Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Scarlet Scars 01 - Menace - J.M. Darhower
Scarlet Scars 01 - Menace - J.M. Darhower
Lorenzo
1 Se refiere a La Letra Escarlata, una novela que relata la historia de Hester Prynne, una mujer
acusada de adulterio y condenada a llevar en su pecho una letra «A», de adúltera.
2
Timadora es “sneaky”, de allí viene el juego de palabras por su tatuaje.
Rueda los ojos. —Gracioso. Si ya terminaste de maltratarme, idiota, tengo
un lugar donde estar, así que te agradecería que tú, ya sabes... —Mueve su
cabeza hacia mi mano—. ...Me sueltes.
Dudo antes de aflojar mi agarre, dejándola deslizarse de mi alcance.
Empiezo a decir algo acerca de cómo va a ser afortunada esta noche cuando un
vehículo gira alrededor de la esquina cercana, llegando a una parada.
Me vuelvo, observando mi BMW, antes de que mi atención vuelva a la
mujer. Apenas capto un vistazo de su rostro, una sonrisa en sus labios, antes de
que se vaya de nuevo, corriendo. Gira la esquina de un callejón, desapareciendo.
Eso fue fácil. Demasiado fácil.
Parecía casi divertida.
Mi mirada vuelve hacia la billetera en mi mano. La abro, encontrando la
parte de los billetes vacía. Sin dinero.
Hijo de puta.
Después de todo eso, todavía me robó.
Nadie hace eso.
Nadie.
Camino hacia el callejón y bajo la mirada, pero está vacío. No me
sorprende. Hace tiempo que se ha ido, se ha deslizado en un edificio o ha
subido una escalera de incendios o ha salido corriendo por el otro lado.
Sacudiendo la cabeza, meto la billetera en mi bolsillo, a donde pertenece,
y me dirijo a mi auto. Hago una pausa cuando cruzo la calle, recogiendo el par
de tacones altos rojos desechados en el aguanieve, dejados atrás en su prisa por
escaparse con mi dinero.
—¿Jefe? —pregunta Siete, bajándose—. ¿Todo bien?
¿Está todo bien? Infierno no.
Me vuelvo hacia él cuando me acerco. —Tengo un trabajo para ti, Siete.
—¿Sí?
—Necesito que encuentres a alguien.
—¿Quién?
—Una mujer —digo—. Cerca de metro sesenta. Cabello castaño. Ojos
cafés.
—Eso describe a la mitad de las mujeres de Nueva York.
—Sí, bueno, la que estoy buscando tiene veintiuno o algo así —le digo—.
Es guapa, curvilínea para ser tan pequeña... tiene una “S” roja tatuada en su
muñeca...
Me mira fijamente, como si esperara más información. —¿Qué más?
Me encojo de hombros, mirando los tacones altos, volteándolos para
mirar las suelas rojas.
—Su calce es treinta y nueve.
—¿Eso es todo?
—Eso es.
—No debería ser demasiado difícil —dice, parpadeando unas cuantas
veces en tanto mira el suelo—. Solo un par de millones de personas en la
ciudad.
—Ese es el espíritu —digo, golpeándolo en la espalda—. Ahora vamos a
salir de aquí para que mis bolas puedan empezar a descongelarse.
Subo en el asiento del pasajero, la calefacción está funcionando, trayendo
sensación de nuevo en las puntas de mis dedos. Le toma a Siete un momento
para unirse a mí. Sube en silencio, poniéndose el cinturón de seguridad.
Comienza a conducir. Puedo decir que algo está en su mente. Se mueve,
tamborileando los dedos contra el volante, mientras sus ojos parpadean por
todos lados. Intento ignorarlo. Lo intento. Lo hago. Pero no bromeaba cuando
dije que me quedaba sin paciencia, y no me gusta que mi sombra se distraiga.
—Di lo que estás pensando —le digo—, antes de tomar el volante y
empujarte fuera de mi auto.
Al instante se queda quieto. —Solo siento curiosidad, ¿sabes? ¿Por qué
estás buscando a esta mujer?
—Me robó.
Su cabeza se gira hacia mí tan rápido que accidentalmente se desvía en
otro carril. —¿Te robó? ¿Cómo?
—No importa cómo lo hizo. Todo lo que importa es que lo hizo. Por lo
que necesito que la encuentres para que pueda hacer algo al respecto. ¿Me
entiendes?
—Absolutamente —dice—. Solo una pregunta más.
—¿Qué?
—¿Vas a matarla por eso?
Me encojo de hombros. Supongo que vamos a averiguarlo.
Traducido por MaJo Villa
Corregido por Florpincha
Morgan
Mil dólares.
Lo cuento, diez billetes de cien dólares nuevos y crujientes, cuando me
deslizo por la entrada trasera de Mystic pasando por la puerta metálica que
alguien dejó abierta con un bloque de cemento roto (sí, porque eso es seguro...).
El bajo machacante ruge por el pasillo oscuro y sinuoso, la música saliendo de
cada dirección a medida que paso por una docena de habitaciones, algunas con
las puertas cerradas. Cada habitación tiene un ambiente diferente, con una
canción diferente reproduciéndose, y todo tipo de convergencias aquí en el
medio. Las luces parpadean, una multitud de colores, tan intensos al tiempo,
que se funden con la música que es casi como si pudieras sentirlas corriendo a
través de tu sistema.
Al pasar, puedo ver a las sombras moviéndose; pero no miro a propósito
el interior de ninguna de las habitaciones, dándoles privacidad. Es una cuestión
de respeto. A nadie realmente le gusta estar de vuelta aquí, así que lo menos que
puedo hacer es dejar que guarden cualquier fragmento de dignidad que logren
conservar.
Me dirijo hacia el frente, hacia el amplio espacio del club, la música del
pasillo ahogada por alguna canción de rap vulgar que estén tocando.
Algo sobre follar coños.
No lo sé. No me mires.
No la elegí.
Hay poca gente a esta hora (o realmente, en la mayoría de las horas...) y
las mujeres están cansadas, contando los segundos para las cuatro en punto
para que puedan volver a ponerse la ropa y desalojar el local. Ir a casa, a sus
vidas, en donde son madres, y esposas, y hermanas, en donde hacen recados y
toman clases hasta que es hora de regresar a este infierno.
Es agotador, ya sabes, entretenido y satisfactorio. La gente mirando con
desprecio al negocio, juzgando, como unos jodidos snobs, pero es un trabajo
decente, y nadie me convencerá nunca de otra cosa. Es un trabajo honesto... no
como, bueno, ser carterista.
Lo que sea.
Atravieso el lugar sin reconocer a nadie. Todos ellos mirándome con
desprecio, las mujeres usando tacones de quince centímetros para mantenerse al
nivel de los ojos con los hombres, cuando yo en realidad me encuentro descalza.
Descalza.
En un club de striptease.
Sí, no he visto mi dignidad en mucho tiempo.
La oficina se encuentra en la esquina, cerca de la entrada principal,
escondida debajo de la cabina del DJ. Me acerco a la puerta cerrada, vacilando,
antes de tocar.
La puerta se abre un poco, y me aparto de inmediato, escuchando de
cerca detrás de mí, bloqueando las cerraduras. Hace que mi piel se ponga de
gallina. Las cerraduras son el sonido del encarcelamiento.
Dos chicos jóvenes se encuentran a lo largo de un lado de la habitación,
la atención fija en una pared llena de monitores de vigilancia. Aparto mis ojos
sin tener intención de ver. Es más fácil fingir que nadie mira esas cosas. Dicen
que es por nuestra seguridad, que nos vigilan para evitar que nos hagamos
daño, pero apostaría los mil dólares que tengo que si alguien empezara a
mutilar a cualquiera de esas mujeres, esos dos idiotas se quedarían aquí
sentados y se masturbarían.
—Me sorprende verte —dice una voz detrás de mí—. Pensé que tenías
otros planes este fin de semana, ya que dijiste que no ibas a venir.
—Lo hice —digo, volviéndome hacia él. George Amello. Tiene cincuenta y
tantos años, un hombre italiano, afeitado, con una amplia sonrisa y de cabello
fino—. Hice algo de dinero.
—Hiciste dinero —dice, sentándose detrás de su escritorio, con sus
oscuros ojos sobre mí—. ¿Cómo?
—¿Importa?
Se ríe, una especie de risa bulliciosa que hace que la gente se sienta
incómoda. —No, supongo que no. ¿Cuánto tienes para mí?
Doy un paso hacia el lado de su escritorio, hacia donde está, y me siento
sobre este, sentándome en la esquina, frente a él. Mi vestido se eleva, la parte
superior de mis muslos con encaje quedan visibles. Le entrego la pila de dinero
en efectivo, y él la toma, su mirada se queda sobre mis muslos por un momento
antes de que comience a contarlos.
Cuando termina, abre un cajón del escritorio y echa el dinero en él. No
dice nada, solamente lo toma. No hace mucho tiempo solía ofrecer promesas,
palabras de aliento, pero en estos días, su ayuda es más bien una extorsión,
como si estuviera pagando por su silencio.
Bueno, como que lo hago, pero ese no es el punto aquí...
Su mano alcanza mi rodilla, antes de pasar por mi muslo, resbalando
bajo el dobladillo inferior de mi vestido, las puntas de sus dedos callosos
acariciando mi piel. Es muy manoseador, a veces queriendo sentir algo, lo llama
inspeccionar los productos, pero nunca intenta ir más lejos. Algunos podrían decir
que es un ser humano decente por eso. Yo digo que es simplemente un
impotente vergonzoso.
Ninguna cantidad de pequeñas píldoras azules conseguirá que esa
palanca de cambios se salga del parque, si sabes a lo que me refiero.
Así que lo tolero... por ahora... hasta que llegue el día en el que ya no
necesite este lugar ni su ayuda.
Hay otro golpe en la puerta, y George se levanta con un suspiro,
retirando su mano al encaminarse hacia la puerta, desbloqueándola y
abriéndola.
—Jefe —dice una voz masculina en susurros cuando alguien entra. Miro
en esa dirección, tensándome cuando veo a un tipo vagamente familiar. Joven,
con la cabeza rapada y los ojos color avellana suaves. Esta noche estaba en el
bar, el que se encontraba a pocas cuadras de distancia.
Había estado con ese tipo, el que tenía la cicatriz en el rostro y mucho
dinero en la billetera, que bebía ron barato directamente de la botella.
Oh, mierda.
Me doy la vuelta, dándole la espalda al chico mientras se sienta detrás de
mí, al otro lado del escritorio, esperando que no me notara esta noche. George
vuelve a tomar asiento, con la mano derecha sobre mi muslo, tocando el encaje
con las yemas de sus dedos.
—¿Entonces? —pregunta George—. ¿Cómo te fue con Scar?
¿Scar? ¿En serio? ¿Qué tan cliché puede ser alguien?
El tipo carraspea. —Dice que no tiene nada que ver con lo que ha estado
sucediendo.
—Eso es pura mierda —dice George—. Tiene que ser él. ¿Quién más
tendría las pelotas para robarme?
Todo el mundo, pienso sin expresarlo en voz alta, pretendiendo que no
estoy escuchando para que George no me eche. Diablos, le robaría si no contara
con su generosidad para mantenerme a flote. No sería exactamente difícil. Ni
siquiera cierra el cajón en el que arroja su dinero.
—No lo sé —expresa el tipo—, pero fue insistente, incluso se enojó con la
insinuación de que fuera un ladrón.
—¡Es un ladrón! —dice George, alzando la voz, con su mano tensándose
en mi rodilla—. ¡Extorsiona a la mitad de esta maldita ciudad!
—Pero dice que no te robó a ti —repite el joven—. Aun así, le presenté tu
oferta, y que estarías dispuesto a meterlo si él deja de hacerlo, y me dijo,
bueno... me dijo que te trajera su contraoferta, en su lugar.
—¿La cuál es? ¿Quince por ciento? ¿Veinte? No voy a darle más del
veinticinco por ciento, de ninguna manera.
—No quiere tu dinero.
—¿Qué es lo que quiere?
—Una disculpa, supongo.
—¿Qué? ¿Eso es lo que dijo?
—Bueno, no. —El tipo hace una pausa—. Dijo que le chupes la polla,
pero estoy bastante seguro de que una disculpa era lo que pedía.
Mis labios se contraen mientras contengo una sonrisa. Oh Dios, no te rías.
Me parece ser la única en la habitación a la que le resulta gracioso. Las fosas
nasales de George se agrandan a medida que aprieta mi rodilla,
comprimiéndola.
—¿Dijo eso? —pregunta George con un gruñido bajo—. ¿Qué le chupe la
polla?
—Sí —responde—. Dijo que no te mataría si hacías un buen trabajo.
Oh, vaya, esto solo sigue mejorando. Me muerdo la mejilla, con fuerza,
tratando de mantener un rostro inexpresivo, pero estoy encontrando eso difícil
en este momento. Las mejillas de George resplandecen de un rojo brillante, sus
ojos se salen de sus órbitas, como si esas palabras lo afectaron tanto que está a
punto de tener un ataque.
George, no es exactamente el tipo más espeluznante del planeta, pero
ciertamente intimida a mucha gente con su actitud de en tu cara y su
temperamento ardiente. Oh, y también tiene un grandísimo ego de mierda
inflado, como si fuera invencible, lo que supongo compensa todo el tema del
pene flácido. No lo sé. ¿Quién parece que soy, el doctor Phil?
El punto es, George lucha para mantenerse en calma, lo que demuestra
en el momento, mientras su agarre en mi pierna comienza a doler, que está a
punto de fracturarme la rótula.
—¿El hijo de puta cree que puede amenazarme? —dice bruscamente
George—. ¿Cree que le tengo miedo, que voy a disculparme con él? ¿Piensa que
todo esto es una broma? ¿Que yo soy una broma?
El tipo no responde. Tal vez sea retórica, no lo sé. Pero me da curiosidad,
¿verdad? No sé nada de él, excepto que lleva mucho dinero y se metió en mi
juego bastante rápido.
—Lo mataré —continúa George, levantándose, finalmente soltando mi
pierna para poder caminar de un lado al otro alrededor de la pequeña oficina—.
¿Chupar su polla? ¡Se la cortaré! ¡Se la cortaré y la empujaré por su garganta,
haré que se ahogue por hablar así! ¡Qué descaro!
El tipo permanece en silencio. Vuelvo la cabeza, echándole un vistazo, y
veo que me está mirando fijamente. Mierda. No sé quién es. Me quedo muy lejos
de ese lado del negocio de George por una buena razón. Uno de sus pequeños
matones de confianza, supongo.
—Vuelve con él —dice George—. Regresa con ese hijo de puta y dale un
mensaje.
—¿Qué clase de mensaje? —pregunta el tipo, finalmente apartando la
mirada.
—Del tipo que viene con una bala, Ricardo. Ese tipo.
Ricardo, como su nombre parece ser deja escapar el más tranquilo
suspiro antes de decir—: Entiendo.
—Ve. —George señala la puerta en tanto se arroja de nuevo hacia su
silla—. Vete de aquí.
Ricardo se marcha sin decir una palabra, cerrando la puerta detrás de él.
Me quedo aquí sentada, sin moverme, esperando a que George se calme. Si me
muevo demasiado rápido, podría asustarlo; y si tardaba demasiado, podría
pensar que lo estoy escuchando.
Bueno, quiero decir, como que lo hice, pero no es mi intención levantar
sospechas. Estoy tratando de tener un bajo perfil en estos días, solo camino por
debajo del radar.
George pasa las manos por su rostro con frustración, gruñendo entre
dientes, antes de que sus ojos se fijen en mí. —¿Hay algo que necesites?
—Nop —digo, ofreciéndole una sonrisa, una que no me devuelve—. Solo
me ocupo de los negocios. Ahora me quitaré de tu camino.
—Haz eso —dice.
Bajándome del escritorio, estiro mi vestido, cubriéndome antes de salir.
La música sigue siendo fuerte, el bajo haciendo vibrar el suelo mientras
atravieso el club, navegando por el oscuro pasillo hasta la puerta trasera.
Una nube de humo me saluda mientras salgo, del tipo que hace que mis
ojos ardan y mi nariz se retuerza. Ricardo se encuentra allí acechando, justo
afuera de la puerta, fumando frenéticamente un cigarrillo, sus labios envueltos
alrededor de un extremo como una estrella porno chupando una polla. Se
vuelve cuando me oye, tenso, alarmado, y suelta una corriente de humo en mi
dirección.
La agito, haciendo muecas. Asco.
—Lo siento —murmura, volviendo a chuparlo unas cuantas veces más,
antes de tirarlo y pisotearlo, retorciéndolo con su bota tan febrilmente que lo
hace pedazos.
Lo siento no es una palabra que escucho a menudo, especialmente de
ninguno de los hombres que conozco. Me siento mal por el tipo. Algo lo ha
dejado agotado, y en realidad, ¿quién soy yo para juzgar los vicios de alguien?
—Está bien —digo—. ¿Noche difícil?
—Podrías decir eso —dice, mirándome con cautela—. ¿Eres una de las
chicas de Amello?
—Podrías decir eso —respondo, repitiendo sus palabras.
Asiente. —¿Cuánto?
—¿Cuánto qué?
—¿Cuánto cuestas? ¿Cuánto cuesta llevarte a una de esas habitaciones
traseras ahora mismo y hacerte dar vueltas por una hora?
¿La simpatía que sentí hace un segundo? Desaparece. —No soy una de
esas chicas.
Se ríe secamente. —Vamos, di tu precio.
—No va a pasar —repito—. Así que si estás buscando un coño, mira
hacia otro lado, amigo.
Voy a pasarlo, pero agarra mi muñeca para detenerme. Retiro mi brazo
con brusquedad, frunciendo el ceño, y me vuelvo hacia él, acercándomele. —No
me toques.
—Lo siento —dice de nuevo, esta disculpa no es en absoluto genuina,
una pequeña sonrisa tirando de sus labios como si lo divirtiera. Como si estar
molesta porque me toque fuera de alguna manera gracioso. Quiero sacarle esa
mirada de la cara a golpes, pero no haría la diferencia.
No cambiaría lo que sé que está pensando.
Probablemente tendría mi trasero enjaulado por asaltar a alguien y
cargos grandísimos esta noche, en realidad, lo que conduciría a una serie de
otros problemas para mí.
Grandes problemas.
No puedo arriesgarme.
Doy unos pasos cuando lo oigo reír entre dientes, murmurando—: Los
coños probablemente ni siquiera son tan buenos, dama.
—Bueno, Slick Rick3 —grito mientras sigo caminando—. Tu amargura no
se muestra en absoluto.
—Que te jodan —dice.
—Sí, ya quisieras, idiota.
Escucho la música de cierre de Mystic, el incoherente murmullo del DJ
reemplazándolo. Hora de cierre. Cuatro en punto. Metiendo mis manos heladas
en mis bolsillos, me alejo, mis pies hormigueando dolorosamente en ese lugar
justo antes del entumecimiento, en donde todo solamente pica.
Mi edificio de apartamentos está a solo unas cuadras, en la misma calle
que el bar barato, Whistle Binkie. Mis pasos se apresuran en tanto echo un
vistazo por encima de mi hombro, asegurándome de que no me sigan. Mis
zapatos han desaparecido cuando llego a la esquina, ya no eran los que me los
saqué de una patada. Figúrate.
¿En qué diablos me he metido esta vez?
Lorenzo
Morgan
Lorenzo
Morgan
Lorenzo
5
The Punisher es un justiciero y un antihéroe ficticio del universo de Marvel Comics.
Sus ojos exploran mi rostro en la oscuridad, como si esperara alguna
señal de engaño, pero no la encontrará. Una simple verdad. Eso es lo que pidió,
así que eso es lo que le estoy dando.
—Tu turno —digo—. Quiero un nombre.
—Sabes mi nombre.
—No el tuyo. Quiero el del hombre que te rompió.
Su mirada se desplaza a sus pies mientras los mueve torpemente en el
tejado cubierto de alquitrán frío, como si estuviera evitando contestar, antes de
que sus labios se separen con una exhalación larga—: No estoy rota.
—Deja eso a un lado, Scarlet. Solo dime el nombre del hombre.
—Kassian Aristov.
Kassian Aristov.
Lo suelta como si no hubiera querido decírmelo, con una expresión de
dolor cruzando su cara, llena de arrepentimiento de inmediato. Aja.
El nombre no es uno que conozca, pero de nuevo, no hago que sea un
hábito recordar nombres. Es familiar, sin embargo, como si lo hubiera
escuchado antes, en alguna conversación banal, y creo que podría saber por
qué. —Ruso, ¿eh? No sería uno de esos rusos, ¿verdad? ¿La Organizatsiya?
No responde.
He aprendido que sus ausencias de respuestas son tan buenas como las
confirmaciones. La mujer se mezcló con la mafia rusa.
Se aleja, regresando a su apartamento. Debo irme. Cuida de tu propio
jodido asunto, lo sé, pero no puedo evitarlo.
La sigo.
Está en la cocina, buscando en el refrigerador. No hay mucho, una jarra
de leche, unos cuantos contenedores de comida para llevar, un poco de zumo
de naranja y parte de una antigua barra de chocolate. Es un poco patético.
Frunciendo el ceño, Scarlet agarra el chocolate y lo muerde antes de beber jugo
de naranja directamente del cartón. Es un poco de jugo genérico de la jodida
marca de la tienda, sin pulpa, todo acuoso. Huele dulce. Lo sé. Investigué antes
de que ella llegara a casa. —¿Cómo puedes beber eso?
Cierra de golpe el refrigerador y se apoya contra la encimera, mirándome
mientras sostiene el cartón. —¿Esto viene de un tipo que bebe ron directamente
de la botella?
—El ron tiene sus beneficios. No hay ningún beneficio en lo que estás
bebiendo. Ni siquiera tiene pulpa de fruta.
—¿Qué eres, un policía de zumo de naranja?
—Tal vez.
—Bueno, señor Minute Maid6, este jugo solo cuesta un dólar en la bodega
de la esquina. Yo diría que eso es un beneficio.
—¿Por qué no tienes más dinero? —pregunto, mirando alrededor del
apartamento destrozado. Es apenas habitable, solo cubre las necesidades
básicas—. ¿Estás en deuda con un prestamista o algo así? ¿Ese es el problema?
¿El imbécil de Aristotle te ha robado todo?
Me fulmina con la mirada, mordiendo una esquina dura de la barra de
chocolate y masticando lentamente. —¿Por qué sigues aquí?
Me encojo de hombros, sabiendo que estoy exasperándola. —Solo digo…
eres preciosa. Prostituyéndote, deberías ser capaz de pagar por algo más
que esto. Jodidamente vales cada bonito centavo. Dios sabe que ese coño
probablemente valga la pena.
Su resplandor se suaviza ante una simple mirada. Está callada, como si
estuviera ordenando sus pensamientos, antes de decir—: No estoy segura de si
eso es un cumplido o un insulto.
—Lo que sea que quieras, Scarlet —digo—. No pago para jugar, pero mis
chicos lo hacen, y tú eres de un calibre más alto que las mujeres en las que
normalmente se deslizan. Así que vivir así no tiene sentido.
—Sí, bueno, realmente no es asunto tuyo, ¿verdad?
—No.
—Ahí tienes, entonces —dice, agitando su jugo hacia mí antes de tomar
otro trago—. A menos que estés planeando lamerlo o meterte en él, Lorenzo,
quita las narices de mis asuntos.
Una sonrisa toca mis labios. Touché.
Abriendo de nuevo el refrigerador, mete el cartón nuevamente, tirando
lo que queda de la barra de chocolate en el cesto de basura. Camina hacia mí,
sus ojos escaneando mi cara. La agarro antes de que pueda salir de la cocina,
atrayéndola a mí, cogiéndola con la guardia baja. Jadea suavemente, el sonido
traspasándome cuando le estiro la barbilla, levantando su cara.
Sin dudarlo, presiono mis labios contra los suyos, besándola fuerte. Son
solo unos segundos antes de que la empuje de nuevo, rompiendo el beso. Inhala
bruscamente, con los ojos muy abiertos mientras me mira, como si no estuviera
segura de qué diablos pensar sobre lo que acaba de suceder.
6
Minute Maid es una empresa productora de zumos, filial de Coca-Cola.
Me lamo los labios. —Sabe barato.
Parpadea, su cara se contorsiona, como si la hubiera ofendido. —¿Qué?
—El zumo de naranja —digo—. Puedo probarlo en tus labios.
—Oh, yo, uh… oh.
Muevo mi pulgar a lo largo de su boca, sus labios se separan, como si
quisiera que la besara otra vez, aunque ambos sabemos que no voy a hacerlo. —
Lo prefiero más con un toque amargo. Quizás la próxima vez.
—Quizás —susurra.
Alejo mi mano y me doy la vuelta. No dice nada mientras me voy.
Tal vez eso quiere decir que quiere que me vaya, después de todo.
O quizás, simplemente sabe que me verá de nuevo eventualmente.
7
Es parte de una popular rima infantil inglesa.
ya sabes, que quizás simplemente no lo sabes hacer mejor, pero aprenderás, si
sabes lo que es bueno para ti, y no sucederá de nuevo. ¿Me entiendes?
Me mira fijamente. No está contento, queda malditamente claro, pero me
entiende. No es un completo idiota.
—¿Qué pensarías tú —pregunta—, si fueras yo?
—Creería que tengo algo que alguien querría —digo, mi mirada
moviéndose rápidamente de nuevo hacia el monitor de vigilancia. Cuán cierto
es… pero no es su dinero lo que busco.
Me encuentro deseando la hermosa y flexible morena que está
trabajando en este agujero de mierda.
—Podemos ser amigos, tú y yo… pero esa es una elección que
solo tú puedes hacer —digo—. Si no quieres ser mi amigo, no tienes que serlo.
Pero aprendí hace mucho que solo hay dos tipos de personas en este mundo, así
que, ¿si no eres mi amigo, Georgie? Supongo que tendré que contarte entre mis
enemigos.
Salgo sin decir nada más. Me fulmina con la mirada, sin ninguna réplica.
¿Qué hay que decir, de todos modos? Nada.
El club es ruidoso, la música sigue golpeteando, ahora es algo de techno
bass de mierda sin palabras. Las cegadoras luces de discoteca parpadean, la
chica en el escenario principal se balancea alrededor de un poste, usando
material reflectante, como una gimnasta drogada.
No tengo nada contra las desnudistas. Realmente, no.
Tampoco tengo nada contra las prostitutas. Haces lo que puedes.
Pero sí tengo algo contra las personas que ni siquiera pueden funcionar
sin dispararse algo en una vena, sin meterse algo por su nariz. Pasé la primera
mitad de mi vida bajo el cuidado de alguien que era más cocaína que mujer. La
agitación, el comportamiento errático, las hemorragias nasales. Mi madre hecho
a perder su tabique nasal cuando yo era solo un niño, tuvo cirugía plástica más
de una vez para tratar de ocultar la evidencia. Puedo ver a un adicto a
kilómetros de distancia gracias a ella, ¿y la mujer en el escenario? Drogada, sin
lugar a dudas.
Aparto mis ojos mientras atravieso el club. En lugar de dirigirme a la
salida, donde el bravucón todavía está al acecho, observándome, me desvío
hacia la parte de atrás del lugar. A mitad del pasillo, mis pasos vacilan, y me
detengo en una puerta abierta, el suave resplandor de las luces rojas
derramándose a mí alrededor.
No se supone que esté aquí atrás. Las miradas que las mujeres me dan
mientras pasan por delante, llevando y trayendo a tipos de estas habitaciones,
me lo dice. No hay sexo en la sala de champán. Todos lo hemos escuchado. Dicen
que no sucede, pero sé que, en algunos lugares, en algunas situaciones, el sexo
es negociable.
Muestra el suficiente dinero en efectivo y el coño puede ser tuyo.
Sé que sucede aquí.
¿Pero Scarlet? Ni siquiera está desnuda.
No en este momento, al menos.
Está bailando. Luce tan completamente aburrida. ¿Nadie más se da
cuenta? Aunque sonríe, no hay fuego en sus ojos, su mirada casi malditamente
vacía. Aunque le daré crédito, tiene ritmo. Sus caderas se balancean
perfectamente en sintonía con la música, como si su cuerpo la sintiera,
aunque ella no lo está haciendo.
El pequeño juego de ropa interior de encaje rojo que lleva deja poco a la
imaginación, menos aún, cuando lentamente se desabrocha la parte superior,
provocando al tipo mientras los tirantes caen por sus brazos.
Se lo quita después de un momento, tirándolo a un lado, exponiendo el
par más impresionante de tetas en el que he puesto mis ojos. Son pequeñas,
apenas del tamaño de mi mano, pero mierda si no son perfectas, erguidas y
naturales, con la clase de pezones que ruegan ser probados.
El hombre se estira hacia ella cuando Scarlet se vuelve hacia él, sus
manos moviéndose por su cuenta, como si fuera un instinto alrededor de un par
de tetas así de hermosas, pero toma sus muñecas sin perder el tiempo,
deteniéndolo mientras sacude su cabeza. No tocar.
Él obedece, dejando caer las manos a sus costados, sus hombros
hundiéndose con decepción. No puedo decir que culpo al tipo. Ella lo provoca
por un momento, empujándolas en su rostro mientras baila, montándose a
horcajadas sobre su regazo y empujándolo hasta que está acostado sobre el sofá.
Sus ojos se cierran, sus manos uniéndose detrás de su cabeza, mientras Scarlet
se gira.
Su expresión se desvanece.
Aburrida. Aburrida. Tan jodidamente aburrida.
Sus ojos están fijos en el techo, en las luces que brillan sobre ella,
mientras con pocas ganas mueve su culo contra la entrepierna de él. La observo
por un momento antes de dar un paso dentro de la habitación. Es rápida en
sentir mi movimiento. Su cabeza baja, y una pizca de pánico destella en sus
ojos. Alarmada. Su mirada se encuentra con la mía, el tipo no nota la diferencia,
pero puedo sentirlo. Veo la forma en que su postura cambia, su respiración se
entrecorta, temblorosas exhalaciones escapando de sus pulmones mientras me
observa. Me acerco lentamente, mis pasos indetectables sobre el sonido de la
música.
Sí está verdaderamente molesta por mi presencia, no lo demuestra, sin
perder el ritmo mientras se monta en seco al tipo. No es como en su
apartamento, no como cuando la tuve fija contra la puerta, empujando contra
ella, llevándola hasta el borde.
No, no está obteniendo nada de esto. No hay agitación. No hay
excitación.
Jodido aburrimiento.
Me detengo delante de ella, arqueando una ceja, en tanto continúa con
los movimientos. Una pequeña sonrisa retuerce sus labios rojo sangre. Me hace
algo, esa sonrisa. No sé cómo explicarlo. La gente no entiende la forma en que
una mirada de esta mujer se mete bajo mi piel.
Empujando su barbilla, inclino su cabeza hacia arriba, observando su
garganta flexionarse mientras traga, como si pudiera estar poniéndola
nerviosa. Bien. Sus labios están separados, su cálido aliento saludándome
mientras me acerco a ella, inclinando mi cabeza. Mi pulgar se desliza
lentamente a lo largo de su labio inferior, estropeando su lápiz de labios, a solo
un suspiro de su boca, cuando susurra, tan temblorosamente—: Besar te va a
costar.
Me río y presiono mis labios contra los suyos, una, dos, tres veces, suave,
apenas un contacto, pero muerde mi labio inferior la última vez, enviando una
punzada de dolor a través de él. Me estremezco, lamiendo mis labios mientras
me enderezo, un ligero sabor a cobre en mi lengua. Sacó sangre.
También lo sabe.
Ahí está la chispa.
Enciende sus ojos.
Apretando su barbilla, me inclino de nuevo, besándola una vez más, más
ásperamente esta vez, antes de susurrar—: Ahora sabes mejor.
Ella todavía no ha perdido un ritmo.
La mujer es buena en lo que hace, eso es malditamente seguro.
Liberándola, me retiro unos cuantos pasos, mis ojos la escudriñan, mi
mirada persistiendo en esos senos. Hay más para lo que me gustaría quedarme
y hacer, pero sé muy bien que Amello está observando cada uno de mis
movimientos.
Aunque voy a tenerla.
No hay duda de eso. Ya he tomado mi decisión.
Hombres como Amello reaccionan en un instante cuando les robas. Me
llamó un ladrón, así que eso es lo que voy a ser. Como dije, si no aprecias lo que
tienes, alguien como yo estará más que feliz de tomarlo.
Las mejillas de Scarlet se ruborizan, visibles incluso a través de las
gruesas capas de maquillaje, sus ojos destellando, cada gramo de aburrimiento
desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.
Definitivamente no soy el único emocionado por esto.
Me dirijo rápidamente hacia la puerta justo cuando la canción cambia.
Hay apenas un segundo de silencio antes que la música comience de nuevo,
pero algo sucede en ese momento, un cambio en el aire cuando alguien en la
distancia grita. Mis pasos vacilan. Volviendo mi cabeza, mirando hacia atrás,
observo a Scarlet detenerse. Rápidamente se pone de pie, alarmada, levantando
la parte superior de su ropa interior del suelo y revolviéndola, tratando
desesperadamente de volver a ponerla, pero no hay tiempo.
No hay tiempo.
El caos entra en erupción. Más gritos. Gente corriendo. Voces gritan
sobre la música, palabras incoherentes que no entiendo, pero Scarlet parece que
sí. Con sus ojos muy abiertos, su cuerpo tiembla mientras articula algo, pero su
voz no parece funcionar en este momento.
Oh-oh.
El tipo en quien había estado sentada a horcajadas se endereza, dándose
cuenta que su baile ha terminado, en un estupor borracho mientras sus ojos
inyectados en sangre se estrechan hacia mí.
—¿Quién carajo eres? —pregunta, pero no tengo la oportunidad de
responder antes de que el sonido distintivo de rata-ta-tat-tat resuene a través
del club, el tortuoso repiqueteo de disparos incesantes.
AR-15, estoy suponiendo. Mi pecho se aprieta. Hijo de puta. ¿Está siendo
robado? ¿De nuevo?
—Oh Dios —dice Scarlet, finalmente encontrando su voz—. No, no, no…
Hay un temblor en esas palabras. Terror cubre cada sílaba. Nunca la
tomé del tipo que se debilita ante el peligro. Seguro como la mierda que no se
acobardó cuando se trató de mí. La conmoción se hace más ruidosa, gente
huyendo del club, corriendo por el pasillo hacia la salida de atrás antes de
regresarse, como si ese camino estuviera bloqueado.
Quienquiera que sea tiene el lugar rodeado.
Blanco fácil.
Scarlet retrocede más profundamente en la habitación. Son solo
segundos. Eso es. Meros segundos de pandemonio. Salta detrás de la barra
hacia el extremo izquierdo de la habitación, encogiéndose allí, protegiéndose de
la vista. Doy unos pasos de esa manera, sin acércame por completo, apenas
llegando lo suficientemente cerca como para poder verla.
No, no es un robo, y está claro que también lo siente.
Es más, como una masacre.
Sé una cosa o dos sobre esas.
Me quedo allí, metiendo mis manos en mis bolsillos, mirando a la puerta
cuando alguien entra. Un hombre vestido de negro, con una máscara de
esquí. Ajá. El borracho del baile se asusta, gritando—: ¿Quién carajo eres?
A diferencia de cuando me preguntó a mí, este tipo tiene la amabilidad
de responder. Responde enseguida con una bala en el rostro, sin dudarlo.
¿Quién carajos eres?
BANG.
Scarlet no se mueve en absoluto, no hace un sonido, mientras el disparo
hace eco a través de la sala, un gran hijo de puta fornido tirando del gatillo,
haciendo caer el idiota con un solo disparo.
Se vuelve hacia mí después, apuntando el arma, con el dedo todavía en
el gatillo, pero esta vez, hace una pausa. Con sus ojos entrecerrados, estudia mi
rostro antes de gritar algo en una lengua extranjera, una sola palabra
destacando de la palabrería: Scar.
Mis manos se cierran en puños dentro de mis bolsillos en tanto me obligo
a no ir por mi arma. —Supongo que mi reputación me precede, ¿eh?
Parece un oso, creo, el fornido hijo de puta, mientras levanta la máscara
de esquí, ofreciéndome un vistazo de su rostro. No responde con palabras, ni
con una bala, lo cual creo que es suficiente respuesta.
Alguien más se nos une, un poco más bajo y más pequeño, de toda las
demás características similares. Éste sin máscara de esquí. Sin arma. Ni siquiera
está vestido de negro, en cambio viste un traje gris oscuro. El cual lleva de
manera diferente, también, un aire de confianza rodeándolo, gran parte de su
piel cubierta por oscuros tatuajes.
Eso lo convertiría en el líder.
Es bastante fácil de ver.
Es curioso, sin embargo, casi surrealista, una extraña sensación de deja
vú me asalta. Si no fuera testigo de esto, juro que probablemente también
sospecharía de mí. Se siente demasiado familiar, como ver una nueva versión
barata de un clásico. Ya sea que este sea un caso de grandes mentes pensando
igual, o este tipo ha estado estudiando mi libro de jugadas.
En el momento en que el recién llegado grita, diciendo algo extraño a sus
hombres, Scarlet reacciona. La veo tensarse desde el rabillo de mi ojo bueno. Se
presiona contra la barra, tratando de desvanecerse en las sombras, mientras
articula algo para sí misma, una y otra y otra vez, todavía sin hacer un sonido.
Mira, no hace falta ser un genio para poner cuatro y seis juntos y llegar a
diez, ¿entiendes lo que estoy diciendo? Mujer asustada. Un maldito extranjero
con su propio pequeño escuadrón de masacre. Es como si estuviera en medio de
otra secuela de Duro de Matar.
¿Eso me hace Bruce Willis? No lo sé.
Pero estoy dispuesto a apostar que eso hace de Bebop y Rocksteady aquí
nuestros malvados villanos. Y haciendo matemáticas básicas en mi cabeza,
estoy diciendo que todo da como resultado los rusos.
Los hombres charlan entre sí en tanto los observo antes que alguien diga
esa maldita palabra otra vez. Scar.
Se vuelve hacia mí entonces, su jefe, el viejo Bebop, y me mira en tanto se
acerca. —El notorio Scar. He escuchado hablar mucho sobre ti.
—¿Cosas buenas?
—Cosas horribles. Asesinato. Violencia.
—Así que… cosas buenas —digo de nuevo.
Él ríe. —Las mejores.
—Es bueno saberlo —digo—. Aunque no estoy seguro que pueda decir
lo mismo de ti.
—¿No has escuchado hablar de mí?
Iba a decir que no había escuchado nada bueno, pero iremos con eso. —
Me temo que no.
—Oh, pero estoy seguro que lo has hecho —dice mientras sonríe—.
Simplemente no sabes que era de mí de quien hablaban. La reputación no es
importante para mí. No me importa lo que cualquiera piense, siempre y cuando
consiga lo que quiero.
—¿Y qué es lo que quieres?
—Depende de qué día sea. —Se ríe de nuevo—. Hoy, como la mayoría de
los días, estoy buscando a una chica. ¿Tal vez la has visto?
—Quizás —digo—. ¿Tiene un nombre?
—Morgan —dice—. Es una chica muy guapa. No la olvidarías si la
vieras. Tiene la sonrisa más dulce.
La tiene.
—No me suena —le digo.
—Es una lástima —dice mientras mira alrededor de la habitación. No
puede ver detrás de la barra desde allí, pero si se acerca más, Scarlet está jodida.
Su mirada se mueve en esa dirección, y parece que lo considera, antes de
que disparos suenen por el pasillo, un hombre gritando—: ¡Vor!
Eso capta la atención de Bebop, y mira en esa dirección, murmurando
entre dientes antes de volverse hacia mí. —Tengo respeto por usted, señor Scar.
Admiro a un hombre que toma lo que quiere, porque yo hago lo mismo. Así
que te dejaré en paz, ya que mi lucha no es contigo.
Se va con eso, saliendo de la habitación, pero Rocksteady se queda atrás,
su arma todavía apuntada hacia mí. Solo la baja cuando alguien grita desde el
pasillo—: ¡Markel!
Supongo que ese es su nombre, dado que reacciona a ello. No es que
importe. Nada de ellos me importa, personalmente, pero claramente sí a Scarlet.
Rocksteady se va de la habitación. El caos en el club finaliza cuando los
intrusos se van. Todos los demás han huido, o demonios, tal vez todos están
muertos. De nuevo, no es que importe, pero simplemente me quedo aquí, mis
manos todavía metidas en mis bolsillos.
—No te muevas —digo, sabiendo que Scarlet puede escucharme—. Te
haré saber cuándo esté despejado.
Me paseo tranquilamente fuera de la habitación de color rojo, crujiendo
sobre vidrio cuando camino por el pasillo, pasando por las paredes perforadas
por balas. No es la peor escena en la que haya estado involucrado, pero
tampoco es muy bonita. Hago mi camino a través del club principal, mirando
alrededor, mis ojos pasando por encima del bravucón de la puerta delantera,
muerto en un charco de sangre.
Llamando a eso karma.
Me paro en la puerta de la oficina, mirando la pared de los monitores, la
mayoría de ellos destruidos por la AR-15. Amello no se encuentra por ninguna
parte, probablemente fue el primero en correr como una pequeña perra cuando
las balas comenzaron a volar.
—Cuando los chicos salieron a jugar —murmuro—. Georgie Porgie
huyó.
Tras revisar el resto del club, regreso con Scarlet. La policía no estará
muy lejos, lo que significa que necesito salir de aquí. Scarlet sigue en el mismo
lugar, detrás de la barra, con las rodillas apoyadas en el pecho, los brazos
envueltos alrededor de ellas.
Me detengo, mirándola mientras me quito mi abrigo. Lleva puesto muy
poco, todavía con su parte superior desnuda, tratando de cubrirse; no por cierto
sentido del decoro. Está nerviosa. Sostengo sin palabras el abrigo hacia ella y lo
toma, poniéndoselo y cerrándolo. Es tan pequeña que casi le llega a las rodillas,
más que los vestidos que la he visto usar.
—Vamos —digo—. Te llevaré a casa.
Le extiendo mi mano. La mira, como si no estuviera segura de si quiere
tocarme, pero cede después de un momento.
Está alterada. Lo noto. Sus rodillas prácticamente chocan entre sí, su
mano tiembla en la mía cuando la ayudo a pararse. Se aleja de mí tan pronto
como se encuentra de pie, metiendo las manos en los bolsillos de mi abrigo.
Scarlet mantiene la cabeza baja a medida que camina rápidamente por el
pasillo, hacia la salida de atrás, pero en lugar de salir, se dirige al vestuario.
—Vaya, ¿a dónde vas? —pregunto, agarrándola del brazo para
detenerla—. Tenemos que irnos.
Se aleja de mi mano. —Necesito mis cosas.
—Déjalas —digo—. A la mierda.
—No lo entiendes —murmura, ignorándome mientras se ocupa de sus
cosas, dirigiéndose a un armario para sacar una mochila. Le toma unos
segundos, no nos retrasa mucho, así que lo dejo pasar, aunque es absurdo.
Son simplemente cosas.
Se apresura a salir por la puerta trasera del club, observando al
vecindario, en guardia, como si esperase a que el coco salte hacia ella desde
algún lugar en la oscuridad.
Mi pene es un témpano a los pocos minutos de salir. Cada centímetro de
mí está congelado excepto mis pies… mis pies siguen moviéndose,
manteniéndose al ritmo de Scarlet. Solo vive a pocas cuadras, así que no nos
lleva mucho tiempo llegar allí. Nadie nos siguió, por lo que me di cuenta, y soy
bastante bueno en darme cuenta cuando alguien está vigilando, así que creo
que ella se encontrará segura por ahora.
Pero aun así, hay una parte de mí a la que todavía no le parece bien
dejarla fuera de mi vista.
Curiosidad, tal vez.
Ocúpate de tus propios asuntos y vivirás cien años. El problema es, ya sabes,
cien años es mucho tiempo. ¿De verdad quiero vivir tanto tiempo?
Mi curiosidad dice “no lo creo”.
Así que la sigo adentro, y la acompaño hasta las escaleras, viendo como
gira la perilla a su apartamento y entra. El lugar no estuvo con llave ninguna de
las veces que me he presentado.
—¿Las cerraduras están rotas? —pregunto con curiosidad, entrando en el
apartamento cuando deja la puerta abierta detrás de ella, probablemente lo más
parecido a una invitación que voy a recibir de esta mujer. Me quedo allí,
poniendo el cerrojo, viendo cómo funciona muy bien.
No responde, lo que no me sorprende, ya que no ha dicho ni una palabra
desde que regresamos del club. Se quita los zapatos, dejándolos tendidos en el
medio del piso en su camino hacia el dormitorio. No se encierra allí, ni siquiera
intenta tener intimidad mientras desabrocha el abrigo y se lo quita, agarrando
una camiseta blanca y arrugada que se encuentra encima de la desordenada
cama sin hacer y cubriéndose. Vuelve a salir, llevando el abrigo, y me lo da,
golpeándome en el pecho con la maldita cosa. Lo suelta y se da la vuelta,
dirigiéndose a la cocina.
Si vuelve con un cuchillo, juro que voy a matar a esta mujer…
—De nada —grito, volviendo a ponerme mi abrigo. Huele a ella, por lo
que giro la cabeza, inhalando a lo largo del cuello. Ah.
—Gracias —dice en voz baja reapareciendo en la puerta, sosteniendo una
botella clara de algo. Ron… vodka… algo. Toma un trago, y se queda allí,
apoyada contra el marco de la puerta, cuestionándome con sus ojos… mientras
me ve oler mi abrigo, como un pervertido que huele bragas.
Me encojo de hombros, apretándolo. —Huele a ti.
—¿A qué huelo?
—A sexo y vergüenza —digo, sonriendo al ceño fruncido que ella dirige
hacia mí mientras inhalo de nuevo—. Y algo distintamente a vainilla.
—Se desvanecerá. —Toma otro trago largo del licor, haciendo una
mueca, antes de continuar—: Es solo mi loción… vainilla orquídea. El sexo,
bueno, me temo que tendrás que lavar eso.
—¿Y la vergüenza? —pregunto, acercándomele—. ¿Cuánto tiempo hasta
que desaparezca?
Se ríe con sequedad. —Te lo haré saber si alguna vez sucede.
Agarro el licor, mirando la etiqueta. Ron. La botella se encuentra hecha
de plástico frágil, absolutamente barato, el tipo de ron que pone cabello en los
pechos y puede hacer pasar de nuevo por la pubertad a un hijo de puta. No es
para los débiles de corazón, no, pero ella tampoco es así.
Es valiente y franca, pero maldita sea, la mujer es hermosa. Cuanto más
la miro, más lo veo.
Tomo un trago, sin reaccionar a la amargura, y se lo devuelvo mientras la
miro. —¿Por qué no cierras tu puerta, Scarlet?
—No tiene sentido —dice—. Las cerraduras no detendrán a alguien
determinado a entrar.
—Entonces ¿lo facilitas?
—Soy realista. Podría encerrarme aquí, con cien cerraduras en las
ventanas y las puertas, pero todo lo que voy a hacer es atraparme, como un
animal enjaulado, y me niego a hacerlo. Además, ya sabes, ¿todo esto? —Señala
todo el apartamento—. Nada de eso significa nada para mí. Si la gente quiere
ayudarse a sí misma, que así sea… pueden tenerlo todo.
Toma otro trago antes de alejarse del marco de la puerta. Empujándome,
pasea a través del cuarto, con ese olor a vainilla flotando hacia mí.
—Odio decírtelo —digo, mirando a su alrededor—, pero no creo que
puedas dar la mitad de esta mierda. Sin ofender, pero todo se ve tan, bueno…
mierda.
—Eso es porque lo es —dice, deteniéndose en la ventana para mirar
fuera—. La mayor parte la encontré o robé.
—¿Qué haces con todo tu dinero?
—¿Ahora es asunto tuyo?
—No.
—Entonces ¿por qué lo preguntas?
¿Por qué estoy preguntando? No lo sé. Ni siquiera sé por qué estoy aquí,
por qué me molesto con esta mujer en absoluto. —Solo trato de descifrarte.
—No te molestes —murmura cuando me acerco más, deteniéndome
detrás de ella—. Mis problemas son míos.
—Ah, vamos. Puedes confesarme todos tus secretos, Scarlet. Soy bueno
fingiendo que escucho.
Se ríe, una risa genuina, al tiempo que inclina la cabeza, contemplando
mi reflejo en el mugriento y agrietado cristal de la ventana de la sala. —Estoy
segura que es así, pero aprendí hace mucho tiempo que no debo desnudarle mi
alma a cualquiera. Parece que las personas piensan que tienen derecho
a cada parte de mí, como si les debiera todo y no puedo mantener nada para mí.
—Sí, bueno, no soy cualquiera —le digo—. Además, es un poco tarde
para tratar de mantener todo bajo llave, considerando lo que pasó esta noche.
Entonces, ¿qué hay de que me muestres la tuya y yo te mostraré la mía?
Se da la vuelta, con la ceja arqueada mientras se apoya en el cristal frío.
Hace frío en el apartamento, la calefacción apenas funciona, pero eso no parece
molestarla. No mucho.
—Adelante —dice—. Tú primero.
—¿Yo primero?
Asiente. —Perdóname si no confío en que cumplas con tu parte, teniendo
en cuenta la tontería que trataste de contarme la última vez. Entonces sí, tú
primero.
—Es justo. —Me detengo, tratando de pensar en algo que decirle, algo lo
bastante oscuro como para atraer a sus propios demonios a que quieran
exponerse y unirse a mí—. He matado a personas.
—Has matado a personas.
—Sí.
Me mira fijamente. Con intensidad. Ella no parece horrorizada. Demonios,
parece un poco aburrida de nuevo. —¿Ese es tu gran y oscuro secreto? ¿Que
eres un asesino?
Me encojo de hombros. —¿No es suficientemente oscuro?
—Es bastante oscuro —dice—. Pero no es exactamente un secreto.
Bueno, demonios.
—Miento, engaño, robo, atraco, saqueo, mato… setenta y cinco otras
malditas palabras que encuentras en un diccionario asociadas con la palabra
“criminal”.
—Eso es bueno, que sepas cómo funciona uno de esos —dice—. Pero es
algo vago.
—¿Quieres más detalles?
—Quiero algo que no sé.
Presionando mis manos a la ventana a ambos lados de ella, me inclino
más cerca. Su aliento se acelera, sus ojos se fijan en los míos, la espalda se apoya
contra el cristal. Le pone nerviosa el tenerme tan cerca.
—Quería matar a tu jefe esta noche —digo—. Me presenté, entré en su
oficina, queriendo terminar con su vida, pero luego vi que estabas trabajando.
Te encontrabas en una de las pantallas, llevando a ese hombre a la parte de
atrás, y así como así, cambié de opinión. Porque mientras que matarlo habría
sido algo emocionante, no fue tan seductor como tú. Él vivió para ver otro día
gracias a la pequeña heroína con las medias de red rojas.
Parpadea unas cuantas veces. —¿Lo hizo?
—¿Qué cosa?
—¿Vivir?
Me toma un segundo para darme cuenta de que ella me pregunta si los
rusos lo buscaron después de que lo dejé vivo. —No lo vi en ninguna parte, así
que supongo que está bien.
Asiente ligeramente, como si eso no la sorprendiera. —Deberías haberlo
matado.
—¿Por qué?
—Porque le ordenó a alguien que te matara.
—¿Lo hizo?
Asiente de nuevo.
Oh.
Tal vez se suponía que debía estar preocupado por eso, pero suelto una
risa ligera, divertido de que él tuviera las agallas. Si esa rata bastarda me quería
muerto, tuvo la oportunidad de intentarlo esta noche.
—Tendré que recordar eso —digo—. Tu turno, Scarlet. Dime algo que no
sé.
—Lo acabo de hacer.
—Algo sobre ti.
Vacila.
Titubea tanto que sé que no va a decir una palabra.
Me inclino, deslizando mi nariz a lo largo de su piel, inhalando esa cálida
vainilla, antes de decir—: Vamos, te mostré la mía, ¿no?
—No lo entiendes —susurra.
—Entonces haz que lo entienda.
Tan pronto como digo eso, ella se aparta del vidrio, empujándome y
forzándome a dar un paso atrás, pero me resisto, negándome a moverme.
Teníamos un trato, maldita sea, y si ella no quería hacerlo, bueno, entonces
debería haberlo pensado antes de que yo le dijera algo.
Doy un paso a un lado, frente a ella, cuando intenta dar la vuelta,
bloqueando su camino una vez más cuando esquiva en el otro sentido,
sujetándola por la ventana.
La frustración nubla su rostro, y yo como que espero que me golpee, que
balancee ese puño que tiene apretado y me golpee justo en la mandíbula, pero
en cambio ella se acerca a mí, empujando contra mí, antes de ponerse de puntas
de pie. Su boca está en la mía, esos labios rojos se ponen enérgicos mientras me
besan con fuerza, moviéndose furiosamente, como si no pudiera encontrar las
palabras para hablar así que trata de robármelas.
Imagina eso.
Maldita ladrona.
Un escalofrío recorre mi columna vertebral al agarrarla ásperamente de
la nuca, sosteniéndola allí, y le devuelvo el beso. Mi lengua se desliza en su
boca, hallando la suya. La mujer sabe tan bien como huele, tan jodidamente
bien que gimo. Mi otra mano se desliza por debajo del borde de su camisa
blanca, agarrando su cadera, tirando de ella más cerca.
—¿Así es como lo quieres? —pregunto entre besos—. ¿Prefieres follar
que hablar?
—Cállate —gruñe, haciéndome tropezar hacia atrás mientras me empuja
en dirección al dormitorio, dejando caer la botella de licor en el suelo,
descartándola, sin importarle una mierda mientras que se derrame, haciendo
un charco a lo largo de la madera y salpicándonos a los dos. Manos frenéticas
desabrochan mi abrigo, tirando de él—. Solo… cállate.
La complazco, por el momento al menos, y le permito que me empuje
hacia el dormitorio, besándola todo el camino, incluso dejándola desgarrar mis
ropas. Cada segundo que pasa, su frustración parece crecer, como si la mujer
estuviera cerca de estallar y simplemente rompe cada maldita cosa. Tira de la
tela, como si creyera ser lo suficientemente fuerte para desgarrarla, así que la
ayudo, arrojando mi abrigo a un lado e interrumpiendo el beso para poder
quitarme la camisa.
Sus manos tiemblan mientras caen con mis pantalones, como si estuviera
nerviosa, o excitada, o mierda, quizás ambas cosas. Me cuesta mucho
interpretarla, sobre todo cuando alcanzo su camiseta y bloquea mi intento de
desnudarla. Una voz profunda en el receso de mi mente grita que algo sobre
esto está mal, pero esa voz se acaba más rápido que un disparo a la sien cuando
su mano se desliza en mi bóxer y agarra mi pene.
BAM, todas las evasivas han desaparecido.
—Mierda —gruño, con mi voz áspera, cerrando los ojos en tanto reclino
mi cabeza. Su mano es cálida, su piel aterciopeladamente suave, pero su toque
es firme mientras me acaricia, golpeando los lugares adecuados para volverme
loco. Su pulgar masajea el punto dulce en la parte inferior de mi pene, las
crestas exteriores sensibles de la cabeza, justo donde se agrupan esas
terminaciones nerviosas.
Jesús, esta mujer conoce su anatomía.
A+
Las mejores notas.
Con distinción de honor.
La mejor estudiante de su maldita clase.
Podría quedarme aquí y sentirla para siempre, solo perderme en las
sensaciones rodando a través de mi cuerpo, pero si ella es tan buena en un
trabajo manual, su coño, sin duda, estallará mi mente. Mis pantalones se
deslizan por mis piernas, cayendo a mis tobillos, y trato de quitarme las botas,
pero no se mueven, ¿y sabes qué?
A la mierda.
Puedo follar con mi ropa puesta.
Agarrando su muñeca, aparto su mano antes de que explote. No tardaría
mucho, eso es seguro, no con la forma en que me está tocando. La llevo hacia su
cama, casi cayéndome por mis pantalones, con la mano todavía en su muñeca.
Mi pulgar presiona contra el punto de su pulso, sintiendo el ritmo de su
corazón acelerado.
Girando, ella usa su mano libre para alcanzar una mesilla de noche,
abriendo un cajón para recuperar un preservativo. Arranca la envoltura de
papel dorado con sus dientes, y suelto su muñeca, observándola mientras me
pone el condón.
No la desnudo. Si no quiere que lo haga, demonios, no lo haré. Abriendo
sus piernas, me acomodo entre ellas, levantando sus rodillas. Su tanga es
apenas un trozo de hilo, fácil de apartar a un lado a medida que llevo la mano
entre nosotros, acariciando su coño desnudo.
Su boca se abre, escapando un suave suspiro, cuando empujo mi dedo
medio en su interior, bombeándolo dentro y fuera. Mi pulgar frota su clítoris,
un simple toque que la hace gemir. No toma mucho tiempo hasta que está
empapada, retorciéndose debajo de mí.
Agarrando mi pene, froto la cabeza a lo largo de su coño caliente,
acariciando su clítoris con la punta, antes de alinearnos y embestirla. Mierda, se
adapta perfectamente, como un guante de cuero. Su aliento se acelera, y ella se
aferra a mí, envolviendo los brazos a mi alrededor, clavando sus uñas pintadas
de rojo en la piel de mi espalda.
Me entierro en ella, encima de ella, cubriéndola con mi cuerpo, clavando
mis botas en el colchón barato en busca de agarre con cada embestida dura.
Esas uñas rasguñan a través de mi piel, dejando rastros molestos mientras que
ella se aferra a mí con cada gemido, quejido, y lloriqueo, envolviendo sus
piernas alrededor de mi cintura, dándome la bienvenida dentro.
Joder, esta mujer…
Sí, en realidad estoy follando a esta mujer.
Ella se calma, su agarre se afloja, los arañazos se vuelven toques apenas
perceptibles, su cuerpo movedizo cada vez que me meto dentro de ella.
Se encuentra floja en la cama.
Retrocediendo, la miro debajo de mí. Mira hacia lo lejos, con la vista fija
en una pared cercana. Aturdida. Desconectada. Ida.
—Oh, no, no… —Agarrando su barbilla, giro su cabeza, forzándola a
mirarme—. No vas a hacer esa mierda de desconectarte conmigo.
Parpadea unas cuantas veces antes de que sus ojos se estrechen.
—Adelante, enloquece —digo, continuando embistiendo—. Pero cuando
estoy dentro de ti, Scarlet, no te desconectas.
—No lo hago —dice defensivamente.
—Mentirosa, mentirosa, apurada…
Gruñe, pasando las manos por mi espalda antes de que los apuñe en mi
cabello, jalándolo, tirando de mí de nuevo hacia ella. —No me
estoy desconectando.
—Malditamente cierto que no lo estás —digo, acariciándola con la nariz
antes de besarla.
No se desconecta otra vez, esos gemidos vuelven, volviéndose gritos
agudos mientras acaricio su clítoris, trayéndola al orgasmo.
De nuevo.
Y otra vez.
Y otra vez.
Me contengo por el mayor tiempo que puedo, observándola en tanto se
deshace, los sonidos escapando de ella primitivos, como un animal salvaje,
antes de que mi cuerpo simplemente no pueda soportar más. Si no me corro
pronto, mis bolas se rebelarán. En serio van a cerrar la tienda e ir a la jodida casa.
Gruñendo, empujo con fuerza, golpeando la frágil cama en la pared, al tiempo
que un oleaje de placer me recorre.
—Mierda —gruño, agarrándola con fuerza, las piernas cubiertas de
mallas todavía enrolladas a mí alrededor mientras me derramo en el condón.
Quieto, presiono mi frente contra la suya, recuperando el aliento, inhalando su
olor. La vainilla sigue ahí, sí, pero el olor del sexo lo eclipsa ahora, ¿y la
vergüenza?
Sí, eso está aún sobre ella.
—Saciada —digo, todavía con las bolas dentro de ella profundamente—.
¿Es eso lo que significa tu Letra Escarlata?
Me empuja cuando le pregunto eso, apartándome de ella. —Estúpido8.
Me retiro con un gruñido. —¿Estúpido?
—Eso es lo que el tuyo significa —dice—. Estúpido. Y presumido9.
—Saciada —digo de nuevo, de pie, encontrándome en un apuro,
teniendo en cuenta que mis pantalones se enrollan alrededor de mis tobillos
como grilletes y tengo que caminar al baño para tirar el condón. Mi culo está a
completa exposición, y no soy exactamente modesto, sabes, pero espero no caer
de bruces sobre mi cara.
Es posible.
Plausible.
Probablemente va a suceder.
Así que me siento de nuevo en el borde de la cama y desato mis botas,
quitándomelas. Después de dejarlas caer al suelo, me quito los pantalones, sin
usar nada más que mis calcetines mientras busco su baño.
Es pequeño.
Estoy hablando de muy pequeño.
Malditamente minúsculo.
Tengo que tener cuidado al orinar, mi polla prácticamente es más grande
que el ancho de la habitación. Un armario donde no puedo caminar una mierda.
Un agujero en la maldita pared. Es completamente ridículo.
Cuando he terminado, vuelvo a su dormitorio. Es tarde, y estoy agotado,
lo que significa que probablemente debería darle a Siete una llamada para que
venga a recogerme para poder intentar dormir un poco esta noche, conseguir
mi cabeza de vuelta en el juego. Tal vez ahora que he estado dentro de ella,
purgará todos estos malditos pensamientos de tenerla en mi interior.
Scarlet está sentada en su cama, con las rodillas en el pecho, la camiseta
estirada alrededor de ellas mientras se acurruca debajo. No por el calor, no…
más como para tratar de protegerse del mundo que la rodea. Nerviosa de nuevo.
Me siento en el borde de la cama, mirando mi ropa desechada en el suelo.
—Han pasado nueve meses —dice en voz baja.
—¿Nueve meses desde qué?
Morgan
El calor seco fluye del ventilador sobre el techo justo encima de mí,
agitando mi cabello rizado, soplando hebras caprichosas en mi cara.
No me molesto en apartarlas.
Se siente como el Valle de la Muerte en este cubo de cristal que llaman
oficina, las luces fluorescentes demasiado brillantes y el aire demasiado
caliente. Mis palmas están sudorosas dentro del bolsillo de mi sudadera con
capucha. Cada respiración hace que mis pulmones quemen, rígidos y doloridos
en mi pecho, como si la inhalación de humo obtuvo lo mejor de mí esta mañana.
Todavía estoy drogada.
Puedo sentirlo.
Las persianas se encuentran levantadas y la puerta abierta, dando una
visión clara dentro de la oficina, así que cualquiera que pase por delante puede
verme sentada aquí. Es desconcertante, pero estoy agradecida por la apertura.
Significa que el detective está demasiado ocupado para pensar en follar ahora.
Ha estado entrando y saliendo de la oficina durante los últimos treinta
minutos, apenas reconociendo mi presencia, revisando papeles y murmurando
entre dientes. Tengo curiosidad por saber en qué está trabajando, pero si le
pregunto me dirá que no es asunto mío, aunque lo sea… no me dice nada.
Miro más allá de él, fuera de la ventana de la oficina del recinto, un rayo
de luz que refleja el vidrio, recordándome el brillo anaranjado de esta mañana.
—Doscientos ochenta amaneceres.
Gabe revisa algunos archivos a medida que dice—: No deberías estar
aquí, Morgan.
Eso es lo que siempre dice.
Pensarías que estaría cansado de repetirse.
—Sí, bueno, aquí estoy —murmuro jugueteando con el borde de las
mangas de mi sudadera con capucha—. Siempre exactamente donde no
pertenezco.
Deja escapar un profundo y exagerado suspiro al recostarse contra su
silla. —Los chicos de la séptima delegación van a querer entrevistarte.
Asiento, no sorprendida.
La policía estaría arrastrándose por todo Mystic. No estoy registrada
como trabajadora allí, oficialmente, pero mi nombre está destinado a surgir. Los
monitores de seguridad no son más que grabaciones en vivo, por lo que no
habrá grabaciones, lo que significa que van a estar desesperados por los
testigos.
No encontrarán ninguno.
Nadie va a hablar.
Ciertamente no yo.
—¿Era él? —pregunta Gabe.
—¿Qué piensas?
—Creo que ciertamente suena como algo que él haría.
—Bueno, ahí tienes —digo.
—¿Entonces lo viste? —pregunta Gabe—. ¿A Kassian?
Kassian.
Mi mirada se desliza hacia mi regazo ante el sonido de ese nombre. El
sudor rueda por mi espalda. Se siente aún más difícil respirar aquí ahora. ¿Por
qué demonios hace tanto calor?
—Lo oí hablar —digo—. Me buscaba.
—¿Te vio?
—¿Estaría sentada aquí si lo hubiera hecho?
—No —murmura—. Probablemente no.
Ni siquiera puedo empezar a imaginar lo que Kassian podría haber
hecho si me hubiera encontrado escondida detrás de ese bar, cómo habría
reaccionado ante la visión de mí acurrucada allí sin un top puesto.
Probablemente hubiera matado a todo el mundo. Hemos estado haciendo este baile
durante mucho, mucho tiempo, pero estos últimos nueve meses han sido los
peores. Estoy agotada. El juego más intenso de esconderse jamás jugado, excepto
que no es un juego. Realmente no. No hay nada divertido sobre lo que estamos
haciendo. Quiero renunciar, retirarme, llamarlo un empate y alejarme con la
cabeza en alto, pero Kassian Aristov juega para ganar.
No hay negociación con ese hombre.
Es a su manera o no hay forma.
Y no puedo dejar que gane esto. No puedo. Y él lo sabe. Que gane significa
que el resto de nosotros pierda.
—¿Has observado alguna vez el amanecer, detective?
Gabe suspira de manera dramática, ignorando mi pregunta, tal vez
piensa que estoy siendo estúpida. —Vuelve a casa, Morgan. No es seguro para
ti aquí.
—¿No es seguro el recinto 60? —exclamo con fingido horror,
sujetándome el pecho—. ¿Qué quieres decir?
—Sabes exactamente lo que quiero decir.
—Sí, bueno, si no estoy segura rodeada por la policía, ¿qué te hace
pensar que estaré a salvo en cualquier parte?
—Aún no te ha encontrado, ¿verdad?
—Aún no —digo, aun siendo la palabra clave. Si descubrió que trabajaba
en Mystic, es solo cuestión de tiempo hasta que me rastreé al apartamento,
considerando que George es el dueño del lugar.
Me colocó allí cuando toqué fondo, después de que me arrojé a su
merced, no teniendo ningún otro lugar para buscar ayuda. Odia a los rusos con
una ardiente pasión, y el enemigo de mi enemigo, bueno… digamos que son los
únicos lo suficientemente estúpidos como para saltar a esa oportunidad.
—¿Puedo preguntarte algo más, detective?
—Si digo que no, ¿eso hará que te vayas?
—No.
—Entonces dispara.
—¿Qué sabes de un tipo al que llaman Scar?
Gabe deja de hacer lo que está haciendo y me mira. —Sé que alguien con
un nombre de calle como Scar probablemente va a ser malas noticias. Aparte de
eso, nada.
—¿Nada?
—Nada —dice—. ¿Por qué?
—Ninguna razón en particular.
—¿Por qué, Morgan? —pregunta de nuevo, la voz más fuerte—. ¿En qué
te has metido ahora?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada.
Hombre, esta conversación no va a ninguna parte.
—Vete a casa —dice Gabe, levantándose— y quédate allí. Mantente
alejada del radar. No te metas en problemas. No hagas nada estúpido. No
pongas en peligro lo que estamos haciendo aquí.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunto—. Porque realmente no estoy viendo
que se haga nada.
Me aprieta el hombro. Se supone que es cariñoso, supongo, pero su
contacto hace que mi piel se arrastre. —Te estoy protegiendo, Morgan, como
necesitas que haga.
Después de salir, me siento allí, considerando esas palabras.
Protegiéndome.
Si así es como protegen a la gente, creo que prefiero protegerme yo sola.
Traducido por Vane Farrow
Corregido por Pachi Reed15
Lorenzo
Rompecabezas.
Cada pieza perfectamente cortada, moldeada para encajar con las de su
alrededor, única como ella misma, por lo que no puede ir a ningún otro lugar,
solo donde pertenece. Sola, la pieza no significa nada, el parpadeo de una
imagen, como una historia sin final, sólo una escena aleatoria sin ninguna
credibilidad. Es como conseguir que tu polla se moje pero nunca entre,
frotándola pero no follando.
¿Cuál es el punto de eso?
Los rompecabezas exigen un seguimiento. No puedes simplemente sacar
la verga a la mitad del asunto.
O bien, yo no puedo.
Es una especie de metáfora de vida. Los momentos son piezas, formadas
juntas y construidas entre sí, creando el cuadro más grande dentro del límite de
su mundo. Mi rompecabezas está lleno de formas deformes y bordes
irregulares, pero todavía encaja todo en su propia representación retorcida,
haciendo una horrible imagen de mi realidad.
Me gustan los rompecabezas.
Eso probablemente no sea una sorpresa.
La biblioteca en el primer piso de la casa está vacía, como la mayoría de
las otras habitaciones. Solo posee lo que puedes usar. Un gran escritorio de madera
de ébano se extiende por el centro, de color marrón dorado y negro, estrecho, el
tipo de escritorio que encontrarías en una sala de juntas rodeada por esas sillas
ergonómicas. Hay una sola silla de oficina de cuero negro aquí, empujada a un
lado, mientras estoy de pie frente a la mesa, mirando hacia abajo, golpeando la
esquina de una pieza de rompecabezas contra la madera rayada brillante,
pensando.
He estado trabajando en este rompecabezas desde hace algunos meses,
desde el día en que nos mudamos a esta casa, los bordes están completos,
ocupando la mitad de la mesa, secciones vacías dentro de ella con otros
escuetamente alrededor. Ocho mil piezas. Una réplica de la pintura de Miguel
Ángel en el techo de la Capilla Sixtina.
Suena aburrido, lo sé.
Solo quédate conmigo aquí.
Se pondrá mejor.
Compruebo la pieza en unos cuantos puntos antes de encajarla en su
lugar cerca del borde. Miro a su alrededor, buscando otra, cuando la luz
tintinea a través de la biblioteca la puerta se abre con unos nudillos tocando
contra el revestimiento de madera.
Siete está parado, sin cruzar el umbral, agarrando su teléfono. O bien, mi
teléfono, en realidad. Tiende a filtrar mis llamadas cada vez que está alrededor,
como un pseudo-secretario.
No se acerca más, esperando la aprobación. Los otros se mueven por la
casa, el resto de mi pequeño equipo personal de demolición, siete en total.
Solían ser diez, un bonito, redondo número par, pero ¿los otros tres? Bueno, se
encontraron con desafortunados fines debido a su propia estupidez.
No tengo muchas reglas. Haz lo que quieras. Jode a quién quieras. Roba,
miente, y engaña, si debes, pero cuando te digo algo… escuchas, y te conviene
no molestarme, porque puedo ser un poco susceptible.
Oh, y no pises mi biblioteca sin mi permiso.
—¿Qué pasa, Siete? Estoy ocupado.
—Ese chico está llamando de nuevo.
—¿Cuál chico?
—Ricardo Conti.
—¿Quién?
—El chico de Amello.
—¿Cuál chico?
—Con quien nos reunimos en el muelle esa noche.
—Ah, ese chico —digo, intentando una pieza en unos pocos espacios
antes de desecharla, recogiendo otra—. No parece un Ricardo.
—Ese es su nombre.
—No me gusta.
—Imaginé que no lo harías.
No hay nada rencoroso con esas palabras de Siete, así que no me ofendo.
El chico sabe cómo me manejo.
Intento mi siguiente pieza, encontrando su lugar, y paso a otra más
cuando Siete aclara su garganta. —¿Jefe?
Lo miro de nuevo, impaciente. —¿Qué?
—Ricardo—dice, levantando el teléfono—. Está llamando.
—¿Ahora?
—Sí —dice—. ¿Quiere que le diga que sigue ocupado?
—Depende de lo que quiera.
—Encontrarse de nuevo contigo.
—Oh, bueno, invítalo, entonces.
Los ojos de Siete se ensanchan. —¿Aquí?
—Sí, ¿por qué no? —Me encojo de hombros—. Todavía hace frío como la
mierda. No estoy saliendo a algún muelle esta noche, congelando mis bolas de
nuevo. Si quiere verme, aquí estoy.
—Sí, jefe. Se lo diré.
Siete se retira en tanto continúo trabajando en mi rompecabezas, tratando
de concentrarme, pero mi visión se está desdibujando y hace que sea difícil de
ver, los colores se fusionan. Intento un poco más de tiempo antes de darme por
vencido, con dolor de cabeza. Acercando la silla, me siento, apoyando mis pies
en la esquina de la mesa, cierro los ojos, cubriéndome el rostro con el brazo para
bloquear toda la luz.
Dios sabe cuánto tiempo me siento aquí, zonificando, dormitando, antes
de que alguien carraspee. Abro los ojos alarmado, viendo a un hombre entrar
en la biblioteca. Ricardo. Me siento recto, los pies golpeando el suelo con un
ruido sordo, alcanzo mi arma. Lo señalo antes de que pueda acercarse más,
apuntando a la masa.
—Un paso más y jalo el gatillo —digo y se detiene bruscamente,
levantando las manos, como si eso pudiera impedirme disparar. Ja—. ¿Sueles
entrar en propiedad ajena sin llamar?
—Me invitaron —dice—. Y la puerta, ya sabes, está abierta, así que
pensé...
Siete aparece detrás del chico cuando se calla. Agarrándolo, Siete le da
una palmadita, cogiendo una pequeña pistola de debajo de la ropa. Siete la
desarma rápidamente, tomando todas las balas antes de devolverle el arma. Su
frente se arruga cuando la toma.
—Puedes tener el arma, pero solo una vez que está vacía—le digo—. La
munición es un no-no en mi casa. Verás, las balas no vienen con nombres en
ellas, lo que significa que cualquier persona puede coger una si se aprieta el
gatillo, y no puedo lidiar con eso. ¿Bien?
Asiente lentamente mirando mi arma.
Sé lo que piensa.
—Las reglas no se aplican a mí —digo—, por lo que no tengas ideas
estúpidas. Quieres matarme, Ricky, y vas a tener que ser creativo, porque te
dispararé en el puto corazón en el momento en que empieces a ponerte
nervioso.
Mete la pistola en la funda, manteniendo las manos donde pueda verlas
después de eso.
—Ahora, el protocolo adecuado es que tocarás —digo—. Si la puerta está
abierta, golpea el marco. No es tan difícil. Adelante, inténtalo.
Todavía parece confundido, como si no lo captara, como si hubiera
asumido que tenía pelotas cuando el tipo es imprudentemente estúpido.
Después de un segundo, levanta el puño y golpea la madera a su lado.
—Buen chico —digo—. Ahora, ¿qué quieres?
—Tú, uh... me dijiste que viniera.
—Porque supuse que querías algo.
—Entregué tu contraoferta a mi jefe —dice—. Supuse que querrías
saberlo.
—¿Mi contraoferta? Refresca mi memoria...
—Dijiste que te chuparía la polla.
—Oh —me río. Lo hice, ¿no? Aja. No esperaba que en realidad
transmitiera ese mensaje. ¿Amello todavía lo dejó vivir después de eso?—. ¿Y
qué tiene que decir tu jefe?
—Declinó.
—Lo imaginé —digo, extendiendo mis piernas, encorvándome—. Pero
qué lástima. Apuesto a que chupa bien la polla. Probablemente haga lo
suficiente, ya sabes, la práctica hace la perfección y todo eso. Supongo que tendrás
que hacerlo en su lugar. ¿Pasas mucho tiempo de rodillas por él, Ricky? ¿O
prefieres simplemente inclinarte y dejar que él te folle un poquito?
Ricardo se queda allí, boquiabierto, como si tratara de averiguar si estoy
o no hablando en serio. Traga con fuerza, su manzana de Adam se balancea y
levanto una ceja, deliberadamente dramático al respecto.
—No lo hago —comienza, deteniéndose antes de decir—: quiero decir,
no estoy...
—Vamos, escúpelo
—O simplemente trágalo —bromea Siete.
Me río. —Esa es probablemente una idea mejor. Deberías estar
agradecido por cada gota.
Ricardo respira hondo. —No soy gay.
—Ni yo —digo—, y tampoco lo es Siete, por cierto, pero me la chuparía
si se lo pidiera. ¿No es así, Siete?
—Absolutamente —contesta—. Cualquier cosa que me pidas.
Afortunadamente para Siete, lo respeto lo suficiente como para no
pedirle eso. Respeto sus límites personales, porque lo exige. No solo eso, como
un mocoso con una boca grande que necesita algo empujado en ella. Se maneja
a sí mismo como alguien que se respeta. Pero aun así, lo haría si alguna vez se
lo pidiera, porque también me respeta.
Sin embargo, este tipo tiene bolas, pero pueden ser demasiado grandes si
en lugar de ponerse de rodillas diciendo “sí, por favor”, está vacilando como una
perra.
—Entra —le digo—. Déjanos, Siete.
Siete asiente antes de alejarse. Ricardo entra cuidadosamente en la
biblioteca, su enfoque cauteloso, su mirada parpadea por todas partes. Se
detiene, tal vez dos metros delante de mí, sin saber qué hacer.
—Dime algo —digo, demasiado agotado para prolongar esto, tanto como
fastidiarlo me divierte—. ¿Viniste porque tu jefe tiene otra queja que quiere
airear? ¿O estás buscando un nuevo trabajo, teniendo en cuenta lo que le pasó al
club de tu jefe, ya sabes, desde que la gente fue bang-bang-bang?
—Supuse que podrías decir eso.
—¿Supusiste? ¿Ah, sí? Porque yo no. No lo creo. O lo haces o no lo haces.
O estás buscando un trabajo o no lo estás. Si no entiendes tus propias
motivaciones lo suficiente como para no tener que tomar una maldita suposición,
entonces tenemos un problema.
Me mira fijamente. —Estoy seguro.
—Bueno, entonces. —Apoyo mis pies en la esquina de la mesa, juntando
mis manos en la parte posterior de mi cabeza—. Háblame de ti, Ricky.
Comienza a balbucear. No lo sé. No estoy prestando atención a las
palabras. Realmente no me importa lo que el tipo dice, no me importa cómo se
está encuadrando, pero su lenguaje corporal me lo dice todo. Cuando pasas la
vida de puntillas con psicópatas, aprendes a escuchar lo que no se dice.
Parpadea demasiado, inquieto, jugueteando con el reloj en su muñeca, jugando
con el broche. No es un Rolex, noto, no es que haga una diferencia en esta
situación, pero significa que es insípido o pobre como la mierda, y de cualquier
manera, es jodido para él. Lo que diga, está mintiendo. Todo en él grita engaño.
Tocando, justo cuando estoy a punto de llamarlo, Siete está ahí una vez
más.
—Pensé que te dije que nos dejaras —digo en voz alta, mi voz cortando
el lloriqueo de Ricardo.
—Lo hiciste —dice Siete—, pero alguien está aquí.
—Hay bastantes personas aquí —respondo—. Yo, tú, Ricky... El chico
lindo está arriba con Petardo... y el resto de los chicos, ya sabes, Dos, Seis y
Nueve, por todos lados, pero eso no significa que debas interrumpirme cuando
estoy en el medio de algo.
—Me refiero a alguien más.
—¿Quién?
—Una mujer —dice Siente—. Joven, morena... Creo que podría ser la que
buscabas.
—¿Está aquí?
Siete cabecea. —Afuera.
—¿Por qué no la has dejado entrar?
—Porque no ha tocado —dice—. Está como acechando, ya sabes,
mirando a su alrededor.
—Aja. —Dejando caer mis pies de nuevo, me levanto, dirigiéndome a la
puerta. Golpeo a Ricardo en el hombro, apretándolo, antes de empujarlo hacia
mi silla—. Toma asiento, volveré.
Siete mira al tipo cautelosamente antes de seguirme al pasillo. —No
confío en ese tipo, jefe.
—Probablemente no deberías —digo, mirándolo—. ¿Dónde la viste por
última vez?
—Estaba en el frente —dice—. La vi deteniéndose cerca de la puerta.
—Bien. —Señalo la biblioteca—. Vigílalo, ¿quieres? Iré a ver a nuestra
otra invitada.
—Sí, jefe.
Siete va a la biblioteca mientras camino a la parte trasera de la casa,
optando por salir por ahí y hacer mi camino alrededor. El aire es frío, el
crepúsculo cada vez más cerca. Puesta de sol. Mis pasos son silenciosos, mis
botas de combate aplastan la tierra húmeda, la nieve finalmente está
derritiéndose. Camino por el lado de la casa, haciendo una pausa cuando llego
a la esquina delantera. Me acerco, capturando sus sutiles movimientos en los
arbustos. Se agacha por debajo de la ventana de la sala, completamente
envuelta en sudaderas negras, con capucha y zapatillas de deporte.
Mira por la ventana, observando a mis hombres haciendo lo que hacen,
tan ensimismada por lo que ve adentro que no me percibe al acercarme. Me
detengo detrás de ella, observándola mientras los mira.
Es como el Inicio de un puto espionaje aquí.
Trato de esperarla, pero demuestra ser paciente. Minutos pasan. Tick.
Tick. Tick. Por mucho que me encantaría estar aquí para siempre, está
oscureciendo, y hace demasiado frío para esta tontería.
—¿Vas a entrar o qué?
Tan pronto como hablo, intenta dar vuelta, agarrada del protector, pero
pierde su equilibrio y cae sobre su trasero justo en los arbustos. —Mierda.
Me río a medida que se apresura para ponerse de pie. Rápidamente se
aleja de la ventana, lejos de la casa, manteniendo cierta distancia entre nosotros.
La mujer es astuta, sin duda... tan astuta que Siete fue el único que la notó, el
resto de mis hombres inconscientes, pero aun así, está un poco mojada detrás de
las orejas.
Mirándome cautelosamente, se mete las manos en los bolsillos de la
sudadera y no dice nada, no responde a mi pregunta, quizás no tiene una
respuesta para ello.
—¿Bien?
Aún sin respuesta.
Solo una mirada inexpresiva.
—Bien. —Me doy la vuelta para irme—. Quédate aquí.
Solo doy unos cuantos pasos antes de que su tranquila voz diga—:
Tienes una cerca blanca.
Eso me detiene. No sé por qué. Tal vez son las palabras. Quizás sea su
tono. Algo en ello me hace regresar. Todavía está parada allí, mirándome, la
mirada se desliza a la cerca a lo largo de la propiedad.
—¿Qué esperabas, alambre de púas?
—No lo sé —admite, mirándome de nuevo—. No una cerca.
Parece casi asombrada, pero es una cerca. Solo una puta valla. Tengo la
sensación, por el momento, de que significa algo más para ella. Pero hace
demasiado frío para que lo descubra, demasiado frío para ser metafórico.
—Vamos. —No pregunto esta vez—. Ven conmigo.
Me dirijo a la puerta principal. Vacila, sus ojos me enfrentan antes de que
finalmente me siga sin discusión. En el momento en que abro la puerta, el ruido
interior se calma, la pequeña fiesta de la sala se detiene bruscamente cuando
mis hombres entran en guardia. Intrusos.
—Alejen sus pollas, muchachos —digo cuando toman sus armas,
apuntando a mi camino en alarma. La regla de “balas no” tampoco se aplica a
ellos, pero en tiempos como estos creo que debería hacerlo.
Las bajan tan rápido que es casi cómico, con los ojos desorbitados como
si fueran los malditos Looney Tunes10.
Una niebla de humo persiste en la habitación, el olor almizclado y
almidonado fuerte en el aire. Botellas de licor medio vacías esparcidas sobre la
mesa de café. Paseando, agarro una botella de ron, tomando un trago
directamente antes de señalar a Scarlet.
—Amigos, esta es Scarlet. Scarlet, ellos son Dos, Seis y Nueve.
Ella parpadea unas cuantas veces, pero no dice nada cuando los hombres
murmuran saludos incómodos, como si los hijos de puta nunca hubieran
conocido a una mujer antes.
Salgo de nuevo, todavía sosteniendo la botella, y Scarlet me sigue por el
pasillo. —¿Los enumeraste?
—Sí.
—¿Por qué?
—Imagino que por la misma razón por la que el Gato en el Sombrero11
llamó a sus pequeños amigos Cosa Uno y Cosa Dos.
—¿Lo cual es por qué?
Me encogí de hombros. —¿Quién sabe? Sonaba bien.
—Estaaá bieen. —No suena convencida—. ¿Pero qué le pasó a Uno? ¿O,
Siete?
Morgan
Un mes.
Cuatro semanas.
La pequeña aún contaba, esperando… esperando… esperando algo que
parecía no pasar. Seguía encontrando razones por las que su madre no había
aparecido aún. ¿Quizás tomó mucho tiempo reparar la puerta? ¿Tal vez aún
dormía?
No lo sabía. Aún tenía solo cuatro. Nada de eso tenía sentido para ella,
pero trataba de escuchar, tratando de ser una niña buena.
Sentada en el dormitorio, en el escritorio contra la pared, apretó el crayón
celeste mientras pintaba todo el papel, haciendo un cielo. Otros colores se
encontraban regados frente a ella, mientras que la mayoría seguían en la caja. El
León Cobarde le había dado uno de esos paquetes grandes de crayones, más de
cien colores, algunos incluso con brillos. Pasó la mayor parte del tiempo
dibujando, Buster sentado en el escritorio frente a ella, mirando, también
esperando.
Esperando para ir a casa.
Sonriendo, bajó el crayón, admirando el papel. Había dibujado al
Hombre de Hojalata, pero no como el Hombre de Hojalata… lo dibujó como la
persona a la que se parecía, a pesar de que no era muy buena dibujando
personas. Lucía como un globo, pero tenía bien los ojos; grises, como nubes de
lluvia.
No quería que estuviera solo, y no le gustaban sus monos voladores así
que se dibujó a ella parada a su lado.
Además, ella también estaba algo solitaria.
—Vamos Buster —dijo, levantando el oso y poniéndolo bajo su brazo—.
Vamos a enseñárselo.
La pequeña hizo el recorrido por las largas escaleras, tomándolas una a
la vez. Había tantas que tardaba una eternidad. Sin embargo, parecía
acostumbrarse.
Acostumbrarse al palacio.
Un alboroto hacía eco desde el estudio del Hombre de Hojalata. Los
monos voladores se hallaban ahí esta noche, y habían traído algunas mujeres. El
grupo bebía de botellas de ese líquido claro, las cosas que hacían provocaban
las caras del Hombre de Hojalata. Música sonaba, una mujer cantando letras
extrañas que la pequeña no conocía.
La pequeña se dirigió al estudio, las puertas dobles de madera
completamente abiertas. Se detuvo ahí, con sus ojos enormes. Las personas se
besaban, algunos bailaban muy de cerca.
La luz era tan tenue.
¿Dónde se encontraba el Hombre de Hojalata?
—Vor —llamó una voz, usando una palabra que reconoció, una con la
que los monos se dirigían a veces al Hombre de Hojalata. Vor. Se volvió en la
dirección de la que venía, viendo al León Cobarde en el centro de la multitud.
Él señaló hacia ella, diciendo algo que no entendió al hombre junto a él. Hombre
de Hojalata.
Una mujer con largo cabello castaño se hallaba sentada en su regazo,
montándolo, usando solo un sujetador y falda, sus otras ropas perdidas. La hizo
a un lado, sus ojos inyectados de sangre dirigiéndose a la pequeña en la
entrada.
—¡Ah, ahí está mi gatita! —sonrió—. ¿Necesitas algo? Ven aquí.
Su tono era apagado. Demasiado agradable. Incorrecto. Una voz en su
cabeza le susurró que se escondiera, una voz que sonaba justo como la de su
madre. Sin embargo, era demasiado tarde, porque ya la habían visto, así que
con cuidado se acercó a él, tratando de ignorar las miradas de los otros.
El Hombre de Hojalata se sentó más erguido, forzando a la mujer en su
regazo. En su lugar se deslizó hacia el suelo, sentándose a sus pies, sin ir
demasiado lejos. La pequeña la miró. Era joven, como su madre, mientras que el
Hombre de Hojalata era más viejo. No lo llamaría viejo, no. No tenía canas para
nada. Pero tenía manos que no eran suaves y sus ojos se arrugaban algunas
veces.
La pequeña se detuvo frente al Hombre de Hojalata, su estómago
sintiéndose enfermo cuando lo miró a los ojos. Eran negros, como la noche, todo
el gris desaparecido.
—Te hice un dibujo —dijo, dándole el papel.
—Que dulce. —Lo tomó, estrechando los ojos—. ¿Soy yo?
Asintió.
Sus ojos la atravesaron.
Usa tus palabras. No lo dijo, pero ella lo escuchó.
—Sí, papi.
—¿Y tú me acompañas? —preguntó, levantándolo y apuntando hacia él.
Sus mejillas se sonrojaron mientras las personas a su alrededor miraban.
Solo quería mostrárselo a él. —Sí.
Lo dio vuelta, estudiándolo, aun sonriendo. —Es perfecto gatita.
Necesito enmarcarlo.
Sus ojos se ampliaron. —¿De verdad?
—Por supuesto —dijo, poniéndolo a un lado, en la mesa, antes de
palmear su rodilla—. Ven, siéntate.
Quería decir que no. Quería volver a su dormitorio lejos de todas estas
personas, lejos de la mujer dándole miradas raras sentada en el piso, pero su
expresión no dejaba lugar a discusión. Se sentó en su rodilla, viendo de lado, y
el la envolvió con su brazo izquierdo. Solía sentarse en el regazo de su madre
todo el tiempo, pero no le gustaba mucho sentarse así, usando el camisón
blanco que aún picaba.
Él golpeó el hombro de la mujer, señalando algo con su mano, y ella le
dio un dólar enrollado. El sujetó más fuerte a la pequeña, así no caería al piso,
mientras se agachaba todo el camino casi poniendo la cara en la mesa, y esnifó
una línea de polvo blanco.
Dejando salir un profundo suspiro, se recargó de nuevo en su silla, su
sonrisa brillando.
—¿Amas a tu papá? —preguntó, frotando su espalda.
La pequeña se tensó ante la pregunta.
Sus ojos negros la escudriñaron. —Está bien, tienes permitido amarme
sin importar lo que haya dicho tu madre. Soy tu padre, mi sangre está dentro de
ti. Puedes lucir como suka13, pero eres mitad mía.
Suka. La pequeña conocía esa palabra.
Era una de las malas.
Todavía no respondía. No sabía cómo. ¿Y si mentía por error? ¿Se
enojaría?
Después de un momento, se rio, abrazándola a su pecho mientras
despeinaba su cabello. —Algún día. Incluso tu madre me amó una vez. Es
inevitable.
13 En polaco “perra”.
La pequeña se relajó, sus nervios disminuyendo. Honestamente, no sabía
si alguna vez lo amaría, pero tal vez, si su madre lo amaba y él encontraba su
corazón, podría pasar.
Todos alrededor se rieron y bromearon, haciendo más ruido mientras
pasaba el tiempo. La pequeña los miró.
El Hombre de Hojalata tomó una botella de ese líquido claro, sirviéndose
un poco.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Levantó la botella, golpeando su brazo. —Inténtalo.
Solo lo miró fijamente.
—Ay, ¿mi gatita está asustada?
Las personas a su alrededor se rieron, esa risa fea, la mala, la que no le
gustaba. Su rostro se tornó carmesí en tanto tomaba la botella y la ponía en sus
labios. Al segundo en que tocó su lengua, se atragantó, su boca en llamas.
Quemaba. Tosiendo, no podía recuperar el aliento, tragando antes de tirar la
botella, tirándosela encima. El Hombre de Hojalata la atrapó riéndose, mientras
la palmeaba en la espalda.
—Respira —dijo, deslizándose de la silla, sentándola a ella sola—. El
vodka no es para los débiles.
—Eres tan cruel —dijo la mujer castaña, todavía sentada en el piso—. Es
solo una niña. Ni siquiera debería estar aquí.
—Es mi niña. Yo digo donde debe estar. Además, ¿qué sabes de ser un
padre?
—Probablemente más de lo que tú jamás sabrás —murmuró la mujer—.
Pobre niña.
Al momento en que esas palabras salieron de su boca, algo estalló. El
Hombre de Hojalata sujetó a la mujer, tomando en puños su largo cabello, y la
alejó de la silla, ella emitió un ruidoso chillido.
La pequeña se tensó, lágrimas en los ojos, mientras el Hombre de
Hojalata azotaba la cabeza de la mujer en la mesa frente a ellos, una y otra vez,
con polvo blanco volando como arena alrededor, llenando su cara, a medida
que sangre caía de su nariz y boca. Ella se quejó, rogando, pero él no se detuvo.
BAM.
BAM.
BAM.
La mujer se quedó quieta mientras seguía sujetándola del cabello,
levantándole la cara para mirarla, susurrando—: Pobre niña —antes de dejarla
caer en el piso frente a la silla.
Todos a su alrededor miraron, las otras mujeres perturbadas, pero los
hombres actuaban como si fuera normal. La pequeña temblaba y sollozaba,
mojando su camisón mientras apretaba a Buster contra su pecho, mirando al
piso.
Los ojos de la mujer estaban cerrados, como si durmiera, al igual que la
madre de la pequeña.
Despertaría, ¿no?
El Hombre de Hojalata se volvió hacia ella. Sus ojos todavía negros. Hizo
hacia atrás la botella de vodka, tomando un trago directo de ella, antes de
apuntarla. —Vuelve a tu habitación, gatita. Sé una niña buena para papá.
Límpiate.
La pequeña se levantó, corriendo de la habitación, subiendo las escaleras
tan rápido como pudo.
Traducido por Chachii & Arantza
Corregido por Anna Karol
Lorenzo
Limerence.
No parece la gran cosa desde afuera. Es un edificio soso y oscuro con el
nombre escrito en cursivas rojas sobre un letrero encima de la puerta de cristal
tintado. Cursiva roja. Nada de luces incandescentes o carteles de neón. Nada que
diga que hay tetas. Ninguna descripción tipo “Club de caballeros”. Está abierto
al público, sí, pero tienen una clientela específica. Los acaudalados. Los
depravados. El tipo de gente que pagaría un montón de maldito dinero por una
probada de sus más oscuras fantasías.
No importa cuán oscuras sean, por lo que escucho.
Dinero suficiente, sin preguntas…
Los guardias de seguridad están parados junto a la entrada, vestidos de
negro y llevando auriculares como si fueran el Servicio Secreto. No tengo duda
de que tienen línea directa con quién sea que maneja esta cosa.
Me detengo en la vereda frente al lugar, analizando el cartel de Limerence
en la oscuridad, débilmente iluminado desde atrás. Mis muchachos,
dispersados, se mueven alrededor sin perder un segundo. Seguridad no les
presta atención; están demasiado ocupados vigilándome a mí. Siete está parado
a mi espalda. Mi sombra, como siempre. Le tiene tanto maldito miedo a su
señora que no quiere acercarse.
—Puedes esperar aquí afuera —digo mirándolo—, ¿a no ser que estés de
humor para un baile privado?
Sacude la cabeza. —Pasaré.
Lo imaginé.
Me acerco al edificio. Los de seguridad me miran con cautela, pero
ninguno dice nada cuando entro. Todo a mi alrededor es dorado con un
resplandor rojo, la luz es tenue, la música suave, lenta y sorprendentemente no
hace que mi cabeza quiera explotar. El club desborda de hombres reunidos en
pequeñas mesas, sentados en sillones de cuero mientras las mujeres bailan a su
alrededor. Es bastante aburrido. Para mayores de 13 años. Apenas una paja en
una fosa de insaciables folladores. Buscando nada más que atisbar ver unos
pezones y tu culo lleno de fajos de dinero para ser escoltados a otra habitación y
tener una experiencia distinta.
Mis muchachos se reúnen en la esquina más alejada, lejos de los otros,
donde ya están captando la atención. Una morena muy bonita se sienta en el
regazo de Tres con los brazos envueltos alrededor de su cuello mientras le
susurra al oído quién sabe qué cosas, apoyando las tetas en toda su cara,
tentándolo. Cinco charla con una camarera morena en tanto que los demás se
han ido hace rato, probablemente a la parte trasera.
Tomó un total de treinta segundos.
Me deslizo en una silla de su mesa, relajándome y cruzándome de
brazos. No estoy tan interesado en participar como en observar, pero mierda,
una bebida no me vendría mal.
—Ron —digo en voz alta, interrumpiendo la conversación de Cinco con
la camarera—. Una botella entera estaría bien, pero me conformaré con el vaso
más grande que tengan en este lugar. Algo puro, no basura… entre más fuerte,
mejor.
Tres murmura alguna broma cliché sobre “eso fue lo que ella dijo”, lo que
provoca que la morena se ría a carcajadas.
Me pregunto cuánto le paga para que crea que es gracioso.
La camarera se dirige hacia la barra y regresa con un vaso lleno de un
líquido transparente, me lo entrega y regresa a su conversación.
El vaso es de apenas cuatro dedos de alto, pero los pobres no podemos
elegir.
O mejor dicho, los clientes no deberían matar a las camareras.
Misma diferencia.
Bebo un trago haciendo muecas, antes de volver a interrumpirlos—: Esto
no es ron.
La camarera me mira. —¿Qué?
—Es vodka —digo, dejando el vaso sobre la mesa. Un poco del líquido se
derrama cuando lo empujo hacia ella—. Yo pedí ron.
—¿Estás seguro? —Levanta el vaso—. Quiero decir, es transparente.
—El agua también, pero eso no significa que sea la mierda que pedí, ¿no?
—Uh, no, supongo que no.
—Ron. R-O-N. Dilo conmigo. Ron.
—Ron —dice despacio, su voz tiembla en tanto sus ojos se ensanchan un
segundo antes desviarlos, mirando al suelo. De repente parece bastante
aterrorizada a medida que se aleja. Su reacción me confunde hasta que mis
hombres analizan el lugar y me miran.
No, a mí no, miran detrás de mí…
—Un hombre que sabe lo que quiere y no acepta nada menos —dice una
potente voz, las palabras teñidas de un profundo acento ruso—. No puedes
culpar a un hombre por eso, ¿o sí?
—No —digo—. Por supuesto que no.
Camina alrededor de la mesa, dejándonos atrás, paseando hacia la barra.
Kassian Aristov. Se desliza al lado de la mesera justo cuando la camarera le
tiende un nuevo vaso. Antes de que pueda alejarse, el brazo de Aristov se
desliza alrededor de su delgada cintura, asegurándola a su lado, una mano en
su cintura mientras la otra arrebata el vaso fuera de su agarre. Llevándoselo a
los labios, se toma hasta la última gota, dejando el vaso en la barra en tanto se
inclina, susurrándole algo.
Sus ojos están en el suelo de nuevo, cada centímetro de su cuerpo rígido.
Está aterrorizada.
La expresión de él es relajada, casual, una ligera sonrisa en sus labios,
como si su miedo lo entretuviese. Ni idea de lo que podría estar diciéndole. No
está gritando, pero cuanto más tarda, la mujer luce más como si pudiese colapsar
bajo el peso de sus palabras.
Tras un momento, Aristov palmea la mejilla de la mujer tan fuerte que se
encoje de dolor, su cabeza inclinada hacia arriba, sus ojos encontrándose con los
suyos. Dice algo más y ella asiente antes de que él se dé la vuelta, haciéndole
gestos al barman para que le pase una botella color dorada de detrás de la
barra.
Appleton Estates, Ron Jamaicano. Puedo ver la etiqueta cuando Aristov se
acerca, arrastrando a la mesera junto con él. Se detiene a un lado de la mesa, en
mi línea de visión, su mano cambiando de la cintura de la mesera para apretar
la parte de posterior de su cuello.
—Lo lamento —dice, forzando una sonrisa aunque sus ojos rebosan con
lágrimas—. Espero que pueda perdonarme. No volverá a pasar. Lo prometo.
Promesas. Las odio.
La gente las rompe todo el maldito tiempo.
Asiento, porque no estoy seguro de qué decir a eso. Lo que quiero decir
probablemente solo lo empeorara todo para ella, y parece como que está
teniendo un momento lo suficientemente duro sin mi ayuda.
—Ron —dice Aristov, sosteniendo la botella para mí. Su exterior está
polvoriento, la botella continúa sellada—. Debo confesar que no vendemos
mucho aquí. Nos especializamos en vodka, solo el mejor, directamente desde
Rusia.
Tomo la botella de sus manos.
Aristov se inclina, presionando un beso en la frente de la mesera antes de
susurrar—: Ve a mi oficina, suka.
Su cabeza baja, y tan pronto como Aristov suelta su cuello, corre a través
del club, fuera de la vista. Aristov permanece, sus ojos sobre mí a medida que
abro la botella, llevándola a mis labios.
—La casa invita, todo —dice Aristov—. Para todos ustedes. Disfruten.
Mis hombres celebran, pero yo solo me siento ahí, aun tomando sorbos
de ron mientras ellos se dispersan, sin desperdiciar el tiempo ahora que es
gratis. Tacaños.
—¿Me acompañas con un trago, en mi oficina? —pregunta Aristov,
arqueando sus cejas.
Me encojo de hombros, levantándome de mi asiento. ¿Qué demonios? —
Lidera el camino.
Su oficina está hacia la parte trasera del club, un cuarto pequeño detrás
de un espejo de doble vista. Puede ver el exterior, observarlo todo, pero nadie
puede ver el interior. La mesera está de pie adentro, en el centro del cuarto, sus
manos unidas enfrente de ella.
No es una oficina en el sentido tradicional de la palabra. Se parece más a
un típico apartamento de estudiante en Nueva York. Sillones de cuero rodean
una mesa cuadrada, un pequeño bar privado al otro lado de la puerta con
botellas de licor en el interior. Vodka. Encima de eso hay un loft, una blanca
escalera conduce hacia él. Ni siquiera tengo que adivinar el por qué hay una
cama en su oficina.
La iluminación es tenue, las paredes blancas con una alfombra persa roja
cubriendo parte del suelo de mármol.
Después de cerrar la puerta de la oficina, Aristov agarra una de las
botellas. Engulle algo del licor mientras se aproxima a la mesera, sus ojos
observándola meticulosamente antes de mirarme. Su mano libre sujeta la parte
posterior de su cuello de nuevo, tirando de ella, dirigiéndola en mi dirección.
Lloriquea, cerrando sus ojos. —Ésta es estúpida, pero es bonita y no hay nada
que no pueda manejar, por si te gustaría probarla.
—No es realmente mi tipo —digo.
—Oh, ¿cuál es tu tipo?
—El tipo que no se retuerce de miedo por mí.
Aristov se ríe. —Ah, ¿existe ese tipo de mujer? La mayoría están
asustadas de su propia sombra.
No me entretengo en darle a eso una respuesta.
Arrastra a la mesera a uno de los sillones, sentándose y tirando de ella
enfrente de él, empujándola hacia abajo, a sus rodillas. Desabrocha sus
pantalones, sin decir una palabra, y la sujeta del cabello, empujando su rostro a
su regazo cuando saca su pene justo enfrente de mí.
La mujer lo toma en su boca sin objetar, y él deja escapar un suspiro
exagerado mientras sonríe lánguidamente, pareciendo muy malditamente
complacido consigo mismo.
Miren, no soy un idiota. Éste no es mi primer día de trabajo, si saben lo
que quiero decir. Sé que está imponiendo su dominio o estableciendo su
territorio o como sea que le llames a esta mierda de acto de macho alfa, un
concurso de meadas porque yo soy el león rival que entró a su guarida. Así que
lo entiendo, pero la cosa es que, no me conoce. Piensa que este teatrito me
afectará, me hará sentir incómodo y que me encogeré de miedo, pero eso no va a
pasar.
Le dije a Scarlet que él no me asustaba.
Hablaba malditamente en serio.
Sacaré mi pene y retaré a ese hijo de puta, justo aquí, justo ahora si me
presiona. En el sentido figurado, por supuesto. Literalmente, mi pene se está
quedando justo donde está.
—¿Estás seguro de que no quieres una probada? —pregunta, asintiendo
hacia la mesera que se la está mamando—. Puedes cogértela. No me importa.
Chilla como un cerdito cuando la llenas por completo.
—Lo aprecio, pero no me voy a coger a ninguna de tus mujeres.
O bueno, infiernos, quizás lo haga.
No lo sé.
Todavía estoy confuso respecto a su historia con Scarlet.
Pero a pesar de eso, hasta donde yo sé, no es suya. Tampoco es de
Amello. No le pertenece a ninguno de esos idiotas.
Dirigiéndome al sillón en frente suyo, me siento, relajándome, tomando
directamente de la botella de ron, sin molestarme en apartar mis ojos. Alejar la
mirada se acerca a una línea de acobardarse que ni siquiera estoy cerca de
cruzar.
Creo que se da cuenta, que no soy como los otros con los que lidia.
Podría cortar la garganta de esa mujer y no me encogería. Deja de prolongar las
cosas, agarrando la parte de atrás de su cabeza y empujándola hacia abajo,
haciendo que se atragante, en tanto levanta su cadera un par de veces, follando
su boca hasta que se corre en su garganta.
Tan pronto como termina, la aleja de un tirón. —Regresa al trabajo.
Corre fuera del cuarto, cerrando con un portazo la puerta. Aristov se
repliega, ojos entrecerrados fijos en mi cara. Si acaso, creo que lo estoy alterando
a él.
—¿Hay alguna razón por la que hayas venido aquí? —pregunta—. Dado
que no parece ser por el atractivo de mis mujeres, debes estar interesado en mí,
¿no?
—No te halagues a ti mismo. Tampoco eres mi tipo.
Se encoge de hombros, tomando más vodka. —No me acobardo.
—Eso he escuchado.
—¿Lo has escuchado? —Frunce el ceño—. A principios de esta semana
dijiste que no me conocías.
—No lo hacía —digo—. Como que me puse curioso cuando destrozaste
el club, vomitando balas, así que pregunté por ahí. Me guiaron hasta aquí.
—Entonces estabas interesado en mí. —Se ríe, tomando un poco más,
malditamente cerca de terminarse la botella entera en solo un par de minutos.
¿Cómo putas tiene todavía un hígado funcional?
Infiernos, quizás no lo tiene.
Tal vez por eso está tras Scarlet.
Quizás necesita un trasplante.
Puede que ellos sean compatibles.
Me encojo de hombros, porque indirectamente, lo que dice es verdad.
Vine porque tenía una furtiva sospecha de que encontraría el problema de Scarlet
aquí. —Como dijiste, no te acobardas. La mayoría de la gente lo hace. He estado
en la ciudad por un tiempo, y continúo encontrando niños pequeños que no
cumplen con lo que dicen. Entonces cuando me encuentro con alguien que
predica con el ejemplo, bueno, me causa interés.
Se sienta ahí, continúa bebiendo, analizando esas palabras. Puedo ver
cuando el licor le hace efecto, su postura relajándose, sus párpados cerrándose y
sus piernas moviéndose lánguidamente.
—Solíamos tener negocios con los italianos —dice—. Las familias venían
a nosotros cuando querían hacer algo, pero eran demasiado cobardes. Tenían
tantas reglas tontas. No mates a las mujeres, no mates a los líderes, no mates a
oficiales, pero nosotros no tenemos esas reglas. Nosotros éramos el truco que
mantenía sus manos limpias.
—No necesito truco —digo—, ni me importa que mis manos estén
limpias.
—Eso es lo que yo he escuchado —dice—. Has construido una reputación
bastante grande en un corto periodo de tiempo, señor Scar.
Señor Scar.
Puedo sentir mis músculos contrayéndose cuando dice eso, mi cuerpo
reaccionando inconscientemente. Me gustaría golpearlo, pero también me
gustaría salir de aquí, y con mis hombres concentrados en vaginas, bueno, no
estoy seguro de que esto terminaría a mi favor.
—Ve por todo o vete a casa, ¿verdad?
—Correcto —dice—. ¿Estás trabajando con George Amello? ¿Es por eso
que te encontrabas en su club?
Sacudo mi cabeza. —Alguien ha estado robándolo. Me acusó. No aprecié
la insinuación, así que hice una aparición para decirle cómo me sentía respecto
a su señalamiento.
Él se ríe. —Debo confesar… eso es mi culpa.
—¿Tuya? Imaginé que estarías más allá del hurto.
—Lo estoy —dice—. Era personal.
—¿Personal? ¿Qué fue lo que te hizo?
—Tiene a mi chica.
—¿A la que buscabas? ¿Morgan?
Tengo que obligarme a usar su nombre real.
Asiente, señalándome con su botella.
—Ésa misma.
—Entonces, te quitó una mujer —digo, tratando de descifrar el acertijo—.
A mi parecer, viendo tu propiedad, no pareces exactamente herido. ¿Acaso una
mujer vale todo eso?
No parece gustarle lo que digo. Su expresión floja se endurece, sus
hombros se cuadran. Sí, ella lo vale para él. Vale más de lo que pude haberme
dado cuenta.
Luego de beber lo último del licor, se levanta y se dirige de nuevo hacia
el bar. Para haberse puesto borracho tan rápidamente, su andar aún es estable.
Cambia su botella vacía por una llena mientras dice—: Ella es diferente.
Diferente. Puedo decir que habla en serio. Infiernos, casi suena
sentimental al respecto, como si pudiera de hecho sentir algo por Scarlet.
—No me gusta cuando la gente toma algo que es mío —dice, dándose la
vuelta—. Es muy bonita, mi Morgan, y lo sabe. Lo usa a su favor. Hace que los
hombres la quieran ayudar, como si necesitara ayuda. —Ríe amargamente,
abriendo la botella—. Es como una sirena, y la única cosa que puede ser más
fuerte que su canto es mi dinero. Es el por qué le daré medio millón de dólares a
quien la encuentre.
—Eso es mucho dinero.
—Lo es —concuerda—. Es también un gran incentivo.
Eso es.
Conozco a un par de personas que venderían a su propia madre por ese
dinero en efectivo. Scarlet no tiene ninguna oportunidad. Dicen que no puedes
ponerle un precio a los sentimientos, pero estoy bastante seguro de que medio
millón es un pago lo suficientemente grande como para hacerte olvidar eso.
A la mayoría de las personas.
—¿Qué vas a hacerle cuando la encuentres? —pregunto, la ironía de este
momento no se me escapa. Hace no mucho tiempo buscaba a la misma maldita
mujer y Siete me hizo exactamente la misma pregunta. Porque, ¿hombres como
yo…como Aristov? Reaccionamos por instinto. Es ego. Nosotros pagaríamos
medio millón de dólares para atrapar a alguien solo por la oportunidad de
verlos desangrarse, y valdría la pena cada centavo.
—Ese es mi problema —dice, la respuesta no es una sorpresa. Estoy
bastante seguro de que dije algo similar. Camina hacia mí, dejando su botella en
la mesa antes de sacar de su bolsillo trasero una billetera. Abriéndola, saca algo
que estaba metido en uno de los huecos, detrás de tarjetas de crédito y quién
sabe qué otras cosas.
Una foto, me doy cuenta cuando la sostiene hacia mí.
La agarro cuidadosamente.
Está vieja y rayada, los bordes raídos, como si la hubiese sacado y vuelto
a meter cientos de veces. Cabello castaño recogido, desordenado en la cima de
la cabeza, algunas hebras sueltas cayendo alrededor de su cara. Es Scarlet, sin
lugar a dudas, pero al mismo tiempo, no es la Scarlet que conozco. La chica en
la foto es joven, catorce, tal vez quince. Todavía una adolescente, su cara
ligeramente redondeada, suave con una pizca de inocencia. No mucha, pero un
poco. Sonríe a medias, como si fuera tan feliz como pudiese posiblemente ser, lo
que no es realmente muy feliz en lo absoluto. Más bien como no completamente
derrotada.
—Fue tomada hace un par de años —dice—. Es un poco mayor, pero
sigue siendo la misma chica linda.
Antes de que pueda responder, hay un golpe en la puerta de la oficina.
Aristov cierra su billetera, metiéndola en su bolsillo, y sostiene su botella de
licor mientras grita—: ¡Adelante!
La puerta se abre, un hombre entra. Lo he visto antes, en Mystic, el
hombre que se hallaba con Aristov, el grande y rudo hijo de puta que se parece
mucho a él. Duda cuando me ve, sus ojos entrecerrándose.
—¿Qué estás haciendo aquí, Markel? —pregunta Aristov.
—Necesitaba hablar contigo sobre… —Markel se calla, mirándome, antes
de darse la vuelta hacia Aristov—. ¿Estoy interrumpiendo algo?
—Ya me iba —digo, poniéndome de pie, agitando mi botella de ron hacia
Aristov—. Gracias por la bebida.
—En cualquier momento —dice.
Le doy una mirada a la foto una vez más antes de dársela a Aristov. La
toma, dándole un vistazo en su mano a medida que yo me alejo. Paso a Markel,
quien me observa irme.
Limerence está lleno, mis hombres no se ven por ningún lado.
De manera que me voy, porque esta noche no es una para buscar
problemas, incluso si eso suena malditamente divertido justo ahora. La
seguridad en la puerta no dice una palabra cuando salgo, llevando el ron
conmigo, porque a la mierda.
Ahora es mío.
Siete permanece cerca del bordillo, mi sombra en la oscuridad. No se ha
ni siquiera movido. Me mira mientras me acerco, evaluando, como si estuviese
descifrando qué pasó, sin preguntar. Entro en mi auto, sin molestarme con el
cinturón de seguridad, tomando un trago cuando Siete se me une.
—¿Descubriste lo que buscabas? —pregunta.
—Incluso más.
—Eso es bueno —dice, dudando antes de añadir—: Es algo bueno,
¿verdad?
—No lo sé. —Miro el club de reojo, las letras rojas en cursiva—. La
quiere.
—¿A quién?
—A Scarlet.
Deja salir un bajo chiflido. —¿Qué quiere de ella?
—No lo dijo, pero ofrece un infierno de recompensa para quien sea que
ponga sus manos sobre ella.
Maneja lejos del club, fusionándose en el tráfico. No dice ni una palabra,
pero puedo verlo moverse nervioso, sus dedos tamborileando contra el volante.
Se está preguntando si voy a aceptar la oferta.
Pero no hace la pregunta.
Quizás tiene miedo de escuchar la respuesta.
Tal vez, muy en el fondo, ya la sabe.
Traducido por samanthabp & Vane Farrow
Corregido por Itxi
Morgan
Lorenzo
Morgan
¿Sabes que los sueños que las personas tienen están afuera en alguna
parte, escuela, trabajo, en algún lado, solo para darse cuenta que olvidaron
ponerse ropa esa mañana y que todo el mundo los mira fijamente?
Creo que podría saber cómo se siente.
La cocina está en silencio, tan extraño, considerando que hay cinco de
nosotros metidos en la habitación. Me encuentro sentada en una mesa redonda,
en una silla de madera a juego, frente a Leo y Melody. Ella juega en el celular,
mirándome muy de vez en cuando, su expresión llena de curiosidad, mientras
que Leo ni siquiera finge estar interesado en algo más. Él simplemente mira
descaradamente.
Y no es el único.
Siete está de pie al otro lado de la habitación, recostado contra la
encimera. Puedo sentir que también me observan sus ojos.
Sí, me presenté desnuda a clase.
Es divertido, de verdad, porque he estado desnuda en público, rodeada
de varias personas, y no siempre fue placentero para mí, pero raramente se
sintió así de incómodo.
Tenía ropa puesta, aunque obviamente no era mía, una camisa negra de
mangas largas que podría pasar por un pequeño vestido con pantalones cortos
debajo. O bueno, está bien, en realidad son calzoncillos. Bóxer con caimanes por
todas partes. Florida Gators.
No sabía que a Lorenzo le gustaban los deportes.
Hay demasiado que no sabía, creo, mientras lo miro al otro lado de la
habitación, y me golpeó justo en la cara hace poco cuando entré aquí. Lorenzo
no me da la cara, con los pies descalzos, sin camisa, vestido solo con unos
pantalones de pijama negros caídos y unos lentes. Lentes. Estructura negra,
cuadrada, delgada, no llamativos, incluso apenas notables, pero los veo. Se
mueve alrededor, alternando entre ordenar papeles esparcidos alrededor de la
encimera y ocuparse de lo que sea se está cocinando en la estufa.
Sí, me oíste bien.
Está cocinando.
Y no me refiero al nivel de cocinar tortillas en el microondas. El hombre,
quien medio me alimentó anoche con un emparedado de mierda y un jugo,
tiene tocino crepitando en tanto voltea panqueques y bebe jugo de naranja
recién exprimido.
En serio. Lo vi exprimirlo.
Incluso me sirvió un poco.
Bajo la mirada al vaso en mi mano, y el jugo de pulpa, mordiéndome el
interior de mi mejilla. No jugo noventa y nueve por ciento genérico
para esta familia. Todos me siguen mirando como si fuera extraña, aun así
actuando como si eso fuera normal.
Lorenzo se da la vuelta, y levanta la mirada mientras camina hacia la
mesa, medio espero que también me de miradas raras, pero no, está mirando a
su hermano. Moviendo la espátula, golpea a Leo en la cabeza, el
fuerte golpe hace eco en la cocina.
—¡Mierda! —Leo hace una mueca, el golpe sacándolo de su trance a
medida que frota la parte de atrás de su cabeza—. ¿Por qué demonios fue eso?
—La mesa no está puesta —dice Lorenzo—. ¿Qué somos, animales?
Leo se pone de pie, rodando dramáticamente los ojos, y Lorenzo mueve
de nuevo la espátula, apenas rozando su hombro en tanto sale del camino. —
Bien, bien ¡voy a hacerlo! ¡Por Dios!
—No estás demasiado viejo para que te doble sobre mis rodillas, Niño
Bonito —dice Lorenzo, apuntando con su espátula—. No creciste en un maldito
granero.
—No, pero crecí en una granja —dice Leo, agarrando algunos platos del
gabinete.
—Es un huerto de naranjas —dice Lorenzo—, no una granja.
Huerto de naranjas.
Miro de nuevo mi jugo, llevándolo a mis labios por un sorbo. Todo esto
está comenzando a sentirse como una comedia de la televisión, como si Lassie
fuera a venir corriendo y a decirnos que Timmy se cayó al pozo.
Lorenzo tira la espátula en el fregadero y trae platos de comida mientras
Leo pone la mesa. Miro el plato vacío en frente de donde me encuentro sentada
y voy a irme cuando Lorenzo se desliza en la silla a mi lado, agarrando mi
muslo, obligando a mi trasero a regresar al asiento.
—Sírvete tú mismo, Siete —le dice al chico, aun recostado contra la
encimera—. Sabes cómo funciona.
—Lo aprecio, jefe —dice Siete—, pero la esposa hizo huevos revueltos
esta mañana, así que no puedo tomar otro bocado incluso si quisiera.
—Lo supuse —dice Lorenzo—. La mujer te alimenta mañana, tarde y
noche.
—Y me empaca refrigerios entre comidas —dice Siete, y pienso que es
broma hasta que saca una barra de proteínas del bolsillo de un abrigo y una
pequeña bolsa de zanahorias del otro. Guau.
—¿Estás casado? —pregunto.
—Veinticinco años el próximo mes —dice con una sonrisa. Ha estado
casado más tiempo de lo que he vivido—. Fue mi amor de secundaria. Me casé
con ella después de la graduación.
—Se arrepiente de esa mierda cada día —dice Lorenzo sirviendo la
comida en los platos.
—No me he arrepentido ni una vez —dice Siete—, ni siquiera cuando me
molesta por la compañía que mantengo.
Lorenzo encuentra eso divertido, mientras yo calculo en mi cabeza. Eso
significa que Siete tiene más o menos cuarenta y tres años... igual que Kassian.
Miro a Lorenzo, de repente curiosa. —¿Cuántos años tienes tú?
Leo se ríe ante mi pregunta. —Es más viejo que el pecado.
Lorenzo le dispara una mirada y dice—: Casi siempre dieciséis.
—Está llegando a los treinta y siete —se mete Siete.
Treinta y siete.
Miro a Leo. —¿Y tú veintiuno?
Asiente. —Sí.
Dieciséis años de diferencia. Lorenzo mencionó que comenzó a cuidar de
su hermano cuando él tenía alrededor de los dos, lo que haría de Lorenzo…
—Tenía dieciocho —dice, y mis ojos se amplían, preguntándome si había
hecho el cálculo en voz alta, pero él solo me interrumpe con una sonrisa ligera,
como si leyera mi maldita mente—. Conozco esa mirada.
—¿Cuál?
—La mirada que intenta adivinar —dice, agarrando el plato frente a mí,
empujándolo más cerca—. Desayuna, Scarlet. Tampoco me opongo
a cargarte sobre mi rodilla.
—Me gustaría verte intentándolo —murmuro, agarrando un tenedor y
apuñalando el panqueque en mi plato. Antes de incluso tener que preguntar,
Lorenzo toma algo de jarabe y me lo pasa, como si leyera de nuevo mi
mente. Raro.
Como en silencio. Está bueno. Realmente bueno.
No quemó nada.
Siempre quemo todo cuando intento cocinar.
Melody comienza a conversar, hablándole sin parar a Leo, mientras Siete
permanece en su sitio, esperando cualquier cosa.
Finalmente un teléfono suena, proviene de la esquina. Siete saca uno de
su bolsillo, sosteniéndolo. —Es el suyo, jefe.
—¿Quién es?
—Número privado.
—No hablo con cobardes —dice Lorenzo retrocediendo en su silla y
poniéndose de pie. Coloca su mano sobre mi hombro cuando bajo el tenedor,
mi plato vacío—. El sol está afuera, lo que significa que los camiones estarán
aquí pronto. ¿Vienes, Scarlet?
No tengo idea de qué significa eso, lo que quiere decir que no sé cómo
responder, pero Lorenzo no espera una respuesta, por lo que tomo eso como
una pregunta retórica.
—Limpia la mesa cuando termines, Niño Bonito —grita Lorenzo
saliendo—. No olvides lavar los platos.
Leo pone los ojos en blanco. —Realmente necesito tener mi propio lugar.
Siete camina cerca de la mesa y dice—: No dejes que tu hermano escuche
eso. Lo tomará como el síndrome del nido vacío.
—Lo bueno —dice Leo—, es que podría poner tantos huecos en el sofá
como quisiera, sin tener que preocuparse de que esté alrededor.
—Eso no es lo bueno, chico —dice Siete riéndose—. Sin ti alrededor,
manteniéndolo derecho, no hay que decir qué podría hacer él. Además, eres su
salvación. Eso nunca cambiará. No importa a dónde vayas, el hombre es una
parte de ti, así como siempre serás una parte de él. Así es como funciona.
Siete sale, y me levanto de la silla, siguiéndolo mientras Leo murmura
algo acerca de cortar el cordón.
Sonrío suavemente, sacudiendo la cabeza y caminando hacia las
escaleras. Lorenzo se encuentra en su habitación, ya cambiado, sentado al final
de la cama colocándose las botas. Levanta la mirada cuando me detengo en la
entrada y dice—: ¿Eso es lo que vas a usar hoy?
Me doy una mirada.
—A cada uno lo suyo —continúa—, pero podrías congelarte los pezones.
—Mi problema, ¿recuerdas? Estoy temporalmente sin ropa tanto como
sin hogar.
Me mira antes de pararse y pasar con ritmo, deteniéndose en la cima de
las escaleras. —¡Petardo! ¡Ven aquí!
Le toma a Melody tal vez treinta segundos aparecer en las escaleras. —
¿Sí?
—La mayoría de tu mierda está aquí, ¿verdad? —pregunta—. Es decir,
casi vives en mi maldita casa…
—Cierto —concuerda, viéndose nerviosa—. ¿Eso es un problema?
—En realidad se ve como una solución —dice—. ¿Tienes un atuendo que
le puedas prestar a Scarlet?
Puedo ver el alivio en su rostro cuando sonríe, subiendo el segundo
escalón. —Por supuesto.
—Ahí está —dice Lorenzo—. Problema resuelto.
Temporalmente, pienso. Solo puedo sobrevivir prestando la ropa de
otros durante mucho tiempo antes de conseguir mis propias cosas.
Sigo a Melody por el pasillo, a otra habitación al otro lado. Es un
completo y absoluto desastre, montones de ropa esparcida por todas partes,
toda suya. A duras penas puedo decir que un chico duerme allí. Melody camina
entre ella, cotorreando, hablando de esquema de colores y elección de telas y
clases de cuerpos, midiéndome. Me recita un montón de preguntas que no
tengo idea de cómo responder, haciendo que este intento de “poner ropa” se
sienta como una entrevista.
Es decir, no me malinterpretes, no soy una chica de camiseta y
pantalones para lo que sea que significa. Me encanta la ropa y maquillarme, y si
tengo que enlistar mis talentos más grandes, hay una buena oportunidad de
que sea “caminar en tacones”. Pero en este momento, los nombres de las marcas
es lo último en mis prioridades.
—Algo cómodo —digo—. Cálido, preferiblemente.
—Cómodo y cálido —murmura, explorando en el armario y vestidor por
lo que se siente como para siempre antes de elegir un atuendo—. ¡Ja!
Unos leggings negros forrados y un suéter rojo que no está mal. Lindo. Lo
tomaré. —Gracias.
—Oh, ¡espera! —dice—. ¡No puedes ir descalza!
Le frunzo el ceño a mis pies descalzos justo cuando se dirige hacia un
terriblemente familiar par de zapatos de tacón. —Oh, Jesús, no. Cualquier
cosa aparte de esos. He tenido una semana suficientemente ruda, no necesito
invitar esa negatividad en mi vida.
Melody se ríe, como si fuera divertido, pero estoy hablando en serio.
Cada vez que uso esos zapatos, termino corriendo. Y eso no sería un problema,
pero como he dicho, solo lo he hecho cuando estoy siendo perseguida por
alguien, y eso no es nada divertido
Ella me entrega un par de botas negras. —¿Qué tal estas?
—Funcionarán —digo—. Gracias de nuevo.
Me giro para irme pero me detengo abruptamente, malditamente cerca
de toparme con Lorenzo acechando en el pasillo. Él me observa, poniendo mala
cara. —¿Aún no estás vestida? ¿Por qué a ustedes las mujeres les toma tanto
tiempo estar listas?
Pongo los ojos en blanco, empujándolo para pasarlo. —¿Por qué ustedes
los hombres son tan idiotas?
Escucho su risa mientras entro en su habitación, seguido por su
respuesta—: Probablemente porque ustedes son jodidamente lentas.
14
Significa Latín de Cerdos, es un es un juego. Buenos días en pig latin se dice oodgay
orningmay. Lo usan los niños para divertirse o conversar secretamente sobre adultos u otros
niños.
Me quedo boquiabierta. El hombre no solo tiene una esposa que le
empaqueta bocadillos saludables, sino que también tiene hijos que asisten a
prestigiosas universidades. —Vaya, eso es… guau... ¿Puedo preguntarte algo?
Sin ofender.
—Claro —responde.
—¿Por qué demonios trabajas para Lorenzo? —digo—. Es solo que no
pareces ser el tipo de hombre que alguna vez cruzara alguna palabra con él.
—Ah, bueno, verás, he construido una carrera cruzando mis caminos con
hombres como él, cuando trabajé para el departamento.
—¿Eras un policía?
—Sí.
—¿Qué ocurrió?
—El dinero —dice—. No haces mucho con la fuerza y la mafia me ofrecía
un infierno de acuerdo que venía con unos cuantos ceros unidos a ella. Todo lo
que tenía que hacer era mirar hacia otro lado unas cuantas veces y darles un
poco de información, ya sabes, para que pudieran estar un paso adelante. Tenía
una familia que cuidar, una hipoteca, colegios privados por los cuales pagar, y
pensé, diablos, ¿no sería bueno poder ser capaz de pagar unas vacaciones?
Entonces lo hice. Y luego lo volví a hacer. Y la próxima cosa que supe, era que
estaba tan metido en su nómina de pagos que no había forma que me separara
de ellos.
—¿Así que renunciaste a la policía?
—Fue más como que me despidieron. —Se ríe indiferentemente—. Me
encerraron seis años por soborno. Salí, y no tenía ningún lado a donde ir, pero
necesitaba dinero, por lo que tenía que hacer algo. Mi esposa se hallaba
trabajando casi hasta la muerte tratando de mantenerse a flote, y con las
matrículas universitarias, bueno... parecía que nunca había suficiente dinero. La
vida es cara.
—Lo es —murmuro, volviendo a los papeles, sintiéndome mal por el
tipo. Solo está haciendo lo que tiene que hacer para cuidar a su familia—. Así
que inventario.
—Se explica por sí mismo. El número al lado es la cantidad de lo que hay
dentro —dice.
—¿Qué hay dentro? —pregunto.
Agarra una palanca y la agita en su mano. —Ábrela y descúbrela.
Una a la vez, Siete abre las cajas exponiendo capas de pajas con todo tipo
de cosas escondidas entre ellas. Armas, municiones, licor, un montón de maldito
licor. Ciento siete botellas de Ron cubano.
Sin mencionar la caja llenas de puros.
Cubanos, claro. Bueno, supongo.
Nos las arreglamos a través de la mayoría de las cajas en alrededor de
dos horas antes que el señale la penúltima por abrir y se detiene. —Deberás ser
cuidadosa con esa.
—¿Por qué? ¿Qué es? ¿Es una bomba?
Me rio en tanto camino hacia ella, mientras Siete apenas se encoge de
hombros, sin reírse. ¿Qué demonios? La lista dice que hay cincuenta de lo que
hay en esa caja, pero todo lo que hay en la caja son otras dos de madera, más
pequeñas con pestillos de metal en ellas.
Cuidadosamente, agarro un poco de paja antes de recoger la primera
caja, maldición casi la dejo caer cuando veo qué está estampada a un lado.
—¿Granadas? —siseo—. ¿Es en serio?
Jodidas granadas.
Siete se encoge de hombros de nuevo cuando un fuerte timbre
interrumpe, sorprendiéndome. Salto, sacudiendo la caja, pero mantengo un
apretado agarre en ella. Siete saca un teléfono celular, echando un vistazo a la
pantalla, lo aprieta, y con un suspiro lo vuelve a guardar.
—Solo desliza la tapa y asegúrate de que hay veinticinco en cada una —
me dice.
Coloco la caja en el piso y la abro para contar. Reviso la otra caja antes de
guardarla, agradeciendo que ya hayamos terminado con esas.
—Entonces, está bien. Las armas, lo entiendo —digo—. Pero ¿qué
demonios hace él con unas granadas?
—Dice que es porque tiene una puntería terrible, pero ¿la verdad? Le
gusta ser dramático.
—Bueno, entonces —murmuro, señalando la última caja—. ¿Qué sigue?
—Probablemente lo más valioso de todo.
No me puedo ni imaginar que será.
¿Lanzador de granadas?
Siete saca la tapa, y yo me rio. No hay paja en este. No, nada más que
naranjas, muchas naranjas.
—Estás bromeando, ¿verdad? —Recojo una, examinándola—. ¿De qué
están llenas? ¿Con cianuro o algo así?
—No, son naranjas cien por ciento auténticas de Florida, directamente de
los bosques de Gambini.
—¿Qué es lo que hace con todas ellas?
—Se las come, las exprime, y las bebé, la mayoría se envían al mercado,
pero el resto las guarda.
Miro al papel. 953.
—Ve a contarlas —dice Siete—. Cuanto más pronto termines, más pronto
nos iremos.
Contar naranjas, resulta que es más difícil de lo que crees. Saco todas,
unas cuantas a la vez, tratando de dividirlas en pequeños montones, pero las
hijas de perras querían rodar por todo el lugar. Lo intenté tres veces, perdiendo
la paciencia y la cuenta, terminan tan lejos de la marca que tenía que empezar
de nuevo. Agh.
Tardé dos horas.
Dos horas para contar novecientas cincuenta y tres naranjas, agarrando la
última en tanto me muevo hacia Siete, quien optó más por supervisarme que
ayudarme. —Todas están ahí.
Agarro la naranja y la rasgo, perforándola con el pulgar y quitando la
cascara. Siete me mira con precaución. —¿Qué es lo que estás haciendo?
—Comiendo una maldita naranja. Creo que me lo merezco —murmuro.
Siete ni siquiera se ve como si estuviera de acuerdo con eso, pero no dice
nada, mientras coloca de nuevo la tapa en la caja. Salgo del almacén y bajo por
el callejón cuando Siete lo cierra. Se une a mí en la esquina, con las manos
metidas en los bolsillos.
De nuevo, no dice nada.
Sigo a Siete calle abajo, hacia donde el auto se encuentra estacionado, y
parto la naranja en dos, tirando los restos en la acera.
Levanto la mirada cuando nos acercamos, viendo a Lorenzo apoyado en
la capota del vehículo, esperando.
—Jefe —dice Siete, asintiendo con la cabeza.
—Les tomó bastante tiempo —dice Lorenzo sacando un sobre de su
abrigo y se lo extiende.
—Ella no es la más rápida —dice Siete—. Sentí como si estuviera
tratando con el Conde de la Plaza Sésamo.
Frunzo el ceño. —Vete a la mierda, señor Snufy.
Lorenzo agita su mano entre nosotros. —Ve a casa, Siete.
Siete vacila un poco. —¿Está seguro que no necesita que lo lleve jefe?
—Estoy seguro —dice Lorenzo con la mirada fija en mí, observando
mientras corto un pedazo de naranja y la meto dentro de mi boca—. Lo tengo
cubierto.
Siete le entrega la llave del auto, así como un teléfono celular, gira
pasando a Lorenzo antes de caminar por la cuadra, mirándonos con una
expresión de preocupación.
La preocupación en su rostro hace que mi piel se erice.
Lorenzo se sienta allí, sosteniendo ambos objetos, sus ojos fijos en mí tan
intensamente, que puedo sentir su mirada atravesarme, arrastrándose bajo mi
piel ruborizada.
—¿Lo harás caminar? —pregunto.
—Vive cerca, eso no es un inconveniente.
—Oh.
Es todo lo que digo. Oh.
Esto comienza a sentirse raro.
Sigue observándome fijamente.
—¿Qué? Pareciera como si quisieras decir algo.
—Hay mucho que quiero decir. Simplemente estoy debatiendo conmigo
mismo cuanto debo decirte.
—Oh.
De nuevo, es todo lo que digo. Oh.
Guau, seguro que él atrae la elocuencia en mí, ¿no?
Solo me quedo de pie ahí, comiendo la naranja, insegura de qué más
puedo hacer. Es dulce, realmente jugosa, y puedo decir que es fresca.
Lorenzo espera hasta que la termine antes de enderezarse y acercarse a
mí en la acera. Me quedo inmóvil, aún succionando el jugo de mis dedos, en
tanto él se detiene frente a mí, parado delante de pie con pie.
—¿La disfrutaste? —pregunta con un tono de voz bajo.
—¿La naranja?
—Robarme de nuevo —aclara—. ¿Te ha dado alguna emoción tomar lo
que no era tuyo?
Su pregunta hace que mi corazón aumente su ritmo. —Bueno, la naranja
estaba deliciosa.
No reacciona ante eso. Tras un momento, saca un sobre de su abrigo. —
Tu pago.
Mis dedos apenas lo tocan cuando lo aleja.
—Mil dólares —dice.
—¿Me estás pagando mil dólares?
—No —dice entregándome el sobre esta vez dejándome agarrarlo—. Eso
es lo mucho que me estás pagando por esa naranja que acabas de comer.
—Espera, ¿en serio? Una naranja cuesta como un dólar en la tienda.
—Bueno, entonces deberías de haber agarrado una de una tienda, y
ayudarte a ti misma. —Da un paso hacia atrás, lanzándome las llaves—. Tú
conduces.
Intento atraparla, pero se me cae la llave chocando contra la acera.
Mientras la levanto, Lorenzo se sube al asiento del pasajero para esperarme.
Esta es una idea terrible.
La peor, en realidad.
—Para un completo informe —digo mientras me subo al volante—. No
tengo una licencia para conducir.
—¿Has manejado anteriormente?
—Sí, pero…
Lorenzo agita una mano hacia mí, callándome con un movimiento de su
muñeca, antes de decir—: Estoy seguro de que puedes manejarlo.
Suspirando, enciendo el motor, vacilando de nuevo. —Solo por
curiosidad, en una escala de uno a diez, ¿cuánto vas a querer matarme si choco
contra algo?
—Solo conduce el maldito vehículo, Scarlet.
Acelerando, me alejo de la acera. No está lejos, desde Greenpoint a la
casa de Lorenzo, pero es lo suficientemente largo como para tenerme al borde,
dejo escapar un suspiro pesado cuando estaciono a salvo en su entrada.
—Para tu información, no te habría matado si chocabas —dice,
inclinándose, acercándose un poco más—. Simplemente te lo hubiera cobrado.
Lorenzo entra, dejando su teléfono aquí, sin molestarse en tomar la llave
de vuelta. Me siento allí por un momento, observando fijamente el volante,
antes de agarrar mi sobre, rasgándolo para abrirlo.
Una montón de efectivo. Lo cuento, sorprendida de que esté pagando
tres mil dólares. Lo vuelvo a contar, y guardo la mayor parte en mi bolsillo,
dejando los últimos mil dólares en el sobre. Entonces entro, la casa en silencio,
sin señal de Leo o Melody.
Lorenzo está en su biblioteca. Casi camino directamente junto a él, pero
dudo. Se encuentra de pie detrás de la mesa, mirando fijamente el
rompecabezas extendido a lo largo de la mesa. Tras un momento, recoge una
pieza tratando de colocarla en algunos lugares antes de que por fin encaje.
Toco el marco de la puerta.
Sus ojos parpadean en mi dirección pero no dice nada, por lo que no me
muevo, no iré más cerca.
Lorenzo intenta colocar algunas otras piezas en silencio, finalmente logra
acomodar una en su lugar antes de decir—: Heredé el naranjal de mi padre.
—Oh —digo por tercera vez en una hora.
—Era joven, tenía alrededor de cuatro años, cuando él murió. Mi madre
contrato a un sicario. No recuerdo mucho, pero estaba ahí cuando eso paso. Mi
madre quería que él muriera, así podría heredar todo, sin saber que él me lo
había dejado todo a mí.
—Auch.
—Se las arregló para obtener el control de las propiedades mientras yo
todavía era menor de edad, pero crecí y muy rápido, y ella sabía que se les
acababa el tiempo.
Espero a que continúe su historia, pero simplemente se queda callado,
simplemente trabajando en su rompecabezas. —Entonces ¿qué ocurrió?
—El mismo tipo que asesinó a mi padre, me golpeó con una pala hasta
dejarme medio muerto antes de intentar enterrarme vivo. Tenía dieciséis años
en ese momento.
Me quedo boquiabierta. —¿Tu madre contrató al sicario para que te
matara?
—No tuvo necesidad de contratarlo, se casó con ese hijo de puta, así que
deshacerse del hijastro era más como un regalo de aniversario.
—Yo… eh... maldición.
—Ellos ya casados, tuvieron a Niño Bonito, era la imagen de una
pequeña familia perfecta, con solo una cosa en su camino. Yo. Mi cumpleaños
dieciocho se acercaba y sabía que más pronto que tarde, él iba a intentar
matarme de nuevo.
—¿Lo intentó?
—Nunca tuvo una oportunidad. Murieron en el huerto que trataron de
robarme, entonces supongo que eso significa que fui el último que río.
No estoy segura de qué decir, por lo que simplemente dejo salir las
primeras palabras que vienen a mi mente. —Lo siento.
—No sientas pena por mí.
—Está bien —digo—. Entonces no lo siento.
Se ríe para sí mismo, sentándose en su silla mientras me mira. —Puedes
pasar.
Lentamente, entro en la biblioteca, acercándome a donde está sentado.
Dejo caer el sobre en su regazo. —Mil dólares.
Lo recoge, sacando el efectivo, y lo guarda en su bolsillo sin contarlo.
Arrugando el sobre, lo tira a un lado antes de estirarme hacia él.
Sus labios son suaves cuando los presiona contra los míos, besándome
gentil y dulcemente, su lengua explorando mi boca, y acariciando mi lengua.
No dura mucho antes que me empuje hacia atrás, creando cierta distancia entre
nosotros.
—Sabes a naranja —dice, lamiéndose los labios—. Buenas naranjas. No
esa mierda acuosa y barata de una caja.
—¿Eso te hace querer violarme?
—O estrangularte —dice—. Caminas en esa delgada línea.
Me río antes de darme la vuelta para salir, sin querer presionar más mi
suerte esta noche, logro llegar a la puerta cuando su voz dice—: ¿Scarlet?
Miro hacia donde está. —¿Si?
—Debería de haberte matado.
Lo dice como constatando un hecho. No hay ninguna amenaza en sus
palabras, ni enojo en su voz, solo una cruda realidad, que suena casi triste.
Debería de haberme matado.
Le he robado, he usado algo que le pertenece sin permiso, tomando lo
que no tengo derecho a tomar. Pero aún estoy viva, me ha mantenido
respirando, mucho después de que hubiera matado a otros por hacer lo que he
hecho. No estoy segura de por qué lo hace, por qué me concede indulgencia que
no le da a otros, y a juzgar por su expresión, apostaría a que él tampoco sabe el
por qué.
Asiento. —Deberías de haberlo hecho.
Traducido por Pachi Reed15
Corregido por Anna Karol
Tres meses.
Noventa días.
La niña no podía contar tanto. Trató de seguir el rastro, pero perdió el
rumbo en algún lugar en el camino, los días volviéndose borrosos.
No había dejado el palacio en lo absoluto. Perdió tres meses de sol,
echaba de menos correr descalza por la hierba y balancearse en un columpio,
perseguir mariposas y recoger flores para entregarle a su madre.
El Hombre de Hojalata no la dejaba salir. Todas las puertas estaban
llenas de cerraduras y con alarmas. Así que la mayoría de los días, cuando se
cansaba de dibujar, se quedaba en la ventana con Buster y miraba afuera,
recordando cuando su madre solía llevarla al parque cada fin de semana y
empujarla tan alto en los columpios que pensaba que podía volar.
—¿Qué estás haciendo, gatita?
La niña se alejó de la ventana, mirando al Hombre de Hojalata en la
puerta del dormitorio. No lucía como de costumbre, no usaba traje; vestido con
un par de pantalones cortos negros y una simple camiseta blanca con zapatillas.
Tatuajes lo cubrían. Nunca llegaba a ver la mayoría de ellos. No eran pinturas
coloridas como algunas personas tenían, en su lugar, tenía dibujos y palabras
extrañas con tinta oscura, como si se hubiera olvidado de un trozo de papel y
quisiera recordarlo un día.
—Nada —dijo, porque era cierto.
No hacía nada.
Simplemente esperaba.
—Entonces, ven —dijo, asintiendo—. Puedes venir conmigo a la playa
esta noche.
Sus ojos se abrieron. ¿La playa? —¿Puedo ir a nadar?
—Si puedes encontrar algo qué usar para nadar. Tienes cinco minutos.
Ve abajo.
Se marchó. No tuvo que decírselo dos veces. Rebuscó por todo el
dormitorio, encontrando un par de shorts de algodón negro y una camiseta
amarilla, poniéndoselas. No era un traje de baño, pero eso no importaba.
Nadaría en un vestido si tenía que hacerlo.
Se le unió abajo cinco minutos después, encontrándolo en el vestíbulo,
sosteniendo una bolsa de lona con una toalla sobre ella.
Apenas la miró antes de abrir la puerta principal, ordenándole que se
adelantara. El aire caliente le hizo temblar al salir, y sonrió, sintiendo el último
rayo de sol del día en su rostro. Ya era muy tarde. ¿Las personas iban a nadar
por la noche?
No preguntó, no quería que cambiara de opinión. Pasaron unos diez
minutos en su auto negro antes de aparcar cerca de la costa. Podía ver la arena,
podía oler el agua, podía sentir la brisa en su rostro mientras hacía revolotear su
desordenado cabello. Era la mejor sensación del mundo.
Salieron a la playa justo cuando el sol se ocultaba. Nadie se encontraba
en el agua, e incluso había pocas personas cerca de la arena. Se encontraba
cerrada, se dio cuenta. Todo a su alrededor se encontraba cerrado, incluso el
parque de diversiones a la distancia. Fuera de temporada. Coney Island.
—Vamos —dijo—, pero quédate donde pueda verte.
—¿No me meteré en problemas?
Se burló. —¿Con quién?
—¿La policía?
El Hombre de Hojalata se rió, como si le pareciera graciosa la policía,
antes de hacer un gesto hacia el agua. —Ve a nadar. Te mantendré lejos de
problemas.
No sabía cómo podía hacerlo si nadar era ilegal, pero no iba a dejar pasar
la oportunidad. Salió corriendo, la arena suave contra sus pies descalzos, el
agua caliente estrellándose contra ella mientras pasaba.
No importaba que no tuviera a nadie con quien jugar. Ni que estuviera
sola. Después de tres meses de solo tener a Buster, se hallaba un poco
acostumbrada a estar sola.
Rió, y salpicó, empapada de la cabeza a los pies, la arena aferrándose a
cada parte de su cuerpo. Su atención se dirigía al Hombre de Hojalata con tanta
frecuencia, asegurándose de que pudiera verla, y observó cómo un grupo de
hombres se le unió. Permanecían en la oscuridad, hablando, intercambiando
cosas, ninguno de ellos parecía estar divirtiéndose en la playa. Monos Voladores.
No eran como los otros, sin embargo. Estos chicos eran nuevos. No tenían
tatuajes. El Hombre de Hojalata se alejó de ellos eventualmente, su atención en
ella. Le hizo un gesto con la mano para indicarle que viniera hacia él.
Hora de irse.
La niña salió corriendo del agua, dirigiéndose directamente hacia él,
arrojando agua por todas partes. Se detuvo cerca del grupo, con el estómago
dándole vueltas.
Un hombre soltó un silbido bajo, un tipo con pecas como lunares y ojos
como algas. —Hombre, luce igual a ella, ¿verdad?
El Hombre de Hojalata hizo una mueca en tanto empujaba la toalla
alrededor de la niña, cubriéndole incluso la cabeza para que apenas pudiera ver
a alguien. La empujó detrás de él, lejos del grupo, dando un paso hacia el
hombre, parándose justo frente suyo, su voz volviéndose más grave cuando
dijo—: Te permití tener a la suka, te permití meter tu polla en ella, y no te maté
por ello, pero si incluso te atreves alguna vez a preguntar por mi hija de nuevo,
svinya15, te cortaré las bolas. No me importa lo que pienses que tengas sobre mí.
El Hombre de Hojalata se acercó más, haciendo que el hombre
retrocediera unos cuantos pasos, y se quedó allí, manteniéndose firme cuando
el grupo se iba. Una vez que estuvieron solos, se volvió hacia la niña, secándole
el cabello mientras se agachaba antes de envolver la toalla alrededor suyo
adecuadamente y sujetarla bajo el brazo.
—¿Tienes hambre, gatita? Debes estar muriendo de hambre. He estado
tan ocupado hoy que no te he alimentado.
No esperó su respuesta antes de levantarse y agarrar su mano. Miró sus
dedos entintados en sorpresa cuando la atrajo.
Nunca había sostenido su mano antes.
—¿Qué te gusta? —preguntó, mirándola—. No te gusta mi comida, así
que esta noche probaremos la tuya.
Abrió sus ojos. —¿De verdad?
—Sí —dijo—. Elige lo que quieras.
—¡Mantequilla de maní y jalea de uva!
Rió. —No creo que encontremos eso aquí.
Terminó con perros caliente, comiendo dos enteros, e incluso le compró
un cono de helado de chocolate antes de volver al auto para hacer el viaje de
regreso al palacio. Ella sonrió mientras conducían, mirando por la ventana,
15 En polaco “cerdo”.
sentada en el asiento delantero de su coche, en el que no se suponía que debía
sentarse.
—Gracias, papi —dijo en voz baja cuando se estacionaron.
Había sido un buen día. Se sentía feliz. Tal vez el Hombre de Hojalata no
era tan malo. Quizás debería pensar en él como algo más, algo como papá.
Solo papá.
Él tomó su barbilla y le dio un beso en la frente, deteniéndose por un
momento, antes de susurrar—: Si tan sólo no fueras tan parecida a la suka.
Traducido por evanescita & Mary Rada
Corregido por Anna Karol
Lorenzo
Morgan
Lorenzo
—¿Jefe?
—Sí, ¿Siete?
—¿Estás seguro acerca de esto?
Quien haya dicho que no existían cosas tales como preguntas estúpidas
se equivocó. He escuchado algunas preguntas estúpidas en mi vida. Por lo
general vienen en grupos: ¿Por qué tienes esa pistola? ¿Qué haces? ¿Vas a matarme?
Uh, obvio. Estoy seguro de que no voy a dispararme a mí mismo. El miedo a la
muerte, ya saben, tiende a anular el sentido común, lo que hace que el final,
para algunos, sea bastante patético. Oh Dios, ¿por qué haces esto? ¿Cómo pudiste?
BANG.
Ciertamente no es el tipo de “últimas palabras” que quiero tener.
Y Siete, pues, siento respeto por el tipo, pero se destaca por hacer
preguntas estúpidas.
—¿Parezco seguro?
—Sí —dice inmediatamente.
—Bueno, ahí tienes.
A decir verdad, no estoy seguro en absoluto, pero nunca dejaría que
nadie lo supiera, ni siquiera Siete.
Y antes de que digan una mierda, soy muy consciente de que acabo de
decirles, pero no cuentan así que dejen de intentar meterse en la maldita historia.
Este es un momento importante.
La casa que tengo delante es bastante grande. Tres pisos, ancha y
cuadrada en forma, aislada de las otras casas en el barrio, lejos del paseo
marítimo justo a lo largo de las afueras de Brighton Beach. Está oscuro, una
noche negra donde las nubes oscurecen todo, pero el frente de la casa está
iluminado.
Los dos pisos superiores se hallan completamente apagados, pero abajo
veo algunas luces débiles a través de las persianas en algunas de las ventanas.
Está en casa. Lo sé. Me invitó a venir. Y no se encuentra solo, como sabía, así
que eso no me molesta.
Lo que sí me molesta, sin embargo, es que todo parece tan normal. Por
una vez, quiero aparecer en alguna parte y que el lugar sea una mazmorra, con
guillotinas y cámaras de tortura. Diablos, denme un jodido dragón. Lo mataré.
Pero no, siempre es esto, siempre una máscara de normalidad que usan con
facilidad.
Lo entiendo, ya saben. Soy un hipócrita. Miren donde vivo. Pero no
todos podemos ser mamás de fútbol conduciendo mini-furgonetas, tomando
píldoras de prescripción con botellas enteras de Merlot. Algunos, somos solo
putas de crack que beben un cuarto de vodka en las esquinas.
Si camina como un pato, si suena como un pato, es un jodido pato,
¿saben lo que digo? Y solo por una vez quiero matar a un maldito pato.
Hablando en sentido figurado.
Sí, hemos vuelto a las metáforas de animales. ¿Qué puedo decir? Mi vida
es agotadora.
—Vamos —le digo a Siete—, no puedo llegar tarde a nuestra cita con la
esposa de Stepford.
Siete me sigue mientras camino por la entrada directo a la puerta
principal de la mansión. Un felpudo se encuentra allí, con algo escrito en ruso.
Podría decir “vete a la mierda” pero probablemente diga “bienvenido”, ya que
él lo finge todo.
Intento con el pomo de la puerta por costumbre. Está cerrada. La mirilla,
me doy cuenta que es una cámara, me dice que todo el lugar debe estar
protegido. Un timbrazo hace eco a través de la casa cuando presiono el timbre
de la puerta, lo suficientemente fuerte como para oírlo, y se tarda casi un
minuto en responder a quien desbloquea todas las cerraduras de la puerta y
desarma un sistema de alarma.
Eso es una seguridad infernal.
La puerta se abre.
Hermano Oso está de pie allí. Markel.
Entrecierra los ojos, con el párpado derecho hinchado, el ojo
horriblemente inyectado en sangre. La risa brota de mí, haciéndolo ponerse
rígido.
—Condolencias por el ojo —digo, señalando su cara—, estás a un paso
de ser yo, amigo. Deberías tener más cuidado.
—¿Crees que esto es gracioso? —gruñe, acercándose a mí cuando una
voz grita desde dentro de la casa.
—¡Markel! ¿Dónde están tus modales?
—¿Mis modales? —pregunta, retrocediendo, apartándose del camino, en
tanto Aristov se acerca a la puerta.
—Sí —dice Aristov—. El señor Scar es nuestro invitado.
—¡Se rió de mí!
—Me reí de tu ojo —lo corrijo—. No te encuentro gracioso, Baloo.
Parece como si quisiera atacarme, pero Aristov le agarra el hombro,
apartándolo de la puerta. —Ahora no es el momento, Markel.
Éste refunfuña para sí mismo, yéndose hecho una furia.
—Tendrás que disculpar a mi hermano —dice Aristov—. Es,
generalmente, nuestra voz de la razón; pero está un poco enojado esta noche.
Una pequeña gatita lo arañó cuando trató de llevarla a casa.
Siete se aclara la garganta detrás de mí, diciendo—: Morgan.
—Morgan —repite Aristov con una risa seca—. Un nombre tan simple
para alguien tan... colorido.
La forma en que dice las palabras hace que mis músculos se contraigan.
Fue deliberado, sin lugar a dudas.
—De todos modos, únete a mí —dice Aristov, apartándose, señalando la
casa.
Paso por delante de él, entrando.
Sé lo que están pensando. Idiota, ¿verdad? Entro a la guarida del león,
como si no fuera nada. Pero algo que deben saber es que no es la primera vez
que lo he hecho. Un león está más cómodo en su casa, rodeado de su orgullo, y
cuando se pone cómodo, baja la guardia. Es confiado, lo que lo vuelve
arrogante, porque piensa que no pueden tocarlo, y la arrogancia lo vuelve
descuidado, lo cual es una ventaja para mí.
Además, ¿qué es lo peor que puede pasar?
Me dispara, BANG, ¿muerto?
Simplemente volveré y perseguiré al hijo de puta.
Siete me sigue, y lo veo visiblemente tenso cuando Aristov cierra la
puerta, tomándose el tiempo para asegurar todas las cerraduras y reconfigurar
el sistema de alarma.
—Únete a mí en la sala de estar —dice, mirándome—, podemos hablar
en privado allí.
Lo sigo con Siete sobre mis talones todo el momento.
Tan pronto como entramos, la mirada de Aristov parpadea hacia Siete.
—No lastimaré a su jefe. Lo prometo. Así que puede relajarse, tomarse una copa
en la cocina, sentirse como en casa.
—Pasaré —dice Siete, con una pizca de dureza en su voz.
Aristov sonríe. —Sírvase, señor Pratt.
Pratt.
Bruno Pratt es el nombre de Siete, algo que conocen claramente. Aristov
hizo su tarea. Sabe más de lo que debería.
Alcanzando el piso, Aristov toma una bolsa de lona negra y la deja caer
sobre una mesa de madera cuadrada, rodeada de muebles de cuero. Cae con un
ruido sordo. La abre, mostrando el contenido.
Dinero.
Mucho dinero.
Montones y montones de dinero.
—Un millón de dólares —dice, indiferente, respondiendo a una pregunta
no formulada cuando se sienta en una de las sillas—. Todos los billetes de cien
dólares.
Mi mirada se desplaza del dinero a Aristov. —Doblaste la recompensa.
Asiente. —Todo lo que tienes que hacer es darme su ubicación para
poder llevarla a casa.
—A casa, ¿eh? Me dijo que esa era una casa blanca con una puerta roja y
pisos de madera. Esto no encaja con la descripción, Aristotle.
Su expresión se congela en su rostro, su sonrisa como plástica. —Esa
nunca fue su casa.
—¿Seguro?
Se reclina en la silla, cruzando los brazos sobre su pecho. —Mi dulce
niña, no sabe lo que es mejor para ella.
—¿Pero tú sí?
—Por supuesto. Todo lo que hago es por su propio bien.
Esto es por tu propio bien. ¿Cuántas veces escuché esas palabras?
Demasiadas, y jamás, ni una vez fueron genuinas. Durante demasiados años por
tu propio bien fue sinónimo de violencia en mi vida.
—¿Para qué la quieres? —pregunta Siete, interviniendo—. Eso es mucho
dinero. Debe haber hecho algo para merecerlo.
Aristov lo mira. —Está usted casado, señor Pratt, ¿verdad? Tiene una
familia, ¿no?
Siete no responde, solo lo mira fijamente, pero eso es tan bueno como un
“sí” para Aristov.
—Me imagino que lo haces todo por ellos —continúa—. Soy de la misma
manera. No somos muy diferentes. Hago lo que debo por los que amo.
—¿La amas? —pregunta Siete—. ¿Eso es lo que estás diciendo?
—Oh, absolutamente —dice Aristov—. Amo a la suka hasta la muerte.
Suka.
Esa palabra se adhiere a mi mente.
—Siete, ¿por qué no vas a buscarte esa bebida? —sugiero—. Dame un
momento a solas con él.
Siete vacila, como si no quisiera irse, pero se aleja después de un
momento, dejándome.
Caminando, me siento en una silla vacía cerca de Aristov, ya cansado de
este jueguito que trata de llevar a cabo. Me sirvo de una botella de licor de la
mesa, examinando la etiqueta. Rusa. —¿Vodka, supongo?
Aristov me mira con curiosidad. —Por supuesto.
Está medio vacía, medio caliente, pero no importa. La abro, tomando un
trago directamente de la botella, y siseo a la intensa quemadura que golpea mi
pecho cuando trago.
Aristov se ríe. —¿Bueno?
—Fuerte.
Me quita la botella y toma un trago, bebiéndolo como si estuviera
tragando agua.
—El vodka es como una mujer —dice, apartando la botella de sus labios.
—¿Cuánto más fuerte, mejor?
Me la ofrece de nuevo. —Entonces entiendes.
Encogiéndome de hombros, la tomo de nuevo, bebiendo otro sorbo,
dejando que el zumbido queme mi sistema. Mi tolerancia es bastante alta, ya
que el ron cubano fluye por mi sangre con base regular, pero el vodka ruso es
un juego de pelota completamente diferente. Es como la gasolina. Diluyente de
pintura. Puedo sentirlo, mi cuerpo tarareando. Seguro que eso es lo que quiere.
Cree que hemos simpatizado. Piensa que, si me emborracho, resbalaré, pero no
me conoce.
No me importa una mierda.
Mi mirada examina la habitación mientras bebo. Aristov conversa,
apenas divagando sobre más formas en las que las mujeres son como vodka, en
cómo en tanto más vacía la botella se pone, mejor él se siente. Pretendo escuchar
hasta que, bueno, no me importa una mierda fingir más. Tarde o temprano
recibirá el mensaje, y preferiría que fuera más temprano que tarde. La única
razón por la que me molesté en venir fue para resolver el problema de Scarlet.
Mi mirada se desplaza hacia una chimenea a lo largo de la pared,
sintiendo el calor que emana de las llamas, oliendo un indicio de humo de leña.
Admiro el fuego en tanto él se queja antes de que mi atención cambie de nuevo,
esta vez a la repisa encima de ella.
Un osito de peluche se encuentra allí.
No es broma.
Obviamente es viejo; el relleno sale de agujeros, un maldito ojo perdido,
y suciedad de cabeza desaliñada, las patas carbonizadas. Está fuera de lugar,
rodeado de toda esta elegancia forzada.
Los asesinos en serie, ya saben, a veces guardan recuerdos. Trofeos, les
llaman, recordatorios de la mierda que han hecho para que puedan revivir los
momentos una y otra vez. Joyería. Bragas. Fotografías. Partes del cuerpo. Lo
que los haga venirse, lo que haga bombear abajo la sangre.
Y este oso, brillando como un faro en el cobertor, me está gritando trofeo.
Mis entrañas se enrollan, mi estómago se revuelve cada vez más a medida que
lo miro. Estamos hablando de un hombre con una reputación de traficar
mujeres. Está en el negocio de vender cuerpos. No me sorprendería nada de él.
Si ese oso indica lo que mi mente está conjurando, quemaré esta casa
hasta los cimientos con todos nosotros dentro de ella, así muera con el placer de
ser capaz de llevar a ese idiota personalmente directo al infierno.
—Buster.
El sonido de su voz, más fuerte ahora, llama mi atención. Miro a Aristov,
arqueando una ceja en cuestión. ¿Buster?
—El oso —dice casualmente, sirviéndose de la botella agarrada en mi
mano, apartándola de mi alcance—. Se llama Buster.
—¿Le pusiste nombre a la maldita cosa?
Se ríe. —No le puse nombre. Vino con el mismo. Uno estúpido, digo,
pero ¿qué esperas de una niña con tanta estupidez en su sangre?
Se ríe, una vez más, el sonido corre a través de mí, golpeando algo crudo
y activándome. No pienso, solo reacciono, saco mi arma y apunto al hijo de
puta, apuntándolo a su frente.
Segundos. Meros segundos. Eso fue todo lo que costó. Mi dedo se cierne
en el gatillo, presionándolo ligeramente. Voy a volar su maldito cerebro.
¿Qué clase de mierda enferma se mete con una niña?
Me mira fijamente.
No se encoge.
No suplica.
No hace esas preguntas estúpidas que siempre recibo.
No, toma un trago de vodka, una leve sonrisa en los labios, y solo espera,
como si no pensara que lo haré. No soy un hombre que vacila, pero tampoco
soy un hombre acostumbrado a lidiar con tal intrepidez.
Tras unos segundos, mientras todavía respira, aparta la botella de sus
labios, señalándome y preguntando—: ¿Te habló de ella?
—¿Quién?
—Mi Morgan —dice—. Tu Scarlet. Así es como la llamas, ¿no?
—¿Qué hay de ella?
—¿Te habló de Sasha?
Sasha.
No respondo, no tengo idea de qué está hablando, pero esa es toda la
respuesta que necesita.
Se ríe de nuevo.
—Oh, no, por supuesto que no te lo ha contado —dice—. ¿Por qué lo
haría? Hombre tonto, con una pistola... adelante, dispárame. Ella tendrá el
corazón roto cuando lo hagas. La matará también. De cualquier manera, yo
gano.
Antes de que pueda hacer algo, se levanta de la silla, su frente se
presiona momentáneamente contra el cañón al levantarse. Mantengo la pistola
apuntada a él mientras camina hacia la chimenea. Vacila, de pie ahí, mirando la
repisa, antes de agarrar al oso. Su mano se envuelve alrededor de la cosa,
agarrándola por el cuello al tiempo que se acerca.
Lo deja caer sobre la mesa frente a mí.
—Llévalo —dice—. Ahora solo está acumulando polvo. Estoy seguro de
que Morgan estará feliz de volver a verlo.
Pasa a mi lado para alejarse. Sigo apuntándole, pero todavía no aprieto el
gatillo.
Me vuelvo curioso. —¿Quién es Sasha?
Aristov se detiene en la puerta, mirándome de nuevo. No espero que
responda, pensando que me dará alguna frase acerca de preguntarle a Scarlet,
cuando deja escapar un suspiro profundo y dice—: Mi hija, por supuesto.
Hija.
Por supuesto.
Las piezas de rompecabezas que nunca me molesté en conectar se juntan,
como si ya debería de haberlo resuelto. El hombre tiene una hija, y no hace falta
ser un genio para averiguar dónde pudo haber conseguido esa hija.
O más bien, quién le dio esa hija.
Vi la cicatriz en su estómago.
La veo cada vez que se quita la ropa.
Está ahí, más prominente que las otras cicatrices que marcan su cuerpo,
pero nunca lo mencionó, así que siempre lo dejé pasar. Cualquiera que sea la
historia detrás de esto, debe ser una que no quiere contar. Porque le he dado las
suficientes oportunidades de decirlo. Cuéntame una historia. Pero prefiere
vomitar cuentos de hadas.
Sin embargo, conozco cicatrices. Conozco el tipo de cicatriz que deja una
bala. Conozco la que queda de un cuchillo. Los cortes, verdugones y las
quemaduras, las cicatrices son reconocibles. Puedo leer un cuerpo como un
libro y saber todo lo que ha pasado. Una letanía de malditas historias de horror
escritas directamente sobre la piel. Conozco la historia de una pala de metal en
la cara, trauma de fuerza contundente que debería haber matado a un
adolescente, pero en cambio lo convirtió en una pesadilla.
Pero las cicatrices más reconocibles son deliberadas, las causadas por un
corte cuidadosamente controlado con un bisturí. Sé cuándo les han quitado el
apéndice, cuando han tenido una cirugía de corazón abierto, cuando han tenido
una traqueotomía...
Y sé cuándo tuvieron una cesárea.
Es casi imposible ocultar esa verdad.
Sin embargo, más fácil de ignorar.
Créanme, lo ignoré.
Ya no puedo hacerlo.
Soy un idiota.
—¿Dónde está? —pregunto—. ¿Tu hija?
Sonríe. —Dispárame, señor Scar, y nunca lo sabrás.
Morgan
22 En ruso “imbécil”.
—Encontré esto en una habitación de invitados —le dijo el León
Cobarde—, escondiéndose debajo de la cama.
—Eso no es muy creativo —dijo el Hombre de Hojalata—. De todos los
lugares para esconderse, eliges donde todo el mundo sabe buscar. ¿Quieres que
te encuentren?
Se encogió de hombros.
—Dice que eres malo —añadió el León Cobarde—. No eres muy amable.
Me preguntó cómo hacerte más amable.
La niña miró al León Cobarde. —A nadie le gustan los soplones.
El Hombre de Hojalata se rió de eso, como si le divirtiera, abriéndole los
brazos y haciendo un gesto para que se acercara, pero no se movió.
—Sabes, la obediencia me vuelve más amable, gatita. Quizás si das un
poco, te daré un poco de vuelta.
—¿Me devolverás a Buster?
—No.
Entonces no, no se movió. No iba a dar. No le importaba si era amable.
Ya había decidido que se iba. No lo necesitaba. Iba a encontrar a su madre y
ellos iban a dejar de jugar a las escondidas. No necesitaba un papá.
Especialmente uno tan malo.
El Hombre de Hojalata dejó caer sus brazos, cediendo, despidiéndola con
la mano. —Ve a la cama.
—Me aseguraré de que llegue allí —dijo el León Cobarde, sacando a la
niña de la habitación y conduciéndola arriba.
La niña lo ignoró, fingiendo que ni siquiera se encontraba allí mientras la
acomodaba en la cama, cubriéndola con la manta, tirándola sobre toda la
cabeza.
El colchón se hundió, la mano del León Cobarde le revolvió el cabello a
través de la manta y se sentó a su lado. —Es año nuevo, dulce niña. Es tiempo
para nuevos comienzos. Resoluciones.
—No tiene sentido —murmuró la niña.
Sacaron la manta de su cabeza, e hizo una mueca, tratando de agarrarla
para cubrirse, pero el León Cobarde se negó a dejarla. —¿Qué está mal?
—Es todo estúpido —dijo, con lágrimas en los ojos—. ¡Ya no me gustan
más las festividades! ¡Santa no vino, no recibí regalos, y ni siquiera conseguí
que mi deseo se hiciera realidad!
—¿Cuál era tu deseo?
—Quiero a mami. Quiero ir a casa.
El León Cobarde parpadeó por un largo momento antes de arrojar la
manta sobre su cabeza, cubriéndola mientras se levantaba para alejarse. La niña
escuchó sus pasos cruzando el piso antes de que le dijera en voz baja—: Buenas
noches, dulce Sasha. Feliz año nuevo.
Grievous
Érase una vez, había una chica que dejó de
creer en cuentos de hadas después de que su
inocencia fue robada.
Morgan Myers está cansada. Demasiado
agotada. La mayoría de la gente la empuja o la
aparta, y ya no está aguantándolo. Decidida a
reclamar la vida que le había sido robada, confía en
la última persona en la que esperaba: el infame que
ellos llaman Scar. Morgan ve un lado de él que
pocas personas parecen conocer: el hombre, no el
mito. Lorenzo. Y lo que ve, le gusta, mucho más de
lo que creía.
Pero los cuentos de hadas no son reales,
como la vida le gusta recordarle. Algunos dragones, simplemente no los puedes
matar, no importa lo mucho que pelees con ellos. Y cuando el suyo vuelve,
respirando fuego, se ve obligada a enfrentar horrores inimaginables. Pero hay
un caballero blanco en botas de combate por ahí que no tiene miedo de los
monstruos.
Verás, es imposible tener miedo de algo que ves todos los días en el
espejo.
Sobre la autora
JM Darhower actualmente es la autora de las novelas románticas más
vendidas de todos los géneros (erótico,
suspenso, contemporáneo, paranormal) y la
representa Brower Literary & Management.
Vive con su familia en una pequeña
ciudad, donde borra más palabras que las que
siempre verán la luz del día. Siente una
profunda pasión por la política y los derechos
humanos, cuando no está escribiendo (o
atrapando Pokemones), generalmente
desvariando acerca de esas cosas.
Con una boca vulgar, admite tener una
adicción a las redes sociales, donde puedes
encontrarla.