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Para lograr más empatía, hay que conocer a Gambardella. Es un dramaturgo afamado
que recién cumplió 65 años, sólo ha escrito un libro, vive en espera de la grande belleza y
atrapado en la pregunta del otro que irremediablemente cuestiona el porqué no ha vuelto a
hacer novela. Es refinado, elocuente y de gran retórica. Prefiere la noche, las fiestas, las
pláticas vacías que permitan darle la vuelta a lo real, a la pesadez de la vida. Es un vampiro,
claro alegóricamente, presa de una estocada existencial: persigue vanamente los destellos
de lo bello. Le cuesta trabajo asimilar el movimiento de la gente a la luz del sol, dinamismo
puro sin el mayor examen socrático de consciencia. Gambardella es pues, el rey de los
mundanos, lo que queda de esa brecha irreconciliable entre el materialismo y la
espiritualidad, un misántropo, angustia, cualquiera de nosotros.
Sorrentino logra grandes méritos, es su guion refinado el que logra hacer de Jep
Gambardella el cliché encarnado del poeta, literato, filósofo e intelectual que vive en la
contemplación del mundo, siempre a la distancia. Roma y la clase alta sirve maliciosamente
de escenario. Ahí Gambardella, busca las fiestas no por diversión sino por esquivar el viaje
hacia la muerte, son su refugio. La vista al Coliseo desde su apartamento le reitera
constantemente la fragilidad del humano, ha gastado gran parte de su vida desatándose de
la ordinario aún cuando sabe que toda obra emprendida será siempre la piedra de Sísifo, un
viaje absurdo consumido por el tiempo, por la historia. En ese anfiteatro que se yergue a
pedazos frente a su casa, murieron miles de personas intentando sobrevivir y han sido
borradas por la vida. Roma sigue ahí a pesar de los hombres que la forjaron… de él.