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Los siete samurai es esa rara cosa en el cine: la obra de arte en movimiento. Por su primitiva crueldad, su
sentido deportivo y la energía dinámica de la vida, es el perfecto ejemplar del film yudoka. Una de las piezas
de resistencia del cine japonés de la posguerra, Los siete samurái es el film más costoso que se ha filmado en
Japón con excepción de La casa de té de la luna de agosto. Dirigida por Kurosawa Akira, el mismo de
Rashomon, ganó un León de plata en el Festival de Venecia y ha obtenido más dinero en el extranjero que
ningún otro film japonés, incluyendo Rashomon y La puerta del infierno, dos diferentes favoritas del público.
La cinta produjo en su estreno japonés una pequeña guerra local. Acusada de atentar contra una de las más
firmes instituciones del país, el militarismo, y, a la vez, de quebrar la tradición shintoísta (culto a los héroes),
su versión extranjera fue revisada y expurgada. Primitivamente el film no terminaba como ahora, con los
samurai abandonando el pueblo mansamente después de haber exterminado a los bandidos; por el contrario,
los guerreros profesionales que quedaron vivos se dedican a vivir del pueblo, explotando a su vez a los
aldeanos. La moraleja es obvia y por tanto peligrosa: no es conveniente pedir auxilio al ejército para resolver
los problemas del pueblo. Con ese final, la cinta quedaba como una obra amarga, desesperada y verdadera, y
lo que es más, como una alegoría cinemática del Japón, al que el militarismo había consolidado como estado,
para conducirlo después al desastre de la guerra y la destrucción atómica. A esta interpretación siguieron
otras no menos posibles. Kurosawa introducía elementos del budismo-zen, la religión que consagra todas las
fuerzas al logro del bien al convertir a los samurai (en japonés la palabra quiere decir “los que sirven”) en
servidores de una buena causa… momentáneamente.
La versión extranjera falsea las intenciones originales, pero es más fiel al carácter de los personajes, quizás
el más perfecto de los elementos del film. Al anciano samurai lo encontramos rapándose como un bonzo y
sirviendo dos bolas de arroz a un plagiario. Es sólo un truco para atrapar al secuestrador sin que mate al
niño. Es éste Kambei Shimada (espléndida, seguramente interpretado por Takashi Shimura, el actor que
encarnaba al leñador en Rashomon: una de las caras más nobles del cine) quien consigue a los siete samurai
necesarios para defender a una aldea: al principio del film aparece a punto de ser destruida y saqueada por
una horda de bandoleros. Uno de los samurai es apacible, callado, de buen humor: debe hacer buenas
digestiones, pero es el primero que muere. Otro es un perfeccionista del sable, adiestrándose en cada
momento para matar… y morir: esta vez muere por una buena causa. Otro es un joven discípulo, al que el
amor sonsaca de la carrera militar. Pero el más humano de los samurai es el séptimo, un campesino que
quiere ser samurai a la fuerza y lo consigue. Este personaje shakespeariano -mezcla de zumbido y furia, de
comedia y tragedia- es el único de los guerreros que tiene un carácter patético. Su testaruda intención de
elevarse hasta la casta de los soldados profesionales no es más que un intento de borrar con arrojo sus
miserias. Casi al final el espectador se entera que es un huérfano recogido de entre las ruinas de la guerra,
gesto que él repite con un niño de la aldea.
Como todo creador ha preferido esconder el puñal del hara-kiri crítico en el kimono del arte, en este caso la
aventura. El film corresponde a lo que los japoneses llaman películas-sable, muy similares en el formato a los
oestes norteamericanos. Como tal, Los samurai es una de las películas más entretenidas del año, con su
constante acción y su ritmo cortado. Aquí el dinamismo interno del teatro kabuki se liga a la plástica móvil de
los films de vaqueros. Kurosawa, que admite una influencia grande de John Ford en su obra, ha dejado atrás
las pretensiones filosóficas a lo Rashomon -que podía subtitularse En busca de la verdad perdida y que a pesar
de su ambiente medieval no era más que la trasposición de las ideas occidentales de Reinosuke Akutagawa,
un escritor bastante cercano a Kafka -y ayudado por una fotografía tan audaz y hermosa a veces, como
vacilante, imperfecta otras, ha logrado una cinta sensual, nítida y violenta, como los grabados de este siglo
XVI en el que el film transcurre- y sobre todo, muy poca pretenciosa.
Tal y como ha quedado en la versión para Occidente Los siete samurai no traiciona a su autor. Kurosawa,
nacido en 1910 y antiguo estudiante de artes plásticas, entró en la productora Toho como mensajero, hasta
llegar a ser guionista, asistente del director y director. Paradójicamente, su éxito mayor lo consiguió con una
compañía rival, la poderosa Daiei. Este estudio produjo Rashomon en 1950. Convencido socialista, las ideas no
traicionadas de Kurosawa están contenidas en la frase final que dirige el viejo samurai al otro sobreviviente,
mirando ambos al pueblo de la aldea que trabaja y canta, volviendo a la vista a las tumbas de los caídos
-cuatro samurai, veinte aldeanos- y de nuevo enfrentándose con el pueblo laborioso: “Nos han vencido otra
vez. No hemos ganado nosotros. Fueron ellos los que vencieron”.
VÉRTIGO
De entre los muertos es para el cronista la mejor película de Alfred Hitchcock que ha visto en su vida. Vértigo
participa de todas las claves hitchcockianas -el verde apasionado que hace volver al pasado, la doble
identidad, el terror a la altura-, pero se consagra finalmente a buscar el amor perdido con una intensidad [...]
Las claves
Cuando John Ferguson accede a las súplicas de su viejo condiscípulo Gavin Elster para que vigile a su mujer,
una rara criatura que sufre accesos de extrañeza, crisis de mutismo y alienación de la personalidad, la
encuentra en un restaurante tapizado al rojo fuego. Ella es una criatura pálida, remota, que se mueve con la
lentitud del andar entre sueños. Viene vestida de negro y verde y cuando se detiene junto a Ferguson, él
sabe que vivirá enamorado para siempre de esta dulce esfinge que camina. (El verde del recuerdo, el rojo
pasional, l’amor four. )
John y Madeleine reconocen su pasión frente al brillante océano, sobre el abismo de rocas -el escenario de la
sospecha y de Rebeca, las películas con el tema del amor y la muerte y el misterio que Hitchcock hizo en el
pasado, alejado por un momento del entretenimiento y el suspense por el suspense mismo.
La criatura es fantasmal y se demora en la contemplación de un cuadro antiguo, ante una tumba
enmohecida, frente al misterio del mar -en El retrato oval, de Edgar Allan Poe, la amada del pintor muere
cada día ante sus ojos, mientras él compone febril el retrato que capte la fugitiva belleza que se escapa
por la puerta de la muerte: luego no quedará más que el recuerdo y el cuadro como un testimonio del
tiempo perdido.
La amiga realista y práctica -el único personaje racional de la película- viene directamente de la psicoanalista
de Cuéntame tu vida, de La ventana indiscreta: su mundo es el mundo pragmático de la publicidad y la
Coca-Cola, su gran ideal es la felicidad doméstica. Al destruirlo, Hitchcock ha escogido la gran pasión
romántica, el arrebato y la irracionalidad como metas futuras de su cine.
La muerte de la mujer aparece prefigurada en un sueño y tiene la irrealidad de las pesadillas. Como en
Shakespeare (“Estamos hechos de la estofa de los sueños”), como auguraba Eliphas Lévi )”Los sueños son el
viaje del pasado hacia el futuro”), la muerte de Madeleine sigue el diagrama del sueño y ya no es más que un
sueño, que Ferguson tratará de reconstruir, en un proceso inverso al del pintor del retrato oval: el
recuerdo es un triunfo sobre la muerte: recoger los recuerdos, recobrar el pasado, es vencer al trágico
destino humano.
La mujer reaparece entre la vida vulgar. Pero va vestida de verde: no es su parecido con la muerta lo que nos
abre la puerta del futuro, sino su ligazón directa con el pasado. El perfil idéntico no es mayor indicio que el
simple traje verde.
Como la feble sustituta de Rebeca, Judy tiene que llenar el molde vacío de Madeleine. Ferguson la reconstruye
paso a paso desde la tumba. El vestido cotidiano cede el paso al fino traje sastre gratis, vuelve la bata de
noche negra y reanudan las visitas al restaurante donde la conoció. La boca y la comisura de los ojos
recobran su pasado aspecto. El pelo rojizo se convierte otra vez en el rubio ceniza -y en una de las escenas
más bellas, más memorables que recuerda el cronista (la música sensual y misteriosa, evanescente; la
imagen difuminada y tenue; la sonrisa de eterna Mona Lisa de la mujer cuando vuelve del baño): Judy es
Madeleine que ha regresado de entre los muertos.
Un mito eterno
De entre los muertos es una obra maestra y con los años se verá su importancia. No solamente es el único
gran film surrealista, sino la primera obra romántica del siglo XX. Sus elementos son cotidianos y su materia
es la que se ve al doblar de la esquina. Sin embargo hay en ella un misterio que parecía exclusivo de los
dramas románticos. Él es un detective que persigue una huella armado de la lógica y la razón; ella maneja un
Jaguar. La escena es el San Francisco actual y de tal manera moderno que uno de los personajes lamenta la
fuga de los viejos días de la fundación. Pero cuando Ferguson la busca, va a los símbolos románticos: el
ramillete de rosas, la cabellera dorada, los sitios visitados.
En cierta forma, Vértigo es una visión americana del mito de Orfeo. Ferguson y Madeleine han nacido para
amarse y el encuentro parece arreglado por los dioses. Ella es una criatura marcada por la destrucción y las
señales trágicas están dondequiera: en un sueño persistente, en una maldición familiar, en la casualidad de
un encuentro. Ferguson se niega a ver los signos con una estupidez que Orfeo ya había pagado cara muchos
siglos antes de Sócrates: la razón no puede vencer jamás el fatal destino. Madeleine es reclamada y
desaparece. Tiempo después, Ferguson inicia una búsqueda por los infiernos y baja al corazón de la
pesadilla, al mundo de los locos, a la vida diaria. Encuentra a Madeleine y trata de rescatarla de las manos
de la muerte. Pero no debe mirar atrás, nunca. Él se empeña, mira cara a cara el pasado y Madeleine -como
Eurídice- desaparece de nuevo. Esta vez para siempre. La primera parte del film hace creer al espectador en
lo sobrenatural. La segunda parte, en el natural mundo del misterio policíaco. Sin embargo, la primera parte
está regida por los sueños y termina con la pesadilla que ya es famosa -haciendo cine de vanguardia,
Hitchcock tiñe un paisaje de rojo y azul y el cementerio por donde camina Ferguson, alternativamente, se ve
rojo y azul y el cementerio por donde camina Ferguson, alternativamente, se ve rojo y azul en contraste con
las ráfagas de realidad que se cuelan por los intersticios; hay sobreimpresiones, desintegraciones de la
imagen y ese mundo de realidad concreta que esconde una perturbadora vedad m´gica, como en los cuadro
surreales de Magritte, mientras que en la segunda parte la locura es el amor y su muestra física de
perduración hasta más allá de la muerte: la necrofilia. Hay una revelación importante casi a mitad de la cinta,
pero esta misma revelación -que el cronista no comprendió de momento- hace más evidente la intención de
terminar con el asunto policíaco y quedarse con el tema pasional: desde aquí se presiente que el verdadero
misterio no es saber quién mató a quién, sino quién es quién, y el policía desde el principio estaba en lo
cierto: es la identidad de Madeleine el asunto en cuestión. Pero el mismo final muestra que siempre
Ferguson estuvo enamorado de una muerta y cuando se le ve pendiendo del doble abismo de su
consternación y el alero, hay la certeza de que él proseguirá la búsqueda de Madeleine: par él lo
importante es recobrar el pasado, el minuto aquel en que conoció de veras el amor y que regresa en una
forma magistral y extraña y temerosa, cuando besa a la réplica de Madeleine y el cuarto y el tiempo
presente se disuelven y regresa la cochera del pasado y el primer beso -el cronista confiesa que esta
resurrección es la escena filmada por Hitchcock que más le ha asustado, por ser precisamente la que menos
tiene que ver con ese miedo mecánico y externo que se llama suspense y sí con el miedo ancestral de la
pérdida del tiempo actual por la recuperación total del recuerdo.
[...]
El maestro
[...] (primer párrafo)
Hitchcock es mirado como un humorista y muchas veces lo es. Pero como dice el crítico Jean Douchet,
aparentemente su reino es el suspense, no en el sentido visceral que lo entiende, por ejemplo, Clouzot, sino
en un contexto casi metafísico. Las claves del miedo, el casi supersticioso temor a desatar los mecanismos
del mal, la coincidencia y el trastrueque de identidades permiten reconocer en Hitchcock una mentalidad
mucho más rica que la religiosa: el temperamento mágico. Un hombre que propone características -las
macabras- más allá de la realidad a un objeto cotidiano como un hueco, es un presocrático. Para Hitchcock
todo es misterio y la vida diaria -el ajetreado mundo moderno- esconde tantos arcanos como el mundo
gótico. [...] (terminar este párrafo)
[...] (siguiente párrafo)
(siguiente párrafo)
Ahora, 15 años después, Hitchcock, en total dominio de la fluencia, puede en Vértigo mostrar su estilo sin que
estorbe a la historia. Hay múltiples acercamientos en la película, pero sólo tres close-ups cortados. Cuando la
cámara se mueve de un objeto a otro para ponerlos en relación -peinado de Kim Novak idéntico al peinado
de la mujer del cuadro; ramillete de la mujer del cuadro igual al ramillete recién comprado por la Novak-
la cámara se mueve lentamente de un objeto a otro y, al crear un tiempo propio, hace en el camino una
estela de duda, que es el refinamiento del suspense. Esta manera de relatar -copiada por los jóvenes
realizadores franceses- la que permite a Alfred Hitchcock dar a De entre los muertos ese ritmo fluyente y
refluyente, de ola y resaca, de vaivén del tiempo sobre el espacio, de fluir etéreo, que es el exacto
vocabulario sensual y mágico para esta película tan atrayente, tan obsesiva y fatal como la mirada que se
tiende al abismo bajo los pies. Esa sensación de estar arriba en la cima y sentirse atraído por el fondo del
abismo de querer hundirse en la sima y sentir aterrados que los deseos van a realizarse de manera inminente,
ese viaje del espacio por el tiempo y la exacta sensación de que el fondo sube hasta nosotros al tiempo que
nosotros bajamos hasta el fondo, curiosamente, se llama vértigo.