Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
la posibilidad de que se extendiera el movimiento. Aunque los filósofos racionalistas eran los
promotores de las ideas que estaban triunfando en Francia, los ilustrados españoles no
eran partidarios de la revolución, sino de una política de reformas dentro del Antiguo
Régimen. Sin embargo, los agentes gubernamentales de las ciudades costeras detectaban
una creciente simpatía hacia las ideas revolucionarias en los grupos de burgueses
ilustrados y en colonias de comerciantes franceses.
En 1793, después de la ejecución de Luis XVI, España rompe sus lazos con Francia y le
declara la guerra. La apertura de hostilidades era la respuesta de la España del Antiguo
Régimen a quienes habían roto el orden tradicional, fundamentado en el absolutismo de los
reyes, los privilegios de la nobleza y la hegemonía de la Iglesia. Por este motivo, la guerra
de la Convención tendría sus predicadores laicos y eclesiásticos, que movilizaron las masas
en una auténtica cruzada popular contra un país regicida y enemigo de la religión.
El ejército del general Ricados avanzó sobre la Cataluña francesa, sin que se aprovecharan
los éxitos iniciales con la firma de un tratado de paz. La alianza coyuntural contra la
Convención no amortiguó los recelos del Gobierno de Madrid hacia Gran Bretaña,
empeñada en que la poderosa Armada española participase activamente en el bloqueo
naval a Francia. Londres deseaba forzar un enfrentamiento con la flota francesa para
asegurarse el dominio de los mares del mundo.
Godoy, preocupado por los rápidos avances del enemigo en Navarra y Álava intentó detener
la guerra y llegó a un acuerdo con los franceses en la Paz de Basilea en julio de 1795:
España recuperaba su integridad territorial y cedía a Francia la isla de Santo Domingo y
algunas ventajas comerciales.
En 1796, el Pacto de San Ildefonso restauró la alianza franco-española para luchar contra
Gran Bretaña, convencido Godoy de que la verdadera amenaza a la monarquía de Carlos
IV provenía de la penetración británica en el mercado de América.
Mientras la Corona se desprestigiaba con Godoy, este devolvió por un tiempo a la corte el
espíritu reformista del gobierno anterior: apoyó la ley agraria, suprimió algunos impuestos,
liberalizó los precios de las manufacturas y redujo el poder de los gremios. En 1797 formó
un Gobierno con los más distinguidos ilustrados. Sin embargo, la guerra contra los
revolucionarios franceses había puesto en cuestión la idea misma de la reforma nacional.
Para los conservadores, de ella solo se podía esperar impiedad y anarquía. Numerosos
eclesiásticos difundieron estas ideas: pero, algunos ilustrados insignes cambiaron entonces
de programa, alarmados por la marcha de los acontecimientos.
El déficit del Estado (la Hacienda Real) se manifestó en la emisión continuada de vales
reales (títulos de deuda pública) cuya finalidad era hacer frente a los gastos que iniciaron
con la guerra contra la Convención. La primera emisión de vales había comenzado en 1780
y se amortizaron sin problema, con una cotización del 2% sobre su valor. Pero, a partir de
1795, las emisiones se dispararon, su cotización bajó y la deuda del Estado aumentó. En
este contexto surgió un importante conflicto con el clero, en el momento en que la Hacienda
de Carlos IV se fijó en el patrimonio de la Iglesia para remediar sus apuros.
A partir de la toma del poder por Napoleón en 1799, la corte española no fue sino una mera
comparsa de la política expansionista de Francia. La debilidad de Carlos IV espoleó el
intervencionismo francés, que obligó a Godoy a dirigir la invasión de Portugal en 1801
(guerra de las Naranjas) con objeto de cerrar sus puertos al comercio británico.
En 1802, Francia e Inglaterra firmaron la paz de Amiens, pero enseguida reanudaron sus
hostilidades, y España se vio envuelta en otra guerra no deseada, de graves consecuencias
para su flota, destrozada en la batalla de Trafalgar. Las posesiones americanas quedaron
incomunicadas y el hundimiento económico de España se hacía imparable.
Los desastres bélicos y el disgusto del clero unieron a la oposición en torno al príncipe de
Asturias, el futuro Fernando VII, quien no congeniaba con Godoy. Por el contrario, otros
españoles descontentos ponían sus esperanzas en Napoleón, cuya revolución liberal daba
respuesta al deseo del cambio de una minoría ilustrada.
La salida de la familia real española a Francia, enfureció tanto a los madrileños que el 2 de
mayo de 1808 se levantaron contra las fuerzas francesas. Pocas horas después, el general
Murat reprimía la revuelta fusilando a centenares de personas, mientras la Junta de
Gobierno no hacía nada. Al conocerse la noticia de las abdicaciones de Bayona, los
levantamiento antifranceses se extendieron por toda España.
Los levantamientos degeneraron en guerra, que se generalizó por todo el territorio durante
cinco años, dejando más de 300.000 muertos, destrucciones y saqueos. Fue una guerra
nacional y popular, pero no revolucionaria.
Así como el clero movilizó al campesinado contra los franceses, José Bonaparte no logró
apoyo suficiente de las minorías ilustradas porque era demasiado evidente el espíritu de
conquista de su hermano. José I trató de emprender las reformas que el Estatuto de Bayona
había proyectado contando con el apoyo de los afrancesados. Al igual que otros ilustrados,
Goya confió en los Bonaparte, mientras retrataba la violencia desatada.
José I nunca tuvo las manos libres para implantar su política de reformas. La convocatoria
de unas cortes bonapartistas no contó con el apoyo de su hermano. Su preocupación por la
educación quedó en la nada ante la realidad de la guerra. Y no consiguió el afecto de un
pueblo que lo vio como una marioneta.
Muchos afrancesados eran funcionarios del Estado, que prefirieron seguir fieles a quien
ejercía el poder; otros eran eclesiásticos ilustrados que, ante la fortaleza del ejército francés
optaron por el invasor. La mayoría de los afrancesados convencidos lo fueron porque
quisieron realizar reformas en el ámbito de la enseñanza, el derecho o la religión. La
minoría afrancesada lo pagó caro pues fueron víctimas de venganzas domésticas.
Dada la inferioridad militar, los españoles optaron por la guerrilla. Grupos atacaban por
sorpresa y en acciones rápidas. Los franceses no consiguieron liquidarlas pues se
dispersaban después de cada ataque en medio de la población civil. A medida que la guerra
se alargaba, José se sentía más identificado con ideas pacifistas. Napoleón, al no hallar en
José la sumisión esperada, transfirió las provincias al norte del Ebro con el fin de
anexionarse a Francia junto con otros territorios extranjeros.
En la primavera de 1812, la guerra dio un giro definitivo. Lo que parecía un paseo militar
obligó a Napoleon a mantener un gran número de tropas, necesarias ante Rusia. Pero la
retirada de efectivos podía llevar a los franceses al desastre como en la batalla de
Wellington. Los franceses retrocedieron hasta Burgos, mientras José abandonaba Madrid.
El ejército francés restableció sus posiciones, pero la campaña de Wellington había
revelado la estrategia para derrotarlos. En la primavera de 1813 los británicos lanzaban su
acometida. Abandonaron Madrid y llegaron hasta Vitoria donde sufrieron la derrota. Vencido
también por Alemania, Napoleón quiso llegar a un acuerdo con Fernando VII.
Unos pocos ilustrados pretendían implantar en España las mismas ideas que, en Francia,
habían supuesto una verdadera revolución burguesa. La gran oportunidad llegó cuando las
derrotas militares desacreditaron a la Junta Central, que dio paso en enero de 1810 a una
regencia colectiva sometida a la presión de la ciudad. La idea de reunión de Cortes
Generales para reorganizar la vida pública en tiempo de guerra y llenar el vacío de poder ya
había sido debatida. Desde su Comisión de Cortes, se remitió una consulta al país,
encuesta dirigida a instituciones y personalidades representativas de la opinión pública. Las
respuestas, generalmente, eran partidarias de profundas reformas en la organización del
país. La regencia no se decidió a convocar las Cortes hasta que llegó a Cádiz la noticia de
la creación de poderes locales en distintas ciudades americanas
Después de cien años, las Cortes inauguraron sus reuniones en septiembre de 1810, con el
juramento de los diputados de defender la integridad de la nación. Un conjunto de decretos
que manifestaban su deseo de transformación mediante la aplicación de importantes
reformas que debían convertir España en una monarquía liberal y parlamentaria. Debido a
la guerra, la alta nobleza apenas estuvo representada en Cádiz. Tampoco asistieron los
delegados de las provincias ocupadas, lo mismo que representantes de territorios
americanos, mujeres o representantes de masas populares.
Al configurarse en Asamblea Constituyente y asumir la soberanía nacional, los diputados
ponían en marcha la revolución liberal, que contaba ya con el precedente de Francia. En la
cámara gaditana surgieron dos grandes tendencias:
La prensa de Cádiz, en su mayoría, apoyó a los liberales que siempre dominaron los
debates de las Cortes, manteniéndose, en cambio, los púlpitos de las iglesias al servicio de
la ideología absolutista.
El día de san José de 1812, los diputados de Cádiz aprobaron una constitución, la primera
de la historia de España, que resumía su labor legisladora y establecía las ideas y el
lenguaje del liberalismo español. La Pepa es un texto muy extenso porque los legisladores
regularon hasta el detalle todas las cuestiones relacionadas con la vida política y los
derechos de los ciudadanos.
En mayo de 1814, Fernando VII declaró ilegal la convocatoria de las Cortes de Cádiz.
España volvió a la situación anterior a la francesada, mientras la represión elegía sus
víctimas entre los liberales y los colaboradores del gobierno de Bonaparte, obligados
muchos de ellos a tomar el camino del exilio. Tras la caída de Napoleón, la
contrarrevolución diseñada por la Europa de la Santa Alianza daba nuevo empuje al
absolutismo fernandino. Apoyado en la Iglesia, liquidó la libertad de prensa y resucitó la
Inquisición, que enseguida se puso manos a la obra con la retirada de cientos de
publicaciones. Volvieron los jesuitas.
La Iglesia inauguró su cruzada y colaboró gustosa con el Santo Oficio delatando a los
liberales. Decrecían las rentas eclesiásticas y el clero sufría una notable disminución a
causa del desbarajuste producido por la guerra. Cuando la Iglesia exigió la devolución de
sus tierras, vendidas en el reinado anterior, Fernando VII se negó a satisfacer su
reclamación. Desde la vuelta de Fernando VII, muchos militares se opusieron a la
restauración del Antiguo Régimen, y algunos de ellos conspiraron por el restablecimiento de
las leyes de Cádiz.
Erigidos en guardianes del liberalismo, algunos oficiales llevaron a cabo una serie de
intentonas golpistas encaminadas a liquidar el absolutismo fernandino y a poner en vigor la
Constitución gaditana. Las conspiraciones del Ejército se nutrían del descontento popular
provocado por la situación calamitosa en que se encontraba España después de la guerra.
Además, la inminente independencia de América privaría a los españoles de un mercado
que habría podido contribuir a su despegue económico, y al Estado, de los medios
necesarios para la reconstrucción del territorio.
Todos los españoles habían quedado obligados a colaborar en el sostenimiento del Estado
y desaparecieron las exenciones y los enrevesados mecanismos de recaudación, con el fin
de facilitar la contabilidad. Las Cortes habían elaborado el presupuesto nacional. Esto no
sobrevivió y se volvió al sistema anterior lo que disparó la deuda pública. En contraste con
el estancamiento de la industria, la agricultura tuvo cierta expansión. Aumentaron las tierras
labradas, a impulsos de la presión demográfica del campo.
Todas las dificultades configuraron una situación insostenible que estalló en 1820 cuando el
comandante Rafael del Riego se levantó a favor de la constitución de 1812. El
pronunciamiento encontró apoyos, que hicieron ver a Fernando VII que debería cambiar de
política y aceptar el régimen constitucional. Mientras tanto, nacían juntas liberales en
distintas ciudades, que dirigirían los ayuntamientos según el modelo de 1808 hasta la
reunión de las Cortes.
La aplicación de las reformas provocó la ruptura del bloque en dos grupos que representan
diferentes generaciones. De un lado, los hombres que participaron en las Cortes de Cádiz,
ahora moderados, y de otro, los jóvenes seguidores de Riego, los exaltados.
Los doceañistas querían reformar la Constitución para restringir la plena soberanía del
pueblo mediante un sufragio limitado y una cámara alta en las Cortes. Por el contrario, los
exaltados defendían el sufragio universal y unas Cortes de una sola cámara, expresión de la
soberanía nacional. De estos postulados arrancaría la fractura del liberalismo español y su
división en moderados y progresistas.
Los moderados apenas pudieron gobernar, hostigados por la reacción absolutista. En 1821
ya estaban constituidas partidas armadas de voluntarios realistas, que contaban con el
apoyo de Fernando VII. La insurrección ganó terreno en Navarra y Cataluña, donde la
autoproclamada Regencia de Urgell declaraba nulo todo lo dispuesto desde 1820. La
escalada contrarrevolucionaria radicalizó a los liberales, que en 1822 formaron un gobierno
exaltado. Los enfrentamientos casi estaban degenerando en guerra civil cuando, en abril de
1823, un ejército francés entró en España con el fin de restablecer a Fernando VII. Con las
manos libres, el rey invalidó la legislación del Trienio, y puso fin al segundo intento de
revolución liberal.
Desde 1823 hasta su muerte en 1833, Fernando VII gobernó como monarca absoluto. Lo
primero que hizo fue desatar una durísima represión. La sangrienta depuración vino
acompañada de un alarde de procesiones y liturgias con las que, la Iglesia pregonaba su
influencia y la vuelta a la normalidad religiosa anterior. Varios miles de españoles se
pusieron a salvo en el exilio, donde conspiraban contra los gobiernos.
Dos amenazas gravitaron el gobierno de Fernando VII: los liberales exaltados (siempre
dispuestos a preparar levantamientos ) y los realistas puros (que desconfiaban de Fernando
VII). Su brazo armado era principalmente campesinas, que lucharon contra el liberalismo del
Trienio Constitucional y que ahora se sentian despreciadas. El descontento de los
ultrarrealistas se tradujo en levantamientos. A partir de 1826, el movimiento adquirió más
fuerza y se identificó con Carlos María, hermano del monarca. En la primavera del año
siguiente, la rebelión de los realistas triunfaba en zonas rurales de Cataluña. También hubo
levantamientos en Navarra o Castilla y La Mancha.
Distintos factores explican el surgimiento del espíritu independentista en América. Por una
parte, la oposición al control mercantil, que impedía a los criollos comerciar libremente con
competidores anglosajones. En segundo lugar, Carlos III había supuesto un mayor control
sobre la Administración colonial y el envío de funcionarios que desplazaban a los criollos de
puestos influyentes. La iglesia americana, fue otro sector. Cuando llegaron a América las
noticias de las medidas desamortizadoras de Carlos IV muchos sacerdotes ya habían
elegido el camino de la insurrección. Por otro lado, actuaban como un estímulo constante el
ejemplo de la emancipación de las colonias británicas del norte.
El descontento alimentado en América habría tenido justificación desde finales del siglo
XVIII, en los escritos de la ilustración francesa y en el ejemplo de EU, que animaba a los
criollos a llevar a la práctica sus deseos de independencia. También en algunos territorios,
el ideario sería difundido a través de jesuitas resentidos. La doctrina ilustrada inspiraba los
ideales de la burguesía criolla, pero en absoluto servirá para promover avances en el
desarrollo político y social. El proceso de insurrección americana tendría un carácter
clasista.
Fernando VII respondió a los secesionistas con el envío de un modesto ejército, pero no
pudo evitar la independencia de Argentina en 1816. Fue a partir de este año cuando
tuvieron lugar las grandes campañas, en la que se enfrentaron los cuerpos expedicionarios
españoles a los patriotas americanos, cuyos jefes militares, Simón Bolívar y José de San
Martín, dirigían con gran acierto estratégico la sublevación y se aprovechaban de la falta de
recursos de la Corona.