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EL

DESCENSO AL INFIERNO
ORFEO

En la creación hay dolor, lirismo, desengaño, desesperación. Formas de


desolación congregadas en el fértil argumento de Orfeo, que nos propone uno de los
temas básicos de la ficción romántica: la búsqueda del amor perdido más allá de la
vida. Pero el personaje que realiza esa búsqueda no es un ser cualquiera: es un artista,
un hechicero de las fuerzas naturales. Lo que está en juego en su itinerario hacia el
mundo infernal no es únicamente la búsqueda de la mujer amada, sino la
recuperación de la inspiración creativa. Orfeo como artista no puede mirar atrás.

LA SANGRE DEL POETA

Poeta y cantor, Orfeo vive la trágica muerte de su esposa Eurídice, mordida por
una serpiente. Desesperado, el héroe decide descender al mundo de los muertos —el
Averno— para intentar rescatarla. Atraviesa la laguna Estigia y se presenta delante de
la reina Perséfone y el soberano de las sombras, Hades. Por medio de su canto pide
una nueva vida para Eurídice. Conmovidos por el arte órfico de la seducción estética,
los señores de las tinieblas le conceden lo que pide, pero con una condición: no puede
mirar a su esposa, que le seguirá hasta haber abandonado el valle del Averno. Orfeo
incumplirá el mandato: temeroso de que Eurídice no le siga, mirará hacia atrás y
descubrirá, con horror, que la mujer regresa al reino de las sombras. Orfeo se
desespera ante esta segunda muerte de Eurídice e intenta volver a buscarla: Caronte,
el barquero de la laguna que da entrada a la isla de los muertos, se lo impide. El poeta
se sienta en la orilla y permanece allí, prisionero del dolor de amor. Al cabo de siete
días desesperados se retira e inicia una vida errática en la que rechaza cualquier
contacto con las mujeres. Muchas de ellas desean unirse a él y se quejan de ser
rechazadas. Algún tiempo después las Ménades lo descubren, le atacan furiosamente,
lo matan y lo descuartizan. La sombra de Orfeo baja a las profundidades de la tierra y
allí se reencuentra con Eurídice. Ahora puede mirarla sin temor a perderla.

A LA BÚSQUEDA DEL AMOR PERDIDO

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Virgilio y Ovidio son los autores clásicos que recogen la historia de Orfeo.
Virgilio, en la Geórgica IV, cuenta fundamentalmente el descenso a los infiernos.
Ovidio, en Las metamorfosis, es quien narra con mayor concisión la historia de su
amor por Eurídice. En su texto, el poeta latino separa los dos episodios míticos de la
leyenda de Orfeo. El primero muestra la vida feliz con su amada hasta la muerte de
ésta, el descenso a los infiernos en su búsqueda, la transgresión de la prohibición, con
la segunda muerte de Eurídice, y la desesperada vida errante de Orfeo después de su
fracaso[138]. El otro episodio narra la venganza de las Ménades, dolidas por el
menosprecio de Orfeo. Ambos episodios —casi dos argumentos diferenciados— han
servido de referencia para la cultura literaria, artística y musical posterior[139].
La personalidad de Orfeo es clave para entender el sentido del argumento y sus
variadas manifestaciones. Es un cantor y poeta capaz de hechizar a los animales y la
naturaleza, un artista lleno de inspiración que conocerá el dolor y la expiación. Su
fuerza mítica inspiró los movimientos órficos, comunidades iniciáticas que
proclamaban la naturaleza divina del alma humana y la necesidad de despojarla del
cuerpo. La vida era una condición impura y los ritos de iniciación, ascéticos,
permitían alcanzar la plenitud más allá de las limitaciones de la materia. Una actitud
que impregnaría una gran tradición poética. Los Sonetos a Orfeo, de Rilke, y Les
elegies de Bierville, de Carles Riba (elegía X) son ejemplos de la utilización de Orfeo
como fuente de inspiración estética a la búsqueda de la belleza en los territorios
próximos a la muerte.

ORFEO AUXILIADOR

El thriller ha sacado un buen partido argumental de la figura del héroe dispuesto a


bajar a los infiernos —reales o figurados— para rescatar de allí a la persona amada.
En Frantic (Frenético, 1988), de Roman Polanski, un médico americano (Harrison
Ford) pierde a su mujer, secuestrada, y la busca infructuosamente por un París
enigmático. El desplazamiento le llevará a los bajos fondos, poblados de seres
malignos, hasta que podrá liberarla después de haber experimentado una profunda
transformación personal.
La película de Polanski es contemporánea de una serie de comedias de la era
yuppie, en las que un personaje de vida completamente normal se ve trasladado a un
mundo hostil. After Hours (¡Jo, qué noche!, 1985), Desesperatedly Seeking Susan
(Buscando a Susan desesperadamente, 1985), Something Wild (Algo salvaje, 1986) o,
posteriormente, The Bonfire of the Vanities (La hoguera de las vanidades, 1990),
reproducen este descenso temporal al infierno ciudadano. De todas ellas, tal vez sea
Algo salvaje la película más argumentalmente órfica, con la desesperada lucha del
protagonista (Jeff Daniels) por rescatar a su Eurídice (Melanie Griffith) del psicópata

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que no quiere soltarla (Ray Liotta).
Una atmósfera más tenebrosa y opresiva se respira en Blue Velvet (Terciopelo
azul, 1986), la obra maestra de David Lynch, cuyo comienzo —la cámara
introduciéndose por el conducto de una oreja encontrada en un plácido jardín— ya
anuncia el ambiente malsano que ha de presidir el film. El protagonista, un joven
inexperto (Kyle MacLachlan), accede a un universo morboso, una casa fantasmal
habitada por una joven en peligro (Isabella Rossellini) y un mafioso que la tiene
dominada, Frank Booth (Dennis Hopper), uno de los personajes más satánicos del
cine contemporáneo. Todo el film de Lynch está bañado de una atmósfera inquietante
y siniestra, en la frontera entre la luz y las sombras, típica del argumento de Orfeo. El
mundo aparentemente tranquilo que se anuncia en el jardín del prólogo ya no es el
mismo cuando la escena inicial se repite al final: en medio ha habido el paso por el
reino de las tinieblas.
A veces el descenso al infierno es literal. Éste es el caso de Legend (1985), de
Ridley Scott, un cuento de hadas terrorífico, donde un protagonista de características
órficas (Tom Cruise, joven, encantador, cantor) se enfrenta al Diablo para rescatar a
sus amigos, utilizando en esta lucha desigual todo su saber y su capacidad seductora.
Finalmente, el reino de la luz, el mundo superior, triunfará sobre el de las tinieblas, el
inferior.
El mismo aspecto auxiliador se encuentra en otro cuento de hadas, trasladado
ahora a un contexto moderno y servido bajo una apariencia de comedia urbana. En
The Fisher King (El rey pescador, 1991), de Terry Gilliam, Jeff Bridges es un
encantador de opiniones, un locutor nocturno de radio que cae en un infierno
personal a causa de un acto violento provocado por su incitación a través de las
ondas. Un descenso al Averno de los marginados urbanos le pone en contacto con una
de las víctimas de su acto inconsciente (Robin Williams) y le abre el camino de la
regeneración.

EL DELIRIO ROMÁNTICO

Vértigo, de Alfred Hitchcock, posee resonancias órficas gracias a las constantes


referencias necrófilas: el protagonista está enamorado de una mujer que sale de entre
los muertos (éste es, por otra parte, el título de la novela de Boileau y Narcejac que
inspira el film). Y también es órfico todo el formalismo visual, la espiral de los títulos
de crédito y las formas abstractas de las pesadillas con las que se quiere expresar
visualmente la entrada en el abismo de la locura[140].
Una de las características más visibles de los personajes órficos es su renuncia a
vivir el mundo real, su ansia de ir más allá de la superficie de las cosas, la necesidad
de traspasar el espejo. Apología de un romanticismo arrebatador, la película cuenta

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cómo Scottie (James Stewart), un agente de policía retirado a causa de su tendencia al
vértigo, recibe de un amigo el encargo de seguir a su mujer, la turbadora Madeleine
(Kim Novak), para protegerla. Scottie (evidentemente Orfeo)[141] se enamorará de
ella, pero no podrá impedir que Madeleine se arroje al vacío desde lo alto de un
campanario (la primera muerte de Eurídice). Desesperado, deprimido y errático,
Scottie vive como un sonámbulo y le parece ver por todas partes el fantasma su
amada. Un día reconoce por la calle a una mujer que es el doble de Madeleine, que se
hace llamar Judy. Hechizado por esta reencarnación, el detective la hace vestirse y
moverse como Madeleine, a la que recrea y, en cierto modo, resucita. Scottie busca su
segunda oportunidad con Judy, pero la pierde de nuevo en el momento en que quiere
saber la verdad. Judy es Madeleine —Scottie fue víctima de una farsa—, pero este
«mirar hacia atrás» será fatal para los dos. La mujer volverá a perderse en el abismo
de una segunda muerte, ahora auténtica, ante el horror de Scottie, que seguirá
viviendo, pero ya no sabemos cómo. La indefinición sobre su futuro —¿se arroja
también al vacío?, ¿sobrevive?— es la de Orfeo —¿vive errante?, ¿muere de tristeza?
La desesperación solitaria de un Orfeo a la busca y rescate de la belleza tiene una
encarnación cinematográfica indiscutible: el músico Aschenbach (Dirk Bogarde)
resoplando por las calles de una Venecia contaminada por la peste en la adaptación
viscontiana de Morte a Venezia (Muerte en Venecia, 1971[142]). Trastornado y
profundamente apenado por la muerte de su mujer y por su desorientación artística,
Aschenbach —vestido de un blanco órfico— visita una Venecia enfermiza tan
melancólica como el personaje. Al igual que Orfeo, Aschenbach es un hombre que ha
perdido el sentido de su arte y que llega a Venecia —aparentemente el Paraíso, pero
también el Averno— para recuperar su estabilidad. Allí encuentra su ideal de belleza
en un muchacho andrógino —coherente con la iconografía renacentista y prerrafaelita
del relato mítico— al que seguirá obsesivamente por una ciudad que se descompone
paso a paso. Aschenbach, convencido de la imposibilidad de apoderarse de esa
belleza fútil, morirá en una simbiosis típica de la estética órfica: la pureza se
encuentra en las orillas de la muerte[143].

LA VISITA A LA MORGUE

El Orfeo artista no se ha encarnado únicamente en el campo del arte exquisito. En


una película franco-brasileña, Orfeu negro (Orfeo negro, 1958), de Marcel Camus, la
historia de Ovidio se traslada a los suburbios de Río de Janeiro en vísperas de
carnaval. Orfeo es un conductor de tranvía, bailarín y cantante —uno de los éxitos de
la película se debe a haber propiciado el lanzamiento mundial de la bossa nova de
Antonio Carlos Jobim—, que se enamora de una chica que visita la ciudad y se hace
llamar Eurídice. La excesiva elementalidad de la transposición —que bordea el kitsch

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— no despertaría hoy demasiado interés de no ser por el brutal contraste de los tonos
dramáticos en la contraposición entre la alegría del musical y la sombra siniestra de la
Muerte. Orfeo negro exalta el aspecto juguetón del carnaval sin descuidar la
premonición de la tragedia. La muerte de Eurídice, electrocutada por un cable de alta
tensión del tranvía que Orfeo ha puesto en marcha involuntariamente, le provoca un
sentimiento de culpabilidad. A partir de ese momento, la película adopta una
dimensión desesperada y necrófila. Orfeo rescata el cadáver de Eurídice de la
morgue, y el film concluye con la visión más pesimista de la narración mítica: la
muerte del artista a manos de una mujer celosa, una Ménade vengadora.
La desesperación inquietante de los últimos minutos de Orfeo negro —después de
la visita a la morgue— se extiende a lo largo de todo el metraje de El sueño del mono
loco (1989), film de Fernando Trueba basado en la novela de Christopher Frank. El
protagonista Dan Gillis (Jeff Goldblum), es un guionista de cine no excesivamente
brillante —proseguimos en el universo de los artistas menores— fascinado por una
muchacha muy joven que ha de ser la protagonista de la película que está escribiendo.
La chica vive en un mundo enfermizo, en una relación de dependencia mutua con su
hermano —que ha de ser el director de la película—, una espiral de destrucción en la
que el guionista se sentirá cada vez más absorbido. Dan intentará rescatar a la chica
de este infierno incestuoso, prisionero de una obsesión sexual por esa joven
ambivalente, una especie de muñeca destructora. Cuando ella desaparece, Dan vagará
desesperado en su búsqueda por toda la ciudad —un París sombrío—, en un viaje
hacia la oscuridad, vibrante transposición del delirio necrófilo de Orfeo. La
encontrará finalmente en uno de los más terroríficos infiernos urbanos: muerta,
flotando en un tétrico y acuoso depósito de cadáveres, un lugar en el que se
conservan cuerpos anónimos para ser después diseccionados por investigadores. La
faz siniestra que convive en el relato de Orfeo adquiere aquí una de sus encarnaciones
más desesperanzadas. A diferencia de otros Orfeos, el protagonista de El sueño del
mono loco no puede conservar recuerdos de ningún tiempo feliz. La mujer amada es
portadora desde un principio del germen de la destrucción: Eurídice es la Muerte.

LOS ESPEJOS DE LA CREACIÓN

Si la obsesión de Scottie en Vértigo era necrófila —estaba enamorado de una


muerta— la del protagonista de Orphée (Orfeo, 1950), de Jean Cocteau, es la propia
Muerte. Este Orfeo es un atractivo poeta —Jean Marais— que deambula por los
cenáculos literarios y vanguardistas del París de la época en que se realizó la película.
El poeta se sabe desplazado de la cultura moderna y criticado por la nueva juventud
literaria, en clara referencia autobiográfica a la marginación que Cocteau había
sufrido por parte de la ortodoxia surrealista. La trascendencia de la película se debe a
la preeminencia del Orfeo artista por encima del Orfeo auxiliador. El protagonista,

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que vive de manera desenfadada la relación con su esposa, Eurídice, encuentra en el
contacto con una princesa, que es la Muerte (María Casares), una pasión superior (y
plenamente correspondida) a todas sus vivencias mundanas. La princesa —que se
introduce en el mundo de los vivos a través de los espejos— se llevará a Eurídice
como una estratagema para atraer a Orfeo hasta el reino del Averno. El artista
emprende el viaje consciente de que —como dice un personaje— sólo los artistas
tienen el privilegio de poder transitar entre los dos mundos. Orfeo atraviesa un
espejo que se convierte en agua —pura poesía visual del autor— y entra en el mundo
de las tinieblas.
Cocteau, para minimizarla misión auxiliadora del poeta, convierte el retorno a la
vida de Orfeo y Eurídice en un fragmento de comedia surrealista, donde los dos
esposos, en situaciones cotidianas, se ven obligados a hablarse siempre de espaldas.
Pero el poeta contempla la imagen de su esposa por el retrovisor del coche, y la
pierde de nuevo. A continuación es asesinado por un grupo de artistas jóvenes —las
Ménades—, que lo acusan injustamente del asesinato de otro poeta. Pero la Muerte,
siempre enamorada de Orfeo, se sacrifica finalmente para devolverle a la vida.
En este film trascendente, Cocteau formaliza una intuición fecunda: entiende que
el argumento de Orfeo es el del artista en crisis, que el descenso al infierno es la
búsqueda del sentido de la propia creación. Cuando Cocteau recupera el tema en Le
testament d’Orphée (El testamento de Orfeo, 1960), aún subraya en mayor medida
esta conciencia autobiográfica: Orfeo es interpretado por el propio Cocteau, que
repasa los jalones de su vida artística, y se rodea de amigos famosos como Pablo
Picasso, Lucía Bosé o Luis Miguel Dominguín (además de los protagonistas de la
película anterior, Marais y Casares). El testamento aludido en el título es el del
director, que moriría tres años después, y concluye un ciclo notable que había
iniciado con Le sang d’un poete (La sangre de un poeta, 1930) y que prefiguraba una
decisiva vocación de la inmediata modernidad cinematográfica: el director
desorientado que busca el sentido último de su obra en la autorreflexión.
La obra maestra definitiva sobre el descenso del artista a los infiernos de la
creación es, probablemente, Fellini 8 1/2 (1963). Fellini narra la vivencia,
autobiográfica, de un director de cine que visita su pasado y sus monstruos cotidianos
para recuperar la inspiración, en una inteligente variación del argumento órfico.
Marcello Mastroianni (alter ego de Fellini) se ha retirado a un balneario a causa de
una crisis nerviosa, donde convoca a su equipo de rodaje para iniciar la producción de
su nueva película, de la cual nadie —ni el director— puede dar ninguna pista. La
estancia del director en el balneario supone un viaje psíquico al interior de su infierno
poblado de fantasmagóricas Eurídices. La sabiduría de Fellini reside en descomponer
hasta el infinito las mujeres perdidas del protagonista: la madre, la esposa, la puta, la
amante, la musa, seres que pueblan la cabeza del poeta y que son a un tiempo causa
de su inspiración y de su inmovilidad. Fellini expresa el descentramiento creativo del
protagonista con la utilización órfica de la espiral, tanto en los travellings barrocos

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que circundan el espacio como en la estructura narrativa, aquello que Christian Metz
[53] denominó una construcción en abismo. En un final majestuoso —en un gran
decorado solitario—, el protagonista ve reaparecer a las mujeres y los hombres que
han dado sentido a su vida, unidos por una mágica coreografía con música de Nino
Rota. Finalmente, puede mirarles a la cara: su viaje al pasado fantasmal ha
cristalizado en la propia película, llena de interrogantes, pero también de vida.
De ese modo, Fellini 8 1/2 se convierte en la película de las películas. Su
importancia, cada vez más reconocida, se debe al hecho de que representa para el
cine moderno lo mismo que Ciudadano Kane —aquel otro mosaico de
incertidumbres— para el cine clásico: haber abierto en su significación poliédrica
todo un campo de expresión argumental. Fellini 8 1/2 convierte las dudas creativas de
un autor en materia prima cinematográfica. Dota al cine de una característica que han
tenido todas las artes: adoptar la propia obra como argumento. La película vaga
errática, dando vueltas sobre sí misma, presidida por la condición existencial de su
autor, que se atreve a decir: «Dudo». Y de ese vagabundeo órfico, que quiere beber
en la fuente de la Memoria y no en la del Olvido, nace este film que en su
singularidad ha sabido contener a todos los demás.

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