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Y sí, te quiero

Tessa C. Martín
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cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright.
Esta es una obra de ficción. Los nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son
utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Título: Y sí, te quiero.
Copyright © 2019 - Tessa C. Martín
Primera edición, noviembre 2019
Corrección: Syra Rct
Maquetación: Romanticamente.es
Contacto:
https://tessacmartin.com
tessacmartin15@gmail.com
Todos los derechos reservados.

Gracias por comprar esta novela.


A todas las personas que sufren de ansiedad

y luchan día a día con sus miedos,

y a las que las acompañan.


Contenido

Página del título


Derechos de autor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
EPÍLOGO
NOTA DE UN EXPERTO
NOTA DE AUTORA
AGRADECIMIENTOS
Capítulo 1

CARMEN
Mayo 2004.

Permanecí tanto tiempo agachada, asegurando los cordones de mis zapatillas, que cuando me
incorporé me temblaban las piernas. Pero sabía que no era por las huellas que el asfalto había
dejado grabadas en la piel desnuda de mis rodillas y que frotaba con las palmas húmedas de las
manos para aliviar el escozor que me producía. De fondo, el silbato de don Jacinto iniciaba una
nueva carrera de mis compañeros. Demasiado seguido. Demasiado rápido. Conté mentalmente las
veces que lo oiría hasta que fuese mi turno. Miré hacia atrás y comprobé que no me quedaba a
nadie más a quien colar. Era la última, algo que en un principio agradecí, pero que ahora se me
antojaba la peor idea del mundo. Hacía calor, pero yo tenía las manos frías y húmedas. Fui
consciente de que todos habrían terminado de hacer el ejercicio y veinticinco pares de ojos,
veintiséis si contaba al profesor, estarían pendientes de mí. Inspiré hondo y empecé a tararear
mentalmente la canción que desde hacía un tiempo mi madre y yo cantábamos en casa. En un
principio pensé que se empeñaba sin ningún motivo aparente en que fuese esa melodía y no otra
cada vez que decía: «Carmen, canta conmigo» y me cogía de las manos y me obligaba a dar
vueltas por el salón hasta que lograba que sonriera y me uniese a ella. Con el paso del tiempo
entendí que aquella era la manera que tenía mi madre de reforzar el mensaje de seguir adelante al
margen de mis miedos y el dolor, y ahora se repetía en mi mente en momentos de tensión.
«Saber que se puede, querer que se pueda.
Quitarse los miedos. Sacarlos afuera.
Pintarse la cara color esperanza.
Tentar al futuro con el corazón…».
Dos, solo dos. En cuestión de segundos sería mi turno. Me llevé una mano al estómago para
aguantar las arcadas y me tragué el sollozo desesperado que se había instalado en mi garganta.
Repetí la canción casi con desesperación, esta vez moviendo los labios sin que ningún sonido
escapase de ellos; pero escuchar solo un nombre a lo lejos borró de un plumazo el poco aplomo
que había conseguido.
—¡Víctor! No te lo pierdas. Ya casi le toca.
Apreté los ojos con fuerza, tanto que vi luces de colores detrás de mis párpados, y odié la idea
del profesor de educación física de sacar las colchonetas del gimnasio al patio porque dentro
hacía demasiado calor. Ahora compartíamos pista con los alumnos de sexto y maldita mi suerte, él
estaba allí.
No debí hacerlo, pero lo hice. Miré a mi derecha y me encontré con Víctor Medina apoyado en
el lateral de la portería de fútbol, de brazos cruzados y sonriendo burlón mientras sus amigos lo
rodeaban como el líder que era, al tiempo que me señalaban con la cabeza y cuchicheaban sobre
mí; no tuve ninguna duda. Busqué a Pablo entre ellos para suplicarle con la mirada que detuviese
aquello. Que los alejara de la pista, pero sobre todo de mí. Recordé demasiado tarde que mi
primo no había ido aquel día al colegio y me sentí todavía más sola y desprotegida. Pablo me
habría entendido, habría sabido leer en mis ojos la súplica desesperada que aquellos imbéciles
solo sabían interpretar como miedo. Y sí, puede que fuese miedo, pero no alcanzaban a
comprender cuán hondo era el pozo de los míos y cuán lleno estaba. Pablo sí. Pablo lo sabía y los
habría distraído y ahora no sería yo el centro de atención.
El pulso retumbaba en mis oídos tan fuerte que no escuché el silbato del profesor. Bajé la
mirada hacia mis zapatillas y vi los cordones de color rosa perfectamente anudados. Ningún lado
del lazo era más largo que el otro.
—¡Campoamor! —gritó mi profesor—. Tu turno. Tienes que estar más atenta.
—Lo que está es cagada. —Escuché la burla de Andrés, otro de los apostados en la portería.
Inspiré hondo y miré la colchoneta a lo lejos, cada vez parecía alejarse más. Tenía la sensación
de que por mucho que corriese no llegaría a alcanzarla jamás.
—¡Vamos, Carmen! —gritó Lucía a mi lado.
Desvié la mirada nerviosa hacia ella y vi la sonrisa tranquilizadora y valiente en sus labios.
—¡Sí! —apoyó María—. ¡Vamos, que tú puedes!
No supe si aquellos gritos me dieron el valor suficiente o por el contrario necesité que se
callaran para dejar de acaparar las miradas, pero lo cierto es que empecé a correr en dirección a
la maldita colchoneta. Solo tenía que llegar, apoyar la cabeza y hacer la voltereta. Antes, un año
atrás, lo habría hecho sin dudar. No me hubiera importado si era en el suelo, en el sofá o sobre la
mesa. Ahora tenía la seguridad de una colchoneta y la prueba de que mis compañeros lo habían
hecho sin peligro alguno. Podía hacerlo, podía conseguirlo. Llegué hasta el borde y mis pies
frenaron en seco como si al otro lado hubiese un acantilado. Mi pecho jadeaba de la carrera, de
los nervios y de miedo. Tendría que haber hecho la voltereta sin parar y había fracasado. Pero
podría intentarlo colocando las manos. Me incliné y al tocarla noté cómo quemaba el plástico azul
bajo el sol. El silencio era asfixiante a mi alrededor. No se oía ni el tráfico de la calle, o quizá
fuese yo, que me había aislado en mi mundo y el pulso ensordecedor evitaba que me llegase
cualquier otro sonido.
Apoyé la cabeza y me quemé la frente, impulsé apenas los pies hasta que los levanté unos
centímetros del suelo y jadeé asustada. No había pasado nada, podía volver a intentarlo. Repetí la
operación esta vez un poco más alto, pero tampoco lo logré. Gemí angustiada y, casi al momento,
sin querer pararme a pensar más, salté de nuevo. Mi cuerpo se posicionó prácticamente en vertical
y vi asustada como varios pares de piernas aparecieron detrás de mí, me tomaron por los tobillos
y me empujaron hacia la colchoneta para que diese la voltereta.
—¡No, no, no! ¡Por favor! —grité mientras caía desmadejada al fallarme los brazos y me
doblaba el cuello.
—¡Listo! Tanto rollo para esto, miedica.
Oí de lejos los gritos de algunos de mis compañeros y sentí hundirse a mi lado la colchoneta.
—¿Carmen, estás bien? ¿Carmen? —la voz preocupada del profesor se abrió paso entre los
sollozos de mi llanto.
No lo sabía. No sabía si estaba bien porque temía moverme y comprobar que sí, que me había
hecho daño. ¿Y si me había roto algún hueso? ¿Y si me había roto el cuello?
Poco a poco fui consciente de todas y cada una de las partes de mi anatomía. Moví un poco las
piernas, abrí los ojos y comprobé que me rodeaban un montón de caras conocidas.
—Ven, con cuidado. —Don Jacinto colocó un brazo debajo de mi cuello y me ayudó a
incorporarme—. ¿Te duele?
Una vez sentada y con movimientos suaves, me hizo inclinar la cabeza. En la escala del dolor,
puede que fuese un tres, pero vi abierta la posibilidad de escapar de allí, encerrarme en la
seguridad de mi casa y sentirme arropada por los brazos de mi madre.
—Me duele —mentí, al menos en lo que a físicamente se refería—. Por favor, por favor. Llame
a mi madre.
Mi llanto fue desgarrador. No porque gritase, que no lo hice. Tampoco porque fuera
sobreactuado, sino por todo lo contrario. Fue sincero y lo suficientemente conmovedor para que
don Jacinto no tuviese ninguna duda de que tendrían que avisar a mi casa para que viniesen a
buscarme.
—Te acompañaré a secretaría y llamaremos —confirmó con suavidad—. Traedle su botella de
agua.
Don Jacinto se levantó y lo escuché gritar.
—¡¿Vosotros qué os habéis creído?!
—Solo hemos querido ayudar… —balbuceó asustado Luis.
—¿Está bien? —preguntó Víctor.
Puede que pareciese asustado, pero no me cupo ninguna duda de que a lo que más temía sería a
las consecuencias que el castigo que les impondrían podría tener. Desde luego, no por mí.
Lucía apareció de inmediato, preocupada, y me tendió la botella mientras se sentaba a mi lado y
pasaba la mano de manera tranquilizadora por mi espalda.
—Esos imbéciles… —Los fulminó con la mirada. Yo no quería levantar la cabeza. No quería
encontrarme con los ojos de nadie. Solo desaparecer.
—¡Todos al despacho del director! —ordenó el profesor.
Hubo algunas protestas por su parte, pero al momento cesaron.
—Vamos, Carmen. —Escuché la voz más suavizada de don Jacinto a mi lado mientras me cogía
del antebrazo y me ayudaba a levantarme—. Llamemos a tu madre.
Me mareé en cuanto me incorporé y aquello hizo que me asustase más. De pronto las arcadas
fueron incontrolables y para mayor bochorno, vomité sobre el patio el almuerzo. Sin embargo,
aquello solo sirvió para convencer a todo el mundo de que realmente necesitaba marcharme a
casa.
Me senté en la recepción de secretaría, enfrente de Luis, Andrés y Víctor mientras esperábamos
a que don Jacinto llamase a mi casa y hablase con el director. No los miré, solo alcancé a ver
cómo las zapatillas de Víctor entraban en mi campo de visión antes de escucharlo.
—¿Te encuentras mejor?
No le contesté. Apreté los brazos en torno a mi cintura.
—No quería hacerte daño —insistió—. Solo era para que comprendieras que no es difícil y que
no cuesta tanto hacerlo.
—No me hables —logré murmurar.
Se agachó para estar a mi altura y buscar mi mirada. Por un momento, nuestros ojos se
encontraron y casi me creí que realmente estuviese preocupado. Casi. Hasta que sonrió de medio
lado y el brillo divertido de aquellos ojos verdes le devolvió la expresión de sobrado que yo
tanto odiaba.
—Vamos, Campoamor. Tampoco ha sido para tanto. El miedo hay que afrontarlo.
Levanté la cabeza de golpe, sintiéndome más valiente, o quizás indignada, de lo que había
estado desde hacía meses y lo encaré.
—¿Qué sabrás tú lo que es el miedo?
Aquello lo dejó mudo. Y a mí también. Ya habíamos hablado demasiado.
—No. Ahora duerme. Ya lo sé, pero no sé qué más hacer… Solo tiene diez años y este año y
medio ha sido muy duro. Pensé que cambiarnos de ciudad y de colegio la ayudaría, pero quizás
estuve pensando más en mí que en ella. En estar cerca de vosotras porque os necesitaba y os
necesito —sollozó—. Pero ahora la veo tan perdida y no sé cómo ayudarla..., no sé si esto es un
error —se excusó angustiada. Hubo un silencio al otro lado—. La semana que viene tenemos que
volver.
Escuché a mi madre conversar por teléfono en voz baja, casi cuchicheando, mientras yo me
hacía la dormida en el sofá, de espaldas a ella. Supe que hablaba con mi abuela, que estaba
comiendo con mi tía Carolina, y que más pronto que tarde, tras aquella llamada, volvería a casa.
Como tampoco me cabía ninguna duda de que mi tía cruzaría la calle en cuanto se enterase de lo
que había sucedido.
—Ya lo sé, mamá. Si no me dejo vencer por el desánimo es porque sé que debo sostenerla.
Se me instaló un nudo en la garganta que tuve que tragar para evitar ponerme a llorar al pensar
en la situación de mi madre. No había podido llorar a mi padre, derrumbarse como lo habían
hecho los demás y llorar la tristeza que la consumía porque tenía que hacerse cargo de mí, y sí,
como le había dicho a mi abuela, sostenerme.
—De acuerdo.
Mi madre colgó y al momento la sentí sentarse con cuidado al borde del sofá, a mi espalda,
mientras me acariciaba el pelo oscuro y suelto con ternura.
—Lo siento tanto, mi niña —murmuró compungida. Su voz era casi inaudible por el sentimiento
que pesaba sobre ella—. Yo también lo echo tanto de menos… Lamento que sucediese delante de
ti. Si al menos no lo hubieses visto...
Me removí intentando que pareciese que estaba soñando y enterré la cara en el cojín para evitar
que mi madre fuese testigo de las lágrimas calientes que se derramaron por mis ojos. Sí, había
sucedido delante de mí. Mi padre se desplomó en el parque tras haber estado corriendo y
haciendo la rutina de ejercicios que a él le gustaba y de la que yo disfrutaba por el mero hecho de
hacernos compañía. Nos habíamos detenido en las barras, me aupó y yo me balanceé delante de
él. Sonreía orgulloso hasta que de pronto palideció, se llevó una mano al pecho y de algún modo
lo supe. A través de su mirada se despidió de mí antes de caer desplomado al suelo y de que su
corazón dejase de latir.
Capítulo 2

CARMEN
Junio 2012.

Terminé de aplicarme el brillo de labios de color rosa y me distancié del espejo para mirarme en
conjunto. Me gustó lo que vi. El vestido de un tono rosa pálido se amoldaba a mi silueta hasta la
cadera, donde varias capas de muselina llegaban a la rodilla y le daban un vuelo perfecto. Giré
sobre mí misma y sonreí al ver el efecto, porque era tal y como yo lo quería. Tal y como lo había
visto en la pantalla cientos de veces.
Mi madre apareció bajo el vano de la puerta de mi habitación y me observó en la distancia,
emocionada, hasta que pudo avanzar y llegar junto a mí. Fue entonces cuando todo el esfuerzo de
contención que había hecho se perdió entre gruesos lagrimones que surcaron sus mejillas.
—Estás preciosa, cariño. —Retiró el cabello negro que me caía en ondas perfectas de los
hombros y me acarició los brazos desnudos con infinito cariño—. La abuela ha hecho un buen
trabajo.
Sonrió, me tomó de la mano y me hizo girar solo para comprobar que, en efecto, la tela volaba
alrededor de mis piernas.
Encontrar el vestido ideal para la graduación había sido tarea imposible, entre otras cosas
porque yo ya tenía el perfecto en mi mente y ninguno de los que me probaba me gustaban. Hasta
que mi madre me obligó a ser sincera, como cada vez que sabía que algo me rondaba por la
cabeza, pero que por no sobrecargar a los demás con mis problemas me lo tragaba, lo hacía bola
en mi garganta y lo empujaba hasta lo más hondo de mi estómago, donde me dolía unos días hasta
que, con suerte, podía hacerlo desaparecer.
—Sí, lo ha hecho —confirmé emocionada también—. ¿Crees que se darán cuenta?
—Cielo, nadie puede olvidar el vestido de Baby en Dirty Dancing. ¿Te importa que reconozcan
que llevas una copia idéntica?
Negué con la cabeza. No me importaba. Estaba orgullosa del trabajo que había hecho mi abuela
y me veía bonita. Quizá no espectacular, nunca me vería así, pero sí muy yo.
—Y, dime… —mi madre se acercó al espejo para secarse con delicadeza las lágrimas que
habían dejado huella en su maquillaje—. ¿Esta noche bailarás con algún «Johny»?
Me sonrojé, mucho, tanto que desaté las risas de mi madre.
—Mamá, sabes que no. Además, solo iré a la cena —confesé, avergonzada.
—Carmen… —Mi madre se giró y me miró preocupada—. Ya habíamos hablado de esto. No te
frenes antes de acelerar porque entonces no avanzas. Iremos a la graduación, me mostraré ante
todos como la madre orgullosa que soy y después, puedes elegir entre venir a casa conmigo o salir
de fiesta con tus amigas y disfrutar de tu juventud.
—¿Y si mientras estoy de fiesta comienzo a sentirme mal? Habrá mucha gente, demasiada. ¿Y si
comienza a faltarme el aire? —Comencé a respirar de manera acelerada solo con imaginarme la
situación. Los «y si» eran mis mayores enemigos.
—¿Y si mientras estás de fiesta te lo pasas bien? ¿Y si te falta el aire de tanto bailar, reír… o
besar? —murmuró con cariño—. ¿Y si te permites ser feliz? ¿Qué crees que te diría papá?
La voz se le rompió y a mí me costó hablar cuando sentí las emociones desbordarse.
—No creo que estuviese muy de acuerdo con la parte de besar —intenté aligerar la
conversación, aunque me uniese al llanto de mi madre.
No habíamos hablado de ello, pero estaba segura de que todo el día habíamos estado pensando
en lo mismo, en cuánto íbamos a echar de menos su presencia. Es en las celebraciones
importantes, en los acontecimientos bonitos, cuando más se acusa la ausencia de los que ya no
podemos ver, porque estar siempre están. Mi padre vive en mí, lo siento en cada gesto o palabra
que me lo recuerda, cuando me miro en el espejo y mis labios carnosos me lo recuerdan, cuando
pienso en él…
—En eso tienes razón. —Mi madre sonrió entre lágrimas—. Dudo que exista el hombre que él
pensase que te merece.
—¿Y tú qué piensas?
—Yo creo que te mereces enamorarte y vivir la euforia y la emoción de esos sentimientos,
Carmen. Así que, recuerda…
Se acercó hasta el reproductor de CD que había en mi habitación y estuvo buscando hasta que la
encontró, pulsó el botón y la voz de Diego Torres llenó de magia todo el espacio que hasta el
momento habían llenado los sollozos. Se acercó a mí cantando y nos pusimos a bailar tomadas de
la mano, entre lágrimas y con el recuerdo de mi padre flotando entre nosotras.
«Sé que hay en tus ojos con solo mirar…».
Pese a la emoción que embargaba a mi familia, fue una noche bonita. Había terminado mis
estudios de secundaria y en septiembre comenzaría el grado de Magisterio. Me marcharía a
estudiar lejos y no podría volver a casa; por primera vez viviría por mi cuenta y me asustaba,
mucho. Pero al menos tendría a Lucía, María y Laia conmigo. Compartiríamos piso y en caso de
alguna crisis, ellas sabrían qué hacer. El hospital más cercano estaba a menos de diez minutos
andando (sí, lo había calculado) y el barrio en el que íbamos a vivir era tranquilo. ¿Si tenía
miedo? Lo cierto es que no sabía cuándo había sido la última vez que no lo había tenido.
Terminó la cena y, tal y como temí, mis amigas quisieron que fuera con ellas a la discoteca.
—Vamos, Carmen —me suplicó Lucía.
—Tienes que venir —insistió María.
—Te prometo que no me separaré de tu lado— sonrió Laia con cariño.
Pero yo seguía sin estar segura, es más, cada vez me parecía peor idea.
—Iré con vosotras —nos interrumpió Pablo.
María puso cara de disgusto y señaló a mi primo con los ojos entrecerrados.
—No vienes en plan hermano mayor. Si consentimos es porque si tú vienes, Carmen también.
Por ella. ¿Te ha quedado claro?
—Cristalino —respondió cortante.
—No sé… —dudé incapaz de planear una salida hasta que me encontré con los ojos suplicantes
de mi madre y supe que, por ella, por todas las horas de preocupaciones que le debía, tenía que ir
—. Está bien. Iré.
Solo por la sonrisa que iluminó su rostro me valió la pena el sacrificio.
Ya en la puerta había cola para entrar y desde fuera se escuchaba la música estridente. Cerré
los ojos y coloqué una mano sobre mi abdomen mientras intentaba respirar con el diafragma, tal y
como me habían enseñado para relajarme y no hiperventilar.
—Estaré a tu lado, Carmen —me recordó Pablo.
—Gracias por venir. Seguro que tenías planes con tus amigos y los has dejado de lado por mí.
—En realidad no. Vendrán aquí también, así que no fastidias nada, enana.
Puse cara de disgusto y sentí la necesidad de salir huyendo. Solo me faltaba la pandilla de mi
primo allí.
—No me llames enana, solo tienes dos años más que yo —repliqué mirando hacia atrás y
buscando a alguno de sus amigotes.
—Están ya dentro. Vamos. —Me empujó con suavidad cuando la cola empezó a avanzar y me vi
arrastrada por la gente hasta que entramos y la oscuridad, solo rota por algunos haces de luz que
vagaban erráticos de un lado a otro, me envolvió.
—¡Pablo! —grité al tiempo que la gente me zarandeaba y me sujeté con fuerza a mi primo por
la manga de la chaqueta.
Me tomó de la mano y me condujo con decisión entre el gentío hasta colocarme a un lado de la
barra. Al momento mis amigas estaban junto a nosotros.
—Mira —señaló con la cabeza—. Ahí está la salida de emergencia, está siempre abierta. Y allí
los baños. Aquí no hay mucha gente y no te agobiarás, ¿de acuerdo?
Solo pude asentir al ver la seguridad que Pablo mostraba.
—Está bien.
Mis amigas me miraban expectantes hasta que les dediqué una trémula sonrisa y empezaron a
saltar como locas, como si aquel gesto hubiese sido el pistoletazo de salida para liberarse.
Empezaron a pedir chupitos de licor que yo decliné y me limité a sujetar mi zumo de piña, en vaso
de tubo, como si de un licor se tratara, para evitar dar explicaciones a los compañeros de clase
que habían empezado a reunirse alrededor de nosotras.
Pablo, dispuesto, me acercó un taburete y me acomodé en él. Desde allí arriba, entre mi primo y
la barra, me sentí más segura.
—Oye, Pablo —llamó María su atención. Hizo un gesto con la mano como ahuyentándolo—,
¿por qué no te separas un poco? Pareces su segurata. Así nadie se nos acercará.
Pablo puso los ojos en blanco y giró la cara hacia el otro lado, como si no la hubiese
escuchado.
—¡Eh! ¿Me has oído? —insistió María chasqueando los dedos frente a su rostro.
—¿Perdona? —Pablo se agachó y puso su oreja casi en la boca de María.
—¡Que te alejes un poco! —gritó tanto que hasta yo, que estaba más lejos, la escuché, pero
Pablo actuó como si nada.
—¿Disculpa? —Se acercó más a María hasta que la tuvo acorralada entre la barra y su propio
cuerpo, entonces giró el rostro y lo dejó a escasos milímetros del de María—. Si lo que quieres es
que me acerque, solo tienes que decírmelo.
—¿Yo? —respondió indignada—. Ni en tus mejores sueños.
—Desde luego, en mis sueños eres mejor —sonrió.
María lo empujó al tiempo que Pablo se carcajeaba.
—Eres un imbécil —lo insultó.
—¿Perdona? —empezó de nuevo el juego Pablo.
No pude evitar reír. Estaba segura, porque lo habíamos hablado, de que a María le gustaba mi
primo y puede que a Pablo ella también; con él jamás lo había comentado ni creo que lo
hiciésemos nunca porque una cosa era sincerarme sobre mis problemas de salud y otra comentar
intimidades amorosas. A mí no me interesaban sus múltiples escarceos y yo no tenía mucho que
contar.
María le enseñó el dedo corazón y se marchó con un compañero de clase a la pista de baile.
Pablo sonrió de medio lado, consciente de que ella quería fastidiarlo y se esforzó por
demostrar que había fallado en el intento. Su relación era tensa en todos los sentidos. Mi primo se
preparaba las oposiciones para policía mientras trabajaba como entrenador de fútbol del equipo
local, y ella había dejado de hacerse ilusiones cuando después de tontear un tiempo lo había visto
un sábado besándose con algún ligue. Desde entonces, cada vez que coincidían, la cuerda se
tensaba más.
—Pocas son las veces que te veo sonreír, Campoamor.
Aquella voz borró toda la felicidad de mi rostro e hizo que mi corazón latiera más desbocado
de lo que a mí me gustaba.
—Ah —exclamó complacido y me señaló la cara, los ojos, la nariz, la boca… —. Así sí. Esta
sí que eres tú.
—¡Víctor! —Pablo le palmeó la espalda y se saludaron con cariño—. No os he visto llegar. ¿Y
los demás?
Miró a su alrededor, pero no había ninguno de sus amigos cerca.
—Están al otro lado.
—Iré a saludarlos. ¿Me acompañas?
Víctor declinó la invitación y dijo que se reuniría de inmediato con ellos, en cuanto pidiera las
bebidas.
—Carmen, ¿estarás bien? —Pablo me habló al oído para evitar que nos escucharan, y aunque
me hubiese gustado rogarle que no se fuera, que no me dejase sola con Víctor, me limité a asentir y
a ver a Pablo perderse entre la multitud.
—Así que Baby… —Víctor me miró de arriba abajo y levantó una ceja.
Reconozco que aquello me sorprendió. Que Víctor Medina hubiese sabido reconocer mi vestido
me dejó alucinada.
—No me mires así —se carcajeó—. Tengo una hermana mayor que me ha obligado a ver la
película más veces de las que me gustaría recordar.
—No te imagino viendo Dirty Dancing —confesé.
—¿Y cómo me imaginas? —sonrió y se apoyó en la barra, en apariencia despreocupado, pero
tan descaradamente cerca que me sonrojé.
—No te imagino porque no pienso en ti —respondí con sinceridad.
Víctor pareció sorprendido, pero al instante se recompuso y frunció los labios en un gracioso
puchero que seguramente, le funcionaba para ligar.
—¿Ni un poquito? ¿Nunca? —insistió.
Me paré a pensarlo y recordé todas las veces en las que habíamos coincidido. La mayoría de
ellas no habíamos hablado, de hecho, quizás aquella ocasión fuese la que más tiempo habíamos
estado juntos. Él solía hacer deporte, jugaba al baloncesto, al fútbol, al tenis y corría, sus horas
las pasaba con mi primo y sus amigos quemando adrenalina y preparándose para ser policía como
Pablo. Yo prefería los paseos por el parque, las terrazas al sol con un libro o acercarme hasta la
playa para escuchar el rumor de las olas.
—No me está gustando que tengas que pensarlo tanto —bromeó.
Me limité a encogerme de hombros dándole a entender que no me importaba su opinión. Para mí
él siempre sería el chico que en cuarto de primaria me empujó en la colchoneta para reírse con sus
amigos, que me miraba como si fuese rarita y que por muy guapo que fuese, o éxito que tuviese
con las chicas, sería el último en quien me fijaría. Demasiado riesgo para mi ya intranquila vida.
Tomé un sorbo del zumo y él siguió todos y cada uno de mis movimientos.
—¿Qué bebes? —quiso saber.
—¿Importa?
Sin previo aviso, tomó mi vaso, miró el borde y bebió exactamente del mismo sitio por el que
lo había estado haciendo yo. Posó los labios sobre la marca de mi pintalabios y sin dejar de
mirarme, el líquido se deslizó dentro de su boca.
—Zumo… —confirmó como si hubiese hecho una apuesta consigo mismo y hubiese ganado—.
¿Qué ha pasado con el alcohol?
Le arrebaté mi bebida y con una servilleta limpié el borde.
—Se habrá evaporado.
—¿Cuántos años tienes, Baby? —Se acercó un poco más a mí y yo instintivamente me aparté, lo
que hizo que la falda se deslizase sobre mis muslos y dejase más piel a la vista de lo que yo
quería. Me gustaría decir que Víctor no se dio cuenta, pero fue inevitable seguir el movimiento de
sus ojos. Al momento me cubrí y prácticamente le di la espalda.
—Ya lo sabes.
—Pues a los dieciocho —susurró cerca de mi oído, tanto que sentí el cosquilleo de su aliento
en mi cuello— ya puedes beber alcohol. Con moderación, por supuesto, pero un sorbito no te hará
nada.
Levantó la mano y pidió dos chupitos a la camarera.
—No pienso beber. No lo he hecho nunca y no lo voy a hacer ahora —le advertí al ver sus
intenciones. Soné y me mostré tan remilgada que me di vergüenza a mí misma y pensé que esa
sería la imagen que él veía de mí. Una chica callada, miedosa y demasiado antipática como para
haberse tomado la molestia de conocerme.
—Solo quiero que lo pruebes. Si no te gusta lo dejas.
—No me va a gustar —me obstiné.
—Vamos, Baby.
—No me llames así —lo fulminé con la mirada y él tuvo el descaro de reír.
—No pienso en ti, no bebo alcohol, no lo quiero beber, no me va a gustar... Venga, Carmen.
Dime a algo que sí. Hazlo para que, al menos dentro de unos años, cuando recuerdes la noche de
tu graduación, también me recuerdes a mí y sea agradable.
Me tendió el vaso diminuto y esperó paciente a que yo lo cogiese. Y lo hice. Con la intención
de mojarme los labios y en cuanto se despistase tirarlo al suelo, pero tendría que haber previsto
que Víctor no me daría tregua.
—Brindemos. —Levanté el vasito y él lo chocó con cuidado con el mío—. Por las primeras
veces.
Me lo acerqué a la boca sin desviar los ojos de Víctor; en cuanto inclinara la cabeza vaciaría el
contenido del mío sobre el suelo. Pero él tampoco apartó la mirada de mí. Se lo tomó de un trago
y alzando una ceja me retó a que lo imitase. Nerviosa, me mojé los labios y con la punta de la
lengua saboreé el licor dulce antes de apartar el vaso.
—Para hacer eso —señaló mi boca y movió el dedo sobre el contorno de mi labio inferior sin
llegar a tocarlo—, saborearlo solo, mis labios sirven.
Empezó a acercarse a mí y en sus ojos verdes vi el brillo astuto de una pantera.
—No será necesario. —Para evitar que, tal y como mostraban sus intenciones, me besase, me
tomé el chupito de golpe. Noté la quemazón en mi garganta y al momento un acceso de tos hizo que
me atragantara.
Víctor me dio suaves palmadas sobre la espalda mientras sonreía hasta que moví los hombros
para evitar que me tocase, enfadada con él porque me hubiese provocado hasta ese punto, pero
sobre todo conmigo misma por haber accedido a hacer algo que no quería. El alcohol no era
bueno para nadie, pero mucho menos para mí.
—¿A que no ha estado tan mal? —Me arrebató el vaso vacío y volvió a poner el zumo entre mis
manos.
Bebí de inmediato para borrar el sabor del alcohol y me sorprendió gratamente el dulzor que
dejó en mi boca. Volví a dar un sorbo, esta vez más grande al ver que Víctor no se marchaba y
seguía a mi lado, en la barra, sin quitarme los ojos de encima. Le siguió otro y luego otro más
hasta que, pasados unos minutos, no pude soportar por más tiempo la intensidad de su mirada y lo
encaré.
—Tus amigos te estarán esperando —le espeté.
Aquello pareció ser lo que esperaba, porque media sonrisa curvó sus labios.
—¿Por qué quieres que me vaya?
—¿Por qué quieres quedarte? —respondí casi de inmediato y me giré en el taburete para
mirarlo con atención.
Aquel gesto o quizá la manera tan brusca en la que me di la vuelta me dio la sensación de un
ligero mareo, lo que me desestabilizó un poco y tuve que apoyarme en el hombro de Víctor. Él
pareció entender lo que me ocurría porque me sujetó con las dos manos por la cintura con una
sonrisa.
—Cuidado —advirtió al tiempo que se acercaba más a mí—. ¿Sabes por qué no me quiero ir?
Negué con la cabeza y, al moverla, el mareo se intensificó. Sentí como el corazón bombeaba
con más fuerza contra mis costillas, la garganta se me secó, las manos se volvieron frías como el
hielo y tuve la certeza de que me estaba sucediendo de nuevo. Respiré de manera acelerada y
superficial cuando sabía que tenía que hacer todo lo contrario. El ruido y las voces a mi alrededor
se tornaron en un silencio sordo, como si un cristal de seguridad me aislase del resto de la gente y
al mismo tiempo me robase el oxígeno impidiéndome respirar. Necesitaba salir de allí. Tenía que
irme.
El corazón comenzó a bombear con más fuerza y temí que me fallara, que mi vida terminase
como la de mi padre.
—Pablo… —acerté a susurrar—. ¿Dónde está Pablo?
—¿Eso es lo único que se te ocurre decir? —Víctor me miró confuso y alejó las manos de mi
cintura y fue como si los pilares que me sostenían se derrumbasen. Mi cuerpo no me obedecía,
sentía hormigueo en las piernas y los brazos y sabía que estaba a punto de desmayarme. Levanté la
mirada suplicante y asustada hacia sus ojos y me aferré a su camiseta.
—Ayúdame, por favor.
Quizá fue la alarma que subyacía en la súplica de mi de voz o las lágrimas que había empezado
a derramar, pero lo cierto es que Víctor volvió a colocar las manos alrededor de mi cintura y yo
apoyé la cabeza sobre su pecho porque me pesaba demasiado.
—¿Qué necesitas? Vamos, Carmen, mírame…
—¿Qué pasa? —Escuchar la voz preocupada de Pablo me hizo sollozar de alivio. Me alejé
como pude de Víctor y me eché a los brazos de mi primo—. ¿Qué le ocurre?
—Nada, solo ha bebido un poco y se ha puesto mal... —escuché a Víctor.
—¿Le has dado alcohol? —le reprochó indignado.
La voz de Pablo retumbaba en mis oídos y lo agradecí porque al menos no escuchaba todos los
síntomas de alarma que bombardeaban mi cabeza.
—Solo ha bebido un chupito y algo de Malibú con piña...
—¿Ella ha pedido Malibú con piña? —preguntó escéptico.
—No, solo le he pedido a la camarera que le añadiera un poco.
—¡¿De qué mierda vas, Víctor?!
—¡No me mires como si la hubiese drogado, joder! Solo quería demostrarle que por beber un
poco no pasaba nada…
—Pero es que eso debía decidirlo ella, no tú.
—¿Crees que quería que le pasase algo malo? Mierda, Pablo… ¿Qué cojones está pasando?
—Pablo, por favor… —le supliqué. Y él lo entendió de inmediato.
—Ya hablaremos, Víctor. Vamos, enana. Salgamos de aquí.
Pablo me tomó en brazos, literalmente, y accedimos a la calle por la salida de emergencias, que
era la más cercana, mientras el guarda de seguridad gritaba a nuestra espalda.
—Sabes que esto solo dura unos minutos —susurró con tranquilidad en mi oído—. Puede que
ahora estés en la cresta de la ola y el vértigo te pueda, pero es solo cuestión de tiempo.
El hecho de estar llorando todavía intensificó más la sensación de ahogo.
—Todavía estoy arriba —murmuré nerviosa.
—Lo sé. ¿Quieres que le llamemos?
Asentí y Pablo, tras dejarme en el asiento del copiloto, se acuclilló a mi lado en la acera, sacó
el móvil de mi bolso y tras unos segundos que me parecieron eternos escuché su voz calmada,
quizá somnolienta.
—Está bien, Carmen —respondió como si supiese ya de antemano lo que me sucedía y yo volví
a sollozar.
—Creo que me estoy ahogando —logré decir.
—¿Estás sola?
—No, está conmigo. Soy Pablo.
—Hola, Pablo —lo saludó—. ¿Cuánto tiempo lleva así?
—No llega a diez minutos —respondió Pablo por mí porque yo no lo sabía. Mi percepción del
tiempo estaba distorsionada, puede que hubiesen sido segundos, pero para mí parecían horas.
—De acuerdo —dijo con tranquilidad—. Si realmente te fuese a suceder algo, ya te habría
ocurrido y lo sabes. Eres consciente de que la angustia de estos minutos va a empezar a decaer y
de que tu nivel de ansiedad bajará. Vamos a reestructurar ese pensamiento que te perturba, ¿de
acuerdo?
Cuando llegué a casa estaba mucho más tranquila. Ahora dentro de mi pecho no saltaban
elefantes, solo había una molesta desazón que me duraría horas, quizá días. A aquello tuvo que
sumarse el desagradable sentimiento de ver como mi madre perdía la sonrisa esperanzada con la
que me recibió a mitad del corredor y la reemplazaba por un mohín de pena y desesperación antes
de abrir los brazos y permitir que me cobijase entre ellos.
—Ya está, mi vida —murmuró al tiempo que me acariciaba el cabello—. He estado, estoy y
siempre estaré muy orgullosa de ti. Te quiero, Carmen.
Capítulo 3

CARMEN
Diciembre 2015.

Apreté en torno a mi cuello la bufanda de lana que había tejido mi abuela durante aquel verano y
giré la esquina en dirección a la cafetería. Una ráfaga de aire frío se coló por debajo de mi abrigo
y aceleré el paso para llegar cuanto antes. En Valencia capital, al estar al lado de la costa, el
clima era más húmedo y el frío se colaba entre las capas y más capas de ropa que llevaba para
intentar entrar en calor, pero nada parecía suficiente para evitar que me doliese la espalda al
caminar contraída. Solo respiré aliviada cuando entré, el calor del interior golpeó mis mejillas y
las puertas se cerraron a mi espalda. Ojeé el local hasta que lo vi sentado en un rincón apartado,
con la vista clavada en su taza de café y con aquel aire tranquilo y reflexivo que tanto me gustaba.
Sonreí y me dirigí hacia él.
—Lo siento. Me he retrasado un poco porque tenía que terminar un trabajo. —Levantó la
cabeza y yo me incliné para depositar un beso sobre sus labios.
—No pasa nada. —Esquivó mis ojos y aquello me hizo sospechar que quizá aquella necesidad
de hablar conmigo con tanta urgencia y en un sitio público se debía a algo que puede que no me
gustase. Pero intenté rechazar los pensamientos negativos y centrarme en lo positivo. Estaba
calentita en una cafetería con mi novio, se acercaba Navidad y pronto volvería a casa. Además,
con un expediente de notas excelente.
Tomé asiento a su lado y comencé a quitarme piezas de ropa hasta que me quedé con un jersey
de lana de cuello vuelto de color rojo.
—¿Ocurre algo? Estás muy callado.
Jorge levantó la cabeza y ante la intensidad de su mirada entendí que algo no andaba bien.
—¿Te pongo algo? —nos interrumpió la camarera.
—Un café con leche descafeinado. Muy caliente, por favor.
Una vez solos de nuevo, coloqué una de mis frías manos sobre las de Jorge.
—Pasado mañana volveré a casa para estar con mi madre y, bueno, con mi familia en las
Navidades. He pensado que quizá un día, durante las vacaciones, podrías venir y conocerlos. —
Me miró tan asustado que me vi en la obligación de aclararlo—. Solo es por no pasar tanto tiempo
sin vernos.
Llevábamos algo más de año y medio juntos y por supuesto le había hablado a mi madre sobre
él, pero al parecer, el momento de conocerse todavía no había llegado.
—Eso sería estupendo, Carmen. Pero sabes que yo también tengo que volver a casa y paso
mucho tiempo aquí…
—Lo entiendo, no te preocupes. —Puse la otra mano sobre las de él y le sonreí con cariño.
—En realidad, no sé cómo decirte esto…
—Sabes que puedes decirme lo que quieras —murmuré. A aquellas alturas no podía negar que
estaba asustada por lo que sus palabras pudiesen significar.
Suspiró y vi cómo se le movió la nuez al tragar.
—Eres maravillosa, Carmen —dijo al tiempo que apretaba mis manos. Pero no siguió
hablando, por lo que no pude aguantar el silencio.
—Mi abuela siempre dice que cuando una conversación comienza con un halago, termina con
una lágrima —le interrumpí.
—Te he querido muchísimo —continuó—. Eres preciosa, inteligente, sensible…
—Has hablado en pasado. Has dicho: «Te he querido muchísimo» —hablé de manera
entrecortada—. ¿Ahora ya no?
—Escucha, Carmen. No sé si… —Me soltó las manos y se movió nervioso en la silla—. ¡Dios,
esto es muy difícil!
Yo solo negué con la cabeza y escondí las manos debajo de mis piernas para intentar retener el
calor que todavía sentía en mi piel por las suyas.
—Solo dime por qué. —No quise llorar. Parpadeé varias veces hasta que una lágrima solitaria
logró escapar de mis ojos.
—No quiero que me lo pongas fácil —suspiró frustrado.
Negué con la cabeza y desvié la mirada hacia el resto del local, donde los demás clientes reían,
leían o simplemente se resguardaban del frío mientras consultaban el móvil. Cada uno ajeno a las
vidas y los sentimientos de los que los rodeaban. Cada uno con sus problemas, sus alegrías y sus
penas.
—A mí no me está resultando sencillo —confesé.
—Eres maravillosa, Carmen —repitió.
—Eso ya lo has dicho —murmuré—. ¿Pero?
—Pero me resulta muy complicado lidiar con una parte de ti. Una muy importante y que me
asfixia... Joder, si hasta he empezado a obsesionarme con buscar la salida de emergencia cuando
vamos a cualquier sitio que, por cierto, aquí está…
—Detrás de mí. A la izquierda —terminé la frase por él—. Lo sé.
Entonces fui consciente de que ya no intentaba dejar de llorar porque no serviría de nada. Las
lágrimas, calientes, eran lo único que daba calor a mis mejillas.
—Cuando estoy contigo, tengo que estar siempre preparado para saber cómo actuar. Mi cabeza
es un hervidero de posibles preocupaciones que te puedan surgir si digo o hago algo. O lo que es
peor, y no depende de mí, si alguien dice o hace algo que pueda empeorar las cosas, te
desestabilice emocionalmente. Mierda, es agotador.
—Y te has cansado —concluí.
—No puedo seguir haciéndolo. Mereces a alguien que…
—No sigas —sollocé—. Yo tampoco querría lidiar con la carga que llevo, pero no tengo
opción. Y te entiendo, de verdad que sí. —Empecé a levantarme y a recoger mis cosas—. Si yo
fuese una persona «normal» tampoco querría a mi lado a alguien cuya vida estuviese controlada
por el miedo.
—Carmen, por favor… —suplicó y se puso de pie—. Quizá cuando pasen las fiestas podamos
volver a vernos, tomar algo…
—¿Para qué? —Me encogí de hombros en una triste sonrisa y terminé de envolverme en la
bufanda de mi abuela—. No tiene sentido que lo dejemos porque te preocupo demasiado y luego
quieras volver a verme.
—¿Estás bien? —Sujetó mi codo y me miró como si fuese a desfallecer en cualquier momento.
—A partir de este momento, ya no es tu problema, Jorge —y lo dije sin ninguna acritud. Más
bien al contrario, quise que para él aquellas palabras fuesen liberadoras. Como agradecimiento
por las crisis que tuvo que soportar y la paciencia que me demostró durante todo ese tiempo.
Giré sobre mis talones y salí de allí dejando que el viento frío arrastrara las lágrimas y
silenciara mis sollozos. Mientras regresaba a casa me prometí que no volvería a pasar una
situación semejante. Una cosa era confiar en mi familia, ellos no podían despacharme, pero otra
era sincerarme con mi pareja y descubrir lo que yo ya sabía, que no todo el mundo podía lidiar
con mi problema.
Llegué al apartamento que compartía con Lucía, María y Laia y agradecí el silencio que me
envolvió. Me senté en el sofá y me acurruqué bajo la manta, sin quitarme el abrigo, mientras en mi
cabeza se repetía una y otra vez la conversación con Jorge. Aquello no era más que la
confirmación de otro de mis miedos: que nadie pudiese entenderme o que convivir conmigo fuese
imposible. Sollocé y me arropé, pero el frío me venía de dentro.
Escuché un golpe en la puerta y al momento dos más. En un principio me planteé no abrir. Mis
amigas tenían llaves y no me apetecía recibir a nadie, pero los golpes volvieron a sonar. Con un
suspiro, me limpié las lágrimas y tal y como me había cubierto con la manta abrí la puerta.
—¿Víctor? —la voz me salió nasal debido al berrinche.
—Hola… —dudó—. Estoy buscando a Pablo.
—No hay nadie en casa.
—Entiendo. —Me evaluó en silencio—. ¿Te importa si entro?
Iba a decirle que no era buena idea, pero debió de leerlo en mis ojos porque insistió.
—Había quedado con él abajo, pero he venido en moto y hace un frío de mil demonios.
Miré el casco que llevaba en la mano y la chaqueta de cuero junto con las botas. Al final me
limité a asentir y le cedí el paso. Víctor se quedó de pie en mitad del salón mirándolo todo hasta
que por fin dejó el casco sobre la mesa y la chaqueta en una silla. Se pasó la mano por el pelo
desordenándolo aún más y me miró.
—Siéntate —le ofrecí en un murmullo al ser consciente, al igual que él, de que no me había
perdido ni uno de sus movimientos.
—Carmen…, ¿estás bien?
—Es un simple resfriado —me excusé con la esperanza de que eso fuese suficiente y no
insistiera.
Avanzó hacia mí, se calentó las manos frotándolas entre sí y colocó una de ellas en mi frente.
—No tienes fiebre —concluyó—. Al contrario, estás helada.
—Debo de haber cogido frío. —Me alejé de su contacto porque quemaba en mi piel y me senté
en mi rincón favorito del sofá. Recogí las piernas y solo dejé fuera de la manta mi cabeza.
Víctor se sentó a mi lado, demasiado cerca para mi gusto, e hizo lo que tanto me irritaba:
mirarme en silencio.
—¿Qué? —pregunté con bastante insolencia para que dejase de hacerlo.
—¿Tiene que haber una razón para que te mire?
—La gente no suele mirar a las personas, ni ya puestos a las cosas, porque sí.
—¿Y por qué crees que lo hago yo? —preguntó intrigado. Apoyó un brazo en el respaldo y me
pareció sentir como su mano rozaba mi cabello.
—¿A qué estás jugando? —lo fulminé con la mirada.
Levantó las cejas y sus ojos brillaron de sorpresa.
—Al parecer, a qué pienso —contestó con seguridad.
Bufé exasperada y miré hacia delante, al televisor apagado que reflejaba nuestra imagen en el
sofá, pero fue en error porque además de sentir su mirada, la vi a través de la pantalla.
—¿Qué piensas tú? —susurró con voz profunda—. Déjame adivinarlo. —Inclinó el cuello para
buscar mi mirada y yo volteé la cabeza al otro lado, a la ventana donde el viento azotaba los
cristales. Víctor tenía que estar loco para haber venido en moto con este vendaval. ¿Acaso no
tenía sentido común? ¿No tenía a nadie que le aconsejara que en días como aquellos era preferible
viajar en coche?
—Te pongo nerviosa —concluyó.
—¿Eso es lo que crees que pienso?
—Eso es lo que me demuestras.
Puse los ojos en blanco y decidí no seguir con aquella absurda conversación que no nos dirigía
a ningún lado. No estaba de humor para aguantar tonterías. Quería lamerme las heridas sola, no
con Víctor Medina presente, al acecho de cada gesto o respuesta que yo diera.
—Creo que deberías llamar a Pablo —le sugerí.
—Y el hecho de que quieras deshacerte de mí lo confirma —apostilló.
—Igual se ha olvidado de ti y convendría que le recordaras que ha quedado contigo.
Víctor negó con la cabeza, despacio.
—No es posible. ¿Si tú… —dudó— hubieses quedado conmigo te olvidarías?
—Imposible —respondí. Dejé que se inflara un poco su ego y entonces terminé la frase—. Yo
jamás habría quedado contigo.
Acusó el golpe, pero se recuperó rápido.
—«Jamás» es demasiado tiempo —dijo contrito.
Le mantuve la mirada rastreando en sus ojos un atisbo de burla, algo que me diera una pista
sobre si, tal y como parecía, Víctor de verdad estaba tonteando conmigo o eran imaginaciones
mías.
—¿Qué pretendes? ¿Te estás burlando de mí? —dije al fin. Aquel día estaba realmente saturada
de emociones y no necesitaba aquello. El recuerdo de la conversación de Jorge y ahora la actitud
de Víctor estaban a punto de sobrepasarme.
—Siempre pensando mal de mí —se lamentó—. Escucha, Carmen…
De pronto oímos un golpe fuerte proveniente de una de las habitaciones. Nos incorporamos y,
asustada, lo sujeté por el antebrazo en un acto reflejo.
—¿No habías dicho que estabas sola? —preguntó Víctor, que se había puesto en alerta de
inmediato, al igual que yo, y miraba la mano que sujetaba su brazo.
—Sí… —murmuré.
—No te muevas de aquí. —Caminó despacio hacia la puerta del salón y yo por supuesto lo
seguí. No quería quedarme sola, así que agradecí que un policía nacional estuviese conmigo en
aquel momento. Me pegué a su espalda y noté cómo se tensaba. Me miró por encima del hombro y
lo escuché murmurar, pero no acerté a comprender el qué. Nos asomamos al distribuidor con
recelo. Con una mano, Víctor me mantenía a su espalda. En un piso antiguo como aquel, las
habitaciones estaban al final de un oscuro y largo pasillo, digno de la mejor película de miedo.
Apenas habíamos dado un paso cuando de repente la puerta de la habitación de María se abrió y
Pablo salió. Desnudo.
—¡No te rías! —gritó hacia la puerta abierta mientras supuse que señalaba a mi amiga con un
dedo.
—No me estoy riendo —la escuché. Y puede que físicamente sus labios no, pero estaba segura
de que sus ojos la delatarían.
Víctor y yo compartimos una mirada de sorpresa, vergüenza y en último momento de diversión.
—Lo veo en tus ojos, pequeña arpía —atacó Pablo.
Intentamos ser discretos y, en la oscuridad, dar un paso atrás sin ser advertidos, pero los
reflejos de Pablo eran excelentes y captó nuestra presencia de inmediato.
—¡Joder, Carmen! —Se cubrió sus partes con ambas manos y aquel gesto me pareció tan
gracioso que solo se me ocurrió taparme el rostro con la manta. —Y, Víctor... ¡¿Qué coño estás
haciendo aquí?! Todavía no es la hora.
—Ah, ¿no? —contestó con total desinterés—. Me habré confundido entonces.
—Lo siento, lo siento, lo siento —repetí mientras caminaba hacia atrás y volvía a entrar en el
salón.
Víctor me siguió carcajeándose mientras oíamos a Pablo maldecir. Me contagió su risa, pero de
pronto todo fue demasiado. Me sentí mal por reírme cuando Jorge me había dejado; me sentí mal
por el motivo por el que lo hizo, que no era otro que mi problema de ansiedad; me sentí mal
porque Víctor decidiese jugar conmigo en aquel momento y yo no hubiese sabido pararle los pies;
me sentí mal porque, al parecer, era muy fácil herirme, hacerme sentir vulnerable, jugar conmigo...
Comencé a respirar con irregularidad y la presión que sentía en el pecho me asustó. Me sentí
desfallecer y mi risa se convirtió en llanto.
—Eh… —Víctor se acercó hasta a mí, visiblemente preocupado—. ¿Qué te ocurre?
Negué con la cabeza incapaz de hablar.
—Ven aquí. —Intentó abrazarme, pero yo me alejé dos pasos de él y volví a negar con la
cabeza.
—Deja que te ayude, Carmen. Déjame acercarme a ti —murmuró con voz ronca—. Por favor.
Volví a decirle que no. No quería que me viese así, no quería que preguntara, no quería que
supiese lo débil que me sentía… Quería estar sola.
—Vete, Víctor —le pedí.
Suspiró frustrado y negó con la cabeza.
—No puedo dejarte así.
—Pero yo necesito que lo hagas. Esto no va de ti. Si de verdad quieres ayudar, por favor, vete.
Transcurrieron unos segundos de silencio que a mí se me antojaron eternos hasta que por fin
cedió.
—Está bien.
De reojo lo vi ponerse la chaqueta, coger el casco que había sobre la mesa y sentí su mirada
una última vez. Parecía derrotado, pero supuse que era porque a Víctor Medina no le gustaba que
la gente le dijese lo que debía hacer. Le di la espalda y cerré los ojos al escuchar el sonido de la
puerta al cerrarse.
—¿Y Víctor? —preguntó Pablo al entrar al salón.
—Se ha marchado —sollocé sobrepasada por las circunstancias.
—Carmen… —María se acercó hacia a mí y tras ver mi estado, me obligó a sentarme en el sofá
y se acomodó a mi lado—. ¿Qué sucede?
Pablo permaneció de pie con las manos en las caderas, expectante, en absoluto silencio,
mientras yo no dejaba de llorar.
—Jorge me ha dejado —sollocé.
—¡¿Por qué?! —María comenzó a acariciarme la espalda y me apartó el cabello negro que casi
cubría mi rostro para verme bien.
—Dice que no puede lidiar con mis miedos, que siente que está dejando de ser él mismo y que
he llegado a afectarle demasiado.
—Cobarde —siseó Pablo—. El que tiene miedo de asumir responsabilidades es él. Así que ni
se te ocurra culparte —me defendió visiblemente enfadado.
Negué con la cabeza y sorbí por la nariz.
—Puede que tengas razón, Pablo, pero él también la tiene. Convivir con alguien como yo es
agotador. Lo veo en vosotros cuando mis crisis son más frecuentes, en mi madre cuando la
desesperación y la impotencia se reflejan en su rostro, y lo veía en Jorge cuando no me podía
ayudar. Porque nadie puede, todo depende de mí, y en mi camino hacia arriba busco apoyo, rocas
sólidas a las que agarrarme para lograr salir, pero ejerzo tanta fuerza que acabo arrastrando las
piedras conmigo y haciéndolas caer.
—Todos necesitamos apoyos, Carmen. Y para eso estamos la gente que te queremos. Nadie es
perfecto —intentó tranquilizarme María.
—Pero hay defectos que son más difíciles de llevar —objeté.
—Cierto. Como que fueses drogadicta, por ejemplo. O una ladrona, una delincuente... —habló
Pablo con vehemencia.
—Creo que ya te ha salido la vena de poli —se burló María.
Aquello me hizo sonreír.
—Oye, enana —se acuclilló frente a mí—, ese tío es un imbécil por no saber valorar lo que
tenía. Si piensa así, no te merece. Sé que ahora no lo ves, pero visto lo visto, es lo mejor que te ha
podido pasar. Que le jodan. O mejor no. Que nadie lo quiera joder.
Solté una carcajada y me limpié las lágrimas a manotazos.
—¿Qué te parece si mañana por la mañana regresamos a casa? Tú y yo, mano a mano.
—Nada me apetecería más, pero tengo que entregar un último trabajo —me lamenté.
—Bueno, pues te llevo a la universidad, lo entregas y nos vamos. ¿Podría ser?
Asentí y me lancé a los brazos de Pablo, agradecida por que me conociese tan bien y supiera lo
que necesito en cada momento.
María se levantó del sofá y comenzó a recoger algunos de los apuntes que había sobre la mesa.
Me separé de Pablo, señalé con la cabeza a María y le supliqué con los ojos que dijera algo y la
incluyese en nuestros planes. Agachó la mirada y suspiró.
—María, ¿cuándo tienes que volver? Podrías hacerlo con nosotros mañana si quieres. —Pablo
estaba visiblemente tenso y estaba segura de que María lo advertía.
—No. Regresaré el lunes. —Ni siquiera levantó la cabeza mientras siguió ordenando de manera
compulsiva el diferente tamaño de los folios—. Tengo planes para el fin de semana.
—¿Qué planes? —Pablo se levantó y entrecerró los ojos.
—Pero gracias por el ofrecimiento —terminó María.
Encaró su mirada unos segundos, quizás esperando que insistiese o dijese algo que la hiciera
cambiar de opinión, pero no sucedió. Segundos después se giró y nos dejó solos. Pablo se encogió
de hombros con aparente desinterés.
—Regresaremos solos entonces.
Le tomé de la mano y lo acaricié con cariño.
—¿Qué estás haciendo, Pablo?
Ni siquiera fingió no saber de qué hablaba.
—Siempre he sido sincero, Carmen. Así es lo nuestro.
—Como sigas así, pronto no habrá un «lo nuestro». Es muy insensible por tu parte no tenerla en
cuenta nada más que cuando vienes de paso.
—Sería más insensible si fuese falso y actuase como si lo nuestro fuese a llegar a alguna parte.
Si le diera ilusiones.
—Pero es que no entiendo por qué no puedes ir más allá con ella —dije con sinceridad—. Te
gusta, te lo pasas bien en su compañía, ¿qué más quieres?
Pablo negó con la cabeza y caminó hacia la ventana, donde el viento seguía arreciando y
aullaba como si estuviese enfadado, dolido, como si fuese mi lamento.
—No es una chica para tomarse en serio. No me gusta tanto como para eso.
Noche de fin de año 2015.
La abuela dejó sobre la mesa la bandeja de turrones. Mamá y tía Carolina cuchicheaban entre
risas mientras sacaban las copas de cristal del mueble, y mi tío y Pablo se peleaban por ver quién
de los dos abriría la botella de cava. Yo sonreía ante aquella familiar imagen que solía repetirse
año tras año mientras desgranaba las uvas y las colocaba perfectamente alineadas sobre mi plato
en tres filas de cuatro uvas cada una. Era mi ritual.
—Así no se toman las uvas —me increpó Pablo, como todos los años. Alargó un dedo y movió
una de las uvas de su sitio.
Puse los ojos en blanco, la coloqué en su lugar y seguí quitándole la piel a las que me faltaban y
desechando las semillas. Pablo volvió a alterar mi orden y la abuela le dio una palmada en la
mano.
—Deja a la niña —lo reprendió y me dio un cálido beso en la frente. De esos que cuando lo
recibes cierras los ojos solo para sentirlo con el corazón.
—Quedan diez minutos —se impacientó mi tío y empezó a zapear de canal en canal hasta que
encontró el que más le gustaba.
—Enana, después de las uvas nos largamos —susurró Pablo a mi lado.
—No me apetece. Hace mucho frío.
—En Ávila sí que hace frío. Además, no te lo he preguntado. He asegurado que nos largamos.
—Te has vuelto muy mandón desde que estás en la academia —me burlé.
—Haz caso a las fuerzas del orden.
—Les dije a las chicas que hoy no saldría —dudé.
—Pues ahora diles que sí.
—¡Cinco minutos! —gritó mi tío.
Sonreí al mirar a mi abuela y ver cómo negaba con la cabeza mientras taladraba con la mirada a
mi tío, pero al apartar la mirada, reparé en que mi madre sonreía esperanzada, como si supiese lo
que Pablo me había propuesto. Al final accedí. Sabía que estaba preocupada por mí tras mi
ruptura con Jorge y que mi retraimiento la inquietaba.
—Les enviaré un mensaje para ver dónde estarán.
—Perfecto —asintió orgulloso.
—¡Los cuartos! ¡Los cuartos! —Mi tío le dio a tope al volumen del televisor y nos tomamos las
uvas con cada campanada, como era tradición.
Pablo y yo llegamos al pub donde había quedado con mis amigas cuando el de seguridad
cerraba el cordón porque el aforo estaba lleno. No supe si sentirme aliviada por tener que volver
a casa o triste por dejarlas plantadas.
—Ni lo pienses —me señaló Pablo—. De volver a casa para jugar a las cartas con mamá y la
abuela, nada.
Me tomó de la mano y se plantó delante del guarda de seguridad. Al principio nos miró con
cara de malas pulgas, pero tras lo que fuera que le susurró Pablo, asintió y nos dejó pasar. Atrás
quedaron las protestas del resto de la gente que había en la cola.
Vi a Laia y a Lucía en la barra y Pablo, por su complexión, me ayudó a abrirnos paso para
llegar hasta ellas. Tras los abrazos atropellados y efusivos junto con las felicitaciones de Año
Nuevo, se hizo evidente una ausencia indispensable, al menos para mí.
—¿Y María? —pregunté mirando a mi alrededor.
Lucía se encogió de hombros y Laia negó con la cabeza. Entendí que no dirían nada delante de
él. Miré de reojo a Pablo y lo vi disimular que no había estado pendiente de nuestra conversación.
Levantó una mano y pidió un cóctel para él y una Coca-Cola para mí mientras esquivaba mi
mirada. Bebimos en silencio hasta que de pronto la locura se desató y mis amigas me arrastraron
hasta el borde de la pista donde había algunos compañeros de instituto que hacía tiempo que no
veíamos. Los saludé con cariño y charlamos a gritos un rato, pero al momento volví al lado de
Pablo. Al principio no advirtió mi presencia, centrado en la pantalla de su móvil, pero cuando me
vio sonrió y me dejó un hueco en la barra.
—¿Todo bien?
—Sí —correspondí a su gesto—. Hacía mucho que no veía a alguno de ellos.
Pablo asintió comprensivo.
—Carmen… —dudó. El hecho de que me llamase por mi nombre y no enana me hizo sospechar
que quería hablar de algo serio—. Olvídalo —se retractó.
Negó con la cabeza y bebió de su copa.
—Puedes preguntarme lo que quieras. —Lo sujeté del antebrazo y lo obligué a que me mirase a
los ojos. Entonces lo comprendí, supe lo que quería saber y aunque se merecía no obtener
respuesta, se la di—. Se ha marchado cuando ha sabido que vendrías.
—Muy maduro por su parte —apuntó disgustado. No tenía sentido fingir que no sabíamos de
quién hablábamos.
—No más que tú —le acusé—. Nos escuchó hablar el otro día.
Pablo entrecerró los ojos sin entender.
—Cuando me dijiste que María no te gustaba tanto —expliqué.
Tardó un poco en recordar, pero cuando lo hizo, vi cómo se le descomponía el rostro.
—Joder.
—Te dije que un día esto podría suceder.
—Se le pasará —me cortó para zanjar la conversación. Señaló con la cabeza a Lucía y a Laia
—. Puedes quedarte allí si quieres. No pasa nada, enana, yo te vigilo. —Me guiñó un ojo y me
empujó con el hombro.
Miré a mi alrededor sin saber si atreverme o no. Parecía que la gente se había concentrado al
otro lado del local, por lo que no estaría demasiado agobiada y Lucía me hacía señas para que me
acercara.
—Ve —insistió Pablo.
Dudé, pero decidí hacerle caso cuando vi a Víctor Medina dirigirse hacia nosotros.
Capítulo 4

VÍCTOR

Ver a Pablo no fue difícil —sobresalía por encima de la mayoría de las cabezas que había a su
alrededor—, y suponer que si se encontraba pegado a la barra era porque estaría con ella,
tampoco. Avancé hasta que la vi y me detuve a recrearme en su imagen. En los pantalones negros
ajustados que llevaba y marcaban sus caderas, y la camisa escotada que dejaba entrever el
nacimiento de sus pechos. Llevaba el pelo recogido en un moño informal, pero algunos mechones
sueltos enmarcaban su rostro. Comencé a caminar cuando la vi recorrer el local con aquellos ojos
negros e insondables y tuve la certeza de que me vería. A veces tenía la sensación de que se le
activaba un radar cuando me tenía cerca, uno que detectaba la amenaza que mi presencia le
provocaba. Apenas conectamos un momento nuestras miradas antes de que Carmen huyera,
literalmente, de mí. Y joder, aquello me puso de muy mal humor. Tanto como el hecho de que me
largara de su casa sin paños calientes.
—Medina —me saludó Pablo con un abrazo—. El otro día desapareciste.
—Roldán —correspondí a su gesto y nos palmeamos la espalda—. Me tuve que marchar.
Pedí un bourbon con hielo y me apoyé en la barra, a su lado. Chocó su copa con la mía y me
estudió con interés.
—Así que tuviste que marcharte.
—Eso he dicho.
—Y no vas a decir nada más.
—No. —Bebí un trago.
—Bueno, como tú quieras. ¿Viniste directo desde Valencia al final?
—Llegué ayer. Regresé a comisaría para hacer algunas guardias y así librar algunos días más. Y
de paso, hacer puenting, escalada… Ya me conoces.
—Jodido loco —negó con la cabeza—. ¿Sigues pensando en quedarte por allí arriba?
Asentí y me giré hacia la pista de baile. Aunque había estado prometiéndome mentalmente que
no miraría en su dirección, lo hice. Sonreía. Al hacerlo se le marcó aquel hoyuelo difícil de ver en
la mejilla derecha y yo lo grabé en la retina de mis ojos para poder recordarlo. Parecía más
relajada que otras veces, aun así, el significado de esa palabra le quedaba muy grande.
—Parece que tu prima se lo está pasando bien —comenté al advertir que Pablo seguía la
dirección de mi mirada.
Había un chico cerca de ella, tenía una mano en la parte baja de su espalda y le susurraba cosas
al oído.
—Está con antiguos compañeros de instituto.
Cabeceé y bebí sin apartar los ojos de aquella escena.
—¿Ha venido esta vez el tío ese con el que sale, o sigue poniendo excusas para no hacerlo?
De reojo vi como Pablo sonreía de medio lado y negaba con la cabeza.
—Ya no sale con él.
Algo dentro de mí se agitó, una sensación excitante y cálida cuyo nombre solo podía ser
esperanza.
—Ah, ¿no?
—No —dijo con bastante efusividad.
—¿Y desde cuándo?
—Desde el día que estuviste en su piso.
—¿No me digas? —susurré antes de beber de mi vaso. Así que por eso lloraba ese día. Desde
luego tenía que reconocer que tenía el don de la oportunidad. Durante el tiempo que estuvo
saliendo con ese tío, jamás le insinué nada. Siempre me mantuve al margen. Pero joder, ese día,
estando los dos solos en su casa, al sentir su cercanía, oler su aroma… Me dejé llevar y en el peor
momento.
—Ese tío era un imbécil —sentenció Pablo.
—Ni que lo jures.
Lo había visto unas cuantas veces a lo largo de este último año. La mayoría de ellas cuando me
había juntado con Pablo y el resto de nuestros amigos en la capital. Fue por Pablo que me enteré
de que Carmen salía con un chico que había conocido en el bar de la facultad y, a partir de ese
momento, reconozco que quise verlo con mis propios ojos, conocer al tipo que había conseguido
su aprobación. No paré hasta conseguirlo. En cuanto tuve ocasión, manipulé un poco las cosas
para que Pablo nos incluyese, sobre todo a mí, en una cena que había organizado Carmen por el
cumpleaños de una de sus amigas. El tipo me cayó mal desde que lo vi. Físicamente era todo lo
contrario a mí: pelo claro, ojos claros, delgado y no muy alto. El único punto a favor que le
encontré es que no parecía mala persona, pero no me gustaba el modo en que la trataba. En
ocasiones parecía más un padre que un amante, al menos en mi presencia. Se mostró preocupado
en exceso por absolutamente todo, demasiado condescendiente con ella y paternalista, como si no
fuese una mujer capaz de cuidarse por sí misma o tomar sus propias decisiones. Aquello me
enfureció, aunque reconozco que tampoco tenía que esforzarse mucho para que le encontrase pegas
porque nadie me parecería perfecto para ella, nadie menos yo. A lo largo de esa primera noche y
después de varias más, vi muchas caricias de manos, de cabello, pero pocos besos y menos pasión
aún. Algo que agradecí por mi salud mental.
—Bueno, cuéntame qué tal las cosas por aquellos pueblos de cabras por los que te mueves —
me sacó Pablo de aquellos recuerdos.
Solté una carcajada porque cuando me tocó elegir destino después de aprobar las oposiciones y
pasar por la academia, la mayoría de mis compañeros rezaban porque les tocase en algún lugar
donde hubiese acción. Sin embargo, yo pude elegir estar relativamente cerca de casa, en una
comisaría que se encargaba de varios pueblos pequeños de la provincia de Valencia en los que
podía hacer el tipo de deporte que a mí me gustaba, desde escalada, barranquismo y bicicleta de
montaña a simplemente salir a caminar por el bosque. Y al mismo tiempo, vivía tranquilo y en
apenas un par de horas podía venir a ver a mi familia.
—Cuando me toque elegir destino no sé lo que haré. Parece que últimamente lo único que hago
es equivocarme —explicó reflexivo.
—No tiene sentido calentarte la cabeza, porque una vez allí, puede que todos los planes que te
hayas montado se vayan a la mierda. Así que lo mejor que puedes hacer es ir con la mente abierta.
—Pues brindemos por dónde nos lleve el destino. —Pablo chocó con mi vaso y ambos lo
apuramos de un trago y lo dejamos sobre la barra. Sonreí porque hoy lo notaba más ansioso y
preocupado que otras veces, pero la sonrisa murió en mis labios cuando al volver a mirar a
Carmen, me percaté de que el tipo que estaba hablando con ella vertía algo con disimulo dentro de
su vaso.
—¡¿Qué cojones…?! —Avancé a grandes zancadas y llegué justo a tiempo de arrancar,
literalmente, el vaso de Carmen de sus manos antes de que bebiese y con una mano coger del
jersey al indeseable que estaba con ella y estamparlo contra la pared más próxima.
—¿A ti qué te pasa? —me miró asustado.
—Víctor… —Pablo se colocó a mi lado y entendí lo confuso que se debía sentir por mi
reacción, pero a mí todavía me hervía la sangre en las venas por lo que podría haber sucedido si
no me hubiese dado cuenta de las intenciones de aquel hijo de puta.
—¿Qué mierda le has puesto en la bebida? —susurré junto a su cara.
La gente había empezado a hacer corro a nuestro alrededor y pronto el de seguridad aparecería.
—Nada —respondió escueto.
—Así que nada, ¿eh? ¿Quieres que lleve esto al laboratorio y lo examinen?
—¿Y tú quién coño eres para hacer eso? —Intentó zafarse de mí y lo sujeté con más fuerza al
colocar mi antebrazo debajo de su cuello.
—Víctor… —escuché la voz de Pablo—. Suéltalo. Vamos, tú sabes cómo se deben hacer las
cosas.
Suspiré y me alejé un paso mientras lo señalaba con una mano y con la otra seguía sosteniendo
el vaso de Carmen.
—Ni se te ocurra moverte —lo amenacé.
Oí a Pablo hablar con el guarda de seguridad y este asegurarle que ya habían llamado a la
policía. Al momento éramos dos tipos de uno noventa de altura, cruzados de brazos delante de
aquel impresentable sin apartar la mirada de él.
—Quiero pegarle —susurró Pablo.
—Yo llegué primero —objeté.
—Entonces tú le partes la boca y yo la nariz. O al revés.
—Quizá sea mejor las manos, para que no pueda ni limpiarse el culo solo.
—Pues tú una mano y yo otra.
—Dedo a dedo —especifiqué.
A aquellas alturas, el gilipollas estaba más blanco que un fantasma. Por supuesto, ninguno de
los dos, ni Pablo ni yo íbamos a tocarlo, pero él no tenía por qué saberlo.
Quería girarme, buscarla y comprobar que estaba bien, pero no lo hice hasta que aparecieron
mis compañeros, les enseñé mi identificación y les expliqué lo sucedido. Una vez se lo llevaron,
giré a mi alrededor hasta encontrarla en brazos de Pablo. Me miraba asustada con aquellos ojos
negros y enormes, insondables para mí.
—¿Estás bien? —le pregunté con dureza. Demasiada quizá.
—Sí —dudó—. Supongo que gracias a ti. No quiero imaginarme qué hubiese sucedido si
hubiera bebido.
Ni yo tampoco, porque si lo hacía, volvería atrás y golpearía a aquel cabrón.
—Hice lo que tenía que hacer —respondí esquivo.
Carmen asintió y se aferró a la camiseta de Pablo. Primero miré sus dedos, que estrechaban la
tela con desesperación, y luego cómo apoyaba la cabeza en el pecho de mi amigo. Y lo envidié. Y
no por primera vez. Quise ser yo quien la abrazara en aquel momento y la tranquilizara, como
quise ser tantas cosas en su vida y no había llegado a ser nada.
Pablo dejó un taburete a su lado y la ayudó a sentarse.
—Iré a por una botella de agua —me avisó. Asentí porque entendí lo que mi amigo me pedía,
que estuviese al cuidado de ella, como si hubiese podido hacer otra cosa.
La música había vuelto a relajar el ambiente y la gente bailaba a nuestro alrededor. Me crucé de
brazos y vi como esquivaba mi mirada.
—¿Estás mejor?
Carmen asintió.
—¿Y mejor que la última vez?
La vi sonrojarse y desviar la mirada.
—Lamento si fui un poco brusca, pero necesitaba estar sola.
—A María y a Pablo no los echaste —susurré.
—Creo que será mejor que me vaya…
Quería huir. De mí. Y me sentí un imbécil integral por no saber aprovechar la situación.
—¿Qué tal te van los estudios? —intenté retenerla con aquella manida pregunta.
—Bien —respondió escueta.
—¿Te gusta lo que haces? Estar con los niños, dar clases... —insistí en mi patético intento para
que no se marchara.
—Me encanta. —Sonrió con sinceridad y aquel gesto me golpeó en el pecho. Había sonreído
por algo que había dicho yo. A mí.
Yellow de Coldplay empezó a sonar y lo tomé como una señal. Cada vez que había escuchado
aquella canción había pensado en ella. Si tuviese que definirla con un color, ese sería el suyo,
amarillo. Como el del sol. Porque ella me calentaba en todos los sentidos, en cuerpo y en alma.
Amarillo brillante, cálido, deslumbrante, doloroso a veces, pero necesario para vivir.
Me acerqué hasta que sus rodillas rozaron mis muslos y estiré la mano.
—Baila conmigo, Baby —le pedí con voz grave. Me miró sorprendida y tuve miedo de que me
rechazase de nuevo—. Por favor.
Parpadeó varias veces. Casi podía escuchar los engranajes de su cabeza funcionar hasta que
asintió y estiró la mano. Sus dedos tocaron los míos y sentir su piel contra la mía hizo fluir la
adrenalina por mi cuerpo. La acerqué hacia mí, la abracé por primera vez en mi vida y cerré los
ojos antes de enterrar la nariz entre su pelo y aspirar el aroma a azahar que solía envolverla. Nos
movimos al ritmo de la música, mecí su cuerpo contra el mío y capturé aquel momento y me lo
guardé como algo precioso y único.
Capítulo 5

CARMEN

Me dejé mecer entre los brazos de Víctor, confusa y sorprendida a partes iguales. Si me paraba a
analizar lo sucedido aquella noche, saldría corriendo y me encerraría en casa. Infinidad de «y si»
bombardearon mi mente. Sin embargo, el tacto de las manos de Víctor sobre mi cintura, cómo me
estrechaba cada vez más contra su cuerpo hasta estar completamente pegados, la seguridad con la
que lo hacía, la manera de rozar su rostro contra mi pelo, pero sobre todo percibir la delicadeza
con la que aspiraba el aroma de mi cabello, hizo desaparecer todos esos «y si» y mi mente los
reemplazó por ideas surrealistas. Como, por ejemplo, que Víctor Medina realmente estuviese
coqueteando conmigo, otra vez, pero de manera diferente. Levanté la cabeza para comprobar que
no eran imaginaciones mías, que Víctor me estaba acariciando y que todo ello no era para mofarse
de mí. Me encontré con la intensidad de sus ojos verdes, que brillaban bajo las luces
estroboscópicas, directos, sinceros y con el destello de algo que no supe identificar.
Bailamos sin dejar de mirarnos, sin que nuestros pies se despegaran del suelo, pero
íntimamente conectados. Fue una sensación extraña, estimulante y al mismo tiempo aterradora.
Jamás mi desbordante imaginación habría conjurado una escena como aquella.
Debió de leer en la expresión de mi rostro parte de los pensamientos que rondaban por mi
cabeza, porque sonrió con tristeza y colocó una mano en mi nuca. Me estremecí al sentir como se
me erizaba la piel al tiempo que sus dedos exploraban el lateral de mi cuello, descendían por la
clavícula, la curva de mi hombro y la espalda hasta volver a colocar la mano en la parte baja de
mi cintura. Suspiró y apoyó la frente contra la mía.
—No pienses demasiado. Déjate llevar —me pidió con gravedad.
Hacía rato que estaba a su merced, que lo había dejado tomar el control de la situación y me
había rendido a aquello que estuviésemos haciendo, fuera lo que fuese. Y ser consciente de ello
me asustó.
—¿No te parece perfecto? —Rozó apenas su nariz con la mía y cerré los ojos por puro instinto.
Su aliento cálido y excitante me acarició los labios y los entreabrí para saborearlo. Deseé ese
beso. Necesité su contacto, que mi lengua se enredase con la suya y verter los suspiros ansiosos en
su boca. Y fueron precisamente aquellos pensamientos los que me hicieron darme cuenta de que
Víctor Medina me podría gustar, los que me animaron a que colocase las manos sobre su pecho y
diera un paso atrás, justo cuando la canción llegaba a su fin y la gente volvía a saltar a nuestro
alrededor a un ritmo mucho más acelerado.
—Salgamos de aquí —propuso—. Tú y yo. Solos.
Sus manos seguían en mi cintura y su calor traspasaba la tela de mi ropa.
—No puedo —susurré.
—¿Por qué? —preguntó frustrado.
—Tampoco debo.
Ni con él ni con nadie. Yo no era una persona con la que mantener una relación a largo plazo,
Jorge me lo había enseñado. Ni él tampoco. Y aunque no era de piedra y Víctor me atraía como
las polillas a la luz, aquella situación era una complicación innecesaria en nuestras vidas.
—¿Qué te lo impide? ¿Acaso no confías en mí?
No podía decirle que era el miedo. No podía confesarle que todas mis rarezas procedían de
aquel sentimiento que por desgracia formaba parte de mí y en ocasiones me sobrepasaba. Que
acceder a marcharme con él supondría saltar al vacío sin red. Confiar en alguien que vivía al
límite de sus emociones y se alimentaba de la adrenalina. Justo todo lo opuesto a lo que yo
necesitaba en mi vida.
—Se te olvida que tengo pareja —contesté a la desesperada.
Dio un respingo, como si aquello no se lo esperase. Vi decepción en sus ojos, pero también
resentimiento. Las manos de Víctor abandonaron mi cuerpo y cayeron a ambos lados de sus
caderas.
—Tienes novio. —No fue una pregunta, pero a mí me sonó a que necesitase mi confirmación.
—Ya lo sabes. —Me moví inquieta y me abracé la cintura para no perder el calor de su
contacto, pero al mismo tiempo deseando que Pablo apareciese de una vez o que la tierra me
tragase, una de las dos cosas.
Permanecimos en un incómodo silencio hasta que Víctor volvió a hablar.
—Perdona si te he molestado. No volverá a suceder.
Asentí y di un paso atrás. Víctor seguía mirándome con tanta intensidad que parecía estar
memorizando cada particularidad de mi rostro.
—¡Ya estoy aquí! No veáis lo que me ha costado que me atendieran—anunció Pablo con
demasiada efusividad como para resultar creíble.
Ni Víctor ni yo le prestamos atención. Seguimos mirándonos hasta que la tensión hizo que yo
rompiese el contacto visual y girase la cabeza. Tomé la botella de agua que me dio Pablo y me
concentré en abrirla para evitar volver a mirar a Víctor, porque estaba segura de que sabría leer,
si no la mentira, sí la vergüenza en mis ojos.
—Nos vemos, Pablo —se despidió con determinación.
Aquello hizo que levantase la cabeza de golpe.
—¿Ya te marchas? —se extrañó Pablo.
Víctor golpeó el hombro de mi primo y negó con la cabeza para evitar que Pablo siguiese
preguntando.
—Tengo que hacerlo —respondió escueto.
Me miró con tristeza, alzó la mano para rozarme la mejilla, pero la dejó caer arrepentido al ver
la sorpresa, o quizá fuese el pánico en mis ojos.
—Adiós, Carmen. Cuídate mucho.
Y de algún modo supe que aquella despedida sería por mucho tiempo.
Capítulo 6

CARMEN
Septiembre 2018, tres años después.

Conduje las más de dos horas que me llevó recorrer el trayecto hacia la nueva escuela en la que
trabajaría sin dejar de llorar. Tuve que parar varias veces al lado de la carretera porque las
lágrimas me cegaban y no podía ver bien. Tenía una especie de losa que me aplastaba el pecho y
me impedía respirar con normalidad al tiempo que las manos me temblaban sobre el volante.
Reconocía muy bien los síntomas, es más, los esperaba. Sabía que aparecerían como cada vez que
mi vida había sufrido un cambio significativo y, como siempre, en el peor momento, cuando
bajaba la guardia o estaba concentrada en otra cosa. El miedo permanecía agazapado, dispuesto a
hacer su entrada triunfal y sorprenderme, por ello solía vivir en constante alerta. Así había sido
durante años y así seguía siendo. Agotador. Era como si la más mínima desestabilización
emocional dejase una grieta, un resquicio por el que se pudiesen colar todos los miedos y, como el
veneno, se extendían por mi cuerpo.
Cambiar de vida, asumir que ya era lo suficientemente adulta para trabajar fuera de casa, en
aquello que adoraba, bien merecía la pena. Aunque a cada kilómetro que dejase atrás me asaltara
la idea de dar media vuelta y regresar a la seguridad de mi hogar, a los sabios consejos de mi
madre, a las caricias de mi abuela, al recuerdo vívido de mi padre en cada una de las cosas que
guardábamos de él y que me podía encontrar en un estante, en un cajón o simplemente mirando la
última foto que teníamos juntos.
Saqué la libreta del bolso y escribí todos los pensamientos que pasaban por mi mente, todas las
dudas y por supuesto los miedos. Empecé a tener aquella costumbre cuando mi terapeuta me
sugirió que lo hiciese en el momento en el que me asaltara una crisis de ansiedad porque luego,
cuando hubiese pasado, podría leer lo escrito y ser consciente de cómo mi mente distorsionaba la
realidad. Personalmente, ponerme a escribir en ese momento en concreto me resultaba catártico.
Llevar el registro de mis crisis me ayudaba a situarlas en el tiempo, a darles un espacio en
concreto y a escribir la palabra fin cuando el nivel de estrés descendía y la parte de mi cerebro
racional volvía a tomar el control sobre la emocional.
—No me va a suceder nada. No tengo nada malo. Aunque mi corazón lata rápido, me duela el
pecho y sienta hormigueo en las extremidades, solo es eso. Solo son sensaciones de alerta que
activa mi cerebro ante la sospecha de una amenaza que pueda poner en riesgo mi vida. Pero no es
real, la amenaza no es real. Estaré bien. Dentro de unos minutos estaré bien… —repetí mientras
las lágrimas bañaban las hojas del cuaderno.
Cuando volví a mirar el reloj había pasado casi un cuarto de hora y del uno al diez en mi escala
de ansiedad, ahora podría estar en un cuatro. No estaba mal. Apunté la hora y la valoración y bajé
del vehículo. Apenas me quedaban cinco kilómetros para llegar y el sol se alzaba sobre mi cabeza
con intensidad, recordándome que el verano todavía no había terminado. No había visto a nadie
más circular por allí desde que tomé el desvío de la autovía, así que agradecí no tener que
preocuparme por que alguien me viese y se detuviera para preguntarme si necesitaba ayuda.
Inspiré hondo y cuando estuve preparada, volví a entrar en el coche llevándome conmigo una
pequeña flor, de esas que crecen al margen de la carretera, y que dejé en la página que acababa de
escribir. Un pequeño recuerdo del momento en el que me encontraba cuando me asaltó la crisis y
la superé. Más tarde la pegaría como había hecho con los demás objetos que había ido
coleccionando.
Pasé el puente de piedra que daba acceso al pueblo y seguí las indicaciones del navegador
hasta que me llevó a la plaza. Había repasado el itinerario varias veces y visitado la página web
de la localidad para ver cómo era. Casi podía moverme por sus calles como si hubiese vivido allí
toda la vida. Por ejemplo, sabía que el consultorio médico estaba a dos calles, el horario de visita
y dónde estaba la farmacia más cercana, que era justo al lado del centro de salud.
Bajé del coche y reparé en las miradas curiosas de los vecinos, que sin ningún tipo de pudor se
paraban a contemplarme. El hecho de estar en un pueblo de no más de cuatrocientos habitantes
tenía sus ventajas: todo el mundo se conocía y si necesitabas cualquier cosa tenías ayuda. Pero
también las mismas desventajas: que todo el mundo se conocía y el más mínimo cambio era
advertido de inmediato.
Giré a mi alrededor hasta que localicé la casa con la fachada de piedra y las contraventanas de
madera de color verde, y sonreí porque era tal y como había visto en las fotos de la agencia.
Inspiré hondo antes de llamar, como si aquel gesto fuese el paso definitivo a mi nueva vida cuando
en realidad los pasos por ese camino los había empezado hacía años. De pronto la puerta se abrió
y una señora mayor con el pelo cano me miró con recelo de arriba abajo antes de decidir si era de
su agrado o no.
—Tú debes de ser Carmen.
Asentí.
—Usted debe de ser doña Flora.
En aquel momento me sonrió y supe que de algún modo había pasado la prueba.
—La misma. ¡Adelante! —Abrió la puerta de la casa y me invitó a entrar—. Puedes dejar las
cosas en el coche y sacarlas más tarde. Ahora te enseñaré cuál es tu apartamento.
Me tomó de la mano y me dirigió hacia las escaleras. Cuando cerró la puerta de la calle, el
calor se quedó fuera y un agradable fresquito me acogió.
—Se agradece el cambio de temperatura —comenté para entablar conversación.
—Ay, niña, cuando llegue el invierno no dirás lo mismo. En verano es cierto que no
necesitamos el aire acondicionado, al menos en la parte de abajo, pero ya te dije que está
ocupada. Desde hace años, además. Pero casi nunca está en casa. —Señaló una puerta que había a
la derecha de las escaleras—. Arriba hace más calorcito y más frío, pero el apartamento está
acondicionado.
Empezamos a subir los empinados escalones, no sin cierta dificultad para doña Flora, hasta que
sacó las llaves de su mandil y abrió la puerta.
—Pues esta será tu casa, niña —jadeó tras dejarme pasar.
Olía a limpio y a algún tipo de planta aromática. Las paredes eran blancas a excepción de la
que se encontraba tras el sofá, que era de piedra rústica. Las otras estaban adornadas por algunos
cuadros que, intuí, serían lugares emblemáticos de la localidad. El suelo era de madera oscura
para darle cierto toque acogedor y los muebles modernos contrastaban con las vigas de madera
del techo y el aire rural de la casa. Me acerqué hasta la ventana y me quedé maravillada al ver las
vistas. Se veían la plaza y las montañas detrás de las casas. Giré a mi alrededor para apreciar el
conjunto de la estancia y toqué la colcha floreada que había sobre el sofá. Parecía cómodo y
desde allí se veía la calle y gran parte de la cocina, que estaba completamente equipada y tenía
una ventana abierta al salón. Decir que me enamoré de aquella casa sería quedarse corta. Doña
Flora fue enseñándome las estancias del pequeño estudio y explicándome dónde encontrar
cualquier cosa que pudiese necesitar. Una vez en la habitación, sonreí al ver los cojines de
diferentes colores que adornaban la cama y los pequeños espejitos que había en el lado opuesto al
armario. Sin embargo, lo que más me gustó fue el techo abuhardillado y la ventana que había sobre
la cama. Podría ver las estrellas acostada, escuchar la lluvia repiquetear y, cuando llegase el
invierno, acumularse la nieve sobre el cristal. En conjunto, toda la habitación tenía cierto aire
bohemio que me encantó.
—¿Está todo a tu gusto? —quiso saber doña Flora.
—Es perfecto. —Sonreí.
—Me alegro, niña. Mis hijos estudiaron diseño e interiorismo y se encargaron ellos mismos de
arreglar la casa. Yo me mudé a otra más pequeña de una sola planta cuando enviudé. Esta era
demasiado grande para mí sola y la dividimos en dos viviendas para poder alquilar. Mira —
regresamos al salón y señaló por la ventana—, en esa calle de ahí tienes una tienda de
ultramarinos donde podrás comprar pan y productos de primera necesidad. Para algunas cosas
igual tienes que ir a la ciudad, pero si no, Manuel, el tendero, puede pedirte lo que necesites y te
lo trae. Y allí… —enmudeció y de pronto soltó un grito—. ¡Ay, niña, que te multan!
Miré hacia abajo y vi como un guardia se disponía a apuntar mi matrícula en el boletín de
multas.
—¡Ay, Dios! —Corrí escaleras abajo con el corazón casi en la garganta y abrí la puerta de la
calle, donde el calor volvió a golpearme—. ¡Espere, por favor!
Rodeé el vehículo y me planté delante del guardia. Levantó la cabeza de la libreta y me miró de
arriba abajo con las cejas fruncidas.
—Aquí no se puede aparcar —me advirtió.
—Lo lamento, pero es que me acabo de mudar y necesitaba descargar mis cosas. Lo quitaré de
inmediato, y si hace falta traeré las cosas…
—¡No te atrevas a escribir esa multa, jovencito! —intervino doña Flora y se unió a nosotros,
como todos los vecinos que pasaban por la plaza—. Es mi nueva inquilina y he sido yo la que le
ha dicho que deje el coche aquí.
—Doña Flora —le advirtió con fastidio—, no puede llamarme jovencito cuando estoy de
servicio.
—¡Menuda estupidez! Ni que llevar el uniforme te convirtiese en un desconocido para mí. Por
cierto, cuando termines, pásate por mi casa y llévate potaje para tu madre, que le dije que haría de
sobra para ella, y a ti también te pondré si te portas bien.
Lo vi enrojecer, negar con la cabeza y cerrar el talonario de multas, quizás intuyendo que doña
Flora no cesaría en su particular cruzada.
—¿Contenta? —murmuró.
—Pues sí, pero seguro que la muchacha más. Por cierto, se llama Carmen y es la nueva maestra
del colegio.
—¿No me digas? Encantado, Carmen. —Me tendió la mano con una sonrisa avergonzada—. Me
llamo Daniel.
Acepté el gesto y le correspondí.
—Un placer, Daniel. Siento haber aparcado mal.
Hizo un movimiento con la mano para restarle importancia y miró a su alrededor a todos los
vecinos allí congregados.
—No te preocupes. Al no reconocer el coche, he supuesto que no era de alguien del pueblo y
por eso lo de la multa. A veces los turistas que vienen a hacer deportes de riesgo creen que por
ser un pueblo pequeño pueden hacer lo que quieran.
—¿Viene mucha gente?
—Bueno, hay una empresa de multiaventura y ahora, y sobre todo en primavera, suele venir
bastante gente, incluso excursiones de colegios.
—Ah… —murmuré cohibida. La gente cuchicheaba a nuestro alrededor y me sentí avergonzada
por ser el centro de toda aquella atención.
—No se lo tengas en cuenta —murmuró Daniel—. Lo más probable es que esto sea lo más
interesante que vaya a pasar hoy en el pueblo. Además, tómalo por el lado positivo, al final del
día todos sabrán quién eres. ¿Necesitas que te ayude a subir las cosas?
Negué con la cabeza, ansiosa por encerrarme en mi nueva casa y dejar de ser la comidilla de la
plaza.
—No es necesario, haré algunos viajes y en nada lo tendré todo en su sitio.
—¡Menuda tontería! Dani, ayúdala —ordenó de nuevo doña Flora—. Bueno, niña, yo me
marcho ya para mi casa. Está en la otra punta del pueblo, pero eso aquí son cuatro calles. Si
necesitas cualquier cosa, ponte en contacto conmigo. Tienes mi número encima de la mesa. —Se
acercó a mí y me dio un abrazo—. Bienvenida.
Doña Flora fue la encargada de disolver a los vecinos mientras Daniel se encogía de hombros.
—Así son las cosas aquí. Bienvenida al pueblo más cotilla del mundo. Vamos, te ayudaré.
—No es necesario, de verdad —insistí, incómoda.
—No querrás que doña Flora se entere de que no te he ayudado y que me deje sin mi potaje,
¿no?
Aquello me hizo soltar una carcajada.
—No querría cargar con esa culpa, no.
—Entonces vamos allá.
Dio una palmada y esperó a que abriera el maletero del coche para empezar a sacar mi equipaje
y los objetos personales que me había llevado de casa.
—Así que este año trabajarás en el colegio. —Daniel iba detrás de mí mientras subíamos las
escaleras.
—Este año, y es muy posible que algunos más. He ganado esta plaza y es lo más cerca de casa
que he podido escoger. Aun así, estoy a más de dos horas.
—Bueno, entonces nos veremos bastante. Es un sitio tranquilo, no hay muchos niños en el
colegio y en general se portan muy bien. No he tenido que detener a ninguno —bromeó conmigo.
Dejó una caja sobre la mesa del salón y no pude evitar fijarme en que Daniel era un hombre
bastante atractivo. A primera vista resaltaba su mandíbula cuadrada y la nariz un poco aguileña,
pero era evidente que estaba en forma, y cuando sonreía la dureza de sus rasgos se transformaba.
—Me alegra saber que son buenos chicos.
Hicimos unos cuantos viajes más hasta que ya no quedó nada. Cerré la puerta y lo acompañé
hasta la calle para cambiar el vehículo de sitio y de paso comprar algo para preparar la cena.
—Ha sido un placer, Carmen. Si necesitas cualquier cosa… —Me tendió el papel de la multa y
lo miré confusa, creyendo que al final sí que tendría que pagar por haber aparcado mal, pero al
mirarlo comprobé que por detrás había escrito su número—. Llámame. Aunque nos veremos
pronto.
Casi una hora después entraba en mi nuevo apartamento cargada de bolsas de comida y
dispuesta a no salir de allí hasta la mañana siguiente, cuando tenía que personarme en el centro y
prepararlo todo antes de que comenzaran las clases la semana siguiente.
Llamé a mi madre ya que no había podido hacerlo después de enviarle el mensaje de texto
avisándola de que había llegado. Escuchar su voz me puso un nudo en la garganta, porque aunque
lo intentó, no pudo disimular la preocupación que sentía. Le aseguré que estaba bien y no le
mencioné mi ataque de pánico. Con el tiempo había aprendido a callarme algunas cosas y
compartirlas en exclusiva con mi terapeuta, no por mí, porque me era mucho más sencillo llamar a
mi madre y desahogarme con ella que hacerlo con él, pero no quería hacerle más daño del que ya
le había hecho durante estos años. Lo que sí había aprendido es que la carga compartida pesaba
menos y que había cosas que necesitaba exteriorizar para no terminar siendo una bomba a presión.
Abrí los ojos sobresaltada cuando escuché golpes rítmicos en el piso de abajo y me di cuenta
de que me había quedado dormida en el sofá. Me incorporé, confusa, y miré a mi alrededor, como
si de pronto no recordara dónde estaba, hasta que me situé. Escuché con atención, pero al
momento el ruido cesó. Doña Flora había dicho que tenía el apartamento de abajo alquilado desde
hacía años, pero también que casi nunca estaban en casa. ¿Y si habían entrado a robar? Miré sobre
la mesa la multa donde estaba el número de teléfono de Daniel cuando los ruidos empezaron de
nuevo, esta vez acompañados de gritos y jadeos de una mujer que no daban lugar a
malinterpretaciones. Solté el papel de nuevo en la mesa, avergonzada solo de pensar si hubiese
llamado a la policía porque los vecinos de abajo estaban echando un polvo. Los gritos se
intensificaron y no pude evitar soltar una carcajada divertida, que murió en el eco de las paredes
cuando abajo callaron de golpe. No tuve ninguna duda de que me habrían oído. Si yo podía oírlos,
ellos a mí también. De puntillas me dirigí a mi habitación y me metí en la cama, la brisa fresca de
la montaña se coló entre las sábanas y mientras abajo retomaban su particular fiesta, miré hacia
arriba, al techo de estrellas que había sobre mi cama. Había sobrevivido al primer día de mi
nueva vida en solitario y sonreí, orgullosa de mí misma.
Capítulo 7

CARMEN

Salí más temprano de lo que realmente necesitaba para llegar a la escuela. En realidad, la
ansiedad por incorporarme a mi nuevo puesto de trabajo hizo que abriera los ojos cuando el sol
despuntaba entre las montañas. Ante la incapacidad de quedarme en la cama sin hacer nada,
aproveché para pasear por el pueblo cuando todavía no había mucha actividad, empaparme de sus
calles, de las vistas espectaculares desde el mirador al río que lo bordeaba y le daba un aspecto
de ensueño, y familiarizarme con los pocos comercios que había. Me senté sobre el muro bajo de
piedra que daba al valle y cerré los ojos para escuchar el murmullo del agua y el canto de los
pájaros. No era como ir a evadirme a la playa, pero aquello tampoco estaba nada mal. Podría
haber encontrado mi otro lugar especial.
El campanario de la iglesia marcó las nueve menos cuarto y me encaminé hacia el colegio.
Sabía que era un edificio nuevo porque cuando estuve indagando los centros que podría elegir, vi
que el viejo se había quedado pequeño y ahora lo utilizaban como centro cultural para actividades
esporádicas. Sin embargo, por fuera nadie lo diría, la fachada había sido acondicionada a la
estética rústica del pueblo, pero por dentro era moderno y espacioso.
Tras presentar en secretaría la documentación necesaria para ocupar mi plaza, comenzaron las
presentaciones con el resto de profesores. Algunos de ellos venían desde el aulario de un pueblo
cercano que pertenecía a nuestro centro. La mañana se pasó volando entre asignaciones de aulas,
comentarios sobre algunos alumnos y organización de material. Tanto es así que cuando sonó el
reloj del campanario anunciando las tres de la tarde, no me lo podía creer. Al final, y como ya
había previsto, me tocó el último ciclo de primaria. El que nadie quería porque saber llevar la
preadolescencia en los alumnos no era fácil, pero si algo me sobraba era motivación.
Guardé las listas en mi maletín para pasarlas al portátil en casa y bajo el inclemente sol de
principios de septiembre llegué a mi nuevo hogar. En cuanto entré, la piel de los brazos se me
erizó por el cambio de temperatura, pero suspiré aliviada. Con una sonrisa miré la puerta de mis
fogosos vecinos y subí la escalera. Quizás debería bajar a presentarme, al fin y al cabo, yo era la
nueva y ellos llevaban viviendo allí más tiempo. Decidí hornear un bizcocho y bajarlo más tarde.
Después de comer, organizarme el trabajo del aula y leer un rato, acusé más que nunca no tener
a nadie con quien hablar, así que después de hacerlo durante casi media hora con mi madre, llamé
a Pablo.
—¿Qué te cuentas, enana? —me saludó después de tres tonos—. ¿Cómo es el pueblo?, ¿y el
colegio?, ¿te ha dado buena sensación?, ¿los vecinos son buena gente?
Solté una carcajada.
—Todo bien. Lo único es que no estoy acostumbrada a estar sola y al salir de trabajar he
echado de menos hablar con alguien.
—Pues aquí me tienes. Hoy tenía el turno de mañana, así que estoy libre como un pájaro.
—¿Tus compañeros siguen siendo tan bordes? —Me acomodé en el sofá y coloqué uno de los
cojines en mi regazo.
—A ratos. Tengo algunos compañeros que son unos capullos, pero no me puedo quejar
demasiado. Si todo va bien, podré pedir el traslado pronto y acercarme a casa. Echo de menos
estar cerca de vosotros.
—Eso sería estupendo. Nosotros también te echamos de menos.
Hubo un silencio significativo al otro lado que Pablo se encargó de romper.
—Bueno, cuéntame cosas. ¿Has visto a alguien? ¿Has conocido a mucha gente?
Sonreí.
—¿Qué significa eso de que si he visto alguien? Pues claro que he visto. He conocido a mucha
gente, Pablo. Vivo en un sitio nuevo y tengo un trabajo nuevo. Hay un montón de compañeros que
he conocido hoy. Además, la casera es una mujer interesante, creo que te gustaría.
—¿Está buena?
—¡No seas imbécil! —me reí—. Tendrá más de setenta años. Pero doña Flora parece tener una
lengua muy afilada y poco filtro para controlarla.
—Pues sí me gustaría —se carcajeó—. ¿Alguien más?
—También conocí al policía del pueblo mientras me ponía una multa por haber aparcado en la
plaza, en zona prohibida.
—Seguro que es gilipollas.
—No —negué divertida—. Al final me la quitó gracias a doña Flora y me ayudó a subir las
maletas.
—¿Es joven?
—Yo diría que treinta y pocos.
—¿Está casado?
—¡Yo qué sé, Pablo! No te pongas en plan poli. Solo fue amable conmigo, nada más.
—Los tíos pocas veces no queremos nada más.
—Habla por ti.
—Ya, bueno, lo que tú digas. ¿Algo más digno de mencionar?
—En realidad sí —dudé—. Al parecer tengo abajo unos vecinos muy fogosos. Ella se pasó la
noche gritando y no era de dolor precisamente.
—Vaya, vaya… Eso ya me interesa más.
—Ya lo sabía —reí—. He pensado bajarles un bizcocho para presentarme.
—Me parece una idea estupenda. Luego cuéntame cómo son.
—Hecho.
Volvimos a quedarnos en silencio, como si hubiese una pregunta flotando entre nosotros que
ninguno de los dos se atreviera a formular.
—¿Nada más que contarme? —insistió dubitativo.
Hablar de mis crisis quedaba descartado. Podría comentarle los planes que había hecho con
Laia, Lucía y María para que me visitaran el próximo puente de octubre, y de paso contarle el
reciente compromiso de María, pero hacía un año de la última vez que hablamos sobre ella,
cuando le dije que tenía pareja, y tras un largo silencio me respondió con un cortante «no me
importa».
—No —suspiré—. Cuídate mucho, Pablo.
—Claro que sí, enana. Y tú. Si necesitas cualquier cosa, a cualquier hora, llámame.
Colgué y me dispuse a preparar el bizcocho. Decidí hacerlo de limón porque era el que mi
madre y mi abuela hacían más a menudo y a mí me habían enseñado a hornear. Puse música para
que silenciase mis pensamientos y, al cabo de una hora, todo el estudio olía al aroma dulce y
apetitoso de la repostería casera. Adorné con azúcar glas la parte de arriba y rallé algunas virutas
de chocolate negro. Admiré satisfecha mi obra maestra y la coloqué en una de las fuentes que
había encontrado en el armario de la cocina que, casualmente, tenía dibujos de limones. Me miré
en el espejo que había detrás de la puerta de la entrada antes para comprobar que estaba decente y
no tenía ninguna mancha. Llevaba unos pantalones vaqueros cortos y una camisa blanca de
tirantes. La trenza que llevaba a un lado del hombro estaba medio deshecha, pero no me molesté
en arreglármela, me gustaba. Dejé la puerta abierta y bajé los escalones con cuidado.
Llamé con los nudillos y esperé. A media tarde había oído un portazo abajo y, acto seguido, el
sonido de la ducha, así que supuse que estarían en casa. Me disponía a volver a llamar cuando la
puerta se abrió de golpe. Nos medimos con la mirada, tragué saliva y automáticamente tendí el
plato con el bizcocho.
—Vivo arriba —dije bastante cohibida.
La rubia espectacular que me había abierto la puerta me miró con recelo y al reparar en el
bizcocho hizo un gesto de disgusto. Por su complexión atlética, ya que solo llevaba un sujetador
deportivo y unos pantalones cortos que bien podrían llamarse bragas, comprendí dónde iría a
parar la tarta en caso de que la aceptara. Al ver que seguía en la misma posición esperando a que
cogiera mi bizcocho, suspiró y me lo arrancó de las manos.
—Gracias.
—No hay de qué —murmuré—. Bueno, pues ya nos iremos viendo.
—Sí, claro. Bienvenida.
Ya estaba cerrando cuando le dije:
—Por cierto, me llamo Carmen.
—Vale. —Y me cerró la puerta en las narices.
Capítulo 8

VÍCTOR

Me quedé de pie, debajo del dintel de la puerta de la cocina, incapaz de moverme mientras
escuchaba su voz. O lo que me pareció que era su voz. Si era ella, si estaba aquí, en la puerta de
mi casa, quizá no estuviese loco después de todo y el olor a azahar que percibí cuando llegué el
día anterior y que de inmediato me la recordó e hizo que no pudiese borrarla de mi mente fuera
suyo.
—Por cierto, me llamo Carmen —escuché.
Cerré los ojos y enlacé las manos en la nuca. Puto destino.
Sandra cerró la puerta y se plantó delante de mí.
—De tu vecina. —Me tendió el bizcocho como si fuese veneno—. No sabía que doña Flora
había alquilado la parte de arriba.
—Yo tampoco. —Giré sobre mis talones y dejé la bandeja sobre la encimera de la cocina. Olía
de muerte y tenía una pinta buenísima.
—Debería haberte avisado.
—Quizá lo intentó, pero no estaba en casa.
—Supongo que tendrá tu teléfono.
—¿Y qué importancia tiene, Sandra? —suspiré frustrado.
—Si lo hubiese sabido, podría haberlo alquilado yo —insinuó medio en broma, pero yo sabía
que lo decía en serio. Me rodeó la cintura por detrás y metió la mano dentro de mis pantalones de
deporte—. Si vas a comerte un trozo de eso, luego tendrás que hacer ejercicio para quemarlo.
Giré y la aparté con delicadeza.
—Sandra, hoy tenía otros planes.
No era cierto, mi intención era salir a correr y pasar el resto de la noche tirado en el sofá. En
otras circunstancias no me habría importado tener compañía, pero ahora no. Necesitaba quedarme
solo y procesar lo que acababa de ocurrir. El giro inesperado que había traído a Carmen hasta la
misma puerta de mi casa era motivo más que suficiente para desestabilizarme. Solo podía pensar
en ella. En que después de tres años en los que había hecho lo posible por no encontrármela,
ahora la tenía viviendo a escasos metros de mí. Oí como se movía una silla arriba y miré el techo,
mezcla de anhelo y rabia. Quería verla, me moría de ganas de verla, pero al mismo tiempo
maldecía la suerte que la había llevado hasta allí y que volvía a remover un pasado que se
empeñaba en regresar al presente.
—Bueno, pues ya está resuelto el misterio sobre la carcajada que oímos anoche —apuntó
Sandra tras seguir la dirección de mi mirada.
Mierda. Me aparté de ella y me moví como un tigre enjaulado por el salón.
—Quedamos en vernos el sábado —le dije intentando calmarme.
—Lo sé, pero he salido a correr y luego he pensado que había otras maneras más satisfactorias
de correrse —sonrió.
—Lo siento, pero hoy no —repliqué con dureza. Demasiada.
No fue necesario repetirlo más veces, Sandra me conocía casi desde que había llegado al
pueblo y descubrí la empresa de multiaventura que tenía. Nos hicimos amigos porque
compartíamos las mismas aficiones, ella tenía pareja y yo estaba bastante jodido, así que no había
pasado nada entre nosotros hasta hacía unos meses, cuando lo había dejado con su pareja y que
empezamos a tener sexo de manera esporádica.
—No te preocupes. Descansa. —Se acercó hasta mí y me obligó a mirarla a los ojos—. Nos
vemos el sábado entonces. Traeré un risotto de setas que...
—Mejor en tu casa —dije con rapidez.
Me miró con recelo, pero asintió, sin preguntas. Se despidió de mí con un beso en los labios
que me apresuré a cortar y se fue. Apoyé las manos sobre la puerta y dejé caer la frente en ella.
—Tenías que ser tú —murmuré.
Capítulo 9

CARMEN

Me asomé a la ventana para ver las estrellas que brillaban como diamantes sobre aquel cielo
oscuro, ajeno a cualquier contaminación lumínica. La brisa de la montaña por las noches hacía
bajar las temperaturas, así que me cubrí con la colcha que había sobre el sofá. No se oía nada en
la calle, el silencio era ensordecedor, y yo no estaba acostumbrada a escuchar el eco de mis
pensamientos tan seguido, sin interrupciones. Siempre había algo que me distraía, que hacía que
dejara de prestar atención a cualquier síntoma de mi cuerpo que hiciese saltar las alarmas, pero
esta vez no. No había nada que silenciase la aplastante sensación de soledad.
Suspiré y me dispuse a cerrar la ventana cuando un agudo quejido me detuvo. Esperé para ver
si se repetía y al momento lo volví a escuchar. Me asomé a la calle y recorrí con los ojos la plaza.
No había nadie, sin embargo, aquel llanto se repetía. Dudé si bajar o no, pero al final decidí
hacerlo. Aprovecharía para tirar la basura, aunque la bolsa estuviese medio vacía, e investigaría
qué era aquello.
Cerré la puerta despacio y bajé sin hacer ruido, con las llaves en la mano y la bolsa para el
contenedor. Dejé la puerta de la calle abierta y miré a ambos lados antes de atreverme a salir.
Caminé despacio, atenta a cualquier sonido, pero no escuché nada. Me acerqué hasta el
contenedor, abrí la tapa dispuesta a tirar los residuos lo más rápido que pude y volver, cuando oí
pasos a mi espalda. Di un brinco y la bolsa, junto con las llaves de mi apartamento, cayeron
dentro del contenedor.
—¡Oh, mierda! Maldita sea —murmuré.
Me asomé, pero en la oscuridad, allí dentro no veía nada y había salido de casa sin el móvil.
«Muy bien, Carmen, muy inteligente por tu parte», me reproché. Con repugnancia, metí la mano y
comencé a palpar las bolsas en búsqueda del llavero. Me pareció tocar algo metálico y me aupé
aún más. Casi tenía medio cuerpo dentro y contenía el aliento porque me daba un asco tremendo
respirar, cuando escuché una voz a mi espalda.
—¿Necesitas ayuda?
Solté un grito y el respingo que di me precipitó dentro del contenedor. La sensación de sentirme
enterrada entre basura me produjo arcadas y solté un quejido angustiado. A saber cuántas
bacterias había allí dentro, cuántas enfermedades podría contraer. Me asaltó el pánico. ¿Y si había
alguna jeringa? No supe si moverme o no, pero era evidente que allí dentro no me podía quedar.
Intenté incorporarme, pero cada vez me resbalaba más y un líquido pringoso se derramaba por mis
piernas.
—Sí, sin duda necesitas ayuda, Baby —afirmó aquella voz. Levanté la cabeza de golpe al oír
aquel apelativo. Intenté distinguirlo en la oscuridad y me costó reconocerlo, pero cuando lo hice,
el estómago me dio un vuelco. Víctor Medina. La última persona que pensé encontrarme en aquel
pueblo perdido entre las montañas, y menos aún en aquellas circunstancias, me miraba divertido
con los brazos cruzados sobre su musculoso pecho y una sonrisa rodeada por una cuidada barba.
—Víctor —murmuré afligida, deseando que la tierra me tragase. Aunque literalmente lo estaban
haciendo bolsas y bolsas de basura.
La sonrisa se apagó en sus labios, despacio, como la última llama de una vela.
—¿Es que no te alegras de verme? —Levantó una ceja.
—No… —solté todavía confusa.
—De acuerdo. Pues adiós. —Dio media vuelta y comenzó a alejarse.
—¡No! —grité—. No es eso. Es solo que me ha sorprendido verte, nada más. Víctor, por favor
—rogué.
Lo distinguí quieto, de espaldas, hasta que dio media vuelta y regresó junto a mí.
—Vamos —susurró. Estiró los brazos y me sujetó por las axilas—, abrázate a mí. Te sacaré de
ahí.
Rodeé con mis brazos su cuello y enterré la cara en el hueco de su clavícula. Aspiré el aroma a
limpio de su camiseta y gemí aliviada. Tiró de mí y cuando tenía medio cuerpo fuera, me pasó el
brazo por las rodillas para sacarme del todo.
—Gracias —musité todavía entre sus brazos.
—De nada.
Nos quedamos mirando en silencio, absorbiendo el cambio que estos años sin vernos habían
obrado en nosotros. Víctor llevaba el cabello medio despeinado y algo más corto que la última
vez que lo vi, tenía los rasgos más marcados y llevaba barba, pero seguía teniendo aquel color de
ojos tan hipnótico y a la vez inquietante que tanto me perturbaba.
—Creo…, creo que ya puedo bajar —farfullé.
—Disculpa. —Pareció avergonzado y me dejó sobre el suelo—. ¿Qué hacías ahí dentro? O
antes de eso, ¿qué haces en este pueblo?
—Trabajaré aquí, en el colegio —expliqué—. He ganado una plaza.
—Qué cosas tiene la vida —replicó con ironía.
—¿Y tú?
—Yo hace cinco años que vivo aquí.
Lo miré confusa. Una ligera brisa hizo bailar las ramas de los árboles y me estremecí de frío.
—No lo entiendo. Aquí no hay comisaría de la Policía Nacional.
—Aunque trabajo a casi cuarenta y cinco minutos, elegí vivir en este pueblo en lugar de en una
ciudad más grande. ¿Pablo no te dijo que te podrías encontrar conmigo?
—No. —Recordé la conversación con mi primo y la sensación de que quería hablar sobre algo.
Mañana me escucharía.
—¿A ti tampoco te habló de mí? —quise saber.
—De ti no hablamos —replicó cortante.
Por alguna extraña razón, aquel comentario dejó un dolorcillo sordo pero constante en mi
pecho. Me lo froté con angustia y Víctor siguió el movimiento de mi mano.
—Comprendo. —Miré hacia otro lado incapaz de aguantarle la mirada.
—Lo dudo mucho —me contestó con dureza. Suspiró y señaló con un movimiento vago de la
mano—. ¿Qué buscabas dentro del contenedor?
—Se me han caído las llaves de casa dentro —expliqué avergonzada.
Víctor sonrió de medio lado, sacó el móvil, conectó la linterna y me lo pasó.
—Alumbra ahí.
Obedecí de inmediato y Víctor se inclinó para rebuscar con cuidado, apartando bolsas y
desperdicios al tiempo que las iba dejando a un lado. Al cabo de unos minutos no pude soportarlo
más.
—Gracias por lo que estás haciendo por mí —rompí el silencio porque la tensión me estaba
resultando demasiado incómoda. No me contestó. Continuó con su tarea como si nada—. La
verdad es que me alegra saber que un conocido vive cerca de mí.
—Un conocido… —repitió con los dientes apretados sin dedicarme ni una mirada—. Ahí están.
Me asomé y las vi mucho más abajo de lo que esperaba.
—No las alcanzaremos… —verbalicé lo evidente.
—Tendré que entrar.
Se aupó sobre el borde, pero lo tomé del brazo para detenerlo y bajó.
—Debería hacerlo yo. Ya estoy sucia.
Cierto que lo dije para quedar bien, porque me aterrorizaba volver a entrar ahí dentro y más al
advertir que aquello que se movía en una esquina podría ser una cucaracha.
Víctor entrecerró los ojos y me miró de arriba abajo.
—¿Estás segura?
—Mírame, estoy hecha un asco.
Tras unos segundos de silencio asomó a sus labios una sonrisilla maliciosa.
—Adentro —dijo al fin para mi completo horror. Dio un paso atrás y se limpió las manos en los
vaqueros raídos que caían sobre sus caderas—. A menos que de verdad no quieras entrar, seas
sincera conmigo, y me pidas por favor que entre por ti.
Lo miré boquiabierta y tuve que parpadear varias veces antes de poder responder. Bien me
convendría no olvidar quién y cómo era Víctor Medina.
—Yo siempre soy sincera —me defendí enfurruñada.
—Seguro.
Sin pensarlo ni un segundo más, me tomó en brazos y me dejó dentro del contenedor. Tuve que
morderme la lengua para no gritar cuando comprobé que efectivamente era una cucaracha lo que
corría por allí dentro. Los dedos dentro de las sandalias se me encogieron y comencé a respirar de
manera superficial.
—Están allí —me señaló divertido las llaves con la cabeza.
Pero no le pude contestar, avancé y me agaché con rapidez a cogerlas. Volví junto a él y le tendí
los brazos cuando sentí que algo rozaba mis pies.
—¡Sácame! —Empecé a saltar cambiando el peso de mi cuerpo de un pie a otro.
—¿Cómo dices? —Ladeó la cabeza.
—¡Me dan miedo las cucarachas! —grité intentando trepar por mi cuenta, pero mis sandalias
resbalaban en las paredes del contenedor.
—¿Hay? Jamás lo habría imaginado —se burló.
—Víctor, por favor —le rogué angustiada, a punto de echarme a llorar de nervios.
—Ven aquí —ordenó de pronto más serio y enfadado.
Tardó nada en cogerme en volandas y sacarme de allí. La sensación de sentirme a salvo entre
sus brazos fue demasiado abrumadora y me limpié las lágrimas a manotazos. Me dejó en el suelo y
con los pulgares me ayudó a borrar la humedad de mis mejillas.
—¿Por qué no me has dejado a mí si tú no querías? —murmuró con suavidad.
—No es eso. Lloro porque cuando me pongo nerviosa me da por llorar.
Negó con la cabeza y se apartó de mí para volver a poner las bolsas dentro del contenedor. No
supe qué hacer, si darle las gracias y marcharme o quedarme junto a él. Al final me agaché para
ayudarlo, pero me quitó las bolsas de las manos.
—Déjalo.
Di un paso atrás, me rodeé la cintura con los brazos para intentar darme algo de calor, pero
hasta que no me diese una ducha de agua casi hirviendo y me frotara para que aquel hedor
desapareciera, no lo conseguiría.
A lo lejos volví a escuchar aquel quejido. Giré sobre mí misma e intenté localizarlo. Anduve
unos pasos acercándome cada vez más cuando Víctor llegó junto a mí.
—¿Pensabas marcharte sin despedirte? —me reprochó con resentimiento.
Levanté un dedo para pedirle silencio y esta vez el llanto llegó más cerca. Comprendió lo que
me proponía y me siguió hasta que giramos en una esquina y nos encontramos un cachorro de color
canela agazapado y tiritando sobre un portal.
—Aquí estás —murmuré con ternura mientras me agachaba junto a él.
—¿Es tuyo? —Víctor me imitó y se acuclilló a mi lado.
—No. He salido de casa porque lo he escuchado llorar. ¿Crees que me lo podré quedar?
—Bueno, no lleva identificación. Yo diría que al menos por hoy sí. Mañana preguntaremos en
el pueblo y si no es de nadie, es tuyo.
Sonreí y tendí la mano para que me oliera, se acercó titubeante hasta mí y me lamió.
—Nos vamos a casa, pequeño.
Víctor lo cogió en brazos y automáticamente se acurrucó en su pecho buscando calor. Lo
levantó para examinarlo y estiró la comisura de sus labios.
—Creo que debemos de dejar de hablarle como si fuese macho.
Nos incorporamos y dejé que Víctor lo llevase en brazos mientras caminábamos hacia mi casa.
—¿Crees que debería buscarle un nombre?
—Por supuesto. —Acarició con mimo su cabecita.
—No quiero encariñarme mucho y luego tener que devolverla.
—Querer implica riesgos. A veces hay que atreverse y exponerte porque… —se calló unos
instantes antes de continuar—. ¿Y si sale todo bien?
Lo miré sorprendida porque no estaba segura de que estuviésemos hablando del cachorro. Tras
unos pasos en silencio, le pregunté:
—¿Y si sale mal?
—Entonces te jodes y no te queda otra que superarlo. Así es la vida.
Estábamos llegando a casa cuando estiré la mano y acaricié la pequeña cabeza. En aquel
momento decidí su nombre.
—Canela —dije.
Víctor negó con la cabeza.
—Baby —respondió de inmediato—. Así se llamará.
—Quizá yo deba opinar algo al respecto si me la voy a quedar.
—Yo la llamaré Baby, tú llámala como estimes oportuno —sonrió.
—¿Vas a llamar a la perra como me llamas a mí?
—Estoy seguro de que ella me hará más caso que tú. —La acarició y la perra lo miró con
adoración—. ¿A que sí, Baby?
Como si supiese que se dirigía a ella, soltó un pequeño ruido y se acomodó entre sus brazos.
Suspiré dándome por vencida y tendí las manos para que me la diera. Habíamos llegado al portal
y me detuve sobre el escalón.
—Gracias por acompañarme. Bueno, y por todo.
—De nada. —Me pasó a Baby, que buscó el calor de mi cuerpo como había hecho con él.
Nos quedamos mirando y no supe qué hacer. Se suponía que ya nos habíamos despedido. Víctor
avanzó un paso y yo retrocedí de manera inmediata.
—Creo que es tarde para invitarte a tomar algo, además necesito una ducha urgente —hablé
nerviosa.
Hizo oídos sordos, entró y cerró la puerta de la calle a su espalda. Tragué saliva y retrocedí.
—No estoy segura de que esto sea buena idea —murmuré.
—Estoy seguro de que piensas que no —dijo con voz ronca. Se acercó hasta que apenas nos
separaron unos centímetros. Agachó la cabeza y yo sentí el corazón latir desbocado contra mi
pecho cuando su aliento calentó mis labios.
—Buenas noches, Baby —se despidió con voz grave.
Me besó en la mejilla y abrió la puerta que había al lado de las escaleras dejándome
perpleja… ¿Víctor Medina era mi vecino?
Capítulo 10

CARMEN

Me quedé de pie como una imbécil mirando la puerta que Víctor había cerrado. Baby se movió
en mi regazo y me hizo reaccionar. Subí los escalones como en trance mientras imágenes de aquel
intenso día aparecían en mi mente sin ton ni son. Si Víctor vivía abajo, ¿a quién le había entregado
yo el bizcocho? Recordé los sonidos de la noche anterior y enrojecí al imaginármelo haciendo
gritar a una mujer. ¿Sería aquella rubia su pareja? «Por supuesto, Carmen», me amonesté. Cerré la
puerta y puse un cuenco de leche a calentar mientras preparaba una cama improvisada para Baby.
Tras eso me encerré en el baño y me froté la piel hasta que estuvo roja.
Después de una noche inquieta, me desperté más cansada de lo habitual. Había sufrido varios
sobresaltos y cada vez que me dormía sentía como si por mis piernas corrieran bichos. Estuve más
rato despierta que dormida y aquellas horas de insomnio se reflejaron en mi rostro por la mañana.
Tras arreglarme con un poco más de esmero, bajé los escalones, todavía dudando si llamar a su
puerta o no, pero mientras estuviese en el colegio no podía dejar a Baby sola… Inspiré hondo y
golpeé con los nudillos con una extraña inquietud y algo, bastante, vergüenza después de haber
supuesto que Víctor quería subir a mi casa. Como si todos estos años atrás no me hubiesen
demostrado que él jamás iba en serio. Gemí cuando recordé a la mujer que me había abierto la
puerta el día anterior. Me puse en evidencia y encima tenía pareja. Cerré los ojos con fuerza
cuando sentí de nuevo el calor colorear mis mejillas.
—Pues parece que estarás sola, Baby —le dije con suavidad mientras me hacía ojitos, como si
supiese que la dejaría durante horas.
Empecé a subir los escalones, para dejarla en casa, aliviada en cierto modo de que Víctor no
estuviese, cuando la puerta de la calle se abrió y entró, visiblemente acalorado después de hacer
deporte.
—Buenos días —saludó con una sonrisa.
—¡Buenos días! —le correspondí con demasiada efusividad.
—¿Me buscabas? —Se acercó hasta la escalera y apoyó un brazo en el pasamanos con la
respiración agitada.
—Es que tengo que ir al colegio y he pensado que, si no tienes que trabajar, podría dejarte a
Baby hasta que vuelva; no estoy segura de que no haga ningún destrozo mientras no esté en casa y
todavía no le he dicho nada a doña Flora sobre si puedo tener animales —expliqué a toda prisa.
Lo vi dudar, pero finalmente asintió.
—No me marcharé hasta las dos. Puede quedarse conmigo hasta que vuelvas.
—Pero yo salgo a las tres —objeté.
—No importa. No se quedará mucho tiempo sola. Te dejaré una copia de mi llave y en cuanto
vengas la recoges.
—¿Seguro? ¿No se molestará…?
—¿Quién? —me respondió despistado mientras buscaba sus llaves.
—Tu… —dudé— novia. O pareja.
Víctor dejó de buscar y me miró inquisitivo.
—Sandra es solo una amiga —aclaró.
—Ah…
No me lo creí y él supo que no lo hice, porque si de algo no era capaz, era de ocultar mis
emociones. Pero no dijo nada más y quise rehuir ese tipo de conversación.
—Anda, trae, que llegarás tarde. —Me quitó a la perra de las manos y al momento le lamió el
brazo.
Observé como Víctor la acariciaba y le susurraba palabras cariñosas. Pero también me fijé en
cómo se le marcaba la camiseta, en los músculos de sus brazos y lo bien que le quedaba la barba
recortada. Su cabello despeinado, negro, salvaje, en contraste con la piel blanca, hacía resaltar
aquellos ojos verdes que cuando me miraban parecían poder…
—¿Necesitas algo más? —interrumpió mis pensamientos.
Sonreía de medio lado y había un brillo pícaro en su mirada. Supe que me había pillado
embobada mirándolo. Me aclaré la garganta y señalé a Baby.
—Creo que le gustas —evidencié al ver como lo lamía por todas partes.
Levantó con lentitud la cabeza y me miró con tanta intensidad que me moví inquieta sobre el
escalón.
—¿Tú crees? —murmuró.
Asentí.
—No deja de ponerte ojitos. La mimas y le dices cosas bonitas. —Acaricié el lomo de Baby y
ella ni siquiera me miró, siguió prestándole atención solo a Víctor. Sonreí—. La entiendo, ¿quién
no estaría fascinada con alguien que la tratase así?
Cuando levanté la mirada, estaba mucho más serio y sentí cómo clavaba sus ojos en los míos.
—Si hubiese sabido antes que todo lo que tenía que hacer era eso, me habría ahorrado mucho
tiempo.
Nos quedamos en silencio, mirándonos. Sentí como si el centro de gravedad del mundo se
hubiese desplazado a sus brazos y mi cabeza dejó de pensar para que el cuerpo pudiese sentir.
Subió un escalón y nuestros rostros quedaron a la misma altura. Las respiraciones de ambos se
confundieron y el calor de su cuerpo llegó hasta el mío. Estiró una mano y apartó un mechón de mi
pelo, que había escapado de mi coleta para ponerlo detrás de la oreja. La caricia sutil de sus
dedos intensificó la sensibilidad de mi piel allí donde él dejaba su rastro, invisible por fuera,
pero grabado a fuego por dentro.
—¿Y tú? ¿Tienes pareja?
Negué con la cabeza.
—¿Crees en el destino, Carmen? —susurró con voz ronca.
—Creo…, creo… —me humedecí los labios y de inmediato su mirada se dirigió a ellos—. No
sé lo que creo —confesé. Era incapaz de hilar dos pensamientos coherentes, ni siquiera uno. ¿De
dónde salía aquella inevitable atracción?
El tenso silencio que había a nuestro alrededor se vio perturbado por las constantes
campanadas del reloj de la iglesia. Parpadeé varias veces y comprendí que eran las nueve.
—Llego tarde —exclamé abochornada.
—Eso pensé yo, pero no. —Sonrió y dejó caer la mano. Mientras yo subía a la carrera para
cerrar la puerta de mi casa, Víctor entraba en la suya para coger una de las llaves de repuesto. Ya
me esperaba cuando bajé con rapidez. Me dio la llave y un caramelo de limón, pero ni me paré a
preguntar el motivo. Cuando estaba a punto de salir me sujetó del brazo y me hizo girar sobre mí
misma; del impulso prácticamente caí entre sus brazos.
—Que tengas un buen día, Baby. —Rozó sus labios contra mi mejilla y me dejó marchar.
Llegué al colegio cinco minutos después y preocupada por mi falta de profesionalidad, sin
embargo, nadie parecía haber advertido mi tardanza. Me encerré en el aula y pasé el resto de la
mañana centrada en programar clases, asignaturas y estudiando las fichas de algunos alumnos
hasta que llamaron a la puerta. Me sorprendió ver a Daniel, uniformado, y mi mente, como
siempre, enseguida derivó hacia pensamientos negativos.
—¿Ha ocurrido algo? —Me levanté de inmediato y coloqué una mano sobre el pecho para
calmar el corazón que me latía desbocado—. ¿En casa de doña Flora? ¿A alguien?
—No, tranquila, Carmen. No se trata de nada de eso —intentó tranquilizarme.
Todavía sentía los latidos del pulso ensordecer mis oídos cuando me dejé caer en la silla.
—Lo siento, pero es que al verte me he asustado.
—Yo también lamento haberte asustado. Venía a hablarte sobre un tema personal.
Asentí y le indiqué que tomase asiento. Daniel lo hizo frente a mí, encima de una de las mesas.
Se rascó la cabeza y miró hacia la ventana un par de veces. Parecía indeciso e incómodo, así que
lo animé a hablar.
—Si te puedo ayudar, cuenta conmigo.
—En realidad no se trata de mí —suspiró—. He hablado con Emilia y me ha dicho que vas a
ser la tutora del segundo ciclo de primaria.
Asentí con la cabeza. Emilia era la directora del centro y ya desde la reunión del día anterior,
entendí que todo pasaba por sus manos antes de ser trasladado al resto del claustro.
—El caso es que vas a ser la tutora de mi hija y te convendría estar al tanto de algunas cosas.
—Por supuesto —respondí sorprendida, no sabía muy bien por qué, de que Daniel tuviese una
hija.
—La madre de Elsa falleció hace dos meses después de una larga enfermedad.
Contuve la respiración, se me aceleró el pulso y el aula comenzó a girar mi alrededor. No
quería escuchar nada sobre muertes, enfermedades o situaciones dolorosas que derivasen en
recuerdos y vivencias de mi pasado y que todavía seguía arrastrando en mi presente. Si hubiese
podido escapar de aquella conversación, lo habría hecho. Pero el hecho de que saltase por la
ventana no sería justificable.
—Estábamos separados desde hacía años —siguió Daniel ante mi mutismo— y Elsa vivía con
ella en la ciudad, a excepción de los días estipulados y vacaciones. El caso es que ahora vive
conmigo, y todo esto, el cambio de colegio, de casa, pero sobre todo la ausencia de su madre, es
nuevo para ella.
—Comprendo.
—He considerado que debías saberlo porque es posible que al principio sea una niña difícil.
Al menos, para mí lo está siendo. —Se mesó los cabellos y suspiró, cansado.
—Te agradezco que me lo hayas contado. Tendré paciencia con ella, no te preocupes por eso.
—Es que ahora está enfadada con el mundo, y bueno, creo que en el fondo también conmigo.
—No. No se trata de eso —le aseguré—. Es que no es capaz de comprender ni de asimilar lo
sucedido. Es cuestión de tiempo que lo asuma, pero si tiene tu cariño y tu apoyo, lo conseguirá.
—Es que durante meses ha vivido el declive de su madre, cómo el tratamiento…
—Lo entiendo —lo interrumpí porque era incapaz de seguir escuchando nada más. Tenía un
nudo en la garganta y las manos frías. Me invadió una conocida sensación de claustrofobia, pero
sobre todo de miedo. Recordé que cuando saliese estaría sola y no podría desahogarme con nadie,
lo que me inquietó todavía más.
—¿Estás bien, Carmen? —Daniel me miró preocupado—. Estás muy pálida.
—Será el calor. Puede que me haya bajado un poco la tensión.
—¿Necesitas algo?
—No. Estoy bien.
—De acuerdo —dudó—. Quiero que sepas que si pasa cualquier cosa con mi hija, si ves un
comportamiento fuera del habitual, me dejaré aconsejar y haré todo lo que esté en mi mano para
solucionarlo.
—Puedes contar conmigo, Daniel —le aseguré. Sin embargo, mi cabeza era como un avispero
donde los pensamientos y los recuerdos se agitaban y atropellaban unos entre otros evitando que
me pudiera centrar en nada en concreto y visualizando todo a la vez. Me estaba saturando y lo
sabía, pronto aparecería otra crisis y esta vez debía pasarla sola.
El reloj marcó las tres y me incorporé deseosa de marcharme y a la vez reacia a quedarme sola.
—Te acompaño a casa, no tienes buen aspecto —decidió Daniel.
—Vaya, gracias —murmuré y forcé media sonrisa para tratar de tranquilizarlo.
—Lo siento —dijo avergonzado—. Ya sabes, me refería a que estás muy pálida, no a que no
estés bonita, que lo estás…
—Te he entendido, Daniel —dije con suavidad. Me colgué el bolso al hombro y salí de detrás
de mi mesa.
Caminamos en dirección a mi casa mientras manteníamos una conversación absurda, o al
menos, Daniel intentaba dar conversación. Yo solo era capaz de asentir o negar y tampoco estaba
segura de si lo hacía cuando correspondía. Llegamos al portal cuando me detuvo.
—Si he dicho o hecho algo que te haya molestado, o inducido a pensar que no sabrías hacer
bien tu trabajo, lo lamento mucho. No era esa mi intención.
—No, por favor. No es nada de eso. Es solo que no me encuentro bien y necesito descansar.
Abrí la puerta de la calle y acto seguido me dispuse a abrir la de casa de Víctor cuando este lo
hizo por mí, vestido con su uniforme de policía.
—Te he escuchado llegar —me sonrió, pero poco a poco el gesto murió en sus labios cuando
miró detrás de mí—. ¿Daniel?
Ni siquiera me había dado cuenta de que seguía allí, me giré y lo vi en el rellano.
—Víctor —lo saludó.
—¿Ocurre algo? —Nos miró con recelo.
—Carmen parecía no encontrarse bien y he decidido acompañarla.
Víctor ladeó la cabeza y me miró, esperando una respuesta que yo no sabía darle.
—Ya me hago cargo yo —dictaminó.
—¿Os conocéis? —quiso saber Daniel.
Y entre aquel tira y afloja de preguntas, yo cada vez me encontraba peor.
—Bastante —contestó—. Desde hace años.
—Disculpa, Víctor —los interrumpí—. Me llevo a Baby.
—Claro. —Se hizo a un lado y me cedió el paso—. Adelante.
Me paré junto a él cuando escuché la voz de Daniel.
—Estamos en contacto, Carmen.
—Sí —murmuré—. Y muchas gracias por acompañarme.
—De nada. Ha sido un placer.
Víctor puso una mano en la parte baja de mi espalda y cerró la puerta de su casa cuando Daniel
todavía seguía allí.
En un rincón junto al sofá vi a Baby dormir en una camita acolchada de color rosa.
—¿Le has comprado una cama? —pregunté sorprendida.
—¿Te puedo preguntar por el interés de Daniel por hablar contigo? —dijo incómodo.
—Ya lo has hecho. —Intenté sonreír.
—Pero puedes decirme que no es asunto mío y enviarme a la mierda.
—Seré la tutora de su hija y ha venido a ponerme en antecedentes.
—Ah… —susurró.
Lo sentí cerca de mi espalda y me giré para mirarlo. Tragué saliva cuando coincidí con sus
ojos.
—Todavía no sé si me la puedo quedar. —Señalé con la cabeza a Baby.
—Sí que puedes. —Acortó la distancia conmigo, mi espalda rozó su pecho y sentí su
respiración sobre mi cuello. Tuve la necesidad de apoyarme sobre él, cerrar los ojos y
abandonarme a aquel refugio seguro que Víctor parecía ser—. He preguntado en el pueblo y nadie
ha reclamado el cachorro, es posible que abandonaran a la camada en el bosque y este llegara
hasta aquí.
—Qué triste —me lamenté.
—Sí —murmuró junto a mi oído. Sentí la caricia sutil de sus dedos en mi brazo y me estremecí.
En aquel momento me encontraba sobrepasada por los estímulos que recibía de mi cuerpo y Víctor
no hacía más que incrementar aquella sensación de inestabilidad. No entendía qué sucedía ni
aquella tensión que había entre nosotros cada vez que estábamos cerca, como tampoco me
entendía a mí ni mucho menos a él. Me agaché junto a la perra para ganar algo de tiempo y la
acaricié.
—Aun así, todavía no he hablado con doña Flora.
—Pero yo sí. Me ha asegurado que mientras la eduquemos y nos encarguemos de ella como
corresponde, no hay problema.
—Vaya, gracias.
—Le he dado mi palabra —bromeó conmigo. Se acuclilló junto a mí y sentí de nuevo como si
intentase leer dentro de mi mente —. ¿Qué sucede, Carmen?
Negué con la cabeza y el pecho se me encogió cuando escuché el tono preocupado, suave y
ronco de su voz.
—Puedes confiar en mí —insistió.
—No puedo —susurré.
—¿Por qué? —se desesperó—. Ya no soy el imbécil ese que te obligó a hacer la voltereta, ni el
que te emborrachó en tu fiesta de graduación y quisiera pensar que tampoco soy el tipo que te
incomoda con su presencia.
—Tengo que irme. —Cogí en brazos a Baby y con la otra mano su cama. Tenía que marcharme o
me pondría a llorar, allí, delante de él.
—Carmen… —me suplicó.
—¿No te ibas a las dos? —Cargada me dirigí hacia la puerta.
—Me iba porque tenía que pasar por un sitio antes de entrar a trabajar, pero al final decidí
esperarte.
Me detuve de espaldas a él, en la puerta, y cerré los ojos. Después de todo merecía saber algo
de mi verdad y se la dije.
—No es por ti, por el pasado o por lo que sucediese entre nosotros. El problema son los
pensamientos que rondan mi cabeza, soy yo —murmuré con la garganta encogida. Ese era el mayor
problema de todos, yo y mi forma de pensar, de vivir la vida con miedo, de sufrir con los
problemas ajenos de los demás y hacerlos míos, de pensar que siempre me sucedería lo peor y
arrastrar conmigo a todos los que estuviesen a mi lado. Desde la ruptura con Jorge no había vuelto
a tener otra pareja estable porque temía que cuando tuviesen que lidiar con mis manías, miedos e
inseguridades, me dejarían sola de nuevo. Y había rechazos más fáciles de asimilar que otros.
Víctor soltó una carcajada carente de humor que reverberó por todo mi cuerpo y me hizo sentir
ridícula por aquella pequeña confesión que tan poco valoraba él y tanto esfuerzo me había costado
a mí.
—Dime algo menos trillado que el «no es por ti, es por mí» —exigió con dureza.
Ahogué un sollozo y negué con la cabeza.
—No puedo. —Abrí la puerta y escapé escaleras arriba.
—¡Carmen! —gritó a mi espalda y repitió mi nombre tantas veces que hasta tiempo después,
mientras lloraba abrazada a mi perra, lo seguía escuchando en mi mente.
Capítulo 11

CARMEN

Horas después, cuando pude tranquilizarme un poco, llamé a Andrés. Debería haberlo hecho
antes, pero no podía poner en orden mis pensamientos. Primero necesitaba aclararme para poder
explicarle cómo me sentía y qué me perturbaba. Me respondió al segundo tono.
—¿Carmen? Quedamos en que me llamarías cuando te hubieses instalado para contarme qué tal
todo. ¿Cómo ha ido?
—He tenido otra crisis —dije sin más.
—¿Qué le ha pasado a mi paciente favorita? —susurró con tranquilidad mientras de fondo lo
escuchaba remover papeles.
—Al principio todo bien, estaba nerviosa por la idea de vivir sola, estar alejada de casa…, ya
sabes. Pero lo he sobrellevado mucho mejor de lo que esperaba. Hasta hoy.
—Bueno, todos los cambios llevan implícitos cierta incertidumbre y ya sabes que para la gente
como tú que sufre de ansiedad, asimilarlos cuesta. ¿Qué ha sucedido hoy que te ha puesto en ese
estado?
—Tengo una alumna que su madre murió de enfermedad hace dos meses…
—Entiendo. Necesitará mucho cariño, ¿no crees? Y quién mejor que tú para comprenderla y
dárselo —me dijo con suavidad.
—Sí, pero mientras su padre me lo contaba, infinidad de recuerdos han acudido a mi mente. Yo
también era muy pequeña cuando mi padre murió. Al mismo tiempo, un montón de «y si» me
bombardeaban, como las malditas pantallas de spam. No he querido escuchar de qué ni he podido
profundizar más. Me he sentido muy mala profesional.
—Vamos a ver primero esos «y si» —me pidió—. ¿Temes que te suceda lo mismo que a la
madre de esa niña?
—Ya sabes que sí.
—¿Qué evidencias tienes de que puedas estar enferma?
—Ninguna —medité—. Aunque lo cierto es que últimamente me he sentido muy cansada y…
—Recuérdame de qué vas a trabajar en ese pueblo, Carmen —me interrumpió—. ¿De médico o
de maestra?
—De maestra —musité.
—Correcto, entonces estamos de acuerdo en que no estás capacitada para autodiagnosticarte,
¿no es cierto? Vamos, quiero oírtelo decir —me presionó.
—No soy médico —dije al fin.
—Muy bien. Entonces lo único que tenemos sobre la mesa es que hay una niña que va a
necesitar de tu ayuda. ¿Crees que podrás dársela?
—Sí —respondí sin dudar.
—¿Y eso te hace ser mala profesional?
—No.
—Perfecto, así que no solo vas a hacer tu trabajo como docente, sino que te vas a preocupar de
que una niña que ha pasado por lo mismo que tú, no se sienta incomprendida. Ciertamente me
parece muy poco profesional —bromeó conmigo.
Una a una, Andrés fue desmontando todas las montañas que se habían formado en mi mente
hasta dejarlas reducidas a un montón de arena, molesta, pero llevadera. Cuando colgué, pude
llamar a mi madre mucho más tranquila. Hablamos durante mucho rato, le conté que ahora tenía
una mascota y cómo eran las cosas en el colegio, con los vecinos y, sobre todo, la sorpresa de
tener a Víctor Medina viviendo debajo de mí. Sé que no logré engañarla cuando me preguntó
cómo estaba llevando el tema de la ansiedad y le respondí que bastante bien, pero no le mentí
cuando le aseguré que estaba haciendo todo lo posible para sobrellevarlo lo mejor que podía.
Porque así era, cada pequeño paso para cualquier otra persona, para mí suponía un avance enorme
del que debía sentirme orgullosa. Costaba, requería de sacrificio, pero sobre todo de mucha fuerza
de voluntad, porque cuando los miedos y la incertidumbre viven contigo, solo puedes hacerles
frente para no quedarte estancada. Le prometí que en cuanto pudiese, bajaría para pasar un fin de
semana con ella, pero ese no podría ser. Todavía tenía que prepararme para el lunes, que
comenzaría el curso, y lo cierto es que temía irme ahora que había empezado a acostumbrarme a
estar allí y que me costase mucho más volver.
Esa noche me costó conciliar el sueño, y el hecho de saber que Víctor no estaba abajo, que
estaba sola en la casa, no ayudó demasiado. Al final me dormí de madrugada después de haber
estado leyendo durante horas para tratar de no pensar. Lo bueno es que el día siguiente era viernes
y podría descansar el fin de semana, quizá salir a dar una vuelta por los alrededores o bajar hasta
el río.
El viernes no dejé a Baby en casa de Víctor. Lo había escuchado llegar cuando el alba ya
despuntaba, lo que confirmaba que había tenido turno de noche. Bajé en silencio y pasé el resto de
la mañana en el colegio de reunión en reunión hasta que volví a casa y me di cuenta de que Baby
no estaba. La busqué por todo el apartamento cuando reparé en la nota que había sobre la mesa del
salón.
«Espero que no te moleste que haya entrado en tu casa. Baby no paraba de llorar y no podía
dormir. No tengo tu número de teléfono (algo imperdonable) y no quise molestarte en el trabajo.
Doña Flora me ha dejado las llaves. Baby está en mi casa. Puedes pasar a recogerla cuando
quieras.
Víctor».
Inspiré hondo para aplacar el nerviosismo que sentía por volver a verlo tras la especie de
discusión que habíamos mantenido el día anterior, pero no me amedrenté. Cuadré los hombros y
llamé a su puerta. Me abrió vestido solo con un pantalón negro de deporte y una camiseta blanca
de tirantes que ponía «Policía Secreta». Sonreí al leerlo y él me imitó.
—Adelante. —Con un gesto de la mano me cedió el paso. Al pasar por su lado percibí el aroma
a jabón y crema de afeitar, pero también al de la comida recién hecha.
—Lamento que no te dejara descansar —me disculpé. Al ver como la perra se acercaba
torpemente hacia mí, me agaché para tomarla en brazos.
—Pensé que me la dejarías antes de irte.
—No quise molestarte, te oí llegar de madrugada y al final resulta que te he causado más
molestias.
—Tú nunca me molestas. —Pasó por mi lado y entró en la cocina.
—Bueno, gracias por cuidarla. —Me incorporé dispuesta a marcharme cuando regresó junto a
mí.
—¿Has comido?
—No, acabo de llegar.
—Quédate. He hecho suficiente lasaña para los dos. —Me quitó a Baby de los brazos y se la
llevó con él a la cocina. Lo seguí tratando de encontrar una excusa para no aceptar y al entrar se
me hizo la boca agua.
Víctor dejó a Baby junto a su plato de comida, se lavó las manos y me señaló un cajón.
—No sé si… —empecé a disculparme.
—Ahí están los cubiertos —me interrumpió—. Yo llevaré los vasos.
Intenté decirle que no de nuevo, pero no supe cómo hacerlo. Al final, después de un
significativo silencio, avancé y le obedecí. Me senté tal y como me indicó y esperé hasta que se
acomodó frente a mí.
—Huele de maravilla —alabé cuando dejó la comida sobre la mesa.
—Esperemos que sepa igual. —Sonrió. Me sirvió y se sirvió a sí mismo—. Agua, ¿verdad?
Nos miramos durante unos segundos hasta que asentí y comenzamos a comer en silencio.
—Está deliciosa —exclamé tras probar el primer bocado.
—Vaya, gracias —asintió con falsa modestia—. Cuando vives tantos años solo, o aprendes a
cocinar o te mueres de hambre.
—¿Fue duro al principio? Ya sabes, vivir lejos de casa, trabajar en un lugar extraño…
—Lo más duro no fue eso. En aquel momento lo agradecí. Necesitaba espacio, tiempo… —Se
quedó perdido en sus pensamientos hasta que levantó la mirada hacia mis ojos de nuevo—. ¿Para
ti está siendo duro?
—Sí —reconocí—. Jamás había vivido sola. Cuando me marché a la universidad estaba con
Lucía, María y Laia; ahora no me queda más que seguir adelante por mí misma. Es algo que tarde
o temprano tenía que hacer.
—No estás sola. Estoy aquí para lo que necesites.
Sonreí y, por inercia, coloqué una mano sobre la suya.
—Me alegro de que estés aquí.
Víctor giró la mano y atrapó la mía entre sus dedos. Acarició el interior de mi muñeca de un
modo tan íntimo que me apresuré a retirarla tras la repentina quemazón que sentí en la piel.
—Está riquísima, pero creo que no puedo más. —Casi me la había terminado, pero aquella
delicada caricia había cerrado mi estómago.
—No puedes rechazar el postre. He estado toda la mañana preparándolo. Bueno, desde que me
he levantado.
—¿Qué es? —sonreí.
—Mousse de chocolate.
Abrí los ojos con sorpresa y me limpié la comisura de los labios con la servilleta.
—¿De verdad? ¡Me encanta!
—¿No me digas? ¡Qué suerte la mía! —exclamó con falsa inocencia y un gesto canalla de su
boca que lo delató.
—Lo sabías.
Víctor se encogió de hombros, ni afirmó ni desmintió, pero yo entendí que eso era un sí. Reparé
en que la lasaña era demasiado grande para una persona y lo miré con recelo.
—¿Tenías planeado invitarme a comer?
—Sí —reconoció sin ambages.
—¿Por qué?
Despacio, dejó el tenedor sobre la mesa y apoyó la espalda contra la silla.
—¿Necesito una excusa para querer estar contigo?
Me ruboricé, y para aliviar el repentino calor que sentí, bebí un sorbo de agua.
—No lo sé, dímelo tú.
—Es curioso que después de todos estos años, todavía te lo preguntes —respondió enigmático.
Suspiró y apoyó los antebrazos sobre la mesa, acortando así nuestra distancia.
—Siento lo que sucedió ayer, Carmen —dijo con sinceridad—. No tenía derecho a presionarte
ni cuestionar los motivos de tu silencio. Debí respetar tu decisión.
Agradecí sus disculpas, pero una especie de punzada de desilusión se instaló en mi pecho.
—Así que esto es una ofrenda de paz. Te sientes culpable —no pude evitar que mis palabras
estuvieran teñidas de decepción. La idea de que Víctor Medina me hubiese invitado a comer
porque se sentía mal por nuestra conversación del día anterior no me gustó, porque me hizo
plantearme en qué sentido me hubiese gustado que lo hiciera.
—Solo en parte.
Ladeé la cabeza y lo miré con interés.
—¿Y la otra parte?
—Ya te la he dicho: me gusta estar contigo. —Estiró la mano y rodeó la mía con sus grandes
dedos. Sentí la caricia circular en el interior de la muñeca como un gesto hipnótico que era
incapaz de detener, y ancló mi mirada a la suya.
—Eso es nuevo —susurré.
Negó con la cabeza, despacio, sin apartar los ojos de mí.
—Quizá para ti.
Aquella revelación me hizo retroceder en el tiempo a todas las veces en las que habíamos
coincidido. Lo recordaba mirándome serio, con demasiada intensidad. Como lo estaba haciendo
ahora. Como si a través de mis ojos pudiese adivinar mi pensamiento. Descifrarme.
Comprenderme. Siempre pensé que me consideraba un bicho raro, una presencia extraña que no
tenía demasiado claro cómo manejar. Pero allí estábamos, sumidos en nuestro particular baile de
miradas, roces e insinuaciones que hacían que el aire a nuestro alrededor crepitara y mi piel se
erizara por el ansia de recibir más atenciones. Me humedecí los labios y sentí el fuego de su
mirada sobre ellos. Intensificó las caricias sobre mi muñeca y me parecieron tan eróticas que sentí
sus movimientos circulares mucho más abajo, en un lugar mucho más íntimo. Temí y deseé en igual
medida que arrasase con todo lo que había encima de la mesa y se abalanzase sobre mí. Es más, lo
imaginé y casi lo sentí contra mi cuerpo.
El hechizo se rompió cuando el móvil que Víctor tenía sobre la mesa empezó a sonar. Pestañeé
varias veces y alejé mi mano porque, de pronto, aquel contacto no estaba bien. No me hacía bien.
No quise fijarme, pero fue inevitable leer el nombre de «Sandra». Víctor maldijo con voz ronca.
—Contesta, no te preocupes. —Me levanté y llevé mi plato hasta el fregadero.
—Solo será un momento —se disculpó. El teléfono seguía sonando y asentí para que lo
silenciara de una vez. Se levantó de la mesa y se fue hacia lo que, supuse, sería su habitación.
Empecé a retirar los platos de la mesa y así evitar quedarme sentada como una boba mientras
de fondo escuchaba su conversación. Aun así, entendí que esa noche volvía a trabajar y que al día
siguiente quedarían para cenar, que él acudiría a su casa. Abrí el grifo para enjuagar los platos
antes de ponerlos en el lavavajillas y así amortiguar la voz grave de Víctor. Cuando ya no quedaba
nada que recoger, apareció en la cocina, a mi espalda.
—No tenías que haberte molestado. ¿Qué clase de anfitrión deja que recojan la mesa?
—Es lo mínimo que podía hacer tras haberme invitado a comer.
Nos miramos algo incómodos, al menos por mi parte, y decidí que había llegado el momento de
marcharme. Le sonreí y pasé por su lado para ir al salón a por Baby, que dormía tranquilamente en
su cama.
—Falta el postre —objetó cuando vio mis intenciones.
—En otro momento. —Evité mirarlo y tomé en brazos a Baby.
Se mantuvo en silencio hasta que por fin habló.
—De acuerdo. Pero llévatelo, por favor. —Abrió el frigorífico y me tendió una copa de cristal
con la mousse de chocolate.
—Gracias —le sonreí.
Asentí y me dirigí hacia la puerta mientras intentaba que Baby no acercara el hocico hacia la
copa, a todas luces atraída por el excitante aroma del chocolate. Y la comprendí a la perfección
cuando Víctor se situó a mi espalda y sentí el olor de su crema de afeitar.
—Esperaré tu veredicto —susurró junto a mi oído.
—Puedes estar tranquilo —balbuceé—. Empiezo a pensar que no hay nada que se te dé mal.
Víctor apoyó una mano sobre la hoja de madera, pegó su espalda a la mía y me impidió salir.
—Todavía nos faltan cosas por probar para que puedas valorar. —Su voz ronca vibró por todo
mi cuerpo.
Inspiré hondo y cerré los ojos por su cercanía, por la reacción de mi piel ante su voz, pero
sobre todo por la insinuación oculta tras aquellas palabras. Abrí los ojos y me fijé en sus dedos,
largos y fuertes, en la palma de su mano grande y ancha, en la forma en la que se le marcaban los
músculos y los tendones en el antebrazo, y pensé cómo me sentiría al ser acariciada por aquellas
manos, tumbada en una cama y abandonada al placer. Aquel pensamiento trajo de vuelta el
inconveniente recuerdo de la primera noche que pasé en aquella casa y todo el anhelo se esfumó
como el viento dispersa el humo pero aviva las llamas de la desilusión.
—Seguro que tu amiga piensa igual que yo.
Víctor dejó caer la mano y yo salí de su casa.
Capítulo 12

VÍCTOR

Cuando Carmen se marchó se quedó un extraño y perturbador silencio en el salón. Extrañé su


presencia como si en solo dos días me hubiese acostumbrado a ella, como si el paso de los años
hubiese borrado de un plumazo los intentos, no de olvidarla, sino de no recordarla constantemente,
porque la opción de que su imagen desapareciese de mi mente me parecía más dolorosa que su
rechazo. Todavía no era capaz de comprender cómo se me había metido tan adentro, cómo había
podido colgarme de alguien que me rehuía, que siempre pensaba lo peor de mí y con quien no
sabía nunca cómo actuar. Hiciera lo que hiciese, siempre parecía meter la pata. Los esfuerzos por
acercarme no podrían haber sido más infructuosos.
Se extrañó cuando recordé cuál era su postre favorito, y eso me dio a entender lo poco que
había pintado yo en su vida. Todavía recordaba aquel día de finales de verano, cuando ella
cursaba primero de bachiller. Pablo y yo corríamos por el parque y la vi con sus amigas, sentada
en una terraza. Sin decirle nada a Pablo, cambié el rumbo de nuestra ruta para pasar cerca de ella
y obligar a su primo a detenerse.
—Enana —jadeó Pablo mientras se acercaba. Siempre la llamaba por aquel apelativo, aunque a
ella le molestaba horrores.
Le dedicó una sonrisa tan radiante que tuve ganas de ponerle la zancadilla a mi amigo.
—¿Cómo va tu marca? —preguntó. A Pablo, por supuesto. Yo era como si no existiese.
—Fatal. Este cabrón siempre consigue ganarme.
Entonces me miró al tiempo que se llevaba una cucharada de mousse de chocolate a la boca.
Seguí la dirección de la cuchara y tuve que hacer fuerza con los pies para no lanzarme y limpiarle
con la lengua el resto de cacao que había en sus labios.
—Lo estás disfrutando, ¿eh? —dije con voz ronca mientras señalaba con la cabeza el postre.
Ella ni siquiera me contestó. Dejó la cuchara y, cohibida, desvió la mirada hacia otro lado.
—Es su postre favorito —explicó Pablo.
—Qué suerte —dije y me callé la parte de «tiene el postre».
—Se me olvidaba que vosotros solo coméis sano —respondió Carmen a la defensiva. Entonces
entendí que, para variar, había malinterpretado mi comentario.
—A veces comemos otras cosas que también proporcionan placer —bromeó Pablo.
Nos llovieron bolas de servilletas y abucheos de sus amigas por su desafortunado comentario y,
entre el jaleo, la copa de Carmen cayó al suelo y se hizo añicos. Su cara de decepción fue tal que
me disculpé como si fuese al servicio y al entrar en la cafetería le compré otra que ordené que le
llevasen a la mesa. Pablo se unió junto a mí cuando estaba pagando y me miró con curiosidad.
—He comprado una botella de agua —mentí.
Asintió y me dio una palmada a la espalda mientras se dirigía al servicio. Por supuesto, tuve
que comprar el agua. Al salir, Carmen tenía de nuevo su mousse de chocolate y al vernos, se lanzó
a los brazos de su primo.
—Eres un sol.
Pablo se sorprendió por su reacción y ni siquiera reparó en el porqué. Pero le correspondió el
gesto.
—Yo también te quiero, enana.
Y yo, pensé. Porque lo único que había sabido hacer toda la vida había sido pensar en ella.
Hasta ahora, que no iba a dejar pasar la oportunidad de conquistarla.
Capítulo 13

CARMEN

El sonido del timbre de la puerta de abajo me despertó. Me había quedado dormida en el sofá
después de comer y, sobresaltada, bajé las escaleras para abrir al darme cuenta, por primera vez
desde que había alquilado el apartamento, que desde arriba no podía hacerlo. Apenas tuve tiempo
a reaccionar cuando María se echó a mis brazos.
—¡Sorpresa! —gritó emocionada.
—Pero…, pero… —tartamudeé sin saber cómo reaccionar—. ¿Qué haces aquí?
Se alejó un paso y cogió la pequeña maleta que llevaba.
—Supe que no vendrías a casa y pensé que pasar sola, en este pueblo perdido de la mano de
Dios, el primer fin de semana de tu nueva vida, te vendría un poco grande.
—¿Quién te dio la dirección exacta?
—Tu madre, quién si no —se rio—. Intenté que viniese conmigo, pero se negó a dejar a tu
abuela sola. Tu tía Carolina tenía una cena de no sé qué del barrio —dijo moviendo la mano con
desinterés— y no podía quedarse con ella.
—¿Pero la abuela está bien? —me preocupé—. Mi madre no me dijo nada de que...
—Respira —me interrumpió—. Está perfectamente. Un poco resfriada, pero nada del otro
mundo. Ahí sigue dando guerra. —Me guiñó un ojo y empezamos a subir las escaleras.
—¿Y Luis? ¿No podía venir contigo?
—Luis aprovechará el fin de semana para poner al día las cuentas de la empresa y yo para
discutir con mi amiga detalles de la boda. ¿No te parece un plan perfecto?
Me quedé mirándola sin saber qué decir, hasta que la abracé emocionada por su visita.
—Me alegro tanto de que estés aquí.
—Y yo —susurró igual de conmovida que yo.
Al separarnos, María miró a nuestro alrededor.
—Oye, este apartamento es precioso, tiene una decoración chulísima —alabó.
—Sí, lo es. Además, tiene unas vistas estupendas.
—¿Las de arriba o las de abajo? —Señaló con picardía hacia el suelo haciendo clara
referencia al apartamento de Víctor.
El día que descubrí que era mi vecino, les escribí al grupo que teníamos las cuatro y se lo
conté. Desde entonces, no había día que no me preguntasen por él.
—No seas bruja. Solo es un amigo —aclaré.
—Bueno, ya es más de lo que era. Además, si como dices está más guapo aún, no lo quiero ni
imaginar.
—En qué mala hora te conté que nos habíamos reencontrado —me lamenté— Yo no te dije que
estaba más guapo aún, te dije que estaba… diferente.
—Más atractivo —acabó por mí—. ¿O no?
—Bueno, sí.
—Pues lo mismo es.
Baby hizo notar su presencia cuando apareció por la puerta de mi habitación y se acercó hasta
nosotras.
—Pero bueno, ¿y esta preciosidad? —María se arrodilló y comenzó a rascarle el lomo.
—La encontré llorando en la calle la segunda noche que llegué.
—Oh, pobre. Bueno, seguro que así te sientes menos sola.
—Lo cierto es que me hace mucha compañía. Aunque también me da algún que otro quebradero
de cabeza. Cuando me voy a trabajar se la bajo a Víctor porque si la dejo sola, llora.
—Y con él no, claro.
—Lo adora —sonreí al recordar los ojillos con los que lo miraba.
—¡Oh, qué tierno! Tenéis un perro en común.
Negué con la cabeza y di por cerrada la conversación. Nos sentamos en el sofá y preferí centrar
la charla en ella y no en mi perturbadora atracción hacia Víctor Medina. Le pregunté cómo llevaba
los preparativos de la boda y las diferencias que había tenido con su madre y su suegra a la hora
de la organización. Era mucho más seguro hablar sobre ella que sobre la extraña relación que
Víctor y yo habíamos establecido.
—Mira esto. —María sacó un montón de revistas de su bolso extragrande y las extendió sobre
la mesa que había delante del sofá—. Yo prefiero algo así, con flores silvestres, toques de telas
más rústicas para los lazos, nada recargado. En definitiva, más sencillo. Pero ellas están
empeñadas en esto.
Abrió otra revista y señaló un salón lleno de orquídeas, calas, fresias y montones de tul blanco
y rosa.
—Me ahogo solo de verlo —se quejó.
—Bueno, es romántico y bonito también.
—Pero no es lo que yo quiero. —Se dejó caer sobre el respaldo del sofá, desesperada.
La imité y me puse de lado para verla mejor.
—¿Y Luis qué dice?
—Que lo que yo quiera.
—Pues ya está. Si los dos estáis de acuerdo, no te ofusques y disfruta del proceso.
Soltó un largo suspiro y me miró con tristeza.
—Ojalá pudiese.
Tras unos segundos de silencio, dio una palmada.
—¡Venga! Enséñame el pueblo, salgamos a pasear, a cenar o a emborracharme. O todo a la vez,
pero mejor en ese orden. —Decidida, se levantó y tomó la chaqueta.
—No hay muchos restaurantes por lo que sé, pero hoy podemos probar en la taberna que hay al
otro lado de la plaza y mañana por la noche ir al del mirador.
Mientras bajamos las escaleras, María susurró a mi oído:
—También podríamos invitar a tu vecino a que se uniese a nosotras.
—Víctor está trabajando. Hoy tiene turno de noche también.
—Vaya, vaya. Así que ya te sabes hasta su horario —se carcajeó.
Puse los ojos en blanco y enlacé mi brazo con el suyo. Eran las nueve de la noche cuando
salimos de casa, así que supuse que Víctor ya se habría ido.
—Es que lo escuché hablar por teléfono con su amiga con derecho a roce. Así que no intentes
hacer de casamentera; que tú vayas a casarte no quiere decir que las demás también tengamos que
hacerlo.
Salimos a la calle y María no dijo nada más. Dimos un paseo por las calles empedradas,
absorbiendo los detalles del pueblo, mientras disfrutábamos de los callejones estrechos con los
balcones decorados con macetas, las fachadas blancas o de piedra descubierta y el eco de
nuestros pasos al andar. Inspiré hondo, cerré los ojos y miré el cielo plagado de estrellas. La paz
que se respiraba lo dotaban de un encanto especial, como si el tiempo allí se hubiese detenido o
como mínimo transcurriese más despacio, a otro ritmo.
María y yo cenamos en el bar de la plaza entre recuerdos de nuestros años de facultad, risas y
cotilleos sobre algunos de nuestros compañeros hasta que el bar cerró y regresamos a casa para
continuar con nuestra cháchara. Ya casi eran las tres de la mañana cuando nos fuimos a dormir y
aquella noche, antes de cerrar los ojos, solo un pensamiento acudió a mi mente: que faltaban pocas
horas para que Víctor regresase a casa.
Me desperecé en la cama cuando el sol ya brillaba en el cielo. Me levanté y desperté a María,
que seguía durmiendo en el sofá cama del salón. Estaba preparando el café mientras ella se
duchaba, cuando golpearon la puerta del apartamento. De inmediato, mi corazón aceleró los
latidos ante la certeza de que sería Víctor quién llamaba, puesto que nadie más tenía la llave de la
puerta principal. Me miré en el espejo de la entrada y gemí ante la imagen que me devolvió. Tenía
el camisón arrugado y el pelo deshecho, intenté aclararlo con los dedos, pero los golpes se
repitieron esta vez más fuertes. Abrí de golpe y me quedé petrificada. Sí, Víctor estaba allí con
expresión culpable, pero Pablo sonreía a su lado.
—¿Qué te pasa, enana? ¿No te alegras de verme? —Avanzó hasta que me abrazó y me levantó
en volandas mientras daba vueltas sobre el mismo sitio.
—Pablo… —susurré consciente de lo que se avecinaba. Miré a Víctor, que por primera vez
supo leer en mi expresión que algo ocurría, porque entrecerró los ojos, suspicaz, y estudió el
salón.
La maleta de María estaba allí y el sofá seguía deshecho. Lo vi escanear todos y cada uno de
los detalles hasta que abrió los ojos con sorpresa y me miró a la espera de mi confirmación.
Asentí y él negó con la cabeza, divertido. Se cruzó de brazos y se apoyó sobre el marco de la
puerta.
—¿Creías que te dejaría el primer fin de semana que pasarás sola? ¿Es café eso que huelo? —
Sonriente, me dejó en el suelo.
—¡Qué bien huele! —María salió de mi habitación todavía con el pelo húmedo, unos
pantalones cortos y una camiseta de manga corta. Y el tiempo se detuvo para todos.
Pablo la miró de arriba abajo y ella hizo lo propio.
—Parece que los dos habéis pensado lo mismo —dije para romper el silencio.
—Eso parece —murmuró Pablo con seriedad.
—Bueno, creo que el café nos sentará bien. —Pasé por su lado y entré en la cocina, seguida de
Víctor, mientras Pablo y María no dejaban de mirarse.
—¿Y no sería mejor una tila? —susurró a mi oído mientras me ayudaba a preparar las tazas.
Saqué algo de bollería, corté unas piezas de fruta e hice tostadas con la ayuda de Víctor.
—¿Sabías que vendría? —murmuré. Cuando le miré, lo pillé mirándome el escote.
Víctor negó con la cabeza.
—Me ha despertado esta mañana cuando me ha llamado. Ya estaba aquí y necesitaba que le
abriese para que su llegada fuese una sorpresa.
—Y la sorpresa se la ha llevado él.
Lo colocamos todo en una bandeja y volvimos al salón, donde aquellos dos seguían en el mismo
sitio, sin dejar de mirarse, como si el tiempo se hubiese detenido para ellos.
María fue la primera en reaccionar, se acercó hasta el sofá y comenzó a doblar las sábanas.
Pablo también se puso en marcha y se acercó a la mesa de centro para retirar las revistas.
—¿Así que anoche estuvisteis jugando a los cuentos de hadas? —intentó bromear al ver su
contenido.
María se las retiró de las manos, como si al tocarlas las mancillara.
—Hace mucho tiempo que no juego a hacerme ilusiones —espetó con sequedad.
—¿Entonces? —Pablo no se perdió ninguno de los movimientos de María mientras las
guardaba de nuevo en su bolso.
—Entonces no te importa —concluyó.
Víctor y yo nos movimos incómodos hasta que él decidió intervenir.
—No sé vosotros, pero yo apenas he dormido cuatro horas y necesito un café con urgencia.
—Claro. —Reaccioné con rapidez y serví tres tazas. Yo raras veces tomaba cafeína porque
alteraba demasiado mi sistema nervioso, así que cogí mi vaso de leche con cacao y me senté al
lado de María, en el sofá. Víctor y Pablo lo hicieron en dos sillones de piel, frente a la mesa. De
nuevo, la ausencia de conversación mientras nos mirábamos unos a otros no hacía más que
acrecentar el nerviosismo general. Carraspeé y me dirigí a Pablo.
—Habrás salido muy temprano para llegar aquí a estas horas.
—Tampoco tanto. Suelo levantarme antes de las seis cuando me toca turno de mañana.
Volvimos a guardar silencio.
—Pablo, puedes quedarte a dormir en mi casa —se ofreció Víctor—. Tengo una habitación de
invitados que no es gran cosa, pero para ti, sobra —se burló.
—Vaya, gracias.
—No será necesario —interrumpió María. Dejó la taza sobre la mesa y me miró—. Ahora que
ya tienes compañía, será mejor que vuelva.
—No… —susurré desilusionada. Había temido aquello desde que había abierto la puerta y
visto a Pablo al otro lado.
Durante años habían hecho lo imposible por evitarse, no coincidir, ni preguntar el uno sobre el
otro, y ahora estaban los dos bajo el mismo techo, mi techo.
—Quédate, María, todavía tenemos muchas cosas de las que hablar.
Ella sonrió con tristeza.
—Volveré a verte otro fin de semana.
—Pues sí que te dejé huella, si mi sola presencia hace que quieras huir. —Pablo apoyó los
antebrazos sobre las rodillas y la retó con la mirada.
—¡Pablo! —lo amonesté.
Ella enrojeció y cuadró los hombros. Él estaba serio, sin dejar de mirarla, y Víctor y yo
parecíamos los espectadores de un partido de tenis.
—Madura, Pablo. Hace tiempo que ya no eres nada para mí.
—Pues demuéstralo y quédate.
—Yo no tengo que demostrarte nada. Si quiero irme, me iré. Y si decido quedarme, me quedaré,
al margen de lo que tú sugieras.
—¿Quieres marcharte? Hazlo, pero entonces todos sabremos que es por mí. Porque esta
situación te queda grande.
—Siempre has sido de un ego desbordante, pero con la edad, la cosa ha ido a peor.
—Puede. O puede que yo tenga razón y tú seas una mentirosa que dice haber pasado página,
pero en el fondo sigues sintiendo algo por mí y temes no poderte controlar.
—En eso te doy la razón, es posible que si me quedo, acabe por no poder controlarme y me
lance a cerrarte la boca con pegamento permanente.
—También podrías cerrármela de otro modo —susurró Pablo de un modo que hizo que me
avergonzara. Miré a Víctor y este tenía los ojos fijos en mí.
—Eso no volverá a pasar jamás —rio María con desgana.
—Jamás es demasiado tiempo.
El teléfono de María sonó y se interrumpió la discusión.
—Hola —contestó al tiempo que se levantaba—. Sí, muy bien… No, es que me acabo de
levantar… Lo hicimos largo hablando, ya nos conoces… Claro que sí, mucho… —Entró en mi
habitación y cerró la puerta, pero lo último que oímos fue—: Yo también te quiero, ya lo sabes.
Pablo siguió cada uno de sus movimientos y, cuando María ya no estaba, se atrevió a
preguntarme lo que durante todos estos años había evitado:
—¿Quién es el último?
Víctor silbó y negó con la cabeza, consciente de la metida de pata de su amigo.
—No me corresponde a mí contarte nada de su vida. Además, como si tú hubieses sido un santo
—le recriminé dolida por su comentario.
—Vamos. —Víctor se levantó y palmeó la espalda de su amigo—. Bajemos a mi casa y así
podrás dejar la maleta y refrescarte del viaje si lo necesitas.
Pablo se levantó y miró hacia la habitación.
—Cuando estemos listos podríamos salir a pasear por el cauce del río y comer por ahí. Ya
organizaremos algo —sugerí para tratar de desviar su atención.
—Me parece perfecto, hay un par de sitios que os podría enseñar —se ofreció Víctor.
—Seguro que tienes otros planes —interrumpí con un resentimiento que a mí misma me
sorprendió.
Me miró con suspicacia y ladeó un poco la cabeza en un gesto que le reconocí muy suyo y que
parecía utilizarlo cuando algo lo desconcertaba.
—En realidad no. Nada que no se pueda posponer por la llegada de un amigo.
—Por supuesto —apunté más suave, avergonzada porque había puesto en evidencia que
conocía sus planes con la tal Sandra y, lo que es peor, que me molestaban.
María salió de la habitación sonriente y más tranquila. Se acercó hasta su maleta y la abrió.
—¿Te quedas? —le preguntó Pablo.
Mi amiga suspiró y se dio la vuelta para encararlo.
—Que quede claro, me quedo por Carmen, porque sé que si me marcho le afectará. Pero tú y yo
no tenemos por qué entablar conversación más allá de lo que se hable en común, ni me interesa
conocer tu opinión.
—Sobre qué —la interrumpió.
—Sobre nada en general. Así que tengamos el fin de semana en paz.
Eso, pensé yo.
Capítulo 14

VÍCTOR

Cerré la puerta de mi casa y acompañé a Pablo hasta la habitación de invitados. Lo dejé


acomodarse y regresé al salón a esperarlo. Lo hizo al cabo de diez minutos, con una apariencia
más cansada y una pose menos artificial que la que había mostrado arriba. Quizá a María la
engañase, pero estaba seguro de que ni a Carmen ni a mí podría conseguirlo.
—¿En qué cojones estabas pensando? —pregunté sin andarme por las ramas.
—No pensaba, si lo hubiese hecho, me habría callado la boca.
—¿Como hiciste con tu prima y conmigo cuando no nos avisaste de que viviríamos en el mismo
pueblo? ¿En la misma casa? Es que no sé a qué juegas, Pablo. ¿Por qué lo hiciste?
—Lo de la casa no lo sabía —se defendió—. Lo otro no supe cómo hacerlo. Carmen estaba
muy nerviosa por vivir sola y pensé que sería bueno que descubriera por ella misma que estabas
aquí, y que se alegraría de tener a alguien conocido. Si la hubiese avisado, tal vez se habría puesto
más nerviosa, ya sabes lo recelosa que es contigo...
—No puedo creer lo que estoy escuchando. ¿Te estás oyendo? Esa era una decisión suya, no
tuya. Pero no le has dejado opción a elegir si quería buscarme o no. Hablas de ella como si se
tratara de una figura de porcelana capaz de astillarse con cualquier roce. Una marioneta que
necesita que la manejen. No puedes pretender que esté en una urna siempre. Es una mujer adulta,
valiente y capaz de cuidarse por sí misma, ¿y qué mierda significa eso de que es recelosa
conmigo?
—Tú no lo entiendes. Carmen a veces necesita que la escuchen sin juzgar, que la entiendan, y ya
sabes que no confía en ti.
No negaré que aquello me dolió, porque yo era capaz de asumir mi parte de culpa por lo
imbécil que había sido en el pasado, pero también reconocía que Pablo no me había dejado
margen para ganarme su confianza. Él siempre había estado ahí, extendiendo una barrera invisible
pero sólida a su alrededor e impidiendo que nadie más se acercara.
—¿Y qué excusa tienes para no habérmelo dicho a mí? —le recriminé—. Te he llamado diez
veces a lo largo de estos días y no me has contestado ni una sola vez. Solo un mísero mensaje:
«No te puedo atender. Hablaremos pronto».
Pablo agachó la cabeza y se dejó caer en el sofá, al lado de la chimenea.
—Pensé que sería mejor hablarlo contigo en persona este fin de semana cuando llegase. Si te lo
decía, la habrías buscado.
—Por supuesto —me indigné—. Lo habría hecho con cualquier amiga.
—Lo que tú digas.
—Yo no le haría daño a tu prima nunca —me defendí.
—Sé que conscientemente no. Pero hay muchas cosas sobre ella que debes saber.
—Pues cuéntamelas—. Me senté a su lado en el sofá, desesperado por una respuesta.
—No me concierne a mí ponerte al corriente. Cuando te ganes su confianza, ella misma se
sincerará contigo.
—¡Joder, Pablo! No sé si eres consciente de lo nervioso que me pone toda esta situación.
Necesito saber si tiene algún problema grave. Voy a vivir con ella —rectifiqué en cuanto vi que
Pablo levantaba una ceja—. Ya sabes a lo que me refiero.
—Sé que estarás ahí si te necesita, solo procura entenderla. Nada más.
—Como si eso fuese fácil. No he sabido hacerlo nunca.
—Bueno, si te sirve de ayuda, decirle «sabes que pasará y estarás bien de nuevo» suele
funcionar.
Aquella frase, el significado de esas palabras, me hizo abrir los ojos. Recordé lo afectada que
había llegado Carmen dos días atrás después de hablar con Daniel. No era un secreto la
desgraciada muerte de su exmujer y que ahora debía hacerse cargo de la hija de ambos. Todo el
mundo en el pueblo conocía su situación. Cuando mi mente se distanció de ese momento y la parte
racional empezó a unir cabos, lo comprendí. Fue como si todos estos años hubiese estado vagando
por un laberinto, errando cada camino que tomaba y que me llevaba hasta un callejón sin salida
hasta que, por fin, vislumbraba la luz al final del túnel.
—Lo que le sucede es a partir de la muerte de su padre —afirmé.
Pablo soltó un suspiro.
—Todo empezó a girar en torno a mi tío.
—Nunca me has contado nada de lo que sucedió. Sé que murió y que Carmen era muy pequeña
cuando sucedió, que la cambiaron a nuestro colegio, pero nada más. ¿No crees que va siendo hora
de que me ayudes a comprenderla? Voy a ser el único que tendrá a mano —lo presioné.
—Mi tío sufrió un infarto cuando corría con ella por el parque. Murió de manera fulminante
ante sus ojos y estuvo todo el rato a su lado, llorando hasta que apareció la ambulancia y la
separaron de él.
—Joder —Me levanté porque fui incapaz de permanecer sentado.
—Y hasta aquí puedo contar. Si quiere, Carmen te lo contará.
Asentí y le di la espalda a Pablo.
Muchas veces me he preguntado por qué me enamoré de ella. Por qué en mi corazón siempre
había estado ella, si yo era menos que un cero a la izquierda en su vida. Recordé a la niña tímida y
miedosa del colegio, a la que obligué a dar la voltereta y tuvo que irse a casa, llorando, por mi
culpa. A la adolescente esquiva que parecía no verme y que con su indiferencia me incitaba aún
más a obtener una respuesta por su parte solo para que me dirigiera una mirada, aunque fuese de
desprecio. Era preferible eso a la frialdad. A la joven que se marchó a la universidad y se
enamoró de un imbécil que no supo lo que tenía mientras yo me moría por tener una oportunidad,
una sola, de estar con ella. Y ahora, ahora me enfrentaba a la mujer que parecía verme de verdad
por primera vez, que me escuchaba, me hablaba y me miraba, no solo me miraba, me veía. Me
estudiaba. Se fijaba en mis movimientos, mis gestos, mi cuerpo. Lo hacía cuando creía que yo no
me daba cuenta y, solo y con eso, conseguía ponerme el corazón a más de cien pulsaciones por
minuto. Solo esperaba, deseaba con toda mi alma, tener la oportunidad de que aquello que había
empezado a conocer de verdad le gustara. Pero, sobre todo, que sintiese que podía confiar en mí y
me contase sus inquietudes, porque sin confianza no podíamos tener nada.
Capítulo 15

CARMEN

María empezó a ordenar el salón de manera compulsiva mientras yo permanecía atenta, sin saber
qué decir o qué hacer para no perturbarla. Parecía perdida en sus pensamientos y le di el espacio
que necesitaba. Esperé hasta que por fin me miró.
—¿Te quedarás?
—Sí —respondió con seguridad—. He hablado con Luis y él me ha transmitido la confianza
que necesitaba.
—¿Le has dicho que Pablo está aquí? —dudé.
María se encogió de hombros.
—No tengo por qué ocultárselo. Forma parte de mi pasado y Luis lo sabe, nada más.
Asentí, porque si ella así lo sentía, me alegraba de todo corazón. Ojalá y fuese feliz, lo merecía
después de cómo lo había pasado sentimentalmente en la vida.
—¿Qué te apetece que hagamos? —dije con más entusiasmo al saber que podría contar con su
compañía al menos un día más.
—Necesito salir de aquí, dar una vuelta, que me dé el aire.
—Pues demos un paseo. —Sonreí y la abracé con ternura, como me hubiese gustado que me
abrazasen a mí en esas circunstancias.
Preparamos mochilas con comida y bebida y salimos de casa equipadas para caminar por la
vereda del río. Me detuve a la puerta de Víctor, dubitativa. Pablo había venido para estar conmigo
y ahora no podía excluirlo de mis planes, no debía. María intuyó mi dilema, avanzó con decisión y
llamó con los nudillos.
Víctor apenas tardó unos segundos en abrir y nos miró con recelo.
—Nos vamos a pasear por el cauce del río, el que quiera venir que venga y el que no que se
quede —anunció María.
—Vamos —contestó Víctor con rapidez.
Como si lo estuviesen esperando, cargaron las mochilas al hombro y salieron de casa detrás de
nosotras.
Me rezagué para quedarme al lado de Pablo y Víctor avanzó para andar junto a María. Mi
primo me miró de reojo y volvió la vista al frente, pero yo no tuve ningún reparo en estudiar con
atención cada uno de sus gestos. El rictus de su boca, el ceño fruncido, la tensión de su mandíbula,
la forma en la que miraba a María… Todo me daba a entender que aquella situación era más
peligrosa que encender una cerilla en un almacén de pirotecnia. Carraspeé a su lado y lo tomé del
brazo con cariño.
—Me alegro de que estés aquí —dije al fin.
—No me ha dado esa impresión al principio —me reprochó dolido.
—Me has sorprendido y no sabía cómo te tomarías la presencia de María. Hacía años que no os
veíais.
—Y ella sigue igual —murmuró mientras la apreciaba en la distancia.
—Es posible que por fuera sí. Por dentro ha madurado, como todos, supongo.
—¿Terminó la carrera?
—Por supuesto —la defendí como si aquella pregunta, sus dudas sobre ella, me ofendieran a mí
personalmente.
—¿Trabaja de ello?
—Sí. Es enfermera en el área de neonatos del hospital.
—¿Le gusta su trabajo?
De pronto, después de tantos años, fue como si necesitara respuestas para todas las preguntas
que se había callado a lo largo de todo este tiempo.
—¿Por qué no se lo preguntas a ella?
—Porque no creo que quiera hablar conmigo.
—Bueno, si estáis aquí los dos juntos, en algún momento tendréis que hacerlo.
—Supongo. —Se encogió de hombros y suspiró—. ¿Y tú? ¿Cómo has pasado estos días?
—Bien —mentí—. Desvié la mirada hacia otro lado y Pablo soltó una carcajada.
—Mentirosa.
—Solo he tenido una crisis de ansiedad fuerte. El resto del tiempo intento controlar todos los
«y si» lo mejor que puedo.
—¿Por qué tuviste la crisis?
Dudé si contárselo o no, y no porque me fuera a sentir juzgada o incomprendida, sino porque
repetirlo suponía volver a recordar, a instalar el pensamiento perturbador en mi mente y permitir
que se colara como las ventanas de spam en los ordenadores cada dos por tres.
—Ya ha pasado y no me apetece volver a hablar de ello —intenté esquivar el motivo—. Lo
único que quería que supieses es que la he superado.
—Como haces siempre. No obstante, me podrías haber llamado.
—Sabes que es mi lucha. Si cada vez que tengo miedo por algo tengo que llamarte a ti o a
mamá, estaría todo el día pegada al teléfono.
Pablo suspiró.
—¿Llamaste a Andrés al menos?
Asentí.
—Lo necesitaba.
—Entonces es que realmente tuviste una crisis fuerte. Escúchame, Carmen. Sé que no confías
mucho en Víctor por lo capullo que fue contigo en el pasado, pero es un buen tipo y se preocupa
por ti. Si necesitas cualquier cosa, estoy seguro de que estará a tu lado. No estás sola. ¿Me
entiendes? Puedes contar con él.
—¿Tú crees? —dudé recelosa, y al mismo tiempo sorprendida por la inesperada defensa de
Víctor por parte de Pablo cuando jamás había hecho nada por facilitar nuestra relación.
A lo largo de estos años, siempre sentí que mi primo hacía lo posible para alejarlo de mi
compañía, y ahora me salía con aquello.
—No solo lo creo, lo sé.
—¿Por qué te fías ahora de Víctor y antes no?
Pablo me miró sin comprender.
—Eso no es cierto. Si trabajásemos juntos, no dudaría en confiarle mi vida.
—Quizá estoy equivocada, pero siempre he tenido la impresión de que me protegías de él. Has
estado alerta cada vez que lo he tenido cerca, como si no fuese una persona de fiar.
Guardó silencio unos segundos, buscando la respuesta hasta que suspiró, me tomó del brazo y
me ayudó a salvar un tronco caído en mitad del sendero.
—Lo que me lleva a reafirmarme en que he sido muy imbécil —concluyó.
Seguimos bajando por el sendero que conducía al río y me percaté de como Víctor se giraba
para mirarnos a cada momento.
—¿Por qué dices que Víctor se preocupa por mí?
Me fijé en la agilidad y confianza con la que se movía por aquel terreno mientras que yo
parecía que pisara un campo de minas.
—Yo he estado ciego mucho tiempo, pero ¿acaso no es evidente?
—¿El qué?
Pero Pablo se calló cuando vio que Víctor se había detenido y nos esperaba al final de una
rampa de tierra algo desigual. Me detuve indecisa, sin saber dónde poner los pies, mientras Pablo
me adelantaba y la salvaba sin ninguna dificultad. Fulminé la espalda de mi primo mientras se
alejaba e inspiré hondo, estudiando el terreno, cuando Víctor me tendió una mano.
—Confía en mí, no te dejaré caer.
Miré aquella mano y seguí con la mirada el antebrazo musculoso hasta el bíceps que se marcaba
en su camiseta blanca, su cuello, la barba perfectamente arreglada y por fin la expresión tranquila
y confiada de sus ojos que me decían que no tenía nada que temer. Poco sabía él que cada vez que
me tocaba, caía a un vacío aterrador que me asustaba tanto como me gustaba que me tocara. Estiré
el brazo y me sujeté con fuerza a su mano. El calor de su contacto viajó hasta mi pecho e hizo
aletear alocado mi pobre corazón. Se instaló un inconveniente cosquilleo en mi tripa y sentí mis
extremidades flaquear.
—Coloca un pie aquí —señaló un saliente—. Y el otro allí.
Lo miré algo asustada, tanto por el hecho de bajar, como por las sensaciones que estaba
sintiendo, pero le hice caso. Despacio, obedecí todas sus instrucciones; solo cuando me pareció
haber salvado el último obstáculo con éxito, las pequeñas piedras sueltas sobre la tierra seca me
hicieron resbalar y temer que acabaría con mis huesos en el suelo. Pero Víctor fue rápido, tiró de
mi mano y me atrapó entre sus brazos.
—Mía —susurró junto a mi pelo mientras yo me aferraba a su espalda, enterraba la cabeza en
su cuello y me dejaba abrazar.
Jadeé por la repentina liberación de adrenalina. Mi respiración era irregular y el corazón me
latía desbocado todavía asustada por la posibilidad de haberme lastimado, haberme hecho un
esguince, roto un hueso… Dios mío. No podía faltar al colegio el primer día de clase. Empezaba a
pensar que la idea de bajar al río no había sido buena cuando Víctor me apretó contra su cuerpo y
mi mente dejó de escalar hacia la montaña de los supuestos problemas que yo acostumbraba a
crearme. Aspiré hondo y cerré los ojos. Me aferré a él y me embebí de la sensación tan
satisfactoria de encontrarme rodeada por sus brazos.
—Si está en mis manos, no permitiré que te hagas daño —murmuró. Me levantó la barbilla para
que lo mirara a aquellos ojos cuyo iris, alrededor de toda aquella naturaleza, permitían advertir
todas las tonalidades de verde que tenían. Incluso distinguí un toque dorado, cálido como los
rayos del sol. La ligera brisa enredó un mechón de mi cabello en mis labios y Víctor no lo dudó.
Despacio, y sin apartar los ojos de mi boca, lo apartó al tiempo que dejaba la caricia de sus dedos
en el contorno de mi mandíbula.
—Gracias —jadeé.
—De nada. Acepto una cena como compensación —sonrió de medio lado.
Oímos un golpeteo constante de pasos acercarse, pero ninguno de los dos se movió. Había una
extraña fuerza que me retenía junto a él, enredada en su mirada y cobijada bajo sus brazos,
cómoda y a la vez inquieta.
—¿Víctor? —preguntó una voz agitada a nuestro lado.
Aquello me hizo reaccionar y me alejé unos pasos de él, aunque parecía reacio a soltarme. Giré
la cabeza en dirección a aquella nueva presencia y reconocí a la chica que había abierto la puerta
de casa de Víctor la tarde que bajé a presentarme.
—Hola, Sandra —la saludó.
Nos miró de hito en hito y reconocí cierto reproche en su gesto. Me avergoncé por todo en
general: mis pensamientos, mis sensaciones, pero sobre todo por lo que aquella chica podría
pensar. Al fin y al cabo, era evidente que ella significaba mucho más en la vida de Víctor que yo.
—Me he resbalado y Víctor me ayudó a no caer —expliqué apresurada, como si le debiese una
aclaración. Me dirigí a Víctor, que entrecerró los ojos, suspicaz, al tiempo que soltaba mi brazo
—. Gracias.
Pasé por su lado y les dejé solos. Pablo y María estaban a la orilla del río, silenciosos uno al
lado del otro. Me uní a ellos y, aunque no quise, no pude evitar mirar de vez en cuando a Víctor y
a aquella mujer. María siguió la dirección de mis ojos y con el codo llamó mi atención.
—¿Esa que parece una modelo sacada de una revista de deportes es la que gritaba por los
orgasmos que le proporcionaba tu vecino?
Recordar aquello no me gustó, me produjo una punzada lacerante en el pecho que me apresuré a
frotar, pero no hice ningún comentario al respecto. Me limité a asentir.
—Recuerdo perfectamente a una a la que también le encantaba gritar —apuntó Pablo de manera
inconveniente.
María se envaró, se agachó y tomó una piedra de las que había a la orilla. Por un momento temí
que se la lanzara a mi primo a la cabeza, pero no. La hizo rebotar sobre el agua varias veces hasta
que se hundió.
—Eso dice poco y muy malo de ti. ¿Solo recuerdas a una o es que solo hiciste gritar a una? —
contraatacó con calma.
Pablo se agachó e inició el mismo proceso con la piedra, como si de una competición se tratase
para ver quién llegaba más lejos.
—Gritar, han gritado muchas.
María soltó una carcajada carente de humor y lanzó otra piedra.
—Puede que sí o puede que no.
—Pero por alguna maldita razón solo acude el recuerdo de una a mi mente.
María se quedó paralizada, mirando al frente y dejó caer la otra piedra que tenía en la mano
antes de parpadear varias veces. Pablo no dejó de mirarla en ningún momento, esperando quizá
que ella preguntase. Pero yo sabía que María no lo haría, por miedo a su respuesta, fuera cual
fuese esta. Y en esa ocasión también estuve de acuerdo con ella. Dadas las circunstancias, era
mejor no saberla.
—¿Seguimos? —Se unió Víctor a nosotros.
María comenzó a andar y yo me dispuse a seguirla cuando Víctor me detuvo al sujetarme por el
codo.
—Dame un segundo —le pidió a Pablo.
Mi primo asintió y aceleró el paso para alcanzar a María.
—¿Ocurre algo? —me inquieté cuando vi que los demás se alejaban y que Víctor seguía
observándome en silencio, como siempre, como si fuese un enigma difícil de descifrar y a fuerza
de profundizar la mirada, llegase a comprenderme.
—Me crees cuando te digo que Sandra es solo una amiga, ¿verdad?
—No importa lo que yo crea, Víctor.
—A mí me importa.
Dudé. Si hubiese podido chasquear los dedos y desaparecer, lo habría hecho; sin embargo, no
tenía sentido mentir.
—Pues entonces la respuesta es no. No creo que solo sea una amiga.
Esperé que se defendiera, que justificara su aclaración, pero me sorprendió con otra afirmación
muy diferente.
—¿Sigue en pie lo de esa cena? —Parecía nervioso, y yo me apresuré a zanjar la conversación.
—Claro. Esta noche prepararé algo y…
—No. Hoy no —me cortó con seriedad.
Recordé que él tenía otros planes, que había quedado con Sandra y, nerviosa, cambié el peso de
mi cuerpo de un pie a otro.
—Entonces será mejor que lo hablemos cuando estés menos ocupado. No hay prisa. —Sonreí
intentando aparentar indiferencia y pasé por su lado deseando que no me doliese tanto el orgullo
como lo hacía en aquel momento. Como siempre, Víctor Medina era el encargado de ponerme los
pies en el suelo y recordarme que hacerse ilusiones era sencillo, pero desmontarlas no y siempre
implicaba sufrimiento.
Capítulo 16

VÍCTOR

Que era un completo inepto para tratar con ella hacía años lo había asumido. Pero que no fuese
capaz de cambiar mi forma de actuar, al parecer siempre errónea, o mi manera de hacerme
entender, me frustraba de muchas maneras distintas. Y Carmen parecía haber nacido con una
habilidad especial para conseguirlo. Ni siquiera mientras me preparaba las oposiciones y
soportaba el duro entrenamiento de mi preparador me sentí tan inseguro y a la vez decidido a
conseguir algo.
Tan solo quería una cena, los dos, solos. Sin Pablo ni María, y ya que estábamos, sin el resto
del mundo. Sin nada que pudiese interferir en tener su atención solo para mí durante unas horas y
que me diese la oportunidad de que me conociera de verdad. Por mi parte, no creía que fuera
mucho pedir pasar unas horas a solas con ella para poder memorizar los pequeños gestos y
atesorar recuerdos, que era lo único que había estado haciendo todos estos años en la distancia, y
ahora quería conseguir en exclusiva. Lo que me había quedado claro es que me seguía
conformando con las migajas de su compañía.
En una ocasión, tras una noche de fiesta en nuestro último año de instituto, Pablo y yo bebimos
demasiado y terminamos tirados en la arena, a la orilla de la playa. Me preguntó cómo podía
saber si estaba enamorado. Su imagen acudió a mi mente, Carmen se materializó en medio de la
confusión etílica con una claridad alarmante.
—Supongo que… —dudé y me aclaré la garganta mientras miraba las estrellas. El sonido de
fondo de las olas al romper parecía animarme a continuar y me dejé llevar—. Si el tiempo que
pasas con ella te parece insuficiente; si verla sonreír te contagia su alegría; si una palabra, un olor,
un lugar o situación te la recuerdan; si su rostro es en lo primero que piensas cuando te despiertas
y lo último antes de dormirte; si das vueltas y más vueltas solo para encontrártela y que te diga un
simple «hola»; si darías cualquier cosa por poder besarla…, será que estás enamorado.
Pablo soltó una ebria carcajada y me propinó un puñetazo en el hombro mientras se revolcaba
por el suelo muerto de risa.
—Pareces un jodido poeta —farfulló con lengua de trapo.
Sonreí de medio lado y no pude más que darle la razón. Sin embargo, nunca en mi vida había
estado tan acojonado.
—En eso tienes razón. Estoy jodido.
Esa fue la primera vez que comprendí que me había enamorado de ella. Sin que Carmen hiciese
nada para conseguirlo, sin tener el mayor interés en mí, sin que yo significara nada para ella más
allá del amigo molesto de su primo. Por alguna extraña razón, se me había colado bajo la piel y
hoy, así seguía siendo. Eso es lo más jodido del amor, que llega, arrasa con todo, pone tu vida del
revés y, después de todo, no tiene por qué ser recíproco. ¿Y entonces qué haces? Intentar
sobrevivir a tus sentimientos.
Capítulo 17

CARMEN

Víctor nos llevó hasta un claro a la orilla del río, una especie de playa de arena blanca y fina
donde extendimos algunas esterillas y un mantel sobre el que pusimos la comida. Estábamos
rodeados de vegetación, solo el piar de los pájaros y el arrullo del agua armonizaba el silencio y
la tranquilidad que se respiraba allí.
—No tengo cobertura. —María levantó el móvil en búsqueda de señal.
—Aquí no hay —la informó Víctor.
—¿Qué pasa? ¿Tienes que estar localizable en cualquier momento o qué? —la pinchó Pablo.
María no le contestó. Se levantó y comenzó a moverse para ver si conseguía al menos una rayita
de cobertura.
—¿Y si nos sucede algo y tenemos que pedir ayuda? —me preocupé.
—¿Qué nos podría suceder? —Víctor, divertido, se sentó a mi lado y me tendió una botella de
agua.
—No sé, se me ocurre alguna torcedura, una picadura de algo, un tropiezo, un mal golpe.
Bebí para callarme y no empezar a anticipar pensamientos negativos. Quería disfrutar de la
experiencia, de la compañía de mis amigos y no amargarme el día. En realidad, lo necesitaba
porque a fuerza de crear recuerdos bonitos en sitios determinados, superaba los momentos de
crisis.
—No estamos tan lejos del pueblo como para no poder conseguir ayuda, en el caso improbable
de que la necesitemos. Si te tuerces el pie, siempre puedo llevarte en brazos, no sería la primera
vez que te cargo para salvarte de un apuro.
—Lo del contenedor no cuenta.
—Para mí todo cuenta —respondió enigmático—. Sigamos con tus preocupaciones: las
picaduras. Mientras no te adentres en los matorrales por si hay serpientes, no tienes nada que
temer, lo máximo que te puede picar, quizá sea un mosquito.
—Tengo pánico a las serpientes. —Asustada, miré de un lado a otro.
—Lo sé. Pero aquí solo se acercan a beber.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque cerca del agua suele haber.
—No. Me refiero a mi miedo por las serpientes, que cómo lo sabes.
—Porque tu primo nos contó hace años que, en una ocasión, cuando fuisteis de excursión con tu
familia a un zoo, te sacaron para una exhibición. Te vendaron los ojos, te hicieron extender los
brazos y te pusieron una encima. Pablo dijo que gritaste en cuanto lo notaste y que se enroscó en tu
brazo. Luego se jactó de que él había ayudado a quitártela de encima y que no tuvo miedo en
ningún momento, pero que tú desde entonces tienes pánico a encontrarte con una y que no soportas
ni verlas en fotografías.
Sorprendida, lo miré con la boca abierta.
—De eso hace muchísimos años. Fue en mi último año de colegio, ¿cómo puedes acordarte?
Víctor miró al frente, hacia el agua, y cuando creía que ya no iba a contestar, me miró de nuevo.
—Porque te pasó a ti.
Ante mi incapacidad para decir nada coherente, solo me sonrojé por lo que aquella afirmación
pudiese suponer.
—No te preocupes —dijo con un tono mucho más ligero—. Mientras nos oigan no se acercarán.
Nos tienen más miedo ellas a nosotros.
—No estoy tan segura.
Me acerqué tanto que nuestros brazos y muslos quedaron pegados. Víctor me arrebató la botella
y bebió mientras ocultaba una sonrisa satisfecha.
—¡Aquí! —gritó María, que se había subido encima de un saliente de piedra sobre el río.
Pablo, que había estado con las manos en la cintura siguiendo sus movimientos, se acercó hasta
ella.
—Estás demasiado cerca del borde. Baja —exigió.
—No me des órdenes —siseó María mientras tecleaba en el móvil.
—Maldita sea, no te muevas.
—¿Por qué? —Empezó a hacer equilibrios sobre un pie como si fuese a caer al agua—. ¿No me
digas que te preocupa lo que me pase?
—Deja de hacer tonterías, no sabemos si ahí hay suficiente profundidad o no.
—¡María! —intenté advertirla, preocupada por la insinuación de Pablo.
—Si cayera, no le sucedería nada —susurró Víctor a mi oído—. Como mucho, se enfriaría. En
verano los niños vienen a lanzarse desde esa piedra porque en esta zona el agua forma como una
piscina natural. Pero deja que Pablo se preocupe un poco más. Es divertido verlo así.
—¿Crees que alguna vez se comportarán como personas normales? —pregunté señalándolos
con la cabeza. Me rodeé las rodillas con los brazos y apoyé la barbilla sobre ellas.
Víctor se encogió de hombros.
—¿Y quién dice que no lo son? Quizá su relación siempre sea así. No conozco a nadie que
saque de sus casillas a Pablo tanto como María, que le provoque tantas reacciones.
—Dudo que su relación, sea como sea, continúe —murmuré.
—¿Por qué dices eso?
Giré el rostro para mirar a Víctor a los ojos y fui plenamente consciente de lo cerca que
estábamos el uno del otro.
—Porque dentro de tres meses, María se va a casar.
Víctor enmudeció, miró a Pablo con cierta preocupación y volvió a mirarme a mí.
—¿Él lo sabe?
Negué con la cabeza.
—No ha querido saber nada de ella desde hace años. Ha esquivado cualquier mención de su
nombre cada vez que hemos estado juntos.
—Es posible que esto sí quiera saberlo.
Me encogí de hombros.
—No lo sé. ¿Cambiaría algo?
—Si no se entera, nunca lo sabremos.
—¿Y si es para mal? Quiero decir: no sé hasta qué punto María es importante para él. Igual es
el orgullo más que los sentimientos lo que le hace reaccionar.
—En cualquier caso, no es una decisión que debamos tomar por él.
—Ni por ella. Si se entera, que sea por María. Al fin y al cabo, es lo que Pablo ha querido
siempre, que ella se alejara y rehiciera su vida. Me duele porque es mi primo, pero ahora ya lo
tiene.
—¿Tú crees que realmente quería eso?
Miramos en la dirección de nuestros respectivos amigos, que seguían discutiendo, mientras
Pablo ya había comenzado a trepar por la roca.
—Cuando antes te he dicho que no a lo de la cena hoy… —empezó Víctor a hablar.
—Lo sé —le interrumpí—. El día que comimos en tu casa te escuché sin querer. Sé que tienes
planes con Sandra.
—Sí, pero no es lo que te imaginas. —Se movió nervioso a mi lado.
—¡María! —gritó Pablo. Y nos dio el tiempo justo para levantarnos y ver cómo caía al agua y
Pablo se lanzaba detrás.
Corrí hacia la orilla mientras Víctor, despacio, se acercaba hasta mí y se reía a mi espalda. Los
vimos emerger del río, a María riéndose a carcajadas como hacía tiempo que no la oía y a Pablo
lanzando maldiciones.
—Estás loca. Nos podríamos haber matado los dos. —Pablo la salpicó y María se atragantó.
Nadó hacia ella y le apartó el pelo del rostro—. ¿Estás bien?
—Creo que hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien. Ha sido una sensación fantástica.
María sonrió y levantó la cabeza para que el sol calentara sus mejillas.
—Me alegro, porque de ahora en adelante ya puedes olvidarte de la cobertura y del puto móvil,
que descansa en el fondo del río.
Aquello borró la sonrisa de su rostro, como si de repente recordara por qué necesitaba el
teléfono y se sintiese culpable por haberlo olvidado. Se alejó de Pablo y comenzó a nadar hacia la
orilla. Cuando salió del agua tiritaba de frío. La cubrí con una toalla que me tendió Víctor y ella
volvió a subir arriba de la roca. La observamos con atención, sin entender qué se proponía, hasta
que bajó con el móvil en la mano.
—Lo dejé sobre la piedra por lo que pudiese pasar —explicó—. Será mejor que vuelva a casa,
me duche con agua caliente y me cambie de ropa. —Los dientes le castañeaban y se abrazaba a sí
misma.
—Volvamos, pues. —Me giré para recoger las cosas, pero María me detuvo.
—No es necesario que vosotros volváis. Déjame las llaves, por favor. Me gustaría estar un rato
a solas.
Pablo salió del agua y Víctor le tendió lo único que quedaba para poder secarse: el mantel de la
comida. Me planteé negarme y acompañarla, pero la conocía lo suficiente como para saber que
necesitaba un poco de tiempo.
—No tardaré en regresar.
María asintió, recogió la mochila y regresó al sendero que habíamos emprendido sin despedirse
de nadie más.
—Si a eso lo llamas madurar, no quiero ni pensar qué habrá hecho todos estos años.
Pablo estaba molesto, no cabía duda, siguió con la mirada a María y tendió una mano hacia
Víctor.
—Si me dejas las llaves, me cambiaré en tu casa —pidió Pablo.
Este se las cedió y minutos después, desapareció por el mismo sendero dejándonos solos.
Capítulo 18

VÍCTOR

Carmen se movió inquieta a mi lado, sin apartar la mirada del sendero por el que se habían
marchado nuestros amigos, preocupada porque seguramente, después de mucho tiempo, Pablo y
María iban a estar a solas; o más preocupada aún porque los que nos habíamos quedado solos
éramos nosotros, y siempre que eso había sucedido había estado tan tensa, cohibida y distante e
incluso en ocasiones arisca, que no sabía cómo iba a reaccionar.
—No te parece buena idea dejarlos solos —aseguré.
—¿A ti sí? —Miró hacia el río y yo aproveché para mirarla a ella. Como si nunca tuviese
suficiente y cada vez que lo hiciera descubriese algo, o peor, me diera cuenta de que había
olvidado algún detalle, como el diminuto lunar que tenía a un lado de la nariz y en el que me
recreé fascinado.
Repasé su perfil desde el inicio del cabello negro, que al brillar bajo el sol me descubría
nuevas y fascinantes tonalidades que vagaban desde el negro intenso al cobrizo según se reflejara
el sol. Bajé la mirada por su frente perfecta hasta las largas y oscuras pestañas que enmarcaban
aquellos ojos negros en cuya oscuridad sería capaz de perderme y, al mismo tiempo, me veía tan
nítidamente, tan yo. Tan como quería que ella me viese. Descendí hasta la línea perfecta de su
nariz un poco respingona y volví a fijarme en la pequeña peca en un lateral. Ladeé la cabeza y me
detuve en la voluptuosidad de sus labios. Llenos, rosados, apetitosos.
—A mí me parece perfecto —murmuré con voz ronca.
—Todo sea que cuando volvamos, hayan destrozado la casa de doña Flora —sonrió.
Me miró y lo que descubrió en mis ojos hizo que la sonrisa muriese en sus labios y empezase a
mordisquearlos con nerviosismo. Y juro por lo más sagrado que tuve que contenerme para que no
fuesen mis dientes los que reemplazaran los suyos.
—La tensión sexual, tarde o temprano estallará —y no lo decía por Pablo y María
precisamente.
Carmen debió de entender mi insinuación del mismo modo, porque enrojeció y se movió
nerviosa a mi lado.
—¿Tú crees? —susurró indecisa.
—¿Tú no?
Enfrentó mi mirada con la duda de si estábamos hablando de nuestros amigos o no, todavía
reflejada en sus preciosos ojos.
—¿Y si es un error? —murmuró.
—¿Y si no? ¿Y si es lo mejor que te puede pasar en la vida?
Volvió a mordisquearse el labio y movió el pie sobre la arena.
—¿Hablamos de María y Pablo todavía?
—Hablamos de lo que quieras que hablemos.
La oí suspirar entre frustrada y nerviosa por mis ambiguas respuestas. Pero no estaba seguro de
que ella estuviese preparada para toda mi intensidad, contenida durante años y que, desde que me
parecía que había aceptado mis insinuaciones, pugnaba por desbordarse en cualquier momento. Su
contestación confirmó mis sospechas.
—María se va a casar con Luis —cambió de tema.
—Si sucediese, si finalmente se dejaran llevar por lo que sienten, quizá el error sería casarse
con el tal Luis, ¿no te parece?
Se encogió de hombros y se sentó sobre la esterilla del suelo de nuevo, como si se desinflase.
La imité procurando quedar lo más cerca de ella que pude sin llegar a incomodarla.
—No lo sé. No soy la persona más adecuada para opinar sobre relaciones personales. Las mías
han sido un desastre.
Aquello me dejó en una encrucijada. Por un lado, quería conocer más cosas sobre su vida
amorosa, pero por otro lado, sabía que me dolería escuchar todo lo que había compartido con
otros hombres y que yo tanto ansiaba. No obstante, si quería ganarme su confianza, si quería que
además de atracción hubiese sentimientos más profundos, tenía que tragarme el orgullo.
—Seguro que eran todos unos capullos —dije al fin, no sin cierto resentimiento.
Me gustó escucharla reír, pero me gustó aún más la mirada dulce que me dedicó.
—Gracias —susurró—. Algunos sí, otros no. De todas maneras, yo tampoco soy una persona
fácil de tratar.
Que me lo dijesen a mí, pero yo estaba seguro de que lo único que necesitaba era una
oportunidad para demostrarle que yo no la defraudaría, que podía ser la persona perfecta para
estar a su lado.
—¿Por qué dices eso? A mí me gusta estar contigo —le dije con sinceridad.
Carmen sonrió un tanto avergonzada.
—¿Por qué? —Empezó a remover la arena que había a su lado. A dibujar espirales y
concentrarse en ellas como si fuera algo trascendental para evitar mirarme.
—¿Busca un cumplido, señorita Campoamor? —bromeé con ella.
—No importa, déjalo —dijo al ponerse en guardia de inmediato, y supe que había vuelto a
meter la pata.
La tomé de la barbilla con suavidad y obligué a nuestros ojos a encontrarse.
—Porque eres dulce y al mismo tiempo un tanto ácida, como la deliciosa tarta de limón que me
regalaste. Porque eres tranquila y a la vez inquieta e impaciente. Porque cuidas de los tuyos y te
preocupas por ellos. Porque, aunque no sé cómo hacerlo y muchas veces tengo la sensación de que
me equivoco, me gusta hablar contigo por el simple hecho de estar a tu lado. Me gusta escucharte
hablar sobre tu trabajo, sobre cuánto adoras a los niños y sobre las bufandas de colores que te teje
tu abuela. Estar contigo es lo más parecido a estar en casa que recuerdo.
Carmen pestañeó varias veces sorprendida por mi declaración. Yo también lo estaba. No había
planeado lanzarme a la piscina de ese modo, pero estando con ella, los planes no servían de nada.
Perdía el control sobre mi corazón y mi jodido cerebro.
Todavía sujetaba su barbilla con delicadeza, así que deslicé el pulgar hasta rozar su labio
inferior. Repasé el contorno voluptuoso con el corazón latiendo a mil por hora contra mis costillas
en una suave y erótica caricia que me había puesto frenético. Con mucha más calma de la que en
realidad sentía, incliné la cabeza y me acerqué inexorablemente a su boca. Porque necesitaba ese
beso igual que la lluvia las nubes. Igual que las mareas a la luna.
—Ahora que vamos a tratarnos más, no estoy segura de que termines pensando lo mismo —
jadeó sobre mis labios, antes de que girase la cabeza y esquivara mis labios—. No soy fácil de
llevar y te cansarás de mí.
Me detuve y la solté. Intenté encajar lo mejor que pude su rechazo, pero joder cómo escocía.
—Me subestimas y te subestimas a ti misma. —Me levanté porque las manos me picaban de
necesidad y me acerqué hasta la orilla, donde me mojé el rostro con el agua fría del río. Y me
conformé con eso a falta de poder enfriar otras partes de mi cuerpo.
Cuando me volví, Carmen seguía en el mismo sitio, con las rodillas encogidas y los brazos
rodeándolas. Podría haberle dicho que deberíamos regresar a casa para dejar de torturarme por la
necesidad de tocarla y poner un poco de distancia entre nosotros, pero a quién quería engañar:
nunca había sido capaz de desperdiciar la oportunidad de estar con ella y ahora no iba a ser
menos. Regresé y ocupé mi lugar.
—¿Y qué hay de ti? —me preguntó tras unos segundos de silencio—. De tus parejas...
No supe si fue más difícil hablar sobre su vida amorosa o hablar de la mía sin que Carmen
fuera consciente que me estaba refiriendo a ella. Pero lo que sí tuve claro es que no iba a mentir.
—Yo solo he tenido una persona importante en mi vida, pero ella nunca supo cuánto.
—Hablas de ella en pasado. ¿Fue hace mucho tiempo?
—A veces tengo la sensación de que fue desde siempre.
—¿Se lo dijiste? ¿Le confesaste cuánto significaba para ti?
Se me instaló un nudo en el pecho que me obligó a inspirar hondo. ¿Cómo era posible que lo
hubiese hecho tan mal? ¿Que no hubiese sido capaz de hacerle ver que mi interés por ella era
sincero? Joder, mi simple y llano interés.
—Lo intenté varias veces, pero dudo que me escuchase, y si lo hizo, no me entendió o no quiso
hacerlo. Lo cierto es que, a día de hoy, ella sigue sin tomarme en serio.
—Eso es muy triste —susurró.
—Sí lo es.
Entre nosotros se instaló un silencio demasiado significativo para mí. Me había sincerado con
ella como no lo había hecho con nadie, y lo peor es que Carmen no era consciente de que aquella
declaración era por y para ella. O sí, y prefería no serlo. Aquella opción, sin duda me destrozaría.
—Te diste por vencido —aseguró.
—En aquel momento no podía hacer otra cosa —respondí.
Aunque ahora no estaba seguro de que hubiese actuado bien. Quizá me rendí demasiado pronto,
o quizá no y es que no era nuestro momento.
—¿La has olvidado? —preguntó con suavidad. Ilusionado, me pareció notar un tinte de temor
en su voz.
—Todos los días —susurré.
Capítulo 19

CARMEN

Aquel día estaba resultando ser uno de los más excitantes de mi vida. ¿De verdad Víctor iba a
besarme? Y yo he estado a punto de aceptarlo, de rendirme, cuando esa misma noche tenía una cita
con otra. Por otro lado, jamás hubiese esperado mantener una conversación así con él. Para mí
siempre había sido una amenaza, la antítesis a mí. Durante años lo había catalogado como un
chico superficial, bromista, demasiado seco en algunas ocasiones y en otras demasiado intenso.
Nunca supe cómo actuar cuando estaba con él ni qué esperar, y esta no fue una situación diferente.
Sin embargo, sí fue una novedad la manera tan fácil y fluida que había sido hablar con él, y
aquello hizo que me relajase en su presencia.
—¿Estás nerviosa por el lunes? —me preguntó de manera más distendida.
—Lo cierto es que sí. Siempre me pasa cuando voy a un centro nuevo, no sé qué compañeros
voy a tener y, lo más importante, cómo serán los alumnos.
—Conozco a algunos de los profesores y no parecen mala gente. A los chavales no los conozco
tanto, pero en un pueblo como este, no suele haber conflictivos.
—Bueno es saberlo. —Sonreí. Pero la sonrisa fue desapareciendo de mi rostro cuando recordé
la conversación con Daniel.
—¿En qué piensas? Te has puesto seria de repente.
—En Daniel.
Víctor se envaró a mi lado. Sentí como su espalda se estiraba y nuestros brazos dejaban de
rozarse.
—¿Por qué?
—Porque voy a ser la tutora de su hija y la situación me preocupa y perturba a partes iguales.
¿Y si no era capaz de controlar mis emociones? ¿Y si me veía sobrepasada y me asaltaba una
crisis? ¿Y si mi interacción con la niña le hacía más mal que bien? ¿Y si no era la persona
adecuada? ¿Y si alejarme de casa había sido un error?
El corazón empezó a latir desbocado, sufrí retortijones de estómago, las manos comenzaron a
sudarme y me levanté dispuesta a regresar a casa lo más rápido posible.
Víctor me imitó y me sujetó con delicadeza del codo.
—¿Te recuerda a ti, no es cierto? La niña, quiero decir.
Asentí, pero no fui capaz de decir nada más. No era solo que me traía el recuerdo de mi
infancia, de la ausencia, del dolor, de la incomprensión, de la frustración, del no saber cómo
gestionar que un día éramos una familia feliz y el mismo día dejamos de serlo. A eso debía
sumarle mi incapacidad emocional para, desde aquel momento, tratar con las enfermedades; y me
angustiaba que para ayudar a Elsa, quizá tuviera que hablar sobre la enfermedad de su madre.
—Perdóname, Carmen, si te he molestado —se disculpó Víctor preocupado ante mi silencio.
—No, no es eso —me apresuré a aclarar—. Es que tengo miedo de no hacerlo bien. Me
gustaría decirle a esa niña que lo va a olvidar, que el dolor pasará, pero sé que no. Que a lo
máximo que puede aspirar es a convivir con él, y al contrario de lo que ella querría, a luchar por
no olvidar, sobre todo lo bueno. A veces —susurré compungida— temo olvidarme de la fecha de
su cumpleaños, o de algunos de sus gestos. Temo que el tiempo vaya difuminando los recuerdos
bonitos porque, por desgracia, suelo ver con nitidez su último momento, justo el que querría
olvidar.
Víctor se acercó a mí y me abrazó. Me apretó con suavidad contra su pecho mientras todas las
sensaciones desagradables de mi cuerpo batallaban con la agradable sensación de calma que me
transmitió.
—No me puedo ni imaginar lo difícil que fue y seguirá siendo para ti —susurró contra mi pelo
—. Si te sirve de ayuda, y en mi humilde opinión, los compañeros de la niña también deberían de
estar al corriente y apoyarla. A mí me hubiese gustado conocer tu situación para no comportarme
como lo hice. —Se separó de mí y, preocupado, limpió una lágrima que había logrado liberarse
de mi control—. Te lo digo desde el desconocimiento absoluto en materia de educación y
pedagogía, pero basándome en mi experiencia. Yo lo único que sabía de ti es que venías de otro
pueblo y que eras la prima de Pablo.
—Y que era una miedica —bromeé con él mientras ponía distancia entre nosotros y limpiaba
otra lágrima con un manotazo y una sonrisa vergonzosa. Pero lo cierto es que siempre me había
dolido que pensara eso de mí. Puede que mi vida estuviese marcada por los miedos, muchos de
ellos imaginarios, pero también sabía que era muy valiente por afrontarlos día a día.
—Siempre has sido una incógnita para mí, Carmen. Creo que nunca te he sabido comprender.
—Cogió una de las piedras que tenía al lado, limpió la arena y la pulió con sus dedos, como si
necesitase tener las manos ocupadas después de soltarme—. Lo cierto es que me asusté mucho
cuando te pusiste enferma después de hacer la voltereta.
—¿De verdad? —Lo miré recelosa.
Víctor se puso aún más serio y colocó la mano sobre su corazón.
—Lo juro. Pasé noches enteras incapaz de lidiar con mi culpabilidad. Cuando me acostaba te
veía llorando, pálida y temblorosa. Tu imagen no se me ha borrado de la mente.
—Me alegro —afirmé—. A mí la tuya riéndote con tus amigos mientras me levantabas en el
aire tampoco.
Víctor se pasó las manos por la cara avergonzado.
—¿Estamos en paz entonces? —Me tendió la mano y yo se la acepté. Pero de inmediato negué
con la cabeza.
—Ni sueñes que será tan fácil.
Se lanzó a por mí y comenzó a hacerme cosquillas mientras me reía a carcajadas.
—Para —le rogué retorciéndome entre sus brazos.
Terminé tumbada en la esterilla con Víctor recostado a mi lado, sonriente, apoyado sobre un
codo sin dejar de mirarme.
—Asumo entonces que estaré en deuda contigo hasta que me absuelvas de todos mis pecados.
—Nos llevará algo de tiempo.
—No se me ocurre nada mejor que hacer que pasarlo contigo.
—Nunca sé cuándo hablas en serio y cuándo no —admití. Porque cada vez que recibía una
insinuación por su parte, mi traicionero corazón se ilusionaba. Y temía estar aferrándome a la
nada—. Te recuerdo que el día de la voltereta solo fue el primero de muchas gamberradas. —Me
incorporé también y me puse de lado para mirarlo de frente—. Y los dos lo sabemos. Tú y tus
amigos no parabais de mirarme y cuchichear sobre mí. Siempre os reíais cuando tenía que hacer
deporte. Me escondiste un saltamontes en la mochila y desde ese día, tuve miedo de abrirla cada
vez que llegaba a clase. Me quitaste mi bálsamo labial y te lo untaste en los labios delante de mí,
poniendo morritos y lanzando besitos como si eso fuese algo que hiciese yo. En el instituto me
robaste la mochila de educación física, cotilleaste dentro y hasta me dijiste de qué color eran las
bragas y el sujetador que llevaba de recambio. Boicoteaste un trabajo que tenía que hacer cuando
enviaste a mi compañero a casa porque le dijiste que estaba con gastroenteritis cuando lo
esperaba dentro de la biblioteca. Me avergonzaste delante del primer chico que me besó al decirle
que tenía un herpes labial y que se lo iba a contagiar. Me emborrachaste en mi fiesta de
graduación...
—Joder, he sido muy cabrón —me interrumpió—. De acuerdo. Culpable. Haz conmigo lo que
quieras, soy tu esclavo.
Me reí cuando se puso de rodillas frente a mí, me tomó las manos y las colocó sobre su pecho.
—Te prometo que compensaré cada recuerdo malo por uno bueno.
Una sensación cálida se instaló en mi pecho al tiempo que un ligero vértigo atenazó mi
estómago. Pero más me sorprendió que el inicio de la crisis de ansiedad se había quedado en eso
y no había ido a más gracias a la intervención de Víctor. Me aclaré la garganta y desvié la mirada
de sus hipnóticos ojos verdes.
—Será mejor que volvamos a casa. Es posible que tengas que atender la escena de un crimen
cuando lleguemos.
Víctor sonrió, se llevó mis manos a los labios y depositó un beso en los nudillos antes de
levantarse y ayudarme a mí a hacerlo.
—Tus deseos son órdenes.
Volvimos compartiendo una charla animada sobre algunas anécdotas de Víctor en la academia
mientras me tomaba de la mano, siempre atento, y me ayudaba a sortear los salientes de algunas
piedras. Cuando llegamos a casa, se detuvo en la puerta, me miró y con dulzura, rozó mi mejilla
con el pulgar.
—Carmen, estoy seguro de que los niños te van a adorar.
Sonreí agradecida, me acerqué hasta él y deposité un beso en su mejilla.
—Muchas gracias, espero que tengas razón. Si no, vas a tener que aguantar mis quejas mucho
tiempo.
Lo empujé con suavidad con el hombro para restarle emotividad al momento y él rodeó mi
cintura con su brazo para evitar que perdiera el equilibrio.
—Siempre voy a estar aquí para lo que necesites.
Recordé las palabras de Pablo cuando me dijo que podía confiar en Víctor, y por primera vez,
empecé a creer que podría hacerlo.
Capítulo 20

VÍCTOR

Me había prometido ir con calma. Sin prisa, pero sin pausa. No obstante, era sentirla cerca y
tener la necesidad de tocarla, de calmar mi piel con su contacto. O no, o quemarme en este fuego
que me consumía con solo mirarla. No hay nada más atractivo que lo prohibido. Nada como haber
deseado algo durante años y tenerlo al alcance de la mano para practicar la contención y en mi
caso fracasar en el intento. Había estado a punto de besarla, la había abrazado y había
aprovechado cada ocasión para tomarla de la mano o rozar nuestros brazos.
Carmen pasó por mi lado, en dirección a las escaleras, sonriente. Y con haberle provocado ese
gesto me conformé, dejé la mano con la que hasta hacía nada le rodeaba la cintura y de inmediato
extrañé su contacto.
Llamamos a la puerta de mi casa para que Pablo nos abriese y no obtuvimos respuesta.
Esperamos y repetimos los golpes, esta vez con más fuerza, pero nada. Al final subimos hasta su
apartamento y, después de mucho insistir, María nos abrió la puerta. Tras ella, vimos a Pablo, de
pie en el salón con las manos en las caderas y expresión de pocos amigos. Una que yo conocía
muy bien y que sabía que era previa a la tormenta.
—Habéis vuelto pronto —nos recibió Pablo cortante.
—Yo también te he echado de menos —le respondí con ironía.
Carmen los miró de hito en hito y apreció lo mismo que yo, que se habían cambiado de ropa y
que acabábamos de interrumpir algo importante.
—Pablo, será mejor que bajemos —sugerí al percibir la tensión del ambiente.
—María y yo todavía no hemos terminado de hablar.
El móvil de María comenzó a sonar y al leer la pantalla, se alejó del salón y se encerró en la
habitación.
—¿Su novio? —preguntó Pablo con acritud.
—Imagino que sí. —Carmen se acercó hasta su primo y lo tomó del brazo con delicadeza—.
¿Qué estás haciendo, Pablo?
—No he hecho nada. ¿Por qué tendría que hacer algo? —se defendió esquivo.
—No lo sé, dímelo tú. Ya sabías que tenía pareja, no tendría que sorprenderte tanto que haya
rehecho su vida.
Pablo resopló y se acercó hasta la ventana, de espaldas a nosotros.
—No me sorprende.
—¿Entonces dónde está el problema?
Carmen y yo esperamos una respuesta de Pablo que no llegó, posiblemente porque ni él sabía
dónde estaba el quid de la cuestión.
—Esta tarde tengo que terminar de organizar algunas fichas para el lunes, pero podemos quedar
a media tarde y salir a cenar, o cenar en casa, lo que quieras —se dirigió a su primo.
No me gustó que no me incluyera en sus planes para cenar, pero sabía por qué lo hacía. Escuchó
mi conversación con Sandra y, aunque no me apetecía perderme los pocos momentos en los que
podía disfrutar de su compañía, tenía que acudir a la cena y, ya puestos, aclarar la nueva situación.
Pablo volvió a mirar hacia la puerta de la habitación y luego a su prima, indeciso.
—Eh —llamé su atención—, mientras Carmen termina, ¿qué te parece si te enseño la escuela de
multiaventura del pueblo y quemamos algo de adrenalina?
Sabía que Pablo era igual de adicto que yo a los deportes de riesgo y que comprendería que le
estaba ofreciendo la salida que necesitaba para dejar salir la frustración que sentía.
—Está bien —concedió al fin.
Abrí la puerta y, reacio, Pablo empezó a bajar las escaleras. Iba a seguir sus pasos cuando
Carmen me sujetó del antebrazo y me detuvo.
—Gracias —murmuró.
Sonreí y me recreé en el tacto de su mano sobre mi brazo porque había sido la segunda vez que
ella tomaba la iniciativa y me tocaba.
—Me gusta esta sensación.
—¿Cuál?
—La de haber hecho algo bien por y para ti.
Me acerqué a ella y la besé en la mejilla. Cerré los ojos e inspiré hondo para llevarme conmigo
su aroma y la impronta de su piel en mis labios. Despacio, me alejé de ella y bajé detrás de Pablo.
Me lo encontré sacando la ropa de deporte de la bolsa que había traído y me encerré en mi
habitación para cambiarme. Cuando salí, nos comimos los bocadillos que habíamos preparado
para el malogrado pícnic y salimos en silencio de casa. Fuimos con mi coche, montaña arriba,
hasta que llegamos a la empresa de multiaventura. En todo el trayecto apenas cruzamos un par de
frases con respecto al paisaje, pero respeté su silencio. Saludé a los monitores y les presenté a
Pablo.
—¿Por dónde empezamos? —le pregunté mientras le mostraba el folleto con las actividades
que podríamos hacer.
—Necesito algo que no me permita pensar.
—¿Barranquismo? —sugerí.
Pablo asintió y fuimos hasta las taquillas para coger lo que necesitábamos. Durante años
habíamos hecho toda clase de locuras juntos. A ambos nos gustaba el riesgo y jugábamos con él,
pero sobre todo, lo que nos había hecho adictos a la adrenalina había sido la energía que recorre
el cuerpo después, que te hacía sentir más vivo que nunca.
En las próximas horas nos dedicamos a descender por el curso del río. Nos lanzamos, nadamos,
caminamos sobre las rocas y nos descolgamos, en ocasiones dependiendo el uno del otro para
salvar los obstáculos hasta llegar al punto donde se terminaba la actividad. El sol empezaba a
bajar cuando nos sentamos a la orilla del río para descansar. Miré el reloj y comprobé que
todavía tardarían unos diez minutos en venir a recogernos para llevarnos de vuelta a la sede de
multiaventura. Pablo parecía más relajado y pensé que había llegado el momento.
—¿Quieres que hablemos?
Suspiró, flexionó las rodillas y apoyó los antebrazos sobre ellas.
—No sé ni por dónde empezar.
—Siempre por el principio —bromeé con él.
Sonrió reticente, pero aquello pareció animarlo.
—Jamás me la tomé en serio. No quise hacerlo porque siempre pensé que podría volverme
loco. Quiero decir que me parecía demasiado alocada, poco centrada, no sé. Ahora lo digo en voz
alta y me suena fatal. El caso es que dejamos de vernos porque le hice daño. Me escuchó decir
que no era una chica con la que mantener una relación formal y que no me gustaba tanto como para
formalizar algo con ella.
—Vamos, que la jodiste pero bien.
Pablo hizo una mueca y asintió.
—Sí. Después de eso solo nos vimos una vez más y fue para que ella me dijera que aquel rollo
que llevábamos se había terminado. Si te soy sincero, me pareció lo más adecuado. Yo estaba en
Ávila en la academia y no sabía dónde acabaría. ¿Para qué mantener algo que no tiene futuro?
—¿Y qué ha cambiado ahora?
—Que la he visto y no me ha dado la sensación de que lo nuestro estuviese cerrado.
—Ella tiene su vida, Pablo —dije con tiento.
—Lo sé. ¿Y sabes qué es lo peor? Que me jode. Me jode haberla menospreciado porque en el
fondo siempre supe que estaba equivocado, pero no me paré a analizar las consecuencias. No
quise saber nada de su vida durante estos años porque temí que mis sospechas se confirmasen,
como así ha sido. Me jode que tenga pareja y me jode todavía más que me siga gustando.
—Sé que no es lo que necesitas oír, pero tú te lo has buscado.
—No, no es lo que quiero escuchar, pero sé que lo merezco.
Guardamos silencio. Esperé a que él hablase de nuevo para que ordenase sus pensamientos y
mientras me planteé si decirle que María se iba a casar. Si yo estuviese en su lugar, me gustaría
saberlo. Pero si algo me detenía era que Carmen se pudiese molestar conmigo por haberme ido de
la lengua cuando ella pensaba que era la propia María la que se lo tenía que decir.
—Es la única persona capaz de sacarme de mis casillas, ¿sabes? Me empuja hasta mi límite, me
presiona y me vuelve loco. No logro comprenderla y es como si todo lo que hiciese fuera un error.
¿Me comprendes?
—Mejor de lo que crees —murmuré.
—¿Tú qué harías?
Yo, volver y agotar todas las posibilidades para conseguir que me perdonase porque no concibo
la posibilidad de volver a perderla. Pero yo siempre he tenido claros mis sentimientos y Pablo no.
Inspiré hondo y exhalé toda mi frustración.
—Primero, aclárate. ¿Qué significa que te gusta? Gustar, nos pueden gustar muchas cosas, y
personas. Si lo que sientes no es lo suficientemente profundo, quizá lo mejor sea dejarlo pasar y
que cada uno siga con su vida.
—Eso sería la hostia. Pero por alguna jodida razón, no me gusta la idea. Cuando la he visto me
ha golpeado un dolor aquí —se golpeó el pecho—, y he sentido la necesidad de tenerla cerca de
nuevo.
—Si crees que lo que tienes que decir puede arreglar las cosas, habla con ella —le sugerí.
Pablo resopló.
—Lo he intentado, pero como siempre, terminamos discutiendo. Luego llegasteis vosotros y la
llamó el tipo ese con el que sale.
—Bueno, si no lo haces ahora, puede que luego sea tarde y siempre te quedará la duda.
—¿Qué quieres decir con que será tarde? —el tono de su voz se endureció y se puso a la
defensiva.
—¿Crees que el tipo con el que está no sabe la suerte que tiene? ¿Crees que María es una mujer
para dejar atrás? Porque estoy seguro de que él tiene claro que no.
Pablo miró al frente, pensativo, y yo lo acompañé en su silencio.
—No. No será tan imbécil como yo. —Se levantó y comenzó a caminar de un lado a otro—. ¿Es
que no piensan venir a por nosotros o qué? —exclamó molesto.
—No deben de tardar.
—Pues mientras, ¿qué tal si me cuentas tú qué planes tienes con mi prima?
—La quieres como un hermano, ¿no es cierto? —Pablo asintió—. Pues mejor que no te lo
cuente.
Me empujó en el hombro y empezó a maldecir.
—¡Cabrón! No pongas imágenes en mi mente.
—No preguntes lo que no estás preparado para escuchar.
Al momento oímos el sonido del todoterreno que venía a por nosotros y, sé que no solo a mí, el
camino a casa se nos hizo eterno.
Capítulo 21

CARMEN

Cuando escuché la puerta de entrada abrirse, suspiré aliviada porque supe que Pablo y Víctor
habían vuelto a casa ilesos. María y yo ya estábamos listas para salir. Ella había pasado la mayor
parte de la tarde encerrada en mi habitación hablando con Luis, y yo aproveché para repasar las
clases que tenía preparadas para el lunes. Mientras, no cesaba de mirar la hora, preocupada por la
posibilidad de que algo les pudiese suceder haciendo lo que fuese que se proponían hacer, que
seguro que era algo que, sin verlo, ya me hacía sufrir.
Solo cuando María salió y se sentó a mi lado en el sofá, dejé todo de lado y me dispuse a
escucharla como ella necesitaba.
—Luis está preocupado por la presencia de Pablo aquí, con nosotras —dijo al fin—. Me ha
confesado que al principio no le molestó, pero que no ha podido evitar calentarse la cabeza con la
idea de que nos reencontrásemos después de tantos años y yo me diese cuenta de que todavía
sentía algo por él.
—¿Y tiene motivos para preocuparse?
Meditó la respuesta durante unos segundos.
—No debería. No lo traicionaría nunca —murmuró.
—No es eso lo que te he preguntado —dije con suavidad.
María se abrazó a uno de los cojines del sofá.
—Pablo siempre ha sido Pablo. El primer chico del que me enamoré y el primero que me
rompió el corazón. Sé que es tu primo y lo quieres como a un hermano, pero se portó como un
cerdo conmigo. No importa cuánto se me haya acelerado el corazón en cuanto lo he visto, ni que
cuando esté cerca de mí me queme la piel, nada importa porque yo no le importo ni le he
importado nunca. Y ahora tengo a una persona para la que sí soy importante, que me respeta y
confía en mí. No puedo echarlo todo a perder porque él quiera rememorar un revolcón conmigo.
¿Lo entiendes?
Ante su vehemente alegato, se le humedecieron los ojos y a mí también.
—Lo cierto es que no —confesé—. Creo que nunca he tenido una relación tan intensa como la
vuestra, ni siquiera con Jorge. Todo era pausado, dulce, tranquilo. A veces, cuando lo recuerdo, lo
hago más como un amigo que como un amante.
María chasqueó la lengua y negó con la cabeza.
—Te mereces un amor huracanado.
Sonreí.
—¿Y eso qué es?
—Un amor que te despeine, te zarandee, te sature todos los sentidos, te levante la falda y te
vuelva loca. Eso es un amor huracanado.
Solté una carcajada.
—Suena peligroso.
—Y excitante, maravilloso e inolvidable —susurró.
Cuando abrí la puerta, saludé a Pablo y le cedí el paso, pero me fijé en Víctor, en lo guapo que
estaba con aquel polo negro y los pantalones vaqueros oscuros. Sonrió, y sus ojos verdes brillaron
traviesos.
—Baby —me saludó.
—Pensé que hoy tenías una cena.
—Sí. Me marcho ahora. He venido a despedirme.
La perra trotó hasta sus pies y reclamó su atención con tanta desvergüenza que me sonrojé.
Víctor se agachó y comenzó a acariciarla mientras ella se tumbaba panza arriba y se dejaba hacer.
Intenté dejar a un lado la desilusión que sentí por que no hubiese anulado los planes con Sandra
y me obligué a sonreír al ver las carantoñas que le dedicaba a Baby.
—Espero que te lo pases bien y disfrutes —dije por cortesía y al momento arrepentida por la
última parte de la frase.
—¿De verdad? —susurró.
No supe qué responder porque, si era sincera, no quería que se fuese. En unos días había
pasado de no fiarme de él a extrañar su presencia.
—Con tu silencio me vale —dijo al fin—. Hablamos mañana.
Susurró junto a mi oído y asomó la cabeza para despedirse de María y Pablo. Me quedé
esperando un beso en la mejilla que nunca llegó. Sí dejó tras de sí una incómoda desazón, un picor
molesto y una necesidad —no sabía si de querer saber qué iba a ocurrir o no— muy parecida a los
celos. Suspiré y cerré la puerta cuando me di cuenta de que Víctor ya se había marchado. No tenía
sentido preguntarme qué iba a suceder cuando yo misma los había escuchado la primera noche que
pasé en esta casa.
Cerré la puerta y al girarme comprobé que Pablo y María estaban en silencio. Mi primo
sostenía una revista sobre bodas en la mano. No era la primera que veía porque recuerdo que
cuando llegó a mi apartamento, María se las quitó de las manos, pero en esta ocasión el
interrogante se dibujaba en su rostro, serio y tenso.
—¿Por qué hay páginas marcadas? —preguntó al fin.
María dudó, lo vi en su mirada, pero comprobé cómo venció la sinceridad a la cobardía
conforme se transformaba su rostro.
—Porque voy a casarme —dijo al fin.
Aquella frase cayó como una bomba en mi salón. El impacto que causaron sus palabras dejó
flotando en el aire un asfixiante silencio, parecido a cuando escuchas sonidos debajo del agua.
—¿Cuándo? —la voz de Pablo era fría como el hielo.
—Dentro de tres meses —murmuró como si de pronto se hubiese dado cuenta de la importancia
del paso que iba a dar y de lo cerca que estaba.
—¿Pensabas decírmelo en algún momento? —la increpó. Pablo me miró—. ¿Alguna de las dos
pensaba hacerlo?
Me sentí como una intrusa en mi propio salón.
—No debía ser yo —confesé.
María se movió nerviosa y le arrancó la revista de las manos. Se abrazó a ella como si fuese un
salvavidas.
—Tampoco hace falta tanto drama. Ya sabías que tenía novio y ahora te has enterado de que me
voy a casar. Supongo que tampoco es para extrañarse tanto. O sí. Quizá te extraña que alguien
quiera algo serio conmigo porque no soy una mujer para eso. ¿No es eso lo que dijiste?
Pablo acusó el golpe con una mueca de disgusto. Se pasó las manos por la cabeza y se
despeinó.
—A lo largo de mi vida he dicho muchas gilipolleces. ¿Lo quieres?
María negó con la cabeza, incrédula.
—Y esa pregunta demuestra que lo sigues haciendo.
—Y la manera en la que has evitado contestarme, esclarecedora. —Avanzó dos pasos hasta
invadir su espacio personal—. No lo hagas. No te cases con él.
—¡¿Quién te crees que eres?! —estalló María. Puso las manos sobre su pecho y lo empujó para
ganar algo de espacio—. Solo me llamabas cuando te apetecía follar. Si nos encontrábamos en
alguna fiesta, ni siquiera podría decirse que actuábamos como amigos, me mantenías lo
suficientemente alejada para que nadie nos relacionase. Te he importado una mierda todos estos
años que hemos estado sin vernos. Tú has hecho tu vida y yo la mía. ¿De verdad crees que por
habernos reencontrado y te apetezca revivir tiempos pasados dejaré a un hombre que me quiere
por algo más que el sexo?
—¿Te hace feliz? En todos los aspectos —murmuró Pablo—. Y no me refiero a que acceda a
todas tus propuestas o no haya discusiones. Me refiero a la intensidad de vuestra relación, de los
sentimientos. ¡Joder! —protestó—. ¿Sientes lo mismo con él que estando conmigo?
—No —contestó de inmediato María—. Con él tengo la seguridad de que no me hará daño, que
es lo único que tú hiciste mientras estábamos juntos.
Hasta a mí me dolió el golpe de aquellas palabras. Me moví por el salón dispuesta a
encerrarme en mi habitación y dejarles intimidad, pero María lo advirtió y me señaló con un dedo
acusador.
—Ni se te ocurra moverte.
—Carmen, déjanos solos, por favor —me pidió Pablo.
Miré a uno y a otro sin querer decepcionar a ninguno de los dos, pero al final hice lo que
consideré que debía hacer, y era dejarles intimidad. Mientras cerraba la puerta de mi habitación,
escuché la última frase de Pablo.
—Ahora te daré mi versión. Jamás he tenido tanto miedo de nadie como lo he tenido de ti
porque nadie me ha hecho sentir tan vivo como tú.
Suspiré al escuchar aquellas palabras. Ojalá alguna vez provocara esos sentimientos en alguien.
Ojalá ese alguien fuera capaz de amarme con mis luces y mis sombras. Ojalá ese alguien fuera un
amor huracanado...
Capítulo 22

VÍCTOR

Sandra me abrió la puerta con una sonrisa y un vestido que calificarlo de sugerente sería
quedarme corto. Que era una mujer preciosa no lo podía dudar nadie, que además era apasionada
podía dar fe. Sin embargo, en todos los años que nos conocíamos, no había sentido por ella nada
emocionalmente más profundo que pura atracción física. No albergaba ningún sentimiento
romántico; para mi desgracia, aquella parte de mí solo parecía poder llenarla una persona. Pero sí
sentía cariño por Sandra. Por ello, aquella noche iba a ser especialmente cuidadoso.
—Adelante. —Hizo un gesto con el brazo y me cedió el paso. Cuando entré, cerró la puerta a
mi espalda y se puso delante de mí. Me rodeó el cuello con los brazos y pegó su exuberante
cuerpo al mío—. ¿Empezamos por el postre?
Aquella frase descolocó todos los planes y las palabras con las que tenía que abordar el tema
que me había llevado allí aquella noche. No quería usar el manido: «tenemos que hablar», así que
sonreí y, con delicadeza, si es que rechazar a alguien se puede hacer sin causar daño, le aparté los
brazos.
—Creo que necesito beber algo.
Sandra me miró con recelo, pero se repuso en el acto.
—Hace horas que tu cerveza favorita se enfría en mi frigorífico.
Se dio la vuelta y la seguí hasta la cocina. Olía a especias, a pescado y a verduras al horno. Era
evidente que Sandra se había tomado muchas molestias para preparar aquella cena y me sentí
culpable por arruinar aquella velada. Quizá después de todo hubiese sido mejor vernos en mi casa
y no en la suya.
—Estás raro y más pensativo de lo habitual. ¿Sucede algo? —Me tendió la cerveza y apoyó los
codos sobre la encimera de la cocina para enfrentar mis ojos.
Siempre había sido una mujer directa, decidida, sincera…, y no merecía menos por mi parte.
Bebí un trago del botellín y dejé que el líquido resbalara por mi garganta para suavizarla antes de
asentir.
—Lo cierto es que sí —admití—. Siempre hablamos de que lo nuestro sería temporal, hasta que
una de las dos partes, por los motivos que fuese, decidiera poner fin a la relación.
Sandra se irguió, me miró con recelo y colocó las manos a ambos lados de sus caderas.
—Estas zanjando lo nuestro —afirmó.
Asentí con la cabeza y apoyé las manos sobre la barra de la cocina para tener la cabeza a la
altura de la suya.
—No puedo seguir.
—¿Por qué? —me interrumpió.
—Porque tengo que ser fiel a mí mismo y, sobre todo, sincero contigo. Ahora mismo no sería
justo que siguiésemos viéndonos en los mismos términos y, por ello, es mejor que nos sigamos
manteniendo, en exclusiva, dentro del terreno de la amistad.
—Dices que merezco sinceridad, pero no me la ofreces. ¿Qué ha cambiado en estos días para
que ya no quieras seguir conmigo?
Me erguí y me pasé las manos por el pelo. No quería que se sintiese humillada al confesar que
era por otra mujer. Porque no era por otra cualquiera. Era por ELLA, en mayúsculas, y porque
después de tanto tiempo deseando tener una oportunidad, no podía dejarla escapar. Me debía a mí
mismo intentarlo de nuevo. La quería y la necesitaba con más fuerza de lo que la había amado
antes; quizá por el tiempo que la había anhelado o quizá, simple y llanamente, porque Carmen
había sido y continuaba siendo la única mujer de la que me había enamorado. Aquel día, cuando
llamó a la puerta de mi casa, fue como si el tiempo no hubiese pasado; escuchar su voz desenterró
los sentimientos que tanto tiempo me había llevado ocultar. La presa que los había mantenido
retenidos se rompió y me ahogaron de nuevo. Me llené de ella y lo peor es que no quería dejar de
sentirla.
—¿Quién es? ¿La conozco? —preguntó con dureza.
Suspiré y negué con la cabeza. Sabía que Sandra no era de las mujeres que lo dejaría correr.
—Eres mi amiga, me conoces. Sabes que siempre hubo una mujer especial en mi vida.
—Y ahora ella está aquí —terminó de decir.
—Sí —admití.
—Y quieres intentar que ella se enamore de ti.
Oírlo de sus labios me pareció tan absurdo… Pero joder, era la verdad.
—Sí.
—Tendría que estar enfadada contigo, Víctor. Me dejas por otra, pero por desgracia, no puedo
culparte de nada. Al contrario. Que quieras hacer las cosas bien no hace más que confirmarme que
eres un hombre como pocos y que siento no ser esa mujer. Cualquiera de nosotras sueña con tener
como compañero de vida a un hombre como tú.
—No sé qué decir, Sandra.
Porque era cierto que no tenía una réplica. Ojalá sus palabras fueran ciertas y Carmen llegase a
la misma conclusión.
—Somos amigos, ¿no? —me preguntó.
—Por supuesto —me apresuré a contestar.
—Pues siéntate antes de que la cena se enfríe.
Se dio la vuelta y comenzó a emplatar. La situación era incómoda y solo pensaba en irme,
volver a casa y estar con Carmen un poco más. Pero le debía a Sandra aquel tiempo que sentía que
me robaba de estar con quien yo quería en realidad. Me acerqué al armario y comencé a preparar
la mesa para la cena.
Capítulo 23

CARMEN

No se oía ni un alma en el pueblo. Solo los grillos y el murmullo del agua acompañaban mis
pensamientos mientras, sentada en el mirador, veía la luna reflejada en el río.
Me gustaría no haberlo escuchado, pero la discusión de María y Pablo había sido lo
suficientemente fuerte como para hacerme una idea bastante fidedigna sobre lo sucedido. Todavía
estaba sorprendida de que Pablo le pidiese que se fuera con él y se olvidase de la boda, que no
hiciera ninguna tontería de la que se arrepentiría después. Pero más me sorprendió la fortaleza de
María al afirmar que si hiciese eso, si dejara a Luis plantado de aquella forma, no haría más que
confirmar la idea errónea y superficial que Pablo tenía sobre ella. Al final, mi primo se marchó
con un portazo y María recogió sus cosas. Hacía diez minutos que la había acompañado hasta su
coche y se había marchado, y yo me sentía extrañamente culpable por todo aquello. Aun siendo
consciente de que no tenía nada que ver conmigo, se habían reencontrado por mí, porque los dos
pensaron que no llevaría bien estar sola el primer fin de semana fuera de casa. Yo había sido el
detonante de aquella situación y su infelicidad me dolía.
—¿Qué haces aquí, Carmen?
La voz de Víctor me sobresaltó. Se sentó junto a mí en el muro de piedra, pero de espaldas al
río.
—Me has dado un susto de muerte —susurré todavía con el corazón latiendo a mil por hora en
mi garganta—. ¿Cómo has sido tan sigiloso? Ni siquiera he escuchado tus pasos.
—Forma parte del entrenamiento ninja al que nos someten en la academia —bromeó conmigo.
Sonreí y empujé con suavidad su hombro con el mío.
—No te burles de mí —le pedí.
Colocó una mano sobre su pecho fingiéndose ofendido.
—Jamás.
Guardamos unos instantes de silencio en los que sentí la mirada de Víctor escrutar mi rostro y
volví a sentir aquella extraña sensación cuando estábamos solos. Era como si me estudiase, como
si fuera un enigma que deseaba resolver y, al mismo tiempo, parecía esperar que yo le diese la
solución. Era una sensación extraña, una especie de anticipación, de desconcierto, nerviosismo y
al mismo tiempo no querer alejarme de su compañía.
—María se ha marchado —dije al fin, cuando ya no pude soportar más su mirada y me mordía
la lengua para no preguntarle qué tal había ido su cita.
—Por Pablo —afirmó.
—Sí. Han discutido y Pablo se ha ido a dar una vuelta. Luego María ha decidido volver a casa
con Luis.
—¿Crees que ha sido un error que María se marchara?
Me encogí de hombros y lancé una de las piedras que tenía a mano ladera abajo hacia el río.
—Es posible. Me hubiese gustado que lo suyo funcionara. Hace años —aclaré—. Ahora no sé
siquiera si pueden estar juntos en la misma habitación sin discutir. No son los mismos.
—Pero se atraen igualmente.
—La atracción es temporal y casi siempre insuficiente para mantener una relación sentimental a
largo plazo. Si no hay nada más que la sustente, al final se queda en nada.
—Estoy de acuerdo contigo, pero no creo que su relación sea meramente física.
Me moría por preguntarle si la suya con la tal Sandra era solo sexual o había algo más, pero no
tenía ningún motivo que justificase mi interés más allá de dejar en evidencia justamente eso, que
Víctor sorprendentemente me interesaba. Descubrir aquello me asustó, porque si había alguien
incompatible conmigo, ese era él. Víctor adoraba las emociones fuertes, cuando a mí cualquier
sobresalto que implicase alteraciones en mi ritmo cardíaco me ponía enferma. Él siempre había
sido popular y el alma de la fiesta, yo no había querido acudir a ninguna y las veces que lo había
hecho me había mantenido al margen del centro de atención. Estaba segura de que había tenido
más ligues de los que podría contar, y yo tenía pavor a mantener una relación y que la persona con
la que compartiese mi vida no me comprendiera. Era evidente que albergar cualquier sentimiento
por Víctor era un error. Sin embargo, ahí estaba.
—Piensas demasiado. —Apartó el mechón de pelo que me ocultaba parcialmente el rostro y lo
puso detrás de mi oreja. Aquel simple roce hizo que me estremeciera, y no de frío precisamente.
—Has terminado pronto —dije al fin.
—Solo era una cena con una amiga, nada más.
—No me pareció solo una amiga cuando llegué al pueblo —murmuré algo dolida por que
insistiese en engañarme.
Intenté sonreír para quitarle importancia al interrogatorio, pero me salió una mueca nerviosa
que me pareció que había obtenido el efecto contrario.
—Entonces era una amiga con derecho a roce —aclaró.
Sentía el pulso latir frenético en mi garganta y agradecí que la luz fuera escasa para que Víctor
no pudiese apreciar el rubor que teñía mis mejillas.
—¿Ahora ya no? —no pude dejar de preguntar, aunque mentalmente me amonestaba por querer
seguir tirando del hilo cuando mi cabeza no paraba de repetir que cortara aquella conversación y
volviese a casa.
—No —susurró. Sentí el calor de su aliento cerca de mi cuello y me estremecí. Estaba segura
de que si giraba el rostro me encontraría con sus ojos y, lo más perturbador, sus labios cerca de
los míos.
—¿Por qué? —quise saber con la voz entrecortada.
—Carmen, mírame —me pidió.
Mis movimientos se ralentizaron, pero le obedecí hasta que nuestros ojos se encontraron.
—¿De verdad no lo sabes?
Nos miramos en silencio, tan cerca que respirábamos el mismo aliento. Negué de manera
imperceptible con la cabeza porque me aterrorizaba dar por supuesto algo que no fuese verdad.
Dejé asomar la lengua y me humedecí los labios. Sus ojos se desviaron hacia mi boca como los
míos hacia la suya y deseé que me besase. Y no solo eso. Miré sus manos, aquellos dedos largos y
bien formados de uñas cuidadas que habían empezado a rozarme con sutileza el muslo y necesité
que me tocara. De verdad. Sentir el tacto de su piel contra la mía y que me rodeara entre sus
brazos. Por primera vez quise rendirme a la pasión. Sin pensar. Sin consecuencias. Intentar no
pensar. Esquivar todos los «y si» y los miedos y entregarme a Víctor Medina. Al niño que me
incordiaba en el colegio, el chico que me hizo la vida imposible en el instituto y el hombre al que
parecía no comprender lo que hacía. Dentro de mí empezó a arder un fuego que no sabía que
existía, un tirón en el vientre y una sensibilidad en mis pezones que a punto estuvieron de hacerme
jadear.
—Me siento atraído por ti. De hecho, hace años que me vuelves loco. Y ahora que estás aquí…
—hizo una pausa y juntó su frente con la mía—. ¿Qué dirías si yo te propusiera…? —murmuró
junto a mi boca y se detuvo de nuevo, como si tratara de reunir el valor suficiente o encontrar las
palabras adecuadas.
Y entonces se me ocurrió. ¿Podría Víctor querer conmigo el mismo tipo de relación que había
tenido con la tal Sandra? Lo había confesado. Ante mi completo estupor había dicho que me
deseaba. A mí. Mi cabeza funcionaba a mil por hora porque era consciente de que todas las veces
que había intentado tener una relación, mis manías y mis neuras se habían interpuesto arruinándolo
todo. Jamás había tenido una relación exclusivamente física, pero sabía que Víctor sí. No era un
hombre de relaciones estables. De hecho, Pablo había comentado en más de una ocasión que
jamás había tenido una. Así que me adelanté a él, a lo que intuí que me quería proponer para
asegurarme.
—¿Crees que nosotros podríamos ser... ese tipo de amigos? —susurré entre avergonzada y
excitada por la posibilidad de intimar más con él.
Capítulo 24

VÍCTOR

Aquello no podía ser verdad. Temí que en cualquier momento me despertase solo, en mi cama,
excitado y ansioso, y todo hubiese sido un sueño. No podía ser cierto que ella me mirase así, con
aquel anhelo. Había esperado años para conseguirlo y cuando ya me había rendido, la esperanza
que vivía agazapada, oculta por la desilusión, lo barrió todo como un tsunami.
Con sus ojos parecía pedirme que la besara y, joder, que me partiese un rayo si no la complacía
en aquel momento.
—¿Crees que nosotros podríamos ser ese tipo de amigos? —susurró junto a mi boca.
Parpadeé y me detuve unos instantes casi cuando ya alcanzaba sus labios. No sabía de qué me
estaba hablando, pero no iba a dejar que aquello arruinase el momento. Ladeé la cabeza y saboreé
la caricia del beso. Nuestro primer beso. El suave gemido que emitió me sonó a música celestial y
me animó a seguir adelante. Me volví más atrevido y tanteé con la lengua la entrada a su boca, que
se abrió para mí y me dejó explorarla. Me enorgullecí de mi contención, de mi cuidado y extrema
delicadeza cuando después de años imaginando aquel momento, solo quería fundirme con ella y
que comprendiese lo perfectos que éramos el uno para el otro.
Apoyó las manos en mi pecho y el calor me traspasó la piel. Con un brazo la rodeé por la
cintura y la pegué a mí mientras que la otra mano la enredé entre su cabello. En algún momento
pasé de besarla a devorarla, a querer beber cada suspiro y gemido que saliese de su boca y a
querer provocarla más. Quise volverla loca como ella lo había hecho conmigo. La coloqué a
horcajadas sobre mis piernas y gruñí cuando su pelvis encajó con la mía al sentir la presión de su
sexo contra el mío.
—Víctor… —jadeó agitada.
Mi nombre jamás me había sonado tan perfecto y excitante. Bajé una mano hacia su trasero y la
apreté contra mí solo por volver a escucharla gemir. Y así fue. Subí las manos por las caderas, la
cintura y las costillas hasta que llegué al contorno de sus generosos pechos.
—Vamos a casa —le pedí.
—¿Crees que es buena idea?
Junté mi frente con la suya y cerré los ojos. Era la mejor idea que había tenido en mi vida. Era
una idea cojonuda, pero no era yo el que tenía que estar seguro, era ella.
—¿Y tú? ¿Qué crees tú?
—Yo… no sé cómo hemos llegado a esto —contestó algo confusa.
Sonreí y la besé de nuevo. Yo tampoco sabía cómo habíamos pasado de hablar de Pablo, María
e incluso de Sandra a enrollarnos, pero no sería el que se quejara.
—Si quieres que vayamos más despacio, iremos más despacio —intenté tranquilizarla.
—¿Estás seguro de esto?
Ladeé mi sonrisa al tiempo que acariciaba sus brazos y sentía como la piel se le erizaba bajo
mi tacto.
—Jamás he deseado algo tanto.
—Antes… —dudó— has estado de acuerdo conmigo en que la atracción física puede arruinarlo
todo.
—O mejorarlo —puntualicé. Porque la necesitaba en todos los aspectos: como amiga y amante.
Porque no había querido nunca con nadie todo lo que deseaba con ella. Enmarqué su rostro entre
mis manos y me perdí en la profundidad de sus ojos negros.
—Pero a lo máximo que podríamos aspirar sería a ser compatibles en la cama —medio afirmó,
medio preguntó.
Si me hubiese abofeteado, incluso lanzado ladera abajo, no me habría dejado tan perplejo.
Entonces comprendí a qué se refería con ser «ese tipo de amigos».
—¿Te refieres a ser… follamigos? —pregunté herido. ¿Solo eso?
—No me gusta esa palabra…, pero ¿tú no? —quiso saber avergonzada. Así me lo demostraba
su rubor y cómo se mordía el labio inferior con nerviosismo.
Tuve que parpadear varias veces y esperar a que mi cerebro, embotado por todos los estímulos
sexuales que recibía, asimilara sus palabras.
—No —contesté con sinceridad. No funcionaríamos en esos términos ni una mierda, porque yo
ya estaba colado por ella y tenerla en mi cama solo haría que me entregase hasta el tuétano en
aquella relación o no relación, o como fuese que ella quisiera llamarlo.
—¡Oh, Dios! Lo lamento, te he malinterpretado —respondió con rapidez y bajó de mis brazos
—. Es mejor que olvidemos lo que ha sucedido.
Azorada, quiso alejarse de mí.
—¿Perdona? —Me levanté y la sujeté con cuidado de los hombros. ¿Qué mierda era aquello de
olvidarnos de lo sucedido? Me encontraba tan perdido que no era capaz de hilar un pensamiento
coherente. Pero por su actitud creí comprender qué la había llevado a aquella conclusión. ¿Eso
era todo lo que creía que yo quería de ella? ¿Un polvo? ¿Y lo iba a aceptar? Sería de puta madre
si solo me sintiese atraído por ella. Si Carmen no significase nada para mí…
—Olvídalo —contestó con rapidez—. He sido una estúpida al pensar que tú… Déjalo, por
favor.
Me sentí en una maldita encrucijada. Por supuesto que quería tener sexo con ella, el problema
es que yo quería hacerle el amor: dulce, apasionado, intenso, lento, rápido, de todas las maneras
posibles; pero al parecer, para ella, yo solo quería follar. Sin sentimientos. Había que joderse.
—¡Eh! —gritó Pablo—. Os he estado buscando.
Carmen se alejó de mí como si quemase y rodeó el brazo de su primo en cuanto llegó junto a
nosotros, como buscando su protección. De nuevo de mí.
—¿Cómo estás? —Carmen parecía querer esquivar mi mirada y se movió nerviosa, cambiando
el peso del cuerpo de un pie al otro.
—De puta madre —respondió sarcástico—. ¿Y María? Tengo que hablar con ella.
—Se ha marchado —dijo Carmen con tiento.
—¿Adónde?
—A casa, Pablo. Ha vuelto a la ciudad —aclaró Carmen.
—Genial. —Pablo se soltó del brazo de Carmen y se pasó las manos por el pelo—. Bueno,
menudo fin de semana de mierda que te hemos dado, enana.
—No te preocupes por mí. Volvamos a casa, necesito descansar —pidió con mirada suplicante
a su primo.
—Sí, será lo mejor. Mañana quiero salir temprano, así que será mejor que nos despidamos
ahora —aclaró Pablo.
Caminamos los escasos metros que separaban el mirador de la casa mientras Pablo lanzaba
advertencias a su prima sobre que lo llamara en cuanto lo necesitara y otras sugerencias que yo
había oído mil veces. Como si no fuese una mujer adulta capaz de cuidarse por sí misma. En
cuanto traspasamos el umbral, y después de más abrazos y besos entre ellos, Carmen nos deseó
buenas noches y comenzó a subir las escaleras. Abrí la puerta para que Pablo entrase, y cuando
ella estaba a punto de encerrarse en casa, sentí la necesidad de retenerla.
—Carmen —la llamé. Me miró avergonzada, casi incapaz de mantener nuestros ojos
conectados, y yo no podía permitirme perder todo lo que había avanzado con ella—: Nuestra
conversación no ha terminado.
Asintió y cerró la puerta a su espalda.
Todavía no había entrado en mi casa cuando Pablo salió con la bolsa de viaje que había traído.
—Me marcho ahora. No le digas nada a Carmen, por favor —dijo en voz baja.
—No hagas ninguna locura, Pablo.
—A lo mejor el problema es ese, y es que la tendría que haber hecho hace mucho tiempo.
Palmeó mi espalda y se largó. Por un instante me planteé subir y llamar a su puerta, pero por
una vez iba a hacer las cosas como debía. Iba a dejar mi impulsividad de lado y a pensar cómo
era mejor afrontar aquella situación y aclarar las cosas con ella. En cualquier caso, no iba a ser
tan imbécil como para rechazar lo que fuese que ella quisiera ofrecerme.
Capítulo 25

CARMEN

Me pasé el domingo con el temor y al mismo tiempo el ansia de que Víctor subiese a hablar
conmigo. Todavía no sabía cómo habíamos llegado a aquella situación tan descabellada. Quizá
por la conversación que tuve con María sobre vivir un romance apasionado, malinterpreté las
palabras de Víctor. No sé cómo pude llegar a la conclusión de que él quisiera algo así conmigo.
Tal vez porque Víctor era un seductor nato. El problema de todo esto es que sorprendentemente no
me pareció del todo mal. Durante la noche había meditado mucho y llegado a la conclusión de que
era una manera de tener una relación sin tenerla. De estar con alguien que me gustaba, pero no
tanto tiempo como para que mis neuras lo alcanzaran. Sería como vivir siempre en la parte más
satisfactoria y simple de la relación. De mantenerlo al margen y no implicarlo en mis problemas
de ansiedad e hipocondría que, por cierto, estaban a niveles más que elevados debido a la presión
de la conversación con Víctor y los nervios por el primer día de trabajo.
Hablé con mi madre durante mucho tiempo para mitigar los nervios. Le conté lo contenta que
me puse con la sorpresa de la llegada de María y de Pablo, que se había presentado de improviso.
Le enumeré lo que pensaba hacer el día siguiente en clase y, como ella me conocía como nadie,
supo todos los «y si» que me rondaban por la cabeza.
—Estoy segura de que lo harás genial. Los niños te van a adorar —me animó.
Aquellas palabras fueron las mismas que Víctor me dijo, y pensar en él me producía un
inconveniente y perturbador nudo en el pecho.
—Haré todo lo posible para que así sea, mamá. Pero me preocupa especialmente la niña de la
que te hablé. Espero estar a la altura, pero ¿y si no lo estoy? Temo presionarla demasiado y que se
sienta agobiada o, por el contrario, dejarle demasiado espacio y que se sienta sola. Hasta que no
la conozca no podré evaluarla.
—Y no tenerlo todo bajo control te desestabiliza —comprendió mi madre.
—Ya sabes cómo soy —murmuré.
—Por desgracia, para ti es más fácil que para otras personas entenderla, Carmen. Piensa en tu
misma situación hace años, en cómo te hubiese gustado que te hubiesen tratado en el colegio.
Toma como ejemplo tanto lo bueno como lo malo y úsalo a tu favor. Esa niña solo necesita a
alguien que la comprenda y le dé la seguridad suficiente como para avanzar por la vida con las
mismas oportunidades que sus compañeros. Pero, cielo, no asumas más responsabilidades de las
que te corresponden, que nos conocemos.
—Te echo mucho de menos, mamá —susurré con un nudo en la garganta.
—Y yo a ti. Desde que Pablo y tú os habéis marchado, la casa está demasiado silenciosa. —
Intuí una sonrisa en su voz, pero no dudé que se le habían escapado algunas lágrimas.
—¿Y la abuela? —quise saber para cambiar de tema.
—Dando guerra.
Al momento escuché a mi abuela protestar por el comentario de mi madre. Hablamos un rato
más de todo y de nada hasta que por fin me convencí de que debía colgar. Al hacerlo comprobé
que tenía un mensaje de Víctor. Con el pulso latiendo desbocado, lo abrí:
«He tenido que irme a toda prisa por un asunto familiar, pero no se me olvida la conversación
que tenemos pendiente. Si llego temprano, subiré a buscarte. Si no, mañana por la tarde. Por si
acaso no nos vemos hoy, estoy seguro de que el primer día de clase te irá genial. Si te sirve de
algo, me hubiese gustado tener una profesora como tú en el colegio. Joder, y después de lo de
anoche, en el instituto ni te cuento… Fuera de bromas, sé que lo vas a hacer genial. No hagas
conjeturas hasta que hablemos. Por favor, espérame».
Al final del mensaje había un beso que me hizo sonreír como una adolescente ilusionada. Víctor
seguía en línea, esperando mi respuesta, así que escribí y borré unas cuantas veces lo que iba a
decir hasta que finalmente escribí un escueto: «De acuerdo. Gracias por tus ánimos». Y adjunté
otro beso.
Un segundo mensaje de su parte no se hizo esperar: «¿Nada más? Perfeccionaremos nuestra
comunicación a través del móvil».
No le contesté porque no supe qué decir. Hasta la noche anterior, jamás me había mostrado tan
desinhibida y desenvuelta, aquello era más propio de María que de mí y, sin embargo, no
cambiaría ni uno de los instantes que había compartido ese día con él.
Lo que tenía seguro, es que hasta que no hablásemos, no sabría hasta qué punto había metido la
pata en mis suposiciones. Tal vez solo quería que nos acostásemos una vez y yo había supuesto
que quería una relación sexual a largo o medio plazo. Sin complicaciones. O ni eso. Quizá había
sido un beso nada más y yo en mi escalada de pensamientos para anticipar y prever todo tipo de
situaciones había ido demasiado lejos. Tenía la cabeza hecha un lío y lo cierto es que cada vez
que pensaba en lo sucedido era como adentrarme en un laberinto de emociones y posibilidades,
que como era costumbre en mí, estaban cargadas de pesimismo y malos augurios. Mi madre solía
decirme que era excelente para escuchar y aliviar los problemas y las penas de los demás, pero
que con los míos era un completo desastre. Y como siempre, tenía razón.
Intenté hablar con María porque necesitaba saber si había llegado bien y, de paso, sincerarme
con alguien sobre la locura que había cometido la noche anterior, pero no me cogió el teléfono.
Me planteé llamar a Luis, pero no quise molestarlo. Intenté localizar a Pablo y obtuve el mismo
resultado. Al final salí a dar un paseo con Baby hacia la muralla del pueblo porque no soportaba
estar más tiempo encerrada en casa y me entretuve charlando con doña Flora, que insistió en
invitarme a comer al día siguiente en cuanto saliese del colegio y no tuve el valor de rechazarla.
Fue al volver y recuperar la cobertura del móvil que obtuve respuesta de los dos. Ambos fueron
escuetos y respondieron que me llamarían en cuanto pudiesen. Más tranquila y después de una
cena ligera porque de los nervios tenía el estómago cerrado, me acosté en la cama a mirar las
estrellas y soñar despierta, hasta que por fin me dormí.
El primer día de colegio llegué más que puntual; el conserje revisaba que todo estuviese en
orden en el patio cuando accedí al centro. Al parecer había sido la primera en llegar, así que entré
en mi aula, dejé ordenados sobre la mesa los folios que había preparado, me apoyé sobre la mesa
e inspiré hondo. El olor característico que impregnaba todos los colegios se coló por mi nariz y
me hizo sonreír. Olía al desinfectante que utilizaban para la limpieza, pero también a libros
nuevos, al olor peculiar de la tierra mojada del patio que se colaba por la ventana, pero sobre
todo, ya empezaba a percibirse la ilusión, los nervios y la emoción que, seguro, compartíamos los
alumnos y yo. Olía a todos los sentimientos de los que pronto se llenaría aquel espacio que haría
mío poco a poco.
Cuando empecé a oír los gritos, las risas y la típica algarabía que se formaba cuando las
puertas del centro se abrían para recibir a aquellas pequeñas personitas que ya adoraba sin
conocerlas, inspiré hondo, coloqué una mano sobre mi pecho, y salí a recibirlos.
Podría decir que ya los conocía de las veces que había revisado sus fichas, pero no puede
evitar buscarla a ella. Elsa permanecía con la cabeza gacha, al lado de su padre, pero sin permitir
que este la rozara. Recorrí la fila de niños saludando a unos y a otros, presentándome y
preguntándoles qué tal habían comenzado el día hasta que llegué a ella. Miré a Daniel y le ofrecí
una sonrisa amable antes de agacharme un poco para conectar con los ojos de su hija.
—Hola, soy Carmen. —Tendí la mano y esperé a que Elsa me la tomase— ¿Y tú?
Me miró con recelo y desvió la mirada al suelo sin responder a mi gesto.
—Elsa —susurró.
—Encantada de conocerte, Elsa —dije con cariño. No quise presionarla más y me alejé cuando
la música empezó a sonar. Recuerdo que cuando llegué al colegio, me hubiese gustado ser
invisible. Odiaba que todo el mundo me mirase por ser la nueva y me analizara entre susurros. Al
menos, Elsa jugaba con ventaja porque sus compañeros la conocían de las vacaciones, así que le
di un poco de espacio.
Desde la distancia, Daniel artículo un «gracias» con los labios, asentí y le hice un gesto para
indicarle que hablaríamos después.
Cuando entramos en la clase, dejé que los niños se sentasen como quisieran. Era una forma de
ver cuáles eran sus afinidades y al mismo tiempo percibir si de antemano podía haber un conflicto
entre ellos. Como era de prever, Elsa se sentó sola, al final del aula. De la trenza rubia se le
escapaban algunos mechones y, cuando levantaba la mirada, la expresión de sus ojos era tan triste
y al mismo tiempo asustada que pude ver a la niña que fui reflejada en ellos. Carraspeé, para
borrar mi propia imagen de mi mente, y comencé las actividades que tenía programadas para ese
día.
Me presenté oficialmente y les hablé de dónde era, cuáles eran las actividades que más me
gustaban y algunos de ellos, como esperaba, comenzaron a interactuar conmigo. También les conté
cómo me encontré a Baby y que yo también era nueva en el pueblo. Aquello lo dije por Elsa y
surtió efecto porque levantó la cabeza y capté su atención. Aproveché aquel momento para
hablarles de mi familia: de mi madre, mi abuela, mi tía y mi primo. Por supuesto, los más
avispados no tardaron en advertir que no había nombrado a mi padre, así que me preguntaron por
él. Les conté con un nudo en la garganta que intenté disimular, que había muerto cuando yo todavía
era pequeña. Los ¿de qué? Y ¿por qué? no tardaron en aparecer, pero sin darles detalles, capeé las
preguntas para desviarlas hacia otros temas que no fuesen la muerte y sus causas. A aquellas
alturas, Elsa me miraba con los ojos muy abiertos, receptiva, y supe que podía ganármela porque
los que teníamos algún pedazo del alma roto sabíamos reconocernos y entre nosotros se trazaba un
hilo invisible que nos unía.
—¿No tienes novio? —preguntó Mario con una sonrisa ladeada.
Aquel gesto me recordó a Víctor, en realidad todo él. El papel que había adoptado en la clase,
sus gestos, incluso el brillo de sus ojos.
—Pues no —contesté divertida.
Les entregué un folio a cada uno y les pedí que me escribiesen su nombre y cómo se definirían
mientras entre ellos comenzaron a buscarme posibles novios de entre todos los solteros del
pueblo.
Al final puse orden diciéndoles que no tenía intención de encontrar novio, a lo que una niña de
doce años no tardó en preguntar:
—¿Eres lesbiana?
—¿Qué es lesbiana? —preguntó otra de diez.
Tener el último grupo de primaria en un pueblo pequeño como aquel implicaba tener los dos
últimos ciclos, alumnos desde los ocho hasta los doce años, en la misma aula.
—La hermana de mi madre es lesbiana y se fue del pueblo —explicó la niña de doce años.
—¿Si eres lesbiana te tienes que ir? —preguntó alarmada otra—. ¿Es algo malo? ¿Se pega?
—Lesbiana es que en lugar de tener novio quieres tener novia —aclaró Mario, harto de que las
dos niñas acaparan la conversación.
—Ah, pues mi tío es lesbiano —dijo Carlos.
Aquello provocó que no pudiese aguantarme una carcajada y es que me encantaba mi trabajo.
Capítulo 26

CARMEN

Al final del día había organizado tres mesas de cinco alumnos cada una para hacer grupos de
trabajo y había conseguido que Elsa interactuase con otra compañera. En resumen, estaba
satisfecha. Tenía alumnos dinámicos y participativos con los que podía trabajar y, lo que era más
importante, apostaba a que entre todos harían una piña y se convertirían en más que simples
compañeros.
Cuando llegó la hora de irnos a casa, los entregué a sus familiares con la satisfacción de verlos
salir sonrientes y contentos de mi clase. Daniel esperó a que la mayoría de padres se disipasen y
se acercó hasta mí.
—¿Cómo ha ido? —se preocupó.
Elsa se había sentado en un banco a esperar a su padre y de vez en cuando, con disimulo,
levantaba la mirada para vernos.
—Irá bien —lo tranquilicé—. Aún es pronto para que la niña se abra y se comporte con
normalidad, pero estoy segura de que lo conseguiremos.
—¿Ha jugado con alguien? En casa la animo a que salga y se reúna con los niños que conoce
del pueblo, pero no quiere —se desesperó Daniel.
—Es lógico que primero prefiera controlar su entorno más próximo: su casa, la novedad de
vivir contigo, el colegio. Una vez se sienta segura, se aventurará a salir.
—Espero que tengas razón. No me gusta verla sufrir así y me siento impotente porque no sé qué
más hacer. A veces, por la forma en que me mira, creo que me culpa, pero no sé de qué.
—Es posible que de todo. Eres la persona que más cerca tiene y con la que puede desahogar su
tristeza y su frustración. Ten en cuenta que no sabe gestionar sus sentimientos como tú porque aún
es pequeña. No intentes que ella razone como una persona de adulta porque no lo es. Ponte en su
lugar.
Daniel suspiró.
—Gracias, Carmen, por hablar conmigo. Lo cierto es que los padres no queremos que nuestros
hijos sufran y si sabemos que lo están pasando mal, queremos hacer lo imposible para que la
situación pase pronto.
—Pero todo lleva su ritmo y Elsa debe vivir el proceso de duelo de su madre.
—Tienes toda la razón. Gracias de nuevo.
Daniel estiró el brazo, tomó mi mano y la apretó con cariño.
—No tienes que dármelas. Iremos hablando.
Sonreí a Elsa al percibir que nos miraba con interés y me despedí de ella con un gesto de la
mano al que correspondió con discreción, pero que a mí me supo a triunfo.
Llegué a casa de doña Flora cinco minutos después de salir del colegio, puesto que se
encontraba a dos calles de allí. Me recibió con un abrazo y con su habitual entusiasmo tiró de mí
de camino al salón.
—Debes de estar muerta de hambre, chiquilla. Estas no son horas decentes de comer.
Me recordó tanto a los comentarios de mi abuela que no pude evitar sonreír.
—Tengo que estar en el colegio hasta las tres, pero desayuno como una campeona.
—Eso habría que verlo. Los jóvenes de hoy en día dicen que comen sano, pero no, comen poco
y mal. Lo único que hacen es privarse de las cosas buenas de la vida.
En cuanto entré en el salón me sorprendió ver a Elsa sentada en el sofá leyendo un libro y a su
padre a su lado, que se levantó en cuanto me vio entrar.
—Doña Flora nos invitó a comer —explicó algo avergonzado.
—Estupendo —sonreí.
—Vamos, siéntate a la mesa que la comida se enfría —me animó doña Flora.
—Es demasiado tarde para que Elsa no haya comido todavía —me lamenté por que estuviesen
esperándome.
—No te preocupes, ella ha dado buena cuenta de su plato en cuanto hemos llegado —aclaró
Daniel.
—Y yo comí con ella para que no se sintiera sola —aclaró la anfitriona.
No negaré que aquella era una situación extraña. Doña Flora me había invitado a comer, pero
ella ya había comido y ahora se suponía que compartiría mesa con Daniel.
Doña Flora sirvió la comida para Daniel y para mí y tras unos minutos en los que acaparó la
conversación tras nuestras alabanzas sobre lo bueno que estaba su guiso, se excusó y se llevó a
Elsa con ella para dejarnos a Daniel y a mí solos.
En el silencio del salón, nos miramos abochornados; al fin y al cabo nos habíamos visto pocas
veces y, aunque habíamos tratado temas tan personales como la situación de Elsa, siempre lo
habíamos enfocado como algo profesional al ser la tutora de su hija. Aquello, sin embargo, fuera
del ambiente escolar, me hizo sentir extraña e insegura.
—Lo lamento —se disculpó—. Doña Flora siempre ha tenido fama de casamentera, pero hasta
ahora había logrado escaparme de sus intrigas.
—¿Crees que esa ha sido su intención al invitarnos a ambos a comer? —me sorprendí.
—No me cabe la menor duda —sonrió.
—¿Tú lo sabías? Que yo vendría, quiero decir.
Daniel negó con la cabeza.
—No lo he sabido hasta que hemos llegado. Normalmente, comemos en casa de mi madre, pero
hoy ha tenido que ir a la ciudad a hacerse unas pruebas. Nada serio, es algo rutinario. Doña Flora
se enteró y me llamó para invitarnos.
—Entiendo.
—No se lo tengas en cuenta. Hasta que no logró casar a sus hijos no se dio por vencida,
supongo que ahora se aburre y cree que se le da bien.
—La gente que me encuentro en este pueblo no deja de sorprenderme —afirmé con sinceridad.
—Me lo puedo imaginar. A veces resultamos un poco… intensos.
Asintió, pero hasta el momento toda la intensidad que había recibido procedía de la única
persona que no era de allí y que me estaría esperando para hablar en cuanto volviese a casa.
—Bueno, ¿qué tal tu primer día?
Daniel empezó a comer en un intento por normalizar aquella extraña situación y yo le imité.
—Lo cierto es que bastante bien. Me ha gustado mucho conocer a los niños en persona. Con
solo un par de frases ya puedes intuir cómo son algunos de sus rasgos de personalidad.
—Eso es genial. Yo no tendría tanta paciencia para tratar con tantos niños. Con Elsa ya me
resulta lo suficientemente difícil, no quiero ni pensar cómo sería con otros catorce más.
—Bueno, yo tampoco podría lidiar con los pormenores de tu trabajo.
De hecho, no me lo podía ni imaginar. Me gustaba mi vida sin sobresaltos, la tranquilidad de mi
hogar, el que compartía con mi madre y mi abuela, puesto que el apartamento donde ahora me
quedaba todavía no lo podía considerar mi hogar. La seguridad que te da lo cotidiano, la rutina.
Mi mente ya era lo suficientemente traicionera como para alterarla con factores externos.
—Por eso hay tantas profesiones, porque afortunadamente, no todos somos iguales —concluyó
Daniel.
—Cierto.
Hubo unos instantes de silencio en los que solo el sonido de nuestras cucharas contra el plato
perturbaba la tranquilidad del salón. Daniel carraspeó.
—¿Estás a gusto en el pueblo? Sé que llevas poco tiempo, pero ¿te gusta estar aquí?
Me paré a pensarlo, porque si echaba la vista atrás, desde que llegué hasta ese día, mi mente
estaba colapsada por los recuerdos de los momentos vividos con Víctor. Era curioso, y a la vez
perturbador, que siempre hubiese sido una constante en mi vida. Pese a no entendernos, ni en
apariencia llevarnos bien, no había ni un solo recuerdo importante en el que no estuviese presente
o bien físicamente o bien su nombre apareciese en alguna conversación.
Me obligué a regresar de mis pensamientos cuando me di cuenta de que Daniel me observaba
intrigado por mi silencio.
—Sí, me gusta el pueblo y, bueno, pese a todo, también su gente —bromeé—. Te confiaré que
los cambios me asustan y cuando me adjudicaron a este colegio por poco entro en pánico al saber
que estaría a casi tres horas de mi casa.
—Pero por suerte vives arriba de alguien conocido —me interrumpió—. Supongo que eso te
habrá tranquilizado.
No, en absoluto. La presencia de Víctor y mi incapacidad para entenderlo me habían hecho
sentirme más inestable que segura. Me limité a sonreír y a asentir.
—Víctor es muy querido en el pueblo.
—¿Lo conoces desde que llegó? —quise saber.
—Sí. Fue curioso porque su presencia levantó cierto recelo entre los vecinos. Un hombre solo,
bastante celoso de su intimidad, tanto que hasta a doña Flora le costó averiguar a qué se dedicaba.
Además, tenía horarios intempestivos y solo se le veía cuando salía a correr. Saludaba educado a
todos cuantos se cruzaba, pero no ofrecía conversación. Ni te cuento la de visitas que tuve en el
ayuntamiento «preocupadas» por si se dedicaba a actividades poco lícitas y se escondía en el
pueblo. Solo te diré que la palabra «terrorista» apareció muchas veces.
—Dios… —susurré entre divertida y asustada por el nivel de «preocupación» de los vecinos.
—Además, mientras todos se devanaban los sesos elucubrando, él se divertía a su costa.
—Típico de Víctor —apostillé.
—Bueno, y a la mía, porque delante de él lo negaré siempre, pero aquí entre tú y yo, comencé a
prestar atención a todo lo que hacía. Incluso llevaba un registro de sus idas y venidas. Gracias a
eso, llegué a la conclusión de que trabajaba a turnos. Todo encajaba dentro de una rutina. Además,
al comprobar que se ausentaba dos días de mañana, dos de tarde y dos de noche y luego libraba
cinco seguidos, lo tuve claro. Bueno, eso y que introduje su matrícula en la base de datos y lo
investigué un poco, pero ya más tranquilo porque estaba seguro de que había dado en el clavo.
No pude evitar reír al pensar en cómo Víctor se habría divertido con aquella situación.
—Además —continuó Daniel—, el muy cabrón nunca venía con el uniforme ni salía de casa
con él puesto. Siempre lo llevaba en una bolsa de deporte que levanta aún más sospechas.
—¿Y cómo supieron los vecinos que era policía? ¿Se lo dijiste tú?
Daniel sonrió al recordarlo.
—No, que va —negó con la cabeza—. Me lo encontré un día corriendo por el linde del río y le
dije: «Sé lo que eres y a qué te dedicas». Me miró con seriedad y contestó: «Yo también». A lo
que insistí: «¿Cuánto tiempo más vas a dejar que el pueblo piense mal de ti?»
—¿Y qué te dijo? —Por alguna razón estaba muy interesada en su respuesta, quizá porque yo
era una de esas personas que siempre pensaban mal de él, pero a mí no se me podía culpar.
—Su respuesta fue: «El tiempo que haga falta hasta que se den cuenta de que están
equivocados».
Aquello me hizo reflexionar. Siempre había admirado en secreto algo de Víctor que jamás le
había confesado a nadie, y era la seguridad que tenía en sí mismo. No tenía que demostrar nada a
nadie y no lo hacía, simplemente era él.
—¿Y tú no se lo contaste a nadie? —Daniel negó con la cabeza.
—Decidí que fuese él quien lo hiciera. Además, reconozco que la situación era divertida.
—¿Os hicisteis amigos? —quise saber.
Daniel tardó más tiempo de lo esperado en contestar.
—Por aquel entonces, cuando Víctor tenía tiempo libre, se marchaba a ver a su familia. Luego
fue espaciando más las visitas y alguna vez coincidimos para tomar alguna cerveza, jugar al billar
o en la empresa de multiaventura del pueblo, aunque él es mucho más temerario que yo y le gusta
vivir el deporte al límite. Demasiado, más de un susto le ha costado.
—¿Por qué lo dices?
—Porque por desgracia, más de uno se ha lesionado de gravedad o incluso ha sufrido
accidentes fatales haciendo lo que él hace.
Se me aceleró el corazón tan solo de pensar en el peligro que corría de manera gratuita y cuya
necesidad de practicarlo yo no era capaz de comprender.
—No me has dicho cómo se enteró el pueblo de que era policía —cambié el tercio de la
conversación.
—Bueno —sonrió al recordarlo—, decirte que lo planeó al detalle sería quedarme corto. Aquí
tenemos la costumbre de la noche antes del Día de Todos los Santos, decorar las calles, colocar
velas por todas partes y disfrazarnos. Todos, no solo los niños.
—No… —murmuré cuando pensé en lo que Víctor era capaz de planear.
Daniel asintió al percibir mis sospechas.
—Esa noche llegó de trabajar con el uniforme. No hace falta que te diga la sorpresa que se
llevaron los vecinos que se congregaban en la plaza. Víctor se paseó por allí, bajo la atenta
mirada de los susceptibles habitantes, que no tuvieron reparos en fijarse en su arma como si fuese
un psicópata capaz de dispararles. Recuerdo que Raimundo, el dueño de la taberna de la plaza, al
parecer había bebido un poquito más de la cuenta y se estaba pasando de graciosillo. Lo cierto es
que estaba un poco fuera de sí y gritaba y molestaba. Yo ya le había advertido un par de veces que
dejase de beber, pero ni por esas. En ese momento llegó Víctor, Raimundo le señaló y se mofó de
él: «Ese disfraz sí que da miedo».
—¿Y qué dijo Víctor?
Hacía rato que había dejado de comer y había apoyado los codos en la mesa, realmente
intrigada por aquella historia, y sí, también por conocer más cosas acerca de cómo había sido su
vida el tiempo que habíamos estado sin vernos.
—Víctor le dijo que más miedo le daría pasarse la noche en el calabozo por escándalo público.
—¿Y qué pasó?
—Pues que Raimundo se burló y le dijo que él y cuántos «maderos» disfrazados más.
—¿Y? —pregunté ansiosa.
—Víctor le dijo que no se pasase y Raimundo le golpeó.
Me llevé una mano a la boca, sorprendida.
—¿Le hirió? ¿Qué hizo Víctor?
—Nada grave para lo que pudiese haber sido. Si no lo conoces todavía, Raimundo es un tipo
enorme. —Asentí porque lo vi el viernes cuando fuimos a la taberna María y yo—. Ante el
estupor de todo el pueblo, lo detuvo por agresión a un agente de la ley con bastante brusquedad.
Así se enteró todo el mundo de que era policía.
—¿Y por qué dices que lo planeó? —dudé.
—Porque Raimundo jamás llegó a la comisaría ni mucho menos a ser detenido. Entre los dos
montaron el paripé. Cuando todos pensábamos que se lo llevaba de verdad, lo soltó y dijo:
«¿Qué? ¿Cómo doy más miedo, con o sin uniforme de trabajo?».
—Víctor es increíble —murmuré.
—Supongo que eso significa que para ti lo sigue siendo.
Esquivé la respuesta, pero no pude evitar querer saber más.
—¿Y los vecinos no se molestaron con él? Quiero decir que, al fin y al cabo, Víctor se burló de
ellos.
Daniel negó con la cabeza.
—Lo adoran. A partir de ese día, si había que hacer cualquier cosa, él se ofrecía. Los jóvenes
del pueblo lo admiran, en las mujeres levanta pasiones y entre los hombres es uno más. Ha
encajado a la perfección aquí.
Elsa apareció en el salón seguida de doña Flora y se acercó con timidez hacia mí.
—¿Podría algún día conocer a tu perrita?
Sonreí con cariño.
—Se llama Baby.
—Lo recuerdo —murmuró Elsa—. Lo has contado en clase.
Miré el reloj. Ya eran más de las cuatro y la pobre Baby llevaba sola desde que me había ido al
colegio. Por más que retrasara el momento, tenía que regresar.
—De hecho, tengo que marcharme ya. Si quieres, puedes venir conmigo, bueno, los dos —
incluí a Daniel.
—¿Podemos? —le suplicó la pequeña.
Daniel asintió y tras despedirnos de doña Flora, nos marchamos a mi casa. Fue entonces
cuando, sorprendida de que mi madre no me hubiese llamado para ver cómo me había ido el día,
saqué el móvil y reparé en que todavía lo tenía en silencio. Cinco llamadas perdidas suyas y otras
tantas de Víctor lo atestiguaban. Además de un mensaje de texto de su parte que hizo que mi
corazón se saltase varios latidos: «Hace rato que te espero. ¿Dónde estás?».
Capítulo 27

VÍCTOR

Era la tercera vez que subía en poco más de una hora y la quinta llamada telefónica que le hacía
sin obtener respuesta. Carmen no había llegado de trabajar y, lo que era peor, no la podía
localizar. Conocía a poca gente en el pueblo, así que, si no estaba en casa, se me ocurrió que era
muy posible que estuviese en la de doña Flora, o quizá había salido a comer con los compañeros
el primer día. Sea como fuere, no podía hacer otra cosa que esperar. O salir a buscarla como si
fuese un acosador, y mi desesperación por encontrarla ya se asemejaba demasiado... Igual Carmen
necesitaba tiempo y espacio para procesar todo lo que había ocurrido el día anterior. En un solo
día, habíamos avanzado más en descubrirnos que en todos los años que nos conocíamos. Por mi
parte, estaba rozando las nubes, pero por la suya, quizá solo sentía atracción por mí. No era tan
necio como para no reconocerlo. No era lo que yo quería exactamente, pero sí algo por donde
empezar y que, por supuesto, no me desagradaba. Y cuando has vivido tanto tiempo alimentado
solo de ilusión, cualquier pequeño avance parecía mucho. Aunque yo quería más. Todo.
Volví de correr casi a las cinco. Fue lo mejor que pude hacer porque al menos había quemado
algo de adrenalina y no sentía tanta tensión como mientras la esperaba. Decidí averiguar si estaba
en casa antes de meterme en la ducha para asegurarme de que nuestra conversación pendiente no
iba a retrasarse mucho más. A medida que subía los escalones, escuché voces. Llamé y para mi
completa sorpresa, Daniel Hernández me abrió la puerta. Me quedé como un imbécil mirándolo,
sin poder reaccionar, porque era la última persona que esperaba encontrarme en casa de Carmen.
Sonreía cuando abrió, así que imaginé que ese gesto se lo había provocado ella. Ya había pasado
por esto, ya sabía lo que era hacerse ilusiones que se enredaban con facilidad en mi alma como
nudos y luego necesitaba años para deshacerlos.
—¿Qué tal, Víctor? —Me recibió Daniel con una mano sujetando la hoja de la puerta y actitud
de propiedad, como si hubiese llamado a su jodida casa.
Carmen apareció por detrás con una bandeja con leche y galletas que dejó sobre la mesa de
centro y no percibió mi presencia hasta que también, sonriente, levantó la cabeza y reparó en que
la puerta estaba abierta y yo bajo el dintel.
—No sabía que estabas ocupada —le dije con seriedad.
Al escuchar mi voz, Baby salió trotando de un lado del sofá y detrás de ella, una niña rubia que
reconocí de inmediato como la hija de Daniel y que, al verme, se sentó en una esquina del sofá.
Baby comenzó a emitir ladridos agudos y a enredarse entre mis pies para reclamar mi atención. Al
final me agaché y le hice un par de carantoñas.
—Pasa, Víctor —me pidió Carmen con evidente nerviosismo. Sabía cuándo se ponía nerviosa
porque tenía la costumbre de coger una esquina de su blusa o vestido y acariciarla con dos dedos.
Era un movimiento casi imperceptible, pero es que yo la había memorizado durante mucho tiempo.
Daniel pareció darse cuenta de que no era su casa porque se hizo a un lado y abrió del todo.
—Por supuesto, perdona —sonrió— Pasa, pasa.
Otra vez como si fuera su jodida casa.
—No. Solo he subido para saber si estabas. Acabo de llegar de correr y necesito una ducha con
urgencia. Nos vemos, Daniel.
Me di la vuelta y comencé a bajar cuando Carmen me llamó.
—¡Víctor! —Me giré sobre el descansillo que había a mitad y levanté la cabeza. Daniel ya no
estaba y ella me miraba con indecisión. Me hubiese gustado no facilitarle las cosas y mantenerme
en silencio para ver qué me decía. Pero no me debía ninguna explicación. No habíamos quedado a
una hora en concreto ni se habían sentado las bases de nuestra relación como para que yo
estuviese molesto por nada. Porque no era nada, al fin y al cabo. Solo había invitado a Daniel y a
su hija a su casa. Era un gesto inofensivo que seguro que tenía que ver más con la niña que con él.
No tenía sentido mi irracional ataque de celos y yo, racionalmente, lo sabía. Pero joder,
sentimentalmente, era otro cantar.
—Estaré en mi casa si quieres que hablemos —dije al fin.
Después de una larga ducha, me vestí solo con unos pantalones de deporte negros y me moví
por el apartamento como un tigre enjaulado. Deseé tener algo que hacer para no pensar ni estar
pendiente de los movimientos del piso de arriba. Si no estuviese tan ansioso por esa supuesta
conversación que no llegaba, me habría largado a la cantina a tomar una cerveza con Raimundo y
jugar al billar. De hecho, me quedé parado en mitad del salón como si de repente hubiese sufrido
una revelación. ¿Quién había dicho que no podía? ¿Qué sentido tenía estar esperando a que ella se
decidiese? Si es que finalmente lo hacía. ¿Qué ganaba quedándome en casa? Nada, al contrario,
perdía la paciencia.
Me vestí con unos vaqueros y una camiseta gris desgastada que me regaló Pablo en cuanto me
gradué en la academia y que rezaba: «¡Alto, policía! ¡Gordo, fontanero!». Con la tontería del
chiste estuvimos riéndonos hasta que nos dolieron las costillas. Hoy necesitaba recuperar algo de
ese humor. Cogí la cartera y las llaves y me marché.
En cuanto Raimundo me vio entrar por la puerta, meneó la cabeza, sacó mi cerveza favorita del
refrigerador y la lanzó por la barra para que la interceptara a mitad de camino, como hice.
—¿Qué pasa, madero? ¿Ya no te acuerdas de tus amigos?
—Sobre todo procuro olvidarme de los que arresto. —Bebí un largo trago y me senté frente a
él.
A aquellas horas el bar estaba vacío, quizá se animase un poco antes de cenar con los
jornaleros que pasaban por allí para charlar un rato antes de irse a casa, pero un lunes, las
expectativas de hacer caja eran bajas y Raimundo solía cerrar temprano.
—Esto últimamente está muy aburrido. Deberíamos montar algún numerito de los nuestros otra
vez.
Sonreí y lo miré con picardía. Raimundo tenía cincuenta y tres años, era grande como un
armario, había practicado halterofilia en su juventud y había sido campeón del mundo en una
ocasión. Todavía ahora se escapaba al gimnasio para hacer pesas. Tenía el pelo gris, siempre
recogido en la coronilla con un moño, y barba del mismo color, además de unos ojos azules, fríos
como el hielo cuando se cabreaba, pero puros y cristalinos cuando necesitabas un amigo.
—¿No será que te va el rollo de las esposas? —bromeé con él.
—Mientras sean de metal…
Aquello me hizo soltar una carcajada.
Raimundo había estado casado con una mujer francesa antes de venir al pueblo, Colette, me
dijo en una ocasión que se llamaba. Aquella noche, que resultó la de las confesiones, yo acababa
de regresar de pasar las Navidades en casa. Había decidido olvidar a Carmen después de que la
noche de fin de año me mintiese diciéndome que todavía tenía novio para desembarazarse de mí.
Me desahogué y le conté mis penas mientras él se encargaba de regarlas con alcohol. Al final,
quizá harto de escucharme, o animado por ello, no lo sé, me habló de su exmujer. Sacó una foto
que llevaba escondida en la cartera y me la enseñó. Aunque con facilidad la imagen tendría veinte
años, no le pude negar que era una mujer preciosa. Parecía una modelo sacada de los antiguos
calendarios que tenían colgados los mecánicos en los talleres. Era exuberante, con el cabello
dorado y largo y un bikini amarillo que marcaba su esbelto cuerpo. Pero lo que realmente la hacía
atractiva, como colofón a todo aquel excitante envoltorio, era cómo contrastaba con la dulzura de
su rostro. Raimundo admitió que todo aquel despliegue de seducción lo había vuelto loco y había
pagado con creces su ceguera después de que descubriese que Colette lo engañaba con su mejor
amigo. No fue un divorcio fácil porque, en el proceso, Raimundo descubrió que además, también
era avariciosa. Él, con tal de alejarse, había terminado cediéndole todos los bienes menos la
moto, una Harley Davidson Fat Boy que se compró con el dinero que los patrocinadores le
pagaron por aparecer en diversos anuncios publicitarios en televisión tras ganar su primer
campeonato mundial de halterofilia, y que ahora, como de costumbre, estaba aparcada a la puerta
del bar. Con ella se había largado a recorrer mundo y había terminado en aquel pueblo hacía ya
más años de los que le gustaría recordar. Solo cuando cerraba un mes por vacaciones, desparecía
con ella y a nadie rendía cuentas.
—Bueno —interrumpió Raimundo mis pensamientos—, ¿qué ha traído a ese culo de poli finolis
a sentarse hoy lunes en mi bar?
—Desde luego, no han sido las ganas de ver tu cuerpo de cruasán desinflado.
—¡¿Desinflado?! Cabrón, hijo de puta… Ya querrías tú a mi edad estar como yo. Tanta
escalada, bicicleta, rafting… Seguro que lo que más te gusta de todo eso es ponerte pantalones
apretaditos.
Volví a reír.
—Gano mucho cuando marco paquete. Cosa de la que he oído que carecen los tipos musculosos
como tú.
—No me obligues a sacar la regla, no quiero que te vayas de peor humor.
Con una carcajada, choqué mi botellín contra el suyo.
—Tendría que haber venido antes.
—En eso estamos de acuerdo. ¿Qué pasa? ¿La rubia te está apretando las tuercas?
Negué con la cabeza.
—Sandra y yo lo hemos dejado.
Raimundo silbó y abrió otro botellín.
—¿Y eso es lo que te tiene así de jodido? Pensaba que no ibais en serio, al menos tú no.
—No. No tiene nada que ver. —Hice una pausa y apuré la cerveza hasta terminarla—. Ella está
aquí.
Tras un silencio significativo, Raimundo entrecerró los ojos y, cómplice, susurró:
—¿Quién es ella?
—Solo he tenido una «ELLA» en mi vida —repliqué molesto.
—¿Ella… «ELLA?
Asentí. Raimundo parecía procesar la información.
—¿La nueva profesora es… «ELLA»? —preguntó.
—Veo que los cotilleos siguen llegando aquí como siempre.
—Si no lo hiciesen, me preocuparía. —Retiró mi botellín y me lanzó otro—. Vino el viernes.
Es muy bonita.
—Eso ya te lo dije yo.
—¿Y qué pasa? ¿Te has acojonado tanto que has venido a esconderte en mi bar?
Negué con la cabeza y bebí.
—Necesitaba un amigo cabrón para desahogarme.
—Entonces has acertado. Habla con papá Rai. —Hizo un gesto con las manos animándome a
sincerarme y apoyó sus poderosos antebrazos tatuados sobre la barra—. Te escucho.
Le conté todo lo que había sucedido desde que descubrí que era mi vecina, sin entrar en
detalles, hasta llegar a la conversación que teníamos pendiente y yo esperaba. Raimundo silbó de
nuevo.
—Así que la has puesto en jaque y estás esperando su movimiento.
—Como agua de mayo.
—A mí no me engañas. No es eso lo que te tiene tan jodido. No se trata de esperar su respuesta,
no al menos del todo. Aquí la cuestión es que mientras tú te desesperabas aguardando a que ella
llegara, estaba con Daniel. Y todas tus alarmas se han activado.
—No tengo derecho a sentirme así.
—Pues claro que no, capullo. ¿Pero cuándo has visto tú que las emociones se puedan
racionalizar antes que sentir? Eso lo estás haciendo ahora, aquí conmigo, con papa Rai, que es la
voz de tu conciencia. —Desde el otro lado de la barra, Raimundo me palmeó el hombro—.
Vamos, llorica. Juguemos una partida de billar a ver si golpeando bolas se te pasa un poco la
frustración que tienes.
Me llevé la cerveza conmigo y lo seguí mientras Raimundo continuaba con su particular ataque.
—Lo que te pasa es que no estás acostumbrado a que te pongan las cosas difíciles. Con esa
barbita cuidada y cara de niño bonito, la única que no te ha bailado el agua es la profesora. Y,
claro, tu ego no lo puede tolerar. —Las bolas hicieron un estruendoso repiqueteo mientras caían
en el cajón de la mesa y Raimundo comenzó a colocarlas—. Además, te faltaba un tercero en
discordia para terminar de joderte el invento.
—No me ha jodido nada y ella no es la única que no me ha bailado el agua —apunté molesto.
Cogí mi taco y restregué la tiza por la punta con calma, más de la que sentía por dentro.
—Eso no lo te lo crees ni tú. Y lo de Daniel no lo has visto venir, cosa que tendrías que haber
hecho. Menudo poli de mierda estás hecho… —Golpeó la bola blanca y de una sentada metió tres
de las suyas.
—A veces tengo la sensación de que no tienes ni puta idea de en qué consiste mi trabajo —
apunté.
Golpeó de nuevo, pero esta vez no metió ninguna y llegó mi turno.
—Es posible —apuntó—, pero estoy seguro de que no te permite bajar la guardia. Así que, al
loro.
Golpeé la bola blanca y metí dos. Me disponía a volver a tirar cuando Raimundo me chistó y
levanté la cabeza para mirarlo. Tenía la vista clavada en la puerta.
—Tienes visita —susurró.
Todavía reclinado sobre la mesa y con el taco dispuesto a golpear, dirigí la mirada hacia la
puerta y vi a Carmen. Estaba parada junto a la barra, indecisa, a tenor de la expresión casi
alarmada de sus enormes ojos negros. Como si en realidad no se creyera que estaba allí. Me
incorporé despacio, pero no me acerqué, esperé a que fuese ella la que iniciase el acercamiento.
Fui así de capullo.
—Buenas tardes —la saludó Rai. La gravedad de su voz la sobresaltó y dio un gracioso
respingo.
—Buenas tardes —respondió ella en apenas un susurro.
Raimundo se acercó hasta ella y estiró su enorme mano, que ella no tardó en aceptar.
—Raimundo. Nos vimos el viernes, pero no pudimos hablar.
—Yo soy Carmen.
—Encantado de conocerte oficialmente, Carmen. ¿Quieres tomar algo? ¿Una cerveza? Invita la
casa.
—Carmen no bebe alcohol —apunté.
Los dos me miraron sorprendidos, pero yo me negué a sentirme avergonzado. Permanecí
inmóvil, con el trasero apoyado sobre la esquina de la mesa de billar y las piernas extendidas
mientras sujetaba el taco.
—Gracias, Raimundo, pero no me apetece nada —se disculpó Carmen con una mirada
reservada. Después titubeó—. En realidad…, he venido a hablar con Víctor.
—Pues todo tuyo. —Raimundo hizo un gesto con la mano y le cedió el paso. Carmen comenzó a
caminar hacia mí, pero se detuvo sobresaltada cuando Rai volvió a hablar—: ¡Eh, madero! ¿Te
importaría cerrar tú? A estas horas no creo que venga nadie más y tengo ganas de largarme a mi
casa.
—Te has hecho mayor, Rai —le piqué. Aunque me encargaría de agradecerle al día siguiente
habernos dejado solos.
—Lo que pasa es que me duele la cabeza de aguantarte la chapa. Mañana abriré con las llaves
de repuesto, ya me las devolverás cuando te levantes. —Suavizó su tono de voz cuando se dirigió
a ella—: Carmen, un placer conocerte. Aquí me tienes para lo que necesites.
Ella le devolvió una sonrisa tan agradecida y sincera que casi pude ver cómo el musculado
corazón de Rai se deshacía a sus pies.
—Muchas gracias, Raimundo. Para mí también ha sido un placer.
Con una sonrisa de tonto en la cara que jamás le había visto, mi amigo se fue tras colgar el
letrero de «cerrado» en la puerta.
Había llegado el momento.
Capítulo 28

CARMEN

Cuando el peculiar amigo de Víctor cerró la puerta a mi espalda, fue como si toda la
determinación que me había llevado hasta allí se esfumase. Dejé el bolso sobre la barra y avancé
un paso, pero me detuve cuando él habló.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí? —preguntó tras los segundos de silencio que nos
envolvieron.
—Desde mi ventana te he visto entrar.
Víctor no movía ni un solo músculo, solo me miraba, como retándome a dar un paso tras otro y
acercarme a él. Sabía que tenía que ser yo la que iniciase el acercamiento, pero esperaba que me
facilitase un poco las cosas.
—¿Ya se han marchado tus invitados? —el tono de su voz era neutro, no delataba ningún tipo de
emoción, sin embargo, sentí como si me reprochase algo.
—Lo hicieron en cuanto te fuiste.
Avancé despacio, un pie delante del otro, concentrada en lo que había ido a decir hasta que
llegué junto a él. Apenas a dos pasos de distancia. Tuve la sensación de que quería seguir
preguntándome sobre la visita de Daniel y Elsa, sin embargo, no lo hizo.
—¿Qué tal tu primer día?
—Mejor de lo que esperaba. Aun así, todavía me siento inquieta. Supongo que los nervios no
mejorarán hasta pasados unos días, o semanas.
O quizá nunca. Y tenía que reconocer que aquella situación no hacía nada por aliviar mi
nerviosismo, al contrario, cada vez me encontraba peor. Dado el inquietante silencio del que hacía
gala Víctor, consideré que acercarme hasta allí había sido un error.
—Toma —me tendió su taco de billar y se levantó a por otro—. Jugar te relajará. A mí me
funciona.
—Hace mucho que no juego y lo cierto es que no se me da muy bien —me excusé contrariada
por su repentino cambio de actitud.
—Yo te recordaré cómo se hace. Las tuyas son las lisas, que eran las de Rai.
Miré el tapete y advertí que había menos bolas lisas que rayadas. Entrecerré los ojos y me
negué a que me diera ventaja. Si íbamos a jugar, quería que fuese en igualdad de condiciones.
—Empecemos de nuevo —exigí más que pedí.
Víctor me miró sorprendido en un primer momento, pero luego dejó aflorar esa sonrisa de
medio lado tan característica y sentí como mis pulsaciones se aceleraban.
—Me parece una idea estupenda.
Por algún motivo, quizá por su forma de mirarme, por el tono ronco de su voz, por los gestos
felinos con los que se acercó a retirar las bolas, por lo que fuese, supe que sus palabras escondían
una doble intención.
Empezamos a jugar y ya al primer tiro quedó en evidencia mi falta de práctica que, sumada al
nerviosismo, hizo que estuviese a punto de rasgar el tapete. Esperé una risa sarcástica por su
parte, no obstante, fue todo lo contrario. Víctor se acercó con seriedad hacia mí.
—Déjame que te ayude. Inclínate.
Obedecí mientras él se doblaba sobre mi espalda sin llegar a rozarme. Solo nuestras manos se
tocaron cuando ayudó a las mías a colocarse en la posición correcta y las sujetó con delicadeza.
Su cercanía embotó mis sentidos. Olí su piel, con aroma a jabón y loción de afeitado. Sentí el
calor de su cercanía, la delicadeza y al mismo tiempo la decisión de su tacto. Su pantalón rozaba
mis piernas desnudas, cubiertas por la falda vaquera que dejaba gran parte de mis muslos al
descubierto. Me maravillé con la visión de los músculos de sus antebrazos y acabó por marearme
el susurro de su voz junto a mi oído.
—Tienes que ser firme, pero a la vez delicada. Acaricia el taco con suavidad y deja que se
deslice entre tus dedos —murmuró con voz ronca—. Así. Siente el control que tienes sobre el
juego y anticipa la sensación de éxito. Confía, pero no te relajes. Centra tu atención en el objetivo
y cuando estés segura de que no vas a fallar, lánzate.
Reconozco que no estaba segura de nada, solo de que aquel juego de roces y susurros había
conseguido excitarme más que cualquier preliminar al sexo hasta el momento.
—¿Preparada?
Asentí y Víctor deslizó varias veces el taco entre nuestros dedos con obscena rapidez hasta que
lo impulsó hacia la bola blanca y, del golpe, dos entraron en diferentes troneras.
—¡Sí! —jadeé entusiasmada. Giré el rostro sonriente hacia Víctor y me encontré su boca a
pocos centímetros de la mía.
—Muy bien, Baby. —La caricia de su aliento llegó hasta mis labios y entreabrí los míos para
saborearlo.
Ahora nuestros cuerpos se apretaban entre sí. Me encontré encerrada entre la mesa de billar y
él, deseando que no se apartase. Al contrario, me parecía que no nos estábamos tocando lo
suficiente. Un ligero movimiento de Víctor me hizo advertir que no solo yo estaba excitada, la
muestra de la «fogosidad» de Víctor la sentía presionar contra mi trasero.
—Ahora te toca a ti. —El tono ronco de su voz vibró en mi piel y en otras partes de mi cuerpo
que ahora reclamaban su atención.
Despacio, y para mi desconsuelo, se apartó de mí. Sentí frío por el repentino abandono. Por
dentro y por fuera. Víctor caminó impasible hasta colocarse frente a mí y con un ligero
movimiento de cabeza, me incitó a continuar.
Inspiré hondo y rodeé la mesa hasta quedar frente a la bola blanca. Estudié las diversas
posibilidades y me incliné. Dejé resbalar el taco tal y como Víctor me había dicho y levanté la
cabeza para ver si aprobaba mi movimiento. El brillo de los ojos de Víctor me sorprendió, al
igual que descubrir que tenía la vista clavada en el escote de mi blusa. Desde su posición tenía
una vista privilegiada de mis pechos, abrazados por el sujetador blanco con puntilla de encaje que
llevaba. Y me recreé en la sensación de control y poder que me dio aquello. Incliné mi cuerpo un
poco más hasta que los pechos rozaron el tapete.
—¿Así? —susurré.
—Joder, sí —contestó sin ningún tipo de vergüenza ni intento por disimular su excitación.
Golpeé la bola con una sonrisa, pero no pude meter ninguna. Sin embargo, aquello me supo a
triunfo.
—Tu turno. —Me incorporé despacio y esperé a que él ocupara su lugar.
Rodeó la mesa de billar sin dejar de mirarme hasta estar junto a mí, se agachó y golpeó sin
apenas pararse a pensar. Tres de sus bolas entraron. Repitió el proceso y falló, algo me dijo que
adrede, porque tenía una bola más que a tiro.
—Has dejado pasar la oportunidad a propósito —le acusé.
Víctor se encogió de hombros.
—En esta vida, todo es cuestión de prioridades.
—¿Y cuál es la tuya ahora? —quise saber.
—Ahora, en este mismo momento, es observarte jugar desde todos los ángulos.
Me sonrojé por su franqueza, pero me negué a sentirme intimidada. Busqué el mejor golpe y me
posicioné. Él lo hizo a mi espalda, lo cual confirmó su intención de mirarme sin disimulo el
trasero. Jugué y logré meter una bola más.
—¡Bien! —salté emocionada.
—Bien no. Perfecto —susurró apoyado contra la pared. Cuando me giré todavía tenía la vista
clavaba en mi culo.
Sonreí como si fuese una adolescente que recibe las atenciones del chico que le gusta por
primera vez y me volví para recorrer la mesa. Fallé de nuevo en el juego sobre el tapete, pero iba
ganando en el que jugábamos fuera de él. Víctor me acarició con los ojos, cada centímetro de piel
cubierta deseando descubrirla. Y yo deseé que lo hiciese.
—Te toca.
—Eso parece. —Caminó hasta mí. Hasta obligarme a dejar la mesa a mi espalda para poder
mirarlo—. Tenemos que hablar.
Yo no quería hablar. No quería pensar. Solo quería sentir. Si hablábamos, aquella burbuja que
habíamos creado en el apartado rincón de la taberna, tan solo iluminada por la luz que había sobre
la mesa de billar, se terminaría.
—Todavía no hemos terminado de jugar —me quejé.
—Entiendo.
Se apoyó sobre el tablero y, para mi sorpresa, solo tardó tres golpes en ganar la partida.
Regresó a mí y tiró el palo sobre la mesa.
—Fin de la partida.
Me tomó de la cintura y me sentó sobre la mesa al tiempo que yo soltaba un pequeño grito de
sorpresa.
—Hablemos —pidió o más bien exigió. Se posicionó entre mis piernas y apoyó los brazos uno
a cada lado de mis caderas para tener los ojos a la misma altura.
—No hay mucho que hablar —me inquieté.
—Ya lo creo que sí.
—Yo supuse que…, que…, querías acostarte conmigo —me sonrojé.
—Y quiero —respondió de inmediato.
Suspiré aliviada. No era tan ingenua como para no saber que el tonteo que habíamos llevado no
lo indicaba, pero no era una persona demasiado segura y necesité su confirmación.
—Y tú también —afirmó Víctor—. ¿O me equivoco?
Negué con la cabeza, pero no fue suficiente para él.
—Entonces dime que no me equivoco —insistió.
—No te equivocas —murmuré. Sonrió y empezó a acercarse a mí—. Pero…
Se detuvo y entrecerró los ojos.
—No me gustan los peros. Siempre traen algo malo.
—Víctor, no he tenido muchas relaciones, pero todas han terminado mal porque…, bueno,
porque no soy una persona fácil de tratar.
—Esto ya lo hemos hablado y ya te dije que eran todos unos capullos que…
Coloqué una mano sobre su pecho para detenerlo.
—Habrá días en los que necesitaré estar sola. Me encerraré en mí misma y no saldré hasta que
sienta que el peso que llevo en la mochila de mi espalda me permite volver a caminar de nuevo.
No quiero que esto —nos señalé— me haga sufrir.
—Yo jamás te haría daño —se defendió con vehemencia y al mismo tiempo molesto—. ¿No se
te ha ocurrido que el que salga dañado sea yo?
—Míranos, Víctor. No podríamos ser más diferentes. Lo único que parece unirnos es esta loca
atracción. Necesito mi propio espacio seguro. Necesito no implicarme emocionalmente.
—¿Acostarnos te parece que no sería implicarnos lo suficiente? —Sentí la tensión de sus
brazos contra mis caderas.
—No he querido decir eso.
—Lo que quieres decir es que solo quieres sexo. Sin explicaciones. Sin sentir la presión de que
otra persona intente comprenderte y te pida respuestas que no quieres o no sabes dar. ¿Me
equivoco?
Sorprendida, negué con la cabeza. Víctor suspiró y dejó caer la cabeza hacia delante. Me
entristeció que me ocultase su mirada.
—Está bien —susurró—. Pero tengo mis condiciones.
Levantó la mirada y me atravesó con el brillo verde de sus ojos.
—Creía que habías dicho que no te gustaban los peros —objeté con el pulso retumbando en mi
pecho y un nudo en la garganta. Había dicho «está bien». Significaba eso que aceptaba, ¿no?
—Estos son indispensables.
—Te escucho.
—Esto —nos señaló— es exclusivo. No puede haber terceras personas.
—No las habrá por mi parte —me defendí molesta por que hubiese pensado que yo sería capaz
de algo así.
—Ni por la mía. Hay otro pero más. —Lo miré recelosa—. Déjame que sea yo el encargado de
organizar nuestros encuentros.
—Yo pensaba que sería algo más… —dudé — aleatorio.
—Algunas veces sí, otras nuestro trabajo lo impedirá. Al menos el mío.
Aquello tenía sentido porque Víctor trabajaba a turnos.
—Está bien —cedí todavía recelosa.
—Tengo otra condición y es la más importante. Quiero que seas sincera conmigo. Si algo de lo
que hago o digo te molesta, necesito que me lo digas. Y no me refiero a la cama precisamente,
aunque también.
—Yo puedo pedirte lo mismo.
—Pues hazlo. Yo te garantizo sinceridad. ¿Me la aseguras tú?
—Sí.
Posó las manos sobre mi cintura y fue subiendo lentamente por la espalda en una caricia
excitante hasta enmarcar mi rostro entre sus grandes manos.
—Entonces, Baby, tenemos un acuerdo —susurró con voz ronca antes de asaltar mi boca.
Capítulo 29

VÍCTOR

Jamás un beso me había sabido tanto a triunfo y a derrota a la vez. A alcanzar la meta, pero
lanzándome sobre el asfalto a la espera del golpe contra el suelo. Mi sensación era la misma que
cuando me lanzaba en caída libre. La adrenalina fluía por mi cuerpo y lo preparaba para actuar,
reaccionar y ponerme a salvo, pero al mismo tiempo controlaba mi mente para hacerlo en el
momento justo. Ni antes ni después. Solo tenía que tirar de la anilla y activar el paracaídas. Ahora
me había lanzado sin él, pero jamás las vistas me habían parecido tan preciosas ni las sensaciones
tan estimulantes. ¿Cómo había pasado tanto tiempo sin esto? Sin tenerla cerca. Sin escuchar su
voz. Joder, sin besarla. ¿Cómo había podido vivir sin todo eso?
Incliné su cabeza y profundicé el beso. Conquisté su boca bailando con su lengua. Gané cada
suspiro que dejó escapar con la rendición que mis labios consiguieron. Y saboreé la victoria
cuando las puntas de mis dedos rozaron sus pechos y cedió a mi contacto acercándose, exigiendo
más sin palabras. Cuando sus brazos rodearon mi cuello, sus dedos se enredaron en mi pelo
luchando en vano en aquella batalla en la que no había perdedores. Encajé la pelvis entre sus
piernas y, entre besos tan solo entrecortados para poder respirar, me permití alejar una mano para
invadir el terreno suave, liso y excitante de sus muslos. Avancé con sutileza pero sin demora hacia
el centro húmedo y caliente de su cuerpo. Rocé con un dedo la única barrera que se interponía
entre mi piel y la suya y la descubrí con satisfacción inundada de necesidad. Escuché y memoricé
sus jadeos y me uní a ellos en un gruñido en el que liberé la frustración de años de recibir
miserias sabiendo que podía tenerla a ella.
—Víctor… —gimió cuando con mi boca saboreé su cuello y mi lengua calmó su pulso
desbocado. Apreté los dientes y su espalda se arqueó para ofrecerme la voluptuosidad de sus
pechos llenos. No rechacé la invitación. Mientras mi mano seguía entre sus piernas, tentando la
entrada pero sin llegar a salvarla, mis dientes presionaron sobre la cumbre dura y erótica de sus
pezones—. Víctor… —repitió.
Mi nombre, pronunciado por sus labios, en aquella circunstancia, bajo todas mis atenciones, me
supo a gloria. A vencedor y al mismo tiempo a perdedor. Había ganado una parte de ella, pero
todavía tenía que luchar por conquistar la más importante. La que no podía acariciar con mis
manos y rendir con mis labios, pero sí con palabras y hechos. Ahora solo tenía que ganarme su
corazón.
—No quiero que pares —susurró entre jadeos.
—No voy a parar —le aseguré. Pero entonces fui consciente del sonido molesto de un teléfono
móvil en la lejanía.
—Debería cogerlo —afirmó, pero sonó a pregunta.
—Déjalo —le pedí—. Ya se cansarán.
Volví a besarla y el teléfono paró.
—Tienes razón —tiró de mi camiseta y empezó a subírmela por los hombros cuando de nuevo
el teléfono volvió a la carga.
Gimió, esta vez de frustración, y apoyó la cabeza contra mi pecho.
—Si insisten tanto es posible que sea importante —se excusó.
—Atiende, pero sea quien sea, no le dejes enrollarse —le pedí más desesperado de lo que me
había mostrado nunca.
La ayudé a bajar de la mesa y ella estiró la falda para cubrir sus piernas mientras aceleraba los
pasos hacia el bolso que había dejado sobre la barra.
—¿Sí? —Su voz salió chillona y respiraba de manera acelerada. Sonreí porque pensé que,
fuera quién fuese, notaría que algo le sucedía. Me acerqué hasta ella, la rodeé por la cintura,
pegué mi pecho a su espalda y comencé a besarla en el cuello de nuevo—. ¿Luis?
Escuchar el nombre de otro hombre hizo que detuviera mis atenciones y la rodeara para mirarla
a los ojos.
—Espera, espera. Más despacio… —pidió. La vi palidecer y supe que algo grave sucedía—.
No. Estoy tan sorprendida y preocupada como tú. Te prometo que salió de aquí el sábado por la
noche. —Colocó una mano sobre la garganta y asintió como si su interlocutor la pudiese ver—. Si
averiguo algo te lo haré saber, y por favor, haz lo mismo por mí. Si vuelve, llámame.
Carmen colgó y me miró con sus enormes ojos negros.
—¿Va todo bien? —quise saber.
—Era Luis, el novio de María. No ha vuelto a casa. No la ha visto desde que se despidió de él
para venir al pueblo. ¿Y si tuvo un accidente? ¿Y si se despeñó por la carretera? —Se le
humedecieron los ojos y eso fue todo lo que necesité para ponerme en marcha. La abracé y
acaricié su espalda con movimientos suaves y cadentes.
—Estoy seguro de que no. Pero llamaré a comisaría y daré aviso. Si ha habido algún accidente,
me pondrán al tanto. ¿No volviste a hablar con ella después de su marcha?
Carmen se separó de mí y lo pensó durante unos momentos.
—El domingo la llamé varias veces y no me contestó. Pero recibí un mensaje —recordó de
pronto—. Me dijo que ya hablaríamos, pero que estaba todo bien.
—¿Y qué hay de su trabajo?
—Tenía libre hasta el miércoles.
Entrecerré los ojos y recordé la conversación que había mantenido con Pablo, sus últimas
palabras fueron algo similar a que ya había perdido demasiado tiempo.
—¿Hablaste con Pablo el domingo? —le pregunté.
—Tampoco pude. Recibí un mensaje que me decía que todo bien y que ya hablaríamos,
parecido al de María.
Levanté las cejas ante lo que para mí era más que evidente, pero Carmen no había llegado a la
misma conclusión que yo.
—¿Y si la han secuestrado?
—Es muy probable que algo parecido haya sucedido —confirmé.
—¿Y ahora qué? —susurró asustada. Se apoyó en uno de los taburetes de la barra—. Tú eres el
policía. ¿Qué hay que hacer?
Me sentí culpable por estar divirtiéndome a su costa, pero es que no entendía cómo no había
llegado a una conclusión tan simple como la mía. Si los dos estaban desaparecidos, blanco y en
botella.
—Por lo pronto, yo llamaré a Pablo.
Confusa, frunció las cejas.
—¿Qué tiene que ver mi primo en todo esto?
—Tú lo has dicho todo. Llama a María otra vez y, si no te lo coge, insiste.
Hizo lo que le dije y yo me alejé para llamar Pablo. Como era de esperar, ninguno de los dos
atendía el teléfono. Al final opté por enviarle un mensaje que sabía que no ignoraría. Durante
demasiado tiempo, Pablo había vivido (y lo seguía haciendo) preocupado por su prima.
«Solo confírmame que María está contigo para que a Carmen no le dé un ataque».
Lo vi en línea y al cabo de unos segundos recibí su escueta respuesta.
«Sí».
«Estás loco, cabrón. ¿Ella está bien?», le contesté.
«Está conmigo por voluntad propia, si es lo que me estás preguntando. Necesitamos tiempo.
Cuando estemos preparados, volveremos».
Desactivó la conexión, pero ya sabía todo lo que necesitaba saber. Me giré y vi a Carmen mirar
el móvil asustada.
—Se han fugado —murmuró—. María dice que está con Pablo.
—Eso parece. —Llegué junto a ella y le acaricié las mejillas, pálidas, para imprimirle algo de
color. Se agarró a mis antebrazos y vi tanta vulnerabilidad en su rostro que quise calmarla como
mejor sabía hacerlo, con mis besos.
Sin embargo, ella no pareció pensar lo mismo. Se alejó un paso de mí y me miró con tristeza.
—Necesito irme a casa.
Todavía temblaba como una hoja y yo tuve el impulso de tomarla entre mis brazos y retenerla.
Pero algo me decía que si lo hacía, echaría a perder nuestro acuerdo.
—¿Este es uno de esos momentos en los que necesitas estar sola? —quise saber para
asegurarme.
Asintió en silencio y yo me tomé aquello como una prueba. Porque en realidad lo era, para los
dos. Por su parte para probarme y por la mía para demostrarle que era de fiar.
—Vale —dije con dulzura—. Está bien. ¿Nos veremos mañana?
Tardó una eternidad en contestar, o al menos a mí me lo pareció, pero finalmente accedió.
—Sí.
Mi suspiro de alivio fue audible para ambos.
—Entonces estate preparada. Pasaré a recogerte sobre las siete —dije decidido, pero al mismo
tiempo con ternura.
Supuse que Carmen tenía tanta prisa por marcharse que ni siquiera preguntó qué pretendía.
Dudó, pero finalmente me dio un beso en la comisura de los labios.
—Gracias —musitó. Su aliento me acarició antes de que se alejara y saliese prácticamente
corriendo del bar.
Y quizá fuera lo mejor. Nuestra primera vez no se merecía una mesa de billar.
Capítulo 30

CARMEN

Llegué al apartamento con el corazón golpeando con fuerza contra mis costillas, y esta vez no
tenía nada que ver con los latidos locos y emocionantes que me habían alterado mientras Víctor
me tenía entre sus brazos. Aquello había sido maravilloso. Nunca había tenido la sensación de
sentirme tan venerada y a la vez lascivamente excitada. Si la llamada de Luis no nos hubiese
detenido, habría acabado haciendo el amor con él sobre la mesa de billar de la taberna del
pueblo. A la vista de todo aquel que hubiese tenido a bien comprobar si el bar estaba abierto o no.
Aunque aquello me avergonzaba, no negaba que había algo morboso en ello, en el lugar, pero
sobre todo en él, en Víctor, que todavía me hizo más imprudente. Pero todo se había ido al traste
después de aquella inoportuna llamada. Ahora reconocía los síntomas de una inminente crisis de
ansiedad y, todo porque María se había fugado con Pablo y por mi mente esa posibilidad ni
siquiera había pasado. Solo fui capaz de pensar que le había ocurrido algo malo y, como siempre,
mis pensamientos se regodearon en el sufrimiento. Tener a Víctor al lado con su resolución y
capacidad para deducir con lógica cualquier posibilidad me alivió, pero al mismo tiempo me hizo
ver cómo funcionaba el pensamiento racional de una persona «normal». Ese del que yo carecía
muchas veces. Las emociones me desbordaban y solo recibía estímulos que me alteraban mucho
más.
Baby se restregaba entre mis piernas para llamar mi atención y por fin la levanté del suelo y la
apreté contra mi pecho. Aquello me hizo sentir menos sola y ella debió percibir mi estado, porque
dejó sus lloriqueos y se limitó a lamerme de vez en cuando para intentar calmarme. Sin embargo,
las lágrimas no tardaron en llegar. De liberación, pena y frustración. La preocupación por la
desaparición de María había puesto en alerta a mi sistema nervioso y ahora me encontraba
completamente desbordada. Me sentía enferma, pero sabía que no lo estaba, o eso esperaba.
Todavía sentía taquicardia y el pulso tronaba en mis sienes acrecentando el dolor de cabeza que
las lágrimas poco hacían por mitigar. Con manos temblorosas, dejé a Baby a los pies de la cama y
busqué la libreta en la que apuntaba todas mis crisis. Me recosté contra el cabecero de la cama y
ella lo hizo en el suelo a mi lado, sin dejar de mirarme. Empecé a escribir mis síntomas y
pensamientos perturbadores mientras evaluaba del uno al diez mi nivel de ansiedad. Respiré
hondo varias veces hasta que me pude calmar y con tristeza, cuando me hube tranquilizado, releí
el texto. De todo ello, me sorprendió que le daba muchas vueltas a lo que le había prometido a
Luis. No quería ser yo la que le dijese que mi amiga se había fugado con mi primo, pero entendía
su preocupación y merecía una respuesta. El caso es que no debía ser yo la que se la ofreciera. Me
enfadé con María por ponerme en aquella situación, pero el enfado me duró más bien poco porque
en el fondo la entendía. Pablo siempre había sido su debilidad y nadie puede poner razones al
corazón. Al final llamé a Luis mientras rezaba para que no me preguntase más cosas de las que
estaba dispuesta a decir. Respondió al primer tono.
—Hola, Luis.
—Carmen, ¿sabes algo? He llamado a todo el mundo y nadie conoce su paradero. La única que
puede saberlo eres tú. Fuiste la última persona que la vio —me presionó.
—Solo me ha enviado un mensaje —susurré nerviosa—. Volverá cuando esté preparada.
—¿Cómo? ¿Te ha enviado un mensaje, pero ignora todos los míos? ¿De qué va todo esto? ¿De
verdad se largó de ahí el sábado?
—Te lo prometo.
Luis hizo una pausa significativa y volvió a la carga.
—¿Dónde está tu primo?
Cerré los ojos y los apreté con fuerza.
—No lo sé. —Al menos aquello no faltaba a la verdad.
—¿Cuándo se marchó él de ahí?
—Solo te he llamado para que supieras que está bien. Yo estoy tan desconcertada como tú.
—Permíteme que lo dude —respondió con dureza—. Está con él, ¿no es cierto?
—Yo…, no puedo darte las explicaciones que necesitas. Solo quería que no te preocuparas.
—Claro, ahora estoy mucho más tranquilo —escupió con ironía—. Gracias por nada.
Me colgó. Suspiré y no me sentí en absoluto aliviada. Quizá había cometido un error y María
también me reprochara aquella llamada en cuanto se enterara, pero había actuado como creí que
era mejor.
Arrastrando los pies me dirigí a la cocina, me tomé una pastilla para el dolor de cabeza y le di
de comer a Baby antes de meterme en la cama. El día había sido demasiado largo y no estaba
preparada para más sobresaltos. Lo último que hice fue enviarle un mensaje a mi madre para
decirle que había ido todo genial y que al día siguiente la llamaría. Cuando miré el techo de mi
habitación, observé el cielo plagado de estrellas. Escuché ruidos abajo y por primera vez desde
que había llegado a casa sonreí. Abajo también había encontrado mi particular trocito de cielo.
A la mañana siguiente, Víctor me esperaba al pie de las escaleras con una sonrisa radiante.
—Buenos días —susurró. No sabía cómo podía arreglárselas para que una simple y manida
frase resultase tan excitante que hiciese sonrojarme. Baby lo escuchó y empezó a ladrar como una
loca—. Ven con papá —la llamó. No necesitó hacerlo dos veces. Con temor, pero sin pensárselo
demasiado, la desvergonzada de mi perra comenzó a bajar los escalones desesperada por lanzarse
a sus brazos. Como su dueña, pero con mucho menos disimulo.
Bajé hasta que me detuve en el último escalón delante de él. Baby lo lamía por todas partes y la
envidié por ello. Carraspeé nerviosa y Víctor se obligó a dejarla en el suelo pese a los ladridos
de protesta.
—Buenos días —le respondí avergonzada por mis pensamientos lascivos de buena mañana.
—Solo quería desearte un buen día y darte esto. —Tenía el puño cerrado y lo miré con recelo
—. Cierra los ojos —me pidió. Al ver mi indecisión, levantó una ceja retadora—. ¿Confías en
mí?
—Todavía no —respondí con sinceridad.
Colocó una mano sobre el corazón como si mis palabras lo hubiesen herido.
—No me lo tomaré a mal por todos los años de gamberradas que me avalan. Pero ahora soy un
hombre nuevo que te prometió que no te haría daño. Además, creo recordar una conversación que
tuvimos ayer sobre la confianza.
—¡Oh, está bien! Si me la juegas —lo amenacé con un dedo—, olvídate del plan de esta noche.
Y en mi cabeza solo podía oír: «Por favor, que no me la juegue», una y otra vez.
—Ni un antiguo vándalo como yo haría nada que pudiese arruinar esta noche —el tono de su
voz bajó varias octavas y lo sentí reverberar dentro de mi cuerpo—. Cierra los ojos.
Obedecí y al momento sentí como algo rozaba mis labios. Me retiré de inmediato al no saber
identificar qué podía ser. Abrí los ojos y vi un caramelo amarillo entre sus dedos.
—¿Un caramelo? —pregunté sorprendida.
Asintió y con una sonrisa volvió a acercarlo a mi boca. Saqué la lengua y tanteé su gusto antes
de comérmelo, porque reconozco que ni así me llegaba a fiar del sabor. Sin embargo, sabía a
limón, era dulce y ácido a la vez y me encantó. Me recordó a los que solía comprarme mi madre
cuando íbamos a Valencia en una tienda de golosinas cerca de la estación de tren. Las pupilas de
sus ojos se dilataron y me pareció escuchar un «joder» que todavía me supo mejor que el
caramelo.
—¿Por qué un caramelo de limón? —quise saber.
—Porque sé que son tus preferidos. Y me recuerdan a ti. Dulces y ácidos a la vez. Ahora que ya
lo sabes, mañana te lo daré con un beso.
—Me parece bien —susurré sorprendida por que conociese un detalle más de mis gustos.
—A mí también. —Rodeó mi cintura y me pegó a su pecho—. Pero ahora me muero por
probarlo de tu boca.
Me besó y yo le di pleno acceso. Tanto que el caramelo danzó entre nuestras lenguas como un
barco en mitad de una tormenta. No había probado golosina más dulce y excitante en mi vida.
El beso terminó de manera igual de tempestuosa que había comenzado.
—Si no me detengo, llegarás tarde —susurró contra mi boca—. O no llegarás. Joder, se me va a
hacer eterno hasta la tarde.
—Eso es porque trabajas poco —jadeé todavía sin respiración.
—Y tú también lo harás como no te marches. —Se apartó de mí y cogió en brazos a Baby, que
gemía a sus pies—. Hasta luego.
—Hasta luego —murmuré.
Avancé por la calle mientras sentía las piernas como si fuesen gelatina, el corazón henchido de
un sentimiento maravilloso que tenía el temible nombre de ilusión, y con la sonrisa tan grande que
me dolían las mejillas. Pero, sobre todo, paladeando su beso con sabor a limón.
Al llegar al colegio me crucé de nuevo con Daniel, esta vez haciendo su trabajo. Vigilaba la
entrada de niños y regulaba el escaso tráfico cuando me vio.
—Buenos días, profe —me saludó con una sonrisa.
—Buenos días —le correspondí con idéntico gesto. Todavía nada había conseguido borrármelo
y dudaba que la sonrisa desapareciese en mucho tiempo. Intenté pasar de largo, pero me detuvo.
—Gracias por lo de ayer. Elsa está emocionada con Baby y no para de preguntar cuándo podrá
volver a verla.
—Puede venir a casa cuando quiera —dije con amabilidad—. Baby también necesita toda la
actividad que una niña le pueda ofrecer. Ayer terminó agotada.
—Me alegra oír eso porque había pensado… —guardó silencio cuando se acercaron más niños
con sus padres y los saludó con educación y una inclinación de cabeza. Solo cuando se alejaron
volvió a retomar la conversación—. Desde ayer, Elsa está más abierta conmigo y no para hablar
de ti y de Baby. Parece que la has impresionado.
—Gracias, pero seguro que más Baby que yo. Los niños son así, impulsivos y cariñosos a
manos llenas. Te apuesto un café a que en cuanto empecemos con los exámenes, ya no me quiere
tanto —bromeé con él.
Daniel sonrió ante mi comentario, que pareció animarlo a lanzar una proposición.
—El caso es que me preguntaba si te apetecería que cenásemos esta noche. Llevaríamos unas
pizzas… —dijo a toda prisa.
—Daniel —le interrumpí un poco violenta.
—No quiero incomodarte, solo es que parece que Elsa se abre en tu presencia y yo he estado
tan desesperado…
—Me halagas, de verdad, pero esta noche no puedo. Lo siento —me disculpé.
—Oh, no importa. —Parecía desilusionado—. Le diré a Elsa que otro día.
Por un momento, una fracción de segundo, se me pasó por la cabeza la idea de posponer mi cita
con Víctor, pero la rechacé de inmediato. Asentí y me volví a disculpar para seguir adelante.
—Carmen —me detuvo de nuevo—, espero que no te causáramos problemas ayer con Víctor.
—No, para nada —negué incómoda—. ¿Por qué?
—Oh, no tiene importancia. Me alegra saberlo. Lo conozco y sé que tiene un temperamento un
tanto impulsivo —dijo con tiento—. Cuando algo se le pone entre ceja y ceja no para hasta
conseguirlo. Es muy orgulloso y no lleva demasiado bien que le desbaraten los planes y me
pareció que Elsa y yo, con nuestra presencia, conseguimos justamente eso, interferir. Creo que no
le hizo gracia encontrarnos en tu casa y me marché preocupado. Pero si dices que no se molestó,
me quedo más tranquilo.
La música procedente de los altavoces del colegio empezó a sonar dando a entender que eran
las nueve de la mañana. Me despedí definitivamente de él con la desagradable sensación de que
Daniel había insinuado algo negativo sobre Víctor, pero no sabía el qué ni sobre todo, por qué.
Capítulo 31

VÍCTOR

A las siete en punto miré hacia arriba. A la puerta cerrada de su casa. Me sentía como un puto
adolescente ante la posibilidad de mantener relaciones sexuales con mi cita aquella noche. Pero
en aquella sensación que me había acompañado todo el día, no había nada de cierto. Ni yo era un
adolescente, ni existía la posibilidad de acostarme con Carmen porque era más una certeza que
algo que pudiese surgir, a menos que las cosas se torcieran mucho. Y, por último, aquello no era
una cita normal como la que pudiese tener cualquier pareja, no al menos para ella. Para mí era
otro cantar, y de ello me había ocupado con esmero durante todo el día. Ella no quería sentirse
atada a nadie porque no quería tener que rendir cuentas, ni explicaciones, ni sentirse juzgada o
cuestionada. Durante la noche había pensado mucho en ello y había llegado a la conclusión que
todos los hombres que se habían cruzado en su vida eran unos ineptos.
Llamé con los nudillos y me sequé la humedad que sentía en las palmas de las manos. Repetí el
proceso cuando me inquieté al ver que no me abría y comencé a asustarme, pero al momento
escuché sus pasos y la puerta se abrió. Me miró de arriba abajo, desde las zapatillas a los
vaqueros y por último el polo azul oscuro.
—No sabía qué ponerme —se excusó y pasó las manos por el vestido veraniego de color
blanco que se había puesto y que a mí me hizo la boca agua. Tenía unos tirantes finos que
terminaban en un escote cuadrado por el que asomaba el nacimiento de sus pechos. La tela
abrazaba su busto y la cintura y luego volaba en suaves pliegues hasta unos cuatro centímetros por
encima de la rodilla.
—Es perfecto. —Sonreí—. Solo necesitas una chaqueta y un calzado más adecuado —dije al
advertir que llevaba sandalias.
—¿Sí? No estoy segura. Quizá deba ponerme unos pantalones.
—Cuanto más difícil me lo pongas, más tiempo perderemos.
Aquello coloreó sus mejillas y yo me deleité con la sensación de provocarle aquellas
emociones.
—¿No serás un tipo de esos que piensa que los preliminares son una pérdida de tiempo?
Me dio la espalda y las suaves ondas de su cabello rozaron sus hombros y la parte de la
espalda desnuda hasta llegar a la cremallera del vestido.
—¿Preliminares? ¿Qué es eso? —contesté mientras ella se metía en su habitación.
—¿Dónde piensas llevarme? —Salió con una rebeca amarilla y unas bailarinas a conjunto.
¿Cómo podía encontrarla cada día más hermosa?
—Es una sorpresa.
Me miró con recelo, pero finalmente pasó por delante de mí y comenzó a bajar las escaleras.
Baby nos escuchó y comenzó a llorar al otro lado de mi puerta.
—Has secuestrado a mi pequeña —se quejó—. Esta tarde he bajado a buscarla y no estabais.
—Eso no es del todo cierto. Para empezar, es nuestra, y para terminar, ha pasado todo el día
conmigo más feliz que una perdiz. Vamos. —La tomé de la mano y salimos de la casa a la plaza.
De inmediato se soltó y miró a todos lados, como si tuviésemos que ocultarnos del mundo para
que nadie en el pueblo supiese que teníamos una relación.
—Suerte —susurré.
—¿En qué? —Se abrazó con la rebeca cuando advirtió que la temperatura había bajado
considerablemente y se movió inquieta.
—Olvídalo. Tengo el coche en la calle de abajo.
Dudó, pero al final caminó a mi lado.
—Sabía que bajarías a buscar a Baby —confesé mientras recorríamos la calle y nos
cruzábamos con algunos vecinos curiosos—. Pero si me quedaba en casa esperando a que vinieras
a recogerla, lo más probable es que ya no saliésemos de allí.
Me callé que me había propuesto demostrarle que lo que íbamos a tener iba más allá del sexo y,
por eso, cada vez tendríamos una cita antes de acostarnos, para demostrarle que lo nuestro podía
funcionar. Así tuviese que ingeniármelas de mil maneras diferentes para lograr que se enamorase
de mí.
—Estás muy seguro de tu atractivo —susurró—, ni que fueses irresistible.
Llegamos hasta mi coche y sonreí mientras se acomodaba en el asiento del copiloto. Una vez
dentro, me incliné sobre ella para abrocharle el cinturón. Una excusa inútil para poder rozar su
piel y así tenerla cerca para dejarle claro lo que opinaba respecto a su aseveración.
—La irresistible eres tú. Soy yo el que no puede mantener las manos alejadas de ti. —Retiré el
mechón de pelo que le cubría parcialmente un ojo y lo coloqué con delicadeza detrás de su oreja.
El aire crepitaba a nuestro alrededor cargado de la electricidad que desprendían nuestros
cuerpos. Fuera podría empezar a hacer frío, pero allí dentro nos sobraba ropa. Deseé besarla,
pero eso no era nada nuevo. Lo deseaba a todas horas. Sin embargo, sabía que si me dejaba llevar
no llegaríamos a ningún sitio.
Conduje hacia las afueras del pueblo y después me alejé de la carretera principal por un camino
forestal que tenía prohibido el paso a vehículos no oficiales. Carmen me miró asustada.
—Para ser policía estás infringiendo unas cuantas normas —apuntó nerviosa.
—Lo tengo todo controlado —sonreí.
—¿Dónde me llevas? —se inquietó.
La carretera cada vez se hacía más escarpada y estábamos más lejos del pueblo. Estaba
anocheciendo y la luz amarillenta se tornaba grisácea sobre los tejados rojizos de las casas a
medida que el sol se inclinaba en el horizonte. Detuve el coche sobre una especie de mirador
natural y bajé del vehículo. Lo rodeé, abrí la puerta y le tendí la mano. Ella dudó si hacerlo o no,
pero finalmente salió y se unió a mí.
Nos apoyamos sobre el capó de mi coche mientras los últimos rayos de sol nos iluminaban.
—¿Me has traído aquí a ver el atardecer? —se sorprendió.
Asentí.
—El primero de muchos —susurré.
Tiré de ella y la coloqué entre mis piernas, con la espalda apoyada sobre mi pecho. Todavía no
me podía creer que pudiese tocarla con aquella familiaridad. Hasta hacía poco más de una semana
no me hubiese atrevido ni a soñarlo. Inspiré hondo el aroma a azahar de su cabello y recreé la
vista en las montañas bañadas por el tímido sol que se escondía tras ellas y el cuerpo de Carmen
apretado contra el mío. Si me hubiese muerto en aquel momento, lo hubiese hecho como un
hombre feliz.
—Esto es… perfecto —susurró ella. Y yo no pude estar más de acuerdo.
Cuando el sol se terminó de esconder, y antes de que anocheciese más, la tomé de la mano y nos
dirigimos hacia el maletero de mi coche. Allí había dejado una mochila y una cesta con nuestra
cena. Obvié la mirada de sorpresa que me dedicó y la animé a caminar por una senda que había al
otro lado del camino en dirección al interior de la montaña.
—Víctor, esto está empezando a asustarme. Además, no llevo ropa adecuada —se quejó.
—Solo tenemos que andar un poco más.
La vereda era lo suficientemente ancha como para que los matorrales no rozaran sus piernas
desnudas, y el suelo, pese a ser de tierra, era plano. Tras un recodo, nuestro destino apareció
frente a nosotros.
—Son las ruinas de un castillo —susurró sorprendida.
—Solo queda parte de la torre en pie y de momento no está permitido el acceso. La están
rehabilitando. —Saqué de la mochila que llevaba al hombro una linterna y volví a tomarla de la
mano—. Vamos.
Cuando llegamos a la puerta de la torre, quité el pesado tablón que había puesto para evitar que
entrase ningún tipo de animal y le cedí la linterna.
—¿Esto es seguro? —dudó al ver el estado de la torre.
—Confía en mí. Pero no te muevas hasta que vuelva. —En sus ojos vi indecisión, duda y
también temor, pero quiso ocultarlo porque aceptó con resolución.
—Vale.
Me adentré en las ruinas mientras fuera la oscuridad empezaba a engullirlo todo, y con la luz
del móvil alumbré el generador portátil que había dejado allí aquella tarde. Al conectarlo, toda la
red de bombillas de colores que había enganchado sobre el andamio interior iluminó el espacio
desde el suelo hasta el techo de la torre, donde las estrellas se encargaban de alumbrar la noche.
Aquella tenue luz reveló el futón que había en el suelo, sobre una fina alfombra de bambú,
cubierto con un edredón blanco con hojas azules, rojas, naranja y verdes y rodeado de cojines de
colores. La iluminación también descubrió una pequeña mesa de madera tallada de estilo árabe
con un jarrón y un montón de margaritas. Pero sobre todo, la alumbró a ella, recortada sobre la
noche. Inmóvil, asombrada y, para mi inmensa satisfacción, me pareció emocionada.
Escondí mi nerviosismo ante su silencio con un gesto de mis brazos que abarcaron el lugar y
con un murmullo ronco confesé lo evidente:
—Todo esto es por ti.
Capítulo 32

CARMEN

No supe qué decir. Me quedé como una tonta mirando aquel escenario mágico que Víctor había
creado y ni siquiera me atreví a dar un paso. Si no hubiese estado tan asustada por la ilusión que
sentí, el revoloteo de mariposas en mi estómago y el retumbar desbocado de mi corazón, me
habría lanzado a sus brazos y lo hubiese besado. Pero aquellas sensaciones se aproximaban a un
nombre que yo no quería darles. No podía. Allí, delante de él, con los sonidos de la noche
envolviéndonos, comprendí que había sido una estúpida. ¿Cómo podía haber pensado que sería
inmune a Víctor Medina?
—¿No vas a decir nada? —me preguntó ante mi perturbador mutismo.
—Es que… no sé qué decir. —Y era cierto, pero también lo era que elegí las peores palabras
para desencantar a mi loco corazón y volver a sentir el control—. No me extrañan los rumores que
he oído en el pueblo sobre que las mujeres están locas por ti. Sabes cómo montártelo, desde
luego.
Avancé un paso para mostrar más seguridad de la que en realidad sentía y cuando dejé de mirar
cada detalle con oculta fascinación, por fin lo encaré. Me miraba con el ceño fruncido y sí, algo
cabreado.
—Nunca he traído a ninguna mujer aquí —se defendió.
—Seguro… —intenté sonreír, pero me salió una mueca insegura.
—No quiero sonar demasiado prepotente, pero por lo general, no necesito todo esto para
acostarme con una mujer.
—¿Y por qué te has tomado tantas molestias conmigo? —quise saber con cierta vulnerabilidad.
Al momento me arrepentí. Aquello no iba por buen camino. Yo, no iba por buen camino. Quería
que Víctor me dijese que era especial y por eso se había tomado tantas molestias, pero al mismo
tiempo no lo quería. Porque si lo hacía, si confesaba que para él yo era diferente, volvería a sentir
cómo se me encogían las entrañas de emoción y no me lo podía permitir.
—Eso mismo me estoy preguntando ahora mismo —respondió con dureza.
Me sentí mezquina por haber arruinado el momento. Con independencia de si lo había hecho
más veces o no, había sido un gesto precioso. Tomé con dedos trémulos una de las margaritas y la
acerqué a mis labios.
—Todo esto es maravilloso —dije al fin—. Gracias por tomarte tantas molestias.
Le escuché suspirar y al momento estaba frente a mí. Colocó dos dedos bajo mi barbilla y
levantó mi rostro hasta que nuestros ojos se encontraron.
—No lo entiendes. No ha sido ninguna molestia, cada viaje que he realizado para subir todas y
cada una de estas cosas lo he hecho con una sonrisa porque solo podía pensar en ti aquí. A solas
conmigo. Sin nada ni nadie que nos molestase. —Hizo una pausa y enmarcó mi rostro con sus
grandes manos—. No sabes cuánto deseo esto.
Negué con la cabeza porque no, no sabía hasta dónde llegaba su interés, pero era evidente que
él tampoco conocía el alcance del mío porque había logrado despistarlo.
—Lo siento —murmuré—. Lo he arruinado todo.
Sonrió de medio lado y comenzó a acariciarme las mejillas con los pulgares.
—No dejaré que nada arruine esta noche. Ni siquiera tú.
Sentí sus labios rozar los míos con delicadeza y cerré los ojos para concentrarme en esa
embriagadora sensación y que ningún otro sentido enturbiara el efecto de aquel beso. Solo me
interesaba el tacto de su boca contra la mía. Primero me besó el labio inferior, luego el superior y
después me los acarició con el toque sutil de su lengua en una erótica caricia que derrumbó todas
mis defensas. Gemí mi rendición dentro de su boca y me abracé a su espalda. Cada músculo se
marcó bajo mis dedos y tuve la imperiosa necesidad de tocarlos sin el impedimento de la ropa.
Tiré de su camiseta hacia arriba y él facilitó que se la quitara. Cayó a un lado sin demasiado
miramiento. A ninguno de los dos nos importó. Sin dejar de mirarnos, Víctor colocó las manos
sobre mis hombros y mientras deslizaba la chaqueta por los brazos, erizaba mi piel con el roce
ardiente de sus dedos. Una vez la prenda siguió el mismo destino que la suya, enganchó un dedo
debajo del tirante de mi vestido. Lo acarició con agoniosa lentitud hasta que se deshizo entre sus
dedos y cayó laxo por mi brazo. Llegó al montículo de mi pecho y entonces la dirección de sus
caricias cambió de rumbo. Delineó el escote y fue a rendir el otro tirante, que terminó de igual
modo. El vestido, sin la sujeción en los hombros, dejó a la vista más porción de mis pechos que él
no dudó en comerse con la mirada. Sus ojos brillaban tanto y de un modo tan visceral que me
atreví a someterlo a la misma tortura. Acaricié la cinturilla de sus pantalones y su estómago se
encogió ante mi contacto. Sentí como la piel se le erizaba y me atreví a ir más allá. Aflojé el
cinturón, solté el botón y mientras deslizaba la cremallera, despacio, me recreé en el roce de mis
nudillos sobre su poderosa erección.
—No había planeado esto exactamente así —ronroneo con voz grave—. Se suponía que
primero cenaríamos. —Colocó las manos sobre mis caderas y me pegó a él. Pero no las dejó
quietas, con el movimiento de sus dedos fue subiendo la falda por mis piernas hasta que
arremolinó la tela y dejó al descubierto mi ropa interior.
—¿Y ahora? —jadeé cuando una de sus manos apretó mi trasero y me empujó contra su
erección.
—A la mierda la cena.
El vestido no tardó en seguir el mismo camino que el resto de ropa y, entre besos, terminamos
tendidos sobre aquella improvisada cama que resultó ser sorprendentemente cómoda. Si pensé que
Víctor se tomaría aquello como una carrera hacia la meta, me equivoqué. La palabra preliminares
se quedó corta para él. Me torturó con sus estimulantes caricias, besos y palabras hasta que tuve
que morderme la lengua para no rogarle que terminase de una vez con mi sufrimiento. No quedó ni
una porción de mi piel que sus labios no probasen o sus manos no acariciaran. Lo sentía por todas
partes: adorando mis pechos, explorando mi sexo y embriagando mi cerebro con palabras
maravillosas. Pero yo también quise empaparme de él y delineé cada uno de sus músculos entre
mis dedos. Cerré los ojos y los memoricé igual que mi mente grababa a fuego aquel encuentro.
Metí la mano dentro de sus calzoncillos negros y abarqué su erección. Lo estimulé con caricias
lentas y dejé que su humedad lubricara mi mano para seguir deslizándola sobre aquella columna
dura y caliente.
—Joder —siseó cuando el movimiento coincidió con un gemido que me arrancó al penetrarme
con sus dedos.
Si pensé que aquello aceleraría el proceso, me equivoqué de nuevo. Víctor parecía tener otros
planes, así que se alejó de mi contacto, se deshizo de mis bragas y su boca ocupó el lugar que
palpitaba por sentir su sexo. Dejé de pensar, de querer tomar el control y me evadí del mundo.
Pero lo más importante, es que me olvidé de mí misma y me abandoné a él. Con el primer roce de
su lengua me estremecí, pero con la presión de sus dientes y la habilidad de sus dedos me volví
loca. Creo que de mis labios escapó un grito ahogado cuando alcancé el éxtasis, porque después
solo escuché silencio y respiraciones aceleradas.
—Ahora sí, Baby —susurró satisfecho.
—Yo he terminado —jadeé con los ojos cerrados—. Pero tú no —me lamenté.
Fui incapaz de moverme, ni siquiera cuando sentí el frío de su ausencia al apartarse de mi
cuerpo. Abrí los ojos para buscarlo, algo alarmada, cuando ya regresaba a mi lado, gloriosamente
desnudo y con un preservativo en la mano.
—Todavía tenemos tiempo. —Sonrió—. ¿Lista para el segundo asalto? —Pasó un dedo entre
mis pechos y después ascendió hasta la cumbre para pellizcarla con suavidad, pero al mismo
tiempo con la suficiente intensidad como para que mis terminaciones nerviosas se activaran.
Lo miré desconcertada y algo nerviosa. Tenía que reconocer que nunca había tenido más de un
orgasmo en una misma noche, pero también era cierto que jamás había tenía un amante como
Víctor que dedicase tanto tiempo a satisfacerme y se olvidase de sí mismo. Decidí que aquello no
merecía ser comentado, entre otras cosas, porque no quería hablar de otros hombres estando con
él. Ninguno le llegaba a la altura.
—¿En qué piensas? —Levantó una ceja divertido.
Negué con la cabeza y desvié la mirada, pero Víctor no me dejó.
—Acordamos sinceridad, ¿recuerdas? ¿He hecho algo que te molestase?
Negué con la cabeza y me mordí la esquina inferior del labio. ¿Cómo era posible que creyese
que había hecho algo mal?
—Carmen —advirtió.
—Yo no suelo… —dudé—. Quiero decir que yo nunca he tenido… —reuní el suficiente valor y
lo solté—: Jamás he tenido más de un orgasmo en una noche. No puedo. Una vez he terminado es
como si mi cuerpo se desconectase y ya no…, ya me entiendes.
Estaba roja como el cojín que tenía al lado. Esperé que Víctor se riera, se burlara o, yo qué sé,
dijese algo. Pero no. Me miró con su habitual seriedad durante segundos que me parecieron
eternos hasta que al final se acercó y me besó.
—Ha llegado el momento de cambiar eso —susurró sobre mis labios.
Y la dulce tortura empezó de nuevo para demostrar, una vez más, después del tercer orgasmo,
que Víctor Medina tenía razón.
Capítulo 33

VÍCTOR

Si estaba durmiendo, que no me despertasen, y si estaba muerto, que mis seres queridos
estuviesen tranquilos porque había abandonado este mundo feliz. Levanté un poco la cabeza para
volver a mirarla porque todavía no me podía creer que estuviese allí, adormilada entre mis
brazos. Besé su cabello y aspiré su aroma mientras ella se apretaba más contra mí y buscaba mi
calor. Cubrí su hombro desnudo con el edredón y suspiré extasiado antes de volver a recostarme
sobre la cama. Si la recompensa de todos estos años había sido esta noche, bien había valido la
pena. Carmen se removió sobre mi pecho y se frotó la nariz antes de abrir los ojos con pereza.
—Me he quedado dormida —apuntó lo obvio. Se incorporó al tiempo que se cubría con la
sábana y miraba a todos lados—. ¿Qué hora es?
—Las once —informé. Tiré de ella y la volví a abrazar—. Es pronto todavía.
—¿Pronto? —susurró—. ¿Hemos estado tres horas…?
Dejó la frase incompleta y yo sonreí. Bueno, en realidad no había dejado de hacerlo, pero
reconozco que mi ego estiró todavía más la comisura de mis labios.
—Dos y media, diría yo. Has dormido un ratito.
La noté tensa entre mis brazos y lo que dijo a continuación me lo confirmó.
—Quizá deberíamos…
—Cenar —la interrumpí—. Lo sé.
Me incorporé despacio para darle tiempo a reacomodarse y cogí la cesta que había dejado al
lado del generador.
—He traído sándwich de pavo, jamón y uvas con queso.
Fui dejando la comida sobre la mesita rezando para que no la rechazase.
—No dejas de sorprenderme —admitió a la vez que se incorporaba y sujetaba el cobertor con
una mano.
—Espero que para bien. —Me giré a mirarla y me pareció la mujer más sexi que había visto en
mi vida. Tenía el pelo deshecho, los labios hinchados y los ojos brillantes. Y todo eso lo había
causado yo—. Estás preciosa —dije con sinceridad.
Al momento, ella escondió una tímida sonrisa y se pasó las manos por el pelo, lo que hizo que
la sábana le resbalase hasta la cintura y pudiese deleitarme de nuevo con la vista de sus pechos.
La alegría duró poco porque ella de inmediato se cubrió.
—¿Nunca tienes bastante? —Intentó parecer molesta, pero ambos sabíamos que no lo estaba.
—De ti, no.
Nos miramos durante unos segundos y supe que, si no hacía algo, volvería a saltar sobre ella y,
de momento, había cubierto con creces mis expectativas en cuanto al sexo. Ahora tocaba cultivar
la otra parte de la relación de la que ella no quería ni hablar.
Le ofrecí un pincho de tortilla y ella lo aceptó. Íbamos bien.
—¿Cuándo has preparado todo esto?
—Esta mañana he organizado todas las cosas y por la tarde las he subido.
—¿De dónde has sacado la mesita, las luces, la cama…?
—Las luces las he comprado esta mañana. La mesa y la cama las he tomado prestadas. Estaban
en mi casa dentro de un armario. No creo que a doña Flora le importe, pero por si acaso, no se lo
diremos. —Le guiñé un ojo.
—Supongo que tampoco diremos que hemos entrado aquí sin permiso.
—¿Quién ha dicho que no lo tengamos? Pertenezco a las fuerzas de la ley y el orden. Hay
«delitos» que no me puedo permitir —bromeé con ella.
—¿Has preguntado si podíamos subir aquí? —me miró alucinada.
—Por supuesto.
—¿A quién?
—¿A quién va a ser? A la señora alcaldesa. Regina es una mujer fantástica. Si todavía no la
conoces, te la presentaré.
—No me lo puedo creer. ¿Y qué le has dicho para que te dejase subir?
—La verdad: que hoy tenía una cita muy especial y necesitaba un favor.
Se cubrió la cara con las manos para ocultar la vergüenza que sentía y aquello me hizo todavía
más gracia.
—Ahora todo el pueblo sabrá lo que hemos estado haciendo aquí —se quejó.
—Se lo podrán imaginar —puntualicé—. Pero no alcanzarán ni a tener una mínima idea.
—Estás loco —me miró al fin sonrojada.
—¿Y eso no me hace más interesante? —coqueteé con ella.
Al fin pude arrancarle una sonrisa y le devolví el gesto. Coloqué la mesa entre nosotros para
que pudiese alcanzar la comida y con tiento me adentré a saber más cosas sobre ella.
—¿Has sabido algo más de Pablo y María?
Carmen negó con la cabeza.
—Ayer llamé a Luis y creo que fue un error. Solo quería que supiese que no le había pasado
nada malo a María, que no había sufrido ningún accidente ni estaba herida. Si yo estuviese en su
misma situación me habría vuelto loca de preocupación. Pero no me lo agradeció, al contrario —
dijo desilusionada—. Llegó a la misma conclusión que tú y me dijo que gracias por nada, que
ahora todavía estaba peor. ¿Te lo puedes creer?
—No se lo tomes en cuenta. Lo pagó contigo porque era la persona que más a mano tenía, es
posible que la parte que se preocupaba por la salud física de María te lo agradeciera, pero la otra
parte, la que temía que su novia se fugase con un antiguo ligue, lo dominó.
—El sentimiento antes que la razón —concluyó—. Lo entiendo bien.
Agachó la mirada y tomó una uva.
—Me preocupa lo que suceda cuando por fin den la cara —admitió.
—Cuando aparezcan ya se verá. No tiene sentido darle vueltas a algo que no está en nuestras
manos solucionar.
Asintió y tomó otra uva.
—¿Cuándo vuelves al trabajo?
Me gustó el cambio de tema y también que quisiese saber más cosas sobre mí.
—El jueves empezaré el turno de mañana. Hasta entonces soy todo tuyo a tiempo completo.
—Procuraré recordarlo —sonrió—. Háblame de tu trabajo. ¿Por qué decidiste venir aquí en
lugar de quedarte a vivir en la ciudad, cerca de la comisaría?
—Me gusta este pueblo. Es tranquilo y a la vez tengo todas las emociones que me gustan. Me
permite salir a correr por la montaña, hacer escalada, rafting… Después de haber probado a vivir
aquí, no me gustaría hacerlo en la ciudad. Hay demasiado ruido y la gente vive muy estresada.
—¿Alguna vez —titubeó— te has herido practicando esos deportes?
—Claro. Pero los errores que pude cometer para lastimarme, procuré no repetirlos las otras
veces. Aprendemos a caminar cayéndonos. En la práctica está el secreto del aprendizaje.
No pareció muy convencida de mi explicación porque su rostro se ensombreció.
—Somos muy diferentes —dijo al fin. No me gustó el tono de tristeza que descubrí en su voz y
me puse alerta—. Yo soy demasiado sensata o cuerda, no sé, para exponerme a peligros
innecesarios.
Definitivamente no me gustaba el rumbo de la conversación. Lo último que quería es que ella
llegase a la conclusión de que no éramos compatibles.
—¿No es un cuerdo lo que necesitamos los locos como yo?
Apenas logré que sonriera.
—Es demasiado tarde. Deberíamos volver.
Empezó a buscar la ropa y a vestirse evitando mi mirada. Comprendí que el tiempo se me había
acabado y que ella empezaba a cerrase sobre sí misma otra vez.
—Mañana quiero enseñarte otro lugar que seguro que te encantará —dije mientras comenzaba a
recoger la comida.
—Mañana tendrá que ser tarde —exigió ya totalmente vestida mientras se ponía las bailarinas.
—¿Tienes trabajo? Si es así, puedo preparar la cena mientras tú trabajas.
—No, no es eso. Es que he quedado.
—¿Has quedado? ¿Con quién? —Me subí los pantalones con determinación y me pasé la
camiseta por la cabeza. Quise parecer despreocupado, pero hasta yo me di cuenta de que había
fracasado.
—Sí —dijo al fin—. Hoy le he prometido a Elsa que mañana podría venir a casa a jugar con
Baby.
Empezó a ordenar los almohadones uno encima del otro.
—Y supongo que su padre también está incluido en la visita.
Tan pronto las palabras escaparon de mis labios me arrepentí. Pero ya era tarde y, si a ser
sinceros íbamos a jugar, pues sí, me jodía que Daniel estuviese rondando su casa.
—La niña tiene diez años, Víctor. Y su padre está muy preocupado por ella, por supuesto que
no vendrá sola.
—Deja eso —dije al fin cuando comenzó a doblar la manta—. Mañana subiré y lo recogeré
todo.
Asintió y salió fuera a esperarme. El regreso a casa fue en un silencio incómodo que yo no
sabía cómo romper. Cuando entramos deseé arrastrarla de nuevo a mi cama y volver a tenerla
entre mis brazos para que la sensación de abandono que tenía desapareciese, no obstante, ella no
parecía en absoluto dispuesta a aceptar.
—Si abres, me llevaré a Baby —dudó incómoda—. Me he acostumbrado a que duerma en la
habitación conmigo.
Abrí y al momento la perra se lanzó hacia nosotros. Carmen se agachó y la cogió en brazos
mientras la lamía por todas partes y la hacía sonreír. Justo como había hecho yo hacía unas horas.
—A las nueve —dije a la desesperada. Me miró sin comprender y yo aclaré—. Mañana por la
noche —insistí.
—Si es mucha molestia retrasarlo y quieres que lo dejemos para otro día…
—No —la interrumpí con demasiado ímpetu—. En realidad, tenemos tiempo de sobra.
Asintió y se acercó hasta mí para depositar un tibio beso en la mejilla antes de subir con
rapidez a su casa. Después de en todos los lugares en los que había estado mi boca esa noche,
solo me merecí un triste beso en la puta mejilla…
Capítulo 34

VÍCTOR

Lo prometido era deuda y a las nueve en punto llamé a la puerta de su casa. Durante todo el día
me invadió la indeseable sensación de que recibiría un mensaje de Carmen en cualquier momento
anulando nuestra cita. Pero por suerte, no ocurrió. Aguardé impaciente a que me abriese mientras
escuchaba a Baby ladrar y olisquear al otro lado de la puerta. Los segundos se volvieron eternos
hasta que por fin la tuve frente a mis ojos. Llevaba una minifalda vaquera y un blusón blanco
semitransparente. Todo muy accesible y práctico, no pude evitar pensar.
—¿Nos vamos? —dudó.
—No veo el momento. —Tiré de su mano para que saliese y la besé fugazmente porque sabía
que si me tomaba mi tiempo no saldríamos de allí.
—¿Dónde vamos? —preguntó mientras bajábamos las escaleras. Solté una carcajada y negué
con la cabeza.
—No me lo vas a decir —adivinó.
—Es una sorpresa.
—Te gustan mucho las sorpresas. A mí me ponen un poco nerviosa —admitió.
—¿Por qué?
Salimos a la calle y caminamos como habíamos hecho el día anterior, hasta donde tenía
aparcado el coche.
—Porque las hay buenas y malas. Y el hecho de no saber, me desconcierta.
—Bueno, pues te prometo que será buena. Confía en mí.
Abrí la puerta del coche y ella se sentó, dejando una porción más que apetitosa de sus muslos a
la vista. Me senté en mi lugar y aceleré para salir del pueblo. Enfilamos la carretera serpenteante
que bajaba en dirección a la salida de la autovía mientras, fugazmente, la miraba de reojo. Parecía
algo tensa, como de costumbre, pero no incómoda. Miré el reloj y comprobé que no andábamos
mal de tiempo, pero tampoco sobrados. Carmen no sacaba ningún tema de conversación y mi
curiosidad era demasiado grande como para obviar el asunto.
—¿Qué tal la tarde? —pregunté al descuido.
—Bien. Elsa es una niña muy dulce y cariñosa. Me da mucha pena su situación porque… —se
detuvo unos segundos y dijo al fin— me recuerda mucho a mí cuando era pequeña.
Desde luego había muchas similitudes entre su situación y la de Elsa, y podía entender la
debilidad que sentía por la niña, otra cosa es que me gustase que su padre la rondara.
—Seguro que agradece que la entiendas y tu compañía.
Carmen asintió y se giró hacia mí en su asiento.
—Tú sabes muchas cosas sobre mí y yo muy pocas sobre ti.
—Adelante, pregunta —sonreí satisfecho por su interés.
—¿Dónde te gustaría ir hoy?
Solté una carcajada y meneé la cabeza.
—Una de las cosas que debes saber de mí es que suelo ser muy cabezota. Sé guardar secretos
—los míos y los de los demás— y me entrego en todo lo que hago al cien por cien.
—Vale —canturreó—. Pues háblame de tu familia. Solo tengo un vago recuerdo de ellos de las
pocas veces que coincidimos. Entre ellas, cuando os graduasteis en el instituto. Pero reconozco
que pensé que cómo un matrimonio tan estupendo podía haber criado a un hijo tan malvado como
tú.
—Me siento tremendamente halagado ahora —me reí—. Puedes decir cabrón con total
tranquilidad. Sé que lo fui.
—No acostumbro a decir tacos porque luego se convierten en muletillas que se me pueden
escapar en clase. Pero los pienso.
—Tiene su lógica —admití—. ¿Así que te gustaron mis padres? Pues no te creas que es oro
todo lo que reluce. Mi madre es una manipuladora y mi padre un escapista. Según ella, soy su
ojito derecho, pero siempre lo dice cuando mi hermana no está, así que a ella le dice lo mismo
cuando no estoy yo. Mi padre tiene bombas de humo guardadas en los bolsillos y cuando la cosa
no le interesa o no se quiere implicar, lanza una y desaparece sin que nadie se dé cuenta. —
Carmen soltó una alegre carcajada que sonó a música en mis oídos. Había empezado a relajarse y
mientras conducía, ella me miraba con el cuerpo girado en mi dirección y la cabeza apoya sobre
el asiento—. Y luego está mi hermana.
—Una santa, seguro.
—Dices eso porque no la conoces. Claudia ha sacado lo peor de nuestros padres: tenía ideas
cojonudas que me convencía para llevar a cabo y luego desaparecía cuando el desastre estaba
hecho.
—Así que fue tu maestra.
Lo pensé durante unos segundos y asentí.
—Supongo que sí.
Llegamos al restaurante de comida rápida y me detuve en la ventanilla de pedir para llevar.
—¿Me has traído a cenar a una hamburguesería? —se sorprendió.
—Primera parada. —Le guiñé un ojo y la invité a elegir su menú.
En cuanto el olor adictivo de la comida inundó el coche, miré la hora y comprobé que solo tenía
quince minutos para llegar o el efecto sorpresa se perdería. Aceleré hasta alcanzar el desvío de
una carretera secundaria y seguí unos dos kilómetros hasta que por fin llegamos.
—¿Un autocine? —exclamó ilusionada al ver el cartel—. Nunca he ido a un autocine.
—Me alegro de haber sido tu primera vez.
«En algo» pensé. Pagué las entradas y conduje hasta aparcar en la última fila, alejados de los
pocos vehículos que había, y apagué las luces y el motor. El lugar tenía una estética años
cincuenta, con carteles antiguos y letras retro, que le daban un toque muy original. A juzgar por la
cara de emoción de Carmen, era evidente que contaba con su aprobación.
—¿Qué vamos a ver? —Se removió inquieta en el asiento, mirando hacia todos lados mientras
yo solo tenía ojos para ella. Ante mi silencio, se giró para mirarme—. Es sorpresa —afirmó.
Asentí justo cuando la pantalla se fue oscureciendo y a través de los altavoces que teníamos en
la ventanilla comenzó la canción «Be my Baby» de The Ronettes. No aparté los ojos de ella para
empaparme de todos sus gestos. De cómo pestañeó, incrédula, mientras aquellos labios apetitosos
se entreabrían y, por fin, me miraba entre fascinada, ilusionada y muy emocionada.
—Dirty Dancing —susurró—. ¿Me has traído a ver Dirty Dancing?
—¿Qué mejor sitio, Baby?
No lo vi venir. ¡Qué cojones! Ni siquiera me lo imaginé. Carmen se lanzó a mis brazos y
estampó sus labios contra los míos. Fui lento en reaccionar, pero no tanto como para dejarla
escapar. La rodeé por la cintura y la senté en mi regazo mientras nuestras lenguas bailaban al son
de la canción. Y deseé, tal y como decía la letra, que fuese mi Baby por toda la eternidad.
Capítulo 35

CARMEN
—Gracias —jadeé en su boca cuando interrumpimos el beso y mientras apoyaba la frente
contra la suya—. Es lo más bonito que han hecho por mí nunca.
—Si tú me dejas, llenaré tu vida de caramelos de limón, noches en torres de castillos y besos
con bandas sonoras para que no puedas decidir qué es lo más bonito que hemos vivido.
¿Qué se decía ante eso? ¿Qué palabra abarcaba tanta emoción y sentimiento que le hiciese
justicia? ¿Y cómo había podido equivocarme tanto? ¿Cómo había sido tan estúpida de
subestimarlo y de pensar que mi corazón estaría a salvo?
—Quédate conmigo —interrumpió mis pensamientos—. No pienses demasiado. Solo quédate.
Asentí, todavía con un nudo en la garganta, y Víctor me ayudó a volver a mi asiento. Me tendió
la bebida que habíamos dejado en la parte de atrás y cenamos mientras Johnny, el chico duro al
que en apariencia no le importaba nada, enseñaba a bailar a la dulce y supuestamente indefensa
Baby e iba enamorándose de ella.
Terminamos de cenar y apoyé la cabeza en el hueco de su cuello mientras la película avanzaba y
llegaba la primera vez de los protagonistas. Siempre admiré la valentía de Baby cuando se
desnudó delante de Johnny, supongo que porque, en el fondo, temí que él la rechazase. Pero todo
pensamiento abandonó mi mente cuando el dedo índice de Víctor se deslizó lentamente entre mis
muslos en una caricia tan íntima y perturbadora que me erizó la piel. Bajó la otra mano, con la que
me rodeaba los hombros, y tanteó la cima de mi pecho hasta que despuntó a través de mi blusa.
Giré el rostro para buscar sus labios y él me complació con un beso lento, húmedo y muy sensual.
—Déjame ser tu Johnny —susurró. No podía decirle que no. No cuando yo, aquella noche,
quería ser Baby. Quería dejar de lado todos mis miedos y mis reservas y mostrarme desinhibida
como ella. Subí la falda por mis muslos hasta la cadera y me senté a horcajadas sobre él. Me dejé
llevar sin importar que fuese un sitio público, sin pensar en las consecuencias ni el porqué. Me
dediqué a sentir y a entregarme a aquella pasión que nos consumía, pero que también prendía
luces en las partes más oscuras de mi alma.
Todavía respirábamos acelerados cuando sonaba en los altavoces el baile final de la película.
—Te has perdido la mitad —sonrió.
—Me la sé de memoria —admití.
Escuchamos los motores de los pocos coches que había ponerse en marcha y Víctor se apresuró
a cubrirme los pechos y dejarme de nuevo en mi asiento mientras él se recomponía los pantalones.
—No me puedo creer que lo hayamos hecho aquí —susurré cuando toda valentía se había
esfumado con el último suspiro.
Miré de reojo por la ventanilla mientras me apresuraba a cerrar los últimos botones de la blusa
y me pareció ver en las miradas divertidas de los ocupantes de los vehículos que pasaban junto a
nosotros la sospecha de lo que habíamos estado haciendo.
—¿Tienes alguna queja? —preguntó Víctor divertido.
—Todo el mundo sabe lo que hemos estado haciendo —me avergoncé.
—Baby, lo han sabido desde que he aparcado en medio de la nada, lejos de todo el mundo.
—Señor Medina, ¿lo tenía planeado? —fingí sorpresa y me llevé una mano ofendida al pecho.
—Cuando se trata de ti, no voy a dejar que nada se me escape. Ni mucho menos tú. —Me guiñó
un ojo y emprendimos el camino de vuelta.
Me sentía tan relajada, tan feliz, que lo siguiente que recuerdo es a Víctor retirar los mechones
de mi rostro y que las cosquillas me despertaron.
—Hemos llegado —dijo con suavidad. Sonreía de medio lado y me pareció el hombre más sexi
del mundo.
Me incorporé y miré a todos lados, todavía somnolienta.
—Lo siento —me disculpé—. Ni siquiera recuerdo haber cerrado los ojos.
—No tienes que pedir perdón. Me ha encantado escucharte hablar en sueños. Dices unas cosas
muy… interesantes.
—¡No es cierto! —me asusté—. Yo no hablo en sueños.
—¿No te lo ha dicho nunca nadie?
Negué con la cabeza con vehemencia y lo señalé.
—Estás mintiendo. A ver, ¿qué se supone que he dicho?
—Solo diré que estando inconsciente dices cosas que consciente no te permites ni siquiera
pensar. Y ya ni digamos admitir. —Me guiñó un ojo y salió del coche. Lo rodeó y me tendió la
mano para salir.
—¿El qué? —insistí de camino a casa. Había refrescado y Víctor me pegó a su costado para
calentarme.
—Otra cita a cambio de información —pidió.
—Al final va a ser cierto que eres un manipulador.
—Nunca lo he negado —respondió divertido.
—¿Y si te digo que no? —Entramos en casa y empecé a subir los escalones, reconozco que para
hacerme la interesante.
—Pero no lo harás.
Me giré y lo vi con el brazo apoyado en el pasamos y aquella sonrisa canalla que me aceleraba
el corazón. Me recordó a la mirada de Rhett Butler a Scarlett O’Hara en la mítica escena de las
escaleras.
—¿Sabes por qué? —insistió.
—¿Por qué?
—Porque te dará más miedo no saber lo que sé, que quedar para averiguarlo.
—¿A qué hora? —reconocí fastidiada.
—A las ocho —sonrió triunfante—. Ponte ropa cómoda.
—Ya veremos.
Subí y cerré la puerta de casa en apariencia indignada, pero con una sonrisa de felicidad de
oreja a oreja.
Capítulo 36

VÍCTOR

Apoyé la frente sobre los azulejos de la ducha y dejé que el chorro de agua me golpease en la
nuca para aliviar la tensión que sentía en el cuello y los hombros después de haberme pasado
varias horas haciendo escalada. El dolor no me importaba. Me hacía sentir más vivo. Aquellos
músculos me dolían porque había hecho uso de ellos, los había forzado y ahora se resentían, pero
la adrenalina y las endorfinas que liberaba cuando tenía que tener la mente y el cuerpo
completamente compenetrados porque mi vida dependía de ello bien lo merecía.
Cerré el grifo y mientras me secaba escuché pasos arriba. Sonreí y me apresuré a cambiarme.
No quería pecar de optimista, pero creía firmemente que mi plan funcionaba y que Carmen podía
estar enamorándose de mí. Pero también sabía que todavía tenía sus reservas y que si quería tener
éxito, debía esforzarme al máximo.
Esta vez ni siquiera tuve que subir a buscarla. En cuanto salí de casa, ya bajaba las escaleras.
Llevaba unos vaqueros ajustados con un chaleco a conjunto que apenas le cubría una camiseta de
color rojo, y el cabello recogido en una coleta alta que despejaba su rostro y todavía hacía más
grandes sus ojos negros.
—Preciosa, como siempre. —Hizo un gesto de fastidio, como si creyese que mis cumplidos
eran fingidos, que me arrancó una sonrisa—. ¿Lista?
—No lo sé, porque como no me dirás a dónde vamos, no puedo responder.
—Conmigo tienes que estar dispuesta a todo —le advertí.
Cogí las chaquetas que había dejado en la entrada de mi casa y los cascos, y le pasé uno de
cada.
—¿Vamos a ir en moto? —se extrañó.
—Eso parece.
En la puerta de casa estaba mi moto, aquella que no cogía en muchas ocasiones, pero por la que
sentía auténtica pasión. Era una afición que compartíamos mi padre y yo, y juntos habíamos
comprado aquella preciosidad. Sin embargo, Carmen la miró con recelo.
—Ven aquí. —Tiré de ella y le cerré la chaqueta. No dejé pasar la oportunidad de rozar con el
dedo índice la depresión de sus pechos, como el canalla que era, hasta que pude cerrarla por
completo. Le ajusté el casco y subí a la moto para arrancarla—. Arriba.
La ayudé a montar y al momento se agarró a mi cintura.
—Antes de marcharnos —dijo—: ¿qué fue lo que dije?
Aceleré despacio y bajé la cuesta que nos llevaba a la salida del pueblo.
—Víctor…. —insistió.
—Susurraste mi nombre en sueños y dijiste: «no me dejes». —La sentí contener la respiración a
mi espalda—. No tienes nada de qué preocuparte.
Aceleré y ella se agarró con fuerza.
Esta vez conduje por carreteras secundarias que no tenían mucho tráfico. El trayecto hasta el
pueblo vecino apenas duraba quince minutos y, aunque estuviesen en fiestas, siendo un día entre
semana, no era de esperar demasiada circulación entre los pueblos de alrededor que tenían la
jornada laboral normal. Rodeé el casco urbano sin adentrarme en sus calles, y aparqué justo
enfrente de la feria. Las luces, el sonido estridente de la música que se mezclaba entre las
diferentes casetas y el olor a algodón de azúcar llegaron hasta nosotros.
Ayudé a Carmen a bajar y yo hice lo mismo. En la entrada, cientos de bombillas iluminaban el
acceso como si de la Feria de Abril se tratase, guardando las distancias, claro. Pero para un
pueblo de apenas trescientos habitantes, aquello era todo un derroche luminoso del que se sentían
más que orgullosos.
—No dejarás de sorprenderme —admitió Carmen mirando hacia todos lados.
—Siempre para bien —le prometí.
La tomé de la mano y saludé a uno de los vecinos que tenía una caseta de lanzar dardos. Lo
conocía porque el hombre tenía un hijo que le había dado más disgustos que alegrías, y al que
habíamos tenido en la comisaría más veces de las que me gustaría recordar.
—Pedro —lo saludé con afecto. Era menudo, con la piel oscura e incontables arrugas en el
rostro, pero de sonrisa afable y trato más que educado.
—¡Señor Medina! —exclamó.
—Víctor —le recordé—. Puedes llamarme Víctor.
—Es que no me sale —se excusó.
—¿Te importa si te dejo las chaquetas de la moto y los cascos mientras nos damos una vuelta?
—¡En absoluto! Tenga por seguro que cuidaré muy bien de ellas.
—No lo dudo —sonreí. Le pasé nuestras cosas y Pedro las llevó a la parte de detrás—. ¿Cómo
va todo?
—Bueno, pues aquí dale que te pego para intentar llevar un jornal a casa. Hoy seguro que
hacemos buena recaudación, porque mañana es festivo en el pueblo y habrá más afluencia de
gente. Así que no me puedo quejar —dijo con humildad.
—¿Y tu hijo? —pregunté al fin.
—Pedrito está entre rejas —admitió.
—Lo lamento.
Se encogió de hombros con resignación.
—¿Sabe? Mientras está allí estamos tranquilos. Mi mujer y yo dormimos por la noche y
sabemos dónde encontrarlo.
Asentí, comprensivo, y prometí volver a por nuestras cosas antes de que cerrase.
—No se preocupe y disfrute con su novia, que es bien bonita. —Me guiñó un ojo y yo no pude
más que darle la razón. Esperé que Carmen lo negase, pero cuando la miré estaba demasiado
absorta mirando a todas partes y dudaba que hubiese oído el comentario de Pedro.
Avanzamos entre las calles de la feria sorteando a grupos de adolescentes y familias con niños
y empecé a notar a Carmen tensa.
—¿Estás bien?
—No me gusta subir a nada.
Entrecerré los ojos y sujeté su barbilla entre mis dedos.
—No tienes que hacerlo si no quieres.
Asintió y avanzamos, pero o estaba demasiado centrada en todos los estímulos que recibíamos
o mi idea de visitar la feria había sido del todo equivocada.
—Carmen… —La giré entre mis brazos y me ocupé de que sus ojos solo se fijaran en los míos
—. Quédate conmigo.
—Hay mucha gente —objetó nerviosa.
Si lo que la angustiaba era eso, me encargaría de borrar la preocupación de su rostro y
devolverle la sonrisa tan bonita que tenía.
—¿Qué te parece si vamos hacia el otro extremo de la feria, donde están las casetas de comida,
y nos sentamos a tomar algo? Allí se estará más tranquilo.
Asintió con rapidez y yo la dirigí con destreza, evitando tropiezos, hacia una zona más
despejada. Nos acercamos hacia una caseta que tenía una terraza decorada con farolillos de
colores y nos sentamos a tomar lo que buenamente nos recomendó el dueño. Ante el mutismo de
Carmen, me planteé, no por primera vez, que quizá no había sido una buena idea llevarla hasta
allí.
—¿No te gustan las ferias? —la tanteé.
—Sí me gustan —admitió—, pero si no hay mucha gente. Cuando era pequeña solía venir con
mi madre cuando acababan de abrir o iban a cerrar.
—Nada de aglomeraciones de gente entonces —afirmé. Ella asintió con una sonrisa
avergonzada—. Entonces descartamos la verbena —bromeé con ella.
—¿Ibas a llevarme a bailar? —Se sorprendió. Pero también había un pequeño brillo de ilusión
en sus ojos que alivió un poco mi inseguridad.
—Puede. Dirty Dancing me motivó. —Le guiñé un ojo y ella por fin me obsequió con una
sonrisa radiante.
—Y yo que creía que la motivación era yo —se quejó, coqueta. Puso los ojos en blanco y se
fingió ofendida.
Joder, no podía gustarme más y volverme más loco de lo que ya lo hacía. Me acerqué hasta
rozar con la nariz debajo del lóbulo de su oreja y deposité un beso justo donde el pulso había
comenzado a acelerarse.
—No sabes cuánto me motivas, pero te lo demostraré. No lo dudes.
Creí que el juego terminaría ahí. Pero ya debería saber que ella me sorprendería.
—¿Cómo? —jadeó. Ladeó la cabeza y dejó sus labios a escasos milímetros de los míos.
—¿Quieres que te diga mis intenciones? ¿Paso a paso? —ronroneé. Ella asintió levemente y
percibí algo de reto en su mirada. Aquello solo sirvió para darme el pistoletazo de salida. Retos a
mí…—. ¿Has hecho el amor alguna vez sobre una moto?
Abrió tanto los ojos que tuve que reprimirme para no reír. Negó con la cabeza y yo en silencio
lo agradecí.
—¿Tú sí? —quiso saber.
Moví apenas la cabeza para decirle que no y nuestras narices se rozaron.
—Hay cosas que solo se me ocurren y las quiero vivir contigo.
La inoportuna aparición del camarero me hizo alejarme, pero entre nosotros todavía flotaba la
esencia de la promesa de mis intenciones y el ansia por entregarme a ella de nuevo, en cuerpo y
alma.
A partir de ese momento, volvió la normalidad entre nosotros. Pudimos hablar de todo y de
nada y decidimos salir de la feria por la zona de juegos, alejados de las atracciones donde se
congregaba la mayoría de la gente. Fue en una de esas casetas donde la sorprendí mirando un
pequeño conejo de peluche de color rosa que tenía un corazón blanco en la barriga.
—Yo tenía uno igual cuando era pequeña —explicó con nostalgia cuando reparó en que la
miraba—. Mi padre me lo regaló después de que lo ganase en la feria de Navidad de nuestra
ciudad. Disparó tantas veces para conseguirlo que al final, el feriante se apiadó de él y se lo dio
porque se había gastado más dinero del que en realidad valía el peluche. —Sonrió con pesar—.
Lo perdí en la mudanza, cuando nos fuimos a vivir con la abuela —se lamentó.
No lo dudé ni un segundo. Me acerqué y compré una partida.
—¿Qué haces? —se alarmó.
—Ganarlo para ti. Solo espero que me cueste menos que a tu padre —bromeé. Pero sabía que
si no era así, tiraría tantas veces como hiciese falta hasta conseguírselo.
Sabía que la mayoría de las escopetas de feria estaban trucadas, de ahí el dicho de fallar más
que una escopeta de feria, pero eso no me detuvo. Disparé una vez para ver dónde se desviaba el
tiro, tantear hacia dónde tenía que apuntar y me aseguré de no fallar el segundo. Acerté de lleno y
exigí el conejo de peluche ante la cara de malas pulgas del feriante. Me giré para entregárselo a
Carmen, satisfecho y reconozco que orgulloso también, pero la sonrisa se me congeló cuando
advertí que lloraba.
—Gracias —sollozó con la voz tomada.
Y tuve la sensación de que ningún regalo hubiese significado tanto para ella como aquel
conejito de peluche.
El camino de regreso fue inquietante porque en la moto no podía hablar con ella y después de
ganar el juguete había insistido en regresar al pueblo, sin paradas. Por supuesto, la obedecí
contrariado. No sabía cómo ni por qué aquella noche se habían truncado tanto las cosas, pero era
evidente que hacer el amor sobre la moto había quedado descartado.
Entramos en el rellano de casa y, en silencio, se desprendió de la chaqueta y me la tendió.
—¿Quieres que entremos en mi casa? —le sugerí.
—No.
—¿En la tuya entonces? Podemos ver una película o…
—Quiero estar sola, Víctor. No sé si ha sido buena idea.
—¿El qué? —Empecé a preocuparme de verdad. Joder, si acabábamos en la cama mejor, pero
ahora mismo lo que yo quería era sentirla a mi lado y que la sensación esta desagradable que me
carcomía por dentro desapareciese.
—Yo… te lo agradezco, pero… Será mejor que nosotros no…
—No lo digas. —Quise pedírselo, pero reconozco que se lo exigí. Pero es que no entendía una
mierda.
—Buenas noches —suspiró.
Empezó a subir las escaleras a la carrera mientras abrazaba al conejo contra su pecho.
—¡Carmen! —la llamé. Comencé a subir los escalones de dos en dos, pero me cerró la puerta
en las narices cuando ya casi la alcanzaba. ¿Qué cojones había pasado para que la noche
terminase así? ¿Y en qué cojones había estado pensando yo para no darme cuenta?
Capítulo 37

CARMEN

Puede que mi actitud pareciese cobarde y tal vez así fuera. Que mi distanciamiento después de lo
que hizo en la feria no tuviese sentido a sus ojos, pero para mí, sí lo tenía. Habían sido unas
noches muy especiales. Yo me había sentido especial. Y entre sus brazos, me había dado cuenta de
que él también lo era para mí. Nunca aprendería. Pensé que mantener una relación así con él, con
el hombre del que nunca me había fiado, haría que mis recelos me mantuviesen a salvo de
estúpidos enamoramientos. Pero fui a dar con el único al que, de momento, no parecían asustar
mis rarezas. Si a eso le sumábamos lo diferentes que éramos, la manera tan distinta de pensar que
teníamos, y cómo gustábamos de pasar el tiempo libre, había llegado a la conclusión de que lo
nuestro no tenía futuro, y por mi bien, pero también por el suyo, nuestros encuentros debían
terminar. Si no, algún día, Víctor empezaría a soportar todos mis miedos irracionales e
incontrolables y el daño estaría hecho.
El problema era que, después de lo vivido aquella noche, me dolía la idea de alejarlo de mí. Lo
debía hacer, sería aportar cordura a un acuerdo que desde el principio fue una total y absoluta
insensatez. Y que, si era sincera, dudaba si alguno de los dos lo había respetado. No obstante, en
el fondo, o no tanto, no quería que lo nuestro terminase. Pero tenía miedo. Estaba hecha un lío y
solo había una persona con la que hablar de todo ello, así que, al día siguiente a primera hora,
cogí el teléfono y lo llamé.
—Señorita Carmen, ya empezaba a echarla de menos —me saludó Andrés.
—Puede que suene borde, pero yo me alegro de cada día que pasa sin tener que llamarte —dije
con sinceridad.
Chasqueó la lengua y lo escuché cerrar la puerta de alguna de las habitaciones. Seguramente
para poder hablar conmigo sin que nadie lo escuchase.
—No me lo tomaré como algo personal —bromeó conmigo—. Bueno, cuéntame. ¿Qué tal tus
clases? ¿Cómo va tu vida en el pueblo?
Se lo conté todo. Le hablé de lo bien que me había adaptado al trabajo en el colegio, de lo a
gusto que me encontraba entre los vecinos, de Elsa, los pequeños progresos que hacíamos cada
día y de lo encariñada que estaba de Baby. Pero sobre todo le hablé de él, de Víctor. De nuestra
sorprendente relación y de todos los «y si» que no dejaban de rondar mi cabeza.
—Entonces —habló Andrés al fin después de mi errático monólogo—, a ver si lo he entendido
bien: Quieres dejar a Víctor porque tienes miedo de que él te deje cuando conozca tu trastorno de
ansiedad. ¿Es eso? ¿Quieres dejarlo para que no te deje? Explícame si el resultado no es el
mismo.
—Si sigo viéndolo, irá a más. Mis sentimientos irán a más. Si lo dejo ahora, no habrá
sufrimiento. No soportaría que él me dejase por ese motivo. Me dolería que no me entendiese.
Víctor no es un desconocido, desde hace años ha estado en mi vida. ¿Y si se cansa de mí? ¿Y si
mis rarezas lo hacen odiarme? ¿Y si me enamoro de él, pero él de mí no? Pero, sobre todo, ¿y si le
hago daño? No quiero hacerle la vida imposible.
—Vale, vamos a ver. Entiendo tu preocupación, no has tenido buenas experiencias y temes que
te suceda lo mismo. Pero ahora no es tu lado racional el que está analizando la relación, es el
emocional. Y te está boicoteando. Tienes miedo de que el problema se interponga entre vosotros,
pero tú lo has interpuesto antes de que llegue incluso a manifestarse. Si no sigues y superas tu
miedo a las relaciones, el problema ha ganado. Si no lo intentas por miedo, el problema ha ganado
—repitió—. Y durante muchos años hemos luchado contra él, ¿me oyes? ¿Que existe la
posibilidad de que esto no vaya a ninguna parte? Puede ser. Igual que hay muchas probabilidades
de que todo salga bien. Dime una cosa, ¿Víctor te ha tratado mal?
—No —respondí de inmediato—. Al contrario.
—Bien. ¿Te ha presionado cuando has necesitado espacio?
—No —susurré.
—¿Ha hecho alguna burla sobre tus «y si»? O sobre cualquier otra cosa, ya puestos.
Recordé los «y si» que habían rondado mi cabeza cuando no sabíamos dónde estaba María y
nuestra conversación noches atrás, cuando le confesé que no tenía más de un orgasmo en mis
relaciones íntimas, al menos no hasta hacía unos días.
—No —murmuré—. Él ha sido… maravilloso.
—¿Y vas a ser tan cobarde como para no intentarlo? ¿Vas a dejar que el miedo te venza?
Lo medité durante unos segundos.
—No debería —musité.
—Pues entonces, ya sabes lo que tienes que hacer. Como tu terapeuta, te sugiero que cojas esa
libreta maravillosa que tienes y apuntes los pros y los contras que le ves a esa relación. Luego,
por favor, léela en voz alta. No te olvides de anotar la conclusión y de llamarme para decírmela,
ya sabes que soy un poco cotilla.
Sonreí porque Andrés acostumbrada a disfrazar de manera nada disimulada su profesionalidad
con humor.
—Lo haré.
En cuanto corté la llamada, me senté en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá y la libreta
sobre la mesa de centro. Inspiré hondo y tracé dos columnas en la página. La primera conclusión
la coloqué en la columna de ventajas, pero bien podía situarse también en la de inconvenientes,
porque me aterraba sentirme así.
Arriesgarse por:
1.Me hace sentir especial.
2.Me hace reír.
3.Me empuja un poco más allá de mi zona de confort.
4.Me sorprende.
5.Me respeta.
6.Me hace más feliz.
No arriesgarse por:
1.No tenemos nada en común.
2.No coincidimos en nuestra forma de pensar.
3.Nunca ha tenido una relación duradera.
4.Le gustan las emociones fuertes.
5.Me dan miedo los riesgos que corre en su trabajo.
6.Me dan miedo los riesgos que quiere correr en su tiempo libre.
7.Temo enamorarme.
8.Temo sufrir si le sucede algo, como lo hizo mi madre cuando mi padre murió.
9.Temo que no entienda mis miedos, que se canse de mí y me deje.
En cuanto terminé, leí la lista y descubrí dos cosas: la primera, que la mitad de mis reparos
eran debidos al miedo; y la segunda y la más perturbadora, que no quería sufrir como había visto
hacerlo a mi madre todos estos años. No quería sentirme sola aun estando rodeada de gente, como
le sucedía a ella. Porque había perdido a su compañero, su cómplice, su amante… Y había
dedicado su vida a volcar su amor en mí y a recibirlo solo por mi parte, porque una vez se
encerraba en su habitación, no había nadie que la hiciese sentir mujer y que le dijese que la amaba
y la deseaba. Porque con mi padre perdió una parte de sí misma.
Darme cuenta de ese temor instaló un nudo en mi garganta que solo podía intentar deshacerlo de
una manera. Contestó tras el segundo tono, con cautela, pero alarmada.
—Mamá… —susurré compungida.
—¿Carmen? ¿Estás bien? ¿Qué te sucede?
—Si cuando conociste a papá hubieses sabido que le sucedería… lo que le sucedió…,
¿hubieses seguido viéndolo? ¿Te hubieses casado igualmente con él?
La oí ahogar un gemido y apreté los labios para que ella no escuchase el mío.
—No cambiaría ni un solo momento del tiempo que viví con tu padre. Nunca me parecerá
suficiente, siempre pensaré que nos quedaron muchas cosas por compartir, sitios a los que viajar y
recuerdos que crear, pero nunca me arrepentiré de haberme enamorado de él, haber experimentado
esa sensación de plenitud y felicidad a su lado. Juntos creamos lo más bonito que nos dio la vida.
—Se le quebró la voz al final—. Cuando te miro, cuando veo la mujer en la que te has convertido
y veo cómo luchas en tu día a día por superar todos tus temores, lo veo a él. Y eso no puede
lograrlo nadie más en el mundo.
—Te quiero, mamá —sollocé.
—Yo siempre te querré más —sentenció con la voz rota.
—Te llamaré. —Sorbí por la nariz y me limpié las lágrimas con el dorso de la mano.
—Vale. —Cuando iba a colgar gritó—: ¡Carmen!
—¿Sí?
—En esta vida, si no te arriesgas, siempre pierdes. Así que adelante.
Cerré los ojos con fuerza y dejé que las lágrimas que se enredaban entre mis pestañas cayeran
al fin.
—Gracias, mamá.
—Te quiero, cariño. Más que a nada en este mundo.
Después de colgar, inspiré hondo y escribí la conclusión en mi cuaderno.
«Vivir es sentirse vivo».
Capítulo 38

CARMEN

Ese día cuando salí de casa a la carrera para llegar al colegio a tiempo no vi su sonrisa, ni su
brazo apoyado sobre la barandilla de la escalera con aquella pose chulesca que tanto me gustaba,
ni caramelos en besos para endulzarme el día. Me lo tenía merecido y me tragué la frustración y la
desilusión con la esperanza de poder solucionarlo más adelante.
Pero tampoco sucedió. Cuando llegué a casa de trabajar, llamé a su puerta y nadie contestó.
Pensé en enviarle un mensaje y al final deseché la idea, prefería hablar con él cara a cara.
Alrededor de las seis de la tarde, Elsa llegó a casa con su padre. La pequeña se lanzó de
inmediato al suelo, al lado de Baby, mientras esta ladraba a su alrededor loca de contenta. Ver a
Elsa sonreír tan abiertamente, me emocionó. En clase todavía se mostraba reservada y silenciosa,
mantenía las distancias con el resto de niños y muchas veces, en el patio, la descubría cerca de mí.
Entonces le daba conversación y ella se acercaba más, como buscando mi protección. Cuando eso
sucedía, yo aprovechaba para reclamar la atención de otros compañeros de clase y los incluía en
nuestras conversaciones o juegos con la esperanza de que poco a poco, Elsa se sintiese segura.
—Creo que deberías regalarle una mascota —le dije a Daniel cuando Elsa abrazó a Baby y
dejó que le lamiese la mejilla mientras la llamaba preciosa y un montón de cumplidos más.
—De momento, deja que aprenda a cuidar de una niña y en cuanto lo tenga controlado, ya
hablaremos de hacerme cargo de otro ser vivo.
—No es por desmontarte todos los esquemas, pero dudo que algún día aprendas a ser padre.
Después vendrá la preadolescencia, la adolescencia…
—No sigas. No quiero pensarlo.
Sonreí y le ofrecí algo de beber.
—Una cerveza estará bien —dijo al fin.
Entramos en la cocina y dejamos a Elsa sola en el salón con Baby. De fondo se escuchaban sus
carcajadas y ambos sonreímos.
—La próxima vez, estaría bien que vinieras tú a nuestra casa. Me siento un poco gorrón.
—No seas bobo, no es ninguna molestia.
Pero a ninguno de los dos escapó que no le había prometido ir.
Mientras preparaba algunos aperitivos, Daniel bebía la cerveza apoyado sobre la encimera de
la cocina.
—¿No se unirá Víctor a nosotros? —preguntó como al descuido.
—No —dudé—. No está en casa.
—¿Todavía no ha vuelto? —Miró el reloj y silbó.
—¿De dónde? ¿Por qué lo dices? —quise saber con más inquietud de la que debiera.
—Lo he visto esta mañana cargado con su equipo, así que he supuesto que iba a la empresa de
multiaventura. Pero imaginé que a las horas que son, ya estaría de vuelta.
Desvié la mirada y continué preparando con manos temblorosas algunos cuencos con galletitas
saladas, aceitunas y patatas fritas.
—Bueno, seguro que estará bien. Lo más seguro es que se haya quedado a comer con Sandra —
intentó Daniel enmendar su indiscreción. O no—. Son buenos amigos, casi desde que Víctor llegó
al pueblo. Bueno, tampoco es de extrañar, porque son iguales. Amantes de la adrenalina, del
deporte y a ninguno le gusta sentirse atado.
Asentí para dar por zanjada la conversación porque no quería pensar que a Víctor le hubiese
sucedido algo, como tampoco quería imaginármelo con Sandra. Si él me había asegurado que se
había terminado, lo creía. Sin embargo, hubo algo en el tono de voz de Daniel que me hizo
reaccionar.
—Parece que conoces a Sandra muy bien.
Acusó el golpe y desvió la mirada al salón para ver a Elsa.
—En este pueblo nos conocemos todos —dijo al fin.
—Ya me doy cuenta.
Pasé por el lado de Daniel con la bandeja y la dejé sobre la mesa de centro. Después de unos
minutos de silencio incómodo, se excusó.
—¿Te ha molestado algo de lo que he dicho? —se preocupó Daniel—. Perdóname si te he
molestado.
—No, en absoluto. —Fingí una sonrisa y bebí de mi refresco sin azúcar. Sin embargo, tenía la
sensación de que cada vez que quedaba con Daniel se acrecentaban mis recelos sobre él.
El resto de la tarde hablamos de temas poco trascendentales hasta que, por fin, se marcharon.
No es que me molestase su visita, al menos no la presencia de Elsa, sin embargo, a Daniel no
terminaba de entenderlo y, en ocasiones, sus atenciones me hacían sentir incómoda.
Entré en el cuarto de baño para darme una ducha y me cambié de ropa mientras la pizza casera
que había preparado se cocinaba en el horno. Me esmeré en aplicarme aceite corporal al igual que
lo hice en elegir mi atuendo para que fuese informal pero al mismo tiempo no descuidado. Elegí
una camiseta con escote desigual de color gris desteñido con un dibujo de El Principito y unas
mallas negras. Me recogí el pelo en un moño y, tras armarme de valor, y con Baby trotando a mi
lado, bajé a casa de Víctor. Eran casi las nueve cuando llamé a su puerta con la bandeja de pizza
en las manos y el arrepentimiento en mis ojos. En cuanto abrió la puerta con los pantalones de
pijama sobre las caderas y una de, al parecer, sus múltiples camisetas con lemas graciosos sobre
la policía, se me aceleró el corazón.
—Bonita camiseta —señalé al leer el chiste.
«Si el policía me dice “papeles” y yo le digo “tijeras”, ¿gano yo?».
—La tuya tampoco está mal —contestó tras mirar uno de los hombros que quedaba al
descubierto.
—He preparado la cena —dudé—. Sé que ayer te dije que no era buena idea, pero a veces digo
estupideces. Si no lo has hecho ya, y te apetece, podemos cenar.
—Pues no —me cortó—. No me apetece.
—Lo entiendo. —Mi ánimo se desinfló de golpe y di un paso atrás—. Debes de estar cansado
después de todo el día en… —me detuve a tiempo antes de continuar y dejarme en evidencia—.
No importa.
Di otro paso atrás, pero me detuvo.
—¿Dónde se supone que he estado?
—En la empresa de multiaventura —dije al fin.
Levantó una ceja.
—¿Cómo lo sabes?
—Daniel me lo dijo —susurré.
—Entiendo.
Nos miramos durante unos segundos hasta que fue tan incómodo que no tuve más remedio que
retirarme.
—Descansa. —Giré con rapidez y subí el primer escalón antes de que él me detuviese.
—¡Alto! —Me quedé anclada al suelo por el tono autoritario de su voz y lo miré por encima del
hombro—. He dicho que no me apetece cenar, no al menos todavía. —Se acercó a mi espalda y
con el dedo acarició la piel desnuda de mi hombro—. Pero sí me apetecen otras cosas.
—¿Qué cosas? —susurré ya con el pulso desbocado.
—¿Es necesario que te lo diga?
Asentí porque mi inseguridad quería escuchar de sus labios lo que ya intuía. Soltó una
carcajada y se pegó a mi espalda.
—Joder, te he echado de menos. —Me abrazó por la cintura y enterró la nariz en mi cuello—.
Me vas a volver loco, lo sabes, ¿no? —Parecía tan sincero y descolocado que me sentí aún más
culpable.
—Si te sirve de consuelo, yo a ti también te he echado de menos. Hoy no he tenido un día tan
dulce como el de ayer. Y sí, también me vas a volver loca.
—Pues vamos a ver si todavía podemos hacer algo al respecto.
—¿Vas a darme algo de cordura? —Me hizo girar entre sus brazos y con la pizza entre nosotros,
negó con la cabeza.
—Voy a volverte tan loca que te importe todo una mierda. Tan loca que esa cabecita tuya deje
de pensar. Tan loca que no quieras estar cuerda nunca más.
—Acepto —dije de inmediato. Porque entre sus brazos era incapaz de pensar y para mí, eso
suponía un descanso enorme.
Tiró de mi mano, y tras dejar la pizza sobre la mesa, me demostró el tipo de hambre que tenía.
Y yo le dejé saciarse de mí. Igual que yo memoricé con mis dedos su cuerpo, cada lunar o
pequeña imperfección. Todas las veces que hicieron falta hasta que terminé agotada bocabajo
sobre la cama en una dulce duermevela, aspirando su aroma sobre las sábanas.
—Ahora sí me apetece esa pizza —susurró en mi oído y me apartó el cabello para dejar un
reguero de besos en mi espalda.
Sonreí, pero no me moví. No era capaz.
—No saldrás corriendo, ¿verdad? —murmuró.
Levanté la cabeza y me giré para mirarlo a los ojos. Acaricié su mejilla y él cerró los ojos ante
mi contacto para, posteriormente, besar la palma de mi mano.
—No me iré a menos que me pidas que me vaya —le aseguré.
—Entonces, considérate oficialmente secuestrada.
Saltó de la cama y desapareció desnudo dentro del cuarto de baño. Me dejé caer sobre la
almohada y sonreí. Durara lo que durase, mi madre tenía razón. Por nada del mundo quería dejar
de vivir aquellos momentos y de crear recuerdos junto a Víctor.
Tomé el móvil que había dejado sobre la mesilla de noche y le envié un mensaje a Andrés.
«Conviviré con el miedo, pero no dejaré que dirija mi vida».
Capítulo 39

VÍCTOR

El jueves me levanté a las cinco de la mañana para bajar a mi casa a vestirme y volver a trabajar.
Con cuidado, le di un beso a Carmen en el pelo para no despertarla, y Baby, que trotaba alegre a
mi lado, se despidió de mí con un alegre lengüetazo.
El martes habíamos dormido en mi casa y desayunado juntos. El miércoles la asalté en cuanto
llegó del colegio y pasamos el resto de la tarde y la noche en su casa. Y ahora, se me haría el día
eterno hasta volver a verla. Mientras conducía hacia comisaría, me consolé con la idea de que al
menos, los próximos cinco días tendría turno de mañana, lo que nos venía bien porque
compartíamos el mismo horario y el fin de semana nos dejaba las tardes y las noches libres.
Después de cinco días intensos, pero de descanso, volver a la rutina fue más duro de lo que me
temía. Si a la incorporación le sumábamos que después de meses de sequía, aquel día parecía el
diluvio universal, tenía motivos para estar de bajón. Sin embargo, tenía una sonrisa tonta en los
labios que sirvió de burla a mis compañeros durante horas. A las inclemencias del tiempo,
tuvimos que sumar lo más feo de mi trabajo. Asistimos a una vivienda por una denuncia de gritos
de los vecinos y nos encontramos con una imagen a la que nunca me acostumbraría y que me
llenaba de impotencia. Una mujer sangraba, ovillada en el suelo, víctima de violencia machista
mientras sus hijos lloraban en un rincón de la vivienda aterrorizados. Tuvimos que reducir al
marido y lo llevamos detenido a comisaría mientras los servicios de salud atendían a la mujer y a
sus hijos. Acudimos al lugar de un accidente y esperamos al juez para el levantamiento del
cadáver del conductor, un joven de dieciocho años que todavía llevaba el distintivo de novel, y
visitamos una vivienda a la que habían entrado a robar y esperamos a que llegase la policía
científica.
Por la tarde, cuando volvía a casa, solo pensaba en besar a Carmen, abrazarla y escuchar su voz
dulce y pausada para borrar un auténtico día de mierda. Pero cuando llegué me encontré a doña
Flora y a Carmen en la puerta de su apartamento junto con Juan, el albañil del pueblo. Al parecer,
las lluvias habían dejado al descubierto una gotera que se filtraba a través de la ventana de la
habitación de Carmen y había empapado el colchón.
—Lo siento mucho, niña —se lamentó doña Flora—. Mientras Juan lo arregle, puedes quedarte
en mi casa, queda cerca del colegio.
—No será necesario —intentó excusarse Carmen—. No quiero ser una molestia, me las
apañaré. No se preocupe.
—¡Qué molestia ni qué ocho cuartos! Me pagas el alquiler y no te voy a dejar en la calle.
Vamos, faltaría más.
—No se quedará en la calle —intervine para evitar el desenlace al que nos dirigía todo
aquello. El agua me chorreaba de arriba abajo y solo quería quedarme a solas con ella y meterme
en la ducha. Con ella también—. Puede quedarse en mi casa. Además, tiene todos sus objetos
personales arriba. Puede subir a la suya cuando lo necesite.
—Es una idea estupenda —apuntó Carmen de inmediato.
Doña Flora nos miró de hito en hito.
—Claro, y yo nací ayer. Di abiertamente que quieres que se quede contigo. —Me señaló con un
dedo amenazante.
—Por supuesto que quiero —admití.
Asintió y dirigió su atención hacia Carmen.
—Y tú, niña, di que te quieres quedar con Víctor y punto. Yo también querría. No hay más que
verlo, aunque claro, tú lo has visto mejor que yo. Y más después de la cita que te montó en la
torre.
Carmen enrojeció y yo solté una carcajada que disipó un poco la tensión del día.
—Me quedaré con Víctor —dijo con rapidez para evitar que doña Flora siguiese hablando.
—Qué equivocada estaba… —se lamentó—. Yo dirigiendo mis intenciones hacia el lado
equivocado y resulta que había pasado por alto lo más obvio, que el roce hace el cariño.
Juan regresó junto a nosotros después de haber ido a echar otro vistazo a la gotera. Nos
interrumpió en ese momento limpiándose las manos en un trapo.
—Bueno, pues hasta que no pare de llover no podré arreglar la filtración, y parece que tenemos
agua para días.
—Pues menudo disgusto les has dado a los chavales —ironizó doña Flora—. Vamos, Juan.
Acércame a casa que no quiero resbalarme y romperme un hueso. Y tú, niña. A partir de hoy y
hasta que esté arreglada la ventana, te lo descontaré del alquiler. No vas a pagarme si no puedes
utilizar el apartamento.
Comenzamos a bajar mientras doña Flora desoía mis protestas.
—Pero, doña Flora, no tiene que…
—He dicho —sentenció ya en la puerta de la calle—. Y ahora haz el favor de que el muchacho
entre en calor, que se nos va resfriar.
La puerta se cerró y, casi de inmediato, Carmen se lanzó a mis brazos. El suspiro aliviado que
salió de mis labios murió en los suyos.
—¿Y esto? —dije extrañado ante su excitante efusividad.
—Solo hago caso a doña Flora —se excusó con picardía—. Ha dicho que necesitas entrar en
calor y eso es lo que voy a hacer, calentarte. ¿Alguna objeción?
Levanté las manos y negué con la cabeza.
—Soy todo tuyo.
Y lo decía de verdad, con conocimiento de causa. Era total e irremediablemente suyo.
Me dedicó una sonrisa tan radiante que iluminó la oscuridad del recibidor. La tomé en brazos y
entramos en casa, directos al cuarto de baño.
En segundos estábamos desnudos y el agua caliente caía sobre nosotros mientras mis manos no
la tocaban lo suficiente ni se adentraban bastante entre sus piernas y mis labios no obtenían todos
los besos que necesitaban. Jadeó en mi boca y gimió cuando me adueñé sin miramientos de sus
pechos. Estaba ansioso por hundirme en ella y estaba seguro de que mi urgencia era más que
evidente.
—Víctor —suspiró.
—No me pidas que vaya despacio —susurré junto a su pezón antes de volver a adorarlo con mi
lengua y torturarlo con mis dientes—. Quiero follarte. Lo necesito.
La levanté en volandas y la apoyé contra el otro lado de la ducha. Iba sin frenos y cuesta abajo,
dispuesto a penetrarla, cuando me detuvo.
—No uso ningún método anticonceptivo —jadeó.
Me mordí la lengua para no soltar un taco por mi falta de previsión. Abrí la puerta de la ducha
para coger un preservativo del cajón, me lo enfundé en un tiempo récord, y volví a levantarla.
—Ahora sí —murmuró mientras me mordisqueaba los labios.
—Ya lo creo que sí.
Me impulsé hasta llenarla por completo y la sujeté con fuerza cuando inclinó la cabeza contra
los azulejos y dejó salir un gemido ahogado. Volví a repetir el movimiento y lo repetí con ímpetu
tantas veces como fue necesario hasta que la sentí temblar y nos dejamos llevar juntos.
Con la respiración acelerada, la dejé de nuevo sobre el suelo de la ducha. Enterré la cara en su
cuello y lamí las gotas de agua sobre su piel. Se estremeció entre mis brazos y suspiré aliviado.
—¿Te sucede algo? —murmuró mientras me acariciaba el cabello—. ¿Estás bien?
El sonido del agua era lo único que interrumpía el tranquilizador silencio que nos envolvía. Me
gustó que me hubiese calado tan bien. Que supiese que algo me ocurría y quisiese saber el motivo,
porque eso suponía que para ella, yo era importante.
—Un día de mierda —dije al fin.
—¿Quieres contármelo? —preguntó con ternura.
—Más tarde. Ahora solo quiero abrazarte y que me abraces.
—Está bien —susurró comprensiva.
Permanecimos pegados, dejando que el agua resbalase sobre nuestros cuerpos en un cómodo y
relajante silencio durante minutos. No estaba preparado para separarme de ella todavía y Carmen
lo entendió porque siguió acariciándome con ternura y ofreciéndome el consuelo que sabía que
necesitaba sin decir ni una palabra.
—Por cierto, tenemos dos citas pendientes —ronroneé a su oído.
—¿Y eso? —siguió acariciándome en un movimiento hipnótico.
—Una por cada sesión de sexo que hemos tenido —le confesé.
—¿Por qué quieres que hagamos eso? No es que me esté quejando —se apresuró a aclarar—,
es solo que no lo entiendo.
—Porque lo nuestro no es solo sexo —dije al fin—. Y es importante para mí que lo
comprendas.
Carmen guardó silencio, pero se aferró más fuerte a mí, no se alejó ni marcó las distancias. Eso
debía de ser buena señal. Tenía que serlo.
Tiempo después, mientras cenábamos en el sofá, le conté todo lo ocurrido. Me escuchó en
silencio, mientras revolvía la ensalada con desgana, hasta que terminé. Levantó la mirada y vi
ternura en sus ojos, comprensión y también preocupación.
—Así que lo único bueno ha sido la dichosa gotera, que me ha dado la excusa de secuestrarte
en mi casa por más tiempo —bromeé con ella.
Carmen seguía en silencio y yo temí haber dicho algo que no debiera, como en la torre, y se
recluyera en sí misma de nuevo. Dejó la cena sobre la mesa, delante del sofá y se levantó. Seguí
todos sus movimientos con cautela hasta que me quitó el plato y se sentó a horcajadas sobre mí. Se
abrazó a mi cuello y susurró en mi oído las únicas palabras que hicieron que aquel día de mierda
hubiese valido la pena.
—Estoy contigo.
El día siguiente fue más relajado en el trabajo y, aunque seguía lloviendo sin cesar, cuando
llegué a casa lo hice de bastante buen humor. Tanto que mientras abrí la puerta verbalicé mis
intenciones.
—Espero que estés preparada para nuestra cita, porque como no lo estés, te follaré primero y,
créeme, Carmen, acabarás tan cansada que no tendrás fuerzas ni para vestirte.
Entré en el salón, y al no verla por ninguna parte me asomé a la puerta de la cocina, donde Baby
había escapado tras saludarme y supuse que se encontraría ella. Lo que vi me dejó de piedra.
—Como madre, fingiré que no he oído nada. Como mujer, envidio profundamente a mi hija —
me saludó Alicia, la madre de Carmen.
—¡Mamá! —la reprendió Carmen abochornada.
Jamás había sentido tanta vergüenza como en aquel momento, pero supe que era crucial para
nuestra relación, la de Alicia y la mía, superar aquel escollo.
—Como pareja de tu hija, siento una vergüenza terrible. Como hombre, me halaga que pienses
así.
Alicia soltó una alegre carcajada y se levantó para saludarme.
—Víctor Medina, todavía recuerdo las bromas que le gastabas a mi hija en el colegio y en el
instituto. Desde luego, has hecho realidad el dicho infantil ese que rezaba: Los que se pelean se
desean.
Me abrazó y yo correspondí a su gesto gustoso.
—No lo sabes tú bien —susurré.
Carmen puso los ojos en blanco y no pude evitar reírme.
Capítulo 40

CARMEN

La visita sorpresa de mi madre truncó todos los planes que Víctor tenía en mente para nosotros.
Aquella mañana me había dejado una nota junto con el caramelo que me daba todas las mañanas,
en la que me decía que esa noche saldríamos del pueblo a cenar.
Ahora, después del torpe encuentro, ambos charlaban animadamente en el salón mientras yo los
observaba apoyada en la pared con las manos en la espalda. Mi madre sonreía feliz y Víctor no
parecía cohibido en absoluto. Se había camelado a mi madre desde el primer momento; nada que
pudiese extrañar, teniendo en cuenta que todo el mundo caía bajo las redes de sus encantos.
—Mi hija no me dijo que tuviese problemas con las goteras; si lo hubiese hecho, habría
buscado otro lugar en el que hospedarme —explicó a Víctor.
—No te lo dije porque no sabía que venías —me defendí con suavidad—. Si lo hubiese sabido,
te habría informado.
—No hay problema —intercedió Víctor—. Hablaré con Raimundo, seguro que tiene
habitaciones libres en su hostal. El mal tiempo habrá anulado algunas reservas y la empresa de
multiaventura permanecerá cerrada, no creo que haya problemas.
—¿Raimundo el dueño de la taberna? —lo miré confusa.
—El mismo. Tiene el hostal de la calle de abajo también. —Víctor se levantó—. Iré ahora
mismo a hablar con él.
—Solo me quedaré el fin de semana, dos noches —especificó mi madre.
—Porque quieres. Sabes que las puertas de esta casa están abiertas —la aduló Víctor.
—Porque trabajo y tengo que cuidar de la abuela —puntualizó mi madre entre risas—. Pero
reconozco que no haces más que sumar puntos. Vas por buen camino —bromeó con él.
—¿Has oído? —Me miró Víctor con las cejas levantadas—. Haz caso a tu madre porque es
evidente que tiene buen gusto.
La besó en la mejilla y me dio un fugaz beso en los labios antes de marcharse y dejarnos solas.
Mi madre tenía una sonrisa tonta en la cara y una mirada pícara que no le fue difícil contagiarme.
—Ha dicho que era tu pareja. No tu amigo, como me has comentado tú —tanteó.
—Bueno… —me moví nerviosa y me senté a su lado.
—Y es evidente que él no te trata como si solo fueses una amiga. Los amigos no tienen…
relaciones sexuales —me cortó antes de que intentase excusarme.
—Es que no sé a dónde nos llevará esto y no quiero hacerme ilusiones, ni que te las hagas tú —
dije con tiento.
Mi madre desoyó mi comentario y me tomó de las manos.
—La llamada del otro día, ¿era por él?
—Era por mí —maticé.
Esperó a que le diese alguna explicación, pero no lo hice.
—Escúchame, Carmen. Sé que no te gusta hablar de las cosas que te perturban, sé que te las
guardas y les das vueltas y más vueltas en tu cabeza hasta que las asimilas o, como último recurso,
cuando te superan, hablas con Andrés. Desde pequeña has sido así y te has encerrado en ti misma.
Pero como tu madre, me gustaría que confiases en mí, que me expresases tus miedos, porque si
puedo hacer algo para aliviarlos, al menos en tu relación con Víctor, lo haré.
—¿De qué serviría, mamá? ¿Qué crees que pensaría la gente de mí si les contase todos mis «y
si»? ¿Me haría sentir mejor mostrar mis defectos, mi vulnerabilidad? —Negué con la cabeza—.
Lo dudo. Sé que la mayoría no me entiende. Sé que es difícil comprender que yo vea montañas
donde otros ven granos de arena. Sé que me ganaría adjetivos como exagerada, paranoica,
miedosa, débil. Y, créeme, yo ya lucho contra mí misma todos los días para no etiquetarme así, no
necesito lidiar con lo que piense el resto de la gente.
—Pero yo no soy el resto de la gente, soy tu madre —se desesperó entristecida—. Y jamás te
calificaría de ninguno de esos modos. ¿Débil? Carmen, no conozco a nadie que luche por sus
miedos con uñas y dientes como lo has hecho tú desde que tu padre murió. Tienes miedo, pero
sigues adelante. Te esforzaste por hacer aquella estúpida voltereta y todas las que vinieron
después, te obligaste a salir de fiesta, te mudaste de ciudad, estudiaste tu carrera, superaste la
ruptura con Jorge, aprobaste unas oposiciones y te has mudado tú sola, a casi tres horas de casa.
No te regodeas en tu problema, te empeñas en superarlo. ¿Por qué no eres capaz de verte como te
veo yo?
—A veces, más que superarlo, me supera —admití avergonzada.
—¿Y? ¿Crees que el resto somos inmunes a los problemas? Algunas veces también nos vemos
superados, pero no por ello somos menos fuertes. Al contrario, superar los obstáculos que nos
presenta la vida nos aporta la sabiduría y la experiencia suficiente para seguir adelante.
Mi madre suspiró, alargó la mano y apartó el cabello que me cubría el rostro para verme mejor.
—Sabes que estoy muy orgullosa de ti, ¿verdad? ¿Lo sabes?
—Eso espero —sonreí emocionada.
—Además de fuerte e inteligente, tienes buen gusto. Hacía años que no veía a Víctor Medina y
es obvio que le han sentado bien.
—¡Mamá! —la reprendí con una carcajada—. La última vez que lo viste iba al instituto y vino a
casa con Pablo.
—¡Pues lo que he dicho, que hacía mucho tiempo! —Reímos para aliviar la intensidad del
momento anterior y, entre risas, me abrazó con fuerza. Cerré los ojos cuando me aferré a ella—.
Tenía que venir a verte después de nuestra conversación, ¿lo entiendes, verdad?
—Claro, lo que no sé es cómo no lo he visto venir.
—Es obvio que has estado muy ocupada.
—Llevo en este pueblo dos semanas y parecen dos meses —admití. Nos separamos y ambas
teníamos lágrimas en los ojos.
—Me lo creo —con disimulo se limpió los párpados—. Menuda ha liado tu primo, bueno, y
María. Al fin y al cabo, él no estaba prometido, pero ella sí.
Cambió de tema mientras se levantaba y se acercaba a la ventana donde seguía lloviendo y el
suelo de la plaza se llenaba de hojas anaranjadas y marrones, creando un tapiz de todos los
colores del otoño.
—No sabemos nada de ellos desde que supimos que estaban juntos —admití—. Y me
sorprendió tanto como a vosotros enterarme.
Mi madre asintió.
—Bueno, yo sé que Pablo ha vuelto a la academia porque llamó a tu tía y se lo dijo. Y que
María ha pedido unos días más de permiso porque eso le gritó su madre a tu tía cuando vino a
hablar con ella. Al parecer, el novio de María le contó con quién estaba.
—¿La madre de María fue a casa? ¿Y se encaró con vosotras?
Me sentí culpable porque yo había llamado a Luis para tranquilizarlo, pero no había previsto
que aquello trajera consecuencias a mi familia.
—Bueno, ya sabes cómo es.
Claro que lo sabía. Se había preocupado más por sí misma que por su única hija. Cuando el
padre de María las abandonó, la culpó por ser la causante de todos los problemas y, en
consecuencia, de la marcha de su padre. A partir de entonces, María había pasado más Navidades
sola que en compañía de su madre. Su padre había rehecho su vida y ella quedó atrapada entre su
odio y sus disputas, ganándose la mayoría de las veces su indiferencia. Conocer a Luis y tener la
oportunidad de crear una familia era todo lo que había querido siempre. Aquella relación la había
vuelto a unir a su madre, que estaba encantada con su futura familia política. Y al menos, aunque
solo por las apariencias, había vuelto a preocuparse por María. Solo que, era evidente, para la
propia María, Luis no tenía por qué formar parte de la ecuación y prefería sustituirlo por Pablo.
Víctor regresó empapado y sonriente.
—Raimundo dice que no hay problema. Como preveíamos, ha habido anulaciones, así que te
preparará la mejor habitación que tiene.
—Perfecto —sonrió con calidez.
—Te acompañaremos en cuanto quieras para que dejes tus cosas, sin prisa.
—Pues por mí podríamos marcharnos ya. Necesito darme una ducha y descansar un poco.
—También le he dicho a Raimundo que cenaremos esta noche en la taberna —dijo Víctor
mientras cogía la maleta de cabina de mi madre que estaba en la cocina.
—Me siento culpable. Teníais planes para el fin de semana y os los he fastidiado —se lamentó
mi madre.
—Te lo perdono si sigues hablándole bien a tu hija de mí. —Víctor le guiñó un ojo y ella se
colgó de su brazo.
—Eso depende más de ti que de mí. Convénceme.
Ambos salieron de casa entre cómplices cuchicheos y yo les seguí, emocionada, porque hacía
mucho tiempo que no veía a mi madre tan distendida y feliz.
El hostal seguía la misma estética del pueblo, al menos por fuera, con su fachada de piedra y las
contraventanas de madera. Por dentro, sin embargo, era muy distinto. La decoración era moderna
con lámparas de metal de aspecto industrial que, junto con los cuadros y objetos de los viajes de
Raimundo, creaban un ambiente ecléctico pero encantador. La recepcionista, a la que reconocí por
haberla visto en el colegio acompañando a sus hijos, nos indicó la habitación que ocuparía mi
madre y nos dio las llaves. Seguía la misma tónica que el resto del hostal, pero, además, tenía una
cama enorme con cuatro postes de madera y un montón de cojines de color púrpura y blanco sobre
la colcha gris que llamaba la atención sobre el resto de la decoración.
—Vaya… —exclamó sorprendida mi madre—. No me esperaba algo así.
—Ni yo —admití. Y menos tras haber estado en la taberna y haber conocido a Raimundo.
—Es preciosa —dijimos a la vez.
—A Rai le encantará saberlo —sonrió Víctor de brazos cruzados en el marco de la puerta.
—Se lo haré saber —afirmó mi madre—. Ahora marchaos. —Hizo un gesto con las manos para
echarnos de la habitación.
—Sobre las nueve vendremos a buscarte —la informé mientras me empujaba fuera.
—Ni que fuese una niña —se quejó—. Aprovechad el tiempo. Nos veremos en la taberna,
bueno, si puedes caminar.
—¡Mamá! —grité.
—Piensas recordarme a la mínima la entrada triunfal que he protagonizado esta tarde. No lo vas
a dejar pasar, ¿verdad? —se lamentó Víctor.
—No —afirmó satisfecha y nos cerró la puerta en las narices.
Capítulo 41

VÍCTOR

Caminamos hasta casa mientras la inclemente lluvia caía sobre nosotros, refugiados debajo de un
único paraguas. La rodeé por los hombros y la pegué a mi costado con la excusa de que no se
mojase. Carmen escondió una sonrisa y me rodeó por la cintura.
—No necesitas excusas —admitió.
La detuve en mitad de la plaza desierta y le rodeé la nuca con mis dedos mientras trazaba
círculos con el pulgar sobre su mejilla. Desde hacía tres días vivía en una nube y en ocasiones
temía aquella sensación de desbordante felicidad porque podía desvanecerse como un castillo de
naipes.
—¿Qué haces? —susurró sonriente.
—Besarte.
Incliné su cabeza y cumplí con lo prometido. Despacio, saboreé sus labios y bebí sus suspiros.
En algún momento dejamos caer el paraguas porque la lluvia empezó a calarnos, pero no nos
importó. Nuestros cuerpos desprendían el calor suficiente como para no sentir el frío.
—Creo que deberíamos parar —sugirió con la respiración entrecortada—. ¿Y si nos ve
alguien?
—Nos habrán visto seguro. Y nos envidiarán. —Aparté los mechones de pelo que se pegaban a
su frente por la lluvia y me recreé en el brillo que las luces de la plaza reflejaban en sus ojos—.
Siempre me has parecido preciosa, pero nunca había podido apreciar tu belleza con tanto
detenimiento ni tan de cerca como hasta ahora. Hasta hace unos días —especifiqué.
—¿Siempre? —se sorprendió.
Asentí.
—¿Desde cuándo te parezco bonita exactamente?
—Preciosa —puntualicé—. Y ya te lo he dicho: desde siempre.
—Pues siempre —enfatizó— he pensado que te portabas así conmigo porque me tenías manía.
—Pues sí que he hecho las cosas de puta pena —me lamenté.
Soltó una carcajada que sonó a música celestial en mis oídos y que me contagió por la
musicalidad de su voz. La abracé con fuerza y sentí como un escalofrío traspasaba su cuerpo.
Corrimos hacia casa y nos volvimos a encerrar en el cuarto de baño para cumplir las palabras que
había dicho delante de su madre.
Cuando llegamos a la taberna, Alicia ya estaba sentada en un taburete frente a la barra
charlando animada con Raimundo. Durante la cena me di cuenta de lo unidas que estaban y de lo
bien que Alicia sabía leer las expresiones de su hija cuando algo le disgustaba o le hacía gracia.
Las observé interactuar y me mantuve en algunos momentos al margen de la conversación para que
aprovechasen el tiempo y, de paso, escuchar a Carmen reír cuando su madre contaba algunas de
las anécdotas de su abuela. Verla así, tan relajada, me proporcionaba paz. Y no pude evitar
ilusionarme al creer que, en parte, yo había propiciado que se sintiese así, relajada, segura. O eso
quería creer.
A lo largo de la noche, la taberna se fue llenando de gente que, como era costumbre los viernes,
aburrida de estar en casa, se acercó para tomar algo y jugar al billar, entre otros Daniel con
algunos amigos del pueblo. Me saludó con un ligero movimiento de barbilla y yo le correspondí.
Le seguí con la mirada hasta que se alejó sin que Carmen se diese cuenta de su presencia. Tras
unos minutos, me acerqué a la barra para hablar con Raimundo y dejarles un poco de intimidad
antes de retirarme a casa, ya que al día siguiente madrugaba para irme a trabajar.
—¿Qué pasa, madero? —saludó—. ¿No te parece que vas un poco cuesta abajo y sin frenos?
Hasta hace unos días no sabías si la morena te bailaba el agua y ahora estás cenando con tu suegra.
—Sabes que me va la adrenalina —bromeé con él.
Raimundo negó con la cabeza y me sirvió un chupito de tequila.
—A este paso, la semana que viene te casas y en octubre dirás que vas a ser padre.
Solté una carcajada y me bebí el tequila de golpe.
—Detecto cierto tufillo a envidia —lo pinché.
—Lo único que me puede hacer envidiarte es lo que estarás follando. Pero no es algo nuevo
porque no creo que hayas pasado una época de sequía larga en tu puta vida.
—¿Como tú, quieres decir? Al final tendré razón y todo eso que os metéis para tener esos
músculos hace que no podáis meter otras cosas.
Yo sabía que Raimundo no tomaba nada porque era contrario a cualquier sustancia artificial,
pero me encantaba cabrearle.
—Cuando estás de buen humor eres muy cabrón —sentenció.
—Desde el cariño, siempre.
—Por supuesto. Somos todo amor.
Raimundo dejó el trapo con el que estaba limpiando la barra a un lado y cuando levantó la
cabeza, sonrió de medio lado detrás de mí.
—A veces te envidio —admitió—. Pero otras, no me gustaría estar en tu pellejo.
Me giré para ver qué había llamado su atención y descubrí a Sandra acercándose. Llevaba una
minifalda de color negro que resaltaba sus largas piernas y unos botines a conjunto. Conforme se
acercaba, se quitó la chaqueta vaquera y dejó al descubierto un top ceñido que dejaba parte de su
ombligo y el escote al aire. Su presencia llamaba la atención, como corroboraban todas las
miradas de los hombres del bar, pero la suya estaba fija en mí. Sonrió cuando se puso a mi lado y
señaló el vaso vacío de tequila.
—¿Te tomas otro conmigo?
—Hola, Sandra —la saludé con afecto.
—Hola —respondió con una sonrisa—. ¿Qué me dices? ¿Aceptas?
—Será mejor que no. Mañana trabajo. En realidad, ya me iba a casa.
—No estarás huyendo de mí, ¿verdad? —preguntó con recelo.
—Sabes que no. Somos amigos —confirmé de nuevo.
—Por supuesto. Tenemos que repetir lo del otro día. Lo pasamos muy bien.
Sandra miró a mi lado y al momento sentí la presencia de Carmen junto a mí.
—Hola —la saludó, pero no esperó a que le contestara cuando se dirigió a mí—. Voy a
acompañar a mi madre al hostal.
—Voy con vosotras —dije de inmediato.
—No, no te preocupes. Así podemos hablar un rato más.
Se dio la vuelta para alejarse, pero la retuve por el antebrazo y, del impulsó, cayó entre mis
brazos.
—Te esperaré en casa —susurré junto a su boca mientras intentaba adivinar si estaba molesta
por la presencia de Sandra y, sobre todo, por lo último que había dicho y que ella podía
malinterpretar.
Asintió y colocó una mano en mi pecho para que la dejase marchar. La seguí con la mirada
hacia la puerta y me despedí de su madre con la mano cuando me sonrió y me devolvió el gesto.
—Era tu vecina. ¿Ella es «ELLA»? Carmen se llamaba, ¿no? —preguntó Sandra.
—Ya hablamos de todo lo que teníamos que hablar, Sandra. Ahora tengo que marcharme. —
Saqué la cartera dispuesto a pagar la cuenta.
—Ya la conocías. Cuando abrí la puerta de tu casa, la reconociste, ¿no es cierto? Por eso te
pusiste tan raro—insistió.
—Sí —afirmé. No tenía sentido esconder nada porque siempre había ido con la verdad por
delante. Levanté la mano para llamar la atención de Raimundo, pagar y marcharme a casa, pero
ella no lo dejó pasar.
—¿Por qué no me lo dijiste en ese momento?
—Porque entonces no había nada que decir. En cuanto lo hubo, en cuanto tuve claro que la
presencia de Carmen me importaba y que no quería dejar pasar la oportunidad de estar con ella,
hablé contigo.
Me observó durante unos instantes antes de hacer un gesto vano con una mano que hizo tintinear
sus pulseras.
—No te pongas a la defensiva —me pidió con dulzura—. Solo es que me sorprende lo
caprichosa que es la vida a veces.
—A mí también me sorprendió, créeme.
Raimundo acudió en cuanto levanté la mano por segunda vez y lo fulminé con la mirada.
—Madero, la cuenta está saldada. La madre de Carmen ha pagado. ¿Cómo estás, rubia? ¿Te
pongo algo? —se dirigió a Sandra.
—Ya me gustaría que me pusieras, Raimundo, pero de momento solo me apetece un gin-tonic.
—Qué lástima. Pobre, no sabe apreciar lo bueno —se lamentó Raimundo.
Me despedí y regresé a casa. Pensé que Carmen ya había llegado, pero todo estaba oscuro, frío
y vacío. Se me pasó por la cabeza llamarla, incluso salir a buscarla, pero al final decidí que tal
vez todavía estuviese hablando con su madre y que no tenía motivos para estar preocupado.
Decidí que quedarme quieto sin hacer nada poco haría por aliviar la tensión que sentía, así que
me preparé para dormir; pero en lugar de esperarla en la cama, lo hice en el sofá, con el móvil en
la mano y un libro para evadirme. Sin embargo, el sueño me venció antes de que ella volviese a
casa.
Me desperté sobresaltado y desubicado al encontrarme en el salón en lugar de en la cama, hasta
que recordé por qué me había quedado dormido en el sofá. Miré la hora en el móvil y descubrí
que eran las tres de la mañana. No tenía ni una llamada perdida suya ni un mensaje. Me levanté
con el corazón latiendo a mil por hora dispuesto a ir al hostal para comprobar si se había quedado
en la habitación de su madre cuando me di cuenta de que sobre una silla estaba su chaqueta y el
pequeño bolso que llevaba. Entré en la habitación y descubrí su pequeña figura acurrucada en un
lado de la cama. Dejé salir el aire que había estado reteniendo y me deslicé bajo las sábanas hasta
pegarme a su espalda y rodearla con mis brazos. Inspiré hondo y cerré los ojos, profundamente
aliviado.
—Cuando llegué estabas tan dormido que no quise despertarte —dijo con suavidad.
—Pues deberías haberlo hecho —me quejé en un susurro. La besé en el cuello y la sentí
estremecerse—. ¿Estamos bien? —quise saber con cierto recelo.
Giró entre mis brazos hasta quedarse frente a mí. La poca luz que entraba por la ventana gracias
a las farolas de la plaza iluminó su rostro.
—¿Por qué no íbamos a estarlo?
Busqué en el tono suave y dulce de su voz, así como en sus ojos, algún atisbo de ironía o
resquemor, pero no lo encontré. Y no supe si aquello era bueno o malo.
—Temí que estuvieses molesta por la actitud de Sandra, por lo que dijo. Somos amigos y el
otro día estuve haciendo deporte en su empresa.
Ella me detuvo al colocar el dedo índice sobre mis labios para acallarme.
—No me importa lo que ella haga o diga. No es ella la que puede hacerme daño, eres tú. Y no
tengo motivos para dudar de ti o estar enfadada —concluyó.
—No, no los tienes —afirmé aliviado—. Pero debes saber que, si hubiese sido al revés, si la
que hubiese estado en mi situación fueras tú, no me habría hecho ninguna gracia.
—¿Es que no confías en mí? ¿Me crees capaz de engañarte?
—No —respondí con sinceridad. Era demasiado sensible y empática con todo el mundo como
para traicionar a alguien. Sin embargo, el hecho de haber pasado tantos años sintiéndome ignorado
por ella y viendo como otros conseguían lo que yo tanto deseaba tenía ahora como consecuencia el
miedo irracional a perderla—. Pero no me gustaría que otro te pretendiese —confesé.
Colocó una mano sobre mi mejilla y sonrió. Me acarició la barba con delicadeza mientras yo
trazaba círculos por debajo de su camiseta, en el hueso de la cadera.
—¿La sigues queriendo? —murmuró entre la vergüenza y el temor.
Fruncí las cejas y negué con la cabeza.
—Nunca he estado enamorado de Sandra, la aprecio como amiga, pero no hubo ningún
sentimiento más allá que la atracción.
—Que ya es mucho. Pero no, no me refiero a ella. —Guardó silencio, como buscando las
palabras que necesitaba, y yo aguardé confuso hasta que se animó a continuar—. El día que
bajamos al río, me dijiste que solo te habías enamorado una vez y que no la habías podido olvidar.
¿La sigues queriendo? —repitió.
Recordaba perfectamente la conversación. Aquella había sido la primera vez que le había
hablado de mis sentimientos sin que nada ni nadie nos interrumpiese.
—Sí —contesté sin dudar.
Una racha de viento golpeó con furia las gotas de lluvia sobre los cristales de la ventana y un
rayo iluminó el cielo favoreciendo con su luz que mis ojos apreciaran el temor que mostraba su
mirada. Su mano se detuvo y la sentí temblar bajo el contacto de mis dedos.
—¿Nunca has perdido la esperanza de que te corresponda? —susurró con voz apagada.
—Sí, lo hice —admití—. Me alejé de ella y de todo lo que pudiese recordármela.
—Y aun así no fue suficiente.
Tenía la voz tomada, temblorosa, casi a punto de llorar. Y yo fui un cabrón por alargar aquello,
pero quería que Carmen llegase a la conclusión antes de que le confesase que era ella. Que
siempre había sido ella.
—No —respondí—. Solo me bastó escuchar de nuevo su voz, volver a verla, para saber que
todavía seguía muy dentro de mí.
Inspiró hondo y vi cómo le temblaba el labio inferior.
—Te agradezco profundamente tu sinceridad. —Comenzó a moverse para alejarse de mí y salir
de la cama. La tomé por la cintura y la volví a recostar pegada a mi cuerpo.
—Sigue preguntando. —Apoyé la frente contra la suya y sentí como su respiración se tornaba
irregular.
—No es necesario.
—Sí lo es. Créeme. Pero si tú no quieres preguntarme nada más, déjame que te hable de ella.
—Víctor —suplicó mi nombre y a punto estuve de tirarlo todo por la borda y confesarle la
verdad abiertamente. Pero desoí su ruego y seguí adelante entre otras cosas porque estaba tan
nervioso que temía no hacerlo bien y quería explicárselo todo desde el principio. Pero también,
porque estaba seguro de que la recompensa, para los dos, valdría la pena.
Capítulo 42

CARMEN

Me habían roto el corazón muchas veces. Algunas relaciones, por su corta duración, con un par
de tiritas fue suficiente para cerrar heridas superficiales que me habían hecho más daño en el
orgullo que en mis sentimientos. Otras, como cuando estuve con Jorge, necesité algo más de
tiempo para superarlo. Pero al contrario de lo que pensé en un primer momento, el tiempo me
había hecho entender que no sufrí por el hecho de que me dejase o no me quisiera. El dolor
provenía de que no había sido capaz de comprenderme y de descubrir que había acabado siendo
una carga para él. Esto, el sentimiento que me producía la sinceridad de Víctor, era diferente, era
más desgarrador. Quizá porque nos conocíamos desde hacía años y ahora, aunque la situación
entre nosotros se había tornado íntima con mucha rapidez, no la sentía extraña ni fuera de lugar.
De hecho, casi me pareció lógico. Si echaba la vista atrás, tenía que reconocer que había tonteado
conmigo algunas veces y que en todas ellas pensé que lo hacía por entretenimiento más que por
verdadero interés.
Y ahora, que yo había logrado enfocar toda mi atención en él, que me encontraba añorando su
regreso mientras contaba los minutos que restaban para verlo, descubría que seguía enamorado de
una mujer a la que no había podido olvidar en años.
—Víctor… —supliqué su nombre porque quería que se callase. Pero, sobre todo, quería salir
de allí sin derramar ni una lágrima, al menos hasta que llegase a la seguridad del aislamiento y la
puerta cerrada.
—No sé decirte exactamente cuándo me fijé en ella —continuó—. En realidad, fijarme creo que
lo he hecho siempre. Sin darme cuenta, o sin pretenderlo, la observaba. Pero ella me ignoraba y
yo, demasiado joven para gestionar la frustración que eso me provocaba, no supe qué recurso
utilizar para dejar de serle indiferente.
—No tienes que contarme esto —lo corté. De hecho, empezaba a sentir cierto resentimiento y
enfado que, curiosamente, acrecentaban mi desilusión. No entendía cómo podía tener la poca
sensibilidad de hablarme de otra mujer con tanta afectación, acostados en la cama como
estábamos y mientras me retenía con fuerza para evitar que me marchase. ¿Qué clase de retorcida
tortura era esa?
—Como ya habrás adivinado, opté por el camino equivocado. Empecé por gastarle bromas,
algunas de mal gusto, y otras que no pensé que le molestasen tanto… —No me sorprendía en
absoluto. Yo misma las había sufrido en mis propias carnes y ahora empezaba a creer que volvía a
ser su víctima de nuevo—. Y sí. Capté su atención. Pero evidentemente para mal. De nada
sirvieron mis esfuerzos por enmendar las bromas del pasado porque ella aprendió a relacionar mi
nombre con desconfianza. Y mientras yo me conformaba con arañar minutos en su compañía
gracias a un amigo, pariente de ella, la vi regalar su primer beso a un imbécil que no la merecía.
¿Y qué hice? Lo saboteé. No pude evitarlo. Le dije que le podía pegar un herpes.
Levanté la mirada, que había mantenido gacha, centrada en una letra de su camiseta para
intentar distraer la mente de su hipnótica voz, y él me obsequió con una sonrisa ladeada. El
corazón me dio un vuelco y se me instaló un nudo en la garganta.
—¿Y ahora? ¿Quieres que siga? —dijo con dulzura.
Asentí, despacio, mientras sentía como los ojos se me humedecían de nuevo, pero por una
emoción distinta mucho más satisfactoria. Aflojó su agarre y comenzó a acariciarme la espalda.
—Una noche, tras la cena de su graduación, fui a buscarla a la discoteca en la que sabía que
estaría. No tardé en localizarla. La vi sentada en un taburete cerca de la barra. Estaba preciosa,
bueno, siempre lo estaba. Y lo sigue estando —susurró con voz ronca. Una lágrima rodó por mi
mejilla y la sentí humedecer mi piel, pero ninguno de los dos nos movimos—. Esa noche, con su
vestido rosa pálido en contraste con el cabello negro y la falda que resbalaba por sus piernas,
estaba radiante. Y yo estaba tan nervioso… Me acerqué a ella y como de costumbre se puso a la
defensiva. Evitaba mirarme, tan tensa como las cuerdas de un arpa. —Deslizó un dedo a lo largo
de mi espalda y me hizo estremecer—. Así que hice una de las mayores tonterías de mi vida y le
puse alcohol en la bebida. No quería emborracharla ni aprovecharme de ella. Jamás le haría daño
y espero que lo sepa. Solo pretendía que se relajase un poco. No intento justificarme porque fue
un error imperdonable. Solo te expongo el contexto desde mi punto de vista. —Asentí de nuevo—.
Entonces, entre tira y afloja, me acerqué a su oído y le dije que estaba loco por ella y que me
gustaría que me diese una oportunidad. Iba lanzado y sin frenos, así que le propuse una cita.
Entrecerré los ojos porque no recordaba nada de eso. Sí que había quedado grabado en mi
memoria el ataque de pánico que sufrí. Recordaba cómo Pablo me había sacado de allí, pero todo
estaba confuso, como rodeado por una especie de niebla que hacía que los detalles se perdiesen.
Retrocedí en mi mente a aquella noche de nuevo, pero no. Lo único que recordaba era la
sensación de sentirme enferma, al borde del colapso y pedirle a Víctor que llamase a Pablo. Y una
frase: «¿eso es todo lo que vas a decir?». Pero yo ya había perdido el control y ni siquiera me
paré a pensar en ello. La borré de mi mente como quise eliminar el sufrimiento de ese momento.
—Yo —le interrumpí con la voz tomada—. No recuerdo haberte escuchado.
Me acarició con ternura la mejilla y yo cogí su mano para mantenerla ahí, empapando mis
lágrimas.
—Ahí entendí que no tenía ninguna oportunidad —continuó como si no hubiese hablado—. Me
distancié un poco, por mi salud mental más que nada, y me centré en mi carrera. Pero mi amigo no
dejaba de hablar de ella y yo de esperar a que lo hiciese. Así fue como me enteré de que estaba
saliendo con un tipo y de que era feliz. Debo ser algo masoquista porque tuve que verlo con mis
propios ojos para ver si me convencía de una vez de que aquel estúpido enamoramiento debía
terminar.
—¿Te enamoraste? —Millones de mariposas aleteaban en mi estómago.
—No me has estado prestando atención —me regañó con suavidad.
—Solo quería escucharte decir un sí —susurré emocionada.
—Me enamoré con la ilusión de un niño, la ceguera del que no quiere ver y la locura del que no
quiere estar cuerdo.
Cerré los ojos con fuerza y besé la palma de su mano.
—¿Cómo pude no haberme dado cuenta? —me lamenté—. ¿Y cómo pudiste enamorarte de
alguien que te ignoraba? ¿Qué veías en mí?
—Si en el amor entrase la razón, no sería tan insensato, tan emocionante y adictivo. —Me
acarició el labio inferior con el pulgar—. No sé por qué te metiste tan dentro de mí ni por qué en
todo este tiempo no he tenido sentimientos tan intensos por otra persona. Solo sé que el simple
hecho de verte me hacía feliz. Que tu sonrisa me contagiaba y tu dulzura, tu manera de querer a los
tuyos, me hacía desear ser mejor persona para intentar ganarme tu corazón. Llámame iluso, si
quieres.
Nos miramos a los ojos en la oscuridad de la noche, bajo la banda sonora de las gotas de lluvia
y el canto del viento. Y lo supe con la certeza que dicta la verdad. Lo quería como él había dicho
que se debía amar, con locura. Descubrirlo desencadenó una serie de sentimientos contradictorios:
por un lado, temor por todo lo que significaba amar a otra persona. Y por otro, tranquilidad, paz y
descanso.
No supe qué decir, así que, por una vez, me permití primero sentir a razonar. Paladear el
exquisito sabor de sus palabras y dejarme llevar por la increíble sensación de sentirse especial
para otra persona. La persona que había irrumpido en mi vida para calmar tormentas y a su vez
desatar tempestades. El hombre que con sus manos me acariciaba el cuerpo y con sus palabras el
alma. Como ninguno. Como el único.
Lo besé para que mis besos expresaran todo lo que mi voz no podía revelar. Le acaricié para
que su cuerpo se estremeciese por mi contacto como el mío lo había hecho con el sonido ronco de
sus palabras y me abandoné a su pasión. A asimilar, por primera vez, que aquella intimidad tenía
el verdadero significado de hacer el amor.
Capítulo 43

CARMEN

El sábado me levanté más tarde de lo que había previsto. Cuando comprobé el móvil, tenía un
mensaje de mi madre en el que me avisaba de que estaría en la taberna de Raimundo desayunando
hasta que yo estuviese lista. Se me habían pegado las sábanas porque no había podido dormirme
hasta que Víctor no llegó al trabajo y me dijo que había llegado sano y salvo. Habíamos pasado la
mayor parte de la noche en vela y me preocupaba el hecho de que condujera casi una hora con
tanto sueño y más sin parar de llover.
Tras contestar a su mensaje, me puse en marcha de inmediato para reunirme con ella. Me di una
ducha rápida, me vestí con unos vaqueros y una camiseta, me calcé unos botines y salí de casa con
el paraguas y el chubasquero. Por el momento, la lluvia había cesado y esperaba que siguiese así
al menos unas horas para que pudiese mostrarle el pueblo sin el incordio que suponía hacerlo
debajo de un paraguas. Aun así, pese a las pocas horas de sueño y las inclemencias que el tiempo
pudiese mostrar, nada podía enturbiar la desbordante felicidad que sentía.
Cuando entré en la taberna, tardé unos segundos en localizarla. Estaba al final de la barra
charlando animadamente con Raimundo y yo me detuve a saludar a algunos vecinos que, junto con
sus hijos, estaban desayunando. Muchos de los pequeños se acercaron a saludarme y entre ellos, y
para mi sorpresa, Elsa.
—Hola —la saludé con dulzura—. ¿Estás con tu padre?
Asintió y lo señaló con la cabeza. Daniel me hizo un gesto con la mano y me animó a
acercarme.
—¿Y Baby? —quiso saber Elsa. Sonreí porque lo de aquella niña con mi perra había sido amor
a primera vista, como el mío.
—Se ha quedado en casa porque aquí no la podía traer —expliqué.
—¿Luego la sacarás a pasear?
—Claro. ¿Te gustaría hacerlo a ti?
—¿Aunque llueva? —dudó—. ¿Y si se resfría?
Detuve mis pasos con el corazón encogido. Me sentí tan identificada con ella, con su
preocupación por la gente que le importaba, que una ternura enorme me invadió.
—De momento parece que no va a llover, así que no tienes de qué preocuparte —la tranquilice.
Me obsequió con una tímida sonrisa y asintió. Ojalá se me diese tan bien aliviar mis
preocupaciones como las de los demás.
—Hola, Carmen —saludó Daniel. Habíamos llegado a su mesa y se levantó—. ¿Te quieres
sentar con nosotros?
Señaló la silla vacía a su lado.
—¡Sí! —exclamó Elsa con tanto entusiasmo que nos sorprendió a ambos.
—No puedo —me disculpé. La niña bajó la mirada, decepcionada, y movió los pies con
nerviosismo—. Pero le he prometido a Elsa que puede pasear a Baby después, si te parece bien.
—¿Tú nos acompañarás? —quiso saber Daniel.
—No creo, mi madre ha llegado de visita y voy a pasar el resto del día con ella.
—Entonces aprovecha —sonrió con amabilidad.
—¿Y esta niña tan preciosa quién es? —Mi madre llegó junto a nosotros y centró su atención en
Elsa, que con timidez se pegó más a mi lado.
—Hija, tienes que contestar —la reprendió su padre con suavidad.
—No importa —se apresuró mi madre para aliviar la tensión—. Soy Alicia, la madre de
Carmen —le tendió la mano a Daniel.
—Yo soy Daniel, el padre de Elsa. Un placer. ¿Quieren sentarse con nosotros?
—¡Oh, por favor! No me hables de usted —pidió mi madre—. Si a Carmen le parece bien, no
hay problema.
Elsa me tomó de la mano. Era la primera vez que la veía tener un contacto espontáneo con
alguien y no me vi capaz de rechazarla de nuevo.
—Ahora sé de dónde ha sacado Carmen la belleza —alabó Daniel tras sentarnos.
Mi madre soltó una carcajada y negó con la cabeza.
—Carmen tiene los ojos de su padre y el mismo color de cabello.
—Pero los rasgos perfectos y delicados de su madre —apuntó Daniel.
—Te lo agradezco, pero insisto en que Carmen es como su padre.
—¿Qué te parece, Elsa? —me dirigí a la niña, que con un lápiz de colores dibujaba en una
servilleta círculos concéntricos—. Hablan de mí como si no estuviese presente.
—Mamá dice que eso es de mala educación. —Un silencio incómodo y significativo se hizo
hueco en nuestra mesa cuando nos dimos cuenta de que hablaba de su madre en presente. Pero
nadie osó a corregirla. Daniel la miró con pesar, y mi madre, ella la miró como me había mirado a
mí tras la muerte de mi padre. Se me encogió el corazón, pero me obligué a seguir con la
conversación.
—Y bien cierto que es —le di la razón con dulzura.
La niña asintió y siguió haciendo trazos sobre el papel.
—¿Has venido para mucho tiempo, Alicia? —se apresuró Daniel a continuar.
—No, lo cierto es que regresaré esta tarde a casa. Ya he visto que Carmen está bien y que se ha
adaptado muy bien a la vida del pueblo y a su gente. —Me dedicó una sonrisa traviesa.
—Creí que te quedarías hasta mañana —me quejé.
—Así era en un principio, pero ahora debo regresar a casa.
—No estoy de acuerdo —me negué molesta por el hecho de que mi madre pensase que su
presencia podía ser un estorbo.
—Sin embargo, lo haré de todas formas. Y por favor, no insistas. Me siento demasiado feliz
como para que nos enfademos. Vine con un propósito, comprobar que estabas bien. Y dado que se
han cumplido con creces todas mis expectativas, es mejor que vuelva a casa.
—Pero yo no quiero que te marches ¿Hay algo más satisfactorio para una madre que el hecho de
comprobar que su hija es feliz?
Daniel no perdió detalle de la conversación, pero no intervino. Y yo no quise alargar aquella
discusión frente a él. Tras hablar de temas poco transcendentales, llegó el momento de cumplir mi
promesa y dejar que Elsa pasease a Baby. Les dejé a todos en la taberna y me adelanté para llegar
primero a casa y preparar a la perra. Mientras cruzaba la plaza miré al cielo, que se oscurecía por
momentos, y aceleré el paso. No obstante, mis pies se detuvieron cuando vi que Sandra esperaba
en la puerta.
—Víctor no está —informé.
—Lo sé. Ahora tiene turno de mañanas. He venido a hablar contigo.
—Ah, pues, ¿quieres entrar? —pregunté incómoda. No me apetecía lo más mínimo mantener
una conversación con ella, pero tampoco me parecía correcto hablar lo que tuviésemos que hablar
en plena calle.
—No. No me llevará mucho tiempo —contestó cortante.
—Tú dirás.
Una racha de viento frío levantó algunas de las hojas mojadas del suelo y pasaron entre
nosotras formando un remolino. Tuve ganas de sonreír porque si hubiese sido una bola rodante del
oeste, podríamos haber recordado a dos vaqueras dispuestas a batirse en duelo de pistolas.
—¿A qué estás jugando? —escupió con calma y mucho veneno.
—¿Disculpa?
No es que hubiese esperado una conversación agradable entre nosotras, pero desde luego,
tampoco un ataque tan frontal y gratuito.
—No te hagas la tonta conmigo —insistió—. A Víctor puede que lo tengas engañado, pero a mí
no.
Debíamos haber entrado en una realidad paralela o yo me había perdido algo importante porque
no tenía ni idea de lo que estábamos hablando.
—No te sigo. Si he hecho algo que…
—Te he visto en la taberna con Daniel —me interrumpió—. Y sé que ha estado dos veces más
en tu casa.
Cada vez aquello tenía menos sentido.
—¿Qué tiene que ver eso con Víctor y conmigo?
—Tu sombra ha planeado sobre su vida desde que te conoció hasta el punto de idolatrarte.
Seamos sinceras, no te conoce lo suficiente como para haber estado todos estos años obsesionado
contigo, con el amor que cree sentir. No ha recibido ningún aliciente por tu parte para que
despertases esos sentimientos en él. Sin embargo, Víctor no ha sido capaz de olvidarte. ¿Y sabes
por qué? Porque está acostumbrado a luchar por las cosas que desea conseguir. Y tú te has
convertido en un reto, un premio inalcanzable que ahora no quiere dejar la oportunidad de
conseguir. Pero en cuanto se dé cuenta de cómo eres en realidad, todas esas fantasías que ha
alimentado en su mente se irán a la mierda.
—¿Y cómo crees que soy?
—Para empezar, egoísta. En todo este tiempo no te habías fijado en él hasta que, cosas del
destino, coincidisteis aquí. Te encontraste sola y ahí estaba Víctor. Con esa cara de mosquita
muerta, los tienes a los dos bailándote el agua. Porque no tienes bastante con Víctor, Daniel tiene
que entrar en el juego también.
Harta de sus hirientes palabras, la corté.
—Tú no me conoces de nada —me defendí alterada—. Y a Víctor tampoco. Puede que te hayas
acostado con él, pero no has conseguido que su interés por ti vaya más allá del sexo y eso es lo
que realmente te fastidia.
—Al menos, él y yo tenemos intereses en común. ¿Qué tienes tú? Yo te lo diré. Nada. Víctor es
tu apoyo moral en este pueblo. Una tabla de salvación, un entretenimiento para no sentirte sola.
Pero mientras tú y tu egoísmo os aprovecháis de los sentimientos que Víctor cree tener, te dejas
querer por otro. Decídete de una vez y no le jodas más la vida.
En un principio, me quedé tan sorprendida que no supe cómo reaccionar, pero Víctor era
demasiado importante para mí como para no defender mis sentimientos por él.
—Si llega un día y Víctor me deja porque no tenemos intereses comunes, créeme, lo aceptaré.
—Para mí había motivos mucho peores por los que Víctor podía decidir dejarme y todos ellos
pasaban por que no fuese capaz de comprender mis miedos o nos asfixiasen—. Pero mientras tanto
—seguí ofuscada—, tú no eres nadie para opinar ni mucho menos cuestionar nuestra relación.
¿Quién te has creído que eres para sentir que tienes la obligación moral de defender a Víctor? Te
repito que tú no me conoces.
Vi la intención de Sandra de replicar, pero algo la detuvo.
—¡Sandra! —gritó Elsa tras llegar corriendo junto a nosotras.
La cara hostil de aquella desagradable mujer cambió. Se le iluminaron los ojos y le dedicó a la
niña una cálida sonrisa. Es más, anonadada, fui testigo de cómo la abrazaba con cariño. Elsa, la
niña del comportamiento distante y reservado, conocía y, sobre todo, apreciaba a aquella mujer.
—Tenía ganas de verte —susurró Elsa.
—Y yo a ti —correspondió Sandra.
—¿Y por qué no has venido a verme en todo este tiempo? —la increpó evidentemente
desilusionada.
La presencia de Daniel y mi madre, que se unieron a nosotras, detuvo la conversación entre
ambas. Nos miraron con interés porque la tensión existente entre nosotras dos crepitaba en el
ambiente. Pero también cabía la posibilidad de que mi cara, roja de ira, no pasara desapercibida.
No podía ocultar mi malestar por la desagradable conversación que habíamos mantenido. Sin
embargo, ella no parecía alterada en lo más mínimo. Despacio, soltó a Elsa. Irguió la espalda y
posó los ojos en mí una última vez.
—Tengo que irme —anunció a todos en general y luego suavizó el tono de su voz—. Nos
veremos pronto, ¿de acuerdo? —prometió a Elsa en particular.
La niña asintió y Sandra se marchó sin mirar atrás. En cuanto giró la esquina, Elsa, molesta, se
encaró con su padre.
—Me dijiste que Sandra no estaba —lo increpó.
Daniel, todavía con la vista perdida por la esquina por la que había desaparecido Sandra, había
dejado de lado su habitual gesto amable y se mostraba mortalmente serio.
—Será mejor que dejemos el paseo de Baby para otro momento, Elsa —su tono de voz no daba
lugar a réplicas, pero los niños pocas veces se conforman con un no, y Elsa no iba a ser la
excepción.
—No… —se quejó—. Déjame darle solo una vuelta por la plaza.
—En otra ocasión. Ahora debo dejarte con la abuela, tengo que ir a un sitio.
—Me dijiste que hoy no tenías nada que hacer.
—Ya basta —la reprendió con seriedad—. No cuestiones mis decisiones.
Mi madre y yo fuimos testigos silenciosos de aquella discusión entre padre e hija. Nada fuera
de lo común, puesto que no eran pocas las veces en las que la autoridad de los padres se tenía que
imponer ante los caprichos de los hijos. Pero esta situación en concreto se me antojó diferente. La
urgencia de Daniel parecía improvisada y, o mucho me equivocaba, o su necesidad por marcharse
y el tono enfadado de su voz mucho tenían que ver con Sandra.
—No te preocupes, Elsa —la calmé—. El lunes después de clase, si a tu padre le parece bien,
cumplimos nuestro trato de pasear a Baby.
Los niños, por regla general, son impacientes y no llevan demasiado bien tener que lidiar con la
frustración. Así que el hecho de que los planes de Elsa se fueran al traste no la contentaron
demasiado, ni mi solución tampoco. Por suerte, la lluvia volvió a hacer acto de presencia y se alió
conmigo para terminar de convencerla.
El resto de la mañana, mi madre y yo recorrimos el pueblo bajo el cobijo del paraguas en lo
que aparentaba un tranquilo y relajado paseo. Sin embargo, dentro de mí, las palabras de Sandra
me iban envenenando con cada pensamiento que les dedicaba. Sabía que les estaba dando
credibilidad porque aquella arpía había tenido la suficiente visión de acertar en la diana. O no, o
quizá había probado suerte y dado en el blanco. El caso es que yo misma cuestioné los
sentimientos de Víctor al preguntarle cómo había podido enamorarse de alguien que jamás le
había mostrado un mínimo de interés. Lo peor de todo es que, muy a mi pesar, la duda estaba
sembrada y una pregunta no paraba de dar vueltas en mi cabeza: ¿Y si Sandra tenía razón?
Capítulo 44

VÍCTOR
—Medina, te va a salir un moratón de cojones. —Mi compañero, que me miraba de reojo
mientras me aplicaba una bolsa de hielo, cerró la taquilla con un golpe seco.
Palpé el hombro que me había golpeado contra al suelo tras perseguir y tumbar a un tipo al que
habíamos pillado robando el bolso a una anciana en plena calle e hice una mueca de dolor. A
través del espejo del vestuario comprobé cómo se iba amoratando por momentos. Podía moverlo,
por lo que no tenía nada roto, pero la contusión dolía horrores.
—La próxima vez, antes de salir corriendo tras él y de derribarlo, asegúrate de que no va
armado —me reprendió.
—¿No me digas? —dije irónico—. Hasta el momento no tengo visión láser. ¿Y tú?
—Yo le he quitado la navaja de la mano de un puntapié mientras estaba en el suelo. De la mano,
Medina —replicó—. Se la vi desde la distancia. ¡Me cago en la puta! Que corría empuñándola.
Así que tú también se la viste. Pero no te paraste a pensar lo que habría sucedido si ese tipo se
revuelve y te la clava.
—Seguramente ahora estaríamos remendando un corte —frivolicé.
Antúnez negó con la cabeza.
—Eres un jodido temerario y un día de estos te llevarás un susto. O lo que es peor, nos lo darás
a los demás. Una mierda de corte sería lo menos.
—Lo menos ha sido la contusión —apunté.
—Que Dios le dé paciencia a la mujer que tenga que aguantarte porque no todas sirven para
vivir al lado de alguien que le gusta caminar por el borde del precipicio.
—Te está haciendo viejo, Antúnez —bromeé con él.
—Será porque ahora soy padre y no quiero perderme la infancia de mis hijos. La próxima vez,
ten más cuidado.
Salió dando un portazo y yo me miré de nuevo en el espejo. Sabía que mi compañero tenía algo
de razón, pero hice lo que debía hacer. Aquel era mi trabajo.
Cuando llegué a casa, físicamente estaba molido por la falta de sueño, las horas de patrulla y el
altercado. Pero como sarna con gusto no pica, por muy agotado que estuviese, mi mente iba a mil
por hora para planear una noche de sábado especial que incluyese a Alicia en nuestros planes.
No me sorprendió no encontrar a Carmen en la casa porque supuse que estaría con su madre.
Tras salir de trabajar le había enviado un mensaje para indicarle más o menos mi hora de llegada,
tal y como ella me había pedido que hiciese, y me había contestado con un escueto «vale». Me
metí en la ducha y dejé que el agua caliente relajase mis músculos. Estuve más tiempo del
acostumbrado para aliviar el dolor de hombro, aunque ya remitía considerablemente después de
haberme tomado un analgésico antes de subir al coche. Cuando salí con una toalla anudada a la
cadera, Carmen estaba sentada en medio de la cama con las piernas cruzadas y la vista clavada en
la puerta del baño. En cuanto abrí, sus ojos me recorrieron de arriba abajo, y yo, satisfecho por su
exhaustivo examen, la dejé contemplarme encantado.
—Hola —sonreí con picardía
—Hola —susurró.
—¿Estás sola?
Asintió con la cabeza y se mordió la comisura del labio inferior. Me acerqué hasta que mis
muslos rozaron el colchón mientras ella, despacio, se ponía de rodillas y avanzaba a mi encuentro.
Tenía los ojos muy abiertos, brillantes, casi húmedos, y entonces me di cuenta de que no era solo
deseo lo que escondía su mirada.
—Eh, ¿qué sucede? —Acaricié sus mejillas contrariado y ella de inmediato se lanzó a mis
brazos. Me rodeó el cuello y apretó su boca contra mi clavícula.
No estaba preparado para un asaltó así y mi hombro se resintió. Solté un siseo que ella percibió
de inmediato y se apartó.
—¿Estás bien? —Sus ojos me escrutaron hasta que reparó en el tono violáceo que destacaba
sobre mi piel—. ¿Cómo te has hecho esto?
Con cuidado, pasó las yemas de los dedos por encima y su contacto me estremeció. Pero más lo
hizo el temor que vi en sus ojos. Parecía asustada, angustiada incluso. No sé por qué tomé esa
decisión ni qué me llevó a mentir, pero lo cierto es que no me vi capaz de decirle que me había
puesto en peligro en el trabajo.
—Resbalé en el vestuario y me golpeé contra una de las taquillas. No es nada. —Sonreí para
tranquilizarla y la abracé de nuevo—. ¿Y a ti? ¿Qué te pasa? ¿Por qué tienes ese brillo apagado en
los ojos?
Abrazada a mí, casi podía sentir como su cabeza funcionaba a mil por hora. Aguardé paciente,
mientras le acariciaba el cabello, a que hablase.
—Mi madre se ha marchado —dijo al fin.
—¿Y eso? —me sorprendí.
—Ha dicho que tenía que volver, pero creo que no quería arruinarnos el fin de semana. He
intentado convencerla de que es una tontería, pero se ha negado en redondo. Me ha pedido que la
despida de su parte.
—Lamento que se haya ido tan pronto, sé lo unida que estás a ella. Pero oye, ¿qué te parece si
un fin de semana que tenga libre bajamos a visitarla?
Carmen guardó silencio y siguió abrazada a mí, más fuerte todavía.
—¿Eso es todo? ¿Ha pasado algo más? —Quise saber al sentirla tan necesitada de consuelo.
Despacio, se separó de mí y se sentó sobre los talones.
—Víctor… —dudó—, ¿estar conmigo es como te habías imaginado?
—¿A qué viene eso? —me asombré.
—Nos conocemos desde hace muchos años, pero ¿y si estar conmigo no es como esperabas? ¿Y
si como no tenemos nada en común, te cansas de mí? ¿Y si me has idealizado y ahora descubres
que tu enamoramiento ha sido una pérdida de tiempo?
—Eh, eh, eh —la reprendí con suavidad. Me arrodillé frente a ella y tomé su rostro entre mis
manos—, ¿de dónde ha salido todo eso?
Ella negó con la cabeza y no quiso decir nada más. Suspiré y la besé con ternura. Repartí besos
empezando por la comisura de sus labios hasta recorrerlos enteros.
—Estar contigo no es como me imaginaba. En eso tienes razón. Es mucho mejor. El hecho de
que no tengamos algunas aficiones en común no significa que en otras muchas no coincidamos,
como pasear, ir al cine, hablar sobre libros… Lo más importante es que nuestros intereses sí son
comunes. Y sí, puede que te haya idealizado, puede que llegado un momento te viese como alguien
inalcanzable, pero eso no hace menos reales mis sentimientos. Tú no me veías, pero yo a ti sí. Y
ahora que lo haces, te aseguro que no he cambiado de opinión, al contrario. No elegí enamorarme
de ti, sucedió. Y, sin embargo, ahora teniéndote entre mis brazos, estoy seguro de que fue lo mejor
que me pudo pasar.
Carmen se lanzó de nuevo a mis brazos y caímos sobre el colchón.
—Perdóname —susurró—. No quería dudar de ti. No tengo motivos en realidad, es solo que a
veces, mi cabeza boicotea todo lo bueno que me pasa. Y tú, con mucho, has sido lo mejor de los
últimos años.
—No hay nada que perdonar —murmuré radiante—. Si lo que necesitas es que yo te desmonte
todos los «¿y si?» que aparezcan en esa cabecita tuya, lo haré. De momento, seguiremos
conociéndonos, aprendiendo nuestras manías y reconociendo nuestros defectos. Paso a paso. ¿De
acuerdo?
—De acuerdo.
—Perfecto. Entonces empezaré por demostrarte hasta qué punto somos compatibles.
Me quité la toalla y despacio, pero sin prisa, la despojé de toda su ropa. Dentro de ella,
mientras nos movíamos con desenfreno y nos besábamos con desesperación, comprendí a qué se
refería mi compañero Antúnez. Porque empecé a temer perder lo que más quería.
Capítulo 45

CARMEN

Las lluvias cesaron el lunes y el miércoles, y la ventana de mi apartamento ya estaba arreglada.


Pese a las quejas de Víctor, volví a mi casa. Entre otras cosas, porque necesitaba demostrarme
que era capaz de vivir sola y porque resultaba perturbadora la facilidad con la que nos habíamos
amoldado el uno al otro, a prácticamente vivir juntos. No obstante, desde el primer momento me
di cuenta de que, aunque había sido idea mía, era imposible que cada uno tuviera su espacio.
Siempre desayunábamos, comíamos o cenábamos juntos dependiendo del turno de Víctor y, desde
luego, compartíamos cama siempre que no trabajase de noche.
Las semanas se fueron sucediendo y conforme el otoño avanzaba y los días se tornaban más
fríos, yo vivía en una agradable calidez que lo envolvía todo. Por primera vez en mucho tiempo, el
miedo había dejado paso a la ilusión, a las sonrisas tontas, a la locura del amor. Me sentía más
viva que nunca, llena de energía, positiva y enamorada como no lo había estado jamás. En Víctor
descubrí a un hombre apasionado, imprevisible, pero también sensible y comprometido. Y me
entregué a él en cuerpo y alma.
Durante esas semanas, María por fin se dignó a contactar conmigo. Había vuelto a casa para
incorporarse a su lugar de trabajo y anular la boda. Al margen de que su relación con Pablo
funcionase o no, comprendió que no podía seguir adelante su compromiso con Luis. Algo que me
pareció lógico y que prometió explicarme en persona en cuanto pudiese escaparse un fin de
semana.
Por otra parte, también estaba satisfecha con mi trabajo en el colegio. Me llevaba bien con
todos los compañeros y cada día estaba más contenta con la evolución de mi clase. Además, entre
Elsa y yo se había establecido una relación especial que nos había ayudado a ambas. Por mi parte,
ver reflejado en otra persona un comportamiento como el mío me hizo ver hasta qué punto podía
llegar a ser irracional y dejarme llevar por las emociones. Por otro lado, ella veía en mí a alguien
que había pasado por lo mismo y seguía adelante, y a sus ojos, puede que incluso creyese que
había superado mis problemas. Pero yo sabía que la ansiedad no era algo que tuviese cura.
Duerme latente durante un tiempo y despierta furiosa para arrasar con todo y volver tu vida de
color gris. Ahora me tocaba disfrutar de lo bueno. Por primera vez, me sentía completa y en paz.
Aquel viernes de mitad de octubre recogí las autorizaciones para la excursión de la semana
próxima a la empresa de multiaventura. Al parecer, el centro realizaba dos visitas: una en otoño y
la otra en primavera, que tenían como finalidad potenciar las actividades deportivas entre los
alumnos y también dar mayor visibilidad al pueblo.
Al hacer el recuento, me percaté de que Elsa no me la había entregado. Los niños ya habían
empezado a salir de clase cuando la llamé.
—Elsa, espera un momento, por favor. —En cuanto nos quedamos solas, señalé las
autorizaciones—. Hoy era el último día y no me has entregado la tuya. ¿Es que no quieres ir?
La niña dudó qué decir.
—Sí que quiero —admitió—, pero no para practicar nada de lo que hacen allí.
—Tenía entendido que habías ido a alguna de las escuelas de verano que organizan, pensé que
te gustaba.
Al menos eso me había dicho Daniel cuando, después de que Sandra me abordase a la puerta de
casa, le preguntara por la relación que unía a su hija con ella. Me explicó que algunos veranos,
cuando le correspondía la custodia de la niña, la había llevado allí de campamento y se habían
encariñado la una con la otra.
—He ido muchas veces, pero ahora es… diferente. Me da miedo —dijo al fin.
—Entiendo —desde luego que la entendía—. Bueno, a mí también me daría un poco de respeto.
Pero la diferencia entre tú y yo es que tú ya lo has hecho antes y yo no tengo ni idea de lo que me
espera.
De hecho, solo iba en calidad de acompañante, nada de arriesgarme.
—Antes estaba deseando ir —admitió—, pero ahora pienso más en lo malo que me puede
pasar.
Me senté sobre la mesa y di una palmada a mi lado para que ella hiciese lo mismo.
—Si no fuese seguro, no iríamos, Elsa.
—¿Y si falla alguna cuerda? —insistió—. O me caigo y me hago daño.
—Bueno, estoy segura de que nadie quiere que le pase nada malo, la diferencia es que confían
en que no sucederá porque hay más probabilidades de que todo salga bien que de que se tuerza
algo y nos arruine el día.
—Pero existe la posibilidad de que algo salga mal —insistió—. Podría romperme algo.
—En el hipotético caso de que te hicieras daño, iríamos al médico y tus compañeros te harían
dibujos preciosos en tu escayola.
La niña comenzó a enrollar uno de los mechones largos de su cabello en un dedo.
—Tengo miedo de que me tengan que llevar al hospital —confesó con un tenue hilo de voz—.
Cuando iba a visitar a mi madre, todo el mundo parecía serio y triste, y olía raro. Los médicos
también me dan miedo porque cada vez que entraban en la habitación me hacían salir y cuando se
iban, mi abuela salía llorando. Mi madre estuvo mucho tiempo allí —se lamentó.
Se me instaló un nudo en la garganta difícil de digerir. Entendía la pérdida de Elsa, pero no
llegaba a imaginar el sufrimiento continuado de la niña mientras veía apagarse la vida de su
madre.
—No son lugares agradables —concedí—. A menos que visites la planta de maternidad. ¿Has
ido alguna vez? —Elsa negó con la cabeza—. Esa huele diferente, tiene un color diferente y todo
el mundo entra y sale con una sonrisa radiante. ¿A quién no le gustan los bebés? —La golpeé con
mi hombro con suavidad. Sonrió y asintió.
Suspiró y volvió a enredar de manera compulsiva el mechón de su cabello.
—Si voy y no quiero hacer alguna actividad, ¿me obligarás?
—¿Yo? Jamás. Pero te puedo prometer algo: si decides hacerlo, seré tan valiente como tú y
venceré el miedo contigo.
En cuanto lo dije, me di cuenta de lo impulsiva e irracional que había sido.
—¿De verdad? —Me miró ilusionada.
Era demasiado tarde, así que no tuve otra opción que ser consecuente y practicar con el
ejemplo.
—Te lo prometo —accedí con más entereza y seguridad de la que en realidad sentía. Elsa se
lanzó a mis brazos y yo me recreé en la increíble sensación de satisfacción al poder ayudarla a
salvar uno de sus miedos.
—¿Ocurre algo?
Daniel se quedó bajo el umbral de la puerta y nos contempló con interés. Nos deshicimos del
abrazo y le indiqué con una mano que pasase.
—Nada, no te preocupes. Lamento que hayas tenido que esperar.
—Me ha extrañado que Elsa tardara tanto en salir —explicó. La niña se acercó a su padre y él
se agachó para besarla en la frente—. Por eso he entrado a buscarla.
—Hablábamos sobre la excursión de la semana que viene y no nos hemos dado cuenta de que se
hacía tarde.
—Elsa está encantada de ir —afirmó Daniel, a todas luces ignorante de los temores de su hija.
Lo miré de manera significativa y él comprendió que teníamos que hablar.
—La abuela te espera en la puerta para ir a la tienda de Manuel a comprar los dulces que tanto
te gustan. ¿Qué te parece si te adelantas y me ahorras el suplicio de esperar a que la abuela hable
con todas las vecinas que entren a comprar? Yo me quedaré un rato hablando con Carmen.
La niña asintió, pero como no era tonta, se agachó y sacó de la mochila la autorización firmada.
La miró durante unos segundos y al fin me la entregó.
En cuanto nos quedamos solos, Daniel se acercó y tomó la autorización de mis manos.
—¿Por qué no te la había entregado? Se la firmé hace días.
—Porque Elsa tiene miedo de ir —confesé.
—No lo entiendo, ha ido otras veces y le gusta.
Le conté los temores de su hija, los reparos y la inseguridad que sentía y Daniel, como no podía
ser de otro modo, se desesperó.
—¿Y por qué no me lo ha contado a mí? —Se dejó caer a mi lado.
—Supongo que teme que no la comprendas. Pero puedes preguntárselo tú mismo. Habla con
ella y pregúntale qué le impide ir.
—No confía en mí —se lamentó—. Todavía no me ve como el salvavidas que quiero ser para
ella y no sé por qué.
—No creo que se trate de eso. Elsa te quiere, Daniel. —Puse una mano sobre las suyas para
reconfortarlo y él la atrapó con decisión—. Ahora mismo, eres todo su mundo. Piensa que lo más
probable es que no quiera que te preocupes, o que se avergüence porque puedas pensar que no es
valiente.
—Por supuesto que me preocupo, no sé cómo llegar hasta ella. Cuando parece que avanzo, de
pronto descubro cosas como estas.
—Solo te puedo recomendar que hables con ella y, si me lo permites, que busques ayuda
profesional para Elsa. Es una niña muy sensible, y si percibe que vas a estar a su lado
incondicionalmente, sin juzgarla, se abrirá a ti.
—Hablaré con ella y me plantearé llevarla a un psicólogo —concedió—. Muchas gracias,
Carmen—. Se llevó mi mano a sus labios y dejó un beso sobre los nudillos, tan largo y sentido
como inapropiado. Con disimulo, retiré la mano y me levanté de la mesa.
—No es nada. Ya sabes que si puedo ayudaros en algo, lo haré.
Me coloqué al otro lado y comencé a archivar todas las autorizaciones.
—Elsa te tiene un cariño muy especial. Creo que incluso llegó a pensar que tú y yo… —dejó la
frase a medias—. Ya sabes. Antes de que todo el mundo se enterase de que Víctor y tú estáis
juntos.
—Los niños suelen ser muy empáticos y Elsa tiene una sensibilidad extraordinaria. —Lancé
balones fuera, cada vez más incómoda.
—Yo también lo pensé —confesó—. Desde la primera vez que te vi, me caíste bien y lo cierto
es que me gusta cómo os lleváis mi hija y tú.
—No tiene sentido hablar sobre eso ahora. —Lo esquivé, y cuando estaba a punto de estar lejos
de su alcance, me tomó por el brazo para retenerme.
—Si Víctor no se hubiera adelantado y hubiésemos tenido la posibilidad de conocernos mejor,
¿crees que habríamos llegado a algún sitio?
—Te aprecio, Daniel. Me enternece y satisface la preocupación que tienes por hacer las cosas
bien con tu hija, pero desde el momento en que Víctor y yo coincidimos en este pueblo, en
realidad desde que nos volvimos a encontrar, no ha existido ni creo que exista nadie más para mí.
Tras mis palabras, el silencio se tornó denso, casi asfixiante. Moví el brazo para soltarme de su
agarre y él cedió.
—Perdona. Te aprecio como una amiga, de verdad. Es solo que me está resultando muy difícil
llevar esta situación y tú, con tu paciencia y cariño con Elsa, me facilitas las cosas. Pero por
favor, no pienses mal de mí ni te sientas incómoda.
—No te preocupes.
—Estoy seguro de que Víctor sabe la suerte que tiene —aseveró.
—Espero que sí.
Daniel puso las manos en los bolsillos y se movió inquieto. Como si tuviese algo que decir,
pero no se atreviese.
—¿Confías en él?
—Por supuesto. Y de verdad creo que esta conversación en este lugar y sobre mi vida privada
está totalmente fuera de contexto.
—No quería molestarte —suavizó el tono de su voz—. Disculpa si he sido demasiado atrevido.
Es solo que hay cosas que no sé si tú… No importa. Solo puedo decirte que espero de todo
corazón que Víctor no te decepcione.
Giró sobre sus talones y salió del aula.
Capítulo 46

VÍCTOR

El sonido de las hélices de la avioneta era ensordecedor y la vibración nos hacía dar pequeños
saltos que desestabilizaban nuestro equilibrio. Pero la adrenalina que ya circulaba por mi torrente
sanguíneo lo eclipsaba todo. Delante de la puerta, con el aire golpeándome en la cara, me ajusté
las gafas por última vez, miré abajo a los campos que se extendían formando cuadros de diferentes
tonos de verde y marrón, y con una sonrisa de satisfacción me lancé al vacío. Aquella sensación
de precipitarte, de no poder respirar y ser atraído por la fuerza de la gravedad era indescriptible.
Un pulso entre la tierra y el aire en el que para ganar tenías que mantener la calma y controlar tus
emociones hasta el momento adecuado y, entonces, abrir el paracaídas y disfrutar de un descenso
suave y controlado.
Cuando mis pies tocaron el suelo me sentía más vivo que nunca.
—¡Maldito cabrón! Has tardado demasiado en abrir el paracaídas.
Roberto, uno de los monitores que trabajaban en la empresa de Sandra, se acercó a mí hecho
una furia.
—Lo tenía todo controlado.
—¡Y una mierda! Eso dijiste la última vez y acabaste con contusiones por todo el cuerpo.
—Entonces voy mejorando, ¿no crees?
Roberto negó con la cabeza y me dejó por imposible. Volvió a la furgoneta y comenzó a cargar
las cuerdas y el material. Con un grito de euforia, Sandra tocó el suelo y corrió hasta que la fuerza
del impulso de la caída cesó.
—Tenemos que hacerlo más a menudo.
Sus ojos verdes brillaban de emoción y tenía las mejillas rojas.
—Ha estado bien —convine con una sonrisa—. Pero de momento, me conformaré con
actividades más normales.
—Por supuesto, cómo no —concedió con ironía—. Desde que estás con tu amor platónico no
eres el mismo.
Puse los ojos en blanco y comencé a caminar.
—Para empezar, no es platónico, es real. Y, para terminar, soy más yo que nunca.
—Claro, por eso seguro que le has contado que hoy hemos saltado en paracaídas.
—No voy a hablar contigo de mi relación con Carmen.
Llegamos hasta la furgoneta y subimos delante, al lado de Roberto. El trayecto hasta el pueblo
no duraría más de treinta minutos. Miré el reloj y comprobé que estaría en casa antes de que
Carmen llegase. Todavía con el subidón en el cuerpo, no paramos de hablar sobre las sensaciones
que habíamos sentido mientras caíamos desde el cielo. No era la primera vez que me lanzaba y
sabía que aquella euforia me acompañaría casi durante el resto del día. Sonreí al pensar cómo
podía aprovecharla.
Ya estábamos llegando cuando recordé que había un tema que quería hablar con Sandra.
—He oído que la semana que viene es la excursión que el colegio organiza todos los años.
Ella puso los ojos en blanco y desvió la mirada hacia el otro lado de la ventanilla.
—Puedes decir abiertamente que tu novia te lo ha dicho —contestó.
—Era una forma de hablar —me defendí—. ¿Estarás allí?
—Sabes que sí. Es el curso de Elsa.
—¿La has vuelto a ver?
—Menos de lo que me gustaría.
No quise entrar más en el tema porque sabía que le dolía.
—Cuenta conmigo para ese día también.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que tu novia se rompa una uña?
—Si no te conociese tan bien, pensaría que eres una arpía. Nos vemos la semana que viene.
Me despedí de ellos en cuanto entramos en el pueblo y me apresuré a regresar a casa.
Efectivamente, Carmen todavía no había llegado. Me di una ducha rápida, me cambié de ropa y
puse a calentar el asado que había dejado preparado esa mañana. Ante la insistencia de Baby, que
no paraba de ladrar y dar vueltas a mi alrededor, la saqué a dar un pequeño paseo. Cuando
llegamos, Carmen estaba en la cocina acabando de preparar la ensalada. Sonrió cuando me vio
entrar y, como cada vez que me regalaba ese gesto, mi corazón se hinchió un poco más.
—¿Tienes hambre? Ya he apagado el horno y la ensalada está casi lista.
La observé desde la puerta y me acerqué despacio hasta pegar mi pecho a su espalda. Fui
subiendo las manos por el contorno de su cuerpo y me detuve al rodear con ellas sus pechos y
sentir como se endurecían los pezones bajo mi tacto.
—Ahora mismo, mi hambre es de otra cosa —ronroneé junto a su cuello. Presioné con los
dientes donde el pulso le latía desbocado y lo calmé con la lengua.
—Vaya —jadeó—, ¿qué has hecho esta mañana que estás tan… motivado?
—Echarte de menos —afirmé. Y era cierto, pero no toda la verdad.
Presioné las caderas contra su trasero para que notase mi erección y con los pulgares excité la
cumbre de sus pechos. Como resultado, Carmen dejó caer los utensilios con los que mezclaba la
ensalada y se abandonó a mis caricias.
—Vale —jadeó—. Tú ganas.
Negué con la cabeza y chisté mientras la despojaba de la camisola que utilizaba para estar en
casa y la dejaba en ropa interior.
—Ganamos los dos.
Le di la vuelta y la subí sobre la encimera de la cocina. Ni siquiera me di el tiempo para
desabrocharle el sujetador, tiré de las copas y dejé los pechos al descubierto. Me di un banquete
con ellos mientras mis dedos resbalaban por los jugos de su sexo hasta que ya no pude más y allí
mismo poseímos nuestros cuerpos con desesperación.
Jadeantes, permanecimos abrazados hasta que nuestras pulsaciones se calmaron, al menos las
suyas, porque yo pronto estaría preparado para otro asalto.
—Me gustan estos recibimientos —susurró con voz somnolienta.
—Todavía no he terminado —advertí.
—No seré yo la que se queje. —Sonrió, me rodeó el cuello con los brazos y enredó los dedos
entre los mechones cortos de mi pelo.
Me embebí de sus labios rojos por mis besos, del rubor de sus mejillas y del brillo de sus
enormes ojos negros.
—Joder, estoy loco por ti —admití.
—¿Ah, sí? —Asentí despacio—. Pues demuéstrame cuánto. —Me tentó con sus caricias de
nuevo.
Y no tuvo que pedírmelo dos veces. En volandas la llevé hasta la cama y retozamos sobre las
sábanas hasta que la comida se convirtió en merienda.
Apoyados sobre las almohadas, dimos cuenta de las patatas asadas y la carne, algo reseca
después de recalentarla mientras hablábamos de todo y de nada a la vez.
—Hoy me ha confesado Elsa que tiene miedo de ir a la excursión de la semana que viene —
dijo Carmen.
—¿Por qué? —me extrañé. Esa niña conocía las instalaciones y las actividades que allí se
realizaban como si fuese su propia casa.
—Porque teme hacerse daño.
—Sandra no dejaría jamás que la niña corriese peligro. Es una excelente profesional que sabe
lo que se hace —respondí al tiempo que pinchaba una de las patatas.
Levanté la cabeza cuando me di cuenta del silencio que se instaló entre nosotros y descubrí que
Carmen me fulminaba con la mirada.
—Yo tampoco dejaría que ningún alumno mío corriese peligro —se puso a la defensiva.
—Por supuesto —admití—. Lo que quería decir es que ella es la que se encarga de la seguridad
y de supervisar las actividades. Sabe la responsabilidad que conlleva acceder a que los niños
visiten su empresa.
—Pero has dicho Elsa. No los niños en general.
—Porque estábamos hablando de ella.
—Claro. —Dejó el plato al lado de la mesilla de noche y se incorporó—. El caso es que tú
siempre la defiendes. Como si fuese perfecta.
Seguí confuso cada uno de sus movimientos mientras se pasaba la camiseta por la cabeza para
cubrirse.
—¿Estás celosa?
—No digas tonterías.
Intentó alejarse, pero yo fui más rápido. La sujeté por el brazo y de inmediato la tuve en la cama
debajo de mi cuerpo.
—Pues yo apostaría a que sí. —Tenía sus muñecas inmovilizadas a cada lado de la cabeza y sus
ojos me fulminaban con la mirada.
—No estoy celosa.
—Porque sabes que no tienes motivos. —Moví las caderas y las encajé entre sus piernas.
—Exacto.
—Solo estás un poquito molesta porque crees que yo creo que Sandra es perfecta. —Imprimí
más presión y rocé la entrada de su sexo, pero me retiré en cuanto ella salió a mi encuentro—.
¿Podría ser?
Intentó moverse para lograr la fricción precisa que ambos necesitábamos, pero no la dejé.
—Podría ser —accedió entre molesta y excitada.
—Pero sabes que no es verdad. —La recompensé volviendo a posicionarme en el ángulo
correcto y adentrándome solo unos milímetros. Aunque me costó, apreté los dientes y me retiré—.
Di que sabes que no es verdad.
Carmen gimió.
—¿Qué clase de interrogatorio y tortura policial es esta? —se quejó.
Si no hubiese estado tan jodidamente excitado, habría soltado una carcajada. Pero estaba
demasiado ocupado conteniéndome.
—Sé buena y colabora con las leyes del orden. Sabes que la única persona perfecta para mí
eres tú, ¿verdad? —Esta vez me introduje unos centímetros más y permanecí inmóvil—. ¿Verdad?
—insistí.
—Sí, sí, sí —gruño jadeante—. ¿Contento?
Me impulsé del todo hasta estar dentro de ella. Arqueó la espalda y soltó una erótica
exclamación que me puso a más de cien.
—Ahora sí estoy contento. Y haré que tú lo estés también —le prometí.
Capítulo 47

CARMEN

El día de la excursión llegó y con él la excitación y los nervios de los alumnos. Los míos los
escondí detrás de sonrisas comprensivas y suaves reprimendas para que permaneciesen quietos en
los asientos del microbús. De vez en cuando, miraba a Elsa, que curiosamente había encontrado en
Mario el aliado perfecto. El niño irónico, el que boicoteaba las clases con sus chistes y parecía
que todo le daba igual, resultó ser el mayor defensor de las injusticias y de los más débiles.
Coincidí con la mirada de Elsa, asustada, y mi sonrisa se estiró para transmitirle toda la
tranquilidad que pudiese.
—Y aquí estamos los nuevos —se quejó mi compañero de asiento—, camino de un campo de
tortura al que disfrazan de diversión. Los veteranos nos la han colado pero bien. Un profesor de
música y la nueva tutora. No te ofendas, Carmen. Ya sabes a lo que me refiero. Esta excursión
tendría que ser para Ana, que es la profesora de educación física.
Sonreí por el infantil enfado de Carlos y señalé lo obvio.
—Y seguro que hubiese venido si no estuviese embarazada.
—No es preciso que haga ningún tipo de ejercicio, esa sería la excusa perfecta y nadie diría
nada. ¿Qué pretexto pondremos nosotros? ¿Te has parado a pensarlo? Porque yo me niego a
lanzarme en tirolina, escalar o lo que se tercie.
—Nosotros vamos en calidad de supervisores —le tranquilicé y de paso me lo repetí a mí
misma—. Allí habrá monitores que se encargarán de hacer las actividades con ellos.
O al menos eso me había asegurado la directora en la reunión.
—Sí, claro. Si esta excursión fuese un camino de rosas, no habríamos venido nosotros para
relajarnos y tomar el sol. Habría venido la cúpula central —aseguró refiriéndose al equipo
directivo del centro.
—Yo soy la tutora de este curso, habría venido igual —le rebatí.
—¿Es que no lo ves? Por eso te dieron esta tutoría —afirmó Carlos convencido.
Cuando llegamos vimos el cartel de «Aventúrate» en la entrada y a Sandra, perfectamente
equipada con sus pantalones de deporte y la sudadera a conjunto, esperándonos en la puerta de
acceso.
Desde el día en el que tuvimos aquella desagradable discusión no habíamos vuelto a hablar.
Nos habíamos cruzado alguna vez en el pueblo o en la taberna de Raimundo, pero si podíamos
evitarlo, no nos saludábamos. Bajé del autobús y fui dando las instrucciones a los niños para que
no se alejasen hasta que estuvieran todos reunidos. Vi cómo Elsa levantaba la mano para saludar a
Sandra y esta le correspondía con una sonrisa radiante. No se podía posponer más lo inevitable y
me acerqué para hablar con ella.
—Buenos días. Ya estamos listos. Les hemos explicado a los niños las actividades que harán,
pero les daría mucha más seguridad que tú les detallases cada una de ellas. Ya sabes, el orden,
instrucciones y todas esas cosas.
—Sé hacer mi trabajo —espetó con sequedad.
—Eso espero —le contesté.
Sandra pasó por mi lado y, como si tuviese doble personalidad, se transformó en una persona
totalmente diferente a la que había hablado conmigo. Era todo sonrisas, bromas, positivismo y
mucho entusiasmo. Los niños gritaron y aplaudieron emocionados, pero sobre todo motivados tras
su discurso.
Los organizó en tres grupos de cinco para turnarse a hacer las actividades y les asignó un
nombre.
—Valientes, un paso adelante —los llamó. Tres niñas y dos niños avanzaron y les colocó un
pañuelo de color rojo—. Héroes, vuestro turno. —Les puso un pañuelo verde—. Campeones,
conmigo. —Les puso un pañuelo amarillo y se autoasignó el grupo en el que, casualmente, estaba
Elsa.
El otro monitor que había llegado poco tiempo después se puso a mi lado y me tendió la mano.
—Tú debes de ser Carmen, la novia de Víctor —sonrió—. Yo soy Roberto.
—Encantada, Roberto.
—Bueno, dime. ¿Con qué grupo te quedas?
—¿Yo? —me extrañé.
—Claro. Yo iré con uno y tú con el otro —explicó.
—No, debe haber un error.
Carlos, que había estado todo este tiempo en segundo plano, soltó una tosecilla significativa
que venía a decir «te lo dije». Roberto, tras una carcajada, lo señaló.
—Tú tampoco te libras. Te necesitaremos de apoyo. —Se giró hacia mí—. Supongo que si
sales con Víctor, tendrás algún tipo de experiencia.
—Ninguna —negué cada vez más nerviosa.
—¿No te gustan este tipo de deportes? —se extrañó.
Negué con la cabeza y empecé a tirar del bajo de la camiseta.
—Bueno, no importa —respondió contrariado—. Tendrás ayuda, no te preocupes. Yo me
quedaré con el equipo «Héroes» y tú con el «Valientes». ¿Te parece bien?
Lo cierto es que no. Nada me parecía bien, pero la sonrisa de suficiencia de Sandra me incitó a
asentir. A partir de ese momento me sentí como si hubiese subido a una cinta transportadora y me
llevasen de un sitio a otro, sin poder de decisión. Roberto me puso el casco y me entregó un arnés
mientras yo me concentraba en respirar el aire suficiente para no hiperventilar.
—Vamos —me animó—, no es para tanto, te lo digo yo.
Roberto intentó tranquilizarme, pero conforme ascendíamos por la ladera de la montaña más me
temblaban las piernas. Solo al llegar arriba y ver la cuerda me di cuenta de que íbamos a
lanzarnos en tirolina. El grupo de Sandra ya estaba preparado y uno a uno los niños comenzaron a
lanzarse mientras ella controlaba con las cuerdas la velocidad del descenso. El corazón comenzó
a latirme desbocado, se me secó la boca y sentí tanta debilidad en manos y piernas que temí que
no me sostuviesen.
—No puedo hacerlo —escuché sollozar a Elsa.
—Claro que sí, cielo. Lo has hecho muchas veces, ¿es que no te acuerdas? —la animó Sandra.
—Pero ahora no quiero.
—No tienes que tener miedo —insistió.
—¿Dónde está Carmen? —sollozó la niña y giró en mi búsqueda.
—Estoy aquí —dije con voz trémula.
La niña se escapó del lado de Sandra y se abrazó a mi cintura.
—Me dijiste que no me obligarían.
—Y no lo harán —le prometí. De hecho, la niña y yo bajaríamos de allí de inmediato.
Entonces Elsa reparó en que yo también parecía preparada para lanzarme en tirolina.
—¿Tú lo harás?
Había duda, pero también tanta esperanza en su voz que no supe qué decir.
—Vamos a empezar por ponerte el arnés —intervino Roberto—. Iremos paso a paso, ¿de
acuerdo?
Me lo quitó de las manos y se arrodilló para que pasara las piernas. Como hasta el momento,
obedecí como un autómata mientras sujetaba de la mano a Elsa. Solo cuando se disponía a
ajustarlo, una voz muy familiar lo interrumpió.
—Aleja las manos de ella, Roberto, que nos conocemos. —Víctor, sonriente, palmeó la espalda
de su amigo y lo apartó a un lado—. Hola, preciosa —susurró a mi oído mientras me ajustaba las
cintas.
—¿Qué estás haciendo aquí? —murmuré.
—¿A ti qué te parece? —Me guiñó un ojo.
—Me dijiste que hoy tenías algo importante que hacer —le reproché confusa.
—¿Y qué hay más importante que pasar una mañana de aventuras contigo? Vamos. —Tomó la
única mano que me quedaba libre y nos arrastró a Elsa y a mí hasta la plataforma donde nos
engancharíamos en el arnés.
—Víctor… —le advertí cada vez más nerviosa.
—Será como un paseo en bici, ¿confías en mí?
Confiaba en él, en quien no lo hacía era en mí. En las reacciones que desencadenaría
exponerme de ese modo a alterar mi ritmo cardíaco, de manera totalmente gratuita, sin necesidad
ninguna.
—Muy bonito y romántico —interrumpió Sandra—. Pero hay más niños esperando.
Y era cierto, los miembros de mi equipo se impacientaban, así que, como cuando era niña,
empecé a dejarlos pasar para quedarme la última. Bueno, yo y Elsa. A ambas nos sudaban las
manos, pero no nos soltamos en ningún momento. Mientras Víctor charlaba alegremente con
Roberto y algunos de los niños, a mí la altura cada vez me parecía mayor y la velocidad más
rápida.
—Vamos, Elsa —la animó Sandra. Ya no quedaba nadie más y ambas nos miramos—. Vamos,
cielo. Sé que tú puedes. Cuidaré de ti en todo momento.
La niña me miró y supe lo que me pedía. Que me lanzase yo primero para comprobar que,
efectivamente, no ocurría nada malo. Me sentí presionada por la situación; por la esperanza que
tenía Elsa puesta en mí; por Víctor, que parecía entusiasmado ante la idea de compartir conmigo
aquella mañana, y por la ceja insolente de Sandra que me retaba a echarme atrás. Y a mí la
presión jamás me había sentado bien. Avancé un paso y miré abajo. Se me encogió el estómago y
me mareé, pero cuando me quise dar cuenta, Sandra había enganchado el arnés a la polea. Me di
la vuelta dispuesta a alejarme, pero la cuerda tiró de mí, perdí el equilibrio y me precipité al
vacío. Escuché el grito de Víctor y una maldición de Sandra. El aire abandonó mis pulmones y el
corazón empezó a latir con fuerza contra mis costillas tan rápido y con tanta violencia que tuve la
certeza de que se detendría en cualquier momento, como le había sucedido a mi padre. Iba a morir
y ni si quiera le había dicho a Víctor que lo amaba.
El golpe seco del tope de la polea al llegar al final me zarandeó. No podía hablar, no tenía ni
fuerzas para mantenerme en pie, así que solo me sostenía el arnés. Escuché pasos acercarse y al
momento sentí a Víctor a mi lado soltándome.
—Carmen —me llamó. Me tomó en brazos y se sentó conmigo en el suelo, con la espalda
apoyada en un tronco—. ¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? No nos ha dado tiempo a tirar de la
cuerda para controlar la velocidad hasta que ha sido demasiado tarde. Por favor, háblame.
—Me…, me ahogo —dije al fin. Sentía una presión insoportable en el pecho y no podía hacer
inhalaciones profundas—. No…, no puedo respirar.
Las lágrimas, calientes, empezaron a nublarme la vista. Por un momento fui consciente de los
ojos de los niños fijos en mí, como años atrás. No distinguí sus rostros, porque todo giraba a mi
alrededor. Gemí de pesar, de vergüenza y de miedo. Temí cerrar los ojos y no abrirlos más, pero
cada vez el dolor era más agudo, más lacerante y terrorífico.
—Víctor, déjame. —Roberto llegó junto a nosotros y lo obligó a tenderme sobre el suelo.
Sentí cómo me abría la chaqueta y con cuidado me la quitaba. Me tomó la tensión porque noté
el brazalete presionar el brazo.
—Tiene las pulsaciones disparadas y la tensión alta. Le puedo dar un diazepam, pero no soy
médico, Víctor. Y debería verla uno.
—¡Joder! —exclamó Víctor asustado.
—Podemos llamar a una ambulancia, pero…
—No perderé tanto tiempo —objetó—. La llevaré yo mismo al consultorio.
Sé que me cargó en brazos, me metió en el coche y condujo como un loco mientras repetía una y
otra vez que iba a estar bien y que no dejaría que me sucediese nada malo. Pero lo viví todo como
en una nebulosa de miedo y dolor.
Frenó frente a la consulta del médico y lo llamó a gritos mientras los vecinos que allí esperaban
se levantaban asustados. Escuché como Víctor relataba lo sucedido y después solo noté manos
sobre mi cuerpo, prácticamente desnudo, mientras me pegaban y conectaban cables, hablaban
entre ellos y recitaban cosas sobre mi historial médico. Me inyectaron algo y después me envolvió
la terrorífica y silenciosa oscuridad.
Capítulo 48

VÍCTOR

Di vueltas por la sala de espera como un lobo enjaulado después de que el médico me sacase de
la consulta de un empujón. Los vecinos que aguardaban a ser visitados se mantuvieron en silencio
y convenientemente alejados de mí. Tan pronto me sentaba como me levantaba, andaba de un sitio
a otro, me acercaba hasta la puerta para poder escuchar algo y al no conseguirlo volvía a
desgastar el suelo con pasos enérgicos. Después de lo que me pareció una eternidad, el médico
abrió la puerta. No me equivoco si afirmo que todos los presentes se levantaron en el acto.
—Pasa, Víctor —me pidió.
—¿Pero la niña está bien? —preguntó doña Remedios. Un eco de voces apoyó a la anciana y el
doctor se vio en la obligación de tranquilizarlos y de paso a mí.
—Está bien. Ahora siéntense, que en un momento les atiendo.
Entramos en su consulta y cerró la puerta a su espalda.
—¿Cómo está, Javier? —me impacienté.
—Está descansando en la sala de enfermería. Le hemos administrado un calmante y se ha
dormido.
—Quiero verla —exigí nervioso.
—Ahora te pasaré con ella, antes deja que te explique: le hemos hecho un electrocardiograma
de urgencia y no ha salido nada anormal. Es cierto que tenía tanto las pulsaciones como la tensión
arterial demasiado alta, pero todo indica que es debido a la crisis de ansiedad que ha sufrido.
—No lo entiendo. ¿Eran todo nervios? ¿Y el dolor en el pecho?
—No puedo contarte demasiado sin estar la paciente presente, solo te diré que por la sacudida
que sufrió cuando chocó con el tope de la polea, parece que tiene un desgarro muscular que le
impide respirar con normalidad. Eso no hizo más que acrecentar la sensación de estar sufriendo un
ataque al corazón, que a su vez aumentó la ansiedad y la dificultad para respirar. Para que lo
entiendas, es como la pescadilla que se muerde la cola. En condiciones normales, es muy difícil
saber si se trata de un fallo cardíaco o no porque los síntomas de un ataque de pánico son muy
parecidos, por ello siempre es mejor descartar con pruebas complementarias como un electro.
—¡Joder! Pensé que le estaba dando algo.
—Y ella también lo pensó —me interrumpió Javier—. De hecho, estaba convencida. Los
síntomas de alerta de su cuerpo se activaron y su cerebro la convenció de que estaba realmente en
peligro. Lo que te quiero decir es que no ha exagerado. Lo ha sentido de verdad.
Aguardé a que mi cerebro procesara sus palabras, pero lo cierto es que no estaba en
condiciones de ser demasiado receptivo.
—Me cuesta mucho de entender —admití. Porque, joder, cuando me dolía algo, yo sabía si era
por una rotura muscular, una contractura o tenía que ver con un órgano interno.
—Te aconsejo que hables con ella y que tengas paciencia. No te agobies. Por el momento, pasa
a enfermería y quédate con ella hasta que despierte.
Me vi sobrepasado. Entre otras cosas porque todavía estaba asustado, nervioso y debo
reconocer que algo molesto. ¿Por qué Carmen no había confiado en mí y me había contado que
sufría de ansiedad? Aunque, si era sincero conmigo mismo, podía llegar a intuir algo. Pero jamás
pensé que ese «algo» fuese tan serio que pudiese desencadenar la necesidad de requerir asistencia
médica.
Suspiré y mis hombros se hundieron, fue como si toda la tensión acumulada abandonase mi
cuerpo de golpe.
—Gracias, Javier.
—No tienes que dármelas. —Me palmeó la espalda y cruzamos su consultorio hasta la
habitación continua que hacía las veces de enfermería—. Elisa todavía recuerda y te agradece el
día que se puso de parto y la llevaste al hospital porque yo estaba en una urgencia en el pueblo de
al lado.
—Yo también lo recuerdo —admití al recordar cómo gritaba, maldecía a su marido por no estar
con ella y me pedía que no la dejase sola hasta que Javier llegase—. Desde entonces no veo a tu
mujer con los mismos ojos ni la escucho con los mismos oídos.
Javier soltó una carcajada y abrió la puerta. Me quedé paralizado al ver a Carmen, dormida,
sobre la camilla. Su cabello negro, suelto alrededor de su rostro, todavía la hacía parecer más
pálida.
—¿Qué pasará cuando despierte? ¿Cómo estará? —susurré.
—Es posible que algo aturdida, confusa y débil por la dosis del calmante. Le explicaremos qué
le ha pasado y la tranquilizaremos. Le recetaré un relajante muscular durante algún tiempo y
enseguida se pondrá bien.
Asentí y avancé hasta llegar junto a ella. Javier llamó la atención de la enfermera que estaba en
un rincón organizando el botiquín para que lo acompañase a su consulta, y ambos salieron y nos
dejaron solos. A través de las láminas de la cortina se filtraba la luz e incidía sobre Carmen, como
si la posición de la camilla fuese estratégica para conseguir dicho efecto. Parecía salida de un
cuento infantil, a la espera de que un príncipe la besase y pudiera despertar de su encantamiento.
Avancé hacia ella mientras del otro lado de la puerta se escuchaban amortiguadas las
conversaciones del resto de pacientes. Cogí uno de los taburetes que había a sus pies y me senté a
su lado. Con suavidad, aparté un mechón de cabello que le debería estar haciendo cosquillas en la
mejilla y la acaricié con cuidado. Su piel seguía estando fría, pero poco a poco parecía ir
recobrando color. Dormía tan profundamente que ni se percató de mi contacto. Decidí llamar a
Sandra y le dije que todo estaba bien, sin entrar en detalles, le conté que el dolor era debido a un
desgarro muscular.
—Víctor, lo siento mucho —se lamentó—. Se cayó y no me dio tiempo a controlar la cuerda.
—Ya lo sé. Lo vi. No te preocupes.
Hubo unos momentos de silencio hasta que Sandra volvió a hablar.
—Me alegro de que esté bien, de verdad. Sabes que yo no… —dudó—, no la hubiese dejado
caer.
—Sé que fue un accidente —la tranquilicé.
—El caso es que no puedo permitirme accidentes en mi empresa, Víctor —dijo nerviosa.
—Pues que esto sirva para que no vuelva a suceder —repliqué cansado.
—¿Crees que tendré algún problema?
—Quieres saber si Carmen tomará medidas contra Aventúrate o contra ti —afirmé.
—Lo siento, no quiero parecer fría. De verdad que me preocupa tu novia, pero mi vida entera
depende de esta empresa.
—No creo que tengas nada de lo que preocuparte.
—Eso espero —suspiró.
—Tengo que dejarte.
—Lo entiendo y dile a Carmen que lo siento mucho.
Después de colgar, comprobé que seguía dormida y contacté con el colegio. Tras preguntarme
por su salud, me dijeron que el profesor que acompañaba a Carmen ya les había puesto al tanto de
lo sucedido y que habían enviado a uno de refuerzo para acompañar a los niños, que estos en un
principio se habían asustado, pero que tanto Sandra como los monitores les habían convencido de
que todo estaba bien. Después de unos minutos, allí, a solas con ella, solo se me ocurrió una
persona a la que llamar capaz de aclararme muchas cosas. Contestó al segundo tono.
—Si me llamas para echarme la bronca por no haber hablado contigo hasta ahora, tienes razón.
Pero tenía mis motivos. Primero tenía que gestionarlos yo y luego ya…
—Hoy Carmen ha tenido una crisis de ansiedad. Estoy en el médico con ella —le interrumpí.
Escuché como Pablo se alejaba del ruido del tráfico de la calle porque el sonido poco a poco
se iba amortiguando.
—Pásamela —exigió.
—No puedo. Le han administrado un calmante y ahora duerme. Pero aunque no fuese así,
tampoco lo haría. Tienes que hablar conmigo primero.
Me levanté y apoyé el hombro en el marco de la ventana.
—Mierda, Víctor. Yo sé cómo tratar con esto.
—Por eso te he llamado. Necesito explicaciones.
—¿Por qué no quieres que lo solucione yo? Sé cómo hacerlo.
Inspiré hondo para no mandarlo a la mierda como realmente me apetecía y decirle dónde podía
meterse toda esa sobreprotección y el papel de ser el único protector de Carmen que él mismo se
había asignado.
—Porque eres mi amigo, la quieres y sabes lo que siento por ella.
—Es jodido, Víctor. Para entender y convivir con una persona que tiene ansiedad generalizada,
debes tener la mente muy abierta. Porque lo que para ti es algo obvio y sencillo a simple vista,
ella deberá escalar una montaña para descubrirlo.
—¿Ansiedad generalizada? Me suena a chino todo lo que me dices —reconocí. Me pasé la
mano por el pelo y la enlacé en la nuca—. Quiero saber desde cuándo sufre ataques de ansiedad,
qué los ocasionan y cómo puedo ayudar. No pienso dejarte hablar con ella hasta que obtenga
respuestas.
—Joder, Víctor. Eso tendría que contártelo ella.
—Y lo hará. Pero ahora necesito que mi mejor amigo me eche una mano porque hoy, durante lo
que me ha parecido una eternidad, he pensado que tenía una enfermedad física de verdad y que
podía sufrir un infarto. Y si le sucede algo, si ahora que la tengo, la pierdo, me volveré loco.
Pablo suspiró al otro lado.
—Cuéntame qué ha pasado.
Se lo relaté de manera breve y concisa hasta llegar a la conclusión que nos había dado el
médico y el tratamiento para el desgarro muscular.
—Carmen sufre de ansiedad desde la muerte de su padre —empezó Pablo—. Hasta entonces
era una niña muy diferente a la que tú conociste, casi intrépida, diría yo. Pero todo cambió tras ese
fatídico momento. —Pablo hizo una pausa larga, como si estuviese sopesando qué decir hasta que
finalmente habló—: Quiero que te lo cuente ella. Yo solo puedo decirte que no finge estar mal.
Realmente lo siente. Su cabeza funciona a mil por hora y aunque hay días que en los que lidiar con
sus miedos se vuelve cuesta arriba, siempre sigue adelante y escala esa montaña hasta que la hace
suya. Se preocupa en exceso, y ya no solo por sí misma, también por la gente a la que quiere.
Pensar que les pueda suceder algo se convierte casi en una obsesión.
Recordé su cara de preocupación cuando me lastimé en el hombro, en la rutina que se había
convertido el tener que llamarla cada vez que llegaba al trabajo o salía de él para que estuviese
tranquila de que había llegado bien o pudiese controlar la hora de llegada. Pero también reconocí
cómo mi instinto, la parte más vergonzosa de él, le había ocultado cosas porque ya entonces intuí
que sufría demasiado por mí.
—¿Cómo puedo ayudarla? —Me concentré en el ir y venir de los vecinos que pasaban por la
calle.
—La única manera que sé es escuchándola, comprendiéndola. La he protegido siempre porque
lo que has visto tú hoy, yo lo he vivido más veces de las que me gustaría.
Me callé mi opinión sobre cómo creía que había actuado porque no me pareció el mejor
momento, pero algún día hablaríamos sobre ello.
—Tengo que dejarte. —Carmen empezó a moverse y acudí de inmediato a su lado.
—Víctor, dile que me llame en cuanto pueda.
—Lo haré. —Colgué sin demora y me agaché cuando la vi intentar abrir los ojos. Sus pupilas,
casi imperceptibles por la oscuridad de sus ojos, se dilataron en cuanto me vieron—. Hola —
murmuré con una sonrisa.
Aturdida, miró a todos lados hasta que recordó todo lo sucedido y el miedo volvió a desfigurar
su rostro.
—Estás bien —la tranquilicé.
Javier entró en ese momento, como si el instinto lo hubiese avisado de que su paciente se había
despertado. Sonriente, se acercó hasta ella.
—Nuestra Bella Durmiente se ha despertado —bromeó—. ¿Cómo te encuentras, Carmen?
—No lo sé —reconoció aturdida—. Creo que me sigue doliendo aquí.
Se frotó encima del pecho izquierdo.
—Si te parece, te explicaré todo delante de Víctor; antes le he hecho un resumen rápido, pero si
prefieres que salga, es tu decisión.
—Quiero que se quede —dijo de inmediato y me tomó la mano.
—Perfecto —aceptó—. El dolor que sentías y que seguirás sintiendo durante unos días en el
pecho es debido a un desgarro muscular por la sacudida que sufriste al chocar con la polea. Te
hemos dado un calmante —explicó—. Recordarás que te hemos hecho un electrocardiograma. —
Ella asintió y Javier apretó su mano para reconfortarla—. Ha salido todo bien. El dolor, junto con
la crisis de ansiedad, es lo que ha desencadenado esta situación. Te recetaré relajante muscular
para unos días y pronto estarás como nueva. Cuando quieras te puedes incorporar. Ahora vuelvo
con el informe y las pautas de medicación, ¿de acuerdo?
Carmen asintió. Javier le guiñó un ojo y salió de la consulta.
—Nos vamos a casa, Baby —susurré cerca de su rostro. Ansiaba besarla, abrazarla, pero al
mismo tiempo temía no saber gestionar bien la situación o las posibles situaciones que se
presentasen. Gruesas lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas y, avergonzada, desvió la
mirada de mi rostro.
—Lo siento —se lamentó con la voz tomada.
—Eh —Con cuidado giré su rostro hasta que se encontró con el mío de nuevo—, no tienes nada
que sentir. No ha sido culpa tuya, fue un accidente.
—Siento haber asustado a los niños, a ti y… —dudó.
Agachó la mirada y empezó a llorar de nuevo, en silencio. Un silencio desgarrador mucho más
sentido por lo que ocultaba que por los tímidos hipidos que soltaba.
—Aquí tienes los papeles —nos interrumpió Javier—. Cualquier duda o consulta, no dudes en
ponerte en contacto conmigo.
Carmen se apresuró a limpiarse las lágrimas y asintió. La ayudé a incorporarse y la sentí débil
entre mis brazos, pero también algo reticente a mi contacto, y esa sensación no me gustó.
—¿Podemos salir por la calle de atrás? —pedí.
Sabía que los vecinos no tardarían en asaltarnos en cuanto pusiésemos un pie fuera de allí y que
lo último que necesitábamos era tener que dar explicaciones a curiosos.
—Por supuesto —asintió comprensivo Javier.
La enfermera nos acompañó a través de la consulta de Javier a otra que hacía las veces de
almacén de material y de ahí a la calle trasera. Nos despedimos y en silencio caminamos las dos
calles que nos separaban de casa. No me preocupé de recoger el coche. Lo dejé aparcado a la
puerta del consultorio con la intención de ir a recogerlo en cuanto me fuese posible.
—¿En tu casa o en la mía? —pregunté en cuanto cerré la puerta de entrada.
—En la mía —susurró. Empezó a subir las escaleras y yo la seguí, atento a cualquier
movimiento o gesto.
Nada más entrar, se dirigió a su habitación y yo me propuse seguirla, pero cerró la puerta casi
en mis narices. De acuerdo, no estaba invitado. Ni siquiera Baby lo estaba, que lloriqueaba a mi
lado sin comprender por qué su dueña no le había hecho caso. Ambos nos quedamos al otro lado
de la puerta, impotentes, mientras la escuchábamos sollozar.
—Carmen, abre, por favor —rogué mientras apoyaba la frente en la puerta.
Después de lo que me pareció una eternidad, abrió la puerta con los ojos rojos e hinchados.
Miré tras ella y vi que había un cuaderno sobre la cama.
—Siento que me hayas visto así —dijo con bastante más entereza que la que le intuía.
—Yo siento no haber sabido cómo ayudarte todo este tiempo —dije con sinceridad. Enmarqué
su rostro en mis manos y bebí las lágrimas de sus mejillas con mis besos—. Necesito que confíes
en mí, Carmen. Por favor, prométeme que lo harás.
Ella negó con la cabeza, casi de manera imperceptible.
—¿Por qué no? —me desesperé—. ¿A qué tienes miedo?
—Esta es una parte de mí, la más difícil. Esta maldita ansiedad siempre estará conmigo —se le
rompió la voz y a mí el alma al escucharla.
—No me importa. ¿Qué tiene de malo esa parte de ti?
Me miró como si estuviese loco, negó con la cabeza y me rodeó hasta sentarse en el sofá con
las piernas cruzadas. Hizo un gesto de dolor al dejarse caer y apretó la mano contra su pecho.
—Al final seré una carga —dijo convencida.
Llegué junto a ella y me acuclillé a sus pies.
—¿Quién te ha metido en la cabeza semejante gilipollez?
—La experiencia me ha enseñado que al final…
—Yo no soy como ninguno de los tipos con los que has tratado antes —la corté al intuir por
dónde iban los tiros.
—¿Y si no puedes entenderme? ¿Y si con el tiempo te cansas de intentarlo? ¿Y si te agobian mis
fantasmas? —bajó el tono de su voz y sollozó—. ¿Y si no puedes soportarlo y me dejas?
Negué con vehemencia porque si lo que ella necesitaba es que yo luchase a su lado contra sus
fantasmas y desmontase uno a uno sus miedos, eso haría. Las veces que hiciese falta. Todo con tal
de que ella comprendiese que mi amor siempre había estado ahí. Ya lo estaba cuando no era
correspondido, cómo no iba a estarlo ahora que mis labios sabían lo que era besarla, mis brazos
abrazarla y mi cuerpo necesitarla casi tanto como respirar.
—¿Y si además de entenderte, te acompaño? —rebatí—. ¿Y si plantamos cara juntos a nuestros
fantasmas? Porque yo también los tengo, ¿sabes? —Ella sollozó y yo apoyé la frente contra la
suya.
—No alcanzas a entender lo que dices. ¿Por qué harías algo así?
Negué con la cabeza. ¿Cómo podía estar tan ciega para no verlo?
—¿Por qué no se te ha pasado por la cabeza con todos esos «y si» que me has dicho el más
importante? —Sujeté su rostro con mis manos para que me mirase a los ojos y le solté mi secreto
más antiguo, mi única y certera verdad—: ¿Y si te quiero?
Capítulo 49

CARMEN
—Repítemelo —le pedí emocionada, incapaz de deshacer el nudo que se había instalado en mi
garganta.
—Te quiero —afirmó con voz profunda y decidida. Y vi tanta verdad en sus ojos que mi alma
se llenó de luz.
Negué casi de manera imperceptible y le pedí que lo repitiese.
—Dímelo como antes, con el «y si» —dije avergonzada.
Entrecerró los ojos, pero no dudó ni un segundo en complacerme.
—¿Y si te quiero? —exclamó con convicción.
Se me encogió el corazón y un sollozo escapó de mis labios.
—Jamás, ningún «y si» me había parecido tan maravilloso —reconocí.
Víctor me rodeó con sus brazos y apoyé la cabeza sobre su hombro, en el hueco de su cuello
mientras lloraba de nuevo.
—Es mi verdad.
Se sentó a mi lado en el sofá y tiró de mí hasta que quedé recostada sobre su pecho. Sentí
palpitar su corazón, fuerte y seguro, y me concentré en él. En la sensación de paz después de un
día que me gustaría olvidar.
—¿Y si el amor no es suficiente? —medité en voz alta.
—Por eso, detrás de él, apoyándolo, tendremos el respeto, la comunicación y, sobre todo, la
confianza. Carmen, necesito que creas en mí, en nosotros —especificó— y que me cuentes las
cosas. No quiero solo lo bonito, lo que aparentemente es perfecto, porque eso sería una mentira.
Quiero la realidad de tu día a día, quiero tus amarillos brillantes y tus azules oscuros, porque esas
luces y sombras te hacen ser como eres. Y así es como te conocí, me cautivaste, y me enamoré de
ti.
Sabía lo que me estaba pidiendo igual que sabía que se merecía conocer aquella parte que solo
mi familia y mis amigas más allegadas sabían.
—Sufro ansiedad generalizada desde los diez años a raíz de la muerte de mi padre —reconocí
en un hilo de voz—. No sabía qué era lo que tenía hasta que mi madre me llevó al psicólogo.
Hasta entonces, vivía en una angustia constante, por todo. Me sentía enferma, me dolía la barriga
todos los días y tenía la sensación de que algo malo me iba a suceder. Era como si mi mente
boicotease cada pensamiento, acción o suceso que me rodeara. —Guardé silencio para ordenar lo
que quería decirle al tiempo que acariciaba con movimientos circulares su pecho—. Andrés me ha
ayudado a comprenderme, a conocer en qué consiste la ansiedad y a no sentirme un bicho raro. No
al menos la mayoría de las veces.
—¿Quién es Andrés? —me interrumpió.
—Andrés es mi psicólogo desde que era una niña. Hay épocas en las que necesito hablar más
con él y otras en las que me siento bien, tranquila y en paz, y el contacto se reduce a llamadas de
control, básicamente.
—¿De qué depende que estés bien o mal? —preguntó con suavidad. Una de sus manos se
enredó en mi cabello y empezó a deslizar los dedos por él.
—Ojalá lo supiese para poder evitarlo —reconocí apenada—. Sé que hay cosas o situaciones
que me perturban y que propician que mis niveles de ansiedad se disparen. Por ejemplo, no me
gusta que hablen de enfermedades o causas de muerte frente a mí. Ahí en cierto modo lo puedo
controlar porque decido si marcharme o quedarme. Otras, después de un período más o menos
largo de cambio en el que he sufrido estrés, cuando parece que todo se ha estabilizado, aparecen
las palpitaciones, la sensación de inestabilidad, los dolores de cabeza, de tripa y sé que la
ansiedad ha vuelto, que ha estado agazapada para atacar cuando menos me lo esperaba.
—¿Tienes que tomar medicación?
—Ha habido algunas temporadas en las que sí porque me afectaba al sueño y no podía dormir,
pero si puedo evitarlo, no lo hago.
—Cuéntame más —me pidió.
—Tampoco me gustan los lugares en los que se concentra mucha gente y menos si son cerrados.
Tengo sensación de asfixia y cualquier síntoma que me recuerde a la ansiedad me provoca
rechazo. Por eso tampoco bebo alcohol —reconocí—. Ese mareo que a tantos les gusta, a mí me
aterroriza. Temo… Temo que el corazón me lata demasiado rápido y me suceda lo mismo que a mi
padre —balbuceé—. El exceso de adrenalina me hace sentir enferma.
—Y eso es lo que te ha sucedido hoy, con el plus añadido del desgarro muscular —comprendió.
Asentí y nos sumimos en un silencio tan tranquilizador y cómodo como reflexivo.
—¿Qué piensas? —quise saber pasados unos minutos.
—En lo mal que lo has debido de pasar todos estos años y lo mal que lo sigues pasando. No me
gustaría estar en tu piel —admitió.
—¿Y podrás estar a mi lado? —pregunté con temor.
—De lo que estoy seguro es de que no voy a poder estar sin ti —afirmó con decisión.
Lo abracé con fuerza y solté un suspiro de alivio tan grande que me dolió el pecho de nuevo.
—Jorge no pudo soportarlo —le conté cuando recordé el daño que me hizo que me dejase por
mi problema de ansiedad—. Me dijo que había comenzado a obsesionarse con mis manías y que
algunas de ellas había empezado a hacerlas suyas.
—Ya te dije en una ocasión que era un imbécil.
Sonreí y cerré los ojos con la absoluta certeza de que, por fin, no había secretos entre nosotros
ni recelos que enturbiasen nuestra relación.
Debí quedarme dormida porque cuando me desperté lo hice al escuchar el timbre de la puerta
de abajo. Víctor se movió despacio para dejarme recostada sobre el sofá e ir a abrir, pero me
incorporé para evidenciar que ya estaba despierta.
—Hola, dormilona. —Sonrió y me dio un beso suave en los labios—. Voy a ver quién es.
—Pero no tardes —le pedí cuando se levantó.
—Despacharé a quien sea sin miramientos —prometió. Me guiñó un ojo y desapareció
escaleras abajo.
Escuché voces que no supe reconocer y luego las pisadas de varias personas que subían los
escalones. Miré con curiosidad hacia el hueco de la puerta y Elsa asomó cohibida y al mismo
tiempo asustada.
—¡Hola! —intenté parecer animada—. Ven, acércate. —Hice un gesto con la mano y la invité a
sentarse a mi lado en el sofá.
Tras ella aparecieron Daniel y Víctor.
—¿Estás bien? —preguntó la niña con un hilo de voz.
—Sí. No es nada, solo me he hecho un tirón aquí. —Señalé para intentar tranquilizarla.
—¿Has ido al hospital? —quiso saber preocupada.
Negué con la cabeza y coloqué uno de los mechones suaves y lisos de su siempre deshecha
trenza tras su oreja.
—He ido al consultorio de aquí del pueblo —expliqué—. Pero cuéntame cosas tú, ¿os habéis
preocupado mucho?
La niña asintió.
—No me he atrevido a lanzarme después de lo que te pasó —admitió avergonzada—. He sido
la única que no ha podido.
—No pasa nada —dije—. Si yo hubiese sido tú, también me habría asustado. El caso es que, si
lo piensas bien, la tirolina funcionó a la perfección. Pese a que fue mi culpa, tropecé y me
precipité, me sujetó y me llevó sana y salva hasta el final.
—Pero te hiciste daño —apuntó lo evidente.
—Nada de importancia. Mírame. —Sonreí y ella pareció relajarse—. Cuéntame más cosas.
Daniel y Víctor, testigos de nuestra conversación, parecían dos guardias de seguridad. Ambos
apostados a cada lado de la puerta y con los brazos cruzados sobre el pecho nos observaban con
interés.
—… Y ayudé a Sandra a colocar los banderines que los equipos tenían que recoger —siguió
contando Elsa. Comprendí que no había participado en ninguna de las actividades y lo lamenté. Yo
quería ser un referente para ella, la muestra de que los miedos se podían superar y resulta que fui
la prueba evidente de que no.
—¿Qué te parece si cuando volvamos en primavera lo intentamos de nuevo? —propuse. El lado
racional de mi mente me decía que era una idea fantástica, el emocional se había puesto a temblar.
—¿Lo volverías a intentar? —No sé si estaba ella más sorprendida que yo y dudaba de que si
tenía que repetirlo, en lugar de un sí, me saliese un no. Así que me limité a asentir.
—Lo conseguiremos —la animé.
—Bueno, Elsa —interrumpió Daniel—. Ya hemos visto que Carmen está bien, ahora es el
momento de volver a casa.
—Ni siquiera os habéis sentado —me lamenté dirigiéndome a ellos.
—Esa era la condición —contestó Daniel—. Venga, Elsa, vámonos.
La niña me dio un abrazo y nos prometimos vernos al día siguiente, porque no pensaba dejar de
ir a trabajar. Quedarme en casa sin hacer nada equivalía a pensar demasiado y por hoy mi mente
ya me había traicionado bastante.
Víctor cerró la puerta y volvió junto a mí, a colocarme en la misma postura y a acariciarme en
silencio.
—¿Le dijiste a Daniel que no podía sentarse? —pregunté con delicadeza.
—Que no podía quedarse mucho tiempo porque necesitas descansar y que no valía la pena que
se sentase —admitió.
—¿Qué te pasa con él, Víctor?
—No me gusta.
Dada su escueta respuesta, insistí.
—¿Por qué? Pensé que os llevabais bien.
Tardó un poco en responder, pero finalmente lo hizo.
—Hubo un tiempo en el que tal vez pudiésemos haber sido amigos.
—No quieres hablar sobre ello —afirmé.
—Hoy no. Otro día te lo contaré todo. —Me besó en la frente, en la punta de la nariz y
finalmente en los labios durante tanto tiempo que yo también estuve de acuerdo en que no era el
momento.
Capítulo 50

VÍCTOR
—¡Joder, Medina! —exclamó mi compañero cuando detuve el vehículo de un frenazo frente a
un edificio de tres pisos en una de las zonas más pobres de la ciudad—. ¿Qué cojones te pasa?
Voy a tener tatuado el cinturón de seguridad en el hombro —se quejó.
—Sale humo de ahí. —Señalé el último piso de la finca que teníamos enfrente y salí corriendo
del coche patrulla.
Antúnez me siguió, ya con la radio en mano, y empezó a llamar a emergencias. Cada vez salía
más humo y de color más negro, y el miedo a que hubiese gas en la vivienda que pudiese
desencadenar una explosión se hizo más patente.
—Tenemos que desalojar el edificio —dije mientras corría a llamar a los timbres.
La mayoría no funcionaban y de los que sí lo hacían no obtenía respuesta. Eran las ocho de la
mañana, así que cabía la posibilidad de que muchos vecinos se hubiesen ido a trabajar, pero
todavía no era la hora de ir al colegio y la idea de que hubiese pequeños en el edificio me
aterraba.
—¡Medina! —gritó Antúnez. Retrocedí hasta su posición y miré hacia donde señalaba—. He
visto a un niño detrás de la ventana de ese balcón, joder.
Cuando la columna de humo lo permitía, en la última de las habitaciones que lindaba con el
balcón del edificio de al lado, se podía apreciar la figura de un pequeño golpeando el cristal.
—¡Mierda!
Corrí hacia el otro edificio y comencé a llamar como un loco hasta que algún vecino me abrió.
Enfilé escaleras arriba mientras Antúnez me gritaba que los bomberos estaban de camino y que no
hiciera ninguna tontería. Cuando llegué a la última planta, llamé con insistencia a la puerta de la
izquierda, que pertenecía al balcón desde el que podría llegar cerca del niño. Casi fundí el timbre
con una mano mientras con la otra aporreaba la hoja de madera hasta que un anciano, todavía en
bata y con evidentes muestras de dificultad para moverse, me abrió la puerta.
—Policía. —El hombre, confuso, se hizo a un lado y me cedió el paso—. Necesito acceder al
balcón. ¿Puede abandonar solo el edificio? —Negó con la cabeza y se señaló las piernas,
inestables.
El sonido de la rotura de cristales en el edificio de al lado lo precipitó todo. Lo cargué sobre
mi hombro y comencé a bajar las escaleras con el anciano como si fuese un saco de patatas
mientras gritaba a Antúnez que desalojase todas las viviendas. En cuanto llegué abajo, lo alejé de
la zona de peligro y lo senté en un banco de la acera de enfrente.
—Quédese aquí —le pedí y corrí hacia las escaleras de nuevo.
—¡Medina! ¿Dónde cojones vas?
—¡A por el niño! —dije con decisión.
Subí las escaleras de nuevo mientras me cruzaba con los vecinos que salían espantados de sus
casas. En cuanto llegué al balcón, el viento dirigía el humo hacia mi posición y hacía casi
irrespirable el ambiente.
—¡¿Hola?! —grité con todas mis fuerzas en dirección a la vivienda contigua. El niño ya no
estaba y el pánico me atenazó el estómago. No obtuve respuesta y grité a Antúnez desde arriba—
¡¿Lo ves?!
—¡No, maldita sea!
—¡¿Ha bajado alguien de ahí?!
—¡Algunos vecinos, pero ningún niño! —gritó.
—Mierda —murmuré. Apenas me planteé durante unos segundos lo que debía hacer. Pasé una
pierna al otro lado de la barandilla del balcón y apoyé el pie sobre la cornisa para comprobar que
era segura. En cuanto vi que podía alcanzar el otro balcón de un salto, me agarré a la barandilla y
salvé la distancia.
—¡Me cago en la puta, Medina! ¿Qué cojones haces? —escuché gritar a Antúnez.
Los cristales habían reventado hacía pocos segundos y recé para que el niño se hubiera alejado
de allí. Una vez dentro, me agaché y al apoyar la mano en el marco de aluminio de la puerta, el
calor que desprendía a punto estuvo de quemarme. Otra nube de humo procedente de la ventana
contigua me cegó, así que avancé hasta adentrarme del todo en la estancia.
—¡¿Hola?! —grité de nuevo y pestañeé varias veces hasta que los ojos dejaron de llorarme por
el humo y vi a un pequeño, de apenas tres años, acurrucado en una esquina mirarme espantado—.
Hola —suavicé el tono de mi voz. Repasé con los ojos la habitación y comprobé que la puerta
estaba cerrada, el humo se colaba por debajo y había empezado a ocultar el techo. No teníamos
demasiado tiempo. Los azulejos de lo que supuse que sería la cocina habían empezado a estallar
del calor—. ¿Estás solo? —El niño no habló, solo asintió con la cabeza.
Gateé hasta él y le tendí mi mano. El pequeño dudó, pero finalmente la aceptó. Llevaba un
pijama de Spiderman que ya había soportado muchos lavados y las mejillas algo tiznadas de
humo.
—¿Cómo te llamas?
—Ángel —susurró.
—Yo me llamo Víctor. ¿Te gusta Spiderman, Ángel? —pregunté.
El pequeño asintió con convicción.
—¡Medina! —gritó Antúnez desde el balcón contiguo.
—¡Estamos bien! Ángel es un niño muy valiente al que le gusta mucho Spiderman —le conté.
—Entiendo —respondió mi compañero—. Los bomberos han llegado.
Eso parecía. En cuestión de segundos se llenó el ambiente de sirenas y de más humo. Era casi
irrespirable.
—Está ahí dentro. Hay un niño —escuché que decía Antúnez.
—¡Bomberos! ¡Grita para que pueda oírte!
Lo de gritar iba a estar un poco complicado. La garganta me escocía tanto que era como tener un
nido de agujas clavado. Estaba tan oscuro que ni siquiera veía la cabeza del niño contra mi
hombro y las fuerzas comenzaron a fallar en el peor momento, justo cuando enfilaba arrastrándome
hacia el balcón.
De repente, una mano se posó en mi espalda y un bombero salido de la nada me obligó a
incorporarme.
—¿Te encuentras bien? ¿Puedes moverte? —me preguntó con marcado acento extranjero—.
¿Estás herido?
—No, no estoy herido —contesté y tosí varias veces—. El niño… —Desoyó mis palabras y me
acercó una máscara primero a mí para que hiciera un par de respiraciones y luego se la puso al
pequeño.
—Bien, Es hora de que salgamos de aquí. —Se hizo cargo del niño y me condujo hasta el
balcón por el que había accedido a la vivienda. Antúnez ya no estaba en la balconada contigua,
pero sí un par de bomberos más preparados para el desalojo.
El bombero le pasó al niño lo que me pareció una cuerda por la cintura y cuando comprobó que
era seguro sacar al pequeño, se inclinó hasta casi poner el cuerpecito del crío en las manos de su
compañero, que aguardaba en el piso de al lado.
—Agárrate fuerte, como si fueras Spiderman —le susurré con complicidad.
El niño abrió los ojos, aterrado, negó varias veces y se removió, lo que dificultó la maniobra.
—¡Eh, campeón! ¿No habíamos quedado en que te gusta Spiderman? —pregunté para intentar
calmarlo. El niño asintió mientras la barbilla le temblaba—. ¿Y crees que él tendría miedo si
estuviera en tu lugar?
—Sí —afirmó Ángel con un hilo de voz, pero sin rastro de duda.
Solté una ronca carcajada que me escoció como si el fuego lo tuviese en la garganta, a la que se
unió el bombero.
—Sí, tienes razón. Spiderman estaría muerto de miedo también, pero él no tiene a los mejores
bomberos de Chicago a su lado y tú sí, así que, amiguito, cógete bien que esto va a ser muy, muy
rápido —afirmó con presteza.
Algo había cambiado en la actitud del bombero y, pese a la urgencia del momento, todo se tornó
mucho más precipitado. El cuerpo del pequeño pasó de un lado a otro sin mayor complicación y
recibió algunas carantoñas de ánimo cuando se revolvió llamando a su mamá. Desapareció de mi
vista y llegó nuestro turno.
—Te toca. Rápido —me urgió.
No me pasó desapercibida la cara de preocupación que compuso bajo la máscara. Miró al
interior de la vivienda e indicó a uno de sus compañeros algo que no entendí. Luego habló por el
comunicador y alcancé a escuchar algo en inglés que muy tranquilo no me dejó. Desde abajo,
Antúnez miraba fijamente la operación de rescate junto a otros policías, sanitarios y curiosos,
móvil en mano. Todo el mundo tenía la atención puesta en el balcón y, sin embargo, a mí me
preocupaba más la expresión ceñuda del hombre que me había salvado la vida.
—¿Qué sucede? —me atreví a preguntar mientras ponía con presteza un pie seguido del otro en
la pequeña cornisa.
—¡Salta! —gritó.
No lo dudé ni un instante, mis manos se agarraron al balcón de enfrente y miré sobre mi hombro
para comprobar que me seguía.
—¿Va todo bien?
La respuesta no llegó. Antes de que fuera consciente de lo que el bombero hacía, se lanzó
contra la balconada y del impacto rompimos la barandilla con el peso de nuestros cuerpos. Luego
vino la explosión, el humo, el desconcierto y el dolor. Me retorcí en el suelo junto al cuerpo del
bombero, que parecía inmóvil, y vi sangre en la manga de mi uniforme. ¡Joder, cómo dolía!
—¡Eh, tío! ¿Estás bien? ¿Me oyes? —Intenté darle la vuelta, pero su gruñido y una maldición en
inglés, me frenaron.
Sus compañeros me ayudaron a ponerme en pie y, mientras un par de sanitarios me
acompañaban, la mayoría de ellos se hicieron cargo del bombero. Cuando miré por encima del
hombro vi el trozo de barandilla que se le había clavado en el abdomen. Del balcón de al lado no
quedaba ni rastro y los compañeros del cuerpo de bomberos se ocupaban del fuego.
Poco después, ya a salvo, cuando me habían practicado los primeros auxilios de un feo corte en
el antebrazo, me contaron que el pequeño Ángel estaba ya camino al hospital y que su madre había
aparecido muy alterada mientras todavía estábamos el niño y yo dentro. Al parecer, lo había
dejado solo aprovechando que estaba dormido para bajar a por el pan. Una imprudencia que
estaba cansado de ver y que podría acarrear consecuencias muy graves.
Busqué entre las ambulancias hasta que localicé la que estaba tratando al bombero.
—¿Es grave? —le pregunté al enfermero al verlo tendido en la camilla.
—No es para tanto —respondió el propio bombero antes que el sanitario. La verdad era que
allí arriba, con toda la adrenalina en acción, la herida me había parecido más aparatosa. Por
suerte no lo era—. Se necesita algo más que un trozo de balcón para acabar conmigo.
Subí y me posicioné a su lado cuando el sanitario me hizo un gesto para que pasara y me
pusiese a su lado.
—Víctor Medina. —Le tendí la mano.
—Tyler Gallagher —respondió a mi gesto. Me señaló el brazo mientras terminaban de aplicarle
el vendaje en una silenciosa pregunta.
—No es nada, solo un rasguño. Tengo la piel curtida.
—Y la cabeza poco amueblada —dijo él con su marcado acento americano—. Ha sido una
estupidez que subieras ahí tú solo. Podría haber salido mal.
Antúnez, que se había personado a mi lado, se cruzó de brazos y me lanzó una de esas miradas
que tanto me tocaban los cojones. Sí, vale, el americano tenía razón, pero no estaba en mi
naturaleza quedarme sentado a mirar cómo se quema un edificio con un niño dentro.
—Hice lo que creí que debía hacer. ¿Qué habrías hecho tú en mi situación?
—Ya. Pero es que yo soy bombero y sé de qué va mi trabajo y lo jodido que es el fuego. Ahí
nunca me la juego. Si actúas de manera inconsciente, muere gente o mueres tú.
—Touché —respondí—. Lo tendré en cuenta para la próxima.
—Sí, ya —masculló Antúnez—. ¿Y qué demonios se le ha perdido al cuerpo de bomberos de
Chicago en España?
—Es un programa de formación que se lleva a cabo en mi país desde hace muchos años —nos
explicó vagamente—. Pero podemos resumirlo en que, con el cambio, salgo ganando. Yo estoy
aquí disfrutando del sol y la comida española mientras vuestros bomberos están pasando frío en el
centro de Chicago.
Solté una carcajada y rocé con los dedos el vendaje del brazo cuando sentí una punzada de
dolor. Era lo mínimo que me había podido suceder y se lo debía agradecer a aquel hombre.
—Gracias —dije con sinceridad—. Me has salvado la vida.
—En eso consiste mi trabajo —sonrió Tyler.
—De lo que nadie te va a salvar es de la bronca que te llevarás en comisaría —apuntó Antúnez.
—Y en casa —susurré. Cuando Carmen me viera el brazo…
Los sanitarios recogieron el material de curas y anunciaron que se marchaban con él al hospital.
—Cuídate, Tyler —le sugerí antes de bajar de la ambulancia.
—Y tú, Medina. Si alguna vez vas por Chicago, búscame en el parque 13 —dijo mientras
cerraban una de las puertas—. Me encantará enseñarte cómo trabaja la poli de mi ciudad.
Encajarías bien.
—No me tientes, —bromeé con él.
El golpe seco de la otra puerta al cerrarse resonó acompañado de la carcajada del bombero. La
ambulancia se marchó haciendo sonar la sirena y me quedé plantado allí, en medio de la calle,
rodeado del ir y venir de policías, bomberos y curiosos, hasta que la vi desaparecer y llegó mi
turno de ir al hospital.
Capítulo 51

CARMEN

Me arrebujé debajo de la manta en el sofá, libro en mano y miré por enésima vez la hora. Aquel
viernes de principios de noviembre había amanecido frío y aquella mañana mientras iba al
colegio, había descubierto la escarcha sobre la hierba de la ladera de la montaña.
Hacía algo más de dos horas que había recibido un mensaje de Víctor en el que me avisaba de
que llegaría con retraso y hacía poco más de media hora me había enviado otro para decirme que
ya venía de camino. Habían pasado casi tres semanas desde el incidente en «Aventúrate» y mi
vida había vuelto a la normalidad. Una placentera, pacífica y agradable normalidad gracias a la
comprensión y el apoyo de Víctor. Mis temores con respecto a su actitud cuando le hablase de mi
trastorno de ansiedad se habían diluido y todos los recelos que hacían que no pudiese disfrutar de
nuestra relación al cien por cien se perdieron con ellos. No recordaba haber sido nunca tan feliz.
Intenté concentrarme en la lectura, pero mis ojos, cada dos por tres se dirigían al teléfono que
tenía sobre la mesa. Hasta que Víctor no llegase a casa no respiraría tranquila del todo. El sonido
de un nuevo mensaje me sobresaltó y, con el pulso desbocado, lo abrí de inmediato. Su voz
profunda, con aquel matiz sexi y desvergonzado, llenó el salón.
«¿Y si te quiero? En nada estoy en casa».
Sonreí porque me conocía bien y sabía que estaría preocupada por su tardanza y los «y si»
habrían comenzado a aparecer. Dejé el móvil de nuevo sobre la mesa. Por muchas ganas que
tuviese de contestarle, no quería que usase el teléfono mientras conducía. A cambio, abrí el tarro
de caramelos de limón que Víctor había comprado y dejado sobre la mesa de centro junto con la
nota «No te olvides de endulzarte el día hasta que llegue» y cogí uno. En cuanto la mezcla ácida
del limón y dulce del azúcar se fundieron en mi lengua, fue como sentir sus labios sobre los míos.
Se había convertido en una tradición encontrarme uno todas las mañanas al lado de mi bolso, en el
caso de que tuviese turno de mañana y no estuviera; o bien, tal y como me prometió aquella
primera vez si él estaba en casa, eran sus besos los que me lo entregaban.
Después de otros veinte minutos más, Baby se levantó de su camita y nerviosa comenzó a
moverse al otro lado de la puerta. Suspiré y me incorporé para abrirla. Víctor estaba en casa.
—Quiero un recibimiento de estos todos los días —exigió en cuanto nuestras bocas se
separaron.
—Hecho. —Di un paso atrás y le cedí el paso al salón. Fue cuando me alejé de él que percibí
que estaba algo pálido y había sombras violáceas bajo sus ojos—. ¿Estás bien?
Asintió y dejó la bolsa de deporte sobre la mesa. Me pareció que esquivaba mi mirada, pero
comprendí que solo eran imaginaciones mías cuando tiró de mí, apoyó el trasero sobre la esquina
de la mesa y me colocó entre sus piernas.
—Es solo cansancio.
—Vale —susurré no muy convencida.
—Eso y un pequeño incidente —dudó.
—¿Te ha pasado algo? —No quise mostrarme demasiado asustada, pero supe que había
fracasado por completo cuando lo radiografié con mi mirada como si pudiese ver su piel a través
de la ropa.
Víctor sonrió y, despacio, levanto la manga de su jersey. Una venda le rodeaba el antebrazo y
yo palidecí cuando por mi cabeza empezaron a pasar imágenes de posibles causas para esa herida.
Entre las más recurrentes, apuñalamientos.
—Deja de darle vueltas a esa mente tan creativa tuya. Ha sido un accidente. —Sonrió, pero me
pareció tenso.
—¿Cómo te lo has hecho? ¿Te han herido?
Víctor negó con la cabeza y volvió a abrazarme por la cintura para mantenerme pegada a él.
—Hemos visto a un tipo tirar algo dentro de un contenedor que nos pareció sospechoso, me
asomé y al mover una de las bolsas, un trozo de vidrio me cortó el brazo. Nada grave. Unos
cuantos puntos y la jodida antitetánica.
—¿Y no podrías haber movido las bolsas con un palo o algo? ¿Y si hubiese sido una jeringa?
—¿Y si no? Era un bulto bastante grande que parecía una mochila. No obstante, tomaré nota
para la próxima vez, te lo aseguro. O te lo dejaré a ti, que ya tienes experiencia en esto de entrar
dentro de contenedores.
Lo golpeé indignada en el hombro y él soltó una alegre carcajada. Este volvía a ser mi Víctor.
—¿Te duele? —pregunté con seriedad. Acaricié con la yema de los dedos la venda y di un
respingo, asustada, cuándo Víctor soltó un quejido como si le hubiese hecho daño.
—Es broma, perdona —se burló, con una carcajada—. Estabas tan concentrada que ha sido
demasiado tentador. Me duele un poco —reconoció—. Estaré unos cuantos días de baja hasta que
puedan quitarme los puntos. Así que me tendrás para ti a todas horas. —Levantó las cejas
insinuante.
—Suena prometedor —admití. Me separé de él y señalé la habitación—. A la cama.
—Jamás te diré que no a esa orden.
Lo empujé con suavidad hacia el dormitorio y lo dejé sentado al borde del colchón,
desvistiéndose, mientras iba a la cocina a prepararle algo caliente y un analgésico. En cuanto
volví, estaba dormido como un tronco, semidesnudo, recostado en mi lado de la cama. Dejé la
bandeja con el vaso de leche caliente, las galletas que tanto le gustaban y el analgésico en la
mesilla de noche, y lo cubrí con la colcha que había a sus pies. Me permití mirarlo sin reparos ni
vergüenza. Me recreé en sus largas pestañas oscuras, los pómulos marcados y terminé en sus
labios. El inferior más grueso que el superior. Me gustaba cómo le sentaba la barba cuidada que
llevaba, las cosquillas que me hacía en la espalda con sus besos y las pequeñas rojeces que
dejaba en mi cuello en nuestros apasionados encuentros. Con sinceridad, me gustaba todo de
Víctor. Al margen de su espectacular físico, me había enamorado de su paciencia, dulzura y
sinceridad. Porque, ¿acaso no era eso el amor? Compartir, comprender, respetar, sentir debilidad
hacia otra persona y al mismo tiempo convertirte en la persona más fuerte del mundo. Eso
conseguía Víctor en mí, que por fin aflorase la confianza y la seguridad que tanto me había costado
alcanzar. Por primera vez en mi vida, no me sentía sola. Tenía a alguien a mi lado en quien confiar.
Lo besé con delicadeza para no despertarlo y lo dejé descansar.
Capítulo 52

VÍCTOR

Me desperté cuando ya era de noche y sin saber con exactitud si había dormido unos minutos,
horas o días quizá. La habitación estaba en penumbra y solo se filtraba por debajo de la puerta un
hilo de luz del salón. Me incorporé para mirar el despertador y vi que eran las nueve. Había
dormido toda la tarde como un tronco. Me dejé caer sobre las almohadas de nuevo y me cubrí los
ojos con el antebrazo sano. Me sentía como un miserable al haberle ocultado la verdad a Carmen.
Y no por primera vez. Tenía tanto miedo a hacerla sufrir, a provocarle más inseguridades, que
había optado por ocultar algunas partes de mí o de mi trabajo que pudiesen perturbarla. Sabía que
era un error y, como cada vez, me prometí que no lo haría de nuevo, entre otras cosas porque la
conciencia no me dejaba tranquilo, pero, sobre todo, porque ninguna relación se sustenta sobre
secretos o mentiras y mucho menos iba a permitir que ese fuese el caso de la nuestra.
Salí al salón en busca de Carmen y la única que vino a recibirme fue Baby. No es que el
apartamento fuese muy grande, así que solo quedaba un sitio en el que buscar. Entré en la cocina y
obtuve el mismo resultado. Me pareció extraño que a aquellas horas hubiese salido de casa sin
avisar, así que busqué mi móvil para llamarla y al conectarlo recibí un mensaje de su parte en el
que me citaba en la taberna de Raimundo en cuanto me despertara. Intrigado, me apresuré a
asearme e ir en su búsqueda. Entre mi amigo y ella se había establecido una bonita amistad, pero
pocas habían sido las veces que Carmen iba a la taberna sin mi compañía, y que fuese aquella
noche en especial, después de lo preocupada que se había mostrado por mi incidente, me escamó.
Como cada viernes, la taberna estaba hasta los topes, pero si había algún sitio en el que sabía
que la encontraría era junto a la barra, al final, donde nadie pudiese agobiarla. Saludé a varios
vecinos que me encontraba de camino hasta que la divisé con Raimundo apostado al otro lado.
Sonreía. Cómo me gustaba verla sonreír. Me había pasado años robando la imagen de ese gesto
para guardarla en mi memoria y ahora la tenía todos los días, en exclusiva. Pero no fue hasta que
llegué casi a ella que descubrí que no estaba sola.
—¿Pablo? —pregunté al ver la espalda del tipo que apoyaba un codo sobre la barra.
Pero la primera en girarse fue María, en la que no había reparado porque mis ojos, como
siempre, solo tenían una misión y esa era localizar a Carmen.
—¿María? —dudé como un imbécil.
—¡Sorpresa! —exclamó.
—Medina, cierra la boca que pareces tonto —se carcajeó Pablo.
Me abrazó y palmeó mi espalda al igual que yo hice con la suya, momento que aproveché para
dedicarle una mirada interrogante a Carmen que ella contestó con otra de sus preciosas sonrisas.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —pregunté tras los saludos iniciales.
—Parece que no te alegres de vernos —intentó Pablo hacerse el ofendido.
—Eso dependerá de tu respuesta —contraataqué.
—¡Qué cabrón! —Volvió a palmear mi espalda y se dirigió a Raimundo—: Tráele un chupito de
lo que sea a mi amigo para que se relaje.
—Has pillado al madero a contrapié, solo por eso te invito a la próxima ronda —se unió
Raimundo a Pablo.
—No les hagas caso —me defendió Carmen—. Solo quieren sacar ventaja porque hoy no estás
en plena forma.
—Ya te demostraré luego si estoy en forma o no —susurré a su oído para que nadie más nos
escuchara. Carmen ocultó su sonrojo tras el vaso de refresco y yo me regodeé en aquella
complicidad que teníamos entre nosotros.
—Lo dudo —susurró enigmática y a la vez divertida.
—Nos ha dicho Carmen que te has cortado con un vidrio —se preocupó María—. Si quieres
que le eche un ojo, o necesitas alguna cura, solo tienes que decírmelo.
—Gracias, lo tendré en cuenta.
Raimundo acercó el vaso de chupito a mi lado y me dedicó una mirada que no necesitaba
explicación. La camarera que Raimundo tenía para ayudarle los fines de semana, y que Carmen
conocía por ser la madre de uno de sus alumnos, se acercó a la barra.
—Vuestra mesa está lista —anunció. Apoyó el brazo con cariño en el de Carmen y desapareció
para continuar con su trabajo.
—Id —sugirió Raimundo—. Dejadme al madero un momento y enseguida os lo devuelvo.
Carmen dejó un ligero beso en mis labios y acompañada de María y custodiada por su primo,
ocuparon la mesa que la camarera les había indicado.
—A otro perro con ese hueso. —Raimundo apoyó los codos sobre la barra y me miró con
intensidad—. No me creo una mierda. Entre otras cosas y aunque me cueste reconocerlo, tú no
eres tan imbécil como para haberte herido de ese modo. Así que ya puedes ir largando.
—Ha sido un poquito más grave que eso —reconocí.
—¿Cómo de poquito?
—Tuve que saltar de un balcón a otro en un incendio y uno de los barrotes del balcón me cortó
el brazo. Nada grave.
—¿En qué jodida unidad de la policía estás? ¿En la de la Liga de la Justicia? ¿En la de Los
Vengadores? Estás como una puta cabra. Y lo peor es que esa preciosidad de ahí no lo sabe —
señaló a Carmen con disimulo.
—Lo he hecho por su bien —expliqué no muy convencido.
—Tanto éxito con las mujeres y no sabes de ellas ni una mierda. Seguro que agradece que le
mientas, es lo que menos les importa.
—No quería preocuparla —me defendí.
Raimundo me miró durante unos segundos tan fijamente que me pareció que podía leer mis
pensamientos. Y tal vez así fuera.
—¿Estás seguro de que lo haces por ella, como tú dices, por su bien, o es por ti? Para que no te
deje.
Me bebí el chupito de un trago para tragarme ese miedo que yo ya sabía que estaba ahí, latente,
pero que no me permitía sentir.
—Eres como un grano en el culo —dije al fin porque ambos sabíamos que tenía razón.
—Si le mientes, todo lo que estás haciendo se volverá en tu contra y conseguirás justo aquello
de lo que estás huyendo.
—Joder, Raimundo —me quejé angustiado ante esa idea.
—De nada, madero. Esta consulta te la regalo. La próxima sesión de terapia serán ochenta
euros.
Raimundo volvió a su trabajo y yo a la mesa con aquella inesperada visita que todavía no sabía
a qué se debía.
—¿Todo bien? —Carmen masajeó mi pierna en cuanto me senté junto a ella y yo me limité a
poner mi mano sobre la suya, apretarla con cariño y asentir.
—Bueno, ahora que ya estamos todos —anunció Pablo—, Víctor, tenemos que darte una noticia.
—Pasó el brazo alrededor de los hombros de María y la acercó a él—. Queremos que seas el
padrino —soltó a bocajarro.
Miré la mano de María, que mantenía en su regazo, y anonadado los miré a ambos.
—¿Vas a ser padre? —susurré alucinado.
—¡Joder, no! —exclamó con aversión.
—¿Cómo que joder no? —María se alejó de él y lo fulminó con la mirada.
—Pues eso. Que no voy a ser padre —específico Pablo.
—Aún —apuntó María retándolo con la mirada.
—Sí, bueno. El caso es que no vamos a tener un hijo.
—¿Estás seguro? —La duda apareció en los ojos asustados de Pablo—. No siempre hemos
tenido cuidado —presionó María.
—Ya, bueno, ¿podría ser? Quiero decir que yo estaba… Estoy seguro de que no. Pero si tú
dices que puede que sí, ¿puede ser sí?
—¿Y si es sí? —siguió María.
—Pues si es sí… —Pablo guardó silencio durante unos segundos como intentando procesar la
información o tal vez recordando todas esas veces en las que María aseguraba que no habían
tenido precaución—. Pues si es sí saldrá guapo como su madre y listo como su padre —dijo al fin
con convicción.
María sonrió, cogió su rostro entre sus manos y lo besó.
—Respuesta casi correcta, sería listo como su madre también. Pero de momento no tenemos que
preocuparnos de ello.
—¿Entonces de qué voy a ser padrino? —quise saber porque seguía sin entender nada.
—De nuestra boda —anunció Pablo.
Si el corte en el brazo me lo hubiese hecho en ese momento, estoy seguro de que no hubiese
sangrado.
—¿Os vais a casar? ¿Cuándo? —Miré a Carmen y al ver que no estaba sorprendida comprendí
que no era nuevo para ella—. Tú lo sabías —afirmé.
—Me lo ha contado esta tarde cuando se han presentado aquí por sorpresa. Como estabas
descansando, nos hemos venido al bar para que yo pudiese gritar de la emoción —explicó
entusiasmada.
—No sé qué decir —reconocí—. Hasta hace nada, Pablo tenía fobia al compromiso y ahora
resulta que se va a casar.
—A veces, en la vida hay que jugar a todo o nada. Y yo, desde luego, no iba a quedarme con el
nada —se sinceró Pablo.
—Me alegro —dije al fin. Y era cierto. Estaba feliz por el paso que había dado Pablo porque si
lo había hecho, bueno, si lo iba a hacer, si iba a casarse con María, era porque estaba seguro al
cien por cien de que la amaba.
Me levanté y lo abracé para luego hacer lo mismo con María.
—¿Y cuándo es la boda? ¿Dónde? —pregunté tras tomar asiento de nuevo.
—Mañana. Aquí —anunció María.
Solté una carcajada y me recosté en la silla.
—Venga, en serio —les pedí.
—Mañana. Aquí —repitió Pablo.
Enmudecí y miré a Carmen en busca de su confirmación. Asintió y los miré de hito en hito.
—Estáis como una cabra —afirmé—. ¿Cuándo lo habéis organizado?
—No hay mucho que organizar. Llamamos al ayuntamiento y hablamos con la alcaldesa, nos
dijo que sí y Raimundo se ha ofrecido a prepararnos una cena especial.
—¿Y vuestra familia?
—Yo no tengo familia —afirmó María con tristeza—. Después de dejar a Luis, para mi madre
no existo, pero como tampoco existía antes, no se ha perdido tanto.
Pablo la abrazó con cariño y la besó en la frente.
—Sí que tienes familia —intercedió Carmen—. Nos tienes a nosotros.
—Y a mis padres, a mi tía y a mi abuela —apuntó Pablo—. Que cuando se enteren pondrán el
grito en el cielo, pero te abrirán los brazos porque es imposible no quererte —dijo con dulzura
sorprendiéndonos a todos, al menos a mí, que nunca lo había visto tan… sentimental.
—¿No se lo vas a decir a tu madre? —me extrañé.
Pablo negó con la cabeza con seriedad.
—No queremos que nadie se entere. Me duele que mis padres, mi tía y mi abuela no estén. Pero
el exnovio de María se ha vuelto un poco loco con todo este asunto y no queremos que nadie nos
arruine el momento. Cuanta menos gente lo sepa, mejor.
—Luis ha estado molestando a la familia de Pablo —explicó María—. También ha llegado a
presentarse en mi trabajo para insultarme, pero eso es lo de menos. Puedo entender su rabia y
frustración hacia mí, pero no que lo pague con la familia de Pablo. Sé que no he hecho las cosas
bien —admitió—. Y aunque le pedí perdón muchas veces, sabía que no serviría de mucho. Estoy
avergonzada porque a Luis le quería, pero no como siempre he querido a Pablo. Y ninguno de los
dos se merecía un matrimonio así.
No podía culpar al tal Luis por su resentimiento porque aquellos dos locos habían hecho las
cosas fatal, pero yo no era nadie para juzgar los actos de los demás y si mis amigos me
necesitaban, ahí estaría yo.
—Bueno —Carmen puso una mano sobre la de María y la apretó con cariño—, creo que todos
estamos de acuerdo en que podríais haber hecho las cosas mejor. Pero también coincidimos en
que, si hubieses seguido adelante con aquella boda, habríais sido todos desdichados. Luis fue un
excelente compañero, pero no…
—Un amor huracanado —terminó María. Carmen y ella sonrieron con complicidad mientras
Pablo y yo nos mirábamos sin entender.
—Algún día nos gustaría que compartieseis el chiste —apuntó Pablo—. De momento, vamos a
concentrarnos en lo importante y es que mañana hay una boda.
—¿Qué necesidad hay de casarse tan pronto? —quise saber—. Quiero decir que tú todavía
estás lejos de casa y María está fija en el hospital. ¿Cómo lo vais a arreglar? ¿Viviréis cada uno
en una punta del país?
—De momento, y hasta que pueda concursar para el traslado, María ha solicitado una comisión
de servicio para venir a vivir conmigo. Si se la conceden, estupendo. Si no, cuando tengamos
libre, nuestros encuentros serán memorables.
—No queremos esperar más tiempo para formalizar lo nuestro. Estamos seguros de lo que
queremos y, bueno, ya nos conocéis. Funcionamos así. —Se encogió de hombros y sonrió con
picardía.
En eso debía darles la razón porque su relación siempre había sido espontánea, explosiva e
imprevisible. No tendría que haberme sorprendido tanto que hubiesen decidido casarse.
—Así que esta noche es una especie de despedida de solteros, ¿no? —pregunté para quitarle
seriedad al asunto.
—Se podría decir que sí —admitió Pablo más animado.
—Entonces solo nos resta brindar.
Levanté el brazo para pedir a Raimundo una botella de cava, pero en cuanto me miró, señaló la
que ya tenía preparada en una cubitera y se acercó a nuestra mesa con ella.
El día siguiente amanecí en mi apartamento, no en el de Carmen. En mi cama, no en la de
Carmen, y en compañía de Pablo, no de la de Carmen. Tarde entendí a qué se refería ella cuando
afirmó que aquella noche dudaba que le pudiese demostrar lo en forma que estaba. Al parecer, la
noche antes de la boda, María y Pablo habían decidido dormir separados. Lo que nos llevaba a
Carmen y a mí, de manera inconveniente y totalmente innecesaria desde mi punto de vista, a
separarnos también.
Decir que aquel fue un día de infarto fue quedarse corto. Pablo, la noche anterior, había hecho
una explicación bastante aséptica y práctica del día de la boda, pero la realidad era muy distinta.
En cuanto nos levantamos, corrimos de un sitio a otro hasta que conseguimos tenerlo todo como él
quería. A su favor, diré que la mayoría de cosas las había hablado antes con el florista, el
panadero y parte de la plantilla del ayuntamiento, pero con todo y con eso, fue bastante estresante.
—¿Está bien la corbata? —Pablo se la retocó por enésima vez.
—De momento. Pero como sigas ajustando el nudo te vas a estrangular.
Se miró en el espejo y estiró las mangas de la americana azul marino que llevaba y volvió a
arreglarse el pelo.
—Vamos a llegar tarde —le dije en cuento miré la hora en el reloj—. Y como María llegue
primero y no te vea, no te lo perdonará jamás.
Pablo se miró durante unos segundos en el espejo. En absoluto silencio y perturbadora
parálisis.
—Voy a casarme —dijo al fin.
—Eso parece —sonreí apoyado en el vano de la puerta de la habitación.
—Antes que tú —apuntó todavía absorto—. Siempre pensé que tú te casarías antes. Has sido un
romántico toda tu vida, aunque lo hayas querido disimular.
—Bueno, a mi favor diré que tú tenías a la novia en el bote antes que yo. Y a tu favor diré que
lo que has preparado compite con nota con mi romanticismo.
—¿Siempre has sabido que estabas enamorado de mi prima?
Lo miré a través del espejo para coincidir con su mirada y asentí.
—¿Y tú? ¿Estás seguro de que quieres a María?
—Estoy seguro de que no hay ninguna mujer que me vuelva tan loco. En todos los sentidos.
Estoy seguro de que estos años sin ella no he estado completo. Así que la respuesta es sí —aclaró
con convicción.
—Pues tenemos una boda que celebrar.
Pablo inspiró hondo y asintió con una sonrisa radiante. Salimos de casa y empezamos a
caminar.
—Además, tiene un polvazo de muerte.
Solté una carcajada porque Pablo siempre sería Pablo.
Capítulo 53

CARMEN

María estaba preciosa con aquel vestido color champán que le llegaba por debajo de la rodilla.
El cuerpo, con pequeñas piedras incrustadas, soltaba tímidos destellos con cada movimiento y la
falda compuesta por varias capas de gasa le daba ligereza al conjunto. Se había dejado el cabello
suelto y solo se había permitido una peineta de oro antiguo en un lateral para retirar los mechones
de su rostro.
—¿Te gusta? —preguntó por enésima vez.
—Como todas las veces que me los has preguntado: Sí. Me encanta.
—Lo compré hace dos semanas —explicó—. No tiene nada que ver al que había elegido para
la boda con Luis.
—Con este estás espectacular.
—¿Crees que Pablo está seguro de esto?
Entrecerré los ojos, me levanté y la sujeté por las manos. Estaban frías como el hielo.
—Pablo jamás habría llegado tan lejos si no lo estuviese.
—Es que todavía me pesa todo lo que vivimos. Quiero decir que yo siempre mantuve la
esperanza de que Pablo algún día me amase y él no solo no lo hizo, sino que además me humilló.
¿Y si ahora vuelve a hacer lo mismo? ¿Y si no está seguro y me deja plantada?
—Eh, la de los «y si» soy yo, ¿recuerdas? Pablo jamás te haría eso. No habría llegado hasta
aquí si no te amase. Confía en mí. Lo conozco bien. ¿De acuerdo?
María asintió y me abrazó con fuerza. Las campanas de la iglesia marcaron las ocho y con un
suspiro nos separamos. Había llegado la hora.
Me cubrí el sencillo vestido amarillo con detalles de encaje en las mangas y el bajo con un chal
de color azul oscuro a conjunto con los zapatos. No podía decírselo, pero ya le agradecería en su
momento su empeño en que lo metiese en la maleta por si necesitaba arreglarme para una ocasión
especial.
Le tendí el bonito ramo de rosas amarillas y dalias naranjas junto con algunos detalles otoñales
y salimos de casa, emocionadas, dispuestas a cruzar la plaza hasta el ayuntamiento. No obstante, a
la puerta nos aguardaba el todoterreno propiedad del consistorio.
—Buenas noches, Carmen —sonrió uno de los vecinos del pueblo, al parecer, el encargado de
conducir el coche—. Tengo instrucciones de que subáis y llevaros hasta el punto de destino.
María me miró sin comprender.
—¿Tú sabes algo? ¿Víctor te ha contado algo?
—No he hablado con Víctor desde anoche. Apenas hemos intercambiado un par de mensaje.
—Señoritas, no es por meterles prisa, pero van a llegar tarde.
María y yo subimos y nos dejamos llevar a las afueras del pueblo, donde bajamos por un
camino rural sin asfaltar dando saltos en el asiento trasero y divididas entre reír o llorar al ver
cómo el sencillo tocado se iba deshaciendo y nuestros cabellos volaban locos de un lado a otro.
Al fin el coche se detuvo y bajamos más mareadas que serenas.
—Solo tenéis que seguir el camino de baldosas amarillas —leyó María el cartel que había
junto a un árbol.
Nos miramos emocionadas y comenzamos a avanzar bajo la alfombra de hojas naranjas,
marrones y verdes, y acompañadas por los farolillos que había a ambos lados del camino.
—No me puedo creer que Pablo haya preparado esto —murmuró.
Tenía los ojos brillantes de emoción y de las lágrimas que no tardarían en ser derramadas. Fue
al final del segundo quiebro del camino cuando nuestros pies se quedaron anclados al suelo. Al
fondo, delante de una cortina de luces sobre un arco de madera adornado con hojas secas y flores
como las del ramo de María, Pablo la esperaba.
Las novias solían caminar despacio hasta el altar, pero María no era como las demás. Antes de
darme cuenta, corría por el camino para lanzarse a los brazos de Pablo.
—No me puedo crees que hayas preparado todo esto.
—Querías una boda rústica y sencilla, y yo me prometí el día que te recuperé que haría lo
posible por hacerte feliz.
Víctor me rodeó por la cintura desde atrás y me besó en el cuello.
—Estás preciosa —susurró. Giré entre sus brazos y me embebí de verlo por primera vez con
traje y corbata.
—Tú tampoco estás nada mal.
—Te he echado de menos —admitió—. Nada de volver a dormir separados.
La alcaldesa carraspeó y ocupamos nuestras posiciones. De fondo, solo se oía el murmullo del
río y el canto de la noche, pero me pareció el lugar y la decoración más bonita del mundo. Allí, al
otro lado de aquella especie de playa en la que María se precipitó al río desde la roca y Pablo no
dudó en lanzarse a por ella. Allí, donde Pablo había comprendido, al fin, que no podía dejarla
escapar, acabaron de sellar sus destinos. Con Víctor y yo como únicos testigos.
Tras la boda, Raimundo nos preparó una cena especial en la terraza del ático de su posada que
solo era de su uso personal. Estaba acristalada, por lo que dentro no hacía frío; además, Pablo se
había encargado de que estuviese decorada para la ocasión. Debía reconocer que a partir de ese
momento, no vería a mi primo con los mismos ojos. Consiguió, sin lugar a dudas, que fuese la
boda más bonita y emotiva a la que había asistido.
Capítulo 54

CARMEN

Pablo y María pasaron la noche de bodas en una habitación especial que Raimundo les había
preparado en su hostal y se marcharon al día siguiente tras una emotiva despedida. Mi primo
debía pasar primero por comisaría antes de coger los días de servicio que le correspondían por su
matrimonio y luego prometieron pasar por casa para informar a la familia. Hubiese dado cualquier
cosa por estar allí para verles las caras, pero me pude hacer una idea bastante aproximada de
cómo había sido cuando mi madre me llamó y escuché los gritos ofendidos de mi tía de fondo. Su
único hijo se había casado sin permitir que la madrina fuese su madre. Aquello pareció sentar un
precedente y me obligaron a prometer que yo no haría lo mismo. Como si casarnos entrase en
nuestros planes.
Durante los días en los que Víctor estuvo de baja, retomamos nuestra particular rutina. Nos
dedicamos a pasear por el pueblo, escaparnos a la ciudad donde trabajaba para, de vez en cuando,
ir a cenar o al cine. Y cada momento compartido me permitió seguir viviendo en esa nube
maravillosa de felicidad que sentía a su lado. Ni en mis mejores sueños habría imaginado
encontrar a alguien que se complementase tan bien conmigo, que me entendiera y que me hiciese
tan feliz.
En alguna de nuestras visitas a la ciudad le propuse que pasásemos por comisaría para conocer
a sus compañeros, pero Víctor se mostró reacio. En el fondo lo entendía, ¿quién quiere pasar por
su sitio de trabajo cuando puede evitarlo? Pero a mí me hubiese gustado conocer a la gente con la
que trabajaba.
A finales de noviembre, el pueblo parecía estar preparándose para Navidad. En las pequeñas
tiendas ya había algunos adornos y el colegio empezaba a organizar las actividades típicas de esas
fechas. Había visto caer los primeros copos de nieve, pero no había llegado a cuajar más que en
los márgenes de los caminos, cerca de las montañas. Sin embargo, las bajas temperaturas por la
noche habían hecho que las chimeneas se encendiesen y el pueblo entero oliese a estufa de leña y
calor de hogar. Fue en una de esas tardes, cuando Víctor todavía estaba trabajando, que me
aventuré a salir de casa, pese al frío, para ir a comprar los ingredientes necesarios para hacer un
bizcocho de chocolate. Elsa me había dicho que era su favorito y el día siguiente era su
cumpleaños. Durante estas semanas y en concreto después del incidente en «Aventúrate», la niña
se había mostrado más receptiva y empática conmigo, si cabía. Creo que el hecho de que me viese
en plena crisis de ansiedad la hizo sentirse menos rara y comprender que lo que le sucedía no era
algo extraño, sino un mal desgraciadamente común. En el patio ya jugaba con asiduidad con dos
amigos y, al fin, como le propuse a Daniel, asistía a terapia para aprender a manejar y poder
exteriorizar los sentimientos sobre la pérdida de su madre.
Salí de la tienda y avancé con rapidez para llegar a casa lo más pronto posible. Se había
levantado viento y, aunque iba bien abrigada, lo sentía clavarse como agujas en mi rostro. Giré la
esquina, pero me detuve cuando vi a Sandra salir de casa de Daniel y, acto seguido, a él detrás de
ella.
—¡Espera un segundo! —alzó la voz Daniel para detenerla.
Di un respingo e hice algo que no estaba bien, pero que no pude evitar. Me resguardé en un
portal para no ser descubierta y fui testigo de su acalorada discusión.
—Ya te he dicho que he venido para traerle el regalo de cumpleaños a la niña porque Elsa me
aseguró que no estarías. Si hubiese sabido que no era así, no estaría aquí. Te lo aseguro.
—Mi hija sabía que estaría.
—Pues supongo que me mintió. —Sandra se dio la vuelta para marcharse y Daniel la sujetó por
el brazo.
—¿Y por qué crees que lo hizo?
Ella se soltó de un brusco movimiento y lo fulminó con la mirada.
—Es tu hija, dímelo tú.
—Elsa quiere que todo sea como antes.
Sandra soltó una carcajada carente de humor y golpeó el pecho de Daniel con un dedo.
—No intentes manipularme. La niña no sabe lo que pasó y me culpa por haber desaparecido.
Dejemos las cosas como están.
—No te culpa. Te necesita.
Sandra negó con la cabeza y pude percibir una sonrisa triste bajo la farola de luz amarillenta
que los iluminaba.
—Necesita la sustituta de una madre. Una mujer que la quiera y la comprenda. Y en esta
competición, Carmen sale ganando. Lo vi el día de la excursión —se lamentó—. Una lástima que
Víctor se te adelantase, ¿no es cierto? —replicó con ironía.
No pude evitar erguirme al escuchar mi nombre y el de Víctor, y presté más atención a la
conversación, que se había tornado más íntima y discreta. Sin embargo, el viento jugaba a mi
favor y la ausencia de vecinos en aquella calle solitaria facilitaba que los pudiese escuchar con
claridad.
—¿Quién lo lamenta más? ¿Tú o yo? Me culpas por lo que hice, pero tú apenas tardaste en
meter a otro en tu cama.
—No me lo puedo creer. Volvemos a lo de siempre. Tú te acostaste con otra, te dejé y después
de unos meses durante los cuales viví un infierno, decidí pasar página y me acosté con Víctor. No
tienes nada que reprocharme. Yo no te engañé mientras estábamos juntos.
—¡Era mi mujer! —se defendió Daniel con vehemencia.
—Exmujer —especificó ella—. Llevabais años divorciados. Pero es evidente que tú todavía la
veías como tu esposa.
—Sabes que solo sentía cariño por ella. Estaba enferma y…
—¡Ya basta! —lo cortó—. Mantuvimos lo nuestro en secreto porque ella seguía enamorada de
ti. Lo seguimos manteniendo en secreto cuando cayó enferma y yo seguí aguardando a que llegase
el momento en el que nuestra relación saliese a la luz.
—No te ocultaba —la interrumpió—. Elsa sabía que entre nosotros había algo especial.
—Para Elsa siempre fui la amiga de su padre. Nunca me tomaste de la mano ni me besaste en su
presencia. Así que no me vendas esa mentira.
—Te dije que lo sentía —admitió Daniel—. Te expliqué como fueron las cosas, fui sincero
porque no soportaba mentirte e hice todo lo posible para recuperarte.
—Vaya, pues muchas gracias por tu sinceridad —susurró con falsedad—. ¿Crees que soy
imbécil? —cambió el tono de su voz a indignación—. Todo el mundo en este pueblo cotilla sabe
que has mostrado interés por la maestra de tu hija.
—Carmen se ha portado muy bien con Elsa y le estoy muy agradecido.
—No estoy hablando de eso y tú lo sabes. Joder, hasta Víctor te caló desde el primer momento.
Cuando descubriste que tenía interés en Carmen, fuiste a por ella, decidiste joderlo y complicarle
el asunto. Pero, ¡oh, sorpresa! Ella lo eligió a él.
—¿Eso es lo que crees?
—No lo creo, estoy segura.
—Quizás es porque cree el ladrón que todos son su condición.
Sandra negó con la cabeza, hastiada, y me dio la sensación que cansada también.
—Esto no nos lleva a ninguna parte. Lo nuestro se acabó en el mismo momento en el que
comprendí que después de darlo todo y conformarme con poco, fuiste capaz de engañarme. Ya no
puedo confiar en ti y tú no has sabido manejar la situación.
—Puede que no supiese. Mentira, lo hice fatal —admitió—. Tampoco he sabido hacer lo mejor
para Elsa hasta que me ayudaron. Pero nunca he dudado de mis sentimientos y siempre he tenido
claro mi objetivo. Lo nuestro no pudo ser, de acuerdo, pero me gustaría que nuestra relación no
fuese tan difícil.
—Mala suerte. No siempre obtenemos lo que queremos.
Sandra se marchó, Daniel entró en su casa, derrotado, y yo me quedé donde estaba, rodeada del
silencio de la calle y acompañada por el frío que se había instalado en mi interior. Cuando me
aseguré de que nadie me vería salir de mi escondite, avancé con los pies entumecidos hasta llegar
a casa, despojarme del abrigo y dejarme caer frente a la chimenea, al lado del fuego, con Baby
entre mis brazos. Si echaba la vista atrás, muchas cosas cobraban sentido. La relación de Elsa con
Sandra, el cariño que sentía la niña por ella; la tirantez de la relación entre Daniel y Víctor.
¿Sabría Víctor que Daniel y Sandra habían sido pareja? Desde luego, la vida no dejaba de
sorprenderme.
Cuando Víctor llegó, todavía estaba sentada junto al fuego. Se acomodó detrás de mí, con la
espalda recostada en el sillón y me abrazó por la cintura.
—¿Qué haces aquí tan pensativa?
Apoyé la cabeza sobre su hombro y espiré aliviada, como siempre me ocurría cuando me
encontraba entre sus brazos.
—¿Ha ocurrido algo que yo deba saber? —insistió ante mi silencio.
—Mañana es el cumpleaños de Elsa y la niña me ha invitado a su casa a celebrarlo. He ido a la
tienda a comprar ingredientes para prepararle su bizcocho preferido y también me ha llegado la
libreta especial para ella que encargué a la librería. Se lo llevaré todo por la tarde cuando vaya a
la fiesta.
Sentí a Víctor tensarse a mi espalda.
—Seguro que se alegra —susurró—. ¿Habrá algún adulto más, o todo serán niños?
—Imagino que su padre estará.
—Mañana termino el turno de tarde, podrías esperar a pasado mañana y yo te acompañaría
gustoso —sugirió.
—Intentaré explicarle a una niña de diez años que iré a su cumpleaños un día después porque a
ti no te viene bien.
Víctor soltó un gruñido que me hizo sonreír.
—Tienes razón —admitió—. Solo es que no me gustan ciertas actitudes de Daniel. Pero has
tenido una idea estupenda con el bizcocho y la libreta.
—¿Por qué no te gusta? ¿Crees que ahora sería el momento de hablar sobre por qué Daniel y tú
no os lleváis bien? —tanteé.
—Lo cierto es que no hay mucho que contar. Supongo que no nos caemos bien.
—¿Desde el principio fue así? —pregunté con cierto temor.
—No —admitió—. Quizá te sorprenda lo que te voy a contar. Pero antes de nada, quiero que
sepas que si no lo he hecho antes, es porque no quería que algo que para mí se ha quedado en el
pasado, enturbiase nuestra relación.
—Confío en ti —dije con suavidad—. Nada de lo que me digas cambiará mi opinión sobre ti o
sobre lo nuestro.
Víctor suspiró y me apretó con más fuerza.
—Me enteré de que Daniel y Sandra habían sido pareja después de que empezase una relación
con ella y porque Daniel me increpó directamente —dijo de corrido—. Hasta el momento, sabía
que Sandra había tenido una relación con alguien, era la comidilla de «Aventúrate» y del pueblo
entero. Pero a mí siempre me han dado igual los cotilleos de pueblo. Además de que mi interés
por ella no era sentimental, siempre ha sido una amiga más que una amante. Pero surgió la
atracción, a ambos nos vino bien y no teníamos que rendirle cuentas a nadie. O eso creía yo.
—¿Entonces tú no sabías nada cuando empezaste la relación con ella?
Víctor negó con la cabeza.
—Nada. Me hubiese gustado saberlo y por eso hablé con Sandra después de que Daniel se
encarase conmigo. —Enmudeció y mientras los troncos crepitaban en el interior de la chimenea
perturbando nuestro silencio, sus manos me acariciaban la cintura con suavidad—. No parece
haberte sorprendido la historia —e hizo notar.
—Los he escuchado discutir esta tarde en plena calle, cuando venía de comprar.
—Bueno, su relación es un poco difícil. Pero eso no nos incumbe a nosotros, ¿no? —quiso
asegurarse.
—Sin embargo, crees que Daniel pueda tener algún interés en mí —afirmé.
—Pero lo que yo crea no es importante. Ni siquiera si es cierto que Daniel quiere algo contigo.
Confío en ti y en tu manera de proceder, pero a veces, no puedo evitar pensar que con el pretexto
de la niña, intenta acercarse.
—Daniel lo ha pasado mal con Elsa y lo sigue haciendo, pero su relación conmigo siempre ha
sido correcta. Solo una vez me preguntó si me habría fijado en él si tú y yo no estuviésemos
juntos.
Noté la rigidez de sus músculos en mi espalda y giré el rostro para verle la cara. Las llamas se
reflejaban en sus pupilas, pero supe que por dentro ardía en un fuego diferente.
—¿Y qué le dijiste? —La gravedad y oscuridad de su voz, junto con el matiz de temor que noté,
me hicieron querer calmar su angustia. Apoyé una mano en su rostro y lo acaricié con ternura.
—Que desde que te vi dentro de aquel asqueroso contenedor, para mí ya no existiría nadie más
que tú. Siempre y solo tú.
—Señorita Campoamor, aprobada —sonrió satisfecho.
Me tendió sobre la alfombra y fuimos desprendiéndonos de las capas de ropa que nos cubrían,
como lo habíamos estado haciendo de nuestros recelos, hasta quedar completamente desnudos a
merced de nuestros cuerpos y sentimientos.
A la mañana siguiente sentí la cabeza como si fuese algodón de azúcar cuando salí de la reunión
de claustro más tarde que de costumbre. Estábamos empezando a preparar las evaluaciones del
primer trimestre y resultaba un poco tedioso coordinar actividades curriculares, más pruebas de
valoración y cuadrar las fechas de todo. Así que agradecí que me golpease el aire frío de
principios de diciembre en la cara, al menos hasta que llegase a casa. Mientras avanzaba por las
calles empedradas y solitarias, inspiré hondo y miré aquel cielo plomizo que auguraba lluvias con
una sonrisa. No estaba dispuesta a que nada me enturbiase el día. Tenía la vista puesta en el
próximo puente y me hacía especial ilusión disfrutarlo con Víctor, si no sufría cualquier cambio de
turno imprevisto. Libraríamos en esos días y había buscado una escapada especial para darle una
sorpresa. Praga, con sus mercados navideños, era un destino que siempre había querido visitar en
estas fechas, pero que nunca me había atrevido más que a disfrutarlo a través de las imágenes que
buscaba en internet. Entre otras cosas, porque no había tenido la compañía ideal para viajar, y
hacerlo sola no era una opción. Temía necesitar asistencia médica y no saber o no poder hacerme
entender. Era uno de mis muchos temores —para la mayoría de personas incomprensibles—, pero
que con Víctor al lado podía soportar.
Abrí la puerta de casa y agradecí que Víctor hubiese dejado la chimenea encendida. Baby trotó
hacia mí, juguetona, y yo le dediqué infinidad de palabras bonitas, como cada vez que llegaba,
mientras colgaba el bolso en la percha y me desabotonaba el abrigo. Saltaba como loca a mis pies
y me reí por su impaciencia. Me giré para prestarle la atención que me exigía, pero me detuve en
seco cuando vi que la bolsa que Víctor se llevaba al trabajo estaba junto a la pared de la entrada,
donde solía dejarla. Hacía horas que debería estar en el trabajo. Ni siquiera me dio tiempo a
reaccionar. Escuché el timbre y salí precipitada a abrir. Daniel estaba al otro lado, uniformado, y
toda yo empecé a temblar.
—Carmen...
—¿Qué? —jadeé porque era incapaz de imprimir más fuerza a mi voz.
—Víctor ha tenido un accidente.
Capítulo 55

CARMEN

Es curioso cómo reaccionamos ante una mala noticia. Había gente que lo hacía gritando, huyendo
para no afrontarla, o todo lo contrario, se quedaban paralizadas e incapaces de reaccionar. No sé
en qué orden actué yo, no sé qué fue lo que hice o dije, pero sí sé que pasé por todas aquellas
fases hasta que Daniel me metió en su coche porque le exigí, le rogué y lloré para que me llevase
junto a él mientras en mi mente me imaginaba el peor escenario posible. No podía perder a Víctor,
porque perderlo sería como perderme a mí misma.
Mientras salíamos del pueblo, la niebla cubría la carretera y la hacía prácticamente invisible. O
no, o eran mis ojos empañados en lágrimas los que eran incapaces de ver. Tenía tantas ganas de
llegar al hospital y al mismo tiempo tanto miedo a lo que me pudiesen decir que no sabía cómo
manejarlo. Temblaba como una hoja de otoño a merced del viento y me sentía como ella, a punto
de caer al vacío. La vida no podía ser tan cruel de arrebatármelo. Sentí un escalofrío pese a que
Daniel había puesto la calefacción, pero de nada servía porque el frío estaba dentro de mí,
agujereando mi alma con la lanza del miedo. Apreté el teléfono entre mis manos y miré la pantalla
vacía de llamadas. Ninguna. Había estado tan absorta creándome castillos en el aire con nuestro
próximo viaje que ni siquiera me planteé mirar si Víctor me había hecho la llamada de rigor al
llegar al trabajo. Ahora su teléfono no daba tono y la única información que conocía era la que
Daniel me iba dando y que se perdía entre la nebulosa de pensamientos que lo eclipsaba todo.
Entre recuerdos de sonrisas, besos y caricias. Palabras, susurros y jadeos. Entre él y yo, que
formábamos un nosotros perfecto.
—Lo único que sé es eso —aseguró Daniel.
—¿El qué? —balbuceé confusa.
Daniel me miró de reojo, con las cejas fruncidas.
—¿No has escuchado nada de lo que te he dicho?
Negué de manera imperceptible mientras volvía a mirar el móvil con el temor y la esperanza de
que sonase. Oír su voz, solo quería escuchar el sonido ronco y grave de sus palabras diciéndome
que estaba bien y que volvería a casa conmigo.
—Digo que fue una suerte que Sandra estuviese con él cuando tuvo el accidente porque fue ella
la que avisó a emergencias, de lo contrario, no creo que Víctor hubiese podido hacerlo y a saber
qué habría pasado. —Se calló al darse cuenta de su inoportuno comentario y, al no obtener
respuesta de mi parte, continuó—: En comisaría ya lo saben, al parecer fue la propia Sandra la
que llamó porque el teléfono de Víctor se rompió del golpe. —Cerré los ojos con fuerza al
escuchar la palabra «golpe» y las lágrimas escaparon de mis ojos—. Me llamó cuando llegaron al
hospital para decirme en cuál estaban y que te pudiese avisar. Fui a buscarte de inmediato. No
será nada importante. Víctor sabe lo que se hace y no es un novato en escalada.
La sucesión de frases que pretendían ser informativas, o quizá tranquilizadoras, solo obtenían el
objetivo contrario. Yo ni siquiera sabía que aquella mañana Víctor saldría a escalar. Y si no era
nada importante, ¿por qué no me llamaba? ¿Por qué no se había puesto en contacto conmigo
todavía?
—Estarán haciéndole pruebas y por eso no te ha llamado aún —adivinó Daniel mis
pensamientos. Colocó una mano sobre las mías y las apretó para reconfortarme, pero yo no
necesitaba su contacto, no lo quería. Mi piel todavía guardaba las huellas de los besos y las
caricias de Víctor y no quería que nadie las profanase. Las aparté y miré por la ventana la
procesión de árboles y carteles distorsionados al margen de la autovía. Los edificios empezaban a
recortarse y deduje que ya estaríamos cerca.
El sonido de mi móvil estalló dentro del coche como un trueno. Con el corazón desbocado y las
manos temblorosas, miré la pantalla y no reconocí el número. Tenía tanto miedo de contestar como
de no hacerlo.
—Contesta. Vamos —me urgió Daniel.
Tuve que deslizar el dedo varias veces por el temblor de mis manos y la vista borrosa por las
lágrimas mientras el tono parecía subir de intensidad y golpeaba mis oídos. Por fin acerté a
descolgar y me lo acerqué a la oreja. Silencio. Nada. Solo el pulso retumbar en mis oídos.
—Baby… —Escuché por fin aquel nombre que en sus labios tenía tantos matices diferentes y en
este caso fue de dulzura y preocupación. Sentí como si me hubiese estado ahogando en un mar
negro y profundo y, de pronto, accediese a la superficie y la brisa del mar me golpease. Solté un
sollozo y después otro y otro más sin poder hablar ni poder detener aquel torrente de lágrimas que
se había desatado—. Estoy bien. Créeme. —Sonaba cansado y algo débil—. Te he llamado en
cuanto me han facilitado un móvil. No lo he podido hacer antes. Carmen, háblame, por favor.
Negué con la cabeza como si pudiese verme, porque no podía contestar, tenía un nudo
apretándome la garganta que me asfixiaba y solo podía emitir hipidos descontrolados. A él solo le
llegaba mi llanto desgarrador y lo oí suspirar.
—Joder, no llores. Te prometo que estoy bien —susurraba sin cesar—. Baby, dime algo.
Ante mi incapacidad de articular palabra, Daniel tomó el control y me arrebató el móvil.
—¿Víctor? Soy Daniel. Estamos llegando al hospital. —Escuché a Daniel intercambiar un par
de frases más hasta que me pasó el teléfono—. Quiere seguir hablando contigo.
Me lo acerqué al oído y, mientras gimoteaba, escuché el suspiro cansado de su voz.
—Siento tanto haberte asustado… —Gemí porque parecía más preocupado por mí que por él,
que al fin y al cabo era el que estaba en el hospital—. Cuando salga de aquí podríamos irnos
juntos a algún sitio. Tú y yo solos.
Siguió hablando conmigo —haciendo planes sin saber que yo ya los había hecho, y prometiendo
compensarme por aquel sufrimiento—, hasta que llegamos al hospital y Daniel dejó el coche en el
aparcamiento.
—Ya estamos —susurró a mi lado.
Asentí y todavía con el móvil pegado a la oreja, salí.
—Carmen —susurró Víctor. Me detuve a los pies de la escalera de acceso—. Jamás dudes de
que te quiero.
—Estoy aquí —jadeé compungida. Fue lo único que pude decir antes de colgar y dejarme guiar
por Daniel por dentro del hospital.
Escuchar hablar a Víctor me había tranquilizado lo suficiente como para que mis manos
recuperasen algo de calor, pero continuaba sintiendo esa sensación de irrealidad que tanto me
asustaba. Avancé por inercia, y gracias a la habilidad de Daniel, por aquellos interminables
pasillos hasta alcanzar los ascensores. El característico olor a desinfectante me provocó náuseas y
apreté un brazo alrededor de mi estómago. Recordé que no había tomado bocado desde media
mañana, pero tenía el estómago completamente cerrado. Me crucé con un par de miradas de
lástima y otras tantas de curiosidad, y entendí que debía presentar un estado lamentable. Los ojos
rojos e hinchados, y la nariz no sería menos.
Salimos del ascensor y vimos las señales con los diferentes números de habitación. Miré
nerviosa de un lado a otro sin saber qué camino tomar hasta que Daniel me sacó de dudas.
—Está en la quinientos treinta.
Miré en la dirección que me señaló y suspiré cansada. Aquel pasillo parecía no tener fin.
Cuanto más avanzaba, más lejos me parecía estar el final. Era como estar viviendo una pesadilla
en la que quieres correr, pero siempre estás en el mismo sitio. Los segundos se convertían en
minutos y los minutos en horas. Estábamos a punto de girar hacia el número de habitación que
Daniel me había dado cuando escuché la voz de Sandra.
—Siempre ha sido un cabezota y un temerario. Si no se hubiese empeñado en subir aquel trozo
de pared sin cuerdas no le habría pasado nada. Pero no, como siempre al límite —se quejó.
Me detuve y Daniel lo hizo a mi lado, en silencio, como si entendiese que necesitaba escuchar
aquello.
—Algún día le tenía que pasar —dijo otra voz—. Arriesga demasiado y no es consciente del
peligro que corre. Se lo he dicho muchas veces, pero por más que le ve las orejas al lobo, no
aprende.
—Supongo que ahora sí. Con esto se le acabaron los pretextos con esa novia tan susceptible
que tiene. A ver ahora cómo le explica lo de este accidente. De los de los demás se libró de decir
la verdad. Ahora no le queda otra que afrontarlo.
Se me encogió el corazón y tuve que apoyarme en la pared para que las rodillas no me cedieran
y acabar en el suelo. ¿Los demás? ¿Había sufrido más accidentes y yo no me había enterado? Es
más, me los había ocultado.
—Vamos —me animó Daniel. Me tomó del brazo y giramos la esquina.
Sandra, con un vaso de café en la mano y otro chico al que no había visto nunca, pero que
llevaba el logotipo de «Aventúrate» en la espalda, se giraron al vernos. Toda la debilidad que
sentí se esfumó al ver la cara de suficiencia y leer la mirada irónica de sus ojos. Como si yo fuese
una blandengue que no paraba de llorar mientras ella había mantenido el tipo, llamado a
emergencias y estado al lado de Víctor en el hospital. Pasé de largo sin dedicarle ni un saludo y
me detuve delante de la habitación en cuestión.
—De nada —escupió Sandra con soberbia.
Ni siquiera en ese momento me di la vuelta. Entré y apoyé la espalda en la puerta, frente a la
cama de Víctor, cuyos ojos verdes se dirigieron a mí de inmediato, brillantes de emoción, pero
sobre todo, de preocupación.
—Ven aquí —me llamó con urgencia.
Pero no me moví. Me empapé de su imagen como había estado deseando hacerlo desde que vi a
Daniel a la puerta de casa, o incluso antes, al descubrir la bolsa que se llevaba al trabajo. Lo
repasé como si fuese una máquina de rayos X y pudiese ver a través de la sábana que le cubría
parte del cuerpo y que dejaba a la vista la parte derecha de este. Tenía un vendaje en el pie,
magulladuras y algunos cortes en la pierna y el brazo del mismo lado en cabestrillo. Lo miré a los
ojos de nuevo y su imagen se volvió borrosa a causa de las lágrimas. Había pasado tanto miedo.
—Carmen —reclamó mi atención con solemnidad—. No hagas que tenga que levantarme a por
ti. Ven aquí —exigió.
Avancé atraída por la urgencia de su voz y la necesidad de tocarlo. Pero lo hice despacio, con
pasos inestables hasta que mis rodillas tocaron el colchón y Víctor se pudo incorporar lo
suficiente para colocar la mano sana en mi nuca y atraerme hacia sus labios. Se detuvo a escasos
milímetros antes de llegar a tocarnos y fijó su mirada penetrante en la mía.
—Te necesito —confesó.
Asaltó mi boca con un beso cargado de necesidad, alivio y sentimiento, pero también percibí
cierta nota de arrepentimiento, o quizá fuese miedo, porque ambos sabíamos en secreto que
aquella era la primera de las muchas mentiras que podía descubrir.
Capítulo 56

VÍCTOR

El jodido golpe de la cabeza me dolía horrores, la clavícula me daba aguijonazos que incidían
directamente en la boca del estómago y me provocaban angustia, el esguince del pie me molestaba
cada vez que intentaba moverme, pero nada me hacía tanto daño como mirar a Carmen y descubrir
en sus ojos miedo, sufrimiento, pero también recelo. Desde que había llegado y la había asaltado
con aquel beso que pretendía ser todo lo que no podía expresar de golpe con palabras, no se había
separado de mi lado. Físicamente estaba, pero volví a sentir la familiar y desagradable desazón
de años atrás cuando me mantenía apartado de ella con un cartel de «prohibido». Era como si se
hubiese encerrado y aislado del mundo, pero en concreto de mí. Y aquello me estaba matando.
—Siento no haberte contado que iba a hacer escalada —dije al fin. Estaba sentada en la cama, a
mi lado, y le acaricié con mis dedos la parte interior de la muñeca. No la había soltado desde que
había entrado por la puerta y de aquello hacía ya bastante tiempo.
Me miró y pestañeó con rapidez, como si la hubiese sacado de sus pensamientos.
—Lo importante es que estás bien —susurró con la voz tomada a causa del llanto. Esquivó mi
mirada y la centró en el movimiento de mis dedos sobre su piel.
—Carmen, dime cómo estás —le rogué—. Lo que piensas, cómo te sientes. Enfádate conmigo,
pero no te alejes de mí.
—No estoy enfadada —respondió escueta.
Suspiré y tiré de su mano para que se recostara a mi lado y sentirla pegada a mí. Necesitaba que
el calor de su cuerpo traspasara el mío y calentase el frío que empezaba a instalarse en mi interior.
No se resistió. Se dejó hacer como si fuese una muñeca y se mantuvo estática mientras la apretaba
contra mi costado.
—Abrázame —le exigí en un ronco suspiro.
—Temo hacerte daño.
—Me duele mucho más sentirte lejos.
—Estoy aquí —sollozó.
Cerré los ojos y la estreché con más fuerza.
—Perdóname —pedí desesperado.
—¿Qué tengo que perdonar exactamente? —el tono de su voz era tan sentido que me hizo
estremecer.
Llamaron a la puerta y Carmen se incorporó con rapidez. Entró la enfermera para tomarme la
tensión, ponerme el termómetro y darme unos calmantes, y en ese intervalo de tiempo, ninguno de
los dos habló. Me dediqué a mirarla y ella a centrarse en la rutina de la enfermera. Cuando se iba
y por fin creía que podíamos retomar la conversación, volvieron a llamar a la puerta y Daniel
asomó la cabeza con precaución.
—¿Se puede?
Asentí y entró en la habitación.
—¿Cómo estás?
—He tenido días mejores.
Podría haber ululado un búho en el intervalo de tiempo que pasó hasta que alguno de los dos se
dignó a hablar.
—Carmen —le dijo con suavidad. Se acercó hasta ella y la tomó de la mano. Tuve ganas de
gruñir para que la soltara, pero afortunadamente me detuve a tiempo—. Tengo que marcharme.
Hoy es el cumpleaños de Elsa y…
—¡Es cierto! —exclamó ella—. Daniel, lo siento. No tendrías que haberme traído tú. Pobre
Elsa.
—Sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites. —Carraspeé y lo fulminé con la
mirada, pero no se dio por aludido—. ¿Quieres que te lleve a casa o prefieres quedarte?
¿Qué mierda de pregunta era esa? Entrecerré los ojos y apreté la mandíbula tan fuerte que me
dolieron las grapas que me habían puesto en la cabeza. Agradecía a Daniel que la hubiese traído,
pero hasta ahí. Ni una licencia más. Para mi completa perplejidad, Carmen pareció tener que
meditar una respuesta que para mí era obvia.
—Me quedaré —dijo al fin.
—¿Y mañana para ir al colegio? Yo tengo turno de mañanas, no podré venir a por ti. —Me
jodía sobremanera que estuviesen hablando como si yo no estuviera presente.
—No creo que ese sea tu problema. Nos las apañaremos —les interrumpí.
Carmen me fulminó con la mirada, pero no me arrepentí ni un átomo.
—Gracias, Daniel. Te acompañaré al ascensor —anunció. Percibí algo de reto en su manera de
decirlo o quizá fuese por la pose altiva en la que abandonó la habitación. Sea como fuere, aquello
no me gustaba nada.
Yo era un hombre seguro de sí mismo que jamás había tenido la más mínima inclinación a
compararse con nadie. Pero allí, tirado en la cama de aquel odioso hospital, no pude evitar
hacerlo con Daniel. Él era calma donde yo tormenta. Sosiego y paz contra adrenalina y emoción.
Un sensato padre de familia frente a un policía temerario. Y ella en su vida necesitaba estabilidad.
No un descerebrado que en su tiempo libre también pusiese su vida en riesgo. Golpeé con el puño
en la cama y el hombro herido se resintió.
—¡Joder! —exclamé enfurruñado.
—No has aprendido nada, Medina. —Antúnez asomó la cabeza por el hueco de la puerta.
Todavía llevaba el uniforme, miré la hora y supuse que había hecho un alto en la ronda para
visitarme—. ¿Se puede?
—Prueba —mascullé.
—Tú ya no sabías qué más hacer para pasarte unos días en este hotelito y has decidido hacer
caída libre, cabrón. —Llegó junto a mí y me palmeó el hombro sano.
—Como si yo quisiese estar aquí.
—¿Sabes qué es lo mejor de todo esto? Que a nadie ha sorprendido que acabases en el hospital.
De hecho, hay una porra en comisaria con los días que tardarás en hacer una visita a urgencias. Al
principio había quien pensaba que tenías interés en el personal sanitario, pero luego cuando nos
hablaste de Carmen, descubrimos que no.
—Sois un atajo de cabrones —no pude evitar sonreír.
—Ahora en serio, ¿en qué cojones pensabas para hacer escalada libre?
—Llevaba cuerdas, pero había una pared vertical que tiene buen agarre…
—Ya lo veo —me interrumpió.
—No, joder. Solo quería probar unos metros. Pero me falló la sujeción y el resto ya lo sabes.
—Si fueras otro, te diría que así aprenderás. Pero tú no. Tú seguirás en tu línea: persiguiendo
delincuentes, aunque como recompensa te lleves un bonito cardenal. A la mínima saltarás de
nuevo de balcón en balcón para meterte en un incendio.
—Te estás poniendo muy pesado —le advertí.
—Si no hubiese sido por el bombero americano…
—Gallagher —mascullé.
—Ese. Te habríamos tenido que recomponer como un puzle —terminó. O ese creí—. Sin
olvidarnos de los lanzamientos en paracaídas, los saltos de puenting y no sé cuántas locuras más
has practicado en las últimas semanas. De verdad que, si yo hubiese pasado por urgencias tantas
veces como tú, mi mujer ya habría pedido el divorcio para no quedarse viuda.
—¿Has venido a animarme o a rematarme? —escupí molesto. Quizá no tanto con él como lo
estaba conmigo mismo por haber terminado en aquella situación, pero Antúnez estaba comprando
todas las papeletas para que lo pagara con él.
—He venido a ver si con tanto sermón te entra algo de sentido común en esa cabezota dura que
tienes.
Bufé con fastidio y miré hacia la puerta, preocupado por la tardanza de Carmen, y el corazón se
me detuvo al verla. Allí estaba. Pálida y vulnerable. Me encontré con sus ojos decepcionados y
comprendí que había escuchado nuestra conversación. Fue como si volviese a caer, pero esta vez
no desde unos pocos metros, ahora me precipitaba desde la mismísima cima de la montaña. El
golpe abrió una herida de la que empezó a salir un líquido viscoso, desconocido para mí, que se
extendió por mi cuerpo como el veneno y al que solamente podría poner el nombre de miedo.
Capítulo 57

CARMEN

Me miró y yo lo miré. Pero no fue nuestro aspecto lo que vimos. Fue como si nos viésemos más
adentro y leyéramos uno en el interior del otro. Bajo sus ojos verdes, culpables y arrepentidos, me
sentí expuesta, vulnerable, destrozada y estúpida, muy estúpida. Pero sobre todo, ingenua por
haberlo dado todo de mí. Por haberme mostrado ante él, no sin reservas, pero sí con valentía, y a
cambio acababa de descubrir que había recibido mentiras. Me faltaba el aire, me temblaban las
manos y me dolía el pecho, pero esta vez no era ansiedad, era decepción. Era sentir como poco a
poco la vida ideal que había construido en estos pocos meses se desmoronaba como las olas
contra la arena y dejaba el rastro húmedo de las lágrimas. Era comprender que me había
enamorado de un hombre que había fingido entender mi problema y aceptarlo, pero que a la vista
estaba que no era cierto. Pero por encima de todo eso, fue darme cuenta de que mis temores y
recelos no eran infundados.
Di un paso atrás, y luego otro, y otro más le hubiese seguido si Víctor no hubiera gritado mi
nombre con tanta urgencia que me dejó anclada en el suelo.
—¡Carmen! —Intentó levantarse, pero su compañero se lo impidió.
—¿Estás loco, Medina?
El tal Antúnez miró en mi dirección al ver la desesperación de su compañero y me vio. En
apenas dos zancadas lo tenía frente a mí, imponente con su uniforme policial.
—Soy Miguel Antúnez —se presentó con una sonrisa—. Tú debes de ser Carmen, la misteriosa
mujer que nos lo tiene más atontado de lo normal.
Tomó mi mano y tiró de mí hasta meterme dentro de la habitación. En la boca del lobo.
—Menudo susto te habrás llevado —insistió Antúnez—. En favor de este descerebrado te diré
que parece haber hecho un pacto con el demonio porque cualquiera con menos suerte ya…
—Creo que es hora de que vuelvas al trabajo —lo interrumpió Víctor sin dejar de mirarme.
Había sacado los pies de la cama y parecía dispuesto a saltar sobre mí al más mínimo movimiento
por mi parte.
Estoy segura de que lo miraba como de noche lo hacían los cervatillos a los faros de los
coches. Quería huir, como ellos, pero no podía.
—Pues sí… —entendió al fin Antúnez que debía marcharse porque no había visto peor actor en
mi vida—. ¡Qué tarde es! Hablamos, Medina. Carmen, un placer.
Asentí y forcé una media sonrisa hasta que el compañero salió por la puerta y nos quedamos
solos, frente a frente.
—Carmen —me volvió a llamar, pero esta vez con tiento. Aunque en realidad daba igual como
lo hiciese, el simple hecho de que mi nombre escapase de sus labios me dolía tanto como me
erizaba la piel con sus caricias. Cerré los ojos con fuerza y me rodeé la cintura con los brazos—.
No quería que te preocupases de manera innecesaria —explicó.
—Tener que pasar la noche en el hospital por un traumatismo en la cabeza debido a un
accidente haciendo deporte de riesgo no me parece cualquier cosa. Sin embargo, poner tu vida en
riesgo sí lo considero totalmente innecesario.
—No quería hacerte sufrir. —Se incorporó e hizo una mueca de dolor al intentar apoyar el pie
vendado en el suelo, sin embargo aquello no lo detuvo. Se sujetó a la silla que había a su lado y
avanzó.
—Y preferiste mentirme. Ocultarme la verdad —se me quebró la voz y Víctor estiró una mano
para alcanzarme, pero yo fui más rápida y me alejé. No podría soportar su contacto porque apenas
podía soportar el dolor que sentía dentro de mí.
—No hagas esto. No te apartes de mí.
—Vuelve a la cama —le pedí. Estaba demasiado pálido y parecía inestable.
—Prométeme que te quedarás.
No quise llorar, pero no existía dique lo suficientemente fuerte para detener la fractura de mi
alma.
—Nuestras promesas ya no tienen ningún valor —jadeé intentando recuperar algo de aliento—.
Me prometiste que jamás me harías daño y nunca me he sentido tan rota.
Víctor cerró los ojos como si lo hubiese golpeado.
—Lo último que quiero en este mundo es verte sufrir.
Levanté los brazos con indefensión mientras lloraba y mi pecho se convulsionaba.
—Pues ya me estás viendo. —Se me rompió la voz al igual que la poca entereza que me
quedaba.
—¡Maldita sea, Carmen, te estoy diciendo que lo siento! No volverá a ocurrir. Te prometo
que…
—No lo entiendes —negué con vehemencia—. Yo confiaba en ti. ¿Eres consciente de lo que
significa eso para mí? ¿Tienes idea de lo que me ha costado deshacerme de todos mis recelos y
contarte mi problema? Creí que eras diferente. Que me entenderías.
—No. No digas eso. He cometido un error. Lo asumo. Pero intenta ser un poco razonable y ver
más allá. Comprender mis motivos. Yo… Si lo he hecho ha sido por tu bien.
Cada palabra que decía para arreglarlo me dolía más porque hacía la herida más grande y
dejaba en evidencia lo poco que me comprendía.
—No has entendido nada y, lo que es peor, no me entiendes a mí. Todo lo que te conté de mi
problema de ansiedad, todos mis miedos irracionales y los racionales, mis reacciones, mis
dudas… Me abrí a ti como no lo había hecho nunca. ¿Y para qué? No necesito que me guarden en
una urna y me aíslen de los problemas. Lo que necesito es a alguien a mi lado que me diga:
Carmen, lo superaremos juntos. En mi vida no necesito mentiras porque mi miedo se nutre de
ellas. Las alimenta, las engorda y entonces aparece la desconfianza, las dudas. Hoy mi vida entera
se ha tambaleado —le confesé—. Y necesito estabilizarla de nuevo.
—¿Qué me estás intentando decir? —Su voz se tornó fría como el hielo y avanzó cojeando
hasta sujetarme por los hombros.
—Ya he pasado por esto, Víctor. Sé lo que es. Me has ocultado tus accidentes porque temes mi
reacción, pero eso solo es el inicio. Con el tiempo, te cansarás de mis manías y mis miedos, de
mis cambios de humor, de mi negatividad, de mis días alterados, de mi insomnio y mis quejas.
Querrás arreglar algo que ni yo misma sé cómo hacerlo ni cómo superarlo porque vivir con esto
me arruina la vida y terminará arruinando la tuya. Te irás alejando de mí hasta que solo quede el
poso molesto de todo lo negativo de una relación y ya no podamos seguir bebiendo de nosotros
porque nos atragantaremos.
—Ahora mismo está hablando tu miedo. —Pude ver la desesperación y el temor en sus ojos y
lo sentí en la tensión de sus manos sobre mi cuerpo—. Te has asustado por lo que me podría haber
sucedido porque mi estilo de vida implica riesgos. Mi trabajo implica riesgos. ¡No puedo cambiar
a lo que me dedico! Pero sí puedo dejar de lado otra parte de mi vida. Joder, Carmen, todo menos
perderte.
Agaché la cabeza, me miré los pies y vi los suyos, desnudos y heridos.
—Comenzamos a perdernos cuando las mentiras ganaron a la confianza.
—No, no, no. Quédate conmigo. —Apoyó la frente sobre la mía y me abrazó contra su cuerpo al
rodearme la cintura con el brazo sano—. Aprenderemos de los errores. Ninguna relación es fácil,
hay que luchar para sacarla adelante y yo haré lo que sea para que la nuestra funcione. Se
terminaron las mentiras, el tomar decisiones por ti para no hacerte sufrir, los deportes de riesgo.
Sollocé y las lágrimas surcaron mis mejillas sin descanso.
—Entonces, además, te perderás a ti mismo. Y eso jamás me lo perdonarás, ni yo tampoco lo
haría.
—¿Y si en lugar de hacer conjeturas y avanzar acontecimientos seguimos adelante? ¿Y si por
temor a lo que pueda pasar nos perdemos la vida?
—La de los «y si» soy yo, no tú —murmuré—. No miré el teléfono —ahogué un sollozo y
respiré hondo antes de continuar—. Todos los días revisaba tus llamadas al llegar al trabajo, pero
hoy se me olvidó. Llegué a casa y vi tu bolsa en el suelo.
—No hubiese cambiado nada que lo miraras. No tiene sentido que te culpes por ello porque…
—No, porque estabas con ella —le interrumpí. Coloqué una mano sobre su pecho y me aparté
de sus brazos—. ¿Le contaste también tus accidentes de trabajo?
En realidad, no me hizo falta su confirmación porque sus ojos me revelaron la verdad mucho
antes que sus labios.
—Sí —confirmó compungido—. Pero eso no significa nada. Sandra no significa nada para mí.
—Significa que confías en ella. ¿Sabía que me mentías?
—Sí. —Al menos pareció avergonzado, pero lejos de ser un pobre alivio se convirtió en sal
para mis heridas.
—¿Y tu compañero? —Di un paso atrás.
—Sí. —Colocó la mano en la nuca y miró al techo de la habitación.
—¿Y Raimundo? —gemí.
—Sí —suspiró. Me miró de nuevo y yo me alejé otro paso más sin dejar de llorar.
—¿Y Daniel? —se me rompió la voz al final.
—Supongo.
—¿Queda alguien aparte de mí que no lo supiese?
—No lo sé, yo…
—Por eso no quisiste que fuéramos a la comisaría cuando te heriste en el brazo. ¿Cómo te lo
hiciste de verdad?
—En un incendio —admitió con voz ronca—. Me corté con un hierro al romperse la barandilla
del balcón.
Levanté las cejas y asentí mientras la barbilla me temblaba.
—¿Qué crees que hubiese sucedido si me hubieses dicho la verdad?
—Temí que te asustases demasiado y me dejaras. No lo hagas —me pidió—. No me dejes.
—Me habría hecho mucho más daño perderte.
—Carmen… —Ladeó la cabeza y negó, adivinando mi próximo paso.
—Necesito pensar.
—No te vayas.
No tenía sentido seguir alargando aquella agonía y la providencial aparición de la enfermera
me facilitó la huida.
—¿Se puede saber qué hace usted levantado? —nos interrumpió—. A la cama.
—Espere un segundo —le exigió más que pidió.
—Claro, claro. Hasta que le venga a usted bien —respondió irónica para ponerse en su lugar de
inmediato—. No me obligue a llamar a los celadores.
—¿No puede darme un momento?
—¿Cree que no tengo otra cosa que hacer?
Lo miré una última vez antes de escabullirme de la habitación en dirección a los ascensores. El
grito con mi nombre resonó en el pasillo como lo hizo mi sollozo y continuó haciéndolo cuando
las puertas se cerraron y comencé a descender bañada en un mar de lágrimas. Ni siquiera cuando
salí a la calle y el frío de la noche me acogió pude respirar. Tenía los pulmones saturados de
gemidos y llantos y no me cabía casi oxígeno.
—Te dije que no eras para él —dijo una voz a mi espalda.
Cerré los ojos unos segundos antes de comenzar a bajar los escalones porque lo último que
necesitaba ahora era un enfrentamiento con Sandra.
—Eres una cobarde —me insultó.
Me acerqué a la parada de taxis. Solo había cogido el móvil al salir de casa, así que pagaría la
carrera al llegar.
—Si fueras lo suficientemente buena para él, lucharías —gritó a mi espalda.
—Pero es evidente que no lo soy.
Me monté en el primero libre que encontré y me apresuré a cerrar. El golpe seco y contundente
de la puerta me sonó a terrorífico adiós.
Capítulo 58

VÍCTOR

No sabía lo que era el miedo ni la locura hasta que Carmen desapareció por la puerta de la
habitación. Necesité a dos celadores para que me retuvieran y, aun así, era incapaz de entrar en
razón. No cuando corría el riesgo de perder lo que más quería en este mundo. Necesitaba un
teléfono, hablar con ella, convencerla de que la entendía. Pero lo cierto era que no. Me fallaron
las fuerzas y me quedé sentado sobre el borde de la cama cuando lo comprendí.
—No quisiera tener que administrarle más calmantes —me avisó la enfermera.
—No será necesario —le aseguré vencido.
—¿Quiere que avisemos a alguien? —dudó.
Negué con la cabeza y me froté el pecho con fruición. Me dolía y notaba cierto peso que me
impedía respirar con normalidad, pero no era nada físico, era emocional. Era el dolor de
reconocer que, por cobardía, había perdido a la mujer de mi vida. Porque siempre había sido ella
y siempre sería ella.
—Volverá.
Levanté la mirada cuando escuché la voz de Sandra.
—No estoy tan seguro. Lo peor es que le he hecho daño donde más vulnerable se sentía.
—Pero lo has hecho sin querer. Lo comprenderá.
Se acercó hasta mí y se sentó a mi lado en la cama.
—Eso no lo hace menos doloroso. En este caso es más bien al contrario, ha servido para que se
reafirmase en que no la entiendo.
—¿Y tiene razón?
Lo medité durante unos segundos antes de que la verdad aplastara mi pecho y llegara a la
conclusión de que Carmen tenía razón. La había escuchado y tomado en serio, pero no comprendía
que su vida girase en torno al miedo. Para mí, muchos de ellos eran totalmente irracionales y
sacados de contexto y, por lo tanto, había optado por lo más cómodo, evitar el conflicto para no
afrontar una situación que no sabía cómo manejar.
—Necesito tu teléfono —le pedí. Y Sandra, comprensiva, me lo cedió—. Y que me dejes a
solas unos momentos.
—No es que Carmen sea santo de mi devoción —confesó—, pero antes de ser amantes fuimos
amigos, y siempre queremos la felicidad para la gente que queremos. Creo que ella te quiere, pero
no sabe cómo manejarte. Estaré fuera.
Sandra cerró la puerta al salir. Miré la pantalla y, aunque sabía que no aceptaría la llamada, no
pude evitar marcar su número. Esperé ansioso el tiempo que sonó, que apenas fueron dos tonos,
antes de que me colgara. Suspiré y marqué el otro número.
—¿Sí?
—Pablo, soy Víctor. Necesito que me ayudes.
Hablamos durante casi un cuarto de hora y se lo conté todo. Aguanté sus insultos, sus sermones
y, por supuesto, me hundió mucho más en la miseria.
—Te dije lo que ella necesitaba —dijo con dureza.
—Pues ahora dime lo que necesito saber yo.
Pablo se mantuvo unos segundos en silencio y por fin pareció aflojar un poco.
—Si realmente quieres conocer su problema, si quieres entenderla, habla con su terapeuta. Se
llama Andrés.
—Carmen me habló de él. Hablaré con quien haga falta y haré todo lo que esté en mi mano para
recuperarla. Mañana tendré un móvil nuevo. Te volveré a llamar para que me pases su teléfono.
—De acuerdo. —Guardó silencio durante unos segundos—. Espero que te recuperes pronto,
porque quiero que estés al cien por cien cuando te vuelva a ver y te dé una paliza por esto.
—Yo también te quiero.
Colgué y la llamé de nuevo solo para recibir silencio por su parte.
Al día siguiente, después de una noche de perros, y cuando ya me iban a dar el alta, mis padres
entraron por la puerta.
—La próxima vez, que nos avisen cuando ya te hayan enterrado. —Fue el recibimiento de mi
madre, antes de acercarse y abrazarme como si todavía tuviese cinco años.
—Victoria —intentó sosegarla mi padre—, quedamos en que te tomarías las cosas con calma.
—¡Y estoy calmada! ¿Acaso no lo parezco? —se encaró con mi padre.
—Mamá, estoy bien —intenté tranquilizarla.
—No. No lo estás. Bien es no tener una escayola en el brazo ni una brecha en la cabeza —
apuntó al tiempo que separaba un poco el esparadrapo para observarme la herida con atención.
—Te llamé para que lo supieras, pero no era necesario que vinierais.
—Ah, ¿no? Pues ya me dirás cómo te las vas a arreglar cojo y manco.
—Lo del pie es una simple torcedura que en un par de días estará arreglado, de hecho, ya casi
puedo andar.
—Casi —especificó—. Tú lo has dicho. José, dile que nos necesita.
Nos giramos, pero José había hecho uso de sus múltiples bombas de humo y había
desaparecido.
—Un día de estos ataré a tu padre para que no se escape —se quejó.
—Mamá, de verdad que estoy bien.
—Cariño, sabes que te quiero más que a nada en este mundo. Es viernes, déjame que te cuide el
fin de semana para que me pueda ir tranquila.
—Mamá…
Para ser sincero, lo último que necesitaba era a mis padres allí. Estaba deseando marcharme a
casa y hablar con Carmen, pero también entendía su preocupación. Poca cosa podía hacer una vez
habían decidido visitarme.
—¿Y Carmen? —cambió de tema con habilidad.
—Está trabajando —refunfuñé. Desde que les había hablado de ella, de que estábamos juntos,
mi madre había insistido en conocerla formalmente, y hasta el momento había conseguido evitarlo.
No por mí, sino por Carmen, porque mi madre podía ser muy intensa. Y aquel pensamiento volvió
a lo mismo, a evitar una situación que la pudiese perturbar para no alterarla. Ahora el desenlace
me parecía inevitable y era lo último que necesitábamos en aquel momento.
—Es cierto. Menudo susto se habrá llevado la pobre también. Y qué ganas tengo de verla de
nuevo. A su madre y a la madre de Pablo las he visto a menudo y charlamos cada vez que nos
encontramos, pero con ella hace tiempo que no coincido. Era una niña preciosa, y seguro que lo
sigue siendo. Y buena —continuó hablando mi madre como si yo no la conociese.
Ya era casi mediodía cuando por fin pudimos salir de allí y regresar a casa, no sin antes
comprar un nuevo terminal y poner la tarjeta de mi teléfono viejo. Jamás se me había hecho tan
largo el camino de regreso, ni había tenido que fingir tanta entereza delante de mis padres. No
quise llamar a Carmen porque sabía que estaría en clase, pero le escribí para avisarla de la
llegada de mis padres. Por supuesto, tampoco obtuve respuesta.
Lo primero que extrañé al llegar a casa fue que Baby no saliese a recibirme. Cojeando, entré en
la habitación y abrí el armario con el temor de que la ropa de Carmen hubiese desaparecido. A
simple vista que no era así y la mayoría de sus cosas ocupaban el espacio que habíamos pactado.
Yo tenía ropa en su apartamento y ella en el mío, pero sí me extrañó ver algunas perchas vacías,
por lo que no pude evitar que el corazón se me acelerase. Salí todo lo rápido que pude mientras
mi madre le iba dando órdenes a mi padre y subí los escalones con bastante dificultad. Abrí y
esperé de nuevo ver a Baby, pero no apareció. La llamé y la busqué con la esperanza inútil de que
viniese trotando hacia mí, cuando sabía que no lo haría. Su apartamento estaba ordenado, como
siempre, pero sus libros de pedagogía y algunas de sus lecturas favoritas estaban en la mesa de
centro del salón y en la mesilla de noche. Quizá me estaba volviendo un poco paranoico después
de todo y ella volvería a casa en cuanto terminase de trabajar. Igual había dejado a Baby con
Raimundo, o con doña Flora, puede que incluso con Daniel, aunque me rechinasen los dientes al
pensarlo. Entré en la habitación y abrí el armario. Su característico aroma a azahar me hizo cerrar
los ojos y empaparme de lo único que podía tener de ella en aquellos momentos, que era su olor.
Puede que faltase algo de ropa, pero yo, a ciencia cierta, no lo supe apreciar. Solo cuando fui al
baño y comprobé que faltaban algunas cosas, así como su bolsa de aseo personal, entré en pánico.
Bajé cojeando bajo la atenta mirada de preocupación y recelo de mi madre, que me observaba
desde el rellano inferior, pero fue lo suficientemente cauta como para no detenerme. Pasé por su
lado, tomé el teléfono y comprobé la hora. Eran las tres y diez cuando la llamé. Las tres y doce
cuando en el colegio me contestaron que ya había salido y las tres y dieciocho cuando doña Flora
me dijo que Carmen había pasado a por Baby y se había marchado a casa de su madre el fin de
semana.
Me dejé caer en el sofá, con la cabeza gacha, perdido, sin saber qué podía hacer, cuando mi
padre se sentó a mi lado.
—¿Quieres contármelo?
—José, el niño igual quiere estar solo o en todo caso el consejo de una mujer. Como yo, por
ejemplo —le interrumpió mi madre con suficiencia.
Tuve ganas de ponerme a gritar por lo absurdo de la situación.
—El niño, como tú lo llamas, ya tiene los…
—¡No lo digas! —lo cortó mi madre.
—Victoria, déjame hablar con mi hijo —le exigió como nunca antes lo había visto hacer.
—Bueno, vale. Pues ya está. Dejadme al margen. Me iré a dar una vuelta por el pueblo. Quizá
doña Flora me invite a tomar café, porque a las tres y media a ver a dónde voy a ir.
—Como tú quieras, cariño —la apoyó mi padre.
Enfurruñada, nos dedicó una última mirada herida y salió de casa. Mi padre suspiró, resignado,
y se centró en mí.
—¿Qué has hecho?
—¿Cómo sabes que he hecho algo? —repliqué sin fuerzas.
—Porque si no te sintieras culpable, no estarías tan destrozado.
Suspiré frustrado y paseé la mirada por el salón. Allí donde mis ojos se posaban, la recordaba
a ella. Desde que hacía tres meses había aparecido en el pueblo, no había ni un solo día en el que
no nos hubiésemos visto, y ahora la necesitaba casi tanto como respirar.
—Metí la pata y no sé cómo resolverlo —me sinceré.
—¿Sabes dónde fallaste?
—Donde más le podía doler. Perdí su confianza porque le oculté cosas, y también le mentí.
Me sentí muy avergonzado cuando lo dije en voz alta.
—Las mentiras nunca traen nada bueno. Y menos cuando se trata de temas de pareja. Es
preferible una discusión a una mentira para evitarla, porque si no, luego tienes que resolver dos
problemas: la mentira y la discusión.
—Lo sé —acepté resignado.
—Por otro lado, si ocultas cosas y nadie se entera, no hay problema. No se sufre por lo que no
se sabe. Ahora, con que una sola persona lo sepa, se convierte en mentira. ¿Comprendes?
—Sé lo que hice mal. Pero no logro que Carmen entienda por qué actué así.
—Tal vez primero debas entenderla a ella, ponerte en su piel, para después explicarte. Porque
si no, no sabrás lo que siente ni dónde debes poner la tirita exactamente.
Medité las palabras de mi padre y llegué a la conclusión de que ni podía ni debía quedarme de
brazos cruzados.
—Gracias, papá.
—De nada, hijo. Ahora voy a por tu madre para que no se regodee en su enfado y la pequeña
bola de nieve se convierta en avalancha.
Al quedarme solo, me puse en contacto con Pablo de nuevo y le pedí la información del
terapeuta de Carmen. Lo busqué por internet y vi su horario de consulta. Inspiré hondo y le llamé.
Capítulo 59

CARMEN

Le había dicho a Víctor que necesitaba espacio y era cierto. Necesitaba lidiar con mis
sentimientos. Con la sensación de decepción al descubrir que me mentía. De inseguridad porque
no sabía si podría volver a fiarme de él, y de miedo por que esta relación fracasase, o peor aún,
siguiésemos adelante, pero nos quemara tanto que terminara por convertirse en cenizas. Y todo
porque no me entendía y yo no sabía cómo hacer para que me entendiese, porque había veces que
ni yo misma lo hacía. ¿Cómo podía pedirle comprensión? Sin embargo, cuanto más me alejaba de
él, más enferma me sentía.
Aparqué en mi calle cuando no existía más luz que la de las farolas y las gotas de lluvia,
iluminadas, parecían pequeñas estrellas que caían del cielo. Casi eran las siete de la tarde, pero el
tiempo no acompañaba y no había ni un alma. Baby gimió en su transportín y la saqué para
abrazarla. Seguro que ella lo echaba tanto de menos como yo. Y aquel pensamiento volvió a
desatar las lágrimas que había logrado mantener a raya durante todo el trayecto. Con ella entre mis
brazos, me atreví a mirar el teléfono que había silenciado para no distraerme mientras conducía.
Comprobar que tenía llamadas de Víctor no fue una sorpresa. Es más, el mensaje de que sus
padres habían viajado para cuidarlo fue lo que me animó a tomar un poco de distancia, porque me
tranquilizó saber que no estaría solo. No obstante, había una vocecita en mi mente que gritaba
«¡cobarde!» cuando pensaba en la huida precipitada que había protagonizado.
«Acabo de llegar a casa. Necesito pensar y poner en orden el caos de sentimientos que ahora
mismo no me dejan actuar con claridad. Por favor, cuídate mucho».
Pulsé «enviar» antes de arrepentirme y con un nudo en la garganta comprobé que estaba en línea
y leía el mensaje de inmediato. Contuve la respiración cuando leí «escribiendo» y sollocé cuando
me llegaron sus palabras.
«De todos los «y si» que se te puedan ocurrir, recuerda que el más importante es este: Y sí, te
quiero. Sin interrogaciones ni dudas. Ten la certeza de que siempre te he amado y jamás dejaré de
hacerlo. Por favor, vuelve a mí».
Cuando pude dejar de llorar, la lluvia fría de diciembre que se había intensificado me caló
hasta los huesos mientras cruzaba la calle con la bolsa de viaje en un brazo y Baby en el otro.
Utilicé mis propias llaves para entrar en casa y de inmediato el familiar aroma a comida casera y
detergente de mi madre me acogió. Avancé hasta el salón y vi a mi abuela tejiendo en su sillón
junto a la ventana, con las manos en las agujas y la mente en el pasado, tan concentrada que me dio
pena estorbarla. Pero Baby no pensó lo mismo. Ladró y mi abuela saltó tanto que creí que las
agujas de tejer acabarían clavadas en el techo.
—Mamá, ¿has oído eso? —Al momento, mi madre asomó por la cocina que daba al salón con
un trapo en las manos y cara de desconcierto.
—Estaré vieja, pero no sorda —refunfuñó mi abuela.
Baby volvió a ladrar y ambas miraron en mi dirección.
—¿Carmen? —dudó mi madre, como si fuese una aparición.
Me hubiese gustado comportarme como la adulta que era, pero lo cierto es que no hay nada
como el cobijo de los brazos de una madre cuando te sientes rota por dentro. Me abalancé sobre
ella y dejé que la calidez de sus caricias calmase mis sollozos ante la atenta y cauta mirada de mi
abuela. Solo cuando logré dejar de convulsionarme, mi madre se atrevió a preguntar.
—¿Qué ha pasado?
Me acompañó hasta el sofá y nos sentamos. Colocó un mechón de cabello empapado que se
había pegado a mi mejilla detrás de la oreja y me secó las solitarias lágrimas con suaves caricias.
—Víctor ha tenido un accidente. —Me emocioné de nuevo y tuve que hacer una pausa para
seguir hablando.
—¿Qué le ha pasado? ¿Ha sido grave? ¿Está bien? —Mi madre estaba pálida como la cera y
mucho más nerviosa de lo que solía dejar entrever.
—Solo tiene un par de golpes y hoy lo han enviado a casa, pero me mintió, mamá. No me
entiende.
Lloré mientras confesaba lo sucedido y mi madre y mi abuela me miraban con preocupación.
Seguí llorando cuando mi madre me acompañó al baño para que me diese una ducha caliente, y lo
seguí haciendo cuando me acostó como si fuese una niña pequeña y me arropó en la cama.
—Todos los días sale el sol —susurró en mi frente antes de darme un beso en la frente—.
Aunque las nubes no nos dejen verlo. Te quiero, cariño.
Cerré los ojos con fuerza y esperé a que saliese para levantarme y sacar de la bolsa el peluche
que Víctor había ganado para mí en la feria. Ese día acepté que estaba enamorada de él, ese día
comprendí que no se podía huir del amor cuando había germinado desde dentro y enredado en tus
entrañas como las raíces de los árboles. Ese día estaba tan asustada de quererlo como lo estaba
ahora de perderlo.
No sé cuánto tiempo dormí, pero cuando me desperté había la suficiente claridad como para
pensar que era tarde. Me estiré en la cama y noté los músculos entumecidos, la cabeza pesada y
los ojos hinchados. Tenía la sensación de haberme pasado la noche corriendo de un lado a otro, de
pesadilla en pesadilla de las que solo recordaba retazos y en las que Víctor siempre estaba
presente, pero no a mi alcance.
Cuando salí al salón mi abuela miraba pensativa por la ventana mientras acariciaba a Baby en
su regazo. La muy sinvergüenza ni se movió cuando me vio, movió apenas el rabo, pero no
abandonó la calidez de los brazos de mi abuela.
—Buenos días —susurré con voz ronca. Me acerqué y deposité un beso en su arrugada mejilla
—. ¿Y mamá?
Tomé asiento frente a ella y miré como los paraguas de distintos colores daban la nota de color
a aquel día gris, como no podía ser de otro modo.
—Ha salido al mercado a comprar algunas cosas.
Me pareció más triste de lo normal, y el brillo despierto que acostumbraba a tener en sus ojos
se había apagado.
—¿Estás bien, abuela?
Siguió mirando por la ventana durante largos segundos, tantos que dudé que hubiese escuchado
mi pregunta, hasta que por fin habló.
—Estoy preocupada por ti —admitió.
—Lo siento —susurré avergonzada—. No quiero apenaros, es solo que necesitaba volver a
casa, a la seguridad de mi familia.
—Y has hecho lo que tenías que hacer, cariño. No me malinterpretes, por favor. Es solo que los
padres no queremos que nuestros hijos sufran. Tu madre no quiere que sufras, pero yo tampoco
quiero que mi hija lo haga. —Me miró con tanta sinceridad que se me encogió el corazón—.
Alicia se angustia por ti, como es lógico y debe ser.
—Lo último que quiero es haceros sufrir.
—Lo sé, mi niña —dijo con cariño—. Pero, Carmen —puso una mano sobre las mías y las
apretó con cariño—, nunca me he atrevido a hablar contigo con tanta sinceridad como lo voy a
hacer ahora, pero siento en lo más profundo de mi corazón que es lo que en verdad necesitas
escuchar y, si no, quizá yo pueda ayudarte a arrojar algo de luz.
—Sé que digas lo que digas, lo harás por mi bien —apunté con la voz tomada. Mi abuela había
sido una constante en mi vida. El mejor apoyo de mi madre y por lo tanto el mío. No solía hablar
mucho de sentimientos porque era de las que pensaban que las cosas se demuestran, y si hay que
explicarlas es porque no lo hemos hecho bien. Así que me sentí agradecida por que quisiese
mantener esa conversación conmigo.
—La vida es una sucesión de problemas que tú decides cómo clasificar y afrontar. Yo no pude
hacer nada para paliar el dolor que la muerte de tu padre le causó a mi hija, me tuve que
conformar con acompañarla en su dolor. Al igual que ella hace contigo cada vez que la necesitas.
Pero llega un momento en la vida en el que solo tú decides qué hacer. Más que nada porque es ley
de vida que un día, los padres no estemos y los hijos vuelen solos. Alicia y yo sabemos que eres
una mujer fuerte, como todas las de esta familia, solo hace falta que te lo creas. Cree en ti y,
entonces, podrás confiar en los demás.
—Yo quiero haceros felices —me lamenté.
Mi abuela negó con la cabeza y volvió a apretar mis manos con afecto.
—Te quiero, Carmen. Por eso quiero que comprendas que seremos felices cuando tú lo seas, mi
niña. En eso reside la magia de ser madre, en obtener la felicidad cuando la disfruten los hijos, y
en mi caso también mis nietos. ¿Crees que podrías intentar ser feliz? Por tu familia, por tu madre,
pero sobre todo por ti. ¿Podrás hacerlo?
Mi madre entró en casa en aquel momento y mi abuela volvió a mirar por la ventana. Como si
nada, como si no me hubiese abierto los ojos con una lucidez aplastante.
—¿Cómo estás, cariño? —Me besó en la frente.
—Mal —afirmé—. Pero haré lo posible por estar bien. Te lo prometo.
Mi abuela me miró de reojo y sonrió de lado, dándome así su aprobación y recobrando el brillo
cálido de sus ojos.
—He pensado que esta tarde podríamos salir de compras, si te apetece. Las Navidades se
acercan y podríamos aprovechar. Me gustaría visitar contigo algunas de las tiendas a las que
íbamos.
—Claro —contesté con más entusiasmo del que realmente sentía y me dediqué a ayudarla a
preparar la comida mientras mi abuela lanzaba instrucciones desde el salón.
Aquella tarde paseamos por el casco antiguo visitando viejas librerías de las que gustábamos
disfrutar cuando vivía aquí con ella y nos perdíamos horas entre sus estantes. Nos entretuvimos en
pequeños comercios donde podíamos encontrar antigüedades y pequeñas piezas de joyería que mi
madre solía coleccionar y, como siempre, especulamos con las posibles historias que podía haber
detrás de cada una de ellas. Nos encantaba dejar volar nuestra imaginación y dejábamos aflorar
nuestro lado más romántico. Paseamos cogidas del brazo y cargadas de bolsas de libros y
recuerdos de otras personas hasta que nos sentamos en la cafetería especial de mi madre y
comenzamos a perdernos en los nuestros. Cuando era pequeña y nos vinimos a vivir con la abuela,
nos sentábamos todos los sábados por la tarde en el mismo rincón para bebernos una taza de
chocolate caliente.
—Me encanta esta cafetería —le dije a mi madre en cuanto nos sentamos y admiré las flores
lilas que colgaban del techo y creaban un enredado precioso. Muy acorde a la decoración
romántica del lugar, con sillas blancas tapizadas en tonos malva y espejos con marcos
ornamentados colgados de las paredes. Pero, además, tenía el añadido valor de la nostalgia de mi
infancia.
—A mí también —afirmó con tristeza.
—¿Sigues viniendo aquí a menudo?
—Por lo menos una vez al mes.
El camarero se acercó a nuestra mesa y tras pedir lo que solíamos tomar, nos dejó a solas, en
nuestro rincón.
—Nunca me dijiste cómo descubriste este lugar.
Pese a estar en el centro, se encontraba en una calle estrecha, sin salida. Si llegabas hasta allí
es porque lo estabas buscando.
—Nunca me preguntaste —sonrió con melancolía.
—Pues te lo pregunto ahora.
—Aquí se me declaró tu padre. En esa mesa de ahí. —Señaló con disimulo, puesto que estaba
ocupada cuando llegamos. Noté cómo se me encogía el pecho y mi mente viajó a las nostálgicas
tardes de invierno, cuando yo tomaba mi chocolate a pequeñas cucharadas y mi madre miraba por
la ventana, perdida en sus pensamientos.
—¿Por qué nunca me lo dijiste? —susurré afectada.
—Porque sabía que si lo hacía, te afligirías y cada vez que viniésemos tendrías presente su
ausencia en lugar de disfrutar de una maravillosa tarde de aroma dulce y gusto a chocolate.
Cúlpame como a Víctor si quieres —dijo con suavidad al intuir que mi pensamiento volaba a él
de nuevo—, porque estoy segura de que las intenciones de él han sido las mismas que las mías. A
veces, creemos que el amor nos otorga poder de decisión sobre los sentimientos de la otra
persona y nos creemos capaces de todo. Y nos equivocamos. Pero si queremos de verdad,
rectificamos y aprendemos de los errores.
—Sé que Víctor cree que lo hacía por mi bien —admití—, pero eso solo demuestra que no me
entiende.
—Cielo, a mí me costó varias visitas a tu terapeuta comprender tu trastorno. Desde fuera, si no
has sufrido nunca de ansiedad, es difícil de comprender. Ten en cuenta que tememos aquello que
no conocemos, y Víctor seguramente no ha sabido manejar la situación.
—Eso es evidente —me lamenté.
Estuvimos en silencio unos segundos, cada una perdida en sus recuerdos. Los míos volaron a la
primera cita, a la primera vez que hicimos el amor, porque jamás me había sentido tan venerada
como estando entre sus brazos. Pero también viajé a aquella tarde en mi apartamento de estudiante
cuando se sentó a mi lado en el sofá y lo sentí acariciar mi pelo. Yo había convivido con mi
miedo, pero Víctor lo había hecho con el anhelo de mi ausencia y el deseo de lo que no se podía
tener.
—¿Sabes qué es lo primero que me dijiste ayer cuando entraste por la puerta y te pregunté qué
te sucedía? Que Víctor había tenido un accidente. —Mi madre me hizo regresar al presente—. No
me dijiste que te había mentido o que estabas decepcionada, me hablaste primero del accidente.
La miré confusa e intenté recordar la conversación, pero lo acontecido a lo largo de estos
últimos días estaba enmascarado por una incómoda bruma que solo dejaba algunos dolorosos
momentos de claridad.
—¿Y qué quieres decir?
—Creo que te asustaste tanto cuando te dijeron que había tenido un accidente, tuviste tanto
miedo de perderlo, que empezaste a darle vueltas a esa cabecita imaginativa tuya. ¿Cómo podrías
vivir con alguien que trabaja y se divierte poniendo su vida en riesgo? Estarías todos los días
pensando que le puede ocurrir algo. O, permíteme que vaya un poco más allá, porque te conozco,
Carmen. Seguro que te has comparado conmigo, has visto mi dolor al perder al hombre que más he
amado en mi vida, y no quieres pasar por lo mismo que yo. Te comprendo, cielo, nadie quiere
vivir ese dolor, pero… —susurró con la voz tomada.
—¿Pero acaso no es eso lo que haces tú viniendo aquí? ¿Acusar su ausencia? —la interrumpí.
Tenía un nudo tan grande en la garganta que temía que me pudiese ahogar.
—Yo vengo para no olvidar —aclaró con paciencia—. Vengo para recordar los momentos
felices, no para regodearme en su pérdida.
—¿Y no te hace sufrir? —Una lágrima traidora resbaló por mi mejilla.
—Tenía dos opciones, cariño: disfrutar y valorar los recuerdos bonitos, o revolcarme en mi
pena. Y elegí lo bueno.
Tenía los ojos brillantes y sus lágrimas no tardaron en unirse a las mías.
—No te lo he dicho nunca, mamá —hice una pausa para que no se me atragantaran las palabras
—, pero siempre he pensado que eres muy valiente.
Mi madre sonrió con amabilidad y apoyó sus manos encima de las mías.
—Y tú, cariño. Solo que no te has dado cuenta aún de todo lo bueno que has conseguido
mientras luchabas contra tus fantasmas. Solo tienes que darte cuenta de que, si lo dejas por temor a
perderlo, ya lo has perdido. —Dejé escapar un sollozo antes de abrazar a mi madre. Con la
cabeza enterrada en su cuello y las caricias de sus manos sobre mi cabello, proporcionó un rayo
de luz en medio de la densa niebla—. Tú eliges cómo quieres vivir tu vida y si serás más feliz con
Víctor o sin él. Yo solo te puede decir que confío en ti y en tu valentía.
Capítulo 60

VÍCTOR

El sábado lo único que me dolía horrores era la cabeza por la falta de sueño y las solícitas
atenciones de mi madre, que lejos de proporcionarme alivio como la pobre quería, me estresaban
más que otra cosa.
A media mañana fuimos a la capital, a la consulta de un fisioterapeuta amigo mío al que solía
acudir cuando sufría alguna contractura o me pasaba con los entrenamientos, y afortunadamente ya
pude salir de allí caminando. Lo del pie era un esguince leve que, si bien no era grave, todavía me
hacía cojear un poco. Pero al menos podía caminar.
Por la tarde me escapé a la taberna porque no soportaba estar más tiempo allí encerrado,
viendo cosas de Carmen por cada rincón y abriendo el armario como un maldito demente para
oler su perfume.
Cuando Raimundo me vio entrar, apoyó las manos en las caderas y soltó una carcajada. A
aquellas horas y con el frío que hacía, solo había un par de vecinos que me saludaron y se
interesaron por mí.
—Estás hecho una mierda. —Me lanzó, como de costumbre, una cerveza por la barra.
Ese fue su amable recibimiento. Intercepté el botellín con el brazo sano y bebí un largo trago
antes de contestar.
—Como si me hubiese caído escalando —ironicé. Tomé asiento en un taburete, frente a él y me
vi en el espejo de detrás. Ciertamente, estaba hecho un desastre. Las ojeras me llegaban casi a los
pómulos, tenía los ojos rojos y estaba más pálido que la nieve.
—Ya, bueno, pero yo no me refería físicamente.
—Por dentro estoy peor. No te lo voy a negar —afirmé.
—Se te ve de puta madre. Apuesto mi moto a que con lo del accidente te ha explotado en la
cara todo el tema de los secretitos.
—¿Vas a regodearte y echar sal en la herida?
—Por supuesto. Si no quisieses que te metiera caña, no estarías aquí.
—Estoy aquí porque la casa se me cae encima sin Carmen y mi madre me está volviendo loco
con sus preguntas.
—Pues como no los despaches pronto, los tendrás aquí unos días más.
—Se marchan mañana —aclaré de inmediato.
—Si el tiempo lo permite. Anuncian nevadas importantes a partir de esta noche y ya nos veo
incomunicados como todos los años. La alcaldesa dice que van a suspender hasta las clases.
—No jodas… —susurré.
—Ya me gustaría a mí.
Salí de allí todo lo rápido que pude mientras en mi mente recreaba la conversación que tendría
con mis padres para convencerles de que debían marcharse. Al final, en mitad de mi argumento de
hijo solícito y preocupado que ya podía valerse por sí solo, tan solo fue necesario cruzar una
mirada con mi padre para que me entendiese y convenciera a mi madre de que debían marcharse.
El domingo a primera hora ya habían empezado a caer los primeros copos de nieve y después
de comer, cuando los despedí, se intensificaba la tormenta. Lo peor de todo fue que cuando cerré
la puerta y me vi solo, el silencio de la soledad me asfixió casi tanto como el murmullo constante
de la compañía de mis padres. Y es que, si no era con ella, no quería estar con nadie, ni conmigo
mismo. Carmen me había pedido tiempo y eso estaba intentando hacer, dárselo. No la había
llamado, ni enviado ningún mensaje desde el viernes, y me estaba ahogando en un mar de dudas y
desconcierto. Si ahora nos quedábamos incomunicados, no sabía cuánto tiempo más aguantaría sin
verla o como mínimo sin escuchar su voz. ¿Podía uno volverse loco por echar de menos a alguien?
Me senté junto al fuego, con el portátil sobre las piernas, y comencé a leer los artículos que me
había pasado por correo electrónico el terapeuta de Carmen. Ahora, intentar comprenderla era lo
único que me hacía sentir conectado a ella.
Cuando hablé con Andrés, me pareció un tipo bastante enrollado y pese a que no quiso
hablarme de ella a modo personal, sí que se ofreció a pasarme información sobre el trastorno de
ansiedad e hipocondría. Sumergido entre sus páginas, tomé conciencia de mi error al ocultarle mis
accidentes. Comprendí que padecer ansiedad propicia inseguridad y falta de autoestima. Que una
de las bases de la terapia consistía en trabajar sobre todo con la mejora de la asertividad y el
amor propio para conseguir sus objetivos y relacionarse con el resto de la gente. Entendí que ella
necesitaba estabilidad en su vida y era evidente que con mentiras no iba a conseguirlo.
Eran casi las once de la noche cuando dejé de leer porque me picaban los ojos y tenía el cuerpo
entumecido. Además, el fuego estaba casi consumido y empezaba a quedarme frío. Después de
todo el día inmerso en tratados de psicología, atisbaba a comprender muchas cosas de ella que a
lo largo de los años no había sabido cómo calificar. Su retraimiento, su actitud en ciertas
circunstancias, pero sobre todo, entendí su miedo.
Apenas quedaban las brasas de los últimos troncos cuando me levanté y miré por la ventana. La
nieve no cesaba de caer y un manto blanco cubría la plaza y las copas de los árboles. Pero yo,
lejos de querer mantenerme dentro de mi confortable hogar, tenía ganas de salir a la calle, correr
para aplacar mi rabia y gritar de frustración. Me tuve que contener para no llamar a Raimundo y
que me llevase a casa de Carmen si era preciso. Necesitaba verla, pero me conformaría con
escuchar el sonido de su voz si con ello conseguía calmarme. Cogí el móvil y falté a mi promesa.
La llamé mientras andaba cojo y desesperado de un sitio a otro, pero el teléfono me daba apagado
o fuera de cobertura. Lo intenté otras cinco veces hasta que lo lancé contra el sofá. Rendido y
consciente de que era una locura pedirle a Raimundo a aquellas horas que me llevase a dos horas
y media de viaje, me acerqué hasta la chimenea para avivar el fuego. Además, Carmen debía
incorporarse el día siguiente a sus clases y estaría de vuelta. A menos que la hubiese pillado la
tormenta y no pudiera pasar.
Baby me lamió la mano y, sin apartar la vista del fuego, la acaricié mientras las llamas prendían
los troncos y el calor comenzaba a calentar mis mejillas. Tardé unos segundos en reaccionar, pero
cuando lo hice, temí que al mirar a mi lado la presencia de Baby hubiese sido fruto de mi
imaginación. Pero no. Ahí estaba. Me levanté con tanta rapidez que casi me desestabilicé. Giré
hacia la puerta y la vi a ella, allí, en nuestra casa, cubierta con un gorro de lana de colores y una
bufanda a juego, las mejillas rojas por el frío y los labios de color carmesí e hinchados, como si
se los hubiese estado mordisqueando. Avancé precipitado hacia ella, como si ella fuera mi centro
y la atracción hacia sus brazos fuese inevitable, pero me detuvo con un movimiento de mano.
—Déjame hablar a mí primero —pidió jadeante.
Asentí más acojonado que en toda mi vida. Permanecí anclado al suelo y esperé.
—Tengo mucho miedo. Tanto que a veces no me reconozco. —Una lágrima resbaló por su
mejilla y le siguieron otras tantas más. Decir que verla así ponía a prueba mi contención estaba de
más—. Me da miedo tenerte para luego perderte. Me da miedo no tenerte porque entonces estaré
perdida sin ti y jamás seré feliz. Me da miedo tomar una decisión porque temo equivocarme y
hacernos daño…
—Carmen, yo…
—No —me interrumpió—. Déjame terminar, por favor. —Inspiró hondo y cerró los ojos con
fuerza antes de abrirlos y mirarme con el corazón—. Pero me he pasado toda mi vida luchando
contra el miedo y no puedo permitir que me arrebate lo que más quiero —sollozó—. Es peor no
tenerte que arriesgarme a perderte. Pero necesito saber que podemos confiar el uno en el otro,
porque yo…
Avancé hasta que la tuve entre mis brazos y acallé sus dudas y mi necesidad con incontables
besos que llevaban un «te quiero» grabados en mis labios. Me concentré en sentir la caricia de su
lengua y beber sus suspiros, porque eso, sentirla, se convirtió en algo vital para mí. Solo cuando
nos faltó el aliento y nos dimos una tregua pude por fin hablar.
—Es mi turno. Ahora, escúchame, por favor. Tenías razón —admití con voz ronca—. No te
entendía. Pero estos días sin verte he comprendido que si tu miedo se parece en algo al que yo he
sufrido al no saber si volverías a mi lado, cariño, te ayudaré a salir de ese infierno.
Ella negó con la cabeza y me abrazó con fuerza.
—Jamás me curaré, ¿entiendes? Tendré ansiedad toda mi vida. A veces será más llevadera,
pero otras me superará. ¿Y si te cansas de mí? ¿Y si un día no me quieres?
Puse la mano sana en su nuca y la incliné para que me mirase a los ojos.
—Te prometo desmontarte todos los «y si» que intenten boicotear lo nuestro porque el único
que debes recordar siempre es este: Y sí, te quiero. Sin dudas ni temores. Te he querido toda mi
vida, no he sabido ni sé hacer otra cosa que quererte —admití al volcar en aquellas palabras toda
mi verdad.
Esta vez fue ella la que se lanzó a mis labios. Nos besamos mientras tropezamos con muebles,
sillas y paredes e iba desprendiéndola de las capas de abrigo que la cubrían hasta que terminé
tumbado en la alfombra, frente a la chimenea, con ella sentada a horcajadas sobre mis caderas.
—No sabía lo que era amar en cuerpo y alma hasta que he estado contigo. Y ahora no sé no
hacerlo —se emocionó.
La luz de la chimenea la iluminaba, el cabello negro caía desordenado sobre sus hombros y el
pecho le subía y bajaba acelerado por nuestros besos. Jamás me cansaría de mirarla, y menos de
tenerla entre mis brazos, ahora que sabía lo que era conquistar su cuerpo con mis manos, pero
sobre todo, ser el dueño de su corazón.
—Pues quiéreme y déjame que te quiera —supliqué—. Para siempre.
Le tembló la barbilla de emoción, enmarcó mi cara entre sus manos y descendió hasta apoyar su
frente contra la mía y susurrar sobre mis labios:
—No puedo ni quiero decirte que no.
EPÍLOGO

CARMEN
Seis meses después.

Coloqué una mano en mi pecho e inspiré hondo, con los ojos cerrados, intentando aplicar las
técnicas de relajación que habíamos estado practicando cada noche desde que Víctor se empeñó
en leer y aprender todo lo que tenía que saber sobre ansiedad y cómo mejorar la vida de las
personas que la padecían. Lo cierto es que a lo largo de estos meses, había limitado sus
actividades físicas a no exponerse hasta el punto de parecer un suicida como, según todo el mundo
afirmaba, solía hacer antes. Yo no quería que cambiase por mí, porque eso significaría a la larga
perderlo, cuando el paso del tiempo abriera grietas en lugar de entrelazar raíces. Nos habíamos
enamorado sabiendo cuáles eran nuestras diferencias y habíamos aprendido a querernos con
nuestros defectos. Víctor había cedido, por mi salud mental, en practicar sus deportes favoritos sin
arriesgar, y por mi parte, yo le había prometido racionalizar mejor mis miedos. Se habían
terminado las llamadas para saber si había llegado al trabajo o cuándo salía de él. Tan solo lo
hacía cuando por algún motivo se retrasaba. Habíamos establecido las reglas de nuestra relación y
la primera y fundamental había sido la confianza.
Sentía los ojos curiosos de cuantos había allí fijos en mí, a la espera de que comenzase a
avanzar. Suspiré y moví los dedos para desentumecerlos porque empezaba a sentir hormigueo en
las extremidades, y noté el tacto del anillo en el dedo anular. Lo acaricié con el pulgar y me recreé
en su tacto frío y suave. Recordé el día en el que Víctor me lo había regalado. Yo lo esperaba en
un prado, a punto de sufrir un infarto, a que se lanzara en paracaídas.
«—Es ese de ahí. —Señaló Sandra a mi lado cuando empezaron a lanzarse de la avioneta. Las
cosas se habían suavizado entre nosotras desde que mantuvimos una conversación bastante sincera
en la que ambas pusimos las cartas sobre la mesa y dejamos patente lo que no nos gustaba la una
de la otra. Quizá nunca llegásemos a ser amigas íntimas, pero habíamos llegado a tolerarnos
suficientemente bien—. Y tal y como te prometió, no ha arriesgado —explicó—. De hecho, creo
que ha sido el más prudente. Voy al otro lado.
Asentí porque no podía hacer otra cosa. Ni hablar. Me fijé en los colores de su paracaídas y lo
seguí con la mirada cual ave rapaz. Ya distinguía con claridad su rostro frente a mí cuando lanzó
algo, un pequeño paracaídas atado a una cajita que cayó a escasos pasos de mis pies. Lo miré
desconcertada hasta que Víctor llegó junto a mí. Ni siquiera lo había visto tocar el suelo porque
seguía con la mirada fija en aquel extraño objeto.
—Es para ti, Baby —sonrió de medio lado.
Lo tomé con manos temblorosas y comencé a tirar de los hilos que lo ataban para intentar
deshacerlo del paracaídas. Tardé varios minutos en desenredar las cuerdas mientras Víctor
aguantaba con una paciencia pasmosa a que me desenvolviese sola. Cuando por fin lo pude abrir,
descubrí el anillo perfecto dentro, y a Víctor con una rodilla hincada en el suelo frente a mí. Creo
que jamás lo había visto tan asustado y a la vez decidido.
—¿Te casarás conmigo? —preguntó con firmeza pero con un tinte grave y afectado en su voz.
—No sé si estoy preparada para…
—Te casarás conmigo —afirmó con una sonrisa—. Porque quieres decirme que sí. Asiente si
tengo razón».
Cabeceé y después de unos meses en los que habíamos aprendido a comprendernos, pero sobre
todo a sincerarnos y respetar nuestros gustos y manías, aquí estábamos, preparados para superar
una prueba más.
—¡Vamos, Baby! —me animó Víctor con dulzura desde el otro lado—. No me hagas ir a por a
ti, cariño.
—Vale —susurré—, allá vamos, puedes hacerlo —intenté convencerme.
Avancé un paso, tomé la mano de Elsa y la miré. Me vi reflejada en la expresión asustada de
sus ojos y comprendí que no había marcha atrás. Le había prometido a Víctor y me había
prometido a mí misma que el miedo tendría menos cabida en mi vida. Aunque entrase sin avisar y
amenazase con desestabilizarme, aunque a veces lo consiguiera, aunque él estuviese a mi lado y
me ayudase a librar mis batallas, la última palabra siempre la tendría yo. Y ahora, el miedo no me
acompañaría.
—¿Preparada? —pregunté a la niña con mucha más seguridad de la que sentía.
La pequeña asintió y yo le dediqué una mueca tranquilizadora que pretendía ser una sonrisa.
—Pues allá vamos.
La abracé con fuerza, cerré los ojos y di el último paso antes de empezar a deslizarnos por la
tirolina. La primera sensación al caer y notar que no había suelo a mis pies fue de pánico absoluto,
pero luego comprendí que nos deslizábamos con suavidad, despacio, nada que ver a aquella
desastrosa primera vez, y abrí los ojos para disfrutar del viaje. El sol cálido y brillante se colaba
entre los árboles y calentaba mis mejillas al tiempo que la brisa causada por la velocidad
controlada de la cuerda las refrescaba.
—Mira, Elsa. Abre los ojos, cariño —le pedí a la niña que se agarraba a mí pese a ir las dos
sujetas en la misma polea—. Lo estamos haciendo.
Levantó la cabeza y me miró aterrada, pero estoy segura de que vio en mis ojos la suficiente
tranquilidad y confianza como para girar el rostro y mirar al final de la cuerda, donde nos
esperaban su padre y Víctor, sonrientes y orgullosos.
—Somos unas valientes —afirmó emocionada.
—Sí lo somos.
Porque valientes son todos los que día a día luchan contra sus miedos para vencerlos, como
hacíamos nosotras. Porque solo había que ir hacia adelante, siempre adelante.

Fin
NOTA DE UN EXPERTO

«No hace falta ver, oír u oler el peligro para sentir miedo; de hecho, los peligros
imaginados son los que inspiran más terror». (Valles, A.)

La ansiedad es una emoción universal que nos ayuda a adaptarnos a las condiciones en las
que vivimos para garantizar nuestra supervivencia como especie. ¿Cómo sabríamos si nuestras
vidas están de repente en peligro si no sintiéramos miedo? La ansiedad nos motiva a actuar para
ponernos a salvo o a seguir luchando, esforzándonos hacia nuestros objetivos. Nos prepara para la
acción, manejar con energía los retos que nos planteamos o las adversidades que nos acontecen en
la vida. Probablemente, sin ansiedad seríamos incapaces de manejarnos con éxito en la vida. Es,
por tanto, un mecanismo de supervivencia y de superación. Ahora bien, ¿cuándo es se convierte en
un problema la ansiedad?

Los trastornos de ansiedad se diferencian del miedo o la ansiedad normal —propios del
desarrollo— por ser excesivos, sobrestimar el peligro en las situaciones que temen o evitan o
persistir más allá de los periodos de desarrollo apropiado.

Actualmente, la ansiedad constituye un grave problema de salud mental. Concretamente, el


trastorno de ansiedad generalizada presenta una prevalencia anual (proporción de individuos de
un grupo o una población que presentan una característica o evento determinado) que varía del
0,4% al 3,6 % (DSM-V, 2014).

Se considera un trastorno de ansiedad generalizada cuando una persona presenta un cuadro


crónico de preocupación excesiva acerca de una serie de acontecimientos o actividades presente
de modo constante en su vida por un periodo mínimo de 6 meses. Este estado de preocupación es
vivenciado como incontrolable, produciendo malestar y deteriorando la calidad de vida y el nivel
de funcionamiento de quien lo padece.

Concretamente, la hipocondría, actualmente denominada «trastorno por síntomas somáticos» y


«trastorno de ansiedad ante la enfermedad», se caracteriza por la existencia de síntomas físicos,
temor a la enfermedad, convicción de enfermedad, preocupación general con el cuerpo,
realización de conductas propias de enfermos e interferencia del problema en el área laboral,
social y personal de la persona. La prevalencia anual de este trastorno varía entre el 1,3% y el
10% (DSM-5, 2014).

Afortunadamente, en las últimas décadas se ha avanzado en la investigación, el diagnóstico y el


tratamiento de los distintos trastornos de ansiedad. La terapia cognitiva conductual, según la
evidencia científica, es la terapia más eficaz y útil para el tratamiento de los trastornos de
ansiedad.

Es importante que se dé a conocer este trastorno y estos datos tanto para los pacientes como
para los familiares y allegados que los acompañan para así desestigmatizar y eliminar los
prejuicios de la sociedad ante la salud mental, dentro de la cual encontramos la ansiedad.

Si desea profundizar sobre la ansiedad, les recomendamos la siguiente bibliografía:

Avia, M. D. (1993). Hipocondría. Barcelona: Martínez Roca.

Caballo, V. E., Salazar, I. C. y Garrido, L. (2018). Programa de intervención


multidimensional para la ansiedad social (IMAS). Libro del paciente. Madrid: Pirámide.

Clark, D., y Bech, A. (2016). La ansiedad y las preocupaciones. Bilbao: Desclée de


Brouwer.

Ladouceur, R., Bélanger, L. y Léger, E. (2008). Deje de sufrir por todo y por nada.
Madrid: Pirámide.

Rodríguez, R. y Vetere, G. (2011). Manual de terapia cognitiva-conductual para los


trastornos de ansiedad. Buenos Aires: Polemos.

Ángel Vallés Lorente


Doctor en psicología.
NOTA DE AUTORA

Querido lector, querida lectora:


Normalmente utilizo esta parte del todo que conforma una novela para explicar las licencias
que me haya podido tomar por el bien de la historia y explicaros el porqué de dichos permisos. En
este caso en concreto es más bien para todo lo contrario, puesto que la historia se ciñe a la
realidad que viven las personas con ansiedad generalizada. Puede que el personaje de Carmen te
haya resultado algo cobarde, exagerado o falto de carácter. En el mejor de los casos, la habrás
entendido a la perfección, pero en el peor, quiero que comprendas que mi intención al crear su
personaje ha sido plasmar una realidad que viven millones de personas, la mayoría en silencio, y
que piensan y en ocasiones se comportan como nuestra protagonista. Para mí habría sido más fácil
«suavizar» su trastorno y modificar su personalidad, pero entonces la perdía a ella, a su esencia y
a la imperfección que la hace tan perfecta para esta historia.
He querido romper los esquemas y crear una protagonista que no tiene que hacer nada para
ganarse el amor de un hombre, ni ya puestos, de nadie; solo debe quererse a sí misma para no
seguir haciéndose daño de manera involuntaria. Carmen es como es y Víctor se enamora de ella
porque sabe ver sus mejores cualidades, aunque es consciente de sus defectos. ¿Acaso no trata de
eso el amor?
Por otro lado, disfruté mucho del hecho de que él la amase en la distancia y tuviese que hacerse
visible y luchar por su amor. Víctor es de los personajes masculinos que más he disfrutado
construyendo. Quizás, el hecho de que la protagonista lleve el nombre de mi hija me ha hecho
diseñarle un hombre que ya firmaría para tener como yerno.
He querido romper estereotipos y huir de la perfección para —espero— hacer una bonita
historia de amor, pero sobre todo, real, que nos pueda suceder a todo el mundo.
Gracias por haber tomado a Carmen de la mano a lo largo de la lectura y de haber saltado con
Víctor al vacío por ella.
AGRADECIMIENTOS

A veces los agradecimientos también se convierten en dedicatorias y, en esta novela en


especial, me gustaría que así se entendiese.

El camino que me ha llevado a contaros la historia de Carmen y Víctor no ha sido fácil y en


muchas ocasiones me he visto superada por diversas situaciones que llegaron a plantearme la
duda de si merecía la pena o no seguir adelante. Todas estas personas han contribuido a que hoy
esta novela esté en vuestras manos.

A ti, Eva, por «obligarme» a pasarte capítulo a capítulo esta historia y empujarme a
continuar. Por hablar conmigo, entre otras cosas, sobre ratios de alumnos, colegios agrupados y
compartir tu pasión por la enseñanza. Por todo ello, y mucho más, gracias por ser mi amiga.

Hay tanto por lo que darte las gracias, Patricia A. Miller. Me diste una colleja cuando fue
necesario, un abrazo en la distancia cuando lo necesité, y juntas pataleamos cuando algo se torcía
en el camino y reímos desvariando historias ficticias que jamás verán la luz. Gracias por hacer
que te sienta cerca. Y gracias, también, por prestarme a Tyler Gallagher, personaje de tu novela
Nunca serás agua, y del que esperaré con ansia su propia historia. Gracias, amiga.

A María, Ana, Maribel, Noemí y Yola. Gracias a todas por estar ahí cuando os digo:
«¡Necesito que leáis la novela ya!». Por leerla con entusiasmo y vivir la historia con intensidad a
través de mis palabras. Por vuestra sinceridad a la hora de expresar lo que no os gusta y por el
cariño con el que lo hacéis. Me siento muy afortunada de teneros en mi vida.
A ti, Syra, no sabes lo que me enorgullece que no puedas decirme que no cuando te propongo
que corrijas mi trabajo. Gracias por la tranquilidad que me ofrece dejar en tus manos mis novelas.

Al doctor en psicología Ángel Vallés Lorente, por sus palabras, su predisposición y su ayuda
inestimable para que esta novela viera la luz. Gracias.

Querido José Botija, mi policía particular, gracias por ayudarme cuando lo he necesitado,
por contestar con rapidez y eficiencia, por tus sugerencias, por ser uno de mis lectores más fieles,
pero, sobre todo, por ser mi amigo.

A la pequeña Victoria, porque ella me contó con entusiasmo y todo lujo de detalles qué
actividades se realizan en una empresa de multiaventura y sé que espera con ilusión ver su nombre
en esta parte de la novela. Siempre adelante, Victoria.

En esta ocasión voy a permitirme dejar para el final a las personas que conforman mi todo: A
mi madre, porque cree que nunca hace suficiente por nosotros, porque sufre la ausencia de mi
padre en silencio y saca fuerzas para hacer felices a los demás. Ahora que soy madre valoro y
comprendo mucho mejor cada acción, palabra o gesto. Gracias por todo y más. Te quiero, mamá.

Esta novela es para ti, Carmen, para que cuando seas mayor actúes como esta otra Carmen y
comprendas que siempre hay que seguir adelante y luchar contra los miedos. Para que no te dejes
vencer nunca y recuerdes que hay cosas que nadie puede hacer por ti, por mucho que a mí me
gustaría librar tus batallas para allanarte el camino. Ojalá siempre te veas como yo te veo y te
quieras tanto como yo te quiero.

A ti, Martín, que quieres ser policía algún día para luchar contra los malos y protegernos.
Que tienes una sensibilidad y un corazón que no te cabe en el pecho. Que llegaste a nuestras vidas
y llenaste de palabras y frases para reflexionar nuestro día a día. Que eres el Pepito Grillo de
cada uno de nosotros. Te digo lo mismo que a tu hermana: quiérete tanto como yo te quiero.

A ti, Kike, mi Víctor particular. Por tu infinita paciencia, comprensión, entusiasmo por mi
trabajo y tus «no pasa nada. Sigue adelante», que han servido para que yo pusiese la palabra fin a
esta novela. Gracias, Kike, por ser y siempre estar. Porque a tu lado, todo me parece posible. Yo
siempre te querré más.

Y por último me dirijo a ti, lector o lectora. Espero y deseo que con esta novela, además de
entretenimiento, hayas reflexionado sobre cómo se vive con miedo, pero sobre todo, sobre un
trastorno tan grave y común como es la ansiedad generalizada. Si la sufres, no estás sola, y si
conoces a alguien que la padece, demuéstrale que no lo está.

Gracias, como siempre, por vuestro cariño.

¿Seguimos soñando juntos?

Tessa C. Martín.

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