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La grande belleza de la fragilidad humana.

Por Fernando Bustos Gorozpe

Recientemente La grande belleza ganó el Oscar a mejor película de lengua extranjera, lo


cierto es que era también superior a muchas de las nominadas en cualquier otra categoría.
La cinta, dirigida y escrita por Paolo Sorrentino, y que de alguna forma sabe a Fellini, es
una fábula que habla acerca de ‘nada’ y de la vida, por esto quizá el énfasis en los diálogos
por parte del personaje principal, Jep Gambardella, a la pretensión inalcanzada de Flaubert
sobre escribir un libro cuyo tema fuera, justamente, ‘nada’.

Lo primero que el director decide mostrar en la pantalla, es una cita de la novela Un


viaje de Noche, de Louis-Ferdinand Céline, epígrafe que funciona de antesala: “Nuestro
viaje es enteramente imaginario. Ahí reside su fuerza. Va de la vida a la muerte”. Lo que
está por verse en la película es un breve ensayo sobre ese viaje del hombre, dónde
Gambardella, majestuosamente interpretado por Toni Servillo, no es sólo un escritor
cualquiera sino un tipo de Virgilio, acompañante del espectador, del turista del mundo, en
ese viaje existencial diegético que afronta el hecho de estar arrojados al mundo, y que
recordando a Heidegger, remarca que el hombre es ser para la muerte.

Para lograr más empatía, hay que conocer a Gambardella. Es un dramaturgo afamado
que recién cumplió 65 años, sólo ha escrito un libro, vive en espera de la grande belleza y
atrapado en la pregunta del otro que irremediablemente cuestiona el porqué no ha vuelto a
hacer novela. Es refinado, elocuente y de gran retórica. Prefiere la noche, las fiestas, las
pláticas vacías que permitan darle la vuelta a lo real, a la pesadez de la vida. Es un vampiro,
claro alegóricamente, presa de una estocada existencial: persigue vanamente los destellos
de lo bello. Le cuesta trabajo asimilar el movimiento de la gente a la luz del sol, dinamismo
puro sin el mayor examen socrático de consciencia. Gambardella es pues, el rey de los
mundanos, lo que queda de esa brecha irreconciliable entre el materialismo y la
espiritualidad, un misántropo, angustia, cualquiera de nosotros.
Sorrentino logra grandes méritos, es su guion refinado el que logra hacer de Jep
Gambardella el cliché encarnado del poeta, literato, filósofo e intelectual que vive en la
contemplación del mundo, siempre a la distancia. Roma y la clase alta sirve maliciosamente
de escenario. Ahí Gambardella, busca las fiestas no por diversión sino por esquivar el viaje
hacia la muerte, son su refugio. La vista al Coliseo desde su apartamento le reitera
constantemente la fragilidad del humano, ha gastado gran parte de su vida desatándose de
la ordinario aún cuando sabe que toda obra emprendida será siempre la piedra de Sísifo, un
viaje absurdo consumido por el tiempo, por la historia. En ese anfiteatro que se yergue a
pedazos frente a su casa, murieron miles de personas intentando sobrevivir y han sido
borradas por la vida. Roma sigue ahí a pesar de los hombres que la forjaron… de él.

La grande belleza, es circularmente una gran película. Belleza visual, narrativa y


poética. Lírica vanguardista, armonía, disrupción, barroco. Una obra que refleja de manera
fiel el surrealismo de la vida. Sorrentino mantiene los pies en la tierra, le importa las raíces,
no le interesa el más allá. Es un pragmático, por eso ha agradecido el premio de la
Academia incluso a Maradona. La grande belleza, sin duda, es presa de uno de los guiones
más soberbios, inteligentes y poéticos de los últimos años. Cine italiano de molde clásico
con ingredientes modernos. Un buen sabor de boca.

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