Relación terapéutica con el niño y

el adolescente
Relación terapéutica con el infante, proceso
de avaluación y diagnóstico en la
psicopatología infantojuvenil
CONTENIDO
1. Objetivos

2. Introducción

3. Características del infante y del adolescente

Características comunes del menor que favorecen la relación
4. Establecimiento de la alianza terapéutica con el menor
¿Qué es la alianza terapéutica?
Acompañamiento, contención y escolta
5. Claves de la relación terapéutica
Actitudes y características básicas del terapeuta que favorecen la relación
6. Resumen

7. Referencias

Objetivos
En este tema se pretende conocer las características
principales del infante y del adolescente, con el fin de
distinguir cuáles son los rasgos más comunes en estas
diferentes etapas vitales.
Por otro lado, se estudiará la relación terapéutica entre
el psicólogo o psicóloga y el niño/a y adolescente,
con el fin de describir la importancia de la alianza
terapéutica con el menor.
Por último, se conocerán las claves principales para
una relación terapéutica adecuada y eficaz en la
terapia psicológica.
Introducción
En la relación terapéutica entre un psicólogo/a y un
menor, existen variables tanto por parte del infante
y del adolescente como por parte del profesional de
la psicología, que van a determinar de qué forma se
establezca la relación entre estos, y de ahí, influirá en los
resultados de la intervención.
Determinadas características del menor como es la
dificultad para expresar el origen de los problemas
que presentan, o también, la falta de dominio del
lenguaje, van a dificultar el proceso de establecimiento
de la relación y la alianza terapéutica. Sin embargo,
características como la predisposición a acudir a la
terapia, van a favorecer a la relación terapéutica.
Por otro lado, el primer encuentro es un factor clave
que va a forjar los cimientos para que tanto la relación
terapéutica como el resultado de la terapia sea positivo
a largo plazo. También, la alianza terapéutica debe
ser funcional y adaptativa para que los límites entre
ambos actores de la relación terapéutica, estén bien
establecidos y la intervención sea eficaz.
Por otro lado, existen determinadas características
y actitudes del terapeuta que son fundamentales y
necesarias para que exista una relación adecuada entre
ambas partes, y que van a determinar en qué grado se
cumplen los objetivos terapéuticos, cómo se adapta el
paciente a la terapia y también, en el grado en que los
resultados de la intervención sean positivos.
Características del infante
y del adolescente
La población infantojuvenil tiene ciertas características
comunes del menor que dificultan la relación, que van a
influenciar de forma negativa en la terapia psicológica
entre el menor y el terapeuta.
En primer lugar, se considera que la población
infantojuvenil puede presentar dificultades a la hora de
definir los problemas y comunicar la información sobre
las dificultades y situaciones que están vivenciando. Esta
Relación terapéutica con el niño y el adolescente 3
dificultad es mayor cuando se trata de niños muy pequeños
que aún no tienen un dominio del lenguaje adecuado.
El manejo del lenguaje es una herramienta fundamental
para que el profesional de la psicología pueda
realizar una adecuada intervención. Es por ello que
los profesionales dedicados a esta área deben tener
las herramientas y habilidades necesarias para
poder interaccionar con el menor y obtener los datos
necesarios para establecer la intervención óptima.
Otra de las características principales del menor que
influyen negativamente en la terapia, se relacionan con
las dificultades que tienen los infantes, a la hora de
definir exactamente el problema que les ocurre. Entre
estas se encuentran (1).
• Definir el problema de forma abstracta, inconcreta
y variante.
• Establecer como problema principal una situación
que no es el origen de la dificultad, sino que es más
bien una vivencia menos importante.
• Explicar el problema de forma incompleta y superficial.
• Expresar una situación como problemática que no
se puede considerar como tal.
Además, los niños más pequeños tienden a describir
situaciones problemáticas como superficiales, por lo
que el terapeuta debe distinguir cuando se trata de
una situación problemática camuflada en el niño. O
también, por el contrario, un menor puede definir como
un problema, a una situación que simplemente ha sido
un episodio pasajero.
Sin embargo, el terapeuta debe considerar todos los
datos que son descritos por el niño en relación a su
problema, pues, muchas veces, aportan más información
de lo que puede parecer en un principio.
Los niños más pequeños suelen tener problemas a la hora
de verbalizar lo que les ocurre, porque tienen recursos de
lenguaje más limitados debido a la etapa evolutiva en la
que se encuentran, por lo que esto dificulta la relación
con el terapeuta y la identificación del terapeuta sobre el
problema que tiene el niño.
A pesar de esto, los adolescentes también suelen
presentar problemas para verbalizar sus dificultades,
porque se encuentran en una etapa en la que es
característica la falta de confianza en las personas
desconocidas, y más, si se trata de un profesional que en
un principio le puede parecer un enemigo.
Asimismo, los adolescentes suelen proporcionar una
información parcial y deformada sobre lo que les ocurre,
sobre sí mismo o sobre el mundo, y es cuando el terapeuta
debe saber establecer las preguntas adecuadas y
explorar las diferentes opciones sobre lo que expresa
el paciente, además de contrastar la información con el
entorno del niño, con el fin de descartar posibles mentiras
o distorsiones de la realidad que tenga el menor.

Otra de las características que influyen negativamente a la
relación e intervención psicológica, es la capacidad para
manipular la información, sobre todo en los adolescentes,
ya que, en numerosos casos con pacientes que presentan
problemas de conducta, tienden a tergiversar y contar la
información según su propia conveniencia.
Por otro lado, la desconfianza es un factor clave que
dificulta la intervención psicológica porque, afectan a
la apertura emocional del infante y también, potencian
las dificultades de expresión verbal. Cuanta más
desconfianza exista entre el paciente y el terapeuta, el
porcentaje de un buen pronóstico disminuye.
La timidez, tanto en los niños como en los adolescentes,
es un rasgo que suele impedir que el terapeuta obtenga
la información necesaria, y, por tanto, se dificulta la
terapia porque esta población tiende a estar reticente a
hablar sobre los problemas que les afectan, sobre todo
en los adolescentes, cuando se trata de dificultades
relacionadas con temas de índole sexual o problemas
sociales como el bullying.
Las dificultades aumentan cuando se trata de temas
emocionales y sociales que son definidos por la sociedad
como vergonzosos o que están muy estereotipados.
Por ejemplo, la exploración sexual, las orientaciones
sexuales, los casos de acosos, las dificultades para
socializar, los actos de ira excesiva, entre otros.
Sumado a esto, otra de las características que perjudican
a la relación entre el terapeuta y el paciente, y, como tal,
al éxito de la terapia, es que al tratarse de la población
infantojuvenil, en la gran mayoría de los casos, los
menores no acuden a consulta por motivación personal,
sino que son obligados o llevados por los tutores legales.
Esta característica es fundamental, porque ya se parte
de la base de que existe una desmotivación y renuencia
a realizar una terapia psicológica profesional. Por ello,
una de las herramientas que suelen usarse con esta
población es empezar la alianza terapéutica partiendo de
los gustos e intereses del paciente, y también otorgarle
un papel activo en su propio proceso terapéutico.
Por otro lado, no todos los pacientes menores que
acuden a terapia, sobre todo los adolescentes, están
suficientemente motivados como para invertir el
esfuerzo de trasladarse hacia una consulta psicológica
y perder al menos una hora de su tiempo con un adulto
que no le aporta seguridad y confianza.
Suelen considerar que no les va a ayudar en nada, que
no es de utilidad en su vida, y en muchas ocasiones,
tienden a negar el problema que les ocurre o restarle
valor disminuyendo la importancia del mismo, y, además,
presentan altas tasas de tratamientos interrumpidos.
Por ello, es preciso potenciar la motivación para prevenir
el abandono y mejorar los resultados obtenidos y el
pronóstico futuro (1).
Relación terapéutica con el niño y el adolescente 4
La adolescencia puede considerarse una oportunidad
evolutiva para reconstruir y reparar modos de
funcionamiento psicológico, siendo uno de los periodos
donde se dan las crisis normativas más significativas
del desarrollo. Durante esta etapa, suelen intensificarse
algunas formas de trastornos emocionales y
conductuales, por lo que es una etapa que complica la
relación e intervención terapéutica.
Por otra parte, la inmadurez psicobiológica es un factor
que puede dificultar la relación terapéutica y el proceso
de intervención, porque los niños, sobre todo en edades
tempranas, no suelen tener todas las herramientas,
capacidades y habilidades bien desarrolladas, por lo
que el terapeuta debe adaptarse y debe adaptar el
tratamiento a los niños y adolescentes para obtener un
buen resultado en la terapia.
A su vez, otro de los factores de los niños y adolescentes,
es la existencia de enfermedades o déficits
incapacitantes. Es el caso de niños con rasgos autistas,
con hiperactividad o déficit de atención, discapacidad
intelectual, dificultades motoras, entre otros.
De esta forma, el terapeuta debe tener estrategias de
tratamiento adaptables a estos casos, y debe saber
cómo intervenir y llevar la guía de la terapia para que se
consiga el resultado favorable para el paciente.
Características comunes del
menor que favorecen la relación
Existen ciertas características del menor que favorecen
la relación y la intervención con el psicólogo o psicóloga.
Entre estas se encuentra la existencia de la motivación
por descubrir experiencias nuevas, esto puede servir
como un punto favorable para la terapia, ya que los niños y
adolescentes descubren nuevas experiencias en la terapia,
relacionadas tanto sobre sí mismos, como sobre el mundo.
También los niños y adolescentes pueden tener una mayor
capacidad de apertura emocional que los propios adultos,
por lo que, si se encuentran en confianza con el psicólogo o
psicóloga, pueden ser capaces de expresar lo que sienten y
afrontar las emociones tanto positivas como negativas que
vayan surgiendo en el proceso de la terapia.
Las habilidades de regulación emocional e identificación
emocional son de gran importancia en la terapia, porque son
lo que permiten que el niño o el adolescente pueda trabajar
y adaptarse a todas las emociones a las que el terapeuta le
va haciendo enfrentarse durante la intervención.
A su vez, la confianza es una de las características
relacionadas con el mayor éxito de la terapia, pues, cuanta
más confianza y seguridad sea recibida por el menor, mayor
implicación y predisposición tendrá de cara a superar sus
dificultades y avanzar en el proceso terapéutico.
Por otro lado, la predisposición que tenga un niño para
acudir a la consulta de un psicólogo o psicóloga, es un
factor fundamental para el beneficio de la psicoterapia, ya

que no solo describe la aceptación del paciente a recibir
ayuda profesional, sino que revela la demanda de ayuda que
tiene el menor para enfrentarse a cualquier dificultad que
presente. Esta es una de las variables positivas para el buen
pronóstico en psicoterapia con la población infantojuvenil.
Además, se considera que la espontaneidad y
autenticidad son variables que van a contribuir a cómo el
terapeuta va a recabar la información, pues cuanto más
natural se muestre un menor en el entorno de la consulta
psicológica, mayor relación tendrá con la realidad del
paciente y de su entorno.
De esta forma, el terapeuta puede recopilar los
datos e información necesaria para planificar la
intervención, pues tendrá una base más fiable de
cara a no encontrarse con confabulaciones, mentiras,
ocultamientos, entre otros factores.
Por último, las herramientas y habilidades de
verbalización que tenga un infante, son fundamentales
para que el niño pueda expresar lo que siente, cómo
lo siente y toda la información relacionada con las
experiencias que ha vivenciado. Así, las competencias
verbales serán favorables para que el profesional de la
psicología pueda obtener la información antecedente
del problema, y también, para entender en primera
posición cómo y de qué forma se encuentra el paciente
ante determinada situación.
La fluidez verbal es necesaria para que el infante pueda
expresar todo lo que siente, sin tener en cuenta la
veracidad o no de los hechos, sino, el poder contar sus
experiencias desde su propio punto de vista y de forma
ordenada, estructurada, y con un sentido lógico.
Sumado a esto, el nivel cultural y académico del niño y
del adolescente, son un punto a favor para la intervención
psicológica. Se relaciona, con la capacidad que tiene el
menor para entender los términos más técnicos a los
que le hace referencia el profesional. Y también, implica
la capacidad para comprender lo que ocurre tanto en su
propia vida, como en el mundo.
Un ejemplo donde el nivel cultural y académico es
favorable, es de cara a los menores que presentan
problemas de consumo de sustancias, en los que el
terapeuta les hace enfrentarse a situaciones reales
del mundo donde se ven las consecuencias negativas
de este acto. Así, los menores con un nivel mayor en
estos ámbitos, suelen comprender mayormente, las
consecuencias negativas que tiene el consumo de
sustancias cuando lo ven reflejado en la sociedad.
Por lo tanto, la gran parte de las características que
pueda tener un niño o un adolescente de cara a la
influencia positiva hacia la terapia, se ven relacionadas
con elementos que promueven el éxito de la terapia.
Relación terapéutica con el niño y el adolescente 5
Establecimiento de la alianza
terapéutica con el menor
La manera en que se entabla desde el inicio una relación
con un paciente dispone el escenario para lo que le
seguirá en el proceso terapéutico, e incluso, va a influir
en el resultado final de la terapia. En este primer acto
de la relación terapéutica se debe considerar el estado
psicológico, físico y emocional en el que se encuentra
cualquier paciente, y sobre todo un niño y un adolescente,
en el primer encuentro.
Al iniciar el tratamiento, el psicólogo/a debe enfocarse
en el desarrollo de una relación cálida, segura y
de aceptación. Desde la perspectiva cognitiva, la
empatía es el elemento que promueve la exploración
y la creación de la relación terapéutica y facilita el
procesamiento emocional, por lo que es una relación
recíproca entre el paciente y el terapeuta.
El estado inicial en el que se encuentra un niño y un
adolescente, no sólo está condicionado por el motivo de
la consulta, sino sobre todo por tener que comenzar una
relación con un adulto al que no conoce y del que tendrá
unas expectativas a consecuencia de su fantasía y de
cómo haya sido remitido a él (2).
En el primer encuentro, es habitual que en muchos casos
se hayan dado algunas descripciones del paciente que
acudirá a consulta por primera vez inadecuada, sobre
todo si se trata de niños o adolescentes con problemas
de conducta. En muchas ocasiones, es frecuente que se
describa a un paciente en potencia como “un monstruo,
incontrolable y peligroso”.
En cambio, cuando el paciente se encuentra ante el terapeuta
en consulta, resulta que se trata de un niño aterrorizado con
un comportamiento posiblemente disruptivo y negativo,
que es consecuencia de un proceso de aprendizaje o de la
vivencia de experiencias traumáticas.
Por ello, en los primeros momentos, el menor se
encuentra en un estado elevado de ansiedad, debido a
que se encuentra ante un adulto desconocido, del que no
sabe si va a aportarle seguridad y confianza, o si, por otro
lado, va a juzgarle y sentenciarle desde el inicio.
Por lo tanto, es necesario que el terapeuta actúe
con sensibilidad y comprensión ante el paciente
infantojuvenil, no sólo debido al estado en el que este
se encuentra, sino también de cara al establecimiento
adecuado de la alianza terapéutica, y como tal, de cara al
buen pronóstico del proceso de terapia.
Debido a esto, en el primer encuentro con un paciente de la
población infantojuvenil, se debe evitar la interacción donde
predomine la superioridad del profesional ante el menor, pues
se producirá cierto desequilibrio que lo que va a ocasionar
es una situación de superioridad nada positiva para el
tratamiento con niños y adolescentes, por lo que la relación
terapéutica no será favorable a la seguridad y confianza que
debe sentir el paciente en un proceso terapéutico (1).

Es cierto que la relación terapéutica debe ser asimétrica,
es decir, que debe haber un profesional y un paciente.
Como es natural el profesional es la autoridad, en
términos relativos, pues se refiere a que el profesional
es el que debe encargarse de guiar la terapia y ayudar al
paciente a avanzar en su proceso.
Sin embargo, desde el inicio, se debe actuar para que
el paciente encuentre en la situación de autoridad un
descanso y no una preocupación. De la autoridad o del
profesional se puede aprender, pero de aquellos que
se relacionan como superiores no, ya que cambiar la
relación superior-inferior siempre implica la perdida de
uno de los actores. La relación terapéutica debe basarse
en el crecimiento mutuo y no en la perdida de ninguno de
los actores de esta relación.
Si desde el primer encuentro el niño o el adolescente
se siente ante un ser superior, la desconfianza y la
inseguridad aumentarán, al igual que el estado de
ansiedad, por lo que se sentirán incapacitados. De
esta forma, la terapia se verá perjudicada porque los
menores se retraerán y con ello aumentará su dificultad
para autodescubrirse y para desarrollar la apertura
emocional necesaria en terapia.
No obstante, lo peor para este primer encuentro no es
la superioridad sino la inexperiencia, sobre todo aquella
que lleva a no actuar por lo que está ocurriendo en
ese mismo momento, sino que se actúa por lo que se
presupone que le ocurre al paciente. El terapeuta no debe
dejarse influenciar por los sesgos ni por las primeras
impresiones, si lo hace, estará prejuzgando y situando al
paciente en una posición inferior.
Relación terapéutica con el niño y el adolescente 6
En el primer encuentro se forjan los cimientos del
vínculo terapéutico, por lo que es imprescindible para
el éxito de la terapia, sobre todo, de cara al fomento de
la motivación del niño y del adolescente para acudir a
consulta y no abandonar el tratamiento.
El vínculo terapéutico, es singular y similar al que se
produce con las personas esenciales en las etapas más
tempranas de nuestra existencia. Este se establece en un
marco de seguridad y de interacción entre el terapeuta y
el paciente que se basa en la confianza y en el respeto
entre ambos actores del proceso (3).
Por lo tanto, cuando el vínculo terapéutico se establece, no
sólo mejoran los síntomas y se disipan los conflictos, sino
que aparece una capacidad en el niño o en el adolescente,
para seguir en su proceso terapéutico, y enfrentarse a las
adversidades tanto pasadas como futuras.
¿Qué es la alianza terapéutica?
El concepto de alianza terapéutica tiene su origen en el seno
del modelo psicoanalítico, desde Freud, se mencionaba la
importancia de este acto, y, aunque no utilizó este concepto
como tal, dio a conocer que antes de que el terapeuta
proporcione al paciente sus primeras interpretaciones,
debe establecerse en la relación un adecuado rapport
(grado de afectividad entre paciente y terapeuta), siendo
la adherencia del paciente al tratamiento y al terapeuta el
primer objetivo de la intervención psicológica (3).
Así, la alianza terapéutica se considera como el elemento
principal que dará lugar al cambio en el paciente y, por
tanto, a la consecución del éxito del proceso de terapia.
Por ello, la alianza terapéutica implica la existencia de
una relación positiva entre el paciente y el terapeuta.

La relación positiva se refiere a la presencia de aspectos
funcionales que fomentan la relación adecuada entre el
paciente y el psicólogo. En esta alianza es fundamental la
empatía, la confianza mutua y la aceptación entre ambas
partes de la relación terapéutica, por lo que estas variables son
las bases para que la alianza terapéutica ocurra. El paciente
no debe sentirse inferior, ni juzgado ni en contradicción con
el psicólogo o psicóloga, pues, la consecuencia será que no
se establezca el vínculo terapéutico.
Por otro lado, la alianza terapéutica implica la existencia
de un acuerdo entre dos actores (paciente y terapeuta)
en el que existen una serie de objetivos claros y concisos
sobre lo que se pretende conseguir en la terapia, por lo
que ambas partes son conocedoras de lo que se va a
realizar en cada momento del proceso de terapia.
Así, una relación terapéutica funcional y adecuada, se
caracteriza por el hecho de que:
• Tanto el paciente como el terapeuta perciben
la importancia y relevancia de las tareas,
estrategias, procedimientos y recursos que se
utilizarán en el proceso.
• Cada uno de los actores está dispuesto a aceptar
la responsabilidad de la realización de las fases y
procesos existentes en el proceso de terapia, por
lo que ambas partes están comprometidas para
lograr los objetivos finales de terapia.
El modelo de Bordin sobre la alianza terapéutica (4),
considera que esta alianza está formada por tres
componentes relacionados entre sí, entre los que se
encuentra, el acuerdo en las tareas, el acuerdo en las metas
y el vínculo positivo entre el paciente y el terapeuta. Por ello,
se considera que la alianza terapéutica es mayor cuando
existe un acuerdo superior entre las dos partes implicadas
sobre el proceso de terapia y cuanto más adecuado y
funcional sea el vínculo entre el paciente y el psicólogo/a.
De esta forma, se sostiene que la alianza terapéutica es
el elemento que va a determinar en mayor medida, que
tanto la relación terapéutica como la terapia psicológica,
sean favorables para el buen pronóstico y para su avance
en su propio proceso de terapia, de cara a enfrentarse a
los problemas y adversidades que se le presenten.
Acompañamiento, contención y
escolta
El acompañamiento se refiere al papel del terapeuta
en el proceso de terapia con el paciente y su familia,
sobre todo en el caso de los menores, que consiste en
guiarle a lo largo de la terapia y ayudarle a conseguir las
herramientas necesarias para que el propio paciente sea
capaz de lograr activamente sus objetivos terapéuticos.
No acompañar al niño o al adolescente en este proceso,
podría implicar el abandono y desmotivación de este
hacia la terapia, por lo que se interfiere en el bienestar
personal del paciente, que es el fin objetivo de la
profesión de un psicólogo o psicóloga. Además, el no
Relación terapéutica con el niño y el adolescente 7
acompañar a los padres y/lo cuidadores principales,
produce que no sigan llevando al menor a terapia.
En relación a lo anterior, normalmente, los adultos
suponen que los cambios deben notarse desde las
primeras sesiones, pero la realidad es que el proceso
de cambio de un sujeto, y sobre todo de un menor
que tenga graves dificultades y/o problemas en el
comportamiento, ocurre de forma progresiva y al ritmo
específico que requiera cada persona.
Por ello, el psicólogo a pesar de establecer un objetivo
de sesiones aproximadamente concreto debe tener en
cuenta e informar a los adultos, el tiempo y las posibles
complicaciones que ocurren en cada caso, con el fin de
evitar el abandono de las sesiones.
En el acompañamiento es necesario que el terapeuta
conozca las normas y los valores de los contextos
socioculturales de sus pacientes, esto incluye las
expectativas que el paciente tenga y las expectativas que
el entorno tenga del paciente. Un conocimiento directo
de todos los contextos es imposible, por lo que habrá
que basarse en las informaciones proporcionadas por
los pacientes, por personas de su entorno y por posibles
publicaciones al respecto (1).
El terapeuta debe mostrar su interés y disposición a
ayudar al sujeto, dedicar un tiempo y sus habilidades
para comprender y ayudar al paciente durante todo el
proceso de terapia. En el acompañamiento terapéutico
dominan las necesidades e intereses del cliente, además
se debe supervisar la aplicación del tratamiento, y
ofrecer retroalimentación.
Se debe acompañar al paciente en todos los momentos
de la terapia, de esta forma, el paciente sentirá que
su terapeuta está presente de manera constante.
Acompañar no implica solo con la presencia, sino de
implicar al propio sujeto en su proceso de superación de
los problemas que presenta.
Por otro lado, la contención se refiere al papel del
terapeuta para establecer una relación asimétrica con
una autoridad acompasada, y también, al establecimiento
de límites entre el paciente y el terapeuta.
Esto se refiere a que el paciente, en este caso el niño
o el adolescente, no debe sentir que el psicólogo es su
amigo o algún familiar cercano, sino que debe entender
que es una figura que pretende preservar su bienestar
psicológico, físico y emocional, sin traspasar los límites
éticos de la relación terapéutica.
La gran mayoría de los niños y sobre todo los adolescentes
que acuden a consulta psicológica, tienen problemas de
contención, en el sentido de que no pueden respetar la
autoridad que tienen delante. Esto significa que no tienen
límites desde la autoridad, normalmente, suele tratarse
de estilos educacionales ausentes y de confusiones de
roles entre los cuidadores principales y los menores.

Por ello, la autoridad adecuada en terapia, sin ser un dictador
ni obviando la empatía, es necesaria en la consulta. En los
casos de adolescentes, la autoridad es fundamental en
los casos donde hay problemas de conducta disruptiva y
oposicionista, por lo que es otro de los elementos que se
deben incorporar si se quiere tener éxito en la terapia.
El terapeuta debe tener la capacidad de contener el
sufrimiento y las emociones desadaptadas del sujeto. Es
cotidiano encontrar en los pacientes deseos socialmente
negativos, estos deseos muchas veces son secundarios
a la carencia básica. La rabia, la ira, el odio y otras
emociones hostiles propias de sujetos marcados por el
rencor y el maltrato, así como la tristeza, la vergüenza,
el miedo o la autopunición son otras expresiones de la
vivencia de experiencias traumáticas.
Todos estos deseos y tendencias deben ser contenidos,
para que se puedan canalizar de forma adecuada. Contener
al paciente es una demostración de capacidad por parte del
terapeuta, se trata de ofrecer al paciente un control del que
carece, y de ahí, darle las herramientas para que el mismo
pueda enfrentarse y controlar su propia vida.
En cuanto al papel de escolta, se refiere a una aceptación
incondicional, es decir, aceptar al paciente tal y como es,
y debe mostrar a este que es una figura de autoridad que
no emite juicios de valor, sino que trabaja para fomentar
el valor de los individuos (1).
La figura de escolta es muy parecida al papel de
acompañamiento, salvo que como escolta el terapeuta
debe asegurarse de que el paciente cumple con las
tareas, los objetivos y con los planes establecidos para
la intervención terapéutica. Ser escolta es una función
vital para el psicoterapeuta, que consiste en observar,
orientar y proteger al paciente.
Así pues, el terapeuta acompaña al paciente y le contiene en
el proceso terapéutico, pero también le guía y le proporciona
las herramientas adecuadas para que el propio sujeto
avance por el proceso de la forma más óptima y funcional
posible (escolta). El terapeuta sirve de guía y apoyo, y debe
dotar de autonomía al paciente en su proceso de cambio,
haciendo el proceso más significativo, ya que el propio
paciente ha sido partícipe de su terapia y no ha sido un
elemento inactivo en el proceso.
Claves de la relación
terapéutica
En primer lugar, se encuentra la escucha activa, que se
entiende como la capacidad del terapeuta para saber
escuchar todo aquello que describe un paciente, sobre
todo, cuando se trata de niños y adolescentes.
Saber escuchar es fundamental en la terapia psicológica,
pues es una herramienta que facilita que las personas que
acuden a consulta puedan hablar lo que deseen sobre
ellos mismo y sobre sus dificultades. La escucha es lo que
permite que el paciente no se encuentre en incomodidad,
Relación terapéutica con el niño y el adolescente 8
debido a la interrupción constante en su diálogo. El
psicólogo/A debe saber escuchar incondicionalmente a
la persona para obtener toda la información necesaria (5).
Además, la escucha activa aumenta la probabilidad
de comprender adecuadamente al sujeto, pues, se
permite prestar atención total al sujeto que se tiene
delante en la consulta, se trate de un niño, de un
adolescente o de un adulto.
Mediante la escucha activa se potencia la relación
terapéutica, porque el paciente se siente escuchado,
apoyado y entendido, pues hay una persona que está
centrado completamente en escuchar su diálogo de
vida, por lo que va a influir en el establecimiento de la
confianza, seguridad y comodidad en la terapia.
Asimismo, la escucha activa hace que los clientes
se sientan responsables de su propio proceso de
cambios, pues la imagen del terapeuta es de un
profesional que colabora en su proceso terapéutico,
no como el experto que todo lo resuelve (5).
Por último, si existe escucha activa en la intervención
psicológica desde el inicio de la terapia, por norma
general, se aumentan las probabilidades de que la
intervención terapéutica tenga éxito.
Se considera que la escucha activa implica tres actividades
fundamentales que describen su función principal (1).
• Recibir el mensaje: mostrar atención e interés por el
mensaje, tanto a los aspectos verbales como a los
aspectos no verbales del cliente.
• Procesar los datos atendidos: se refiere a saber
discriminar las partes que son importantes del
discurso, de las partes superficiales del mismo.
También, se trata de poner un significado a aquello
que cuenta el sujeto.
• Emitir respuestas de escucha: se trata de emitir
respuestas que fomenten el sentimiento de
sentirse escuchado del paciente y que permitan que
continúe con su diálogo. Pueden ser respuestas
verbales (“entiendo”; “continúe”, “le escucho”, “sí”),
o también, físicas (asentimiento con la cabeza,
mirada agradable, inclinación de la cabeza,
expresión facial de comprensión).
Por otro lado, se encuentra la empatía, que se entiende
como la capacidad del terapeuta para comprender al
cliente desde sus vivencias y desde su punto de vista, en
vez de guiarse únicamente por los propios pensamientos
y emociones que tenga el profesional.
La empatía implica la capacidad de saber comunicar a
la persona, tanto de forma verbal como no verbal, que
se entiende y se comprende su situación, sus vivencias,
sus problemas y dificultades y su necesidad de acudir a
consulta. Por ello, la empatía requiere que el terapeuta se
sitúe en el marco de referencia del sujeto y comprenda
por sí mismo, los sentimientos, las emociones, las
percepciones y acciones del cliente (5).

Se trata, por tanto, de tener un punto de vista alejado de
la objetividad clínica, sino más bien de posicionarse en
el lugar del paciente para poder comprender en primera
persona cómo el cliente está experimentando ciertas
situaciones o vivencias, tanto positivas como negativas.
Así pues, la empatía, en su nivel más alto, implica no
sólo comprender los pensamientos y sentimientos
expresados por el cliente, sino también captar las
implicaciones emocionales, cognitivas y conductuales
que aquellos tienen en su vida. Esto se describe como el
comprender el significado más allá de lo que el paciente
expresa y relata en su diálogo.
La escucha activa, el reflejo (parafrasear lo que ha dicho
el sujeto), la utilización de preguntas para clarificar lo
que acaba de contar el cliente, y, también, las respuestas
verbales o físicas, son las herramientas que permiten
expresar la empatía de un psicólogo/a hacia su cliente.
Sin embargo, la empatía para el propio terapeuta favorece
la comprensión del relato del sujeto que pretende ayudar,
permite la evitación de realizar juicios de valor sobre la vida
del mismo, y, también, fomenta la motivación del terapeuta
para encontrar las mejores soluciones e intervenciones
para ayudar al cliente en su proceso terapéutico.
Por otro lado, se considera la aceptación incondicional
como una característica fundamental del terapeuta para
la relación terapéutica y para el proceso de la terapia en
sí, pues se considera como la capacidad del profesional
para aceptar al cliente tal y como es.
La aceptación incondicional hace referencia a la no
emisión de juicios de valor hacia el cliente, y mostrar
al cliente que es una persona merecedora de valor y
dignidad. Para que la aceptación sea incondicional, el
psicólogo/a no debe imponer condiciones al paciente, ni
demostrar desaprobación o disgusto con respecto a las
conductas y comportamientos que este realiza.
Así, la aceptación incondicional se describe como la
capacidad de mostrar la aprobación y valoración al cliente
de un modo general, sin que se trate de una aprobación
selectiva, pues si es selectiva se estaría dando un nivel
de aceptación bajo hacia el sujeto, lo que va a disminuir
las probabilidades de éxito de la intervención.
Por otro lado, se considera que la aceptación
incondicional presenta una serie de componentes entre
los que se encuentran (5).
• Compromiso hacia el cliente: preocupación por
el cliente, dedicación de tiempo, de interés y
disposición a ayudar al sujeto.
• Esfuerzo por comprender: escucha activa, empatía,
herramientas de comunicación, verificación de
impresiones y feedback.
Relación terapéutica con el niño y el adolescente 9
• Actitud no valorativa: el paciente debe sentir
aceptación incondicional, sin percibir juicios de
valor por parte del psicólogo/aA. La actitud no
valorativa no tiene que significar la aprobación
personal de aquello que siente, piensa o actúa el
paciente, sino comprender y aceptar sus vivencias.
Sin embargo, la aceptación incondicional hacia el cliente
no quiere decir que el terapeuta no pueda hacer reflexionar
al paciente sobre los aspectos negativos o positivos
de determinadas conductas o comportamientos, o
sobre las consecuencias que estos puedan tener para
sí mismo o para la sociedad, pues esto es uno de los
objetivos de la terapia psicológica, es decir, sustituir los
aspectos disfuncionales en el sujeto por aspectos más
funcionales y adaptativos.
Asimismo, la motivación e involucración son un
aspecto favorable de cara a la relación terapéutica y a
los resultados adecuados del proceso terapéutico. Se
considera que el psicólogo/a debe sentirse motivado
para ayudar al paciente, por lo tanto, se refiere a la
vocación de este para ejercer su profesión con un alto
grado de interés y agrado.
Cuanta mayor motivación tenga el profesional para
realizar su trabajo de psicoterapia, mayor implicación
tendrá en cada caso y como tal, mayor motivación existirá
para conseguir los resultados de terapia más favorables
para mejorar el bienestar personal, psicológico y
emocional de cada paciente que acude a consulta.
Por otra parte, se considera que la autenticidad es una
actitud del terapeuta que favorece la relación terapéutica
y el proceso de terapia. Se define como la capacidad
de poder ser un buen profesional manteniendo la
personalidad propia y siendo capaz de comunicar y
expresar sus sentimientos, pensamientos y opiniones al
cliente, siempre teniendo en cuenta la ética profesional.
Así pues, el terapeuta poco auténtico es aquel que
enmascara sus sentimientos y opiniones, muestra
sonrisas forzadas y utiliza frases poco espontáneas
o con doble sentido. Por ello, un buen terapeuta
debe ser capaz de expresar algo de sí mismo, pero,
la espontaneidad total no es adecuada, por lo que la
expresión de experiencias, opiniones y sentimientos
debe ser en beneficio del cliente (5).
Esto último se refiere a que el profesional no debe utilizar
la superioridad ni la sinceridad sin tener en cuenta las
afectaciones que pueden producirse en el cliente, pues,
una sinceridad total a veces puede ser recibida por el sujeto
como una muestra de reproche, de crítica o de rechazo.
La autenticidad debe ser relacionada con la empatía,
con la escucha activa y con ser un buen profesional de la
psicología que ayuda al paciente a través de sus diálogos,
experiencias y conocimientos. También, se considera
que las autorrevelaciones, sirven como un ofrecimiento
controlado de información sobre sí mismo y sobre
sus reacciones a la situación terapéutica, que pueden
favorecer a la relación terapéutica con el paciente.

Sumado a esto, la competencia es una característica
del profesional que demuestra la capacidad de este
para ayudar a sus clientes a resolver sus problemas y
dificultades. Esto se relaciona con el conocimiento,
con las herramientas de control de la situación y con
los recursos (técnicas y estrategias) que tenga el
psicólogo/a para que el resultado de la intervención
consiga mejorar la situación inicial del sujeto.
Por lo tanto, la competencia de un psicólogo/a está
directamente relacionada con su nivel de experiencia
terapéutica, es decir, el nivel de práctica psicoterapéutica
que tiene el profesional y con su nivel de entrenamiento
en la aplicación de programas específicos de tratamiento
en una intervención psicológica determinada (1).
Además, en relación a esta característica, no solo basta
con que un terapeuta sea competente, sino que el cliente
sea capaz de percibirlo como tal, porque la competencia
percibida aumenta la confianza del cliente hacia el
terapeuta y, por lo tanto, aumentará la probabilidad de
que el tratamiento sea eficaz.
Por otro lado, la confianza es otra de las características
principales que tiene un profesional de la psicología y que va
a determinar en mayor grado, que la intervención terapéutica
y la relación terapéutica tengan resultados positivos.
Así, la confianza es la percepción que tiene el sujeto
de que el terapeuta trabajará para ayudarle y de que no
le engañará o perjudicará de ningún modo. También,
la confianza es el sentimiento sobre sí mismo del
profesional, que le permite afrontar un nuevo caso con
seguridad y determinación.
Por último, entre las características que tiene un
buen terapeuta, es el grado de directividad. Esto hace
referencia al grado en que el profesional tiene capacidad
para dar instrucciones, proporcionar información
adecuada y ofrecer la retroalimentación o feedback al
sujeto que acude a consulta.
El grado de directividad permite realizar preguntas para
obtener información útil, y también, engloba a la capacidad
del terapeuta para ofertar una ayuda específica al paciente.
Esta característica está directamente relacionada con la
motivación hacia el paciente para actuar sobre su propio
proceso de intervención, y también, es muestra de la
capacidad del terapeuta para refutar y desafiar las ideas
del sujeto, de forma adecuada.
Sin embargo, se considera que tanto el exceso como el déficit
de directividad pueden ser perjudiciales para el proceso de
terapia, pues, cuando existe un exceso de directividad se
dificulta que el cliente aprenda a ser más autónomo a la
hora de analizar y modificar sus problemas. Por el contrario,
cuando no existe ningún grado de directividad, se limita
al cliente de recibir una ayuda profesional adecuada para
empezar su proceso de cambio (1).
Además, el terapeuta debe tener un alto grado de
autocontrol, tanto en relación a su comportamiento,
como en relación a las propias emociones negativas que
Relación terapéutica con el niño y el adolescente 10
puedan surgir debido a las experiencias y vivencias que
describe cada paciente.
El profesional de la psicología es percibido como una
figura de autoridad que tiene una profesionalidad concreta,
por lo que se debe mostrar seguridad y control sobre sus
acciones y emociones, a la vez que se debe demostrar
respeto y valor hacia el sujeto que demanda ayuda.
Por último, se considera que las habilidades de
comunicación son fundamentales para el establecimiento
de la relación terapéutica, porque permiten interaccionar
de forma óptima con el sujeto que está demandando una
ayuda profesional. Estas habilidades comprenden las
competencias de escucha y de habla activa.
De esta forma, se considera que las características y
actitudes descritas anteriormente, son algunas de las
principales herramientas y capacidades que tiene un
profesional de la psicología para realizar un buen proceso
de terapia. Por tanto, el fin último de un terapeuta, es
utilizar todo el abanico de recursos necesarios para
obtener un buen resultado en cada nuevo caso de
intervención psicológica.
Resumen
Se han estudiado las características principales de los
niños y adolescentes que van a dificultar o favorecer al
establecimiento de la relación terapéutica. Por ejemplo, las
dificultades para expresar y describir los problemas que
tienen, las dificultades en la verbalización y en el dominio del
lenguaje, o también, la desconfianza ante el profesional, son
características de los menores que interfieren negativamente
en la relación terapéutica y en la intervención.
Por el contrario, la confianza ante el terapeuta, la
motivación y predisposición a acudir a consulta, junto
con la apertura emocional, son características de los
menores que favorecen a la relación terapéutica.
Además, se estudió que el primer encuentro entre el paciente
y el menor es imprescindible para que se establezca
un adecuado vínculo terapéutico y una correcta alianza
terapéutica. Cuando el vínculo terapéutico es adecuado, no
sólo mejoran los síntomas y se disipan los conflictos, sino
que también se motiva al paciente a seguir en la terapia.
El terapeuta tiene ciertas funciones de cara a la relación
terapéutica con el paciente, entre ellas se encuentran
el acompañamiento, la contención y ser escolta. Estas
funciones van a aumentar las probabilidades de que el
resultado de la terapia sea positivo para el paciente y van
a fortalecer la alianza y vínculo terapéutico.
Por último, existen ciertas características y actitudes del
terapeuta que van a permitir el desarrollo de la relación
terapéutica y también influenciarán de forma positiva
al buen pronóstico de la intervención. Entre estas se
encuentran la escucha activa, la empatía, la competencia,
la autenticidad, la motivación e involucración y, también,
el grado de directividad.
 Relación terapéutica con el niño y el adolescente 11

Referencias
1. Bados López A. Et al. Habilidades terapéuticas.
España, Barcelona: OMADO; 2011.
2. Fernández-González, O.M., Herrera-Salinas, P., y
Escobar-Martínez, M.J. (2016). Adolescentes en
Psicoterapia: Su Representación de la Relación
Terapéutica. Revista Latinoamericana de Ciencias
Sociales, Niñez y Juventud, 14(1),559-575.
Recuperado a partir de: https://www.redalyc.org/
articulo.oa?id=77344439038.
3. Andrade González N. La alianza terapéutica.
Clínica y salud, 16(1), 9-29. (2005). Recuperado
a partir de: http://www.redalyc.org/articulo.
oa?id=180616109001.
4. Bordin E. S. Theory and research on the therapeutic
working alliance: New directions. En A. O. Horvath & L. S.
Greenberg (Eds.). The working alliance: Theory, research,
and practice (pp. 13-37). New York: Wiley; 1994.
5. Perpiñá C. Manual de la entrevista psicológica.
Saber escuchar, saber preguntar. España, Madrid:
Ediciones Pirámide; 2012.