordinarios ojos
verdes, la nariz recta, la sonrisa amable, le pareció imposible haber
pensado alguna vez que era menos guapo que Jason.
Tenía una estructura ósea que para sí quisiera su exprometido.
Además, Jason era de los que, seguramente, con la edad se volverían
blandos y fondones.
—Estás muy seria —dijo Gray—. ¿En qué piensas?
—En Jason.
El rostro del hombre se oscureció.
—Maldita sea…
—No, no me interpretes mal.
—¿Sigues enamorada de él?
¿Seguía enamorada de Jason?, se preguntó Rebecca. No. La respuesta
llegó enseguida, con claridad meridiana. Si siguiera amándolo, no habría
podido entregarse a otro hombre.
Estaba a punto de decírselo, pero Gray siguió hablando:

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—Ninguno de los dos quiere que esto se convierta en una relación


permanente. De modo que vamos a pasarlo bien sin compromisos, sin
ataduras. Yo creo que puede funcionar, ¿no te parece?
Era puro sentido común, pero le parecía tan frío…
—No lo sé.
—¿Lamentas lo de anoche?
—No, eso no.
—Me alegro —sonrió Gray—. Porque yo tampoco lo lamento. En
absoluto.
Habían pasado menos de cuarenta y ocho horas desde que se vieron
por primera vez, pero era como si lo conociera desde siempre, como si
fuera parte de su vida, una parte muy importante.
No, no podía pensar eso, se dijo. Gray era su primer amante, y
seguramente el último. Siempre sería especial para ella. Pero no podía
dejar que se convirtiera en alguien importante.
Después de aquellas vacaciones, cada uno se iría por su lado y
seguramente no volverían a verse nunca.
Solo tenía un par de semanas, de modo que pensaba disfrutarlas sin
pensar en más y después, le diría adiós…
Iban en un taxi al aeropuerto cuando sonó el móvil de Gray.
—Gallagher… sí, ah, estupendo. Eso es justo lo que necesitamos… sí.
Gracias por decírmelo.
Gray guardó el móvil en el bolsillo, sonriendo de oreja a oreja.
—Era Scrivener.
—¿Qué te ha dicho?
—Que sigue con nosotros. Y la buena noticia es que en lugar de retirar
su inversión, ha decidido inyectar más dinero. «Lo que haga falta para que
ese maldito proyecto salga adelante», me ha dicho exactamente.
—Me alegro mucho —sonrió Rebecca.
—Y te lo debo a ti.
—No…

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—¿Cómo que no? Incluso Scrivener lo ha dicho. Y también ha dicho


que si estás buscando un puesto de trabajo, tienes uno con él cuando
quieras —suspiró Gray.
—Pero Jason me contó que Scrivener solo tenía ayudantes
masculinos.
—Porque su mujer no confiaba en él. Pero, aparentemente harto de
sus celos, Scrivener se divorció hace un año.

Rebecca disfrutó mucho del viaje en el descapotable, con el pelo al


viento, la brisa golpeando su cara. La primera impresión que tuvo de
California fue una autopista interminable llena de coches, pero se sentía tan
emocionada como una cría el día de Navidad.
—¿Quieres que pise el acelerador o te apetece parar para comer algo?
—Ya comeremos más tarde.
Su mirada de alivio le dijo que él pensaba lo mismo. Y Rebecca se
daba cuenta de que eso pasaba muchas veces. Era como si estuvieran
conectados de alguna forma. Tan conectados que habían hecho el amor en
el avión, durante el viaje de Boston a San Francisco…
Gray también iba perdido en sus pensamientos. No podía dejar de
recordarla en la cama, el pelo sobre la almohada, entregada por
completo…
Por fuera era una mujer seria, contenida. Pero ésa era una fachada.
Rebecca Ferris era una mujer apasionada, con sangre en las venas, como él
mismo.
Lo que no entendía era que Jason, un famoso depredador con las
mujeres, no hubiera sabido hacerle el amor…
¿Por qué?
Una pregunta para la que no tenía respuesta, pero la verdad era que se
alegraba enormemente de que hubiera sido así. Rebecca era demasiado
buena para Jason.
Siguió conduciendo, pensativo, mientras ella cerraba los ojos. Cuando
despertó, estaban en el valle de Napa. A un lado y otro de la carretera,
viñedos que se perdían en la distancia.

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—Esta carretera es la de Santa Helena, conocida como la «carretera


del vino».
—¿Queda mucho?
—No, estamos llegando. Según las indicaciones, Santa Rosa está a
veinte kilómetros de Napa y acabamos de pasar por el pueblo.
Quince minutos después, Gray tomó una carretera comarcal que
terminaba en un gran portalón con un cartel de hierro donde decía: Finca
Santa Rosa.
Era una hacienda de estilo español, con un patio porticado y flores por
todas partes.
Cerca del portalón había una vieja furgoneta y, cuando bajaron del
coche, la que debía ser su propietaria salió de la casa.
—Usted debe de ser el señor Gallagher.
—El mismo. Le presento a la señorita Ferris —sonrió Gray,
estrechando su mano.
—Hola, yo soy Gloria Redford. Ben y yo cuidamos de la hacienda
desde que Manuel se marchó.
—¿Vive usted aquí? —preguntó Gray.
—No, vivo en Yountville, cerca de aquí. Pero en tiempo de cosecha
suelo venir una vez al día para dar de comer a los peones.
—Ah, claro.
—Bueno, me marcho. Tienen ustedes comida en la despensa y la
nevera llena. Si quieren que venga a cambiar las sábanas o a limpiar un
poco, solo tienen que llamarme al móvil. He dejado el número en la cocina.
—Gracias por todo.
Sonriendo, la mujer subió a su furgoneta y desapareció por el camino
seguida de una estela de polvo.
Mientras Gray sacaba las maletas del coche, Rebecca se quedó
mirando la casa que iba a ser su hogar durante las próximas semanas.
Y pensó entonces que nunca en toda su vida se había sentido más
feliz.

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Capítulo 7

— Pareces muy contenta —sonrió Gray.


—Lo estoy. Me encanta este sito.
—Esperemos que no cambies de opinión. ¿Echamos un vistazo a la
casa?
—Claro —sonrió Rebecca.
El salón, enorme, daba a un jardín con piscina. Era un lugar espacioso
y abierto, con suelo de terrazo y casi ningún mueble. A cada lado de una
gran chimenea de piedra, estanterías para libros, pero vacías.
Rebecca se dio cuenta entonces de que era precisamente la falta de
muebles y objetos personales lo que hacía que aquella casa fuera un lugar
ideal de vacaciones.
A ambos lados del salón, los dormitorios, cada uno con su cuarto de
baño. Eran casi idénticos, la única diferencia, que el edredón de uno de los
cuartos era azul mientras el otro era de color malva.
—¿Qué habitación quieres? —preguntó Gray.
—Me da igual. Elige tú.
—Prefiero que lo hagas tú.
—¿Y si te digo que no quiero dormir sola? —sonrió Rebecca.
Él dejó escapar un largo suspiro.
—No sabes cómo me alegro de que digas eso.
—Ya me imaginaba —rio ella, irónica—. Pero dormiremos en este
dormitorio, me gusta el color malva.
—Como usted diga, señora. ¿Deberíamos ser ordenados y deshacer la
maleta ahora mismo? Luego podremos tomar un refresco.
—Me parece muy bien. La verdad es que hace calor.
Mientras lo observaba sacar sus cosas de la maleta, Rebecca se
preguntó por qué nunca se habría casado. A menos que fuera uno de esos
hombres que odia atarse a alguien… de ésos que no tenían intención de
formar una familia.
Perdida en sus pensamientos, se retrasó y Gray acabó primero.

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—Voy a darme una ducha.


—¿Eh? Ah, muy bien.
Como había dos cuartos de baño, Rebecca decidió hacer lo propio en
el otro. Cuando terminó, lo encontró sentado en el patio, con una bandeja
de refrescos sobre la mesa.
Gray se levantó al verla y, con un pantalón claro y una camisa de seda
color verde oliva, estaba tan increíblemente guapo que a Rebecca se le
encogió el corazón.
—¿Qué te apetece?
—Un zumo de fruta, por favor.
Hacía una tarde preciosa; el aire era claro, limpio, y el perfume de las
flores parecía envolverlos.
El sol empezaba a ponerse y, en la distancia, oyeron el ladrido de un
perro.
Cuando terminaron el refresco, Gray se levantó y le ofreció su mano.
—¿Vamos a dar una vuelta?
Mientras caminaban, Rebecca observaba la luna, que casi parecía
plateada.
Inconscientemente, suspiró.
—¿Y ese suspiro?
—Estaba pensando que esto es precioso.
—¿No lamentas haber venido?
—Claro que no, todo lo contrario. Aunque me sorprende.
—¿Te sorprende?
—Yo no soy así… no suelo hacer estas cosas.
Gray apretó su mano.
—Me alegro de que hayas decidido hacer algo que no sueles hacer.
—Si te hubiera dicho que no, ¿le habrías contado a Philip Lorne lo
que hubo entre Jason y yo?
—¿Tú qué crees?
—No tengo ni idea. Sé poco sobre ti —contestó Rebecca.
—Pero confiaste en mí.

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—Sí, está claro.


—¿Sigues confiando en mí?
—Sí.
—¿A pesar de que ahora somos amantes?
—Ésa es una decisión que hemos tomado los dos.
—¿Y lo lamentas?
—En absoluto.
—¿Y si te dijera que tengo una amante en Nueva York?
Rebecca se mordió los labios.
—¿La tienes?
—No. Hace un par de meses mi novia me dejó por otro.
—¿Cuánto tiempo llevabais juntos?
—Un año.
—Lo siento.
—No tienes por qué —sonrió Gray—. Ya no sentía nada por ella.
Aunque Chleo era una de las mujeres más guapas que he visto en mi vida,
pronto descubrí que no teníamos nada que ver. Nos acostábamos juntos por
costumbre más que por otra cosa… Luego conoció al propietario de varios
pozos de petróleo y se marchó sin mirar atrás.
—Que tenga suerte —sonrió Rebecca—. Pero de todas formas,
supongo que te dolería perder a alguien a quien habías querido.
Gray no contestó.
—¿Dónde quieres cenar, dentro o fuera?
—Fuera, si no te importa. Hace una noche preciosa.
—Muy bien, pero yo preparo la cena…
—¿En serio? —rio Rebecca.
—Naturalmente. Soy un gran cocinero, señorita.
Gray entró en la casa y volvió poco después con un carrito lleno de
platos. A Rebecca le sorprendió ver que… ¡se había mojado el pelo con
agua! Se había peinado para ella, como un niño.
Emocionada, tuvo que contener una sonrisa.

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—Señorita, le presento mi famosa ensalada de lechuga y zanahoria. Y


una copa de vino de Santa Rosa…
Rebecca soltó una carcajada.
—¿Una ensalada de lechuga y zanahoria?
—¿Qué quieres? Tenía poco tiempo. Además, no te estás tomando
esto en serio —protestó Gray, envolviéndola en sus brazos.
Empezaron a besarse y enseguida olvidaron la cena. No paraban de
tocarse, de explorarse el uno al otro, hasta que Gray empezó a desabrochar
su vestido.
—Pero tenemos que cenar… —protestó ella.
—Lo haremos más tarde —dijo Gray con voz ronca, tumbándola
sobre una hamaca.

Tardaron un rato en cenar y cuando Gray abrió una botella de Santa


Rosa Chenin Blanc, había anochecido del todo.
—¿Qué te parece?
—No soy una experta, pero me gusta —contestó Rebecca—. Es suave
y afrutado.
—Si decidiéramos producir vino de mesa durante los primeros años,
ésta podría ser una opción razonable —murmuró Gray, levantando su copa
para admirar la transparencia del vino.
—Pero tendréis mucha competencia en esta zona.
—Toda —suspiró él—. La cuestión es elegir bien las uvas para que
puedan competir en el mercado. Aunque yo preferiría producir buenos
vinos. Es un reto más interesante que producir vino de mesa. Y si tenemos
éxito, podría ser enormemente lucrativo para Finanzia Internacional.
—¿Cuándo empezaréis a cultivar?
—Eso depende de lo que diga el experto. Pero mañana podríamos
echar un vistazo a los viñedos, si te apetece.
Charlaron durante un rato sobre el vino y sobre los proyectos de Gray,
y luego se quedaron en silencio.
Era muy tarde, pero los dos parecían estar disfrutando enormemente
de la velada.

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Poco después, él tomó su mano, mirándola a los ojos. Sin decir nada.
Era un gesto tan romántico que la emocionó.
Aquella podría ser su luna de miel, pensó Rebecca.
Pero no lo era.
Solo era una aventura de verano, una aventura corta, sin compromisos
ni ataduras, como él había dicho.
Eran Lisa y Jason los que estaban de luna de miel, disfrutando de su
nueva vida como marido y mujer.
Suspirando, se preguntó si su hada madrina podría hacer que cambiara
su sitio por el de Lisa… ¿le gustaría eso?
No.
Había dejado de estar enamorada de Jason mucho antes de que
rompiera con ella. Era algo del pasado, algo que ya no tenía importancia en
su vida. Su engaño ya no le dolía en absoluto.
—¿En qué piensas? —preguntó Gray.
—En nada importante.
—¿Jason?
—Sí —contestó Rebecca.
—No pareces hacer otra cosa —murmuró Gray entonces, sin poder
disimular su irritación—. ¿Piensas en él cuando estás en la cama conmigo?
¿Imaginas que es él quien te hace el amor?
—No, claro que no. De hecho…
Estaba a punto de decirle que ya no amaba a Jason, pero se detuvo. Si
lo hacía, ¿no pensaría que estaba en lo cierto, que era el dinero lo que le
había interesado de Jason?
Evidentemente, Gray no confiaba del todo en ella. Si no, no le habría
gastado aquella desagradable bromita sobre Andrew Scrivener.
Además, a él no le importaba cuáles fueran sus sentimientos por
Jason. No tenía interés en ella, excepto un interés puramente sexual.
«Ninguno de los dos quiere una relación permanente», le había dicho.
—La verdad es que estaba pensando en su luna de miel.
—Muy romántico —dijo Gray, irónico.
—Una luna de miel debería ser romántica, ¿no?

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—Presumiblemente, tú nunca has tenido una.


—No. Y quizá no la tenga nunca.
—Lo siento —dijo él entonces, apretando su mano—. Perdona que sea
tan bruto. Pero es que no estoy de humor para sentimentalismos.
—Eres un cínico —lo acusó ella.
—Mejor ser un cínico que un romántico trasnochado.
—O sea, que de verdad no crees en el amor.
—Creo en eso de «cuidado con lo que deseas…» Mira, no todas las
lunas de miel son románticas. Y seguro que Lisa y Jason no están
disfrutando de la suya.
—¿Por qué dices eso?
—Estoy seguro de que empezarán a pelearse enseguida. Si has
pensado que su historia tendría un final feliz, te equivocas.
—No sé cómo puedes decir eso.
—Es la verdad. ¿Qué clase de mujer es Lisa? Una chica guapa,
mimada, vacía, frívola, egoísta y mentirosa. ¿No es verdad?
Rebecca apretó los labios.
—Puede que sí, pero también tiene sus cosas buenas. Es cariñosa…
—¿Qué clase de hombre es Jason? —la interrumpió Gray—. Guapo,
desde luego. Pero vacío, superficial, absolutamente desleal y tan egoísta
como su mujer.
—¿No crees que haya esperanza para ellos?
—No. Especialmente, cuando Jason descubra que Lisa le ha mentido.
—¿Por qué dices eso?
—¿No te lo ha contado?
—No sé a qué te refieres.
—Le dijo a Jason que estaba embarazada.
Rebecca se quedó boquiabierta.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—No te creo. Lisa nunca ha querido tener hijos…

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—No lo dudo —sonrió Gray—. Pero eso es lo que le contó a Jason. Es


el truco más viejo del mundo. Le dijo que estaba embarazada, que tenían
que casarse para evitar un escándalo. Supongo que lo tramó todo con la
ayuda de su madre. Lo que no entiendo es por qué ha caído Jason en la
trampa. No sería la primera vez que una mujer intenta engañarlo de ese
modo. Y lo que Philip Lorne hizo en esos casos fue darles dinero.
—¿Darles dinero?
—Claro. Eso era lo que querían, como Lisa.
Rebecca estaba espeluznada. La mujer de la que estaban hablando era
su hermanastra.
—¿Por qué estás tan seguro de que Lisa solo quiere el dinero de
Jason?
—Por favor…
—¿No has pensado que podría estar enamorada de él?
—Lisa está enamorada de su cuenta corriente, nada más.
—También pensabas que yo estaba con Jason por su dinero.
—Reconozco que, al principio, fue así. Me parecía lo más lógico.
Siendo tu madrastra y tu hermanastra como son…
—Pensaste que yo era parte del clan.
—Me temo que sí —suspiró Gray.
—Entonces, ¿por qué me pediste que viniera contigo a California?
—Porque quería tener compañía, ya te lo dije.
—¿La compañía de alguien a cuya familia tú tratas con tal desprecio?
—preguntó Rebecca entonces.
—No puedes decir que miento sobre Lisa.
—No sabes si es mentira que esté embarazada.
—Claro que lo sé. Tu hermanastra es una mentirosa y…
Rebecca se levantó, furiosa. Estaba más que harta de oír cómo
insultaba a su familia. No tenía ningún derecho a hacerlo, no los conocía
en absoluto.
—¿Dónde vas?
—¡Ojalá me hubiera quedado en Londres!

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Rebecca fue a su habitación y se dejó caer sobre la cama, temblando.


No soportaba que Gray le hablase de ese modo. Al insultar a su familia la
estaba insultando a ella.
Y no estaba dispuesta a acostarse con un hombre que hacía eso.
Furiosa, abrió el armario y empezó a sacar sus cosas.
—No hace falta —oyó la voz de Gray en la puerta—. Me iré yo, si
quieres.
—Sí quiero —contestó ella, entrando en el cuarto de baño.
Cuando volvió a salir diez minutos después, la habitación estaba a
oscuras y la ropa de Gray había desaparecido del armario.

Después de dar vueltas y vueltas en la cama, por fin se quedó dormida


casi al amanecer, pero tuvo un sueño desagradable, lleno de sobresaltos.
Cuando despertó hacía mucho calor en la habitación y, durante unos
segundos, Rebecca no supo dónde estaba. Hasta que recordó el
descapotable, el valle de Napa lleno de viñedos… y la discusión con Gray
en el jardín.
Aunque, en realidad, no había sido una discusión. Más bien, se dio
cuenta de qué clase de persona era Graydon Gallagher y del obvio
desprecio que sentía por su familia.
Pero si era cierto que Lisa había mentido para casarse con Jason… De
todas formas, pensó. Si pensaba tan mal de Helen y Lisa, tenía que pensar
también mal de ella.
Y no estaba dispuesta a aceptarlo.
Con el corazón en un puño, Rebecca deseó no haberse acostado con
él. Pero ya era demasiado tarde. No podía volver a Londres porque no tenía
dinero para pagar un billete de avión… de modo que tendría que
permanecer allí hasta que Gray decidiera volver.
¿Qué haría Gray?, se preguntó entonces. ¿Se mostraría distante,
intentaría vengarse, querría convencerla para que volviera a acostarse con
él?
Rebecca deseaba que fuera lo primero. Podría soportar a un Gray
distante, pero no le hacía ninguna gracia la idea de tener que quitárselo de
encima.

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Era curioso. Unas horas antes, su corazón latía acelerado ante la idea
de verlo, de estar con él. Y ahora… aparentemente, la atracción sexual que
sentía por Graydon Gallagher había desaparecido tan rápidamente como
apareció.

Después de ducharse, se puso un vestido ligero y, respirando


profundamente, salió de la habitación.
Encontró a Gray en la cocina, en vaqueros y camiseta, haciendo el
desayuno.
—Buenos días. Espero que hayas dormido bien.
—Sí, gracias —mintió ella, sorprendida por su tono jovial.
—¿Te apetece una tortilla de queso?
—Sí, muy bien.
Hacía una mañana preciosa, pero Rebecca no estaba de humor. De
modo que salió con su plato al jardín y comió en silencio. Gray se reunió
con ella poco después.
Se daba cuenta de que él la miraba de vez en cuando, extrañado, pero
no dijo nada. Poco después, Rebecca se encontró mirando en su dirección.
Gray estaba pelando una naranja con sus manos grandes, morenas…
Cuando se dio cuenta de que estaba mirándolo, le ofreció un gajo.
—¿Quieres?
Ella lo aceptó sin decir nada.
—¿Te apetece que vayamos a ver los viñedos?
—De acuerdo.
—Si no te apetece…
—No tengo otra cosa que hacer —contestó Rebecca.
—Mira, siento mucho lo de anoche. Supongo que te sentó mal que
criticase a tu familia, pero me temo que no voy a retractarme de lo que
dije. Sigo pensando que es la verdad. Lisa y su madre no tienen escrúpulos
para conseguir lo que quieren, pero eso no significa que tú seas igual que
ellas. De hecho, sé que no lo eres, Rebecca. Creo que tú has sido una
víctima.

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—Ya.
—Jason, por otro lado, es el culpable de todo. Si no fuera tan débil le
habría ahorrado a todo el mundo muchos problemas —siguió Gray. Pero
Rebecca seguía sin decir nada—. Esperaba que esto aclarase el asunto,
pero veo que no es así.
Ella lo miró, muy seria. Si pensaba que una disculpa iba a borrarlo
todo, estaba muy equivocado.
—En fin, ¿nos vamos? —suspiró Gray.

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Capítulo 8

Levantándose, le ofreció su mano, con un brillo de reto en los ojos.


Como no tenía ganas de discutir, Rebecca la aceptó.
El cielo era de color lapislázuli y el sol de California iluminaba el
paisaje con un brillo de oro, pero ella no encontraba consuelo en nada de
eso.
Bajaron unas escaleras de piedra que separaban el jardín de la finca y,
poco después, entraron en una especie de enorme almacén.
—Mira, ésa es la cinta transportadora. Lleva las uvas de los camiones
al lagar. Pero está muy vieja… todo esto habrá que cambiarlo.
—Sí, la verdad es que tiene un aspecto siniestro —admitió Rebecca.
—Quedará como nuevo en cuanto cambiemos la maquinaria y
hagamos algunas reformas.
Sin saber por qué, Rebecca sentía que se ahogaba. Quería salir de
aquel sitio lo antes posible y estar de nuevo al aire libre. Iba con tanta prisa
que se chocó con Gray en la puerta.
—Perdona —murmuró.
Pero al estar apretada contra su pecho, esa atracción sexual que la
noche anterior había creído muerta para siempre, revivió de nuevo.
Nerviosa, intentó empujarlo. Pero era como intentar empujar una
piedra.
—Suéltame.
—¿Tienes miedo de mirarme?
—No.
—Entonces mírame, Rebecca —dijo Gray, inclinando la cabeza para
besarla.
Ella no se lo permitió.
—¡Eres un bruto!
Gray no la soltó. Al contrario; la atrapó entre sus brazos y buscó sus
labios, ansioso, exigente. Rebecca no quería, pero el deseo de enredar los
brazos alrededor de su cuello era superior a sus fuerzas.

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Cuando por fin él la soltó, mareada, dio un paso atrás.


—¿Estás bien?
Rebecca no contestó, mortificada. Entonces vio las llaves del almacén
en la puerta y, por un repentino impulso, salió de un salto y lo dejó
encerrado.
—¡Para que aprendas!
Cuando llegó a la casa, se sentía como una cría. ¿Qué demonios estaba
haciendo? ¿Por qué se portaba como una niña pequeña?
Sin duda, cuanto más tiempo lo dejara encerrado allí, más furioso se
pondría Gray.
¡A la porra con él!, pensó.
Pero cada minuto que pasaba era una tortura.
—¡Hola! ¿Hay alguien en casa? —oyó una voz.
Un segundo después, Gloria Redford apareció en el jardín.
—Hola —la saludó Rebecca.
—Vengo a ver cómo les va. ¿Todo bien?
—Sí, sí.
—El señor Gallagher estará trabajando, supongo.
Ella tragó saliva.
—Sí, claro.
—No parece usted muy contenta.
—Sí, bueno… es que estoy un poco aburrida.
—¿Quiere venir al pueblo conmigo?
Rebecca soltó una risita.
—Me parece una idea estupenda.

Mientras la otra mujer estaba comprando, Rebecca dio un paseo por el


pueblo. Una hora después, se reunieron en el café. La mujer, muy
espontánea, le habló de su familia, de sus hijos, de sus padres, todos ellos
viviendo en la misma casa.

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—Nos haría falta una casa más grande, claro, pero Ben ha perdido su
trabajo, así que tenemos suerte de conservarla.
—A lo mejor Gray puede hacer algo por él —dijo Rebecca,
compasiva.
—¿Usted cree? Nos vendría muy bien. Si pudiera trabajar en la
empresa del señor Gallagher, sería estupendo.
—Supongo que podría preguntarle —murmuró Rebecca.
Si ella supiera…
—Ben tiene mucha experiencia con la uva. Ha hecho de todo, desde
cosecharla, a llevar el camión… trabajar en la máquina de fermentación.
Un rato después, nerviosa, Rebecca miró su reloj.
—Tengo que volver —dijo, horrorizada al percatarse de la hora que
era.
—Muy bien. Pero antes tengo que poner gasolina.
***
Cuando saltó de la vieja furgoneta, habían pasado más de tres horas.
Gray debía estar muerto de calor y de sed… y absolutamente lívido
por su comportamiento. Lo imaginaba paseando como un tigre enjaulado
por el viejo almacén.
Después de darle las gracias a Gloria, Rebecca salió prácticamente
corriendo. Había dejado las llaves del almacén sobre la mesa del jardín y
lanzó un grito al tomarlas. Estaban ardiendo.
Poco después llegó al almacén y abrió la puerta, nerviosa. No oyó
nada, ningún sonido.
—¡Gray!
No hubo respuesta. ¿Dónde podía estar?
¿Y si había tropezado con algo? ¿Y si estaba sangrando?
Angustiada, corrió por la nave central, llamándolo a gritos. Pero no lo
encontró. No oyó nada, ni un ruido.
¿Estaría tomándole el pelo? Aunque, debía reconocer que, si era así,
se lo merecía.
Estaba llegando al fondo del almacén cuando una sombra llamó su
atención.

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—¿Gray?
Tampoco hubo respuesta.
Inquieta, se acercó, pero eran solo un montón de sacos viejos.
Una cosa estaba clara: Gray había salido del almacén. ¿Cómo? No
tenía ni idea.
Con el alma en un puño, salió al jardín… y lo vio nadando
tranquilamente en la piscina.
Al verla, Gray salió del agua. Iba completamente desnudo, moreno
por todas partes, con el físico de un atleta. Y su expresión no presagiaba
nada bueno.
Rebecca tragó saliva.
Cuando se acercó, vio que tenía una herida en el hombro.
—¿Lo has pasado bien? —preguntó él.
Lo había preguntado con un tono aparentemente amistoso, pero
Rebecca no se fiaba.
—¿Cómo has salido…?
—Por una de las ventanas.
—Pensé que eran demasiado altas.
—Y lo eran. Pero encontré una vieja escalera.
—Lo siento —dijo ella entonces.
—Me alegro.
—No siento haberte encerrado. Lo que siento es que te hayas hecho
daño —dijo Rebecca, señalando la herida—. ¿Te has puesto antiséptico?
—Solo es una magulladura sin importancia. Además, no podía entrar
en la casa porque también estaba cerrada.
—Ah, es verdad.
—¿Dónde te habías metido?
—He ido a Napa con la señora Redford.
—¿Y te has pasado tres horas en Napa?
—Pues…
Rebecca se mordió los labios. Sin duda, Gray debía estar furioso con
ella, pero disimulaba y eso la hacía temer lo peor.

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—Pareces muy acalorada. ¿Te apetece nadar un rato?


—No, gracias.
—Te lo recomiendo, es muy refrescante. Pero no querrás bañarte con
la ropa puesta…
Gray tiró del vestido y se lo quitó. Rebecca, que no llevaba sujetador,
intentó cubrirse los pechos, pero él aprovechó para quitarle las braguitas de
un tirón.
—¿Qué haces?
—Así está mejor.
—Déjame en paz. No quiero…
No pudo terminar la frase porque Gray la tiró a la piscina.
—¡Te lo mereces!
Ella no dijo nada. Era mejor permanecer callada, decidió. Gray se tiró
al agua y nadó a su lado durante unos segundos, como un tiburón.
—¿Qué vas a hacer, ahogarme?
—No, qué va. No quiero hacerte daño.
—Ya. Pues menos mal que me has tirado donde no cubre, porque no
sé nadar.
—¿Qué?
—No sé nadar. De pequeña, me caí a un lago y estuve a punto de
ahogarme. Por eso nunca aprendí a nadar.
—¿Lo dices en serio?
—Completamente.
—¿Crees que yo podría remediar eso?
—Puede que sea demasiado tarde.
—Nunca es demasiado tarde —sonrió Gray—. El primer paso es dejar
de tener miedo y disfrutar del agua. ¿Estás disfrutando?
—Sí, está fresca.
—Túmbate.
—No puedo, me ahogaría.
—Claro que puedes. Túmbate y flota. Inténtalo.

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Tardó un poco, pero quince minutos después, Rebecca estaba


flotando. Gray sujetaba su cabeza, por si acaso. Como le había prometido,
el agua la sujetaba. Y cuando la soltó, no tuvo miedo.
—¿Te he dicho alguna vez lo bonitos que son tus pechos?
Rebecca recordó entonces que estaba desnuda. Pero no le importaba.
Todo lo contrario.
Y cuando Gray la atrajo hacia sí, tampoco protestó. Le gustaba besarlo
en aquel momento, sentir el roce de su cuerpo bajo el agua. Y le gustaba
cómo sus pezones se aplastaban contra el torso velludo del hombre. Era
una sensación nueva, muy excitante.
—Pon los brazos alrededor de mi cuello.
Ella obedeció. Tan cerca, notaba el túrgido deseo masculino rozando
sus muslos. Y más cuando él la obligó a enredar las piernas alrededor de su
cintura.
—Esta será una nueva experiencia para ti.
Flotaban en el agua en esa posición, sin dejar de besarse, sintiendo el
sol acariciando sus cabezas. Era, desde luego, una experiencia nueva para
Rebecca. Y le gustaba mucho.
¿Cuándo se había convertido en una mujer lujuriosa?, se preguntó.
Gray, con cuidado, empezó a penetrarla dentro del agua. Era una
sensación deliciosa, única.
—Sí, mi amor, así… así la animó, hasta que Rebecca se dejó llevar del
todo, hasta que tuvo que apoyar la cabeza en su hombro para controlar los
espasmos.
Pero cuando abrió los ojos, volvieron las inhibiciones.
—Déjame.
—No, por favor. Sé que estás acostumbrada a esconder tus
sentimientos, pero háblame. ¿Te ha gustado?
Rebecca asintió con la cabeza.
—Dilo en voz alta. Quiero oírlo.
—Sí —murmuró ella, escondiendo la cara.
—Dime más cosas.
—No sabía que el placer físico pudiera ser tan… intenso.

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—Lo es. Y puede serlo mucho más.


—No lo creo.
Gray soltó una carcajada.
—Tienes mucho que aprender. ¿Crees que podrías nadar ahora?
—¡No!
Gray inclinó la cabeza para lamer uno de sus pezones.
—¡Por favor, alguien podría vernos!
—¿Y lo piensas ahora? —rio él.
Luego la llevó a la escalera y, mientras subía, le dio un azote en el
trasero.
—¡Oye!
—¿Sí?
Corriendo, Rebecca entró en la casa y se encerró en el cuarto de baño.
Se había duchado, lavado y secado el pelo cuando se le ocurrió pensar que
era una tonta.
No tenía intención de seguir siendo su amante y, sin embargo, había
vuelto a pasar.
Solo tuvo que tirarla a la piscina y…
Intentando no hacer ruido, abrió la puerta del baño y asomó la cabeza
en la habitación. Gray no estaba allí, de modo que salió, envuelta en una
toalla.' Se vistió a toda prisa y salió al jardín donde, como imaginaba, Gray
la estaba esperando.
Estaba muy guapo con unos pantalones color caqui y una camiseta
blanca que resaltaba su bronceado.
—¿Tienes hambre?
—La verdad es que no.
—¿Te apetece beber algo?
—Sí, gracias. Oye, sobre lo que ha pasado en la piscina, yo no
quería…
—¿Pasarlo tan bien? Estás empezando a olvidar tus inhibiciones,
afortunadamente.
—Pero no debía, no quería…

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—¿Prefieres hacerlo en una cama, de noche?


—No, no es eso. No quiero que… no quiero hacer el amor contigo,
Gray. No quiero continuar esta aventura.
Él se puso tenso.
—Muy bien, lo que tú digas.
—Quiero que sigamos durmiendo en habitaciones separadas.
—¿Sigues sin perdonarme por lo que dije de tu familia?
El ruido de una moto subiendo por el camino ahogó sus palabras. Casi
inmediatamente, sonó el timbre.
—Parece que tenemos visita. Perdona —dijo Gray, muy serio.

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Capítulo 9

Rebeca dejó escapar un suspiro. La interrupción era más que


bienvenida, fuera quien fuera. No le apetecía tener que oír otra diatriba
sobre la falta de moral de su familia.
Gray había estado fuera menos de cinco minutos cuando Rebecca
volvió a oír el ruido de la moto. Quien fuera no se había quedado mucho
tiempo. A lo mejor era uno de los hijos de Gloria Redford, para llevar un
mensaje…
Como para darle la razón, Gray apareció entonces con un sobre en la
mano.
—¿Te apetece ir de fiesta?
—¿Qué?
—Como no ha podido ponerse en contacto conmigo por teléfono, tu
admirador ha decidido enviar una invitación.
—¿Qué admirador?
—Andrew Scrivener. Nos invita a una barbacoa esta tarde. ¿No te
acuerdas que en Boston nos dijo que era el propietario de los viñedos
Hillsden? Pues Hillsden solo está a diez kilómetros de aquí.
—Ah, ya veo. Pero dijo que vendría a California dentro de una
semana.
—Por alguna razón, ha decidido venir antes.
—Ya. Y tú crees que yo soy esa razón, claro.
—Exactamente. Vi cómo te miraba en el restaurante. Como un gato
mirando un plato de leche.
—¿No me digas?
—Sí te digo. Así que, puedes ponerte tus mejores galas.
—¿Tú quieres ir?
—Por supuesto. A menos que tú no quieras…
—¿Esta barbacoa podría ser importante para Finanzia Internacional?
—Claro. Todo es importante en los negocios. Y tú lo sabes muy bien.
—¿Es esta misma tarde?

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—Dentro de una hora exactamente.


—Muy bien. Entonces, voy a ponerme «mis mejores galas» —sonrió
Rebecca.

Como gesto de desafío, se puso un vestido azul con escote palabra de


honor, muy sexy, unas sandalias de tacón color oro viejo y unos pendientes
de aro.
Pero cuando salió de la habitación, comprobó que Gray no se había
cambiado de ropa.
Quizá iba demasiado vestida para una barbacoa, pensó. Pero si era así,
tendría que aguantarse.
Él la miró de arriba abajo.
—Perfecta. Justo la mezcla de clase y seducción que le gusta a
Scrivener.
—Me alegro.

Mientras iban hacia el coche, Rebecca se percató de que aquella noche


no había brisa. El aire estaba parado, como en tensión. Igual que ella.
—¿Quieres que ponga la capota? —preguntó Gray—. Supongo que no
te apetece despeinarte.
—Por favor.
Él puso la radio y el viento, por fin, refrescó su cara. Pero no lo estaba
pasando bien.
Gray conducía en silencio, sin mirarla ni una sola vez. Cuando
llegaron a la finca de Scrivener ya casi era de noche y todas las luces
estaban encendidas.
A la derecha, una zona de aparcamiento llena de coches de lujo.
—Esto debería darte una idea de la clase de amigos que tiene
Scrivener. No hay un coche de menos de treinta mil dólares. Ah, por cierto,
un consejo antes de entrar: si no te apetece ser la cuarta señora Scrivener,
no dejes que te pille a solas.

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—¿Y si me apetece?
—Usa la misma técnica que usaste con Jason, hacerte la dura. Te
respetará por ello.
Con su habitual cortesía, Gray salió del coche y abrió la puerta para
ella. Un segundo después, Scrivener apareció en el porche.
—¡Bienvenidos! Gallagher, ¿cómo estás? Señorita Ferris… —dijo el
hombre, mirándola sin poder disimular su admiración—. Me alegro mucho
de que haya venido.
—Rebecca no se habría perdido esto por nada del mundo —sonrió
Gray.
El jardín estaba lleno de gente, todos vestidos con ropa de diseño y
joyas que podrían iluminar la casa. Sin embargo, había un ambiente
simpático y alegre, nada pretencioso.
Una rubia increíble, con un pantalón de odalisca y un sujetador
dorado, tomó a Gray del brazo.
—Tú debes de ser Gray Gallagher. Yo soy Sue Collins, la hermana de
Jeff y anfitriona en funciones.
—¿Jeff?
—El director de la explotación vinícola —explicó Scrivener.
—Ah, ya. Encantado.
—Hay un senador por ahí que está deseando conocerte —dijo la rubia.
Y, un segundo después, con una maniobra que dejó a Rebecca
boquiabierta, se había llevado a Gray.
De modo que se encontró a solas con Andrew Scrivener.
—No sabía que pensaba venir a California esta semana.
—He cambiado de planes —sonrió él.
—¿Y cómo ha conseguido organizar esta fiesta con tan poco tiempo?
—Jeff Collins se ha encargado de todo. ¿Quiere una copa?
—Sí, gracias.
—¿Qué te apetece, Rebecca? ¿Puedo llamarte Rebecca?
—Claro que sí.
—Naturalmente, tú puedes llamarme Andrew. ¿Qué quieres tomar?

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—Una copa de vino, por favor.


—Te recomiendo el Cabernet Sauvignon. Es buenísimo.
—Me parece bien.
Scrivener… Andrew, le ponía la mano en la cintura a la menor
oportunidad y no se despegaba de ella. Incómoda, Rebecca se dio cuenta
de que no podía protestar. Al fin y al cabo, solo estaba siendo amable.
Aunque tanta atención era sorprendente en una fiesta en la que había
senadores, estrellas de cine… y hasta un expresidente.
Solo cuando éste se acercó para decir que quería comentarle algo,
Andrew le pidió disculpas y se alejó con la promesa de volver en cuanto le
fuera posible.
—Parece que te han dejado sola —dijo Gray, a sus espaldas.
Rebecca se volvió. Gray estaba con la chica del sujetador dorado, que
lo tenía agarrado del brazo '; como si fueran a robárselo.
—Pero volverá, no te preocupes —sonrió, picada.
—Gray, guapo, necesito otra copa —dijo la rubia entonces, intuyendo
que allí pasaba algo—. Vamos al bar.
Cuando Gray se alejaba, Rebecca vio que Scrivener se acercaba de
nuevo.
—Siento haber tenido que dejarte.
—No pasa nada. Es normal.
—¿Te apetece comer algo? La carne aquí es buenísima.
Después de llenar su plato… y de llenar de nuevo su copa, Scrivener
señaló una mesa al fondo del jardín.
—Vamos a alejarnos un poco. Esta gente es tan ruidosa…
Rebecca se mordió los labios. No le apetecía nada estar a solas con él,
pero resultaba difícil negarse. ¿Qué iba a decirle?: «¿No, no quiero
sentarme contigo porque Gray es un cínico y empezará a soltar pullas en
cuanto lleguemos a casa?» Le parecería una descortesía y tendría razón.
Además, ya no era una niña.
De modo que lo siguió hasta la mesa. Durante la cena, charlaron
amigablemente de cosas sin importancia y Scrivener se portó como un
señor.
—¿Te gusta el valle de Napa?

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—Mucho. Es una preciosidad.


—Aquí es verano prácticamente todo el año.
—Comparado con el tiempo que hace en Londres, eso es como un
sueño —sonrió Rebecca.
—Yo tengo intención de vivir aquí al menos seis meses al año —dijo
Scrivener—. Estoy haciéndome una casa ahí, detrás del lagar. Ahora están
terminando la piscina… Ven, voy a enseñártela. Yo mismo la diseñé —
añadió, orgulloso.
Era un hombre alto, tanto como Gray, y se mantenía en forma. Hacía
una noche preciosa, con luna llena, de modo que el camino estaba bien
iluminado. Pero Rebecca se sentía incómoda.
—¿Qué tal van las vacaciones?
—Muy bien.
—Cuando nos vimos en Boston, dijiste que tu relación con Gallagher
era puramente amistosa —dijo Scrivener entonces—. ¿Sigue siendo así?
Ella se lo pensó un momento.
—Sí, claro. ¿Por qué?
—Pensé que Gallagher podría haberte convencido.
—¿Por qué dices eso?
—Dos razones. El otro día te encontré preciosa. Hoy… hoy tienes un
brillo especial.
—Porque estoy tomando el sol —contestó Rebecca.
—No es eso.
—¿Entonces?
—Parece… como si hubieras hecho el amor recientemente.
Por un momento, Rebecca pensó decirle la verdad, pero ni siquiera
para que dejase de tontear con ella estaba dispuesta a admitir que había
sido tan tonta.
—Has dicho dos razones. ¿Cuál es la segunda?
—Que Gallagher actúa como si fuera tu cancerbero.
—¿Cómo?
—Es como un perro guardián, no te quita ojo de encima. Y parece
celoso.

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—Pues no tiene razones para ello.


—Me alegra oír eso.
Cuando miró hacia atrás, Rebecca se percató de que estaban más lejos
de lo que creía.
—Quizá deberíamos volver. Si Gray quiere irse…
—No te preocupes, Sue Collins no le dejará. Mira, ahí está la casa.
Rebecca había esperado una construcción ultra moderna, pero se
encontró frente a una casa de estilo Victoriano, con ventanas altas, muy
armoniosa.
—Es muy bonita.
—Me alegro de que te guste. Ven, voy a enseñarte el interior…
—¡No! —exclamó Rebecca—. Quiero decir… Gray no quería volver
tarde a casa.
—Muy bien. En otra ocasión, entonces —asintió él, sin parecer
enfadados Pero te gustará, seguro.
—No tengo la menor duda. ¿La has diseñado tú solo?
—Estudié Arquitectura de joven y quería crear algo duradero y
hermoso. No es fácil hacer eso, te lo aseguro.
Era la primera vez que Scrivener mostraba su lado más sensible y
Rebecca se lo agradeció.
—Aunque a mi edad, lo que me emociona es algo más que la belleza.
He tenido tres esposas, todas ellas bellísimas, todas ellas inteligentes, pero
no funcionó. Ninguna de ellas tenía las cualidades que yo buscaba en una
mujer.
Rebecca carraspeó, incómoda. No le gustaba el rumbo que estaba
tomando la conversación.
—Además de belleza, yo busco una mujer sincera, que tenga carácter
y que quiera criar una familia —dijo Scrivener entonces, tomando su
mano—. Cuando te conocí en aquella reunión, me quedé prendado de ti,
Rebecca.
—¿De mí?
—Pero entonces oí rumores de que tenías algo con Beaumont. Para mí
fue una desilusión tremenda. Y al verte de nuevo en Boston… Mira,

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Rebecca, yo ya no soy joven, así que no puedo perder el tiempo. Quiero


pedirte que te cases conmigo.
Ella lo miró, incrédula.
—No puedes decirlo en serio.
—Claro que lo digo en serio —insistió él, inclinándose para buscar
sus labios.
—¡No!
Scrivener levantó las manos, en señal de paz.
—Perdona. No espero que me quieras, Rebecca. Sé que sigues
enamorada de Beaumont, pero él se ha casado con otra…
—Lo siento, yo no podría casarme sin estar enamorada.
—¿Por qué no lo piensas durante unos días? Yo te ofrezco todo lo que
quieras. Te haría feliz, a nuestros hijos no les faltaría nada…
—Por favor, señor Scrivener —lo interrumpió ella, volviendo a
llamarlo por su apellido—. No quiero casarme con usted y, desde luego, no
estoy interesada en su dinero.
—¿Si tuvieras mucho dinero, qué te comprarías, diamantes, perlas, un
yate?
—No quiero nada de eso.
—Tiene que haber algo. Algo por lo que darías tu vida.
—Solo una cosa: la mansión de Elmslee, la casa de mi familia.
—¿Está en el mercado?
—Lo estaba.
—Entonces, considérala tuya.
—No sabe lo que dice, señor Scrivener. Cuesta una fortuna.
Él sonrió.
—Querida, yo tengo una fortuna. Y si ya han vendido la casa, ofreceré
el doble. Todo el mundo tiene un precio.
—Yo no —dijo Rebecca entonces.
Eso pareció sacarlo de quicio. Enfadado, Scrivener la agarró del brazo
e intentó besarla de nuevo.

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—No juegues conmigo. Tú eres lo que yo busco y te tendré a toda


costa…
—¡Suélteme!
De repente, alguien tiró de su brazo. Era Gray.
—¿No has oído a la señorita Ferris, Scrivener?
—Esto no es asunto tuyo.
—Rebecca es mi invitada, así que es asunto mío.
—Ya no es una niña.
—Claro que no. Y como tú no eres un pederasta, solo estaría a salvo si
lo fuera.
—¡No estaba molestándola, le he pedido que se case conmigo!
—Lo he oído. Y también he oído que ella te rechazaba.
—Podría cambiar de opinión.
—¿Os importaría no hablar de mí como si yo no estuviera aquí? —
exclamo Rebecca entonces, furiosa.
—Vámonos a casa —dijo Gray, tomándola del brazo.
Una vez allí, ella entró en su cuarto a toda velocidad.
—¿Dónde vas?
—A darme una ducha.
—Muy bien. Yo voy a hacer café.
Quince minutos después, Rebecca salía al patio con un albornoz,
demasiado cansada y asqueada como para vestirse de nuevo.
—¿Estás bien?
—Sí, supongo que sí —suspiró ella, dejándose caer en una silla—. Y
aún no te he dado las gracias. Debería haberte hecho caso, pero mientras
cenábamos se portó como un señor…
—No es culpa tuya. Ya te advertí que Scrivener te había echado el
ojo.
—¿Esto podría causarte algún problema con Philip Lorne?
—Espero que no.
—¿Cómo es que apareciste tan rápido, por cierto? ¿Estabas por allí?

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—En realidad, vi que te alejabas con Scrivener y pensé que podría


pasar lo que ha pasado.
—Si estabas vigilándome, ¿por qué no acudiste antes? A mí me
habrías ahorrado un momento desagradable y Scrivener no se habría
enfadado contigo.
—Porque oí la conversación y… seguía sin saber si estabas haciéndote
la dura —contestó Gray—. Seguía sin saber si querías ser la cuarta señora
Scrivener.
—Sigues pensando que soy como las otras, ¿no? —suspiró Rebecca.
—No lo he pensado nunca. Aunque admito que he tenido mis dudas.
Y cuando vi que te alejabas con él…
—Ya, claro. De todas formas, te lo agradezco —lo interrumpió
Rebecca, levantándose.

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Capítulo 10

D
— ebo admitir que quería saber hasta dónde llegaría Scrivener para
intentar convencerte —dijo Gray entonces. Rebecca se volvió—. Sabiendo
el cariño que sientes por la casa de Elmslee, pensé que eso sería decisivo.
Ella negó con la cabeza.
—Nunca me casaría con Andrew Scrivener.
—Si yo tuviera dinero para comprar la casa de Elmslee, ¿te casarías
conmigo? —le preguntó Gray entonces.
—Tú sabes que no.
—¿Porque sigues enamorada de Jason?
—No sigo enamorada de Jason —suspiró Rebecca—. Me di cuenta
cuando salí de Boston.
—En ese caso, me intriga saber por qué no te casarías conmigo
aunque pudiera comprarte la casa de Elmslee.
—No me casaría contigo, Graydon Gallagher, porque crees que
puedes comprarme.
—Y tú quieres que tu marido te respete, ¿no?
—Por supuesto —contestó Rebecca, levantando la barbilla.
—También oí que le decías a Scrivener que nunca te casarías sin estar
enamorada —dijo Gray.
—Es verdad.
—Y, por supuesto, no me quieres.
Rebecca iba a decir que no, pero antes de abrir la boca se dio cuenta
de que era mentira. Desde que entró en el cenador, estuvo perdida sin
remedio. En Boston se advirtió a sí misma que no debía considerarlo una
parte importante de su vida, pero…
—¿Algún problema?
—No tengo ningún problema —contestó ella.
—¿Me quieres o no? —sonrió Gray.
—No te quiero —contestó Rebecca por fin, con voz temblorosa.

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—¿El amor es una garantía de que un matrimonio será duradero?


Habría sido un error terrible casarte con Jason, ¿no?
—Sí, habría sido un error —admitió ella—. Aunque ahora me doy
cuenta de que nunca estuve enamorada de él. Me gustaba, sencillamente. Y
era el primer hombre de mi vida. Como nunca me había enamorado antes,
no entendí la diferencia.
Los dos se quedaron en silencio durante un rato, hasta que Gray se
levantó.
—Es hora de irse a la cama, supongo.
Rebecca se mordió los labios. Ahora que estaba convencido de que no
era una buscavidas, si le pedía que se acostasen juntos lo recibiría con los
brazos abiertos.
Pero él no lo sugirió.
—Que duermas bien.
—Lo mismo digo.
Rebecca intentó dormir, pero tuvo una pesadilla en la que Scrivener
intentaba acostarse con ella. Se despertó conteniendo un grito de angustia,
cubierta de sudor.
Quería estar con Gray, quería su consuelo. Quería acostarse con el
hombre del que estaba enamorada.
Pero quizá él ya no la deseaba…
No, no era eso, pensó. El instinto le decía que aunque no la quería, sí
la deseaba. Solo el orgullo impedía que la buscase.
Rebecca se incorporó, pensativa. No quería dormir sola. Y sabía que,
después de rechazarlo, Gray no iría a su habitación.
De modo que iría ella a la suya, decidió.
Respirando profundamente para darse valor, se puso el albornoz y
llamó a la puerta. Él abrió de inmediato, desnudo.
—Esto empieza a ser una costumbre.
—Y yo no me quejo —sonrió Gray—. Aunque estás demasiado
vestida.

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El resto de las vacaciones fue una pura delicia. Iban de excursión con
el coche, nadaban en la piscina, cenaban en San Francisco, visitaban la
playa o paseaban de la mano por la finca.
Gray la enseñó a nadar, algo que Rebecca pensó que jamás
conseguiría. Fueron las dos semanas más felices de su vida.
Pero llegó el día. Tenían que marcharse y cuando salieron de la casa
tuvo que contener las lágrimas.
—¿Iremos directamente a Londres?
—No, tenemos que pasar por Boston. He reservado habitación en el
Faneuil.
Rebecca suspiró. Veinticuatro horas más. Tenía veinticuatro horas
más para estar con él. Pero, como si estuvieran decididos a olvidar ese
pequeño detalle, ninguno de los dos lo mencionó.
***
Cuando llegaron a Londres, estaba lloviendo. Qué enorme contraste
con el cielo azul de California, con su sol constante. Era lo que les faltaba
para deprimirse un poco más.
En cuanto terminaron con las formalidades del aeropuerto, un chófer
uniformado los esperaba en la puerta de la terminal.
Cuando el hombre estaba guardando su maleta, Rebecca carraspeó.
—Si no te viene bien llevarme a casa, siempre puedo ir en taxi.
—Me viene bien llevarte a casa —contestó él—. Aunque no pensaba
llevarte a casa todavía. Aún hay muchas cosas que solucionar.
El corazón de Rebecca dio un vuelco.
—¿Qué cosas?
Gray la miró con aquellos impresionantes ojos verdes.
—Supongo que no piensas aceptar el trabajo que te ofreció Scrivener.
—Claro que no.
—Entonces, aún tenemos que pensar en el futuro. He pensado que
podrías quedarte en mi casa… hasta que tuviéramos oportunidad de hablar
en serio.
Era un regalo maravilloso, inesperado y, emocionada, Rebecca solo
pudo asentir con la cabeza.

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—Muy bien. Entonces discutiremos todas las posibilidades en cuanto


haya solucionado el asunto que me trae a Londres.

La casa de Regent's Park era mucho más grande y mucho más


espectacular de lo que había imaginado. Debía ser una de las mansiones
más lujosas de Londres, pensó Rebecca.
Mientras el chófer sacaba sus cosas, Jason le explicó que era la
mansión familiar.
—Jason siempre se ha referido a ella como «el mausoleo familiar».
—¿Por qué?
—Ven, te presentaré al ama de llaves y entenderás por qué. La señora
Sheldon debe tener alrededor de noventa años, pero sigue llevando la casa
con mano de hierro.
Cuando Gray se la presentó, Rebecca tuvo que contener una sonrisa.
Era realmente una anciana de hierro, con unos ojillos brillantes, llenos de
inteligencia.
—Qué bien tenerle de vuelta, señor Graydon.
—Gracias, señora Sheldon.
—¿Lo ha pasado bien durante sus vacaciones?
—Maravillosamente bien —contestó él, tomando a Rebecca por la
cintura—. Señora Sheldon, le presento a la señorita Ferris.
—¿Cómo está, señora Sheldon? —sonrió Rebecca.
—Bien, gracias —contestó el ama de llaves, estudiándola
atentamente—. Venga conmigo, la acompañaré a su habitación.
Grande y con varias ventanas, el cuarto de Rebecca daba al jardín, olía
a cera y a lavanda y tenía muebles muy antiguos. Era como si no hubiese
pasado el tiempo, como si no hubieran pasado los siglos por aquel cuarto.
¿Por qué le habría pedido Gray que se quedara?, se preguntó. Si era
por algo tan impersonal como para buscarle un trabajo, podría haberlo
hecho por teléfono.
Y si quería proseguir su aventura… pero, ¿cómo podían dos personas
mantener una aventura con un océano de por medio?

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Poco después, Rebecca bajó al salón para buscar a Gray, pero antes de
entrar oyó una voz…
¡La voz de Jason!
¿Qué hacía Jason allí?
—Tío Pip, por favor, no puedes hacerme esto.
—Si vas a seguir portándote como un imbécil, me obligas a hacerlo.
—Pero, ¿qué otra cosa podía hacer? —protestó Jason—. Me dijo que
estaba embarazada y su madre amenazó con contártelo todo…
—Una pena que no lo hiciera.
—Dijiste que si volvía a meterme en un lío te lavarías las manos, tío
Pip. Yo no tenía intención de casarme con ella…
—¿Y por qué lo has hecho?
—Empezó de broma. No iba a ningún sitio con…
—¿Rebecca?
—¿Cómo sabes lo de Rebecca?
—Cuando oí rumores de que salías con una de las Ferris, y sabiendo
que no tenían dinero, le pedí a Billings que investigase.
—¿Y ahora qué hago? —musitó Jason.
—Tú verás.
—Pero Lisa no está embarazada. Lo «descubrió» durante la luna de
miel.
—Si yo me hubiera enterado antes de la boda, la habría impedido.
Pero cuando Billings me avisó, ya era demasiado tarde.
—¿Y qué piensas hacer?
—Te lo advertí, Jason. Te dije que si no te portabas como un hombre,
te cortaría la asignación.
—¿Y cómo voy a vivir sin ese dinero?
—Trabaja. Tienes un salario estupendo.
—Con ese dinero no me llega para nada…
—Ése es tu problema —le interrumpió Gray—. Si no aprendes a
portarte como una persona madura, respetaré el testamento de tu madre al
pie de la letra y no verás un céntimo.

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—No puedes hacerme eso, tío Pip. Era el dinero de mi padre…


—Tú sabes que eso no es verdad. El dinero era de la familia de tu
madre… aunque tu padre se gastó todo lo que pudo. Por eso, sabiendo
cuánto te pareces a él, cuando se puso enferma, tu madre redactó una
cláusula en el testamento por la que me lo dejaba todo a mí y me pedía que
hiciera lo que pudiese para que sentaras la cabeza. Y eso es lo que llevo
ocho años haciendo.
Rebecca decidió que ya había oído más que suficiente. Estaba
subiendo la escalera cuando Jason salió dando un portazo. Gray salió tras
él.
—Ah, estabas ahí. ¿Lo has oído todo?
—He oído lo suficiente.
—Siento que hayas tenido que enterarte de esta forma. Le dije a Jason
que quería hablar con él mañana en la oficina, pero decidió aparecer por
aquí sin avisar.
—Así que tú eres el tío Philip.
—Sí.
—Si eres Philip Lorne, ¿por qué te llamas Graydon Gallagher?
—Mi nombre completo es Philip Lorne Graydon Gallagher, pero
siempre he usado Philip Lorne para los negocios…
—Me voy a mi casa —lo interrumpió Rebecca.
—¿No quieres que hablemos?
—Me parece que no tenemos nada que hablar. ¿Estás seguro de que
no aparecerá por aquí una esposa, de repente?
—Muy seguro. Que yo sepa, mi exmujer vive en Australia.
—Ah, has estado casado —murmuró ella, irónica.
—Sí, pero si no te importa acompañarme al estudio, te lo contaré todo
desde el principio —insistió Gray.
Rebecca se lo pensó un momento y después lo acompañó al estudio. A
pesar de todo, sentía cierta curiosidad.
—Yo tenía unos meses cuando mis padres murieron —empezó a decir
Gray— y, como no habían cambiado su testamento, mi hermana Anne lo
heredó todo. Mi hermana era la madre de Jason.
—Ya veo.

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—Pero cuando ella murió, sabiendo que Jason era igual que su
marido, un inmaduro, un irresponsable, decidió dejarme todo su dinero a
mí… ¿Me estás escuchando?
—¿Cuándo te casaste?
Gray dejó escapar un suspiro.
—Cuando era muy joven. Fue un error, un tremendo error. Rona solo
se casó conmigo por el dinero y… la pillé en la cama con Jason una noche.
—¿Con Jason?
—Con Jason.
Los ojos de Rebecca se llenaron de lágrimas.
—¿Por qué lloras? —murmuró Gray, apretando su mano.
—Porque me da pena que nunca hayas encontrado a nadie a quien
amar —contestó ella.
—Pero sí la he encontrado. La encontré una noche, en un cenador.
—¿Qué?
—El único problema es que ella no me quiere. Hasta prometí
comprarle una mansión, pero…
—¿De verdad comprarías Elmslee?
—Ya está hecho —contestó Gray—. En cuanto supe que tú la querías,
me puse en contacto con mi agente de Bolsa. El contrato lleva días
firmado. Y ahora, ¿te casarás conmigo? —le preguntó, estrechándola entre
sus brazos.
—Si me caso contigo, creerás que es solo por Elmslee.
—No, creeré que lo haces porque me quieres.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque me lo ha dicho la señora Sheldon. Y la señora Sheldon
nunca se equivoca. Después de dejarte en tu habitación, me dijo: «Espero
que esté contento. He puesto a la señorita Ferris en la habitación malva».
—No entiendo…
—La habitación malva está conectada con la mía —sonrió Gray.

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Más tarde aquella noche, uno en brazos del otro, Gray dijo:
—Nunca sabrás los celos que tenía de Jason. Y cuando Scrivener
intentó besarte…
—No me lo recuerdes —sonrió Rebecca.
—¿Cuándo vas a casarte conmigo?
—Mañana.
—Me parece que eso es demasiado pronto —rio Gray—. Y esta vez
quiero una boda de verdad…
—¿Qué quieres decir?
—Con Rona solo me casé por lo civil. Quizá porque desde el principio
sospechaba algo.
—Y porque no creías en el amor —dijo Rebecca.
—Pero he cambiado de opinión. ¿Te importaría mucho no vivir todo
el año en Londres?
—Supongo que no.
—¿Podrías acostumbrarte a vivir entre Londres, Elmslee, Nueva York
y el valle de Napa?
—¡Claro que sí! —exclamó Rebecca.
—Elmslee será un sitio maravilloso para los niños. Y para retirarnos
cuando seamos mayores.
—Esto parece un cuento de hadas… con final feliz.
Gray le dio un tierno beso en los labios.
—Con final feliz, amor mío.

Fin.

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