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Las expresiones del cambio social son múltiples. En las últimas décadas el mundo se ha
transformado abruptamente.
Muchas instituciones escolares tienden a replegarse, a cerrar sus puertas al cambio, a
negarlo. La escuela fue concebida para interactuar con un adolescente que ya no existe.
Quienes hoy ingresan a las aulas poco tienen que ver con aquel para el cual fueron
pensadas, o aquellos para quienes fueron formados los docentes, y ello genera una tensión
frente a la cual pocas veces se encuentra la respuesta adecuada.
La desigualdad y la diversidad entraron a las aulas de la mano de alumnos sumamente
diferentes de los clásicos, y sumamente diferentes entre ellos.
La desigualdad: se ve reflejada en aquellos jóvenes que deben estudiar y trabajar en
condiciones muy precarias, no tienen los recursos suficientes para comprar el material de
estudio.
Diversidad: La diversidad, por su parte, se expresa de muchos modos. Por un lado,
adolescentes y jóvenes provenientes de los pueblos indígenas o afrodescendientes que antes
no ingresaban a las escuelas, y ahora están en ellas. O alumnos que provienen de otros
países, con otras culturas y lenguas. También es expresión de la diversidad que irrumpe en
las aulas la presencia de adolescentes que construyen su identidad desde representaciones y
referentes muy diversos, visibles en sus modos de vestir, en sus preferencias y consumos
culturales, en sus preferencias sexuales, o en su modo de leer e interpretar el mundo.
Lo que se ve crecientemente es un desajuste en términos valorativos entre el alumno que se
quisiera tener, y aquel que efectivamente está en el aula día a día.
Este capítulo se centrará en este tema: el desprecio que muchos docentes y directivos
sienten por sus estudiantes. La reflexión se centra en el caso específico de la educación
media, aquella orientada a adolescentes y jóvenes, por ser ellos los principales destinatarios
de este tipo de representaciones discriminatorias.
Las escuelas de hoy en día están llenas de estudiantes con identidades muy diversas.
Para los adolescentes resulta una tarea muy compleja lograr que sus docentes los vean
desde sus propias construcciones identitarias. Su libertad para afirmar las identidades
personales a veces puede ser muy limitada a los ojos de los demás, sin importar cómo se
ven ellos mismos.
La escuela espera alumnos cuya familia esté apoyándolos permanentemente, y que además
sean de “buena familia”.
El alumno real es despreciado, su identidad no interesa, no hay voluntad de establecer un
diálogo basado en su reconocimiento.
Frente a ese alumno real persiste la esperanza de convertirlo en el alumno deseado, y desde
esa lógica es visible cómo se premian los esfuerzos que cada niño o adolescente hace por
aceptar esa transformación.
Una de las principales causas de desescolarización de los adolescentes, o de la dificultad de
seguir avanzando en la expansión de la educación media, está en la violencia que muchas
instituciones tienen hacia ellos al no estar dispuestas a establecer un diálogo que parta de
reconocer quiénes son, de asumir su verdadera identidad.
La elección de los alumnos ya no es una práctica para la cual las escuelas están habilitadas.
Su misión ya no es la selección, sino la inclusión.
Tampoco pueden expulsarlos, el desafío es encontrar el modo de interactuar con ellos. Más
aún, tienen que garantizar a esos alumnos una experiencia educativa exitosa, en la cual
puedan tener acceso a esos conocimientos que los constituyen en ciudadanos plenos.
el proceso educativo no es posible si no parte de un diálogo entre docente y alumno basado
en el reconocimiento mutuo. Un docente que conoce a sus alumnos muestra interés por
saber quiénes son, los respeta, deposita su confianza en ellos. Alumnos que legitiman el
lugar de su docente, lo valoran, ven en él un referente válido para su aprendizaje, alguien en
quien también confiar, con quien es posible la construcción de conocimiento.