Está en la página 1de 307

Esta traducción fue hecha sin fines de lucro.

Es una traducción de fans para fans.


Si el libro llega a tu país, apoya al autor comprándolo. También
Puedes apoyar al autor con una reseña o siguiéndolo en las redes sociales y
Ayudándolo a promocionar su libro.
¡Disfruta la lectura!
Nota
Los autores (as) y editoriales también están en Wattpad.
Las editoriales y ciertas autoras han demandado a usuarios que suben
sus libros, ya que Wattpad es una página para subir tus propias historias. Al
subir libros de un autor, se toma como plagio.
Ciertas autoras han descubierto que traducimos sus libros porque los
subieron a Wattpad, pidiendo en sus páginas de Facebook y grupos de fans las
direcciones de los blogs de descarga, grupos y foros.
¡No subas nuestras traducciones a Wattpad! Es un gran problema que
enfrentan y contra el que luchan todos los foros de traducciones. Más libros
saldrán si se deja de invertir tiempo en este problema.

También, por favor, NO subas CAPTURAS de los PDFs a las


redes sociales y etiquetes a las autoras, no vayas a sus páginas a
pedir la traducción de un libro cuando ninguna editorial lo ha
hecho, no vayas a sus grupos y comentes que leíste sus libros ni
subas capturas de las portadas de la traducción, porque estas
tienen el logo del foro.
No continúes con ello, de lo contrario: ¡Te quedarás sin Wattpad, sin
foros de traducción y sin sitios de descarga!
Staff
Anne Farrow

Anna Karol evanescita MaJo Villa


Anne Farrow Gerald Mary Rada
AnnyR’ Gesi Mely08610
Arantza Ivana Miry GPE
Beatrix Jadasa Pachi Reed15
Chachii Julie samanthabp
day*ale Lauu LR Val_17
Dannygonzal Lynbe Vane Hearts

Ailed Florpincha Laurita PI


Anna Karol Itxi Pachi Reed15
AnnyR’ Jadasa Sahara
Daliam Julie Vane Black

Jadasa Anna Karol


Índice
Sinopsis Capítulo 15
Menace Capítulo 16
Capítulo 1 Capítulo 17
Capítulo 2 Capítulo 18
Capítulo 3 Capítulo 19
Capítulo 4 Capítulo 20
Capítulo 5 Capítulo 21
Capítulo 6 Capítulo 22
Capítulo 7 Capítulo 23
Capítulo 8 Capítulo 24
Capítulo 9 Capítulo 25
Capítulo 10 Capítulo 26
Capítulo 11 Capítulo 27
Capítulo 12 Capítulo 28
Capítulo 13 Grievous
Capítulo 14 Sobre la autora
Sinopsis
Había una ve un tipo que estaba tan harto de la vida que recurrió al
asesinato y el caos sólo para sentirse vivo.
Lorenzo Gambini está aburrido. Tan jodidamente aburrido. La mayoría
de la gente o lo molesta o lo evita, temiendo enfrentarlo. Figurativamente.
Literalmente. Con su cara parcialmente desfigurada, marcada, luce cada pedazo
del monstruo que las historias lo hacen ser: la amenaza notoria que llaman Scar.
Dicen que es un sociópata. Tal vez lo es. Cualquiera que sea el camino en el que
se encuentra, la gente tiende a alejarse de él.
Hasta que un día, una mujer joven choca contra él, una tan harta de la
vida, pero por razones muy diferentes. Con una Letra Escarlata escrita en su
muñeca y secretos enterrados en su alma, Morgan Myers está huyendo de
algo... o quizás, de alguien. Lorenzo no está muy seguro.
Sin embargo, puedes apostar tu culo que él va a averiguarlo.
Scarlet Scars, #1
Menace
En español “amenaza”.
Sustantivo
Singular: amenaza; Plural: amenazas.
1. Una persona o cosa que es probable que cause daño, peligro, o
intimide.
Sinónimos: peligro, riesgo, advertencia.
“Una amenaza para la sociedad”
Traducido por Vane Farrow
Corregido por Ailed

—Despierta, solecito —dijo una voz en un susurro frenético cuando la


niña fue sacudida, despertando de un sueño profundo y sin sueños—. Por favor,
despierta por mí.
La niña abrió sus ojos azules, parpadeando unas cuantas veces mientras
contemplaba la cara que se cernía sobre ella. —¿Mami?
Su madre sonrió, una sonrisa grande y amplia, pero no era el tipo de
sonrisa que expresaba felicidad. Caía la lluvia, un fuerte y gran aguacero,
golpeando las ventanas en tanto los árboles se movían alrededor. Sus sombras
bailaban a lo largo del suelo de madera, visible gracias al resplandor de la suave
luz de la lamparita en la habitación. Golpes resonaron en la casa, tan fuertes que
llegaron al dormitorio trasero del segundo piso, procedente de algún lugar de la
planta baja. Sonaba como algo golpeando la puerta principal, fusionándose con
el sonido del trueno retumbando en la distancia.
El viento chillaba. No, espera... ese no era el viento. El corazón de la niña
latía con fuerza. Alguien gritaba. La sonrisa de su madre se congeló en su lugar
a medida que suavemente apartaba el cabello de su rostro, acariciando la
mejilla caliente de la niña.
—Es hora de jugar un juego —dijo su madre, la voz temblorosa al tiempo
que lágrimas caían de sus profundos ojos marrones—. Hemos hablado de esto.
¿Recuerdas? Escondite. Tú y yo.
La niña se sentó en su cama. No le gustaba esto. No quería jugar. Sacudió
la cabeza, sus pequeñas manos agarraron la cara de su madre, aplastando sus
mejillas mientras las lágrimas silenciosas las recubrían. —No, mamá. ¡No! ¡No
quiero!
—Hablamos de esto —dijo de nuevo, su voz más firme cuando los golpes
abajo parecían más fuertes—. Confía en mí, ¿de acuerdo? Confías en mí,
¿verdad, solecito?
La niña asintió.
—Entonces a esconderse —dijo su madre—. Justo como hablamos.
Ocúltate realmente bien, y haz como Woody y Buzz hacen, ¿recuerdas? No hagas
ruido, no te muevas en absoluto, pase lo que pase, si alguien se acerca a ti, ¿de
acuerdo?
La niña sabía que “está bien” era lo que su madre quería oír, pero no
podía pronunciar esas palabras. A su voz no le gustaba. Su boca no lo decía. —
Mamá, tengo miedo.
—Lo sé, bebé —dijo—, y está bien tener miedo, pero ¿recuerdas de qué
hablamos? ¿Recuerdas lo que mamá dijo acerca de qué hacer cuando algo te
asusta?
—Nombrarlo —susurró ella.
—Exactamente. —La sonrisa de su madre se suavizó—. Si le das al
monstruo un nombre, le quitas el poder, porque realmente tenemos miedo de lo
que no conocemos. Si lo nombras, si sabes lo que es, puedes ser más fuerte que
él. Así que enfrenta tus miedos y seca tus lágrimas ¿recuerdas? Enfrenta tus
miedos y seca tus lágrimas.
La conmoción de abajo se volvió más fuerte, una explosión resonó a
través de la casa, esta vez diferente. La sonrisa de su madre cayó en tanto su
mirada se dirigía hacia la puerta del dormitorio, el grito más cerca.
Su madre se volvió, incapaz de ocultar el miedo en sus ojos. —Escóndete.
Te encontraré. Lo prometo.
Presionó sus labios suaves contra la frente de la niña, permaneciendo allí
un momento, no lo suficiente, antes de que su madre se apartara. En un abrir y
cerrar de ojos, se había ido, corriendo desde el dormitorio, dejando a la niña
sola.
Escóndete, pensó, que sólo mami pueda encontrarte.
Agarrando su osito de peluche, la niña saltó de la cama, sus pies
descalzos, silenciosos contra el suelo de madera mientras se apresuraba a salir
del dormitorio con su camisón rosado favorito. Habían jugado este juego tantas
veces, pero nunca en el medio de la noche, nunca cuando había tormenta, y
nunca cuando alguien gritaba abajo. Sólo había sido práctica entonces, como el
simulacro de incendio que hicieron en preescolar, pero esto era real.
Corrió de habitación en habitación, el ruido de abajo haciéndole difícil
pensar. Las cosas se rompían. Su madre suplicaba—: ¡Por favor, no hagas esto...
por favor!
Piensa, piensa, piensa.
Se detuvo ante el armario de ropa, decidiendo en ese segundo ocultarse
ahí. Subió los estantes, no por primera vez, subió hasta el estante superior y
apartó las cosas para arrastrarse sobre este. Se presionó contra la parte trasera,
metida detrás de una pila de toallas, demasiado grande para desaparecer por
completo. Pero le tomó a su madre casi una hora encontrarla en ese lugar una
vez cuando habían practicado, y había sido durante el día, así que tal vez la
oscuridad la ocultaría.
Tan pronto como se instaló en su escondite, un crujido de truenos
sacudió el vecindario, iluminando a través de las ventanas. El retumbar sacudió
toda la casa mientras su madre soltaba un chillido penetrante, el ruido
silenciado en un abrir y cerrar de ojos.
Todo permaneció en silencio.
Tan silencioso.
La electricidad incluso se fue, toda la luz desapareciendo.
Todo lo que la niña podía oír era su propia respiración asustada.
—Enfrenta tus miedos y seca tus lágrimas —susurró para sí misma,
repitiendo esas palabras una y otra vez, mientras se aferraba a su oso de
peluche. Enfrenta tus miedos y limpia tus lágrimas. Enfrenta tus miedos y limpia tus
lágrimas.
Oyó pasos a través de la casa, pero no pertenecían a su madre,
demasiado pesados, demasiado medidos. Sonaba como un robot.
Tenía sentido, ya que ella lo llamaba el Hombre de Hojalata.
La niña no sabía si también le faltaba el corazón, como al auténtico
Hombre de Hojalata de la historia, pero una vez su madre lo llamó sin corazón,
así que pensó que sería posible. Se preguntó si se oxidó bajo la lluvia, ya que
había tormenta. Tal vez eso evitará que me encuentre.
—Sal, sal, allá de donde estés —gritó, escudriñando la casa—. Sé que
estás aquí, gatita. No puedes esconderte para siempre.
Eso es lo que piensas, Hombre de Hojalata.
Ella era buena en esto.
Su madre se había asegurado de ello.
Caminó por el pasillo, justo al lado del armario, goteando agua en el
suelo. Se empapó por la tormenta, su cabello oscuro aplastado, y su camisa de
botones blanca pegada a su pecho, sólo metida hasta la mitad y casi abierta.
Pasó una hora mientras buscaba en la casa. Se sentía como una eternidad
para la niña. ¿Cuánto tiempo más la buscaría? ¿Cuándo se iría? ¿Nunca?
—Bien, me rindo —dijo finalmente—. Tú ganas, gatita. Se acabó el juego.
Sus pasos firmes volvieron a bajar las escaleras. Todo permaneció en
silencio hasta que la electricidad destelló, la casa volvió a la vida al tiempo que
la tormenta se detenía. Se acabó el juego.
La niña esperó otros pocos minutos, metida en el armario, antes de que le
dolieran los músculos y se cansara aún más. Callada, salió y se arrastró
escaleras abajo, preguntándose por qué su madre no había tratado de
encontrarla.
Todavía cargando su oso, se aferró a la barandilla de madera crujiendo,
encontrando la puerta principal abierta. Las cerraduras se rompieron, la madera
pintada de rojo se rompió, las bisagras rotas. Pasó por delante de esta, sentía
que se le revolvía el estómago, y se detuvo en el umbral de la cocina. —¿Mami?
Su madre yacía en el suelo, con los ojos cerrados, sin moverse. La niña se
sentó a su lado, apartando el cabello del rostro con lágrimas de su madre. Sus
mejillas se hallaban hinchadas y su cabeza sangraba, con una marca en el cuello,
como si alguien hubiera pintado los dedos en su pálida piel.
—Mami —susurró, sacudiéndola—. Ahora puedes despertar. No
tenemos que jugar más.
—Déjala dormir, gatita.
La niña se tensó, su corazón se aceleró mientras miraba hacia la puerta,
viendo al Hombre de Hojalata cerniéndose allí. Se congeló y contuvo la
respiración.
Haz como en Toy Story.
No se movió, en absoluto, pero no funcionaba.
El Hombre de Hojalata se acercó más y se arrodilló, acariciando la cara
hinchada de su madre antes de presionar las yemas de los dedos hasta un
punto en su cuello decolorado. Suspirando, apartó la mano y se inclinó sobre
ella, presionando los besos más suaves en sus labios silenciosos y separados.
Parecía dulce, como amor, pensó la niña mientras observaba, no como la ira que
derribó la puerta.
Tal vez tenía un corazón.
No podía decirlo.
—Vamos —dijo, poniéndose de pie, sin darle a la niña la oportunidad de
discutir en tanto la tomaba entre sus brazos y la tiraba por encima de su
hombro—. Tenemos que irnos.
Las sirenas sonaban en la distancia.
Asustada, la niña luchó, tratando de alejarse de él, soltando su osito de
peluche. Cayó al suelo, justo allí, en la cocina donde dormía su madre. La niña
gritó, entrando en pánico, mientras la llevaba a través de la puerta principal
rota sin él.
Saliendo al exterior, en la llovizna ligera, el Hombre de Hojalata dijo—:
Es hora de ir a casa, gatita.
Traducido por Val_17 & Vane Farrow
Corregido por Sahara

Lorenzo

Manhattan. Pleno invierno.


Hace tanto frío que creo que mis pelotas han cerrado la tienda y se han
ido a casa. A casa, de vuelta en Florida, donde hay unos hermosos veintidós
grados en esta época del año. Ellos disfrutan en el resplandor del cálido sol de
sur, mientras yo estoy atascado aquí, congelándome la polla junto al East River.
Dos en punto de la mañana. Seis grados. Se siente más cerca de seis
grados bajo cero por la forma en que el aire helado se filtra a través de mi
grueso abrigo negro, la capucha forrada de piel falsa no es suficiente para
mantenerme caliente. Mis orejas están congeladas. Mi nariz gotea, está tan
malditamente helado. Es como si tuviera pequeñas agujas pinchando mi piel,
una y otra vez, pequeños pinchazos desagradables, que pican y me entumecen.
Preferiría ser apuñalado con un cuchillo que lidiar con la congelación.
Nieve, de una tormenta reciente, aún se extiende a lo largo del
desgastado muelle de madera, sobre capas de hielo resbaladizo… hielo en el
que casi me caí de culo no sólo una vez, ni dos, sino tres veces mientras
caminaba a lo largo de él. No estaba hecho para caminar sobre la nieve, eso está
jodidamente claro. Mis botas se encuentran mojadas, mis dedos de los pies a
punto de alejarse al igual que mis pelotas.
Tienes que ser un maldito imbécil para estar aquí afuera a esta hora del
día.
Maldito imbécil.
Eso es lo que soy.
Ese soy yo.
Lorenzo “Maldito Imbécil” Gambini.
Repite conmigo.
Porque aquí estoy, en el muelle, con las manos metidas en los bolsillos,
me hormiguean las yemas de los dedos, me esfuerzo en prestarle atención al
canalla que se encuentra a dos metros de mí mientras se queja por un juego de
cartas que fue robado anoche, como si me importara una mierda algunos
jugadores de poca monta en una ciudad rica con, bueno, riquezas.
—Entonces, como decía, mi jefe dice que el trato es…
Sigue hablando. Mis dientes castañean.
¿Cómo ha llegado mi vida a esto?
—¿No tienes hogar?
Mi pregunta sale en una nube de aliento que persiste entre nosotros,
como si las palabras fueran capturadas a plano vuelo, congeladas en el frío de la
noche. Detiene su incansable desvarío en tanto me mira por primera vez desde
que llegó, sus ojos ampliándose por la sorpresa… o terror, tal vez.
Dado que soy yo con quien se encuentra, diría que lo último es más
probable.
Me mira fijamente a la cara por un segundo demasiado largo y lo sabe,
porque antes de que tenga la oportunidad de decir algo al respecto, aparta la
mirada, sus ojos van directamente a una pila de nieve junto a sus pies que patea
con nerviosismo, como un niño malo que sabe que está a punto de recibir una
paliza.
—Uh, no, quiero decir… ¿por qué pensarías…?
—Porque me pediste que te encontrara aquí. —Sacando la mano de mi
bolsillo, la agito a nuestro alrededor, hacia el área plagada e infestada de
grafitis—. Podríamos habernos reunido en cualquier lugar… un bar, un
restaurante, una jodida lavandería abierta las veinticuatro horas… pero no. Me
pediste venir aquí. Nadie viene aquí a menos que no tenga ningún otro lugar a
donde ir. Así que, dime, ¿no tienes hogar?
—No —dice—. Es sólo, ya sabes… más seguro aquí.
—Más seguro. —¿En serio?—. ¿Crees que es más seguro encontrarte
conmigo junto al río, cuando está tan oscuro que podría arrojar tu cuerpo y a
nadie le importaría?
—Pero mi jefe…
—Es un maldito idiota —digo, interrumpiéndolo de nuevo—. Más idiota
que yo por aceptar venir a esta porquería de reunión falsa con algún subalterno
cuando podría estar en casa… en la cama… con la pequeña rubia hermosa que
seguiría cabalgándome si no la hubiera echado hace una hora con el fin de
llegar aquí a tiempo, lo cual es decir algo, sabes, porque eso está comenzando a
situarse como el segundo mayor error de mi vida, y ni siquiera me gusta esa
mujer. Habla jodidamente demasiado.
El tipo me mira de nuevo. Es sólo un rápido vistazo, pero me dice que en
algún lugar en su interior, tiene agallas. Sus pelotas aún no se dan a la fuga. El
tipo de pelotas que pueden soportar todo este maldito frío. Pelotas de acero.
Vino solo por instrucciones de su jefe, un hombre con el nombre de
George Amello. El viejo Mello Yello era uno de los muchos apodados “jefes” que
surgieron después de la gran “Masacre de la Mafia”, como lo denominaron tan
poéticamente los medios de comunicación, cuando los jefes de las famosas
familias del crimen de Nueva York fueron ejecutados en una habitación en
Long Island, pavimentándome el camino para tomar el control de la ciudad.
¿La competencia hoy en día? Jodidamente deprimente.
Son tan inexpertos, tan melodramáticos, que es aburrido. Creen que
interpretan un juego de El Padrino, fingiendo ser Michael Corleone cuando
nunca serán más que débiles culos de Fredo. Son cobardes, y francamente, estoy
cansado de lidiar con coños que no vienen unidos a una figura femenina. Pasaré
mi vida adorando ese coño, ¿pero esos chicos? ¿Esos bufones?
No vale la pena perder mis pelotas por ellos.
Sucede que me gustan mis pelotas. Acentúan mi polla bastante bien,
sabes. Te lo mostraría, pero bueno… primero tienes que ganártelo. De modo
que presta atención, ¿de acuerdo? Hay trabajo que hacer aquí.
—Mira —digo, después de hartarme de esta mierda de invierno.
Algunos copos caen desde el cielo cubierto de nubes, lo cual es mi señal para
llevar mi culo a algún lugar—. Hay un bar justo bajando por esta calle, se llama
Whistle algo o lo que sea.
Una garganta se aclara detrás de mí. —Whistle Binkie.
Casi olvidé que traje a Siete esta noche. Siempre está ahí para cubrirme
cuando lo necesito, pero nunca se interpone en el camino. Lo aprecio. Las
personas que se interponen en mi camino tienden a ser atropelladas, y odiaría
tener que acabar con uno de mis mejores hombres. Él es un poco mayor que yo,
a mediados de los cuarenta, y ha llamado hogar a estas calles desde que era sólo
un niño. Vestido de negro de la cabeza a los pies, se mezcla en la oscuridad
justo como se propone hacer.
El hombre es mi sombra.
—Ese mismo —digo—. Voy a ir a conseguir un trago en Whistle Binkie
antes de que cierren. ¿Quieres terminar esta conversación? Ahí es donde estaré.
¿Pero esto? —Hago un gesto hacia nuestro alrededor de nuevo—. Esto no va a
pasar, hombre.
El tipo simplemente se queda allí, sin decir nada, a medida que me alejo
regresando a mi auto aparcado cerca del muelle. Siete mantiene mi ritmo, ni se
inmuta cuando me deslizo sobre el hielo, malditamente cerca de caer una vez
más. Odio el invierno.
Molesto, subo en el asiento del pasajero de mi BMW negro, sin
molestarme con el cinturón de seguridad. Es sólo una cuadra. Podría caminar,
seguro, pero tengo la sensación de que sería más como patinar sobre hielo.
De todos modos, no tengo ganas.
Siete conduce. Él fue lo suficientemente listo para usar guantes esta
noche, el cuero negro se aferra a sus largos dedos mientras agarra el volante.
Una máscara de esquí se encuentra sobre su cabeza, en su mayoría oculta por la
enorme capucha, cayendo sobre su frente. Siete es un tipo de tamaño medio, de
mi estatura y delgado, su piel es de un profundo tono oliva que se ve como el
cuero.
Detiene el auto delante de Whistle Binkie, necesita de dos intentos para
estacionar y comprueba los peligros. —¿Necesitas que te acompañe, jefe?
—Nah, está bien —digo—. Encuentra un lugar, te llamaré cuando esté
listo. No vayas demasiado lejos.
—Sí, jefe.
Bajándome, camino alrededor de los autos aparcados hasta en la acera, y
me detengo allí en tanto Siete se aleja. Él no bebe. Dice que va contra su
religión. Criado en la religión mormona, todavía se adhiere a algunos de los
principios, como no beber alcohol o andar follando por ahí, aunque parece que
el aspecto de “no matar gente” es más negociable para él. Después de que rodea
la esquina de la cuadra, empujo la puerta y entro al bar.
Se encuentra un poco ocupado, pero en realidad no es una sorpresa
¿verdad? Es sábado por la noche en la ciudad que nunca duerme y la cerveza en
este lugar es baratísima. Encuentro un taburete a lo largo de la barra y me
siento, haciéndole un gesto al barman, un chico joven, apenas con la edad
suficiente para beber.
Deambula en mi dirección, mirándome como si fuera un animal rabioso
que podría mutilarlo si se acerca.
Estoy acostumbrado a la mirada. La he recibido durante años, desde que
tenía dieciséis años y mi padrastro me golpeó casi hasta la muerte con una pala.
Parte de mi rostro nunca se recuperó, una cicatriz cubre la mitad derecha,
cortando a través de mi ojo y bajando por mi mejilla. Estoy ciego en ese lado, el
ojo nublado, de un azul más claro que el de mi nacimiento.
Por lo que estoy acostumbrado a ello, sabes. He tenido veinte años para
acostumbrarme. Para acostumbrarme al juicio, a las miradas duras, a la
repulsión. Los desconocidos se quedan boquiabiertos. Los niños se encogen con
miedo. La mayoría teme mirarme a la cara, como si fuera algo salido de sus
pesadillas.
Pero aunque podría estar acostumbrado, eso no quiere decir que me
guste. Que no me siento tentado a arrancarles los malditos ojos y preguntarles
cómo se siente.
—¿Qué puedo conseguirte? —pregunta el barman.
—Ron —digo.
—¿Un vaso?
—Una botella.
Duda, tal vez pensando en no traerme nada, lo cual sería un error. Con el
humor que tengo esta noche, soy capaz de saltar detrás de la barra y tomarlo
como algo personal. Se obliga a hacerlo, sin embargo, salvando su culo de
algunos problemas sin saberlo, considerando que estaría dispuesto a sacarle a
golpes algunos dientes de su boca si hacía que me sirviera a mí mismo.
Agarrando una botella de ron medio-vacía de debajo de la barra, la
desliza delante de mí antes de entregarme un vaso.
Se aleja para atender a otra persona.
Cuidadosamente me sirvo un trago y lo bebo.
Me estremezco. Quema. Mis entrañas arden a medida que trago el licor.
Puedo sentir que me descongela, sofocando la frialdad. Es mierda barata, la
estantería inferior ni siquiera merece un lugar en la pantalla a lo largo de la
pared de espejos detrás de la barra. Es tan vil, de hecho, que probablemente se
devore mis entrañas mientras hablamos.
—Sería mejor si simplemente bebieras diluyente de pintura —dice una
voz. Es juguetona y femenina, con un tono que me hace pensar en casa. No es
que hablemos como ella en Florida, no, pero su voz me recuerda a la calidez.
Me recuerda a la luz del sol. Me recuerda a las noches estrelladas y los días sin
nubes.
Eso es demasiado cursi, lo sé.
No le digas a nadie que dije esa mierda.
Mi atención se desplaza a la fuente misma, en diagonal en la esquina de
la barra, a solo un par de asientos de distancia, encontrando la mirada de una
mujer.
Ella es joven, diría que cerca de los veinte, con salvaje cabello castaño,
parece que alguien ha estado pasando las manos a través de él, como si alguien
lo envolvió alrededor de su puño y lo sostuvo con toda su fuerza mientras se la
follaba hasta dejarla sin sentido. Su cara la delata, sin embargo, con un par de
amplios ojos marrones, ojos inocentes, y una sonrisa peculiar, casi tímida por la
forma en que solo un lado parece curvarse. Sus labios son un color rojo
brillante, coincidiendo con el ceñido vestido rojo de mangas largas que lleva
puesto. O bien la chica es elegante, como una moderna Marilyn Monroe, o es
del tipo que me chupará la polla en el callejón si le compro un poco de licor.
He descubierto que en realidad no hay término medio para una mujer
que usa tanto rojo fuera de la ciudad.
—Ya sabes lo que dicen —digo—. Lo que no te mata…
—Te hace más fuerte —dice, terminando la frase.
—Iba a decir no se está esforzando lo suficiente, pero eso también funciona.
Su sonrisa se ensancha, genuina diversión cruza su rostro cuando me
mira… realmente me mira.
No está apartando la mirada. Ah.
Quizás esta noche no está completamente arruinada.
Le doy un vistazo y noto el vaso de cerveza sucio al que se aferra, se
encuentra medio lleno con lo que supongo, es cerveza de barril. No luce como
una bebedora de cerveza. La habría tomado por una chica de tequila, en el
mejor de los casos. Margaritas. Tragos corporales. Sal. Todo el maldito
dinamismo.
—Entonces ¿qué hace una mujer como tú bebiendo cerveza barata en un
bar de mala muerte sola a esta hora?
Me mira por un momento antes de decir—: ¿Qué te hace pensar que
estoy sola?
Miro a su alrededor. El tipo a su izquierda, que se encuentra entre
nosotros, está tan borracho que se ha desmayado en su asiento. Hay un taburete
vacío a su derecha. Ha estado vacío desde que entré. Si no está sola, con quien
sea que haya venido no está muy preocupado por su bienestar. —Porque un
hombre tendría que ser un tonto para dejarte sentada aquí por tu cuenta,
luciendo como lo haces, y teniendo en cuenta que es probable que te pierda.
—¿Eso crees?
—Oh, sin ninguna duda. Te robaría en un instante.
El color se eleva en sus mejillas. Se sonroja, el rosa suave acentúa el
carmesí en sus labios mientras intenta reprimir una sonrisa pero falla…
miserablemente. —Sutil. ¿Por lo general te funciona esa línea?
—Cada vez —digo—, pero no lo llamaría una línea. Es verdad. Si no
cuidas las cosas buenas que tienes, alguien estará más que feliz de quitártelo.
Deja escapar una risa ligera, sacudiendo la cabeza mientras su mirada va
a la cerveza. —Dímelo a mí.
Antes de que pueda continuar la conversación, la puerta del bar se abre y
el tipo del muelle entra. Se tomó su tiempo. Comencé a pensar que no iba a
venir, que me había equivocado sobre sus pelotas, que su jefe ya las confiscó.
Tan divertido como sería jugar con la hermosa morena esta noche, aún
debo atender los negocios. Lo sé, lo sé… mi polla también lo lamenta.
Bajándome del taburete, tomo la botella de ron y el vaso vacío,
asintiendo hacia la morena antes de dar zancadas hacia el tipo. Elijo una
pequeña mesa de dos asientos junto a la puerta, sentándome en una frágil silla
en tanto hago un gesto hacia la que está frente a mí. —Siéntate.
Él escucha. Es obediente. Probablemente rodaría y rogaría si le daba esas
órdenes, todo por su búsqueda de complacer a su amo. ¿Quién es un buen chico?
—Así que, eh, como decía —murmura, retomándolo justo donde lo
dejamos—. Estos juegos de cartas son importantes para mi jefe. Las personas
que juegan en ellos… también son importantes. Todo este problema que ha
ocurrido está asustando a los chicos, por lo que mi jefe quiere hacer un trato
contigo.
—Quiere hacer un trato conmigo —digo, sirviéndome otro vaso,
salpicando licor sobre la mesa—. ¿De qué tipo de trato estamos hablando?
—Él está dispuesto a proporcionarte parte de los beneficios.
—¿Cuánto?
—Diez por ciento.
Casi me ahogo con el ron cuando lo trago, tosiendo, la quemadura me
quita el aliento. Diez por ciento. El imbécil me está ofreciendo el diez por ciento
de prácticamente nada. Peniques. —Déjame ver si lo entiendo bien. Tu jefe tiene
un pequeño problema con ladrones que arruinan sus juegos de cartas. Así que a
cambio del diez por ciento de lo que hace, él quiere que yo… ¿qué? ¿Le
proporcione protección? ¿Seguridad? No dirijo un maldito servicio de alquiler-
de-policías. ¿Qué es lo que quiere de mí?
Hace una pausa. —Él quiere que dejes de robarle.
Miro al tipo. Duro. Lo miro fijamente hasta que comienza a inquietarse, y
espero que retire esa declaración, pero no dice nada.
No va a retirar sus palabras.
—¿Me estás llamando ladrón?
—Yo no te estoy llamando nada. Mi jefe sí.
—Como dije… tu jefe es un maldito idiota. —Arranco el plástico para
verter de la botella de ron y lo lanzo sobre la mesa, renunciando a todo sentido
de decoro. No como las personas esperan, de todos modos. ¿Quién necesita
modales cuando tienes una cara como la mía? Esperan lo peor ¿y qué puedo
decir? No me gusta decepcionar—. No tengo ningún interés en sus pequeños
juegos de cartas con los mocosos con los que hace negocios.
—Sí, también le dije eso —dice—. Que no era tu modus operandi.
Tomo un trago directamente de la botella antes de señalarlo. —¿Qué
sabes tú sobre mi modus operandi?
—Sé que no se trata del dinero para ti —dice—. El dinero es un extra, por
supuesto, pero no es la razón principal de lo que haces. Para ti, se trata del
poder. Del respeto. No vas a desperdiciar energía en algo que no vale la pena
enlazar a tu nombre.
Ah. Me tiene descifrado. Sucede que soy un fanático de los grandes
gestos. Hazlo en grande o vete a casa. Él podría tener más pelotas de lo que
pensé en el muelle, pero es obvio, mirándolo, escuchándolo, que su jefe lo da
por sentado. Georgie lo envió aquí esta noche sabiendo que había una buena
probabilidad de que no sobreviviera para ver el amanecer. Es prescindible, un
simple intermediario, y a pesar del cliché, todo el mundo sabe que soy del tipo
que mata al mensajero.
—Dime algo. —Tomo otro trago de ron—. ¿Qué te dio tu jefe por venir
aquí? ¿Cómo te está compensando?
Vacila. —No lo hace.
—¿No?
—Fue una orden... es mi trabajo. Estoy aquí porque eso es lo que hago.
—¿Entregar mensajes?
—Entre otras cosas.
Puedo escuchar el significado oculto en esas palabras. Los mensajes que
está acostumbrado a entregar no son verbales. No son advertencias. No son
estúpidos pequeños tratos. Entrega mensajes en forma de una bala en el ojo,
diciéndole al mundo, “Te veo, hijo de puta. Te veo”.
Es intuitivo. Tiene que serlo, si fue capaz de leerme. Esa es una cualidad
rara en estos días. Nadie confía ya en sus instintos, pero debe hacerlo. A veces
los cables se cruzan en el cerebro, las cosas se mezclan, todo se confunde, y tu
corazón... no puedes confiar en ese hijo de puta. Será el primero en traicionarte.
Te hará sentir que el mundo es un lugar hermoso. Te hará olvidar toda la
oscuridad. Te hará esperar, y creer, y luego te destruirá, justo cuando empiezas
a pensar que quizás está bien no ser tan malditamente frígido.
¿Pero el instinto? El instinto lo sabe. Lo recuerda. Siempre debes
escucharlo.
Tras beber un trago más de ron, empujo la botella a un lado y me inclino
sobre la mesa, cerrando algo de la distancia entre nosotros. Es audaz como yo.
Con pelotas y perspicaz, sí, pero el tipo está inquieto, nervioso sobre cómo esto
va a terminar, preocupado de que podría matarlo por las cosas que dijo.
No puedo decir que el pensamiento no ha cruzado mi mente.
Pero voy a darle una oportunidad, tal vez porque me siento generoso, o
más probablemente porque soy un hijo de puta complicado. Además, estoy
aburrido. Podría ser divertido hincar al oso un poco.
—Esto es lo que va a suceder —le digo—. Vas a regresar con tu jefe y
entregar mi contraoferta, porque este trato que ofrece no funcionará para mí.
Baja la mirada a donde sus manos descansan sobre la mesa, juntas como
en oración, y se queda callado por un momento antes de preguntar—: ¿Cuál es
tu contraoferta?
Alcanzando el bolsillo de mi chaqueta, saco mi gastada cartera de cuero.
Reviso el montón de dinero en efectivo, encontrando solo billetes de cien, y
tirando uno sobre la mesa para cubrir el costo del ron antes de guardarla de
nuevo.
—Dile a tu jefe que puede chuparme la polla —digo, empujando mi silla
de nuevo para ponerme de pie—. Si hace un trabajo lo suficientemente bueno,
tal vez no volaré su maldito cerebro por llamarme ladrón.
Cosquilleos se deslizan a lo largo de mi piel, el vello de mis brazos se
eriza ante una oleada de adrenalina. Nunca debería haber salido de mi casa,
jamás debería de haberme molestado con esta reunión, de darle unos minutos.
Son casi las tres de la mañana, el cielo muy negro cuando salgo fuera, y
la nieve cae más fuerte. Solo quiero llegar a casa y olvidar que fui lo
suficientemente estúpido como para acordar esta mierda. Maldigo en voz baja
cuando salgo al aire libre. El frío me golpea en la cara, casi me quita el aliento,
cuando paso la capucha de mi abrigo por encima de mi cabeza para tratar de
bloquear algo del asalto.
Agarrando mi teléfono celular, marco el número de Siete mientras
camino por un trozo de acera frente al bar, mirando la calle tranquila.
Suena una vez. Dos veces. Tres veces.
La puerta del bar se abre justo cuando Siete aparece. Me saluda, pero
antes de que tenga la oportunidad de decir algo en respuesta, algo me golpea
desde atrás. Tropiezo, casi perdiendo el equilibrio, patinando sobre el hielo en
tanto el teléfono se cae de mi mano.
Mierda.
Caigo a la acera con un ruido sordo, aterrizando sobre un trozo de nieve.
Me levanto, maldiciendo mientras me limpio la pierna de mi pantalón. La ira se
precipita a través de mí a medida que me doy la vuelta, a punto de hacer la
noche de algún desgraciado idiota algo para recordar, cuando un destello de
rojo me saluda.
La mujer de ojos como ciervo del interior.
En cuanto poso los ojos sobre ella, comienza a tartamudear—: Yo, uh, lo
siento mucho, no miraba cuando salí, no te vi...
Nerviosa, envuelve su chaqueta negra alrededor de ella más apretada. Es
ligera, no lo suficientemente caliente como para defenderse del frío de este
calibre. Su vestido rojo cae muy por encima de la rodilla, lo único que cubre sus
piernas son un par de pantimedias color negro. Es pequeña, más pequeña de lo
que imaginé, apenas al nivel de mis ojos con los tacones puestos.
Temblando, da un paso atrás, poniendo un poco más de distancia entre
nosotros en tanto se aferra el abrigo cerrado defensivamente, como si fuera su
armadura.
—Está bien —digo—. No hay ningún daño.
Hace una pausa por un instante después de decir eso antes de girarse
para dirigirse por la calle, escurriéndose lejos, como si la asusté demasiado solo
por existir. Imagínate. Tenía más agallas dentro del bar. Supongo que podría ser
una Marilyn, después de todo, en lugar de una chupadora de pollas de callejón.
Lástima.
Suspirando, llevo mi teléfono a mi oído. —¿Todavía estás allí, Siete?
—Sí, jefe.
Estoy listo para irme ahora.
Termino la llamada y deslizo mi teléfono de vuelta, agradecido de que la
cosa sigue funcionando. Mi mano se queda en el bolsillo del abrigo, algo
desapareció. Tardo un segundo en darme cuenta, el bolsillo está vacío. Sin
billetera.
Mi mirada se dirige a la acera, y busco alrededor de mis pies, pensando
que también se ha caído, como el teléfono, pero no hay nada.
Nada más que nieve, hielo y hormigón.
Tienes que estar bromeando.
Me palmeo, parezco más idiota, pero lo sé mejor. No la voy a encontrar.
No está aquí. Mi mirada se desplaza por la calle donde la mujer se apresura a
alejarse de mí. Gira la cabeza, como si pudiera sentir mi atención, mirando
hacia donde estoy parado.
Y así, hace clic.
Ella me golpeo, pillándome fuera de guardia, me distrajo por el
momento...
Me robó, joder.
A mí.
Estoy tan malditamente asombrado que casi no reacciono. Mi cerebro,
parece que no tiene sentido. No calcula. ¿Cómo diablos me robó la billetera? A
mí. Es imposible. Increíble.
Las pelotas de nadie son tan grandes.
Pero, sin embargo, ahí va ella, mirando hacia atrás otra vez, apresurando
sus pasos aún más en el momento en que empiezo a moverme. Mi cerebro
todavía está lejos de reaccionar, pero el instinto se pone en marcha, obligando a
mis músculos a trabajar. Me dirijo hacia ella, echando a correr, resbalando y
deslizándome por todo el maldito lugar, pero logrando permanecer en mis pies.
Sigue mirando hacia atrás cuando comienza a correr, acercándose al final de la
manzana, ese cabello salvaje moviéndose, azotando su rostro.
Es rápida, le reconoceré eso. Incluso en tacones, logra navegar sobre el
hielo con facilidad. Eso podría impresionarme si no estuviera tan malditamente
enojado.
Alfileres y agujas se clavan en mi cara, la frialdad lastimando. Corro tan
rápido como mis piernas pueden llevarme, cerrando la distancia, cada paso
causándole más pánico. Tan pronto como llega a la esquina, patea sacándose
los tacones, enviándolos a volar, y corre a través de la llovizna en la calle con
sus pies descalzos.
Jesucristo, la mujer está loca.
Está loca.
Tiene que estarlo.
Me lanzo al otro lado de la calle, siguiéndola, y la alcanzo justo cuando
rodea otra esquina. Estoy lo suficientemente cerca como para agarrar la parte de
atrás de su abrigo, tomando en un puño la tela y tirando de ella deteniéndola
tan fuerte que apenas logra mantenerse erguida. Antes de que pueda pensar en
luchar, la hago girar y la empujo contra un edificio de ladrillos derrumbándose,
fijándola allí, de pie contra ella, tan cerca que su calor corporal me rodea.
Jadea, con los ojos muy abiertos mientras me mira fijamente en la cara,
como si no pudiera creer que esto esté sucediendo.
Yo también, mujer. No puedo creer esta mierda, tampoco.
—Voy a gritar —dice, exhalando entre nosotros—. Juro que lo haré.
—No, no lo harás.
—¿Qué te hace estar tan seguro?
—Porque si quisieras gritar, ya lo habrías hecho —digo, acariciando su
delgado abrigo, buscando en los bolsillos—. Ahora dámela.
Trata de bloquearme las manos. —¿Darte qué?
—Sabes qué.
—No, yo no... no sé ... ugh, ¿qué eres...? ¡Quítame las manos de encima!
—gruñe, empujándome—. ¿Qué deseas?
—Mi billetera —digo, agarrándole las manos cuando trata de empujarme
otra vez. La presiono con fuerza contra el ladrillo, rozando la punta de mi nariz
en la suya cuando me inclino, olfateando un poco de cerveza en su aliento, pero
no es tan fuerte como el olor que se aferra a su piel. Vainilla—. Ya sé que la
robaste.
—No lo hice...
—No te hagas la tonta conmigo —digo, un borde de rabia a mi voz
cuando baja—. Hace frío como la mierda y estoy perdiendo la paciencia, así que
este no es el momento para jugar. Más te vale que entregues la billetera antes de
que te arrastre en un callejón y la busque por ti.
Sus ojos se estrechan. —No lo harías.
—Ponme a prueba. Te reto.
Un segundo pasa. Luego otro. Y otro. Su expresión cambia, la conmoción
se disipa cuando esos brillantes labios rojos exhalan un suspiro exasperado. Tira
de mi agarre y se aleja de la pared, su pecho golpeando contra mí con tanta
fuerza que me obliga a dar un paso atrás, dándole su espacio para moverse.
Mete la mano en su abrigo, en su vestido, y saca la billetera desde algún lugar a
lo largo de su sujetador, sosteniéndola entre nosotros. —Bien, me atrapaste.
¿Contento?
—Jodidamente eufórico. —La arrebato, también agarrando su mano,
tirando de ella hacia mí. Su manga sube por su antebrazo, exponiendo un
tatuaje en su muñeca. Es simple, nada más que una “S” roja cursiva—. ¿Qué es
esto, eh? ¿Tu propia letra escarlata1? ¿Qué significa? ¿Perra ladrona timadora2?

1 Se refiere a La Letra Escarlata, una novela que relata la historia de Hester Prynne, una mujer
acusada de adulterio y condenada a llevar en su pecho una letra «A», de adúltera.
2
Timadora es “sneaky”, de allí viene el juego de palabras por su tatuaje.
Rueda los ojos. —Gracioso. Si ya terminaste de maltratarme, idiota, tengo
un lugar donde estar, así que te agradecería que tú, ya sabes... —Mueve su
cabeza hacia mi mano—. ...Me sueltes.
Dudo antes de aflojar mi agarre, dejándola deslizarse de mi alcance.
Empiezo a decir algo acerca de cómo va a ser afortunada esta noche cuando un
vehículo gira alrededor de la esquina cercana, llegando a una parada.
Me vuelvo, observando mi BMW, antes de que mi atención vuelva a la
mujer. Apenas capto un vistazo de su rostro, una sonrisa en sus labios, antes de
que se vaya de nuevo, corriendo. Gira la esquina de un callejón, desapareciendo.
Eso fue fácil. Demasiado fácil.
Parecía casi divertida.
Mi mirada vuelve hacia la billetera en mi mano. La abro, encontrando la
parte de los billetes vacía. Sin dinero.
Hijo de puta.
Después de todo eso, todavía me robó.
Nadie hace eso.
Nadie.
Camino hacia el callejón y bajo la mirada, pero está vacío. No me
sorprende. Hace tiempo que se ha ido, se ha deslizado en un edificio o ha
subido una escalera de incendios o ha salido corriendo por el otro lado.
Sacudiendo la cabeza, meto la billetera en mi bolsillo, a donde pertenece,
y me dirijo a mi auto. Hago una pausa cuando cruzo la calle, recogiendo el par
de tacones altos rojos desechados en el aguanieve, dejados atrás en su prisa por
escaparse con mi dinero.
—¿Jefe? —pregunta Siete, bajándose—. ¿Todo bien?
¿Está todo bien? Infierno no.
Me vuelvo hacia él cuando me acerco. —Tengo un trabajo para ti, Siete.
—¿Sí?
—Necesito que encuentres a alguien.
—¿Quién?
—Una mujer —digo—. Cerca de metro sesenta. Cabello castaño. Ojos
cafés.
—Eso describe a la mitad de las mujeres de Nueva York.
—Sí, bueno, la que estoy buscando tiene veintiuno o algo así —le digo—.
Es guapa, curvilínea para ser tan pequeña... tiene una “S” roja tatuada en su
muñeca...
Me mira fijamente, como si esperara más información. —¿Qué más?
Me encojo de hombros, mirando los tacones altos, volteándolos para
mirar las suelas rojas.
—Su calce es treinta y nueve.
—¿Eso es todo?
—Eso es.
—No debería ser demasiado difícil —dice, parpadeando unas cuantas
veces en tanto mira el suelo—. Solo un par de millones de personas en la
ciudad.
—Ese es el espíritu —digo, golpeándolo en la espalda—. Ahora vamos a
salir de aquí para que mis bolas puedan empezar a descongelarse.
Subo en el asiento del pasajero, la calefacción está funcionando, trayendo
sensación de nuevo en las puntas de mis dedos. Le toma a Siete un momento
para unirse a mí. Sube en silencio, poniéndose el cinturón de seguridad.
Comienza a conducir. Puedo decir que algo está en su mente. Se mueve,
tamborileando los dedos contra el volante, mientras sus ojos parpadean por
todos lados. Intento ignorarlo. Lo intento. Lo hago. Pero no bromeaba cuando
dije que me quedaba sin paciencia, y no me gusta que mi sombra se distraiga.
—Di lo que estás pensando —le digo—, antes de tomar el volante y
empujarte fuera de mi auto.
Al instante se queda quieto. —Solo siento curiosidad, ¿sabes? ¿Por qué
estás buscando a esta mujer?
—Me robó.
Su cabeza se gira hacia mí tan rápido que accidentalmente se desvía en
otro carril. —¿Te robó? ¿Cómo?
—No importa cómo lo hizo. Todo lo que importa es que lo hizo. Por lo
que necesito que la encuentres para que pueda hacer algo al respecto. ¿Me
entiendes?
—Absolutamente —dice—. Solo una pregunta más.
—¿Qué?
—¿Vas a matarla por eso?
Me encojo de hombros. Supongo que vamos a averiguarlo.
Traducido por MaJo Villa
Corregido por Florpincha

Morgan

Mil dólares.
Lo cuento, diez billetes de cien dólares nuevos y crujientes, cuando me
deslizo por la entrada trasera de Mystic pasando por la puerta metálica que
alguien dejó abierta con un bloque de cemento roto (sí, porque eso es seguro...).
El bajo machacante ruge por el pasillo oscuro y sinuoso, la música saliendo de
cada dirección a medida que paso por una docena de habitaciones, algunas con
las puertas cerradas. Cada habitación tiene un ambiente diferente, con una
canción diferente reproduciéndose, y todo tipo de convergencias aquí en el
medio. Las luces parpadean, una multitud de colores, tan intensos al tiempo,
que se funden con la música que es casi como si pudieras sentirlas corriendo a
través de tu sistema.
Al pasar, puedo ver a las sombras moviéndose; pero no miro a propósito
el interior de ninguna de las habitaciones, dándoles privacidad. Es una cuestión
de respeto. A nadie realmente le gusta estar de vuelta aquí, así que lo menos que
puedo hacer es dejar que guarden cualquier fragmento de dignidad que logren
conservar.
Me dirijo hacia el frente, hacia el amplio espacio del club, la música del
pasillo ahogada por alguna canción de rap vulgar que estén tocando.
Algo sobre follar coños.
No lo sé. No me mires.
No la elegí.
Hay poca gente a esta hora (o realmente, en la mayoría de las horas...) y
las mujeres están cansadas, contando los segundos para las cuatro en punto
para que puedan volver a ponerse la ropa y desalojar el local. Ir a casa, a sus
vidas, en donde son madres, y esposas, y hermanas, en donde hacen recados y
toman clases hasta que es hora de regresar a este infierno.
Es agotador, ya sabes, entretenido y satisfactorio. La gente mirando con
desprecio al negocio, juzgando, como unos jodidos snobs, pero es un trabajo
decente, y nadie me convencerá nunca de otra cosa. Es un trabajo honesto... no
como, bueno, ser carterista.
Lo que sea.
Atravieso el lugar sin reconocer a nadie. Todos ellos mirándome con
desprecio, las mujeres usando tacones de quince centímetros para mantenerse al
nivel de los ojos con los hombres, cuando yo en realidad me encuentro descalza.
Descalza.
En un club de striptease.
Sí, no he visto mi dignidad en mucho tiempo.
La oficina se encuentra en la esquina, cerca de la entrada principal,
escondida debajo de la cabina del DJ. Me acerco a la puerta cerrada, vacilando,
antes de tocar.
La puerta se abre un poco, y me aparto de inmediato, escuchando de
cerca detrás de mí, bloqueando las cerraduras. Hace que mi piel se ponga de
gallina. Las cerraduras son el sonido del encarcelamiento.
Dos chicos jóvenes se encuentran a lo largo de un lado de la habitación,
la atención fija en una pared llena de monitores de vigilancia. Aparto mis ojos
sin tener intención de ver. Es más fácil fingir que nadie mira esas cosas. Dicen
que es por nuestra seguridad, que nos vigilan para evitar que nos hagamos
daño, pero apostaría los mil dólares que tengo que si alguien empezara a
mutilar a cualquiera de esas mujeres, esos dos idiotas se quedarían aquí
sentados y se masturbarían.
—Me sorprende verte —dice una voz detrás de mí—. Pensé que tenías
otros planes este fin de semana, ya que dijiste que no ibas a venir.
—Lo hice —digo, volviéndome hacia él. George Amello. Tiene cincuenta y
tantos años, un hombre italiano, afeitado, con una amplia sonrisa y de cabello
fino—. Hice algo de dinero.
—Hiciste dinero —dice, sentándose detrás de su escritorio, con sus
oscuros ojos sobre mí—. ¿Cómo?
—¿Importa?
Se ríe, una especie de risa bulliciosa que hace que la gente se sienta
incómoda. —No, supongo que no. ¿Cuánto tienes para mí?
Doy un paso hacia el lado de su escritorio, hacia donde está, y me siento
sobre este, sentándome en la esquina, frente a él. Mi vestido se eleva, la parte
superior de mis muslos con encaje quedan visibles. Le entrego la pila de dinero
en efectivo, y él la toma, su mirada se queda sobre mis muslos por un momento
antes de que comience a contarlos.
Cuando termina, abre un cajón del escritorio y echa el dinero en él. No
dice nada, solamente lo toma. No hace mucho tiempo solía ofrecer promesas,
palabras de aliento, pero en estos días, su ayuda es más bien una extorsión,
como si estuviera pagando por su silencio.
Bueno, como que lo hago, pero ese no es el punto aquí...
Su mano alcanza mi rodilla, antes de pasar por mi muslo, resbalando
bajo el dobladillo inferior de mi vestido, las puntas de sus dedos callosos
acariciando mi piel. Es muy manoseador, a veces queriendo sentir algo, lo llama
inspeccionar los productos, pero nunca intenta ir más lejos. Algunos podrían decir
que es un ser humano decente por eso. Yo digo que es simplemente un
impotente vergonzoso.
Ninguna cantidad de pequeñas píldoras azules conseguirá que esa
palanca de cambios se salga del parque, si sabes a lo que me refiero.
Así que lo tolero... por ahora... hasta que llegue el día en el que ya no
necesite este lugar ni su ayuda.
Hay otro golpe en la puerta, y George se levanta con un suspiro,
retirando su mano al encaminarse hacia la puerta, desbloqueándola y
abriéndola.
—Jefe —dice una voz masculina en susurros cuando alguien entra. Miro
en esa dirección, tensándome cuando veo a un tipo vagamente familiar. Joven,
con la cabeza rapada y los ojos color avellana suaves. Esta noche estaba en el
bar, el que se encontraba a pocas cuadras de distancia.
Había estado con ese tipo, el que tenía la cicatriz en el rostro y mucho
dinero en la billetera, que bebía ron barato directamente de la botella.
Oh, mierda.
Me doy la vuelta, dándole la espalda al chico mientras se sienta detrás de
mí, al otro lado del escritorio, esperando que no me notara esta noche. George
vuelve a tomar asiento, con la mano derecha sobre mi muslo, tocando el encaje
con las yemas de sus dedos.
—¿Entonces? —pregunta George—. ¿Cómo te fue con Scar?
¿Scar? ¿En serio? ¿Qué tan cliché puede ser alguien?
El tipo carraspea. —Dice que no tiene nada que ver con lo que ha estado
sucediendo.
—Eso es pura mierda —dice George—. Tiene que ser él. ¿Quién más
tendría las pelotas para robarme?
Todo el mundo, pienso sin expresarlo en voz alta, pretendiendo que no
estoy escuchando para que George no me eche. Diablos, le robaría si no contara
con su generosidad para mantenerme a flote. No sería exactamente difícil. Ni
siquiera cierra el cajón en el que arroja su dinero.
—No lo sé —expresa el tipo—, pero fue insistente, incluso se enojó con la
insinuación de que fuera un ladrón.
—¡Es un ladrón! —dice George, alzando la voz, con su mano tensándose
en mi rodilla—. ¡Extorsiona a la mitad de esta maldita ciudad!
—Pero dice que no te robó a ti —repite el joven—. Aun así, le presenté tu
oferta, y que estarías dispuesto a meterlo si él deja de hacerlo, y me dijo,
bueno... me dijo que te trajera su contraoferta, en su lugar.
—¿La cuál es? ¿Quince por ciento? ¿Veinte? No voy a darle más del
veinticinco por ciento, de ninguna manera.
—No quiere tu dinero.
—¿Qué es lo que quiere?
—Una disculpa, supongo.
—¿Qué? ¿Eso es lo que dijo?
—Bueno, no. —El tipo hace una pausa—. Dijo que le chupes la polla,
pero estoy bastante seguro de que una disculpa era lo que pedía.
Mis labios se contraen mientras contengo una sonrisa. Oh Dios, no te rías.
Me parece ser la única en la habitación a la que le resulta gracioso. Las fosas
nasales de George se agrandan a medida que aprieta mi rodilla,
comprimiéndola.
—¿Dijo eso? —pregunta George con un gruñido bajo—. ¿Qué le chupe la
polla?
—Sí —responde—. Dijo que no te mataría si hacías un buen trabajo.
Oh, vaya, esto solo sigue mejorando. Me muerdo la mejilla, con fuerza,
tratando de mantener un rostro inexpresivo, pero estoy encontrando eso difícil
en este momento. Las mejillas de George resplandecen de un rojo brillante, sus
ojos se salen de sus órbitas, como si esas palabras lo afectaron tanto que está a
punto de tener un ataque.
George, no es exactamente el tipo más espeluznante del planeta, pero
ciertamente intimida a mucha gente con su actitud de en tu cara y su
temperamento ardiente. Oh, y también tiene un grandísimo ego de mierda
inflado, como si fuera invencible, lo que supongo compensa todo el tema del
pene flácido. No lo sé. ¿Quién parece que soy, el doctor Phil?
El punto es, George lucha para mantenerse en calma, lo que demuestra
en el momento, mientras su agarre en mi pierna comienza a doler, que está a
punto de fracturarme la rótula.
—¿El hijo de puta cree que puede amenazarme? —dice bruscamente
George—. ¿Cree que le tengo miedo, que voy a disculparme con él? ¿Piensa que
todo esto es una broma? ¿Que yo soy una broma?
El tipo no responde. Tal vez sea retórica, no lo sé. Pero me da curiosidad,
¿verdad? No sé nada de él, excepto que lleva mucho dinero y se metió en mi
juego bastante rápido.
—Lo mataré —continúa George, levantándose, finalmente soltando mi
pierna para poder caminar de un lado al otro alrededor de la pequeña oficina—.
¿Chupar su polla? ¡Se la cortaré! ¡Se la cortaré y la empujaré por su garganta,
haré que se ahogue por hablar así! ¡Qué descaro!
El tipo permanece en silencio. Vuelvo la cabeza, echándole un vistazo, y
veo que me está mirando fijamente. Mierda. No sé quién es. Me quedo muy lejos
de ese lado del negocio de George por una buena razón. Uno de sus pequeños
matones de confianza, supongo.
—Vuelve con él —dice George—. Regresa con ese hijo de puta y dale un
mensaje.
—¿Qué clase de mensaje? —pregunta el tipo, finalmente apartando la
mirada.
—Del tipo que viene con una bala, Ricardo. Ese tipo.
Ricardo, como su nombre parece ser deja escapar el más tranquilo
suspiro antes de decir—: Entiendo.
—Ve. —George señala la puerta en tanto se arroja de nuevo hacia su
silla—. Vete de aquí.
Ricardo se marcha sin decir una palabra, cerrando la puerta detrás de él.
Me quedo aquí sentada, sin moverme, esperando a que George se calme. Si me
muevo demasiado rápido, podría asustarlo; y si tardaba demasiado, podría
pensar que lo estoy escuchando.
Bueno, quiero decir, como que lo hice, pero no es mi intención levantar
sospechas. Estoy tratando de tener un bajo perfil en estos días, solo camino por
debajo del radar.
George pasa las manos por su rostro con frustración, gruñendo entre
dientes, antes de que sus ojos se fijen en mí. —¿Hay algo que necesites?
—Nop —digo, ofreciéndole una sonrisa, una que no me devuelve—. Solo
me ocupo de los negocios. Ahora me quitaré de tu camino.
—Haz eso —dice.
Bajándome del escritorio, estiro mi vestido, cubriéndome antes de salir.
La música sigue siendo fuerte, el bajo haciendo vibrar el suelo mientras
atravieso el club, navegando por el oscuro pasillo hasta la puerta trasera.
Una nube de humo me saluda mientras salgo, del tipo que hace que mis
ojos ardan y mi nariz se retuerza. Ricardo se encuentra allí acechando, justo
afuera de la puerta, fumando frenéticamente un cigarrillo, sus labios envueltos
alrededor de un extremo como una estrella porno chupando una polla. Se
vuelve cuando me oye, tenso, alarmado, y suelta una corriente de humo en mi
dirección.
La agito, haciendo muecas. Asco.
—Lo siento —murmura, volviendo a chuparlo unas cuantas veces más,
antes de tirarlo y pisotearlo, retorciéndolo con su bota tan febrilmente que lo
hace pedazos.
Lo siento no es una palabra que escucho a menudo, especialmente de
ninguno de los hombres que conozco. Me siento mal por el tipo. Algo lo ha
dejado agotado, y en realidad, ¿quién soy yo para juzgar los vicios de alguien?
—Está bien —digo—. ¿Noche difícil?
—Podrías decir eso —dice, mirándome con cautela—. ¿Eres una de las
chicas de Amello?
—Podrías decir eso —respondo, repitiendo sus palabras.
Asiente. —¿Cuánto?
—¿Cuánto qué?
—¿Cuánto cuestas? ¿Cuánto cuesta llevarte a una de esas habitaciones
traseras ahora mismo y hacerte dar vueltas por una hora?
¿La simpatía que sentí hace un segundo? Desaparece. —No soy una de
esas chicas.
Se ríe secamente. —Vamos, di tu precio.
—No va a pasar —repito—. Así que si estás buscando un coño, mira
hacia otro lado, amigo.
Voy a pasarlo, pero agarra mi muñeca para detenerme. Retiro mi brazo
con brusquedad, frunciendo el ceño, y me vuelvo hacia él, acercándomele. —No
me toques.
—Lo siento —dice de nuevo, esta disculpa no es en absoluto genuina,
una pequeña sonrisa tirando de sus labios como si lo divirtiera. Como si estar
molesta porque me toque fuera de alguna manera gracioso. Quiero sacarle esa
mirada de la cara a golpes, pero no haría la diferencia.
No cambiaría lo que sé que está pensando.
Probablemente tendría mi trasero enjaulado por asaltar a alguien y
cargos grandísimos esta noche, en realidad, lo que conduciría a una serie de
otros problemas para mí.
Grandes problemas.
No puedo arriesgarme.
Doy unos pasos cuando lo oigo reír entre dientes, murmurando—: Los
coños probablemente ni siquiera son tan buenos, dama.
—Bueno, Slick Rick3 —grito mientras sigo caminando—. Tu amargura no
se muestra en absoluto.
—Que te jodan —dice.
—Sí, ya quisieras, idiota.
Escucho la música de cierre de Mystic, el incoherente murmullo del DJ
reemplazándolo. Hora de cierre. Cuatro en punto. Metiendo mis manos heladas
en mis bolsillos, me alejo, mis pies hormigueando dolorosamente en ese lugar
justo antes del entumecimiento, en donde todo solamente pica.
Mi edificio de apartamentos está a solo unas cuadras, en la misma calle
que el bar barato, Whistle Binkie. Mis pasos se apresuran en tanto echo un
vistazo por encima de mi hombro, asegurándome de que no me sigan. Mis
zapatos han desaparecido cuando llego a la esquina, ya no eran los que me los
saqué de una patada. Figúrate.
¿En qué diablos me he metido esta vez?

3 Se refiere al rapero Ricky Walter, cuyo nombre artístico es Slick Rick.


Traducido por Gesi
Corregido por Florpincha

—No hay lugar como el hogar.


La pequeña niña balanceó sus pies mientras susurraba esas palabras,
golpeando sus talones desnudos juntos, pero no funcionaba. Tal vez necesitaba
un par de pantuflas Ruby, como Dorothy. La casa era grande como un palacio,
por lo que podría haber sido Oz a pesar de que el camino no tenía ladrillos
amarillos que condujeran hacia ella. No, tenían calles normales, con tantos
autos, y tanta gente, ninguno de los Munchkins cantaba canciones, ni siquiera
una bonita bruja rosa en una burbuja.
Solo un montón de monos voladores.
Le pertenecen al Hombre de Hojalata. Él no tenía monos en la historia,
pero si en la vida real. Su madre los llamaba de esa forma, a veces, lo cual
confundía a la pequeña niña ya que no tenían alas. Pero lo que sea que fueran,
no le gustaban. Eran todos ruidosos, y se reían como si todo fuera tan gracioso,
pero eran del tipo de risas que sonaban malvadas. Decían palabras feas y
llamaban a la gente por nombres malos, y no les gustaban las chicas, a pesar de
que pretendían que lo hacían. Las besaban en la boca, como el Hombre de
Hojalata besó a su madre, pero luego las empujaban como si no significaran
nada.
A la pequeña niña no le gustaba ese lugar, ese gran palacio, sentada en el
taburete de la barra de la cocina, sus piernas tan cortas que apenas colgaban.
—No hay lugar como el hogar —susurró de nuevo, apenas oyéndose a sí
misma sobre el fuerte parloteo, golpeando sus pies juntos.
Aún no funciona.
—¿Qué estás haciendo, gatita?
La pequeña niña levantó su cabeza, sus ojos elevándose de su regazo,
encontrando la mirada del Hombre de Hojalata, la otra única persona sentada.
Sus ojos eran como el metal, fríos y grises como las nubes.
—Quiero ir a casa —murmuró.
Él la miro fijamente. —Estás en casa.
Sacudió su cabeza.
—Lo estás —dijo de nuevo—. Esta es tu casa, gatita. Aquí es a donde
perteneces.
—No me gusta.
—Te acostumbrarás.
—Quiero a mi mami.
—No.
Su voz era afilada mientras ladraba esa palabra silenciando a todos en la
habitación. A nadie le gustaba el sonido de eso, ni siquiera a los monos
voladores quienes no pensaban que fuera divertido cuando el Hombre de
Hojalata se enojaba.
Lágrimas llenaron los ojos de la pequeña niña, su mirada de nuevo en su
regazo mientras su labio inferior temblaba. —Por favor.
Podía sentir tantos ojos sobre ella, todos mirando, esperando para ver
qué sucedería. Un momento pasó, donde nadie reaccionó, antes de que el
Hombre de Hojalata encorvara su dedo índice debajo de su barbilla levantando
su cabeza para hacer que ella lo mirara.
—Tú no la necesitas —expresó, sin un toque de emoción en sus
palabras—. Yo soy todo lo que tú necesitas.
—Pero…
Antes de que pudiera discutir, la mano de él se cerró alrededor de su
barbilla, palmeando su rostro, sus fuertes y entintados dedos cavando en sus
mejillas, apretándolas.
La agarró con fuerza, inclinándose más cerca. —No hablarás de ella de
nuevo. ¿Está claro?
La pequeña niña asintió, lágrimas fluyeron de sus ojos.
Apartó su rostro, casi tirándola del taburete.
—Y deja de llorar —demandó, poniéndose de pie y alejándose—. Ella no
merece tu sufrimiento, no más de los que me merecía. Ambos lo superaremos.
La pequeña niña no creía eso. No podía. No lo haría. Podría enfrentar sus
miedos y alejar las lágrimas como su madre le enseñó, pero nunca lo superaría.
Traducido por Ivana & Pachi Reed15
Corregido por Florpincha

Lorenzo

Una casa blanca de dos pisos en el sur de Queens.


Incluso hay una cerca de madera alrededor.
Es apropiado para una familia perfecta: mamá, papá, dos hijos y un
golden retriever, viviendo felices en los suburbios tranquilos. Cuatro
habitaciones. Tres baños. Hay una biblioteca en la planta baja. Se encuentra en
un barrio típicamente libre de delitos.
Sin asesinatos.
Sin robos.
No es divertido, para ser honesto.
Solo llámame Ward Cleaver. Déjenselo al maldito Beaver. La casa es toda
mía. He encontrado el Sueño Americano.
Tengo que decirlo... la mierda no es para tanto.
La nieve cubre la acera que bordea la parte delantera de la casa. Las
calles han sido paleadas desde que empezó a nevar, pero todo lo demás está
cubierto con una capa blanca. De pie ante la borrosa ventana delantera de la
casa, miro fijamente a la fría mañana, observando caer los espesos copos del
cielo nublado.
El tono monocromático es bastante consecuente con cómo me siento
ahora.
Monótono. Apagado. Tedioso.
Cincuenta de otras malditas palabras que encontrarás en un diccionario
de sinónimos.
Solo he vivido aquí por unos meses, pero ya estoy ansioso de mudarme
otra vez. Desde que llegué a Nueva York hace unos años, me he quedado en
once lugares diferentes, la mayoría de los cuales no tenía permiso para entrar.
Veo una oportunidad y la tomo, ya sea adquirir una casa o, bien, un puesto de
trabajo.
¿Qué puedo decir? Soy ingenioso.
No me puedes culpar por eso, ¿verdad?
—¿Todavía está nevando?
Doy la vuelta ante el sonido de la voz detrás de mí, viendo cómo mi
hermanito entra en la sala de estar. Leo o Niño Bonito, como siempre lo he
llamado, es dieciséis años más joven que yo, a sus veinte años, mientras que los
treinta llamaron a mi puerta hace mucho tiempo. No somos iguales. Él es joven
y esperanzado. Me he amargado a medida que envejezco. Él tiene un gran
corazón. Me he dicho una o dos veces que soy un poco imbécil e insensible.
Le agrada esta casa, este barrio, y este sueño...
Lo único que me agrada es, bueno, tal vez él.
Todo lo demás es solo un afecto variable que tiende a cansarme
malditamente rápido.
—Por supuesto que está nevando —digo, acercándome hasta el sofá de
cuero negro para sentarme—. Tengo cosas que hacer, así que naturalmente
nevará todo el maldito día y hará todo lo más difícil posible.
Leo pasa por delante de mí para tomar el lugar delante de la ventana. —
Qué optimista.
—Sí, bueno, no todos podemos ser cálidos todo el maldito tiempo.
¿Con sinceridad? Estoy de mal humor. He estado en casa durante horas,
el tiempo suficiente para presenciar el amanecer, pero eso no es nada nuevo. He
sufrido insomnio la mayor parte de mi vida, lo cual es probablemente la razón
de por qué soy tan paranoico. El sueño me evade y la gente me irrita, haciendo
que me sienta un poco nervioso, si sabes qué estoy diciendo.
Generalmente manejo mejor la falta de sueño, pero hoy me tiene al borde
por alguna razón.
Mi atención se desplaza hacia la mesita de café frente a mí. Los tacones
rojos están en el centro, uno al lado del otro. Levanto uno, pasando las puntas
de los dedos a lo largo de la suela roja. El tacón es largo y delgado, un poco
curvo, tal vez quince centímetros, y lo suficientemente puntiagudo que, en al
clavarlo, podría haberme sacado fácilmente mi ojo bueno.
A fin de cuentas, todo es un arma si lo ves de la manera correcta, y yo
soy el MacGyver del asesinato. Podría asesinar a un hombre con un zapato
como este. Tampoco me molestaría tener que hacerlo.
—¿Quiero saber por qué los tienes? —pregunta Leo.
Lo fulmino con la mirada. —Larga historia.
—¿Termina con tus pies llevando un par de tacones rojos? Porque si es
así, me gustaría escucharlo.
—Me temo que no es tan interesante —digo—. Conocí a una mujer que
llevaba estos. Se escapó y dejó sus zapatos atrás.
—Ni que Cenicienta. —Sacude la cabeza—. ¿Y qué, vas a probarlas con
todas las mujeres del reino hasta que vuelvas a encontrarla?
—Si tengo que hacerlo —respondo, poniendo el zapato de nuevo al lado
del otro. Antes de que pueda explicarlo mejor, se escucha un ruido arriba, un
fuerte sonido sordo sobre mi cabeza. Mi mirada se desplaza hacia el techo en
tanto mi espalda se tensa.
—Está bien —dice Leo—. Solo es Mel.
—¿Quién?
—Mel —dice de nuevo—. ¿Sabes... mi novia?
—Ah, Petardo.
Suelta un suspiro dramático. —Hemos estado saliendo por más de un
año... uno pensaría que mi propio hermano recordaría su nombre a estas
alturas.
—Por favor —digo—. Apenas recuerdo tu nombre, Niño Bonito. Los
nombres no significan nada para mí. Son irrelevantes. No definen a una
persona. Solo las etiquetan. Y bueno, si voy a etiquetar a la gente, lo haré de una
manera que los defina para mí. Como... Petardo.
—¿Y cómo exactamente Petardo la define?
—Es ruidosa —indico a medida que los pies pisotean el piso sobre mi
cabeza, dirigiéndose a las escaleras—. Como un estallido.
Deja escapar una carcajada alejándose de la ventana, caminando hacia
mí. —¿Le estás coqueteando a mi novia?
—No soñaría con eso —digo—. No es mi tipo.
—Podrías haberme engañado —dice Leo—, pensé que tu tipo respiraba.
—Jaja. Te haré saber que tengo estándares.
—¿Cómo cuáles?
—Como una mujer que no espera que tenga una conversación.
Se ríe de nuevo, como si lo encontrara genuinamente divertido. —Oh, el
horror de tener que hablar con una mujer como si fuera una persona y no solo
un cuerpo caliente.
—¿Estás burlándote de mí, Niño Bonito?
—¿Qué piensas?
—Creo que le he disparado a la gente por menos actitud.
—No me sorprende —dice—. Suena como algo que haría alguien
alérgico a los sentimientos.
—No soy alérgico a los sentimientos. Los tengo.
—¿Los tienes?
—Sí, y ahora mismo me siento malditamente molesto por esta
conversación, así que preferiría que no la tuviéramos.
—Oh, entonces no es que evitas hablar de las mujeres... de lo que
realmente no quieres hablar son de los sentimientos. Lo entiendo.
Me está presionando.
Leo podría ser la única persona que no tiene miedo de hacer eso. Me
mira a la cara sin vacilar, sin retroceder a lo que ve, y pide explicaciones de mi
mierda, como un padre que regaña a un niño... lo que es un poco gracioso, ya
sabes, teniendo en cuenta que crie a ese pequeño hijo de puta.
Se supone que soy el maduro, el modelo a seguir, pero en su lugar creo
que él podría ser la única cosa que me impide hacer explotar todo el maldito
mundo y a todos en él.
Ya ves, aprendí hace mucho tiempo que lo más valioso que tienes es tu
reputación. Te da cosas que el dinero no puede comprar, abre puertas que
normalmente están selladas. La mentira de “No escuches esa mierda que la gente
piensa” de Plaza Sésamo con la que te alimentaron a cuchara cuando eras un
niño. Debería importarte lo que la gente diga de ti.
El rumor y el chisme... importan. Porque mientras puede que estés
orgulloso de tu carácter, que seas el tipo de persona que no cede, no significa
malditamente nada si el imbécil que aparece detrás de ti cree que te está
quitando de su camino, porque solo va a atropellarte.
Si mi padrastro me enseñó algo, fue que la clave de la supervivencia es el
mimetismo. Eres lo que necesitas ser para alguien. Usa la piel de una serpiente
de cascabel incluso si no hay una sola gota de veneno dentro de ti, porque si se
los haces creer, no vendrán lo suficientemente cerca para morderte. No se
acercan bastante para ver que quizás es un disfraz; tal vez no eres tan peligroso
como ellos piensan. Y si se acercan demasiado bien, entonces tienes una opción:
te rindes o te conviertes en lo que más temen.
No me rindo.
Pero no todo el mundo necesita lo mismo, y ese es el truco. No puedes
ser una sola cosa. Si tienes que ser un monstruo, eres un maldito cambia formas.
¿Y mi hermano? No es un depredador, por lo que no tengo que ser uno
con él. Lo que Leo necesita es alguien en quien confiar, en quien creer, que lo
proteja, de manera que eso es lo que soy. Soy su familia. Su amigo. Soy una
serpiente Gopher inofensiva sin hacer un solo ruido con mi cola.
¿Quién soy yo realmente? Me gusta pensar que estoy en algún punto
intermedio. Tal vez en el fondo no quiero hacerte daño, pero maldita sea, lo
haré, y me destruiré haciéndolo si es necesario. Te atraparé incluso si me mata.
Soy como una abeja.
También soy, al parecer, alguien a quien le gustan las metáforas de
animales cuando necesito dormir.
Entonces bla bla bla, lo que sea, el punto aquí es a la mierda los
sentimientos, no te llevan a ninguna parte.
—Me voy a la cama. Si quieres hablar con alguien, Niño Bonito, tu novia
interrumpirá en unos tres segundos. Habla con ella.
—¿Sobre qué?
La voz burbujeante se mete en la conversación justo en la marca de los
tres segundos cuando la novia de Leo entra. Melody Carmichael. Leo la llama
Mel. Por supuesto que sé su nombre. Me esforcé en aprenderlo cuando me di
cuenta de que iban en serio. Joven, rubia y guapa, claro, pero la chica es
parlanchina. A veces habla tanto que me pregunto cómo respira, cómo no se
ahoga entre todas las palabras que insiste en decir.
Y llora. Maldición, la chica llora. Se sentó aquí mismo en mi sofá y sollozó
hace dos noches en tanto miraba una película sobre un hombre muriendo. Leo
la consoló, abrazándola, mientras yo estaba en la puerta, deseando que fuera yo
quien estuviera muerto. Yo, solo para no tener que escuchar su lloriqueo ni un
segundo más.
—La falta de sensibilidad de Lorenzo por las mujeres —dice Leo.
Melody se ríe. —No sé... basado en los ruidos que salieron de su
dormitorio a la medianoche de anoche, diría que sentía algo con una mujer.
—Él la estaba haciendo sentir algo. Una gran diferencia. —Leo se vuelve
hacia mí, arqueando una ceja—. ¿Cómo era el nombre de esta?
—Barbie —digo.
—¿Y Barbie es su verdadero nombre? —pregunta Leo—. ¿O es eso
exactamente lo que la estás llamando, ya que era rubia platinada y de plástico?
Está bien, me tiene allí...
—Eso es lo que pensé —continúa cuando no contesto. No tiene sentido
que gaste mi aliento. Lo sabe—. Apuesto a que probablemente ni siquiera
recuerdas su verdadero nombre.
—Era Tina.
—¿De verdad?
—No, no lo sé —digo, poniéndome de pie—. No presté atención a una
palabra de lo que dijo.
Su risa me sigue mientras tomo el par de tacones y camino hacia la
puerta. Melody me mira cautelosamente cuando la paso. Ya no se aparta... más...
pero no diría exactamente que baja su guardia a mí alrededor. Su mirada se
desplaza hacia los zapatos, frunciendo el ceño. —¿Esos son Louboutins?
—Eso es lo que dicen.
—¿Por qué los tienes?
—¿Por qué haces tantas preguntas?
No tiene respuesta para eso, que es lo mejor, teniendo en cuenta que Leo
probablemente lo mantendrá contra mí si le doy un puñetazo a su novia por
entrometerse en mis asuntos. Escucho a Leo hablar, explicándole sobre
Cenicienta, pero me alejo. Un Príncipe Encantador, no lo soy, ni lo seré jamás.
No, ya ves, la gente me llama Scar por una razón, y no tiene nada que ver con el
hecho de que mi cara está hecha mierda. Soy el villano; soy el león que se
abalanzó sobre ellos destruyendo sus tierras orgullosas. Maté al rey y envié a
Simba a hacer las maletas. Pero a diferencia del Scar de las caricaturas, no tengo
la intención de perder al final de mi historia. Todo lo que la luz toca en esta
ciudad, me pertenece. Soy el maldito Rey León.
Lo sé, lo sé... otra metáfora animal.
Hombre, necesito dormir un poco.
Subiendo las escaleras, camino por el pasillo, hasta el dormitorio de
atrás. Todo es impersonal, no hay distracciones, paredes blancas sencillas y una
cama King California con el mejor colchón que el dinero puede comprar, el tipo
de espuma viscoeslática que solo te acuna, que te abraza como si te amara,
envuelto en caro algodón egipcio, pero nada de eso hace un poco de diferencia
cuando llega el momento de quedarse dormido.
Tras dejar los zapatos sobre la única cómoda, me quito toda la ropa,
desechándolas en el suelo, y caigo en la cama de espaldas, desnudo. El
ventilador de techo sobre mí ligeramente gira sin parar. Lo rastreo con mi
mirada. Me ayuda a relajarme, como una extraña versión de contar ovejas, o, tal
vez, solo me mareo para eventualmente desmayarme, pero, de todos modos,
por lo general consigo un poco de sueño de ese modo.
Excepto hoy.
No, aunque miro las hélices, en vez de cansarme mi mente comienza a
vagar, pensamientos de una pequeña morena con cabello salvaje entrando a
hurtadillas. La sonrisa en sus labios rojos justo antes de que corriera esa última
vez, la petulante sonrisa de “Te tengo, hijo de puta”, como si estuviera gozando,
invade cada parte de mí, como una infección instalándose, comiéndome las
entrañas. No tiene ni idea de con quién está jugando, pero va a aprender. La
señorita Letra Escarlata le robó al hijo de puta equivocado. Voy a recuperar mi
dinero, cada céntimo de él, y tendrá mucha suerte si no tomo su último suspiro
como interés.
Me pregunto si sonreirá entonces, conmigo sujetándola, mi cuerpo
encima de ella manteniéndola en su lugar. Me pregunto si sonreirá cuando
envuelva mis manos alrededor de su garganta, apretando, presionando contra
la arteria carótida, haciéndole mirarme a la cara cuando apriete su cuello. Me
pregunto si sonreirá mientras el color se drene de sus mejillas, cuando la chispa
disminuya en sus ojos, porque yo seguro que lo haré.
Me cuesta pensar en ello.
Nada me excita más que ver a alguien pelear, luchando por sobrevivir.
Es salvaje, los instintos empiezan a hacer efecto. Dan todo lo que tienen, porque
saben que, si no lo hacen, no quedará nada. Yo lo tomaré todo. Tomaré su
dignidad. Su dinero. También a su familia, si lo deseo. Tomaré su vida en todos
los sentidos de la palabra. La desesperación en su núcleo, exponiendo los
nervios crudos de la auto-preservación. No hay nada más poderoso que tener la
vida de alguien en tus manos, sabiendo que no son lo suficientemente fuertes
como para dominarte... sabiendo que su única esperanza es que tú seas
misericordioso.
Cerrando los ojos, agarro mi polla, acariciándola. Duro y rápido, sin
tratar de disfrutarlo, necesitando la liberación para aliviar mi tensión, con la
esperanza de que me ayude a dormir. Tarda menos de treinta segundos antes
de que mis abdominales se tensen, mi pene palpite mientras el orgasmo me
golpea como un puñetazo en el pecho. Apretando los dientes, ahogando el
gemido, lo siento como saliva, golpeando mi estómago y las sábanas de la
cama. Calor se extiende a través de mi cuerpo, un hormigueo cubriendo mi piel
a medida que mi polla se contrae. Me acaricio unas cuantas veces más,
respirando profundamente mientras mis músculos se relajan.
Finalmente.
Suspirando, lo suelto, manteniendo los ojos cerrados, sin molestarme en
limpiar el desorden. La pesadez se instala en mis miembros, el entumecimiento
se extiende.
Pero aún... todavía... el sueño no llega.
—A la mierda —me quejo, levantándome de la cama, tambaleándome,
balanceándome, mientras me dirijo a la ducha—. Otro día te espera.

—¿Pensé que te ibas a la cama?


Mi hermano todavía se encuentra en la sala de estar.
Su novia aún está con él, también, ambos en el sofá abrazándose. Eso es
todo lo que siempre parecen hacer. Se besan, abrazan, susurran, y follan, un
ciclo de tórtolos, día tras día, como una vieja pareja casada.
—Lo hice —digo, deteniéndome en la puerta.
Él parpadea. —¿Lo hiciste?
—Sí.
—Solo ha pasado una hora, hermano —dice—, aunque sea ese tiempo.
No hay manera de que te fueras a dormir.
—No dije que fui a dormir —remarqué—. He dicho que me fui a la cama.
—¿Cuál es el punto de ir a la cama si no duermes? —Tan pronto como lo
pregunta, sacude la cabeza—. No importa.
—¿No importa qué? —pregunta Melody, mirando entre nosotros.
Entrometida como la mierda.
—Ni siquiera preguntes —gruñe Leo.
Frunce el ceño. —¿Que no pregunte qué?
—No quiere que me preguntes por mi masturbación en el piso de arriba.
—Una masturbac… ¡Oh! —Sus ojos se ensanchan—. Dios mío.
Leo gime. —Te dije que no preguntes.
Sacudiendo la cabeza, me apoyo contra el marco de la puerta, mi mirada
hacia la ventana. En la última hora, mientras me duchaba y vestía, despertando
de nuevo, la nevada disminuyo hasta convertirse en una ráfaga apenas
presente, las condiciones mucho más manejables. —Entonces, ¿cuánto tiempo
crees que debería tomar encontrar a alguien en la ciudad?
—Uh, no lo sé —expresa Leo—. Un par de días... semanas... tal vez.
¿Cuánto tiempo le tomó a Ignazio encontrar a quien buscaba?
—Malditamente cerca de veinte años —digo.
—Bueno, ahí tienes —dice Leo—. Dos décadas.
Dos décadas.
En caso de que no sepas quién es Ignacio, te voy a dar la versión corta de
él: Individuo con una pistola y resentimiento buscando a una chica para que lo
haga sentirse mejor. Le tomó demasiado tiempo atraparla, y cuando finalmente
lo hizo, nada salió acorde al plan, lo cual es la razón número ciento sesenta y
nueve de por qué tiendo a trabajar acorde a las circunstancias, sin planes. Soy el
tipo de persona que correría hacia un edificio en llamas sin pensar en las
llamas... sobre todo, porque, ya sabes, lo más probable es que haya sido yo
quien lo incendió, para empezar.
¿Tiene algo de sentido lo que estoy diciendo?
No lo sé.
Todavía estoy un poco cansado.
La cuestión es que no tengo veinte años para esperar. —Le daré veinte
minutos más.
Leo me da una mirada peculiar cuando saco las llaves de mi auto. —No
vas a conducir hoy, ¿verdad?
—Sí.
—¿En serio? ¿Tú? ¿Conducir?
—Sí.
—¿Con todo lleno de nieve y congelado?
—Sí.
—¿Te sientes suicida?
Me río de la pregunta. No quiere que le responda. Parece que siempre
me encuentro en un área gris de la vida, atrapado en una red en algún lugar
entre homicida y suicida, y él lo sabe, sin importar cuánto trate de quitarle sus
gafas de color rosa al niño. No está completamente ciego a la realidad.
—Tan emocionante como ha sido esta conversación, Niño Bonito, tengo
que irme —digo, dándome la vuelta—. Las cosas no se harán por sí mismas, ya
sabes.
Hay una broma sexual por ahí, lo sé, pero aleja tu mente de eso. Todavía
hay trabajo por hacer.
—Buena suerte encontrando a... quienquiera que sea la chica —grita
Leo—. ¡No te mates! O a cualquier otra persona...
No quiso decirlo en el sentido convencional. No lo malinterpretes.
Simplemente no quiere que choque y mate a alguien.
Ya estoy temblando cuando llego a mi auto en la calzada. Lo pongo en
marcha, encendiendo la calefacción, luego me estiro hacia la guantera donde
guardo un par de lentes de repuesto.
El camino hacia el norte de Brooklyn debería tomar no más de quince
minutos, pero maldita sea, cerca de media hora pasa antes de que me estacione
en frente de la casa de ladrillo. Avanzando hacia la puerta principal, la golpeo.
Bang... y bang... y bang...
¿Por qué diablos nadie responde?
Pasa unos minutos antes de que la puerta se abra. Siete se encuentra allí,
medio dormido, cabello oscuro echo un desastre, vistiendo solo un par de
calzoncillos rojos con elfos en ellos.
Elfos, los de Navidad, los pequeños cabrones de orejas puntiagudas que
trabajan para Santa Claus. Él tiene elfos en su bóxer, sosteniendo pequeños
regalos, las palabras "Feliz Navidad" escritas a su alrededor. Inclino mi cabeza
hacia un lado, mirándolas fijamente.
¿He mencionado que ya estamos a punto de finalizar enero?
Siete parpadea rápidamente. —¿Jefe? ¿Qué está pasando?
Mi mirada se eleva para encontrarse con la suya mientras me sacudo la
imagen de los elfos. —¿La has encontrado?
Frunce el ceño. —¿A quién?
—A la mujer que te dije que encontraras.
—Yo, uh... ¿qué?
—¿Has encontrado a la mujer? —pregunto de nuevo—. ¿Cuán más claro
tengo que ser?
—Uh, no, todavía no.
—¿Qué te está tomando tanto tiempo?
Me mira como si pensara que estoy loco, pero no soy el que usa bóxer de
elfos un mes después de Navidad. —Solo han pasado unas horas.
—¿Y?
—Así que... ni siquiera he tenido la oportunidad de buscarla todavía.
—Sin embargo, has tenido oportunidad para dormir —señalo, mi mirada
volviendo a su bóxer—. Por lo menos, estoy pensando que estabas durmiendo, a
menos que la señora tenga un pequeño fetiche por las miniaturas que no has
mencionado.
Parece que ahora se da cuenta de lo que lleva puesto, porque hace un
débil intento de ocultarlo. —Lo siento jefe. Sí, estábamos durmiendo. En
realidad, acabo de dormirme hace un poco... imaginé que me encargaría de ello
después de tener un par de horas de sueño, pero si lo necesita ahora…
—No te preocupes por eso.
—¿Estás seguro?
—Sí —digo—. Lleva a tus pequeños duendecillos y vuelve a la cama.
Vuelve a entrar, demasiado cansado y congelado como para insistir en lo
contrario. Supongo que si quiero hacer esto antes de envejecer y morir, voy a
tener que hacerlo yo mismo.
Volviendo a mi auto, vuelvo a encender la calefacción antes de sacar mi
teléfono yendo directo a mi lista de contactos, llamando a cada maldito número
en ella.
¿Conoces a una morena con un tatuaje rojo en su muñeca?
No. Nop. No me suena, lo siento.
La misma conversación, una y otra y otra vez.
El día es largo, muy malditamente largo, y paso cada segundo de él
tratando de localizar a la pequeña ladrona. Nadie en mis círculos admite
conocerla, por lo menos. Ya es de noche cuando me encuentro sentado en mi
auto, no lejos del bar, a pocos metros de donde me robó, cuando mi teléfono
suena.
Siete.
—Gambini —digo cuando contesto.
—No he encontrado nada, jefe —dice—. He intentado todas las
conexiones que tengo y la descripción es demasiado vaga. Incluso me contacté
con Amello, ya que él dirige sus juegos fuera de ese vecindario, y dijo que ella
no sonaba como cualquier chica con la que se haya encontrado.
—Era de esperarse —murmuro—. Gracias.
—En cualquier momento. Seguiré investigando, veré que puedo
encontrar.
—Haz eso.
Terminando la llamada, coloco mi teléfono en mi bolsillo antes de
dirigirme a Whistle Binkie, tomando asiento justo en la barra, encontrando al
mismo camarero de anoche. Una vez más, me mira alarmado.
—Ron —le digo—. Solo dame la botella.
Se fuerza a hacerlo, empujando una botella barata medio vacía sobre la
barra delante de mí. Ni siquiera voy a tomar en vaso esta noche, la abro y echo
mi cabeza hacia atrás, tomando.
No hay mucha gente aquí a esta hora. Miro a mí alrededor con
curiosidad, pensando que tal vez podría volver a aparecer, pero no tengo tanta
suerte. Observo el taburete vacío donde se sentó hace menos de veinticuatro
horas, mirándolo por un momento antes de que algo me golpee.
—Oye, por casualidad no recordarías a una mujer que estuvo aquí
anoche, ¿verdad? —le pregunto al camarero—. Joven, morena, vestido rojo, se
sentó allí mismo...
La atención del camarero se desplaza hacia el taburete al que apunto
antes de mirarme de nuevo. —¿Te refieres a Morgan?
Arqueo una ceja. —Tal vez, si la Morgan de la que hablas tiene un tatuaje
en la muñeca.
—Una S en cursiva —dice el camarero.
Hijo de puta. —Esa es.
—Siempre me he preguntado qué significaba —dice—. Ella viene a
veces, se sienta sola, ordena algo barato, coquetea un poco y luego se va. Le
pregunté una vez, ya sabes, sobre el tatuaje.
—¿Que te dijo?
—Dijo que significaba “mantente fuera de mis malditos asuntos4”.
De acuerdo, eso me hace reír. Probablemente no debería. Ella tiene una
boca grande, eso es seguro. —Entonces, Morgan, ¿dices que es?
—Síp.
Morgan. No me gusta.
—Dime algo, barman. No sabrás dónde encontraría a esta Morgan,
¿verdad?

4 En inglés “stay out”, de allí viene el juego de palabras por su tatuaje.


Vacila, como si no quisiera responder a eso. Ding, ding, ding... ahí está.
Saco mi billetera, asumiendo que el dinero siempre afloja los labios, y me tenso
cuando la abro.
Mierda. Sigue vacía.
Casi me olvido de que me robó.
Una vez más, me río, aunque no debería resultarme gracioso. Ni siquiera
tengo algo con que pagar por el licor que estoy bebiendo. Increíble.
La mujer está empezando a ser un dolor en mi culo, pero debo admitir,
por frustrante que haya sido, no me he aburrido ni un momento en las últimas
veinticuatro horas.
Empujando mi billetera de nuevo, me pongo de pie. —Dime dónde
encontrarla.
—Solo sé dónde trabaja —responde—. ¿Eso te ayudará?
Traducido por Mely08610 & Vane Farrow
Corregido por AnnyR’

Morgan

—Morgan… Oh Dios… Morgan, bebé… estas tan apretada.


Su voz es nasal. Tan malditamente nasal. Se escucha como un personaje
de esa caricatura de MTV, South Park. Todo se seca con el mero sonido de su
voz, todo el deseo se marchita, muriendo en una muerte desafortunada.
¿Por qué siempre tiene que hablar?
Haciendo muecas, empujo mi cara contra el cojín de cuero negro del sofá,
incapaz de detener el grito que se escapa de mi garganta. Ugh, duele, como
estar siendo follada por un cuchillo, el dolor apuñalando mis entrañas. Sin
embargo, es probable que no escuche el sonido que hago.
La música está muy alta.
—Te gusta, ¿no es así? —pregunta, sus manos agarrando mis caderas
mientras empuja, inclinándose y gritando, así lo puedo escuchar—. ¿Amas
cómo se siente mi pene?
—Sabes que lo hago —dejo salir. Casi ahogándome con la mentira.
Espero que haga esto rápido.
Sin embargo, no lo hará. No, no soy así de afortunada. Saboreará cada
segundo de felicidad ignorante, ajeno al hecho de que no estoy participando.
Sus estúpidos dedos explorando, buscando por un punto dulce que nunca
encontrará. Podría dibujarle un mapa y todavía no llegaría, como si El santo
Grial existiera en algún lugar entre mis piernas.
Cerrando los ojos con fuerza, intento desconectarme, no pensar en el
hecho de que un tonto y deprimido de mediana edad con un traje barato me
está penetrando desde atrás, sudando y jadeando teniendo el mejor momento
de su vida, mientras estoy desesperadamente esperando que termine.
Esperando… y esperando… y esperando.
Un resplandor rojo cubre todo. La habitación roja. Es un cliché, creo, pero
es uno de los favoritos aquí en Mystic por alguna razón. Se siente que pasa una
eternidad, cada golpe de sus caderas hace que mi cara se hunda más en el sofá.
Su abrumadora colonia se aferra al aire, olorosa como el pino, envolviendo mis
sentidos hasta que quiero vomitar. Asqueroso. Es asfixiante. Es sofocante.
Simplemente no puedo respirar. Mi pecho duele por querer tomar la respiración
profunda que no he tomado en un buen tiempo, mi corazón bloqueado en un
ritmo firme y aburrido.
Su agarré en mí aumenta. Abro mis ojos cuando lo siento, sabiendo que
está cerca de terminar. Finalmente. Unos cuantos duros golpes más antes que
gruña, calmándose y dejando car su peso encima de mí. Una risa exaltada sale
de él, su caliente respiración chocando contra mi piel. Me estremezco de
disgusto cuando sus labios encuentran mi cuello, su lengua dibujando un
camino hacia mi oído, antes de que susurre—: Desearía poder follarte toda la
noche.
—Yo también —digo, otra mentira, porque demonios no. Apenas puedo
aguantar una cita de quince minutos.
—Quizás la próxima vez —susurra antes de alejarse y ponerse de pie.
Exhalando, me deslizo contra al sofá, aliviada de que ya no me esté
tocando. Por ahora.
Observo a medida que recoge su ropa para vestirse. Es del tipo guapo
clásico, supongo, si te gustan ese tipo de cosas, cabello oscuro, piel bronceada,
ojos del color del cielo en la tarde, hoyuelos profundos y dientes perfectos.
Incluso tiene las pecas más adorables.
Su teléfono empieza a sonar cuando se quita el condón y lo arroja en la
pequeña papelera detrás del pequeño bar del lado izquierdo. Sacando su
teléfono, frunce el ceño. —Perdón, odio dejar las cosas así, pero tengo que
tomar esta llamada.
¿Lo siento? Yo no lo siento. Pfff, Adiós.
Se apresura a salir al pasillo, dirigiéndose hacia la salida trasera. Tan
pronto como está fuera de la vista, dejo escapar un suspiro de alivio y me
levanto. Mi coño palpita, pero no en el buen sentido, no debido a una buena
follada, o totalmente satisfecho. No, grita airadamente por permitir la intrusión
(lo sé, lo sé… Ugh, enfermizo, asqueroso…). Estoy bastante segura de que este
hombre no conoce la definición de juegos previos, y francamente, el
pensamiento de su boca en mí, el pensamiento de él acariciando mi cuerpo solo
me hace sentir nauseas, tan dolorosamente seco como siempre lo será.
Hago mi camino al vestuario, la última puerta al fondo del pasillo de
salida. Se parece a un casillero de secundaria. Huele como uno, también.
Demonios, incluso se siente como uno a veces. Incómodo. Está vacío, todas las
mujeres trabajando, pero he tenido suficiente de este lugar por la noche.
Me voy de aquí.
Me dirijo directamente a mi casillero en el extremo, abriéndolo y
tomando mi bolso negro de lona para recoger mis cosas. Me quito la escasa
lencería negra, cambiándome en un pantalón de yoga y una camiseta sin
mangas, poniendo mi abrigo encima. Pasando mis dedos por mí cabello, lo
recojo de nuevo a una cola de caballo en tanto siento un hormigueo a lo largo
de mi columna vertebral, una sensación inquietante en la boca de mi estómago.
Doy una vista alrededor del vestuario vacío.
Es extraño, la sensación que fluye a través de mí. Es una con la que estoy
muy familiarizada. Es la sensación de ser vigilada, de que no estoy sola, incluso
cuando sé que lo estoy.
La paranoia es una perra.
Tomando mi bolso, me deslizo en un par de tacones negros baratos antes
de irme. Mis pasos se detienen afuera, y frunzo el ceño. Esperaba poder salir de
aquí sin soportar un adiós torpe, pero no tengo tal suerte.
Está terminando su llamada cuando aparezco.
—Lo siento de nuevo —murmura, guardando su teléfono mientras me
mira—. ¿Ya sales del trabajo?
Técnicamente, tengo toda la noche libre, pero este el único lugar en el
que estoy dispuesta a encontrarme con él. —Sip, salgo temprano.
—Tú, uh… ¿quieres que te acompañe a casa?
Fuerzo una sonrisa. —Buen intento.
—Es solo una oferta —dice, levantando sus manos a la defensiva—. Solo
estoy cuidándote. Es tarde, y oscuro y…
—Y puedo cuidarme sola, gracias —digo, interrumpiéndolo.
—¿Alguna vez confiarás en mi Morgan? —pregunta—. Estoy aquí para
ayudarte.
—Lo sé —digo—. Pero confiar, bien… no es fácil para mí. Y no es que no
confíe en ti. Simplemente no confió en nada. Sabes cómo es esto.
—Lo sé —admite, frunciendo el ceño—. Como sea, debería irme. ¿Está
bien? ¿Necesitas algo de dinero o, uh…?
Va a buscar su billetera.
Quiero golpearlo en la nariz por eso.
—No quiero tu dinero —digo—. No soy una prostituta.
—Claro —dice—. Solo pensé…
—Que necesitaba dinero —digo, terminando por él—. Pero no necesito
tu dinero. Lo que necesito es que hagas tu trabajo, detective.
Hace una mueca. No parece que le guste ese recordatorio.
Detective Gabriel Jones del precinto 60.
—Mira, voy a hablar con ellos nuevamente —dice—. Será la primera cosa
que haré en la mañana, lo prometo.
—Gracias.
Gabe se va, entrando en su Ford negro con los vidrios polarizados.
Espero hasta que se va antes de empezar a caminar, manteniendo mi cabeza
baja, mis pasos apresurados. Mi mirada parpadea a lo largo del camino,
asegurándome de que no esté dando vueltas o siguiéndome.
Lo ha hecho antes.
Y lo he atrapado cada vez.
No hay ninguna señal del Ford negro, pero todavía no me puedo sacudir
esa sensación, la que me dice que algo está mal. Corro la última cuadra a mi
edificio, apresurándome y deteniéndome un momento en la entrada, mirando
por la ventana cuadrada de cristal, esperando por alguien.
Nadie está alrededor.
—Estoy enloqueciendo —me quejo, subiendo las escaleras hasta mi
apartamento.
Lo primero en la lista de tareas es un baño de agua caliente. Me froto
cada centímetro del cuerpo, lavándolo todo. Cada toque, cada beso y cada
empuje, lo limpio de mi memoria como si nunca hubiera sucedido. Después, me
seco el cabello y agarro una camiseta blanca demasiado grande de mi armario,
sin molestarme en ponerme otra ropa.
Me dirijo a las escaleras de metal del pasillo de la pequeña sala de estar.
Escalándolas rápidamente, abro la puerta en la parte superior y salgo a la
azotea.
El aire helado del invierno me golpea, causa picazón en mi rostro y asalta
mis piernas desnudas, pero lo ignoro. Me ubico en la cornisa de concreto, y me
asombro por cómo se ve la ciudad. Nueve tal vez diez de la noche, un domingo
en el lado Este de Manhattan, no muy lejos de East River. Puedo ver las
cuadras, el bullicio a mí alrededor en tanto los vehículos llenan las calles y las
personas caminan por las aceras.
Apenas estoy aquí por un minuto antes de que ese sentimiento vuelva a
atravesarme, tan intenso que mi estómago se encoge.
Odio esa sensación.
Es como estar embrujada, como si siempre hubiera un fantasma a mí
alrededor, siguiéndome, burlándose de mí, nunca dejándome en paz.
No me muevo, no me molesto en mirar, mientras un escalofrío ondula
por mi columna vertebral. A pesar de mi mejor esfuerzo de permanecer serena,
tiemblo, y la piel de gallina estalla a lo largo de mi piel en tanto mi cabello esta
de punta, mi reacción tiene poco que ver con el frio del exterior.
—¿Qué quieres de mí? —susurro, mirando la ciudad.
—Mi dinero.
La voz suena detrás de mí, tan cerca… demasiado cerca. El tono de grava
profunda me golpea como un puñetazo al pecho cuando inesperadamente
responde mi pregunta.
Alguien está aquí. Oh Dios.
Una respiración temblorosa se me escapa mientras me giro para mirar
detrás de mí en la azotea.
Al segundo que veo la cara, cada músculo dentro de mí se tensa, mi
corazón incluso salta un latido, vacilante, como no lo ha hecho en mucho
tiempo. Mis ojos lo escudriñan en la oscuridad, rasgos afilados, una línea fuerte
en su mandíbula, robusta complexión y una larga cicatriz que atraviesa el lado
de su cara, el surco dentado brillando a la luz de la luna. Sus ojos son de tonos
azules opuestos, uno malditamente casi como la media noche, mientras que el
otro es más como un horizonte en la madrugada.
Atractivo clásico, quizás no, pero algo de él es fascinante, como que al
mirarlo hipnotiza. Sin embargo, no es suficiente para eclipsar mi miedo, porque
es alarmante lo seductor que es, incluso un poco más que eso.
Descarta eso. Definitivamente mucho más.
Me mira fijamente, no hay ningún parpadeo de emoción en su rostro.
Hay algo casi inhumano.
No estoy segura de qué decir o hacer, así que simplemente le devuelvo la
mirada, pero no parece que le guste. No, su mejilla se contrae, sus ojos se
estrechan, así que evito su mirada, escaneando la azotea que nos rodea.
Piensa, piensa, piensa.
Está bloqueando el camino de regreso al interior, por lo que miro detrás
de mí, por encima de la repisa, a la concurrida calle de la ciudad.
Ugh, esa caída dolería como un hijo de puta.
—No te recomiendo saltar —dice—, a menos que quieras terminar
aplastada contra el pavimento.
Giro de vuelta hacia él. Tiene razón, las probabilidades de sobrevivir a
esa caída no están a mi favor. —¿Qué quieres?
—Te acabo de decir. —Da otro paso hacia mí, y otro, y otro, hasta que
está lo suficientemente cerca como para tender la mano y empujarme, si quiere,
ya que todavía estoy en la orilla—. Quiero mi dinero.
—¿Qué dine…?
Su mano sale, agarrando mi garganta, dedos largos envolviendo y
ahorcándome, literalmente cortando mis palabras, silenciando mi ruego de
ignorancia. Jadeo, asustada, pánico fluye a través de mí cuando me empuja
hacia atrás.
Estoy malditamente cerca de perder el equilibrio.
Lo único que me impide no caer es su fuerte agarre, pero también está
cortando mi flujo de aire, así que…
Alzando la mano, me aferro a su muñeca, pero no lucho. Si lucho en su
contra es probable que me deje caer, así que solo me aferro, agarrándome como
si fuera mi bote salvavidas, porque si me voy, lo llevaré también, ni una pizca
de duda en mi mente.
—No actúes como si no superas de qué estoy hablando —dice—. Si
tuviste el valor de robarme, no deberías tener problemas para aceptarlo.
Me empuja hacia él, tirando mis pies sobre el techo. Inhalo bruscamente
cuando su mano sale de mi garganta, mis rodillas débiles, mareos oscureciendo
mi visión. Estoy a medio segundo de colapsar, mis piernas débiles cuando él se
mueve cerca, presionándose contra mí, empujándome contra el muro de
concreto, manteniéndome derecha. Se mete entre mis piernas, separándolas,
atrapándome en el lugar con su cuerpo. Soy híper-consciente del hecho de que
estoy casi desnuda, malditamente cerca de montar su pierna en este momento.
No estoy segura de que lo note, si sabe que su rodilla está presionando mi
entrepierna, pero espero que no, porque ugh… déjame encontrar un poco de
dignidad aquí, ¿quieres?
—Vamos a intentarlo de nuevo —dice, mirándome directamente a la
cara—. Yo digo quiero mi dinero, ¿y tú dices…?
—Está bien —susurro.
Arquea su ceja izquierda como si encontrara curiosa mi respuesta. —
¿Está bien?
—No sé qué quieres que te diga.
—Quiero que digas, que me darás mi dinero. —Su mano toma mi
mentón, inclinando mi cara hacia él—. Y entonces quiero que esos labios
preciosos me imploren por misericordia, porque dependiendo de la rapidez con
la que me pagues, quizás me incline a tomarlo con la calma si me lo pides.
Antes de que pueda decir algo, mucho menos lo que quiere que diga, el
hombre se hace para atrás, alejándose de mi espacio personal, como
simplemente esperando a que yo cumpla.
Sospecho que está acostumbrado a salirse con la suya.
—Te daré tu dinero —digo en voz baja, respirando hondo.
Asiente. —Buena chica.
Me estremezco ante esas palabras en tanto paso a su lado, dirigiéndome
a la puerta de la azotea que conduce a mi apartamento. No sé exactamente
quién es, ni lo que es capaz de hacer, pero si es lo suficientemente fuerte como
para amenazar a George, no puedo descartar que sea una especie de monstruo.
Mi mente es una ráfaga de pensamientos, ninguno de los cuales parece tener
una comprensión firme. Ellos lo llamaron Scar. Ni siquiera sé cómo me
encontró, lo cual es lo más preocupante de todo.
¿Cómo demonios llegó aquí?
El hombre camina a mi ritmo, sin dejarme fuera del alcance de su brazo.
No es hasta que alcanzo la calidez de mi apartamento, bajando por esos
escalones metálicos, que me doy cuenta de lo frío que está afuera. Mis dientes
castañean, mi piel enrojecida, mi cuerpo temblando. Mis manos son como
bloques de hielo, y doblo mis dedos tratando de aflojarlos de nuevo.
Me dirijo a la cocina, teniendo solo unos segundos para componerme y
hacer algo.
Entra en la habitación detrás de mí.
En el momento en que lo hace, me lanzo contra él.
Lanzando mi cuerpo contra el suyo, lo golpeo de nuevo, cogiéndolo
desprevenido con la fuerza del golpe. Su sorpresa me da tiempo suficiente para
pelear, para dar un respingo y patearlo en los testículos.
BAM.
Se estremece, hundiéndose por el golpe bajo, dándome la oportunidad
de empujarlo contra la cocina. Al llegar al fregadero, me siento frenéticamente
alrededor, ciegamente agarrando un chuchillo sucio. Lo sostengo contra su
cuello cuando viene hacía mí, el filo del cuchillo presiona su manzana de Adán,
clavándose en su piel.
—Te cortaré la garganta —digo, mi voz firme, aunque mi mano está
temblando tanto que casi lo corto accidentalmente—. Juro que lo hare…
Reacciona rápido, tan rápido que no lo anticipo. Agarrando mi muñeca,
tuerce mi brazo, agarrándolo fuerte, jodidamente cerca de dislocar mi hombro.
Aprieto mis dientes para sofocar un grito, el dolor desgarra mi brazo. Clava sus
dedos en la parte inferior de mi muñeca, uñas de metal arañan mi piel mientas
presiona contra el punto de dolor, forzándome a aflojar mi agarre. Me arranca
el cuchillo con facilidad, todavía apretando mi muñeca, mirando mi tatuaje.
El cual cortó.
Que ahora está sangrando.
Ugh.
—Morgan —dice, con la cara contorsionada—. Me sorprendió saber que
ese era tu nombre. Esperaba que comenzara con un “S”. Me da curiosidad lo
que significa esta cosa.
Empuja mi muñeca hacia mi cara, haciendo que me golpee a mí misma.
Frunzo el ceño, tratando de salir su agarre. —Preferiría morir que decirte algo
acerca de ello.
—Eso se puede arreglar —dice, soltando mi brazo antes de tirar el
cuchillo en el fregadero—. Quiero mi dinero, Scarlet. No voy a volver a
decírtelo.
Aprieto mi muñeca, frunciendo el ceño, y me alejo de él, mi corazón
golpeando violetamente contra mi pecho en tanto me dirijo hacia mi
dormitorio, sin sorprenderme que me siga.
No me dejará fuera de su vista.
Unos cuantos billetes arrugados yacen en la parte superior del estante al
lado de la cama. Los agarro, mi estómago revoloteando. Busco en los bolsillos
de mi abrigo, antes de buscar en mi bolso, agarrando cada centavo que he
ganado antes de girarme hacia él. —Tengo trescientos dólares.
Me mira fijamente. —Trescientos.
—Bueno, más bien como dos noventa y cuatro, pero lo suficientemente
cerca.
—Habían mil dólares en mi billetera. ¿Dónde están?
—No los tengo.
—¿Qué hiciste con ellos?
No respondo, mordiéndome la mejilla. No lo estoy contando, no es
asunto suyo, y lo necesito lejos de mis asuntos. Muy lejos de mí.
—Mira, ¿no podemos…? —Gesticulo hacia la cama, la bilis ardiendo en
mi pecho mientras la obliga a subir por la garganta, castigándome por hacer
esta sugerencia—. Ya sabes.
—¿Follar? —pregunta.
Trago pesadamente, asintiendo.
Se acerca invadiendo mi espacio personal una vez más. Tengo espacio
para alejarme pero me mantengo firme, no queriendo retroceder a sus avances.
No lo miro a la cara, manteniendo mi cabeza hacia abajo, pero siento su aliento
contra mí mejilla mientras se inclina, susurrando—: Podemos follar,
absolutamente, si eso es lo que quieres. Pero todavía me debes después de eso,
porque yo no pago por un coño, especialmente uno que tiene el hábito de
prostituirse con los policías.
Un escalofrío me atraviesa.
Mis rodillas se debilitan.
Esa extraña sensación aún perdura dentro de mí, y me doy cuenta, todo
el tiempo, fue él. Él estaba ahí. Me siguió. No sé cómo, pero mi tripa dice que sí.
—Yo no… —casi digo que ya no me prostituyo, punto, pero eso es una
mentira, técnicamente. Lo he hecho antes por desesperación. Además, la vida
me jode cada día, y yo solo me inclino y la tomo. Me prostituyo a la vida en un
intento de seguir respirando—. No sé qué más puedo darte. Así que, o me follas
o me matas, porque no me queda nada más que ofrecer.
Me mira fijamente en tanto me dejo caer en el borde de la desordenada
cama. Lo está considerando. Sé que lo hace. Conozco su tipo. Está debatiendo si
eso será o no un pago adecuado, si valgo incluso los mil dólares que le robé.
—No pareces una drogadicta, por lo que supongo que no son drogas —
dice—. Aunque eso explicaría la prostitución.
Hago una mueca. —No soy una prostituta.
—Te ofreciste a follarme por dinero.
—Bueno, sí, técnicamente, pero…
No termino eso porque no estoy segura de cómo se supone que debo
explicarlo, o si incluso tendrá sentido para él. Improbable.
—Ruega por tu vida —dice después de un momento.
Sacudo la cabeza.
—Ruégame —dice—. Ponte de rodillas.
Sacudo la cabeza otra vez.
Alcanzando debajo de su abrigo, dentro de su camisa, saca una pistola
negra, apuntándome, presionando el cañón contra mí frente. —Ruega.
—No.
La palabra suena débil, pero sé que la oye. Dirijo los ojos a él, todo dentro
de mí tenso, como una cuerda cerca de romperse por ser tirada en direcciones
diferentes, ya deshilachada.
Me mira fijamente, su expresión en blanco, su dedo en el gatillo.
Lentamente, algo en él cambia, la comisura de su boca se contrae, el más
ligero indicio de una sonrisa tirando de sus labios. La vista de ello hace que mi
corazón haga una pausa por segunda vez esta noche, perdiendo el ritmo por un
momento. No sé qué hacer con ello. ¿Por qué diablos está sonriendo?
—Vas a devolver cada centavo —dice—, más intereses. Un extra de cien
dólares por cada día que tardes. ¿Me entendiste?
—Sí.
Baja la pistola, guardándola, antes de arrebatarme el dinero de la mano.
Se vuelve entonces, como si planeara irse, pero mi voz grita, deteniéndolo. —
Espera.
—¿Qué?
—Ni siquiera sé quién eres. ¿Cómo se supone que voy a pagarte si no
puedo encontrarte?
Se encoge de hombros. —Averígualo, Scarlet.

—Averígualo, Scarlet —murmuro burlonamente mientras aparto la puerta


del bloque de cemento de Mystic, aquí por segunda vez esta noche.
En el trabajo. En mi día libre. De nuevo. Mierda.
Me mantengo apartada, sin molestar a nadie, hasta llegar a la oficina y
golpear la puerta, esperando que George esté cerca. Oigo pies arrastrándose
dentro, respirando un suspiro de alivio hasta que se abre y me encuentro cara a
cara con alguien que no es quien quiero ver. Ugh.
Slick Rick, él idiota llamado Ricardo, quien claramente aún no ha
logrado enviar un mensaje al tipo que llaman Scar.
—¿Necesitas algo, pastelito? —pregunta, los ojos observándome. Estoy
usando el equivalente a un pijama, pero todavía me mira como si estuviera
indecente o algo así.
—Necesito ver al jefe —digo, empujándolo para entrar a la oficina.
No avanzo mucho antes de que agarre mi brazo para detenerme.
—Está ocupado —dice—. Vuelve más tarde.
Me alejo de él. —Puedo esperar.
George está sentado en su escritorio, en el teléfono. Su voz elevada hace
eco a través de la habitación, tan enfurecida que me impide acercarme. En lugar
de eso, me quedo en la entrada en tanto Ricardo cierra la puerta y se sienta,
frotándose las manos a lo largo de los muslos de sus pantalones negros, como si
sus palmas pudieran estar sudorosas. Nada bien.
—¿Qué diablos quieres decir con que no dijeron nada? —grita George—.
¿Cómo te roban cuando no dicen nada? ¿Eh? ¿Qué? ¿Entran y solo entregas el
dinero, ni siquiera tienen que preguntar?
Se detiene el tiempo suficiente para respirar profundamente, el tiempo
suficiente para que quien está en la línea trate de explicar, pero no hace nada
para calmar a George.
—¡No me importa! —grita—. ¡No hay excusa! ¡Haz algo al respecto!
¡Nadie me roba!
No se molesta en colgar, en su lugar golpea su teléfono contra el
escritorio, una y otra y otra vez, rompiendo la pantalla. Ni siquiera creo que me
vea aquí, su visión enfocando su atención directamente a Ricardo. —¿Por qué
no has tratado con ese hijo de puta ladrón?
—Estoy trabajando en ello —dice Ricardo—. Lo llamé, tratando de
realizar otra reunión, y su lacayo dijo que estaba ocupado.
—¡Ocupado robándome!
Estoy casi inclinada a intervenir, a preguntar si están hablando de Scar…
porque si es así, él se encontraba realmente ocupado acechándome en mi
apartamento, pero permanezco en silencio en su lugar. No es mi problema.
—Lo intentaré de nuevo —dice Ricardo—, ahora mismo.
Ricardo se levanta, saliendo de la oficina. La mirada de George se
arrastra sobre él pero se detiene en mí. Mierda. —¿Necesitas algo, Morgan?
—Yo, uh… ¿estaba tratando de ver si tal vez tomo unos turnos más de
trabajo esta semana?
Eso no es lo que quería.
Quería obtener alguna información sobre Scar, pero estoy bastante
segura de que es un tema que no debería plantear en este momento.
—Vuelve mañana —dice, tirando de su silla—. No tengo tiempo para
lidiar con tu horario ahora.
—Está bi… bien —murmuro mientras pasa junto a mí, dejándome en la
oficina sola. Miro alrededor. No hay cámaras aquí. No sé por cuánto tiempo va
a estar afuera, así que lo hago rápido, tomando su teléfono desechado y
destrozado, murmurando—: Por favor, funciona.
Ring. Ring. Ring.
Funciona.
La pantalla se ilumina, pidiendo el código de seguridad. Mierda.
Inmediatamente pruebo las combinaciones habituales, repitiendo números y
cumpleaños, antes de probar 1-2-3-4 y rodar los ojos cuando se abre. Me
desplazo a través de sus contactos, encontrando un número que aparece bajo
Scar. Abriendo el cajón del escritorio superior, saco un bolígrafo, anotando el
número en mi mano antes de devolver el teléfono cómo lo encontré. Dejo caer la
pluma de nuevo en el cajón, viendo que el dinero que le di todavía se encuentra
allí.
Mierda.
Mierda.
Que se joda.
Lo agarro, metiéndolo en mi bolsillo, antes de cerrar de nuevo el cajón y
dirigirme hacia la puerta, topándome justo con alguien tan pronto como salgo.
—Guau amigo —digo cuando Ricardo aparece delante de mí.
Eso estuvo cerca.
Estrecha los ojos hacia mí. —¿Qué estás haciendo?
—Yéndome —digo, tratando de moverme cuando agarra mi brazo por
segunda vez esta noche.
—¿Qué estuviste haciendo?
—Estoy muy segura de que no te contestaré —digo, soltándome de un
tirón—, así que guarda tus manos para ti, pastelito.
Me voy, porque no hay manera de que me quede por aquí. El dinero
parece que está quemando un agujero en mi bolsillo, brillando como un faro,
gritando ladrona… ladrona… ladrona…
Una vez de vuelta en mi apartamento, me dirijo a mi bolsa de lona negra,
buscando a través de ella para sacar mi pequeño celular barato, abriéndolo.
Muerto. Enchufándolo en el cargador, espero a que se encienda antes de
presionar los números garabateados en mi palma, llamando a Scar.
Suena… y suena… y suena.
El correo de voz se activa.
—Soy, uh… yo… lo que sea. Estoy segura de que sabes quién soy. Tengo
tu dinero, así que ven a buscarlo, supongo.
Apago el teléfono, mirándolo por un momento antes de devolverlo al
bolso. No estoy segura de cuánto tiempo le llevará aparecer, pero espero que lo
haga rápido.
Quiero terminar con esto.
Tengo cosas más importantes con las cuales lidiar.
Traducido por MaJo Villa
Corregido por Vane Black

—¿Dónde está ella?


La voz del Hombre de Hojalata suena más enojada de lo que la niña lo
había escuchado, llena de veneno amargo mientras silbaba cada sílaba.
Temblaba, escondida en el fondo de la despensa de la cocina, escondida detrás
de unas cajas.
Una semana.
Había estado en esa casa durante siete largos días, y cada minuto que
pasaba hacía que la odiara cada vez más. Le hacía odiarlo. Lo odiaba más de lo
que nunca odio a nadie, más que Buzz y Woody odiaban a Sid de la casa de al
lado.
Él era horrible.
Su estómago gruñó mientras masticaba un pedazo de pan seco que robó
del mostrador, esperando que absorbiera todas sus molestias, pero no
funcionaba.
—No lo sé —dijo otro hombre, uno de los monos voladores, el que se
quedaba más cerca del Hombre de Hojalata. Se parecía más al León Cobarde,
pensó, porque era grande y parecía malo, pero quizás era más gentil, porque el
Hombre de Hojalata lo asustaba a veces.
Pero de nuevo, el Hombre de Hojalata asustaba a todo el mundo.
—Inaceptable —gruñó el Hombre de Hojalata—. ¡Encuéntrala! ¿Me
escuchas? No voy a hacer esto de nuevo. Quiero saber a dónde fue y lo que está
haciendo. ¡Ahora!
—Sí, Vor —murmuró el León Cobarde, saliendo de la cocina mientras el
Hombre de Hojalata perdía la paciencia, el vidrio rompiéndose contra la pared
cerca de la despensa. La niña gimió, casi ahogándose con el pan, y trató de
ocultarse más en las sombras en tanto los pasos se acercaban.
La puerta se abrió, la luz la deslumbró. Aquellos fríos ojos grises se
encontraron con su mirada, con un ceño fruncido en su cara. Supongo que me
encontró. La miró con un silencio tenso antes de agacharse, colocándose a su
nivel. —¿Qué estás haciendo ahí?
Se encogió de hombros.
La observó, frunciendo los labios. El Hombre de Hojalata llevaba un traje
limpio y almidonado del mismo color que sus ojos. Le hacía parecer aún más
robótico, como si realmente tuviera armadura. Su mirada se movió hacia el
pedazo de pan que ella agarró mientras él arrugaba la nariz. —Apestas.
Su frente se arrugó.
—Te has vuelto feroz —dijo, sus labios temblando antes de que una
pequeña risa escapara, ligera y divertida, haciendo desaparecer su ira, justo así.
Aterrador—. No te has bañado en toda la semana. Estás sucia. Todavía tienes el
mismo camisón y tu cabello no ha sido cepillado.
Ella frunció el ceño, sabiendo que eso era cierto. Estaba sucia, y
probablemente sí apestaba, pero no importaba. Esperaba a su madre. Prometió
que la encontraría.
—He sido paciente contigo —dijo—. Te escondes de mí. Me evitas. No te
he castigado por romper las reglas. Dejas tu habitación cuando te digo que no lo
hagas, desprecias mi bondad, te rehúsas a comer lo que hago que te envíen y en
su lugar escoges robar de mi cocina. Robas. Entiendo que estás molesta, gatito.
Tu madre te lastimó. También a mí me lastimó.
—Tú la lastimaste —dijo la niña—. Hiciste llorar a mamá.
—Sé que lo hice —dijo, sin negarlo—, pero no me dio otra opción.
—¿Por qué?
—Esa no es una pregunta para hacer. No importa. Pero ahora estamos
aquí, tú y yo, y ella no, así que debemos aprender a vivir sin ella... juntos.
La niña negó con un gesto.
—Me obedecerás —dijo.
Negó otra vez.
A él no le gustó esa respuesta.
Metiendo su mano en la despensa, la agarró del brazo, tirándola y
arrojándola a través de la habitación. Ella se deslizó a lo largo del piso de la
cocina, dejando caer su pan, aturdida, y empezó a encogerse, apartando un
taburete del camino mientras se presionaba contra la barra.
El Hombre de Hojalata se le acercó.
—Me obedecerás —repitió, la ira regresando a su voz—. Puedes cooperar
y ser feliz aquí, o puedo hacer que cada momento sea una tortura para ti.
¿Entiendes?
Asintió lentamente.
—Usa tus palabras —exigió.
—Sí —susurró.
—¿Si qué?
—Sí, señor.
Se agachó, alcanzándola, ignorando el hecho de que se estremeció.
Agarró su barbilla, su toque firme mientras atraía su rostro hacia él, dejando
solo unos centímetros de espacio entre ellos. Hizo que su corazón se acelerara y
su cuerpo temblara y no en un buen sentido.
—Sí, papá —dijo—. O papi, si lo prefieres. Es tu elección, pero elige una,
porque me llamarás como lo que soy.
Ella no dijo nada, tratando de contener la respiración, deseando que la
soltara, pero esperó... y esperó... y esperó, mirándola fijamente.
Él ni siquiera parpadeó.
—¿Sí...? —preguntó—. Usa tus palabras.
—Sí, papi.
Su expresión se suavizó al tiempo que presionaba sus labios en su frente,
besando el lugar que su madre besó por última vez, tomándolo para sí mismo.
Las lágrimas llenaron los ojos de la niña, pero las reprimió, sabiendo que el
llanto lo empeoraría.
—Buena pequeña gatita —dijo, levantándose, volviéndose sin mirar otra
vez—. Ve a limpiarte. Tengo algo que hacer. Quiero que te hayas bañado para
cuando vuelva, y quiero ese camisón quemado. Si todavía apestas cuando
vuelva, te echaré al patio trasero.
La niñita quizás no sabía mucho, pero sí lo suficiente como para creerle.
Él decía en serio esas palabras.
Traducido por Anna Karol & Vane Farrow
Corregido por AnnyR’

Lorenzo

Tomando el barato portavasos del bar, lo pongo en una esquina y trato


de girarlo, viendo cómo se tambalea y cae boca arriba. Lo cliché en el patrón
escocés me hace sonreír, es descolorido, las piezas se desprenden de un
chapoteo de ron que destruye la pasta.
Whistle Binkie.
Es escocés, obviamente, pero ¿quién diablos sabe lo que significa?
Probablemente algo tan horriblemente estereotipado como el resto del
lugar. Como lo jodidamente formulada que se está convirtiendo mi vida. Pienso en
preguntarle al camarero, averiguar si alguien lo sabe, si él lo sabe, pero eso
significaría interrumpir a la rubia que se sienta a mi izquierda, y eso no está
sucediendo, considerando que se supone que escucho todo lo que dice,
cachorros o gatitos o arco iris, no lo sé.
Además, realmente no me importa una mierda. Solo trato de distraerme
hasta que Rubiecita esté bien, excitada y dispuesta a inclinarse por mí en el
baño.
Lo cual, a juzgar por las risitas que llegan a mis oídos mientras una mano
se desliza a lo largo de mi muslo, es probablemente pronto…
Me muevo más cerca, lo suficiente para verla, pero no tanto como para
darle una visión completa de mi cicatriz. Sabe que está ahí, por supuesto, la vio
cuando entré después de las diez de la noche y ha pasado las últimas dos horas
apenas deteniéndose de preguntarme cómo la conseguí. A las mujeres les
atraen los chicos malos con historias trágicas. Tal vez es la emoción de eso, la
emoción de estar con alguien peligroso, o quizás es biológico, algo arraigado
profundamente, los genes de maternidad que hace que las mujeres quieran
nutrir a los que el mundo da la espalda.
Ves, hombres y mujeres, estamos cableados de manera diferente. Las
mujeres me miran y piensan “pobre bebé, solo necesita un poco de amor”,
¿mientras que los hombres? Los hombres echan una ojeada a mi cara y piensan
“mantente alejado de ese hijo de puta”. Pero ve y dile eso a una mujer. Dile que
soy peligroso. Dile que se mantenga alejada.
Solo hará que me desee más.
—Eres hermosa, ya sabes —digo cuando Rubiecita deja de charlar el
tiempo suficiente para tocarme. No es mentira. Es hermosa, pero todas las
mujeres lo son a su manera, ¿no?
Bueno, todas excepto mi madre, pero no sé si mujer es la palabra que
usaría para describirla. Era más una perra furiosa.
Las mejillas de Rubiecita se sonrojan, una sonrisa en sus labios brillantes.
Su postura se relaja más en tanto se inclina hacia mí, dándome un olor de su
perfume fuerte y florido.
Mi nariz se contrae.
—¿Puedo preguntarte algo? —cuestiona, bajando la voz, las sílabas
perezosamente cayendo de su lengua—. Tu, uh… cicatriz. —Agita su dedo en
dirección de mi cara—. ¿Cómo pasó eso?
Empiezo a responder, inventando una historia para evitar derramar mi
verdad a alguien que no conozco, alguien de quién nunca sabré más además de
cómo se siente su coño, cuando el taburete junto a mí se sacude, las patas de
manera chillando contra el suelo.
El ruido es irritante.
Me estremezco.
Algo cae sobre la barra delante de mí, encima del posavasos, cubriendo
al pequeño hombre escocés.
—Él, supongo que molestó a la mujer equivocada —interrumpe una voz
azucarada, tan cerca que es como si estuviera hablando en mi oreja—. Tiene el
tipo de cara que no puedes evitar, pero que quieres follar.
Los ojos de Rubiecita se ensanchan, como si estuviera horrorizada de que
alguien dijera algo tan cruel, como si estuviera ofendida, pero yo todo lo que
siento es una ligera agitación, una batalla dentro de mí entre diversión y
molestia.
No estoy seguro de qué sensación va a ganar esa guerra.
—Bueno, no está totalmente equivocada —digo, mirando a la barra, una
gruesa pila de efectivo saludándome—. Aunque era un hombre.
Se burla. —Entonces, el marido de una puta.
Recojo el dinero, alejándome de Rubiecita para relajarme contra el
taburete. Mis ojos se mueven hacia la derecha, hacia la exasperada morena, sus
ojos ya no son como cenizas. Están entrecerrados, dirigidos a mí, con los brazos
cruzados sobre el pecho.
Scarlet.
Su postura en guardia solo me entretiene más, una sonrisa burlona
tirando de mis labios mientras tomo el dinero, contándolo. Ha pasado casi una
semana desde que la confronté, lo que significa que el interés se acumuló
rápidamente. Unos cuantos cientos, unos veinte, y un montón de unos… más
de los que he tenido antes.
—Todo está ahí —dice, su voz tan a la defensiva como su presencia.
Ignoro eso y sigo contando, ausentemente corriendo a través de números
mientras mi mirada la sigue. Su frágil abrigo cubre la mayor parte de lo que
lleva puesto, dejando solo visibles sus medias negras. Tacones altos negros
miran desde una bolsa colgando de su hombro, en lugar de estar en sus pies
donde pertenecen. Un maquillaje grueso y oscuro rodea sus ojos en tanto un
resplandor dorado irradia de sus mejillas. Parte de ellas están manchadas, como
si estuviera usándolo desde hace un tiempo, pero su lápiz labial de color rojo
oscuro parece fresco.
Cambia de posición cuando mi mirada se detiene en su boca, como si
estuviera incómoda con mi atención, su piel resplandeciendo bajo las luces de la
barra tenue, las manchas de brillo cubriéndola.
Me vuelvo al dinero, sin decir nada hasta que termino de contar. —Aquí
solo hay mil trecientos.
—Ya te di trescientos —dice—. Eso hace mil seiscientos… los mil que
tomé, más seiscientos más, ya que tardé seis días.
—Siete días —digo, mirando a mi reloj—. Pasó la medianoche hace unos
veinte minutos.
Se ve decaída, con la mandíbula floja. —Eso es una mierda. ¡He estado
tratando de contactarte durante una semana! ¡No has respondido a ninguna de
mis llamadas!
Eh. —¿Me llamaste?
—¡Sí!
Saco mi teléfono del bolsillo, abriendo mi lista de llamadas.
Llamada pérdida.
Llamada pérdida.
Llamada pérdida.
Todos los números privados.
—¿Ves? —dice—. ¡Mira todas esas llamadas perdidas!
—El número es privado —digo, bajando el teléfono.
—¿Y qué?
—Que no acepto llamadas de cobardes.
Parpadea rápidamente. —¿Cobarde? ¡Te dejé mensajes de voz!
—No escucho eso. Y antes de que lo digas, tampoco leo mensajes de
texto.
—Eso es simplemente estúpido —dice—. No has estado en ninguna parte.
He buscado. Y la gente sabe quién eres, seguro, pero nadie te conoce. No saben
dónde encontrarte. Todo lo que tienen es este estúpido número de teléfono al
que nunca pareces responder. ¿Cómo es eso mi culpa?
—Mala suerte —digo sacando mi billetera del bolsillo trasero de mis
pantalones vaqueros. Empujo el fajo de dinero en efectivo, apenas capaz de
doblarlo antes de guardarlo—. Deberías tener mejores amigos.
—Eso es… guau. —Ríe, sin humor—. No sé qué hice para merecer esto,
pero debo ser la peor persona del mundo que haya tropezado contigo.
No respondo a eso, viendo su cambio de postura, indignación lavando
todo el control. Desabrocha su abrigo, un pequeño vestido negro me saluda
debajo. Se da una palmadita, estirando su sujetador y sacando una pila de
billetes. Más individuales. Los cuenta, pasando por el dinero tan
acaloradamente que estoy esperando que rasgue unos pocos.
Sacudiendo la cabeza, arroja el dinero sobre la barra frente a mí. —
Veintinueve dólares. Oh, y… —Mete la mano en la bolsa en su hombro,
sacando una pequeña bolsa con cremallera. Lo sostiene boca abajo sobre la
barra, unas cuantas monedas salen de ella. Frunce el ceño—. Como, sesenta y
seis centavos.
—Mira eso —digo, arrebatando el dinero, incluso el cambio, y
metiéndolo en mi bolsillo, sin molestarme en introducirlo en mi billetera esta
vez—. Solo faltan setenta dólares y treinta y cuatro centavos.
Se aleja, casi golpeando el taburete en tanto se va, precipitándose a través
de la barra y desapareciendo afuera en la noche fría. Vuelvo a mi asiento de
nuevo, frente a Rubiecita, no sorprendido de ver que me está mirando
cautelosamente, sin duda tratando de dar sentido a ese intercambio en su
estado de ebriedad.
—¿Dónde estábamos? —Acaricio un rizo de la cara de Rubiecita, mis
dedos tocando su cálida mejilla, haciendo que el rubor vuelva—. Oh, claro… mi
cicatriz.
Me lanzo a una historia sobre una condenada tarde en Central Park con
mi familia, cómo fuimos testigos de un golpe de la mafia y me convertí en daño
colateral en el proceso. No deje testigos detrás. Sobreviví, jurando venganza sobre
los que nos atacaron. La tengo comiendo de la palma de mi mano, más héroe
que villano en su mente, mientras pongo una mano sobre su rodilla y
lentamente la subo por su muslo. Estoy a punto de ir más allá cuando la puerta
se abre. La frialdad barre a través de la barra, pasos resuenan en mi dirección, a
pesar de que la mujer está descalza por alguna razón. Está jodidamente loca.
Scarlet se mete de nuevo a mi lado, con una cartera de cuero negro. La
abre, la licencia de conducir de un hombre blanco de mediana edad me saluda
desde adentro. Busca por dinero en efectivo, contando en voz alta.
—Veinte… treinta… cuarenta… cincuenta… cincuenta y cinco…
sesenta… sesenta, uh, siete. —gime—. Tienes que estar bromeando.
—¿Acabas de pedir a alguien más que me pague?
Me ofrece el dinero. —Ahorra tu perversión auto justificada para la puta
de allí. Me faltan tres dólares.
—Y treinta y cuatro centavos —señalo, tomando el dinero.
—Y treinta y cuatro centavos —se burla—. Increíble.
—Te los daré —digo—. Los pocos dólares que te faltan.
—¿De verdad?
—Costarán cien dólares por cada día que te lleve pagarme, por
supuesto, pero seguro…
Gime. —Claro que sí.
Su mirada examina la barra, centrándose en el barman que se dirige a
nuestra dirección. Es el mismo de todas las demás veces. Me dio una botella de
ron tan pronto como volví a sentarme. Está aprendiendo.
Observo cómo cambia la expresión de Scarlet, una sonrisa en sus labios.
Empuja el taburete más lejos para acercarse a la barra, extendiéndose sobre las
puntas de los pies para inclinarse, atrayendo su atención. Él se acerca,
mirándome con cautela, como si estuviera evaluando si ella está conmigo ahora,
antes de darle su completa atención. Hay un brillo en sus ojos, aparentemente
decidiendo que es un juego limpio.
Sonríe. —Hola, Morgan.
Arquea una ceja, su rostro iluminado. —Lo recuerdas.
Su voz cambia cuando dice eso, cada vez más dulce. Está exagerando
cada sílaba, coqueteando descaradamente.
Me pregunto si estaría haciendo eso si supiera que él fue quien me la
entregó.
—Por supuesto —dice—. ¿Qué puedo traerte?
—Bueno, en realidad… —Su sonrisa se vuelve avergonzada cuando
mordisquea suavemente su labio inferior, un momento de silencio pasa antes de
que susurre—: Esperaba que me hicieras un favor. Está totalmente bien si no
puedes, entiendo completamente, y de verdad odio pedírtelo…
—¿Qué necesitas?
—Pedirte prestados cuatro dólares —dice—. Como dije, puedes decirme
que no, pero es solo que, ya sabes, ha sido una larga noche, y…
—Oh, no te preocupes —dice, sacando un montón de dinero arrugado de
su bolsillo. Propinas. Revisa el dinero, entregándole cuatro. No la cuestiona, solo
da lo que le pide.
Toma el dinero, sonriéndole al tipo. —Oh, Dios mío, eres mi héroe.
¡Gracias, gracias, gracias!
El calor sube por su cuello, ruborizándose mientras se ríe un poco. —Son
solo un par de dólares, no es gran cosa.
Se aleja para atender a otro cliente. En el segundo en que gira hacia la
otra dirección, la sonrisa de Scarlet se oscurece. Me empuja el dinero. —
Ahora ese tipo es un caballero.
Lo agarro. —Es un felpudo. Un coño. Un parásito.
—Dice el imbécil que acaba de desangrarme.
—No lo hice —digo, mirándola a los ojos, mi voz baja—. Aunque podría
haberlo hecho. Podría haberte cortado la garganta y haber tomado tu vida en su
lugar… podrías haber vuelto la habitación roja un poco más roja mientras tu
amigo policía te tomaba por detrás, si lo hubieras preferido de esa manera.
El color se desvanece de las mejillas de Scarlet mientras la chispa se
oscurece en sus ojos. Es fugaz, un destello de vacío, como si no fuera más que
una concha humana. Fría. No tengo que envolver mis manos alrededor de su
garganta para matarla, no… esas palabras le sacan vida.
Sabe que los he visto.
Parece que estaban demasiado absortos para notar mi presencia cuando
aceché aquella noche. ¿Y la expresión en su rostro en este momento? También la
usó. La usó mientras la cogía. Sin algo de disfrute. Sin algo de nada. Era como si
un interruptor se volteara dentro en su interior, cerrando su humanidad,
convirtiéndola en una marioneta con cuerdas. La penetró, sí, pero no la folló.
Toda su vibra se desvaneció en el momento en que el hombre puso sus sucias
manos sobre ella.
La mirada es de corta duración, sin embargo, la vida corriendo de nuevo.
Sus fosas nasales se abren, las manos apretadas en puños, como si quisiera
golpearme, como si quisiera darme directamente en el ojo por tener el valor de
presenciar algo que quería pasar sin ser visto. Se acerca más, presionándose
descaradamente contra mí, su voz apenas un susurro cuando dice—:
Probablemente deberías haberme matado.
—¿Y por qué, Scarlet?
Vacila, como si no supiera cómo responder a mi pregunta, y se gira para
irse mientras dice—: No lo entenderías.
La agarro del brazo, manteniéndola allí.
No he terminado.
Sus ojos lanzan puñales en mi dirección, sus manos aún en puños a
medida que intenta zafarse, pero mi agarre es firme. El calor irradia fuera de
ella, como la ira, literalmente, quemando su núcleo, una explosión inminente.
Podría ser divertido verla venirse.
—Suéltame —dice, su mirada en mi mano—. Ahora.
—Siéntate —le digo haciendo un gesto con la cabeza hacia el taburete
vacío, soltando su brazo.
Se aleja. —¿Por qué diablos iba a hacer eso?
—Porque yo lo digo.
Se burla, dramáticamente rodando los ojos. Me parece un error. Infantil.
La mujer tiene una chispa en ella, un fuego que corre salvaje, pero esa clase de
inmadurez parece por debajo de alguien con las bolas de acero de su calibre.
Claro, no la conozco, así que tal vez es una mocosa. He conocido mi parte justa
de ésas desde que llegué a Nueva York. Diablos, he follado mi parte justa de
ellas. Pero mi intuición me dice algo diferente.
Además, he visto su acto inocente. Toca a la gente como si fueran un
piano y ella Chopin, sonando sus llaves, y los tontos ignorantes incluso no oyen
su música. Pero yo la escucho. Es muy fuerte para mis oídos, el tipo de música
que resuena con las partes más profundas y oscuras del alma… o cualquier
parte de lo que podría haber dejado. Su pequeña Marcha Fúnebre. Dun, dun, da
dun…
—Siéntate —repito, esta vez empujando el taburete hacia la barra,
malditamente cerca de golpearla con él—. Parece que podrías tomar una copa.
—¿Parezco alguien que puede permitirse una bebida?
Mis ojos la escudriñan cuando pregunta eso, sabiendo que no tiene ni un
centavo a su nombre en este momento. Es curioso, sin embargo, por qué hace lo
que hace si no está rodando en dinero…
—Siéntate —digo por tercera vez—, antes de que te obligue a hacerlo.
—Realmente me gustaría verte intentarlo —dice, pero a pesar de esas
palabras, se desliza sobre el taburete a mi lado, sin pelear tanto como esperaba.
Mientras tiendo a apreciar la rendición de la gente, es una lástima, porque
probablemente habría disfrutado obligándola.
Me inclino hacia ella, mi boca cerca de su oreja. —Buena chica.
—No estoy sentada aquí porque me lo hayas dicho —dice enfadada—.
Acabo de tener una noche realmente de mierda, sí, una vida realmente de
mierda, así que podría necesitar una bebida. Pero no creas que esto significa
que me quedo aquí por ti, o para ti, o que estoy interesada en tener un trío
contigo y con Rubita, porque eso no está sucediendo.
—¿No eres fanática de los tríos?
—No soy fanática de ti.
—Ah, eso es una locura —digo, arrebatando el vaso desocupado que el
camarero me dio antes esta noche. Vacío un poco de ron en él antes de
empujarlo en dirección a Scarlet—. Todos me aprecian.
Ella lo toma. —A nadie le gustas.
Sonrío a medida que me doy la vuelta hacia Rubiecita. Incluso ella no
parece estar enamorada de mí en este momento, su rostro tiene una expresión
molesta al mirar a Scarlet. —Te gusto, ¿no, hermosa?
Sus ojos azules vuelven en mi dirección, ya no nublados por la niebla del
alcohol. No, esa ventana de oportunidad ha pasado. Su expresión es reservada,
como si me viera por primera vez, la auto preservación asoma su fea cabeza.
Ves, mientras que a las mujeres les atraen los chicos malos, en realidad no
les gustan. Quieren un chico malo con esa reputación, no uno que lo es
realmente. No quieren verlo. No quieren que nos recuerden que no somos
buenas personas, que no es un papel que estamos jugando.
Sucede una y otra vez.
Se te escapa una canallada delante de una pequeña rubia y de repente
pasas de ser James Dean a Charlie Manson.
A las mujeres no les gusta Charlie Manson.
Bueno, las que tiene sentido no…
Rubiecita empuja su taburete hacia atrás y murmura—: Necesito usar el
baño. —Antes de caminar, agarra su abrigo y lleva consigo su bolso. No
regresará. Eso es obvio.
—Ajá. —De nuevo me doy la vuelta—. Supongo que no le gusto a nadie.
—Te lo dije —dice Scarlet.
—Ah, bueno, eso fue lo mejor —digo cuando Scarlet lleva el chupito a
sus labios—. Probablemente habría metido su cabeza en el lavabo cuando la
follara en el baño. Podría haberla ahogado accidentalmente.
Esas palabras salen de mis labios cuando Scarlet trata de tragar el licor,
tomándola desprevenida, al parecer, porque se ahoga. Escupe ron mientras
tose, con los ojos llenos de agua. Su rostro estaría rojo brillante si no fuera por
todo el maquillaje. Agarra su pecho, intentando respirar profundamente,
mientras el barman se apresura. —¿Morgan? ¿Estás bien?
—Estoy bien —respira con dificultad, no sonando bien en absoluto, lo
que hace que el tipo entre en pánico. Está a tres segundos de saltar por encima
de la barra, para intentar reanimación cardiopulmonar, y no soy el único que lo
ve. Scarlet levanta las manos delante de ella, sacudiendo la cabeza—.
Realmente, en serio, estoy bien. Solo se fue por el agujero equivocado.
Tomando un trapo, limpia la barra delante de ella, todavía haciendo un
escándalo. —¿Estás segura? ¿Puedo hacer algo?
—La mujer dijo que está bien —intervengo, golpeándole en la espalda
varias veces—. Vete ahora, barman.
No discute, frunciendo el ceño cuando se va, ofreciendo solo una breve
mirada hacia ella. Scarlet toma aliento y se frota las manos sobre su rostro
mientras murmura—: Estoy empezando a entender lo que todos dicen de ti.
—¿Y qué dicen? No me dejes en suspenso aquí.
—Que en serio hay algo que está mal contigo.
—Oh, bueno, podría haberte dicho eso. Hay muchas cosas malas
conmigo.
—¿Es eso cierto?
—Absolutamente —digo—. Por un lado, no parece que vaya a conseguir
que mi polla se moje esta noche, gracias a ti, lo que diría es sin duda un
problema, ¿no crees?
—Trágico —dice, mirándome, su maquillaje manchado aún más ahora.
Casi parece moretones bajo sus ojos inyectados en sangre. Trágico. Su voz teñida
de amargura, sarcasmo, claramente un mecanismo de defensa, porque esos ojos
que me miran en silencio gritan tragedia, del tipo que no es hecha a la ligera. El
tipo de tragedia que rompe cuerpos y roba almas. Del que convierte a las
personas decentes en idiotas sociópatas.
El tipo que convierte a las bellas mujeres en fantasmas.
Alguien me dijo una vez que el mal puede sentirse dentro de los demás,
nuestros corazones latiendo en un ritmo diferente al de la mayoría, tocando una
canción mórbida que solo otro mal conoce. Y aunque no estoy diciendo que ella
es malvada, y tampoco estoy seguro de que me llamaría así, sé que tengo
demonios, y esos demonios están husmeando a su alrededor ahora,
reconociendo algo dentro de ella, algo no muy bueno.
—¿Quién te rompió? —pregunto, genuinamente curioso.
¿Quién profanó algo destinado a ser tan puro?
Me mira, sin reaccionar a esa pregunta, sin negarla ni pretender estar en
una sola pieza, mientras se sienta a mi lado, pensando en ello. Eventualmente,
se da la vuelta, agarrando mi botella de ron y sirviéndose a sí misma un chupito
doble, que traga sin dudarlo. Se estremece, cerrando los ojos e inclinando la
cabeza hacia atrás, su expresión casi erótica.
A ella le gusta, me doy cuenta.
Disfruta de la quemadura.
No puedo decir que estoy sorprendido.
Quemas a una pequeña bruja en la hoguera y se reirá en tu cara.
Eso no debería excitarme, lo sé, pero joder si no lo hace.
Ella sonreiría, sin duda. Ahora lo sé. Si envolviera mis manos alrededor
de su garganta, si la estrangulaba hasta matarla, me miraría a los ojos y
sonreiría. Casi me hace querer hacerlo. Casi me da ganas de matarla, solo para
tener la oportunidad de verla morir. La mayoría de la gente se arrodilla,
lloriquea, suplica, se orina en los pantalones y solloza, como si no tuvieran
control sobre sus cuerpos, jodidos grifos con goteos de desgracia. Es repulsivo.
Pero ella tiene agallas, unas que me daría mucho placer doblegar.
—¿Quién dice que estoy rota? —pregunta, abriendo de nuevo los ojos, su
expresión tranquila, como si el fuego ahogara cualquier emoción con la que
pudiera estar batallando.
—Yo lo digo —digo—. Puedo verlo solo mirándote.
—¿Y qué, crees que puedes arreglarme? —pregunta, volviéndose en su
taburete para mirarme, acercando su cuerpo, tan cerca que puedo oler el licor
en su cálido aliento al susurrar—: ¿Crees que puedes completarme de nuevo?
¿Salvarme del mundo? ¿Salvarme de mí misma? ¿Llenarme, tal vez follando
el sentimiento de nuevo en mí, como el hombre grande, fuerte, que eres?
¿Hacerme una mujer de verdad, en vez de una niñita rota?
Hay una dulzura repugnante en su voz que envía un escalofrío por mi
espalda. Si alguna vez escuché un apenas oculto “jódete”, ese fue sin duda uno
para los records. Me acerco a ella, incómodamente, levantando ligeramente la
cabeza al inclinarme, observando cómo su cuerpo se tensa. Piensa que voy a
besarla, mi boca a unos centímetros de la suya, antes de que me detenga, mi voz
ronca cuando digo—: Al contrario, Scarlet, no creo que necesites ser
arreglada en absoluto.
—¿No?
—No —digo—. Creo que eres perfecta como eres.
Me mira de nuevo, sin moverse.
Esta mujer, mira mucho fijamente.
No me gusta.
Su mirada fija en mi piel, como si estuviera tratando de despegar capas y
encontrar lo que pudiera existir debajo de lo que ve cuando me mira. Estoy
acostumbrado a las miradas horrorizadas. Tolero la jodida compasión.
Hombres, bajan los ojos, nunca miran mi cara por demasiado tiempo, ¿pero
ella? Esta pequeña ladrona, apenas de metro sesenta de carne y hueso
maltratados, me mira directamente a los ojos como si no tuviera miedo en el
mundo.
Pero es un acto, lo sé, porque todo el mundo tiene miedo de algo. Todo el
mundo. Incluso el hombre más valiente del mundo temería la cobardía.
Demonios, incluso yo tengo temores, pero no te voy a decir cuáles son, así que
ni siquiera me preguntes.
—No tienes que decírmelo —digo—, pero apuesto a que puedo
adivinarlo.
Arquea una ceja. Se parece mucho a un desafío.
—Supongo que fue un hombre —digo—, un hombre que juró que te
salvaría del mundo, pero que acabó destruyendo tu mundo.
Su mejilla se contrae.
Esa es toda la confirmación que necesito.
Sin responder, empuja su taburete hacia atrás, lejos de la barra, y se
levanta. Se detiene allí, entre nosotros, mirándome en la cara otra vez. —Sesenta
y seis centavos.
—¿Qué?
—Me debes sesenta y seis centavos —dice, de hecho.
Me doy la vuelta en mi taburete, observándola mientras se aleja,
dejándome con esas palabras. Sesenta y seis centavos. Las comisuras de mis labios
se contraen, la diversión finalmente ganó la batalla, borrando toda molestia por
el momento. Se dirige a la puerta justo cuando se abre, una ráfaga de aire frío se
apresura dentro del bar, ingresando con un grupo de chicos ruidosos. Blancos,
cada uno de ellos, la variedad de chico de fraternidad de cabello rubio, de ojos
azules, de tres hojas al viento. Scarlet golpea a uno de los chicos con tanta
fuerza que casi lo hace caer sobre su trasero.
BAM.
Se tambalea en tanto ella lo agarra, como si estuviera tratando de
mantenerlo en posición vertical. Su mano se desliza en su bolsillo, sacando una
billetera, cuando dice—: ¡Oh, Dios mío, lo siento mucho!
Obtiene su atención y de forma borracha le sonríe como si fuera la cosa
más bonita del mundo, lanzando un brazo alrededor de su hombro. —¡No, está
bien, nena! ¿No me digas que te vas? ¡Ven, déjame invitarte a una copa!
—Ojalá pudiera —dice—, tal vez la próxima vez.
Se desliza de debajo su brazo, girando a su alrededor, empujándolo hacia
sus amigos, todo el grupo riendo a medida que se tambalean hacia el otro lado
del bar. Scarlet mira dentro de la billetera, frunce el ceño, antes de lanzarla
sobre una mesa cercana cuando sale.
Sin efectivo.
Sacudiendo la cabeza, vuelvo a la barra. El camarero está parado delante
de mí, mirando fijamente más allá de mí, sus ojos fijos en la billetera
abandonada por la puerta. Parpadea unas cuantas veces mientras parece juntar
las piezas, volviéndose hacia el grupo de chicos, con los labios entreabiertos,
apenas un sonido escapando antes de que agarre su brazo. Lo arrastro a través
de la barra, tirando tan fuerte que su cabeza casi se golpea en la mía.
—Métete en tus propios asuntos —digo—, si sabes lo que es bueno para
ti.
Lo empujo, y se tropieza, dejando escapar un suspiro tembloroso. No
pronuncia ni una sola palabra sobre la billetera, atendiendo mi advertencia.
Lástima, en serio.
Dado que parece que nada está jodidamente pasando esta noche,
probablemente habría disfrutado partirle la cabeza.
Traducido por Gesi & Vane Farrow
Corregido por Jadasa

Morgan

Dicen que Disneylandia es el lugar más feliz en la tierra.


No puedo dar fe de eso, ya que nunca he estado ahí, pero estoy bastante
segura de que si conozco donde está el lugar más miserable: el recinto numero
sesenta en Brooklyn.
—Detective Gabriel Jones, por favor.
La mujer sentada en el escritorio del frente, la oficial Josephine Rimmel,
se recuesta en su silla, el receptor del antiguo teléfono centralita metido en su
cuello regordete. Me saluda con repugnancia, como si fuera un zorrillo
apestando su vestíbulo, rociando mi aroma por todo el lugar, sus enturbiados
ojos marrones diseccionándome en tanto me mira con el ceño fruncido, como si
estuviera considerando llamar al control de plagas para pedirles que
exterminaran los bichos alrededor de su recinto.
—Aguarda un momento, por favor. —Sus largas uñas pintadas de
rosado golpean un botón en el tablero, terminando la llamada antes de decirme
bruscamente una sola palabra—: Nombre.
Ella debería saberlo.
Se lo he dicho treinta y nueve veces. No una. No dos. Ni siquiera una
docena de veces. Treinta y nueve. Con la frecuencia con la que nos hemos visto,
comenzando en mi primera visita a este agujero del infierno de ladrillos y
concreto nueve meses atrás, creerías que seriamos mejores amigas para este
momento. Ciertamente recuerdo su nombre. Recuerdo cada insoportable detalle
que he sido forzada a aprender de ella a lo largo de este tiempo: como no puede
pasar una semana sin una nueva manicura, escogiendo un nuevo rosado cada
vez, lo cual significa que he visto treinta y nueve tonos diferentes de maldito
rosado cubriendo sus uñas; pero aun así ella no puede preocuparse con algo tan
simple como mi nombre.
—Morgan—digo—. Morgan Myers.
La oficial Rimmel agarra el teléfono de nuevo, discando la extensión del
tercer piso donde está la oficina de Gabe. Tamborileo mis uñas pintadas de rojo
sobre el mostrador mientras espero, mi estómago se retuerce en nudos tensos,
lo único que mantiene mis náuseas a raya. Suena un par de veces antes que
pueda oír su voz débilmente a través de la línea.
—Uh, si, esa mujer está aquí… si, si… está bien, claro. —Cuelga,
mirándome. No se me escapa que ni siquiera ha tenido que usar mi nombre—.
Bajará cuando tenga oportunidad de hacerlo.
Suspirando, camino y me dejo caer en la primera silla de plástico azul
barata que encuentro en el estrecho vestíbulo, curvando mi cuerpo hasta poder
ver la entrada, asegurándome que no entre nadie que reconozca. No debería
estar aquí. Este sin duda es el lugar más peligroso para que exhiba mi cara. Ni
siquiera debería estar en Brooklyn.
Mi mirada examina a las otras personas que esperan en el vestíbulo,
recorriendo rostros que nunca antes he visto, ojos despreocupados que ni
siquiera se preocupan por mi presencia, siempre en suspenso esperando ese
singular momento donde el reconocimiento chispee. Es inevitable que algún día
suceda. Millones de personas deben vivir en la Ciudad de Nueva York, pero
son pequeños los círculos en los que nos movemos la mayoría de nosotros. Creo
que es inevitable que algún día entre aquí, alguien me eche una mirada y sepa
exactamente quién soy. Van a conocer mi historia.
A diferencia de la oficial Rimmel, van a recordar mi nombre, ¿y entonces
qué?
El ascensor más allá del escritorio de la recepción suena, abriéndose,
antes de que tenga que pensar en esas potenciales consecuencias. Muerte, si
tengo suerte. Gabe da medio paso hacia afuera, sujetando la puerta del elevador,
manteniéndola abierta y bloqueándola con su cuerpo a medida que sus duros
ojos me buscan. Hace un intenso asentimiento para que me una a él, y me
pongo de pie, agradecida de que hoy no sea el día en que voy a ser descubierta.
Me deslizo más allá de él, entrando al ascensor, mis zapatillas silenciosas contra
el piso. Gabe se une, presionando el botón 3 antes de repetidamente golpear el
de “puerta cerrada”, como si eso lo hiciera funcionar más rápidamente. Tan
pronto como la puerta finalmente se cierra, con el elevador moviéndose, se
reclina contra la pared.
No dice nada, pero sus ojos dicen mucho mientras me examinan. Arriba.
Abajo. Arriba. Abajo. Son solo unos pocos segundos en tanto el viejo elevador
nos lleva dos pisos arriba, pero es una eternidad debajo de su escrutinio,
mientras me folla visualmente en el confinado espacio. Incluso usando capas y
capas de ropa, vestida con pantalones de yoga y una camiseta térmica mangas
largas cubierta por una sudadera con capucha, un sombrero de punto negro
tirado hacia abajo sobre mis orejas, tiene su forma de hacerme sentir expuesta.
Me recuerda a alguien más… alguien que alguna vez conocí, hace mucho
tiempo.
Me recuerda al hombre que me robo la inocencia.
Me mira como si fuera algo y no alguien.
El ascensor suena, abriéndose nuevamente, y Gabe sale sin reconocerme,
sabiendo que lo seguiré. Mantengo la cabeza gacha al seguirlo hasta su oficina
en la esquina trasera, paredes de vidrio rodeándola, dejando el espacio
expuesto. Transparencia, se jactan, pero no hace una diferencia, no cuando les
dan cortinas para bloquear el mundo si quieren. Y en el momento en que
estamos adentro, Gabe cierra la persiana vertical. Por supuesto.
—¿Hablaste con ellos? —pregunto.
—¿Quiénes?
—Con quien sea que necesites hablar. Prometiste que les hablarías de mí
de nuevo.
—Oh, si…lo hice.
—¿Lo hiciste?
—Sip. —Ofrece una pequeña sonrisa mientras me estira para que mi
espalda esté hacia él. Sus brazos me rodean y sus manos agarran mis senos por
encima de mi ropa, amasándolos toscamente a través de las gruesas telas—.
Justo hablé con mi sargento sobre ti esta mañana.
—¿De verdad? ¿Lo hiciste?
—Por supuesto —dice, inclinándose, forzando mi cabeza a un lado a
medida que sus labios encuentran mi cuello, besando y lamiendo, nada gentil
en ello. Succiona mi piel, haciendo que sienta un poco de dolor—. Te dije que lo
haría, ¿verdad?
—Sí.
Las náuseas siguen fermentando en mi interior, pero todo lo que puedo
hacer es tragarla y esperar que se quede abajo. Las manos de Gabe están sobre
mí, tanteando y tirando de la tela, tirando mis pantalones hacia abajo mientras
me empuja contra el grueso escritorio de madera cerezo que ocupa la mayor
parte de la oficina, justo encima de pilas de carpetas de casos.
Inhalando profundamente, me giro hacia la puerta. Hoy no está
perdiendo el tiempo. En tanto Gabe se desabrocha los pantalones, me estiro
hacia abajo y me toco, intentando excitarme. Dolor, para mí, usualmente
significa placer, pero hay una línea fina allí, una en la que Gabe cae sobre el
lado equivocado.
La gente pasa, ignorando lo que está sucediendo en tanto Gabe me
penetra, golpeando contra el escritorio, sin preocuparse por no hacer ruido.
Todos saben lo que sucede, pero nadie mira. A nadie le importa. Ninguno de
ellos presta un poquito de atención en tanto gruñe fuertemente, excitándose.
Solo me tumbo allí y lo tomo, sin ya molestarme en tocarme. Es una
pérdida de tiempo. Un desgaste de energía. No voy a disfrutarlo. Mi cuerpo
flota, mi mente vaga a medida que la gente pasa, ocupándose de sus asuntos.
Solo por una vez, me gustaría que alguien echara un vistazo, incluso solo una
rápida mirada, un momento de curiosidad que obligue a sus ojos a
reconocerme.
¿Sabes lo que es ser invisible? ¿Sabes lo que es tener al mundo dándote la
espalda, cerrando los ojos ante tu existencia, como si nunca siquiera hubieras
importado? ¿Sabes lo que es gritar hasta que sientes tu garganta en carne viva
solo para darte cuenta que nadie te prestaba atención hace mucho tiempo y
nadie escucho ni una sola palabra?
Porque yo lo hago. Lo sé.
Solo toma unos pocos minutos para que Gabe termine, cayendo,
jadeando. —¿Trabajas esta noche?
—Tengo la noche libre —digo.
—Eso es una lástima —dice—. Iba a pasar. Te hubiera gustado eso,
¿verdad?
—Sabes que si —miento, porque no gracias.
Se aleja de mí, descartando su condón usado en la papelera de reciclaje.
Lo miro fijamente a medida que me subo los pantalones.
¿El látex es reciclable?
No lo creo.
Despejando mi mente, observo a Gabe en tanto se abrocha los
pantalones. —Entonces, ¿cuál es el plan?
Se deja caer en la silla de oficina detrás del escritorio y comienza a pasar
a través de los archivos sobre los cuales acaba de follarme. —¿El plan?
—Sí, el plan —digo—. ¿Qué dijeron? ¿Qué van a hacer sobre la situación?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada.
Parpadeo unas cuantas veces, la palabra como un peso presionando
contra mi pecho, cortando el aire de mis pulmones. Nada. —¿Qué quieres decir
con nada? Me dijiste que…
—Te dije que hablaría con ellos —dice—. Y lo hice.
—Pero eso no está bien. No es justo. ¡No es suficiente!
Me fulmina con la mirada. —Estoy haciendo todo lo que puedo.
—¡Pero no has hecho nada! Continuaste prometiéndome qué harías algo,
que trabajabas en eso, que si confiaba en ti, todo se resolvería, ¡pero nada
sucede!
—Estas cosas llevan tiempo.
—Han sido nueve meses, Gabe. Nueve malditos meses.
—¿Qué esperas que haga, Morgan? ¿Eh?
—Algo —digo—. Cualquier cosa.
—Te lo dije, estoy haciendo todo lo que puedo. Y si quieres que siga
haciéndolo, es mejor que tengas cuidado con cómo me hablas, porque puedo
dejar de hacerlo. Puedo pasarlo a otro detective, incluso pasarlo al escuadrón de
la oficina central, donde realmente no harán nada, si eso es lo que quieres.
—Lo que quiero que hagas es que me ayudes, ¡como lo prometiste!
—¿Quieres ayuda, Morgan?
—¡Sí!
—Entonces porque no te doy un consejo —dice—. Te cavaste un agujero,
cariño, un agujero tan grande que bien podría ser una tumba. Y ellos van a
enterrarte en él en la primera oportunidad que tengan, a menos que salgas.
¿Pero todo esto que estás haciendo? ¿Todo este alboroto que sigues haciendo?
Solo estas empeorándolo. El agujero solo sigue haciéndose más y más grande.
—¿Qué más se supone que haga?
Se encoje de hombros. —Olvidarlo.
Esa palabra es una bofeteada en la cara. Me encojo.
»Aún eres joven —continua—. Comienza de nuevo, sigue adelante,
construye una nueva vida. La gente lo hace todo el tiempo.
Esas probablemente son las palabras más crueles que me han dicho, y eso
es decir algo, considerando el mundo en el que vivo. La vida dejo de jugar lindo
conmigo cuando solo era una niña, y crecí rápidamente después de eso…más
rápido que lo que un niño alguna vez debería hacerlo. Pero nunca deje que eso
me detuviera, jamás me rendí, luchando para hacerme un vida, una vida por mi
cuenta, construyendo castillos de arena de nada que pudiera llamar hogar. Sin
embargo, todo me fue robado en medio de una tormenta, ¿y él me dice que solo
comience de nuevo? ¿Qué me rinda? ¿Qué siga adelante?
No quiero reaccionar. No quiero que sepa que me está afectando. No voy
a llorar, eso es seguro, porque Gabriel Jones no vale ni una sola maldita lágrima.
Pero el bulto en mi garganta sigue creciendo y creciendo, siento que me arden
los ojos, y sé que necesito irme antes que se dé cuenta de que me está afectando.
Me alejo, agarrando la puerta de la oficina y abriéndola, luego la cierro
de un portazo mientras salgo hecha una furia. La gente deja de hacer lo que está
haciendo, miran en mi dirección como si el piso se detuviera ante la conmoción.
Me dirijo al ascensor, golpeando el botón a medida que les devuelvo la mirada
a sus caras juiciosas.
—Oh, ¿ahora todos quieren mirar? —grito en tanto el elevador suena,
abriéndose—. ¿Quieren que me incline así el resto de ustedes puede tomar
turnos, dejar que todos los valientes chicos de uniforme me follen un poco más?
Entro en el ascensor y golpeo el botón del primer piso, pero antes de que
la puerta pueda cerrarse, alejándome de este infierno, Gabe entra. En el
momento en que comenzamos a movernos, golpea con su palma el botón
haciendo que se detenga bruscamente el elevador. El fuerte zumbido
desaparece. Sé que pueden oírlo en todos los pisos. Solo puedo imaginar lo que
todos están pensando.
Probablemente que está follándome un poco más.
Me estiro más allá de él, tratando de presionar el botón para que
comencemos a movernos, pero bloquea mi mano, empujándome contra el lado
del ascensor.
—Aprieta el botón —digo bruscamente—. Ahora.
—Necesitas calmarte —dice—. Estas haciendo una escena.
—Dice el tipo que me mantiene cautiva en un ascensor.
—Mira, sé que estas enojada, pero estás actuando irracionalmente.
—¿Irracionalmente? —Me empujo contra él, tratando de forzarlo a que se
aleje de mí—. ¡Vete a la mierda!
Entrecierra los ojos cuando lo pateo, ya que empujarlo no está
funcionando. Está bien, tal vez eso fue irracional, agredir a un oficial de policía,
pero lo que sea. Se lo merece.
—Estamos construyendo un caso —dice—. Lo sabes. Hemos estado
construyendo un caso por décadas, Morgan. Sí, estás esperando, pero no es nada
comparado con el tiempo que esta división le ha dedicado a ese caso. De
manera que te comprendo, lo hago, ¡pero no podemos poner todo en peligro
por lo que equivale a una maldita disputa civil!
Parpadeo unas cuantas veces. Ni siquiera sé qué decir. La llama disputa
civil, como si no fuera más que una pequeña pelea. Permanezco callada,
rehusándome a dejarlo ver lo mucho que eso me dolió, y destraba el botón por
lo que el ascensor puede moverse de nuevo.
La oficial Rimmel levanta la mirada cuando entro en el vestíbulo, su
mirada parpadea hacia donde Gabe permanece. Una mirada cruza su rostro,
sus ojos estrechándose a medida que otra vez me buscan, viéndome pasar.
Celosamente, o quizás solo disgustada… no lo sé. ¿Importa? Ella no sabe lo que
es ser yo. Nunca podría entenderlo, así que puede tomar esa mirada y metérsela
dentro de ese culo sobrador.
Es temprano en la tarde, el aire abrazador a medida que se acerca el
atardecer. Levanto mi capucha antes de meter las manos en los bolsillos.
Manteniendo mi cabeza hacia abajo, me apresuro alrededor del precinto,
dirigiéndome hacia el metro.
Me deslizo entre la pequeña multitud, apretujándome en un lugar en el
fondo. El tren F se acerca después de unos minutos y entro, encontrando un
asiento vacío en el centro.
El sol está poniéndose para el momento en que llego a la ciudad, el tren
me lleva directamente a Lower East Side. Camino las pocas cuadras hasta mi
edificio, mi cabeza aún hacia abajo, a pesar de que ya no estoy en Brooklyn.
Porque, cuando se trata de eso, ya ningún lugar es seguro… como si
alguna vez en algún lugar estuve realmente a salvo. Solía pensar que sí, pero
entonces de nuevo, solía creer un montón de cosas que nunca fueron verdad.
Como que Papa Noel traía regalos de Navidad, que las hadas madrinas
eran reales, que a las personas buenas le ocurrían cosas buenas, y que el amor
era algo que todo el mundo merecía.
Solía creer en grandes casas con cercas blancas, en familias perfectas y
finales felices. Solía pensar que lo que se hallaba destinado a ser
inevitablemente sucedería, pero mientras los días pasan, comienzo a
preguntarme si tal vez solo estoy delirando. Quizás las cosas solo suceden si le
fuerzas la mano a la vida. Le gritas a la vida y vas por todo, arriesgando
perderlo todo por la posibilidad de que tal vez puedas ganar.
Mi estómago se retuerce en nudos y mis pulmones arden, cada
respiración una tarea. El dolor físico no es nada comparado al tormento
emocional. Y al menos una vez a la semana, una vez cada jodida semana
durante los últimos nueve meses, tengo esa sensación en mi pecho, la sensación
que me dice que de alguna manera todavía estoy viva, que mi corazón todavía
existe, en algún lugar, sigue latiendo, a pesar del hecho de que había sido
brutalmente desgarrado, robado. Cada vez que voy a Brooklyn, me recuerda la
vida que perdí, y lo odio... Odio la sensación de impotencia, el recuerdo del
vacío, pero sigo adelante, sigo soportando, sigo viviendo... porque lo único peor
que ir a Brooklyn es no ir.
Me dirijo a mi edificio, caminando hasta mi apartamento, cada uno de
esos ciento ochenta y seis pasos se sienten como una tortura, la oscuridad se
asienta en el momento en que llego a la cima. Las luces débiles en los pasillos
parpadean, solo la mitad de ellas funcionan. Abro la puerta de mi apartamento
y entro, cerrándola detrás de mí, y estoy a punto de golpear el interruptor de
luz cuando el movimiento en mi visión periférica me detiene. Es sutil, solo una
sombra moviéndose, no haciendo un sonido en absoluto, pero sé lo suficiente
para saber que los silenciosos son los más aterradores.
La muerte no siempre viene con un grito y una explosión, no... la muerte,
cuando es prematura, por lo general viene como un susurro en el viento,
acechándote en silencio hasta que puede robar tu último aliento.
La sombra se acerca y mi corazón se detiene un momento antes de latir
frenéticamente, resonando en mis oídos. Reacciono rápido, alcanzando debajo
de mi sudadera con capucha, mi mano deslizándose bajo la banda de mi
sujetador y agarrando el pequeño cuchillo de mariposa escondido allí.
Sacándolo, quito el seguro y lo abro cuando me balanceo hacia la sombra, sin
pensarlo dos veces. Empujo el filo hacia la forma que acecha en la oscuridad,
balanceándome y golpeando, golpeando algo. Una fuerte maldición atraviesa el
apartamento con una voz masculina ronca, no la voz que esperaba, pero hijo de
puta, es demasiado tarde para detenerme, porque ya lo corté.
No hay vuelta atrás ahora.
Me agarra cuando le clavo la hoja de nuevo, agarrando mi mano derecha
y apretando fuerte para desarmarme. Mierda. Mierda. Mierda. Antes de que
pueda hacer algo, antes de que me pueda apuñalar con mi propio cuchillo,
empujo la mano izquierda hacia él, golpeando el talón de mi palma contra su
nariz con cada parte de fuerza que tengo.
BAM.
Es suficiente para lograr que me suelte, atrapándolo con la guardia baja,
sus manos protegen su rostro a medida que maldice nuevamente. Joder. Tengo
diez segundos para escaparme antes de que se recupere.
Diez... nueve... ocho…
Dándome la vuelta, me muevo hacia la puerta para correr, los segundos
pasan.
Siete... seis... cinco...
Agarro el pomo cuando me agarra, su agarre fuerte. Joder, solo fueron
cinco segundos. Se recuperó demasiado rápido, como si ni siquiera le inmuto.
Giro hacia él e intento golpearlo de nuevo, agitando los brazos, cuando me
empuja, arrojándome contra la puerta del apartamento.
Su cuerpo golpea contra el mío, sacando el aire de mis pulmones, el
cuchillo repentinamente presionando contra mí garganta. Parpadeo un par de
veces, de lo contrario no me muevo, no queriendo que tenga una reacción
instintiva y corte mi garganta por accidente.
O intencionalmente, tampoco.
Jesucristo, él podría...
Él puede.
Aunque mi visión es vaga y está bastante oscuro, fácilmente distingo su
cara, mis ojos explorando sus rasgos con precaución, persistiendo sobre la
cicatriz. Resplandece en la noche, como un relámpago, del mismo tono que la
luz de la luna en la noche que fluye a través de las ventanas desnudas.
Scar. Sigo sin saber su verdadero nombre. El hombre es como
Beetlejuice... o infiernos, tal vez sea Voldemort. Es un jodido Bloody Mary. No te
atrevas a decir su nombre o podría aparecer. Entiendo por qué, también. No es el
diablo que quieres conjurar. Pero he lidiado con mucho mal en mi corta vida, y
este hijo de puta es el menor de mis problemas.
O, bueno, lo era. Acaba de llegar a la cima de la lista de personas que
quieren hacerme daño, y ciertamente está en condiciones de hacerlo. Sangre
fluye de su nariz, pero o no se da cuenta o no se preocupa por ello, demasiado
ocupado en mirarme a los ojos, ni un rastro de nada en su expresión.
Inexpresiva.
Parpadeo cuando pasa la hoja escurridiza a lo largo de mi piel, apenas lo
bastante fuerte para que lo sienta, antes de que presione la punta del cuchillo
contra un punto en el lado de mi cuello. Me estremezco. Un dolor agudo ondula
desde el punto a medida que la afilada punta de la hoja rompe la piel, haciendo
que sangre.
Me cortó.
—Ya van dos veces —dice, inclinándose para susurrar esas palabras en
mi oído, sujetando mi cuerpo contra la puerta. Me envuelve el calor que
irradia—. Dos veces que has venido a mí con un cuchillo. No habrá una tercera
vez, Scarlet. Si lo intentas de nuevo, te mataré. Te cortaré en pedacitos mientras
me ruegas que me detenga.
Gira su cabeza, su nariz rozando mi mejilla, untando su sangre en mí...
sangre que obtuve golpeándolo. Cierro los ojos, todavía sin moverme, el
cuchillo contra mí cuello. No tomaría más que un movimiento de su muñeca
para empujar la hoja. Permanece allí, el olor de cobre oxidado de sangre saluda
mi nariz al tiempo que se mezcla con su olor. No sé si es jabón o colonia o algo
más, pero el hombre huele a cítricos, fresco y vibrante. Sangre naranja.
Cálida respiración roza mi piel, y exhalo temblorosamente en el
momento en que siento su lengua. La pasa a lo largo de mi mejilla, saboreando
mi piel, lamiendo su sangre. Los nudos en mi estómago se tensan cuando mis
rodillas se debilitan, una oleada de hormigueos me atraviesa, asaltando mis
sentidos.
Jesucristo, está demente. Hay algo seriamente mal en este tipo. Debería
estar asqueada, y una parte de mí se encuentra aterrorizada, pero esa es la parte
que una vez solía ser una niña inocente.
Ya no lo soy.
Extendiendo mi mano, agarro un puñado de su cabello, entrelazando mis
dedos a través de los mechones y tirando con fuerza, apartando su boca de mi
mejilla. Una mueca retuerce su expresión al tiempo que un destello de rabia se
observa en sus ojos. O acabo de cometer un grave error o una de las mejores
ideas que he tenido en mi vida. La pasión emana de él como el calor de un
fuego, calentando el aire entre nosotros tanto que casi empiezo a sudar a
medida que gruñe.
Dios mío, gruñe.
El sonido late a través de mí, como electricidad a mi alma. No sé en qué
demonios me he metido, pero cuando golpea su cuerpo contra el mío de nuevo,
empujándome de nuevo a la puerta, el instinto se hace cargo. Le sigo la
corriente, agarrándolo y envolviendo mis brazos a su alrededor cuando deja
caer el cuchillo. Resuena en el suelo entre nosotros y considero, por una fracción
de segundo, buscarlo; pero el pensamiento se desvanece cuando lo patea,
deslizando la maldita cosa a través de la sala de estar. Inteligente.
—¿Qué te excita más? —pregunta, sus manos agarrando mis muslos
cuando me levanta—. ¿Pelear o follar?
Envuelvo mis piernas alrededor de su cintura, apoyándome,
aferrándome a él a medida que empuja, la fuerza de sus caderas golpeándome
contra la puerta temblorosa. Las chispas se encienden en mi interior en tanto
algo duro frota ese punto dulce entre mis muslos, golpeando mi clítoris a pesar
de toda la tela, enviando sacudidas a través de mi cuerpo.
Oh mierda.
—¿Qué te hace pensar que estoy excitada? —pregunto, mi voz sin
aliento, ganando una risita de él, el sonido provocándome piel de gallina.
—Llámalo un presentimiento.
Un jadeo se escapa de mi garganta cuando empuja, una y otra vez, como
si estuviera follándome con nuestra ropa, golpeándome con tanto vigor que
apenas puedo pensar. Me muevo contra él, desesperada por la fricción,
golpeando mi cabeza contra la puerta a la vez que levanto el mentón, su boca
encontrando nuevamente mi piel enrojecida.
Sus dientes muerden mi mandíbula, mordiendo, raspando, sus labios
nada amorosos, nada dulce en su lengua, mientras se dirige hacia mi oído y
susurra—: Destruiría ese coño.
—¿Tú crees? —pregunto, esas palabras hacen que algunas partes de mí
que no han cobrado vida en un buen rato se estremezcan, como un fósforo
siendo encendido y finalmente encontrando una llama.
—Sin lugar a dudas —dice, sin parar. La presión se acumula en mi
interior y paso los dedos a través de su cabello grueso—. Te destrozaría para
cualquier hombre que viniera después de mí, los avergonzaría, porque te daría
exactamente lo que deseas.
—¿Cómo podrías saber lo que quiero?
—Porque... —dice, agarrando un puño de mi cabello y girando mi
cabeza, obligándome a apartarme de él—. Mirarte es como mirarme en un
espejo, Scarlet.
Mantiene su agarre sobre mi cabello, sosteniendo mi cabeza allí,
sujetándome a la puerta con su cuerpo a medida que su otra mano se desliza
entre nosotros, por el frente de mis pantalones. Las puntas de los dedos ásperos
frotan mi clítoris, y dejo escapar un grito ante la desgarradora sensación.
Santa mierda, estoy cerca.
Puedo sentirlo en cada centímetro de mi cuerpo, hasta el fondo de mis
huesos… la tensión, el endurecimiento, la desesperada necesidad de
desentrañarme a medida que se construye y construye y construye. Tira mi
cabeza más hacia el lado, el dolor arrastrándose a través de mi cuero cabelludo.
Sus labios están sobre mi garganta, su lengua se desliza a través del pequeño
corte del cuchillo. La sensación de escozor me empuja sobre el borde mientras
me lleva al orgasmo. El placer me recorre. Cierro los ojos con fuerza, mis labios
se separan, el ruido se bloquea en mi garganta al tiempo que mi cuerpo
convulsiona.
Uhhhhh...
—Joder —jadeo—. Uhhh... joder.
Tan pronto como se desvanece, se detiene, soltando mi cabello,
dejándome mirarlo de nuevo a medida que saca su mano de mis pantalones.
Estoy a punto de caer, mis piernas ceden, los pies golpean el piso de nuevo
cuando se aleja. Me quedo presionada contra la puerta, manteniendo mi
distancia, y retrocede unos pasos, dándome espacio. Recoge mi cuchillo del
suelo, observándolo en la oscuridad. Hoja de diez centímetros, color iridiscente
del arco iris, el mango oscuro grabado con arañazos.
Mi corazón late con fuerza, haciendo que mi visión se vuelva nebulosa a
medida que se acerca.
Sus ojos van del cuchillo a mí, en tanto una pequeña sonrisa retuerce sus
labios. Cerrando la hoja, lo sostiene hacia mí. Lo tomo con cuidado, sorprendida
de que me lo devuelva. Parece ser del tipo de confiscar las posesiones de la
gente y llamarlas suyas. No es que tenga espacio para hablar o algo, considerar
robarle es lo que me metió en este lío en primer lugar, pero de todas formas...
No sé qué hacer con él.
No sé qué hacer con nada de eso.
Aparto el cuchillo y lo observo. —¿Por qué estás aquí?
—Sesenta y seis centavos —dice, metiendo la mano en el bolsillo y
sacando algunas monedas, arrojándolas a mí. No trato de atraparlas. No tiene
sentido. Cayeron el suelo y se dispersaron, dando vueltas, veinticinco centavos
descoloridos vienen a quedarse cerca mi pie—. Supuse que te pagaría antes de
que la medianoche llegara y aumentaran los intereses.
Lo miro fijamente. —Bueno, supongo que estamos a mano ahora, ¿eh?
—Parece ser así.
Apartándome de la puerta, me muevo más allá de él a través del
apartamento. Todavía estoy totalmente vestida, pero me siento completamente
expuesta frente a ese hombre ahora mismo. Demasiado expuesta. —Estoy segura
de que puedes encontrar la salida, ya sabes, ya que no tuviste ningún problema
para entrar.
Subo hasta la terraza. Mis manos están temblando y necesito aire fresco.
Necesito salir de allí ya. El lugar es un cubículo sofocante hecho de madera
astillada y ladrillo desmoronándose, un apartamento no muy bueno, mucho
menos una hogar. Incluso la mayoría de las celdas de la prisión tienen cuatro
paredes y un techo, un lugar para apoyar la cabeza mientras están aislados de la
sociedad.
Sin embargo, he vivido en lugares peores. Mucho peores.
Trata de dormir encadenada en una mazmorra de concreto, y luego
hablaremos de vivir en el infierno, porque he estado allí.
Una nube de aliento me rodea, mis dientes castañetean en tanto salgo al
tejado, me dirijo a la repisa y me siento sobre ella. El viento es muy frío,
cortando contra mi piel como cuchillas de afeitar, pero acojo la sensación,
dejándola enfriar mi piel febril.
Es agradable sentir algo, incluso si ese algo es dolor.
Mi mirada se desplaza hacia el río a solo un puñado de cuadras de
distancia. Los masivos proyectos habitacionales bloquean la mayor parte de la
vista desde aquí, pero sentada en la repisa, justo en este lugar, puedo ver una
franja de agua oscura entre los edificios, y más allá, el horizonte de Brooklyn.
Solo pasa un momento antes de oír el ruido que viene de mi
apartamento, el sonido de pasos en la escalera que conduce al techo detrás de
mí. No me vuelvo para mirar, escuchando mientras se acerca. No está tratando
de pasar desapercibido, sin escabullirse, pero su aproximación es reservada,
más casual que determinada.
No sé qué quiere.
No sé por qué sigue aquí.
Pero tampoco quiero preguntar.
¿Qué importa?
El hielo salvaje me acribilla con su olor único a medida que se apoya
contra la repisa a mi lado. Muevo los ojos hacia él cuando inhala, frotando su
nariz quebrada con el dorso de su mano, la hemorragia se detuvo en su mayor
parte. No dice nada al principio en tanto mira hacia la ciudad, pero su silencio
no es una forma de castigo que está forzando sobre mí.
No, es un consuelo raro, por lo que estoy agradecida.
Eventualmente, sin embargo, dice—: Deberías ir por los ojos, ¿sabes?
—¿Los ojos?
Asiente. —Rompes una nariz, se recuperarán una vez que la adrenalina
entra en acción, pero sacas un ojo y están jodidos. No pueden atraparte si no te
encuentran.
Eh. —Tendré que recordar eso.
Traducido por Vane Farrow
Corregido por Pachi Reed15

El camisón rosa siempre había sido el favorito de la niña. Mangas cortas


con volantes, algodón suave, con un gran lazo en la parte delantera. Su madre
le decía que era una princesa hermosa siempre que lo llevaba, y se había sentido
así.
Pero cuando la niña se sentó en la guarida del Hombre de Hojalata, en
una silla de cuero negro demasiado grande para su pequeño cuerpo, se sintió
como Cenicienta antes de ir al baile, la que tenía una madrastra malvada,
excepto que ella tenía un papá.
No le gustaba el nuevo camisón que le regaló. Era blanco y le hacía picar
la piel. Siguió rascándose... y rascándose... y rascándose. Ugh. Miró fijamente las
llamas que parpadeaban en la chimenea mientras devoraban lo que quedaba de
la tela rosa.
—¿Por qué no podía quedármelo? —preguntó en voz baja, mirando al
Hombre de Hojalata sentado en la silla idéntica a su lado, una mesita
separándolos.
Agarró un vaso de la mesa, lleno casi hasta la cima con un líquido claro.
Parecía agua, pero hizo una mueca cuando lo bebió, lo que le dijo a la niña que
podría haber sido algo diferente.
—Apestaba —dijo, su voz perezosa, palabras arrastrándose. Se inclinó,
largas piernas separadas, su rodilla constantemente moviéndose.
—¿No podías limpiarlo? —preguntó.
Tomó otro trago antes de lanzarle una mirada indiferente, sin humor en
sus ojos húmedos e inyectados de sangre. —Apestaba como tu madre.
La niña todavía no entendía. Su madre siempre olía muy bien.
—Pero si lo lavábamos...
—¡Suficiente! —Su voz era aguda cuando golpeó el vaso sobre la mesa,
derramando algo sobre ella, deslizándolo sobre su piel. Sacudió su mano con
rabia, unas gotas salpicando a la niña en tanto agitaba la mano hacia el fuego—.
Se ha ido, gatita. Cenizas. No puedes tenerlo de vuelta. No vale la pena tus
lágrimas y tampoco ella, así que deja de llorar. ¿Me escuchas? ¡Para de llorar!
Ella no lloraba, no en ese momento, pero cuando gritó esas palabras, las
lágrimas fluían por las mejillas de él. Volviendo a levantar el vaso, lanzó el
brazo hacia atrás, arrojándolo a través de la habitación, rompiéndolo en la
chimenea.
La niña intentó escabullirse mientras las llamas rugían. El Hombre de
Hojalata pasó las manos por su rostro, secándose las lágrimas. Gruñendo, se
puso de pie, con las manos curvadas. En una furia, se golpeó en el pecho con el
puño a medida que gruñía—: ¡Para esto, ahora mismo! ¡Detente!
Gimió, su ira la asustó, el sonido llamando su atención. El Hombre de
Hojalata se dio la vuelta, flexionando sus dedos. —Ve a tu cuarto. No puedo
lidiar contigo... no mientras yo todavía esté de luto por ella.
La niña se fue corriendo de la habitación, deseando salir de su vista antes
de que sus propias lágrimas comenzaran a caer. Tan pronto como se encontraba
en el pasillo, lo oyó gritar, tal como había oído aquella noche hace una semana.
Solo que ahora se encontraba solo. Su madre no estaba allí para convertir su ira
en dolor.
Su madre se había ido.
¿Pero a dónde?
Traducido por Anna Karol, Gerald, Julie & Vane Farrow
Corregido por AnnyR’

Lorenzo

Mi padrastro, Edoardo Accardi, ex-ejecutor de la ya extinta familia del


crimen de Génova (te agradecemos por eso, por cierto), tenía cierto talento para
la oratoria. El hombre tenía una manera de hablar, de decir cosas, como si
estuviera siempre de pie en un escenario en una demostración individual de su
propia jodida producción, y la mayor parte del tiempo, solo una persona se
hallaba sentada en su audiencia: suya en verdad. No era voluntario, lo puedo
afirmar. No, el hombre dirigía sus monólogos directamente a mí, agrediéndome
con palabras tan fuertes como los golpes que solía darme con su puño. Esto es
por tu propio bien, Lorenzo, diría. Endurécete. Deja de llorar. No ruegues. Sé un
hombre, maldita sea. ¡Sé un jodido hombre! No importaba el hecho que fuera sólo
un niño en ese momento… uno que no podía entender cómo golpearme era
algo que hacía por mi bien… un muchacho que no oía nada más que acertijos
cuando el hombre hablaba.
Pero lo logró, porque todos estos años más tarde, todavía puedo
escuchar su voz. Sus palabras rebotan en mi mente, burlándose de mí,
convirtiéndome en el monstruo que intentó, y falló, dejar de lado hace tanto
tiempo. Y aunque no puedo afirmar que me gusten sus métodos, le daré el
crédito que se merece, el hombre ciertamente sabía lo que hacía.
La parte más difícil del negocio es ocuparse de los tuyos.
Solía decir eso todo el tiempo. Nunca lo entendí hasta que llegué a
Nueva York.
Y aquí, en la azotea del callejón sin salida, metido en un bloque de la
parte baja del Este de mierda, congelando mis bolas mientras me siento en la
repisa de concreto fría al lado de una ladrona loca con labios rojos y ojos
acuosos, tengo un momento de mierda ocupándome de mis propios asuntos,
porque hay una gran parte de mí que anhela entrometerse en los suyos.
Las mujeres son distracciones y los sentimientos son perjudiciales, pero
en este momento me encuentro esforzándome en acercarme a esta mujer, y no
lo aprecio. Hay vudú en su sangre, y me dan ganas de cortar su garganta de
mierda para que se derrame toda, lluvia de color rojo sobre la ciudad debajo de
nosotros antes de hacerla a un lado.
Vuela, pequeña bruja. No olvides tu jodida escoba.
Pero no lo hago. No hago nada. Porque trato de no ser ese tipo de
persona, el tipo de persona que golpea a otros por su propio bien.
Edoardo Accardi podría estar en mi cabeza, pero nunca ha estado en mi
sangre.
Scarlet mira a lo lejos, como si estuviera perdida en un vacío en alguna
parte del borde del barrio. Puedo ver parte del río a pocas cuadras de distancia.
Diablos, desde aquí, puedo ver el muelle en el que me encontraba en la
oscuridad la noche en que me topé con Scarlet, cuando conocí su nombre y
hablamos sobre los negocios de su jefe.
Alcanzando mi bolsillo, saco mi vieja lata metálica y la abro, sacando un
porro y la maltrecha caja de cerillas, tomando uno y golpeándolo contra la parte
posterior del envase, encendiendo la llama al primer intento. Enciendo el porro,
inhalo profundamente, tomando el humo y sosteniéndolo, antes de apagar la
llama con el movimiento de mi muñeca y lanzar el fósforo sobre el lado del
edificio.
—¿Lo follaste? —pregunto, soltando lentamente el humo de mis
pulmones.
Scarlet frunce el ceño cuando gira la cabeza hacia mí, sus ojos
parpadeando hacia la lata cuando la cierro. —¿A quién?
—A quienquiera que te dejó un chupón en el cuello.
Tarda un momento antes de levantar la mano, las puntas de los dedos
presionando contra el lado de su cuello, sorpresa en su rostro. Es pequeño, más
rojo que púrpura, lo que significa que es fresco. Lo tomé como una huella
digital al principio, como si alguien la hubiera intentado asfixiar, pero cuanto
más miraba, más veía los labios magullados formándose en su piel. Alguien la
marcó hace poco, seguramente en tanto yo estaba aquí, esperando en su
apartamento. Lo más probable es que, quienquiera que sea, también la follo, y
aunque no es mi problema, lo encuentro curioso.
Curioso por el hambre que vi en sus ojos cuando la tenía apretada contra
la puerta, mientras se apoyaba contra mí, prácticamente follando la pistola
metida en mí cintura, desesperada para satisfacer un dolor.
Lo cual significa que la follaron, por supuesto, pero no hicieron una
maldita cosa por ella.
Vuelve a apartar la mirada sin contestar.
—Eso pensé —digo, tomando otro golpe, dejando que el humo me
queme los pulmones mientras las sensaciones calman mis músculos, calmando
la tormenta en mi mente—. ¿Fue tu amigo el policía otra vez?
—¿Importa?
—No, en realidad no. No me deprime la cosa de los segundos desaliñados,
no importa quién sea. No cuando se trata de recoger la inactividad de otro
hombre.
—Puedes marcharte, ya sabes —dice Scarlet, con la voz llana—. De
verdad, te puedes ir.
—¿Quieres que me vaya?
No responde de nuevo, actuando como si yo ni siquiera hubiera hecho
esa pregunta, continua mirando hacia la ciudad. La niebla helada la rodea con
cada respiración superficial, pero no parece molesta por el frío. Es extraño para
mí, considerando que estoy encontrándolo casi intolerable. Mis nalgas son
como cubos de hielo.
—Entonces, ¿de dónde eres? —pregunto.
Un momento pasa antes de que Scarlet se voltee. —¿De verdad? ¿Tenías
tu mano en mis pantalones hace cinco minutos, un cuchillo en mi garganta un
minuto antes de eso, y quieres hacer lo de la charla ahora? ¿Qué sigue… el
clima?
Me encojo de hombros. —El frío no parece molestarte.
Suspira en voz alta mirando hacia atrás. —Nací y crecí en el norte. Estoy
acostumbrada al frío.
—¿Cómo terminaste aquí?
—Vi una película que me hizo querer ver la ciudad, así que hui y nunca
miré atrás.
—Ah, déjame adivinar. ¿Desayuno en Tiffany? Oh, no, espera… ¿Historia
de Westside?
Sacude la cabeza. —Los Muppets toman Manhattan.
De acuerdo, eso me hace reír. —Suena revelador.
—¿Nunca la has visto?
—No puedo decir que lo haya hecho.
—Vienen a la ciudad para llegar a Broadway, y pensé, ya sabes,
¿qué me detenía de hacerlo también?
—¿Puedes cantar?
—Nop.
—¿Bailar?
—No el tipo de baile que buscan.
—Odio decirte esto, Scarlet, pero es probable que eso te haya detenido.
—Sí, bueno, en mi defensa, tenía solo catorce años en ese momento, así
que no tenía ni idea de en qué me metía. Estaba convencida de que todo lo que
necesitaba era un boleto a la ciudad de Nueva York y todo saldría bien, que
alguien me miraría y pensaría, “sí, ella es la indicada”, y mi vida sería perfecta.
—¿Has estado sola desde que tenías catorce años?
—Me escapé cuando tenía catorce, pero estuve por mi cuenta mucho
antes de eso. Realmente no tenía nada aquí, sabes, pero tenía incluso menos allí.
Al menos aquí tuve la libertad de hacer lo que quisiera, ser quien quisiera ser.
Imaginé que cualquier problema que tuviera en la ciudad palidecería en
comparación con lo que pasé antes. —Frunciendo el ceño, su voz es tranquila
cuando añade—: Resulta que estaba equivocada.
—¿En qué problemas te metiste?
—Un tipo me prometió el universo solo para, en cambio, destruir mi
mundo —dice, dirigiendo los ojos de mi dirección—. O lo que sea que digas.
—Ruptura dura.
—Sí, bueno, es lo que es. ¿Y qué me dices de ti?
—¿Que hay de mí?
—¿Cuál es tu historia?
—No tengo una.
—Todos tienen una historia.
Considero eso, aun fumando, agradecido cuando empiezo a calentarme,
protegiéndome del amargo frío. El mundo siempre se siente mejor cuando una
neblina lo cubre, ocultando un poco de la dura realidad. —Era simplemente un
chico normal… familia normal, vida normal. Pero estuve en el lugar
equivocado, en el momento equivocado, y vi algo que no debería haber visto.
La turba mató a mi familia, intentó matarme, pero sobreviví, y bueno… he
estado disparándoles desde entonces. No importa lo que tengo que hacer, a
quién tenga que matar. Me vengaré.
—¿Un vengador? ¿Eso es lo que me estás diciendo? ¿Solo un tipo
tratando de castigar a todos los malos del mundo?
—Casi.
Rodando los ojos, se balancea, parándose, caminando a medida que sus
pies resuenan en el techo. Viene directamente a mí, presionándose contra mí,
mientras dejo salir una bocanada de humo, soplándolo directamente en su
pálido rostro.
Inhala lentamente, mirándome fijamente. —Tonterías.
Arqueo una ceja.
—Esa es Punisher5 —dice—, así que a menos que tu nombre real
sea Frank Castle, esa no es tu historia.
—¿Me estás llamando mentiroso?
—Te estoy llamando tonto.
Una sonrisa se extiende lentamente sobre mis labios mientras retrocede,
claramente harta de escuchar mis mierdas. Tiene razón, por supuesto. Ésa no es
mi historia en absoluto, pero mi historia no es para los débiles de corazón, así
que la guardo para mí. —Eres la primera en darse cuenta.
—No, soy la primera en decírtelo —dice—. Todos tienen mucho miedo
de decírtelo a la cara, pero hace mucho tiempo que dejé de temerle a gente como
tú. Si no quieres decírmelo, bien… no me lo digas. Pero no tengo tiempo para
jugar. Ni siquiera me puedes dar la cortesía de una simple verdad. Diablos, ni
siquiera sé tu nombre. Todo lo que sé es que te llaman Sc…
—No lo digas —la interrumpo, mi voz aguda cuando lanzo el porro al
tejado y lo apago antes de caminar hacia ella, sorprendido cuando no
retrocede. Pequeña alma valiente—. Sé cómo me llaman. No necesito que me lo
recuerdes.
—Sí, bueno, bien por ti, supongo —dice—. Me alegro de que al
menos sepas quién eres.
La veo caminar hacia la entrada de regreso a su apartamento, ansioso por
seguirla, pero mis dedos están hormigueando y hay una buena posibilidad de
estrangularla si me acerco demasiado. Está molesta, y tal vez tiene razones para
estarlo, pero eso no hace que su actitud sea más fácil de tratar.
—Lorenzo —grito.
Sus pasos se tambalean a medida que mira hacia atrás. —¿Qué?
—Mi nombre —digo—. Es Lorenzo.

5
The Punisher es un justiciero y un antihéroe ficticio del universo de Marvel Comics.
Sus ojos exploran mi rostro en la oscuridad, como si esperara alguna
señal de engaño, pero no la encontrará. Una simple verdad. Eso es lo que pidió,
así que eso es lo que le estoy dando.
—Tu turno —digo—. Quiero un nombre.
—Sabes mi nombre.
—No el tuyo. Quiero el del hombre que te rompió.
Su mirada se desplaza a sus pies mientras los mueve torpemente en el
tejado cubierto de alquitrán frío, como si estuviera evitando contestar, antes de
que sus labios se separen con una exhalación larga—: No estoy rota.
—Deja eso a un lado, Scarlet. Solo dime el nombre del hombre.
—Kassian Aristov.
Kassian Aristov.
Lo suelta como si no hubiera querido decírmelo, con una expresión de
dolor cruzando su cara, llena de arrepentimiento de inmediato. Aja.
El nombre no es uno que conozca, pero de nuevo, no hago que sea un
hábito recordar nombres. Es familiar, sin embargo, como si lo hubiera
escuchado antes, en alguna conversación banal, y creo que podría saber por
qué. —Ruso, ¿eh? No sería uno de esos rusos, ¿verdad? ¿La Organizatsiya?
No responde.
He aprendido que sus ausencias de respuestas son tan buenas como las
confirmaciones. La mujer se mezcló con la mafia rusa.
Se aleja, regresando a su apartamento. Debo irme. Cuida de tu propio
jodido asunto, lo sé, pero no puedo evitarlo.
La sigo.
Está en la cocina, buscando en el refrigerador. No hay mucho, una jarra
de leche, unos cuantos contenedores de comida para llevar, un poco de zumo
de naranja y parte de una antigua barra de chocolate. Es un poco patético.
Frunciendo el ceño, Scarlet agarra el chocolate y lo muerde antes de beber jugo
de naranja directamente del cartón. Es un poco de jugo genérico de la jodida
marca de la tienda, sin pulpa, todo acuoso. Huele dulce. Lo sé. Investigué antes
de que ella llegara a casa. —¿Cómo puedes beber eso?
Cierra de golpe el refrigerador y se apoya contra la encimera, mirándome
mientras sostiene el cartón. —¿Esto viene de un tipo que bebe ron directamente
de la botella?
—El ron tiene sus beneficios. No hay ningún beneficio en lo que estás
bebiendo. Ni siquiera tiene pulpa de fruta.
—¿Qué eres, un policía de zumo de naranja?
—Tal vez.
—Bueno, señor Minute Maid6, este jugo solo cuesta un dólar en la bodega
de la esquina. Yo diría que eso es un beneficio.
—¿Por qué no tienes más dinero? —pregunto, mirando alrededor del
apartamento destrozado. Es apenas habitable, solo cubre las necesidades
básicas—. ¿Estás en deuda con un prestamista o algo así? ¿Ese es el problema?
¿El imbécil de Aristotle te ha robado todo?
Me fulmina con la mirada, mordiendo una esquina dura de la barra de
chocolate y masticando lentamente. —¿Por qué sigues aquí?
Me encojo de hombros, sabiendo que estoy exasperándola. —Solo digo…
eres preciosa. Prostituyéndote, deberías ser capaz de pagar por algo más
que esto. Jodidamente vales cada bonito centavo. Dios sabe que ese coño
probablemente valga la pena.
Su resplandor se suaviza ante una simple mirada. Está callada, como si
estuviera ordenando sus pensamientos, antes de decir—: No estoy segura de si
eso es un cumplido o un insulto.
—Lo que sea que quieras, Scarlet —digo—. No pago para jugar, pero mis
chicos lo hacen, y tú eres de un calibre más alto que las mujeres en las que
normalmente se deslizan. Así que vivir así no tiene sentido.
—Sí, bueno, realmente no es asunto tuyo, ¿verdad?
—No.
—Ahí tienes, entonces —dice, agitando su jugo hacia mí antes de tomar
otro trago—. A menos que estés planeando lamerlo o meterte en él, Lorenzo,
quita las narices de mis asuntos.
Una sonrisa toca mis labios. Touché.
Abriendo de nuevo el refrigerador, mete el cartón nuevamente, tirando
lo que queda de la barra de chocolate en el cesto de basura. Camina hacia mí,
sus ojos escaneando mi cara. La agarro antes de que pueda salir de la cocina,
atrayéndola a mí, cogiéndola con la guardia baja. Jadea suavemente, el sonido
traspasándome cuando le estiro la barbilla, levantando su cara.
Sin dudarlo, presiono mis labios contra los suyos, besándola fuerte. Son
solo unos segundos antes de que la empuje de nuevo, rompiendo el beso. Inhala
bruscamente, con los ojos muy abiertos mientras me mira, como si no estuviera
segura de qué diablos pensar sobre lo que acaba de suceder.

6
Minute Maid es una empresa productora de zumos, filial de Coca-Cola.
Me lamo los labios. —Sabe barato.
Parpadea, su cara se contorsiona, como si la hubiera ofendido. —¿Qué?
—El zumo de naranja —digo—. Puedo probarlo en tus labios.
—Oh, yo, uh… oh.
Muevo mi pulgar a lo largo de su boca, sus labios se separan, como si
quisiera que la besara otra vez, aunque ambos sabemos que no voy a hacerlo. —
Lo prefiero más con un toque amargo. Quizás la próxima vez.
—Quizás —susurra.
Alejo mi mano y me doy la vuelta. No dice nada mientras me voy.
Tal vez eso quiere decir que quiere que me vaya, después de todo.
O quizás, simplemente sabe que me verá de nuevo eventualmente.

Hay un lugar en Brooklyn, un club llamado Limerence. En el mapa es


solo otro club de bailarinas, pero en realidad, es una de las casas de prostitución
más grandes alrededor. Un par de cientos de dólares y puedes obtener la mejor
media hora de tu vida con una hermosa morena que puede llevar incluso al
pecador más grande directamente al cielo con solo el chasquido de su lengua.
O eso he oído…
Los chicos de vez en cuando se pasan por ahí cuando no están ocupados,
derrochando en el licor más fuerte y las mujeres más dulces que el dinero puede
comprar. Nunca he ido, ya que pagar por coño no es lo mío, y ciertamente no
estoy allí ahora mismo.
No, este lugar es lo contrario de Limerence.
Un mediocre edificio en una zona de baja tasa cerca del río, bordeando
los barrios pobres, lleno de matones con solo unos cuantos dólares, empujando
billetes de un solitario dólar en las ligas de las chicas como negocio para una
mierda rápida y barata.
Mystic.
No hay nada místico en esta porquería.
Resulta que George Amello es dueño del lugar. ¿Quién lo hubiera
pensado? Eso lo convierte en el jefe de Scarlet, lo cual es gracioso, ya sabes,
considerando que le dijo a Siete que nunca había oído hablar de la mujer.
—¿Puedo ayudarte?
Me vuelvo hacia el sonido de esa voz, hacia el tipo parado justo en la
entrada principal de Mystic. Un metro ochenta y dos de alto, brazos tan gruesos
como sus muslos, una cabeza calva oscura que brilla debajo de las luces
coloridas que oscilan. Frunce el ceño de ese modo que me hace pensar que no
sabe lo que es sonreír, todo el negocio, bragas en un puñetero tono comprimido.
Probablemente piensa que es intimidante, pero una rodilla en sus nueces
arrugadas podría fácilmente derribarlo.
—Estoy aquí para ver a tu jefe —le digo, moviendo mi muñeca,
alejándolo—. Corre y tráelo a mí. Hazlo rápido.
Se para allí, arqueando sus cejas, y vacila un momento, tardando tanto
tiempo que estoy cerca de perder mi temperamento. La música golpea
salvajemente no muy lejos de mi cabeza, una canción de los años ochenta, sobre
azúcar que se vierte en un pastel de cereza o alguna mierda así igualmente
metafórica.
—Creo que deberías irte —dice el hombre—. Amello no entretiene a la
gente que no tiene citas.
—Hará una excepción para mí.
—¿Qué te hace estar tan seguro?
—Porque no le va a gustar lo que sucede si no lo hace.
Debe sonar como una amenaza, porque el tipo reacciona como tal,
descruzando sus brazos abultados mientras da un paso hacia mí, como si
esperara que me resistiera. Arqueando una ceja, lo reto a ponerme un dedo
encima, cuando una voz corta la tensión, gritando sobre la música—: Darrell,
está bien. Lo veré.
Ah, el Mello Yello, el hijo de puta de vientre amarillo. Me vuelvo,
viéndole de pie en la puerta de una oficina debajo de la cabina del DJ. Me mira
cautelosamente, probablemente preguntándose por qué he venido aquí.
Paso junto a él, entrando directamente. Amello aclara su garganta,
diciendo: —Déjennos —a un par de chicos. Salen de la oficina y Amello cierra la
puerta, vacilando allí, como si estuviera nervioso por estar a solas
conmigo. Probablemente debería estarlo.
—Georgie Porgie, Puddin y Pie7 —murmuro, atravesando la oficina,
rodeando su escritorio. Hay una pared llena de monitores que transmiten en
vivo, mostrando todos los rincones del club, mujeres realizando actos no
destinados a ojos inocentes—. Besaste a las chicas y las hiciste llorar.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta, sentándose detrás de su
escritorio, ignorando mis burlas. Inteligente.
—¿Por qué? ¿No soy bienvenido?
—No dije eso. Solo me preguntaba qué te trajo aquí esta noche.
—Buena pregunta —digo, mi mirada escaneando los monitores,
deteniéndome en uno cerca de la parte superior, una vista de un tenue pasillo.
Una mujer lo atraviesa, llevando a un hombre hacia una aislada habitación
trasera. No puedo ver su rostro, pero reconozco al resto de ella.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué quieres, Scar?
Como que quiero matarlo. Ni siquiera voy a mentir. Pero en este
momento solo quiero que cierre la boca para poder observarla en silencio.
Aunque eso no va a suceder. No, está demasiado nervioso. Se agita y resopla y
se mueve en su silla, esperando una explicación para mi presencia.
—Creo que empezamos con el pie equivocado, Georgie —digo,
observando a medida que Scarlet lleva al hombre al final del pasillo. Escaneo
las otras pantallas hasta encontrarla de nuevo.
Es una habitación perfectamente cuadrada, una pequeña plataforma en
el centro, un poste que sobresale y se conecta al techo. Un sofá de cuero oscuro
está en el fondo mientras espejos delinean las paredes que lo rodean. Además
de eso, algunas sillas de cuero están echadas a un lado, y una pequeña barra
corre a lo largo de la izquierda, iluminación roja consumiendo la habitación.
Scarlet brilla… bueno… de color escarlata. No hay otra manera de
describir cómo el color tiñe su piel. Es impresionante, bañada en rojo, justo
como sabía que lo sería.
Una sonrisa levanta mis labios en tanto me vuelvo hacia Amello. Es
afortunado, tan malditamente afortunado, y el hijo de puta ni siquiera lo sabe.
—No me gusta que me pongan apodos —digo—. Ni que mi reputación
sea cuestionada. No te robé. Tu dinero significa una mierda para mí. Así que
puedes tomar tu diez por ciento y metértelo por el culo, porque no tengo
ningún uso para tus insignificantes monedas. Pero me gusta pensar que soy un
hombre razonable, así que he decidido dejarlo ir esta vez, porque me imagino,

7
Es parte de una popular rima infantil inglesa.
ya sabes, que quizás simplemente no lo sabes hacer mejor, pero aprenderás, si
sabes lo que es bueno para ti, y no sucederá de nuevo. ¿Me entiendes?
Me mira fijamente. No está contento, queda malditamente claro, pero me
entiende. No es un completo idiota.
—¿Qué pensarías tú —pregunta—, si fueras yo?
—Creería que tengo algo que alguien querría —digo, mi mirada
moviéndose rápidamente de nuevo hacia el monitor de vigilancia. Cuán cierto
es… pero no es su dinero lo que busco.
Me encuentro deseando la hermosa y flexible morena que está
trabajando en este agujero de mierda.
—Podemos ser amigos, tú y yo… pero esa es una elección que
solo tú puedes hacer —digo—. Si no quieres ser mi amigo, no tienes que serlo.
Pero aprendí hace mucho que solo hay dos tipos de personas en este mundo, así
que, ¿si no eres mi amigo, Georgie? Supongo que tendré que contarte entre mis
enemigos.
Salgo sin decir nada más. Me fulmina con la mirada, sin ninguna réplica.
¿Qué hay que decir, de todos modos? Nada.
El club es ruidoso, la música sigue golpeteando, ahora es algo de techno
bass de mierda sin palabras. Las cegadoras luces de discoteca parpadean, la
chica en el escenario principal se balancea alrededor de un poste, usando
material reflectante, como una gimnasta drogada.
No tengo nada contra las desnudistas. Realmente, no.
Tampoco tengo nada contra las prostitutas. Haces lo que puedes.
Pero sí tengo algo contra las personas que ni siquiera pueden funcionar
sin dispararse algo en una vena, sin meterse algo por su nariz. Pasé la primera
mitad de mi vida bajo el cuidado de alguien que era más cocaína que mujer. La
agitación, el comportamiento errático, las hemorragias nasales. Mi madre hecho
a perder su tabique nasal cuando yo era solo un niño, tuvo cirugía plástica más
de una vez para tratar de ocultar la evidencia. Puedo ver a un adicto a
kilómetros de distancia gracias a ella, ¿y la mujer en el escenario? Drogada, sin
lugar a dudas.
Aparto mis ojos mientras atravieso el club. En lugar de dirigirme a la
salida, donde el bravucón todavía está al acecho, observándome, me desvío
hacia la parte de atrás del lugar. A mitad del pasillo, mis pasos vacilan, y me
detengo en una puerta abierta, el suave resplandor de las luces rojas
derramándose a mí alrededor.
No se supone que esté aquí atrás. Las miradas que las mujeres me dan
mientras pasan por delante, llevando y trayendo a tipos de estas habitaciones,
me lo dice. No hay sexo en la sala de champán. Todos lo hemos escuchado. Dicen
que no sucede, pero sé que, en algunos lugares, en algunas situaciones, el sexo
es negociable.
Muestra el suficiente dinero en efectivo y el coño puede ser tuyo.
Sé que sucede aquí.
¿Pero Scarlet? Ni siquiera está desnuda.
No en este momento, al menos.
Está bailando. Luce tan completamente aburrida. ¿Nadie más se da
cuenta? Aunque sonríe, no hay fuego en sus ojos, su mirada casi malditamente
vacía. Aunque le daré crédito, tiene ritmo. Sus caderas se balancean
perfectamente en sintonía con la música, como si su cuerpo la sintiera,
aunque ella no lo está haciendo.
El pequeño juego de ropa interior de encaje rojo que lleva deja poco a la
imaginación, menos aún, cuando lentamente se desabrocha la parte superior,
provocando al tipo mientras los tirantes caen por sus brazos.
Se lo quita después de un momento, tirándolo a un lado, exponiendo el
par más impresionante de tetas en el que he puesto mis ojos. Son pequeñas,
apenas del tamaño de mi mano, pero mierda si no son perfectas, erguidas y
naturales, con la clase de pezones que ruegan ser probados.
El hombre se estira hacia ella cuando Scarlet se vuelve hacia él, sus
manos moviéndose por su cuenta, como si fuera un instinto alrededor de un par
de tetas así de hermosas, pero toma sus muñecas sin perder el tiempo,
deteniéndolo mientras sacude su cabeza. No tocar.
Él obedece, dejando caer las manos a sus costados, sus hombros
hundiéndose con decepción. No puedo decir que culpo al tipo. Ella lo provoca
por un momento, empujándolas en su rostro mientras baila, montándose a
horcajadas sobre su regazo y empujándolo hasta que está acostado sobre el sofá.
Sus ojos se cierran, sus manos uniéndose detrás de su cabeza, mientras Scarlet
se gira.
Su expresión se desvanece.
Aburrida. Aburrida. Tan jodidamente aburrida.
Sus ojos están fijos en el techo, en las luces que brillan sobre ella,
mientras con pocas ganas mueve su culo contra la entrepierna de él. La observo
por un momento antes de dar un paso dentro de la habitación. Es rápida en
sentir mi movimiento. Su cabeza baja, y una pizca de pánico destella en sus
ojos. Alarmada. Su mirada se encuentra con la mía, el tipo no nota la diferencia,
pero puedo sentirlo. Veo la forma en que su postura cambia, su respiración se
entrecorta, temblorosas exhalaciones escapando de sus pulmones mientras me
observa. Me acerco lentamente, mis pasos indetectables sobre el sonido de la
música.
Sí está verdaderamente molesta por mi presencia, no lo demuestra, sin
perder el ritmo mientras se monta en seco al tipo. No es como en su
apartamento, no como cuando la tuve fija contra la puerta, empujando contra
ella, llevándola hasta el borde.
No, no está obteniendo nada de esto. No hay agitación. No hay
excitación.
Jodido aburrimiento.
Me detengo delante de ella, arqueando una ceja, en tanto continúa con
los movimientos. Una pequeña sonrisa retuerce sus labios rojo sangre. Me hace
algo, esa sonrisa. No sé cómo explicarlo. La gente no entiende la forma en que
una mirada de esta mujer se mete bajo mi piel.
Empujando su barbilla, inclino su cabeza hacia arriba, observando su
garganta flexionarse mientras traga, como si pudiera estar poniéndola
nerviosa. Bien. Sus labios están separados, su cálido aliento saludándome
mientras me acerco a ella, inclinando mi cabeza. Mi pulgar se desliza
lentamente a lo largo de su labio inferior, estropeando su lápiz de labios, a solo
un suspiro de su boca, cuando susurra, tan temblorosamente—: Besar te va a
costar.
Me río y presiono mis labios contra los suyos, una, dos, tres veces, suave,
apenas un contacto, pero muerde mi labio inferior la última vez, enviando una
punzada de dolor a través de él. Me estremezco, lamiendo mis labios mientras
me enderezo, un ligero sabor a cobre en mi lengua. Sacó sangre.
También lo sabe.
Ahí está la chispa.
Enciende sus ojos.
Apretando su barbilla, me inclino de nuevo, besándola una vez más, más
ásperamente esta vez, antes de susurrar—: Ahora sabes mejor.
Ella todavía no ha perdido un ritmo.
La mujer es buena en lo que hace, eso es malditamente seguro.
Liberándola, me retiro unos cuantos pasos, mis ojos la escudriñan, mi
mirada persistiendo en esos senos. Hay más para lo que me gustaría quedarme
y hacer, pero sé muy bien que Amello está observando cada uno de mis
movimientos.
Aunque voy a tenerla.
No hay duda de eso. Ya he tomado mi decisión.
Hombres como Amello reaccionan en un instante cuando les robas. Me
llamó un ladrón, así que eso es lo que voy a ser. Como dije, si no aprecias lo que
tienes, alguien como yo estará más que feliz de tomarlo.
Las mejillas de Scarlet se ruborizan, visibles incluso a través de las
gruesas capas de maquillaje, sus ojos destellando, cada gramo de aburrimiento
desaparecido en un abrir y cerrar de ojos.
Definitivamente no soy el único emocionado por esto.
Me dirijo rápidamente hacia la puerta justo cuando la canción cambia.
Hay apenas un segundo de silencio antes que la música comience de nuevo,
pero algo sucede en ese momento, un cambio en el aire cuando alguien en la
distancia grita. Mis pasos vacilan. Volviendo mi cabeza, mirando hacia atrás,
observo a Scarlet detenerse. Rápidamente se pone de pie, alarmada, levantando
la parte superior de su ropa interior del suelo y revolviéndola, tratando
desesperadamente de volver a ponerla, pero no hay tiempo.
No hay tiempo.
El caos entra en erupción. Más gritos. Gente corriendo. Voces gritan
sobre la música, palabras incoherentes que no entiendo, pero Scarlet parece que
sí. Con sus ojos muy abiertos, su cuerpo tiembla mientras articula algo, pero su
voz no parece funcionar en este momento.
Oh-oh.
El tipo en quien había estado sentada a horcajadas se endereza, dándose
cuenta que su baile ha terminado, en un estupor borracho mientras sus ojos
inyectados en sangre se estrechan hacia mí.
—¿Quién carajo eres? —pregunta, pero no tengo la oportunidad de
responder antes de que el sonido distintivo de rata-ta-tat-tat resuene a través
del club, el tortuoso repiqueteo de disparos incesantes.
AR-15, estoy suponiendo. Mi pecho se aprieta. Hijo de puta. ¿Está siendo
robado? ¿De nuevo?
—Oh Dios —dice Scarlet, finalmente encontrando su voz—. No, no, no…
Hay un temblor en esas palabras. Terror cubre cada sílaba. Nunca la
tomé del tipo que se debilita ante el peligro. Seguro como la mierda que no se
acobardó cuando se trató de mí. La conmoción se hace más ruidosa, gente
huyendo del club, corriendo por el pasillo hacia la salida de atrás antes de
regresarse, como si ese camino estuviera bloqueado.
Quienquiera que sea tiene el lugar rodeado.
Blanco fácil.
Scarlet retrocede más profundamente en la habitación. Son solo
segundos. Eso es. Meros segundos de pandemonio. Salta detrás de la barra
hacia el extremo izquierdo de la habitación, encogiéndose allí, protegiéndose de
la vista. Doy unos pasos de esa manera, sin acércame por completo, apenas
llegando lo suficientemente cerca como para poder verla.
No, no es un robo, y está claro que también lo siente.
Es más, como una masacre.
Sé una cosa o dos sobre esas.
Me quedo allí, metiendo mis manos en mis bolsillos, mirando a la puerta
cuando alguien entra. Un hombre vestido de negro, con una máscara de
esquí. Ajá. El borracho del baile se asusta, gritando—: ¿Quién carajo eres?
A diferencia de cuando me preguntó a mí, este tipo tiene la amabilidad
de responder. Responde enseguida con una bala en el rostro, sin dudarlo.
¿Quién carajos eres?
BANG.
Scarlet no se mueve en absoluto, no hace un sonido, mientras el disparo
hace eco a través de la sala, un gran hijo de puta fornido tirando del gatillo,
haciendo caer el idiota con un solo disparo.
Se vuelve hacia mí después, apuntando el arma, con el dedo todavía en
el gatillo, pero esta vez, hace una pausa. Con sus ojos entrecerrados, estudia mi
rostro antes de gritar algo en una lengua extranjera, una sola palabra
destacando de la palabrería: Scar.
Mis manos se cierran en puños dentro de mis bolsillos en tanto me obligo
a no ir por mi arma. —Supongo que mi reputación me precede, ¿eh?
Parece un oso, creo, el fornido hijo de puta, mientras levanta la máscara
de esquí, ofreciéndome un vistazo de su rostro. No responde con palabras, ni
con una bala, lo cual creo que es suficiente respuesta.
Alguien más se nos une, un poco más bajo y más pequeño, de toda las
demás características similares. Éste sin máscara de esquí. Sin arma. Ni siquiera
está vestido de negro, en cambio viste un traje gris oscuro. El cual lleva de
manera diferente, también, un aire de confianza rodeándolo, gran parte de su
piel cubierta por oscuros tatuajes.
Eso lo convertiría en el líder.
Es bastante fácil de ver.
Es curioso, sin embargo, casi surrealista, una extraña sensación de deja
vú me asalta. Si no fuera testigo de esto, juro que probablemente también
sospecharía de mí. Se siente demasiado familiar, como ver una nueva versión
barata de un clásico. Ya sea que este sea un caso de grandes mentes pensando
igual, o este tipo ha estado estudiando mi libro de jugadas.
En el momento en que el recién llegado grita, diciendo algo extraño a sus
hombres, Scarlet reacciona. La veo tensarse desde el rabillo de mi ojo bueno. Se
presiona contra la barra, tratando de desvanecerse en las sombras, mientras
articula algo para sí misma, una y otra y otra vez, todavía sin hacer un sonido.
Mira, no hace falta ser un genio para poner cuatro y seis juntos y llegar a
diez, ¿entiendes lo que estoy diciendo? Mujer asustada. Un maldito extranjero
con su propio pequeño escuadrón de masacre. Es como si estuviera en medio de
otra secuela de Duro de Matar.
¿Eso me hace Bruce Willis? No lo sé.
Pero estoy dispuesto a apostar que eso hace de Bebop y Rocksteady aquí
nuestros malvados villanos. Y haciendo matemáticas básicas en mi cabeza,
estoy diciendo que todo da como resultado los rusos.
Los hombres charlan entre sí en tanto los observo antes que alguien diga
esa maldita palabra otra vez. Scar.
Se vuelve hacia mí entonces, su jefe, el viejo Bebop, y me mira en tanto se
acerca. —El notorio Scar. He escuchado hablar mucho sobre ti.
—¿Cosas buenas?
—Cosas horribles. Asesinato. Violencia.
—Así que… cosas buenas —digo de nuevo.
Él ríe. —Las mejores.
—Es bueno saberlo —digo—. Aunque no estoy seguro que pueda decir
lo mismo de ti.
—¿No has escuchado hablar de mí?
Iba a decir que no había escuchado nada bueno, pero iremos con eso. —
Me temo que no.
—Oh, pero estoy seguro que lo has hecho —dice mientras sonríe—.
Simplemente no sabes que era de mí de quien hablaban. La reputación no es
importante para mí. No me importa lo que cualquiera piense, siempre y cuando
consiga lo que quiero.
—¿Y qué es lo que quieres?
—Depende de qué día sea. —Se ríe de nuevo—. Hoy, como la mayoría de
los días, estoy buscando a una chica. ¿Tal vez la has visto?
—Quizás —digo—. ¿Tiene un nombre?
—Morgan —dice—. Es una chica muy guapa. No la olvidarías si la
vieras. Tiene la sonrisa más dulce.
La tiene.
—No me suena —le digo.
—Es una lástima —dice mientras mira alrededor de la habitación. No
puede ver detrás de la barra desde allí, pero si se acerca más, Scarlet está jodida.
Su mirada se mueve en esa dirección, y parece que lo considera, antes de
que disparos suenen por el pasillo, un hombre gritando—: ¡Vor!
Eso capta la atención de Bebop, y mira en esa dirección, murmurando
entre dientes antes de volverse hacia mí. —Tengo respeto por usted, señor Scar.
Admiro a un hombre que toma lo que quiere, porque yo hago lo mismo. Así
que te dejaré en paz, ya que mi lucha no es contigo.
Se va con eso, saliendo de la habitación, pero Rocksteady se queda atrás,
su arma todavía apuntada hacia mí. Solo la baja cuando alguien grita desde el
pasillo—: ¡Markel!
Supongo que ese es su nombre, dado que reacciona a ello. No es que
importe. Nada de ellos me importa, personalmente, pero claramente sí a Scarlet.
Rocksteady se va de la habitación. El caos en el club finaliza cuando los
intrusos se van. Todos los demás han huido, o demonios, tal vez todos están
muertos. De nuevo, no es que importe, pero simplemente me quedo aquí, mis
manos todavía metidas en mis bolsillos.
—No te muevas —digo, sabiendo que Scarlet puede escucharme—. Te
haré saber cuándo esté despejado.
Me paseo tranquilamente fuera de la habitación de color rojo, crujiendo
sobre vidrio cuando camino por el pasillo, pasando por las paredes perforadas
por balas. No es la peor escena en la que haya estado involucrado, pero
tampoco es muy bonita. Hago mi camino a través del club principal, mirando
alrededor, mis ojos pasando por encima del bravucón de la puerta delantera,
muerto en un charco de sangre.
Llamando a eso karma.
Me paro en la puerta de la oficina, mirando la pared de los monitores, la
mayoría de ellos destruidos por la AR-15. Amello no se encuentra por ninguna
parte, probablemente fue el primero en correr como una pequeña perra cuando
las balas comenzaron a volar.
—Cuando los chicos salieron a jugar —murmuro—. Georgie Porgie
huyó.
Tras revisar el resto del club, regreso con Scarlet. La policía no estará
muy lejos, lo que significa que necesito salir de aquí. Scarlet sigue en el mismo
lugar, detrás de la barra, con las rodillas apoyadas en el pecho, los brazos
envueltos alrededor de ellas.
Me detengo, mirándola mientras me quito mi abrigo. Lleva puesto muy
poco, todavía con su parte superior desnuda, tratando de cubrirse; no por cierto
sentido del decoro. Está nerviosa. Sostengo sin palabras el abrigo hacia ella y lo
toma, poniéndoselo y cerrándolo. Es tan pequeña que casi le llega a las rodillas,
más que los vestidos que la he visto usar.
—Vamos —digo—. Te llevaré a casa.
Le extiendo mi mano. La mira, como si no estuviera segura de si quiere
tocarme, pero cede después de un momento.
Está alterada. Lo noto. Sus rodillas prácticamente chocan entre sí, su
mano tiembla en la mía cuando la ayudo a pararse. Se aleja de mí tan pronto
como se encuentra de pie, metiendo las manos en los bolsillos de mi abrigo.
Scarlet mantiene la cabeza baja a medida que camina rápidamente por el
pasillo, hacia la salida de atrás, pero en lugar de salir, se dirige al vestuario.
—Vaya, ¿a dónde vas? —pregunto, agarrándola del brazo para
detenerla—. Tenemos que irnos.
Se aleja de mi mano. —Necesito mis cosas.
—Déjalas —digo—. A la mierda.
—No lo entiendes —murmura, ignorándome mientras se ocupa de sus
cosas, dirigiéndose a un armario para sacar una mochila. Le toma unos
segundos, no nos retrasa mucho, así que lo dejo pasar, aunque es absurdo.
Son simplemente cosas.
Se apresura a salir por la puerta trasera del club, observando al
vecindario, en guardia, como si esperase a que el coco salte hacia ella desde
algún lugar en la oscuridad.
Mi pene es un témpano a los pocos minutos de salir. Cada centímetro de
mí está congelado excepto mis pies… mis pies siguen moviéndose,
manteniéndose al ritmo de Scarlet. Solo vive a pocas cuadras, así que no nos
lleva mucho tiempo llegar allí. Nadie nos siguió, por lo que me di cuenta, y soy
bastante bueno en darme cuenta cuando alguien está vigilando, así que creo
que ella se encontrará segura por ahora.
Pero aun así, hay una parte de mí a la que todavía no le parece bien
dejarla fuera de mi vista.
Curiosidad, tal vez.
Ocúpate de tus propios asuntos y vivirás cien años. El problema es, ya sabes,
cien años es mucho tiempo. ¿De verdad quiero vivir tanto tiempo?
Mi curiosidad dice “no lo creo”.
Así que la sigo adentro, y la acompaño hasta las escaleras, viendo como
gira la perilla a su apartamento y entra. El lugar no estuvo con llave ninguna de
las veces que me he presentado.
—¿Las cerraduras están rotas? —pregunto con curiosidad, entrando en el
apartamento cuando deja la puerta abierta detrás de ella, probablemente lo más
parecido a una invitación que voy a recibir de esta mujer. Me quedo allí,
poniendo el cerrojo, viendo cómo funciona muy bien.
No responde, lo que no me sorprende, ya que no ha dicho ni una palabra
desde que regresamos del club. Se quita los zapatos, dejándolos tendidos en el
medio del piso en su camino hacia el dormitorio. No se encierra allí, ni siquiera
intenta tener intimidad mientras desabrocha el abrigo y se lo quita, agarrando
una camiseta blanca y arrugada que se encuentra encima de la desordenada
cama sin hacer y cubriéndose. Vuelve a salir, llevando el abrigo, y me lo da,
golpeándome en el pecho con la maldita cosa. Lo suelta y se da la vuelta,
dirigiéndose a la cocina.
Si vuelve con un cuchillo, juro que voy a matar a esta mujer…
—De nada —grito, volviendo a ponerme mi abrigo. Huele a ella, por lo
que giro la cabeza, inhalando a lo largo del cuello. Ah.
—Gracias —dice en voz baja reapareciendo en la puerta, sosteniendo una
botella clara de algo. Ron… vodka… algo. Toma un trago, y se queda allí,
apoyada contra el marco de la puerta, cuestionándome con sus ojos… mientras
me ve oler mi abrigo, como un pervertido que huele bragas.
Me encojo de hombros, apretándolo. —Huele a ti.
—¿A qué huelo?
—A sexo y vergüenza —digo, sonriendo al ceño fruncido que ella dirige
hacia mí mientras inhalo de nuevo—. Y algo distintamente a vainilla.
—Se desvanecerá. —Toma otro trago largo del licor, haciendo una
mueca, antes de continuar—: Es solo mi loción… vainilla orquídea. El sexo,
bueno, me temo que tendrás que lavar eso.
—¿Y la vergüenza? —pregunto, acercándomele—. ¿Cuánto tiempo hasta
que desaparezca?
Se ríe con sequedad. —Te lo haré saber si alguna vez sucede.
Agarro el licor, mirando la etiqueta. Ron. La botella se encuentra hecha
de plástico frágil, absolutamente barato, el tipo de ron que pone cabello en los
pechos y puede hacer pasar de nuevo por la pubertad a un hijo de puta. No es
para los débiles de corazón, no, pero ella tampoco es así.
Es valiente y franca, pero maldita sea, la mujer es hermosa. Cuanto más
la miro, más lo veo.
Tomo un trago, sin reaccionar a la amargura, y se lo devuelvo mientras la
miro. —¿Por qué no cierras tu puerta, Scarlet?
—No tiene sentido —dice—. Las cerraduras no detendrán a alguien
determinado a entrar.
—Entonces ¿lo facilitas?
—Soy realista. Podría encerrarme aquí, con cien cerraduras en las
ventanas y las puertas, pero todo lo que voy a hacer es atraparme, como un
animal enjaulado, y me niego a hacerlo. Además, ya sabes, ¿todo esto? —Señala
todo el apartamento—. Nada de eso significa nada para mí. Si la gente quiere
ayudarse a sí misma, que así sea… pueden tenerlo todo.
Toma otro trago antes de alejarse del marco de la puerta. Empujándome,
pasea a través del cuarto, con ese olor a vainilla flotando hacia mí.
—Odio decírtelo —digo, mirando a su alrededor—, pero no creo que
puedas dar la mitad de esta mierda. Sin ofender, pero todo se ve tan, bueno…
mierda.
—Eso es porque lo es —dice, deteniéndose en la ventana para mirar
fuera—. La mayor parte la encontré o robé.
—¿Qué haces con todo tu dinero?
—¿Ahora es asunto tuyo?
—No.
—Entonces ¿por qué lo preguntas?
¿Por qué estoy preguntando? No lo sé. Ni siquiera sé por qué estoy aquí,
por qué me molesto con esta mujer en absoluto. —Solo trato de descifrarte.
—No te molestes —murmura cuando me acerco más, deteniéndome
detrás de ella—. Mis problemas son míos.
—Ah, vamos. Puedes confesarme todos tus secretos, Scarlet. Soy bueno
fingiendo que escucho.
Se ríe, una risa genuina, al tiempo que inclina la cabeza, contemplando
mi reflejo en el mugriento y agrietado cristal de la ventana de la sala. —Estoy
segura que es así, pero aprendí hace mucho tiempo que no debo desnudarle mi
alma a cualquiera. Parece que las personas piensan que tienen derecho
a cada parte de mí, como si les debiera todo y no puedo mantener nada para mí.
—Sí, bueno, no soy cualquiera —le digo—. Además, es un poco tarde
para tratar de mantener todo bajo llave, considerando lo que pasó esta noche.
Entonces, ¿qué hay de que me muestres la tuya y yo te mostraré la mía?
Se da la vuelta, con la ceja arqueada mientras se apoya en el cristal frío.
Hace frío en el apartamento, la calefacción apenas funciona, pero eso no parece
molestarla. No mucho.
—Adelante —dice—. Tú primero.
—¿Yo primero?
Asiente. —Perdóname si no confío en que cumplas con tu parte, teniendo
en cuenta la tontería que trataste de contarme la última vez. Entonces sí, tú
primero.
—Es justo. —Me detengo, tratando de pensar en algo que decirle, algo lo
bastante oscuro como para atraer a sus propios demonios a que quieran
exponerse y unirse a mí—. He matado a personas.
—Has matado a personas.
—Sí.
Me mira fijamente. Con intensidad. Ella no parece horrorizada. Demonios,
parece un poco aburrida de nuevo. —¿Ese es tu gran y oscuro secreto? ¿Que
eres un asesino?
Me encojo de hombros. —¿No es suficientemente oscuro?
—Es bastante oscuro —dice—. Pero no es exactamente un secreto.
Bueno, demonios.
—Miento, engaño, robo, atraco, saqueo, mato… setenta y cinco otras
malditas palabras que encuentras en un diccionario asociadas con la palabra
“criminal”.
—Eso es bueno, que sepas cómo funciona uno de esos —dice—. Pero es
algo vago.
—¿Quieres más detalles?
—Quiero algo que no sé.
Presionando mis manos a la ventana a ambos lados de ella, me inclino
más cerca. Su aliento se acelera, sus ojos se fijan en los míos, la espalda se apoya
contra el cristal. Le pone nerviosa el tenerme tan cerca.
—Quería matar a tu jefe esta noche —digo—. Me presenté, entré en su
oficina, queriendo terminar con su vida, pero luego vi que estabas trabajando.
Te encontrabas en una de las pantallas, llevando a ese hombre a la parte de
atrás, y así como así, cambié de opinión. Porque mientras que matarlo habría
sido algo emocionante, no fue tan seductor como tú. Él vivió para ver otro día
gracias a la pequeña heroína con las medias de red rojas.
Parpadea unas cuantas veces. —¿Lo hizo?
—¿Qué cosa?
—¿Vivir?
Me toma un segundo para darme cuenta de que ella me pregunta si los
rusos lo buscaron después de que lo dejé vivo. —No lo vi en ninguna parte, así
que supongo que está bien.
Asiente ligeramente, como si eso no la sorprendiera. —Deberías haberlo
matado.
—¿Por qué?
—Porque le ordenó a alguien que te matara.
—¿Lo hizo?
Asiente de nuevo.
Oh.
Tal vez se suponía que debía estar preocupado por eso, pero suelto una
risa ligera, divertido de que él tuviera las agallas. Si esa rata bastarda me quería
muerto, tuvo la oportunidad de intentarlo esta noche.
—Tendré que recordar eso —digo—. Tu turno, Scarlet. Dime algo que no
sé.
—Lo acabo de hacer.
—Algo sobre ti.
Vacila.
Titubea tanto que sé que no va a decir una palabra.
Me inclino, deslizando mi nariz a lo largo de su piel, inhalando esa cálida
vainilla, antes de decir—: Vamos, te mostré la mía, ¿no?
—No lo entiendes —susurra.
—Entonces haz que lo entienda.
Tan pronto como digo eso, ella se aparta del vidrio, empujándome y
forzándome a dar un paso atrás, pero me resisto, negándome a moverme.
Teníamos un trato, maldita sea, y si ella no quería hacerlo, bueno, entonces
debería haberlo pensado antes de que yo le dijera algo.
Doy un paso a un lado, frente a ella, cuando intenta dar la vuelta,
bloqueando su camino una vez más cuando esquiva en el otro sentido,
sujetándola por la ventana.
La frustración nubla su rostro, y yo como que espero que me golpee, que
balancee ese puño que tiene apretado y me golpee justo en la mandíbula, pero
en cambio ella se acerca a mí, empujando contra mí, antes de ponerse de puntas
de pie. Su boca está en la mía, esos labios rojos se ponen enérgicos mientras me
besan con fuerza, moviéndose furiosamente, como si no pudiera encontrar las
palabras para hablar así que trata de robármelas.
Imagina eso.
Maldita ladrona.
Un escalofrío recorre mi columna vertebral al agarrarla ásperamente de
la nuca, sosteniéndola allí, y le devuelvo el beso. Mi lengua se desliza en su
boca, hallando la suya. La mujer sabe tan bien como huele, tan jodidamente
bien que gimo. Mi otra mano se desliza por debajo del borde de su camisa
blanca, agarrando su cadera, tirando de ella más cerca.
—¿Así es como lo quieres? —pregunto entre besos—. ¿Prefieres follar
que hablar?
—Cállate —gruñe, haciéndome tropezar hacia atrás mientras me empuja
en dirección al dormitorio, dejando caer la botella de licor en el suelo,
descartándola, sin importarle una mierda mientras que se derrame, haciendo
un charco a lo largo de la madera y salpicándonos a los dos. Manos frenéticas
desabrochan mi abrigo, tirando de él—. Solo… cállate.
La complazco, por el momento al menos, y le permito que me empuje
hacia el dormitorio, besándola todo el camino, incluso dejándola desgarrar mis
ropas. Cada segundo que pasa, su frustración parece crecer, como si la mujer
estuviera cerca de estallar y simplemente rompe cada maldita cosa. Tira de la
tela, como si creyera ser lo suficientemente fuerte para desgarrarla, así que la
ayudo, arrojando mi abrigo a un lado e interrumpiendo el beso para poder
quitarme la camisa.
Sus manos tiemblan mientras caen con mis pantalones, como si estuviera
nerviosa, o excitada, o mierda, quizás ambas cosas. Me cuesta mucho
interpretarla, sobre todo cuando alcanzo su camiseta y bloquea mi intento de
desnudarla. Una voz profunda en el receso de mi mente grita que algo sobre
esto está mal, pero esa voz se acaba más rápido que un disparo a la sien cuando
su mano se desliza en mi bóxer y agarra mi pene.
BAM, todas las evasivas han desaparecido.
—Mierda —gruño, con mi voz áspera, cerrando los ojos en tanto reclino
mi cabeza. Su mano es cálida, su piel aterciopeladamente suave, pero su toque
es firme mientras me acaricia, golpeando los lugares adecuados para volverme
loco. Su pulgar masajea el punto dulce en la parte inferior de mi pene, las
crestas exteriores sensibles de la cabeza, justo donde se agrupan esas
terminaciones nerviosas.
Jesús, esta mujer conoce su anatomía.
A+
Las mejores notas.
Con distinción de honor.
La mejor estudiante de su maldita clase.
Podría quedarme aquí y sentirla para siempre, solo perderme en las
sensaciones rodando a través de mi cuerpo, pero si ella es tan buena en un
trabajo manual, su coño, sin duda, estallará mi mente. Mis pantalones se
deslizan por mis piernas, cayendo a mis tobillos, y trato de quitarme las botas,
pero no se mueven, ¿y sabes qué?
A la mierda.
Puedo follar con mi ropa puesta.
Agarrando su muñeca, aparto su mano antes de que explote. No tardaría
mucho, eso es seguro, no con la forma en que me está tocando. La llevo hacia su
cama, casi cayéndome por mis pantalones, con la mano todavía en su muñeca.
Mi pulgar presiona contra el punto de su pulso, sintiendo el ritmo de su
corazón acelerado.
Girando, ella usa su mano libre para alcanzar una mesilla de noche,
abriendo un cajón para recuperar un preservativo. Arranca la envoltura de
papel dorado con sus dientes, y suelto su muñeca, observándola mientras me
pone el condón.
No la desnudo. Si no quiere que lo haga, demonios, no lo haré. Abriendo
sus piernas, me acomodo entre ellas, levantando sus rodillas. Su tanga es
apenas un trozo de hilo, fácil de apartar a un lado a medida que llevo la mano
entre nosotros, acariciando su coño desnudo.
Su boca se abre, escapando un suave suspiro, cuando empujo mi dedo
medio en su interior, bombeándolo dentro y fuera. Mi pulgar frota su clítoris,
un simple toque que la hace gemir. No toma mucho tiempo hasta que está
empapada, retorciéndose debajo de mí.
Agarrando mi pene, froto la cabeza a lo largo de su coño caliente,
acariciando su clítoris con la punta, antes de alinearnos y embestirla. Mierda, se
adapta perfectamente, como un guante de cuero. Su aliento se acelera, y ella se
aferra a mí, envolviendo los brazos a mi alrededor, clavando sus uñas pintadas
de rojo en la piel de mi espalda.
Me entierro en ella, encima de ella, cubriéndola con mi cuerpo, clavando
mis botas en el colchón barato en busca de agarre con cada embestida dura.
Esas uñas rasguñan a través de mi piel, dejando rastros molestos mientras que
ella se aferra a mí con cada gemido, quejido, y lloriqueo, envolviendo sus
piernas alrededor de mi cintura, dándome la bienvenida dentro.
Joder, esta mujer…
Sí, en realidad estoy follando a esta mujer.
Ella se calma, su agarre se afloja, los arañazos se vuelven toques apenas
perceptibles, su cuerpo movedizo cada vez que me meto dentro de ella.
Se encuentra floja en la cama.
Retrocediendo, la miro debajo de mí. Mira hacia lo lejos, con la vista fija
en una pared cercana. Aturdida. Desconectada. Ida.
—Oh, no, no… —Agarrando su barbilla, giro su cabeza, forzándola a
mirarme—. No vas a hacer esa mierda de desconectarte conmigo.
Parpadea unas cuantas veces antes de que sus ojos se estrechen.
—Adelante, enloquece —digo, continuando embistiendo—. Pero cuando
estoy dentro de ti, Scarlet, no te desconectas.
—No lo hago —dice defensivamente.
—Mentirosa, mentirosa, apurada…
Gruñe, pasando las manos por mi espalda antes de que los apuñe en mi
cabello, jalándolo, tirando de mí de nuevo hacia ella. —No me
estoy desconectando.
—Malditamente cierto que no lo estás —digo, acariciándola con la nariz
antes de besarla.
No se desconecta otra vez, esos gemidos vuelven, volviéndose gritos
agudos mientras acaricio su clítoris, trayéndola al orgasmo.
De nuevo.
Y otra vez.
Y otra vez.
Me contengo por el mayor tiempo que puedo, observándola en tanto se
deshace, los sonidos escapando de ella primitivos, como un animal salvaje,
antes de que mi cuerpo simplemente no pueda soportar más. Si no me corro
pronto, mis bolas se rebelarán. En serio van a cerrar la tienda e ir a la jodida casa.
Gruñendo, empujo con fuerza, golpeando la frágil cama en la pared, al tiempo
que un oleaje de placer me recorre.
—Mierda —gruño, agarrándola con fuerza, las piernas cubiertas de
mallas todavía enrolladas a mí alrededor mientras me derramo en el condón.
Quieto, presiono mi frente contra la suya, recuperando el aliento, inhalando su
olor. La vainilla sigue ahí, sí, pero el olor del sexo lo eclipsa ahora, ¿y la
vergüenza?
Sí, eso está aún sobre ella.
—Saciada —digo, todavía con las bolas dentro de ella profundamente—.
¿Es eso lo que significa tu Letra Escarlata?
Me empuja cuando le pregunto eso, apartándome de ella. —Estúpido8.
Me retiro con un gruñido. —¿Estúpido?
—Eso es lo que el tuyo significa —dice—. Estúpido. Y presumido9.
—Saciada —digo de nuevo, de pie, encontrándome en un apuro,
teniendo en cuenta que mis pantalones se enrollan alrededor de mis tobillos
como grilletes y tengo que caminar al baño para tirar el condón. Mi culo está a
completa exposición, y no soy exactamente modesto, sabes, pero espero no caer
de bruces sobre mi cara.
Es posible.
Plausible.
Probablemente va a suceder.
Así que me siento de nuevo en el borde de la cama y desato mis botas,
quitándomelas. Después de dejarlas caer al suelo, me quito los pantalones, sin
usar nada más que mis calcetines mientras busco su baño.
Es pequeño.
Estoy hablando de muy pequeño.
Malditamente minúsculo.
Tengo que tener cuidado al orinar, mi polla prácticamente es más grande
que el ancho de la habitación. Un armario donde no puedo caminar una mierda.
Un agujero en la maldita pared. Es completamente ridículo.
Cuando he terminado, vuelvo a su dormitorio. Es tarde, y estoy agotado,
lo que significa que probablemente debería darle a Siete una llamada para que
venga a recogerme para poder intentar dormir un poco esta noche, conseguir
mi cabeza de vuelta en el juego. Tal vez ahora que he estado dentro de ella,
purgará todos estos malditos pensamientos de tenerla en mi interior.
Scarlet está sentada en su cama, con las rodillas en el pecho, la camiseta
estirada alrededor de ellas mientras se acurruca debajo. No por el calor, no…
más como para tratar de protegerse del mundo que la rodea. Nerviosa de nuevo.
Me siento en el borde de la cama, mirando mi ropa desechada en el suelo.
—Han pasado nueve meses —dice en voz baja.
—¿Nueve meses desde qué?

8 En inglés “stupid”, de allí viene el juego de palabras por su tatuaje.


9 En inglés “smug”, de allí viene el juego de palabras por su tatuaje.
—Desde la última vez que me encontré cara a cara con Kassian.
Ah. —¿Estoy suponiendo que era él esta noche?
—Sí.
—¿Y te has estado ocultando desde hace nueve meses?
Se ríe con sequedad. —He estado ocultándome mucho más tiempo que
eso, pero han pasado nueve meses desde que me encontró por última vez. He
conseguido evadirlo durante cuarenta largas semanas.
—Casi rompiste tu racha esta noche.
—Casi. —Está de acuerdo.
—¿Qué quiere de ti?
Se encoge de hombros. No es una evasión. Puedo decir que la reacción es
genuina. No lo pone en palabras, pero sé lo que está diciendo… no entiende lo
que quiere. Quizás lo sabe, en su cabeza, pero está escuchando con su corazón,
un camino peligroso para ir abajo.
—Lo que sea que quiera, probablemente deberías dárselo para que se
vaya.
—¿Y si no lo hace? —pregunta—. ¿Y si es esto lo que quiere?
—¿Qué, caos?
—Sí.
—Bueno, pues, te deshaces de él de otra manera.
Dibujo una línea a lo largo de mi garganta con mis dedos, haciendo mi
punto, mientras me recuesto en la cama. Es incómoda, pero estoy agotado,
demasiado perezoso para ponerme los pantalones. Mierda. Mis ojos están
ardiendo, mi cabeza empieza a latir con el comienzo de un dolor de cabeza,
gracias a la adrenalina que finalmente se desvanece, la mediocridad regresando.
—Esa no es una opción —dice en voz baja—. El asesinato no siempre es
la respuesta.
Riendo, cierro los ojos, cubriendo mi antebrazo con ellos. —Demonios, y
aquí yo pensando que lo era…
Traducido por Beatrix & Vane Farrow
Corregido por Itxi

Morgan

El sol sale por el este.


No estoy segura de qué edad tenía cuando supe eso. Hasta el día de hoy,
ni siquiera estoy segura de por qué es así. Aunque, en realidad no importa,
¿verdad? Es solo un hecho innegable, pienso mucho en esas mañanas cuando
me siento aquí, en esta azotea, y veo el sol que asoma sobre el horizonte de
Brooklyn, bañando la ciudad con un brillo color naranja, como sí las calles
estuvieran ardiendo.
Algunos días, parece que podrían estarlo.
Se siente como que Brooklyn se quema y estoy aquí, sentada, viéndola
desintegrarse mientras respiro el aire lleno de humo, quemando mis pulmones,
no haciendo absolutamente nada para detenerlo. Porque, en serio, ¿qué
demonios se supone que tengo que hacer? ¿Eh? He gritado “fuego” tantas veces
que nadie me mira cuando me oyen gritar, como si me hubiera convertido en
nada más que un ruido de fondo en una ciudad llena de gente de voces
abrumadoras.
Probablemente no estoy diciendo nada coherente para ti. Está bien. No
me entiendo a mí misma la mayoría de los días. Simplemente me siento en esta
cornisa y miro hacia el horizonte de fuego de otro día amaneciendo, demasiado
decidida para nunca arrojarme a un lado de este edificio, pero aún demasiado
terriblemente impotente para evitar mi caída inevitable. Así que me siento y
miro, espero, y me aferro a la pequeña esperanza con la que despierto todos los
días, pero no dejo de hacerlo, no me doy por vencida, tal vez porque maldita
sea, tal vez… voy a encontrar mis alas de nuevo y llegar a elevarme.
Volar jodidamente lejos de todo esto.
Pero hasta entonces, solo estoy conectada a la tierra.
Marcada y rastreada.
Mis alas consiguieron ser cortadas.
Soy un pajarito enjaulado.
Suspirando, llevo el porro a los labios e inhalo, tomando una bocanada
de humo abrasador en mis pulmones, sosteniéndolo, dejando calmar el dolor ya
que hace empañar mi cabeza solo un poco más, por lo que detengo la agonía de
la vida en el otro lado de ese río que es demasiado profundo y que nunca se
supone que cruzaré.
—Sabes, no te maté cuando me robaste la billetera. Ni cuando robaste el
dinero. ¿Pero mi medicamento? Eso es cruzar la puta línea, Scarlet. Podría
lanzarte de la azotea por eso.
Esa voz hace que mi piel arda, lugares dentro de mí cosquillean en tanto
me grita en la azotea. Lorenzo. Los diminutos vellos que cubren mi cuerpo se
elevan, como provocado por la electricidad, al oír sus pasos. No me defino a mí
misma como “asustada”, porque estoy bastante segura de que realmente no va
a matarme, pero diría que es un poco alarmante, porque, bueno… Solo estoy
bastante segura. Todavía hay una posibilidad de que pudiera tirarme de la
azotea y quedar aplastada.
—Tu medicamento, ¿eh? —Echo un vistazo al porro terriblemente
laminado que obtuve de la lata de Altoids que robé de su bolsillo mientras
dormitaba en mi cama.
—Sí —dice, subiéndose encima de la repisa a mi lado, balanceando sus
pies que cuelgan sobre el borde. Ahora está vestido, de pies a cabeza, como si
tomara una pequeña siesta y entonces está listo para irse—. Es medicinal.
Doy otra calada, aguantando el humo por un segundo ofreciéndole el
porro. O bien, renunciando a él supongo. En realidad, no era mío para ofrecer.
Dejando salir el humo, pregunto en broma—: ¿Cuál es tu dolencia, eh?
¿El glaucoma?
Sin palabras, me lo quita. —Cerca.
Cerca.
El estómago se me encoge cuando veo que me mira curiosamente. Hace
un gesto hacia su ojo lesionado. Mierda. ¿Está hablando en serio?
—Yo… No me di cuenta…
—¿No te diste cuenta de que mi ojo estaba jodido? —pregunta, dando
una calada, dejando que el filtro de humo salga a la vez que dice—: Un poco
difícil pasarlo por alto, Scarlet.
—No, quiero decir, sé que está en mal estado. No estoy ciega, puedo ver,
pero no me di cuenta… —Dejo de hablar cuando arquea una ceja, sin dejar de
mirarme. No estoy ciega. Puedo ver. ¿En serio acabo de decir esa mierda?—.
Guau, probablemente no debería hablar.
—Podría ser una buena idea —dice, dando otra calada antes de sostener
el porro en mi dirección, como si estuviera ofreciéndomelo. Lo tomo, mirándole
en tanto exhala lentamente. No se ve ofendido, por lo menos—. Solía ser capaz
de ver sombras, distinguir formas, pero seguía empeorando, desapareció
completamente hace un año. Ahora es oscuridad total. Probablemente, con el
tiempo, perderé el ojo. Diablos, me sorprende que haya sobrevivido tanto
tiempo. Ha sido un infierno de una muerte dolorosa durante unos veinte años.
Supongo que es tan terco como el resto de mí.
—No me di cuenta…
—Sí, lo noté —dice—. También las otras dos veces que lo dijiste. No
camines sobre cáscaras de huevo alrededor de mí sobre alguna discapacidad
que piensas que tengo ahora. No tengas lástima de mí. He aprendido la manera
de compensar lo que me falta. No es necesario la percepción de la profundidad
o un objetivo específico para lanzar una puta granada.
—No te compadezco —digo, porque no… no siento piedad por él en lo
absoluto. Tengo más compasión por las personas que se cruzan en su camino,
que inciten a su ira, como me parece que estoy haciendo en este momento.
Poniéndole nervioso—. Entonces ¿te duele? ¿El ojo? ¿Qué se siente?
Estoy haciendo muchas malditas preguntas. Eso es lo que la mirada que
me da dice. Pero estoy tan drogada, que casi estoy convencida de que puedo
volar. Su medicina es una buena mierda, y sí, tal vez es medicina para él, pero es
altamente ilegal también, lo sé, porque no hay manera que algo que es potente
el gobierno lo imponga.
—¿Intentas averiguar mis debilidades?
—Te diré las mías si me dices la tuya.
—Grandes palabras de una mujer que prefiere desnudar su coño que
desnudar piezas de su alma —contesta, eso contrarresta su mirada que se
arrastra por mi cuerpo. Todavía estoy usando lo que me puse ayer por la noche,
con sensación de suciedad, el olor de sexo todavía por todo mi cuerpo—. De tu
coño bonito, ya sabes… hermoso… pero no lo llamaría exactamente un secreto,
no cuando es algo que mucha gente ya sabe.
Me estremezco ante sus palabras, empujando el porro hacia él, acabando
con esto.
Lo toma, fuma el resto en silencio, sosteniéndolo en sus pulmones
durante largos momentos antes de exhalar lentamente en mi dirección, con la
mirada todavía en mí. Miro a lo lejos, al horizonte, mirando el tono naranja que
rodea Brooklyn fundido con el típico deprimente gris mientras que el día
continúa.
—Miro el amanecer cada mañana —murmuro—. Nunca le he dicho eso
nadie antes. Vengo aquí, me siento y observo como amanece Brooklyn. El
apartamento es una mierda, y el edificio huele a orina, pero la vista desde aquí
es lo mejor que he encontrado, por lo que me quedo… me quedo y veo el
amanecer. Miro adelante, todas las mañanas. Otro amanecer, otra oportunidad
para que las cosas finalmente salgan bien. Es la única vez que siento la
esperanza, la única vez que me siento viva. Es mi momento favorito del día.
Lorenzo absorbe lo que le queda del porro, lanzándolo por la cornisa,
rompiendo los restos en el hormigón. —También observo el amanecer todos los
días.
Lo miro con sorpresa. —¿En serio?
Asiente. —Excepto que cuando lo veo, ya sabes, creo que todo es “aquí
viene otro día de mierda rodeado de todos estos idiotas”. Realmente no me
hace sentir optimista.
Me rio de eso, aunque puedo decir que no bromea. —Eso es lo que siento
cuando llega la puesta de sol, otra noche en las trincheras, tratando de
sobrevivir para ver otro amanecer. Hasta el momento, tengo un muy buen
registro. Un par de sustos, pero todavía estoy invicta, por lo que eso tiene que
contar para algo.
—¿Por qué lo haces?
—¿Qué más se supone que haga?
—Cualquier cosa —dice—. Literalmente cualquier otra cosa tiene que ser
mejor que lo que estás haciendo.
—¿Sabes lo que se siente al tratar de conseguir un trabajo en esta ciudad?
¿Un trabajo legítimo? Estoy adivinando que no o no estarías preguntándome
eso.
—Por el contrario, Scarlet, sé exactamente lo que es.
Ruedo los ojos, porque sí, claro.
—Tengo un hermano —dice—. Buen chico, trata de ir por el buen
camino. Él no tiene corazón para el negocio en el que estoy, no quiere saber
nada de todo esto. Lo vi reventarse el culo tratando de encontrar trabajo solo
con un diploma de escuela secundaria.
—Sí, bueno, no tengo ni siquiera uno de esos —digo—. Así que es lo que
tengo que hacer, utilizar lo que tengo, y quizás me hace una persona de mierda,
lo que sea… quizás estoy arruinada ahora, tal vez no valgo nada…
—No creo que seas nada de eso —dice—. Creo que vales la pena un
infierno mucho más de lo que crees. ¿Quieres quitarte la ropa por dinero?
Hazlo. Sin embargo, hay sitios mejores por ahí, mejores maneras de hacerlo. No
vendes algo que vale millones por veinte dólares. Solo estás jodiéndote a ti
misma.
—Nadie más me dará una oportunidad.
—Eso es ridículo.
Niego con la cabeza ante su tono impertinente. —¿Has olvidado lo de
anoche? La gente tendría que estar loco para contratarme. George era el único
con las agallas para correr el riesgo, y Dios sabe que ahora ya no es una opción.
No hay manera de que quiera hacer algo conmigo. Estoy por mi cuenta. —Paso
mis manos por mi cara con frustración, cerrando los ojos. Esto es una mierda—.
Vendiendo el coño en las esquinas de la ciudad… Estoy segura de que se verá
muy bien en mi currículum.
—Podrías venir a trabajar para mí.
—Sí, claro —me burlo ante eso—. No, gracias.
—¿Por qué no?
—Sobre todo porque no me gustas.
—Y, ¿te gusta inclinarte y ser follada por unos cuantos dólares? Dinero
que evidentemente no consigues mantener, a juzgar por lo que he visto acerca de
tu vida.
—No es así.
—Entonces, ¿cómo es? Ilumíname.
—¿Alguna vez has tenido que hacer algo que no deseas en particular,
pero lo hiciste porque era lo mejor para ti en ese momento?
—No.
Ruedo los ojos. Una vez más. —Debe ser agradable ser tú, siendo hombre
en un mundo de hombres. Intenta ser una mujer en algún momento.
—Ojalá pudiera —dice—. Me gustaría tener un coño para jugar todo el
día, así no tendría que peinar la ciudad en busca de una mujer con bajos
estándares y baja moral, desde que esa mujer podría ser yo.
Se ríe, pero no lo encuentro divertido. Nada, en absoluto. Él no tiene la
menor idea de lo que es ser una mujer, una especialmente en mi situación. Trato
de no dejar que su reacción impertinente me afecte, pero esto remueve el daño
que a veces trato tan duro de ocultar.
—O jódeme. Solo el hecho de que puedas hacer una broma sobre eso me
dice todo lo que necesito saber acerca de ti y tu privilegio.
—¿Mi privilegio? ¿Parece esto de la cara que sea un privilegio?
Señala su cara, para hacer su punto, piensa que tal vez no lo he mirado
en los últimos veinte segundos, como que se me olvidó lo que parece, pero
todavía no lo entiende.
—Sí, lo hago —digo—. No me gusta decírtelo, pero tu rostro no es un
perjuicio. No lo es. En todo caso, te ayuda. Las personas te toman en serio, no
solo porque eres un hombre, sino porque eres un hombre que pasó por el
infierno con claridad. Ellos no te miran y ven algo roto. Ven algo fuerte, algo
que no se romperá, porque estás de pie a pesar de todo. Les intimida. Te
respetan por ello. ¿Pero si fuera una mujer? Estarías arruinado. El mundo te
mira y piensa “Ohhh, pobre, alguien la rompió, debe ser tan débil”. Eso es lo
que piensan acerca de una mujer que ha estado en el infierno. Créeme, lo sé.
—No creo que seas débil.
—Pero piensas que estoy rota —digo—. Me preguntaste quien me
rompió, como si estuviera hecha de cristal y alguien me pudiera romper y
dispersar mis piezas, como si fuera frágil. Puedo estar herida o golpeada pero,
maldición, un hombre nunca me romperá, Lorenzo. Pero el mundo no puede
comprender que una mujer sea fuerte. Se supone que debemos colapsar y
rompernos, al igual que la única vez que posiblemente puedes tener cualquier
fuerza sea si hay alguien con un pene de pie a nuestro lado. Es como si el pene
es un requisito previo para una opinión, por lo que, si no tengo uno yo misma,
tengo que ser otra persona que está utilizándolo con el fin de tener algo que decir
en mi jodida vida.
Me mira como si estuviera hablando un poco en un idioma extranjero
que nunca ha oído antes, y de repente me pregunto con qué clase de mujer pasa
este hombre su tiempo, ciertamente, no pueden ser del tipo que lo enfrentan. —
No tengo la más mínima puta idea de qué decir en este momento, Scarlet.
—Por supuesto que no —digo—. No sabes lo que se siente el tener que
fingir ser indefenso solo para estar a salvo. Hay una razón por las que las chicas
gritan “fuego” en lugar de “violación”, porqué mentimos y decimos que no
tenemos novios en vez de decir solamente “no” cuando no estamos interesadas.
Debido a que una gran cantidad de hombres respetan la propiedad de otro
hombre más de lo que respetan el derecho de la mujer a su propio cuerpo. Así
que mientras estoy obligada a vivir en un mundo de hombres, tengo que saber
qué hacer. Y si eso significa quitarme la ropa para algunos estúpidos por unos
cuantos dólares, entonces lo haré, no importa cómo te sientes al respecto.
Me levanto para irme, porque en este momento realmente me estoy
poniendo nerviosa y estoy peligrosamente cerca de hacer algo increíblemente
estúpido, como tratar de arrojarlo fuera del tejado. Envolviendo mis brazos
alrededor de mi pecho, mis pies dan unos pasos hacia la puerta de mi
apartamento cuando su voz grita—: Lo entiendo.
Me detengo dándome la vuelta. —¿Lo haces?
—Mimetismo —dice, moviéndose hacia mí—. Eres lo que ellos necesitan
que seas.
Exactamente.
—Y no quería hacerte daño cuando dije que te rompieron —continúa—.
Es solo una palabra, ya sabes. Rota. Simplemente una palabra de mierda.
Diablos, me puedes llamar roto si lo deseas. Puedes llamarme cualquier cosa.
—¿Excepto Scar?
Reacciona tan pronto como se lo digo, tensando el cuerpo, las manos
apretándose en su regazo. —Puedes llamarme eso también, si eso es lo que
realmente quieres. No hace un poco de maldita diferencia.
—Dices eso mientras cierras los puños, como si quisieras pegarme por
ello.
—Tal vez lo haga —dice, poniéndose de pie, caminando hacia mí—. No
significa que vaya a hacerlo, sin embargo. Es un país libre, Scarlet. Elige tu
propia aventura. Si prefieres seguir inclinándote para estos hijos de puta, no te
molesto. Pero si quieres probar algo más, estoy seguro de que puedo encontrar
un lugar para ti.
—No follaré contigo.
—Ya hemos follado.
—Quiero decir que no seré tu puta —digo—. Por lo que no pienses que
soy algo que puedes tener o usar. Nadie me toca sin mi permiso, así que no
pienses…
—No pienso eso —dice, interrumpiéndome—. No era mi intención.
Tienes otros activos, ya sabes… tu coño no es lo único que tienes a tu favor. —
Agarra mi muñeca, tirando de mi brazo hacia arriba, el pulgar presionando
contra el punto del pulso por debajo de mi tatuaje. Puedo decir que le molesta,
no saber lo que significa—. Eres inteligente… sigilosa… afilada… ¿Me estoy
acercando?
Niego con la cabeza.
Su mejilla se retuerce. —En cualquier caso, eres tú. Eres resbaladiza,
Scarlet, y no me refiero del tipo de coño húmedo, aunque, bueno… —Se detiene
mirando por encima, como si hubiera perdido su tren de pensamiento, antes de
que se sacuda, dejando ir de mi muñeca—. Solo estoy diciendo que el sexo no es
bueno para ti, eso es todo. ¿No quieres follar conmigo? Eso está bien. Bajo
ninguna circunstancia follarme es un requisito. Pero he visto lo que eres capaz
de hacer. Así que quizás tengas razón, sobre ser una mujer. No sé, porque no
soy una. Tal vez, para hacerlo en estas calles, necesitas a alguien en tu esquina.
En ese caso, necesitas volver a evaluar quien es ese alguien, ¿porque si no te
están tomando en serio, Scarlet? ¿Si ellos no te ven por la amenaza que eres? No
están haciendo nada malditamente bien, porque cuando llegan los problemas,
se rinden nena. Son ellos quienes no son fuertes.
Me mira fijamente, como si estuviera esperando alguna reacción, algún
tipo de respuesta inteligente a esa declaración, pero en cierto punto
comprendiendo mi estado de mudez. —No tengo la más mínima puta idea de
qué decir a eso, Lorenzo.
Una sonrisa aparece en su rostro cuando agarra mi barbilla, inclinando la
cara hacia arriba, y me sostiene allí. Su toque envía chispas a través de mi
cuerpo, mi corazón latiendo en el pecho. Trabajar para él sería peligroso, muy
peligroso, en todas las formas imaginables, y no estoy segura de si eso es un
riesgo que pueda tomar.
—Simplemente piensa en ello —dice—. La propiedad de Jamaica en
Queens… Es una casa blanca en Midland, cerca de Grand Central Parkway. Me
quieres, es donde me encontrarás. Mi puerta siempre está abierta. Literalmente.
No cierro mis puertas, en cualquier caso.
Desliza su pulgar ligeramente a través de mi labio inferior antes de que
se aleje, soltándolo, su mano dejando mi piel.
Me quedo de pie aquí, esperando hasta que se fue antes de regresar a mi
apartamento. Me baño y cambio de ropa, agarrando mi sudadera negra de gran
tamaño, poniéndomela antes de salir, también.
Necesito despejar mi cabeza. Necesito dar sentido a este lío.
Necesito hacer otra caminata a Brooklyn.

El calor seco fluye del ventilador sobre el techo justo encima de mí,
agitando mi cabello rizado, soplando hebras caprichosas en mi cara.
No me molesto en apartarlas.
Se siente como el Valle de la Muerte en este cubo de cristal que llaman
oficina, las luces fluorescentes demasiado brillantes y el aire demasiado
caliente. Mis palmas están sudorosas dentro del bolsillo de mi sudadera con
capucha. Cada respiración hace que mis pulmones quemen, rígidos y doloridos
en mi pecho, como si la inhalación de humo obtuvo lo mejor de mí esta mañana.
Todavía estoy drogada.
Puedo sentirlo.
Las persianas se encuentran levantadas y la puerta abierta, dando una
visión clara dentro de la oficina, así que cualquiera que pase por delante puede
verme sentada aquí. Es desconcertante, pero estoy agradecida por la apertura.
Significa que el detective está demasiado ocupado para pensar en follar ahora.
Ha estado entrando y saliendo de la oficina durante los últimos treinta
minutos, apenas reconociendo mi presencia, revisando papeles y murmurando
entre dientes. Tengo curiosidad por saber en qué está trabajando, pero si le
pregunto me dirá que no es asunto mío, aunque lo sea… no me dice nada.
Miro más allá de él, fuera de la ventana de la oficina del recinto, un rayo
de luz que refleja el vidrio, recordándome el brillo anaranjado de esta mañana.
—Doscientos ochenta amaneceres.
Gabe revisa algunos archivos a medida que dice—: No deberías estar
aquí, Morgan.
Eso es lo que siempre dice.
Pensarías que estaría cansado de repetirse.
—Sí, bueno, aquí estoy —murmuro jugueteando con el borde de las
mangas de mi sudadera con capucha—. Siempre exactamente donde no
pertenezco.
Deja escapar un profundo y exagerado suspiro al recostarse contra su
silla. —Los chicos de la séptima delegación van a querer entrevistarte.
Asiento, no sorprendida.
La policía estaría arrastrándose por todo Mystic. No estoy registrada
como trabajadora allí, oficialmente, pero mi nombre está destinado a surgir. Los
monitores de seguridad no son más que grabaciones en vivo, por lo que no
habrá grabaciones, lo que significa que van a estar desesperados por los
testigos.
No encontrarán ninguno.
Nadie va a hablar.
Ciertamente no yo.
—¿Era él? —pregunta Gabe.
—¿Qué piensas?
—Creo que ciertamente suena como algo que él haría.
—Bueno, ahí tienes —digo.
—¿Entonces lo viste? —pregunta Gabe—. ¿A Kassian?
Kassian.
Mi mirada se desliza hacia mi regazo ante el sonido de ese nombre. El
sudor rueda por mi espalda. Se siente aún más difícil respirar aquí ahora. ¿Por
qué demonios hace tanto calor?
—Lo oí hablar —digo—. Me buscaba.
—¿Te vio?
—¿Estaría sentada aquí si lo hubiera hecho?
—No —murmura—. Probablemente no.
Ni siquiera puedo empezar a imaginar lo que Kassian podría haber
hecho si me hubiera encontrado escondida detrás de ese bar, cómo habría
reaccionado ante la visión de mí acurrucada allí sin un top puesto.
Probablemente hubiera matado a todo el mundo. Hemos estado haciendo este baile
durante mucho, mucho tiempo, pero estos últimos nueve meses han sido los
peores. Estoy agotada. El juego más intenso de esconderse jamás jugado, excepto
que no es un juego. Realmente no. No hay nada divertido sobre lo que estamos
haciendo. Quiero renunciar, retirarme, llamarlo un empate y alejarme con la
cabeza en alto, pero Kassian Aristov juega para ganar.
No hay negociación con ese hombre.
Es a su manera o no hay forma.
Y no puedo dejar que gane esto. No puedo. Y él lo sabe. Que gane significa
que el resto de nosotros pierda.
—¿Has observado alguna vez el amanecer, detective?
Gabe suspira de manera dramática, ignorando mi pregunta, tal vez
piensa que estoy siendo estúpida. —Vuelve a casa, Morgan. No es seguro para
ti aquí.
—¿No es seguro el recinto 60? —exclamo con fingido horror,
sujetándome el pecho—. ¿Qué quieres decir?
—Sabes exactamente lo que quiero decir.
—Sí, bueno, si no estoy segura rodeada por la policía, ¿qué te hace
pensar que estaré a salvo en cualquier parte?
—Aún no te ha encontrado, ¿verdad?
—Aún no —digo, aun siendo la palabra clave. Si descubrió que trabajaba
en Mystic, es solo cuestión de tiempo hasta que me rastreé al apartamento,
considerando que George es el dueño del lugar.
Me colocó allí cuando toqué fondo, después de que me arrojé a su
merced, no teniendo ningún otro lugar para buscar ayuda. Odia a los rusos con
una ardiente pasión, y el enemigo de mi enemigo, bueno… digamos que son los
únicos lo suficientemente estúpidos como para saltar a esa oportunidad.
—¿Puedo preguntarte algo más, detective?
—Si digo que no, ¿eso hará que te vayas?
—No.
—Entonces dispara.
—¿Qué sabes de un tipo al que llaman Scar?
Gabe deja de hacer lo que está haciendo y me mira. —Sé que alguien con
un nombre de calle como Scar probablemente va a ser malas noticias. Aparte de
eso, nada.
—¿Nada?
—Nada —dice—. ¿Por qué?
—Ninguna razón en particular.
—¿Por qué, Morgan? —pregunta de nuevo, la voz más fuerte—. ¿En qué
te has metido ahora?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada.
Hombre, esta conversación no va a ninguna parte.
—Vete a casa —dice Gabe, levantándose— y quédate allí. Mantente
alejada del radar. No te metas en problemas. No hagas nada estúpido. No
pongas en peligro lo que estamos haciendo aquí.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunto—. Porque realmente no estoy viendo
que se haga nada.
Me aprieta el hombro. Se supone que es cariñoso, supongo, pero su
contacto hace que mi piel se arrastre. —Te estoy protegiendo, Morgan, como
necesitas que haga.
Después de salir, me siento allí, considerando esas palabras.
Protegiéndome.
Si así es como protegen a la gente, creo que prefiero protegerme yo sola.
Traducido por Vane Farrow
Corregido por Pachi Reed15

—Tengo algo para ti, gatita.


La niña se tensó ante aquellas palabras, ante la voz del Hombre de
Hojalata en la puerta detrás de ella. Habían pasado dos semanas desde aquella
noche en que fue despertada para esconderse.
¿Cuándo terminaría?
La niña se volteó en la silla de madera, donde había estado dibujando
con un pequeño lápiz en el dormitorio que él dijo que era de ella. El Hombre de
Hojalata se encontraba allí, vestido con un traje negro, manos escondidas en la
espalda. No lo había visto mucho en días. Se quedó en esa habitación,
evitándolo después de que quemara su camisón favorito.
No le gustaba estar allí, pero le gustaba un poco más cuando él no se
hallaba cerca. El León Cobarde la vigilaba en las noches en que el Hombre de
Hojalata no regresaba a casa. No siempre era agradable, pero no era tan malo. A
veces, pensaba que podría caerle bien.
Su estómago burbujeó y sus manos temblaron mientras apretaba el lápiz.
—¿Qué tienes?
El Hombre de Hojalata no dijo nada, no hizo nada, solo la miraba, sin
moverse de la puerta. Después de un momento, sacó algo de detrás de su
espalda, su mano empequeñeciendo a un oso de peluche. Deshilachado en
algunos parches, su pelusa algo enmarañada, el color bronceado marrón sucio.
Un ojo se había ido y una oreja apenas aguantaba, pero era lo más hermoso que
la niña había visto, porque era suyo. Suyo.
Su madre se lo había dado.
No lo había visto desde la noche en que lo dejó en la cocina cerca de
donde dormía su madre. Sus ojos se abrieron, sus labios se separaron, su
corazón latía salvajemente en su pecho.
—¿Para mí? —preguntó.
—Es tuyo, ¿verdad? —Lo miró, haciendo una mueca—. Una cosa
horrible. ¿De verdad lo quieres?
Frenéticamente asintió.
Por supuesto que lo quería.
Lo quería tanto.
Pero no se atrevía a moverse de la silla, a tratar de conseguirlo. Aún no.
Él se arrodilló entonces, a la altura de sus ojos desde la puerta, y lo
sostuvo para que ella lo tomara. La niña temía que pudiera ser un truco, pero lo
quería tanto que tenía que intentarlo. Se puso de pie y se acercó a él. Mantuvo
su agarre en el oso, todavía sin soltarlo. —¿Tiene un nombre?
Asintió.
—Usa tus palabras.
—Su nombre es Buster —susurró.
—Buster —repitió antes de soltarlo finalmente. La niña aferró el oso a su
pecho, abrazándolo con fuerza.
El Hombre de Hojalata se levantó, como si fuera a marcharse, como si no
hubiera sido un truco. Realmente tenía algo para ella, algo que le dejaría
mantener.
En una decisión rápida, la niña se lanzó contra él, abrazando sus piernas,
aplastando el osito de peluche contra su muslo. Se quedó inmóvil, mirándola.
Le preocupaba que hubiera cometido un error hasta que su mano acarició su
largo cabello castaño y la abrazó.
—Gracias, papá —susurró.
Su dedo se dobló bajo su barbilla, haciéndola levantar la mirada. —Haría
cualquier cosa por ti, gatita.
No se encontraba segura si lo creía, pero su tono suave la hizo sonreír.
Por primera vez en catorce largos días, le sonrió.
El Hombre de Hojalata le sonrió, acariciándole de nuevo el cabello, con
los hombros hundidos, la postura menos tensa, tal vez recordaba de nuevo su
corazón. Quizás se hallaba en su pecho, latiendo extrañamente como el suyo, un
poco asustado, pero un poco feliz, también. No duró mucho tiempo, sin
embargo, cuando algo le pasó a su sonrisa, haciéndola congelarse en su rostro,
como la sonrisa que su madre le dio la noche cuando las cosas terminaron muy
mal.
—Te ves como ella —dijo, su tono indiferente—. Ruego que nunca actúes
como ella. No lo soportaría.
Se apartó, forzándola a alejarse de él, dejándola allí en una nube de
confusión. Se sacudió la sensación, sin embargo, su sonrisa creciendo en tanto
abrazaba a Buster, sosteniéndolo a su nariz e inhalando profundamente.
Era casi como abrazar a su madre.
Traducido por day*ale, Jadasa & Vane Farrow
Corregido por Anna Karol

Lorenzo

Rompecabezas.
Cada pieza perfectamente cortada, moldeada para encajar con las de su
alrededor, única como ella misma, por lo que no puede ir a ningún otro lugar,
solo donde pertenece. Sola, la pieza no significa nada, el parpadeo de una
imagen, como una historia sin final, sólo una escena aleatoria sin ninguna
credibilidad. Es como conseguir que tu polla se moje pero nunca entre,
frotándola pero no follando.
¿Cuál es el punto de eso?
Los rompecabezas exigen un seguimiento. No puedes simplemente sacar
la verga a la mitad del asunto.
O bien, yo no puedo.
Es una especie de metáfora de vida. Los momentos son piezas, formadas
juntas y construidas entre sí, creando el cuadro más grande dentro del límite de
su mundo. Mi rompecabezas está lleno de formas deformes y bordes
irregulares, pero todavía encaja todo en su propia representación retorcida,
haciendo una horrible imagen de mi realidad.
Me gustan los rompecabezas.
Eso probablemente no sea una sorpresa.
La biblioteca en el primer piso de la casa está vacía, como la mayoría de
las otras habitaciones. Solo posee lo que puedes usar. Un gran escritorio de madera
de ébano se extiende por el centro, de color marrón dorado y negro, estrecho, el
tipo de escritorio que encontrarías en una sala de juntas rodeada por esas sillas
ergonómicas. Hay una sola silla de oficina de cuero negro aquí, empujada a un
lado, mientras estoy de pie frente a la mesa, mirando hacia abajo, golpeando la
esquina de una pieza de rompecabezas contra la madera rayada brillante,
pensando.
He estado trabajando en este rompecabezas desde hace algunos meses,
desde el día en que nos mudamos a esta casa, los bordes están completos,
ocupando la mitad de la mesa, secciones vacías dentro de ella con otros
escuetamente alrededor. Ocho mil piezas. Una réplica de la pintura de Miguel
Ángel en el techo de la Capilla Sixtina.
Suena aburrido, lo sé.
Solo quédate conmigo aquí.
Se pondrá mejor.
Compruebo la pieza en unos cuantos puntos antes de encajarla en su
lugar cerca del borde. Miro a su alrededor, buscando otra, cuando la luz
tintinea a través de la biblioteca la puerta se abre con unos nudillos tocando
contra el revestimiento de madera.
Siete está parado, sin cruzar el umbral, agarrando su teléfono. O bien, mi
teléfono, en realidad. Tiende a filtrar mis llamadas cada vez que está alrededor,
como un pseudo-secretario.
No se acerca más, esperando la aprobación. Los otros se mueven por la
casa, el resto de mi pequeño equipo personal de demolición, siete en total.
Solían ser diez, un bonito, redondo número par, pero ¿los otros tres? Bueno, se
encontraron con desafortunados fines debido a su propia estupidez.
No tengo muchas reglas. Haz lo que quieras. Jode a quién quieras. Roba,
miente, y engaña, si debes, pero cuando te digo algo… escuchas, y te conviene
no molestarme, porque puedo ser un poco susceptible.
Oh, y no pises mi biblioteca sin mi permiso.
—¿Qué pasa, Siete? Estoy ocupado.
—Ese chico está llamando de nuevo.
—¿Cuál chico?
—Ricardo Conti.
—¿Quién?
—El chico de Amello.
—¿Cuál chico?
—Con quien nos reunimos en el muelle esa noche.
—Ah, ese chico —digo, intentando una pieza en unos pocos espacios
antes de desecharla, recogiendo otra—. No parece un Ricardo.
—Ese es su nombre.
—No me gusta.
—Imaginé que no lo harías.
No hay nada rencoroso con esas palabras de Siete, así que no me ofendo.
El chico sabe cómo me manejo.
Intento mi siguiente pieza, encontrando su lugar, y paso a otra más
cuando Siete aclara su garganta. —¿Jefe?
Lo miro de nuevo, impaciente. —¿Qué?
—Ricardo—dice, levantando el teléfono—. Está llamando.
—¿Ahora?
—Sí —dice—. ¿Quiere que le diga que sigue ocupado?
—Depende de lo que quiera.
—Encontrarse de nuevo contigo.
—Oh, bueno, invítalo, entonces.
Los ojos de Siete se ensanchan. —¿Aquí?
—Sí, ¿por qué no? —Me encojo de hombros—. Todavía hace frío como la
mierda. No estoy saliendo a algún muelle esta noche, congelando mis bolas de
nuevo. Si quiere verme, aquí estoy.
—Sí, jefe. Se lo diré.
Siete se retira en tanto continúo trabajando en mi rompecabezas, tratando
de concentrarme, pero mi visión se está desdibujando y hace que sea difícil de
ver, los colores se fusionan. Intento un poco más de tiempo antes de darme por
vencido, con dolor de cabeza. Acercando la silla, me siento, apoyando mis pies
en la esquina de la mesa, cierro los ojos, cubriéndome el rostro con el brazo para
bloquear toda la luz.
Dios sabe cuánto tiempo me siento aquí, zonificando, dormitando, antes
de que alguien carraspee. Abro los ojos alarmado, viendo a un hombre entrar
en la biblioteca. Ricardo. Me siento recto, los pies golpeando el suelo con un
ruido sordo, alcanzo mi arma. Lo señalo antes de que pueda acercarse más,
apuntando a la masa.
—Un paso más y jalo el gatillo —digo y se detiene bruscamente,
levantando las manos, como si eso pudiera impedirme disparar. Ja—. ¿Sueles
entrar en propiedad ajena sin llamar?
—Me invitaron —dice—. Y la puerta, ya sabes, está abierta, así que
pensé...
Siete aparece detrás del chico cuando se calla. Agarrándolo, Siete le da
una palmadita, cogiendo una pequeña pistola de debajo de la ropa. Siete la
desarma rápidamente, tomando todas las balas antes de devolverle el arma. Su
frente se arruga cuando la toma.
—Puedes tener el arma, pero solo una vez que está vacía—le digo—. La
munición es un no-no en mi casa. Verás, las balas no vienen con nombres en
ellas, lo que significa que cualquier persona puede coger una si se aprieta el
gatillo, y no puedo lidiar con eso. ¿Bien?
Asiente lentamente mirando mi arma.
Sé lo que piensa.
—Las reglas no se aplican a mí —digo—, por lo que no tengas ideas
estúpidas. Quieres matarme, Ricky, y vas a tener que ser creativo, porque te
dispararé en el puto corazón en el momento en que empieces a ponerte
nervioso.
Mete la pistola en la funda, manteniendo las manos donde pueda verlas
después de eso.
—Ahora, el protocolo adecuado es que tocarás —digo—. Si la puerta está
abierta, golpea el marco. No es tan difícil. Adelante, inténtalo.
Todavía parece confundido, como si no lo captara, como si hubiera
asumido que tenía pelotas cuando el tipo es imprudentemente estúpido.
Después de un segundo, levanta el puño y golpea la madera a su lado.
—Buen chico —digo—. Ahora, ¿qué quieres?
—Tú, uh... me dijiste que viniera.
—Porque supuse que querías algo.
—Entregué tu contraoferta a mi jefe —dice—. Supuse que querrías
saberlo.
—¿Mi contraoferta? Refresca mi memoria...
—Dijiste que te chuparía la polla.
—Oh —me río. Lo hice, ¿no? Aja. No esperaba que en realidad
transmitiera ese mensaje. ¿Amello todavía lo dejó vivir después de eso?—. ¿Y
qué tiene que decir tu jefe?
—Declinó.
—Lo imaginé —digo, extendiendo mis piernas, encorvándome—. Pero
qué lástima. Apuesto a que chupa bien la polla. Probablemente haga lo
suficiente, ya sabes, la práctica hace la perfección y todo eso. Supongo que tendrás
que hacerlo en su lugar. ¿Pasas mucho tiempo de rodillas por él, Ricky? ¿O
prefieres simplemente inclinarte y dejar que él te folle un poquito?
Ricardo se queda allí, boquiabierto, como si tratara de averiguar si estoy
o no hablando en serio. Traga con fuerza, su manzana de Adam se balancea y
levanto una ceja, deliberadamente dramático al respecto.
—No lo hago —comienza, deteniéndose antes de decir—: quiero decir,
no estoy...
—Vamos, escúpelo
—O simplemente trágalo —bromea Siete.
Me río. —Esa es probablemente una idea mejor. Deberías estar
agradecido por cada gota.
Ricardo respira hondo. —No soy gay.
—Ni yo —digo—, y tampoco lo es Siete, por cierto, pero me la chuparía
si se lo pidiera. ¿No es así, Siete?
—Absolutamente —contesta—. Cualquier cosa que me pidas.
Afortunadamente para Siete, lo respeto lo suficiente como para no
pedirle eso. Respeto sus límites personales, porque lo exige. No solo eso, como
un mocoso con una boca grande que necesita algo empujado en ella. Se maneja
a sí mismo como alguien que se respeta. Pero aun así, lo haría si alguna vez se
lo pidiera, porque también me respeta.
Sin embargo, este tipo tiene bolas, pero pueden ser demasiado grandes si
en lugar de ponerse de rodillas diciendo “sí, por favor”, está vacilando como una
perra.
—Entra —le digo—. Déjanos, Siete.
Siete asiente antes de alejarse. Ricardo entra cuidadosamente en la
biblioteca, su enfoque cauteloso, su mirada parpadea por todas partes. Se
detiene, tal vez dos metros delante de mí, sin saber qué hacer.
—Dime algo —digo, demasiado agotado para prolongar esto, tanto como
fastidiarlo me divierte—. ¿Viniste porque tu jefe tiene otra queja que quiere
airear? ¿O estás buscando un nuevo trabajo, teniendo en cuenta lo que le pasó al
club de tu jefe, ya sabes, desde que la gente fue bang-bang-bang?
—Supuse que podrías decir eso.
—¿Supusiste? ¿Ah, sí? Porque yo no. No lo creo. O lo haces o no lo haces.
O estás buscando un trabajo o no lo estás. Si no entiendes tus propias
motivaciones lo suficiente como para no tener que tomar una maldita suposición,
entonces tenemos un problema.
Me mira fijamente. —Estoy seguro.
—Bueno, entonces. —Apoyo mis pies en la esquina de la mesa, juntando
mis manos en la parte posterior de mi cabeza—. Háblame de ti, Ricky.
Comienza a balbucear. No lo sé. No estoy prestando atención a las
palabras. Realmente no me importa lo que el tipo dice, no me importa cómo se
está encuadrando, pero su lenguaje corporal me lo dice todo. Cuando pasas la
vida de puntillas con psicópatas, aprendes a escuchar lo que no se dice.
Parpadea demasiado, inquieto, jugueteando con el reloj en su muñeca, jugando
con el broche. No es un Rolex, noto, no es que haga una diferencia en esta
situación, pero significa que es insípido o pobre como la mierda, y de cualquier
manera, es jodido para él. Lo que diga, está mintiendo. Todo en él grita engaño.
Tocando, justo cuando estoy a punto de llamarlo, Siete está ahí una vez
más.
—Pensé que te dije que nos dejaras —digo en voz alta, mi voz cortando
el lloriqueo de Ricardo.
—Lo hiciste —dice Siete—, pero alguien está aquí.
—Hay bastantes personas aquí —respondo—. Yo, tú, Ricky... El chico
lindo está arriba con Petardo... y el resto de los chicos, ya sabes, Dos, Seis y
Nueve, por todos lados, pero eso no significa que debas interrumpirme cuando
estoy en el medio de algo.
—Me refiero a alguien más.
—¿Quién?
—Una mujer —dice Siente—. Joven, morena... Creo que podría ser la que
buscabas.
—¿Está aquí?
Siete cabecea. —Afuera.
—¿Por qué no la has dejado entrar?
—Porque no ha tocado —dice—. Está como acechando, ya sabes,
mirando a su alrededor.
—Aja. —Dejando caer mis pies de nuevo, me levanto, dirigiéndome a la
puerta. Golpeo a Ricardo en el hombro, apretándolo, antes de empujarlo hacia
mi silla—. Toma asiento, volveré.
Siete mira al tipo cautelosamente antes de seguirme al pasillo. —No
confío en ese tipo, jefe.
—Probablemente no deberías —digo, mirándolo—. ¿Dónde la viste por
última vez?
—Estaba en el frente —dice—. La vi deteniéndose cerca de la puerta.
—Bien. —Señalo la biblioteca—. Vigílalo, ¿quieres? Iré a ver a nuestra
otra invitada.
—Sí, jefe.
Siete va a la biblioteca mientras camino a la parte trasera de la casa,
optando por salir por ahí y hacer mi camino alrededor. El aire es frío, el
crepúsculo cada vez más cerca. Puesta de sol. Mis pasos son silenciosos, mis
botas de combate aplastan la tierra húmeda, la nieve finalmente está
derritiéndose. Camino por el lado de la casa, haciendo una pausa cuando llego
a la esquina delantera. Me acerco, capturando sus sutiles movimientos en los
arbustos. Se agacha por debajo de la ventana de la sala, completamente
envuelta en sudaderas negras, con capucha y zapatillas de deporte.
Mira por la ventana, observando a mis hombres haciendo lo que hacen,
tan ensimismada por lo que ve adentro que no me percibe al acercarme. Me
detengo detrás de ella, observándola mientras los mira.
Es como el Inicio de un puto espionaje aquí.
Trato de esperarla, pero demuestra ser paciente. Minutos pasan. Tick.
Tick. Tick. Por mucho que me encantaría estar aquí para siempre, está
oscureciendo, y hace demasiado frío para esta tontería.
—¿Vas a entrar o qué?
Tan pronto como hablo, intenta dar vuelta, agarrada del protector, pero
pierde su equilibrio y cae sobre su trasero justo en los arbustos. —Mierda.
Me río a medida que se apresura para ponerse de pie. Rápidamente se
aleja de la ventana, lejos de la casa, manteniendo cierta distancia entre nosotros.
La mujer es astuta, sin duda... tan astuta que Siete fue el único que la notó, el
resto de mis hombres inconscientes, pero aun así, está un poco mojada detrás de
las orejas.
Mirándome cautelosamente, se mete las manos en los bolsillos de la
sudadera y no dice nada, no responde a mi pregunta, quizás no tiene una
respuesta para ello.
—¿Bien?
Aún sin respuesta.
Solo una mirada inexpresiva.
—Bien. —Me doy la vuelta para irme—. Quédate aquí.
Solo doy unos cuantos pasos antes de que su tranquila voz diga—:
Tienes una cerca blanca.
Eso me detiene. No sé por qué. Tal vez son las palabras. Quizás sea su
tono. Algo en ello me hace regresar. Todavía está parada allí, mirándome, la
mirada se desliza a la cerca a lo largo de la propiedad.
—¿Qué esperabas, alambre de púas?
—No lo sé —admite, mirándome de nuevo—. No una cerca.
Parece casi asombrada, pero es una cerca. Solo una puta valla. Tengo la
sensación, por el momento, de que significa algo más para ella. Pero hace
demasiado frío para que lo descubra, demasiado frío para ser metafórico.
—Vamos. —No pregunto esta vez—. Ven conmigo.
Me dirijo a la puerta principal. Vacila, sus ojos me enfrentan antes de que
finalmente me siga sin discusión. En el momento en que abro la puerta, el ruido
interior se calma, la pequeña fiesta de la sala se detiene bruscamente cuando
mis hombres entran en guardia. Intrusos.
—Alejen sus pollas, muchachos —digo cuando toman sus armas,
apuntando a mi camino en alarma. La regla de “balas no” tampoco se aplica a
ellos, pero en tiempos como estos creo que debería hacerlo.
Las bajan tan rápido que es casi cómico, con los ojos desorbitados como
si fueran los malditos Looney Tunes10.
Una niebla de humo persiste en la habitación, el olor almizclado y
almidonado fuerte en el aire. Botellas de licor medio vacías esparcidas sobre la
mesa de café. Paseando, agarro una botella de ron, tomando un trago
directamente antes de señalar a Scarlet.
—Amigos, esta es Scarlet. Scarlet, ellos son Dos, Seis y Nueve.
Ella parpadea unas cuantas veces, pero no dice nada cuando los hombres
murmuran saludos incómodos, como si los hijos de puta nunca hubieran
conocido a una mujer antes.
Salgo de nuevo, todavía sosteniendo la botella, y Scarlet me sigue por el
pasillo. —¿Los enumeraste?
—Sí.
—¿Por qué?
—Imagino que por la misma razón por la que el Gato en el Sombrero11
llamó a sus pequeños amigos Cosa Uno y Cosa Dos.
—¿Lo cual es por qué?
Me encogí de hombros. —¿Quién sabe? Sonaba bien.
—Estaaá bieen. —No suena convencida—. ¿Pero qué le pasó a Uno? ¿O,
Siete?

10Looney Tunes es una serie de dibujos animados de la compañía Warner Bros.


11El gato en el sombrero es un libro infantil escrito por Dr. Seuss. El personaje principal es un
gato antropomórfico, alto, travieso, vestido con un sombrero de copa a rayas rojas y blancas y
una corbata de lazo rojo.
Me detengo frente a Siete, quien se esconde frente a la biblioteca, agitado
ante el sonido de su nombre.
—Siete —le digo, señalándolo con mi botella de licor—. Uno se fue, como
Ocho y Diez, pero Siete equivale a una docena de hombres, por eso no he
sentido la necesidad de reemplazarlos.
Scarlet me da una mirada peculiar, como si nada de esto tuviera sentido.
—¿Esto es algo para memorizar, como si tu cerebro no hiciera sinapsis
correctamente? —pregunta—. ¿O es que eres así de imbécil?
Eso me hace reír.
Siete, al otro lado, se tensa.
Probablemente teme que la mate.
Mormón, ¿recuerdas?
Todavía le queda algo de moral.
—Probablemente un poco de ambos —reconozco, golpeando a Siete en la
espalda, sin decirle que se relaje. Si fuera a matarla, lo habría hecho cuando me
robó, o cuando empujó un cuchillo sobre mí... dos veces. Palabras necias.
Palabras de sus elegantes labios, no importa cómo de amargas, se van
suavizando.
Moviéndome, entró en la biblioteca, viendo a Ricardo sentado allí,
exactamente donde lo dejé.
—Levántate —digo, haciendo un gesto con el dedo para que desocupe
mi silla. Se pone de pie, su mirada encuentra a Scarlet.
Entra en la habitación justo detrás de mí, maldiciendo en voz baja—:
Mierda.
Mira al tipo como un venado atrapado ante los faros y él la mira como...
bueno, como algo que quiere comer. Ajá. Lo admito, sí, la mujer es deliciosa,
pero yo soy el gran lobo malo en estos bosques, y va a dejar en paz a mi
Caperucita Roja.
Me muevo entre ellos dejándome caer en mi silla. —Supongo que se
conocen.
—La he visto por ahí —dice Ricardo—. Una de las putas de Amello.
Scarlet hace una mueca, pero no dice nada, rodeando al chico, dándole
un amplio espacio en tanto se dirige hacia donde estoy sentado. Se siente
incómoda a su alrededor, lo que significa que tiene una intuición decente.
—¿Bebes, Ricky? —pregunto, señalándolo con mi botella—. Tal vez
¿quieres fumar un poco?
—Un poco —dice.
—Ve a prepararte un trago —digo—. Pasa el rato, conoce a mis
muchachos. Te harán sentir como en casa. Tengo algunos asuntos que atender
aquí. Te llamaré cuando haya terminado.
Asiente, lanzando una mirada a Scarlet antes de desaparecer en el
pasillo. Parece que quiere atraparla. Ajá. Siete sigue de inmediato a nuestro
visitante a la sala de estar.
Scarlet los mira antes de volverse hacia mí. —¿Qué, el escurridizo Rick
no tiene un número?
—¿Escurridizo Rick? —Me río—. Tendré que recordar esa.
—¿Sabes que trabaja para George Amello, verdad?
—Síp.
—Es a quien George le ordenó asesinarte —dice—. Se supone que debe
enviar un mensaje eliminándote.
—Sí, me di cuenta de eso —digo, extendiendo mis piernas sobre la mesa
a medida que me recuesto en la silla. Se ve preocupada, como si le importara mi
bienestar. Es lindo. Muy lindo—. Entonces, dime, Scarlet, ¿también vienes aquí
para matarme? Porque si es así, quizá quieras volver más tarde, ya que él se te
adelantó esta noche. Tendrás que esperar tu turno.
Parpadea como si hubiera enloquecido. Diablos, quizás lo he hecho. —
¿Estás loco?
—Potencialmente —digo—. ¿Tú?
—¿Yo estoy loca?
Asiento.
—Estoy empezando a sentir ganas de estarlo —murmura, pasando las
manos por su rostro—. El hecho de que pensé que era una buena idea venir
aquí me dice que probablemente lo estoy.
—¿Vienes a aceptar mi oferta?
Vacilando, se acerca a la mesa, mirando el rompecabezas. Sus ojos
meticulosamente exploran los comienzos del arte, pero no toca ninguna de las
piezas, manteniendo sus manos para sí misma.
—¿Sabías que Miguel Ángel nunca quiso pintar esto? —pregunta después
de un momento—. El Papa no le dio opción. Pasó tantas horas sobre su espalda,
luchando y sufriendo por las condiciones tan tóxicas que lo enfermó. Pasó el
resto de su vida caminando con cojera por eso.
—No, no lo sabía —digo—, pero sé que estás evitando mi pregunta.
Sonríe suavemente, todavía mirando el rompecabezas. —Sé lo que se
siente, tener a alguien poderoso controlándote, dictando lo que haces. Pero
Miguel Ángel se vengó. Todo está lleno de blasfemia.
—Apuesto a que sí —digo—. Ahora responde mi pregunta.
—Sí.
Eso es todo lo que dice. Sí.
—¿Estás aceptando mi oferta?
—Seguro que eso es lo que significa sí.
Sonrío. —Entonces, lo que estoy escuchando aquí es que quieres
vengarte del idiota que te controló... aunque, supongo que el idiota de Aristotle
no te hizo pintar una iglesia. ¿Qué te hizo?
—Me robó.
—¿Que robó?
—Todo —susurra—, mi inocencia más que nada. Me alejó de todo lo
bueno de mi mundo, me lo robó… todo lo que amaba, y se esforzó tanto en
apagar toda la luz de mi vida para asegurarse de que nunca volviera a sentir el
sol, y lo hizo, dijo que lo hacía por mi propio bien, como si eso significara amar
a alguien.
Se vuelve hacia mí, su expresión pasiva, esas palabras pasando por mi
mente. Por mi propio bien. Sí, lo he oído antes.
—Eso es lo que lo hace tan cruel —continúa—. Solía leer todos estos
cuentos de hadas, y solo pienso en lo jodido que es darse cuenta de que los
héroes son falsos, pero los monstruos son reales. Es el mundo en el que vivimos.
No existen caballeros en armaduras brillantes por ahí. Simplemente estoy yo,
atrapada en un mundo lleno de dragones que respiran fuego, y ese hombre está
decidido a quemarme completamente.
—Conocí a un hombre así una vez.
—¿Qué ocurrió?
Dejo caer mis pies al suelo y me levanto, estudiándola un momento antes
de decir—: Le ocurrió a mi cara.
Me paseo de un lado al otro frente a la pared de estanterías a lo largo de
la parte de atrás de la habitación, en su mayoría desnuda, salvo unos cuantos
libros y algunas cajas cerradas con llave. Saco un juego de llaves de mi bolsillo,
desbloqueando sin palabras una pequeña caja de metal, y agarro el silenciador
negro. Sacando mi pistola de mi cinturón, me doy la vuelta.
Scarlet está apoyada contra la mesa, sus manos dentro del bolsillo de la
sudadera. Arrastra su mirada sobre mí, en guardia, mientras atornillo el
silenciador en el Colt M1911.
Reviso la pistola, asegurándome de que esté cargada. —Entonces te
gustan los cuentos de hadas, ¿verdad? ¿Alguna vez escuchaste la historia de The
Juniper Tree?
—No.
—A la madrastra no le gusta su hijastro, porque dispuso heredar la
fortuna de la familia, por lo que lo decapita y alimenta a su padre con él antes
de enterrar sus huesos debajo de un árbol de enebro.
Me mira fijamente. —¿Y entonces qué?
—Eso es todo.
—Eso no puede ser todo.
—A veces las historias son horribles, Scarlet. El hecho de que no hayas
encontrado una mierda de Príncipe Azul no significa que los cuentos de hadas
no sean reales. Simplemente, no siempre son bonitos.
Salgo de la biblioteca, haciendo mi camino a la sala de estar. Siete está
merodeando la puerta, vigilando a nuestro huésped como sabía que lo haría.
Los demás acechan dentro de la habitación, riendo y bromeando. Ricky se
encuentra sentado en el centro del sofá, bebiendo directamente de una botella,
un humo nebuloso lo rodea.
Aclarando mi garganta, entro en la habitación, atrayendo su atención. Su
sonrisa se desvanece rápidamente, algo chispea en sus ojos cuando ve el arma
en mi mano.
BANG.
No le doy la oportunidad de darse cuenta de lo que está sucediendo, no
le doy tiempo para suplicar por su vida, para tratar de inventar alguna
estupidez pensando que la voy a creer.
BANG.
BANG.
BANG.
Una y otra vez, descargo las balas silenciadas, pero es lo suficientemente
fuertes como para que el ruido resuene, fusionándose con el agudo sonido de
su grito. Las balas golpearon su pecho, estómago, y el sofá a su lado, casi
alcanzó a uno de mis hombres antes de que la última sacuda al hijo de puta
justo en la cabeza.
BANG.
La sangre salpica la pared blanca alrededor del sofá. Ricky se desploma
sobre Tres, su cuerpo aun temblando, el corazón ya no late. Tres lo aparta,
maldiciendo mientras se levanta, agitando sus manos como una perra histérica,
su reacción haciendo reír a los demás.
Ellos ríen.
Un puñado de jodidos enfermos, encontrando gracioso que su amigo esté
salpicado de materia cerebral.
Sacudo la cabeza, empujando el arma hacia Siete, que la toma sin dudar.
El humo blanco nos rodea del lubricante que uso en el tubo del silenciador.
Sé que hay un infierno de alguna broma sexual en algún lado,
simplemente pidiendo que se haga, pero no tengo tiempo para ello ahora,
porque el aire es tan espeso que el maldito detector de humo empieza a chirriar
en el pasillo, como si no tuviera suficiente atención.
—Limpia el arma —le digo a Siete antes de señalar el desorden en el
sofá—. El resto de ustedes, hagan algo con esto antes de que Tres se cague en
sus pantalones.
Se ríen más cuando Tres gruñe entre dientes, tratando de recuperarse. Es
el chico más blanco por aquí, con abundante cabello rubio y ojos verdes claros,
pecas en la nariz, sus mejillas sonrosadas, como si siempre estuviera sonrojado.
Es un cruce entre un surfista de California y el pequeño Bobby Brady con la
personalidad de John Wayne Gacy... ya sabes, un payaso asesino.
—¿Lorenzo? ¿Todo bien?
La voz de mi hermano suena desde arriba. Me vuelvo, retrocediendo
hacia el pasillo para responder, y me encuentro cara a cara con Scarlet. Está de
pie allí, con los ojos muy abiertos en tanto me observa, una mirada en ellos que
reconozco... una que me dice que vio lo que acabo de hacer. No es miedo, no. La
he visto asustada. La vi acurrucarse detrás de una barra aterrorizada,
¿recuerdas? Esto es más bien sorpresa, como que quizás no pensó que lo tuviera
en mí, como si no me hubiera tomado en serio hasta ahora.
Como si no se diera cuenta de que me encontraba a la altura de mi
reputación.
—Está bien —grito, agitando hacia el detector de humo, apartando la
neblina—. Quédate arriba.
—Planeo hacerlo —grita en respuesta—. Solo, ¿puedes mantenerlo bajo
control? Tengo que trabajar por la mañana, hermano.
Se escuchan silbidos silenciosos cuando me río.
Nunca olvidaré la ironía de que yo crié a un miembro puritano de la
sociedad.
—Necesito una bebida —me quejo, frotándome el rostro con las manos al
alejarme, desviándome a la biblioteca por la botella de ron. Scarlet me sigue. No
la veo, ni la escucho, ni la siento. Es una sensación que se refleja en mi piel por
sus ojos observándome.
—Tiene que haber más —dice finalmente.
—¿Más qué? —pregunto.
—The Juniper Tree —dice—. No puede terminar así.
Tomando un trago de ron, me vuelvo hacia ella. —¿Aún te mortifica eso?
—Sí.
—Es solo una historia. Las historias tienen que terminar en algún
momento. Diablos, ¿viste Los Soprano? A veces las historias solo terminan. La
mierda se vuelve negra. Y abracadabra, se termina. No más, ya no queda nada,
el fin.
Hace una mueca. —Eso apesta.
—Sí, bueno, la vida apesta, Scarlet —digo—. Lo sabes tan bien como
cualquiera. A veces las bestias son simplemente jodidas bestias, sin importar
cuánto las ame Bella. Es un hecho. Anteriormente he visto como el amor hace
que un monstruo cobre vida, pero la mayoría de las veces, el monstruo te ama
hasta la muerte.
Sacude la cabeza, apartando la mirada.
Supongo que no le gusta lo que estoy diciendo.
Para una mujer que afirma que ya no cree en los cuentos de hadas, con
certeza que los finales infelices le molestan.
—Una cerca blanca —digo, entendiéndolo después de un momento. Eso
es lo que dijo afuera. Tienes una cerca blanca—. ¿Es eso lo que quieres?
¿Demostrar que estás equivocada? ¿Por algún felices para siempre que aparecerá
y te seducirá? ¿Te llevará lejos de esta vida de mierda y te dará tu cerca blanca?
—Eres un idiota, Lorenzo.
—Eso no suena como una negación.
—¿Es tan malo querer ser feliz?
—¿Eso es lo que te hace feliz? ¿De verdad?
Se encoge de hombros involuntariamente.
—Bueno, si es así, estás ladrándole al árbol equivocado —digo—, porque
no puedo darte eso. No dejes que la cerca te engañe. Por aquí, es solo una cerca.
Vino con una casa que compré porque a mi hermano le gustaba. Nada más.
Pero lo que puedo ofrecer, Scarlet, es estar de tu lado. Tú y yo, podemos ser los
mejores amigos, pero no esperes encontrar tu cuento de hadas bajo mi techo.
¿Entiendes?
Me mira fijamente.
Creo que quizá la ofendí. Sin embargo, no es que importe porque es la
verdad, y lo último que quiero es que esta mujer lo tergiverse y piense que soy
algo que no puedo ser: su héroe.
Después de un momento, inclina la cabeza y dice—: ¿Lo dices en serio?
—Tan en serio como puedo.
—¿Por qué serías mi amigo? ¿Qué beneficio obtienes?
Considero esa pregunta en tanto tomo un trago de la botella de ron,
sentándome en mi sillón. —¿La verdad?
—Por favor.
—Estoy aburrido —admito—. También vine a la ciudad por una película.
El Padrino. Pero ¿la realidad? No es nada como en las películas. La mayoría de
los días nos sentamos, esperando que algo suceda. Es monótono. El mundo,
todo está en blanco y negro, pero ¿tú? Tienes tantos tonos de rojo, mujer, y los
colores me hacen sentir curiosidad, pero no tan aburrido con tus tonterías.
—Sabes, Kassian no es solo cruel —dice, acercándose—. Es cruel... sin
alma... vicioso.
—¿Sangre fría, despiadado y una docena de sinónimos que significan
que es un verdadero pedazo de mierda?
—Sí —dice—. No es alguien con quien te metes.
—Sí, bueno, tampoco soy Mary Poppins.
Se detiene justo delante de mí. —Sí, pero…
Antes de que pueda terminar, antes de que pueda decir algo que
probablemente me ofenderá, cientos de razones pura mierda por las que no
debería hacer amistad con ella, la agarro fuertemente de la nuca, tomándola con
la guardia baja, forzándola a mirarme a los ojos, tan cerca que mi nariz se roza
contra la suya.
Contiene el aliento.
—Cortaré su maldita garganta y beberé su sangre, Scarlet —digo, mi voz
grave, tranquila, y malditamente seria—. Puede que te asuste, y tal vez sea por
una buena razón, pero no me asusta. ¿Porque todas esas palabras que usaste
para describirlo? También me han llamado así. He ganado mi distinción, luché
por mi título, ¿y si vale o no el miedo que incita? Bueno, todavía estoy
decidiéndolo. ¿Me entiendes?
Exhala temblorosamente, pero en vez de reconocer lo que le pregunto,
deja escapar una carcajada. —Estás loco.
—Bienvenida al manicomio. Siéntete libre de quedarte todo el tiempo
que quieras, pero mientras estés aquí, hay reglas que hay que seguir.
—¿Cómo cuáles?
—Como traicióname y te mato. Miénteme y te mato. Ignora una orden y
te mato. De lo contrario, haz lo que quieras. ¿Crees poder manejar eso?
—En tanto no me hables con altanería porque soy una mujer. Tiras una
mierda misógina y te mato. ¿Tenemos un trato?
Esas palabras me hacen algo, escuchar esa amenaza viniendo de sus
labios, tan rara con esa voz baja, sensual. Me pone duro en un instante.
—Depende —digo—. ¿Es misógino decirte que realmente me gustaría
follar tu garganta en este momento?
Parpadea unas cuantas veces, como si no esperase que dijera eso. —
¿Dirías eso a tus hombres?
—Si algo que dijeron me excitó, lo haría.
Mi mano se mueve, desde la parte posterior de su cuello hasta el frente
de su garganta, el pulgar y el índice contra sus arterias carótidas. No presiono
con fuerza, solo los apoyo allí, sintiendo vagamente la sangre pulsando a través
de su sistema. Su corazón está latiendo aceleradamente.
—¿Es posible que ellos te exciten? —pregunta, tragando con fuerza, su
garganta oscilando contra mí palma.
—Oh, sin duda —le digo—. Nada es imposible. Pero esos tipos, ya sabes,
son crudos, un poco marranos, así que es más probable que me disgusten a que
me pongan duro. Sin embargo... no me gusta descartar nada.
La suelto, relajándome en mi silla, y espero que se aleje ahora que ya no
la sostengo allí, pero mantiene su posición, sus manos descansando en los
brazos de mi silla a medida que se inclina sobre mí.
—Entonces no lo llamaría misógino —dice—. Eres más un idiota de
igualdad de oportunidades.
—Bueno, supongo que tenemos un trato.
—Supongo que sí —susurra, inclinando su cabeza mientras se lame los
labios. Se inclina más cerca, la punta de su nariz rozando la mía, su boca un
aliento cuando golpes hacen eso a través de la biblioteca.
Mierda.
Presiono mi dedo índice en sus labios, deteniéndola y poniéndome de
pie, el movimiento empujándola lejos de la silla. Siete acecha cerca del umbral,
sosteniendo mi arma recién limpiada. Scarlet se levanta, frunciendo el ceño, y
me detengo delante de ella, escaneándola, antes de mover mi mano.
Provocando su barbilla, levanto su rostro.
Parece casi decepcionada.
—Primero los negocios —digo en voz baja—. Quizás después habrá
tiempo para divertirnos.
Traducido por Jadasa, Vane Hearts & MaJo Villa
Corregido por Anna Karol

Morgan

El hedor de la lejía, espesa en el aire, hace que frunza la nariz, quemando


mis pulmones mientras inhalo. Puf. La sala de estar ha sido completamente
lavada, más rápido de lo que pensé que fuera humanamente posible.
Es obvio mientras observo desde la puerta, que esta no es la primera vez
que sucede algo así. Ellos parecen más expertos en este tipo de situaciones que
los profesionales que se encargan de limpiar las escenas de crímenes en la
ciudad, y esos chicos tienen mucha experiencia.
Lorenzo está a sólo medio metro o menos delante de mí, tan cerca que
podría tocarlo si quisiera. Su camisa blanca de mangas largas se levanta un
poco en la espalda por la pistola metida detrás de él, justo en su cinturón.
Recién recargada, supongo. Ya no tiene el silenciador, lo empuña en su mano,
mientras se queda allí, mirando su sofá de cuero negro.
Está confiando. O tal vez solo es imprudente. Podría quitarle la pistola de
sus pantalones y dispararle en la nuca antes de que supiera qué sucede. No voy
a hacerlo, por supuesto. Sólo estoy dejando claro algo.
Podría hacerlo.
Si quisiera.
Pero no lo hago.
—Podríamos arrojar una manta encima —dice uno de los chicos,
rompiendo el silencio. No sé su nombre. Diablos, no sé su número. Es solo... uno
de ellos. Cabello oscuro, ojos oscuros, rasgos oscuros, voz oscura. Todo en él es
oscuro, hasta su ropa.
Todos se visten de negro, me doy cuenta cuando miro alrededor de la sala
llena, excepto por Lorenzo, que se viste más como un híbrido modelo/matón. Es
raro, ¿verdad?
No lo sé.
Todavía no estoy segura de lo que estoy haciendo aquí.
—Una manta —dice Lorenzo, no suena convencido.
—Sí, ya sabes, o una de las mantas —dice el tipo—. De las que se ponen
sobre los sofás. ¿Cómo se llaman? Um...
—Funda de sofá —dice Lorenzo.
—¡Eso! —El tipo levanta su dedo, señalando a Lorenzo, viéndose
malditamente orgulloso, como si fuera una gran revelación—. ¡Una funda de
sofá!
—Eso podría funcionar —dice alguien: el extraño del grupo, el rubio
solitario en una habitación llena de italianos en su mayoría—. Mi abuelita tiene
una, ocultando esta gran mancha de vino con forma de culo. Es fea, ya sabes,
pero podría servir.
Lorenzo gira la cabeza, mirando al rubio, tan inexpresivo como su voz
cuando dice—: ¿Vas a robarle a tu abuelita la funda de su sofá?
Se encoge de hombros. —Bueno, sí, si lo necesitas, claro.
Lorenzo lo mira fijamente por un momento antes de volver su atención al
sofá. Me muevo un poco hacia el lado, mirando a su alrededor. Hay un agujero
de bala en la parte de atrás, donde el tipo había estado sentado. No es así de
malo, pero es notable, lo cual supongo es un problema.
—Simplemente deshazte de él —dice Lorenzo, agitando las manos—.
Compraré uno nuevo.
Los chicos se ponen rápidamente en acción, trabajando en equipo y
agarrando el sofá, levantándolo para moverlo.
Apenas lo alejan de la pared cuando Lorenzo grita, alzando la voz, casi
gruñendo—: ¡Bájenlo de nuevo!
Los hombres se hallan confundidos. Puedes verlo en sus rostros en tanto
se miran preocupados, pero sé cuál es el problema. Detrás, un agujero en la
pared, un infierno mucho más grande que el que está en el sofá. Lo cual, de
nuevo, supongo que es un problema.
Lo colocan nuevamente en su lugar, alejándose, dándole espacio al sofá
como si este pudiera atacarlos.
—Encuentren alguna cinta aislante o algo así —dice Lorenzo, girándose,
pasando por delante de mí—. Puta incompetencia.
Regresa a la biblioteca, cerrándola con un portazo tan fuerte que me
estremece.
Los hombres salen corriendo de la habitación, pasando por delante de
mí, todos excepto Siete, parado cerca de la ventana en silencio. No se necesita
media docena de chicos para encontrar cinta adhesiva, pero supongo que
ninguno de ellos quiere ser el que ignora una orden.
Me dirijo a la biblioteca para ver a Lorenzo, mi mano agarra el picaporte
cuando Siete dice en voz alta—: No lo hagas.
Me detengo mirando hacia atrás, viendo que me siguió, su expresión
seria.
—Si la puerta se abre, es probable que te dispare —dice—.
Probablemente ni siquiera mirará quién es.
Lentamente retiro mi mano del picaporte, le doy una larga mirada a la
puerta en tanto los hombres regresan por el pasillo, uno de ellos trae un rollo de
cinta adhesiva plateada.
—Vamos —dice Siete, señalando la sala de estar donde se reúnen los
chicos—. Únete a nosotros.
Dudo antes de volver, dándole a la puerta de la biblioteca una mirada
más. El tipo con las características más oscuras coloca capas de cinta adhesiva
sobre el agujero antes de dejar caer el rollo sobre la mesita de café en frente de
él. Todos regresan a pasar el rato, como si nada hubiera sucedido, apenas
perdían el ritmo a medida que recogían las botellas de licor, alguien rodaba con
brusquedad.
No sé qué hicieron con el cuerpo.
Alguien lo sacó por la puerta trasera antes de regresar con las manos
vacías.
—¿Scarlet, verdad? —pregunta Siete, deteniéndose junto a la puerta.
—Así es cómo él me llama —digo, deteniéndome a su lado—. Mi nombre
en realidad es Morgan.
Siete sonríe, tendiendo su mano. —Es un placer finalmente conocerte.
Soy Siete.
La estrecho. —¿Tienes un nombre de verdad?
—Bruno —dice—, pero puedes llamarme Siete. Eso facilita las cosas por
aquí.
—Siete —repito—. ¿No te molesta que se niegue a llamarte por tu
nombre?
—¿Por qué? ¿Te molesta?
—No —digo—. Realmente no.
Me siento sorprendida por mi propia respuesta. Es verdad, no me
molesta que no me llame Morgan, aunque la primera vez que me llamó Scarlet,
tocó un punto sensible. Sosteniendo mi brazo hacia arriba, empujo la manga de
mi sudadera, mirando el tatuaje en mi muñeca. Mi Letra Escarlata, como la
llama. Si sólo supiera lo cerca que está de la realidad...
—¿Está bien? —pregunto, dejando caer mí brazo de nuevo—. ¿Lorenzo?
—Lo estará —dice Siete—. Suele perder la calma de vez en cuando.
Cuando la puerta esté cerrada, déjalo en paz. Cuando se sienta mejor, volverá.
Su biblioteca está fuera de los límites, así que no vayas sin permiso. Si la puerta
está abierta y está allí, considera si realmente lo necesitas o no, porque es tan
propenso a disparar como a decir “entre”.
Parpadeo. —Siento que debo tomar notas.
—Probablemente deberías hacerlo —dice alguien con una carcajada.
Miro a los otros chicos. Todos me miran, pero fue el rubio quien habló—. Es la
Selección Natural, en carne y hueso. Si quieres hacerlo, adáptate, porque es la
supervivencia del más apto por aquí. Elimina a los débiles.
De ahí los números que faltan, supongo; pero no digo eso. No digo nada.
Las reintroducciones son hechas por Siete. Me llama Morgan, dejándoles
a los demás la cortesía de sus verdaderos nombres. Tres, el chico rubio, resulta
ser Declan Jackson, mientras que Cinco, el de rasgos oscuros, se llama Frank
Romano. Los otros, todos se mezclan, y no estoy tratando de ser una idiota
sobre eso, pero son solo italianos con nombres americanizados. Hay un Joey, un
Johnny, algo más... lo que sea.
No hay más sillas, así que termino sentada en la mesa de café, ignorando
el alcohol, pasando de fumar, tratando de mantener despejada la cabeza, pero
me siento absorbida rápidamente. Son todos agradables, supongo... mejor de lo
que estoy acostumbrada. El tiempo se desvanece en tanto se burlan, y me río un
poco de sus payasadas. Son casi como niños, contando chistes vulgares.
Jamás oí que la puerta se reabriera, pero finalmente, está allí. Frank
cuenta una historia, apenas presto atención, cuando de repente dice—: ¿No es
cierto, jefe?
—Ya lo sabes.
La voz de Lorenzo suena tranquila, exclamando desde la puerta, como si
estuviera acechando hace un rato. Sus ojos están fijos sobre mí, su expresión
ilegible. Es como si el hombre fuera un libro abierto, pero cualquiera que sea su
historia, está escrita en un idioma diferente.
Una que no puedo leer en lo absoluto.
Está ahí, pero ¿qué significa?
—¿Por qué no se toman la noche libre? —sugiere, aunque es bastante
claro que realmente es una orden, ya que todos inmediatamente se ponen de
pie, recogiendo las botellas de licor y llevándolas a medida que avanzan hacia
la puerta principal. Susurran despedidas entre sí, pero en su mayor parte solo
asienten hacia Lorenzo antes de desaparecer.
Después de que la puerta principal se cierra detrás de ellos, Lorenzo
camina en mi dirección, pasa más allá de mí para examinar el remiendo grueso
de cinta aisladora sobre el agujero en el sofá. —¿Cuál de esos imbéciles...?
—Frank —digo, obteniendo una mirada peculiar de él, frunciendo el
ceño confundido. Pongo los ojos en blanco. Por supuesto. ¿Incluso sabe sus
nombres? —. Cinco, supongo que así lo llamas. Su verdadero nombre es Frank.
—Sé su nombre —dice Lorenzo—. Es solo que me sorprende que tú lo
sepas.
—Si conoces sus nombres, ¿por qué no los usas?
—La misma razón por la que no le pones nombre a un cachorro a menos
que sepas que lo vas a mantener.
—¿Cuál es...?
—Tengo que mantenerlos a distancia. No quiero encariñarme.
Increíble. —Entonces ¿los deshumanizas, los conviertes en objetos y no en
personas, porque los objetos son reemplazables, pero las personas son únicas?
—Las personas no son únicas —dice—. Los cachorros, ya sabes, te aman,
juegan a la pelota contigo porque cuidas de sus necesidades. Los perros
callejeros matan lo que se mueve, lo que sea débil, lo que están seguros de que
pueden vencer, con el fin de sobrevivir. El afecto es lo único que impide que
Lassie se convierta en Cujo.
—Pensé que era la rabia.
Se vuelve hacia mí. —Estoy hablando metafóricamente.
—Sí, bueno, estás haciendo un trabajo de mierda.
Riendo, se acerca a mí, acariciando mi mentón e inclinando mi rostro, su
pulgar adulando suavemente mi mejilla. —Son animales salvajes, Scarlet. Veo
sus necesidades y son leales por eso. Pero a veces, sabes, algo sale mal, así que
no te encariñes, en caso de que tengas que matar a uno de ellos. ¿Me entiendes?
Sí, lo entiendo.
Entiendo más de lo que jamás él podría saber.
Estamos en diferentes extremos del espectro, él y yo, ambos esperando a
que todo se derrumbe, excepto que asesinará a alguien cuando suceda, en tanto
yo estoy aterrorizada de ser quien muera. Está preparado y listo, armado para
disparar, y estoy cayendo libremente, esquivando las piezas que se desmoronan
de mi vida a medida que caen sobre mí como meteoritos.
—Ellos te respetan. No creo que alguna vez te traicionen.
—La traición viene de muchas formas —dice—. A veces no es
intencional. Incluso el perro mejor entrenado puede morder su mano si intentas
sacarle su comida. ¿Qué haces entonces?
—Regresarle su comida.
—O... rompes su cuello.
Sacudo la cabeza. —Estás loco.
—Sigues diciendo eso.
Se inclina, y tengo una advertencia de tres segundos, el tiempo suficiente
para inhalar bruscamente, antes de que me bese. Sus labios son lo más suave de
él, cálidos y tiernos, como una porción de cielo envuelto en infierno, por lo que
vale la pena luchar contra las llamas para sentir su fuego.
Mis ojos se cierran, y le devuelvo el beso, agarrando su antebrazo, como
si quizás el tocarlo podría mantenerme cuerda. Tocarlo me mantendrá en el
momento, me impedirá flotar lejos, muy lejos. A mi cerebro le gusta
desconectarse, enviar señales a través de mi cuerpo para evitar que piense,
sienta, sea, simplemente se disuelve en la nada y se reconfigura de nuevo
cuando termina, porque no se puede romper lo que no es sólido; pero con él no
quiero desconectarme. Enciende algo en mi interior, agitando estas pequeñas
chispas en mi abdomen que envían sacudidas a través de mi cuerpo, como un
desfibrilador al corazón.
Es aterrador, pero joder, sentirse viva de nuevo...
Es lindo.
Lorenzo se aparta bruscamente, interrumpiendo el beso, su voz baja y
áspera, como papel de lija, cuando dice—: Lo estás haciendo de nuevo.
Abro los ojos, mirándolo retroceder, mis manos se alejan de su piel. —
¿Haciendo qué?
—Desconectándote.
Me burlo—: No me desconecté.
¿Me desconecté?
—¿En qué pensabas? —pregunta.
—En no desconectarme.
—¿Es difícil para ti?
—Más difícil de lo que probablemente debería ser.
Se ríe ligeramente, se aleja más, y asiente hacia fuera de la habitación. —
Acompáñame.
—¿A dónde?
—Arriba.
—¿Qué hay arriba?
—Salvación.
Salvación.
Nunca una palabra alguna vez sonó tan hermosa.
De pie, lo sigo, arrastrándolo por la escalera hasta el oscuro segundo piso
de la casa. Caminamos por las habitaciones hasta una puerta en la parte de
atrás, y Lorenzo la empuja, abriéndose paso, haciendo un gesto para que entre.
Un dormitorio. Es probablemente el tamaño de todo mi apartamento,
pero hay muy poco en su interior, solo lo básico. La cama, sin embargo, es
monstruosa, tan enorme que podría albergar orgías en ella y nunca encontrar
otro par de testículos.
De acuerdo, estoy exagerando. No es tan grande. Pero aun así, media
docena de personas dormirían cómodamente.
Lorenzo entra detrás de mí. No enciende la luz. Está oscuro y mis ojos
necesitan de un momento para ajustarse a medida que miro alrededor, poso mi
vista sobre un par de zapatos encima de una cómoda.
Mis zapatos, lo sé. Los Louboutins rojos que dejé en la calle cuando huía.
—Supuse que los querrías de vuelta —dice, al ver que los miro—. Oí que
eran caros.
—Ni siquiera sabes cuánto —murmuro. Pagué mucho por esos malditos
zapatos, más de lo que una persona debería pagar, pero no me costó dinero.
Lorenzo da un paso detrás de mí, agarrando mi sudadera con capucha
para quitarla. Levanto mis manos, dejándolo sacarla sobre mi cabeza, mi
corazón acelerado cuando la lanza encima de la cómoda, de los tacones rojos,
cubriéndolos.
Aparta mi cabello, empujándolo por encima de mi hombro, y me
estremezco cuando siento su aliento contra mí nuca, sus labios rozando mi piel.
—Cuéntame una historia —dice.
—¿Qué?
—Una historia —dice de nuevo—. Ni siquiera tiene que ser tu historia.
Diablos, cuéntame tu cuento de hadas favorito.
—Yo, eh...
No sé qué decir. Sus brazos me rodean, sus manos van directamente a
mis pechos, bajando mi camiseta sin tirantes negra y empujando mi sostén
blanco, tocando piel desnuda. Sus dientes rozan el lado de mi cuello mientras
besa su camino hacia mi omoplato.
—Continúa —dice—. Estoy esperando.
—Había una princesa llamada Nella —digo en voz baja—. Tenía un
romance con un príncipe, pero lo mantuvieron en secreto.
—¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué me está preguntando esto, por qué le estoy contando una
historia, cuando sus manos están encima de mí, tocando, acariciando, sus dedos
pinchando mis pezones, enviando ondas de electricidad por mi espina dorsal?
—Porque Nella tenía dos hermanas mayores que estaban celosas de ella
y lo arruinarían si se enteraban.
Su mano derecha se arrastra, pasando por la longitud de mi torso antes
de deslizarse por debajo de la cintura de mis pantalones de chándal sin
vacilación. Me frota a través de la tela de mi ropa interior blanca de algodón
liso, las puntas de sus dedos acariciando mi clítoris. Santa mierda. Este hombre y
esas manos... no juega limpio. En absoluto. Presiona botones que no tiene
derecho a presionar.
—Entonces, ¿qué pasó? —pregunta, empujándose contra mí,
presionándose. Está duro, tan duro... Puedo sentir su pene contra la parte baja
de mi espalda. Prácticamente me mueve manualmente, empujándome hacia la
cama de gran tamaño, su mano todavía en mis pantalones, sin perder un latido.
Sus dedos mueven el algodón a un lado, y jadeo cuando me toca sin la
barrera de tela. Me toma un momento encontrar mi voz de nuevo, para elaborar
las palabras, mientras fuerza a que mis piernas se separen más.
—Hicieron un túnel de cristal subterráneo que conducía desde el castillo
del príncipe directamente al dormitorio de la princesa, así ellos, eh...
Pierdo mis palabras de nuevo cuando me arrastra hacia la cama,
dejándome en el centro. Mi corazón corre, golpeando furiosamente a medida se
cierne sobre mí, arqueando una ceja, bajando la mirada. —¿Para que pudieran
follar?
—Básicamente.
Mi voz suena más pequeña de lo que quiero. Sueno sumisa. Uff. Esa no
soy yo. Todavía me mira, pero creo que escucha mi tímido tono también,
porque su expresión cambia. —No estás nerviosa, ¿verdad?
—Nop.
Respondo demasiado rápido, demasiado fuerte.
Sonríe. Sabe que estoy mintiendo.
—Tsk, tsk —dice, su voz baja, áspera—. ¿Qué dije que les hacía a las
personas que me mentían?
—Los matas —susurro.
—Tienes toda la jodida razón —dice, su mirada moviéndose desde mi
cara, hasta mi pecho antes de arrastrarse aún más bajo—. ¿Y qué voy a hacer
contigo, Scarlet? Si no te mato...
Se va apagando con una risa.
No estoy segura si me gusta el sonido de eso.
Mi cuerpo, sin embargo, es sin duda un fan, cada sílaba que dice lo lleva
más a la vida, como ser despertado de una maldición de un sueño profundo y
oscuro. Que si no me mata no está esforzándose lo suficiente. Dijo eso la primera
noche que nos conocimos.
Lorenzo me desnuda, tirando de mis pantalones, tomando la ropa
interior con ellos, sacando los zapatos de mis pies y arrojándolos al suelo, la
ropa los sigue.
—Así que construyeron algún túnel mágico para esconderse y follar —
dice, besando mi estómago, su lengua girando alrededor de mi ombligo,
sumergiéndose en el interior. Me retuerzo, estremeciéndome ante la sensación e
inconscientemente lo alcanzo, pero agarra mis muñecas, deteniéndome, su
mirada regresa a mi rostro, su expresión mortalmente seria—. Estoy a punto de
follarte con mi boca como nunca has sido follada antes, y vas a seguir
contándome esa historia. ¿Lo entiendes?
—Yo, eh... —Guau—. Está bien.
—Te detienes, me detengo —dice, su mirada parpadeando hacia abajo,
justo entre mis piernas—. Y no voy a querer parar, así que es mejor que no me
obligues.
No estoy segura de cómo esto va a funcionar, mis nervios casi tocando el
techo. Tiene razón, esto podría matarme. Porque sí, me he acostado con
cualquiera... Fui pasada de mano en mano, como un pedazo de carne... pero los
hombres que bajan por diversión son unicornios.
Al menos, entre los hombres en el negocio de dormir con mujeres como
yo.
Agarrándome las muñecas, las sujeta contra la cama mientras se instala
entre mis muslos. Lo miro, observando en la oscuridad, mi pecho adolorido,
corazón acelerado y adrenalina corriendo por mis venas, alimentados por la
anticipación. Solo está a una respiración de distancia. Está ahí. Sus ojos
parpadean hacia arriba, una advertencia en ellos.
Oh, mierda, bien, se supone que esté hablando.
—Hicieron este túnel de vidrio para que pudieran escabullirse juntos —
repito, paralizándome de nuevo, jadeando en el momento en que su boca está
sobre mí. Comienza lentamente, rodeando mi clítoris con círculos ligeros de su
lengua, pero es suficiente para hacer que arquee mi espalda y me retuerza.
Espera, uf, ¿cómo va esta historia?
—Todas las noches, el príncipe iría a verla, solo corría allí, desnudo, se
metía en su habitación y ellos, eh... follaban. —Lanzo mi cabeza hacia atrás, la
maldición cerca de atraparse en mi garganta, cuando sus labios rodean mi
clítoris y lo chupa, enviando placer a través de mí—. Follaban, todas las
noches... que corría hacia allí. Pero las hermanas, se enteran, y deciden, ya
sabes, que no pueden tener eso. No pueden dejarlos... follar.
Es tortura, lo que está haciendo. No puedo ver. No lo sé. Pero su boca
está completamente en mí ahora, su lengua haciendo lo que sea que hace,
chasqueando y lamiendo, chupando y follando, devorándome completamente,
como si estuviera muriéndose de hambre. Trato de arrancar mis brazos de su
agarre, pero no se mueve, su agarre apretado. Quiero agarrarlo por el cabello y
tirarlo más cerca, desesperada por más fricción, pero creo que es probable que
lo golpee si me libera, porque Jesucristo, ¿qué me está haciendo?
—El príncipe, no lo sabe —digo sin aliento—. Esa noche, atraviesa el
túnel sin ropa. El cristal está destrozado, está cortado, bla, bla, bla, ahhh... él,
uh... Cristo, eso se siente bien.
Lorenzo se ríe. El idiota se ríe. Su boca está sobre mi coño, mi clítoris
pulsando por la sensación, la sacudida casi me empuja por el borde, un
orgasmo construyéndose, porque se está riendo.
Sí, lo golpearía.
—Está cortado, sangrando... no sé... muriendo. Lo está matando... joder,
me está matando... —Trago pesadamente, cerrando mis ojos fuerte—. No te
detengas.
No se detiene, pero sé que lo hará si no me recompongo. Imbécil.
—El vidrio es mágico. Sus cortes no sanarán. Todavía está muriendo, por
lo que el Rey, oh, Dios... —Muevo mis caderas, los dedos de mis pies se
encrespan cuando golpea un lugar que envía ondas de choque ondulando a
través de mí, mis muslos temblando. Oh, Dios... oh, Dios... oh, Dios—. El rey
promete que quien sea que cure al príncipe puede casarse con él.
Lorenzo suelta mis muñecas, y estoy agradecida por un breve momento,
pasando instantáneamente mis manos por su cabello grueso y oscuro. Empuja
un dedo dentro de mí, quizás dos, no sé, follándome con ellos antes de apartar
bruscamente su boca. Su mirada encuentra la mía cuando abro los ojos, y casi
entro en pánico (¿me detuve demasiado tiempo?) antes de que hable—: ¿Y si es
un chico?
Curva sus dedos, golpeando ese dulce punto en el interior. El unicornio
encontró el jodido Santo Grial.
Ni siquiera necesitaba un mapa.
Navegó justo allí.
Se siente tan bien que no puedo dar sentido a nada más. Me toma un
momento recordar que incluso habló. —¿Eh, qué?
—¿Y si un hombre lo sana?
—Yo, eh... ¿se casa con él? —¿Realmente se detuvo para eso?—. ¿Estás en
serio haciendo preguntas?
Se encoge de hombros. —Soy curioso.
—¿No puedes esperar?
Sonríe. —Me gusta verte retorcer.
Su boca está de vuelta en mí después de eso, pero perdí mi tren de
pensamiento, porque ahora que añadió dedos a la mezcla, bueno, realmente
voy a morir.
La presión está creciendo, y estoy jadeando, escupiendo palabras.
No sé si tienen sentido.
—Nella, ella va a decirle adiós, va a morir, no hay cura, no sé, santa
mierda. Pero un ogro, lo matas, lo salvas. Nella escucha. Jesucristo, no te
detengas, por favor... —Empuño su cabello, mi aliento se atasca. Estoy pensando
que la boca de Lorenzo podría haber salvado al príncipe, porque no creo que
haya algo que esta boca no pueda hacer—. Asesina al ogro, cura al príncipe,
ellos se casan... bla, bla, bla, oh, Dios, voy a... ah, ¡Lorenzo!
El orgasmo avanza rápidamente a través de mí. Jadeo. Mis piernas
tiemblan. No se detiene, a pesar de que me quedé sin palabras, no se detiene en
absoluto, su boca haciendo milagros cuando arqueo mis caderas, prácticamente
follando su cara. Los hormigueos me envuelven, la piel de gallina cubriéndome.
Es de corta duración, de euforia alta, pero vale la pena cada maldito
segundo de tropezar con esa historia.
Tan pronto como se desvanece, me relajo contra la cama, mis ojos
cerrados, mis músculos necesitando un momento para funcionar de nuevo.
Lorenzo se incorpora, su voz seria cuando dice—: Fue una historia terrible.
—Eres un imbécil —murmuro, mirándolo de reojo.
—En serio, ¿ese es tu cuento de hadas favorito?
—Al menos tiene un final feliz.
Sacude la cabeza mientras se acerca, subiendo por la cama, cerniéndose
sobre mí de nuevo. Lentamente se lame los labios, haciendo que un escalofrío
me atraviese. —Puede que sea un imbécil, Scarlet, pero ese pequeño juego te
impidió desvanecerte, ¿no?
Sí, supongo que sí.
Se inclina, me besa, hurgando en sus pantalones, desabrochándolos.
—Voy a follarte ahora —dice—. ¿Está bien contigo?
Asiento. Más que bien. Estoy adolorida, mi cuerpo en llamas, desesperada
por sentirlo dentro de mí otra vez. Odio querer esto tanto, quererlo a él, pero es
como una droga, creo, una de esas drogas potentes y adictivas que alteran la
química del cerebro.
—Bien —dice, sacando un condón de la mesita junto a la cama. Levanta
mis piernas, estableciéndose entre ellas mientras saca su polla, rodando el látex.
No pierde tiempo empujando dentro.
Grito a medida que me llena, inclinando mi cabeza hacia atrás, y apenas
tengo la oportunidad de ajustarme antes de que su peso corporal esté
presionando sobre mí, su mano alrededor de mi garganta. Un escalofrío de
miedo brota de mi espina dorsal, pero no aprieta. Pero podría hacerlo. En vez
de eso, me mira muy de cerca y dice—: Pierdes la concentración, te ahogo. Si
me corro o no, no es asunto de nadie. ¿Sigues bien con esto?
Asiento, sin dudarlo.
Probablemente no debería.
Diablos, sé que no debería.
¿Se dejaría ir? Me gusta pensar que sí. Pero no estoy segura, y eso es lo
que hace que el pánico fluya en mi pecho, apuntalando mi sistema. Es
enfermizo. Tal vez estoy enferma, el hecho de que me excite, estar a solo un
aliento de la muerte me hace sentir viva de nuevo.
Muevo mi cuerpo debajo hasta que se desliza fuera un poco antes de
levantar mis caderas, golpeando en él para que me llene. Es grueso, y está duro,
pero estoy tan resbaladiza que solo entra, como si estuviera hecho para estar
dentro de mí. Su expresión se afloja. Prácticamente puedo ver el placer fluir en
su ser. El hombre es áspero alrededor de los bordes, algo tan primitivo sobre él,
pero hay algo más allí, algo inesperado.
Tanta pasión.
Se mueve entonces. Empieza a follarme, como dijo que lo haría,
golpeando duro, con una mano todavía en mi garganta, la otra hundiéndose en
mi cadera mientras me sujeta debajo. Cada empuje saca el aire de mis pulmones
en tanto jadeo, y lloriqueo, y gimo...
—¿Te gusta eso? —pregunta, su voz baja, apenas un murmullo contra
mis labios antes de que me bese tan fuerte que duele—. ¿Te gusta darme este
hermoso coño? ¿Te gusta que lo tome duro? ¿Golpearlo? ¿Follarlo? ¿Matarlo?
—Sí —susurro, escalofríos cubriéndome en tanto dejo escapar un suspiro
tembloroso—. Me encanta.
—Te encanta, ¿en serio? —pregunta con una pequeña risa, empujando
mi cabeza a un lado para besar a lo largo de mi mandíbula—. Pequeña salvaje12,
¿o no? ¿Es eso lo que significa tu Letra Escarlata?
—Ni siquiera cerca.
Me muerde el mentón, y siseo, vacilante, antes de que retroceda para
mirarme. Sus movimientos desaceleran un poco, pero todavía está golpeando
profundamente, duro, dolor cosquilleando en mi estómago con cada empuje.
—Seductora —dice—. Sumisa.
Solo está escupiendo palabras con S, lo sé, pero esa última me afecta. Mi
mejilla se contrae y me tenso, clavando las uñas en su piel estiro mis manos a lo
largo de sus omoplatos. Sus ojos se ensanchan, la comisura de su boca se eleva.
Divertido.
—No te gusta eso, ¿eh?
—Que te jodan.
La mano en mi garganta se desplaza un poco, los dedos presionando en
la piel, no cortando el aire a mis pulmones, pero me aturde. Aumenta su ritmo,
golpeando en mí, la habitación se llena con el sonido de piel chocando, gritos
escapan de mi garganta. Mi visión se empaña, todo mi cuerpo hormiguea, pero

12 En inglés “savage”, de allí viene el juego de palabras por su tatuaje.


mantengo mis ojos fijos en él por puro principio. Espera que me desvanezca.
Piensa que voy a flotar lejos. Pero a la mierda si piensa que soy sumisa.
Que. Se. Joda
Podría amar la forma en que me hace sentir, pero en serio, que se vaya a
la mierda.
—¿Quieres hacerme daño, no? —pregunta mientras araño su espalda con
tanta fuerza que debo sacarle sangre—. Tienes un lado un poco sádico, ¿verdad,
Scarlet? ¿Te gusta darlo tanto como tomarlo, quieres joder mi cara un poco más
en tanto arruino este hermoso coño tuyo?
Suelta mi garganta, alejándose.
No respondo, porque ¿qué puedo decir?
Fuerza mis rodillas hacia mi pecho, mis piernas sobre sus hombros
mientras cambia de posición, conduciéndose más profundo, más duro, más
rápido. Oh, Dios. Sus dedos encuentran mi clítoris, frotando, acariciando, y no
puedo hacer nada más que hacer ruido mientras me hace venir, una y otra vez.
No sé cuánto puedo aguantar, y él no parece querer parar. Estoy
empapada de sudor, mi cuerpo temblando, los músculos doloridos... incluso
mis dedos duelen de agarrar su espalda. Eventualmente, comienza a disminuir
la velocidad, golpeando algunas embestidas profundas. Su rostro acariciando
mi cuello, sus dientes mordisqueando la piel a medida que gruñe.
Luego se queda quieto, sin siquiera intentar mantener su peso fuera de
mí. Joder, es pesado. Envuelvo mis brazos a su alrededor, demasiado exhausta
para combatir contra ello, y lo oigo murmurar entre dientes—: Siento como si
pudiera dormir esta noche.
Resulta que Lorenzo duerme.
¿Yo? No tanto.
Para alguien con un talento para dejar de pensar, no puedo acallar mi
mente, acostada a su lado. Lo veo dormir un rato, como una rara, mirando
fijamente el constante ascenso y caída de su pecho. Cada vez que me muevo, se
agita un poco, y me siento muy culpable por perturbar su sueño, por lo que me
quedo allí acostada en silencio hasta que no puedo aguantar más.
Cuidadosamente me levanto de la cama, colocándome mis ropas y
saliendo de puntillas de la habitación antes de llegar abajo. Todavía está oscuro,
pero puedo ver hacia dónde voy, en ese espacio justo antes del amanecer, en
donde el mundo empieza a aclararse.
Me detengo en el fondo de la escalera, mi mirada desplazándose hacia el
salón a mi derecha, viendo a alguien de pie en la puerta. Un chico joven, vestido
con un suéter de punto negro, con kakis y botas negras. El hermano menor,
supongo.
Niega con un gesto, mirando fijamente a la sala de estar. —¿Quiero saber
qué pasó con el sofá?
—Tiene un agujero —digo vagamente, sin estar segura de cuánto
Lorenzo compartirá.
El chico se sobresalta al oír mi voz, girándose. —No eres Lorenzo.
—Bueno, eso es algo por lo que estar agradecida, ¿no?
Parece ser de mi edad y se parece a Lorenzo... o bien, cómo imagino que
Lorenzo luciría si el mundo no le hubiera hecho daño. De cara fresca, con los
ojos muy abiertos y un poco adorable, francamente. No sé cómo conserva alguna
clase de inocencia viviendo en la misma casa que la amenaza, pero lo elogio por
ello.
Cada momento que paso con el tipo, me siento deslizándome más lejos.
—Soy Leo —dice, extendiendo la mano—. ¿Tú eres?
—Morgan —digo, estrechando suavemente su mano. Modales. Eh.
La manzana de alguien se cayó muy lejos del árbol genealógico.
—Te preguntaría cómo conoces a mi hermano, pero bueno, estoy seguro
de que probablemente no quiera saberlo.
—Probablemente no —admito.
Antes de que cualquiera de los dos pueda hablar de nuevo, hay ruido en
las escaleras, pasos que no intentan andar en puntillas. Leo levanta su mirada,
algo parecido a conmoción cruzando su rostro antes de girar tan rápido que es
como si estuviera bailando. —¡Jesús, Lorenzo! ¿De verdad, hermano? ¿De
verdad?
Miro detrás de mí, con los ojos muy abiertos. Lorenzo se encuentra
desnudo, como el príncipe atravesando el túnel de cristal, bajando por las
escaleras como si no le importara el mundo.
Está aturdido, solo medio despierto, con todo prominentemente visible.
—No actúes como si nunca hubieras visto una polla, Niño Bonito —dice,
moviéndose a mí alrededor, acariciándome—. Sé que tienes una. Solía cambiarte
los pañales, ¿recuerdas?
—No, no lo recuerdo —dice Leo—, pero ciertamente me lo recuerdas lo
suficiente.
—Eso es porque me gane el derecho de hacer lo que se me dé la gana —
dice Lorenzo—. Te limpié el trasero, te preparé los almuerzos, te enseñé cómo
tratar a una mujer y dejo que tu novia coma mi comida. Déjame airear mis bolas
sin joderme tanto por ello.
Leo entonces se da la vuelta, riendo, ya sin parecer que le importe o note
que su hermano no está usando ropa. —¿Me has enseñado a tratar a una mujer?
—Lo hice —dice, pasando por delante de nosotros, bajando por el
pasillo, gritando en respuesta cuando señala—: Te enseñé exactamente qué no
hacer si tratas de quedarte con una.
Lorenzo desaparece en la parte trasera de la casa, más allá de la
biblioteca. En la cocina, supongo. En proceso de eliminación.
—Bueno, ciertamente hiciste eso —murmura Leo, volviéndose hacia mí,
con las mejillas encendidas—. Lamento eso. Es, eh... bueno, él es él.
De acuerdo, eso me hace reír, lo cual no es la respuesta que espera Leo,
basado en la extraña mirada que me lanza, pero se está disculpando por su
hermano, diciéndome una verdadera disculpa por el comportamiento de
Lorenzo.
Me pregunto cómo demonios esa manzana salió incluso del mismo árbol,
francamente.
—No me molesta —dije—. Quiero decir, es un dolor en el trasero, pero
que se encuentre desnudo es probablemente lo menos molesto de su parte.
—Ah, sí, supongo que no es la primera vez que lo has…visto —dice,
riendo torpemente—. Sabes, ya que estás aquí a las seis de la mañana.
Simplemente, bueno, por lo general no las veo, ya que no suelen quedarse a
charlar.
Está nervioso. No hay manera de que este tipo saliera del mismo huerto
que Lorenzo, y mucho menos del mismo árbol. —¿Ellas?
—Sí, las damas que mi hermano...
—Folla —dice Lorenzo, saliendo de la cocina, cargando una naranja—.
Las mujeres a las que follo. Por lo general, están fuera de aquí antes de que Niño
Bonito salga de la cama, así que no está acostumbrado a toda esta cosa de “la
mañana después”.
Niño Bonito.
¿Ni siquiera llama a su hermano por su nombre?
—Oh, bueno, entonces... mi error —digo, sonriéndole a Leo—. La
próxima vez voy a tener que escabullirme antes de que me veas, entonces.
Los ojos de Leo se abren más, esas palabras lo sorprenden por alguna
razón, quizás incluso más que su hermano caminando entre nosotros desnudo
de nuevo. —¿La próxima vez?
Lorenzo se detiene en el escalón inferior en tanto comienza a pelar su
naranja. Su pene se encuentra como a un metro más o menos hacia mi
izquierda, y estoy intentando con todas mis jodidas fuerzas no mirarlo,
mantener mis ojos fijos enfrente, pero está brillando como un faro allí, tratando
de atraerme.
—Tendrás que disculpar a mi hermano, Scarlet —dice Lorenzo—. Piensa
que eres una de mis folladas de una noche. Tiendo a imponer una regla de “un
paseo por persona”, de manera que las próximas veces son bastante inauditas.
Ignorando cómo la mención de la corriente de mujeres de Lorenzo hace
que mi estómago se retuerza, asiento. —Es comprensible.
—No me di cuenta de que había algo más que eso —dice Leo,
entrecerrando los ojos mirando a su hermano, claramente habiendo superado
por completo el hecho de que no está usando ropa—. ¿Quieres informarme?
—No, en realidad no —dice Lorenzo, subiendo las escaleras—. Por
cierto, Scarlet, te olvidaste los zapatos.
Bajo la mirada hacia mis pies antes de que me golpee, los Louboutins. —
Oh, ¿puedes traérmelos?
—¿Mierda, qué parezco, un repartidor?
Lorenzo no dice nada más, subiendo por las escaleras.
Frunzo el ceño, manteniendo mis ojos en Leo. —Probablemente debería,
ya sabes... —Señalo las escaleras—. Ir por ellos.
Antes de que Leo pueda responder, un grito agudo perfora el aire, lo
suficientemente alto para hacer que mi cabello se erice. Leo pasa las manos por
su rostro cuando la voz de Lorenzo hace eco desde arriba—: Oh, dame un
descanso, sé que has visto una polla antes, Petardo. Oigo a mi hermano
follándote todo el tiempo.
Subo los escalones, pasando a una rubia conmocionada y sorprendida en
el camino, pero apenas me nota, concentrándose en Leo.
—Lo sé, lo sé —murmura Leo cuando se acerca—. Viste a mi hermano
desnudo.
Negando con un gesto, me dirijo por el segundo piso, encontrando la
puerta del dormitorio de Lorenzo abierta. Se encuentra sentado en el borde de
su cama, pelando su naranja, todavía sin llevar nada de ropa. Dudo delante de
él, mis ojos escudriñándolo, incapaz de evitar mirarlo por más tiempo. Lo he
visto todo, sí, pero no me he tomado exactamente mucho tiempo para
observarlo, si sabes a lo que me refiero. No lo llamaría musculoso, pero
definitivamente se encuentra en forma, tiene algo de definición en sus músculos.
¿Y su polla? Sí, está bien, es preciosa... si puedes llamar a una polla preciosa, lo
cual puedo hacer, porque no sé cómo más describirla. Definitivamente es más
un espectáculo que un fiasco, de unos veintiún centímetros, gruesa y definida
por venas que recorren su forma, y Jesucristo, de acuerdo... Tengo que dejar de
mirar.
Mis ojos se mueven hacia el rostro de Lorenzo. Me está observando,
mordiendo un pedazo de naranja.
—Vine por mis zapatos —digo, haciendo un gesto hacia donde se
encuentran en el tocador.
No dice nada, masticando en silencio.
—Creo que debería llevármelos antes de que una de esas folladas de una
noche que desfilan por aquí intente robarlos.
—Sí, estoy seguro de que tus clientes te darán una propina extra para
que los uses mientras te follan.
Auch. —Touché.
—De todos modos, antes de que vuelvas a salir corriendo —dice,
rompiendo otro trozo de naranja—, deberíamos hablar del pago.
Me estremezco. Del pago.
Auch, eso duele, de verdad esta vez.
—¿Sabes qué? Vete a la mierda, Lorenzo. En serio, ándate a la mierda.
Debería saber que mentías cuando dijiste que me respetarías, que no harías esto.
—Me muevo a nuestro alrededor, como si eso me ayudara a tener sentido,
mientras solamente me observa, aun masticando—. Eres un idiota. En serio. No
follé contigo anoche por dinero. De eso no se trató para mí, y tal vez es lo que
fue para ti, lo que sea, pero solo, agh... vete a la mierda.
Agarro mis zapatos del tocador cuando su voz tranquila dice—: Te
quedas con todo que lo que haces a menos que sea un trabajo que yo te ordene.
En ese caso, te pago una comisión basada en tu contribución.
Me detengo ante esas palabras. —¿Qué?
—Ahora estás trabajando para mí, ¿verdad? ¿Ese era el trato? Solo
expongo los términos, dejándote saber cómo funcionará para mí. Cuando te
necesite, debes estar allí, pero de lo contrario puedes hacer lo que quieras. El
mundo es tuyo, Scarlet.
—Yo, uh... ah. —El pago—. Pensé que querías decir...
—Te dije que no pagaba por un coño.
—Lo sé, simplemente pensé...
—¿Pensaste que lo decía para hacerte daño? ¿Pensaste que recibías un
golpe bajo?
—Sí.
Niega con un gesto, todavía comiendo la naranja mientras se levanta.
Esta vez no me lo como con los ojos.
Quiero hacerlo.
Dios, realmente quiero.
Pero no lo hago.
Se me acerca lentamente. —Me gusta follar y pelear, Scarlet. No voy a
mentir sobre eso. Me gusta follar contigo. Me gusta pelear contigo. Te haré llegar
al límite toda la maldita noche y haré que quieras destrozarme, pero no estoy en
el negocio de lastimar a la gente sin ninguna razón. Eso no me excita.
—Lo siento.
Coloca una cara de disgusto ante esa palabra. —No te disculpes
conmigo.
—Acabas de sacarme de mis casillas, ¿sabes?
—Tampoco pongas excusas. Calma tus tetas y todo estará bien.
—Que calme mis tetas.
—Sí. —Sus ojos se mueven hacia mi pecho, y sé que las está
imaginando—. Tan hermosas como son esas tetas, cálmalas.
—De acuerdo. —Frunzo el ceño—. Todavía eres un idiota, ¿sabes?
—Lo sé. —Rompe un pedazo de la naranja, sosteniéndola hacia mí—.
¿Quieres algo?
Dudo, mirándolo fijamente en la mano. —Ugh, no.
—Te lo juro por Dios, Scarlet. Te perdonaré un montón de cosas, pero si
me dices que no comes naranjas, vamos a tener un problema.
Pongo los ojos en blanco. —Hace mucho tiempo aprendí a no aceptar
dulces de extraños.
—No somos extraños —dice, haciendo un gesto para sí mismo—. Me has
visto desnudo.
—Tengo la sensación de que mucha gente te ha visto desnudo.
—No tantos como has visto tú.
Auch, por tercera vez.
—Debería irme —digo.
—¿A dónde vas? —pregunta.
—Vuelvo al apartamento.
—¿Es seguro allí?
—Probablemente no.
Asiente, haciendo estallar la naranja en su boca, antes de volverse. —
Hazme un favor, ¿quieres?
—¿Qué?
—No te hagas matar.
—Haré mi mejor esfuerzo.
Salgo, dejándolo allí, sin ropa.
He hecho muchas cosas difíciles en mi vida. Muchas. Pero esto se está
alineando allí entre algunas cosas horribles, porque alejarse ahora mismo me
resulta más difícil de lo que pensé que sería. Ni siquiera es que no voy a volver
a verlo, porque lo haré. Tengo la sospecha de que voy a verlo muy a menudo.
Pero por el momento, algo dentro de mí se tensa, tratando de hacerme
retroceder hacia él como si fuéramos imanes, pero necesito colocar un poco de
espacio entre nosotros... al menos hasta que solucione las cosas.
¿Por qué Lorenzo?
No es el tipo de hombre al que te aferras.
Especialmente cuando eres yo.
No puedo dejar que llegue tan lejos bajo mi piel como para no poder
sacarlo después.
Me dirijo hacia abajo agarrando los zapatos, y encuentro a Leo todavía
de pie en el umbral de la sala de estar, con la rubia a su lado.
Su novia, supongo.
Ella me mira, y espero un cierto nivel de malicia, porque realmente, en
mi experiencia, la mayoría se siente amenazada por una extraña mujer que
aparece de repente, pero sonríe en su lugar, con una sonrisa completa. —Debes
ser Cenicienta.
Eso ralentiza mis pasos. —¿Qué?
—Lorenzo tenía tus zapatos —dice Leo—. Te estaba buscando, dijo que
huías de él. Suena como Cenicienta.
Me río, mirando los zapatos.
Seguro que Cenicienta no le robó al príncipe antes de escapar.
También me encontraba bastante segura de que el príncipe no
consideraba matar a Cenicienta siempre que la encontrara.
—Sabía que aparecerías en algún momento —dice la rubia exuberante—.
Quiero decir, vamos, cualquier mujer regresaría por un par de zapatos rojos de
charol. Yo tuve un par una vez... o bueno, mi mejor amiga los tenía. —Se ríe—.
Ya sabes… cuando tu mejor amiga tiene algo, tú también lo tienes.
Ojalá pudiera decir que sabía cómo era eso. La gente parece entrar y salir
de mi vida. —¿Tienes nombre? Creo que Lorenzo te llamó...
—Petardo. —Coloca sus ojos en blanco—. Mi nombre es Melody
Carmichael.
—Soy Morgan —digo—. ¿Qué número calzas?
—Oh, un ocho... o bien, un treinta y nueve y medio.
Giro los zapatos, mirando el número treinta y nueve en la suela mientras
extiendo mis zapatos hacia ella. —Es tu día de suerte, Melody Carmichael.
Pueden quedarte ajustados, pero estoy segura de que puedes hacer que
funcionen.
Sus ojos se abren de golpe. —¿Es una broma? ¡De ninguna manera, no
puedo aceptar tus zapatos!
—Puedes hacerlo —digo—. Aunque tengo que advertirte. Esos zapatos
fueron un regalo que nunca pedí, un regalo que nunca quise, y desde que los
conseguí, he sido plagada de una suerte terrible. No soy exactamente
supersticiosa, pero prefiero no arriesgarme más. Entonces tómalos, si quieres,
pero... no digas que no te advertí.
Chilla, quitándose sus pantuflas negras, y toma los tacones rojos,
colocándoselos. —Tú, Morgan, eres mi nueva mejor amiga.
Me río, negando con un gesto.
Veremos cuánto dura eso...
Traducido por Lauu LR
Corregido por Laurita PI

Un mes.
Cuatro semanas.
La pequeña aún contaba, esperando… esperando… esperando algo que
parecía no pasar. Seguía encontrando razones por las que su madre no había
aparecido aún. ¿Quizás tomó mucho tiempo reparar la puerta? ¿Tal vez aún
dormía?
No lo sabía. Aún tenía solo cuatro. Nada de eso tenía sentido para ella,
pero trataba de escuchar, tratando de ser una niña buena.
Sentada en el dormitorio, en el escritorio contra la pared, apretó el crayón
celeste mientras pintaba todo el papel, haciendo un cielo. Otros colores se
encontraban regados frente a ella, mientras que la mayoría seguían en la caja. El
León Cobarde le había dado uno de esos paquetes grandes de crayones, más de
cien colores, algunos incluso con brillos. Pasó la mayor parte del tiempo
dibujando, Buster sentado en el escritorio frente a ella, mirando, también
esperando.
Esperando para ir a casa.
Sonriendo, bajó el crayón, admirando el papel. Había dibujado al
Hombre de Hojalata, pero no como el Hombre de Hojalata… lo dibujó como la
persona a la que se parecía, a pesar de que no era muy buena dibujando
personas. Lucía como un globo, pero tenía bien los ojos; grises, como nubes de
lluvia.
No quería que estuviera solo, y no le gustaban sus monos voladores así
que se dibujó a ella parada a su lado.
Además, ella también estaba algo solitaria.
—Vamos Buster —dijo, levantando el oso y poniéndolo bajo su brazo—.
Vamos a enseñárselo.
La pequeña hizo el recorrido por las largas escaleras, tomándolas una a
la vez. Había tantas que tardaba una eternidad. Sin embargo, parecía
acostumbrarse.
Acostumbrarse al palacio.
Un alboroto hacía eco desde el estudio del Hombre de Hojalata. Los
monos voladores se hallaban ahí esta noche, y habían traído algunas mujeres. El
grupo bebía de botellas de ese líquido claro, las cosas que hacían provocaban
las caras del Hombre de Hojalata. Música sonaba, una mujer cantando letras
extrañas que la pequeña no conocía.
La pequeña se dirigió al estudio, las puertas dobles de madera
completamente abiertas. Se detuvo ahí, con sus ojos enormes. Las personas se
besaban, algunos bailaban muy de cerca.
La luz era tan tenue.
¿Dónde se encontraba el Hombre de Hojalata?
—Vor —llamó una voz, usando una palabra que reconoció, una con la
que los monos se dirigían a veces al Hombre de Hojalata. Vor. Se volvió en la
dirección de la que venía, viendo al León Cobarde en el centro de la multitud.
Él señaló hacia ella, diciendo algo que no entendió al hombre junto a él. Hombre
de Hojalata.
Una mujer con largo cabello castaño se hallaba sentada en su regazo,
montándolo, usando solo un sujetador y falda, sus otras ropas perdidas. La hizo
a un lado, sus ojos inyectados de sangre dirigiéndose a la pequeña en la
entrada.
—¡Ah, ahí está mi gatita! —sonrió—. ¿Necesitas algo? Ven aquí.
Su tono era apagado. Demasiado agradable. Incorrecto. Una voz en su
cabeza le susurró que se escondiera, una voz que sonaba justo como la de su
madre. Sin embargo, era demasiado tarde, porque ya la habían visto, así que
con cuidado se acercó a él, tratando de ignorar las miradas de los otros.
El Hombre de Hojalata se sentó más erguido, forzando a la mujer en su
regazo. En su lugar se deslizó hacia el suelo, sentándose a sus pies, sin ir
demasiado lejos. La pequeña la miró. Era joven, como su madre, mientras que el
Hombre de Hojalata era más viejo. No lo llamaría viejo, no. No tenía canas para
nada. Pero tenía manos que no eran suaves y sus ojos se arrugaban algunas
veces.
La pequeña se detuvo frente al Hombre de Hojalata, su estómago
sintiéndose enfermo cuando lo miró a los ojos. Eran negros, como la noche, todo
el gris desaparecido.
—Te hice un dibujo —dijo, dándole el papel.
—Que dulce. —Lo tomó, estrechando los ojos—. ¿Soy yo?
Asintió.
Sus ojos la atravesaron.
Usa tus palabras. No lo dijo, pero ella lo escuchó.
—Sí, papi.
—¿Y tú me acompañas? —preguntó, levantándolo y apuntando hacia él.
Sus mejillas se sonrojaron mientras las personas a su alrededor miraban.
Solo quería mostrárselo a él. —Sí.
Lo dio vuelta, estudiándolo, aun sonriendo. —Es perfecto gatita.
Necesito enmarcarlo.
Sus ojos se ampliaron. —¿De verdad?
—Por supuesto —dijo, poniéndolo a un lado, en la mesa, antes de
palmear su rodilla—. Ven, siéntate.
Quería decir que no. Quería volver a su dormitorio lejos de todas estas
personas, lejos de la mujer dándole miradas raras sentada en el piso, pero su
expresión no dejaba lugar a discusión. Se sentó en su rodilla, viendo de lado, y
el la envolvió con su brazo izquierdo. Solía sentarse en el regazo de su madre
todo el tiempo, pero no le gustaba mucho sentarse así, usando el camisón
blanco que aún picaba.
Él golpeó el hombro de la mujer, señalando algo con su mano, y ella le
dio un dólar enrollado. El sujetó más fuerte a la pequeña, así no caería al piso,
mientras se agachaba todo el camino casi poniendo la cara en la mesa, y esnifó
una línea de polvo blanco.
Dejando salir un profundo suspiro, se recargó de nuevo en su silla, su
sonrisa brillando.
—¿Amas a tu papá? —preguntó, frotando su espalda.
La pequeña se tensó ante la pregunta.
Sus ojos negros la escudriñaron. —Está bien, tienes permitido amarme
sin importar lo que haya dicho tu madre. Soy tu padre, mi sangre está dentro de
ti. Puedes lucir como suka13, pero eres mitad mía.
Suka. La pequeña conocía esa palabra.
Era una de las malas.
Todavía no respondía. No sabía cómo. ¿Y si mentía por error? ¿Se
enojaría?
Después de un momento, se rio, abrazándola a su pecho mientras
despeinaba su cabello. —Algún día. Incluso tu madre me amó una vez. Es
inevitable.

13 En polaco “perra”.
La pequeña se relajó, sus nervios disminuyendo. Honestamente, no sabía
si alguna vez lo amaría, pero tal vez, si su madre lo amaba y él encontraba su
corazón, podría pasar.
Todos alrededor se rieron y bromearon, haciendo más ruido mientras
pasaba el tiempo. La pequeña los miró.
El Hombre de Hojalata tomó una botella de ese líquido claro, sirviéndose
un poco.
—¿Qué es eso? —preguntó.
Levantó la botella, golpeando su brazo. —Inténtalo.
Solo lo miró fijamente.
—Ay, ¿mi gatita está asustada?
Las personas a su alrededor se rieron, esa risa fea, la mala, la que no le
gustaba. Su rostro se tornó carmesí en tanto tomaba la botella y la ponía en sus
labios. Al segundo en que tocó su lengua, se atragantó, su boca en llamas.
Quemaba. Tosiendo, no podía recuperar el aliento, tragando antes de tirar la
botella, tirándosela encima. El Hombre de Hojalata la atrapó riéndose, mientras
la palmeaba en la espalda.
—Respira —dijo, deslizándose de la silla, sentándola a ella sola—. El
vodka no es para los débiles.
—Eres tan cruel —dijo la mujer castaña, todavía sentada en el piso—. Es
solo una niña. Ni siquiera debería estar aquí.
—Es mi niña. Yo digo donde debe estar. Además, ¿qué sabes de ser un
padre?
—Probablemente más de lo que tú jamás sabrás —murmuró la mujer—.
Pobre niña.
Al momento en que esas palabras salieron de su boca, algo estalló. El
Hombre de Hojalata sujetó a la mujer, tomando en puños su largo cabello, y la
alejó de la silla, ella emitió un ruidoso chillido.
La pequeña se tensó, lágrimas en los ojos, mientras el Hombre de
Hojalata azotaba la cabeza de la mujer en la mesa frente a ellos, una y otra vez,
con polvo blanco volando como arena alrededor, llenando su cara, a medida
que sangre caía de su nariz y boca. Ella se quejó, rogando, pero él no se detuvo.
BAM.
BAM.
BAM.
La mujer se quedó quieta mientras seguía sujetándola del cabello,
levantándole la cara para mirarla, susurrando—: Pobre niña —antes de dejarla
caer en el piso frente a la silla.
Todos a su alrededor miraron, las otras mujeres perturbadas, pero los
hombres actuaban como si fuera normal. La pequeña temblaba y sollozaba,
mojando su camisón mientras apretaba a Buster contra su pecho, mirando al
piso.
Los ojos de la mujer estaban cerrados, como si durmiera, al igual que la
madre de la pequeña.
Despertaría, ¿no?
El Hombre de Hojalata se volvió hacia ella. Sus ojos todavía negros. Hizo
hacia atrás la botella de vodka, tomando un trago directo de ella, antes de
apuntarla. —Vuelve a tu habitación, gatita. Sé una niña buena para papá.
Límpiate.
La pequeña se levantó, corriendo de la habitación, subiendo las escaleras
tan rápido como pudo.
Traducido por Chachii & Arantza
Corregido por Anna Karol

Lorenzo

Sé lo que es ser una madre adolescente.


Bueno mierda, mejor escúchame antes de ahorcarme.
Solo tenía dieciocho años cuando asumí la custodia de mi hermano
menor. Él tenía dos años en esa época, y todavía usaba pañales. No recuerda el
antes, ni el vivir con nuestra madre y su padre, pero yo sí recuerdo cada
desgarrador segundo.
Recuerdo especialmente el enfermo alivio que sentí cuando los vi
desangrarse…
Con dieciocho años, yo no sabía nada. Mi mente era retorcida, mi cara
estaba hecha mierda, y me habría rendido a la vida de no ser por el hecho de
que alguien me necesitaba. Yo era todo lo que le quedaba en el mundo, y juré
que lo haría bien. Le enseñé a ir al baño, lo mandé a la escuela y lo ayudé con su
tarea. Estuve ahí cuando comenzó el jardín de infantes, y seguí allí el día que se
graduó en la secundaria. Le enseñé modales, lo mediqué y lo hice comer sus
vegetales. Hice del niño, un hombre… el hombre que yo no era. Aquel que
nunca sería.
De manera que, aunque realmente no sé lo que es ser una madre
adolescente, llamarme padre no es suficiente porque tendrás dificultades para
encontrar otro “padre” que hiciera tanto como yo por ese pequeño idiota.
Volqué lo que quedaba de mi alma en él.
—No empieces conmigo —digo tan pronto como entro en la sala,
enfrentándome cara a cara con Leo, quien está sentado en el sofá. El parche de
cinta adhesiva sigue junto a su cabeza, lo que es obvio. Sé que lo vio. Ese chico
es inteligente. Puede averiguar lo que pasó mientras estaba en la cama, y sé que
me criticará por ello—. No estoy de humor.
—¿Cuándo siquiera estas de humor? —pregunta.
—Cualquier otro viernes y dos veces cada sábado.
—Es sábado —señala.
—Sí, bueno, inténtalo más tarde —digo—. No estoy de humor ahora.
Se ríe mirando la cinta adhesiva. El hijo de puta nunca escucha. —
Escuché que hiciste un agujero en el sofá.
—Respeta a tus mayores —digo—. ¿Nadie te enseñó eso?
—Apenas recuerdo a mi hermano diciéndolo —dice—, pero mayormente
lo recuerdo diciéndome que nunca me incline ante nadie.
—Excepto ante mí.
—No recuerdo ninguna excepción.
—Tu memoria es una mierda.
—Igual que la tuya —dice—, en caso de que lo hayas olvidado.
Ha sido inteligente, presionando intencionalmente las heridas. Es el
hombre que yo no soy, sí, pero aun así hay mucho de mí en él.
Es exasperante.
—Conseguiré un nuevo sofá —le digo.
Suspira. —Ese no es el punto.
El punto es que maté a un tipo justo en nuestra sala. Le dije que
mantendría esa parte de mi vida tan lejos de él como me fuera posible. No lo
prometí porque no hago promesas, pero dije que haría un concienzudo
esfuerzo, y lo he hecho.
Utilicé un silenciador, ¿no?
Lo limpié antes de que amaneciera.
—Conseguiré un nuevo sofá —repito—. También cubriré el agujero en la
pared.
—¿Hay un agujero en la pared?
—Sí —digo—. Aunque no cuenta porque es el mismo que el del sofá. Lo
atravesó.
Se pasa las manos por el rostro y se pone de pie. Un ruido de pisadas se
escucha desde el pasillo, viniendo en nuestra dirección. Supongo que es
Melody. Entra a la habitación, kaboom, patinando hasta detenerse cuando me ve.
—Guau, Lorenzo. Tú, uh, yo… guau.
Se ruboriza.
—Me he vestido, no te preocupes —digo, mirándome: pantalones y botas
negras, remera blanca y una chaqueta negra. Excitante, lo sé—. Solo follo
cuando está oscuro.
—Está bien, es bueno saberlo —dice riéndose, caminando hacia mi
hermano. La observo, mi mirada enfocada en sus pies.
Tacones rojos, malditamente familiares porque había empezado a verlos
sobre mi cómoda desde hacía un tiempo. —¿Esos son los zapatos de Scarlet?
—¿De quién?
—De Morgan —le dice Leo—. La llama Scarlet.
—¡Oh, sí! —Melody sacude sus piernas, admirando los tacones en sus
pies—. ¿No son hermosos? Me los dio antes de irse, dijo que realmente nunca
los quiso, lo que es una locura. Quiero decir, ¿quién no querría un par de…?
Bla. Bla. Bla.
Sigue hablando, diciéndome puras mierdas que no me interesan,
contestando preguntas que nunca hice.
—Está bien entonces —digo audiblemente, interrumpiéndola—. Esto ha
sido divertido, pero tengo asuntos que encargarme.
Salgo. Ella sigue hablando.
Tal vez Leo está escuchando, no lo sé.
Siete está parando en frente de la casa, pasando el rato en el porche,
esperándome silenciosamente hasta que salga. Le hago un gesto con la cabeza,
saludándolo sin usar palabras mientras le cedo las llaves del auto.
Como soy ciego del lado derecho, no tengo una percepción muy
profunda. Legalmente puedo conducir, por supuesto (no que legalmente
importe), pero elijo no hacerlo, a no ser que me vea obligado, ya que podría
atropellar a alguien. Las vidas humanas no me dejan sentimental precisamente,
pero un auto veloz es una especie de bala sin dirección en el sentido de que tu
puntería apesta y podrías matarte por accidente, y bueno, mi puntería es la peor.
De ahí el agujero en el sofá.
Y en la pared.
Y el molesto hermano menor.
No hay agujero en ese último… al menos no uno que yo haya causado,
pero sigue siendo una causa de mi discapacidad.
No que yo sea un discapacitado porque, jódete, no lo soy. Me gusta pensar
que solamente estamos limitados por nuestra falta de creatividad, y yo puedo
ser bastante creativo.
—Entonces, ¿qué sabes de los rusos? —le pregunto a Siete, sacando mis
cigarros para una pitada, encendiéndolo en tanto espero su reacción. Vacila,
observándome cautelosamente, lo que nunca es buena señal porque significa
que tiene miedo de decirlo. Siete sabe mucho, siendo que una vez y hace
tiempo, en una tierra muy, muy lejana (Staten Island), el hombre usaba una
clase distinta de uniforme que contrastaba con su vestimenta negra.
Siete era un policía.
Se metió del lado equivocado de la ley, pasando el tiempo en Rikers y
vendiendo secretos al diablo. Y la cárcel, entenderás, no rehabilita a un tipo
como él. Solo lo convierte en alguien como yo… endurecidos más allá de la
razón.
—¿Los de la Bratva? —pregunta, necesitando confirmación.
—Como sea que se llamen aquí —digo exhalando, el humor
rodeándome—. Estoy seguro de que no me refiero a la KGB.
—En realidad muchos de los chicos son ex KGB —dice Siete—. Los
soviéticos colapsaron, pero tenían cierta habilidad de grupo por lo que se
mudaron a un sector privado.
—Aprecio la lección de historia, Siete, pero me importa una mierda.
Quiero saber qué descubriste acerca de los rusos que hay por aquí.
Exhala audiblemente. —Trabajan fuera de la playa Brighton. A diferencia
de Cosa nostra, que tiene deshabilitado…
—De nada por eso —digo dando otra calada, conteniendo el humo en
mis pulmones mientras continúa.
—…los rusos siguen fortaleciéndose. Contrabando. Diamantes. Cosas al
nivel del mercado negro. Fraude en seguros. Fraude de tarjetas de crédito.
Fraude en atención médica. Hoy en día probablemente lo que más dinero da es
el tráfico.
—¿Drogas? ¿Armas?
—Gente.
Tráfico de humanos.
—¿Prostitución? ¿O algo más jodido?
—Prostitución desde ya, pero lo más seguro es que estén más profundo
como es posible. Escuchábamos rumores, cuando estaba en la fuerza,
secuestraban chicas y las vendían al mejor postor.
—Con que rumores, ¿eh? Realmente no soy un fan de la especulación,
Siete. Una vez escuché un rumor de que yo intentaba asesinar a mi mejor
amigo, pero eso era una completa mierda.
—Yo diría que las probabilidades de que esto solo sea un rumor son
bajas. Los rusos controlan ese club… Limerence. Nunca he ido, mi esposa me
mataría, pero los chicos… ya sabes, van y hablan. ¿Las mujeres de allí? —Suelta
un silbido alto—. Muchas probablemente no estarían haciendo las cosas que
hacen si tuvieran otras opciones.
Termino de fumar en silencio, pensando, juntando las piezas del
rompecabezas que comienza a ser Scarlet. Metete en tus propios asuntos. Lo sé.
Jodidamente lo sé. Pero ella se está volviendo mi asunto. La estoy volviendo mi
asunto, te guste o no.
—Bueno entonces, Siete, supongo que un viaje de campo está por venir
—digo, palmeándolo en la espalda—. Tengo que comprobarlo, separar los
hechos de la ficción.
—¿A Limerence?
—Sí, no necesitas un permiso firmado por tu esposa, ¿o sí?
No parece estar de acuerdo.
Parece tornarse verde, en realidad.
Supongo que realmente no le gusta mi plan, ¿eh?
—Jefe, ¿cree que es buena idea?
—¿Una buena idea? No realmente. Pero eso nunca me detuvo, ¿verdad?
—No —dice—, nunca lo hizo.

Limerence.
No parece la gran cosa desde afuera. Es un edificio soso y oscuro con el
nombre escrito en cursivas rojas sobre un letrero encima de la puerta de cristal
tintado. Cursiva roja. Nada de luces incandescentes o carteles de neón. Nada que
diga que hay tetas. Ninguna descripción tipo “Club de caballeros”. Está abierto
al público, sí, pero tienen una clientela específica. Los acaudalados. Los
depravados. El tipo de gente que pagaría un montón de maldito dinero por una
probada de sus más oscuras fantasías.
No importa cuán oscuras sean, por lo que escucho.
Dinero suficiente, sin preguntas…
Los guardias de seguridad están parados junto a la entrada, vestidos de
negro y llevando auriculares como si fueran el Servicio Secreto. No tengo duda
de que tienen línea directa con quién sea que maneja esta cosa.
Me detengo en la vereda frente al lugar, analizando el cartel de Limerence
en la oscuridad, débilmente iluminado desde atrás. Mis muchachos,
dispersados, se mueven alrededor sin perder un segundo. Seguridad no les
presta atención; están demasiado ocupados vigilándome a mí. Siete está parado
a mi espalda. Mi sombra, como siempre. Le tiene tanto maldito miedo a su
señora que no quiere acercarse.
—Puedes esperar aquí afuera —digo mirándolo—, ¿a no ser que estés de
humor para un baile privado?
Sacude la cabeza. —Pasaré.
Lo imaginé.
Me acerco al edificio. Los de seguridad me miran con cautela, pero
ninguno dice nada cuando entro. Todo a mi alrededor es dorado con un
resplandor rojo, la luz es tenue, la música suave, lenta y sorprendentemente no
hace que mi cabeza quiera explotar. El club desborda de hombres reunidos en
pequeñas mesas, sentados en sillones de cuero mientras las mujeres bailan a su
alrededor. Es bastante aburrido. Para mayores de 13 años. Apenas una paja en
una fosa de insaciables folladores. Buscando nada más que atisbar ver unos
pezones y tu culo lleno de fajos de dinero para ser escoltados a otra habitación y
tener una experiencia distinta.
Mis muchachos se reúnen en la esquina más alejada, lejos de los otros,
donde ya están captando la atención. Una morena muy bonita se sienta en el
regazo de Tres con los brazos envueltos alrededor de su cuello mientras le
susurra al oído quién sabe qué cosas, apoyando las tetas en toda su cara,
tentándolo. Cinco charla con una camarera morena en tanto que los demás se
han ido hace rato, probablemente a la parte trasera.
Tomó un total de treinta segundos.
Me deslizo en una silla de su mesa, relajándome y cruzándome de
brazos. No estoy tan interesado en participar como en observar, pero mierda,
una bebida no me vendría mal.
—Ron —digo en voz alta, interrumpiendo la conversación de Cinco con
la camarera—. Una botella entera estaría bien, pero me conformaré con el vaso
más grande que tengan en este lugar. Algo puro, no basura… entre más fuerte,
mejor.
Tres murmura alguna broma cliché sobre “eso fue lo que ella dijo”, lo que
provoca que la morena se ría a carcajadas.
Me pregunto cuánto le paga para que crea que es gracioso.
La camarera se dirige hacia la barra y regresa con un vaso lleno de un
líquido transparente, me lo entrega y regresa a su conversación.
El vaso es de apenas cuatro dedos de alto, pero los pobres no podemos
elegir.
O mejor dicho, los clientes no deberían matar a las camareras.
Misma diferencia.
Bebo un trago haciendo muecas, antes de volver a interrumpirlos—: Esto
no es ron.
La camarera me mira. —¿Qué?
—Es vodka —digo, dejando el vaso sobre la mesa. Un poco del líquido se
derrama cuando lo empujo hacia ella—. Yo pedí ron.
—¿Estás seguro? —Levanta el vaso—. Quiero decir, es transparente.
—El agua también, pero eso no significa que sea la mierda que pedí, ¿no?
—Uh, no, supongo que no.
—Ron. R-O-N. Dilo conmigo. Ron.
—Ron —dice despacio, su voz tiembla en tanto sus ojos se ensanchan un
segundo antes desviarlos, mirando al suelo. De repente parece bastante
aterrorizada a medida que se aleja. Su reacción me confunde hasta que mis
hombres analizan el lugar y me miran.
No, a mí no, miran detrás de mí…
—Un hombre que sabe lo que quiere y no acepta nada menos —dice una
potente voz, las palabras teñidas de un profundo acento ruso—. No puedes
culpar a un hombre por eso, ¿o sí?
—No —digo—. Por supuesto que no.
Camina alrededor de la mesa, dejándonos atrás, paseando hacia la barra.
Kassian Aristov. Se desliza al lado de la mesera justo cuando la camarera le
tiende un nuevo vaso. Antes de que pueda alejarse, el brazo de Aristov se
desliza alrededor de su delgada cintura, asegurándola a su lado, una mano en
su cintura mientras la otra arrebata el vaso fuera de su agarre. Llevándoselo a
los labios, se toma hasta la última gota, dejando el vaso en la barra en tanto se
inclina, susurrándole algo.
Sus ojos están en el suelo de nuevo, cada centímetro de su cuerpo rígido.
Está aterrorizada.
La expresión de él es relajada, casual, una ligera sonrisa en sus labios,
como si su miedo lo entretuviese. Ni idea de lo que podría estar diciéndole. No
está gritando, pero cuanto más tarda, la mujer luce más como si pudiese colapsar
bajo el peso de sus palabras.
Tras un momento, Aristov palmea la mejilla de la mujer tan fuerte que se
encoje de dolor, su cabeza inclinada hacia arriba, sus ojos encontrándose con los
suyos. Dice algo más y ella asiente antes de que él se dé la vuelta, haciéndole
gestos al barman para que le pase una botella color dorada de detrás de la
barra.
Appleton Estates, Ron Jamaicano. Puedo ver la etiqueta cuando Aristov se
acerca, arrastrando a la mesera junto con él. Se detiene a un lado de la mesa, en
mi línea de visión, su mano cambiando de la cintura de la mesera para apretar
la parte de posterior de su cuello.
—Lo lamento —dice, forzando una sonrisa aunque sus ojos rebosan con
lágrimas—. Espero que pueda perdonarme. No volverá a pasar. Lo prometo.
Promesas. Las odio.
La gente las rompe todo el maldito tiempo.
Asiento, porque no estoy seguro de qué decir a eso. Lo que quiero decir
probablemente solo lo empeorara todo para ella, y parece como que está
teniendo un momento lo suficientemente duro sin mi ayuda.
—Ron —dice Aristov, sosteniendo la botella para mí. Su exterior está
polvoriento, la botella continúa sellada—. Debo confesar que no vendemos
mucho aquí. Nos especializamos en vodka, solo el mejor, directamente desde
Rusia.
Tomo la botella de sus manos.
Aristov se inclina, presionando un beso en la frente de la mesera antes de
susurrar—: Ve a mi oficina, suka.
Su cabeza baja, y tan pronto como Aristov suelta su cuello, corre a través
del club, fuera de la vista. Aristov permanece, sus ojos sobre mí a medida que
abro la botella, llevándola a mis labios.
—La casa invita, todo —dice Aristov—. Para todos ustedes. Disfruten.
Mis hombres celebran, pero yo solo me siento ahí, aun tomando sorbos
de ron mientras ellos se dispersan, sin desperdiciar el tiempo ahora que es
gratis. Tacaños.
—¿Me acompañas con un trago, en mi oficina? —pregunta Aristov,
arqueando sus cejas.
Me encojo de hombros, levantándome de mi asiento. ¿Qué demonios? —
Lidera el camino.
Su oficina está hacia la parte trasera del club, un cuarto pequeño detrás
de un espejo de doble vista. Puede ver el exterior, observarlo todo, pero nadie
puede ver el interior. La mesera está de pie adentro, en el centro del cuarto, sus
manos unidas enfrente de ella.
No es una oficina en el sentido tradicional de la palabra. Se parece más a
un típico apartamento de estudiante en Nueva York. Sillones de cuero rodean
una mesa cuadrada, un pequeño bar privado al otro lado de la puerta con
botellas de licor en el interior. Vodka. Encima de eso hay un loft, una blanca
escalera conduce hacia él. Ni siquiera tengo que adivinar el por qué hay una
cama en su oficina.
La iluminación es tenue, las paredes blancas con una alfombra persa roja
cubriendo parte del suelo de mármol.
Después de cerrar la puerta de la oficina, Aristov agarra una de las
botellas. Engulle algo del licor mientras se aproxima a la mesera, sus ojos
observándola meticulosamente antes de mirarme. Su mano libre sujeta la parte
posterior de su cuello de nuevo, tirando de ella, dirigiéndola en mi dirección.
Lloriquea, cerrando sus ojos. —Ésta es estúpida, pero es bonita y no hay nada
que no pueda manejar, por si te gustaría probarla.
—No es realmente mi tipo —digo.
—Oh, ¿cuál es tu tipo?
—El tipo que no se retuerce de miedo por mí.
Aristov se ríe. —Ah, ¿existe ese tipo de mujer? La mayoría están
asustadas de su propia sombra.
No me entretengo en darle a eso una respuesta.
Arrastra a la mesera a uno de los sillones, sentándose y tirando de ella
enfrente de él, empujándola hacia abajo, a sus rodillas. Desabrocha sus
pantalones, sin decir una palabra, y la sujeta del cabello, empujando su rostro a
su regazo cuando saca su pene justo enfrente de mí.
La mujer lo toma en su boca sin objetar, y él deja escapar un suspiro
exagerado mientras sonríe lánguidamente, pareciendo muy malditamente
complacido consigo mismo.
Miren, no soy un idiota. Éste no es mi primer día de trabajo, si saben lo
que quiero decir. Sé que está imponiendo su dominio o estableciendo su
territorio o como sea que le llames a esta mierda de acto de macho alfa, un
concurso de meadas porque yo soy el león rival que entró a su guarida. Así que
lo entiendo, pero la cosa es que, no me conoce. Piensa que este teatrito me
afectará, me hará sentir incómodo y que me encogeré de miedo, pero eso no va a
pasar.
Le dije a Scarlet que él no me asustaba.
Hablaba malditamente en serio.
Sacaré mi pene y retaré a ese hijo de puta, justo aquí, justo ahora si me
presiona. En el sentido figurado, por supuesto. Literalmente, mi pene se está
quedando justo donde está.
—¿Estás seguro de que no quieres una probada? —pregunta, asintiendo
hacia la mesera que se la está mamando—. Puedes cogértela. No me importa.
Chilla como un cerdito cuando la llenas por completo.
—Lo aprecio, pero no me voy a coger a ninguna de tus mujeres.
O bueno, infiernos, quizás lo haga.
No lo sé.
Todavía estoy confuso respecto a su historia con Scarlet.
Pero a pesar de eso, hasta donde yo sé, no es suya. Tampoco es de
Amello. No le pertenece a ninguno de esos idiotas.
Dirigiéndome al sillón en frente suyo, me siento, relajándome, tomando
directamente de la botella de ron, sin molestarme en apartar mis ojos. Alejar la
mirada se acerca a una línea de acobardarse que ni siquiera estoy cerca de
cruzar.
Creo que se da cuenta, que no soy como los otros con los que lidia.
Podría cortar la garganta de esa mujer y no me encogería. Deja de prolongar las
cosas, agarrando la parte de atrás de su cabeza y empujándola hacia abajo,
haciendo que se atragante, en tanto levanta su cadera un par de veces, follando
su boca hasta que se corre en su garganta.
Tan pronto como termina, la aleja de un tirón. —Regresa al trabajo.
Corre fuera del cuarto, cerrando con un portazo la puerta. Aristov se
repliega, ojos entrecerrados fijos en mi cara. Si acaso, creo que lo estoy alterando
a él.
—¿Hay alguna razón por la que hayas venido aquí? —pregunta—. Dado
que no parece ser por el atractivo de mis mujeres, debes estar interesado en mí,
¿no?
—No te halagues a ti mismo. Tampoco eres mi tipo.
Se encoge de hombros, tomando más vodka. —No me acobardo.
—Eso he escuchado.
—¿Lo has escuchado? —Frunce el ceño—. A principios de esta semana
dijiste que no me conocías.
—No lo hacía —digo—. Como que me puse curioso cuando destrozaste
el club, vomitando balas, así que pregunté por ahí. Me guiaron hasta aquí.
—Entonces estabas interesado en mí. —Se ríe, tomando un poco más,
malditamente cerca de terminarse la botella entera en solo un par de minutos.
¿Cómo putas tiene todavía un hígado funcional?
Infiernos, quizás no lo tiene.
Tal vez por eso está tras Scarlet.
Quizás necesita un trasplante.
Puede que ellos sean compatibles.
Me encojo de hombros, porque indirectamente, lo que dice es verdad.
Vine porque tenía una furtiva sospecha de que encontraría el problema de Scarlet
aquí. —Como dijiste, no te acobardas. La mayoría de la gente lo hace. He estado
en la ciudad por un tiempo, y continúo encontrando niños pequeños que no
cumplen con lo que dicen. Entonces cuando me encuentro con alguien que
predica con el ejemplo, bueno, me causa interés.
Se sienta ahí, continúa bebiendo, analizando esas palabras. Puedo ver
cuando el licor le hace efecto, su postura relajándose, sus párpados cerrándose y
sus piernas moviéndose lánguidamente.
—Solíamos tener negocios con los italianos —dice—. Las familias venían
a nosotros cuando querían hacer algo, pero eran demasiado cobardes. Tenían
tantas reglas tontas. No mates a las mujeres, no mates a los líderes, no mates a
oficiales, pero nosotros no tenemos esas reglas. Nosotros éramos el truco que
mantenía sus manos limpias.
—No necesito truco —digo—, ni me importa que mis manos estén
limpias.
—Eso es lo que yo he escuchado —dice—. Has construido una reputación
bastante grande en un corto periodo de tiempo, señor Scar.
Señor Scar.
Puedo sentir mis músculos contrayéndose cuando dice eso, mi cuerpo
reaccionando inconscientemente. Me gustaría golpearlo, pero también me
gustaría salir de aquí, y con mis hombres concentrados en vaginas, bueno, no
estoy seguro de que esto terminaría a mi favor.
—Ve por todo o vete a casa, ¿verdad?
—Correcto —dice—. ¿Estás trabajando con George Amello? ¿Es por eso
que te encontrabas en su club?
Sacudo mi cabeza. —Alguien ha estado robándolo. Me acusó. No aprecié
la insinuación, así que hice una aparición para decirle cómo me sentía respecto
a su señalamiento.
Él se ríe. —Debo confesar… eso es mi culpa.
—¿Tuya? Imaginé que estarías más allá del hurto.
—Lo estoy —dice—. Era personal.
—¿Personal? ¿Qué fue lo que te hizo?
—Tiene a mi chica.
—¿A la que buscabas? ¿Morgan?
Tengo que obligarme a usar su nombre real.
Asiente, señalándome con su botella.
—Ésa misma.
—Entonces, te quitó una mujer —digo, tratando de descifrar el acertijo—.
A mi parecer, viendo tu propiedad, no pareces exactamente herido. ¿Acaso una
mujer vale todo eso?
No parece gustarle lo que digo. Su expresión floja se endurece, sus
hombros se cuadran. Sí, ella lo vale para él. Vale más de lo que pude haberme
dado cuenta.
Luego de beber lo último del licor, se levanta y se dirige de nuevo hacia
el bar. Para haberse puesto borracho tan rápidamente, su andar aún es estable.
Cambia su botella vacía por una llena mientras dice—: Ella es diferente.
Diferente. Puedo decir que habla en serio. Infiernos, casi suena
sentimental al respecto, como si pudiera de hecho sentir algo por Scarlet.
—No me gusta cuando la gente toma algo que es mío —dice, dándose la
vuelta—. Es muy bonita, mi Morgan, y lo sabe. Lo usa a su favor. Hace que los
hombres la quieran ayudar, como si necesitara ayuda. —Ríe amargamente,
abriendo la botella—. Es como una sirena, y la única cosa que puede ser más
fuerte que su canto es mi dinero. Es el por qué le daré medio millón de dólares a
quien la encuentre.
—Eso es mucho dinero.
—Lo es —concuerda—. Es también un gran incentivo.
Eso es.
Conozco a un par de personas que venderían a su propia madre por ese
dinero en efectivo. Scarlet no tiene ninguna oportunidad. Dicen que no puedes
ponerle un precio a los sentimientos, pero estoy bastante seguro de que medio
millón es un pago lo suficientemente grande como para hacerte olvidar eso.
A la mayoría de las personas.
—¿Qué vas a hacerle cuando la encuentres? —pregunto, la ironía de este
momento no se me escapa. Hace no mucho tiempo buscaba a la misma maldita
mujer y Siete me hizo exactamente la misma pregunta. Porque, ¿hombres como
yo…como Aristov? Reaccionamos por instinto. Es ego. Nosotros pagaríamos
medio millón de dólares para atrapar a alguien solo por la oportunidad de
verlos desangrarse, y valdría la pena cada centavo.
—Ese es mi problema —dice, la respuesta no es una sorpresa. Estoy
bastante seguro de que dije algo similar. Camina hacia mí, dejando su botella en
la mesa antes de sacar de su bolsillo trasero una billetera. Abriéndola, saca algo
que estaba metido en uno de los huecos, detrás de tarjetas de crédito y quién
sabe qué otras cosas.
Una foto, me doy cuenta cuando la sostiene hacia mí.
La agarro cuidadosamente.
Está vieja y rayada, los bordes raídos, como si la hubiese sacado y vuelto
a meter cientos de veces. Cabello castaño recogido, desordenado en la cima de
la cabeza, algunas hebras sueltas cayendo alrededor de su cara. Es Scarlet, sin
lugar a dudas, pero al mismo tiempo, no es la Scarlet que conozco. La chica en
la foto es joven, catorce, tal vez quince. Todavía una adolescente, su cara
ligeramente redondeada, suave con una pizca de inocencia. No mucha, pero un
poco. Sonríe a medias, como si fuera tan feliz como pudiese posiblemente ser, lo
que no es realmente muy feliz en lo absoluto. Más bien como no completamente
derrotada.
—Fue tomada hace un par de años —dice—. Es un poco mayor, pero
sigue siendo la misma chica linda.
Antes de que pueda responder, hay un golpe en la puerta de la oficina.
Aristov cierra su billetera, metiéndola en su bolsillo, y sostiene su botella de
licor mientras grita—: ¡Adelante!
La puerta se abre, un hombre entra. Lo he visto antes, en Mystic, el
hombre que se hallaba con Aristov, el grande y rudo hijo de puta que se parece
mucho a él. Duda cuando me ve, sus ojos entrecerrándose.
—¿Qué estás haciendo aquí, Markel? —pregunta Aristov.
—Necesitaba hablar contigo sobre… —Markel se calla, mirándome, antes
de darse la vuelta hacia Aristov—. ¿Estoy interrumpiendo algo?
—Ya me iba —digo, poniéndome de pie, agitando mi botella de ron hacia
Aristov—. Gracias por la bebida.
—En cualquier momento —dice.
Le doy una mirada a la foto una vez más antes de dársela a Aristov. La
toma, dándole un vistazo en su mano a medida que yo me alejo. Paso a Markel,
quien me observa irme.
Limerence está lleno, mis hombres no se ven por ningún lado.
De manera que me voy, porque esta noche no es una para buscar
problemas, incluso si eso suena malditamente divertido justo ahora. La
seguridad en la puerta no dice una palabra cuando salgo, llevando el ron
conmigo, porque a la mierda.
Ahora es mío.
Siete permanece cerca del bordillo, mi sombra en la oscuridad. No se ha
ni siquiera movido. Me mira mientras me acerco, evaluando, como si estuviese
descifrando qué pasó, sin preguntar. Entro en mi auto, sin molestarme con el
cinturón de seguridad, tomando un trago cuando Siete se me une.
—¿Descubriste lo que buscabas? —pregunta.
—Incluso más.
—Eso es bueno —dice, dudando antes de añadir—: Es algo bueno,
¿verdad?
—No lo sé. —Miro el club de reojo, las letras rojas en cursiva—. La
quiere.
—¿A quién?
—A Scarlet.
Deja salir un bajo chiflido. —¿Qué quiere de ella?
—No lo dijo, pero ofrece un infierno de recompensa para quien sea que
ponga sus manos sobre ella.
Maneja lejos del club, fusionándose en el tráfico. No dice ni una palabra,
pero puedo verlo moverse nervioso, sus dedos tamborileando contra el volante.
Se está preguntando si voy a aceptar la oferta.
Pero no hace la pregunta.
Quizás tiene miedo de escuchar la respuesta.
Tal vez, muy en el fondo, ya la sabe.
Traducido por samanthabp & Vane Farrow
Corregido por Itxi

Morgan

No tengo cable. Maldición, no hay ni siquiera un televisor en este


apartamento en ruinas. No hay internet. Ni ordenador.
Tengo un celular por supuesto, uno de esos baratos prepagos, cargado
con minutos en caso de una emergencia, pero usualmente olvido cargarlo así
que eso no me sirve de nada.
Solía tener un equipo de sonido, pero ya no. La música me rodeaba
muchas noches y me recordaba que me convertí en esa mujer, la que bailaba
hasta que sus pies tuvieran ampollas, la que usaba escasa ropa interior para
trabajar.
La mujer que nunca quise ser.
Una de la que tal vez nunca pueda escapar.
Extraño todo a veces. Extraño el ruido. Las películas. La música. La risa.
Diversión. Extraño bailar porque sí, y jugar juegos. El único momento en que
corro es cuando estoy siendo perseguida.
Solo por una vez, quiero tirar la precaución al viento de nuevo, ir a
dónde mi corazón me guíe en vez de siempre preocuparme, preocuparme y
preocuparme. Deseo reír, gritar y bailar al tope de mis pulmones, bailar bajo la
luna y sentirme feliz de verdad por ello al menos una vez. Sí, claro. Quiero
escuchar a los pájaros gorjeando en lugar de a los hombres silbando. Quiero
escuchar música que me haga sonreír en lugar de…
Un picaporte gira.
Mierda.
Mi cabeza se levanta de golpe, los ojos van directamente a la puerta del
apartamento. Incluso en la oscuridad puedo ver que se abre lentamente.
Mierda. Mierda. Mierda.
Me muevo tan silenciosamente cómo es posible, caminando con la punta
de mis pies, agradecida que el piso de madera no cruja mientras me lanzo a la
cocina. Rápidamente agarro un cuchillo del cajón, me deslizo entre el pequeño
espacio al lado del refrigerador, presionándome contra la pared, mi corazón
latiendo frenéticamente. Trato de aguantar mi respiración, esfuerzo mis oídos,
escuchando por pasos, movimiento, o algo. ¿Tal vez una respiración pesada?
No escucho nada.
Es silencioso, y, aun así, el aire es frío en el apartamento, tan frío que mis
dientes castañean cuando me estremezco. O quizás eso sea por temor, idiota. Me
quedo en ese lugar, escondiéndome, esperando, pero nada pasa.
Los minutos pasan.
Quizás me estoy volviendo loca.
Está oscuro, pude haberlo imaginado, ¿verdad?
Tal vez lo hice.
Le doy unos minutos más, el apartamento permanece en silencio, antes,
tomo una respiración profunda.
Enfrenta tus miedos...
Doy un vistazo por el refrigerador y salgo, apenas doy tres pasos por la
cocina cuando una sombra se mueve en la oscuridad, una figura caminando por
la entrada. Joder. Es como ser golpeada en el pecho, el aire deja mis pulmones,
mi visión se desenfoca por la mitad de un segundo mientras apretó el mango
del cuchillo ferozmente, lista para pelear.
Levanto mi brazo, pero antes de que pueda embestir, una luz brillante
me golpea, y parpadeo. ¿Qué mierda? Toma algunos segundos para que mi
cerebro lo entienda, para que mis ojos vean a Lorenzo, su mano en el
interruptor de la luz en la pared de la cocina.
El imbécil enciende la luz.
Arquea una ceja, sin decir una palabra en tanto casualmente se apoya en
el marco de la puerta. Tiene una botella de licor, toma un sorbo, sus ojos en mi
mano.
En el cuchillo.
Mierda.
Instintivamente suelto mi agarre dejando que golpee con el suelo al lado
de mis pies desnudos, mis manos temblando. Las flexiono en puños, pero no
hacen nada para calmarme. —Jesucristo, ¡Lorenzo, me asustaste!
Encuentra mi mirada, toma otro sorbo antes de ondear la botella hacia el
cuchillo. —Pensé que te había dicho que no empuñaras otro cuchillo hacia mí.
—No pensé que fueras tú —dije—. No te anunciaste exactamente.
No dice nada, bebe un poco más mirándome mientras lo hace. Su mirada
pasa por mi piel dándome escalofríos. Me estremezco de nuevo, cruzo mis
brazos por encima de mi pecho. Estoy completamente vestida, uso pijama, un
pantalón gris viejo y una camiseta negra, mi cabello aún está húmedo por la
ducha y atado en la parte de arriba de mi cabeza en un moño desaliñado. No
estoy usando ni una gota de maquillaje, mi piel está limpia a excepción de la
loción que siempre uso.
Alejándose del marco de la puerta, Lorenzo se pasea por la cocina,
acercándose. Entre más cerca está, mi corazón se acelera más, mi estómago da
volteretas. No está borracho, no creo, a la botella le falta alrededor de un cuarto,
pero hay algo extraño en él. No puedo saberlo. —¿Qué está mal contigo?
Se detiene frente a mí. —¿Qué te hace pensar que algo pasa?
Incluso la manera en que lo dice se siente mal, pero no puedo explicarlo
con exactitud. No sé qué es. Además, solo me respondió mi pregunta con otra
pregunta, lo cual es una bandera roja gigante.
No le respondo ya que no me respondió. Tras un momento, levanta una
mano para tocarme, pero doy un paso atrás poniendo distancia entre nosotros.
Frunce el ceño y trato de ir alrededor de él para salir de la cocina, pero me toma
el brazo empujándome hacia él.
—¿Qué pasa contigo?
—Te pregunté primero.
—Me importa una mierda —dice—. Responde mi pregunta.
Quiero decirle que se joda, que no le debo ninguna respuesta, pero él
probablemente solo preguntaría otra vez y otra vez hasta que ceda y le dé lo
que quiera. —Estás actuando raro.
—¿Cómo?
—Uhh, no lo sé. —Empujo mi brazo fuera de su agarre y lo deja ir sin
pelear—. No puedo explicarlo. Es solo una sensación que tengo.
Me mira fijamente de nuevo, la comisura de su boca sube levemente con
un toque de sonrisa. Toma un trago de su licor antes de caminar y tomar el
cuchillo descartado. Es pequeño, con una punta obtusa y la cuchilla aserrada,
fue el primer cuchillo que me encontré y probablemente el peor para tratar de
atacar a alguien.
Sacude la cabeza y lanza el cuchillo sobre el mesón antes de darse la
vuelta hacia mí. —Solo estás siendo paranoica. No hay nada de malo en mí,
excepto que tal vez aquí hace jodidamente frío. ¿No funciona la calefacción? —
me relajo un poco, eso es convincente. Quizás soy paranoica.
—La calefacción funciona. Es solo que ya sabes… apesta.
—Apesta —repite caminando hacia mí—. Supongo que esa es una
manera de mantenerte caliente.
—¿Es eso por lo que te apareciste aquí? ¿Piensas que puedes venir en
cualquier momento que quieras tu polla húmeda?
—¿No puedo?
Pongo los ojos en blanco, comienzo a caminar alejándome cuando se ríe.
Está riéndose. El sonido me detiene—. Solo estoy jodiendo contigo —dice,
deteniéndose antes de agregar—. Bueno, no estoy jodiendo contigo. De
cualquier manera. No es gran cosa.
Se da vuelta saliendo de la cocina, apagando la luz al pasar, dejándome
sola de pie en la oscuridad. Frunzo el ceño, lo sigo hacia la sala, pensando que
se va.
—¿Adónde vas?
—A fumar—dice, omite la puerta del frente y en su lugar va a la escalera
que se dirige al techo—. Si quieres únete, o no. Como quieras.
Ugh. Me froto el rostro con las manos, gruño mientras él va hacia el
techo. Me está haciendo sentir maniaca. Tratar con él es la última cosa que
esperaba hacer esta noche, considerando lo que vi esta mañana, pero ahora está
aquí… bueno, está allá arriba… y casi que me hace querer estar donde él está.
Sé que solo es un hombre. Uno con defectos. Con sus propios problemas.
Y sé que no puede resolver el mío. En realidad no. No puede arreglar lo que está
mal en mí. Nadie puede. Ellos ni siquiera pueden entender. Pero estar
alrededor de él, me hace sentir cosas, cosas que he extrañado tanto como la
música y la risa, cosas que me hacen sentir viva de nuevo.
Él es emoción. Es adrenalina.
Hace que mi corazón haga mierda estúpida.
Mierda que mi corazón no debería estar haciendo.
Porque todo lo que me excita de él, también me asusta. Es violento. Es
temperamental. Es peligroso. Muy peligroso. Hace veinticuatro horas, lo vi
asesinar a alguien. Ni siquiera se encogió cuando apretó el gatillo.
Pero de nuevo, yo tampoco lo hice.
Lo vi hacerlo sin reaccionar.
Tal vez no somos tan diferentes.
Aunque realmente no importa, porque el demonio ya tomó mi alma. No
tengo nada que ofrecerle a Lorenzo.
No es como si él siquiera lo querría.
Suspiro. Subo por la escalera y llego al techo. Lorenzo se sienta en el
borde, las piernas cuelgan por un lado del edificio, una nube de humo ya lo
rodea. La huelo a medida que me acerco y subo a la cornisa al lado de él, me
siento tan cerca que nuestros brazos se tocan.
Lorenzo se da vuelta hacia mí y se inclina más cerca, como si tal vez me
vaya a besar, pero en lugar de eso, deja salir un torrente de humo. Mis labios se
abren e inhalo profundamente tomando los remanentes del aire brumoso hacia
mis pulmones, cierro mis ojos en tanto lo sostengo, saboreando la quemazón
leve en mi pecho.
Exhalo después de un momento, abro mis ojos y lo atrapo observándome
a solo unos centímetros de mi boca.
Me doy vuelta, moviendo la cabeza, bajando la mirada por un lado del
edificio, mirando hacia la ciudad caótica. Mi corazón sigue golpeando contra mí
caja torácica, escalofríos cubren cada centímetro de mi piel. Balanceo mis
piernas levemente, mis pies descalzos rozan sus botas negras de combate. Sus
botas están con los cordones desatados, flojas en sus pies, como si en cualquier
momento se fueran a caer, pero a él parece importarle una mierda.
Es una caída larga. Vivo en el sexto pisto. Desde aquí en el techo, tal vez
sean siete pisos.
—¿Crees que dolería? —pregunto, mirando hacia abajo.
—¿Qué?
—Caer. —Fuma su cigarrillo de marihuana antes de que me lo ofrezca
sin palabras. Lo tomo, trayéndolo a mis labios e inhalando mientras mira hacia
abajo.
—Caer no duele —dice—. Imagino que se siente bien esos pocos
segundos, planeando por el cielo.
—Sí, supongo que es el golpe con el suelo lo que duele.
—Ni siquiera diría eso, ¿desde esta altura? Tienes alrededor de un diez
por ciento de probabilidades de sobrevivir. El golpe, probablemente no duela.
Te matará o te incapacitará y, de cualquier manera, será instantáneo. El dolor no
vendrá hasta que te despiertes y te des cuenta de que no estás muerta. Así que
no, no creo que caer duela, pero vivir después de eso, estoy seguro como el
demonio que lo haría. —Deja salir una risa seca, toma el cigarrillo de nuevo—.
Como usualmente lo es, ya sabes… morir no tiene nada que ver con el horror de
sobrevivir.
Qué tan cierto es eso…
—Eso no suena tan mal —murmuro—. Caer.
—Lo juro por lo más jodido Scarlet, si saltas de este techo…
—No estoy planeando hacerlo. Simplemente estoy diciendo, hay peores
maneras de morir. Y cuando la muerte me atrape, bueno, no será tan
instantáneo como un morir aplastada. Él lo hará mucho peor que eso.
—Por “muerte” estoy asumiendo que te refieres a Aristov —dice
devolviéndome el cigarrillo—. Cuando Aristov finalmente te atrape.
—Si —murmuro, fumo, inhalando profundamente y manteniéndolo en
mis pulmones hasta que empiezo a toser. El humo sale fuera de mí, mis ojos
queman, se ponen llorosos—. Su arma preferida son sus manos.
—Entonces, estrangulamiento, sofocamiento…
—La peor manera de morir.
Mi garganta se siente en carne viva, mi pecho apretado. Casi puedo sentir
sus manos fuertes alrededor de mi cuello, asfixiándome, su cara a solo
centímetros de la mía. Siempre esperé ver un destello de humanidad, pero
nunca hubo nada allí. El hombre es un cascarón. Puede estar hecho de metal, lo
que sea que esté dentro de él haciendo cortocircuito. Es inhumano. Verlo matar
a otros me desensibilizó, pero, ¿darme cuenta de que también me mataría?
Darme cuenta que “amor” para él no era amor en absoluto, era obsesión, que
era todo acerca de ¿posesión?
Casi me rompió.
Casi.
—De vejez.
Las palabras de Lorenzo atrapan mi atención, sacándome de recuerdos
que parecen ser de hace muchas vidas. Inhalo de nuevo del cigarrillo, cosquillas
corren por mi cuerpo, calentándome desde adentro, esa sensación de estar
flotando comienza antes de que se lo devuelva.
—¿De vejez?
—La peor manera de morir.
Eso me hace reír más fuerte de lo que debería. —¿Bromeas verdad? De
todas las maneras de morir, ¿crees que esa es la peor?
Se encoge de hombros antes de recoger la cajita que está en medio de
nosotros en la repisa, y la mete de nuevo en el bolsillo de su pantalón.
—Me encantaría vivir lo suficiente para morir por causas naturales —
digo—, si tan solo pudiera tener tanta suerte…
—¿Vivir por un siglo solo para que tu cuerpo se apague, tu corazón se
detenga, tu cerebro se desconecte, olvidar todo lo que hiciste y a todo el mundo
que alguna vez te importó, sufrir solo y aterrorizado, cagando en tus
pantalones, sin ni siquiera saber tu nombre? Preferiría ser sumergido en
gasolina y que me prendan fuego.
Me estremezco. Jesucristo.
—Además —continúa—, sería una mierda vivir de la manera en que
vivo, así que si por lo menos tengo un momento de gloria mientras aún puedo
disfrutarlo.
—Esa no es manera de vivir.
—Lo dice la mujer que piensa sobre caer del techo mientras se esconde de
algún imbécil como una pequeña perra mocosa asustada.
—No entiendes.
—Es verdad, no lo hago.
Hay una parte de mí que desea poder explicárselo, que quiere hacerle
entender, pero hay otra parte de mí —la obstinada, la parte dura— que no
puede arriesgarse a confiar completamente en este hombre.
Los hechos a menudo cambian la percepción. Algunas veces las historias
tienen giros en la trama que ponen todo al revés. Por lo que mantengo mis
secretos guardados cerca de mi pecho, sin abrirme, porque hay una posibilidad
de que cuando vea todo lo que hay dentro de mí, tal vez se aleje sin ni siquiera
mirar atrás.
No sé si lo haga, ni siquiera creo que lo haría, pero tal vez lo haga, y lo
necesito cerca de manera egoísta. No podría manejar ese rechazo ahora mismo.
—No importa —murmuro, balanceándome, alejándome del techo—. Voy
adentro.
Antes de que incluso dé un paso lejos, la mano de Lorenzo vuela
tomándome por el brazo.
—¿Escuchaste eso? —Le doy un vistazo.
—¿Escuchar qué?
Justo cuando pregunto eso, un ruido de un golpeteo débil alcanza mis
oídos, son como pasos contra escalones de metal. La escalera. Mis ojos se dirigen
a la entrada en el techo, hacia mi apartamento, me estremezco cuando los
escucho de nuevo desde adentro.
Alguien más está aquí. Joder.
Estoy sólidamente congelada, esperando que sea mi imaginación hasta
que escucho voces. Acentos. Lorenzo se balancea para ponerse de pie. No dice
nada, me arrastra por el techo, su mano me aprieta el brazo tan fuerte que
duele. Me lleva hasta la otra cornisa antes de dejarme ir, me arrastro hasta allí
sin ni siquiera dudar antes de dejarme caer hacia el otro lado, desapareciendo.
—¡Lorenzo! —grito, mi corazón se agita mientras me empujo hacia el
borde del techo, aterrorizada, escuchando un fuerte golpe en el metal, viendo
como cae en la vieja escalera de incendios debajo de nosotros, cerca de perder
su balance cuando golpea fuerte.
Se recupera, manteniéndose de pie, me mira.
—Ahora o nunca Scarlet.
Ahora o nunca.
Doy un vistazo detrás de mí y otro al techo, flexiono mis manos mientras
tiemblan. Ahora.
Salto.
O bueno, caigo.
Desearía poder decir que tengo gracia al hacerlo, que hago una pirueta
fuera del borde y floto hacia abajo, pero es más como que golpeo el aire por un
segundo, apretando mis ojos cerrados y sosteniendo la respiración antes de caer
justo sobre Lorenzo. BAM. Mis pies descalzos se enganchan en el borde de la
escalera de incendios y casi resbalo a través de la entrada hacia el siguiente
piso, pero Lorenzo me atrapa, tirando de mí antes de que caiga más lejos.
Parpadeo, sangre sale del corte fresco en mi piel, los bordes de metal de
la escalera de incendios están ásperos y oxidados. Increíble. Si Kassian no me
atrapa esta noche, el tétano ciertamente lo hará.
Hablando de un poco de karma.
—Ve —dice Lorenzo, con voz firme mientras me empuja, haciendo que
me mueva. Todavía estoy intentando dominar mi comportamiento, pero me
aferro a la escalera de incendios en tanto bajo. Me sorprende que todavía no sea
atrapada cuando llego al final, agarro la escalera y la empujo, pero solo se
mueve un poco.
Ugh. George es dueño de un tugurio. Pedazo de construcción de mierda,
es una trampa de muerte.
—Salta —dice Lorenzo impacientemente, empujándome de nuevo.
Suspirando, agarro la escalera, subo, y cuelgo del extremo de ella antes de
dejarme caer a la acera, justo sobre mi culo, con otra mueca de dolor.
Por supuesto, este bastardo aterriza a mi lado, saltando, logrando
permanecer erguido. Agarrándome del brazo, me levanta, casi tirándome abajo
de nuevo mientras me empuja. —Vete.
Doy unos pasos, porque no me da otra opción, pero luego me detengo.
—¿Dónde?
Se encoge de hombros.
El hombre se encoge de hombros.
Todo casual y tranquilo, solo un ligero levantamiento de sus hombros
mientras se apoya contra el edificio no muy lejos de la entrada.
¿Qué demonios?
—¿Qué estás haciendo? —pregunto incrédula cuando apoya su botín
contra el edificio, su postura relajada, las manos empujadas en los bolsillos de
su abrigo. Solo está parado allí, como si estuviera esperando.
—Prefieres caer que enfrentarte a él, así que te traje abajo todavía viva —
dice—, pero no tengo miedo, Scarlet, y jamás he huido de nadie un día en mi
vida.
—Pero…
—Vete —dice de nuevo, más alto—. Vete ya.
Está loco, este hombre. Auténtica y completamente loco. Gimiendo, corro
por la esquina, al callejón, viendo el Mercedes negro estacionado allí. Guau.
Retrocedo, para ir al otro lado, cuando hay ruido delante del edificio.
Voces, distinguiblemente rusas.
Sin tiempo, me refugio detrás de una hilera de basureros, rebosando de
basura, me meto entre dos de ellos y me agacho, sintiendo arcadas.
Tal vez esto me hace una cobarde, no lo sé, pero prefiero ser una cobarde
respirando que un cadáver valiente.
—¿Dónde está ella?
Esas son las primeras palabras que escucho al agudizar mis oídos.
La voz suena familiar. Markel.
—¿Quién? —pregunta Lorenzo.
—Sabes quién —dice Markel—. Morgan.
—Oh, ¿la encontraste? —pregunta Lorenzo—. Eso fue rápido.
—Oye, hijo de puta —dice Markel, perdiendo la paciencia—. Crees que
eres gracioso, pero no encuentro nada gracioso acerca de ti. Te estás
involucrando en un asunto que no tiene nada que ver contigo.
—¿Ella es un asunto? —La voz de Lorenzo no se desvía de su tono
casual—. Pensé que era personal.
—Es ambos —dice Markel—. De cualquier manera, no tiene nada que ver
contigo. No queremos ningún problema. No tiene que haber ninguno. La chica
es de Kassian. Así que mantente lejos de ella, déjanosla a nosotros, y no habrá
resentimientos. Simplemente déjala.
—Mira, ahí es donde te equivocas —dice Lorenzo—. Porque ya estoy
sintiendo que hay algunos resentimientos aquí, con la forma en que estás
dentro de mí espacio ahora mismo. Tu aliento huele a culo y me escupes en la
cara mientras que lanzas tus mentiras sobre no querer problemas, y no hay
nada que odie más en este mundo que un mentiroso, Oso-Pooh. Nada. Así que
adelante y dile a Christopher Robin que dije que tengo un par de testículos que
puede chupar, pero por lo demás, no tengo nada para él. ¿Me entiendes?
Hago una mueca. A Kassian no le gustará eso.
—Lo lamentarás —dice Markel—. ¿Estás dispuesto a renunciar a tu vida
por una pequeña suka?
Aprieto los ojos con fuerza, el estómago revuelto.
—Oh, no voy a renunciar a nada —dice Lorenzo—. Lo único que estoy
diciendo es que no la tengo. Diablos, puedes revisar mis bolsillos si quieres.
Aquí, mira. Ves, no está aquí. Nop, tampoco en mi abrigo. No la tengo, y no
aprecio la insinuación de que si la tengo.
—Entonces, ¿cómo supiste venir aquí? —pregunta Markel.
—Creo que la mejor pregunta es cómo supiste a dónde fui —dice
Lorenzo—. Y ten mucho cuidado de cómo respondes a eso, Boo-Boo, porque no
tomo amablemente ser rastreado.
Su voz finalmente se levanta una octava, la ira emanando de esas
palabras envía un escalofrío a través de mí.
—No te seguí —dice Markel—. Parece que tú y yo solo teníamos el
mismo destino.
—Pura mierda.
Permanece en silencio por un momento, un momento muy largo, antes
de que Markel diga—: Kassian no te dejará mantenerla.
—Eso es gracioso —dice Lorenzo—, porque no recuerdo haberle pedido
su bendición… tal vez porque no me importa lo que piense.
Espero una respuesta, mi corazón late aceleradamente, pero todo lo que
oigo es pasos después de eso, acercándose, más cerca, más cerca…
Me agacho más en las sombras, observando cómo dos tipos pasan por
delante. Markel, el hermano menor de Kassian, pero el otro no lo conozco. Uno
de sus muchos secuaces.
Es gracioso, pienso al verlos meterse en el Mercedes y haciendo chirriar
los neumáticos a medida que se alejan, volviendo a Kassian con las manos
vacías, que sea su hermano a quien él esté enviando, considerando que Markel
tenía una debilidad por mí. Fue una vez lo más cercano que tuve a un aliado.
Me quedo en el lugar después de que se han ido, sin saber si es seguro.
Un minuto o así pasa antes de que pasos se aproximen en silencio, una sombra
moviéndose en el callejón, deteniéndose frente a los contenedores. —¿Vas a
quedarte allí toda la noche?
Miro a Lorenzo, haciendo muecas. —Quizás.
—Quizás —repite—. Bueno, si quieres quedarte allí, que así sea, pero de
lo contrario, salgamos de aquí.
—¿E ir a dónde?
—A casa.
—Casa —murmuro, pisando la basura, tendiendo arcadas de nuevo.
Apesta—. Realmente no tengo una a la que pueda ir.
—Tengo una que puedo compartir.
Gira para alejarse, pero dudo. —¿Qué?
—¿Tienes otro sitio donde ir? ¿Familia? ¿Amigos?
—No.
—De acuerdo, entonces mi casa será.
—¿De verdad?
—Mira, no vamos a escoger cortinas de mierda juntos, Scarlet, pero
necesitas un lugar para acostar tu cabeza y tengo una de esas. Puedes dormir en
el sofá si quieres, simplemente pasar por alto el agujero. Sufrió un pequeño
accidente.
Lo sigo fuera del callejón, cojeando ligeramente. Mi pie se siente como si
estuviera en llamas, el resto está magullado. —Accidente-destrozaccidente.
Se detiene, mirando de un lado para el otro en la cuadra. —¿No te gusta
el sofá? Tengo una cama.
—¿Una cama libre?
—Mi cama.
—¿Dormir en tu cama no será un impedimento para tu juego?
—No.
Eso es todo lo que dice. No.
—¿A dónde vas a llevar tus folladas?
Entonces me mira, frunciendo el ceño. —¿De verdad quieres hablar de
esto ahora mismo? ¿Aquí?
—Bueno, quiero decir, solo estoy tratando de averiguar cómo serán las
cosas, porque tan agradecida como estoy por la oferta, todavía tengo que
conocer una persona que no tenga motivos ocultos. De manera que me
pregunto cuáles son los tuyos, antes de que esto vaya más lejos, porque sin
ofender, pero no estoy interesada en ser tu acariciabolas.
Me agarra por la cintura, alejándome del callejón. —¿Mi acariciabolas?
—Sí —digo—. No voy a acariciar tus bolas mientras follas otras mujeres.
Eso no está en mi descripción de trabajo.
Soy muy seria acerca de esto, pero se ríe. —Eso no será un problema.
Además, acabo de declarar la guerra por ti, Scarlet. Al menos si duermes en mi
cama, sé que estoy ganando.
—Sí —murmuro—. Infierno de premio que has ganado.
—Vamos —dice, ignorando eso—. Vámonos.
—Espera, necesito mi bolso —digo mientras intenta jalarme más allá de
mi edificio—. Está en el piso de arriba.
—¿De nuevo con esa maldita bolsa?
—Sí.
Gime, y espero que pelee por ello, porque sé que está frustrado, pero en
su lugar suelta mi muñeca. —Tienes dos minutos, mujer, así que hazlo rápido.
Traducido por Vane Farrow
Corregido por Laurita PI

El dibujo de la niña estaba en el refrigerador.


Ella se sentó en un taburete en la barra de la cocina, un plato de gachas
frescas delante de ella, intacto. Su mirada se hallaba fija en el dibujo. No lo
enmarcó, como dijo, pero aún se encontraba en exhibición.
Su madre siempre cubría su refrigerador con el arte de la niña, capa tras
capa, con pesados imanes sosteniéndolo todo. El Hombre de Hojalata usó un
trozo de cinta adhesiva para pegarlo allí, el centro muerto de la puerta del
congelador, no encontró ningún imán.
—¿Por qué no estás comiendo tu kasha? —preguntó el Hombre de
Hojalata, con voz baja y arenosa, como papel de lija para la piel de la niña. Sus
ojos eran grises de nuevo, pero no parecían muy amables esa mañana.
—No me gustan —dijo, mirando el plato—. Me gusta más Lucky
Charms.
—¿Lucky charms? ¿Te gustan los malvaviscos? ¿Te gusta todo ese
azúcar?
—Sí.
—Demasiado malo —dijo—. Comemos para vivir, gatita. No por
diversión. Así que come tu kasha. Es bueno para ti.
Frunciendo el ceño, dio un mordisco, forzándolo. En el mes en que había
estado allí, no tuvo dulces. Sin pasteles, sin galletas, sin dulces, nada. Todo era
sopas, estofados y demasiados peces, que odiaba, pero si no comía lo que él
hacía, solo pasaba hambre. Extrañaba el helado, la pizza pepperoni y hasta los
perros calientes. Los jugos, y la cerveza de raíz, y la leche de chocolate. Té o
agua era todo lo que siempre ofrecía, excepto ese vodka ardiente. Guácala.
La niña extrañaba tanto, pero sobre todo, echaba de menos a su madre,
que solía decir que la vida era demasiado corta para comer cosas asquerosas.
Miró al hombre de hojalata mientras se sentaba frente a ella, leyendo un
periódico. —¿Papi?
—¿Sí?
—Ella se despertó, ¿no?
No levantó la mirada del periódico. —Claro, gatita. Despertó bien como
nueva. Reímos de esto esta mañana antes de que fuera a casa.
Mentía. Nadie rio esa mañana. La niña se había sentado en lo alto de la
escalera, temiendo bajar, y vio al León Cobarde llevar a la mujer afuera
envuelta en una lona negra.
—Me refiero a mami —susurró, mirando sus gachas de avena, pensando
que preferiría morir de hambre y no forzar más.
Podía sentir sus ojos entonces, mirándola en silencio.
—Tu madre está bien —dijo finalmente—. Todavía no nos hemos reído
de eso, pero lo haremos, y todo será muy bueno cuando lo hagamos.
Sus ojos se alzaron, encontrando su severa mirada. —¿Se despertó?
—Por supuesto —dijo—. ¿Eso te sorprende?
Asintió lentamente.
—Palabras. No gesticules tus respuestas.
—Sí —dijo.
—¿Por qué?
—Porque todavía no me ha encontrado.
La miró un momento antes de que su expresión se agrietara. Sus labios se
crisparon con una sonrisa. —¿Crees que te está buscando? ¿Que algún día oirás,
“Knock-knock, gatita, mamá está aquí”?
La niña asintió de nuevo, ganando un gruñido enfadado, con el puño
golpeando contra la barra con tanta fuerza que su tazón rebotó, algunas de las
gachas salpicando.
—Palabras.
—Sí, papi.
Se rio de nuevo, eso significaba reír ahora.
—Espero que lo escuches —dijo—. Espero que se arrastre fuera del
infierno en el que está y venga por ti, gatita. Me encantaría ver que eso suceda.
Le rozó la cima de la cabeza, todavía riéndose mientras se alejaba,
dejándola con la papilla que no quería y una respuesta que no podía entender.
¿Eso significaba que no iba a venir?
Traducido por Lynbe & Vane Farrow
Corregido por Daliam

Lorenzo

Lo primero que escucho, cuando abro mi puerta delantera, es esa maldita


canción de esa maldita película.
Ya sabes de qué estoy hablando. Puede que ya la hayas adivinado. La del
barco grande y el iceberg, con la perra rica y la rata de alcantarilla haciéndose
ojitos el uno al otro. Dibújame como a tus putas francesas, idiota. Nunca lo dejaré ir.
Bla, bla, bla.
Sí, esa.
Sábado por la noche, o bien, supongo que ahora es domingo por la
mañana, ¿no? Unos minutos pasada la medianoche. Leo está aquí en algún
lugar con Melody. Sé esto, porque ella está cantando, como si esto fuera hora de
Karaoke en el RMS Titanic.
Suspirando, salgo del camino para que Scarlett entre, queriendo golpear
mi cabeza contra la pared con la esperanza que tal vez voy a quedar
inconsciente y no tendré que escuchar esto por un segundo más. Scarlet camina
directamente a la sala de estar, deteniéndose en la puerta, mirando hacia
dentro.
Después de cerrar la puerta, me uno a ella.
Están acurrucados en mi sofá, mi hermano y su novia, todos enredados
con una gran manta cubriéndolos. No estoy seguro si están vestidos, para ser
honesto. No sería la primera vez que follan en mi sofá, solo así, viendo una
historia de amor sensiblera.
Creo que es una perversión.
A algunas personas les gustan las nalgadas.
A otros el voyerismo.
A mi hermano le gusta cogerse a su novia mientras ella solloza por
personajes ficticios.
¿A mí? Me gusta un poco de todo… con excepción de lo último. Mete un
dedo en mi trasero todo lo que quieras, pero en el segundo que empieces a
lloriquear, terminé.
No nos prestan atención, y ni siquiera estoy tratando de interrumpir lo
que sea que eso es. Empujando a Scarlet para que me siga, me dirijo a mi
biblioteca. Camino directamente hacia allí, pero ella vacila antes de cruzar el
umbral.
—Cierra la puerta —le digo, dejándome caer en mi silla—. Quizás
ahogará el sonido de ese gato moribundo.
Scarlet se ríe, cerrando la puerta. —Eres un idiota.
—Podría ser peor —digo—. Podría silenciarla con una almohada, pero
no lo haré. ¿No obtengo crédito por eso?
—Buen intento, pero no —dice ella, acercándose—. No obtienes puntos
por no matar a la novia de tu hermano cuando lo único de lo que es culpable es
de ser una terrible cantante.
—Es tan malditamente emocional, y siempre está tan… llena de vida.
Scarlet jadea con horror fingido. —¡Que horrible!
—Vete a la mierda —murmuro—. Es agotador estar cerca.
—Todavía es joven.
—Tiene tú misma edad.
—Sí, bueno, yo no soy exactamente normal —dice—. Me vi obligada a
crecer rápido cuando era solo una niña. ¿Pero ella? Imagino que ha tenido una
vida normal. Bueno, hasta que tú entraste en ella, así que dale un respiro.
—Lo hago —digo—. Todavía respira ¿no? Aún sigue ahí afuera,
cantando. Merodeando por ahí. Comiendo mi comida. Viendo mi televisión,
consiguiendo que jueguen con su coño en mi casa.
Scarlet se apoya contra la mesa a mi lado, sacudiendo la cabeza en tanto
cruza los brazos sobre su pecho. —Probablemente estarás diciendo todo eso
sobre mí… comiéndome tu comida, usando tu electricidad, duchándome con tu
agua caliente.
—¿Consiguiendo que jueguen con tu coño?
Pone los ojos en blanco, pero no lo niega.
Agarro sus caderas, tirando de ella entre mis piernas. —Mira, todo lo que
digo es que si vas a cantar, haz esa mierda silenciosamente así nadie tiene que
escucharlo.
Se ríe, con sus manos sobre mis hombros. —¿Deberíamos hablar
silenciosamente, también, así no tienes que escuchar eso, tampoco?
—Preferiblemente —digo—. A menos que sea para hablar sucio, en cuyo
caso, estoy más que feliz de escucharte.
—Guau —dice, con voz plana—. Sigue siendo tan encantador y podría
comenzar a tener sentimientos por ti.
—No te culparía —digo—. Solo, ya sabes, guárdatelos para ti, en caso de
que sean contagiosos.
—No te preocupes —dice—. Practico el sentimiento seguro. Me
aseguraré de envolverlo bien antes de gritarlo.
Me río de eso. Esta maldita mujer. Tiene una boca, sin lugar a dudas, el
tipo de boca que está destinada a meterla en un montón de problemas en la
vida.
Ya los tiene, al parecer.
Aristov, es el tipo de hombre a quien le gusta romper caballos salvajes, y
Scarlet es una de las personas con más voluntad que he encontrado. Podría no
estar rota, pero no se necesitaría mucho, no con la forma en que se dobla
cuando se trata de él.
Es inusual.
Claro, no la he conocido mucho.
Pero ella no se estremece por mí.
No la asusto.
Entonces, ¿por qué él sí?
Mis ojos se estrechan ligeramente, y maldita sea si no se da cuenta,
porque la veo endurecerse en respuesta.
—Háblame de Aristov.
Su rostro pierde toda expresión. Allí va, tratando de desconectarse,
cerrándose.
—Ya te he hablado de él —dice—. Es un hombre cruel.
—Uno que te robó.
—Sí.
—Robó la luz de tu vida —digo, recordando sus palabras—. Robó tu
inocencia.
Sus ojos se cierran. Es automático. Ni siquiera puede mirarme cuando
digo eso. Cuando los vuelve a abrir, están vidriosos, pero no derrama una sola
lágrima.
Aún no la he visto llorar.
—Sí.
Eso es todo lo que dice.
Ya que no me está contándolo todo, a la mierda... voy a preguntar. —
¿Cómo?
Es una pregunta sencilla, pero sé de inmediato que no va a responderla.
Sus manos dejan mis hombros y retrocede, fuera de mi alcance, mientras fuerza
una sonrisa, la más falsa que he visto.
—Apesto —dice—. ¿Te importa si tomo una ducha?
—Por supuesto que no —digo, agitando la mano—. Me tomará al menos
dos semanas para comenzar a quejarme de ti, así que siéntete como en casa.
—Gracias —dice, volviéndose para salir de la biblioteca—. Sin embargo,
no hago promesas cuando se trata de cantar en la ducha. A veces no puedo
evitarlo.
—Entonces será una semana —digo en voz alta—. Comenzaré a
quejarme el próximo fin de semana, así que disfruta estos días.
Se ríe, desapareciendo de la habitación.
Miro a la puerta una vez que se ha ido, tamborileando mis dedos en el
brazo de la silla. Lo evadió como una hija de puta. Ni siquiera intentó ser astuta
al respecto. Simplemente no respondió.
Poniéndome de pie, salgo de la biblioteca, haciendo mi camino hacia la
cocina para comer algo. No hay mucho aquí, por lo que solo tomo dos
rebanadas de pan, saco un poco de carne y golpeo esa mierda junto con un poco
de mostaza. Violá.
Tomo un bocado, masticando en tanto agarro un Capri Sun del
refrigerador y salgo. Mi sándwich se arruina cuando camino de regresó por el
pasillo, tan ocupado desgarrando el plástico de la pequeña pajilla amarilla que
casi se me cae todo.
—Oye, hermano.
Me detengo cerca de la sala de estar cuando Leo me saluda. Levanto la
mirada hacia él antes de echar un vistazo a la habitación. Melody ya no está
cantando, menos mal. —Oye.
—Así que esa chica —dice Leo—. Morgan.
—¿Qué hay con ella? —pregunto, jugueteando con la pajilla, tratando de
empujarla por el agujero, pero estoy usando el lado equivocado. Maldita sea.
—Ya está de vuelta, ¿eh? La vi pasar hace un rato.
—Necesita un lugar donde quedarse —le digo, volteando la pajilla—.
Pensé que sería agradable por una vez. ¿Tienes algún problema con eso?
—Para nada.
Empujo la pajilla, empalando la maldita cosa, poniéndola a través del
otro lado de la pequeña bolsa plateada, apuñalando mi mano. Estoy a tres
segundos de solo apretar la maldita cosa y dejarlo salir a chorros, donde sea que
quiera ir, calculando que al menos una parte de él hará su camino a mi boca,
cuando Leo me lo arrebata, arreglando la pajilla antes de devolvérmelo.
—Gracias —murmuro—. Estas cosas son una mierda.
Mira, antes de que vayas pensando que soy incompetente, recuerda que
mi mundo es bidimensional. Me he adaptado a eso, en su mayor parte, pero a
veces los objetos son estúpidos. Juzgo mal las distancias, no puedo agarrar una
maldita cosa, derramo las bebidas y choco contra los marcos de las puertas.
También parece que no puedo meter una pajilla en un agujero, que, como estoy
seguro se pueden imaginar, hace que meter cosas en otros agujeros sea una
pequeña lucha.
Coño es a lo que quiero llegar, en caso de que no lo hayas entendido.
Apunto y a veces fallo como un adolescente virgen que nunca ha usado su
polla.
Tomo un sorbo, succionando a través de la pajilla.
—No sé por qué los sigues comprando —dice Leo—. Te dan problemas
todo el tiempo.
—Me gustan —digo—. Además, ninguna puta bolsita de jugo va a
vencerme, Niño Bonito.
Subo las escaleras, haciendo mi camino a medida que como otro bocado
de mi sándwich. El segundo piso está oscuro. Enciendo la luz de mi dormitorio
justo cuando el agua se cierra en mi baño.
Me siento en el borde de la cama, quitándome las botas en tanto como.
Ya están desatadas, por lo que no es tan difícil. Las empujo a un lado con mi pie
justo cuando la puerta del baño se abre. Mi mirada se desplaza hacia allí
cuando Scarlet sale, nada más que con una toalla gris envuelta a su alrededor.
Hace una pausa, mirándome, así que le tiendo mi sándwich a medio
comer. —¿Hambrienta?
Espero que se burle, tal vez que se ría, pero rápidamente toma la cosa
fuera de mi alcance y le da un mordisco, murmurando—: Famélica.
Maldita sea. Le entrego el Capri Sun. Succiona el resto cuando termina el
sándwich.
Quitándome la camisa, la arrojo a través de la habitación. Fallo el cesto,
por supuesto, pero eso no importa. Scarlet me observa, lanzando la bolsa vacía
en la papelera cerca de mi cama. Lo logra. Ni siquiera mira.
Sacudo la cabeza.
—Así que —dice ella—. Tengo un problema.
—No me digas.
Frunce los labios. —No tengo ropa.
—Eso no suena como un problema para mí.
Agarro la toalla, retirándola lentamente, quitándola y lanzándola a un
lado, otra vez cerca del cesto. Scarlet no se mueve a medida que mi mirada
recorre su cuerpo.
He visto a esta mujer desnuda unas cuantas veces, pero más allá de lo
obvio, como esas hermosas tetas, nunca he mirado realmente. ¿Sabes de qué
estoy hablando? Pero ahora lo veo, cada centímetro de su pequeño cuerpo.
Piernas fuertes. Caderas anchas. Cintura delgada. Las puntas de mis dedos
recorren sus clavículas antes de acariciar su pecho a través de sus pezones.
Cicatrices marcan su piel. No son evidentes, son marcas pequeñas aquí y
allá, quemaduras y cortes sanos, la cicatriz más visible debajo de su ombligo,
peligrosamente cerca de la Tierra Prometida.
—¿Pasé la inspección? —pregunta—. ¿O hay algunas violaciones en las
que necesito trabajar?
Levantando la mirada, me encuentro con la suya. —Puedes trabajar en
esa boca tuya.
—¿Qué tiene de malo?
—Está siendo un poco tosca. Sin embargo, nada que sexo oral no pueda
arreglar.
Sus ojos se agrandan. —Palabras grandes para un hombre que bebe
Capri Sun.
Trato de mantener una cara seria, pero me quiebro, dejando escapar una
risa. —Me tienes ahí.
Sonriendo, hace una pequeña reverencia antes de girarse, como si
pensara que va a alejarse de mí. Sí, claro.
Antes de que pueda dar un paso, envuelvo mis brazos a su alrededor,
arrastrándola a la cama. No subo a ella, solo la empujo hacia abajo al borde, su
mitad superior presionada en el colchón, mi mano izquierda plantada
firmemente en su espalda, a lo largo de su columna vertebral.
Me inclino sobre ella, mi boca cerca de su oreja cuando digo—: Veremos
cuanta mierda sigues hablando cuando haya acabado.
Pateando sus piernas al separarlas, forzándola a abrirlas completamente,
mi mano derecha se desliza hacia abajo, acariciando su coño desnudo. No hay
nada gentil en ello. Nada tierno. Froto duro, no alrededor. Son solo segundos
antes de que se moje, gemidos suaves escapando y que está tratando de
contener. No quiere que vea lo excitada que está por esto.
Deslizo dos dedos en su interior, yendo lento al principio, antes de
comenzar realmente a follarla con ellos. Sus ojos se cierran a medida que aprieta
el edredón, dejando escapar un gemido. Se está esforzando por permanecer
quieta, por no reaccionar, pero el placer es lo más difícil de enmascarar. Puedes
reprimir tus sentimientos y contener las lágrimas, poner cara valiente en lugar
de mostrar miedo, pero cuando la euforia hormiguea en tu columna vertebral y
serpentea a través de tu sistema, no puedes negarlo.
Los cuerpos son traidores.
Agitan banderas rojas.
Y esos jugos escurridizos que cubren mi mano me lo dicen todo. La
forma en que sus muslos tiemblan, su espalda arqueada, sus nudillos blancos
con tensión mientras se aferra a la cama, sosteniéndose fuertemente. Piel de
gallina cubre sus brazos, sus cabellos finos se erizan, sus mejillas se sonrojan,
sus labios se separan, su garganta se flexiona mientras traga, pero su boca está
tan malditamente seca que no hace nada. Su voz es salvaje, tensa de intentar
forzar los ruidos hacia atrás, tanto que suena como si estuviera gruñendo, como
si solo quisiera aniquilarme, desgarrarme a jodidos pedazos. La tengo
comiendo directamente de mi palma, pero es del tipo que muerde la mano que
la alimenta.
Luchando y follando.
Follando y luchando.
Las emociones aumentan las sensaciones. Todos sabemos eso. Pero
Scarlet no puede dejarse ser feliz, no puede bajar la guardia, por lo que
malditamente se enoja. Alimentando el fuego en su interior hasta que está
disparando chispas.
Por lo que sí, no necesito que me diga cómo se siente, pero joder si no
voy a preguntar.
—¿Eso se siente bien? —pregunto, mi otra mano deslizándose lejos de su
espalda, alrededor de la curva de su trasero, acomodándose entre sus muslos.
Comienzo a frotar su clítoris de nuevo, afecta mi ritmo, pero no tanto como
para que no lo haga funcionar. Follando. Acariciando dentro, fuera, alrededor, y
alrededor—. ¿Te encanta, eh? Te encanta que jueguen con tu hermoso coño,
tenerlo adorado, siendo follada perfectamente.
Gime.
Su respiración es pesada, la tensión en su cuerpo aumenta a medida que
mueve sus caderas, retorciéndose. Está condenadamente cerca del orgasmo.
—Abre tus ojos —digo—. Mírame.
Se obliga a hacerlo, volviendo la cabeza, sus ojos se encuentran con los
míos. La miro, sin decir nada más, y me devuelve la mirada, inflexible. Sigo
haciendo lo que estoy haciendo, observándola deshacerse y desmoronarse en
mis manos.
Mierda.
El orgasmo la atraviesa, sus músculos se contraen, todo su cuerpo
temblando mientras su boca se abre y un grito de placer escapa. Es hermosa, la
forma en que su rostro se contrae, sus ojos tratando de cerrarse de nuevo, sus
párpados aleteando, pero mantiene su mirada entrenada en la mía. La llevo a
través hasta que se relaja, la mano de su clítoris moviéndose hacia atrás a su
trasero mientras saco mis dedos fuera de ella y los meto directamente en mi
boca.
Hace un ruido gutural.
Chupo su sabor antes de sacar mis dedos mojados y trazar sus labios.
—¿Alguna vez te has probado?
—¿Tú sí?
Deslizo mis dedos en su boca y gruño cuando envuelve sus labios
alrededor de ellos, chupando, su lengua acariciando mis dedos.
—Todo el tiempo.
Sus ojos se ensanchan en tanto libera mis dedos, apartando su boca.
—Estás bromeando.
—¿Me veo como si estuviera bromeando?
—No.
—Bueno, entones, ahí tienes.
Me siento a su lado. Lentamente, se levanta, empujándose lejos de la
cama, y cae al suelo sobre sus rodillas.
Se sienta allí, mirándome, pero mantiene sus manos para sí misma.
—¿Hay algo que quieras, Scarlet?
—¿Te gusta cómo sabe?
La pregunta brota de ella, como si se estuviera muriendo por
preguntarla. Me río, volteando su comentario en ella. —¿A ti?
Se encoge de hombros, acercándose cuidadosamente a mí, como si
tuviera miedo que pudiera morder. Desabrocha mis pantalones y baja la
cremallera, su mano se desliza dentro. Gimo cuando palmea mi polla,
acariciándome unas cuantas veces en el confinamiento de mis pantalones, antes
de que la saque.
—¿Condón? —pregunta.
Asiento hacia el cajón de la mesita de noche, y lo abre, mirando hacia
adentro. Mantiene una mano sobre mi pene, acariciando, mientras busca a
través de mi escondite con la otra, agarrando un condón simple. Nada especial.
Usa sus dientes, rompe el paquete, y saca el condón, poniéndolo rápidamente
en su boca.
En su maldita boca.
El condón.
La cosa entera.
Antes de que pueda decir algo, va abajo sobre mí, envolviendo sus labios
alrededor de mi polla, comenzando en la punta, y toma la totalidad de ella en
su garganta en un golpe profundo, sin detenerse mientras envuelve.
—Maldita sea, mujer —gruño, mis manos agarrando su nuca, mi mirada
parpadeando hacia el ventilador de techo por encima al tiempo que hormigueos
me recorren. Girando y girando va, en tanto la boca de Scarlet trabaja hacia
arriba y hacia abajo unos pocos golpes.
Se aparta entonces, demasiado pronto, y bajo la mirada al condón sobre mí
polla.
Puso la maldita cosa con su boca.
Su boca.
—Brujería —digo cuando se levanta, empujando mi pecho, para que
pueda subir a mi regazo. Me monta a horcajadas, mientras me inclino hacia
atrás, apoyándome sobre mis codos en la cama.
Se hunde en mí, caliente, apretada y húmeda... tan jodidamente mojada.
Donde estoy sentado, no tiene mucho espacio, pero no lo necesita. Rueda sus
caderas, arqueando la espalda, moviéndose lentamente, mi pene deslizándose
hacia adentro y hacia fuera lo suficiente como para volverme loco. Partes de mí
que nunca deben hormiguear, lo hacen a medida que me provoca. Me provoca.
La mujer me está dándome un baile de regazo mientras estoy bolas
profundas en su coño.
Me levanto un poco, extendiendo la mano, las puntas de mis dedos
rozando un seno, rodeando un pezón. Estoy a punto de pellizcar a ese hijo de
puta cuando Scarlet me golpea la mano. GOLPE. —Sin tocar.
El golpe fuerte pica, atrapándome fuera de guardia. Tiro de mi mano
hacia atrás, deteniéndome en el aire. Ella me golpeó. Me golpeó. Y no solo un
golpe suave... un completo jodido golpe. —Vuelve a golpearme. Te reto.
—Si no mantienes las manos para ti, lo haré.
Suena bastante segura de sí misma. Bajo la mano, apoyándome en el
codo de nuevo mientras la miro.
Mira, seamos realistas aquí. Se necesita un montón de bolas para poner
una mano sobre mí. Cortaré la maldita cosa y te golpearé hasta la muerte con
ella, te dejaré morir por tu propia mano, ya que debes ser suicida para intentar
esa mierda. Ni siquiera voy a sentarme aquí y fingir que no sentí el impulso de
golpear al segundo que sentí la picadura, pero puesto como mis bolas están
anhelando una liberación, eso no es realmente en mi mejor interés.
Por lo que hago un poco de mierda meditativa zumbando y calmo el
infierno, ya que no me gusta la necrofilia, y prefiero estar follándola que
matarla en este momento. Podría estar un poco jodido en la cabeza, pero no
tanto.
—No voy a pagar por esta mierda —le digo.
Una sonrisa maliciosa gira las comisuras de sus labios cuando dice—: No
pensé que lo harías.
Scarlet folla un poco más, con las tetas burlándose en mi cara,
montándome lentamente. Está tratando de provocarme. Figurativamente, eso
es. Ya estoy tan duro como una roca, pero es el resto de mí que quiere caliente.
Te voy a contar un secreto.
Un gran secreto.
Está funcionando.
¿Lo qué está haciendo, la forma en que se mueve? ¿La manera en que su
cuerpo encaja en el mío, formándome, calentándome? Me hace sentir algo.
Quiero apartarla y sujetarla, follarla hasta que ni siquiera pueda caminar y
luego hacerla arrastrarse fuera de mi maldita casa. Pero entonces solo querría
arrastrarla de vuelta, porque está bajo mi piel, ¿y lo que está haciendo?
Es sensual.
Puedo pensar en formas mucho peores de pasar mi tiempo.
Así que la espero.
Eventualmente, suspira, inclinándose sobre mí, trayendo su rostro a
pocos centímetros del mío y susurra—: Eres bueno en esto.
—¿En qué?
—En ser un maldito idiota.
Riendo, la agarro, apartándola y tirándola sobre la cama antes de que
pueda detenerme. Deja escapar un fuerte chillido, sobresaltada, antes de que
empiece a reírse.
Está jodidamente riendo.
Me arrastro encima de ella, empujándome entre sus piernas, forzando
sus rodillas hasta su pecho con mi peso apretado contra ellas, sujetándola allí.
Extiende la mano, pero la agarro de las muñecas, sosteniéndolas mientras lucha.
—¡Espera! ¡Esto no es justo!
—¿Quieres que te suelte? —pregunto, inclinándome, deteniéndome
apenas a un centímetro de sus labios.
—Sí.
—Pídelo amablemente —le digo—. Di “Lorenzo Gambini, te ruego, por
favor, suéltame y te chuparé la polla”.
Se ríe de nuevo, más fuerte. —Ya quisieras.
—Lo hago —digo—. No hay duda de eso.
Su lucha es patética. Podría liberarse si realmente quisiera, pero apenas
siquiera pelea.
Cierro el resto de la distancia, besando sus labios, mientras froto mi polla
contra ella, la punta frotando su clítoris. Gime en mi boca en tanto deja de
esforzarse, relajándose en la cama.
Rindiéndose.
—Lorenzo Gambini —susurra entre besos—, te suplico, por
favor... fóllame.
La beso una vez más antes de retroceder, cambiando de posición,
sonriendo. —Bueno, ya que me lo pediste amablemente...
Empujo fuerte, deslizándome justo en el primer maldito intento.
BAM.
Traducido por Dannygonzal & Mely08610
Corregido por Daliam

Morgan

¿Sabes que los sueños que las personas tienen están afuera en alguna
parte, escuela, trabajo, en algún lado, solo para darse cuenta que olvidaron
ponerse ropa esa mañana y que todo el mundo los mira fijamente?
Creo que podría saber cómo se siente.
La cocina está en silencio, tan extraño, considerando que hay cinco de
nosotros metidos en la habitación. Me encuentro sentada en una mesa redonda,
en una silla de madera a juego, frente a Leo y Melody. Ella juega en el celular,
mirándome muy de vez en cuando, su expresión llena de curiosidad, mientras
que Leo ni siquiera finge estar interesado en algo más. Él simplemente mira
descaradamente.
Y no es el único.
Siete está de pie al otro lado de la habitación, recostado contra la
encimera. Puedo sentir que también me observan sus ojos.
Sí, me presenté desnuda a clase.
Es divertido, de verdad, porque he estado desnuda en público, rodeada
de varias personas, y no siempre fue placentero para mí, pero raramente se
sintió así de incómodo.
Tenía ropa puesta, aunque obviamente no era mía, una camisa negra de
mangas largas que podría pasar por un pequeño vestido con pantalones cortos
debajo. O bueno, está bien, en realidad son calzoncillos. Bóxer con caimanes por
todas partes. Florida Gators.
No sabía que a Lorenzo le gustaban los deportes.
Hay demasiado que no sabía, creo, mientras lo miro al otro lado de la
habitación, y me golpeó justo en la cara hace poco cuando entré aquí. Lorenzo
no me da la cara, con los pies descalzos, sin camisa, vestido solo con unos
pantalones de pijama negros caídos y unos lentes. Lentes. Estructura negra,
cuadrada, delgada, no llamativos, incluso apenas notables, pero los veo. Se
mueve alrededor, alternando entre ordenar papeles esparcidos alrededor de la
encimera y ocuparse de lo que sea se está cocinando en la estufa.
Sí, me oíste bien.
Está cocinando.
Y no me refiero al nivel de cocinar tortillas en el microondas. El hombre,
quien medio me alimentó anoche con un emparedado de mierda y un jugo,
tiene tocino crepitando en tanto voltea panqueques y bebe jugo de naranja
recién exprimido.
En serio. Lo vi exprimirlo.
Incluso me sirvió un poco.
Bajo la mirada al vaso en mi mano, y el jugo de pulpa, mordiéndome el
interior de mi mejilla. No jugo noventa y nueve por ciento genérico
para esta familia. Todos me siguen mirando como si fuera extraña, aun así
actuando como si eso fuera normal.
Lorenzo se da la vuelta, y levanta la mirada mientras camina hacia la
mesa, medio espero que también me de miradas raras, pero no, está mirando a
su hermano. Moviendo la espátula, golpea a Leo en la cabeza, el
fuerte golpe hace eco en la cocina.
—¡Mierda! —Leo hace una mueca, el golpe sacándolo de su trance a
medida que frota la parte de atrás de su cabeza—. ¿Por qué demonios fue eso?
—La mesa no está puesta —dice Lorenzo—. ¿Qué somos, animales?
Leo se pone de pie, rodando dramáticamente los ojos, y Lorenzo mueve
de nuevo la espátula, apenas rozando su hombro en tanto sale del camino. —
Bien, bien ¡voy a hacerlo! ¡Por Dios!
—No estás demasiado viejo para que te doble sobre mis rodillas, Niño
Bonito —dice Lorenzo, apuntando con su espátula—. No creciste en un maldito
granero.
—No, pero crecí en una granja —dice Leo, agarrando algunos platos del
gabinete.
—Es un huerto de naranjas —dice Lorenzo—, no una granja.
Huerto de naranjas.
Miro de nuevo mi jugo, llevándolo a mis labios por un sorbo. Todo esto
está comenzando a sentirse como una comedia de la televisión, como si Lassie
fuera a venir corriendo y a decirnos que Timmy se cayó al pozo.
Lorenzo tira la espátula en el fregadero y trae platos de comida mientras
Leo pone la mesa. Miro el plato vacío en frente de donde me encuentro sentada
y voy a irme cuando Lorenzo se desliza en la silla a mi lado, agarrando mi
muslo, obligando a mi trasero a regresar al asiento.
—Sírvete tú mismo, Siete —le dice al chico, aun recostado contra la
encimera—. Sabes cómo funciona.
—Lo aprecio, jefe —dice Siete—, pero la esposa hizo huevos revueltos
esta mañana, así que no puedo tomar otro bocado incluso si quisiera.
—Lo supuse —dice Lorenzo—. La mujer te alimenta mañana, tarde y
noche.
—Y me empaca refrigerios entre comidas —dice Siete, y pienso que es
broma hasta que saca una barra de proteínas del bolsillo de un abrigo y una
pequeña bolsa de zanahorias del otro. Guau.
—¿Estás casado? —pregunto.
—Veinticinco años el próximo mes —dice con una sonrisa. Ha estado
casado más tiempo de lo que he vivido—. Fue mi amor de secundaria. Me casé
con ella después de la graduación.
—Se arrepiente de esa mierda cada día —dice Lorenzo sirviendo la
comida en los platos.
—No me he arrepentido ni una vez —dice Siete—, ni siquiera cuando me
molesta por la compañía que mantengo.
Lorenzo encuentra eso divertido, mientras yo calculo en mi cabeza. Eso
significa que Siete tiene más o menos cuarenta y tres años... igual que Kassian.
Miro a Lorenzo, de repente curiosa. —¿Cuántos años tienes tú?
Leo se ríe ante mi pregunta. —Es más viejo que el pecado.
Lorenzo le dispara una mirada y dice—: Casi siempre dieciséis.
—Está llegando a los treinta y siete —se mete Siete.
Treinta y siete.
Miro a Leo. —¿Y tú veintiuno?
Asiente. —Sí.
Dieciséis años de diferencia. Lorenzo mencionó que comenzó a cuidar de
su hermano cuando él tenía alrededor de los dos, lo que haría de Lorenzo…
—Tenía dieciocho —dice, y mis ojos se amplían, preguntándome si había
hecho el cálculo en voz alta, pero él solo me interrumpe con una sonrisa ligera,
como si leyera mi maldita mente—. Conozco esa mirada.
—¿Cuál?
—La mirada que intenta adivinar —dice, agarrando el plato frente a mí,
empujándolo más cerca—. Desayuna, Scarlet. Tampoco me opongo
a cargarte sobre mi rodilla.
—Me gustaría verte intentándolo —murmuro, agarrando un tenedor y
apuñalando el panqueque en mi plato. Antes de incluso tener que preguntar,
Lorenzo toma algo de jarabe y me lo pasa, como si leyera de nuevo mi
mente. Raro.
Como en silencio. Está bueno. Realmente bueno.
No quemó nada.
Siempre quemo todo cuando intento cocinar.
Melody comienza a conversar, hablándole sin parar a Leo, mientras Siete
permanece en su sitio, esperando cualquier cosa.
Finalmente un teléfono suena, proviene de la esquina. Siete saca uno de
su bolsillo, sosteniéndolo. —Es el suyo, jefe.
—¿Quién es?
—Número privado.
—No hablo con cobardes —dice Lorenzo retrocediendo en su silla y
poniéndose de pie. Coloca su mano sobre mi hombro cuando bajo el tenedor,
mi plato vacío—. El sol está afuera, lo que significa que los camiones estarán
aquí pronto. ¿Vienes, Scarlet?
No tengo idea de qué significa eso, lo que quiere decir que no sé cómo
responder, pero Lorenzo no espera una respuesta, por lo que tomo eso como
una pregunta retórica.
—Limpia la mesa cuando termines, Niño Bonito —grita Lorenzo
saliendo—. No olvides lavar los platos.
Leo pone los ojos en blanco. —Realmente necesito tener mi propio lugar.
Siete camina cerca de la mesa y dice—: No dejes que tu hermano escuche
eso. Lo tomará como el síndrome del nido vacío.
—Lo bueno —dice Leo—, es que podría poner tantos huecos en el sofá
como quisiera, sin tener que preocuparse de que esté alrededor.
—Eso no es lo bueno, chico —dice Siete riéndose—. Sin ti alrededor,
manteniéndolo derecho, no hay que decir qué podría hacer él. Además, eres su
salvación. Eso nunca cambiará. No importa a dónde vayas, el hombre es una
parte de ti, así como siempre serás una parte de él. Así es como funciona.
Siete sale, y me levanto de la silla, siguiéndolo mientras Leo murmura
algo acerca de cortar el cordón.
Sonrío suavemente, sacudiendo la cabeza y caminando hacia las
escaleras. Lorenzo se encuentra en su habitación, ya cambiado, sentado al final
de la cama colocándose las botas. Levanta la mirada cuando me detengo en la
entrada y dice—: ¿Eso es lo que vas a usar hoy?
Me doy una mirada.
—A cada uno lo suyo —continúa—, pero podrías congelarte los pezones.
—Mi problema, ¿recuerdas? Estoy temporalmente sin ropa tanto como
sin hogar.
Me mira antes de pararse y pasar con ritmo, deteniéndose en la cima de
las escaleras. —¡Petardo! ¡Ven aquí!
Le toma a Melody tal vez treinta segundos aparecer en las escaleras. —
¿Sí?
—La mayoría de tu mierda está aquí, ¿verdad? —pregunta—. Es decir,
casi vives en mi maldita casa…
—Cierto —concuerda, viéndose nerviosa—. ¿Eso es un problema?
—En realidad se ve como una solución —dice—. ¿Tienes un atuendo que
le puedas prestar a Scarlet?
Puedo ver el alivio en su rostro cuando sonríe, subiendo el segundo
escalón. —Por supuesto.
—Ahí está —dice Lorenzo—. Problema resuelto.
Temporalmente, pienso. Solo puedo sobrevivir prestando la ropa de
otros durante mucho tiempo antes de conseguir mis propias cosas.
Sigo a Melody por el pasillo, a otra habitación al otro lado. Es un
completo y absoluto desastre, montones de ropa esparcida por todas partes,
toda suya. A duras penas puedo decir que un chico duerme allí. Melody camina
entre ella, cotorreando, hablando de esquema de colores y elección de telas y
clases de cuerpos, midiéndome. Me recita un montón de preguntas que no
tengo idea de cómo responder, haciendo que este intento de “poner ropa” se
sienta como una entrevista.
Es decir, no me malinterpretes, no soy una chica de camiseta y
pantalones para lo que sea que significa. Me encanta la ropa y maquillarme, y si
tengo que enlistar mis talentos más grandes, hay una buena oportunidad de
que sea “caminar en tacones”. Pero en este momento, los nombres de las marcas
es lo último en mis prioridades.
—Algo cómodo —digo—. Cálido, preferiblemente.
—Cómodo y cálido —murmura, explorando en el armario y vestidor por
lo que se siente como para siempre antes de elegir un atuendo—. ¡Ja!
Unos leggings negros forrados y un suéter rojo que no está mal. Lindo. Lo
tomaré. —Gracias.
—Oh, ¡espera! —dice—. ¡No puedes ir descalza!
Le frunzo el ceño a mis pies descalzos justo cuando se dirige hacia un
terriblemente familiar par de zapatos de tacón. —Oh, Jesús, no. Cualquier
cosa aparte de esos. He tenido una semana suficientemente ruda, no necesito
invitar esa negatividad en mi vida.
Melody se ríe, como si fuera divertido, pero estoy hablando en serio.
Cada vez que uso esos zapatos, termino corriendo. Y eso no sería un problema,
pero como he dicho, solo lo he hecho cuando estoy siendo perseguida por
alguien, y eso no es nada divertido
Ella me entrega un par de botas negras. —¿Qué tal estas?
—Funcionarán —digo—. Gracias de nuevo.
Me giro para irme pero me detengo abruptamente, malditamente cerca
de toparme con Lorenzo acechando en el pasillo. Él me observa, poniendo mala
cara. —¿Aún no estás vestida? ¿Por qué a ustedes las mujeres les toma tanto
tiempo estar listas?
Pongo los ojos en blanco, empujándolo para pasarlo. —¿Por qué ustedes
los hombres son tan idiotas?
Escucho su risa mientras entro en su habitación, seguido por su
respuesta—: Probablemente porque ustedes son jodidamente lentas.

Una bodega vieja en el barrio Greenpoint de Brooklyn, justo al otro lado


del límite del vecindario de Queens. Es como el tipo de edificio abandonado
que verías como escenario de alguna película de terror de bajo presupuesto,
vidrios rotos y ladrillos derrumbados, una señal borrosa apenas cuelga de la
estructura, cubierta en grafiti. Probablemente las personas del otro lado de la
calle evitan incluso caminar cerca, aunque se parece mucho a los lugares en los
que dormí después de huir hace muchos años.
Demonios, podría haber dormido aquí. ¿Quién sabe?
Camiones sin uso en el callejón al lado del lugar. Tres de ellos, para ser
exactos, camiones idénticos de caja blanca cada uno cubierto con puertas de
metal oxidado a los largo de los lados.
Camino lentamente detrás de Lorenzo y Siete, dejándolos que tomen el
mando ya que no tengo idea de qué es algo de esto. Entre más nos acercamos,
más peculiar parece todo. Barras de metal cubren las ventanas destruidas,
cadenas pesadas y candados en todas las entradas, haciendo malditamente
difícil lograr entrar. Es espeluznante. Algunos chicos ya se encuentran allí,
reunidos en el callejón, luciendo demacrados, uno de los hombres incluso
apoyándose contra el edificio, teniendo arcadas.
—¿Larga noche, colegas? —pregunta Lorenzo—. Se ven como la mierda.
Intentan despabilarse, reaccionando a su presencia, como soldados
siendo llamados a la atención, pero hacen un trabajo de mierda. En cambio,
terminaron quejándose en respuesta, gruñendo y gimiendo, como si esa fuera
respuesta suficiente. La noche más larga del mundo.
Lorenzo sacude la cabeza, caminando hacia el grupo, su expresión dura
cuando dice—: Falta alguien.
—Sí, eh, De…, eh, Tres —dice unos de los chicos. Cuatro—. Debió haberse
quedado dormido.
—O ni siquiera ha llegado a la cama —dice Siete, rodando y pasando a
todos mientras saca un juego de llaves de su bolsillo y comienza a desbloquear
la bodega.
Tres. El rubio. Declan.
—¿Has intentado ponerte en contacto con él? —pregunta Lorenzo.
—Sí, va a correo de voz —dice Cuatro—. Ni siquiera suena. El teléfono
puede estar muerto.
Cuatro. ¿Jimmy? ¿Johnny? ¿Joey? No sé.
—Bueno, entonces, es mejor que esté muerto junto con él —dice
Lorenzo—, porque no respirar más es la única justificación para faltar esta
mañana. No me importa lo larga que fue su noche, ni lo borracho que se
pusieron, ni cuántos coños follaron… si digo que estén aquí, ustedes aparecen.
Ni siquiera levanta la voz, pero hay una rabia imperceptible allí, en la
uniformidad tranquila de su tono, eso hace que todo el mundo se ponga rígido
con alarma.
—¿Por qué el resto de ustedes solo se encuentra allí de pie? —pregunta
Lorenzo—. ¿Creen que porque Tres está ausente, haciendo Dios quien sabe qué,
fue lo que les dio a todos la aprobación para estar alrededor con sus pulgares en
sus traseros? Vayan a trabajar. Ahora.
Ellos se dispersan, sin necesitar más incentivo, dirigiéndose a la bodega y
abren las puertas. El chillido del metal moviéndose me hace encoger. Lorenzo
se aproxima a la parte trasera de los camiones uno por uno, saludando a cada
conductor antes de entregarles unos sobres que saca de su abrigo e intercambia
por papeles. Sus hombres comienzan a descargar los camiones. Siete toma más
un papel del supervisor, mientras me quedo en el callejón, demasiado
confundida.
Me siento como si mi profesor acabara de anunciar un examen sorpresa
cuando no conozco el tema. Mierda.
Totalmente bombardeada por esto.
Están a medio camino del primer camión, sacando grandes cajones de
madera y arrastrándolos dentro de la bodega, cuando me acerco a Lorenzo, está
volteando papeles, mirándolos, como si estuviera en aprietos para leerlos.
—¿Olvidaste tus gafas? —adivino.
Su mirada parpadea hacia la mía. —Solo las uso cuando las necesito.
Casi me inclino a señalar que está viendo como si pudiera necesitarlos en
este momento, pero su expresión evita que lo verbalice. Lo altere.
—Entonces, ¿qué debería hacer? —pregunto.
—Haz lo que sea que quieras, Scarlet.
—Necesito hacer dinero —digo, porque lo quiero es algo irrelevante—.
Entonces ¿me puedes pagar por esto?
—Depende.
—¿Depende de qué?
—En si haces algo de trabajo —dice, observándome lentamente—. En
realidad no estás hecha para la labor manual.
—Soy más fuerte de lo que parezco.
—Lo sé —dice, mirando hacia atrás—. No dije que no pudieras hacerlo,
solo que las tuyas no fueron construidas para ello.
Antes de poder decir lo lleno de mierda que suena, empuja unos papeles
hacia mí, forzándolos en mis manos, dejándolos ir tan rápido que la mitad de
ellos caen al suelo.
—Inventario —dice—. Tres usualmente lo hace, pero no está aquí, así
que felicitaciones… el trabajo ahora es tuyo. Ve hacia los cajones y asegúrate que
todos estén incluidos. Siete puede ayudarte.
—Yo, eh, de acuerdo.
Eso no era lo que esperaba.
—Cuando termines, recibirás el pago. No lo jodas.
—Sí, señor —murmuro, simulando saludarlo, antes de recoger los
papeles que dejé caer y me dirijo hacia los cajones. Los papeles son algo
desordenados, solo un revoltijo de palabras que tenían poco sentido. Los
cajones, aunque tienen letras al azar estampadas en ellos, como si la madera
hubiera sido marcada, corresponden con letras en la parte de encima de los
papeles, seguido simplemente por números.
GCD: 1205
HMX: 78
QPY: 9
Dos docenas de cajones en total. Sin mencionar los que hay dentro.
Busco alrededor a Lorenzo, esperando algo de aclaración, pero no está en
ningún lado para ser encontrado.
Luego de que los camiones ya están vacíos se alejan, las puertas del
muelle se bajan de nuevo antes que los hombres desaparezcan, dejando solo a
Siete.
—¿Es alguna clase de código? —le pregunto, agitando los papeles—.
¿Cómo algún lenguaje inventado, o algo así? Odasaierda.
Siete se ríe. —Sustadaono.
No estoy asustada.
—¿Sabes Latín de Cerdos?14 —pregunté, sorprendida. ¿Cuáles son las
probabilidades?
Encoge sus hombros. —Tengo hijos que solían pensar que eran astutos.
Niños.
¿Este hombre tenía hijos?
—Tienes que estar bromeando —digo—. ¿Eres padre?
—Dos veces —dice—. Dos chicos.
Ajá. —¿Qué edades?
—Casi tu edad —dice sonriendo—. Tiene dieciocho, acaba de empezar la
Universidad en New York, el otro veintiuno, terminando en Columbia.

14
Significa Latín de Cerdos, es un es un juego. Buenos días en pig latin se dice oodgay
orningmay. Lo usan los niños para divertirse o conversar secretamente sobre adultos u otros
niños.
Me quedo boquiabierta. El hombre no solo tiene una esposa que le
empaqueta bocadillos saludables, sino que también tiene hijos que asisten a
prestigiosas universidades. —Vaya, eso es… guau... ¿Puedo preguntarte algo?
Sin ofender.
—Claro —responde.
—¿Por qué demonios trabajas para Lorenzo? —digo—. Es solo que no
pareces ser el tipo de hombre que alguna vez cruzara alguna palabra con él.
—Ah, bueno, verás, he construido una carrera cruzando mis caminos con
hombres como él, cuando trabajé para el departamento.
—¿Eras un policía?
—Sí.
—¿Qué ocurrió?
—El dinero —dice—. No haces mucho con la fuerza y la mafia me ofrecía
un infierno de acuerdo que venía con unos cuantos ceros unidos a ella. Todo lo
que tenía que hacer era mirar hacia otro lado unas cuantas veces y darles un
poco de información, ya sabes, para que pudieran estar un paso adelante. Tenía
una familia que cuidar, una hipoteca, colegios privados por los cuales pagar, y
pensé, diablos, ¿no sería bueno poder ser capaz de pagar unas vacaciones?
Entonces lo hice. Y luego lo volví a hacer. Y la próxima cosa que supe, era que
estaba tan metido en su nómina de pagos que no había forma que me separara
de ellos.
—¿Así que renunciaste a la policía?
—Fue más como que me despidieron. —Se ríe indiferentemente—. Me
encerraron seis años por soborno. Salí, y no tenía ningún lado a donde ir, pero
necesitaba dinero, por lo que tenía que hacer algo. Mi esposa se hallaba
trabajando casi hasta la muerte tratando de mantenerse a flote, y con las
matrículas universitarias, bueno... parecía que nunca había suficiente dinero. La
vida es cara.
—Lo es —murmuro, volviendo a los papeles, sintiéndome mal por el
tipo. Solo está haciendo lo que tiene que hacer para cuidar a su familia—. Así
que inventario.
—Se explica por sí mismo. El número al lado es la cantidad de lo que hay
dentro —dice.
—¿Qué hay dentro? —pregunto.
Agarra una palanca y la agita en su mano. —Ábrela y descúbrela.
Una a la vez, Siete abre las cajas exponiendo capas de pajas con todo tipo
de cosas escondidas entre ellas. Armas, municiones, licor, un montón de maldito
licor. Ciento siete botellas de Ron cubano.
Sin mencionar la caja llenas de puros.
Cubanos, claro. Bueno, supongo.
Nos las arreglamos a través de la mayoría de las cajas en alrededor de
dos horas antes que el señale la penúltima por abrir y se detiene. —Deberás ser
cuidadosa con esa.
—¿Por qué? ¿Qué es? ¿Es una bomba?
Me rio en tanto camino hacia ella, mientras Siete apenas se encoge de
hombros, sin reírse. ¿Qué demonios? La lista dice que hay cincuenta de lo que
hay en esa caja, pero todo lo que hay en la caja son otras dos de madera, más
pequeñas con pestillos de metal en ellas.
Cuidadosamente, agarro un poco de paja antes de recoger la primera
caja, maldición casi la dejo caer cuando veo qué está estampada a un lado.
—¿Granadas? —siseo—. ¿Es en serio?
Jodidas granadas.
Siete se encoge de hombros de nuevo cuando un fuerte timbre
interrumpe, sorprendiéndome. Salto, sacudiendo la caja, pero mantengo un
apretado agarre en ella. Siete saca un teléfono celular, echando un vistazo a la
pantalla, lo aprieta, y con un suspiro lo vuelve a guardar.
—Solo desliza la tapa y asegúrate de que hay veinticinco en cada una —
me dice.
Coloco la caja en el piso y la abro para contar. Reviso la otra caja antes de
guardarla, agradeciendo que ya hayamos terminado con esas.
—Entonces, está bien. Las armas, lo entiendo —digo—. Pero ¿qué
demonios hace él con unas granadas?
—Dice que es porque tiene una puntería terrible, pero ¿la verdad? Le
gusta ser dramático.
—Bueno, entonces —murmuro, señalando la última caja—. ¿Qué sigue?
—Probablemente lo más valioso de todo.
No me puedo ni imaginar que será.
¿Lanzador de granadas?
Siete saca la tapa, y yo me rio. No hay paja en este. No, nada más que
naranjas, muchas naranjas.
—Estás bromeando, ¿verdad? —Recojo una, examinándola—. ¿De qué
están llenas? ¿Con cianuro o algo así?
—No, son naranjas cien por ciento auténticas de Florida, directamente de
los bosques de Gambini.
—¿Qué es lo que hace con todas ellas?
—Se las come, las exprime, y las bebé, la mayoría se envían al mercado,
pero el resto las guarda.
Miro al papel. 953.
—Ve a contarlas —dice Siete—. Cuanto más pronto termines, más pronto
nos iremos.
Contar naranjas, resulta que es más difícil de lo que crees. Saco todas,
unas cuantas a la vez, tratando de dividirlas en pequeños montones, pero las
hijas de perras querían rodar por todo el lugar. Lo intenté tres veces, perdiendo
la paciencia y la cuenta, terminan tan lejos de la marca que tenía que empezar
de nuevo. Agh.
Tardé dos horas.
Dos horas para contar novecientas cincuenta y tres naranjas, agarrando la
última en tanto me muevo hacia Siete, quien optó más por supervisarme que
ayudarme. —Todas están ahí.
Agarro la naranja y la rasgo, perforándola con el pulgar y quitando la
cascara. Siete me mira con precaución. —¿Qué es lo que estás haciendo?
—Comiendo una maldita naranja. Creo que me lo merezco —murmuro.
Siete ni siquiera se ve como si estuviera de acuerdo con eso, pero no dice
nada, mientras coloca de nuevo la tapa en la caja. Salgo del almacén y bajo por
el callejón cuando Siete lo cierra. Se une a mí en la esquina, con las manos
metidas en los bolsillos.
De nuevo, no dice nada.
Sigo a Siete calle abajo, hacia donde el auto se encuentra estacionado, y
parto la naranja en dos, tirando los restos en la acera.
Levanto la mirada cuando nos acercamos, viendo a Lorenzo apoyado en
la capota del vehículo, esperando.
—Jefe —dice Siete, asintiendo con la cabeza.
—Les tomó bastante tiempo —dice Lorenzo sacando un sobre de su
abrigo y se lo extiende.
—Ella no es la más rápida —dice Siete—. Sentí como si estuviera
tratando con el Conde de la Plaza Sésamo.
Frunzo el ceño. —Vete a la mierda, señor Snufy.
Lorenzo agita su mano entre nosotros. —Ve a casa, Siete.
Siete vacila un poco. —¿Está seguro que no necesita que lo lleve jefe?
—Estoy seguro —dice Lorenzo con la mirada fija en mí, observando
mientras corto un pedazo de naranja y la meto dentro de mi boca—. Lo tengo
cubierto.
Siete le entrega la llave del auto, así como un teléfono celular, gira
pasando a Lorenzo antes de caminar por la cuadra, mirándonos con una
expresión de preocupación.
La preocupación en su rostro hace que mi piel se erice.
Lorenzo se sienta allí, sosteniendo ambos objetos, sus ojos fijos en mí tan
intensamente, que puedo sentir su mirada atravesarme, arrastrándose bajo mi
piel ruborizada.
—¿Lo harás caminar? —pregunto.
—Vive cerca, eso no es un inconveniente.
—Oh.
Es todo lo que digo. Oh.
Esto comienza a sentirse raro.
Sigue observándome fijamente.
—¿Qué? Pareciera como si quisieras decir algo.
—Hay mucho que quiero decir. Simplemente estoy debatiendo conmigo
mismo cuanto debo decirte.
—Oh.
De nuevo, es todo lo que digo. Oh.
Guau, seguro que él atrae la elocuencia en mí, ¿no?
Solo me quedo de pie ahí, comiendo la naranja, insegura de qué más
puedo hacer. Es dulce, realmente jugosa, y puedo decir que es fresca.
Lorenzo espera hasta que la termine antes de enderezarse y acercarse a
mí en la acera. Me quedo inmóvil, aún succionando el jugo de mis dedos, en
tanto él se detiene frente a mí, parado delante de pie con pie.
—¿La disfrutaste? —pregunta con un tono de voz bajo.
—¿La naranja?
—Robarme de nuevo —aclara—. ¿Te ha dado alguna emoción tomar lo
que no era tuyo?
Su pregunta hace que mi corazón aumente su ritmo. —Bueno, la naranja
estaba deliciosa.
No reacciona ante eso. Tras un momento, saca un sobre de su abrigo. —
Tu pago.
Mis dedos apenas lo tocan cuando lo aleja.
—Mil dólares —dice.
—¿Me estás pagando mil dólares?
—No —dice entregándome el sobre esta vez dejándome agarrarlo—. Eso
es lo mucho que me estás pagando por esa naranja que acabas de comer.
—Espera, ¿en serio? Una naranja cuesta como un dólar en la tienda.
—Bueno, entonces deberías de haber agarrado una de una tienda, y
ayudarte a ti misma. —Da un paso hacia atrás, lanzándome las llaves—. Tú
conduces.
Intento atraparla, pero se me cae la llave chocando contra la acera.
Mientras la levanto, Lorenzo se sube al asiento del pasajero para esperarme.
Esta es una idea terrible.
La peor, en realidad.
—Para un completo informe —digo mientras me subo al volante—. No
tengo una licencia para conducir.
—¿Has manejado anteriormente?
—Sí, pero…
Lorenzo agita una mano hacia mí, callándome con un movimiento de su
muñeca, antes de decir—: Estoy seguro de que puedes manejarlo.
Suspirando, enciendo el motor, vacilando de nuevo. —Solo por
curiosidad, en una escala de uno a diez, ¿cuánto vas a querer matarme si choco
contra algo?
—Solo conduce el maldito vehículo, Scarlet.
Acelerando, me alejo de la acera. No está lejos, desde Greenpoint a la
casa de Lorenzo, pero es lo suficientemente largo como para tenerme al borde,
dejo escapar un suspiro pesado cuando estaciono a salvo en su entrada.
—Para tu información, no te habría matado si chocabas —dice,
inclinándose, acercándose un poco más—. Simplemente te lo hubiera cobrado.
Lorenzo entra, dejando su teléfono aquí, sin molestarse en tomar la llave
de vuelta. Me siento allí por un momento, observando fijamente el volante,
antes de agarrar mi sobre, rasgándolo para abrirlo.
Una montón de efectivo. Lo cuento, sorprendida de que esté pagando
tres mil dólares. Lo vuelvo a contar, y guardo la mayor parte en mi bolsillo,
dejando los últimos mil dólares en el sobre. Entonces entro, la casa en silencio,
sin señal de Leo o Melody.
Lorenzo está en su biblioteca. Casi camino directamente junto a él, pero
dudo. Se encuentra de pie detrás de la mesa, mirando fijamente el
rompecabezas extendido a lo largo de la mesa. Tras un momento, recoge una
pieza tratando de colocarla en algunos lugares antes de que por fin encaje.
Toco el marco de la puerta.
Sus ojos parpadean en mi dirección pero no dice nada, por lo que no me
muevo, no iré más cerca.
Lorenzo intenta colocar algunas otras piezas en silencio, finalmente logra
acomodar una en su lugar antes de decir—: Heredé el naranjal de mi padre.
—Oh —digo por tercera vez en una hora.
—Era joven, tenía alrededor de cuatro años, cuando él murió. Mi madre
contrato a un sicario. No recuerdo mucho, pero estaba ahí cuando eso paso. Mi
madre quería que él muriera, así podría heredar todo, sin saber que él me lo
había dejado todo a mí.
—Auch.
—Se las arregló para obtener el control de las propiedades mientras yo
todavía era menor de edad, pero crecí y muy rápido, y ella sabía que se les
acababa el tiempo.
Espero a que continúe su historia, pero simplemente se queda callado,
simplemente trabajando en su rompecabezas. —Entonces ¿qué ocurrió?
—El mismo tipo que asesinó a mi padre, me golpeó con una pala hasta
dejarme medio muerto antes de intentar enterrarme vivo. Tenía dieciséis años
en ese momento.
Me quedo boquiabierta. —¿Tu madre contrató al sicario para que te
matara?
—No tuvo necesidad de contratarlo, se casó con ese hijo de puta, así que
deshacerse del hijastro era más como un regalo de aniversario.
—Yo… eh... maldición.
—Ellos ya casados, tuvieron a Niño Bonito, era la imagen de una
pequeña familia perfecta, con solo una cosa en su camino. Yo. Mi cumpleaños
dieciocho se acercaba y sabía que más pronto que tarde, él iba a intentar
matarme de nuevo.
—¿Lo intentó?
—Nunca tuvo una oportunidad. Murieron en el huerto que trataron de
robarme, entonces supongo que eso significa que fui el último que río.
No estoy segura de qué decir, por lo que simplemente dejo salir las
primeras palabras que vienen a mi mente. —Lo siento.
—No sientas pena por mí.
—Está bien —digo—. Entonces no lo siento.
Se ríe para sí mismo, sentándose en su silla mientras me mira. —Puedes
pasar.
Lentamente, entro en la biblioteca, acercándome a donde está sentado.
Dejo caer el sobre en su regazo. —Mil dólares.
Lo recoge, sacando el efectivo, y lo guarda en su bolsillo sin contarlo.
Arrugando el sobre, lo tira a un lado antes de estirarme hacia él.
Sus labios son suaves cuando los presiona contra los míos, besándome
gentil y dulcemente, su lengua explorando mi boca, y acariciando mi lengua.
No dura mucho antes que me empuje hacia atrás, creando cierta distancia entre
nosotros.
—Sabes a naranja —dice, lamiéndose los labios—. Buenas naranjas. No
esa mierda acuosa y barata de una caja.
—¿Eso te hace querer violarme?
—O estrangularte —dice—. Caminas en esa delgada línea.
Me río antes de darme la vuelta para salir, sin querer presionar más mi
suerte esta noche, logro llegar a la puerta cuando su voz dice—: ¿Scarlet?
Miro hacia donde está. —¿Si?
—Debería de haberte matado.
Lo dice como constatando un hecho. No hay ninguna amenaza en sus
palabras, ni enojo en su voz, solo una cruda realidad, que suena casi triste.
Debería de haberme matado.
Le he robado, he usado algo que le pertenece sin permiso, tomando lo
que no tengo derecho a tomar. Pero aún estoy viva, me ha mantenido
respirando, mucho después de que hubiera matado a otros por hacer lo que he
hecho. No estoy segura de por qué lo hace, por qué me concede indulgencia que
no le da a otros, y a juzgar por su expresión, apostaría a que él tampoco sabe el
por qué.
Asiento. —Deberías de haberlo hecho.
Traducido por Pachi Reed15
Corregido por Anna Karol

Tres meses.
Noventa días.
La niña no podía contar tanto. Trató de seguir el rastro, pero perdió el
rumbo en algún lugar en el camino, los días volviéndose borrosos.
No había dejado el palacio en lo absoluto. Perdió tres meses de sol,
echaba de menos correr descalza por la hierba y balancearse en un columpio,
perseguir mariposas y recoger flores para entregarle a su madre.
El Hombre de Hojalata no la dejaba salir. Todas las puertas estaban
llenas de cerraduras y con alarmas. Así que la mayoría de los días, cuando se
cansaba de dibujar, se quedaba en la ventana con Buster y miraba afuera,
recordando cuando su madre solía llevarla al parque cada fin de semana y
empujarla tan alto en los columpios que pensaba que podía volar.
—¿Qué estás haciendo, gatita?
La niña se alejó de la ventana, mirando al Hombre de Hojalata en la
puerta del dormitorio. No lucía como de costumbre, no usaba traje; vestido con
un par de pantalones cortos negros y una simple camiseta blanca con zapatillas.
Tatuajes lo cubrían. Nunca llegaba a ver la mayoría de ellos. No eran pinturas
coloridas como algunas personas tenían, en su lugar, tenía dibujos y palabras
extrañas con tinta oscura, como si se hubiera olvidado de un trozo de papel y
quisiera recordarlo un día.
—Nada —dijo, porque era cierto.
No hacía nada.
Simplemente esperaba.
—Entonces, ven —dijo, asintiendo—. Puedes venir conmigo a la playa
esta noche.
Sus ojos se abrieron. ¿La playa? —¿Puedo ir a nadar?
—Si puedes encontrar algo qué usar para nadar. Tienes cinco minutos.
Ve abajo.
Se marchó. No tuvo que decírselo dos veces. Rebuscó por todo el
dormitorio, encontrando un par de shorts de algodón negro y una camiseta
amarilla, poniéndoselas. No era un traje de baño, pero eso no importaba.
Nadaría en un vestido si tenía que hacerlo.
Se le unió abajo cinco minutos después, encontrándolo en el vestíbulo,
sosteniendo una bolsa de lona con una toalla sobre ella.
Apenas la miró antes de abrir la puerta principal, ordenándole que se
adelantara. El aire caliente le hizo temblar al salir, y sonrió, sintiendo el último
rayo de sol del día en su rostro. Ya era muy tarde. ¿Las personas iban a nadar
por la noche?
No preguntó, no quería que cambiara de opinión. Pasaron unos diez
minutos en su auto negro antes de aparcar cerca de la costa. Podía ver la arena,
podía oler el agua, podía sentir la brisa en su rostro mientras hacía revolotear su
desordenado cabello. Era la mejor sensación del mundo.
Salieron a la playa justo cuando el sol se ocultaba. Nadie se encontraba
en el agua, e incluso había pocas personas cerca de la arena. Se encontraba
cerrada, se dio cuenta. Todo a su alrededor se encontraba cerrado, incluso el
parque de diversiones a la distancia. Fuera de temporada. Coney Island.
—Vamos —dijo—, pero quédate donde pueda verte.
—¿No me meteré en problemas?
Se burló. —¿Con quién?
—¿La policía?
El Hombre de Hojalata se rió, como si le pareciera graciosa la policía,
antes de hacer un gesto hacia el agua. —Ve a nadar. Te mantendré lejos de
problemas.
No sabía cómo podía hacerlo si nadar era ilegal, pero no iba a dejar pasar
la oportunidad. Salió corriendo, la arena suave contra sus pies descalzos, el
agua caliente estrellándose contra ella mientras pasaba.
No importaba que no tuviera a nadie con quien jugar. Ni que estuviera
sola. Después de tres meses de solo tener a Buster, se hallaba un poco
acostumbrada a estar sola.
Rió, y salpicó, empapada de la cabeza a los pies, la arena aferrándose a
cada parte de su cuerpo. Su atención se dirigía al Hombre de Hojalata con tanta
frecuencia, asegurándose de que pudiera verla, y observó cómo un grupo de
hombres se le unió. Permanecían en la oscuridad, hablando, intercambiando
cosas, ninguno de ellos parecía estar divirtiéndose en la playa. Monos Voladores.
No eran como los otros, sin embargo. Estos chicos eran nuevos. No tenían
tatuajes. El Hombre de Hojalata se alejó de ellos eventualmente, su atención en
ella. Le hizo un gesto con la mano para indicarle que viniera hacia él.
Hora de irse.
La niña salió corriendo del agua, dirigiéndose directamente hacia él,
arrojando agua por todas partes. Se detuvo cerca del grupo, con el estómago
dándole vueltas.
Un hombre soltó un silbido bajo, un tipo con pecas como lunares y ojos
como algas. —Hombre, luce igual a ella, ¿verdad?
El Hombre de Hojalata hizo una mueca en tanto empujaba la toalla
alrededor de la niña, cubriéndole incluso la cabeza para que apenas pudiera ver
a alguien. La empujó detrás de él, lejos del grupo, dando un paso hacia el
hombre, parándose justo frente suyo, su voz volviéndose más grave cuando
dijo—: Te permití tener a la suka, te permití meter tu polla en ella, y no te maté
por ello, pero si incluso te atreves alguna vez a preguntar por mi hija de nuevo,
svinya15, te cortaré las bolas. No me importa lo que pienses que tengas sobre mí.
El Hombre de Hojalata se acercó más, haciendo que el hombre
retrocediera unos cuantos pasos, y se quedó allí, manteniéndose firme cuando
el grupo se iba. Una vez que estuvieron solos, se volvió hacia la niña, secándole
el cabello mientras se agachaba antes de envolver la toalla alrededor suyo
adecuadamente y sujetarla bajo el brazo.
—¿Tienes hambre, gatita? Debes estar muriendo de hambre. He estado
tan ocupado hoy que no te he alimentado.
No esperó su respuesta antes de levantarse y agarrar su mano. Miró sus
dedos entintados en sorpresa cuando la atrajo.
Nunca había sostenido su mano antes.
—¿Qué te gusta? —preguntó, mirándola—. No te gusta mi comida, así
que esta noche probaremos la tuya.
Abrió sus ojos. —¿De verdad?
—Sí —dijo—. Elige lo que quieras.
—¡Mantequilla de maní y jalea de uva!
Rió. —No creo que encontremos eso aquí.
Terminó con perros caliente, comiendo dos enteros, e incluso le compró
un cono de helado de chocolate antes de volver al auto para hacer el viaje de
regreso al palacio. Ella sonrió mientras conducían, mirando por la ventana,

15 En polaco “cerdo”.
sentada en el asiento delantero de su coche, en el que no se suponía que debía
sentarse.
—Gracias, papi —dijo en voz baja cuando se estacionaron.
Había sido un buen día. Se sentía feliz. Tal vez el Hombre de Hojalata no
era tan malo. Quizás debería pensar en él como algo más, algo como papá.
Solo papá.
Él tomó su barbilla y le dio un beso en la frente, deteniéndose por un
momento, antes de susurrar—: Si tan sólo no fueras tan parecida a la suka.
Traducido por evanescita & Mary Rada
Corregido por Anna Karol

Lorenzo

Tres heridos. Tres muertos.


Eso es lo que dicen todos los noticieros.
Seis personas fueron acribilladas esa noche en Mystic, la mitad de ellas
murieron, mientras que la otra vivía.
El pendejo neurótico que existe en mi interior, ama la simetría de la
misma. Tres siempre ha sido mi número favorito. Tres libros en una trilogía.
Tres hojas al viento. Dicen que a la tercera vez es la vencida. Tres strikes y estás
fuera. Piedra, papel, tijera... Beetlejuice, Beetlejuice, Beetlejuice16... el bueno, el malo
y el feo17... ¿necesito seguir?
Diablos, hay tres buenas películas de Star Wars. Dejaré que averigües de
cuáles estoy hablando.
Dicen que la muerte viene de a tres, también.
No sé quiénes son, pero se atravesaron en este caso. Tres muertos porque
un loco irrumpió en un club, buscando a Scarlet.
Eso es una jodida carga para llevar.
—Triste.
Scarlet se vuelve hacia mí cuando digo esa palabra.

16 “Beetlejuice” (literalmente, «jugo de escarabajo») es una película protagonizada por


Beetlejuice, un personaje de un delirante humor negro.
17 Analogía a la película: Il buono, il brutto, il cattivo.
—Así es como te ves —le digo, agarrando su muñeca, con mis dedos
presionando en su tatuaje, una “S”—. Triste18.
Mira hacia donde la estoy tocando, me da una pequeña sonrisa, antes de
mirar de nuevo, al club frente a nosotros. —Eso no es lo que representa.
—Empiezo a creer que no significa una maldita cosa —le digo—. Tonto.
De. Mi. Por jodidamente pensar que tenía algún significado. Tal vez te gusta la
letra S.
—Tal vez.
—Quizás ni siquiera es una S —digo, examinándolo—. Tal vez te
emborrachaste una noche y despertaste a la mañana siguiente y allí estaba, sin
incluso tú saber lo que significa.
—Puede ser.
—O solo te encontrabas bastante molesta.
Aleja su brazo de mi alcance. —O quizás no te concierne, por lo que no
deberías preocuparte. ¿Alguna vez pensaste en eso?
—Sabelotodo.
Se ríe, la triste mirada se desvanece. —Cállate.
—Entonces, puta19.
Jadea, empujándome tan fuerte que trastabillo un paso. —Eres un idiota.
—¿Qué? Comienza con S.
—Eres tan imbécil —dice—. ¿No puedes... ser amable por una vez? La
gente murió aquí, Lorenzo. Estoy tratando de, ya sabes...
—¿Estar triste?
—Ser respetuosa.
—Oh. —Me estremezco—. Que se jodan.
—¿Qué?
—Que se jodan —digo de nuevo—. ¿Crees que una sola lo habría
lamentado por ti, Scarlet? ¿Crees que serían respetuosos si tú morías?
Permanece en silencio, mirando al club, sin contestar.
—Por lo tanto, que se jodan —digo por tercera vez—. Tienes que tener
cuidado de a quién le das partes de ti, porque incluso un pequeño pedazo aquí
o allá sumara una gran cantidad eventualmente, y no valdrá la pena perderlos,

18 En inglés “sad”, de allí viene el juego de palabras por su tatuaje.


19 En inglés “slut”, de allí viene el juego de palabras por su tatuaje.
dándoselos a gente que no le importa un carajo. Sigue dándote a otras personas
y acabarás vacía.
Suspira. —Estás...
—Siendo un idiota, lo sé.
Me silencia con sus ojos. —Iba a decir que estabas en lo correcto, que
tenías razón.
Arqueo una ceja. —¿Qué yo qué?
—Que tienes razón.
—Bueno, que me condenen. Estás aprendiendo.
—Bésame el trasero.
—Tal vez más tarde —digo, alejándome de la acera para acercarme al
club—. Tengo otras cosas que hacer primero.
—¿Espera? ¿A dónde vas?
—Dentro.
—¿Por qué?
—Pensé en dar mis condolencias a Georgie Porgie mientras estoy aquí.
—¿Cómo sabes que está aquí?
—No lo sé —digo, mirándola de nuevo—. ¿Vienes?
Se burla. —De ninguna manera.
—Aléjate, entonces —me despedí—. Haz lo que quieras, Scarlet.
La puerta está desbloqueada, así que entro. Todo ha sido limpiado, los
pisos fregados, las manchas de sangre cubiertas, los agujeros remendados, toda
la evidencia de lo ocurrido borrado. Oigo voces que vienen de la oficina y me
dirijo hacia allí, doy vuelta a la esquina y sorprendo a todos los hombres
adentro.
Sin dudarlo, las armas son levantadas y apuntan en mi dirección.
—Hola a todos ustedes, también.
Amello se encuentra en su escritorio, rodeado de montones de papeles,
clasificándolos, destrozando una gran cantidad de mierda. —¿Qué quieres,
Scar?
—Un saludo más amable sería encantador —le digo—. Quiero una
rebanada de pepperoni. Estoy hambriento. Sediento, también, tal vez un trago.
No diría que no si tengo a alguien chupándome el pene, tampoco.
Levanta su mirada, encontrando la mía. —¿Qué quieres de mí?
Entré en la oficina, pasé junto a los hombres armados y me senté en una
silla frente al escritorio de Amello. —Podrías decirles a estos payasos que hagan
algo con sus armas. Que las utilicen o se pierdan, si sabes a lo que me refiero.
Amello hace un gesto para que bajen sus armas.
—Sin ofender, Scar, pero...
Se detiene.
Vacila.
Hace mucho tiempo, aprendí que cuando alguien dice “sin ofender” hay
alrededor de un setenta y seis por ciento de posibilidades de que estén a punto
de jodidamente ofenderte. Piensan que esas palabras de mierda les ayudarán a
salirse con la suya, pero eso no funciona conmigo. Lo sé, y lo sabe, porque está
claramente escrito en las líneas profundas de su preocupada expresión.
—¿Pero? Vamos, estoy escuchando.
—No puedo hacer esto ahora —se queja, reclinándose en su silla,
pasando las manos por su rostro—. Tengo a la policía sobre mi culo, mi negocio
está en ruinas... nadie querrá trabajar con alguien que enfrenta toda esta
tensión... y los rusos... ¡los jodidos rusos! —Suelta una risa maníaca que suena
tensa, como si estuviera muy cerca de derramar lágrimas—. Dispararon en mi
propiedad, atacaron mi negocio, ¡todo por culpa de esa pequeña perra! ¡Si
supiera dónde está ahora, le retorcería el cuello!
—Eso es un poco duro, ¿no crees?
—¿Duro? Tres de mis hombres están muertos.
—No veo cómo eso sea culpa suya.
—¡Estaban detrás de ella!
—Pero lo sabías, ¿verdad? Sabías que los rusos la querían, y usaste eso a
tu favor.
—La ayudé —dice, enderezándose y con una pizca de ira en su voz—. No
tenía adónde ir, nadie a quien acudir, así que tuve piedad de ella. Le di un
trabajo. Le di un lugar para vivir. Y mira adónde me llevo todo eso. Estoy jodido.
Debería haber devuelto a la pequeña perra a Aristov cuando me di cuenta de
quién era. No vale la pena. Él puede tenerla.
—No estoy de acuerdo —repuse—. Si la quiere, va a tener que pasar por
mí primero.
—¿Tú? —Su expresión parpadea con sorpresa antes de soltar otra risa—.
Te atrapó, ¿eh? Logro embrujar tus pantalones, ¿verdad? ¿Crees que es una
damisela en apuros que puedes salvar? No sabes nada de ella. ¿Quieres mi
consejo? Lávate las manos. Déjala en su porche, acaba con la perra.
Antes de que pueda decir otra palabra, me pongo de pie, lo agarro por el
cabello y golpeo su cara contra la superficie del escritorio. BAM. Él grita, sangre
cae sobre el papeleo, fluyendo de su nariz rota. Estirando su cabeza, saco la
pistola de mi cintura y apunto contra su cuello, presionando justo donde está la
carótida.
Sus hombres reaccionan, levantan sus armas una vez más, gritando,
aterrados, con manos temblorosas.
Me pregunto si alguna vez le han disparado a alguien.
—Levantaron sus armas de nuevo, Georgie —digo—. ¿Las estamos
usando esta vez? Porque no me opongo a tirar del gatillo si eso es lo que vamos
hacer. Simplemente dilo y destrozare esta arteria.
Traga con fuerza, levantando las manos como si se estuviera entregando,
su voz de nuevo tensa al decir—: Bajen las armas.
Nadie se mueve.
—Oh-oh, no están escuchando.
—Bajen las malditas armas —gruñe Amello—. ¡Salgan de aquí! ¡Todos
ustedes! ¡Déjennos!
Les toma un momento bajar sus armas y salir de la oficina, retrocediendo
hacia el club y dejándonos solos. Amello me mira con furia, la sangre mancha
todo su rostro y tiene los ojos vidriosos. Está asustado, sí, pero también furioso.
Creo que podría ser del tipo que llora cuando está enojado, porque se ve muy
cerca de tener ese comportamiento patético.
—Me debes un sofá, Georgie —digo, soltándolo—. Vine a recogerlo.
—¿De qué diablos estás hablando?
—Un sofá —digo—.Verás. Mi sofá se arruinó cuando le dispare a ese
imbécil incompetente que enviaste para matarme.
—No sé de qué estás hablando.
—Claro que no. —Levanto el arma, retrocediendo un paso, pero le sigo
apuntando, por si acaso... por si acaso decidiera volar su cabeza y mandarlo al
infierno—. Me debes un sofá, así que mis chicos estarán aquí en unos tres
minutos para recogerlo.
Se estremece, agarrándose el puente de la nariz.
—¿No tienes nada que decir? Habla ahora o calla para siempre.
Nada.
La puerta del club se abre cuando se cumplen los tres minutos, el ruido
se filtra, voces familiares saludan mis oídos. Mis hombres están aquí. Amello se
pone más tenso, con los hombros inclinados mientras levanta la cabeza. Ahora
sus hombres están en desventaja, por lo que sé que no van a intentar alguna
mierda.
—Muy bien, agradable charla —digo, bajando mi arma y apuntando al
piso—. Mis condolencias por tu club, pero no fue culpa suya. Fue tuya. Tal vez
si no fueras tan jodidamente débil, Georgie, la gente no te haría esta mierda
todo el tiempo.
Me doy la vuelta, caminando hacia la puerta, mirando a mis chicos. Los
hombres de Amello siguen acechando, a un lado, observando.
—¿Cuál, jefe? —pregunta Siete, mirando a su alrededor.
Señalo un sofá de cuero negro cercano, uno con aplicaciones doradas. —
Ese servirá.
Algunos de mis muchachos lo levantan y trasladan a un camión de
afuera, alguien de ellos tiene un camión. No conozco los detalles. No gestiono
los jodidos detalles. Solo doy órdenes. Depende de ellos averiguar el resto.
Siete persiste, actuando como mi sombra como de costumbre.
Estoy a punto de meter mi arma de nuevo en mi cintura cuando oigo una
voz detrás de mí en la oficina, Amello murmurando en voz baja—: La perra
tiene suerte de que no la entregué a ellos antes.
Oh oh.
Giro, apuntando mi arma de nuevo a la oficina, pero ni siquiera miro,
porque francamente, no importa. Disparo ciegamente, es como la ruleta rusa. Si
las balas te dan, bueno, demonios, supongo que es tu día de suerte.
BANG.
BANG.
BANG.
Vacío mi pistola, bala tras bala, tirando del gatillo en rápida sucesión
hasta que no hace nada más que clic.
CLIC.
CLIC.
CLIC.
Sus hombres reaccionan, van por sus armas, pero mis hombres están
alrededor, por lo que atacan, como era de esperar. Siete saca su arma en tanto
los otros se apresuran, el grupo me cubre del enfrentamiento y lentamente doy
la vuelta al final del camino.
—Ah, mira eso... —Amello hundido en su silla con un agujero en su
cabeza, malditamente casi justo a mitad de sus ojos. No podría haber sido más
perfecto si lo intentara—. Justo en el blanco.
Deslizo mi pistola en mi cintura, dándome la vuelta hacia los demás,
centrándome en los hombres de Amello. —Tienen dos opciones, muchachos. O
bien se enfrentan y tiran del gatillo o bajan las armas y salen de aquí. Tienen
unos treinta segundos antes de que yo decida si viven o mueren, elijan
rápidamente. —Echo un vistazo a mi reloj—. Tic... tac... tic... tac…
Huyen. No me sorprende. Se dispersan como las cucarachas cuando una
luz se enciende. Mis chicos se van una vez que los otros corren, todos excepto
Siete, que espera a que me vaya antes que él.
—¿Cómo llegaste aquí, jefe? —pregunta Siete cuando salimos—.
¿Necesitas que te lleven?
—No, Scarlet... —Miro alrededor, arriba y debajo de la cuadra. No está
aquí. El BMW no está estacionado donde solía estarlo, un Honda destartalado
de mierda lo está en su lugar, y no hace falta ser un genio para averiguar que se
fue. La mujer se fue en mi auto. Maldición, Scarlet—. En realidad, eso significa
un sí.

Me han dicho una o dos veces que voy en espiral.


De cero a sesenta en un abrir y cerrar de ojos.
Un segundo estoy perfectamente bien, riendo, sonriendo. Al siguiente,
tengo las manos alrededor de la garganta de alguien, con el objetivo de quitarle
la vida.
Probablemente hay un nombre para lo que me pasa, pero no tengo
interés en un diagnóstico. No necesito tratamiento. Hasta que la gente deje de
ser ignorante, voy a seguir enojándome. Ninguna píldora estabilizadora del
humor puede impedir que eso suceda.
Pero todavía, a veces, puedo sentirlo. Me siento en una fuerte espiral y
caigo lejos, construyendo montañas de arena que incluso me esfuerzo por subir.
¿Y hoy? Lo siento.
Me tiemblan las manos.
Apenas puedo ver claramente.
Mis dedos temblorosos bajan para tomar una pieza del rompecabezas, y
lo intento en unos cuantos lugares antes de rendirme, moviéndome a otro, y
otro lugar, y jodidamente pruebo en uno más, antes de finalmente hacerla
encajar, la adrenalina sigue fluyendo repentinamente por mis venas, Aún no se
ha desvanecido. Intento calmarme, concentrándome en mi rompecabezas, en la
oscura biblioteca, y ayuda un poco mantenerme alejado, pero está siendo una
mierda despejar mi mente de todo el caos.
—¿Jefe? —grita Siete, golpeando el marco de la puerta desde el pasillo—.
Su arma.
Lo miro. La limpió por mí, recargándola. He llegado a confiar mucho en
él, lo noto. Si comete un error, la próxima vez que tire de ese disparador algo no
podría suceder, y ¿dónde está la diversión en eso?
Extiendo mi mano. —Déjala aquí.
Entra en la biblioteca, se acerca y desliza la pistola en la palma de mi
mano. La agarro firmemente, no la guardo todavía, solo la siento en mi mano.
—Los muchachos cambiaron los sofás —dice Siete—. ¿Qué quieres que
haga con el viejo?
—Solo tíralo a la acera.
Asiente. —Sí, jefe.
Siete se detiene. Puedo sentir su mirada. Poniendo la pistola en la
esquina de la mesa, soltándola, me vuelvo hacia él. —¿Algo de lo que quieres
hablar?
—Me sorprende que dejarás que eso chicos se fuera—dice—. Los dejaste
vivir.
—¿Y qué?
—Últimamente has estado dando muchas oportunidades.
—¿Eso es un problema para ti? —pregunto—. Pensé que estarías feliz de
tener menos cadáveres, porque estoy seguro de que el asesinato es un pecado
en todas las religiones, incluida la tuya.
—No es un problema para mí —dice—. Solo quiero estar seguro de que
no conlleve un problema para ti.
Lo miro fijamente. —¿Crees que me estoy ablandando?
—En absoluto —dice—. Pero cada segunda oportunidad que da es otra
oportunidad para que esa persona te haga daño de nuevo.
—Sí, bueno, eso mantiene las cosas interesantes, ¿no? Una victoria fue
siempre una victoria para mí, no importa cómo se produjo, pero ¿dónde está la
diversión en ganar si siempre es por defecto? Si soy el único hombre que queda
en la carrera, ¿realmente importa si cruzo la meta? Porque no estoy
completamente seguro de que eso sea una victoria para mí, Siete. Creo que todo
el mundo acaba de perder.
No parece entender la distinción. De hecho, me mira como si me
estuviera volviendo loco. He hecho mucho en presencia de este hombre. He
cortado gargantas, robado dinero, follado a las mujeres, y volado cosas, y
ninguna vez me miró como me está mirando ahora mismo.
Como si no tuviera sentido.
Como si fuera su derecho cuestionarme.
Nop, me temo que no.
Agarro el arma, quitando el seguro antes de inclinarla, apuntando sus
pies.
BANG.
BANG.
BANG.
Él salta apartándose del camino, sus reflejos rápidos mientras tres tiros
desgarran el piso de la casa, justo donde se hallaba de pie. El desconcierto en su
rostro rápidamente es sustituido por algo a lo que estoy acostumbrado a ver
dirigido a mí: miedo.
Justo así, está sudando profusamente, con los ojos muy abiertos, la
postura en guardia, como si quisiera alejarse de mí pero sabe que no puede irse,
no así.
Siento mucho respeto por Siete, respeto que otros no parecían tener por
él. Una vez un policía, siempre un policía. Eso es lo que dicen. El departamento de
policía de Nueva York está en su sangre y la única manera de sacarla es
derramando cada gota. Pero siempre me ha gustado eso de él. Es quien es. Es
un hombre que haría cualquier cosa por su familia, y me refiero a cualquier cosa;
y he podido utilizar esa lealtad a mi favor.
Pero no creo que sea indispensable.
No creo que lo necesite.
No creas que no le dispararé en el puto pie si no es lo suficientemente
inteligente como para saltar fuera del camino de la bala dirigida a él.
No estoy entrenando monos aquí. Esto no es un circo. El hombre tiene
que ser capaz de seguir su instinto.
—¿Qué te saca de la cama por la mañana, Siete?
—Mi familia —dice en voz baja—. Tienen necesidades. Es mi
responsabilidad asegurarme de que sean atendidas, sin importar el qué.
Esa es la respuesta que esperaba.
—¿Sabes lo que me saca de la cama por la mañana?
Ni siquiera vacila antes de decir—: Leo.
Me río y bajo de nuevo el arma, viéndolo visiblemente relajado una vez
que está fuera de mi mano. —Me gustaría estar de acuerdo con eso. Ojalá
pudiera decir que me saca de la cama. Solía hacerlo, ya sabes, pero ha crecido, y
cuando se trata de eso, no me necesita. No como antes. Me mantiene en tierra,
me impide hacer muchas cosas que no debería, pero eso no es porque me
necesite, Siete. Es porque lo críe bien; y si me convierto en un peligro para él,
sabe cortar por lo sano. Recortar, arreglar.
—¿Entonces qué te saca de la cama?
Me siento, no estoy seguro de cómo responder a eso, así que voy con la
palabra que tiene más sentido. —Esperanza.
La sorpresa aparece en su rostro.
Eso, él no lo esperaba.
—Esperanza —repite.
—Esperanza de que tal vez hoy será emocionante —digo—. Quizás hoy
no estaré tan aburrido. Puede que, si saco mi culo de la cama, algo va a pasar.
Algo conseguirá que mi sangre se acelere y sentiré las cosas en vez de
consumirme en la monotonía. Tal vez, solo tal vez, hoy será diferente y
finalmente encontraré una verdadera razón para salir de la cama por las
mañanas. No me molesta tu propósito, Siete. Lo respeto. Haces lo que tienes
que hacer. Pero no andes en mi casa, preguntando qué estoy haciendo, porque si
pisas mis pies, dispararé los tuyos. ¿Me entiendes?
—Sí, jefe.
Justo cuando dice eso, un zumbido rompe el silencio. Suspirando, saco el
teléfono de mi bolsillo. Número privado. Se lo arrojo a Siete, molesto. —Toma
esta maldita cosa antes de que la rompa.
Lo atrapa, asintiendo, antes de salir de la biblioteca.
Me quedo sentado allí una vez que se ha ido, escuchando como los
chicos se mueven alrededor de la casa, andando como de costumbre, y miro a
los agujeros frescos en el suelo. Es gracioso, creo, cómo las miradas pueden ser
tan engañosas. Aquí estamos, en los suburbios, con cercas de madera y grandes
patios traseros, la perfección desde el exterior, sin embargo nadie sabe lo que
pasa dentro de las paredes.
Trabajo en mi rompecabezas un poco más, intentando distraerme, y
escucho la puerta principal abrirse después de un tiempo. Me imagino que es
Leo llegando a casa del trabajo, así que estoy sorprendido por el eco de los
pasos hacia la biblioteca, seguido por la suave voz femenina. —Toc, toc...
Scarlet.
La ignoro; y ella permanece allí, esperando silenciosamente, esperando y
esperando, hasta que su paciencia se agota. Gimiendo, se aleja del marco de la
puerta y da un paso más cerca, justo sobre el umbral.
Agarrando la pistola, la giro, apuntándola en su dirección, mi dedo en el
gatillo, listo para disparar cuando da un paso atrás inmediatamente.
—Guau, hombre —dice, levantando sus manos defensivamente—. Hoy
estás irritado.
—Robaste mi auto.
—Lo tomé prestado —dice, sacando las llaves de su bolsillo y
sosteniéndolas—. Está justo afuera.
La miro, frunciendo el ceño, con la voz completamente seria cuando
repito—: Robaste mi auto.
—No —dice—. No lo hice. Me dijiste que hiciera lo que quisiera.
Literalmente, eso dijiste. Haz lo que quieras, Scarlet.
—¡No me refería a que te llevaras mi auto!
—Sí, bueno, realmente no especificaste, ¿verdad? Haz lo que quieras
significa que podía hacer lo que quisiera.
—¿Y qué, querías robar mi auto?
—Quería conducirlo —dice—, así que lo tomé prestado.
Mis dedos tiemblan y mi corazón late aceleradamente. La adrenalina, se
fusiona con la ira, es un infierno de subidón. Casi me da nauseas, la forma en
que se hace cargo de mis entrañas.
Dios, quiero dispararle a esta mujer...
—Así que lo tomaste prestado —digo, repitiendo sus palabras.
—¿Tienes un tecnicismo, eh? —pregunta y se reclina contra el marco de
la puerta, como si no estuviera preocupada.
—¿Crees que no te mataré? ¿Crees honestamente que no voy a tirar de
este gatillo, tecnicismo o no?
—Creo que lo harías —dice.
—¿Eso no te asusta?
—¿Debería?
Suena genuina, preguntando eso, como si realmente quisiera saber si
debería tener miedo. Quiero decir que sí, que debería aterrorizarla, porque aterra
malditamente a los demás, pero no sé... ¿tendría yo miedo? No lo creo. El miedo
a morir me dejó hace mucho tiempo, la primera vez que la muerte golpeó a mi
puerta. No sé exactamente por lo que ha pasado, pero al ser la cabeza de la
mafia rusa la que la está cazando, pienso que dispararle en la cara sería
misericordioso comparado con lo que él podría querer para ella.
Pero los asesinatos por misericordia no son lo mío.
—¿A dónde has ido? —pregunto, bajando la pistola y dejándola sobre la
mesa.
—Casa —dice.
—¿Casa?
—Sí.
Le hago un movimiento para que entre, y se acerca cuando digo—: No
sabía que tenías una.
Se detiene delante de mí. —¿No lo hace todo el mundo?
No tiene mucho sentido en este momento.
Parece casi... aturdida.
Agarro su mentón, inclinando su cabeza a medida que me acerco a su
rostro. Sus ojos están inyectados de sangre, vidriosos. —¿Estás drogada?
Se ríe amargamente de mi pregunta. —No.
—Hay algo raro en ti.
Scarlet agarra mi muñeca, tratando de alejar mi mano. —He tenido un
día duro, de manera que perdón por no ser mi yo de ojos brillantes y cola
peluda, Lorenzo.
La suelto cuando aparta la mirada.
Ha estado llorando, me doy cuenta. Se tragó la mierda antes de entrar,
pero no hay duda de que estuvo llorando.
Miro mi rompecabezas, agarrando un pedazo, probándolo en algunos
lugares. —¿Dónde está tu casa, Scarlet? ¿Con el idiota ruso?
Se ríe amargamente otra vez y da un paso más, acercándose a mi silla.
Reclinando la cabeza, se frota el rostro con las manos. —No, no con él.
—Bien —digo—, porque si descubro que tomaste mi auto para
encontrarte con ese imbécil, te dispararé, tecnicismo o no.
—¿Crees que…? ¿Que yo realmente... con él? —Parpadea deprisa,
mirándome, luciendo como que podría llorar de nuevo, esta vez frente a mí—.
Eso es simplemente... guau. No lo entiendes. Simplemente no lo entiendes. Si lo
hicieras, no pensarías... ¡agh!
Lanza las manos al aire, sacudiendo la cabeza. Bueno, no lloró, pero
definitivamente la ofendí.
—Entonces, cuéntame de la casa.
—¿Realmente te importa una mierda?
—Quizás.
Permanece en silencio por un momento.
Sigo trabajando en mi rompecabezas.
—Es una casa blanca con una puerta de color rojo brillante y suelos de
madera. Es pequeña, supongo, pero tiene dos pisos, dos dormitorios, un cuarto
de baño, ya sabes, con todo lo demás que viene en una casa. Tiene un montón
de pequeños espacios, gabinetes y armarios y cubículos.
—¿Y eso es casa?
—Sí.
—¿Entonces por qué estás aquí?
—Porque casa es donde está el corazón, supongo —dice.
—¿Y qué, tu corazón está aquí? Necesito una explicación. Me estás
asustando con esto.
Se ríe de eso. —No, pero tampoco está allí. Ya no. Es solo... es difícil de
explicar. Ojalá estuviera allí, y viendo el lugar, bueno, solo me recuerda que se
ha ido.
—Entonces, ¿por qué ir allí?
—Porque necesito recordar.
—¿Recordar qué?
—Que tengo un corazón todavía allá afuera en alguna parte.
No sé qué decirle.
Cualquier cosa que diga probablemente me hará sonar como un idiota.
Porque es más fácil, ya sabes, olvidar que el corazón existe en absoluto.
Pero tengo la idea de que su corazón puede ser lo que la saca de la cama
por las mañanas, así que no le reprocharé eso. A cada cual lo suyo.
La puerta principal de la casa se abre de nuevo. Oigo una conmoción,
algo de lo que los chicos se ríen, voces fuertes.
Recojo el arma de nuevo, pensando que probablemente debería pegar la
puta cosa en mi mano con la manera en que está yendo el día de hoy, y salgo de
la biblioteca, deteniéndome en el pasillo, mirando hacia la entrada,
directamente a alguien que yo francamente no esperaba ver de nuevo.
Tres.
Me mira tan pronto como le apunto el arma. El miedo destella en sus ojos
y eleva sus manos. —No, no, ¡espera! ¡Por favor!
—Una semana —digo—. Has estado desaparecido durante siete días.
—Lo sé —dice—, ¡pero no fue mi culpa!
Se ve muy mal. Alguien le dio una buena paliza. Moretones frescos.
Viejos. Está sucio. Apesta. Puedo olerle desde el pasillo. Hace que mi nariz se
arrugue. —¿De quién es la culpa?
—El ruso —dice—. Aristov.
Ajá.
—Me atrapó esa noche en Limerence. Yo y esta chica, íbamos a hacerlo,
lo siguiente que sé es que me desperté en un maldito sótano, encadenado como
un perro.
—Entonces, ¿qué, te drogaron? ¿Te mantuvieron como un animal
doméstico para los rusos? ¿Qué querían?
—A ella.
La mirada de Tres pasa por mi lado. No tengo que darme la vuelta para
saber que Scarlet está allí.
Por supuesto que la quiere.
—Simplemente siguió diciendo que ella era suya —continúa—. Quería
encontrarla. Quería que lo ayudara.
—¿Y lo hiciste?
El shock atraviesa su cara. —¿Qué? ¡Joder, no! Le dije que se fuera a la
mierda. Dijo que solo necesitaba una dirección, que haría el resto, que no tenía
que ensuciarme las manos, pero no le dije una mierda.
—¿Y cómo saliste de allí?
—Supongo que después de una semana, se dio cuenta de que no me
rompía, así que me dejó ir.
—Te dejó ir —digo con incredulidad—. Lo que significa que
probablemente te siguió.
Sacude la cabeza con firmeza. —No lo hizo, lo juro. Nadie lo hizo, ¡me
aseguré de eso! Tomé cinco trenes y tres taxis, incluso reencaminados en la
ciudad, por si acaso. Iba a matarme, creo, pero decidió que yo te trajera un
mensaje. Dijo…
El timbre lo interrumpe. Él vacila.
Siete saca mi teléfono de su bolsillo, echando un vistazo a la pantalla,
sacudiendo la cabeza.
Tres volvió a hablar—: Dijo que contestaras el teléfono cuando te llama.
Está cansado de ir a correo de voz.
Hijo de puta.
Supongo que el misterio del número privado ha sido resuelto. Todavía no
estoy respondiendo.
El timbre se detiene.
Bajo la pistola, empujándola en mi cinturón.
—Bueno, entonces, ¿quién hará un viaje a Limerence? —pregunto—. Hay
mucho dinero para ustedes.
Varios alzan la mano rápidamente.
Cada uno de ellos es voluntarios, incluso Tres, tan jodido como está, y
Siete, cuya esposa lo mataría si pone un pie en ese lugar. Mis chicos, ellos no
retroceden ante un desafío, especialmente donde el efectivo está implicado.
—Vayan a decirle a ese bastardo ruso que voy a pensar en aceptar su
llamada cuando le crezcan algunas bolas y desbloquee su número, porque a los
cobarde no se les habla, solo se les jode.
Me doy la vuelta para volver a la biblioteca, atrapando la preocupada
mirada de Scarlet.
—Oh, y díganlo así, palabra por palabra —digo, mirando a los chicos—.
Y si sobreviven, cuando vuelvan aquí para el pago, no dejen que los sigan. Lo
digo en serio. Ponen en peligro a mi hermano, y yo mismo los mataré.
Traducido por Vane Farrow, Mary Rada & AnnyR’
Corregido por Anna Karol

Morgan

¿Es una biblioteca aún si es una que no tiene libros?


¿No sería más bien, un estudio?
Eso es lo que estoy pensando, sentada en el suelo de la biblioteca justo al
lado de la puerta, las rodillas cerca de mi pecho, los brazos envueltos alrededor
de ellas, contra la pared. Quiero decir, tiene un puñado de libros, tal vez una
docena, pero los estantes están bastante desérticos. ¿Son doce libros suficientes
para ponerlo en territorio de biblioteca?
No lo sé.
Tampoco me importa, en realidad.
Pero tengo que pensar en algo o mi mente se desviará hacia reflexiones
que trato desesperadamente de no tener, así que estoy pensando en él, en su
habitación y en su vida...
Lorenzo.
Está trabajando en el rompecabezas. Lo he visto hacerlo antes en
pequeños momentos, pero ha estado en ello ahora por horas, consistentemente,
haciendo un poco de progreso mientras miro. Es metódico, todo el proceso es
claramente serio para él, pero al mismo tiempo creo que de verdad lo disfruta.
Es extraño. De vez en cuando se verá esta expresión en su rostro, como felicidad,
alivio y orgullo, todo en uno.
He visto al hombre en medio de la pasión. Lo he visto excitado y agitado,
y peligrosamente frío. He visto sus emociones fluctuar el espectro, pero creo
que esta es la primera vez que lo he visto tranquilo.
Al igual que, este es el tipo que crió a su hermanito para ser el hombre
responsable, respetuoso que es Leo. Este es el tipo que en realidad podría tener
una biblioteca y no solo una habitación desértica con agujeros de bala
ensuciando el suelo.
Sí, los noté...
Lleva sus gafas, una luz iluminando el área alrededor de la mesa, aunque
el resto de la habitación está oscura. Anocheció hace horas. Somos los únicos
aquí. Ninguno de sus hombres ha vuelto todavía.
No parece preocupado, pero yo sí.
Conociendo a Kassian, todos podrían estar muertos.
Y me gustan los chicos, ya sabes, lo que sé de ellos. Ninguno me ha
molestado, pensando que porque he hecho ciertas cosas, obviamente eso es
todo lo que soy. Hombres que me tratan más como a una persona... qué
concepto. Así que prefiero que no pierdan la vida porque estoy aquí.
—Me voy a la cama —digo en voz baja, levantándome del suelo. Sé que
Lorenzo me oye, porque me mira, pero no dice nada.
Camino por el pasillo, hacia las escaleras, cuando la puerta principal se
abre. Mi corazón se sobresalta, pensando que finalmente tal vez uno de ellos
está de vuelta, pero Leo entra, junto con Melody.
—¡Hola, Morgan! —dice Melody—. ¡Me encanta el color de esa camiseta!
Bajo la mirada. Es una mezcla de colores que luce como acuarela. Tomé
el dinero que Lorenzo me pagó e invertí en ropa nueva. —Gracias.
Leo sonríe en saludo, y le devuelvo la sonrisa, pero salgo de allí antes de
que cualquier otra conversación suceda. Camino arriba, me quito los zapatos,
los pantalones y desengancho mi sujetador antes de subir a la cama,
acurrucándome con una almohada.
No estoy cansada.
Diablos, ni siquiera puedo dormir.
Me quedo acostada, escuchando los sonidos de abajo.
Quizás pasa otra hora, no lo sé, antes de que se abra la puerta principal,
las voces apresurándose por la casa. Cuidadosamente salgo de la cama,
arrastrándome hacia el pasillo, deteniéndome mientras me inclino contra la
barandilla en la parte superior de la escalera. Están todos reunidos en el pasillo,
Declan y Frank incluso compartiendo una risa sobre algo. No puedo oír mucho
de lo que dicen, pero sobrevivieron, supongo que eso es algo.
Hago mi camino de vuelta a la cama, acurrucándome sobre mi costado,
abrazando la almohada de nuevo. Aliviada. Por ahora. Apenas pasa un minuto
antes de oír ruido, y echo una ojeada justo cuando Lorenzo entra en la
habitación. Me mira a los ojos, así que sabe que estoy despierta, pero no dice
nada, se quita la camisa, se desnuda a nada antes de dejarse caer en la cama a
mi lado.
Sus brazos serpentean a mí alrededor, tirando mi espalda hacia él, sus
labios van directamente a mi cuello, dejando un rastro de besos a lo largo de la
parte de piel expuesta.
—Cuéntame una historia —dice, deslizando la mano debajo de mi
camiseta para tocar un pecho.
Sonrío. Esa es su manera no tan sutil de decirme que quiere follarme. —
¿Por qué no me cuentas una tú?
—No te gustó la última que te conté —dice, tirando de mi ropa interior
hasta mis rodillas, lo suficiente para que su otra mano se deslice entre mis
muslos. Un gemido suave se me escapa cuando las puntas de sus dedos rozan
mi clítoris, y empujo la ropa interior el resto del camino, pateándola para
extender mis piernas, así puede tener un mejor acceso.
—Estoy segura de que puedes inventar una mejor.
—¿Historia verdadera o cuento de hadas?
—Hmm... ambas.
Grito, sorprendida, cuando me gira, poniéndome encima de él. Se
recuesta sobre su espalda mientras me ubica a horcajadas sobre su cintura, su
polla justo allí, dura, presionando contra mí. Muevo mis caderas, frotándome en
su contra, con las manos apoyadas en su torso desnudo. Mi camiseta es lo
suficientemente larga para cubrir todo lo que no puede ver, pero sé que lo
siente. Suelta un gruñido bajo, envolviendo sus brazos a mí alrededor,
tirándome hacia abajo para un beso.
Me pierdo por un momento, besándolo profunda y rudamente, gimiendo
cuando muerde mis labios, hormigueo fluye a través de mi cuerpo cuando
agarra mis caderas, levantándome. Lo siento cuando presiona su polla contra
mí, lentamente se desliza y me provoca con la punta. Mi cabeza se vuelve
confusa, el calor me consume.
No es hasta que empuja, fuerte, llenándome completamente, que vuelve
a poner algún sentido en mi cerebro. Me separo de sus labios, apenas capaz de
sacar la palabra—: Condón.
Me mira, sus manos moviéndose, recorriendo la curva de mi trasero
antes de agarrar mi camiseta, quitarla y lanzarla sobre el borde de la cama. Su
mirada me observa, desde la cabeza hasta donde estamos conectados cuando se
estira y comienza a frotar mi clítoris. —¿Necesito uno?
—Yo, oh... quiero decir...
¿Qué clase de pregunta es esa?
—Me saldré —dice, moviendo sus caderas, retirándose un poco antes de
empujar de nuevo—. Si eso es lo que te preocupa.
—Yo, uh... Cristo... no puedo quedar embarazada.
—¿Físicamente no puedes, o significa que quedar embarazada es lo peor
que te podría pasar?
—Eh, quiero decir… —Joder, se siente bien, dentro de mí, nada entre
nosotros—. Ambos.
Comienzo a moverme, balanceando las caderas, deslizándome hacia
arriba y hacia abajo lentamente sobre él. Mi cerebro todavía trata de
argumentar, cantando “condón, condón, condón”, como un niño de doce años,
pero la neblina lo está despojando, el hormigueo lo bloquea. A la mierda, mi
corazón late frenéticamente. Simplemente deja que te folle, sabes que lo quieres.
Cierro los ojos, jadeo a medida que embiste contra mí, igualando mi
ritmo. Sus dedos acarician constantemente mi clítoris, frotando círculos,
enviando sacudidas de placer a lo largo de mi columna vertebral, cada vez más
fuertes, hasta que la explosión golpea.
Mis músculos se tensan, los dedos de mis pies se curvan a medida que
atravieso un fuerte orgasmo. Tan pronto como comienza a desvanecerse, me
agarra por la nuca, estirándome más cerca de él, obligándome que lo mire a la
cara.
Me apoyo, con las manos aplanadas contra su pecho, sosteniéndome
mientras se mueve frenéticamente, follándome, aferrándose más fuerte cada
vez que mis párpados empiezan a revolotear, partes de mí tratando de llevarme
a la deriva.
Otro orgasmo golpea, y grito, mi respiración entrecortada; pero antes de
que pueda recuperarme, Lorenzo sale, pillándome desprevenida cuando me
sujeta a la cama.
—¿Qué…?
Antes de que pueda decir algo más, cubre mi boca con su mano,
apretando mi cara, silenciando mis palabras. Separando más mis piernas,
engancha mis rodillas hacia arriba, embiste en mi interior, apenas me da un
segundo para acomodarme antes de que comience a follarme.
Duro.
Profundo.
Rápido.
BAM.
BAM.
BAM.
Grito contra su palma, las sensaciones fluyendo en mi interior. El placer
y el dolor deforman cada centímetro de mí en tanto apoya su peso corporal
sobre mí causándome dolor en el pecho, mis músculos se tensan. Mis dedos se
clavan en su espalda, arañando la piel, y lleva la boca a mi oreja, su voz baja y
ronca.
—Hace mucho tiempo, había una mujer, una con un cuerpo pequeño y
magnífico, y una boca hecha de pecado. La única cosa más dulce que el coño de
esta mujer era la sed que tenía ella en su interior, una sed por follar y luchar,
por tentar el destino —dice, y suelto un gemido, agarrándolo fuertemente, en
tanto otro orgasmo comienza a hacerse cargo. Joder.
Me penetra tan intensamente que me sacudo en su contra, mis uñas
arañan su piel al tiempo que muerdo su palma.
—Jesucristo —gruñe, apartando su mano de mi boca, agarrando mi
mandíbula aleja mi cabeza, forzando el lado de mi cara contra el colchón. Su
boca está de vuelta en mi oreja, la lengua girando alrededor de ella antes de que
diga—: Esta mujer, tentó el destino tanto que fue un maldito milagro que no
estuviera muerta, pero tuvo suerte, creo, porque el destino le trajo un hombre,
uno que mataría por un sorbo de la sed en su interior, que comenzaría una
guerra por ese dulce, dulce coño.
Sus palabras me provocan un escalofrío y cierro los ojos. Folla y
amenaza, besa y acaricia, agarra y muerde, una y otra y otra vez, hasta que mi
cuerpo empieza a ceder. Gimiendo, se aleja de mí, separando más mis piernas
cuando se retira. Abriendo los ojos, observo en la oscuridad, respirando con
dificultad, mientras se acaricia, viniéndose justo allí, entre mis muslos. Luego lo
frota dentro, acariciando suavemente mi clítoris con las yemas de los dedos,
antes de inclinarse y besar mi vientre, hace círculos con su lengua alrededor de
mi ombligo, antes de bajar aún más, su boca sobre mi coño.
—Oh, Dios —susurro, curvando los dedos. No sé cómo demonios lo
hace, traer mi cuerpo de vuelta a la vida con nada más que la punta de su
lengua.
Es suave, tan jodidamente suave, casi dolorosamente suave cuando me
lleva a otro orgasmo. Jadeo, agarrando su cabello, arqueando mi espalda en
tanto el placer ondula a través de mis temblorosos muslos. Tan pronto como me
derrumbo de nuevo en la cama, hace su camino de regreso hacia arriba,
besando a lo largo de mi vientre, antes de que su boca encuentre la mía.
Lo beso, saboreándome en sus labios, pero más que eso, puedo
saborearlo a él. Cada centímetro de mi cuerpo se ruboriza ante esa
comprensión.
—Creo que tratas de matarme —susurro.
Se ríe en mi boca, mordiendo mi labio inferior. —Si estuviera tratando de
matarte, Scarlet, estarías muerta.

El sol empieza a salir, pero no puedes decir que se ve el horizonte. Las


espesas nubes grises cubren cada centímetro del cielo, evitando que el
resplandor anaranjado caliente aparezca. Todo parece que lentamente se va
haciendo más ligero, como si un velo se estuviera levantando, exponiendo lo
que ya se hallaba escondido debajo.
El amanecer siempre me hace sentir esperanza, otro día amanece, otra
oportunidad de que las cosas se vuelvan a mi favor, ¿pero hoy?
Todo se siente tan horriblemente sombrío.
—Diez meses —digo—. Antes de que lo sepamos, será un año.
Todo un año. Ni siquiera puedo entenderlo.
El detective Jones deja escapar un suspiro exasperado y frota las manos
sobre su rostro apagado, frotando el rastrojo cubriendo su mandíbula. Luce
como la mierda. Su traje está arrugado. Hay una mancha en su camisa blanca.
Necesita afeitarse, su cabello se pega en algunos lugares, y sus calcetines,
bueno... ni siquiera coinciden.
Es un desastre.
Pero no siento ninguna simpatía por él.
Tal vez eso me hace una perra.
Solía venir aquí, suplicar, rogar, sintiéndome como una carga por
necesitar su ayuda, pero esos sentimientos se desvanecieron a medida que me
hartaba. Sin embargo, los primeros meses fueron los peores. En aquel entonces
no creía que las lágrimas se detendrían. Pero en algún momento del camino, mi
ira surgió cuando me di cuenta de que estaba sola, que nadie podía ayudarme.
Tenía que ayudarme a mí misma.
Y aquí estamos, diez meses después, y sigo nadando contra la corriente,
más cerca de hundirme que de nadar. Me estoy ahogando lentamente.
Gabe agarra su taza de café, soplando suavemente en ella, el vapor se
eleva, rodeando su rostro como una nube. Llegué aquí antes que él esta
mañana, esperaba en el vestíbulo cuando finalmente entró, con quince minutos
de retraso para su turno habitual, son quince minutos que podría haber
dedicado a trabajar en mi caso.
Sí, claro... como si eso alguna vez llegara a pasar.
—No deberías estar aquí —murmura, bebiendo su café.
—Sí, bueno, ¿a dónde más debería ir?
—Dondequiera que hayas estado en las últimas semanas —dice—.
¿Dónde has estado?
—Por ahí.
Me lanza una mirada molesta, no le gusta mi respuesta evasiva, pero no
le voy a decir dónde me he quedado. Esa información es clasificada.
—Tras el ataque en el club, pensé que te rendirías, quizás finalmente
dejarías la ciudad —dice—. En especial con George Amello muerto.
Me quedo boquiabierta. —¿Está muerto?
Asiente, haciendo girar su silla de un lado a otro, todavía bebiendo su
café... aún sin hacer ningún trabajo. —Alguien le disparó.
Suspiro, apartando la mirada para ver por la ventana.
Permanece en silencio durante unos minutos.
George está muerto, y probablemente sea mi culpa.
—Fui a la casa el otro día —digo en voz baja—. No he ido allí desde que
todo sucedió.
Murmura algo entre dientes. No lo entiendo, solo unas pocas palabras
aquí y allá, notablemente “estúpida” y “tiene ganas de morir”.
—Parece la misma —le digo—. Fue extraño. Verla, estar allí... se sentía
como ayer, como si no hubiese pasado tiempo. No esperaba eso. No esperaba
que se sintiera tan crudo.
No dice nada, pero la mirada que me da expresa bastante: “supéralo”.
Nunca pronunció esas palabras directamente, pero sé que las quiere decir, sé
que las piensa, cada vez que me mira así. Lástima. Me compadece. No lo
suficiente, obviamente, o de lo contrario haría algo acerca de mi situación; pero
solo lo suficiente como para seguirme la corriente, para fingir que quiere
ayudarme.
—Tal vez deberías hablar con alguien —sugiere.
—Lo hago. Estoy hablando contigo.
—Quiero decir, alguien que pueda ser capaz de ayudarte.
—Una vez más, pensé que lo hacía.
Suspira, dejando su café. —Me refiero a un terapeuta, Morgan. Quizás
un consejero de duelo.
—No necesito un psiquiatra. Solo necesito a alguien a quién le importe.
—Vamos, no seas así —dice, levantándose de su silla para acercarse,
deteniéndose delante de mí—. Sabes que me importas. Estoy haciendo todo lo
posible. Monitoreando la situación.
—Monitoreando la situación. —Sacudo la cabeza—. Eso suena mucho
como si estuvieras sentado, viéndolo pasar.
Agarra mi barbilla, su pulgar la acaricia y reclina mi cabeza. —Estará
bien. Lo juro. Solo tienes que ser paciente por un poco más de tiempo. Quieres
que el caso se resuelva, ¿no? Cuando lo derribemos, quieres que se quede abajo,
¿verdad?
—Por supuesto.
—Entonces tomará tiempo. No podemos apresurarlo. No nos
detendremos, no nos rendiremos... simplemente nos estamos tomando el
tiempo para hacerlo bien, para que lo que pasó antes no vuelve a suceder. ¿Está
bien?
Solía creer su mierda. Aferrarme a cada sílaba, creyendo que quería decir
cada palabra. Y tal vez parte de él es genuina, pero eso no significa que esté
siendo honesto.
A veces digo que estoy bien cuando no lo estoy. Que nada me molesta
cuando estoy angustiada.
Pequeñas mentiras blancas para mantener la armonía. Y me doy cuenta,
con “supéralo” Gabe se está rindiendo, no cree que alguna vez lo atraparán.
No digo nada, lo cual el detective asume que significa que he sido
aplacada, a juzgar por la forma en que se relaja visiblemente, su pulgar
deslizándose por mi labio inferior.
Este hijo de puta...
Sonríe, una sonrisa engreída, y baja la cremallera de sus pantalones. Su
mano libre serpentea dentro de su bóxer, acariciándose bajo la tela a la vez que
dice—: Ha pasado demasiado tiempo, nena. He extrañado verte.
Antes de que pueda sacarlo, aparto su mano de mi rostro con un golpe.
—Acerca esa cosa a mí, detective Jones, y nunca la volverás a usar.
Sus ojos se ensanchan. —¿Qué te sucede?
—No lo sé —digo—, pero sé qué nunca entrará en mí otra vez, y ese eres
tú. No soy tu pequeño juguete de follar. Tu trabajo no es usarme como mejor te
parezca. Tu trabajo es servir y proteger. De manera que haz tu maldito trabajo,
detective, y mantén tu pene en los pantalones, porque he estado esperando
durante diez malditos meses, y mi paciencia se está agotando.
No dormí la noche pasada, nada en absoluto, cada centímetro de mi ser,
agotado y dolorido. Ni siquiera me duché aún, saliendo cuando todavía estaba
oscuro, mientras Lorenzo dormía profundamente. No quería despertarlo. Se
veía tan tranquilo. Por lo que me puse la primera ropa que vi, mi cabello
recogido en un moño desaliñado y salí, con restos del hombre sobre mí. Puedo
olerlo en mi piel.
Gabe solo me mira fijamente con incredulidad, la mano todavía en sus
pantalones, agarrando su polla, pero no hace ningún movimiento para sacarlo
rápidamente, para su suerte.
Después de un momento, una serie de pitidos suenan, aspirando algo de
la torpeza que se infiltra en la oficina. Descuelga el teléfono celular del cinturón,
mirándolo antes de arreglar sus pantalones.
—Tengo algo con lo que necesito lidiar —se lamenta, agitando el teléfono
en mi cara antes de dirigirse a la puerta—. Salga sola, señorita Myers.
Me quedo sentada, incluso después de que se va, mirando por la
ventana. Nadie dice una palabra sobre mi estancia aquí, nadie me molesta.
Es como si fuera invisible.
Eventualmente, mis ojos vagan sobre el escritorio desordenado, a la pila
de archivos que cubren la parte superior del mismo. Me sorprende cómo las
cosas obsoletas están aquí, archivos de casos guardados como registros reales,
carpetas llenas de papeles en vez de ser almacenadas digitalmente.
No es realmente seguro, ¿verdad?
Echo un vistazo detrás de mí, fuera de la oficina, comprobando que
nadie me esté prestando atención antes de levantarme y deslizarme por un lado
del escritorio. Los archivos tienen nombres. Me muevo a través de ellos
rápidamente, mirando la escritura. Bla. Bla. Bla. Bingo.
Aristov.
Saco el archivo, colocándolo encima de todos. Es grueso, las costuras
estallaron por tanto papeleo. Volteándolo, examino una parte, descifrando
párrafos y páginas, pasando por alto la mayor parte.
Drogas. Pistolas Fraude. Asesinato.
Un montón de supuestamente esto y aquello, él dijo/ella dijo tipo mierda,
pero no mucho como evidencia. Sin balística, sin huellas dactilares, sin análisis
forense. Una pila de declaraciones de testigos, cada uno destrozado con la
escritura, cubierto con marcador negro: retractado... desaparecido... fallecido...
No colaborador... Poco fiable...
Me paro en el último, parpadeando unas cuantas veces con el nombre en
la parte superior: Morgan Olivia Myers. Poco fiable.
—Lo que sea —me quejo cuando doy vuelta de página.
Indago en el resto. Bla. Bla. Bla. Nada.
—Tienes que estar bromeando. —Lo separo mientras reviso los archivos
de nuevo. Tiene que haber otro en alguna parte. Tiene que haber más. Además
de mi declaración original de testigo, hay muy poco sobre mi historia con
Kassian y ni un maldito atisbo sobre el dolor de los últimos diez meses—. Hijos
de puta.
Empujo una pila de archivos, esparciéndolos por el escritorio a medida
que la ira me atraviesa. ¿Han hecho algo?
Sacudiendo la cabeza, mis ojos escudriñan el escritorio de nuevo, y estoy
a punto de alejarme cuando un nombre me llama la atención. Gambini. Está
descuidadamente garabateado en una carpeta nueva.
Conozco ese nombre.
Lo recojo, y estoy a punto de revisarlo cuando el teléfono en el escritorio
se enciende y comienza a sonar. Mierda. Salto pues me atrapa desprevenida; y
empujo el archivo debajo de mi sudadera con capucha, asegurándolo con la
cintura de mis pantalones cuando salgo apresuradamente de allí.
Mantengo la cabeza baja al dirigirme al ascensor, dirigiéndome hacia el
primer piso. En cuanto timbra, las puertas se abren, salgo y me congelo, oyendo
el sonido inconfundible de una familiar risa en auge resonando por el vestíbulo.
Oh, mí jodido…
Mi cabeza se levanta de golpe, mis ojos se dirigen directamente a un
hombre a solo unos metros de distancia. Puedo echar un vistazo a su perfil
mientras está allí, inclinándose para hablar con la oficial Rimmel que trabaja en
el centro de mando. Markel. Se está riendo, coqueteando, y ella le está
sonriendo. Sonriendo.
La mujer, con sus uñas color rosado neón, jamás me ha sonreído. Ni una
vez en diez meses.
Cuando las puertas del ascensor se cierra detrás de mí, mis ojos saltan de
Markel a la salida. Empujando mis manos en el bolsillo de mi sudadera negra,
bajo la cabeza, mis ojos en el linóleo a cuadros.
Espero como el infierno permanecer invisible en tanto fuerzo mis pies a
moverse.
Puedes hacerlo. Puedes hacerlo. Puedes hacer…
Mierda.
Soy detenida bruscamente cuando una mano envuelve mi bíceps.
Girando la cabeza, lo miro a los ojos, ojos que me atraviesan a medida que me
arrastra hacia él tan rápido que casi pierdo el equilibrio.
—Suka —dice sonriendo, usando esa palabra tan casualmente, como si
fuera mi nombre real. Perra.
Mi corazón late furiosamente.
Mi cabeza da vuelta.
Estoy en graves problemas.
Muy serios y graves problemas.
“Déjame ir.” Esas palabras casi salen de mis labios, pero sé que es una
causa pérdida suplicar en este momento. No me soltará. Tengo unos cinco
segundos para salvarme a mí misma, para encontrar una forma de salir de esto,
porque estar en un recinto de la policía no será suficiente para detener que me
tire por encima del hombro y saque a rastras de aquí.
Uno. Dos. Tres. Cuatro.
—¿El gato se comió tu lengua, suka? —pregunta, dejando escapar una
carcajada—. ¿No me has extrañado?
Cinco.
No pienso. Simplemente reacciono.
Sacando mi mano de mi bolsillo, apunto un dedo en su cara,
empujándolo a su ojo, golpeando con fuerza. BAM. Se estremece, soltando un
sonido infructuoso, gritando tan fuerte que todo el mundo se abre paso,
alarmado.
—¡Tú, perra! —grita Markel, cubriéndose el ojo con la mano libre. Sé que
está enojado cuando lo dice en inglés. Su agarre en mi brazo se afloja en
reacción al dolor agudo, dejándome escapar de su agarre y alejándome.
Intenta recuperarse, dándose cuenta de que ya no tiene las manos sobre
mí, tratando de alcanzarme, pero es demasiado lento. El caos entra en erupción,
el oficial de mando pide ayuda, la policía trata de intervenir, pero ya es
demasiado tarde para eso.
Grito a todo lo que dan mis pulmones, tan fuerte que mi voz chirria—:
¡Tiene una pistola!
¿La tiene? No lo sé. Probablemente no. Pero, ¿a quién le importa? Tiene
el efecto que necesito, incita al pánico a nuestro alrededor. La gente intenta huir
del recinto, la policía frenética, y corro por la salida, empujándome a través de
la multitud.
Estoy muy cerca de lograrlo antes de que alguien me agarre. Agh, por
favor no seas Kassian. Dándome la vuelta, reaccionando, me balanceo
ciegamente, golpeando algo.
—Jesús, ¿qué diablos, Morgan?
Detective Jones.
Mierda.
Se frota el hombro donde le di un puñetazo, mirando alrededor
confundido, pero no tengo tiempo para explicarme. Lo empujo, saliendo por la
puerta mientras Markel grita algo en ruso.
Empujo a la gente, moviéndome tan rápido como mis pies pueden. Aquí
no es seguro. Necesito salir de la calle. Necesito salir de Brooklyn, pero el metro
no es una opción ahora mismo. Markel ya está haciendo sonar las alarmas.
Estarán vigilando, rodeando la zona, tratando de atemorizarme.
Mierda. Mierda. Mierda.
Corro algunas cuadras, cortando por algunos callejones, dirigiéndome
hacia la dirección de Coney Island. Conozco bien estas calles. Las he corrido
antes. Me he escondido en los edificios abandonados del barrio.
Pero Kassian lo sabe.
Conoce todos mis viejos lugares.
Son los primeros en los que buscará.
A la mierda, giro a la derecha en una cafetería abarrotada. No es un
Starbucks, pero cerca, alguna producción en serie de franquicia llena de hipsters
usando corbatas y tirantes. Me meto en la fila, mirando nerviosamente
alrededor, asegurándome de que la costa permanezca clara, no realmente
preocupándome de pedir cualquier cosa.
Ni siquiera me gusta el café.
Sí, sí, lo sé. Hay algo mal conmigo.
—Tendré lo que ella pidió —digo cuando es mi turno, señalando a la
chica que me precedió, una rubia joven que me recuerda un poco a Melody.
Saco dinero de mi bolsillo y pago la cuota astronómica por la bebida.
—¿Nombre? —pregunta el cajero, agarrando una taza y un marcador.
—Scarlet —le digo.
Espero un poco más por mi bebida, aun mirando alrededor, observando
a todo el mundo.
Encuentro a un chico que trabaja solo en una pequeña mesa cerca de la
puerta, con la mirada fija en su computadora portátil, pegatinas cubren el frente
de esta. Bandas, supongo. Música. Lleva una camiseta negra con un batería en
ella. Dispersos a lo largo de la mesa hay papeles, un teléfono celular colocado
encima de un libro cerrado.
—¿Scarlet? —grita un barista, empujando una bebida congelada de color
caramelo en el pase. Supongo que es mía. La tomo, metiendo una pajilla, y me
dirijo hacia la puerta.
—¿Cuál es tu canción favorita de Avenged Sevenfold? —pregunto,
deteniéndome junto al chico a solas en la mesa, tratando de encender el encanto
y actuar interesada.
Levanta la mirada ante el sonido de mi voz mientras me inclino, contra la
mesa, completamente en su espacio. —Nightmare.
—¿En serio? —Sonrío, la pajilla contra mis labios—. ¡Es la mía también!
Sonríe ante mi respuesta y parece estar en una pérdida momentánea, que
es lo mejor, porque ni siquiera sé quién es Avenged Sevenfold. Acabo de ver la
etiqueta en su computadora portátil. Pobre tipo. Agarro el teléfono celular en
tanto se distrae, tratando de encontrar algo ingenioso para decir, deslizándolo
por la manga de mi sudadera con capucha antes de alejarme de la mesa y salir.
Voy a otra cuadra, pasando un edificio de apartamentos justo cuando
alguien se va. Volviendo, agarro la puerta antes de que cierre, deslizándome
dentro mientras tomo un sorbo de la bebida.
Espero que sea amargo y asqueroso, pero en realidad es ligero y dulce.
Ah. Saco el teléfono celular robado y me apoyo en la pared cerca de los buzones,
presionando un botón, respirando un suspiro de alivio cuando enciende. No se
necesita código de seguridad.
Entonces, bueno, no tengo exactamente amigos.
Solía llamar a George en un apuro, pero no lo veo volver a la vida para
ayudarme.
He acudido a Gabe antes, pero viendo cómo lo asedié, está fuera de
cuestión.
Eso me deja con una sola persona. Lorenzo.
Aparte del 911, es realmente el único número que conozco.
O bien, espero saberlo. Lo memoricé hace semanas cuando intenté
llamarle para pagar el dinero que robé, pero mi memoria es un poco inestable,
así que...
Lo llamo, llevando el teléfono a mi oído mientras las sirenas suenan a lo
lejos. El teléfono suena y suena y suena, y estoy a punto de renunciar, cuando la
línea finalmente hace clic y una voz me saluda—: Gambini.
Me detengo. No es Gambini. No técnicamente. Siete responde. Me atrapa
con la guardia baja.
—Hola, Siete... es, eh, Morgan.
—Morgan —dice—. ¿Todo bien?
Nop. —Síp.
—Eso está bien —dice—. ¿Necesitas algo?
Sí. —No.
Permanece en silencio por un segundo antes de decir—: Dime qué
sucede.
—No sé qué diría que algo está mal...
—¿Pero?
—Me metí en una situación un poco difícil. No estoy segura de cómo
volver a salir.
— Una situación un poco difícil, ¿eh? ¿Dónde estás?
—Coney Island —digo—. Este edificio de apartamentos está justo al
oeste en la 17. Grandes ladrillos feos. Estoy un poco, ya sabes, escondiéndome.
—¿Estás escondiéndote?
—Bastante.
Ríe. —Así que Brooklyn, ¿eh?
—Sí.
—Estaré allí en veinte.
Cuelga antes de que pueda decirle algo, pero respondo de todos
modos—: Gracias a Dios.

Una vez, me quedé atrapada en una rueda de la fortuna.


Creo que tenía cinco o seis años en ese momento.
Algo hizo cortocircuito, el operador metió la pata, y allí me encontraba
yo, atrapada en una lata a diez metros del sueño. Sin embargo, en lugar de tener
miedo, me pareció casi calmante, estando tan alto, donde nadie podía llegar a
mí y nada podría tocarme.
Todavía me siento así la mayor parte del tiempo.
Como ahora mismo, mientras me siento aquí, las piernas estiradas a lo
largo de las tejas de alquitrán gris en el techo inclinado de la casa en Queens,
rodeada por el tipo de barrio tranquilo suburbano donde compartir un auto y
citas son cosas que existen, me siento bien.
Eso es decir algo, ya sabes, después del día que he tenido. Parece casi
surrealista, y creo que no sucedió realmente, excepto que el archivo en mi
regazo me dice eso de manera diferente. Gambini.
Ya lo he leído.
Bueno, en realidad lo he leído unas cuantas veces.
¿Puedes culparme? Estoy bastante segura que tú lo leerías también; si
pudieras.
Suspirando, sorbo lo último de mi café azucarado cuando oigo una
puerta abrirse cerca. Mirando hacia abajo, observo cómo Lorenzo sale de la
casa, una nube de humo almizclado lo rodea, un porro entre sus labios.
Es la primera vez que lo veo hoy. Después de que Siete me rescató
valerosamente, trayéndome de vuelta aquí, descubrí que la puerta de la
biblioteca estaba cerrada solo por segunda vez desde que empecé a venir.
Hoy tiene dolor de cabeza, explicó Siete. No podría verlo.
Sin embargo, allí está...
Su cabello desordenado, como si no le hubiera hecho una maldita cosa
desde que enrollé mis dedos en él. El resto, sin embargo, parece estar en su
lugar: camisa blanca, vaqueros oscuros, botas negras. Fuma en silencio, solo,
mirando el vecindario, antes de que Siete se le una.
—Me voy a casa, jefe —dice—. Mi esposa está preparando lasaña para la
cena, por si quiere que le traiga un poco.
—Lo apreciaría —dice Lorenzo—, pero puedo arreglármelas por mí
cuenta.
Pfftt, que mierda.
—Puedes traerme un poco —grito—. No soy tan tonta como para
despreciar comida casera.
Siete se ríe, saludándome. —Creo que he hecho suficiente por ti hoy,
Morgan.
Le hago una mueca.
Siete saca las llaves y el teléfono de Lorenzo, pasándoselas antes de irse.
Lorenzo lo mete todo en el bolsillo, continua fumando en silencio, observando
cómo Siete se marcha, dejándonos solos.
Lorenzo tira lo que queda de su porro, aplastándolo con su bota en tanto
gira lentamente, su mirada parpadea hasta donde estoy sentada.
Vuelve adentro, sin decir una palabra.
Supongo que regresó a su biblioteca, pero al cabo de un momento, la
ventana de su habitación se abre y se sube a la repisa antes de maniobrar y
subir a la azotea.
Ojalá pudiera decir que he trepado aquí sin problemas, o que incluso he
considerado hacerlo de esa manera.
Robé una escalera del patio trasero de un vecino.
Está apoyada contra el lado de la casa. ¡Ups!
Se sienta a mi lado, levanta las rodillas y apoya los codos en ellas, su
mirada inspecciona el vecindario por un momento antes de mirarme. Me
analiza lentamente, su atención se desplaza hacia el archivo en mi regazo.
Sé que puede ver su apellido. Está escrito claro como el día.
—¿Tienes un archivo sobre mí, Scarlet? —pregunta, su voz casual, nada
acusatorio en su tono.
—No —digo, mirando hacia abajo—. Bueno, supongo que técnicamente
lo hago ahora. Es tu expediente policial.
—Mi expediente policial.
—Sí, es todo lo que saben de ti —explico—. Lo robé de la oficina del
detective.
—Lo robaste.
—Sí.
—Se necesita tener bolas para violar la ley en un recinto de la policía.
—Sí, bueno, solo agrégalo a la lista de otras leyes que rompí.
Probablemente ahora tienen órdenes en mi contra. Conducta desordenada.
Molestia criminal. Asalto a un oficial de policía. Todo suma.
—Parece que tuviste un día interesante.
—Mucho.
—Estoy un poco celoso —dice, mirándome un momento antes de
apartarse—. Entonces, ¿qué dice el archivo?
—¿Qué te hace pensar que lo he leído?
—No te tomarías la molestia de robarlo si no estuvieras hambrienta como
la mierda de lo que hay dentro.
Poniendo los ojos en blanco, levanto la carpeta y la abro. No hay mucho,
solo unos pocos papeles.
—Lorenzo Oliver Gambini —digo, leyendo la hoja superior antes de
poner mis ojos en él, viendo como saca una naranja, como si las llevara en su
bolsillo—. ¿Oliver? ¿En serio?
—Recuerdo claramente que tu segundo nombre es Olivia —dice—, lo
cual no es muy diferente.
—Sí, pero esa soy yo —digo—. Tú eres tú.
—Somos muy parecidos, tú y yo.
Dice eso casualmente, y no estoy segura de cómo tomarlo, porque mi
cerebro se centra en otra cosa. —Espera, ¿sabes mi segundo nombre?
Encogiéndose de hombros, comienza a pelar su naranja, como si el saber
mi segundo nombre no significara nada, como sí el recordar cualquier parte de
mi nombre no es gran cosa. Pero lo es, y me quedo boquiabierta, tratando de
darle sentido a eso.
—¿Qué dice el archivo, Scarlet? —pregunta de nuevo—. Menos mirar,
más hablar.
—Eso, eh… —Aparto la mirada, de regreso a los papeles—. Nacido y
criado en Kissimmee, Florida. Tu padre fue asesinado cuando tenías cuatro
años. Catorce años después, tu madre y padrastro desaparecieron. Oficialmente
te convertiste en tutor legal de Leonardo Michael Accardi en tu cumpleaños
número diecinueve, aunque desde hacía un año te ocupabas de él.
—Ya sabias todo eso —señala, al parecer bastante aburrido por mis
hechos.
—Heredaste una arboleda de naranjos de casi doscientos acres que se ha
duplicado en tamaño y beneficiado bajo tu control. Tu negocio parece estar en
alza, por lo que ningún nivel de Al Capone derriba tu futuro, aunque sospechan
que tienes algo fuera de lugar por ahí.
—Algo fuera de lugar —dice con una risa—. Qué, ¿como si estuviéramos
disparando armas por el bosque? Porque tendrían razón.
—Parecen más preocupados por las importaciones cubanas.
—Ah, sí, prioridades. El ron.
—Aunque, no tienen ninguna evidencia.
—Por supuesto que no.
—Sin embargo, tienen un montón de historias sobre ti. Eres un poco
como Pie Grande.
—¿Pie Grande?
—Sí, todos han oído sobre él, la mayoría de las personas creen que es un
mito, con nada que un par de fotos borrosas y versiones irreales de primera
mano para probar su existencia. La mayor parte de este archivo ni siquiera es
sobre ti. Son un montón de historias de miedo sobre un tipo con una cicatriz. La
mitad de esta mierda ni siquiera es creíble.
—¿Como cuáles?
—Como tú incendiando un edificio en Manhattan con un montón de
hombres en su interior.
—Les di la oportunidad de salir —dice—. No es mi culpa que no me
tomaran en serio.
—Hiciste estallar un edificio en un parque público.
—Solo encendí un mechero —dice—. No soy el que hizo el lugar
explosivo.
—Detonaste una granada, matando la mayoría de los jefes de la mafia en
la ciudad.
—Sip, está bien, eso es una mierda. Ya estaban muertos en el momento
en que la granada estalló.
—Yo, eh… guau.
No sé qué decir.
—En mi defensa —dice, sonando como si realmente no le importara
defenderse—, ellos eran terribles personas, así que no es como si no lo
merecieran.
—Entonces, ¿nunca has herido una persona inocente?
Una sonrisa toca sus labios. —¿Ellos existen?
—¿Qué?
—Las personas inocentes.
—Los niños —digo—. Tu hermano.
Casi digo yo, pero bueno, creo que he cruzado demasiadas líneas para
siquiera calificar como inocente.
—Nunca le haría daño a un niño —dice—. Te garantizo que no hay nada
en ese archivo que diga que lo haría.
Bajando la mirada, frunzo el ceño al sacar un trozo de papel con la
escritura manuscrita del detective y mostrándolo a Lorenzo.
Sospechoso de estar involucrado en la muerte de la niña Sally Walters de catorce
años, en Kissimmee.
Toma la pieza de papel de mis manos, mirándola por unos cuantos
segundos antes de hacerla una bola, aplastándola en su palma. La lanza detrás
suyo, sobre el tejado, y vuelve a pelar su naranja.
El hecho de que no lo esté refutando me molesta. Mi estómago se llena
de nudos.
—¿Esta ahí el reporte de su autopsia? —pregunta después de un
momento.
—No.
—¿Así que no sabes que fue estrangulada? —pregunta—. ¿No sabes que
fue brutalmente violada antes de ser sacada de su miseria?
—No.
Pero él sí, y el hecho de que lo sepa hace que mi cabeza de vueltas, la bilis
quema la parte de atrás de mi garganta. No quiero pensar que es capaz de tal
cosa. No, tacha eso. No creo que lo sea. Mata gente, sí, lo he visto hacer eso, pero
violar es diferente. Es otro nivel de crueldad infringida por un tipo de
monstruos disímiles. He conocido muchos de esos monstruos en mi vida, pero
Lorenzo no es uno de ellos.
—Para que conste, no lo hice —dice—. Fue mi primera novia. La única.
No la lastimé. Tuve suerte y tropecé con ella después de que mi padrastro
terminó.
—Oh.
—Oh —repite mientras se pone de pie—. ¿Alguna otra cosa en el archivo
de mierda que debería saber?
—No —digo, cerrándolo y sosteniéndolo hacia él—. Puedes tenerlo, si
quieres.
—Qué lindo de tu parte —dice, arrebatándolo de mi mano, apretando
tan fuertemente que la carpeta se dobla, se va, bajando del techo, hacia el
dormitorio, cerrando la ventana.
Lo afecté. De mala manera. Y sé que está regresando abajo ahora, dentro
de su biblioteca, y no lo veré de nuevo esta noche. Uff, no me gusta. Mi
estómago aún está hecho nudos.
No creí que fuera posible, pero… podría haber herido sus sentimientos.
Uff. Uff. Uff.
Poniéndome de pie, rápidamente hago mi camino a través del tejado.
Bajo corriendo por la escalera, andando alrededor y paso a través de la puerta
de entrada cuando Lorenzo entra de nuevo en la biblioteca.
Mierda.
—Oye, espera —digo, corriendo, deslizándome hasta detenerme frente a
la biblioteca justo cuando la puerta está a punto de cerrarse. Alcanzándola, la
empujo, abriéndola antes de que pueda asegurarse—. Oye, Lorenzo, espera.
Se vuelve hacia mí, todavía sujetando la puerta. Parece que quiere
golpearla en mi cara… o tal vez, como, darme un puñetazo. No lo sé.
—Tienes diez segundos —dice.
Respiro profundamente, sin estar segura de qué decir.
—Nueve… ocho… siete…
—No creo que le hayas hecho eso a esa chica. —Lo saco todo, porque
joder, está contando, y sé que cuando llegue a “uno” habré perdido mi
oportunidad—. Sé que ese no es el tipo de hombre que eres. Que no lo harías. Sé
que eres mejor que eso.
Deja escapar una risa amarga. —Sí, claro.
Está a punto de cerrar la puerta de verdad esta vez, así que me meto en el
cuarto. Hay un destello de algo en su expresión. Enfado. Algo. No lo sé. No
puedo analizarlo ahora. Ya he cruzado ese umbral. No retrocederé ahora.
—Lo juro jodidamente Scarlet, si no tienes cuidado…
—Sí, me matarás —murmuro, agarrándolo, mis manos enmarcando su
rostro, tratando de forzarlo a mirarme, pero es terco como la mierda y, en
cambio, quiere alejarse—. Es en serio, Lorenzo. Deja de ser tan jodidamente
terco y solo mírame.
Me mira fijamente cuando digo eso. Guau. Realmente me escucha.
Soy atrapada sintiéndome tan vulnerable que no digo nada
inmediatamente, simplemente miro fijamente sus ojos.
—Se acabó el tiempo, Scarlet —dice tranquilamente.
Antes de que pueda intentar empujarme lejos, hacerme salir, me pongo
de puntitas y presiono mis labios contra los suyos. Lo beso, suave y lentamente,
mis palmas cariñosas contra sus mejillas, sosteniendo su cara allí.
No me devuelve el beso. Al menos, no inmediatamente. Pero puedo
sentirlo relajarse más y más cada vez que nuestros labios se tocan, su ira
menguando.
Sabe a naranjas, dulce y fuerte.
Mis manos se mueven, agarrando el lado de su cabeza en tanto beso a lo
largo de su mandíbula, rozándome contra la piel de su barbilla. Me muevo al
otro lado, besando la comisura de su boca antes de que mis labios rocen la
cicatriz a través de su mejilla.
Al segundo en que hago eso, se aparta bruscamente. Me mira con una
expresión extraña, no puedo descifrarla, antes de que se aleje de la puerta, lejos
de mí. Camina por la habitación, arrojando el archivo de su caso sobre la
esquina de la mesa cerca de su rompecabezas, antes de sentarse en su silla.
Vuelve a comer su naranja como si nada hubiera pasado. La puerta
permanece abierta, y ya estoy a mitad de camino en la habitación, tomo eso
como una invitación para entrar completamente.
—Senil —dice, sacudiendo la cabeza—. Sé que no es eso lo que tu letra
escarlata representa, pero seguro que como la mierda debería.
Me le acerco. —No soy lo suficientemente mayor para ser senil. Además,
sabes, creo que estoy bastante lucida.
—Eres de buen corazón, Scarlet. Suave en la puta cabeza, también. Es
peligroso. Eres peligrosa.
Me río de eso, deteniéndome frente a él, empujando sus manos fuera del
camino y empujándolo a recostarse en la silla en tanto me subo a su regazo, a
horcajadas. Deja escapar un suspiro exasperado, como si lo molestara, pero
realmente no diría que está enojado, así que estoy jugándome esto hasta una
victoria.
Acariciando su cuello, beso y pellizco la piel, arrastrando mi lengua a lo
largo de su garganta, sintiendo cómo traga densamente.
Se esfuerza en ignorarme, aleja su cabeza y termina su naranja en
silencio. Tan pronto como lo hace, sin embargo, me aparto, agarrando su mano,
envolviendo mis labios alrededor de dos de sus dedos, lamiendo los restos de
jugo con mi lengua. Los chupo lentamente mientras me observa, arqueando una
ceja, sin decir una palabra, pero puedo sentirlo ponerse duro.
Saco sus dedos de mi boca y empiezo a decir algo, a burlarme de él, pero
no tengo la oportunidad de decir una palabra. Me agarra por la parte de atrás
de la cabeza, atrayéndome en su contra, besándome rudamente.
Le devuelvo el beso.
Las manos empujan la ropa, jalando y tirando, lo suficiente para liberarlo
en tanto mis pantalones son bajados a mis muslos. Se acaricia algunas veces
antes de que caiga sobre él, gimiendo en su boca cuando me llena.
Me toma el trasero, apretando, pero sus manos solo descansan allí, sin
tratar de tomar el control, dejándome liderar. Lo monto lentamente, sin romper
el beso, la piel de gallina cubre cada centímetro de mi piel.
Jesucristo, se siente tan bien.
Sus manos comienzan a vagar, apretando y arañando, sus dedos
rastrillando a lo largo de mi espalda.
—Joder —gruñe alejándose de mi boca, pero es solo el tiempo suficiente
para sacarme algo de ropa. Me quita la sudadera con capucha, me quita la
camisa y yo desabrocho el sujetador, dejándolo caer al suelo.
Me besa de nuevo, unos cuantos besos rápidos, antes de que su boca se
mueva, dejando un sendero hasta mis clavículas. Envuelvo mis brazos a su
alrededor, entrelazando mis manos a través de su cabello en tanto entierra su
cara en mi pecho, su lengua explorando.
Siseo por una sacudida de dolor cuando me muerde un pezón, cerrando
los ojos, los dedos de los pies curvándose. Los zumbidos me consumen, de la
cabeza a los pies, y aumento mi ritmo, follándolo más rápido, bajando sobre él
más fuerte, sintiendo un orgasmo agitarse. Alterna entre mordidas y lamidas,
besando y chupando mis pechos. Sé que está dejando marcas. Puedo sentirlas.
Arden. Mi piel está en carne viva, pero lo acerco hacia mí más apretadamente,
deseándolo más rudo, deseando sentir cada parte suya dentro de cada parte
mía.
—Fóllame —susurro sin aliento, alisando su cuero cabelludo y
reclinando la cabeza—. Fóllame hasta que me olvide de todo.
Retrocede, y aflojo mi agarre, dándome cuenta enseguida que tal vez no
haya sido correcto decir eso. Hay un giro siniestro en sus labios que envía un
escalofrío por mi espina dorsal.
Antes de que pueda decir otra palabra, se levanta de la silla, saliendo de
mí y dejándome de pie. Me tira en la mesa y me da la vuelta, empujándome
hacia abajo, justo encima de su rompecabezas. Mis pantalones se ven obligados
a bajar el resto del camino, encadenando mis tobillos, y separa mis piernas tanto
como puede.
—Quédate quieta —dice, con un ligero borde en su voz—. Trata de no
arruinar mi rompecabezas.
—No te prometo nada —susurro.
Se apoya, su mano agarra mi hombro, y se empuja en mi interior. Dejo
escapar un gemido profundo y mis párpados revolotean. Mierda. No pierde
tiempo haciendo exactamente lo que le pedí.
Me folla. Es poderoso. Brutal. Sus caderas me golpean por detrás
mientras me llena profundamente, una y otra vez. Sonidos de golpes de la piel
hacen eco a través de la habitación a medida que me provoca sobre la mesa, tan
duro que comienza a moverse. Me agarro del borde de ella, tratando de
mantenerme, tratando de quedarme quieta, pero lo hace imposible. El dolor y el
placer se funden dentro de mí, me consumen, y no toma mucho tiempo antes de
que empiece a incrementarse el placer. Hormigueo me rodea. Mi mente está en
blanco. Nada existe excepto su polla dentro de mí, él encima de mí, follándome
por detrás. Grito con cada empuje profundo, ruidos incoherentes, como si todo
dentro de mí estuviera siendo purgado.
Joder.
Puta.
Mierda.
El orgasmo me rompe más de una vez. Pierdo la noción del tiempo.
Pierdo la pista de todo excepto de él. Una hora, o un minuto, ¿quién sabe?
Muerde mi hombro cuando finalmente se corre. Eso me trae de vuelta,
mis ojos se abren, y parpadeo lentamente, sintiendo que se derrama en mi
interior. No se retira. El calor fluye a través de mí, mis músculos temblando, mi
coño palpitante.
No sé si podría tener suficiente de esto.
Se retira, pero me quedo allí, acostada sobre la mesa, observándolo. Se
sube los pantalones, abotonándolos antes de caer de nuevo en su silla.
Exhalando en voz alta, pasa sus manos por su cara antes de sacar su lata de
porros, tomando uno y encendiéndolo.
—Si estás esperando otra ronda, tendrás que esperar un rato —dice—. Mi
cabeza está jodidamente matándome hoy.
Sonrío suavemente. —Estoy bien, gracias.
Fuma en silencio por un momento, su mirada escaneándome antes de
preguntar—: ¿Era en serio lo que dijiste?
—Sí —respondo.
—¿Siquiera sabes de qué estoy hablando?
—No, pero si lo dije, era en serio.
Empieza a decir algo cuando zumbidos cortan a través de la habitación.
Sacando su teléfono del bolsillo, lo mira, frunciendo el ceño.
Sus ojos parpadean hacia mí cuando presiona un botón, llevándolo a su
oído. —Gambini.
Hay un breve momento en el que Lorenzo no habla.
—Ah, Aristotle —dice, sonando divertido—. Veo que finalmente creciste
un poco y desbloqueaste tu número. Bien por ti. Estoy orgulloso.
Mi sonrisa falla. Kassian.
No puedo ver al hombre. Ni siquiera puedo oír su voz. Kilómetros nos
separan, así como miles de personas, pero saber que está a un soplo de distancia
en el teléfono hace que se sienta como si estuviera frente a mí de nuevo.
Mi interior se enrosca.
Mis rodillas se debilitan. Desearía desesperadamente que no lo hicieran.
Pero Kassian es como veneno. Solo un pequeño sabor en mi lengua es suficiente
para derribarme. Lo odio, reaccionar a él, pero no puedo evitarlo. Enciende una
chispa, me inunda con recuerdos, un volteador de todas las cosas crueles que ha
hecho, las maneras en que rompió mi realidad.
Los ojos de Lorenzo permanecen fijos en mí en tanto se sienta allí,
escuchando a Kassian. Ojalá supiera lo que dice, pero al mismo tiempo, tengo
miedo de oír lo que podría salir de su boca.
—Eso no funciona para mí —responde Lorenzo—. En cambio ¿por qué
no voy junto a ti?
Mi estómago se hunde.
—Lo tengo —dice Lorenzo.
Cuelga, deslizando el teléfono de regreso a su bolsillo, antes de pararse.
—¿Qué estás haciendo? —pregunto—. ¿Qué quiere?
Deteniéndose detrás de mí, la mano de Lorenzo me roza el trasero, antes
de deslizarse más abajo, entre mis muslos, acariciándome. Mi pregunta no se
responde, no es de sorprender. Desliza un solo dedo dentro, resbalándolo
cuidadosamente dentro y fuera, se inclina hacia abajo, arrastrando besos a lo
largo de mi omóplato. Estoy adolorida, pero es tan gentil.
Gimo.
—Eres insaciable —dice, su boca arrastrándose a lo largo de mi espalda.
—Simplemente eres adictivo —susurro—, y me estoy convirtiendo en
una adicta.
Desliza otro.
Cierro los ojos mientras me folla con los dedos.
Gimoteo, suspirando su nombre—: Lorenzo.
Todo lo demás es incoherente cuando un orgasmo me golpea. Mi cuerpo
se tensa, mis músculos se contraen en el oleaje de placer que se desvanece
demasiado rápido otra vez.
Alejando su mano, extiende su brazo, y abro los ojos justo a tiempo para
verlo cuando sus dedos rozan mi boca. Mis labios se separan, y empuja sus
dedos, el sabor de ambos en mi lengua.
Me mira, sonriendo.
—Quiere tener una conversación —dice Lorenzo, sacando sus dedos de
mi boca cuando comienza a alejarse—. Así que voy a complacerlo, por el
momento, solo para escuchar lo que tiene que decir.
Me alejo de la mesa cuando dice eso, moviéndome tan rápido que
arranco una sección de su rompecabezas, piezas pegadas a la sudorosa piel de
mi estómago. Uff. Las quito, arrojándolas sobre la mesa, y me subo los
pantalones.
—No puedes —digo—. No puedes solo ir junto a él.
—¿Por qué no?
—Porque no funciona de esa manera.
Se detiene en la puerta. —¿Y cómo funciona, Scarlet?
—No lo sé —digo—, pero no así. No en sus términos. No es alguien con
quien puedas hablar. Alguien con quien puedas racionalizar. Lo sé. ¿No crees
que lo intenté? Manipula a la gente, y retuerce las cosas, y las usa a su favor, y
no acepta un no como respuesta. Nunca. Cuando se decide, eso es todo. No
puedes apelar a su humanidad porque no la tiene.
—Bueno, es algo bueno que no sea lo que voy a hacer.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a matarlo.
Esas palabras sacan el aliento de mis pulmones.
Jadeo.
—¡Espera, no puedes! —grito y salgo corriendo tras él—. Por favor,
Lorenzo. ¡No puedes matarlo!
Tiene su teléfono en la oreja, llamando a alguien, cuando llega a la puerta
principal de la casa, me mira. Esa mirada herida se refleja en su rostro, como si
de nuevo lo ofendiera, y gruñe—: No me digas que te importa lo que le pase al
bastardo.
—No, pero…
—Pero —dice, interrumpiéndome—. Siempre hay un pero, ¿no?
—No lo entiendes.
—Tienes razón —dice—. No entiendo. El tipo te aterra, y por el amor de
Dios, no sé por qué. ¿Qué tiene sobre ti, ah? ¿Qué hay sobre él que te tiene tan
herida y que estás de pie en mi pasillo, medio desnuda, temblando, no
queriendo que me vaya a volarle los sesos y así dejarás de temer? Quiero decir,
¿te gusta esto? ¿Es así? ¿Estás teniendo el momento de tu vida orinando tus
pantalones por este imbécil? Porque si ese es el caso, continúa, nena. No me
dejes detener este juego que estás jugando.
Puedo sentir lágrimas brotando en mis ojos, mi voz se quiebra cuando
digo—: No es así.
Lo siente, creo, porque su expresión se endurece, esa ira se precipita de
nuevo a él. —Entonces eres solo una cobarde, ¿eh? Tal vez eso es lo que tu letra
escarlata representa. Solo un maldito gato-asustado20. Pero no voy a soportar esa
mierda. No tiene sentido.
Lorenzo sale, golpeando la puerta principal detrás de él, y cierro los ojos,
tratando de evitar que las lágrimas caigan.
Enfrenta tus miedos y limpia tus lágrimas.
—Sasha —susurro, aunque se ha ido, envolviendo una mano alrededor
de mi muñeca firmemente, mi palma cubriendo el tatuaje—. Es todo por Sasha.

20 En inglés “scary-cat” por la S tatuada en la mano.


Traducido por Gesi
Corregido por Anna Karol

Los dados traqueteaban a lo largo de la barra de la cocina, llegando a


detenerse en el centro. La pequeña niña se paró sobre el taburete, prácticamente
subiéndose a la parte superior de la barra, gateando a través de ella.
—Uno…dos…tres.
Señaló, contando los puntos, mientras un fuerte jadeo resonó, tan cerca
que podía oler el rancio hedor de la respiración. Vodka. Arrugo la nariz hacia
arriba en dirección al León Cobarde. ¡Qué asco!
La miro impacientemente. —¿Bien? ¿Cuánto es?
—Estoy contándolos—dijo, mirando de nuevo a los dados.
—Apúrate—ordenó—. No tengo todo el día.
La pequeña niña sabía con certeza que sí tenía todo el día, desde que lo
que siempre parecía hacer era pasar tiempo alrededor, pero no dijo eso,
contando los puntos.
Seis en uno; cinco en el otro.
—Seis y cinco—dijo.
—¿Lo que es…?
Dudó, contando todos los puntos juntos. —Once.
—Once—concordó, arrebatando los dados para volverlos a tirar,
mirándola fijamente—. ¿Bien? ¿Cuánto es?
Alrededor y a la redonda, otra vez y otra vez, él siguió tirando y siguió
contando. Aprendiendo.
Pisadas se dirigían en su dirección, el Hombre de Hojalata entró a la
cocina, sus cejas frunciéndose mientras la miraba extendida sobre la barra. —
¿Qué estás haciendo?
—Contando—dijo.
—Estoy enseñándole a sumar—intervino el León Cobarde, tomando un
trago de su botella—. Ella es terrible.
La pequeña niña gruñó, sentándose de nuevo en el taburete. —¡No es
divertido!
—La vida no es divertida—dijo el León Cobarde, apuntándola con la
botella—. No quieres ser tonta, ¿verdad, pequeña niña?
—No soy tonta—dijo, cruzando los brazos sobre su pecho—. Mi mami…
—¿Mami o tontita? —preguntó, riéndose como a veces lo hacía—. De tal
madre, tal hija, ¿eh?
—Suficiente—dijo el Hombre de Hojalata acercándose, sacando a la
pequeña niña del taburete y poniéndola de pie—. Vete, gatita.
Se dirigió al piso de arriba, y se dejó caer en el escritorio de su
dormitorio, crayolas y papeles desparramados frente a ella. Su pecho se sentía
apretado, como si su corazón estuviera triste esa noche.
Seis meses. Medio año.
La pequeña no sabía cuantas semanas eran, mucho menos cuantos días.
Pero sabía que era a finales de diciembre, lo que significaba que la Navidad se
acercaba.
Agarrando un pedazo de papel en blanco comenzó a dibujar, en tanto el
primer copo de nieve caía fuera de su ventana. Dibujó hasta que el sol se puso
sobre la ciudad, hasta que la oscuridad se introdujo.
Cuando terminó su primer dibujo, paso a otro, sin detenerse hasta que
ese también estuvo terminado.
—Perfecto—dijo, sosteniéndolos arriba, sonriendo antes de arrebatar a
Buster de la esquina de su escritorio y bajar la escalera. Se hacía tarde, muy
tarde, y todos los monos con alas se habían ido.
Se preguntó si el Hombre de Hojalata dormía, por lo despejado que
parecía, pero una luz parpadeante se filtraba del despacho. Las puertas se
hallaban abiertas, por lo que se deslizo entre ellas.
El Hombre de Hojalata se encontraba sentado en su silla cerca del fuego,
sosteniendo una botella de vodka, su traje todo arrugado.
—¿Papi? —susurró, acercándose cuidadosamente.
—Pensé que te dije que te fueras.
Ni siquiera levantó la mirada cuando dijo eso, las piernas extendidas
ampliamente, su cuerpo encorvado. Su voz sonaba baja, de nuevo como papel
de lija.
—Lo hice—dijo—, pero…
Sus ojos se elevaron, inyectados en sangre pero grises. No todo negros hoy.
—¿Pero?
—Te hice un dibujo—dijo, sosteniendo hacia arriba uno de ellos.
La miro en silencio por un momento antes de indicarle que se acercara.
Caminó hacia él, manteniendo el dibujo, quedándose inmóvil mientras lo
tomaba. Era un dibujo de la playa, a la que la había llevado meses atrás. Incluso
había dibujado los caminos que habían estado cerca, y el volante del Ferri.
Esperaba que la llevara de nuevo, tal vez cuando estuviera despejado, pero no
la dejó salir de la casa desde entonces.
Tras mirar el dibujo, lo dejó sobre la mesa. —¿Qué más tienes?
La pequeña niña miro el segundo dibujo, su corazón latiendo
rápidamente. —Un dibujo de mi mami.
—Un dibujo—repitió—, de tu madre.
Asintió antes de recordarse: usa tus palabras. —Se lo dibujé para Navidad.
No sabía cómo dibujarla, no sabía si su cabello creció o qué usaba, o quizás
ahora es más alta, pero la dibuje como la recuerdo, ¿y tal vez pueda verla en
Navidad, o tu puedes dárselo?
Frunció el ceño y estiro su mano. —Dámelo.
Se lo entrego.
Agarró los lados del papel, moviendo la rodilla, balanceándose hacia
adelante y hacia atrás, a medida que miraba fijamente en silencio el dibujo.
—No sabía si tenías papel para envolver—continuó—. ¿Podemos
conseguir un árbol ahora? Puedo decorarlo y poner el dibujo debajo de él. A
mami le gustaba la estrella de la punta.
Suspiro. —No vamos consiguiendo un árbol, gatita.
—¿No?
—¿Cuál es el punto? ¿Para que puedas escalarlo?
—Es Navidad—dijo—. Papa Noel trae regalos.
—Nosotros no celebramos Navidad. —Dejó el dibujo en su regazo—. No
somos religiosos.
—Pero Papa N…
—No es real.
Jadeó. Se sintió como si la golpearon. —¡Estás mintiendo!
—No, tu madre mintió—dijo—. Me mintió. Te mintió. Eso es todo lo que
hizo. ¡Mentir, mentir, mentir, mentir, mentir!
Grito la palabra “mentir” tan fuerte que ella se estremeció, dando un paso
hacia atrás, sus ojos llenándose de lágrimas.
—¡No! —Sacudió la cabeza, agarrando a Buster apretadamente—. ¿Por
qué dices esas cosas?
—Porque es verdad—dijo, arrebatando su dibujo, arrugándolo mientras
lo sacudía en su dirección, casi golpeándola en la cara con él—. ¿Esta mujer?
¿Tu preciosa “mami”, con esos ojos, esas caderas y esos labios? Te mintió,
gatita… ¡Horribles mentiras! Te hizo creer que yo era el malo, pero es al revés.
Me traicionó. Te alejó de mí, mi propia carne y sangre. ¡Tú eras mía! Preferiría
que estuvieras muerta…preferiría terminar con tu vida antes que dejar que esa
suka te tenga. ¡No conseguirá nada!
La pequeña niña dio otro paso atrás, lejos de él, su labio inferior
temblando. —¡Deja de decir esas cosas! ¡No están bien, así que detente!
—Tú no me dices qué hacer. ¡Yo te lo digo a ti! ¡Se hace lo que yo diga!
—¡Te odio! —gritó—. ¡No tienes corazón!
Se fue corriendo, dirigiéndose al piso de arriba, moviéndose tan rápido
como sus piernas la llevaban, lágrimas bajaban por sus mejillas. Lo odiaba. Lo
odiaba tanto. Fue a su habitación y cerró la puerta con un portazo, saltando
dentro de la cama.
—Está mintiendo—susurró, abrazando a Buster y cerrando los ojos con
fuerza—. Mami nos ama. Mami no miente. ¡Solamente es malo, y grande, y feo!
Pisadas hicieron eco en el pasillo, acercándose, sonando fuerte contra la
madera, determinadamente. Furioso. La puerta de su habitación se abrió de
golpe, azotando contra la pared, y la pequeña niña se curvo en una bola. En el
momento en que sintió que el colchón se hundía, vio su cara, amargado e
inyectado en sangre y justo allí.
—¿Quieres odiarme? —preguntó—. Te daré una razón para hacerlo.
Contuvo la respiración, aterrada, esperando por el dolor que pensó que
le haría sentir, de la forma en que había herido a su madre, pero no sucedió.
No, este dolor fue diferente.
Agarró su brazo, arrancando a Buster de su agarre.
Jadeo, intentando arrebatárselo de nuevo, pero el Hombre de Hojalata
era demasiado fuerte. Se aferró a Buster, con una mano envuelta alrededor del
cuello del oso, y se marchó sin otra palabra.
—¡No! —La pequeña niña saltó fuera de su cama, persiguiéndolo—. ¡Por
favor, papi! ¡No! ¡Por favor! ¡Lo siento!
Intentó acercarse para recuperar a Buster, estiró de su camisa,
apretándola mientras intentaba detenerlo, pero solo la arrastró.
La pequeña niña rogó todo el camino por las escaleras. Él se dirigió al
despacho, aún en completo silencio, en una misión, lo sabía, acercándose a la
chimenea con Buster.
—¡No! —gritó, colapsando en el piso—. ¡Por favor, papi! ¡No te odio! Por
favor, ¿puedo quedármelo? ¡Lo siento!
Caminó directamente hacia la chimenea, ignorando sus palabras,
actuando como si fuera invisible. Sostuvo a Buster hacia el fuego, las llamas
envolviendo al oso, una chispa prendiendo fuego su pie.
Chilló—: ¡No te odio! ¡No! ¡Por favor! ¡Te amo, papi!
Sacó a Buster del fuego cuando dijo esas palabras, golpeando el oso
contra la pared, apagando la pequeña llama en su pata chamuscada. Se giró en
su dirección en tanto ella hiperventilaba, su visión borrosa, pero podía ver que
Buster se encontraba bien.
Él ya no estaba en el fuego.
El Hombre de Hojalata se acercó, agachándose, sosteniendo el oso en su
rostro, pero en el momento en que se estiró para tomarlo, lo alejó. —¿Me amas,
gatita?
Asintió frenéticamente.
—Usa tus palabras.
—Te amo, papi.
Sus ojos estudiaron su rostro antes de que se inclinara hacia adelante,
presionando un beso en su frente, susurrando—: Mientes como ella.
Poniéndose de pie, aun llevando a Buster, caminó de regreso hacia la
chimenea, pero en lugar de lanzarlo a las llamas, lo dejo sobre la repisa de la
chimenea.
—Lo tocas, lo quemo, y también te quemaré a ti, gatita. Lo recuperarás
cuando yo lo diga. Hasta entonces, se sentará justo allí como un recordatorio.
El Hombre de Hojalata se fue, y la pequeña niña solo se sentó allí,
mirando fijamente la repisa, balanceándose, sollozando, susurrando—: Lo
siento tanto, Buster.
Traducido por Vane Farrow
Corregido por Julie

Lorenzo

—¿Jefe?
—Sí, ¿Siete?
—¿Estás seguro acerca de esto?
Quien haya dicho que no existían cosas tales como preguntas estúpidas
se equivocó. He escuchado algunas preguntas estúpidas en mi vida. Por lo
general vienen en grupos: ¿Por qué tienes esa pistola? ¿Qué haces? ¿Vas a matarme?
Uh, obvio. Estoy seguro de que no voy a dispararme a mí mismo. El miedo a la
muerte, ya saben, tiende a anular el sentido común, lo que hace que el final,
para algunos, sea bastante patético. Oh Dios, ¿por qué haces esto? ¿Cómo pudiste?
BANG.
Ciertamente no es el tipo de “últimas palabras” que quiero tener.
Y Siete, pues, siento respeto por el tipo, pero se destaca por hacer
preguntas estúpidas.
—¿Parezco seguro?
—Sí —dice inmediatamente.
—Bueno, ahí tienes.
A decir verdad, no estoy seguro en absoluto, pero nunca dejaría que
nadie lo supiera, ni siquiera Siete.
Y antes de que digan una mierda, soy muy consciente de que acabo de
decirles, pero no cuentan así que dejen de intentar meterse en la maldita historia.
Este es un momento importante.
La casa que tengo delante es bastante grande. Tres pisos, ancha y
cuadrada en forma, aislada de las otras casas en el barrio, lejos del paseo
marítimo justo a lo largo de las afueras de Brighton Beach. Está oscuro, una
noche negra donde las nubes oscurecen todo, pero el frente de la casa está
iluminado.
Los dos pisos superiores se hallan completamente apagados, pero abajo
veo algunas luces débiles a través de las persianas en algunas de las ventanas.
Está en casa. Lo sé. Me invitó a venir. Y no se encuentra solo, como sabía, así
que eso no me molesta.
Lo que sí me molesta, sin embargo, es que todo parece tan normal. Por
una vez, quiero aparecer en alguna parte y que el lugar sea una mazmorra, con
guillotinas y cámaras de tortura. Diablos, denme un jodido dragón. Lo mataré.
Pero no, siempre es esto, siempre una máscara de normalidad que usan con
facilidad.
Lo entiendo, ya saben. Soy un hipócrita. Miren donde vivo. Pero no
todos podemos ser mamás de fútbol conduciendo mini-furgonetas, tomando
píldoras de prescripción con botellas enteras de Merlot. Algunos, somos solo
putas de crack que beben un cuarto de vodka en las esquinas.
Si camina como un pato, si suena como un pato, es un jodido pato,
¿saben lo que digo? Y solo por una vez quiero matar a un maldito pato.
Hablando en sentido figurado.
Sí, hemos vuelto a las metáforas de animales. ¿Qué puedo decir? Mi vida
es agotadora.
—Vamos —le digo a Siete—, no puedo llegar tarde a nuestra cita con la
esposa de Stepford.
Siete me sigue mientras camino por la entrada directo a la puerta
principal de la mansión. Un felpudo se encuentra allí, con algo escrito en ruso.
Podría decir “vete a la mierda” pero probablemente diga “bienvenido”, ya que
él lo finge todo.
Intento con el pomo de la puerta por costumbre. Está cerrada. La mirilla,
me doy cuenta que es una cámara, me dice que todo el lugar debe estar
protegido. Un timbrazo hace eco a través de la casa cuando presiono el timbre
de la puerta, lo suficientemente fuerte como para oírlo, y se tarda casi un
minuto en responder a quien desbloquea todas las cerraduras de la puerta y
desarma un sistema de alarma.
Eso es una seguridad infernal.
La puerta se abre.
Hermano Oso está de pie allí. Markel.
Entrecierra los ojos, con el párpado derecho hinchado, el ojo
horriblemente inyectado en sangre. La risa brota de mí, haciéndolo ponerse
rígido.
—Condolencias por el ojo —digo, señalando su cara—, estás a un paso
de ser yo, amigo. Deberías tener más cuidado.
—¿Crees que esto es gracioso? —gruñe, acercándose a mí cuando una
voz grita desde dentro de la casa.
—¡Markel! ¿Dónde están tus modales?
—¿Mis modales? —pregunta, retrocediendo, apartándose del camino, en
tanto Aristov se acerca a la puerta.
—Sí —dice Aristov—. El señor Scar es nuestro invitado.
—¡Se rió de mí!
—Me reí de tu ojo —lo corrijo—. No te encuentro gracioso, Baloo.
Parece como si quisiera atacarme, pero Aristov le agarra el hombro,
apartándolo de la puerta. —Ahora no es el momento, Markel.
Éste refunfuña para sí mismo, yéndose hecho una furia.
—Tendrás que disculpar a mi hermano —dice Aristov—. Es,
generalmente, nuestra voz de la razón; pero está un poco enojado esta noche.
Una pequeña gatita lo arañó cuando trató de llevarla a casa.
Siete se aclara la garganta detrás de mí, diciendo—: Morgan.
—Morgan —repite Aristov con una risa seca—. Un nombre tan simple
para alguien tan... colorido.
La forma en que dice las palabras hace que mis músculos se contraigan.
Fue deliberado, sin lugar a dudas.
—De todos modos, únete a mí —dice Aristov, apartándose, señalando la
casa.
Paso por delante de él, entrando.
Sé lo que están pensando. Idiota, ¿verdad? Entro a la guarida del león,
como si no fuera nada. Pero algo que deben saber es que no es la primera vez
que lo he hecho. Un león está más cómodo en su casa, rodeado de su orgullo, y
cuando se pone cómodo, baja la guardia. Es confiado, lo que lo vuelve
arrogante, porque piensa que no pueden tocarlo, y la arrogancia lo vuelve
descuidado, lo cual es una ventaja para mí.
Además, ¿qué es lo peor que puede pasar?
Me dispara, BANG, ¿muerto?
Simplemente volveré y perseguiré al hijo de puta.
Siete me sigue, y lo veo visiblemente tenso cuando Aristov cierra la
puerta, tomándose el tiempo para asegurar todas las cerraduras y reconfigurar
el sistema de alarma.
—Únete a mí en la sala de estar —dice, mirándome—, podemos hablar
en privado allí.
Lo sigo con Siete sobre mis talones todo el momento.
Tan pronto como entramos, la mirada de Aristov parpadea hacia Siete.
—No lastimaré a su jefe. Lo prometo. Así que puede relajarse, tomarse una copa
en la cocina, sentirse como en casa.
—Pasaré —dice Siete, con una pizca de dureza en su voz.
Aristov sonríe. —Sírvase, señor Pratt.
Pratt.
Bruno Pratt es el nombre de Siete, algo que conocen claramente. Aristov
hizo su tarea. Sabe más de lo que debería.
Alcanzando el piso, Aristov toma una bolsa de lona negra y la deja caer
sobre una mesa de madera cuadrada, rodeada de muebles de cuero. Cae con un
ruido sordo. La abre, mostrando el contenido.
Dinero.
Mucho dinero.
Montones y montones de dinero.
—Un millón de dólares —dice, indiferente, respondiendo a una pregunta
no formulada cuando se sienta en una de las sillas—. Todos los billetes de cien
dólares.
Mi mirada se desplaza del dinero a Aristov. —Doblaste la recompensa.
Asiente. —Todo lo que tienes que hacer es darme su ubicación para
poder llevarla a casa.
—A casa, ¿eh? Me dijo que esa era una casa blanca con una puerta roja y
pisos de madera. Esto no encaja con la descripción, Aristotle.
Su expresión se congela en su rostro, su sonrisa como plástica. —Esa
nunca fue su casa.
—¿Seguro?
Se reclina en la silla, cruzando los brazos sobre su pecho. —Mi dulce
niña, no sabe lo que es mejor para ella.
—¿Pero tú sí?
—Por supuesto. Todo lo que hago es por su propio bien.
Esto es por tu propio bien. ¿Cuántas veces escuché esas palabras?
Demasiadas, y jamás, ni una vez fueron genuinas. Durante demasiados años por
tu propio bien fue sinónimo de violencia en mi vida.
—¿Para qué la quieres? —pregunta Siete, interviniendo—. Eso es mucho
dinero. Debe haber hecho algo para merecerlo.
Aristov lo mira. —Está usted casado, señor Pratt, ¿verdad? Tiene una
familia, ¿no?
Siete no responde, solo lo mira fijamente, pero eso es tan bueno como un
“sí” para Aristov.
—Me imagino que lo haces todo por ellos —continúa—. Soy de la misma
manera. No somos muy diferentes. Hago lo que debo por los que amo.
—¿La amas? —pregunta Siete—. ¿Eso es lo que estás diciendo?
—Oh, absolutamente —dice Aristov—. Amo a la suka hasta la muerte.
Suka.
Esa palabra se adhiere a mi mente.
—Siete, ¿por qué no vas a buscarte esa bebida? —sugiero—. Dame un
momento a solas con él.
Siete vacila, como si no quisiera irse, pero se aleja después de un
momento, dejándome.
Caminando, me siento en una silla vacía cerca de Aristov, ya cansado de
este jueguito que trata de llevar a cabo. Me sirvo de una botella de licor de la
mesa, examinando la etiqueta. Rusa. —¿Vodka, supongo?
Aristov me mira con curiosidad. —Por supuesto.
Está medio vacía, medio caliente, pero no importa. La abro, tomando un
trago directamente de la botella, y siseo a la intensa quemadura que golpea mi
pecho cuando trago.
Aristov se ríe. —¿Bueno?
—Fuerte.
Me quita la botella y toma un trago, bebiéndolo como si estuviera
tragando agua.
—El vodka es como una mujer —dice, apartando la botella de sus labios.
—¿Cuánto más fuerte, mejor?
Me la ofrece de nuevo. —Entonces entiendes.
Encogiéndome de hombros, la tomo de nuevo, bebiendo otro sorbo,
dejando que el zumbido queme mi sistema. Mi tolerancia es bastante alta, ya
que el ron cubano fluye por mi sangre con base regular, pero el vodka ruso es
un juego de pelota completamente diferente. Es como la gasolina. Diluyente de
pintura. Puedo sentirlo, mi cuerpo tarareando. Seguro que eso es lo que quiere.
Cree que hemos simpatizado. Piensa que, si me emborracho, resbalaré, pero no
me conoce.
No me importa una mierda.
Mi mirada examina la habitación mientras bebo. Aristov conversa,
apenas divagando sobre más formas en las que las mujeres son como vodka, en
cómo en tanto más vacía la botella se pone, mejor él se siente. Pretendo escuchar
hasta que, bueno, no me importa una mierda fingir más. Tarde o temprano
recibirá el mensaje, y preferiría que fuera más temprano que tarde. La única
razón por la que me molesté en venir fue para resolver el problema de Scarlet.
Mi mirada se desplaza hacia una chimenea a lo largo de la pared,
sintiendo el calor que emana de las llamas, oliendo un indicio de humo de leña.
Admiro el fuego en tanto él se queja antes de que mi atención cambie de nuevo,
esta vez a la repisa encima de ella.
Un osito de peluche se encuentra allí.
No es broma.
Obviamente es viejo; el relleno sale de agujeros, un maldito ojo perdido,
y suciedad de cabeza desaliñada, las patas carbonizadas. Está fuera de lugar,
rodeado de toda esta elegancia forzada.
Los asesinos en serie, ya saben, a veces guardan recuerdos. Trofeos, les
llaman, recordatorios de la mierda que han hecho para que puedan revivir los
momentos una y otra vez. Joyería. Bragas. Fotografías. Partes del cuerpo. Lo
que los haga venirse, lo que haga bombear abajo la sangre.
Y este oso, brillando como un faro en el cobertor, me está gritando trofeo.
Mis entrañas se enrollan, mi estómago se revuelve cada vez más a medida que
lo miro. Estamos hablando de un hombre con una reputación de traficar
mujeres. Está en el negocio de vender cuerpos. No me sorprendería nada de él.
Si ese oso indica lo que mi mente está conjurando, quemaré esta casa
hasta los cimientos con todos nosotros dentro de ella, así muera con el placer de
ser capaz de llevar a ese idiota personalmente directo al infierno.
—Buster.
El sonido de su voz, más fuerte ahora, llama mi atención. Miro a Aristov,
arqueando una ceja en cuestión. ¿Buster?
—El oso —dice casualmente, sirviéndose de la botella agarrada en mi
mano, apartándola de mi alcance—. Se llama Buster.
—¿Le pusiste nombre a la maldita cosa?
Se ríe. —No le puse nombre. Vino con el mismo. Uno estúpido, digo,
pero ¿qué esperas de una niña con tanta estupidez en su sangre?
Se ríe, una vez más, el sonido corre a través de mí, golpeando algo crudo
y activándome. No pienso, solo reacciono, saco mi arma y apunto al hijo de
puta, apuntándolo a su frente.
Segundos. Meros segundos. Eso fue todo lo que costó. Mi dedo se cierne
en el gatillo, presionándolo ligeramente. Voy a volar su maldito cerebro.
¿Qué clase de mierda enferma se mete con una niña?
Me mira fijamente.
No se encoge.
No suplica.
No hace esas preguntas estúpidas que siempre recibo.
No, toma un trago de vodka, una leve sonrisa en los labios, y solo espera,
como si no pensara que lo haré. No soy un hombre que vacila, pero tampoco
soy un hombre acostumbrado a lidiar con tal intrepidez.
Tras unos segundos, mientras todavía respira, aparta la botella de sus
labios, señalándome y preguntando—: ¿Te habló de ella?
—¿Quién?
—Mi Morgan —dice—. Tu Scarlet. Así es como la llamas, ¿no?
—¿Qué hay de ella?
—¿Te habló de Sasha?
Sasha.
No respondo, no tengo idea de qué está hablando, pero esa es toda la
respuesta que necesita.
Se ríe de nuevo.
—Oh, no, por supuesto que no te lo ha contado —dice—. ¿Por qué lo
haría? Hombre tonto, con una pistola... adelante, dispárame. Ella tendrá el
corazón roto cuando lo hagas. La matará también. De cualquier manera, yo
gano.
Antes de que pueda hacer algo, se levanta de la silla, su frente se
presiona momentáneamente contra el cañón al levantarse. Mantengo la pistola
apuntada a él mientras camina hacia la chimenea. Vacila, de pie ahí, mirando la
repisa, antes de agarrar al oso. Su mano se envuelve alrededor de la cosa,
agarrándola por el cuello al tiempo que se acerca.
Lo deja caer sobre la mesa frente a mí.
—Llévalo —dice—. Ahora solo está acumulando polvo. Estoy seguro de
que Morgan estará feliz de volver a verlo.
Pasa a mi lado para alejarse. Sigo apuntándole, pero todavía no aprieto el
gatillo.
Me vuelvo curioso. —¿Quién es Sasha?
Aristov se detiene en la puerta, mirándome de nuevo. No espero que
responda, pensando que me dará alguna frase acerca de preguntarle a Scarlet,
cuando deja escapar un suspiro profundo y dice—: Mi hija, por supuesto.
Hija.
Por supuesto.
Las piezas de rompecabezas que nunca me molesté en conectar se juntan,
como si ya debería de haberlo resuelto. El hombre tiene una hija, y no hace falta
ser un genio para averiguar dónde pudo haber conseguido esa hija.
O más bien, quién le dio esa hija.
Vi la cicatriz en su estómago.
La veo cada vez que se quita la ropa.
Está ahí, más prominente que las otras cicatrices que marcan su cuerpo,
pero nunca lo mencionó, así que siempre lo dejé pasar. Cualquiera que sea la
historia detrás de esto, debe ser una que no quiere contar. Porque le he dado las
suficientes oportunidades de decirlo. Cuéntame una historia. Pero prefiere
vomitar cuentos de hadas.
Sin embargo, conozco cicatrices. Conozco el tipo de cicatriz que deja una
bala. Conozco la que queda de un cuchillo. Los cortes, verdugones y las
quemaduras, las cicatrices son reconocibles. Puedo leer un cuerpo como un
libro y saber todo lo que ha pasado. Una letanía de malditas historias de horror
escritas directamente sobre la piel. Conozco la historia de una pala de metal en
la cara, trauma de fuerza contundente que debería haber matado a un
adolescente, pero en cambio lo convirtió en una pesadilla.
Pero las cicatrices más reconocibles son deliberadas, las causadas por un
corte cuidadosamente controlado con un bisturí. Sé cuándo les han quitado el
apéndice, cuando han tenido una cirugía de corazón abierto, cuando han tenido
una traqueotomía...
Y sé cuándo tuvieron una cesárea.
Es casi imposible ocultar esa verdad.
Sin embargo, más fácil de ignorar.
Créanme, lo ignoré.
Ya no puedo hacerlo.
Soy un idiota.
—¿Dónde está? —pregunto—. ¿Tu hija?
Sonríe. —Dispárame, señor Scar, y nunca lo sabrás.

No tomo con amabilidad ser amenazado.


¿Chantaje? ¿Coerción? No está sucediendo, maldita sea.
Lo entiendo, saben... hay consecuencias en cada acción. Causa y efecto. Si
esto, entonces eso. Pero hay consecuencias por la inacción, también, y eso es algo
de lo que la gente no suele darse cuenta.
Scarlet está viviendo las consecuencias en este momento porque nadie ha
impedido que esto suceda.
La voz de mi padrastro rebota en mi cabeza en tanto me siento en el
asiento del pasajero de mi auto, despatarrado en la oscuridad, el desagradable
ding-ding-dinging de la advertencia de “ponte tu jodido cinturón de
seguridad” hace eco a través del pequeño espacio.
Una conciencia clara solo significa que tienes un mal recuerdo. Solía decirlo
todo el tiempo. Y tengo que decirles, ahora mismo, que desearía poder captar
un caso de amnesia y que mi memoria se borrara, porque mi conciencia está
confusa esta noche.
—Habla —digo bruscamente, mi voz haciendo que Siete se sobresalte
cuando se acerca a Queens. Sigue lanzándome miradas, sin decir una maldita
palabra; la sutilidad no es su fuerte—. Haz tus preguntas o sal de mi auto.
—¿Qué pasó?
—¿Qué pasó? —repito—. ¿Quieres especificar un poco? Porque muchas
cosas han sucedido en mi vida, Siete, y no estoy interesado en confesarme como
una perra.
Duda, encendiendo la direccional para girar a la izquierda. Una vez que
está en la siguiente carretera, fusionándose de nuevo en el tráfico, suelta un
suspiro exagerado. —Vamos a empezar con ¿por qué tienes un osito de peluche?
—Regalo de mi filósofo favorito —digo, fulminando con la mirada a la
cosa mientras descansa sobre el salpicadero.
Siete no entiende, pero no me corresponde explicárselo. Diablos, todavía
trato de hacerme a la idea de todo. Lo entiendo, está todo allí, pero cómo
tratarlo es otro asunto.
Cuanto más se quede fuera de esto, mejor.
—Mira, tienen historia —digo—. Él quiere recuperarla. Ella no quiere
volver. Se está desesperando. Eso es todo lo que necesitas saber. Iba a
dispararle, pero decidí no hacerlo, así que aquí estamos. Todos estamos
atrapados. Ahora llévame a mi casa, y luego vete a casa con tu esposa, y no te
preocupes por qué más pudo haber pasado, porque no es tu problema. No te
preocupes.
Asiente una vez y no dice nada más; el resto del viaje en silencio
completo.
Bueno, a excepción de la advertencia del cinturón de seguridad.
La casa se halla iluminada cuando llego. Siete me da mis llaves, y tomo
mi teléfono, antes de tomar bruscamente el viejo osito de peluche por su pata
quemada.
Me dirijo adentro, luego de desearle buenas noches a Siete.
Lo primero que oigo cuando abro la puerta principal es otra maldita
canción siendo cantada.
Alguien puso a Baby en un rincón y Patrick Swayze se enojó. Bla. Bla.
Bla. Saben lo que es.
Leo y su novia están acurrucados en el sofá nuevo. Paso por delante de
ellos, dirigiéndome a la biblioteca, encontrándola vacía y oscura. Lo primero
que noto, sin embargo, es que mi rompecabezas ha sido arreglado, las piezas
que fueron arrancadas, pegadas.
Sin embargo, nada de Scarlet.
Regreso, dirigiéndome a las escaleras, escuchando a mi hermano
gritarme cuando paso por la sala de estar—: ¡Hola, hermano!
Me paro en la puerta, asintiendo en saludo. —¿Viste a Scarlet?
—No —dice—. Sin embargo, podría estar arriba.
—Lo supuse.
—Veo que nos trajiste un sofá nuevo. —Pasa su mano por el brazo de
cuero—. ¿De dónde lo sacaste?
—Lo robé de un club de striptease.
Se ríe, como si estuviera bromeando, así que salgo antes de que se dé
cuenta de que acaricia a su novia en un sofá donde decenas de hombres
probablemente se han masturbado.
Camino con dificultad arriba. Está oscuro. Creo que tal vez trata de
dormir, pero la cama está vacía, así como el baño. Me vuelvo para irme cuando
mi mirada capta algo en mi reflejo sobre la cómoda.
Estirándome, enciendo la luz, deteniéndome donde estoy. El labial está
untado en el espejo, dos palabras garabateadas en rojo.
Lo lamento.
Se ha ido.
Lo sé.
Esas palabras me dicen eso.
Ese es el mejor “adiós” que probablemente voy a recibir, la mejor
despedida proveniente de esta mujer.
No me gusta.
Traducido por Miry GPE
Corregido por Julie

Morgan

El amanecer está llegando.


Hay un toque de luz en el horizonte, el oscuro cielo de un profundo color
morado en el este, presionándose lentamente hacia el azul. Otra hora más o
menos y el horizonte estará marcado de colores, naranja, rosa y blanco mientras
el sol sube, trayendo la luz del día. Es extraño, la sensación de anticipación que
siento.
No he visto salir el sol en semanas. Aún me encuentro despierta cuando
sucede, mi reloj interno se me alerta para verlo, pero las nubes o edificios han
bloqueado mi vista.
Lo extraño.
La extraño.
Trato de no pensar tanto en eso. Tal vez sea difícil de entender. Pero el
vivirlo no me acerca a encontrar el final de esta larga pesadilla. Así que separo
las cosas. Lo guardo, muy dentro de mí, encerrándolo en algún lugar seguro
donde el mundo no pueda tocarlo, donde la realidad no pueda alcanzarlo ni
tratar de quitármelo. Eso me hace sobrellevar cada minuto de cada hora. Sin
eso, no estoy segura de sí sobreviviría más tiempo.
—Metete la disculpa por el trasero, Scarlet. No la acepto.
La voz grita detrás de mí, fuerte y descarada, una genuina insinuación de
ira en sus palabras, lo que provoca que un escalofrío me recorra.
Lorenzo.
Me encuentro de pie sobre la cornisa del techo de este edificio de
apartamentos de nuevo, uno de los últimos lugares en el que debería estar,
probablemente, pero sabía que sería capaz de capturar el amanecer desde aquí.
Supongo que él también lo sabía.
No tardó mucho en encontrarme.
Siendo honesta, no esperaba que se molestara, pero hay una partecita de
mí que egoístamente esperaba que le importara. No debería, porque no traigo
más que problemas, pero aun así... anhelo significar algo.
¿Saben cómo es eso?
¿Saber que eres veneno, pero aun sentirte desesperada por alguien que
tome un sorbo de ti de todos modos?
—¿Lo mataste? —pregunto en voz baja, mirando la ciudad, hacia
Brooklyn, a donde sé que él fue anoche. Donde sé que escuchó mi verdad.
Cuánto de eso, no estoy segura, pero conociendo a Kassian, sería suficiente.
—Quería —dice—. Pensé en eso. Casi lo hice. Pero no, sigue vivo.
El alivio que siento me asquea. El mundo que me rodea gira. Cierro los
ojos, para respirar profundo, tratando de calmar mi pecho doloroso.
Escucho a Lorenzo acercarse. Se me acercó deliberadamente, sin hacer
ruido, pero ahora es deliberado acerca de eso, advirtiéndome que se aproxima.
Abro los ojos de nuevo, me doy la vuelta con cuidado, con palabras en la
punta de la lengua sobre lo mucho que lamento que se involucrara en mi
desastre, cuando me arrebatan el aire. Es como si un puño golpeara mis
entrañas. Jadeo. Mi corazón se detiene. Mi visión se vuelve borrosa hasta que no
veo nada.
Casi colapso.
Mis rodillas se debilitan, las piernas comienzan a doblarse, el pie se
desliza por el borde de la cornisa. Me balanceo, a punto de caer, y la vista me
golpea como un tanque.
Buster.
Lorenzo sostiene el oso de peluche por los pies, de cabeza. Se encuentra
en el peor estado que lo he visto, pero conozco ese oso.
Lo reconocería en cualquier lugar.
—Jesús, mierda. —Algo destella en la mirada de Lorenzo. Casi parece
miedo. Se lanza hacia adelante, apresurándose a sostenerme y estirándome
hacia el techo. Me resbalo de nuevo, casi cayendo, esta vez sobre él, pero me
mantiene de pie, golpeándome de espaldas contra la cornisa, fijándome ahí con
su cuerpo—. Juro por Dios que si te arrojas de este techo, saltaré tras de ti y te
atraparé.
Guau. No sé qué hacer con esas palabras.
Mis ojos se ensanchan, mi corazón se acelera.
—Te atraparé —dice de nuevo, su rostro tan cerca del mío que puedo
sentir su aliento sobre mi piel—, porque en esos pocos segundos antes de
golpear el suelo, te asfixiaré hasta la muerte por hacer esa mierda. ¿Me
entiendes?
—Lo entiendo —susurro, sorprendida de que incluso puedo hablar.
Me mantiene ahí clavada, presionado contra mí, mirándome fijamente a
la cara. Estoy congelada, como si estuviera hecha de piedra, incapaz de
moverme... incapaz de mirar. Lo tiene en la mano, y no sé por qué, no sé lo que
eso significa, pero es lo más cercano que he llegado a ella en diez largos meses.
Necesito que sea real.
—Entiendo —dice, con voz baja y seria; creo que al principio solo hace
eco de lo que dije, hasta que levanta las cejas, enfatizándolas—. Te comprendo.
Está bien.
Parpadeo rápidamente, siento que me arden los ojos y un nudo en la
garganta que lucho por tragar.
—Te comprendo —repite de nuevo—, pero te lo digo, si ahora empiezas
a llorar encima de mí, si empiezas a chillar, hay una oportunidad de que te
lance por el borde yo mismo, así que no lo hagas.
—Intento no hacerlo —susurro, con la voz quebrada.
—Bien —dice—. ¿Crees que puedo soltarte? ¿Crees que puedes
permanecer de pie por tu cuenta?
Asiento.
Me suelta, dando un paso atrás.
Tan pronto como lo hace, mis pies desaparecen debajo de mí y me
deslizo hasta el techo sobre mi trasero. Mi blusa se engancha en la cornisa, los
viejos ladrillos desmoronándose raspan mi espalda, mientras un ruido se
escapa de mí. Un ruido fuerte. Uno inhumano. Rápidamente me tapo la boca
para ahogarlo.
Las lágrimas queman mis ojos, obscureciendo mi visión.
Buster se encuentra justo ahí, a unos centímetros de mi rostro.
Alcanzo al oso, agarrándolo de su brazo y Lorenzo lo suelta, sin dudar.
Mientras lo abrazo contra mi pecho, elevo las rodillas, curvándome sobre mí
misma. Las lágrimas se liberan y fluyen por mis mejillas.
Lloro.
Que se joda.
No puedo retenerlo más.
Me duele el pecho, mi estómago se tensa y no puedo recuperar el aliento
porque lloro muy fuerte. Estoy hiperventilando, un desastre, desmoronándome.
Lorenzo se queda ahí parado, sin consolarme, pero tampoco se marcha. Se
queda justo frente a mí, mirando hacia la ciudad, mientras lloro.
—Te pedí una cosa —dice cuando me calmo—, solo una. Eso es todo.
Dije que no llores.
Me río de eso, aunque mis lágrimas siguen cayendo, riendo y llorando al
mismo tiempo, como una maniaca. No es gracioso, no, pero es tan jodido que
no puedo evitarlo. —Lo siento.
—Jesús... tampoco te disculpes. Deja de decir que lo sientes todo el
maldito tiempo.
Quiero señalar que lo he dicho tres veces en total, y que debo
disculparme, pero mantengo la boca cerrada en tanto me limpio el rostro con mi
blusa, tratando de secarme los ojos. Sé que le hace sentir incómodo. Emoción.
Remordimiento. Lágrimas. Disculpas. Todo lo que uno pueda nombrar.
Presiono el rostro contra el oso de peluche, inhalando profundamente. El
polvo me hace cosquillas en la nariz. Huele a humedad. No huele en absoluto
como el sol o la inocencia. Ya no habita ella en el oso.
No sé qué pasó.
Más lágrimas caen, silenciosas esta vez. Las seco y me quedo ahí sentada,
abrazando a Buster.
Después de un momento, Lorenzo suelta un suspiro dramático antes de
sentarse en el techo a mi lado, tal vez con treinta centímetros de espacio entre
nosotros. No nos tocamos, pero está lo suficientemente cerca como para sentir
su calor.
—¿Has terminado de llorar? —pregunta.
Me río otra vez. —Eres un idiota.
—Iba a hablar contigo —dice—, pero podrías echarme tus mocos encima
con todo ese lloriqueo.
Sacudo la cabeza, limpiándome la nariz en la manga. Soy un desastre,
pero no puedo hacer nada más. No es como si hubiera traído algún pañuelo.
Giro la cabeza, lo miro. El cielo se aclara cada vez más. Puedo lidiar
mejor con él ahora que cuando apareció. La intranquilidad emana de él
mientras estira la cutícula de sus uñas, incómodo. Por primera vez desde que
conozco a este hombre, me permite ver que está nervioso, su guardia baja lo
suficiente como para que lo vea. Me doy cuenta que no quiere hacer esto, pero
lo hace, y eso no es algo que esperaba de él.
No me debe nada.
Me mira, observa mi rostro. Alza la mano, agarra mi mano derecha, la
voltea, con la palma hacia arriba, doblando mi muñeca mientras apunta el
tatuaje hacia mí. Mi Letra Escarlata, lo llama.
Miro hacia el tatuaje. —Sasha.
—Qué decepción —dice—. Esperaba que representara lameculos21. Lo
esperaba con ansias.
Ruedo los ojos, arrebatándole mi mano.
—Era diferente al principio —digo, pasando mis dedos por las crestas del
tatuaje, sintiendo la cicatriz debajo. Incluso puedo verlo, si lo miro con la
suficiente fuerza—. Él talló una “S” en mi muñeca. Lo odiaba... odiaba verlo. En
aquella época representaba otra cosa.
—Suka.
Me estremezco al escuchar esa palabra en su voz.
—Sí —digo—. Así que después de escaparme, lo cubrí con esto... lo único
bueno que vino de ser su suka.
Es silencioso después de eso, ambos nos quedamos sentados aquí,
mientras miro hacia lo largo del techo.
Él sabe mi verdad.
—¿Cuál es tu primer recuerdo? —pregunto después de un tiempo.
No duda al responder—: La noche en que mi padre fue asesinado.
Recuerdo bajar las escaleras y ver el arma en la mano del hombre. La primera
vez que vi una.
—¿Recuerdas a tu padre?
Sacude la cabeza.
—No recuerdo a mis padres —digo—. Mi primer recuerdo es de una
trabajadora social que me dijo que la familia con la que había estado ya no me
quería. Tenía cinco. Recuerdo estar muy triste. Solo quería una familia. Quería
una mamá, pero nunca conseguí una. Así que cuando tuve a Sasha, estaba
decidida a darle lo que nunca recibí. Yo sería la mejor maldita mamá del
planeta.
—Estoy seguro de que eres una gran madre.
—Intenté serlo —digo en voz baja—. Tenía dieciséis años cuando la tuve,
y no tenía ni idea de lo que hacía, pero sabía que teníamos que alejarnos de

21 En inglés “salad toser” por la S tatuada en la mano.


Kassian, así que la tomé y huí. No era perfecto, pero éramos felices... hasta que
nos encontró. La tomó y me creyó muerta. No la he visto desde entonces. No sé
dónde está.
Las lágrimas se liberan de nuevo.
Trato de no llorar, porque el hombre de hecho está escuchando, pero es
difícil retenerlo ahora que me encuentro rota.
Fui a la policía. Fui a Servicios de Protección Infantil. He hablado con
abogados, trabajadores sociales e investigadores privados. Nadie quiere
involucrarse. Todos se niegan a ayudar.
Kassian es poderoso. Es rico. Es aterrador. De manera que todos
simplemente lo denominaron un “problema doméstico” y cerraron el caso.
En un principio, espiaba su casa. Mantuve un ojo en el club. Seguí a sus
hombres. Ni una sola vez la vi, o ninguna señal de que Kassian la tuviera, pero
lo sabía.
Lo sé.
La tiene en algún lugar.
—¿Acaso...? —Me callo—. Digo, ¿ella estaba...?
—No la vi —dice Lorenzo, respondiendo una pregunta que no puedo
terminar—. El oso estaba sobre una chimenea. Dijo que solo acumulaba polvo,
así que pensó que lo querrías.
Cierro los ojos cuando asimilo esas palabras. Me hieren, como un
puñetazo en el pecho, lo suficiente como para hacer que mi corazón pierda el
ritmo así nunca latirá bien de nuevo. —Buster era su manta de seguridad. Ella
amaba a este oso. Lo llevaba a todas partes. No... no lo dejaría sin más. Menos
ahora. Tiene que sentirse aterrorizada. Acaba de cumplir cinco años, y nunca ha
estado lejos de mí hasta que sucedió esto, y ahora... ahora se encuentra
realmente sola, y no hay nada que pueda hacer para ayudarla.
—Si se parece un poco a ti, Scarlet, es resistente.
—Pero no debería tener que serlo —susurro—. No se merece esto. Es
perfecta. Es inteligente, hermosa y tan puramente buena. Hay una bondad en su
interior que es tan pura, como si tomaran el amanecer y lo metieron en este
cuerpito feroz. Es un amanecer andante. Y diez meses es mucho tiempo para
que el sol no brille. Es mucho tiempo para que lo pase sin que se le muestre que
es amada. Y no sé cuánto tiempo más será, y todo en lo que puedo pensar es...
¿se acuerda de mí? Y creo que eso es lo que más me aterra, que cuando mi
historia termine, las últimas palabras serán, “y ella nunca volvió a verla de
nuevo”. Porque eso podría suceder.
—A la mierda eso.
Miro a Lorenzo en tanto limpio las lágrimas de mis mejillas.
—En serio, a la mierda eso —dice—. No sucederá.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque no lo permitiré.
Sacudo la cabeza, soltando una risa incrédula.
—Mira, lo entiendo —dice—, no tienes ninguna razón para confiar en mí.
—No tienes ninguna razón para ayudarme.
—Oh, tonterías —dice, poniéndose de pie—. Tengo muchas razones para
ayudarte.
Lo miro fijamente. —Nombra una.
—Puedo nombrar una docena.
Ondeo una mano hacia él. —Bueno, entonces, vamos, te escucho.
—Uno —dice—, estoy aburrido hasta la muerte y eso es algo que hacer.
No hay muchas más actividades en este momento.
—Esa es una razón terrible.
—Pero, sin embargo, es una —dice—. Dos, no me gusta el tipo. Piensa
que es mejor que yo. Eso, por sí solo, me hace querer ir tras él.
—Esa es una razón un poco mejor.
—Tres, ya he derribado... —Hace una pausa, contando por lo bajo,
usando los dedos. Increíble—... cinco autoproclamados jefes de la mafia, y seis es
un lindo y bien redondeado número, por lo que tiene que suceder.
—Esa es una razón ridícula.
—Cuatro —continúa—, no me gustan los niños, no quiero hijos, pero una
cosa que me disgusta más que los niños son las personas que los lastiman, así
que al carajo con él.
—Está bien —susurro.
—Cinco, crié a mi hermano para salvarlo de un padre muy parecido a
Aristov. Así que si puedo ayudar a salvar a tu hija, para liberarla del mismo
destino, por supuesto que estoy dentro.
—Entiendo. Ya lo dejaste claro.
—No creo que lo entiendas —dice—. Seis, me gustas.
Eso me atrapa desprevenida. —Te gusto.
—Sí, digo, eres un dolor en el trasero a veces, pero no eres tan mala.
—No soy tan mala.
Me mira, con una leve sonrisa en los labios. —Eres hermosa, inteligente y
divertida... te comes toda la naranja y no solo chupas el jugo y la tiras como
otras personas. Eso te hace alguien digno en mi opinión.
No estoy segura de cómo reaccionar a eso. Las lágrimas inundan mis
ojos, pero ahora él me tiene ruborizando. ¿Qué demonios? —¿Soy digna?
—No dejes que esa mierda se te suba a la cabeza —dice de inmediato—.
En ningún momento, en todo lo que he dicho, comenté que no traería de
regreso tu trasero cuando todo esto esté terminado.
Dice eso, pero sigo sonrojada. —Anotado.
—Siete, acabas de llorar como una perra frente a mí, y nunca quiero que
eso vuelva a suceder. No me gusta.
—¿Ya terminaste?
—No —dice—. Razones de la ocho a la once, ese coño tuyo es hermoso.
Ruedo los ojos.
Su pierna se dispara, pateando mi espinilla con la suficiente fuerza como
para que me estremezca.
—Hablo en serio —dice, con la voz bastante seria—. Rueda los ojos todo
lo que quieras, pero me parece que el coño es una maldita buena razón para ir a
la batalla.
—Bien —digo—, ¿eso es todo?
—Solo uno más —dice, agachándose frente a mí—. Razón número doce,
tienes una mini-yo ahí fuera en alguna parte, y como que quiero la oportunidad
de conocer a una pequeña Scarlet.
—No te gustan los niños —señalo.
—Cierto, no me gustan —dice—. Pero es tu hija, lo que significa que hay
una buena probabilidad de que no esté tan mal.
Lo miro fijamente.
No sé qué decir.
Sus palabras suenan tan genuinas. Esta no es la reacción que esperé. Por
no decir que no creía que fuera capaz. Pero estoy acostumbrada a que me
pateen mientras estoy derrumbada, y no he averiguado qué hacer con Lorenzo.
A veces, cuando lo miro, veo al criminal peligroso y frío, el que ha matado al
menos a dos hombres desde que nos conocimos hace dos meses, pero otras
veces veo a un hombre con un alma profunda, generosa y cálida, el tipo de
hombre del que una mujer podría enamorarse si no tuviera cuidado.
Pero debo tener cuidado.
—Vamos —dice Lorenzo, poniéndose de pie de nuevo, ofreciéndome la
mano—. El sol está arriba, lo que significa que se acerca otro día de mierda, y
necesito desayunar algo para ser capaz de hacer algo sobre tu pequeña Pearl.
Tomo su mano, dejando que me ponga de pie. Sé que debo lucir muy
mal, después haber llorado hasta secarme y sin dormir, pero no parece molesto
por eso. —¿Pearl?
—Sí, ¿la niña en La Letra Escarlata? ¿No leíste el libro en la escuela?
—La dejé a los catorce —le recuerdo—. Estaba embarazada a los quince.
La lectura de los clásicos en realidad no se encontraba en el programa de la
residencia de Aristov.
No dice nada por un momento, su rostro se tuerce con una mueca. —
Acabo de hacer matemáticas en mi cabeza.
—¿Y eso te molesta?
—Cuando la matemática que hago es lo viejo que era Aristov cuando te
embarazó, sí.
Quiero señalar que él no tiene ni idea de lo inquietante que fue ese
momento de mi vida, pero lo dejo pasar. Me siento cansada de pensar en
Kassian. Agotada de la forma en que aún controla mi vida. Así que me controlo,
acuno a Buster bajo mi brazo, miro a mi alrededor, recorriendo con mi mirada
el colorido horizonte.
El sol se encuentra arriba, brillando intensamente.
No vi que sucediera, pero aun así, siento como si un peso se levantó de
mis hombros. Casi me siento esperanzada otra vez.
Miro a Lorenzo, noto que me observa. —Sigo pensando que eres un tonto
por ayudarme, pero gracias. De verdad.
Me mira fijamente en silencio por un momento, su expresión pasiva,
antes de decir—: Sí, bueno, ¿quién es más tonto... el tonto o el tonto que lo
sigue?
—Buena pregunta, Obi-wan.
Empiezo a alejarme cuando Lorenzo me agarra del brazo, deteniéndome,
estirándome hacia él. —¿Has visto Star Wars?
—Por supuesto.
—Mira, ahora estoy más seguro que nunca de que voy a ayudarte. —La
expresión de Lorenzo se resquebraja con una sonrisa—. Razón número trece,
Scarlet: puede que yo sea tu única esperanza.
Traducido por Vane Farrow
Corregido por Anna Karol

A la niña ya no le gustaba jugar.


Estaba atrapada en un estúpido juego de tirar la cuerda, hundiendo sus
talones en el suelo, tratando de aferrarse, pero el Hombre de Hojalata era
demasiado fuerte para ella.
Cada vez que se alejaba, él tiraba más fuerte.
Se encerró en el dormitorio, sin querer verlo, así que quitó la puerta de
las bisagras y no le dio espacio. Se negó a comer, no tenía apetito, ni siquiera
cuando le daba mantequilla de maní y jalea, así que la alimentó a la fuerza,
empujando la comida en su boca.
Dijo que si moría de hambre, sería porque él lo decidía.
Por lo que volvió a jugar a esconderse, pero demostró ser persistente. La
mejor parte de vivir en un palacio, sin embargo, era que había muchos
escondites. Uno nuevo cada día. A veces la encontraba. Otras veces ni siquiera
la buscaba. Prefería que no se molestara, porque cada vez que la buscaba, le
lastimaba el corazón. Sus palabras eran feas. Siempre la hacía llorar con sus
mentiras. “Tu madre no te quiere, gatita. Si lo hiciera, estaría aquí con nosotros.”
Era una noche fría, nevando afuera, cuando la niña yacía debajo de una
cama en un cuarto de huéspedes en el segundo piso, justo encima de la sala de
estar. Los ruidos se filtraban hasta llegar a sus oídos. El Hombre de Hojalata no
la había buscado porque tenía visitantes, sus monos voladores y algunas
mujeres. Era tarde, oscuro, cuando el ruido de abajo se hizo más fuerte,
cantaban, contando hacia atrás.
Año Nuevo.
La niña realmente se perdió la navidad. No llegó Papá Noel. Pensó que tal
vez algo lo había detenido, o tal vez el Hombre de Hojalata lo asustó; o quizás
no fue lo suficientemente buena ese año, pero una vocecita en su cabeza
susurró: “tal vez no es real”.
Era un año totalmente distinto ahora. Trató de recordar el año anterior,
pero su memoria era difusa.
No le gustó.
Se hallaba allí con los ojos cerrados, tratando de recordar a su madre,
cómo se reía y amaba, pero la niña solo podía imaginarla durmiendo en el suelo
de la cocina.
Quería recordar la felicidad. ¿Cómo podía hacer eso? Tal vez solo tendría
que salir a buscar a su madre. Buscarla afuera, en lugar de alrededor.
Algunos de los ruidos de abajo se acercaron. Susurros, pasos a lo largo
del segundo piso. La niña se tensó cuando se movieron a la habitación de
invitados, pies zarandeándose en la oscuridad.
Dos personas.
Tacones altos y un par de botas.
Gimieron, haciendo ruidos de besos, antes de caer sobre la cama,
golpeando el colchón con tanta fuerza que los resortes casi aplastaron la cabeza
de la niña. Tuvo arcadas cuando una nube de polvo la rodeó, haciéndole
cosquillas en la nariz. Oh, no. Oh, oh. Tenía que estornudar.
Intentó detenerse, para que no oyeran, pero contenerlo solo hizo que
saliera más fuerte.
El estornudo resonó por la habitación.
Los besos terminaron abruptamente.
Pies cayeron el piso y la manta se levantó segundos antes de que una
cara al revés se asomara entre un juego de piernas. El León Cobarde. Frunció el
ceño antes de dejar caer la manta otra vez y sentarse de nuevo con un gemido.
—¿Todo bien? —preguntó la mujer.
—¿Puedes ...? —gruñó de nuevo—. Vuelve a bajar las escaleras. Hay algo
de lo que debo encargarme.
Oh-oh, de verdad.
La mujer no discutió, dejando la habitación. Tan pronto como se hubo
marchado, la manta se volvió de nuevo. —Ven aquí.
La niña salió de debajo de la cama y se puso de pie junto a él, frunciendo
el ceño. Trató de irse, pero la agarró por el brazo.
—Oye, metiche, ¿adónde crees que vas?
—A la cama —dijo—. Estoy cansada.
Él inclinó la cabeza hacia un lado, dándole una mirada vidriosa. —Yo
también. Hace mucho tiempo que estoy cansado.
—Lo siento —dijo, agradecida cuando soltó su brazo—. Deberías ir a
dormir.
—Lo intenté —dijo—. Encontré un pequeño monstruo escondido debajo
de mi cama.
Ella arrugó el rostro, lo cual le hizo reír.
—Vamos, dímelo —dijo—. ¿Por qué te escondes?
—Porque él es malo.
—¿Y?
—Y eso es todo —dijo—. Simplemente no es amable.
El León Cobarde parpadeó unas cuantas veces, como si tuviera que haber
más respuestas, pero no tenía nada más que decir.
¿No era suficiente?
—Tienes razón —dijo—. No es amable.
Ella abrió los ojos. —¿Tú también lo crees?
—Por supuesto. Es un mudak22. Muy complicado. Pero esconderse no lo
hará más amable.
—¿Qué lo hará más amable?
—Tú —dijo—. Lo creas o no, lo haces más amable. Nos suaviza el amor.
Nos hace todos blandos. Pero a veces ese mismo amor se convierte en una
responsabilidad.
—¿Qué significa un acosador embustero?
Sonrió. —Significa que no puede vivir contigo, pero no puede vivir sin ti.
De cualquier manera, es un problema. Así que deberías darle razones para vivir
contigo, porque tu madre le dio demasiadas razones para vivir sin ella, y vemos
dónde está ahora.
—¿Dónde? —preguntó la niña—. ¿Dónde está?
—No aquí.
“No aquí” sonaba bien para la niña.
—Vamos —dijo, levantándose, agarrando sus hombros—. Vamos a decir
buenas noches.
La condujo abajo, manteniéndola agarrada, llevándola directamente a la
abarrotada sala de estar. La gente bebía e inhalaba polvo blanco otra vez. Los
ojos del Hombre de Hojalata eran negros enfocándose en ella. No le gustaban
sus ojos negros. La asustaban.

22 En ruso “imbécil”.
—Encontré esto en una habitación de invitados —le dijo el León
Cobarde—, escondiéndose debajo de la cama.
—Eso no es muy creativo —dijo el Hombre de Hojalata—. De todos los
lugares para esconderse, eliges donde todo el mundo sabe buscar. ¿Quieres que
te encuentren?
Se encogió de hombros.
—Dice que eres malo —añadió el León Cobarde—. No eres muy amable.
Me preguntó cómo hacerte más amable.
La niña miró al León Cobarde. —A nadie le gustan los soplones.
El Hombre de Hojalata se rió de eso, como si le divirtiera, abriéndole los
brazos y haciendo un gesto para que se acercara, pero no se movió.
—Sabes, la obediencia me vuelve más amable, gatita. Quizás si das un
poco, te daré un poco de vuelta.
—¿Me devolverás a Buster?
—No.
Entonces no, no se movió. No iba a dar. No le importaba si era amable.
Ya había decidido que se iba. No lo necesitaba. Iba a encontrar a su madre y
ellos iban a dejar de jugar a las escondidas. No necesitaba un papá.
Especialmente uno tan malo.
El Hombre de Hojalata dejó caer sus brazos, cediendo, despidiéndola con
la mano. —Ve a la cama.
—Me aseguraré de que llegue allí —dijo el León Cobarde, sacando a la
niña de la habitación y conduciéndola arriba.
La niña lo ignoró, fingiendo que ni siquiera se encontraba allí mientras la
acomodaba en la cama, cubriéndola con la manta, tirándola sobre toda la
cabeza.
El colchón se hundió, la mano del León Cobarde le revolvió el cabello a
través de la manta y se sentó a su lado. —Es año nuevo, dulce niña. Es tiempo
para nuevos comienzos. Resoluciones.
—No tiene sentido —murmuró la niña.
Sacaron la manta de su cabeza, e hizo una mueca, tratando de agarrarla
para cubrirse, pero el León Cobarde se negó a dejarla. —¿Qué está mal?
—Es todo estúpido —dijo, con lágrimas en los ojos—. ¡Ya no me gustan
más las festividades! ¡Santa no vino, no recibí regalos, y ni siquiera conseguí
que mi deseo se hiciera realidad!
—¿Cuál era tu deseo?
—Quiero a mami. Quiero ir a casa.
El León Cobarde parpadeó por un largo momento antes de arrojar la
manta sobre su cabeza, cubriéndola mientras se levantaba para alejarse. La niña
escuchó sus pasos cruzando el piso antes de que le dijera en voz baja—: Buenas
noches, dulce Sasha. Feliz año nuevo.
Grievous
Érase una vez, había una chica que dejó de
creer en cuentos de hadas después de que su
inocencia fue robada.
Morgan Myers está cansada. Demasiado
agotada. La mayoría de la gente la empuja o la
aparta, y ya no está aguantándolo. Decidida a
reclamar la vida que le había sido robada, confía en
la última persona en la que esperaba: el infame que
ellos llaman Scar. Morgan ve un lado de él que
pocas personas parecen conocer: el hombre, no el
mito. Lorenzo. Y lo que ve, le gusta, mucho más de
lo que creía.
Pero los cuentos de hadas no son reales,
como la vida le gusta recordarle. Algunos dragones, simplemente no los puedes
matar, no importa lo mucho que pelees con ellos. Y cuando el suyo vuelve,
respirando fuego, se ve obligada a enfrentar horrores inimaginables. Pero hay
un caballero blanco en botas de combate por ahí que no tiene miedo de los
monstruos.
Verás, es imposible tener miedo de algo que ves todos los días en el
espejo.
Sobre la autora
JM Darhower actualmente es la autora de las novelas románticas más
vendidas de todos los géneros (erótico,
suspenso, contemporáneo, paranormal) y la
representa Brower Literary & Management.
Vive con su familia en una pequeña
ciudad, donde borra más palabras que las que
siempre verán la luz del día. Siente una
profunda pasión por la política y los derechos
humanos, cuando no está escribiendo (o
atrapando Pokemones), generalmente
desvariando acerca de esas cosas.
Con una boca vulgar, admite tener una
adicción a las redes sociales, donde puedes
encontrarla.

También podría gustarte