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La Revolución Francesa produjo una reacción en las autoridades españolas, asustadas ante

la posibilidad de que se extendiera el movimiento. Aunque los filósofos racionalistas eran los
promotores de las ideas que estaban triunfando en Francia, los ilustrados españoles no
eran partidarios de la revolución, sino de una política de reformas dentro del Antiguo
Régimen. Sin embargo, los agentes gubernamentales de las ciudades costeras detectaban
una creciente simpatía hacia las ideas revolucionarias en los grupos de burgueses
ilustrados y en colonias de comerciantes franceses.

La revolución podía iniciar si no se tomaban medidas urgentes. Además, las malas


cosechas castigaban a las clases populares, generando motines que alarmaban al
Gobierno. Estos temores se manifestaron en la reunión de las Cortes convocada para
proclamar al nuevo monarca Carlos IV. Se decidió revocar el Auto Acordado (1713) y
derogar así la Ley Sálica. Pero la sanción real de dicho revocamiento no fue publicada y
Floridablanca disolvió las Cortes a toda prisa.

El aislamiento parecía el mejor recurso, y se cortaron las relaciones con Francia. La


Inquisición amenazaba a ilustrados y cerró el país para protegerlo de propaganda política. A
medio camino entre el reformismo del siglo XVIII y el liberalismo del siglo XIX, Jovellanos
escribió Informe sobre la Ley Agraria en Asturias, que consagraba el valor de la propiedad
privada e intereses individuales. Bajo la acusación de anticristianas, eran perseguidas las
publicaciones francesas, lo que generó la apertura de imprentas clandestinas en Cádiz. Por
otra parte, se prohibió la salida de estudiantes para estudiar en universidades como la
entrada de profesores (error debido a la necesidad de conocimientos técnicos). Además se
prohibió la enseñanza del francés como forma de evitar lecturas contrarias a la monarquía e
Iglesia.

La política de Floridablanca, su incapacidad de neutralizar la propaganda y las presiones de


sus adversarios hicieron perder la confianza en Carlos IV, que lo cesó en febrero de 1792 y
encomendó el Gobierno al conde de Aranda. Este intentó mejorar las relaciones con las
autoridades francesas, confiando en frenar la revolución y salvar a Luis XVI sin éxito.
Francia entró en guerra contra Prusia y Austria y en agosto de 1792, un levantamiento
persistente derrocó a Luis XVI y se proclamó la república.

En noviembre de 1792, Godoy asumió el cargo equivalente a primer ministro sustituyendo a


Aranda. Dirigió España hasta 1808, con un paréntesis de dos años (1798-1800). Fue un
típico gobernante del despotismo ilustrado, temeroso por la revolución y promotor de
medidas de reforma educativas y económicas. Fue odiado por sectores ilustrados.

En 1793, después de la ejecución de Luis XVI, España rompe sus lazos con Francia y le
declara la guerra. La apertura de hostilidades era la respuesta de la España del Antiguo
Régimen a quienes habían roto el orden tradicional, fundamentado en el absolutismo de los
reyes, los privilegios de la nobleza y la hegemonía de la Iglesia. Por este motivo, la guerra
de la Convención tendría sus predicadores laicos y eclesiásticos, que movilizaron las masas
en una auténtica cruzada popular contra un país regicida y enemigo de la religión.

El ejército del general Ricados avanzó sobre la Cataluña francesa, sin que se aprovecharan
los éxitos iniciales con la firma de un tratado de paz. La alianza coyuntural contra la
Convención no amortiguó los recelos del Gobierno de Madrid hacia Gran Bretaña,
empeñada en que la poderosa Armada española participase activamente en el bloqueo
naval a Francia. Londres deseaba forzar un enfrentamiento con la flota francesa para
asegurarse el dominio de los mares del mundo.

En tierra, pronto llegaron los reveses, debido a la pésima preparación técnica, ya


denunciada por los ilustrados, por el penoso abastecimiento y la baja moral de la tropa
española frente a los revolucionarios franceses. A lo largo de 1794, las fuerzas de la
convención ocuparon buena parte de Cataluña, sin que el gobierno se decidiera a reforzar
efectivos militares hasta formación de comités de defensa en Barcelona y la puesta en pie
de un ejército local. El desastre fue mayor en Gipuzkoa, que cayó en manos francesas y su
Diputación, excediéndose en sus competencias, negoció la paz.

Godoy, preocupado por los rápidos avances del enemigo en Navarra y Álava intentó detener
la guerra y llegó a un acuerdo con los franceses en la Paz de Basilea en julio de 1795:
España recuperaba su integridad territorial y cedía a Francia la isla de Santo Domingo y
algunas ventajas comerciales.

En 1796, el Pacto de San Ildefonso restauró la alianza franco-española para luchar contra
Gran Bretaña, convencido Godoy de que la verdadera amenaza a la monarquía de Carlos
IV provenía de la penetración británica en el mercado de América.

Mientras la Corona se desprestigiaba con Godoy, este devolvió por un tiempo a la corte el
espíritu reformista del gobierno anterior: apoyó la ley agraria, suprimió algunos impuestos,
liberalizó los precios de las manufacturas y redujo el poder de los gremios. En 1797 formó
un Gobierno con los más distinguidos ilustrados. Sin embargo, la guerra contra los
revolucionarios franceses había puesto en cuestión la idea misma de la reforma nacional.
Para los conservadores, de ella solo se podía esperar impiedad y anarquía. Numerosos
eclesiásticos difundieron estas ideas: pero, algunos ilustrados insignes cambiaron entonces
de programa, alarmados por la marcha de los acontecimientos.

En el reinado de Carlos IV se manifestaron las contradicciones económicas del Antiguo


Régimen: subida de los precios de los alimentos e insostenible situación financiera del
Estado. Se produjo una importante subida del precio de las propiedades agrarias, debido a
la escasa oferta y el crecimiento de la demanda. Se trataba del mecanismo de las crisis de
subsistencia, explicables por estar gran parte de la tierra fuera del mercado.

El déficit del Estado (la Hacienda Real) se manifestó en la emisión continuada de vales
reales (títulos de deuda pública) cuya finalidad era hacer frente a los gastos que iniciaron
con la guerra contra la Convención. La primera emisión de vales había comenzado en 1780
y se amortizaron sin problema, con una cotización del 2% sobre su valor. Pero, a partir de
1795, las emisiones se dispararon, su cotización bajó y la deuda del Estado aumentó. En
este contexto surgió un importante conflicto con el clero, en el momento en que la Hacienda
de Carlos IV se fijó en el patrimonio de la Iglesia para remediar sus apuros.

En 1798, el Estado vendió bienes de los organismos eclesiásticos junto a propiedades de


los ayuntamientos y de los jesuitas. Fue la primera venta de propiedades de la Iglesia; se
inauguró así la era de las desamortizaciones. Lo recaudado estaba destinado a pagar la
deuda del Estado.
La desamortización se prolongó hasta 1808, pasando a manos privadas una sexta parte de
las propiedades de la Iglesia. Una nueva sociedad rural empezó a configurarse con la venta
de tierras, que benefició a los comerciantes al carecer los campesinos que las cultivaban del
dinero para la subasta.

A partir de la toma del poder por Napoleón en 1799, la corte española no fue sino una mera
comparsa de la política expansionista de Francia. La debilidad de Carlos IV espoleó el
intervencionismo francés, que obligó a Godoy a dirigir la invasión de Portugal en 1801
(guerra de las Naranjas) con objeto de cerrar sus puertos al comercio británico.

En 1802, Francia e Inglaterra firmaron la paz de Amiens, pero enseguida reanudaron sus
hostilidades, y España se vio envuelta en otra guerra no deseada, de graves consecuencias
para su flota, destrozada en la batalla de Trafalgar. Las posesiones americanas quedaron
incomunicadas y el hundimiento económico de España se hacía imparable.

Los desastres bélicos y el disgusto del clero unieron a la oposición en torno al príncipe de
Asturias, el futuro Fernando VII, quien no congeniaba con Godoy. Por el contrario, otros
españoles descontentos ponían sus esperanzas en Napoleón, cuya revolución liberal daba
respuesta al deseo del cambio de una minoría ilustrada.

El impulso al complot de los conservadores fue el Tratado de Fontainebleau, por el que


Godoy autoriza el acantonamiento de tropas francesas en España para la conquista de
Portugal. Soldados, campesinos, alentados por los adeptos del heredero, organizaron un
motín en Aranjuez; el resultado fue la caída de Godoy y la abdicación de Carlos IV en
Fernando VII.

Napoleón no reconoció a Fernando, y Carlos IV se arrepintió de su abdicación, las tropas


francesas entraron en Madrid. El emperador intervino en la disputa de la Corona forzando a
padre e hijo a arreglar sus diferencias en Bayona. Con los reyes en Francia, y ante la
imposibilidad de acuerdo, Napoleón obligó a ambos a traspasarle el trono que entregaría a
José Bonaparte.

Los herederos de la Revolución Francesa consiguieron la Corona española y se dispusieron


a enterrar el Antiguo Régimen con la ayuda de un grupo de ilustrados españoles. José I hizo
publicar el Estatuto de Bayona, una especie de constitución que ofrecía un renovador aire
liberal. Tras presentar cuatro proyectos a la Junta Española, José I promulgó la Ley. No
llegó a entrar en vigor pues establecía una implantación gradual hasta 1813 y la guerra
impidió su puesta en práctica.

La salida de la familia real española a Francia, enfureció tanto a los madrileños que el 2 de
mayo de 1808 se levantaron contra las fuerzas francesas. Pocas horas después, el general
Murat reprimía la revuelta fusilando a centenares de personas, mientras la Junta de
Gobierno no hacía nada. Al conocerse la noticia de las abdicaciones de Bayona, los
levantamiento antifranceses se extendieron por toda España.
Los levantamientos degeneraron en guerra, que se generalizó por todo el territorio durante
cinco años, dejando más de 300.000 muertos, destrucciones y saqueos. Fue una guerra
nacional y popular, pero no revolucionaria.

La lucha contra los franceses acrecentó el sentimiento de pertenencia a una misma


comunidad y conformó una nueva mentalidad de españoles. Sin embargo, el ideario que
hizo posible el levantamiento partía de la defensa de la religión y de la monarquía, de una
visión tradicional de la sociedad. El discurso ideológico de la guerra lo realizó el bajo clero,
que convenció al pueblo de que, mediante la guerrilla, colaboraba en una verdadera
cruzada contra la impiedad francesa. Solo la Iglesia disponía de una organización nacional
centralizada, capaz de llegar a todos los rincones del país y erigirse en motor del
levantamiento con su influencia doctrinal. Los cinco años de guerra constituyeron una
ocasión irrepetible para un movimiento de masas de carácter revolucionario. Lo que la
Iglesia no pudo evitar fue que una minoría, concentrada en Cádiz, estableciese los
fundamentos de la futura revolución liberal.

Así como el clero movilizó al campesinado contra los franceses, José Bonaparte no logró
apoyo suficiente de las minorías ilustradas porque era demasiado evidente el espíritu de
conquista de su hermano. José I trató de emprender las reformas que el Estatuto de Bayona
había proyectado contando con el apoyo de los afrancesados. Al igual que otros ilustrados,
Goya confió en los Bonaparte, mientras retrataba la violencia desatada.

José I nunca tuvo las manos libres para implantar su política de reformas. La convocatoria
de unas cortes bonapartistas no contó con el apoyo de su hermano. Su preocupación por la
educación quedó en la nada ante la realidad de la guerra. Y no consiguió el afecto de un
pueblo que lo vio como una marioneta.

Muchos afrancesados eran funcionarios del Estado, que prefirieron seguir fieles a quien
ejercía el poder; otros eran eclesiásticos ilustrados que, ante la fortaleza del ejército francés
optaron por el invasor. La mayoría de los afrancesados convencidos lo fueron porque
quisieron realizar reformas en el ámbito de la enseñanza, el derecho o la religión. La
minoría afrancesada lo pagó caro pues fueron víctimas de venganzas domésticas.

Con el estallido de los levantamientos y las abdicaciones de Bayona, se produjo un gran


vacío de poder y la ruptura del territorio español. Para controlar la situación, los ciudadanos
más prestigiosos establecieron las juntas provinciales, que asumian su soberanía y
legitimaban su autoridad en nombre del rey ausente. En septiembre de 1808, se constituyó
en Aranjuez la Junta Central Suprema.

En junio de 1808, con el objetivo de reprimir los levantamientos populares, un ejército de


170.000 hombres se adentró en España, confiando en desplazarse por todo el territorio. La
inesperada resistencia española desbarató los planes de Napoleón. Aunque la toma de las
ciudades se preveía fácil, Zaragoza resistió con barricadas espontáneas mientras los
franceses se debilitaban. Girona aguantó el ataque y rompió las vías de abastecimiento con
Francia. Pero a los invasores todavía les esperaba lo peor: el ejército de Dupont, encargado
de dominar Andalucía, se estrelló contra las milicias del general Castaños y tuvo que
rendirse en Bailén.
El descalabro tuvo una gran repercusión internacional, al tratarse de la primera derrota
napoleónica. Su hermano José I se retiró rápidamente a Vitoria. En Portugal, la llegada del
ejército de Wellington obligó a los franceses a abandonar el país. En octubre de 1808 la
presencia francesa en España se reducía a Navarra, País Vasco y norte de Girona.

A partir de entonces, la guerra adquirió mayor dimensión debido al deseo de Napoleón de


aplastar la resistencia. Entró en España con 250.000 soldados y dirigió las operaciones
militares para derrotar a los ingleses que actuaban desde Portugal. El avance francés fue
tan contundente que al poco José I volvería a Madrid. La junta central se refugió en Sevilla y
luego en Cádiz. Poco después, el ejército inglés de Moore era destrozado y obligado a
desplazarse hasta Coruña. Napoleón regresó en enero de 1809 a París.

Dada la inferioridad militar, los españoles optaron por la guerrilla. Grupos atacaban por
sorpresa y en acciones rápidas. Los franceses no consiguieron liquidarlas pues se
dispersaban después de cada ataque en medio de la población civil. A medida que la guerra
se alargaba, José se sentía más identificado con ideas pacifistas. Napoleón, al no hallar en
José la sumisión esperada, transfirió las provincias al norte del Ebro con el fin de
anexionarse a Francia junto con otros territorios extranjeros.

En la primavera de 1812, la guerra dio un giro definitivo. Lo que parecía un paseo militar
obligó a Napoleon a mantener un gran número de tropas, necesarias ante Rusia. Pero la
retirada de efectivos podía llevar a los franceses al desastre como en la batalla de
Wellington. Los franceses retrocedieron hasta Burgos, mientras José abandonaba Madrid.
El ejército francés restableció sus posiciones, pero la campaña de Wellington había
revelado la estrategia para derrotarlos. En la primavera de 1813 los británicos lanzaban su
acometida. Abandonaron Madrid y llegaron hasta Vitoria donde sufrieron la derrota. Vencido
también por Alemania, Napoleón quiso llegar a un acuerdo con Fernando VII.

Unos pocos ilustrados pretendían implantar en España las mismas ideas que, en Francia,
habían supuesto una verdadera revolución burguesa. La gran oportunidad llegó cuando las
derrotas militares desacreditaron a la Junta Central, que dio paso en enero de 1810 a una
regencia colectiva sometida a la presión de la ciudad. La idea de reunión de Cortes
Generales para reorganizar la vida pública en tiempo de guerra y llenar el vacío de poder ya
había sido debatida. Desde su Comisión de Cortes, se remitió una consulta al país,
encuesta dirigida a instituciones y personalidades representativas de la opinión pública. Las
respuestas, generalmente, eran partidarias de profundas reformas en la organización del
país. La regencia no se decidió a convocar las Cortes hasta que llegó a Cádiz la noticia de
la creación de poderes locales en distintas ciudades americanas

Después de cien años, las Cortes inauguraron sus reuniones en septiembre de 1810, con el
juramento de los diputados de defender la integridad de la nación. Un conjunto de decretos
que manifestaban su deseo de transformación mediante la aplicación de importantes
reformas que debían convertir España en una monarquía liberal y parlamentaria. Debido a
la guerra, la alta nobleza apenas estuvo representada en Cádiz. Tampoco asistieron los
delegados de las provincias ocupadas, lo mismo que representantes de territorios
americanos, mujeres o representantes de masas populares.
Al configurarse en Asamblea Constituyente y asumir la soberanía nacional, los diputados
ponían en marcha la revolución liberal, que contaba ya con el precedente de Francia. En la
cámara gaditana surgieron dos grandes tendencias:

Los liberales eran partidarios de reformas revolucionarias y contaban con renombrados


intelectuales.

Los absolutistas, llamados despectivamente serviles, pretendían mantener el viejo orden


monárquico.

La prensa de Cádiz, en su mayoría, apoyó a los liberales que siempre dominaron los
debates de las Cortes, manteniéndose, en cambio, los púlpitos de las iglesias al servicio de
la ideología absolutista.

Las Cortes de Cádiz desmontaron la arquitectura del Antiguo Régimen, mediante la


promulgación de una serie de decretos. Los liberales aprobaron el decreto de libertad de
imprenta (primera formulación del derecho a la libertad de expresión); abolición de los
señoríos jurisdiccionales (ya que la mitad de los pueblos y dos tercios de las ciudades
españolas mantenían todavía alguna dependencia del clero y de la nobleza); la derogación
de los gremios; la desamortización de las tierras comunales de los municipios, de las
órdenes militares y de los jesuitas, se derogaron los privilegios de la Mesta); la abolición de
la Inquisición (presentada como un obstáculo para la libertad de pensamiento y el desarrollo
de la ciencia); supresión de los conventos que contasen con menos de doce miembros;
eliminación de los antiguos reinos, provincias e intendencias; declaración de una nueva
división provincial (con el fin de conseguir la uniformidad territorial y la centralización
política.

El día de san José de 1812, los diputados de Cádiz aprobaron una constitución, la primera
de la historia de España, que resumía su labor legisladora y establecía las ideas y el
lenguaje del liberalismo español. La Pepa es un texto muy extenso porque los legisladores
regularon hasta el detalle todas las cuestiones relacionadas con la vida política y los
derechos de los ciudadanos.

Su idea de nación quedó plasmada en el diseño de un Estado unitario. Los diputados


representan a la nación, lo que supone la eliminación de cualquier otra representación
regional. Así, se daba un nuevo paso adelante en el proceso de centralización política y
administrativa emprendido por los Borbones. Al mismo tiempo, ponía los fundamentos para
acabar con un modelo de sociedad basado en los privilegios.

La Constitución proclamaba la soberanía nacional en detrimento del rey, al que se le quitaba


la función legisladora, atribuida ahora a las Cortes, que tendrían una sola cámara, elegida
por sufragio universal masculino mediante un complicado sistema de compromisarios. Al
atribuir la soberanía a la nación, los ciudadanos reconocían a Fernando VII como rey de
España, pero no como rey absoluto, sino constitucional. La constitución reflejaba el influjo
de la religión y de la nobleza a través de la definición de un Estado confesional. La guerra y
Fernando VII impidieron que se implantaran las reformas promulgadas por la constitución.
Años más tarde, otros textos, inspirados en ella, se encargarían de hacer avanzar a la
sociedad española en la conquista de sus derechos individuales.
El final de las operaciones militares contra los franceses no apaciguó por completo el país,
sometido al enfrentamiento político entre liberales y absolutistas. La duda se despejó en
primavera de 1814, cuando se aceptó el ofrecimiento de algunos generales de colaborar en
la reposición del absolutismo monárquico, derogado por las Cortes de Cádiz.

En mayo de 1814, Fernando VII declaró ilegal la convocatoria de las Cortes de Cádiz.
España volvió a la situación anterior a la francesada, mientras la represión elegía sus
víctimas entre los liberales y los colaboradores del gobierno de Bonaparte, obligados
muchos de ellos a tomar el camino del exilio. Tras la caída de Napoleón, la
contrarrevolución diseñada por la Europa de la Santa Alianza daba nuevo empuje al
absolutismo fernandino. Apoyado en la Iglesia, liquidó la libertad de prensa y resucitó la
Inquisición, que enseguida se puso manos a la obra con la retirada de cientos de
publicaciones. Volvieron los jesuitas.

La Iglesia inauguró su cruzada y colaboró gustosa con el Santo Oficio delatando a los
liberales. Decrecían las rentas eclesiásticas y el clero sufría una notable disminución a
causa del desbarajuste producido por la guerra. Cuando la Iglesia exigió la devolución de
sus tierras, vendidas en el reinado anterior, Fernando VII se negó a satisfacer su
reclamación. Desde la vuelta de Fernando VII, muchos militares se opusieron a la
restauración del Antiguo Régimen, y algunos de ellos conspiraron por el restablecimiento de
las leyes de Cádiz.

Erigidos en guardianes del liberalismo, algunos oficiales llevaron a cabo una serie de
intentonas golpistas encaminadas a liquidar el absolutismo fernandino y a poner en vigor la
Constitución gaditana. Las conspiraciones del Ejército se nutrían del descontento popular
provocado por la situación calamitosa en que se encontraba España después de la guerra.
Además, la inminente independencia de América privaría a los españoles de un mercado
que habría podido contribuir a su despegue económico, y al Estado, de los medios
necesarios para la reconstrucción del territorio.

Todos los españoles habían quedado obligados a colaborar en el sostenimiento del Estado
y desaparecieron las exenciones y los enrevesados mecanismos de recaudación, con el fin
de facilitar la contabilidad. Las Cortes habían elaborado el presupuesto nacional. Esto no
sobrevivió y se volvió al sistema anterior lo que disparó la deuda pública. En contraste con
el estancamiento de la industria, la agricultura tuvo cierta expansión. Aumentaron las tierras
labradas, a impulsos de la presión demográfica del campo.

Todas las dificultades configuraron una situación insostenible que estalló en 1820 cuando el
comandante Rafael del Riego se levantó a favor de la constitución de 1812. El
pronunciamiento encontró apoyos, que hicieron ver a Fernando VII que debería cambiar de
política y aceptar el régimen constitucional. Mientras tanto, nacían juntas liberales en
distintas ciudades, que dirigirían los ayuntamientos según el modelo de 1808 hasta la
reunión de las Cortes.

Los liberales eliminaron la Inquisición, impusieron su sistema fiscal, suprimieron los


señoríos, expulsaron a los jesuitas y confirmaron las leyes que garantizan los derechos y las
libertades de los ciudadanos. La Iglesia fue la institución que más sufrió, al aprobar la
supresión de las órdenes monacales y la desamortización de tierras de los monasterios.
Nacieron numerosas tertulias y centros de debate que, bajo la forma de sociedades
patrióticas, promovían los primeros periódicos en defensa del orden constitucional y que
esbozaban los primeros partidos políticos.

La aplicación de las reformas provocó la ruptura del bloque en dos grupos que representan
diferentes generaciones. De un lado, los hombres que participaron en las Cortes de Cádiz,
ahora moderados, y de otro, los jóvenes seguidores de Riego, los exaltados.

Los doceañistas querían reformar la Constitución para restringir la plena soberanía del
pueblo mediante un sufragio limitado y una cámara alta en las Cortes. Por el contrario, los
exaltados defendían el sufragio universal y unas Cortes de una sola cámara, expresión de la
soberanía nacional. De estos postulados arrancaría la fractura del liberalismo español y su
división en moderados y progresistas.

Los moderados apenas pudieron gobernar, hostigados por la reacción absolutista. En 1821
ya estaban constituidas partidas armadas de voluntarios realistas, que contaban con el
apoyo de Fernando VII. La insurrección ganó terreno en Navarra y Cataluña, donde la
autoproclamada Regencia de Urgell declaraba nulo todo lo dispuesto desde 1820. La
escalada contrarrevolucionaria radicalizó a los liberales, que en 1822 formaron un gobierno
exaltado. Los enfrentamientos casi estaban degenerando en guerra civil cuando, en abril de
1823, un ejército francés entró en España con el fin de restablecer a Fernando VII. Con las
manos libres, el rey invalidó la legislación del Trienio, y puso fin al segundo intento de
revolución liberal.

Desde 1823 hasta su muerte en 1833, Fernando VII gobernó como monarca absoluto. Lo
primero que hizo fue desatar una durísima represión. La sangrienta depuración vino
acompañada de un alarde de procesiones y liturgias con las que, la Iglesia pregonaba su
influencia y la vuelta a la normalidad religiosa anterior. Varios miles de españoles se
pusieron a salvo en el exilio, donde conspiraban contra los gobiernos.

La nueva restauración significó el restablecimiento parcial del Antiguo Régimen, aunque la


experiencia del Trienio Constitucional aconsejaba soluciones diferentes para solucionar
ciertos problemas. Así, la labor gubernamental realizada habría de tener mayor importancia
y alcance que la del anterior gobierno. En 1823 se creó el Consejo de Ministros. Uno de los
ministros más estables reformó la Hacienda, tomando medidas como establecer el
presupuesto anual. A partir de la pérdida de las colonias comenzó una fase de autarquía
económica para compensar lo perdido. Fernando VII fomentó la iniciativa privada montando
la primera siderurgia moderna o la fábrica de textiles. Sin embargo, no se consiguió cambiar
el rostro del país arruinado.

Dos amenazas gravitaron el gobierno de Fernando VII: los liberales exaltados (siempre
dispuestos a preparar levantamientos ) y los realistas puros (que desconfiaban de Fernando
VII). Su brazo armado era principalmente campesinas, que lucharon contra el liberalismo del
Trienio Constitucional y que ahora se sentian despreciadas. El descontento de los
ultrarrealistas se tradujo en levantamientos. A partir de 1826, el movimiento adquirió más
fuerza y se identificó con Carlos María, hermano del monarca. En la primavera del año
siguiente, la rebelión de los realistas triunfaba en zonas rurales de Cataluña. También hubo
levantamientos en Navarra o Castilla y La Mancha.

La gran inestabilidad política se vio incrementada por otros acontecimientos. La revolución


liberal había triunfado en Francia, por lo que los absolutistas españoles no podrían recibir
más ayuda, y la cuarta mujer de Fernando VII le había dado una heredera, Isabel. Antes de
su nacimiento, su padre redactó la Pragmática Sanción, permitiendo reinar a las mujeres. La
exclusión del trono de Carlos María significaba un triunfo de los círculos moderados, con el
fin de promover una apertura del régimen.

Los partidarios de Carlos, aprovechando la enfermedad del rey, obtuvieron la derogación de


la Pragmática Sanción. Pero, una vez recuperado, confirmó los derechos sucesorios de su
hija Isabel. En septiembre de 1833 moría Fernando, y su viuda, heredó en nombre de su
hija Isabel la Corona de España.

Distintos factores explican el surgimiento del espíritu independentista en América. Por una
parte, la oposición al control mercantil, que impedía a los criollos comerciar libremente con
competidores anglosajones. En segundo lugar, Carlos III había supuesto un mayor control
sobre la Administración colonial y el envío de funcionarios que desplazaban a los criollos de
puestos influyentes. La iglesia americana, fue otro sector. Cuando llegaron a América las
noticias de las medidas desamortizadoras de Carlos IV muchos sacerdotes ya habían
elegido el camino de la insurrección. Por otro lado, actuaban como un estímulo constante el
ejemplo de la emancipación de las colonias británicas del norte.

El descontento alimentado en América habría tenido justificación desde finales del siglo
XVIII, en los escritos de la ilustración francesa y en el ejemplo de EU, que animaba a los
criollos a llevar a la práctica sus deseos de independencia. También en algunos territorios,
el ideario sería difundido a través de jesuitas resentidos. La doctrina ilustrada inspiraba los
ideales de la burguesía criolla, pero en absoluto servirá para promover avances en el
desarrollo político y social. El proceso de insurrección americana tendría un carácter
clasista.

La independencia americana tuvo su preámbulo cuando Francisco Miranda, financiado por


los británicos, fracasó en el intento de invadir Venezuela. En el mismo año, Gran Bretaña
atacó Buenos Aires. Ninguna oportunidad mejor para llevarla adelante que la abdicación de
Fernando VII en 1808 y su sustitución por Bonaparte. También los españoles americanos
rechazaron el cambio y se organizaron en juntas locales, con el pretexto de preservar la
autoridad del monarca. Aprovechando el vacío de poder de la metrópoli producido por la
guerra contra los franceses, algunas juntas declararon la independencia. En este contexto,
Gran Bretaña aprovechó la ocasión y su estrategia respondió a un doble juego. Por una
parte, en la península era aliado frente a Francia y por otra, en América alentaba las
posiciones independentistas de las colonias españolas. La lucha por la independencia en
estos territorios pronto degeneró en guerra civil entre los partidarios de la secesión y los
fieles a la metrópoli.

Fernando VII respondió a los secesionistas con el envío de un modesto ejército, pero no
pudo evitar la independencia de Argentina en 1816. Fue a partir de este año cuando
tuvieron lugar las grandes campañas, en la que se enfrentaron los cuerpos expedicionarios
españoles a los patriotas americanos, cuyos jefes militares, Simón Bolívar y José de San
Martín, dirigían con gran acierto estratégico la sublevación y se aprovechaban de la falta de
recursos de la Corona.

Al compás de las dificultades de la monarquía española, los rebeldes prosiguieron su


avance, hasta liberar, tras la batalla de Ayacucho, las tierras del Perú, perdiéndo asíç los
territorios americanos, a excepción de Cuba y Puerto Rico.

La independencia fue el origen de profundas transformaciones a ambas orillas del Atlántico.


España quedó definitivamente relegada a un papel de potencia de segundo orden, y perdió
un inmenso mercado y unos recursos muy necesarios. Los nuevos Estados americanos
fueron una presa muy fácil del neocolonialismo de EU y del RU. Durante todo el siglo XIX,
las nuevas repúblicas librarían entre sí guerras en diversos escenarios.

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