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Historia Contemporánea de España 1808-1923
Historia Contemporánea de España 1808-1923
SEGUNDA PARTE
LA ESPAÑA DE ISABEL II, 1833-1868
TERCERA PARTE
EL SEXENIO DEMOCRÁTICO, 1868-1874
CUARTA PARTE
LA RESTAURACIÓN, 1875-1902
QUINTA PARTE
EL REINADO DE ALFONSO XIII DE 1902 A 1923
1.1. Antecedentes.
La Revolución francesa fue el aldabonazo entre las filas de los ilustrados y reformistas
españoles. Las noticias de la revolución francesa de 1789 aunque fueron escasa se fueron
filtrando en las páginas de las prensa oficial española. Floridablanca, se ocupó de
establecer una férrea censura mientras que la inquisición y el gobierno trabajaban a destajo
intentado frenar la entrada de propaganda revolucionaria, llegando en 1791 a suspender
las publicaciones periódicas no oficiales, la monarquía se enfrentaba a grandes problemas.
En febrero de 1792 Floridablanca era apartado de su puesto siendo sustituido por el conde
de Aranda, quien se encargó de suavizar la política oficial hacia la revolución francesa.
Aunque tampoco él consiguió grandes cambios. Carlos IV, decidió poner en escena a Godoy
en vez de Aranda en noviembre, un joven inexperto cuyo mérito más conocido era el
cortejo a la reina.
La intercesión de Carlos IV, a comienzos de 1793, para salvar la vida de su primo
francés, sólo empeoró las relaciones con Francia, llevando a la declaración de guerra por
parte de Francia en marzo. Un conflicto bélico y las subsiguientes dificultades económicas y
financieras era lo que faltaba en este complicado escenario. La evolución de la contienda,
con importantes revese para España tras unos comienzos prometedores, unida a la difícil
relación con Gran Bretaña, aliada antifrancesa en el continente pero rival en América, llevó
a la firma de la paz en 1795. Las rivalidades comerciales y coloniales con los británicos
volvían a primer plano, estallando en 1796 la guerra y que para España tuvo consecuencias
más desastrosa que contra los franceses el año anterior. La búsqueda de ingresos en la
Península, al reducirse cada vez los americanos, unida a la resistencia a aumentar los
impuestos o la creación de nuevos, que solían traer aparejados el estallido de motines,
llevó a Carlos IV a autorizar diversas medidas que podrían considerarse un precedente de la
El joven príncipe Fernando apareció como el mejor banderín de enganche para todos
aquellos que deseaban la caída de Godoy y un cambio de rumbo. Se convirtió en la cabeza
del “partido fernandino”, del entorno del príncipe salía una constante propaganda no sólo
en contra de Godoy sino también en contra del propio rey. La muerte de primera mujer de
Fernando, la derrota de Trafalgar y el viraje de Godoy, quien flaqueaba en su debilidad a
Napoleón tensaban el ambiente en la cabeza de España.
Las batallas de Jena, de Eylau y Friedland en 1807 dejaron bien sentada la superioridad
de los ejércitos franceses en el continente.
El proceso de El Escorial, el 29 de Oct. se secuestran los papeles de Fernando,
produciendo un proceso en El Escorial, donde se encontraba la Corte, en el que se
formularon acusaciones de conspiración difíciles de probar y que terminó con el perdón del
rey para su hijo. Fue un duro golpe para el prestigio de la corona, un fortalecimiento de la
figura pública de Fernando, al extenderse la hipótesis de un complot de Godoy contra el
heredero, y quizás lo más importante a largo plazo, fue una prueba más para Napoleón, si
es que la necesitaba, de la situación de profunda crisis en que se encontraba la monarquía.
No hay que olvidar, que mientras alentaba las divisiones entre padre e hijo y daba
esperanzas a las propuestas de alianza de Fernando, el emperador había firmado con
Godoy el Tratado de Fontainebleu (27 de Oct. de 1807) que abría las puertas a la
penetración francesa en España.
1.6. El 2 de Mayo.
La junta solicita una reunión urgente a la que también fueron convocadas las
instituciones del Antiguo Régimen, Consejos de Castilla, Hacienda, Indias y Órdenes. Al día
siguiente, 2 de mayo, comenzó la agitación por las calles de Madrid entre los que asistieron
a la salida de Palacio de los últimos miembros de la familia real. El intento de evitar que
abandonasen la ciudad provocó el coque entre la población y un escuadrón francés que
tuvo que ser protegido por soldados españoles. La noticia de lo acontecido en la capital
corrió como un reguero de pólvora entre la población cansada y predispuesta a la revuelta.
La fragilidad de la unidad conseguida tras un siglo de centralismo borbónico, facilitó el
carácter local de la rebelión y posterior lucha, la tensión social existente en algunas zonas,
sobre todo en ciudades que, como Madrid, habían visto multiplicarse su población
aumentando los sectores marginales que vivían en condiciones difíciles.
Las abdicaciones de Bayona habían abierto aún más el camino al emperador quien
continuó jugando con la sumisión de la Junta y del Consejo de Castilla que le permitían
mantener la ficción de la legalidad en sus decisiones. El 10 de mayo este último organismo,
fundamental en el funcionamiento de la antigua monarquía, aceptó a Murat como teniente
general del reino, lo que ponía de hecho el ejército español bajo su mando. Las enormes
ambiciones del duque de Murat parecían quedarse así colmadas, pues veía más cerca el
momento de convertirse en el nuevo soberano español.
La imagen que Napoleón buscaba era atraer las voluntades de los españoles más
conscientes presentándose como el libertador frente a la dinastía borbónica, responsable
con su desidia de la situación peninsular. Napoleón se presenta como “el regenerador” de
la patria.
José I y la constitución de Bayona habían de ser las armas que emplearía Napoleón para
terminar con el Antiguo Régimen en España sin necesidad de una Revolución como la que
había tenido lugar en el país vecino. Pero tanto el uno como la otra distaron mucho de ser
eficaces. La convocatoria para la reunión de la Asamblea nacional con la que lograr el
apoyo de los reformistas supuso un fracaso político de los Bonaparte. Ante la tesitura de
tomar postura en un escenario prebélico, las renuncias y excusas fueron numerosas,
aunque hubo también una respuesta positiva por parte de algún representante de las élites
reformistas. Fue el comienzo de la división entre los “afrancesados” y los “patriotas”,
división que supuso la escisión del grupo de ilustrados. Hubo personajes como Llorente,
Cabarrús o Urquijo que decidieron confiar en Napoleón para ver alcanzadas las tan
esperadas reformas y que pasaron a colaborar con el nuevo monarca, mientras otros como
Floridablanca o Jovellanos rechazaron la colaboración con el rey en el extranjero, a pesar de
que se contaba con ellos y de que a este último se le ofreció un puesto en el primer
gobierno de José Bonaparte.
La constitución de Bayona intentaba introducir en España algunos principios liberales,
establecía ciertos contrapesos a la autoridad del rey, garantizaba ciertas libertades
individuales pero que mantenía una monarquía de corte autoritario en la que el rey y sus
ministros seguían teniendo un peso decisivo que desequilibraba esa supuesta balanza de
poderes, de corete británico, que tantos autores ilustrados del continente habían
demandado para sus países.
El 8 de julio el nuevo rey de España juró la Constitución y recibió a su vez el juramento
de fidelidad de los componentes de la Asamblea. Pese a la cuidada elección de sus
colaboradores, todos ellos españoles conocidos por haber desempeñado ya puestos de
responsabilidad y en su mayoría de probado talante reformista como Mariano Luis de
Urquijo o Cabarrús, no se produjo en la Península la esperada reacción pacificadora ante
estos acontecimientos impuestos desde el exterior y que supuestamente restablecían el
orden. El alzamiento siguió generalizándose y además los sublevados se iban organizando.
La guerra sería el telón de fondo del breve y convulso reinado del reformista José I.
Las colonias americanas cada vez eran más autosuficientes. Durante los reinados de
Fernando VI y sobre todo de Carlos III, se iniciaron planes como el de Campillo (1743) de
reformas dirigidas a frenar la emancipación económica de las colonias. Supuso un mayor
control burocrático y un intento de aumentar el dominio económico para obtener mayores
beneficios y limitar la autonomía de los criollos.
En 1765, España tomó las primeras medidas del llamado “comercio libre”, para los
americanos no significó mayor libertad, más bien al contrario, al funcionar ahora de forma
más eficaz la presión fiscal, acrecentando las hostilidades criollas.
Los criollos envidiaban a los peninsulares su situación de privilegio, cuando no de
exclusividad, a la hora de acceder a los cargos públicos, dando lugar a la aparición de
rivalidades. Se iba observando cada vez un nacionalismo más incipiente y un regionalismo
ya bastante asentado.
La revolución francesa, y sobre todo la norteamericana iban calando en las colonias.
Ante lo acaecido en 1808 en la península, la administración colonial se puso en la tesitura
afrancesada, reconociendo la nueva autoridad bonapartista, aunque siéndoles todavía fiel a
Fernando VII. Se experimentó un vacío de poder que había que llenar con la constitución de
poderes del pueblo, pero al llevarse a cabo esta idea en las colonias surgieron los
problemas. La tensión aumentaba entre las autoridades reales y las élites americanas que
querían hacerse con el control. Al no haber “afrancesados”, ni levantamientos populares, ni
tropas invasoras, era difícil convencer a los antiguos representantes de la corona de la
necesidad de cambios y todo intento de conseguir más independencia era reprimido por los
peninsulares.
1810 y la constitución de juntas autónomas fue el primer paso hacia la desvinculación
definitiva con la península y, también, hacia la división entre las propias colonias, dando
lugar a 4 años de agitación social, cambios políticos y guerra civil.
Cuando Fernando VII llegó a la península en 1814, pareció que, a pesar de lo ocurrido,
aún sería posible restablecer el orden en América. Partiendo de las zonas que habían
permanecido fieles a la Península, el virrey de Perú, Abascal, había logrado restablecer su
autoridad al oeste. Mientras, en otras regiones, el cariz social y racial que estaban
adoptando los procesos independentistas facilitó una reacción
contrarrevolucionaria, lo que Fernando junto con unas tropas se puso con
firmeza a la cabeza de tropas realistas. En 1816 todas las provincias de
Ultramar estaban bajo su control excepto Río de la Plata. La
transformación de la guerra civil en una guerra contra la metrópoli
permitió moderar los extremismos de los “patriotas”, como empezaban a
denominarse los independentistas. Bajo la dirección de Bolívar y San
Martín, la guerra cobró nuevas fuerzas a partir de 1816-17. Mientras
tanto, España, recién salida de una guerra, con una situación financiera
catastrófica, sumida en una profunda crisis política e incapaz de obtener
apoyos internacionales, quedaba sola para combatir la rebelión. El problema de la
insurrección colonial pasaría intacto a los liberales durante el trienio.
Tras seis largos años de guerra la situación de la economía era desesperada. Solucionar
incluso sólo los problemas básicos hubiese requerido una capacitación que los ministros y
asesores de Fernando VII estuvieron muy lejos de mostrar. Había una agricultura, una
ganadería y unas manufacturas gravemente afectadas por las destrucciones, los saqueos,
las confiscaciones y los impuestos extraordinarios; un comercio que se vio convulsionado
por la situación en las colonias; unas finanzas en profunda crisis, con una deuda pública
inmensa y una Hacienda en estado crítico. En los primeros seis años fernandinos se usaron
28 ministros para tan sólo 5 carteras. El monarca continuó su frenética búsqueda de
alguien capaz de llenar sus vacías arcas, mientras los gastos aumentaban y la llegada de
metales precios americanos disminuía hasta casi la nada. En 1816 se hizo cargo de la
cartera de Hacienda Martín de Garay. A partir de los datos sobre gastos de los ministerios,
establecidos por la Junta de Economía, y del conocimiento de los ingresos de la Hacienda,
El golpe del 4 de mayo de 1814 por parte del monarca había supuesto, además de la
derogación de todas las reformas, la destitución de todos los que ocupaban algún cargo, la
persecución y encarcelamiento de los liberales y la destrucción de los símbolos que habían
acompañado la promulgación de la Constitución en todos los rincones de España. Ahora el
triunfo de la Revolución de 1820 fue acompañada de la reposición en sus puestos de los
Los meses que mediaron entre la disolución de las Cortes, 9 de noviembre, y la reunión
de las nuevas, 1 de marzo de 1821, estuvieron plagados de incidentes. Hubo tiempo para
nuevos enfrentamientos entre el rey y los liberales y también entre los moderados
doceañistas y los exaltados veinteañistas.
El Gobierno tuvo que obligar al rey a regresar a Madrid y realizar ciertas cesiones a los
exaltados. Los jefes del “ejército de la isla” y algunos señalados simpatizantes fueron
ascendidos y se reabrieron las sociedades patrióticas.
Cuanto más se acercaba la fecha de reapertura de las Cortes, más temor había a una
intentona contrarrevolucionaria. En febrero se produjo un choque entre los Guardias de
Corps (casa real) y las Milicias Nacionales que finalmente obligó a la Guardia a retirarse.
La nueva legislatura se inauguraba el 1 de marzo y la debilidad del gobierno quedó de
manifiesto en lo que se ha denominado la “crisis de la coletilla”, donde Fernando VII criticó
con dureza al gobierno por no haberle defendido, forzando al gobierno a dimitir
encontrándose con que ya había sido cesado. Finalmente a Fernando, el consejo le pasó
una lista de personas de donde él tenía que elegir a los miembros gobierno, creando un
gobierno moderado que no agradaba a nadie.
El 20 de junio se disolvieron las Cortes Ordinarias para dar paso a unas extraordinarias,
con los mismos diputados elegidos para las de 1820 y 1821. La justificación fue la
necesidad de abordar reformas administrativas en profundidad y pacificar América. Las
Cortes extraordinarias dividieron el país en 52 provincias, también se dictó la Ley de
Beneficencia.
De marzo a junio la tensión irá en aumento: insurrecciones de los absolutistas en
Cataluña, Navarra y otras zonas de la Península; intentos fallidos de suavizar las tensiones
En Aix-la Capelle (sep.-oct. 1818) los aliados habían dedicado su atención sobre todo a
los asuntos franceses, se realizaron pequeños ajustes en el pago de las indemnizaciones de
la guerra y se invitó a Francia a sumarse a las reuniones. El zar pretendió la aprobación de
un acuerdo por el que todos los firmantes garantizasen el mantenimiento de las
disposiciones territoriales adoptadas en Viena, así como la defensa de los gobernantes
legítimos frente a movimientos revolucionarios. Esto fue desestimado por Austria y Gran
Bretaña, pero cuando se unieron de nuevo en Troppau en diciembre de 1820 Austria (Gran
Bretaña y Francia, acudían como observadores) cambió de opinión y se acordó un Protocolo
Preliminar por el cual respaldarían intervenciones armadas para
aplastar las revueltas revolucionarias. En la reunión de Verona en
diciembre de 1822 España será la protagonista, la subida al poder en
agosto de San Miguel no gustaba en la Santa Alianza y comienza a
gestarse una intervención. El representante británico, Wellington, se
niega. El francés Montmorency, contradiciendo las instrucciones del
gobierno de Villéle, prefiere intervenir, al final se decide enviar notas
a España para que cambien su Constitución, pero la dura respuesta
española hace que los franceses, ahora sí, se preparen para ser los
protagonistas de Europa y atacar España.
Con Sáez convertido en obispo de Tortosa, el moderado marqués de Casa Irujo pasó a
presidir el nuevo gabinete. Pero su labor no iba a ser fácil. A las evidentes divisiones entre
realistas y liberales se sumarían ahora las escisiones que no tardarían en producirse en el
bando absolutista, al perder el poder sus elementos más reaccionarios. Por otra parte,
tendría que hacer frente a las dificultades emanadas del talante del propio monarca.
El gabinete de Casa Irujo siguió las “Bases” de represión que el rey había encomendado,
intentado por otro lado la concesión del proyecto de amnistía de Ofalia, que llevaría las
divisiones realistas al seno del Gabinete. La propuesta era limitada y chocaba, por un lado,
con los embajadores de las potencias que defendían una más amplia o incluso un indulto y,
por otro, con los ultras opuestos a cualquier perdón, como se puso de manifiesto en las
reuniones con los representantes extranjeros y las mantenidas en el Consejo de Estado. Sin
embargo, y ante las presiones francesas en un momento en que se discutía la prolongación
de la permanencia de las tropas del país vecino en territorio español, el decreto de amnistía
fue aprobado en mayo de 1824. Decisión que no satisfizo a nadie.
Pero había otro problema, la situación económica, sumida en un auténtico caos.
Problema que recaería sobre el ministro López Ballesteros, que planteó una reforma
tributaria, que se aprobó en febrero del 24, pero que no trajo los beneficios esperados y
hubo que recurrir a préstamos que alargarían la agonía hasta 1831. Al contrario que
España, todas las potencias estaban aumentado sus presupuestos de forma considerable,
para entre otras cosas, sostener ejércitos permanentes y marinas que defendiesen sus
Desde la salida de la familia real hacia Brasil, como consecuencia de la invasión de las
tropas napoleónicas, Portugal había estado dirigido por el mariscal británico Beresford.
La rebelión de la guarnición de Oporto el 24 de agosto de 1820, seguida por Lisboa,
supuso el nombramiento de una Junta Provisional, la convocatoria de Cortes y la
promulgación de una Constitución como la de Cádiz. Se estableció un Parlamento
unicameral, se garantizó la libertad de prensa, se abolió el feudalismo, se suprimieron la
Inquisición y algunas órdenes religiosas y se inició un proceso de desamortización. El rey
Juan VI jura la Carta Magna en octubre de 1822, pero pocos meses después, el movimiento
conocido como la Vilafrancada, respaldado por importantes personajes de la Corte entre los
que estaba la reina Carlota Joaquina –hermana de Fernando VII- y su segundo hijo don
Miguel ponían fin al experimento constitucional en el país vecino. La muerte en marzo de
1826 de Juan VI volvió a poner sobre el tapete el enfrentamiento entre absolutistas y
liberales. El monarca murió sin testamento, lo que planteó algunos problemas al estar su
hijo mayor en Brasil, don Pedro. Finalmente, la regencia dejada por el monarca difunto
reconoció a su hijo don Pedro como heredero, pero este renunció a la corona en favor de su
hija María de la Gloria, de 7 años, no sin antes otorgar una Carta Constitucional (abril del
26) que inauguraba una nueva etapa liberal.
Comenzaba el reinado de María II con el plan de que se casase con su tío Miguel a su
debido tiempo y siempre que el aceptase la Carta Magna, cosa que no era de su agrado.
Fernando VII temía un apoyo de los liberales portugueses a los españoles, temía que los
liberales usasen el suelo portugués para preparar una ofensiva contra él. Pero otro
problema para el gobierno fue la llegada masiva de absolutistas portugueses a España, que
fueron acogidos cordialmente. Fernando exigió al gobierno de Portugal que no acogiese a
los liberales españoles y los portugueses exigían a España que no acogiese a los
absolutistas portugueses. Fernando decide facilitar la acción y dotar de
armas a los absolutistas portugueses en España, que en noviembre
entran en Portugal y toman varias plazas, motivo que hace que Portugal
pida ayuda Gran Bretaña.
Canning envió a Lisboa a 5.000 hombres que hicieron que el
movimiento miguelista cesara. Pero la muerte de Canning y el ascenso
de Wellington, menos dado a apoyar a Portugal hicieron que en 1828
Miguel reinstaurara el régimen absolutista en Portugal. Pedro I volvió de
Brasil para ayudar a su hija, que en 1832, con 7.500 hombres y
conquistar Oporto, junto con la ayuda del almirante británico Napier
consigue tomar Lisboa en julio de 1833 y reponer a su hija María II en el
trono. En 1834 se firmaría, tras la muerte de Fernando VII la Cuádruple alianza entre G.B.,
Francia España y Portugal, para expulsar a Miguel.
En 1827, los ultras reclaman una vuelta al Antiguo Régimen que podría simbolizarse en
su solicitud de la reimplantación de la Inquisición, comenzaban a abandonar su idea del
monarca cautivo en manos de enemigos y personalizaban cada vez más en él sus críticas,
planteando como alternativa a su hermano Carlos. Fernando se resistía a aceptar la
realidad pero la conjunción de una serie de circunstancias en Cataluña, en la primavera-
verano del 27, hará estallar la “guerra de los agraviados”.
La presencia de tropas extranjeras, la caída de los precios agrícolas y el gran malestar
social existente entre un campesinado catalán que no pasaba su mejor momento, el
descontento entre sectores de oficiales del ejército, relegados y mal pagados como
consecuencia de la política de contención del gasto; estos y otros factores se sumaron a la
existencia de una corriente de opinión ultra, contraria a la evolución reformista que, en
algunos momentos, adoptaba el régimen y que ya se había manifestado en Cataluña con
motivo de los sucesos de 1825, ocasionando “la guerra de los agraviados”.
El gobierno era cada vez más consciente de la gravedad de la rebelión. La fidelidad de
su otro pilar, el clero, no tardaría en quedar en entredicho. Tras la toma de Manresa por un
grupo ultra, se constituye una junta de mayoría eclesiástica. En poco tiempo los
“agraviados” dominaban parte de Cataluña.
A mediados de agosto, el consejo de ministros decide enviar tropas para sofocar a los
agraviados. Fernando abandona Madrid y se dirige a Cataluña, donde hizo un llamamiento a
sus súbditos rebeldes para que dejasen la revuelta prometiendo limitar el castigo a los
cabecillas, el movimiento rebelde se desactivó, pero sus cabecillas fueron fusilados,
consiguiendo Fernando una relativa calma en Cataluña.
En Julio de ese año, en Francia se produjo la Revolución, donde Carlos X cayó del trono
en las “tres jornadas gloriosas”, y subió Luis Felipe, duque de Orleans, el cual no fue
reconocido como rey por Fernando y favoreció la causa de los emigrados en Francia.
Los exiliados en Francia fueron impulsando un levantamiento contra la tiranía en
España, así, a lo largo del verano se fueron reuniendo en Bayona, aunque moderados y
exaltados seguían chocando. Los preparativos progresaban con lentitud y Madrid ya
hablaban de 4.000 hombres, sin embargo al gabinete no le preocupaba mucho la
posibilidad de una invasión, en parte tolerada por Francia, ya que con la maniobra política
de reconocer el gobierno de Luis Felipe se quitó de encima ese problema. El gobierno
francés cambió de actitud y cursó órdenes de arresto contra los que conspiraban contra
Francia, obligando a los reunidos en Bayona a iniciar una invasión. Salvo Espoz y Mina que
consigue Bera de Bidasoa y de ahí controlar Gipuzkoa, todos los movimientos de invasión
fueron infructíferos o no se produjeron, con lo que la invasión al final fracasó. En el verano
de 1830, José María Torrijos, militar liberal, viaja a Gibraltar para preparar desde allí un
levantamiento liberal, que también fracasó y sus miembros fueron fusilados, gracias a una
trampa de Fernando y su servicio policial.
En mayo de 1829 muere la reina María Josefa Amalia de Sajonia. El rey Fernando VII de
45 años, a pesar de casarse 3 veces, sólo había tenido una hija, María Isabel Luisa, que no
llegó a cumplir 6 meses, con lo que se casa con María Cristina, una joven de 23 años hija
del rey de Nápoles y de una hermana de Fernando VII, con lo que seis meses después de
morirse María Josefa ya era reina. El infante don Carlos se verá ávido por buscar su
oportunidad al trono.
Ante el embarazo de María Cristina, por si las moscas, Fernando publica la Pragmática
Sanción por la que, “si el Rey no tuviera hijo varón, heredará el Reino la hija mayor”, con lo
que el infante don Carlos pierde su oportunidad de reinar.
A la muerte de Fernando VII, su hija primogénita fue nombrada reina con el nombre de
Isabel II y su madre, gobernadora en funciones de regente, nombró gobierno. Don Carlos,
apoyado por un gran número de legitimistas, no aceptó la situación, lo que dio origen a un
largo proceso bélico: El Carlismo, que fue un movimiento político que tuvo su momento más
espectacular en estos años, pero hay que rebuscar sus orígenes en el siglo XVIII y sobre
todo a partir de 1820, con la Regencia deUrgel, y de la revuelta de los “agraviados” de
1827.
El partido “Apostólico”, como eran conocidos en su origen los carlistas, empezó una
guerra a la que se fueron sumando combatientes atraídos por causas distintas, como la
defensa de la religión, el foralismo, los hidalgos frente al común de los pecheros… su lema
“Dios, patria, Rey y jueces” resumido en el binomio trono y altar, articula toda la teoría
política oficial del carlismo. El matrimonio de Fernando VII con María Josefa de Sajonia no
había tenido descendientes, por lo que Carlos, el hermano del rey, pensaba heredar el trono
en su momento. La ley Sálica no permitía reinar a las mujeres como querían que hiciese
Isabel.
Los seguidores del carlismo eran sobre todo labradores, especialmente de la región
vasconavarra, de Cataluña, de la montaña levantina y del bajo Aragón, aunque también se
encontraban en menor proporción en Galicia, fachada del Cantábrico y Castilla.
En la historia de las guerras carlistas se pueden distinguir varias etapas. Las cuatro
primeras corresponden a la denominada primera guerra carlista.
El poder ejecutivo, eran seis, siete u ocho ministerios, formalmente nombrados por la
corona, con mayor o menor influencia de partidos o “espadones” militares, Todos los
ministros reunidos formaban el Consejo de Ministros cuyo presidente era también ministro
de Estado. El número de personas que realmente fueron ministros de Isabel II o sus
regentes fueron cerca de doscientos cincuenta, abogados, magistrados, profesores de
derecho. Los gobiernos se formaban por iniciativa de la corona, que tendía a orientarse
abiertamente por los moderados.
Además de los ministros y parlamentarios, había otra serie de ministerios que contaban
con una secretaría general y una serie de altos cargos, normalmente denominados
directores generales.
No hay que pensar en una Administración muy numerosa, ni excesivamente ágil.
El poder legislativo estaba compuesto por dos cámaras: Congreso y Senado, con función
y composición variable según el ordenamiento constitucional y correspondientes leyes y
reglamentos. Las principales divergencias se referían a la división de las circunscripciones
en distritos uninominales o plurinominales, a la adopción del sufragio indirecto (siguiendo
las normas de las Cortes de Cádiz) o directo y, sobre todo, a la mayor o menor dimensión
del censo electoral.
La mayor dificultad de control por parte del Ministerio de la Gobernación obligaba a un
sistema de pactos con familias o personajes poderosos en una comarca, iniciándose así los
primeros cacicazgos que se prolongarían durante décadas.
Todos los gobiernos, cuando presentaban una nueva legislación electoral, afirmaban que
pretendían transparencia y limpieza de la que carecían las demás. La realidad era que las
elecciones no se perdían nunca porque siempre se controlaban.
Los cambios de gobierno, cuando implicaban mudanzas de partido político, no se
llevaban a cabo a través de unas elecciones sino por la decisión de la corona, forzada en
bastantes ocasiones. Los grupos políticos, a veces con la presión de las armas o con la
algarada callejera en las ciudades, actuaban sobre la corona logrando muchas veces el
encargo de formar gobierno, lo que llevaba consigo la posibilidad de “manejar” la elección
“que siempre proporciona mayorías sumisas”. Como queda dicho, en el periodo de 1833 a
1868 que abarca el periodo de Isabel II, hubo 22 elecciones generales. En casi todos los
casos los presidentes del gobierno (designados por la reina) que convocaron elecciones
continuaron como tales con mayorías parlamentarias, hasta que la reina nombraba a otro
presidente que volvía a convocar elecciones. Sólo en cinco ocasiones los gobiernos
convocantes perdieron las elecciones. Incluso dos de ellas, el poder continuó en manos de
los perdedores del que tuvieron que ser expulsados por un pronunciamiento armado.
Lo que, impropiamente, llamamos poder judicial, como algo diferenciado del poder real,
no existió en España hasta que la Constitución de 1812 introdujo el principio doctrinal de la
separación de poderes. Se pretendió la autonomía y responsabilidad de los jueves respecto
al poder ejecutivo. Al mismo tiempo, se trataba de instar el principio de “igualdad ante la
ley” vinculado al sistema liberal y basado en la soberanía popular. Para ello quedó
sancionada la unidad de los fueros, aunque tardaría décadas en llevarse a la práctica. La
Constitución de Cádiz, así como los decretos y reglamentos que la desarrollaban, estableció
una jerarquía de jueces que configuraban la organización judicial liberal:
-En cada municipio el alcalde intentaría resolver las diferencias por conciliación de las
partes, si no se lograba, se interpondría una demanda que iniciaba el juico.
-Se pasaba entonces a los jueces de Partido.
-Las audiencias se ocupaban de la segunda y tercera instancia de los juzgados inferiores
y los conflictos de competencia entre éstos.
-El Tribunal Supremo conocía los recursos contra las sentencias de las Audiencias y
juzgaba a los altos cargos políticos y judiciales.
Esta organización quedó sin efecto al ser anulada por Fernando VII en 1814. El gobierno
de Martínez de la Rosa en 1834-1835, a través de diversos decretos y reglamentos antes y
después de aprobarse el Estatuto Real, reprodujo en lo esencial la legislación gaditana.
Estableció jueces de paz, que intentarían llevar a cabo actos de conciliación. Subdividió las
provincias en partidos judiciales, cuyos juzgados estarían en manos de jueces ordinarios.
Asimismo, estableció las audiencias como Tribunales Superiores en sus respectivos
territorios y en armonía con la nueva división administrativa de España en provincias, y
restableció el Tribunal Supremo. El nombramiento de los jueces lo hacía una Junta del
Ministerio de Gracia y Justicia entre abogados, juristas, profesores de universidad, etc. Ni
por el órgano que los nombraba, ni por la forma de hacerlo, ni por o menor medida, los
magistrados tenían que ser fieles al gobierno que los nombraba. El juez “cesante”, que
esperaba volver a ser rehabilitado cuando cambiase el gobierno, fue demasiado frecuente.
La organización judicial no varió en lo esencial hasta la Ley Orgánica del poder judicial
de 1870, que establecía una serie de principios fundamentales:
-Consagración del principio de independencia: oposición para cubrir las vacantes y
ascensos de los magistrados, inamovilidad judicial, responsabilidad de los jueces con sus
actos, incompatibilidad con el ejercicio activo de la política.
-Colegialidad de los tribunales, con excepción de los jueves de instrucción y los
municipales.
La falta de un criterio claro que protegiese la independencia de los jueces con respecto
al poder político fue la norma general en el reinado de Isabel II y creó una situación difícil,
en contradicción con el principio de separación de poderes, que no se comenzó a resolver
hasta pasado ya este periodo.
Después de la muerte de Fernando VII, por efecto del inmediato levantamiento carlista,
los dos grupos herederos de la Constitución de 1812 que habían ocupado el gobierno entre
1820 y 1823, los exaltados y moderados, junto a los afrancesados, se aliaron en torno a la
reina gobernadora. Ésta concedió una amnistía casi total a los encausados y una ley que les
permitió volver del exilio en 1832.
Los liberales, aun con indudable y profundas diferencias entre ellos, mantenían una
ficción de unidad frente a los carlistas. Fue entre los años 1834-1837 cuando los liberales
españoles aceptaron, poco a poco, la división partidista entre ellos como algo saludable,
aunque siguieron considerando a otros como enemigos comunes.
Aunque podemos hablar de partidos, no hay que entender por ello que estamos ante
unas organizaciones semejantes a las que encontramos en la segunda mitad del siglo XIX y,
sobre todo, en el siglo XX. En los primeros años, hasta 1837, se fraguaron los dos
principales partidos del periodo isabelino que, de una u otra manera, tendrían el poder
gubernamental al menos hasta 1856. A partir del verano de 1834 se pueden observar dos
grupos, que algunos denominan “partidos”; exaltados y liberales que defendían a los que
entonces ocupaban los ministerios, a los “moderados”.
Entre los moderados, se mezclaban los que habían participado en el constitucionalismo
gaditano con personas procedentes de los afrancesados. Entre 1834 y 1836 el liderazgo lo
ostentó Martínez de la Rosa, que controlaba el principal periódico moderado (La Abeja) y
quien redactó el manifiesto electoral. Son años sin sedes, sin organización y con una escasa
disciplina. En 1836 ese liderazgo se comparte con Istúriz. Hacia verano del 37, se produce
una metamorfosis de los moderados, que cambia su nombre por “monárquicos
constitucionales”, crecen en número, en vigor y seguridad.
Además los moderados adquirieron una coherencia doctrinal, se impregnaron de un
nuevo pensamiento filosófico y político-jurídico de origen francés. Su cuerpo de ideas era
conocido como “la doctrina”, de ahí el nombre de “liberalismo doctrinario” con que se
adjetiva el moderantismo y conservadurismo español del siglo XIX. Sus principios están
basados en el liberalismo clásico, que parte de los derechos individuales de libertad, la
división del poder político y la administración de la justicia y, esencialmente, la negación de
la soberanía monárquica por la gracia de Dios, cuyo resultado será un sufragio restringido.
La riqueza, en ese contexto, era signo de inteligencia, de trabajo o de ambas cosas.
Al terminar la guerra carlista un nuevo grupo político, procedentes del carlismo, se unió
al Partido Moderado, engrosando sus filas al tiempo que distorsionaban su ideología
política.
Los moderados, cuando se afianzaron en el poder (desde 1844) se distinguieron en
corrientes o grupos con unas diferencias considerables. A la izquierda se situaban los de la
“Unión liberal” (desde 1845 “Partido moderado de la Oposición”), cuyas cabezas fueron
Pacheco, Pastor Díaz y Ríos Rosas, los cuales obtuvieron varios gobiernos en 1847. La
mayoría de ellos, desde 1856, derivaron en la Unión Liberal de O´Donnell. Aun con clara
idea de rivalidad (que no enemistad), casi siempre tuvieron un puente abierto con los
progresistas, a los que consideraron dentro de la familia “liberal”.
Los “centrales” tenían a Narváez como líder indiscutible y símbolo del conjunto del
partido durante veinticinco años (1844-1868).
A la derecha, los que se denominaban “Unión Nacional”, a comienzo de los años
cuarenta, fundamentados por Jaime Balmes y liderados por Manuel y Juan Pezuela,
continuados por los “ultramoderados” de los años cincuenta, entre los que destaca Bravo
Murillo. De éstos surgieron los neocatólicos, su idea de concordia se refería a los carlistas y
tradicionalistas, a los que intentaron integrar dentro del moderantismo. Dentro de los
“moderados” no adscritos siempre aparece la constante de conspiración de unos contra
otros.
La evolución de los “exaltados” o simplemente “liberales” ha sido menos estudiada
debido a su indisciplina. Se solía reunir en cafés casinos o incluso algún personaje como
Entre agosto de 1835 y el mismo mes de 1837 se aceleró el final del Antiguo Régimen.
Ante la situación revolucionaria del verano de 1835, la corona confió el poder a un
liberal con un pasado radical, Mendizábal, quien anunció la necesidad de una declaración
de los derechos del ciudadano y de someter el gobierno al Parlamento.
El gobierno de Mendizábal concentró lo esencial del poder en su persona. El programa
de Mendizábal supeditaba todos los esfuerzos a terminar con la guerra en seis meses.
Martín de las Heros reorganizó la Milicia Nacional con el nombre de “Guardia Nacional” y el
propio Mendizábal volvió de nuevo a poner en marcha la desvinculación y la
desamortización, al tiempo que se reconocían las ventas realizadas durante el Trienio
liberal.
Entre las razones político-económicas cabe señalar la idea enraizada en el liberalismo
clásico, según la cual, para obtener los máximos rendimientos, había de entregar “al
interés individual la masa de bienes a fin de que la agricultura y el comercio saquen de
ellos las ventajas que no podrían conseguirse en su actual estado”. Por otra parte estaba el
deseo de crear una masa de propietarios que fuesen adeptos a las instituciones liberales y
mantuviesen el nuevo régimen.
A Mendizábal se debe también: la exclaustración, la extinción de las órdenes religiosas y
militares.
Para terminar la guerra, la principal preocupación de Mendizábal, éste solicitó a las
Cortes en un voto de confianza. Intentó solucionar un buen crédito con el que obtener
fondos rápidos y cuantiosos. Un crédito de 400 millones de reales, contraído en condiciones
nada favorables por el conde Toreno, permitió salir del atolladero, aunque esta solución
creaba nuevos y graves problemas, ya que era pan para hoy hambre para mañana.
Mendizábal llegaba en una difícil situación política de disputas internas entre los
liberales y con un enemigo común en la guerra: los carlistas; no podían defraudar tras las
grandes esperanzas –casi míticas- depositadas en él. Sin embargo, se encontraba con el
hecho de que no había dinero para pagar a los tenedores nacionales de la deuda del Estado
y a los extranjeros sólo les podía pagar un semestre; el interés sobre la deuda costaba 10
millones de reales al mes y la guerra (en el momento en que Mendizábal se incorpora al
gobierno), 30 millones mensuales. Por otra parte, la situación de la economía general era
grave: grandes cantidades en metálico habían salido de España y ello provocaba una gran
escasez de moneda, una nula inversión y un fenómeno deflacionario creciente, los negocios
se habían paralizado y los fabricantes estaban despidiendo a los obreros debido a la
insuficiente demanda.
Una pieza de este plan fracasó: la guerra no se ganó en seis meses. Aunque tampoco se
perdió, se trataba de un conflicto sostenido que no acababa de resolverse. Todas las demás
Una vez terminada la Guerra Carlista, en la que los militares fueron protagonistas de la
vida nacional comenzó en la vida política el “régimen de los generales”. Este periodo
abarca el reinado efectivo de Isabel II en el que tres generales, Espartero, Narváez y O
´Donnell, alternativamente y en casi todos los gobiernos, continuaron ejerciendo el liderato
desde el poder político bien como presidentes, regente o sustentadores del mismo por la
fuerza militar. De los dos primeros se ha dicho que sus ideas progresistas o conservadoras
no dejaron de ser actitudes forzadas por los respectivos partidos en los que se apoyaron. En
todo caso, oportunistas o no en cuanto a la ideología, nunca cambiaron de partido aunque
tuvieron muchos enemigos internos. Ambos se sentían más caudillos que políticos y ambos
practicaron el autoritarismo más que el respeto constitucional. Respecto a O´Donnell, tuvo
más temple político y mayor capacidad para liderar la vida civil.
Según la Constitución, antes de que las Cortes designaran nuevo regente, el reino sería
gobernado por el Consejo de Ministros, en este caso presidido por Espartero (regente
provisional hasta mayo de 1841). No era la primera vez que en España un militar utilizaba
las armas contra el poder civil, pero sí era la primera vez que esa
acción llevaba a ocupar la máxima autoridad del Estado.
Después de una larga espera, el momento político del general
Espartero había llegado. La autoridad era tal que no podía
compartirla con la reina gobernadora y su relación con el Partido
Progresista, mientras duró, fue más bien instrumental.
Joaquín Baldomero Fernández Álvarez, como se llamaba, había
nacido en Granátula (Ciudad Real) en 1793. Se casó en 1827 con la
única hija de un rico propietario y comerciante de Logroño. Consiguió
varios títulos nobiliarios e hizo carrera militar donde comenzó en
América, en 1815 y volvió a España en 1825. Espartero y su esposa
llegaron a contar con una fortuna que, tasada después de su muerte;
ascendía a más de seis millones de reales. Fue político y militar
desde 1836 hasta 1856.
Espartero en l poder suspendió las Cortes en octubre de 1840 y hasta no ver que puede
ser regente por votación no las volverá a reunir, entre tanto se formalizaban las nuevas
Cortes, Espartero se nombró presidente del gobierno y derogó la Ley de Ayuntamientos. En
las Cortes, reunidas en mayo de 1841, Espartero tuvo que apoyarse en los “ayacuchos”,
militares que estuvieron en América, y moderados, mientras que en la oposición contó con
sus seguidores, que eran los progresistas. Con apoyos tan poco naturales, Espartero se
convirtió en regente único el 8 de mayo de 141. Detrás de esta extraña relación está la
actitud de Espartero que no supo entenderse con algunos políticos de su partido.
El nuevo ejecutivo sería presidido por Antonio González González. Una de las principales
acciones del nuevo gobierno fue la venta de los bienes del clero secular, la cual no debía
iniciarse hasta 1840, y que desde 1837 estaban declarados como bienes nacionales,
aunque nunca se había procedido a ninguna subasta. Pero la “Ley Espartero” la promulgará
el 2 de septiembre de 1841, consiguiendo un ritmo de ventas muy rápido.
Espartero volvió a perder las elecciones de abril de 1843, aunque no se dio por
enterado y sustituyo a Rodil y puso a Joaquín María López, el 9 de mayo de 1843, pero
apenas duró una semana que resultó no ser de su agrado y actuar como su oposición.
Uno de los políticos que permanecían fieles a Espartero, Álvaro Gómez Becerra, fue el
nuevo presidente además ocupó la cartera de Gracia y Justicia. Las cortes recibieron al
gobierno con todo tipo de muestras de desaprobación e insultos. Dos días más tarde, el 19
de mayo, antes de que llegara la orden de Espartero ya cursada de suspender la sesión de
las Cortes, Olózaga lanzó un discurso que proporcionó un lema para la revuelta: “¡Dios
salve al país y a la reina!”. La reacción de Espartero fue disolver las Cortes y suprimir lo que
quedaba de la libertad de prensa, uno de los puntos esenciales del programa de los
progresistas.
Desde las últimas semanas de mayo de 1843, los pronunciamientos se difundieron por
España. La oposición de moderados y progresistas, ya aliados desde hacía meses, pidió la
restauración de López y la normalidad constitucional al grito de “¡Dios salve al país y a la
reina!”. Los oficiales de la Orden Militar Española también se movilizaron. La rebelión
empezó en Málaga, siguieron Granada, Zaragoza, Barcelona, Valencia, Alicante… La
revuelta de Sevilla el 17 de julio de 1843 fue especialmente grave porque se trató de una
auténtica guerra entre las tropas regulares fieles a Espartero (que bombardearon la ciudad)
y las milicias urbanas que ya se oponían a él.
Narváez, con otros jefes militares, llego por mar a Valencia y se unió a la guarnición de
esta ciudad previamente levantada. Espartero, más militar que político, se apostó en
Albacete, en espera de la situación de Andalucía, adonde se dirigió. Al mismo tiempo,
Narváez derrotó al ejército esparterista de Seoane, que se desplazó desde Zaragoza, en la
batalla que tuvo lugar en Torrejón de Ardoz los días 22 y 23 de julio de 1843. Ante esta
noticia, Espartero, que estaba a las puertas de Sevilla, decidió buscar refugio: renunció a la
regencia y embarcó el 30 de julio hacia el exilio en Londres, donde permanecería hasta su
regreso en 1848.
Estado. El hombre fuerte del gabinete, José Salamanca y Mayol (marqués de Salamanca).
Pacheco, líder de los moderados puritanos, se había rodeado de algunos influyentes diputados
que tenían buenas relaciones en el palacio real, donde, por cierto, se plantearon graves
problemas de convivencia entre la reina y el rey. Francisco de Asís se trasladó a vivir al Pardo. La
hermana de Isabel 11 y su madre se habían ido a vivir a París. Pacheco decidió prohibir toda
noticia o comentario en la prensa sobre la vida privada de los reyes. Sin embargo se difundió
como la pólvora.
Joaquín Francisco Pacheco, su pensamiento se resume en la defensa de la «democracia
legal, pacífica, progresiva y ordenada» apoyada en la las clases medias. El otro ideólogo del
moderantismo puritano, Nicomedes Pastor Díaz, era liberal moderado puritano y desde 1856
unionista. Como contrapeso de ambos dirigentes e ideólogos, José Salamanca y Mayol era
mucho más pragmático y destacó en el mundo de las finanzas. La labor del nuevo gobierno se
centró en intentar un juego político abierto que otros moderados no compartían. Amnistió a
todos los que estaban en el exilio o en la cárcel por motivos políticos o de pensamiento.
Desde el punto de vista hacendístico y financiero, intentó hacer cuadrar las cuentas y, sobre
todo, llevó a cabo la unificación de los Bancos de San Fernando e Isabel 11 en el « Banco
Español de San Fernando», antecedente del Banco de España. Procuró un sistema de
Toledo. El gobierno tuvo que hacer frente a otras violencias y motines., especialmente el de
mayo en Sevilla, cuyo origen fue la escasez y el aumento de los precios de los productos de
primera necesidad.
El gobierno fue breve pero intenso. Pacheco se encontró con que los progresistas dejaron de
apoyarlo en el Parlamento y muchos de los moderados le pasaban factura, por ello dimitió. El
gobierno que le siguió lo organizaron dos amigos personales de la reina, el general Serrano y un
ministro del anterior gabinete, Salamanca, que siguió siendo ministro de Hacienda. La
presidencia la ocupó un moderado, próximo a los puritanos, Florencio García Goyena. Se trataba
de un gobierno que intentó aglutinar a moderados centrales y puritanos con progresistas. A
pesar de que la coalición estaba pensada para equilibrar el sistema, el gobierno continuó el giro
hacia la izquierda, o al menos eso le pareció a los compañeros de Narváez, Pidal y Mon, porque,
en realidad, al gobierno no le había dado tiempo de nada en 15 días. El caso es que llamaron a
Narváez para que regresase urgentemente desde Francia. Así lo hizo para perpetrar un curioso
golpe de Estado. En una reunión del Consejo de Ministros, Narváez irrumpió en la sala y les echó
de allí. El gobierno y el periodo de predominio puritano se habían terminado y a Isabel II sólo le
quedó tomar nota.
El general Narváez, en una temporada eufórica, formó gobierno el mismo día en que había
mandado a su casa al gabinete anterior. El nuevo se puede decir que duró, con varias
remodelaciones, tres años.
En octubre, Narváez, que significativamente ocupó también los Ministerios de Estado y
Guerra, se hizo acompañar de un político relativamente joven, Luis Sartorius, ministro de
Gobernación hasta 1851. Sevillano de origen polaco, habilidad y rapidez mental pero escasa
formación. La universidad de Sartorius fue la calle, su principal trabajo fue el de periodista. Se
enriqueció a través de la vida política. Él mismo, mediante compra, se ennobleció con un título
de Castilla (conde de San Luis), lo que exasperó a la nobleza titulada. Su misión en el gobierno
fue organizar todo el entramado de las jefaturas políticas provinciales y ganar, sin discusión, las
elecciones. Este trabajo lo llevó a cabo aumentando la corrupción de dos formas: premiando a
los que se prestaban a sus intenciones y persiguiendo a quienes no le seguían su juego.
Además, introdujo reformas en Correos y en los aranceles.
Otro ministro que tuvo continuidad en el cargo de Gracia y Justicia, quizás como contrapeso
de Sartorius, fue Alejandro Arrazola, uno de los logros más importantes, de su ministerio fue el
Después de dos años desde los sucesos motivados por la revolución de 1848, otra vez
surgieron los problemas internos entre los moderados. La reina pidió al marqués de Pidal que
formase gobierno, fue imposible. Finalmente, se lo encomienda a Bravo Murillo. Durante dos
años, de 1851 a 1852, Juan Bravo Murillo fue presidente del gabinete y ministro de Hacienda.
Era un abogado, con un acreditado bufete y sólida formación humanística, actuaba siempre
conforme a unos principios claros: el pragmatismo y el orden, la mejor garantía de la libertad y
el exceso de libertad es el mejor aliado del despotismo.
La preocupación mayor de Bravo Murillo fue la de solucionar el problema de la Deuda. Las
diversas soluciones acordadas desde 1845 se habían complicado por unas u otras razones.
Como otras veces, se planteaba la alternativa de declararse en quiebra y no pagar a los
acreedores o pagar menos. Su decisión fue reducir los intereses de todos los títulos de la Deuda
a tiempo que rebajaba el capital adeudado. A cambio, el Estado, con toda clase de garantías, se
comprometía a pagar en diecinueve años. Técnicamente fueron también importantes la Ley de
Contabilidad del Estado, la publicación de las Cuentas Generales del Estado y los ajustes del
presupuesto para enjugar el déficit en una década.
El Real Decreto sobre funcionarios fue quizá la mejor aportación de Bravo Murillo, que
deseaba una burocracia moderna y eficiente al servicio del Estado. Concibió la administración
como una serie de «cuerpos» técnicos a los se accedería mediante oposiciones o concursos de
méritos. Dentro de cada cuerpo habría escalones. En los ascensos serían decisivos los servicios
reglamentados y la antigüedad. El cese sólo podría efectuarse por los
tribunales o mediante expediente donde se probase el manifiesto
incumplimiento del deber.
La «Comisión General de Codificación» presentó un proyecto del
Código de derecho civil. En cuanto a las relaciones con la Santa Sede, el
Concordato de 1851, era la culminación de unas negociaciones iniciadas
hacía varios años.
Las obras públicas fueron uno de los capítulos decisivos del gobierno
Bravo Murillo. El ministro de Fomento, presentó el Plan de Ferrocarriles
para corregir el desorden de las concesiones efectuadas hasta entonces.
La construcción de nuevas líneas seguiría siendo con capital privado, pero
el Estado se reservaba la planificación y fomento. Lo esencial de ese plan
radial se mantuvo durante más de un siglo. Algo semejante ocurrió con el
Plan de Carreteras, que marcaba las seis nacionales que, partiendo desde Madrid unían los
principales puntos de la periferia. El Plan de Puertos y Faros preveía el aumento del tonelaje con
los barcos de vapor lo que exigía, entre otras cosas, muelles con más calado. Se impulsaron los
canales, para riego y transporte y el de Isabel II, que permitió la traída de agua potable a
Madrid.
Se puede decir que el gobierno de Bravo Murillo era el primer gobierno civil fuerte desde
1840, ministerio tecnócrata, el propio Bravo Murillo y algunos ministros, también lo eran.
Contaba en su seno con los ministros militares precisos para los ministerios de Guerra y Marina.
Aun así, el ministro de Guerra, Luis Arístegui, dimitió en febrero. La creciente oposición a Bravo
Murillo, además de su denuncia de la corrupción que afectaba a muchos políticos de su partido,
fue la reacción dé los espadones militares que veían peligrar su hegemonía en el orden político.
Para reemplazar a Arístegui, Bravo Murillo eligió sin consultar a los espadones militares a un
joven mariscal de campo, Francisco Lersundi, esto aumentó el disgusto de aquéllos, la asunción
de la jefatura suprema del Ejército por Lersundi le enfrentó con el capitán general de Madrid y
con otros generales. Entre los enfrentamiento s con militares fue especialmente grave la que
tuvo el gobierno con el capitán general de Cuba.
Otra crisis parcial del gabinete estuvo forzada por la actitud del ministro de Instrucción y
Obras Públicas, que inexplicablemente votó en el Parlamento en contra de la propuesta del
gobierno sobre la Deuda. Bravo Murillo constató que había perdido la mayoría. En las Cortes,
contaba con la oposición de los progresistas y los moderados de Narváez, encabezados por
Sartorius, Isabel II sugirió lo que Bravo Murillo le aconsejaba: convocar elecciones. Ello llevaba
aparejada la expulsión del ministro del gabinete y la disolución del Congreso.
El nuevo gobierno rehabilitó a Narváez e hizo importantes cambios entre los mandos
militares. No obstante, Sartorius se encontró pronto frente a la misma coalición opositora.
Sartorius envió muchos proyectos de ley al Parlamento. Entre ellos, una rectificación de la Ley
de Ferrocarriles. El enfrentamiento mayor se dio en el Senado con motivo de las denuncias de
corrupción que llevaba implícita la Ley de Ferrocarriles, la acusación era precisamente que
Ante la derrota del gobierno en el Senado, la reacción del conde de San Luis fue suspender
las sesiones de las Cortes al tiempo que promulgaba los presupuestos por medio de un decreto
y destituía a todos los altos funcionarios que habían votado contra el gobierno.
En ese momento se difundieron en España noticias, procedentes de Londres, en las que se
implicaba a personajes de la denominada «coalición» (la oposición al gobierno surgida desde la
caída de Bravo Murillo) en una corriente del «iberismo» que pretendía unir España y Portugal
bajo la monarquía de la casa de Braganza, lo que implicaba destronar a Isabel II. Tanto el
gobierno de Madrid como el de Londres habían desaprobado tal iniciativa, que supuso un balón
para el gabinete, pues la reina y sus consejeros interpretaron que en este momento no podrían
reemplazarles sin ciertos riesgos.
A finales de diciembre de 1853 y principios de 1854 hubo dos manifiestos de los directores y
redactores de siete periódicos de Madrid y un buen número de políticos moderados y
progresistas contra el gobierno por secuestrar periódicos, abusar de la censura, impedir la
publicación de las actas de las sesiones del Senado, en las que se derrotó al ejecutivo o publicar
noticias sobre el iberismo, las contratas del puerto de Barcelona y otros temas. El ministro de
Gracia y Justicia dimitió. El resto del gabinete se mantuvo en una situación tensa en la que se
preparaba la revolución.
Como acabamos de ver, revolución se inició con un conflicto entre el Senado y el gobierno
del conde de San Luis por la oposición de la mayoría de los moderados y progresistas. El Senado
venció al gabinete ministerial, pero éste respondió suspendiendo las sesiones y relevando a los
funcionarios y militares que habían votado en contra o se sospechaba que se oponían. El
general José Concha pidió la licencia absoluta y se fue a París, a esperar acontecimientos.
Otros, como Dulce o Infante, aceptaron sus destinos o ganaron la confianza como para ser
colocados en puestos clave. El general Blaser, ministro de la Guerra, acuarteló, dejó sin mando
o cambió de destino a militares como O'Donnell o Serrano.
La oposición se radicalizó y buscó el recurso a la fuerza. O'Donnell se ocultó y fue mandado
arrestar. Ante su ausencia, fue dado de baja en el ejército. Se mantuvo escondido dirigiendo
clandestinamente la sublevación.
A pesar de la debilidad del gobierno y la fuerza de los conspiradores, el Ejército había
adquirido cierto grado de disciplina desde el último pronunciamiento triunfante en 1843. La
Década Moderada había supuesto un modelo castrense más
jerárquico y no era tan fácil un pronunciamiento. De hecho, el
antecedente d ella Revolución tuvo lugar en un cuartel de Zaragoza,
a comienzos de dicho año, en el que el coronel Hore, al frente de los
pronunciados, perdió la vida a manos del resto de la guarnición.
Lo nuevo en este caso fue la obstinación de Sartorius por
mantenerse en el poder y el apoyo de la mayoría de la opinión
pública madrileña y de otras ciudades a un posible levantamiento
militar que terminase con el gobierno. El 28 de junio de 1854 tuvo
lugar un levantamiento, acaudillado por los generales Dulce,
O'Donnell, Ros de Olano y Mesina. Aunque se inició en la ciudad de
Madrid es conocido como la «Vicalvarada» por ser donde tuvo lugar la
principal batalla, que dejó la situación indecisa. Tras ella, O'Donnell y
los demás sublevados se retiraron a La Mancha.
Kiernan cree que, desde su origen, los sublevados perseguían sólo
un relevo del gobierno, tras el que ellos o sus designados ocuparían
los cargos, para terminar con el autoritarismo antiparlamentario y
volver al espíritu de la Constitución de 1845. Pero lo que se había iniciado como un
pronunciamiento clásico, llevado a cabo por militares con la colaboración de algunos civiles,
subió de tono por la intervención, por sugerencia de Serrano, de los progresistas, que se
movilizaron a través de un manifiesto de Cánovas del Castillo. El Manifiesto de Manzanares, un
texto muy breve y claro, reivindicaba una serie de principios para el cambio de la situación, con
vistas a una «regeneración liberal» en unas Cortes Constituyentes: «régimen representativo»,
«trono sin camarilla», mejora de la Ley de Imprenta y Ley Electoral, rebaja de los impuestos,
respeto al sistema de cubrir los puestos de funcionarios por méritos objetivos a través de una
oposición, descentralización municipal, nueva Milicia Nacional.
Los sublevados siguieron su retirada hacia Andalucía, sin aumentar mucho su apoyo militar.
Cánovas del Castillo, con el manifiesto redactado por él y firmado por O'Donnell, marchó hacia
la capital. El manifiesto se difundió al mismo tiempo en Sevilla y Madrid. Siguió una fase
popular, apoyada por el Partido Progresista, en la que proliferaron los levantamientos. Hubo
pronunciamientos triunfantes en las guarniciones de Valladolid y Barcelona. En Madrid tuvieron
lugar las “jornadas de julio”, en Barcelona un levantamiento con un fuerte cariz social, al
coincidir con escasez de trabajo y bajo nivel de salarios. Siguieron otros en Zaragoza y San
Sebastián.
El pronunciamiento y la sublevación urbana constituyen una revolución en dos tiempos, con
rebelión militar en un principio y algaradas urbanas posteriormente. El espíritu de los militares
de Vicálvaro había sido desplazado por los progresistas. La suma de las acciones populares
El gobierno del conde de San Luis se sintió impotente y presentó su dimisión a la reina, que
aceptó ya con la amenaza, que acababa de recibir por escrito, con la firma de los generales
pronunciados. Durante los últimos días del proceso revolucionario se produjo el cenit de la
inestabilidad, con gobiernos que durarían un par de días, como el del Duque de Rivas, o el de
Fernández de Córdoba, de apenas unos minutos.
Se difundió por la capital la caída del gobierno. Una masa de gente se acercaba a la plaza
de toros a presenciar un espectáculo taurino. Después de la corrida, al anochecer, siguieron las
manifestaciones ya en la calle, con mueras a Sartorius, «los polacos» y la reina madre María
Cristina. Unos cuatrocientos hombres armados con fusiles almacenados en el Gobierno Civil,
tomaron la Casa de la Villa y se constituyeron en Junta, que redactó una exposición llevada a
palacio que fueron recibidos por Fernández de Córdoba y después por la reina.
La Junta de la Casa de la Villa se disolvió ante la llegada de soldados. De madrugada, grupos
armados produjeron desmanes e incendios y muertes de civiles y soldados.
Al mismo tiempo se reunieron los ministros para jurar sus cargos. Su primer acuerdo fue
considerar que el presidente no era la persona adecuada para esos momentos. Propusieron al
duque de Rivas, conservando Córdoba la cartera de Guerra. La violencia siguió y se extendió
toda la madrugada y los dos días siguientes, se desarrolló una verdadera batalla urbana con
cerca de un centenar de muertos y cientos de heridos. Un ya anciano general de fama
progresista, Evaristo San Miguel, se puso el uniforme y apareció como mediador entre la calle y
el palacio. Hacia las siete de la mañana se constituyó, con San Miguel como presidente y
compuesta por progresistas y moderados, la autodenominada, primero « Junta de Salvación» y,
poco después, «Junta Superior de Madrid».
El gobierno del duque de Rivas dimitió. Se decidió elegir para sustituirle a Espartero que se
había desplazado a Zaragoza para ponerse al frente de la revolución. La reina le telegrafió para
hacerle venir a Madrid. La Junta de Madrid envió un mensaje al palacio en el que se pedía que
nombrase a San Miguel ministro de la Guerra. Ante la acción revolucionaria, la reina nombró un
gobierno provisional en el que Evaristo San Miguel era ministro universal.
La violencia cesó, pero continuó el clima revolucionario en la capital y otras ciudades.
Además de la Junta de Madrid, surgió otra denominada « Junta del Cuartel del Sur », con un
carácter demócrata y republicano, que llevó a cabo algunas atrocidades. Las barricadas no sólo
no desaparecieron sino que aumentaban por horas. Miles de personas tomaron cada tramo de
calle esperando acontecimientos. Se colocaron retratos de Espartero, O'Donnell, Dulce y San
Miguel. Cuando la reina suscribió la proclama redactada por San Miguel, empezaron a
engalanarse las barricadas con retratos de la reina. Se reconstruyó la Milicia Nacional y uno de
sus primeros cometidos fue la custodia del palacio real. La Junta de Salvación negoció con la
Junta del Cuartel del Sur y ofreció varios puestos. Se formó así la Junta Superior de Madrid. Las
tropas estaban en los cuarteles. La Guardia Civil había sido llevada a Villaviciosa de Odón. El
duque de Ahumada fue destituido y en su lugar fue nombrado un progresista, Facundo Infante.
La revolución había terminado con un triunfo relativo de las intenciones de algunos de los
revolucionarios. Los escenarios se mantuvieron algunos días a la espera de que llegase
Espartero.
La primera, provocada por una circunstancia política, en concreto los celos que sentían
Espartero y O´Donnell sobre el papel que pudiera tener Evaristo San Miguel si era nombrado
presidente del Congreso de Diputados. La cartera de Hacienda pasó de Collado (que se negaba
a poner en práctica la disposición parlamentaria de supresión de los impuestos de «consumos»
que suponían unos 150 millones de reales a la Hacienda) a Juan Sevillano, no la llevó ni un mes,
se la pasó a uno de los personajes más relevantes del Bienio, Pascual Madoz.
Los cambios de diciembre de 1854 y enero de 1855 inclinaban aún más el gobierno hacia el
liberalismo progresista. José Manuel Collado, que se inclinaba hacia O'Donnell, fue sustituido
consecutivamente por dos progresistas: Sevillano y Madoz. En otras palabras, O'Donnell se
quedaba bastante solo en el gabinete, eso sí, con buena parte de los jefes militares y los
regimientos detrás de él.
Los asuntos más importantes a que tuvo que hacer frente este gobierno fueron la oposición
a la ley desamortizadora y los levantamientos carlistas. Los problemas suscitados en la
tramitación de la Ley Madoz en el Congreso fueron de carácter ideológico-religioso. La mayoría
de la opinión pública del país, que entendía como un ataque a la propia religión cuando Madoz
declaró la legitimidad del Estado para nacionalizar y vender los bienes eclesiásticos sin acuerdo
En agosto de 1854, fueron convocadas elecciones para Cortes Constituyentes con una sola
Cámara. Se escondía la intención de llevar a cabo un profundo cambio de la política liberal, que
Espartero restauró provisionalmente. La obra constituyente fue tarea de todo el Bienio.
A lo largo del siglo XIX, salvo alguna rara excepción. La manipulación a la que se sometía el
proceso en un considerable número de colegios electorales suponía, finalmente, que quien tenía
el Ministerio de Gobernación y organizaba las elecciones era quien ganaba abrumadoramente
las mismas. La de 1854 fue una de ellas. Posiblemente hubiese manipulación de muchos
colegios, pero no hubo una dirección de voto. De hecho, la circular del ministro de Gobernación
a los gobernadores provinciales iba en sentido totalmente contrario: garantizar la absoluta
libertad de voto y la estricta legalidad. Los partidos anteriores, Conservador y Progresista,
estaban prácticamente desarticulados. Un conglomerado de periodistas madrileños (todas las
líneas liberales y demócratas) redactaron y repartieron profusamente un manifiesto electoral,
llamando al voto para quienes se integraban en lo que ellos llamaban «la Unión Liberal» que no
era lo que O'Donnell llamará más tarde el Partido de la Unión Liberal. Quería asegurar que
obtuvieran acta de diputados aquellos que defendían la mayoría de los principios de la
revolución de julio y el trono de Isabel II. El carlismo aún no se había
organizado como partido político pero el Partido Demócrata sí concurrió y
con relativo éxito. Se puede decir que, finalmente, la composición del
Congreso fue rara: una mayoría de liberales progresistas sin disciplina de
partido; otros, liberales moderados, que tampoco tenían cohesión ni
dirección; varios neocatólicos; algunos demócratas muy activos y unos
pocos carlistas. La situación socio-profesional de los diputados deja bien
clara que la mayoría eran de clases medias.
De presidente de las Cortes, salió elegido el propio Espartero para
evitar que lo fuera Evaristo San Miguel, y tras la renuncia de aquél, fue
elegido presidente Pascual Madoz, fue relevado por Facundo Infante, un
progresista, que manifestó su aprobación a la idea de la Unión Liberal de O´Donnell.
Los grupos políticos representados en el Congreso dejaron su impronta en los discursos
parlamentarios o en las propias leyes. Aunque se manifestaron con dureza y considerable
discrepancia, las diferencias entre demócratas y progresistas por un lado y unionistas y
conservadores por otro serán mucho mayores hasta julio de 1856, cuando las opiniones de
estos grupos se enconaron y distanciaron.
El liberalismo progresista, cuya cabeza era Espartero pero que tenía otros líderes
potenciales como Olózaga y el propio Evaristo San Miguel, se había escorado hacia la izquierda
después de la revolución de 1854. La supremacía de la soberanía popular, representada por el
Congreso, sobre la corona, era su dogma, sus consecuencias: la Constitución debía ser
coherente con esta idea y que, por tanto, no podían gobernar con la de 1845; y restablecer la
Milicia Nacional, brazo civil armado del progresismo para defender o imponer su doctrina.
La Unión Liberal nació al calor de la Revolución de 1854 pero, en realidad, no se fraguó
hasta la derrota de ésta a manos del propio O'Donnell en julio de 1856. El dar el triunfo a una
revolución progresista y gobernar con ella implicaba la posibilidad de ejercer un papel
moderador en asuntos como la defensa de la corona, pero exigía un esfuerzo a políticos activos
que quisieran colaborar desde el Parlamento, el gobierno, las diputaciones, los ayuntamientos,
la prensa y los demás foros de opinión y debate en una nueva política más liberal que la que
habían llevado a cabo los moderados y menos que la de los progresistas. Era ocupar un centro
La consecuencia inmediata fue no sólo la caída del gobierno de Espartero, sino la marcha
atrás en el proceso revolucionario iniciado en julio de 1854.
El periodo comprendido entre 1856 y 1868 estuvo protagonizado por figuras políticas que
aglutinaron grupos de personas más que por partidos políticos, los principales líderes son más
militares que civiles: Narváez y O'Donnell. Espartero tuvo un papel declinante en el Partido
Progresista, cuyo mando efectivo se disputarían un civil, Olózaga, y un general, Prim.
El poder de O'Donnell y de la Unión Liberal atrajo a bastantes personajes que nunca llegaron
a cohesionarse en el partido: eran una clientela en el sentido clásico. Debilitaron y fraccionaron
a moderados y progresistas. O'Donnell atraía la simpatía de la mayoría de los jefes del ejército.
Este prestigio se reafirmó en las campañas de África. La opinión pública de la mayoría de las
ciudades y centros semiurbanos veía además en él la personificación del freno a la revolución,
la garantía de sus propiedades, la tranquilidad en la calle y en el campo.
Respecto a los que tuvieron el poder nacional hay un fondo común: su pertenencia al Partido
Moderado y a la Unión Liberal. La acción de los partidos fue relativamente escasa, desde la
derrota de la revolución de 1854, los progresistas no ocuparon ningún cargo ministerial. Sólo la
Unión Liberal y los moderados (apoyados por los neocatólicos), lograron el gobierno de la
nación, del que se sintieron excluidos los «progresistas puros» (aunque participaban del poder
local).
El gobierno estuvo solamente en manos de los liberales conservadores, fomentó entre ellos
la tensión propia del poder, porque sabían que una buena oposición podía hacer que la reina
removiera del gobierno. Dentro del sistema, los grupos o los políticos de carácter moderado,
neocatólico o unionista mantenía la esperanza de gobernar.
Los progresistas compartían muchos aspectos del sistema, en cuanto eran liberales y
tuvieron cierto poder en ayuntamientos, diputaciones y participaron el sistema. Confiaban en
que algún día podrían volver a gobernar, aunque difícilmente llegarían con el control del
sistema electoral por los liberales conservadores, y menos aún con el arbitraje de la reina Isabel
II.
El indiscutible líder del progresismo entre 1839 y 1856, el general Espartero, adoptó una
posición menos combativa. El liderazgo político lo asumió Olózaga. La imagen de fuerza militar,
el general Prim.
Los progresistas formaban parte del sistema, aunque no fueran llamados a formar gobierno.
Los demócratas y carlistas estaban en cambio fuera del sistema, dispuestos permanentemente
a utilizar las armas y la violencia para asaltar el poder.
Los demócratas formaban un partido de escasos militantes pero con mucho peso específico,
casi todos republicanos. Su pretensión era aglutinar todas las fuerzas antidinásticas y trataron
de atraerse a los progresistas. Los demócratas surgieron del ala izquierda del progresismo y
cristalizó en el Partido Demócrata en 1849, su base era doble:
1. Los dirigentes, casi en su totalidad clases medias, eran profesionales liberales. Movidos
muchas veces por ideas, adoptaban comportamientos poco eficaces.
2. Las clases populares en las que empieza a percibirse el problema social.
Los «demócratas» propugnaban el sufragio universal y los derechos del hombre, muchos de
ellos planteaban el federalismo, todos una república. Muchos tenían doctrinas próximas al
socialismo e intentaban atraerse al naciente movimiento obrero español.
El gobierno y el Parlamento se escindieron con motivo del análisis de las causas del «motín
del pan» y la durísima represión. O'Donnell y la reina forzaron la dimisión de Espartero. La reina
encargó a O'Donnell formar un nuevo gobierno.
La reacción no se hizo esperar. Los progresistas, en parte, y los demócratas, se sintieron
traicionados. Ahora no contaban con las tropas militares, pero sí tenían un nuevo cuerpo
armado: la Milicia Nacional. Algunos ayuntamientos pidieron a la Milicia Nacional que ocupase
los lugares estratégicos. El Congreso estaba cerrado por vacaciones veraniegas. Sin embargo un
tercio de los parlamentarios, se reunieron de modo informal en el Palacio de las Cortes,
decidieron redactar un acuerdo en el que hacían constar que el nuevo gobierno presidido por
O'Donnell no contaba con la confianza de esa reunión parlamentaria.
Mientras, O'Donnell reunió un ejército que tomaron posiciones en diversos lugares de
Madrid. Empezaron las refriegas con la Milicia Nacional, fueron cuatro días de lucha.
Cuando la comisión de parlamentarios se disponía a ir al palacio real a entregar su acuerdo
a la reina, O'Donnell les dijo que no les reconocía legalmente y, por tanto, les impedía su
propósito con un destacamento.
El general O'Donnell, al frente del ejército regular, tanto en las Cortes, como en la calle, se
convertía en el restaurador del régimen que destruyera entonces: el moderado de la
Constitución de 1845, si bien mantuvo muchos de los avances de la revolución.
La primera disposición del nuevo gobierno fue reorganizar las diputaciones y ayuntamientos
conforme a la composición anterior a 1854, le siguió, la disolución de la Milicia Nacional. La
reina liquidó la existencia legal de las Constituyentes. Otro decreto restablecía la Constitución
de 1845, a la que acompañaba un acta adicional que incluía fórmulas transaccionales, como el
nombramiento de alcaldes por la corona sólo en las poblaciones de más de 40.000 habitantes,
al tiempo una cierta preocupación por
conservar los jurados para los delitos de
imprenta y la permanencia de las Cortes
durante un mínimo de cuatro meses.
Completó el proceso restaurador del régimen creado en 1845 con algunas reformas que
limitaban el poder de las Cámaras. En el mismo mes de octubre derogó el acta adicional y
restableció la ley de Ayuntamientos; en noviembre la de Imprenta.
La reina decidió cambiar de gobierno con personas que no hubieran intervenido en el Bienio.
Para ello llamó a Narváez, líder del moderantismo, que aún conservaba buena parte de su
prestigio, quien llamó a antiguos conocidos suyos, casi todos habían sido ministros en la Década
Moderada, concretamente seis de los ocho. Los otros dos, Cándido Nocedal, en Gobernación y
García Barzanallana, en Hacienda, habían sido altos cargos en la Década.
Un gobierno de apenas un año en las elecciones le dieron una mayoría moderada,. Fue un
periodo muy fecundo, que además de anular el acta adicional de la Constitución de 1845 creada
por O´Donnell, convocó elecciones en enero de 1857, ya referidas. El acuerdo entre fuerzas
políticas favoreció la aprobación de la Ley Moyano, ministro de Fomento, que duró más de un
siglo, algo insólito en el panorama político español. Una ley muy distinta fue la que propuso
Cándido de Nocedal como “Ley de Imprenta”, que fortalecía el principio de autoridad y
disminuía en de libertad de expresión.
Al gobierno Narváez siguieron dos cortos gabinetes también moderados.
El primero fue del de Armero, y formado mayoritariamente por políticos moderados. Fue
derrotado a los tres meses en una votación en las Cortes.
El segundo fue el de Istúriz, un veterano político, que duró otros cinco meses. Destaca
Posada Herrera, el conocido como “Gran Elector”, ministro de Gobernación, de orígenes
pr0gresistas
A finales de junio de 1858 la reina se decidió por llamar de nuevo a O'Donnell para presidir
un gobierno
El gobierno más prolongado de todo el reinado de Isabel II, logró una duración récord de
cuatro años y ocho meses.
El gobierno fue estable hasta enero de 1863. Las
elecciones fueron convocadas por el propio O'Donnell
logró una mayoría absoluta que siempre le fue sumisa.
Eso y la habilidad de la Unión Liberal, explican la
estabilidad del gobierno. Su política se desenvolvió sin
excesivas dificultades, favorecida por el éxito de la
guerra en Marruecos, la expansión económica y una
relativa paz social. El desembarco del sucesor del
carlismo, Carlos de Borbón, y su posterior
apresamiento, supuso el adormecimiento del problema
carlista.
El objetivo político de este periodo fue el intento de conciliar libertad y orden. Sus años de
gobierno fueron de paz sólo alterada por escasos sucesos violentos y aislados.
Habitualmente se suele presentar el gobierno largo de la Unión Liberal como una sucesión
de guerras exteriores: Marruecos, Santo Domingo, Méjico, Perú y la Conchinchina, la
intervención española en la cuestión romana, el iberismo o intento de unidad con Portugal y la
colonización de las Islas de Fernando Poo.
La escasa participación española en el exterior de la Península, desde 1824 y después del
gobierno de O´Donnell hace que, efectivamente, esos acontecimientos sean excepcionales. La
proyección del país en el exterior y la imagen que creó de una nación capaz fueron muy bien
aprovechadas por O'Donnell y por la corona para mantenerse en el poder. La reina concedió a
O'Donnell el título de duque de Tetuán al conquistar dicha plaza. A su vuelta, entró victorioso.
Madrid le recibió con apoteosis. Fue una guerra de prestigio que tuvo éxito. Sin embargo, el
Los moderados y unionistas eran prácticamente las mismas personas del periodo anterior,
pero más ancianos, con menos ilusiones y menos dispuestos a poner en práctica el liberalismo.
Además había algunas figuras políticas, desgajadas del Partido Moderado, con un papel de
independientes en apariencia. A la derecha de los conservadores, pequeños grupos que se
relacionaban bien con los conservadores, bien con los carlistas. Los denominados
«neocatólicos» se alejaron de la reina, a la que acusaban de haber «vendido» al Papa de Roma
por el apoyo de los militares que seguían a O'Donnell. Estaba surgiendo un nuevo tipo
tradicionalista, que aceptaba el juego parlamentario, pero dispuesto a la acción armada cuando
conviniese. Su líder parlamentario fue Cándido Nocedal.
En los progresistas fue determinante el denominado retraimiento: no presentarse ni
participar en las elecciones, pero no desperdiciar todo lo que el sistema les pudiera dar. Los
demócratas y progresistas puros se retrajeron de la vida parlamentaria, volvían a optar por el
pronunciamiento y el motín como medio para obtener el poder. Prim sería el encargado de
ponerlo en práctica. El programa del partido progresista:
La evolución del régimen isabelino pone de manifiesto cómo el temor a perder el poder llevó
a la corona a reducir el número de apoyos, aumentando la oposición contra el régimen en
sectores cada vez más numerosos.
Las Cortes se abrieron en diciembre de 1865. O'Donnell tuvo que hacer frente al
pronunciamiento del general Prim (enero de 1866) que resultó una derrota política para
O'Donnell y rompía la creencia de que mientras O'Donnell fuera presidente, la monarquía
estaba libre de golpes de Estado. Por otra parte, los progresistas no se sumaban al nuevo
sistema electoral sino que se sumaban a la revolución armada. Pero la falta de preparación
militar y la precipitación del levantamiento lo hizo fracasar. O'Donnell sabía que en esas
condiciones no podría triunfar. Prim se refugió en Portugal desde donde publicó un manifiesto, la
revolución estaba lanzada.
Una nueva élite isleña se divide entre los partidarios de la permanencia bajo bandera
española y entre los que quieren una República independiente, si bien coinciden en pedir la
abolición de la esclavitud. Una delegación acude a Madrid en relación al estudio de posibles
leyes para Cuba y Puerto Rico, con la reivindicación abolicionista bajo el brazo.
El Grito de Lares (septiembre de 1868) es acogido fríamente por la mayor parte de la élite
criolla y apenas duró un mes.
La intervención en las repúblicas americanas merece una especial atención. Una Ley de las
Cortes de 1836 reconocía la plena independencia de los 9 países hispanoamericanos. Sobre esa
base se fueron estableciendo relaciones diplomáticas en las décadas de 1830 y 1840. No
obstante, permanecieron los recelos. Por una parte los tenemos los nacionalismos emergentes y
por otra el miedo a la tutela española. Además en algunas constituciones, como la argentina o
Ecuador, se plantearon problemas en relación con la nacionalidad de los nacidos en el país de
padres españoles, que consideraba españoles, lo que obligó a nuevos acuerdos en los años 60.
La confusa intervención en México se gestó en las cancillerías de París y Londres, a las que
se unió el gobierno español para no dejar que estas dos potencias actuaran sin su concurso. El
pretexto franco-británico fue el de dotar a México de un gobierno fuerte y estable, después de
que en 1860 Benito Juárez derrotara a los moderados. La excusa final fue el no pago de las
deudas por parte de México. Así, se firmó en Londres en 1861 un Pacto por el que España
aportó 6.000 soldados, 3.000 Francia y 700 Gran Bretaña, que asimismo enviaría una flota.
Prim, cuando el cuerpo expedicionario dominaba buena parte de México, sospechando de las
verdaderas intenciones de Francia (poner al archiduque Maximiliano como emperador), firmó en
febrero de1862 la Convención de La Soledad y abandonó México.
Por otro lado, como aspecto curioso, tenemos la anexión temporal de México. Cedida por el
Tratado de Basilea (1795) a Francia, vivió en 1809-1809 su correlato con la Guerra de la
Independencia de la metrópoli, volviendo a sus dominios hasta 1822. Este año, después de una
invasión del país vecino, se incorporó a Haití hasta 1844, en el que se hizo independiente. Como
alguna vez habían solicitado su reincorporación a España, en 1861 el general Francisco Serrano
hizo planes para su ocupación (la veía conveniente para la seguridad de España en el Caribe). El
coste económico fue elevado y la población no quería la presencia
española. En 1863 hubo una sangrienta insurrección antiespañola que
culminó con su independencia en 1865.
Las intervenciones en Santo Domingo y México habían despertado
suspicacias en Perú, envuelto en la “Guerra del Pacífico” en la que
también estaban implicados Chile y Ecuador. Perú no tenía relaciones
con España y el asesinato de un ciudadano español motivó un
despliegue de fuerzas en el que participó una parte de la flota
española en el Pacífico. Tras un intento fallido de Tratado, la flota, al
mando del almirante Pareja ocupó violentamente las islas Chibcha y
desde allí exigió una reparación al gobierno de Chile por no haber
abastecido a los barcos españoles en su hostigamiento a Perú. El
La presencia española en Filipinas era débil y poco rentable desde el punto de vista
económico. Su interés estaba en el futuro, en cuanto a base para el mercado continental
asiático, interés que era compartido por EEU y Francia, Gran Bretaña, Holanda, Prusia. Carolinas
y Palaos no eran tan codiciadas por el momento, pero no carecían de importancia como bases
de aprovisionamiento para diversas rutas hacia Asia.
Uno de los principales problemas del archipiélago filipino era su dispersión, con más de
7.000 islas. Su historia está marcada por los acontecimientos en la Península. Tanto la Guerra de
la Independencia como la emancipación de las colonias americanas produjeron el relajamiento
de los lazos con la metrópoli. Para entonces pasan a depender directamente de la Península.
Las insurrecciones de los nativos fueron constantes desde 1812, siendo la principal la
protagonizada en los años 40 en la isla de Luzón. Promovida por una cofradía de indígenas
liderada por Apolinario de la Cruz, pese a su represión por el general Oraa, su espíritu rebelde
permaneció vivo. Otro problema fue el de la debilidad española, aprovechada por los piratas de
Borneo, Joló y Mindanao.
Los gobernadores españoles habían centrado hasta entonces su acción en Manila, pero la
actividad se amplió para implantar la soberanía española en casi todas las islas, para lo que se
sirvieron de las órdenes religiosas (especialmente dominicos, agustinos y jesuitas), que se
convirtieron en la principal (y a veces única), presencia española y tenían en sus manos los
medios de enseñanza y cultura.
En los años 60 empezó a despertarse un cierto interés por Filipinas. Uno de los mayores
empeños de los gobernadores españoles el de mejorar los servicios esenciales y los de
comunicación. Los correos mejoraron notablemente y se fomentaron las obras públicas,
especialmente caminos y puentes.
13.4. ÁFRICA
Salvo algunas plazas españolas (Ceuta, Melilla), los escasos territorios españoles en el
continente africano, pese a ser explorados desde antiguo y poseer unos ciertos derechos de
ocupación. No habían sido efectivamente ocupados hasta las décadas de 1860 en el caso de
Guinea y 1880 en el Sáhara. Estamos hablando de una
colonización tardía.
Por los Tratados de San Ildefonso en 177 y El Pardo en
1778, Portugal cedió a España las islas de Annobon, Fernando
Poo y otros territorios que habían sido embarcadero de
esclavos. Tras una expedición fallida durante esos años y una
serie de viajes exploratorios en 1831 y 1835, a partir de
mediados de los años 40 empieza la ocupación firme de esos
territorios, iniciada por Juan José de Lerena y Nicolás de
Manterola, fundándose Santa Isabel y comenzando la
presencia en el Golfo, más concretamente en Río Muni. En
1855 se envía el primer gobernador, Chacón, y en 1859 se
declara colonia.
En el norte de Marruecos, se inicia la penetración, desde
Melilla, y la ocupación de la costa entre Tetuán y Tánger, dando lugar a la denominada Guerra
de Marruecos. Al sur de Marruecos se encuentra Río de Oro, como se denominaba a la inmensa
costa despoblada explorada por los españoles desde el siglo XIV, especialmente desde
Canarias, si bien no fue hasta 1884 cuando España tomó posesión oficial del territorio y
comenzaron las exploraciones sistemáticas hasta el interior.
Como norma general, podemos decir que, en los años de gobierno del Partido Moderado,
Francia ejerció una influencia dominante sobre España, y en los años del Partido Progresista lo
hizo Inglaterra.
La internacionalización de las guerras civiles de España y Portugal hay que explicarla en el
contexto de la oleada revolucionaria de 1830. La legitimidad de Isabel II fue reconocida por
Francia e Inglaterra, frente a la indefinición de Austria, Rusia y Prusia. Otras potencias menores,
como Nápoles o Piamonte, reconocieron a Don Carlos. Estos países proporcionaron a Don Carlos
una importante protección política y ayuda económica. España promovió una guerra para
expulsar a Don Carlos de Portugal, apoyado por Francia, Inglaterra y Portugal (Cuádruple
Alianza).
Otro aspecto importante fue la actitud eclesiástica frente al liberalismo isabelino y
viceversa. Aunque los obispos y el clero urbano aceptaron en su mayoría la convivencia con el
liberalismo, el clero rural y numerosos religiosos manifestaron su simpatía por el carlismo o
incluso se alinearon en sus filas.
La negativa en 1835 al plácet al nuevo nuncio fue el primer choque diplomático, seguido en
1835 por las nuevas leyes exclaustradoras. La Santa Sede pro entonces simpatizaba
abiertamente con el carlismo. El representante de la santa Sede en Madrid fue expulsado de
Madrid en 1840. La situación mejoró durante la Década Moderada, llegándose al Concordato de
1851.
Este Concordato puso fin al conflicto desatado por la Desamortización.
En él se reconoció a la religión católica como “ única de la nación española”,
se aceptó el derecho de la jerarquía con el objeto de adecuar la enseñanza al
dogma y moral católicos, se reguló el pleito de la desamortización con el
reconocimiento por parte de la Iglesia de los hechos consumados y la
admisión, por parte del Estado, del derecho de la Iglesia a adquirir y poseer
bienes. Las propiedades no desamortizadas serían devueltas a la Iglesia y
esta las vendería invirtiendo en títulos de Deuda su producto. Al mismo
tiempo se permitía la existencia limitada de órdenes religiosas masculinas,
las dos que no habían sido expulsadas y una tercera en cada diócesis. Este
Concordato estaría vigente hasta 1931, con la excepción de los periodos
1854-56 y 1868-74.
El matrimonio de la reina, una cuestión no sólo nacional, sino europea, se planteó desde la
más tierna infancia de Isabel. Si bien España era una potencia secundaria, ciertas
combinaciones con las casas reinantes podrían desequilibrar el statu quo existente. Además
había que tener presente la ideología del rey consorte. Los intereses teóricos de Isabel eran
defendidos por su madre, María Cristina. También intervenían los distintos gobiernos, los
principales gobiernos extranjeros y la familia de los posibles implicados.
- Desde la infancia de Isabel, Cea Bermúdez o Martínez de la Rosa apostaban por un príncipe
Habsburgo, a lo que se negó Metternich.
- Francia y Gran Bretaña apostaban por un Borbón, ya que dejarían las cosas tal y como estaban.
- También estaban interesados los Orleans, los Braganza y los hijos de D. Carlos, entre ellos
Carlos Luis, en quien abdicó su padre.
- La reina madre de Nápoles y abuela de Isabel II urdió un matrimonio con el conde de Trapani,
Francisco de Paula de las Dos Sicilias. Pero representaba al Antiguo Régimen y España corría el
peligro de implicarse en las guerras de Italia.
- María Cristina apostaba por Leopoldo de Sajonia-Coburgo, lo que disgustó a Narváez, que
negociaba con el pretendiente napolitano, lo que posible motivó su dimisión en 1846.
- La opción napolitana se deshizo bajo el mandato del marqués de Miraflores.
- Los progresistas apostaban por un Borbón, Enrique, primo de Isabel al ser hijo de su tío
Francisco de Paula, pero su implicación en un pronunciamiento militar progresista fallido en
1846, que se libró por su condición de ser fusilado, le eliminó como candidato.
- La solución con la Casa de Braganza (Pedro, hijo de Pedro IV, todavía menor de edad), se llegó a
plantear.
- Por otro lado Luis Felipe de Francia ofreció a sus dos hijos para el matrimonio con las dos
hermanas (el duque de Aumale y el duque de Montpensier). Inglaterra se opuso.
- Finalmente se realizó el matrimonio con Francisco de Asís, de Borbón, duque de Cádiz y
homosexual, con Isabel, y el de Antonio de Orleans, duque de Montpensier, con Luisa Fernanda,
siempre después de la descendencia de Isabel II. La boda tuvo lugar en otoño de 1846, en la
misma ceremonia, contra lo convenido con Inglaterra, cuyas relaciones se deterioraron. Isabel
se quejó amargamente durante varias noches.
14.2. EL IBERISMO
En las décadas centrales del siglo IXI se dio, con más fuerza en Portugal que en España, una
tendencia “iberista”, con la idea de logar una unión, más o menos estrecha, para constituir
“Iberia” o la Federación Ibérica”.
El liberalismo presentaba numerosas semejanzas en España y Portugal entre 1833 y 1868:
Tanto en Portugal como en España el iberismo fue tomando cuerpo principalmente entre las
filas liberales (en España especialmente en los progresistas). La mayor difusión de estas ideas
se dan en la década de los 50. Se buscaba la unión de los reinos bajo una misma monarquía y
parlamento. Se concebía la unión ibérica dentro de la lógica geográfica que llevaba aun a
economía, (basada en el librecambio) y un sistema de comunicaciones comunes, lo que exigía
la unión política que haría surgir una nueva realidad nacional: Iberia.
Desde el punto de vista dinástico, hubo un intento en 1855, por parte de los progresistas, de
sustituir a Isabel II por Pedro V, todavía menor de edad, en 1854. En Portugal, a la altura de esos
años, en los círculos políticos e intelectuales de Lisboa y Oporto, la idea de unión ibérica gozaba
de muchas simpatías, si bien no había arraigado en la población.
La Revolución de 1868 estimuló en Portugal la idea de la unión ibérica entre los
progresistas. Pero en estos momentos es cuando surgen con fuerza las principales
manifestaciones escritas y populares contra el iberismo.
Fueron varias las causas por las que el iberismo no tuviera éxito. No llegó a ser popular. La
semejanza no significaba identidad. La lengua era un factor de separación, al igual que la
evolución histórica. A este respecto, en lo que se refería al siglo XVII, la “ opinión pública
portuguesa” o parte de ella transmitía la idea que se resumía en que una potencia extranjera
pretendía llevar a cabo la anexión. Los errores diplomáticos de España tampoco ayudaron. Su
disposición a intervenir en Portugal desde principios del siglo XIX, s bien (salvo en el caso de
Godoy) sin apetencias territoriales, daba argumentos para pensar en un vecino prepotente
dispuesto a una anexión que a una unión. Además, se reavivó una interpretación histórica; la
representación de la separación de 1640 de España y Portugal con una naturaleza nacionalista
y de soberanía popular, transmitiendo anacrónicamente las ideas colectivas del siglo XIX al siglo
XVIII. Tuvo éxito. Lo que no había conseguido el iberismo lo consiguió su contrario: difundirse
entre amplias capas de población.
Ambos procesos, en realidad uno sólo, pesó en la política exterior española a lo largo de
todo el reinado de Isabel II. Hubo un mayor o menor grado de simpatía por los distintos
soberanos de los estados italianos, incluido el papa, pero España, con un escaso peso en la
política europea de esos años, fue incapaz de frenar la ocupación de los diversos reinos por los
liberales, partidarios de la unidad.
La situación política en los estados pontificios afectó directamente a España, en cuanto que
se implicó en la defensa del Papado. Mazzini en 1848 proclamó una república italiana con
capital en Roma, lo que llevó al exilio al papa Pio IX a Gaeta, al abrigo del rey de Nápoles.
Los moderados se ven impotentes para frenar la ocupación de los Estados Pontificios por los
patriotas, y tiene que recurrir al no reconocimiento del nuevo Reino de Italia. Esto sucede hasta
1865, en el que Narváez, en un deseo de atraerse a los progresistas después de la Noche de
San Daniel, reconoce la unidad italiana, lo que provocó una reacción negativa en medios
confesionales españoles.
La llamada Guerra de África fue una expedición militar victoriosa. En realidad se trató de
una guerra “de prestigio” con la que O´Donnell buscaba unir a los partidos políticos en el
sentido patriótico, lo que consiguió. La conquista de Tetuán tuvo un componente de Cruzada
contra el infiel y de exaltación del ejército y de la monarquía. Así, se presentó al unionismo
como la culminación de un proceso histórico, no sólo de un proyecto político.
Para comprender el contexto histórico que vivimos es insuperable la novela La Corte de los
Milagros, de Valle Inclán. Desde 1863 había empezado el retraimiento de los progresistas
(ministerio del marqués de Miraflores). Ni siquiera las consideraciones de ciertos prohombres
del moderantismo, como Mon, Alonso Martínez, Cánovas o Pachecho, fueron tenidos en cuenta
por la Corona. La crisis económica hacía mella, los republicanos expandían su influencia, los
medios de comunicación denunciados eran absueltos por los tribunales.
La espoleta de la situación fue la enajenación del Patrimonio Real. La ley de 1865 consideró
lo que era propiedad de la nación española como patrimonio real. Si bien la reina “cedió” ese
patrimonio, la ley la compensaba con un 25 % de la eventual venta de esos bienes. Castelar,
que protestó en prensa (artículo “ El rasgo”) y denunciaba la usurpación de la reina, fue
destituido por Narváez de su cátedra, lo que motivó la protesta de la “ Noche de San Daniel”, el
10 de abril de 1865, con un amplio apoyo popular. La dureza de la represión provocó incluso la
muerte de un miembro del gabinete, Alcalá Galiano, por el acaloramiento del debate.
O´Donnell entró en el gobierno, pero ni Sagasta ni Fernández de los Ríos de apoyaron. Al
contrario, a primeros de 1866 comenzaron las conspiraciones para derrocar a la monarquía
borbónica, a la que se consideraba un impedimento para un proyecto liberal coherente. Tras el
ensañamiento en la represión del cuartel de San Gil, volvió al poder Narváez, en medio de una
crisis económica acentuada, que cerró comercios, talleres. A esta situación Narváez contestó
con el autoritarismo, cerrando las Escuelas Normales de formación de maestros, pro pensar que
eran foco de pensamiento libre y disolvió ayuntamientos y diputaciones.
Entre tanto se fue organizando lo que se conoció como el Pacto de Ostende, un acuerdo de
progresistas y demócratas contra la monarquía y a favor de unas cortes constituyentes. Había
tanto militares como civiles: Prim, Olózaga, Sagasta, Ruiz Zorrilla, Becerra, Martos, a los que se
Los hechos eran cada vez más desfavorables para la reina, a la muerte en un breve lapso de
tiempo de O´Donnell y Narváez, siguió el gobierno dictatorial de González Bravo. A la epidemia
de cólera en Madrid se sumaban numerosas rebeliones contra los consumos, en Zaragoza,
Lérida, Tarazona. Muchos militares del Partido Moderado eran enviados al exilio (Echagüe,
Caballero de Rodas, Zavala) e incluso los duques de Montpensier, provocando el retiro del
Conde de San Luis.
La personalidad de mayor capacidad conspirativa fue Juan Prim, líder a su vez de la cúpula
militar y de la burguesía progresista que exigían y necesitaban imbricar el desarrollo español
con el rumbo de los países capitalistas más avanzados. No sólo se trajo a destacadas
personalidades del Partido Demócrata-Republicano, sino a influyentes s generales como
Serrano, Dulce o Caballero de Rodas y al almirante Topete, próximo al duque de
Montepnsier. Todos ellos se juntaron en Cádiz y al grito de “ Viva España con
honra”, se desencadenaban una cascada de Juntas Locales y provinciales
impulsadas sobre todos por los demócratas y republicanos, que pedían como
medidas inexcusables el sufragio universal y la abolición de quintas y consumos.
Fue el apoyo ciudadano organizado en Juntas fue el factor determinante para el triunfo del
pronunciamiento militar y sobre todo para el giro democrático del nuevo régimen político
establecido. El 17 de septiembre Prim, con Sagasta, Ruiz Zorrilla y el rico hacendado José Paúl y
Angula, procedentes de Inglaterra, llegaban a la bahía de Cádiz donde fondeaba la Armada, al
mando del almirante Topete.
Éste quería dar el trono a Luisa Fernanda, hermana de Isabel y esposa del duque de
Montpensier, financiador de las conspiraciones, y sólo reconocía como jefe del pronunciamiento
al general Serrano al que había que esperar pues estaba desterrado en Canarias. Sin embargo,
Sagasta y Ruiz Zorrilla decidieron iniciar el pronunciamiento con un manifiesto que anunciaba el
destronamiento de Isabel II, denunciaba los
abusos de poder y prometía unas Cortes
Constituyentes basadas en los derechos
ciudadanos, y un gobierno que impusiera la
moralidad y la eficacia en la hacienda pública,
para crear unas nueva expectativas
económicas y sociales. Al día siguiente Prim
dirigía una alocución a todos los españoles
para que tomasen las armas en defensa de la
revolución, bajo la misma bandera de « la
regeneración de la patria». Llegaban Serrano
y los demás generales unionistas, con quienes
se volvió a dar otro manifiesto en el que se
anunciaban un gobierno provisional que
asegurase el orden, el sufragio universal,
cimientos de regeneración social y política, y
para eso se contaba con el concurso de todos
los españoles. No eran rebeldes, por tanto,
sino que devolvían a las leyes el respeto
debido y con tales mensajes partían Serrano, con las tropas, hacia Sevilla, camino de Madrid, y
Prim, en tres fragatas, a recorrer las costas hacia Cataluña, aglutinando las ciudades
mediterráneas como apoyos imprescindibles.
El 19 de octubre, el gobierno provisional exponía a los estados de Europa la justificación de
la revolución. Se trataba de implantar el liberalismo moderno y había que desheredar también a
la descendencia de tan nefasta monarca. Por eso fue tan rápida y eficaz la revolución, estaba
Serrano, dispuesto a formar gobierno de acuerdo con la Junta de Madrid, se puso a las
órdenes del general Espartero, retirado en Logroño, al que reconocían el liderazgo moral, pero
éste declinó. Al fin llegó a Madrid el artífice de la revolución, Prim, y, aunque las demás Juntas
no vieron con buenos ojos la decisión de la Junta madrileña de formar un gobierno provisional se
constituyó con cinco progresistas y cuatro unionistas. Las personas claves eran Prim en Guerra,
Sagasta en Gobernación, Figuerola en Hacienda, Ruiz Zorrilla en Fomento, Álvarez de Lorenzana
en Estado, y Romero y Ortiz en Gracia y Justicia. Contó con el apoyo del sector de demócratas,
conocidos como los «cimbrios». Nicolás María Rivero se aupaba a la alcaldía de Madrid y
aceleraba la escisión del Partido Demócrata, ante la ausencia de Castelar y de Pi, convencidos
republicanos, encabezó el sector de demócratas partidarios del plan monárquico del gobierno
que firmaba el manifiesto monárquico que hizo clara la fisura.
De hecho, en Revolución Gloriosa hubo dos proyectos de cambio, uno representado por
unionistas y progresistas, liberales acomodados, ricos hacendados, industriales, comerciantes y
profesionales que, liderados por Prim, planeaban una monarquía democrática en la Constitución
de 1869. El otro proyecto más radical, de capas medias, menestrales urbanos, pequeños
comerciantes y trabajadores de distintos sectores que, liderados sobre todo por Pi y Margall,
aspiraban a una república federal con un sólido programa de reformas sociales y económicas.
Para los primeros, para los que habían constituido el gobierno provisional, buscaban ante
todo, compatibilizar la libertad con el orden para justificar ante Europa la revolución, y como
medidas generales, las de purificar la administración pública, impulsar la enseñanza, desarrollar
el comercio y la industria, reforzar el crédito y el sistema bancario, como reformas
imprescindibles para adecuarse a los nuevos contextos del capitalismo europeo, además del
sufragio universal, demostración y todo las libertades constreñidas por los moderados desde
1843. Además, el gobierno se declaraba a favor de una monarquía constitucional, para no
despertar la desconfianza de Europa. Además anunciaba que había terminado la misión de las
Juntas. De hecho las Juntas habían formado los Voluntarios de la Libertad, pero el ministro de
Gobernación, Sagasta, decretaba que no se pagara por el servicio. Algunas Juntas habían
suprimido temporalmente los consumos y habían dado trabajo a los parados, ahora el gobierno
creaba en su lugar otro impuesto igual de impopular, la capitación, restableciendo los de la sal y
tabaco, también abolidos por las Juntas. No se quedaba en eso, el gobierno contuvo los planes
de demolición de murallas y de ampliación urbanística de muchos ayuntamientos. Sin embargo,
la realidad era la especulación en tomo a los nuevos terrenos privatizados, y en compensación
el gobierno autorizaba a los municipios a hacer obras de utilidad pública para seguir dando
trabajo. Si algunas Juntas pedían reformas agrarias, el gobierno lo reducía a la posibilidad de
que los municipios prestaran a los labradores necesitados. Se desviaba la revolución social para
someterla a los intereses de los sectores burgueses en ascenso.
Cuando se disuelven las Juntas, los unionistas y progresistas están integrados en las
instituciones gubernamentales y quedan sólo los republicanos como una fuerza popular
radicalmente democrática, federal y reformadora en sus planteamientos, pero que no desecha
el recurso a la insurrección armada para lograr sus aspiraciones. Aceptaron los federales la
disolución de las Juntas, pero se quedaron organizados en «comités de vigilancia». Mientras
tanto, Sagasta había impulsado que las Juntas eligiesen los correspondientes ayuntamientos y
diputaciones hasta nombrar las de sufragio universal masculino, y promulgó el decreto de
sufragio universal, convocando Cortes Constituyentes para e111 de febrero de 1869. Eso sí,
mantuvo como fuerza ciudadana a los Voluntarios de la Libertad, pero ya sin ventajas de salario
o trabajo en el municipio. El resultado era que Prim y Sagasta se habían convertido en las
personas decisivas en este gobierno, artífices de las medidas citadas, nombrando a los
capitanes generales y a los gobernadores civiles, elementos claves para controlar el poder en
cada territorio.
Era una experiencia radicalmente nueva, con formas de expresión política inusitadas.
Así, en todas las ciudades se manifestaron ambos bandos, con incidentes en bastantes de
ellas porque a los federales les impulsaba la impaciencia de haber protagonizado, codo con
codo, una revolución de cuyos frutos sólo se beneficiaban los acomodados afiliados al
Partido Progresista o, incluso, los unionistas que antes habían colaborado con Isabel II.
En las elecciones municipales realizadas en diciembre, los resultados revelaron la
distribución geográfica de las respectivas fuerzas políticas. La elección fue por primera vez
con sufragio universal masculino directo para los ayuntamientos, las diputaciones
provinciales y también para jueces de paz. Paso previo a las elecciones generales fijadas
para enero de 1869. En las municipales los republicanos obtienen mayoría en 20 capitales:
Alicante, Barcelona, Cádiz, Castellón, Córdoba, Coruña, Huelva, Huesca, Jaén, Lérida,
Málaga, Murcia, Orense, Santander, Sevilla, Tarragona, Teruel, Toledo, Valencia, Valladolid y
Zaragoza. Era una clara derrota para el gobierno, por el peso y relevancia de tales
ciudades, por más que en los distritos rurales, la mayoría de España, ganara.
Las primeras medidas que abordaron las Cortes Constituyentes, en febrero de 1869, no
fueron precisamente populares,
un nuevo alistamiento de 25.000 jóvenes, por el sistema de quintas tan aborrecido y
por cuya abolición tanta gente había luchado en el pasado septiembre.
La segunda medida era el empréstito de 100 millones de escudos efectivos.
Además se organizó la comisión constitucional que en veinticinco días redactaron un
texto.
El debate giró en tomo al concepto de España y de la organización que proyectaban los
distintos partidos e ideologías. Tras aprobarse los derechos humanos como imprescriptibles,
el primer artículo que desató la polémica fue el referido a la libertad de cultos (el maridaje
entre lo español y lo católico). Enfrente tuvieron a la mayoría progresista y a los
republicanos. Los republicanos los que con más ahínco debatieron tanto el artículo referido
al establecimiento de una monarquía democrática, como los artículos sobre la organización
de las fuerzas armadas de la nación.
Evidentemente defendieron la forma de gobierno republicana y unas fuerzas armadas
diferenciadas entre los voluntarios que servían a la patria, y los que se profesionalizaban,
en número reducido, en un ejército permanente para defensa de agresiones exteriores. Al
no lograrlo, centraron su programa directamente en la abolición de las quintas y en el
mantenimiento de los cuerpos de «Voluntarios de la Libertad». Se hizo famoso por su
elocuencia el catedrático Emilio Castelar que como cristiano coherente, defendió con
brillantez la idea de una Iglesia libre dentro de una sociedad libre, se separaba el Estado de
la tutela ideológica de la Iglesia católica.
Prim llevó las riendas del gobierno entre la promulgación de la Constitución, en junio de
1869, y la llegada del nuevo rey, el último día de 1870. Supo unir las distintas tendencias
de la coalición monárquica, formando gabinetes de mayoría progresista, sin olvidar a
relevantes unionistas o a demócratas reformistas destacados. Incluso les ofreció a los
republicanos participar en el gobierno. Sin embargo en el conflicto cubano fracasaron sus
conversaciones con los Estados Unidos y se desbarataron sus planes de Unión Ibérica.
También derrotaba a las partidas carlistas, pero no era capaz solucionar la paradoja de una
monarquía sin monarca. Junto a otros aspectos conflictivos, como el proyecto de ley sobre
matrimonio civil (el primero en la historia de España), o la Ley de Orden Público, la principal
fuente de problemas para el gobierno estuvo en las Antillas.
En Cuba había desembarcado a fines de junio de 1869 Caballero de Rodas, que llegaba
como nuevo capitán general con el mérito de haber sometido las revueltas federales de
Andalucía. Mientras Prim negociaba con los Estados Unidos, Caballero de Rodas y el
ministro Silvela proponían a los independentistas cubanos un plan de sumisión, como
requisito, luego la amnistía y después votar por la autonomía o la independencia. Los
Estados Unidos mantuvieron posiciones ambiguas. Las pretensiones de Prim complicaban el
panorama, porque provocaron la negativa de los liberales cubanos, para quienes la
esclavitud era innegociable, pues eran propietarios de mano de obra esclava y habían
descubierto que la autonomía de las islas podía ser el medio más eficaz para evitar que la
metrópoli legislara la abolición de la esclavitud. Simultáneamente las tropas de
«voluntarios» financiados por los esclavistas impedían la vía autonomista con su práctica
de «tierra quemada». La guerra no acababa, era sobre saqueos e incendios, más que de
batallas militares. La metrópoli no pudo enviar más hombres porque las insurrecciones
federales boicotearon las quintas y obligaron a concentrar al ejército en la Península.
La llegada del demócrata Manuel Becerra al ministerio de Ultramar desalentó al partido
español de las Antillas. La Constitución seguía sin aplicarse y no se definía el estatuto de
las islas, si eran provincias o colonias. Además, decretó la organización de ayuntamientos,
el establecimiento de una casa de moneda en la Habana y la aplicación de las leyes de
enjuiciamiento civil y de sociedades anónimas, para regularizar las relaciones ciudadanas,
al menos en los aspectos mercantiles, dictando órdenes sobre aduanas, contabilidad y
presupuestos, todo ello con un proyecto de ley para declarar de cabotaje la navegación con
la Península, suprimir el derecho diferencial de bandera, explotar los cables submarinos
telegráficos y racionalizar los presupuestos. Cuando ya tenía preparados dos proyectos de
ley, uno declarando libres a los hijos de esclavos nacidos en Cuba después de septiembre
de 1868 y a los esclavos que sirvieran en el Ejército español, y otro aboliendo la esclavitud
en Puerto Rico, Manuel Becerra salió del Ministerio por presiones de los unionistas sobre
Prim.
Sin embargo, Moret continuó con tales proyectos y los presentó a las Cortes. La
abolición respondía al resultado de varios factores,
Ambos quedaron como líderes de ese espacio político que hasta entonces había estado
dirigido por Prim. Cada cual formó su grupo político sobre todo a partir de los diputados en
las Cortes, más que como redes asentadas en toda la geografía española.
Sagasta al frente del gobierno, planteó como objetivo prioritario la disolución por ilegal
de la Internacional. La creía culpable de la agitación, el fantasma del comunismo, después
de la Comuna de París, catalizó todos los miedos de las clases propietarias. Se dedicó a
buscar los argumentos para declarar ilegal una asociación que en teoría no era «pacífica»,
porque la Constitución reconocía el derecho de «asociación pacífica». Sin embargo, las
propuestas revolucionarias de la Internacional no eran más incompatibles con la
Constitución que las de los carlistas o las de los federales.
Sagasta planteó la Internacional como enemiga del Estado, de la religión, de la familia y
sobre todo de la propiedad, reconocida como derecho en la Constitución. La respuesta de
los republicanos fue rotunda. Castelar planteó que si el gobierno consideraba inmoral la
propiedad colectiva, entonces habría que condenar a la Iglesia católica, y añadía, que eran
más peligrosos los carlistas y los alfonsinos para la seguridad del Estado por su
conspiración abierta para destruirlo. Salmerón, por su parte, expuso que la propiedad sólo
era un derecho y que si la propiedad era injusta debía desparecer, lo mismo que habían
desaparecido los bienes de manos muertas. Para Salmerón, el Partido Republicano debía
patrocinar el reformismo social tan propio de la ideología republicana y que en décadas
posteriores sería el impulsor de importantes instituciones reformistas.
Los republicanos echaron mano del propio pasado liberal, tan desamortizador y
expropiador, para justificar que « la propiedad es justa y es legítima en tanto que viene a
servir los fines racionales de la vida humana; y cuando esto no sucede, la propiedad es
ilegítima, la propiedad es injusta, la propiedad debe desaparecer », eran los mismos
argumentos de Pi y Margall.
Las respuestas de los diputados cercanos a la Internacional se orientaron en otra
dirección, defendiendo el cuarto estado, el de los trabajadores.
Apoyando al gobierno de Sagasta estuvieron los conservadores y los unionistas. Se votó
y ganó el gobierno. Pero el fiscal del Tribunal Supremo, exponía que el derecho de
asociación y de huelga no podía anularse, fue cesado y Sagasta reforzó su gobierno con los
unionistas e incluso llegó a plantear a los gobiernos europeos una acción conjunta contra la
Internacional y una convención para poder extraditar a sus miembros.
La Internacional (1864) organizada en Londres por un puñado de revolucionarios
europeos, con el propósito de encauzar las esperanzas de justicia en una organización
obrera que superara las fronteras nacionales de las burguesías y estableciera
conjuntamente la estrategia para alcanzar una sociedad igualitaria, comunista. Creció sobre
todo con las crisis económicas. Pronto surgieron en su seno dos fracciones, encabezadas
por Marx y Bakunin respectivamente. El despegue social e ideológico de la Internacional en
España se hizo desde las bases del republicanismo federal y aprovechando sus estructuras
organizativas. Así, Fanelli, enviado por Bakunin contactó con
dirigentes republicanos de Barcelona y Valencia, para llegar
a Madrid y constituir el primer núcleo de la AIT. A
continuación se formó el sector de Barcelona. La tradición
asociativa de los trabajadores de las industrias catalanas dio
un mayor soporte al ideario internacionalista, que además
recogió a estudiantes. Farga y Sentiñón representaron a
España en el congreso de la AIT de Basilea. Contaban con
más de ocho mil afiliados en Barcelona, y la sección de
Madrid crecía hasta lograr editar su propio periódico La
Solidaridad.
La influencia de los internacionalistas se desplegaba, por
tanto, a partir de las redes asociativas que los republicanos
federales habían montado como las sociedades de socorros
y los ateneos obreros. Compartieron ideario en asuntos
como el republicanismo federal y en reivindicaciones
Por 258 votos a favor y 32 en contra se declaró la República y se eligió un ejecutivo con
Figueras de presidente, Castelar en Estado, Pi en Gobernación, Nicolás Salmerón en Gracia
y Justicia, Echegaray en Hacienda, Córdoba en Guerra, Beranger en Marina, Becerra en
Fomento y Francisco Salmerón en Ultramar. Figueras pidió confianza para la República, y
para asegurar la libertad, el orden y la integridad del territorio español. Martos logró la
presidencia de la Asamblea. La mayoría de la cámara pertenecía a los progresistas
radicales, quienes con demócratas y federales optaron por una solución republicana ante el
vacío de poder y antes que volver a la fórmula constitucional de la regencia, preferida por
los unionistas. A tal coalición respondía ese primer gobierno, pero el grupo de los
republicanos federales estaba sin un liderazgo oficial, porque el consejo de los
intransigentes no se había disuelto. Pi y Margall, Castelar, Salmerón y Figueras creían que la
legalidad debía afirmarse, sin violencia. Todos habían votado una República sin definir hasta
elegir una asamblea constituyente. Incluso dentro del Partido Republicano Federal, no había
un solo proyecto.
El primer gobierno fue de coalición de radicales con republicanos y fueron los líderes
más prestigiosos los que asumieron las principales tareas, era un gabinete de alta talla
política y sólida experiencia, sin embargo pronto los acontecimientos desbordaron sus
planteamientos.
La respuesta a la abdicación de Amadeo I era previsible en ciertos sectores sociales y
políticos, y apareció de nuevo el recurso de constituirse las provincias en juntas
revolucionarias, destituyendo a los ayuntamientos donde no gobernaban los republicanos y
lanzándose ciertos sectores sociales a la ocupación de las tierras, la abolición de quintas o
de impuestos... sucesos que dieron motivo para que la prensa monárquica propagase la
sensación de que «república» era sinónimo de caos. A los diez días de proclamarse la
República, en la plaza de Sant Jaume de Barcelona los ciudadanos se manifestaban para
pedir el Estado catalán. Las diputaciones catalanas acordaron constituirse en Estado
federal, quitaron a los militares el mando y los convirtieron en un ejército de voluntarios.
Con eso se las tenía que ver Pi y Margall, partidario de las reformas sociales y coherente
defensor del federalismo de los pueblos españoles. Era el nuevo ministro de la Gobernación
y había que canalizar, por tanto, esas aspiraciones plurales, incluso opuestas, todas con el
común denominador de la impaciencia. Además, se echaron los del Partido Federal a la
caza de puestos públicos, discriminando a los radicales, con cuyos votos precisamente se
había proclamado la República, o despreciando a los nuevos republicanos, tan necesarios
para consolidar el nuevo régimen. Se destrozaba la ampliación de las bases sociológicas del
sistema republicano. Eso pasó con los nombramientos en el Ejército, los federales del
gobierno tenían que cuadrar el mando militar con los escasos generales adeptos, la
Asamblea parlamentaria se declaró en sesión permanente, abolió las quintas como medida
para contentar la impaciencia popular y asumió el poder el presidente de la Asamblea,
Martos, quien no fue capaz de formar un gabinete. Así Figueras volvió a formar gobierno
con mayoría republicana. Se nombraron de inmediato 38 gobernadores civiles para
reemplazar a los radicales, pero el gobierno necesitaba la Asamblea, que era de mayoría
radical, para hacer una República estable.
Pi, al frente de Gobernación, ordenó de inmediato la disolución de las juntas
revolucionarias formadas y la reposición de los ayuntamientos cesados, lo que ya provocó
la primera desilusión, que fue capitalizada por los federales intransigentes. Así, aunque, se
lograba la tan ansiada abolición de las quintas, los intransigentes animaban a sublevarse a
los que no se licenciaran de inmediato. Pi estableció la milicia republicana, restableciendo
los cuerpos de Voluntarios. Serían el contrapeso al Ejército, porque era una milicia de
partido, y fue la que salvó al gobierno de la intentona golpista de Serrano y otros. La
abolición de las quintas se pensaba suplir con la afluencia de voluntarios contra la reacción
carlista y antirrepublicana, pero faltaron fondos para armar a los Voluntarios de la
República, y ni siquiera bastó la venta de las minas de Riotinto, además de que al ser
mayor la paga a los voluntarios que al Ejército, se creaba descontento
entre la tropa permanente. De este modo se formaron dos fuerzas
armadas, la una de jornaleros y parados, Voluntarios de la República, en
compañías cuya oficialidad era electa por ellos mismos, y otra esa tropa
permanente, sometida a una jerarquía de militares en su mayoría
partidarios de la monarquía y del candidato Alfonso de Borbón.
Tal situación ya amagó en los sucesos de Cataluña, sometida a la
presión de las partidas carlistas, y donde se solaparon además la
influencia internacionalista obrera, las aspiraciones federales con claro
contenido catalanista y las disputas entre federales intransigentes y el
gobierno de la República. Así, la diputación de Barcelona, al haber
proclamado el Estado catalán, se erigió en máxima autoridad militar pero
Pese a que el texto constitucional se redactó con rapidez para evitar nuevas
insurrecciones federales, los acontecimientos se precipitaron. Pi y Margall formó un
gobierno con los correligionarios más moderados para poder arreglar la deuda y acometer
las reformas sin levantar recelos. Pero todo parecía insuficiente a los intransigentes,
mientras que los carlistas arreciaban en sus acciones militares y se hacían públicas las
conspiraciones de los alfonsinos, quienes reavivaron la influencia de Serrano entre los
militares. Por esa razón, Pi y Margall consideró necesario pedir poderes extraordinarios para
controlarlos.
Sin embargo, los sucesos desbordaron al gobierno precisamente desde las posiciones
federales intransigentes y desde los núcleos internacionalistas. La última semana de junio
fue tensa en Cataluña, con un ejército incapaz de acabar con los carlistas y un
enfrentamiento en Barcelona entre federales e internacionalistas, por un lado, y por otro la
milicia ciudadana controlada por las instituciones.
Pero por otro lado, las mayores tensiones se produjeron desde finales de junio a
mediados de julio en comarcas andaluzas, murcianas y valencianas. Los motines sociales
pidiendo tierras y la reformas sociales empezaron en Andalucía, se organizó un Comité de
seguridad pública y proclamaron el cantón, redujeron la jornada laboral a 8 horas y los
alquileres en un 50 por ciento, confiscaron los bienes de la Iglesia y las tierras sin cultivar
para repartidas entre jornaleros. Sin embargo, el gobernador La Rosa, nombrado por Pi,
restableció el orden y pudo evitar que el ejemplo se propagase.
Había una auténtica preocupación por resarcir tantas expectativas frustradas desde que
las Cortes de Cádiz empezaron a reorganizar la riqueza nacional, y esto ocurría sobre todo
en tomo a la propiedad de la tierra, el mayor conflicto de todo el siglo XIX, los cantonales
declaraban que las fincas sin cultivar por sus dueños durante cinco años pasarían a
propiedad del municipio, y con éstas y con las comunales el Estado haría lotes para darlas a
los colonos y acabar con la servidumbre. Pero no era sólo un problema de reparto, también
se abolían los gravámenes perpetuos, y se establecía la redención de cualquier censo.
Salmerón organizó tres expediciones militares para someter a los federales cantonalista.
Para satisfacer al estamento militar reorganizó el cuerpo de artillería reponiendo a los
cesados, disolvió los regimientos que habían confraternizado con los cantonales, declaró
piratas a los buques sublevados en Cartagena e invitó a las escuadras inglesa y alemana a
intervenir.
Autorizaban a procesar a los diputados insurgentes, tildados de separatistas y además
abrió la persecución contra la Internacional.
El dos de enero Castelar defendió ante las Cortes su uso de los plenos poderes
entregados por la cámara soberana y pidió un voto de confianza para continuar. Pretendía
formar dos partidos dentro de los republicanos, el conservador y el progresista, pero
Salmerón, presidente de la Asamblea, lideró la oposición, y la votación se hizo, derrotando
a Castelar. Se negociaba un gobierno con Eduardo Palanca al frente, un federal de centro, y
decidido partidario de la abolición de la esclavitud en Cuba. Por eso había urgencia en
cerrarle el paso porque los integrantes de la Liga Nacional negrera conocían bien sus
intenciones. Además hubiera estado detrás suyo el propio Pi y Margall. Por eso, al saberse
el rumbo de los propósitos de las Cortes, el capitán general de Madrid, Pavía, ocupaba las
calles con las tropas y él mismo entraba en las Cortes mientras se realizaba el escrutinio
para el nuevo presidente del ejecutivo. Castelar, por tanto, era todavía presidente del
gobierno, como tal destituyó a Pavía y recibió por unanimidad el voto de confianza que
Los fundamentos del régimen de la Restauración no se entienden sin conocer los del
periodo anterior, el Sexenio Democrático, caracterizado por el estallido de ilusionantes
proyectos políticos, por experimentos nacidos de la ilusión, pero que fueron completamente
fallido y el vaivén de sistemas políticos unido a la situación de Guerra Carlista en el Norte, el
levantamiento cantonal en el Levante y Sur y la insurrección en las colonias, a los problemas sin
solucionar que traían de administración, ejército Iglesia, el campo y las ciudades. En ese
ambiente inestable se comenzó, por parte de ciertos grupos sociales, a añorar seguridad. Se
ceñía en torno a una mentalidad conservadora que prefería el orden, el crecimiento económico
y la gobernabilidad. Un régimen donde fuera posible la convivencia pacífica, el desarrollo
fructífero y la prosperidad.
Las élites dirigentes desconfiaban de la revolución popular. El ejército sentía que la vía de
la experimentación política había ido más allá de lo permisible y era necesario intervenir para
restaurar el orden. El mundo de los negocios deseaba seguridad y estabilidad. Los capitalistas
sentían amenazados sus intereses en las colonias, unido al surgimiento de la Comuna, la
Internacional y el socialismo. Frente a ellos, los políticos progresistas reconocieron como fallidos
sus sueños revolucionarios. El clima era favorable a una alternativa política que defendía el
orden, la estabilidad, la seguridad.
Tres sectores fueron los que propulsaron, fundamentalmente, el cambio político: el partido
alfonsino, los círculos coloniales y determinados grupos militares.
Los círculos coloniales son el segundo grupo de apoyo. Los grupos de la burguesía que
tenían importantes intereses ultramarinos se inquietaron ante los proyectos antiesclavistas y las
políticas reformistas iniciadas por los gobiernos del Sexenio. Así, Cánovas, cuando asumió la
jefatura del alfonsismo, se encontró con una red de círculos ultramarinos dispuesta a apoyar la
nueva opción política siempre que ésta defendiera sus intereses en las colonias. Los miembros
de ese grupo representaban a la burguesía más asentada económicamente, que quedó
desplazada de la dirección política del país tras 1868. Hubo un “trasfondo cubano” en la
Restauración:
◦ la alta burguesía catalana (Foxá, Ferré i Vidal, Güell),
◦ la burguesía valenciana agrupada en torno a la Liga de Propietarios (Cáceres,
Montortal),
◦ militares descontentos de la política que se llevaba en Cuba (Valmaseda, Caballero de
Rodas, Martínez campos)
El tercer sector de apoyo fue el ejército. En especial, fueron decisivos los oficiales a los
cuales Serrano había dado el mando militar en la lucha contra el carlismo, a los que se sumaron
otros sectores con una posición privilegiada. Estaban, además, vinculados en grado notable con
los círculos coloniales, pudiendo identificarse los intereses de ambos grupos en torno a varios
puntos: oposición a las reformas democráticas, mantenimiento de la esclavitud, integridad
nacional, defensa del orden social. Poder contar con la colaboración de militares destacados,
muchos de ellos al mando de tropas, facilitó en grado sumo la restauración de la monarquía.
Pero el deseo de cambio no era exclusivo de estos tres círculos sociales. Después del
Sexenio, por el que se había pasado por una monarquía democrática, dos tipos de república,
dos constituciones y dos guerras afrontadas sin resolver ninguna, había un cierto cansancio de
tanto experimento y un ambiente generalizado proclive al orden y a un cambio que pudiera
llevar a la tan anhelada estabilidad.
Una monarquía constitucional y parlamentaria, con el rey como eje. Era consustancial
con España.
una Constitución abierta y tolerante.
un Parlamento representativo, en el cual tuvieran cabida las distintas fuerzas políticas
que aceptasen las reglas; son los partidos dinásticos.
soberanía compartida entre el rey y las Cortes.
un poder civil prestigioso, basado en la solidez y alternancia de los partidos.
el fin de los pronunciamientos militares como instrumento de cambio de gobierno. Para
ello colocó al rey como jefe supremo del ejército.
Con todo esto, los principales objetivos debían ser la consolidación del régimen y de sus
instituciones, la construcción de un Estado centralizado y bien estructurado, la pacificación de
España, el mantenimiento del orden social, la defensa de la propiedad, el pacto consensuado,
la convivencia y la concordia.
El primer periodo de la Restauración, 1875-1880, estuvo definido por el gobierno del Partido
Conservador. Cánovas no se mantuvo en el poder todo ese tiempo, reconociéndose varias
etapas:
El Partido Liberal-Conservador estuvo liderado, desde sus orígenes, por Antonio Cánovas del
Castillo. Se forma del entendimiento de varios partidos de la era isabelina, sobre todo del
Partido Moderado y la Unión Liberal. Los antiguos moderados manifestaron su deseo de
restablecer la Constitución de 1845, situándose en el ala más derechista de los conservadores.
Frente a ellos, el número más consistente y numeroso procedía de los unionistas y del pequeño
grupo de oposición liberal-conservadora que destacó en las Cortes Constituyentes de 1869 a 71,
sobresaliendo Francisco Silvela. El tercer sector se nutría de revolucionarios reconvertidos,
como Romero Robledo.
Marcaron los objetivos en el “Manifiesto de los Notables”, difundido el 9 de enero de 1876.
se expresa en él el deseo de afianzar las conquistas del espíritu moderno, conseguir la
estabilidad política, defender el orden público y social, y asegurar la convivencia en paz de
todos los españoles. Su intención era lograr incorporarse al grupo de naciones parlamentarias y
prósperas de la Europa occidental, apartando a la monarquía española de “peligrosas
contingencias”.
En los primeros meses de gobierno, Cánovas tuvo que enfrentarse al sector más
conservador de su partido y resistirse a las tres demandas de los moderados: restablecer la
Constitución de 1845, prohibir todo culto no católico y la vuelta a España de Isabel II. A cambio,
hizo unas concesiones iniciales, como la abolición del matrimonio civil o el cierre de algunos
templos y escuelas protestantes. Pero estaba decidido a dar un carácter liberal e integrador al
régimen. Logró el apoyo de Manuel Alonso Martínez, escindido del partido de Sagasta y
constituido como Centro Parlamentario. Cánovas conseguía así formar un partido liberal-
conservador cohesionado. Los antiguos moderados quedaron a la derecha del régimen, muchos
de ellos se integraron en el canovismo, quedando marginados los que no lo hicieron. Aislados
del poder, se disolvieron siete años después. Mientras, se ibas definiendo a la izquierda la otra
gran formación política de la Restauración, los liberales liderados por Sagasta.
En los primeros momentos del régimen cabe destacar que el 31 de diciembre de 1874 se
constituyó un Ministerio-Regencia presidido por Cánovas. Trató de incluir en él, dentro de su
afán reconciliatorio, a representantes de distintas tendencias políticas a Martínez Campos,
protagonista del pronunciamiento militar, se le nombró capitán general de Cataluña, pero no se
le incorporó al ejecutivo. El gobierno quedará legalmente constituido con la sanción, por Real
Decreto del rey al poco de desembarcar en Barcelona el 9 de Enero de 1875. Comenzaba un
periodo constituyente para definir las estructuras del nuevo régimen.
Primero, afianzar la figura del monarca, convirtiendo al rey en pieza clave del sistema, en
jefe supremo del ejército;
después crear un marco constitucional que aunara los principios de la Carta Legal de
1845 con las libertades recogidas en la Constitución de 1869;
restaurar el orden social y político,
elegir, entre los leales, representantes del sistema en todo el país;
conceder el mando del ejército a generales afectos a la causa alfonsina;
pacificar la Península y las colonias.
Primero se creó una comisión para crear la constitución, basada en una Asamblea con
mayoría moderada, siendo el presidente Alonso Martínez y repartidos sus miembros entre
canovistas, moderados y constitucionales, que delegaron a su vez en nueve personas. Lo
elaboraron siguiendo las ideas políticas de Cánovas buscaba el consenso y
fijaba un marco legal lo suficientemente flexible para ser aceptada por todos.
La constitución española de 1876 se caracterizó por ser un texto flexible, que daba la
posibilidad de realizar diferentes lecturas en puntos conflictivos y permitía modificaciones
mediante leyes complementarias. Pretendía convertirse en un marco legal estable y duradero,
capaz de integrar las distintas fuerzas sociales y de impulsar el consenso. Numerosos aspectos
La pacificación interna fue probablemente el éxito más destacado de este perido d ella
Restauración La Guerra Carlista era uno de los escollos principales, con diferentes zonas s y
diferentes características en cada una. En La Mancha y Aragón eran partidas de guerrilleros en
zonas determinadas; en Cataluña y Levante era de mayor extensión e importancia; en el norte
estaba perfectamente organizada y contaba con el apoyo del ejército regular. Requirió la
liquidación un notable esfuerzo material y financiero, con importantes costes humanos, pero el
gobierno era consciente de la importancia del problema y no reparó en costes.
El fin oficial lo puso la Proclama de Somorrostro, el 3 de marzo de 1876, que quiso ser
conciliador con ambas partes. Combatientes carlistas marcharon al exilio, esperando la
oportunidad de reanudar la guerra, pero el sistema político se asentó y comprendieron, muchos,
que el objetivo era lejano, aceptando el nuevo régimen, acogiéndose a un indulto decretado por
el gobierno.
Pero el carlismo no moría con el fin de la guerra. Grupos como el liderado por Cándido
Nocedal, director de El Siglo Futuro, querían el retraimiento de la vida política, otros la
integración en el sistema para defender la postura legalmente, otros seguían promoviendo el
levantamiento armado. Don Carlos decidió entregar a Nocedal la dirección única del partido.
En los primeros años de gobierno, Cánovas se encontró la frontal oposición de los católicos
integristas, grupo profundamente antiliberal. La aprobación del artículo 11 de la Constitución,
en el que a pesar de que se reconocía al catolicismo como religión oficial del estado, se
establecía una tolerancia de cultos, provocó numerosas manifestaciones. Los integristas
defendían que la unidad católica de España debía ser la base de todo ordenamiento
constitucional, invocando el Concordato de 1851 y la identificación histórica de España con el
catolicismo. Al principio, pensaron que su postura sería apoyada por los carlistas, pero una vez
que el carlismo perdió la guerra y, sobre todo, después de que don Carlos rechazara entrar en la
legalidad del sistema político para defender las ideas integristas, comprendieron que tendrían
que organizarse por sí mismos. La jerarquía eclesiástica española alentó la iniciativa de los
católicos integristas para crear una formación que actuara como grupo de presión. Sin embargo,
tal opción no tuvo éxito por varias razones: primero, porque no alcanzó la fuerza suficiente;
segundo, porque el Vaticano no aprobó la implicación de la Iglesia en la lucha política
organizada; tercero, porque Cánovas buscó el entendimiento.
El objetivo del gobierno conservador fue conseguir el respaldo de la Iglesia al régimen
político de la Restauración para contrarrestar la intransigencia y la hostilidad de los católicos
integristas. Cánovas solicitó al ministro plenipotenciario ante la Santa Sede que obtuviera de
ésta una aclaración sobre el liberalismo, para que así los católicos españoles ultramontanos
pudieran aceptarlo. Conseguir esa función legitimadora y lograr además que los eclesiásticos
españoles la respaldaran no fue tarea fácil. La mayor parte de la jerarquía compartía y
fomentaba los criterios tradicionalistas. La intransigencia de estos sectores quedó manifiesta; la
falta de entendimiento entre ambos grupos se reveló con especial crudeza en los casos en los
que los integristas se enfrentaron con los obispos que optaron por la conciliación con el régimen
político. La situación llegó a tal punto que la Santa Sede se creyó en la obligación de intervenir.
El nuevo pontífice, León XIII, elaboró en 1883 un documento específicamente dirigido a los
católicos españoles, la encíclica Cum Multa, en la cual indicó que la Iglesia no debía implicarse
directamente en la lucha política a través de un partido. Tenía que mantenerse por encima de
opciones partidistas. Además, la Iglesia no podía excluir a aquellos católicos pertenecientes a
partidos liberales. Era una seria llamada a la reconciliación, lo que facilitó un cambio en la
actitud.
Cristóbal Robles ha estudiado la transformación que se produjo, señalando cómo de 1876 a
1885 se pasó del recelo y el rechazo a la colaboración con el régimen de la Restauración. Ha
resaltado que las directrices posibilistas que marcó para la Iglesia el nuevo pontificado de León
XIII hay que entenderlas en el contexto de la “cuestión romana”. Ante la situación internacional
los objetivos del papa fueron desbloquear el aislamiento exterior y recuperar el prestigio y la
función de su institución en las relaciones internacionales. Las Iglesias nacionales debían
coayudar a esos objetivos.
A la posición de la Santa Sede, se le sumó una creciente convergencia de objetivos entre el
régimen de Cánovas y la Iglesia. Hay que pensar que Cánovas era un hombre de ideas
conservadoras, defensor de valores tradicionales muy arraigados en las sociedad española y,
desde luego, respetuoso con la religión católica. Muchos de los militantes de los partidos
dinásticos eran católicos practicantes. En el fondo, ambos grupos defendían una serie de
principios comunes frente a las fuerzas revolucionarias. Si se coaligaban, la Iglesia podía hacer
una defensa moral de esos valores, y el Estado, a cambio, ofrecer protección y garantía a la
labor eclesiástica. Además, para Cánovas era importante conseguir la función legitimadora que
supondría el reconocimiento del régimen por parte de una fuerza social con tal calado en la
sociedad de la época. Por ello, Cánovas mostró una actitud conciliadora, lo cual, unido al
progresivo afianzamiento del nuevo sistema político, provocó que aquellos comenzaran a variar
sus posiciones en aras de un entendimiento. Aun así no fueron aceptadas fácilmente por todos
los integristas españoles.
El fracaso de los proyectos del Sexenio Democrático había dejado bajo mínimos la
credibilidad de los republicanos, cuyo principal partido, el Federal, se hallaba en 1875 en
proceso de descomposición, con procesos divergentes encabezados por los 4 ex-
presidentes de la República y con los radicales de Ruiz Zorrilla sin fuerzas suficientes.
◦ La marginación del régimen
El nuevo gobierno promulgó una serie de leyes restrictivas sobre las libertades de
reunión y asociación y de expresión, lo que dejó a los republicanos fuera de la ley durante
los primeros años, lo que acentuó su debilidad. Los líderes se alejaron de la vida pública
(sólo 7 republicanos, a título personal- entre ellos Castelar-, fueron elegidos diputados en
1876), y en muchos casos se prosiguió la lucha en la clandestinidad.
◦ El exilio
Debido a lo anterior, muchos líderes republicanos hubieron de
exiliarse. Ruiz Zorrilla (tras la reunión con 25 generales republicanos) y
Salmerón (despojado de su cátedra) fueron expulsados y se instalaron
en París, desde donde siguieron en su oposición al régimen, aunque sin
resultados, tanto por la falta de apoyos en el ejército y entre los
republicanos franceses.
Integración en el sistema (1879)
El retraimiento y decadencia de los republicanos movió a estos a
aceptar las bases del régimen e integrarse, con reticencias, en el
sistema. Así, en 1879 (segundas elecciones generales), Castelar y
Martos se presentaron en coalición con el partido de Sagasta y
obtuvieron así 16 diputados. Cristino Martos promovió la unidad
republicana creando el Partido Progresista Demócrata (1880), que
significó la vuelta al marco legal de las fuerzas republicanas.
División:
En política exterior, es preciso comenzar por tener en cuenta una serie de nociones muy
arraigadas en el ideario de Cánovas, en torno a las cuales definió la posición y proyección
internacional. El primer concepto gira en torno a la decadencia de España, adoptando la
prudencia como norma de actuación. Sumó las derrotas de Francia ante Alemania en Sedán y la
decadencia italiana en una idea de decadencia respecto a las naciones latinas, que era la de
una raza y una cultura.
Otro objetivo, dada la consideración de pequeña potencia, era mantener su territorio, no
extenderlo. No cabían riesgos innecesarios. Así, propugnó el mantenimiento del statu quo; ello
llevó a que España estuviera siempre lejos de los principales problemas y negociaciones
diplomáticas. Es la política de recogimiento. Mejorar las relaciones con las potencias y dar
buena imagen era prioritario. Buscó el apoyo de las potencias para defender la monarquía, la
integridad territorial y evitar males mayores, estando siempre poco dispuesto a apoyar. Los
conflictos le vendrían, pues, no de Europa sino de Ultramar.
Cánovas no era amigo de las alianzas; además, España era poco apetecible para establecer
alianzas, pues era un país con escaso potencial bélico y muchos intereses territoriales que
defender. Ello no implica que no se firmasen tratados cuando se creía necesario. Pero, eso sí,
fueron puntuales, para problemas concretos, no alianzas amplias.
Hay que añadir, que a partir de los años de 1880 se inició un cambio de posición de las
potencias latinas, que se expandieron por el norte de África, llevando al propio Cánovas a
considerar esa posibilidad, al tiempo que reforzaba la presencia en el Pacífico; un cambio de
actitud y mentalidad.
Europa continental
El eje mediterráneo, definido por Baleares, Gibraltar y el Norte de África
Las Antillas
El Pacífico.
En general el nuevo régimen fue bien acogido, a las grandes potencias les interesaba
acabar con la inestabilidad en España. En Francia, los sectores legitimistas continuaron
apoyando la opción carlista. Inglaterra temió que la Restauración fuera demasiado ultramontana
en la cuestión religiosa. Alemana estaba interesada en una España estabilizada y aliada frente a
España e Inglaterra. Con EEUU, su reconocimiento se condicionó al pago de unas
indemnizaciones por el bombardeo de un buque norteamericano.
Además de un acercamiento a Alemania (acuerdo hispano-alemán de 1877), muy limitado y
vago, se intento una mejora de relaciones con Portugal, patente en el encuentro en Elvas entre
Luis I y Alfonso XII en 1879. Además se firmaron acuerdos comerciales con Francia, Austria,
Bélgica e Italia, con el objetivo de incrementar los ingresos aduaneros a fin de conseguir una
balanza comercial favorable,, ya que tendían a favorecer la exportación del producto español
más demandado: el vino. Finalmente, se procuró estrechar lazos con las repúblicas
hispanoamericanas, con tratados de paz y amistad con Perú, Bolivia, Chile y Colombia.
Respecto al ámbito antillano, continuaron las presiones norteamericanas, que en 1875, con el
mandato de Grant, amenazaron con intervenir ya que el estado de guerra estaba causando
graves perjuicios a los bienes y ciudadanos norteamericanos residentes en la zona. Afirmaban
que si España no podía controlar la situación, debía de vender las colonias a los EEUU, que en
caso contrario intervendría militarmente. La amenaza no prosperó debido a la prudente
respuesta del gobierno español y a que las grandes potencias, especialmente Gran Bretaña, no
apoyaron la política de Grant.
Una vez firmada la Paz de Zanjón hubo una nota del Parlamento español en la que se
comprometer a abolir la esclavitud, permitir una autonomía política o la presencia de diputados
cubanos en las Cortes de Madrid y a remover cuantas trabas entorpecieran en comercio
norteamericano con Cuba. Pese a la actitud conciliadora y tranquilizadora del gobierno español
se reconocía de facto la influencia del gobierno norteamericano en los asuntos cubanos y
facilitarían las injerencias estadounidenses más adelante.
Los principios de Cánovas respecto los territorios de Ultramar eran muy claros
- Se trataban de territorios, de suelo patrio. Sin embargo, no concedió igualdad legal respecto a
la los territorios peninsulares.
- Los asuntos que se originaran en ella eran asuntos de estricta política interna.
- Ante la difícil situación de estos territorios se requería extrema prudencia.
- Aunque estaba dispuesto a introducir, y de hecho hizo importantes reformas, no estaba
dispuestos a negociar con separatistas. El reconocimiento de la soberanía de España era una
cuestión imprescindible para sentarse a dialogar.
- Aunque los fines economicistas no eran los criterios principales en la gestión de las colonias
para Cánovas, estivo atento a los intereses de los principales grupos económicos de las
posesiones de Ultramar y buscó rentabilizar los territorios.
Los primeros problemas que hubo de afrontar Cánovas fueron los derivados de la
pacificación y en fin de la Guerra de 1874 y la Paz de Zanjón de 1878. Cánovas consiguió
préstamos en 1875 con el que dotar tropas y envió a Jovellar primero y luego a Martínez
Campos, en 1876. Éste último, con una hábil combinación de presión militar y ofertas de
reformas administrativas y económicas, así como la promesa de concesión de una limitada
autonomía, logró que se firmara la Paz de Zanjón de 12 de febrero de 1878.
Las estipulaciones del acuerdo prometían una amplia amnistía, la concesión a Cuba de las
mismas condiciones políticas existentes en Puerto Rico y el la libertad de los esclavos
insurrectos. Martínez campos, durante su breve mandato, defendió estas estipulaciones,
aunque encontró una fuerte resistencia en el parlamento por parte de los intereses oligárquicos
de la península y acabo presentado la dimisión a los pocos meses de ser elegido presidente de
Gobierno.
Lo más importante de Zanjón fue el que establecía un marco que permitiría el desarrollo de
las libertades propias de un Estado Liberal en Cuba: derechos de expresión, manifestación,
creación de partidos políticos, limitación de las facultades de los capitanes generales. Pero
Cánovas no supo interpretar con generosidad los acuerdos, sino que optó por una interpretación
restrictiva respecto a lo que se había hecho en Puerto Rico. Así, nuevos focos de insurrección
estallaron en Cuba en 1889, 1883 y 1885.
En el plano político, hubo una tensión existente entre las necesidades de introducir reformas en
la administración, los planes en ese sentido de los gobiernos liberales durante el Sexenio y la
reacción conservadora de la Restauración. Todo ello contribuyó al descontento de numerosos
círculos filipinos. Al comenzar la década, persistían en Filipinas unas estructuras fuertemente
ligadas al ejército y a la Iglesia. La militarización de la administración era muy importante, y la
Iglesia, además de su labor evangelizadora y mediadora entre los indígenas y la administración,
controlaba la enseñanza, era propietaria de grandes propiedades rurales y urbanas. Por el
contrario, la población civil española no era tan importante y tan numerosa como en otros sitios.
En ese contexto, los filipinos tenían escasa participación en el gobierno político de las islas. Se
rechazaba reiteradamente su derecho a tener representantes en las cortes, aludiendo a su
escasa cultura política y alfabetización. Su participación se restringió a la administración local,
en manos de los tradicionales datos filipinos, que a cambio estaban exentos de impuestos y se
venían legitimados ante sus súbditos.
Si bien en la Constitución de 1869 no se reconoció a los filipinos el derecho a elegir
diputados, Becerra y Moret, durante el Sexenio, habían intentado introducir reformas
económicas y políticas y sobre todo el segundo, sanear la administración financiera, reorganizar
la administración de justicia y crear un cuerpo de profesionales especialistas en la
Administración civil para filipinas.. Impulsó una reforma educativa para acabar con el monopolio
de los dominicos en la educación secundaria y universitaria. Estas
medidas fueron impulsadas por los gobernadores generales José de la
Gándara y Carlos María de la Torre.
Sin embargo su aplicación encontró una fuerte oposición, tanto en
Filipinas como en la Península. Los sectores más integristas de las
órdenes religiosas y los militares implicados en el gobierno colonial se
opusieron a unas medidas que consideraron antiespañolas. Estas
reformas se pararon en 1871 y con la Restauración, la Constitución de
1876 consideró a las Filipinas como una provincia ultramarina gobernado
por unas leyes especiales, que podrían aprobarse por decreto, sin pasar
por las Cortes y se declaró que los filipinos aún no estaban preparados
para tener diputados en el Parlamento. Se frenó la reforma de la
enseñanza impulsada por Moret y se devolvió a las OO.RR. su
En el primer gobierno de Sagasta estuvieron presentes todas las fuerzas políticas que en
mayo de 1880 habían compuesto el Partido Fusionista: constitucionales (Albareda, Camacho),
centristas (Alonso Martínez) y conservadores disidentes (Martínez Campos). Sagasta impregnó
un ritmo de prudencia y moderación a la política de reformas que pretendía llevar a cabo.
Trabajar despacio y no alarmar eran sus objetivos. Quizá por ello favoreció a la derecha del
partido. Sus primeros actos revivieron prácticas democráticas suprimidas por el gobierno
canovista; se reconoció el derecho de reunión y opinión, se aprobó un Real Decreto sobre la
libertad de prensa y se retomó una política educativa aperturista. Se apuntaba hacia libertades
prácticas y tangibles.
El Real Decreto de Alonso Martínez sobre prensa, se suprimían las suspensiones a periódicos
y se anulaban las penas impuestas en el periodo anterior a periodistas. Se delimitaron los
delitos de injuria y calumnia y se afirmó el derecho a criticar a los poderes responsables.
La circular de Albareda a los rectores de universidad derogó el decreto Orovio sobre la
libertad de cátedra. Los profesores destituidos se reintegraron a la universidad y se recuperó la
libertad de enseñanza.
Se relevó a más de la mitad de los componentes de ayuntamientos, en beneficio de afines a
los liberales; el nuevo partido debía asegurarse apoyos y pagar favores pendientes.
Las medidas reflejaban el programa liberal.
Destacó la Ley Provincial de 1882, que fijaba el concepto de provincia como ente
administrativo, dirigido por un gobernador y regido por una Diputación Provincial;
la Ley de Imprenta, que reafirmaba la libertad de expresión y publicación.
Además se tocaron otros puntos como la administración local, el derecho de asociación, o el
juicio por jurados.
En economía se reformó la Hacienda y se llevaron a cabo dos actuaciones de carácter
librecambista: el levantamiento de la suspensión de la base quinta de la reforma arancelaria y
el tratado de comercio con Francia.
Se dejó para tiempos mejores el sufragio universal.
Sagasta cedió el poder a Posada Herrera, que formó un nuevo gobierno sin elecciones, pero
Sagasta puso todo su énfasis en obstaculizar su labor. La primera ocasión fue con los
presupuestos y el sufragio universal, que, aunque apoyaba, votó en contra. Posada Herrera,
falto de apoyos, dimitió, lo que reforzaba el papel de Sagasta.
Sin embargo, Posada Herrera consiguió algo importante, una Comisión de Reformas
Sociales, impulsada por Moret, ministro de Gobernación. La función era mejorar el bienestar de
las clases obreras, fueran agrícolas o industriales. Era una muestra de nueva conciencia social.
En enero de 1884 el rey decidía encargar el gobierno a los conservadores. Cánovas intentó
ceder el mando a Romero Robledo, pero el partido no aceptó. La presencia
más significativa en el gobierno fue la de Alejandro Pidal y Mon, líder de la
Unión Católica, como ministro de Fomento, que le permitía controlar la
enseñanza y la universidad. Era un destacado integrista, que se opuso a la
Constitución de 1876, defendiendo la confesionalidad del Estado y
criticando la tolerancia religiosa. El tiempo le fue moderando, lo que hizo
que en 1881 aceptase las reglas del juego y formase la Unión Católica. Su
participación en el gobierno hacía que se acercasen los católicos integristas
y los católicos liberales. Desde entonces hubo numerosos católicos
ultraconservadores en el partido canovista, participando activamente en
temas de enseñanza. Cánovas pretendía alejar, con ello, definitivamente, a
los católicos de la estela carlista. Pero la alianza fue muy conflictiva, con reticencias ante
cualquier tema que pudiera ofender, aunque fuera mínimamente, a la Iglesia o a la Santa Sede.
Romero Robledo fue la mayor fuente de la mayoría de los problemas, desde su puesto de
ministro de la Gobernación. Manejó los resultados electorales con tanta arbitrariedad que hasta
Cánovas le llamó la atención. Sólo los robledistas quedaron satisfechos con los resultados, lo
que llevó a la unión de liberales y republicanos en las municipales, ganando en Madrid y 27
capitales de provincia. Romero Robledo dimitió y comenzó su alejamiento del partido, que
terminaría con ruptura.
Los liberales volvieron al poder en un momento espléndido para su partido. En junio de 1885
se había llegado a un acuerdo entre las distintas facciones y se habían consolidado como
formación fuerte y cohesionada. Adoptaron el nombre de Partido Liberal y reconocieron la
jefatura de Sagasta. Redactaron un programa de gobierno conjunto, la llamada Ley de
Garantías, elaborada por Martínez Campos en nombre de los fusionistas y por Montero Ríos en
representación de los izquierdistas. En ella acataron la Constitución de 1876, aunque declararon
que defenderían los derechos individuales y lucharían en pro del sufragio universal masculino,
del juicio por jurados y de la reforma constitucional. Aceptaron la soberanía del rey con las
Cortes, renunciando a la soberanía nacional reivindicada hasta entonces. Con ello reconocieron
el peso último del monarca frente a la posición del electorado. Desde esa posición reforzada, los
liberales llegaron de nuevo al poder. Quedaba todavía al margen del acuerdo una fracción
izquierdista que formaba una muy disminuida Izquierda Dinástica, presidida entonces por el
general López Domínguez, sobrino de Serrano. En enero de 1886, Sagasta, ya en el gobierno,
trató de acercarlos al partido, pero finalmente la unión no se produjo.
El 1er. gobierno de Sagasta durante la regencia integraba a representantes de las distintas
tendencias que habían conformado a los liberales: Moret, Montero Ríos, Venancio González,
Alonso Martínez, Camacho, Gamazo, Jovellar y Berenger. Cristino Martos presidía el Congreso.
En esa larga legislatura, Sagasta remodeló el gobierno en 3 ocasiones: octubre de 1886, junio y
diciembre de 1888. A lo largo de 5 años, las Cortes de 1886 fuero la más largas de la
Restauración, las únicas que casi agotaron su legislatura-, fueron convirtiendo en realidad el
programa liberal.
A pesar del éxito de su programa como partido gobernante, no era fácil mantener unidas
fuerzas tan heterogéneas, y a partir de fines de 1886 comenzaron a aparecer disensiones entre
los liberales. A fines de 1886, Romero Robledo y López Domínguez decidieron formar el Partido
Reformista. La experiencia fue efímera y no consiguió erosionar la dinámica del bipartidismo.
Cristino Martos se alejó de Sagasta por razones personalistas. El general Cassola dimitió del
gobierno por coherencia política, al no verse apoyado en su programa de reformas, en el que
destacaba la reorganización interna del ejército y el establecimiento del servicio militar
obligatorio, en un intento de democratizar y racionalizar este cuerpo.
La extensa duración del gobierno liberal permitió llevar a cabo una importante labor
legislativa, que consagró las aspiraciones liberales presentes desde la época del Sexenio. Fue
entonces cuando se consolidó en España de forma definitiva el Estado liberal.
El Código Civil de 1889 consagraba la defensa del orden social y de la propiedad privada.
Culminaba una red de códigos y leyes encaminados a la conservación del orden social
establecido. El Código Civil había tenido una larga gestación especialmente por la dificultad de
encauzar 2 cuestiones conflictivas: la compatibilidad de un Código general con los regímenes
particulares, forales, y por otro lado, el difícil acuerdo con la Iglesia sobre la validez civil del
matrimonio canónico. En ambos se llegó a un compromiso: las provincias de Derecho Foral lo
conservarían, según la ley de Bases, en toda su integridad, y el Gobierno presentaría varios
apéndices del Código Civil que contuviesen las instituciones forales que conviniera conservar en
cada una de las provincias o territorios respectivos. Con la Iglesia se llegó al compromiso que
consistía en la coexistencia de 2 tipos de matrimonio, igualmente válidos desde el punto de
vista civil: el matrimonio civil y el matrimonio canónico para los católicos.
Mención aparte merece la Ley Electoral de junio de 1890 que aprobó el sufragio universal
masculino. Fue un proceso complicado porque, aunque el Senado respaldó fácilmente el
proyecto de ley, en el Congreso se originaron encendidos debates en torno a la cuestión. La
aprobación del sufragio fue contemplada como la culminación del proceso constituyente en
España. Con ello Sagasta consiguió, además, reforzar el partido y asegurar su liderazgo en el
mismo; eliminó posibles competidores por la izquierda que abanderaran tal medida
democrática; y sumó un nº imp. de republicanos a su proyecto político. Sin embargo, el sistema
electoral continuó estando viciado por el caciquismo, por lo que la aplicación del sufragio
universal masculino no aseguró el reflejo en las urnas de la voluntad popular, ni implicó la
incorporación de amplios sectores de la sociedad a la participación ciudadana. Además,
siguiendo las mismas pautas que en otros países, pese a llamarse sufragio universal masculino,
estaba sujeto a una serie de restricciones: era sólo para varones mayores de 25 años, vecinos
de un municipio con 2 años al menos de residencia, y se establecían 6 motivos que limitaban el
ejercicio del derecho al voto, entre ellos la exclusión de las clases e individuos de tropa.
En el exterior, los años 80 fueron un período marcado por la expansión colonial de las
grandes potencias. En Europa, Bismarck continuó siendo el árbitro de las relaciones
internacionales a través de un sólido sistema de alianzas tejido bajo su hegemonía. Su sist.
Uno de los grandes aciertos de la Restauración fue que, cuando el gobierno conservador
llegó nuevamente al poder en 1890, Cánovas y su equipo decidieron respetar las medidas
adoptadas en la etapa liberal anterior. Ello supuso la consolidación de los cimientos que
permitirían la modernización de la nación.
Cánovas inició en los años 90 una nueva política. Defendió que era necesaria la intervención
del Estado para resolver los problemas sociales y económicos planteados en la sociedad de fin
de siglo. Comenzó, por tanto, a proteger los derechos de los trabajadores desde el gobierno,
tratando de regular las condiciones de trabajo existentes y de mejorar sus condiciones de vida.
Adoptó también una nueva orientación económica de carácter proteccionista. En 1891
aprobó un arancel que primaba la producción nacional y suprimía las franquicias de la ley de
1882. Recordemos además que esas medidas se adecuaban a un contexto internacional
El Partido Liberal volvió al poder en 1892 con la firme voluntad de cohesionar a las
distintas fuerzas que componían esa formación política. Sagasta quiso formar gobiernos de
integración, en los cuales estuvieran representadas diferentes tendencias y personalidades,
que de nuevo manifestaron una decidida intención reformista.
En esos años Gamazo ocupó la cartera de Hacienda, y desde ella inspiró una nueva
política económica y arancelaria encaminada a sanear la economía y a conseguir una
mayor transparencia en la distribución de la riqueza.
Maura fue nombrado ministro de Ultramar e impulsó importantes reformas en las
colonias, con objeto de mejorar su administración.
Montero Ríos introdujo cambios en Gracia y Justicia.
Moret se hizo cargo de Fomento y apoyó una serie de reformas sociales.
El general López Domínguez se encargó de la cartera de Guerra y desde ella trató de
reorganizar este sector para adecuarlo a las nuevas necesidades tácticas y defensivas.
Los apoyos de los liberales en esta legislatura se completaron con la adhesión de nume-
rosos republicanos que, inspirados por Castelar, renunciaron a su adscripción republicana
con el fin de afirmar de manera fehaciente su compromiso con el régimen.
Además durante el año 1893 el gobierno de Sagasta tuvo que afrontar algunos
problemas nuevos y graves: los atentados anarquistas de Barcelona, la movilización
prenacionalista en San. Sebastián y, sobre todo, el conflicto militar de Melilla, con el
consiguiente desgaste y desprestigio internacional. La atención del Gobierno se vio
condicionada por estos acontecimientos, que obligaron a respuestas excepcionales:
Sin embargo, las reformas que trataron de llevar a cabo los liberales en esta etapa, se
encontraron con una decidida resistencia por parte de las viejas fuerzas de poder. Eso hizo
que las reformas emprendidas no acabaran de cuajar y dejaran un cierto sentimiento de
fracaso. El problema fue que la modernización era necesaria, y que si las tensiones
En 1894 y 1895, las diferencias entre las distintas corrientes liberales, forzadas a una
difícil convivencia y afectadas por los fracasos de su proyecto político, provocaron varias
crisis de gobierno, que finalmente condujeron a la caída del Ejecutivo en marzo de 1895. El
motivo que lo originó era fútil en comparación con los temas de la gran política: un grupo
de oficiales del ejército asaltó la redacción de varios periódicos de Madrid considerando que
habían publicado noticias injuriosas sobre ellos. Martínez Campos trató de forzar que el
asunto fuera resuelto por tribunales militares. Sagasta no quiso aceptar ninguna presión en
tal sentido y presentó su dimisión.
Durante los años 90, las fuerzas opositoras del régimen estaban compuestas por
republicanos, carlistas, anarquistas, socialista y asociaciones obreras, cuya escasa vitalidad y
raigambre favoreció la estabilidad del sistema político de la Restauración. Esto se debió tanto a
la división en facciones como a la dificultad que mostraron para enraizarse en la vida política
española a fin de siglo. Pese a que crecieron, no dejaron de ser fuerzas minoritarias.
Republicanos.
Una vez visto lo comentado en capítulos anteriores en lo que respecta a los republicanos, en
su implantación jugaron un papel importante la existencia de casinos, ateneos populares y
cooperativas, así como los medios de comunicación, como El Globo, El País o El Nuevo Régimen.
Propusieron una serie de medidas para resolver los problemas del país, como una mayor
intervención del estado en cuestiones laborales, la mejora de las condiciones de vida de toda la
población, la creación de cooperativas de explotación, el reparto de tierras o la concesión de
créditos baratos que impulsaran la producción. Su implantación fue mayor en la ciudad que en
el campo, aunque no estaban ausentes en los entornos rurales de Cataluña y Andalucía. Los
republicanos siempre fueron un referente importante en las fuerzas opositoras y en especial en
las asociaciones obreras.
Los discursos de los líderes republicanos estaban influidos por ideas moralizantes,
transmitiendo la necesidad de una mayor integridad moral. Pero al entrar en el juego político
tuvieron que aceptar las normas al uso, así como los avisos y corruptelas. En 1893 los
republicanos, unidos para las elecciones, consiguieron 43 diputados. A partir de entonces,
los partidos turnistas los consideraron como una seria alternativa a tener en cuenta y
dejaron de ser perseguidos. Pese al triunfo electoral, los republicanos perdieron en
reputación, ya que adoptaron algunos vicios del adversario, dándose casos de corruptelas,
escándalos, etc.
El movimiento obrero creció, no sólo en el seno de los partidos políticos. Creció también a
través de asociaciones que defendía los derechos de los trabajadores y luchaban por mejorar
sus condiciones de vida. Esa defensa se hacía bajo signos muy distintos, a menudo sin una
carga ideológica detrás o vinculación a un partido político determinado o sin que hubiera
necesariamente una orientación obrera-. Además de las influencias anarquistas, c socialistas o
republicanas, las hubo también católicas, como el Consejo Nacional de Corporaciones Católicas
Obreras, de adscripción inequívocamente conservadora.
El partido declinó con la solución de los problemas dinásticos y religiosos, sobre todo a partir
de la muerte del pretendiente, Carlos VII (1909), y la escisión del partido (1919).
Socialistas.
El Partido Socialista, por su parte, continuó su expansión por la sociedad durante los años
90, pero a un ritmo muy lento. Hasta que Pablo Iglesias no llegó al Parlamento en 1910, se
considera que no llegó la verdadera proyección de movimiento socialista. Durante los años, el
auge del socialismo fue mayor en los sectores mineros, metalúrgicos e industriales, y muy
escasa en el campesinado. Respecto al movimiento intelectual, el socialismo se movió entre la
intención de incorporarlos para prestigiar al partido y el temor a su excesivo protagonismo. En
las elecciones de 1891 el PSOE sólo sacó 5.000 votos y hasta 1910 nunca pasó de 30.000, casi
todos ellos en grandes núcleos urbanos. Dada su ausencia del Parlamento su presencia política
se centró en los discursos de sus líderes, la defensa de sus ideas en la prensa y su acción en los
círculos obreros.
El órgano de expresión fue El Socialista, fundado en 1886 y convertido en diario en 1913.
Funcionaba por la colaboración entusiasta y muchas veces gratuita de sus colaboradores. Fue el
único órgano estable del partido en mucho tiempo y por tanto un elemento fundamental del
mismo. Durante los diversos congresos de la década de los 890 (Barcelona, Bilbao, Valencia,
Madrid, se acuerda la participación en las elecciones generales y en las municipales con una
candidatura estrictamente de clase, lo que reafirma su voluntad de diferenciarse de las
opciones republicanas. Fue en las elecciones municipales de fin de siglo en donde el socialismo
tuvo su mayor éxito y donde pudo plasmar su programa político.
3Bakunin había fundado con anterioridad a su ingreso en la AIT la clandestina Alianza de la Democracia
Socialista, cuyos postulados constituyeron para muchos anarquistas una especie de programa libertario.
En un clima de profunda división de los católicos en 1883 llegó a España el nuevo nuncio, el
cardenal Rampolla. Su labor fue decisiva para la consolidación de las posturas posibilistas en el
seno del catolicismo español y para la relegación de los círculos intransigentes. Su gestión se
encaminó a subrayar la obediencia debida a los contenidos de la encíclica Cum multa y a
impulsar el respeto a la legalidad vigente. Los integristas trataron de cuestionar la autoridad del
nuncio, destacando por encima de él la superioridad de los obispos fundamentalistas. Rechaza-
ron también la participación del líder de la Unión Católica, Alejandro Pidal y Mon, en el gobierno
de Cánovas, que había vuelto al poder en 1884.
La presencia de Pidal y Mon en el Gobierno, parece que por expreso deseo del rey, llenaba
uno de los objetivo más deseados por Cánovas: integrar a los católicos en el régimen,
apartándolos del carlismo y del abstencionismo político. Objetivo, por otras razones, compartido
e impulsado por la Santa Sede.
Estas actitudes suponían un desafío a la política conciliadora entablada entre la Santa Sede
y el régimen de Cánovas. Ante tal ofensiva el Vaticano decidió intervenir desacreditando
públicamente en 1885 varias actuaciones de los integristas españoles.
La gestión de Rampolla culminó en 1885 con la adhesión de buena parte de la jerarquía
católica española a la Regencia. Tras varias reuniones con obispos, el nuncio consiguió que en
diciembre de 1885 se elaborara una declaración en la que se reconocía la conveniencia de un
cierto pluralismo político, se establecía una limitada libertad de opinión y se subrayaba la
autoridad del nuncio sobre los obispos, en tanto que representante del pontífice. A cambio de
este apoyo explícito al régimen, los liberales entonces en el poder, ofrecieron a la Iglesia un
pacto basado en el respeto y la colaboración recíprocos, y mostraron su disposición a negociar
con la jerarquía posibilista las cuestiones que todavía los separaban.
Ese enfrentamiento se articulaba en torno a una serie de cuestiones. En 1er. lugar, respecto
a la enseñanza. Desde el principio de la Restauración se hizo patente la dificultad de aprobar
una Ley de Instrucción Pública. Se presentó por 1ª vez en el Congreso en diciembre de 1876,
fue objeto de numerosos debates e intervenciones de la jerarquía eclesiástica, que consiguió
paralizar el proyecto hasta 1884. Los temas en confrontación se referían al control de la
instrucción primaria y secundaria por parte del Estado en detrimento de las órdenes religiosas,
al contenido de los planes de estudio, y a la ortodoxia doctrinal de la educación, que desde la
Desde los círculos culturales se promovió una cultura propia a través del movimiento
intelectual y literario de la Renaixença, los artistas del noucentisme y el modernismo o
instituciones como el Ateneo de Barcelona o la Academia de Jurisprudencia. Además, ya
desde los años setenta aumentan las publicaciones regionalistas, afirmándose la idea de
nación catalana. Así, Juan Mañé, director del Diario de Barcelona, o el obispo de Vic, José
Torras, alcanzaron cierta ascendencia sobre los círculos burgueses o la Cataluña rural,
tradicionalista y confesional, respectivamente. En 1877 aparecería el Diari Català, decano
de la prensa en catalán.
5En especial el suscrito con Gran Bretaña, que dañaba los intereses de los empresarios textiles catalanes.
El nacionalismo vasco
En 1876 se suprimieron los fueros vascos, aunque se dotó a las provincias forales de
cierta autonomía financiera merced a los Conciertos Económicos (1878), que consagraban
la función fiscal de las diputaciones forales. Dicha supresión provocó un
movimiento en defensa de los derechos históricos que conllevó la afirmación
del euskara y las particularidades regionales.
▪ Principios doctrinales
▪ Evolución política
Valencia
- Por un lado en 1893 tuvo lugar la Guerra de Melilla, motivada por el levantamiento de unas
fortalezas en Sidi Guariach, lo que fue considerado como una provocación por los rifeños. Hubo
un enfrentamiento en Cabrerizas Altas, entre 1.000 soldados
españoles y las cabilas rifeñas, con un saldo de 40 muertos y
120 heridos. El conflicto se resolvió a través del Tratado de
Marrakech, negociado por Martínez Campos. Pese a ello, el
territorio fue un permanente foco de tensión.
- También hubo tensión en torno a Gibraltar, ya que el
gobierno reforzó algunas posiciones en la Bahía de Cádiz y
Sierra Carbonera, lo que llevó al gobierno británico a
considerar la posibilidad de ocupar esos lugares. El asunto no
pasó más allá de una viva correspondencia.
La llamada “crisis” de fin de siglo, con un claro epicentro en 1898 fue en la que España
perdió los últimos restos de su Imperio en el Caribe y en el Pacífico. Esa honda crisis
colonial estuvo determinada por dos circunstancias: primero, unas graves insurrecciones en
gran parte de sus territorios ultramarino –Cuba, Filipinas, Micronesia-, que hay que
entender, por una parte, como el fruto de una política errada que había sido incapaz de
encauzar y aunar los intereses de los diferentes grupos en pugna en aquellos archipiélagos
y, por otra, como la manifestación de las luchas nacionales por la independencia de
aquellos pueblos que buscaban la recuperación de sus soberanía nacional y la libertad a la
hora de elegir sus gobiernos y su destino. La inestabilidad en las colonias fue aprovechada
por los Estados Unidos para intervenir en Cuba y para hacerse con bases navales en
Filipinas y en la micronesia.
El gobierno de Sagasta buscó la negociación hasta el último momento. Sin embargo,
llegó un momento en que las posturas de ambos países se demostraron irreconciliables.
Quedó claro que la única salida que aceptaría el gobierno norteamericano sería la retirada
española de Cuba, bien fuera por vía pacífica, mediante compra o abandono, bien por la
fuerza de las armas.
Ante la imposibilidad de un acuerdo, Estados Unidos inició las hostilidades en abril de
1898.
La derrota sufrida tuvo repercusiones importantes en diferentes campos de la vida
española, pero no implicó una crisis del sistema político y mucho menos el
desmantelamiento del régimen o el comienzo de una revolución social. Frente a todos los
movimientos que indicaban la necesidad de un cambio y una profunda renovación, los
mecanismos políticos existentes demostraron su solidez: se perdieron la guerra y las
colonias, y se inició una etapa de cuestionamiento de la situación, pero se mantuvieron la
Constitución, la monarquía, el parlamentarismo, los partidos políticos en el poder e incluso
los mismos gobernantes –Sagasta volvía al gobierno dos años después de la derrota-. El 98
tampoco conllevó a una crisis en la economía, un antes ni un después que variara
abruptamente la evolución económica del país y la sumiera en una en depresión.
La isla de Cuba tenía una economía de plantación, basada en el cultivo del azúcar y, en
menor medida, del café, del tabaco y de los bananos. Este tipo de explotación se realizaba
sobre mano de obra esclava. En torno a 1880 culminó la Revolución industrial azucarera
que se modernizó junto con el cambio de legislación y que provocaron que se pasara de un
sistema esclavista a uno asalariado, en el que fue aumentando la contratación de
trabajadores venidos de la Península. Junto a ello, las exportaciones incrementaron su
orientación hacia el mercado internacional, y en especial hacia Estados Unidos, Gran
Bretaña y los países del norte de Europa, lo cual hizo que se perdieran muchos de los lazos
económicos que unían la isla con la Península. La dependencia del mercado norteamericano
creció hasta el punto de que, en 1890, se vendía más del 90 por 100 de la cosecha del
azúcar al trust azucarero de refinadores de Nueva York.
En el plano político, la falta de perspectiva y de generosidad política a la hora de aplicar
reformas, la incapacidad para dar cauce a las aspiraciones cubanas y la divergencia de
intereses entre cubanos y peninsulares llevaron a la ruptura entre las dos sociedades.
En 1895, estalló en Cuba una guerra que era expresión de todos los descontentos
acumulados en los últimos años. El 24 de febrero de ese año el Grito del Baire inició la
última epata de la lucha contra España. La postura de Cánovas frente a la insurrección fue
clara. Inicialmente, no quiso negociar. Consideraba que primero debía restablecerse la paz.
Para lo cual, Cánovas nombró general a Arsenio Martínez Campos, que desarrolló una
política negociadora, pero que no consiguió el entendimiento y reclamó nuevas tropas,
reuniendo a 100.000 hombres. Martínez Campos logró atravesar toda la isla, pero las
fuerzas cubanas contraatacaron y recuperaron posiciones. Martínez Campos era consciente
de que, por edad y talante, no era la persona más adecuada para ello y pidió el relevo de
su cargo. Cánovas aceptó y designó a Valeriano Weyler que reagrupó las tropas españolas y
decidió combatir los apoyos que pudiera recibir la guerrilla. Concentró a la población civil
en zonas controladas y dividió la isla en compartimentos estancos mediantes trochas o
líneas fortificadas que iban de costa a costa de la isla y que estaban estrechamente
vigiladas para evitar movimientos de la población. Desde esas posiciones, la guerra fue
larga y dura. El gobierno llegó a enviar 300.000 hombres a la isla, pero hubo numerosas
bajas por enfermedad y las fuerzas españolas actuaron con poca efectividad.
A pesar de los esfuerzos de Weyler, los insurrectos consiguieron aumentar sus efectivos
y fortalecer sus posiciones. Controlaban la selva y actuaban por sorpresa en emboscadas
que conseguían sorprender a las tropas españolas. Los Estados Unidos les proporcionaban
las armas, municiones e incluso voluntarios.
En la primavera de 1897, Sagasta declaró que el triunfo militar en Cuba
sería imposible. Debía optarse por una política autonomista para acabar con
la guerra. Cánovas no era partidario de la autonomía, pero, al ver que la
opinión pública dudaba entre la conveniencia de una solución política
o una acción militar. La reina regente –a pesar de sus simpatías y
mejor entendimiento con Sagasta- decidió mantener su confianza en
Cánovas. Cánovas ordenó a Weyler intensificar los esfuerzos bélicos. Se dio
de plazo para ello hasta finales de año. A partir de esa fecha, si la vía militar no lograba
acabar con la insurrección, tendría que buscar otro camino. En agosto de 1897 fue
asesinado Cánovas, que coincidió con la intensificación de la presión norteamericana sobre
Cuba.
La llegada de Sagasta al poder supuso la adopción de la política autonomista. Weyler
fue sustituido por el general Blanco que propició una línea de acción mucho más
conciliadora. En noviembre de 1898, el gobierno español aprobó una ley concediendo la
autonomía a Cuba, y por extensión a Puerto Rico. Estableció también la igualdad de
derechos políticos entre los peninsulares y los residentes en las Antillas, extendió a ambas
islas el sufragio universal y reguló las nuevas instituciones del régimen autonómico. La
En 1898 Estados Unidos decidió intervenir en el conflicto que asolaba Cuba y declaró la
guerra a España. Pero el enfrentamiento hispano-norteamericano no afectó sólo a esa isla,
sino que puso en cuestión el futuro de todas las posesiones españolas en el Caribe y en el
Pacífico.
La intervención de Estados Unidos en Cuba puede explicarse por motivos económicos,
políticos y estratégicos. A fines del siglo XIX, los Estados Unidos habían consolidado sus
sistema político, sus sectores expansionistas norteamericanos mostraron sus deseos de
operar en Cuba desde un punto de vista estratégico y comercial, a los que consideraban
sus áreas naturales de influencia: el Caribe y Latinoamérica y el Pacífico y Asia.
Desde el momento que empezó la insurrección de la isla, la opinión pública
norteamericana se inclinó a favor de la causa cubana. Por un lado, creyeron legítima una
lucha que reivindicaba el derecho de los pueblos a ejercer su propia soberanía. Por otro,
consideraron que España estaba gobernando Cuba de manera autoritaria e intolerante,
cometiendo abusos y cayendo en arbitrariedades y corruptelas. Por ello apoyaron la batalla
de los cubanos para librarse del “yugo” colonial.
No obstante, la guerra de Cuba acabó por afectar a toda la economía norteamericana.
Por ello, a comienzos de 1898, lo que verdaderamente deseaba el mundo económico era
que el problema cubano se resolviera de una vez por todas. Era preferible una guerra corta
que una larga incertidumbre.
Al llegar McKinley a la presidencia de los Estados Unidos en 1896 trató de negociar con
España para que acabara con la resolución cubana y modificara su política en la isla. Su
postura se radicalizó a lo largo de 1897, al aumentar los círculos que señalaban que España
estaba perdiendo el control de la situación en Cuba, que los sectores cubanos más
España solicitó la colaboración de otros países en tres momentos: primero, para frenar
la intervención norteamericana en Cuba; segundo, para evitar la guerra hispano-
norteamericana y, luego, para minimizar sus consecuencias.
Cánovas quiso obtener una garantía internacional para Cuba ya en 1895, y para ello
buscó la ayuda de Gran Bretaña, pero esta se negó tajantemente, necesitaba el apoyo
norteamericano en contra de los rusos. En Junio de 1896, Cánovas volvió a intentar
alcanzar un acuerdo con las naciones europeas. Preparó un memorándum dirigido a las
potencias solicitando su apoyo frente a los EEUU, pero el gobierno de Cleveland manifestó
que vería con hostilidad tanto la presentación del memorándum español como una
respuesta europea positiva a ese documento. Ante tal actitud, ni Cánovas presentó el
memorándum, ni los países europeos iniciaron ninguna acción a favor de las tesis
españolas.
El gobierno de Sagasta reclamó de nuevo la colaboración de las potencias, pero no hubo
respuesta.
Dada la creciente tensión, en el mes de abril el gobierno español consiguió al fin la
esperada respuesta internacional. Por una parte, un representante del Papa, resaltó en
Washington los esfuerzos que España estaba realizando para alcanzar la suspensión de las
hostilidades en Cuba. Por otra, las potencias europeas decidieron redactar una nota
conjunta apelando a la humanidad y moderación del pueblo norteamericano con el fin de
evitar una guerra con España.
La política exterior seguida por Espala en los últimos años la había dejado ajena a los
acuerdos continentales. Ninguna potencia estuvo dispuesta a enfrentarse con los EEUU
para defender la causa española.
En los últimos años del siglo las potencias europeas estaan alineadas en diferentes
coaliciones: la Triple Alianz, que unía a Alemania, a Austria-Hungría y a Italia, y la Dúplice,
que ligaba a Francia y a Rusia. En ese contexto, Gran Bretaña se encontraba aislada, fuera
de cualquier combinación. Aunque el gobierno de Salisbury intentó en 1898 un
acercamiento hacia Francia y Alemania, fracasó en ambas maniobras. Ese estado de
aislamiento se agravado, además por el deseo de una alianza anglosajona, con lo que la
ayuda a España no era posible. Alemania mantenía buenas relaciones con Estados Unidos,
y era el segundo socio comercial de los norteamericanos. Austria-Hungría fue la nación que
se mostró más dispuesta a apoyar a España. Sin embargo, no tenía excesiva fuerza en
Europa, y además su preocupación fundamental eran los problemas de los Balcanes para
los cuales necesitaba contar con el apoyo de Alemania frente a Rusia. Por ello, manifestó
que no iniciaría en solitario una acción a favor de España. Rusia se movía en un área de
acción hacia el control del Mediterráneo oriental y hacía el Extremo Oriente con lo que una
intervención a favor de España no le convenía. Francia se encontraba inmersa en pleno
proceso de expansión colonial, lo cual la enfrentaba a Gran Bretaña en varios escenarios, y
además seguía preocupada por la defensa frente a Alemania en el continente. Por ello el
gobierno francés no apoyó a España.
Por todas estas razones, ninguna potencia europea quiso destacarse a favor de España
y en contra de los EEUU, los cuales eran una potencia demasiado rica y poderosa, les
interesaba a todas las potencias más el entendimiento que el enfrentamiento.
La guerra fue corta y contundente. La primera acción bélica fue un ataque contra
Filipinas. En la batalla naval del 1 de mayo de 1898 se destruyeron los barcos que protegían
las islas, y esa acción –largamente planeada por los norteamericanos- llevó a estos
territorios una guerra que hasta entonces les era ajena. Tras varios meses de combates por
tierra, el 13 de agosto capituló Manila, y su caída arrastró la de todo el archipiélago.
XIV.
LOS DESAJUSTES DEL SISTEMA POLÍTICO DE LA
RESTAURACIÓN
A lo largo de las dos primeras décadas del siglo XX, el sistema político de la
Restauración implantado en 1876 permaneció en lo esencial inalterable. Sí se produjeron
algunos importantes cambios, que explican la crisis en la que entró el sistema y la solución
autoritaria que se adoptó en 1923.
Durante años, el sistema canovista había funcionado bien gracias al pacto para
alternarse pacíficamente en el gobierno de los dos grandes partidos dinásticos, el Liberal y
el Conservador, cuyas bases sociales oligárquicas eran idénticas, y cuyos factores de
cohesión eran en ambos casos la dependencia clientelar y las relaciones privadas de
amistad y familia. Cada partido ocupaba periódicamente el poder sin estar nunca
totalmente marginado de él. Uno y otro pactaban previamente el resultado de las
elecciones. Sin duda, lo que caracterizaba al sistema liberal español era la enorme
concentración de poder en el gobierno, en el poder ejecutivo, un ejecutivo que, desde el
Ministerio de Gobernación, dirigía la elección del poder legislativo, enviando por telégrafo
circulares a los gobernadores civiles en las que se señalaba el nombre del candidato que
debía resultar elegido.
En una sociedad como la española, mayoritariamente rural, con un bajo nivel de renta
por habitante y una elevadísima tasa de analfabetismo, los electores votaban de acuerdo
con la voluntad de sus señores por respeto a una autoridad tenida por natural, porque crían
que debían obediencia a las clases superiores. Los electores a cambio obtenían algún
beneficio o favor.
Lo cierto es que los nombramientos para cubrir puestos en la Administración, desde el
subsecretario hasta el portero de cualquier institución pública, se hacían con criterios
personales, de recomendación, para atender a los requerimientos de los “amigos políticos”.
El favoritismo, el nepotismo, era una “obligación moral” de cualquier patrón político con su
clientela. Así pues el gobierno, en los primeros tiempos del régimen, no tuvo mayores
problemas para imponer su candidato, los caciques de uno y otro partido se garantizaban el
disfrute periódico del poder sin tener que “luchar” por él.
Desde los primeros años del siglo XX, sin embargo, se redujo la capacidad del gobierno
de imponer su voluntad. Muchos distritos se convirtieron en cacicatos “estables” o
“sólidos”, que permanecían invariablemente bajo el control político de un mismo cacique, lo
que le permitía renovar su acta en cada elección independientemente del partido que
estuviera en el poder. Frente a la práctica de imponer diputados “cuneros”, cada vez más
rechazada, con el paso del tiempo se reforzó la tendencia del electorado a votar a sus
naturales, más proclives a defender los intereses del distrito o pueblo.
La creación de redes clientelares, de fuertes lazos de dependencia, era un muy estable
y duradero instrumento de dominio. En el caso de los grandes caciques, llegó un momento
en que era muy probable que, si el gobernador civil se oponía a sus deseos o se atrevía a
enfrentarse con ellos, fuese despedido o trasladado. La biografía del conde de Romanones
es un claro ejemplo de los muchos casos.
El partido conservador era hacia 1906 un partido unido y disciplinado como no lo había
estado desde Cánovas. Maura había conseguido aglutinarlo en torno a sí y a su programa
regenerador.
En enero de 1907, recibió del rey el encargo de formar gobierno. Comenzaba el
“gobierno largo” de Maura, excepcional en el reinado de Alfonso XIII por su duración de casi
tres años, y que no se repetiría hasta la dictadura.
Al volver al poder, Maura quiso ante todo asegurarse un amplio apoyo parlamentario
par asacar adelante su programa de renovación política, de modo que sacrificó sus
escrúpulos legalistas y encomendó la dirección del proceso electoral al cacique murciano
Juan de la Cierva que, desde el Ministerio de Gobernación, utilizó métodos contundentes de
falseamiento electoral.
Así que la relativa limpieza de la que Maura había hecho gala en las elecciones de 1903
no tuvo continuidad. Maura trató de llevar a cabo una política de atracción de Cambó y del
movimiento que acaudillaba hacia la monarquía, consciente de que Cataluña era un factor
clave en cualquier proyecto regeneracionista de la nación. El proyecto de Ley de
Descentralización Administrativa de 1907 fue el punto de encuentro y entendimiento entre
los líderes conservador y nacionalista.
La reforma de Maura tuvo artículos polémicos como el famoso artículo 29 que tuvo un
abusivo uso no previsto por sus promotores, y es que pretendía evitar la simulación de una
contienda electoral cuando no había tal, porque no había oponentes; según el polémico
artículo, si el número de candidatos no excedía al de los escaños que había que cubrir,
estos serían adjudicados automáticamente sin necesidad de celebrar elecciones. En la
práctica, el efecto que tuvo la aplicación de este artículo fue agravar las prácticas
Los socialistas llegaron a la conclusión que merecía la pena luchar en coalición con los
republicanos.
Los militantes socialistas españoles eran hombres austeros, disciplinados, obedientes al
líder. Se reunían en las Casas del Pueblo, tenían un fuerte sentimiento de identidad
socialista. Desde su surgimiento. El socialismo español había adoptado un programa de
rechazo de toda colaboración o alianza con los partidos burgueses, incluidos los
republicanos, a quienes de hecho consideró sus enemigos principales ya que, siendo parte
de la “burguesía”, pretendían seducir y “extraviar” a los obreros.
Para los socialistas, el objetivo no era cambiar una forma de gobierno por otra, sino
llevar a cabo la Revolución social, para ellos la organización era siempre antes que la
revolución, por ello, lo primero era educar a los obreros, mediante un largo esfuerzo de
propaganda y afiliación.
La militancia socialista hacia 1905 se había estancado, el número total de votantes no
conseguía romper el techo de los 20.000 y no tenían ningún diputado en las Cortes. Por su
parte UGT, tras un rápido crecimiento había perdido militantes. El contraste con otros
países europeos era evidente. El socialismo no calaba en España. Las emociones populares
se decantaban por republicanos o anarquistas.
El cambio radical de estrategia se producirá a raíz de la Semana Trágica y la
subsiguiente represión. Aquellos sucesos precipitaron la formación de la Conjunción
republicano-socialista en un mitin de Pablo Iglesias y los líderes republicanos en el frontón
Jai-Alai de Madrid.
La alianza de socialistas y republicanos revitalizó a ambas formaciones, y en las
elecciones de mayo de 1910 la Conjunción obtuvo un gran triunfo, tras una activa campaña
electoral y grandes esfuerzos para movilizar a los electores. Era un triunfo limitado a
Entre noviembre de 1912 y octubre de 1913 los dos partidos dinásticos experimentaron
una profunda crisis. Uno y otro se escindieron en formaciones autónomas que competían
dentro de un espacio ideológico común y aspiraban a acceder al gobierno. Era la muestra
más evidente de la crisis política que aquejaba a todo el sistema restauracionista.
En el Partido Liberal, la muerte de Canalejas consumó la división. Romanones,
favorecido por el rey aspiraba a la jefatura del partido, pero, frente a los romanonistas, se
situaron los “demócratas” o garciaprietistas, que pretendían por su parte colocar a Manuel
García Prieto. El grupo romanonista, era el más heterogéneo, fieles al moretismo. El grupo
de los demócratas, esto es, el antiguo sector monterista, era bastante más homogéneo y
moderado en sus planteamientos. A pesar de su denominación, estaban a la derecha del
La primera guerra mundial marca una clara divisoria en la historia del régimen de la
Restauración. A pesar de la posición de neutralidad de España, su impacto en el país fue
enorme. Como acabamos de ver, ya antes del estallido de la guerra eran claramente
perceptibles los desajustes del sistema canovista, pero, a grandes rasgos, se puede afirmar
que, hasta 1914, hubo una estabilidad básica del mismo. Los años bélicos, y más aún los de
posguerra, fueron un periodo de tremendos cambios sociales. Fue entonces, en esos años
en que tan necesario hubiera sido tomar decisiones rápidas y eficaces, cuando se hizo
palmaria la crisis de eficacia del sistema y las fracturas insuperables en el seno de las élites
gobernantes (L. Arranz, 1996; M. Martorell, 1996).
En el ámbito dinástico, si las jefaturas de Maura y Canalejas habían frenado
temporalmente la descomposición de los partidos Conservador y Liberal, ésta prosiguió,
cada vez más acelerada, tras la muerte del segundo y el desplazamiento político del
primero, hasta llegar a configurarse, tanto dentro del conservadurismo como en las filas
liberales, diversos grupos parlamentarios que actuaban autónomamente y con frecuencia
competían descarnadamente entre sí. Todos estos grupos, así como las otras minorías
parlamentarias –tradicionalistas, regionalistas, reformistas, Conjunción Republicano-
Socialista- tenían capacidad para obstruir la tarea legislativa del gobierno. Los gobiernos
tenían grandes dificultades, y a veces eran simplemente incapaces, de hacer aprobar los
proyectos que remitían a las Cortes. Un ejemplo claro fue la incapacidad gubernamental,
entre 1915 y 1920, de sacar adelante los presupuestos, de modo que durante todos esos
años tuvieron que prorrogarse los de 1914.
Al estallar la guerra, el gobierno de Dato (1913-1915) declaró a España neutral y esta
postura se mantuvo a lo largo de toda la contienda. España se había integrado en el juego
internacional del lado de la entente franco-británica pero con un compromiso limitado
estrictamente a su zona de interés, el Mediterráneo occidental y, en concreto, la región del
Estrecho, y no fue allí donde se produjo el choque, sino en el interior del continente. En
cualquier caso, los aliados no reclamaron beligerancia alguna a España, cuyo concurso,
dada su incapacidad militar, podía suponer una carga más que una ayuda.
A pesar de la neutralidad oficial, los españoles se dividieron enconadamente en sus
simpatías hacia los dos bandos beligerantes.
La divergencia entre los aliadófilos y germanófilos separaban básicamente a la izquierda
de la derecha. En general, la nobleza, la Iglesia y el ejército deseaban el triunfo de las
potencias centrales, en muchas ocasiones no tanto por germanófilos como por francófilos.
Francia, para los sectores clericales, era la nación impía, enemiga de Dios, que había
impuesto una política anticlerical que incluía la disolución de las órdenes religiosas. Por su
parte, los militares admiraban al ejército prusiano, pero, sobre todo, detestaban a las
potencias aliadas, a las que hacían responsables del insignificante papel exterior de
España. Inglaterra era la usurpadora del Gibraltar; Francia, la usurpadora de la mayor y
mejor parte de Marruecos, y de Tánger.
La izquierda (a excepción de los anarcosindicalistas y un sector minoritario de los
socialistas, que abogaban por una neutralidad proletaria) era, en cambio, aliadófila. Francia
e Inglaterra representaban el ideal democrático y existía la creencia de que una victoria
aliada podía ser el desencadenante de la anhelada Revolución democrática en España. En
las filas liberales, por ejemplo, frente a la postura de los demócratas de García Prieto, que
eran rigurosamente neutralistas, Romanones manifestó una postura mucho más
beligerante contra Alemania y a favor de los aliados. Maura, por su parte, tuvo una postura
Culminada la quiebra del turno de partidos, aquel gobierno inauguraba la etapa de los
llamados gobiernos de concentración monárquica, que se sucederían tras la crisis de 1917.
Eran gobiernos de coalición, con la participación de distintas fuerzas políticas del dividido
espectro dinástico, con el refuerzo en ocasiones de los regionalistas de la Lliga, presentes
en varios gabinetes entre octubre de 1917 y 1922. Siempre en alianza con Maura, cuyos