Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Tolola
Sinopsis Capítulo 13
Prólogo Capítulo 14
Capítulo 1 Capítulo 15
Capítulo 2 Capítulo 16
Capítulo 3 Capítulo 17
Capítulo 4 Capítulo 18
Capítulo 5 Capítulo 19
Capítulo 6 Capítulo 20
Capítulo 7 Capítulo 21
Capítulo 8 Capítulo 22
Capítulo 9 Capítulo 23
Capítulo 10 Epílogo
Capítulo 11 Sobre la autora
Capítulo 12
La mejor manera de mantener tu palabra es nunca darla.
No hace mucho tiempo, en una capilla en Las Vegas, juré amar a
Karissa por el resto de mis días. Pero nadie ha prometido una cantidad
infinita de mañanas. Nadie ha prometido un para siempre. A veces, todo
lo que nos queda es el hoy.
Carpe Diem.
Vive el momento.
Debería haber terminado, deberíamos ser felices, pero la gente me
está haciendo difícil vivir en paz. Tengo tanta sangre en mis manos que
nunca estarán limpias, y alguien parece querer que pague por ello. El
“Felices Para Siempre” siempre tiene un costo, uno que cualquier hombre
de verdad estaría dispuesto a pagar. Pero eso no significa que voy a darme
la vuelta y aceptar esas consecuencias.
¿Porque cuando se trata de la mujer que amo? ¿La vida por la que
he luchado?
Nadie está a salvo.
Monster in His Eyes, #3
Traducido por Susana20
Corregido por Val_17
Voy a contarte una historia, una historia sobre un león que fue
asesinado por un cazador insensible no hace mucho tiempo. Este león
era el rey de su orgullo, ¿y el cazador? El cazador ni siquiera lo pensó dos
veces antes de apretar el gatillo, las consecuencias podían irse al infierno.
Y así lo hicieron.
Verás, cuando matan a un rey, la anarquía reina cuando el
siguiente hombre más fuerte sube para tomar su lugar. A veces ese
hombre es considerado, compasivo, pero es más probable que sea una
bestia despiadada. Para asegurar su lugar en la cima de la cadena
alimenticia, para afirmar su dominio en tiempos de caos, el león aniquila
a cualquiera que considere competencia, empezando por los cachorros
de su predecesor.
Sus descendientes, los que él creó, los que crió para seguir su
ejemplo… uno por uno cayeron, víctimas del nuevo y cruel tirano, hasta
que el orgullo del rey anterior ya no existía. En la mente del cazador, se
terminaba al momento en que bajaba el arma, pero en realidad, era
entonces cuando comenzaba el verdadero problema.
¿Y el problema?
Venía con una venganza.
Las tierras del orgullo eran sinuosas.
Balacera en la ciudad deja un muerto.
Miro en la oscuridad el audaz titular en negrita en medio del
periódico de ayer. No apareció en la primera página. Ni siquiera cerca. Se
encontraba escondido junto con los pequeños delitos que plagan la
ciudad, como si un tiroteo no significara nada para estas personas hoy
en día.
Tal vez no.
¿Quién soy yo para juzgar?
Las balas definitivamente ya no me perturban.
Pero esto me paralizó. Esto me hizo dudar. Mis ojos vagan del
titular al nombre de la solitaria víctima: Kelvin Russo.
Lo conozco.
Bueno, lo conocía.
Kelvin ya no existe.
Una vez fue uno de los soldados callejeros favoritos de Ray, Kelvin
recibió una bala en la parte posterior del cráneo. Era joven, recién
empezando… no pudo haber tenido más de veintitrés o veinticuatro años.
El periódico no dice mucho sobre lo que ocurrió, pero conozco una
ejecución cuando la leo.
Otro de los cachorros del antiguo rey ha caído.
No apreté el gatillo esta vez, pero cuando se trata de ello, aún
asumo la culpa. Ha muerto porque hay un nuevo rey en esta jungla de
cemento, un rey que está enviando un mensaje a todo el mundo.
Reverencia.
Sin embargo, el asunto es que no me arrodillo ante nadie. No me
arrodillo por ningún maldito hombre. Me alejé hace un año, antes de
apretar ese fatal gatillo, pero eso no será lo suficientemente bueno para
alguien como él.
Es solo cuestión de tiempo antes de que venga por mí.
Antes de que me quiera.
Quienquiera que él sea…
Traducido por Val_17 & Josmary
Corregido por AnnyR’
Karissa
—Un leopardo no cambia sus manchas.
Giuseppe Vitale no suele ser un hombre de palabras directas.
Habla en acertijos la mayor parte del tiempo, algo que su hijo heredó,
pero su punto siempre se encuentra ahí, al frente y al centro. Sabe lo que
sabe y siente cómo siente y cuando se trata de eso, no dudará en decirte
las cosas tal como son.
Un leopardo no cambia sus manchas.
Está hablando de Ignazio.
—Pero él es diferente —digo, mis ojos se dirigen a la pequeña mesa
de madera entre nosotros, como si inconscientemente dudara de mis
propias palabras. Ha sido diferente, es cierto, pero sé que eso no significa
que realmente haya cambiado.
¿Puede cambiar?
No lo sé.
¿Debería incluso querer que lo haga?
Ha pasado más de un año desde que una bala me atravesó en el
vestíbulo de la casa en Brooklyn, aunque mi pecho todavía duele como si
hubiese ocurrido ayer. La herida física sanó, pero mi corazón es otra
historia.
Parte de él sigue roto.
Probablemente siempre sea de esa manera.
Hace seis semanas, Naz me pidió que me casara con
él. Realmente me lo pidió, a diferencia de antes. Esta vez, cuando dije que
sí, sabía exactamente a lo que me comprometía. Sé el tipo de hombre que
es. Sé las cosas que ha hecho, las cosas que quería hacer. Esa misma
noche dijimos “acepto”, en la capilla del MGM Grand de Las Vegas, y he
pasado cada noche desde entonces convencida de que tomé la decisión
correcta.
Porque él es diferente.
Lo es.
¿Pero qué significa exactamente diferente?
Giuseppe se estira, colocando su mano áspera y callosa sobre la
mía, apretando ligeramente para volver a atraer mi atención hacia él.
Tiene una sonrisa en sus labios, pero no es una sonrisa de felicidad.
Limita en algún lugar con la lástima.
Casi puedo escuchar lo que está pensando.
Pobre niña, no entiendes en lo que te has metido.
—Sabes, dicen que si pones una rana en una olla de agua
hirviendo, saltará para escapar —dice—. Pero si pones una rana en una
olla de agua fría y subes la temperatura constantemente, se quedará
justo dónde está, como si nada pasara. ¿Entiendes a dónde voy con esto?
Frunzo el ceño ante el salto en la conversación. —No.
—Tú eres la rana, chica, ¿e Ignazio? Te está hirviendo viva sin que
ni siquiera te des cuenta.
Quiero discutir contra eso. Quiero decirle que se equivoca. Porque
lo hace. Está equivocado. Pero las únicas palabras que se me ocurren
son: “Él es diferente”, y no estoy del todo segura de cómo explicar lo que
eso significa. Todavía es Naz, sigue siendo el mismo Ignazio intimidante,
pero Vitale no ha mostrado su rostro… no a mí alrededor, de todos
modos.
Sin embargo, sé que Giuseppe no puede diferenciar entre las
máscaras. Mira a su hijo y solo ve al monstruo en que se convirtió a lo
largo de los años. No puede ver al hombre que era, o el hombre que es, el
hombre que jura está intentando ser.
Todavía desaparece en la noche a veces. Todavía hay llamadas
ocasionales susurradas. Todavía es paranoico, y sobreprotector, y
extremadamente cuidadoso, pero no es cruel. No es engañoso. Lo
entiendo. Me entiende. No me maneja con guantes de seda, pero tampoco
me da más de lo que puedo tolerar. Me trata como a una persona, no
como una posesión, aunque, está bien… su rasgo posesivo a veces puede
ser bastante feroz.
El hombre es un enigma. Un hermoso, a veces aterrador,
rompecabezas que todavía estoy armando, poco a poco.
Sin embargo, Giuseppe no tiene ningún interés en la sanación de
su hijo. No tiene ningún interés en que sea diferente. En lo que a él
respecta, Naz es el tipo de fractura que no puedes arreglar.
Antes de que pueda pensar en algo que decirle a Giuseppe, algo
que no sea el típico “pero él es diferente”, la puerta de la tienda se abre,
la campana tintineando ruidosamente. Ni siquiera tengo que mirar para
saber que es él. Hay algo en la forma en que entra, un escalofrío en el
aire, un calor en su estela, que me dice que Naz se encuentra aquí.
Giuseppe no se voltea para mirar, pero sé que también lo presiente.
—Porca vacca —murmura, suspirando fuertemente mientras retira
sus manos de las mías y empuja la silla hacia atrás, levantándose. Sus
ojos permanecen en mi cara, la lástima ahora es más frustración—.
¿Quieres algunas galletas? ¿Qué tal algunas galletas de azúcar?
No espera a que responda antes de alejarse.
Unos segundos más tarde, la silla frente a mí se mueve
nuevamente, otro cuerpo acomodado en ella. Lo miro, sonriendo cuando
murmura entre dientes—: Me siento como una puta en una iglesia por
aquí.
Se parecen mucho, Naz y su padre, pero no me verás diciéndole eso
a ninguno de ellos. Hombres obstinados.
—De todos los lugares —dice, levantando las cejas mientras me
mira a través de la mesa—. Pude haber conseguido una mesa de último
minuto en Le Bernardin, podría haberte llevado a Paragone otra vez, pero
no… me pides que nos encontremos para almorzar en Vitale's Italian
Delicatessen.
Me encojo de hombros. —La comida es buena aquí.
—No discutiré contra eso, pero la atmósfera deja bastante que
desear.
Giuseppe regresa entonces, deslizando un pequeño plato de
galletas sobre la mesa frente a mí. Están tan frescas que puedo oler el
azúcar y la canela caliente. —Uh, eres un regalo del cielo —digo, tomando
una galleta y mordiéndola. Deliciosa.
Naz rueda los ojos. Rueda los ojos.
No creo que haya visto al hombre rodar los ojos antes.
—¿Vas a pedir algo para almorzar? —pregunta Giuseppe con
impaciencia, mirando a su único hijo—. ¿O sólo planeas merodear por
un rato?
—Depende —responde Naz.
—¿De qué?
—De si estás dispuesto a servirme o no.
Giuseppe refunfuña para sí mismo mientras se aleja, dirigiéndose
directamente detrás del mostrador, empujando bruscamente la puerta
oscilante.
Desaparece en la cocina.
—Entonces, uh, ¿eso significa que vamos a comer? —pregunto.
—Significa que voy a ordenar —dice Naz—. Ha regresado allí para
prepararnos la comida o para llamar a la policía porque estoy allanando
el lugar otra vez. Pero considerando lo hambriento que estoy, diría que
probablemente valga la pena el riesgo.
Levantándose, Naz se dirige al mostrador, ordenando dos
especiales italianos.
Después de pagar, viene regresando a la mesa pero hace una
pausa. —No tendrías el periódico de hoy, ¿verdad? —le pregunta al joven
que maneja la caja registradora, uno de los tres empleados a los que
Giuseppe paga para ayudarlo aquí. Tiende a hacer la mayor parte del
trabajo por alguna razón. Orgullo, tal vez. Probablemente terquedad.
Antes de que el chico pueda responder, Giuseppe grita desde la
cocina—: ¡Compra tu maldito periódico!
Negando con la cabeza, Naz vuelve a sentarse. —Supongo que ya
es obvio de dónde obtuve mis genes de imbécil.
—No es un imbécil —digo, con la boca llena de la galleta—.
Tampoco tú, para el caso. Sólo eres, ya sabes… un poco intenso.
—Intenso —repite Naz—. Esa es una forma de decirlo.
Intenso, lo es. Su intensidad es inigualable. Sus brillantes ojos
azules me queman mientras lentamente, con cuidado, escanean mi
rostro, mirándome comer mi galleta como si lo estuviera disfrutando.
Puedo sentir mis mejillas calentándose por el sonrojo. —¿Por qué me
estás mirando?
Se inclina un poco más cerca, una sonrisa presumida curvando las
esquinas de sus labios, mostrando sus hoyuelos. —¿Por qué no?
Solo toma unos minutos para que nuestra comida esté lista.
Resulta que Giuseppe decidió servirle, después de todo. Comienzo a
comer en el segundo en que mi plato es puesto sobre la mesa, pero Naz
duda. Mira fijamente el sándwich, separándolo con los dedos, sus ojos
ligeramente entrecerrados mientras inspecciona el contenido.
—Por el amor de Dios, Ignazio —grita Giuseppe, saliendo de la
cocina—. ¡Sólo come la maldita cosa!
Un segundo pasa.
Luego otro.
Y otro.
No creo que vaya a comerlo, pero entonces… lo hace. Lo levanta y
toma un pequeño bocado, masticando con cuidado. Santa mierda.
No quiero hacer un gran asunto por el hecho de que está comiendo
en el local de su padre, comida que, no hace mucho tiempo, ni siquiera
tocaría. No quiero arruinar el momento, por así decirlo, señalando que
Giuseppe no ha amenazado ni una vez con lanzar su culo a la calle. No
quiero regodearme, pero no puedo evitarlo. Puedo sentirme sonriendo con
satisfacción. Es diferente. Lo es.
Las palabras “Te lo dije” ruegan por salir de mis labios.
—¿Ves? —digo, casi aturdida mientras veo comer a Naz—. Sabía
que ustedes dos…
No tengo la oportunidad de terminar cualquier cosa presumida que
planeo decir. Las palabras mueren en la punta de mi lengua mientras
fuertes estallidos resuenan a través del deli, uno tras otro.
BOOM
BOOM
BOOM
Antes de que incluso tenga la oportunidad de reaccionar, Naz se
encuentra de pie, agarrando la mesa frente a nosotros y volteándola,
empujándome hacia el piso detrás de ella. Me golpeo en el suelo. Con
fuerza. Haciendo una mueca, aturdida, me asomo alrededor de la mesa,
mirando con horror mientras el cristal que cubre la parte delantera del
edificio se rompe por la fuerza de las balas voladoras.
Balas.
Malditas balas.
Alguien está disparándole al lugar.
Todos los demás se tiran al piso, arrastrándose por instinto, todos
excepto Naz… y su padre, para el caso. Ambos hombres permanecen allí
de pie, mirando hacia el frente, mientras el vidrio polarizado se triza y
astilla entre las barras de metal, pero nunca se rompe hacia el interior.
A prueba de balas.
Unos segundos. Eso es todo lo que dura. Una docena de disparos
en rápida sucesión antes de que un auto acelere para alejarse, los
neumáticos chirriando, el humo volando. Apenas puedo verlo a través de
la destrucción, pero puedo notar que el auto es negro, una masa oscura
de metal acelerando para escapar antes de ser atrapado.
Mi corazón está martilleando, mi pecho duele por la fuerza de los
golpes. Jadeando, trato de recuperar el aliento, pero es difícil. Tan
malditamente difícil. El completo silencio se apodera del local a raíz de los
disparos. Parece continuar para siempre. Todos estamos aturdidos.
Eventualmente, Naz gira la cabeza, mirando tranquilamente hacia donde
todavía me encuentro agachada en el suelo, ofreciéndome su mano con
cuidado.
—¿Estás bien? —pregunta, aunque en realidad no suena
alarmado. No sé si el hombre está simplemente insensibilizado a este tipo
de cosas, o si tal vez sabía que estábamos a salvo aquí.
—Yo, eh… —Mi voz se rompe, mi cuerpo temblando mientras le
permito ponerme de pie—. Sí, eso creo.
Me mira, todavía agarrando mi mano, antes de dirigir su atención
a la ventana. La gente que nos rodea se está poniendo de pie, algunos
huyendo por el miedo, mientras que Giuseppe se queda allí, en silencio,
mirando.
Está en shock.
No sé qué decir. No sé qué hacer.
Alguien acaba de dispararle al maldito deli.
Algo me dice que un Vitale tendrá que pagar un infierno por eso.
No estoy del todo segura de cuál hombre en este punto.
—Tú —gruñe Giuseppe, su voz mezclada con una ira que no he
escuchado desde el primer día que Naz me trajo a este lugar. Es el sonido
de la rabia contenida, de la furia, del disgusto. Gira la cabeza y mira
directamente a su hijo. Naz se gira ante el sonido de la voz de su padre,
su expresión estoica—. ¡Lárgate! ¡Vete y no regreses!
Estoy demasiado aturdida para hacer otra cosa que no sea
quedarme allí y mirar. Naz, por otro lado, no parece sorprendido en
absoluto. Mira a su padre por un momento antes de voltearse hacia mí,
atrayéndome hacia él. Envuelve los brazos a mí alrededor, y lo abrazo de
regreso, agarrándolo con fuerza.
—La próxima vez —susurra—, escoge otro lugar para comer.
Con eso, me suelta.
Con eso, se va.
Sucede en un parpadeo. La campana sobre la puerta tintinea, y
Naz ya no se encuentra a mi lado antes de que pueda darle sentido a lo
que está ocurriendo. Frunciendo el ceño, todavía temblando, me apresuro
hacia la puerta, sorprendida de que mis piernas puedan sostenerme.
Abro la puerta y salgo a la acera, llamándolo. —¿Naz? ¡Naz!
Doy la vuelta en círculos, buscándolo, pero se ha ido. Así de rápido.
Desapareció del local, dejándome allí.
Simplemente… me dejó aquí.
Como dije, es diferente.
El viejo Naz nunca habría hecho eso.
Las sirenas resuenan en la distancia, acercándose mientras me
quedo de pie allí, mis ojos se dirigen al frente de la tienda. Fragmentos
de vidrio salpican la acera, así como algunas de balas que lo golpearon.
El cristal les impidió entrar, pero no fue inmune a su destrucción.
Es un desastre.
La gente corre por las calles, gritándose unos a otros, el vecindario
es un completo caos.
Un tiroteo a plena luz del día.
Es una de esas cosas de las que mi madre me advirtió, las historias
de horror sobre los monstruos que recorren estas calles. Naz siempre me
dijo que nunca tuviera miedo, que no tenía nada que temer, pero sí lo
tengo… tengo miedo.
¿Qué demonios acaba de pasar?
Doy un paso atrás en el deli justo cuando la policía comienza a
llegar. Giuseppe finalmente se está moviendo, ayudando a la gente a
ponerse de pie, tratando de calmar a los clientes que quedan. Su voz es
baja, casi tranquilizadora mientras habla, todos los rastros de su ira se
fueron por la puerta junto a su hijo.
Apoyándome contra la pared junto a la puerta, me deslizo hasta el
suelo, envolviendo los brazos alrededor de mis rodillas mientras la policía
se acerca a la escena. Estoy aturdida, escucho, pero no distingo nada a
mí alrededor, el mundo está borroso hasta que alguien me llama.
—¿Señorita Reed?
Levanto la mirada y veo una cara familiar observándome. Se
encuentra tan cerca que su sombra me cubre, envolviéndome en un
capullo sombrío. Es siniestro. El detective Jameson.
La última vez que vi al hombre fue cuando me dispararon. Fue al
hospital mientras me encontraba en recuperación y me pidió que le
contara mi versión de la historia. Era como si esperara que refutara la
declaración de Naz, que les dijera que de alguna manera había hecho algo
mal, pero no pude. Naz, por las veces que pudo haberme puesto en
peligro, me salvó ese día. El mismo doctor lo dijo. Me salvó la vida. El
detective se fue esa vez, diciendo que su puerta estaría abierta si quería
reconsiderarlo, pero nunca pensé en ponerme en contra del hombre que
amo.
Porque incluso con todo lo que ha sucedido, Dios me ayude, lo amo.
Lo amo más de lo que creí posible.
Me aclaro la garganta, sorprendida de que mi voz funcione cuando
digo—: Señora Vitale.
Jameson frunce el ceño mientras se agacha frente a mí, como si
creyera que tal vez si se pone a mi altura, de alguna manera tendría más
sentido. —¿Qué?
Levanto mi mano izquierda, mostrándole el anillo en mi dedo. —Ya
no soy la señorita Reed.
Puedo verlo en su cara cuando hace clic, su comportamiento frío
se disuelve. Extendiendo la mano, agarra la mía, inclinándola para ver
mejor el anillo. Es simple, hablando relativamente… tan simple como
Naz, de todos modos. Sólo una banda de oro incrustada con unos
pequeños diamantes.
Era el anillo de bodas de su madre.
—Tú… de verdad te casaste con él. —Su voz coincide con su
expresión—. ¿Cuándo fue?
—Hace unas semanas —digo en voz baja, apartando mi mano, no
me gusta que me toque, y sé que a Naz tampoco le gustaría. No querría
que el tipo siquiera me hablara.
—Bien, entonces, señora Vitale —dice, volviendo a levantarse, con
su fachada imperturbable mientras se eleva sobre mí una vez más—. Me
gustaría hacerle algunas preguntas rápidas, si no le importa.
—Sí le importa —replica una voz que choca contra el pequeño
espacio que nos rodea. Giuseppe. El hombre es unos centímetros más
alto que el detective—. Si tienes preguntas puedes hacérmelas a mí. Ella
no sabe nada. Se encontraba aquí, comiendo. Una espectadora inocente.
Jameson entorna los ojos ante la intrusión. —Si ese es el caso, no
veo por qué no puede decirme eso.
—Ya está lo bastante traumatizada, un idiota le ha arruinado el
almuerzo —dice Giuseppe, señalando detrás de él hacia mi mesa, que
ahora está volcada, la comida esparcida por todo el piso—. Lo último que
necesita es que un detective insistente y agresivo la hostigue al respecto,
como si hubiera hecho algo malo.
No le diría imbécil a ninguno de los dos, pero definitivamente veo
de dónde Naz sacó su intensidad. Guau. Incluso el detective parece
resistirse por un momento, contemplando en silencio su próximo
movimiento. Antes de que pueda decir algo más, alguien lo llama desde
afuera de la tienda, y se excusa para unirse a quien sea.
Giuseppe mira al hombre irse, sacudiendo la cabeza, antes de
volverse hacia mí. —¿Estás bien?
Asiento. —Gracias.
—Ah, no fue nada. Si Ignazio se enoja con alguien por graznar, que
sea conmigo.
Me levanto de nuevo, agradecida de que mis piernas parezcan más
estables ahora. —No sé por qué ese tipo está aquí. Es un detective de
homicidios. Nadie murió, ¿verdad?
Oh Dios, nadie murió, ¿verdad? Todos estábamos bien dentro,
gracias a las ventanas, pero en las calles podría haber sido una historia
diferente…
—Nah, todo el mundo está bien —dice Giuseppe, haciendo caso
omiso de mi preocupación—. Agitados, tal vez, pero no se derramó sangre
hoy. —Hace una pausa, mirando a su alrededor—. No aquí, de todos
modos.
—¿Entonces por qué está aquí?
—¿Por qué crees? —Giuseppe me mira, levantando las cejas, su voz
incrédula, como si debería saber la respuesta a esa pregunta. Y lo hago.
En el momento en que nuestros ojos se encuentran, hace clic. Está aquí
por Naz. Es por eso que está en cualquier parte. No importa si es su
jurisdicción o no… el tipo tiene una venganza personal contra Naz—. No
es la primera vez que vienen a husmear por aquí y no será la última, no
mientras Ignazio esté allí, andando sin rumbo. Llegan con sus preguntas
y les digo la verdad.
—¿Cuál es la verdad?
—Que no lo he visto, y no tengo la intención de hacerlo.
Algo me sorprende entonces, algo que realmente no había
considerado antes. Giuseppe constantemente mantiene a su hijo a un
brazo de distancia, y Naz cree que es porque el hombre odia sus tripas.
Por no mencionar que no le gustan las cosas en las que Naz está
involucrado, pero tal vez, solo tal vez, parte de Giuseppe lo hace para
poder reclamar ignorancia.
Así no lo pueden usar para lastimar a su hijo de ninguna manera.
Negación plausible.
Es desinteresado, en cierto sentido, como si estuviera sacrificando
cualquier tipo de relación con su hijo para hacer lo que pueda para
mantenerlo a salvo, y aunque no conozco a Giuseppe tan bien como me
gustaría, me parece que podría hacer algo así.
—Deberías irte de aquí —dice Giuseppe, sin mirarme, con los ojos
fijos en el cristal roto—. Usa la puerta de atrás, a través de la cocina, para
que no intenten detenerte.
Dudo, pero algo sobre el tono de su voz me dice que no discuta. No
creo que Giuseppe esté abierto a la negociación en estas situaciones más
de lo que Naz lo suele estar. Los policías están tan ocupados recolectando
evidencia a lo largo de la calle que nadie se molesta en cubrir la parte
trasera de la tienda. Me deslizo fácilmente en el callejón, sin ser
detectada, abrazando mi pecho adolorido mientras camino rápidamente
por los contenedores de basura llenos de grafitis, lejos de la escena.
Un taxi se encuentra en la esquina, estacionado a lo largo de la
calle. Le hago una seña tan pronto como me acerco lo suficiente,
agradecida de que nadie más lo esté llamando.
—Brooklyn, por favor —le digo al conductor, dándole nuestra
dirección, mi voz tensa. Me acomodo, me abrocho el cinturón de
seguridad, y bajo la cabeza, temo mirar hacia afuera, sintiéndome casi
como si huyera de la policía. Por favor, no me sigan. El conductor es joven,
en sus veintitantos años, tal vez. Me muestra un conjunto de brillantes
dientes blancos en el espejo retrovisor mientras sale al tráfico.
Si Naz me ha enseñado algo en nuestro tiempo juntos, es a estar
siempre al tanto de mi entorno, mirar y aprender. Se percibe más de lo
que se muestra. Me dijo eso algunas veces. Mis ojos instintivamente
pasan a la licencia de conducir del conductor clavada en el tablero del
auto. Abele Abate.
Desafortunado nombre.
A Naz no le gusta que tome taxis. No confía en los demás para
mantenerme a salvo. Pero dada la situación, me imagino que no tendría
mucho que decir al respecto en este momento.
Mi mente vaga durante el viaje, preguntándome a dónde podría
haber escapado, qué podría estar haciendo en este momento.
Una parte de mí tiene miedo de saber.
Nos lleva casi una hora llegar a casa por el tráfico y el viaje cuesta
sesenta dólares. Uf. Le doy al conductor un billete de cien dólares y le
digo que se quede con el cambio. Parece sorprendido por el gesto, me
muestra otra sonrisa y me da las gracias en voz baja.
No intentó hablar conmigo en todo el camino hasta aquí.
Lo aprecio.
La casa parece inmóvil, casi espeluznante. Ya no me gusta estar
aquí, menos aún sola. El lugar está atormentado por los recuerdos,
muchos de ellos no tan buenos… recuerdos de tiempos en que peleamos,
la vez que drogué la comida de Naz… recuerdos de la época en que pensó
en quitarme la vida, el momento en que me di cuenta de que había un
monstruo dentro él. Ambos casi morimos en el vestíbulo en noches
diferentes, y aunque está limpio hace mucho tiempo, a veces, si miro
atentamente, creo que todavía puedo ver manchas de sangre.
Hablamos de mudarnos… hablamos de eso todo el tiempo… pero
por alguna razón, no hemos apretado el gatillo, por así decirlo, demasiado
atrapados en la vida cotidiana para tomar una decisión.
Demasiado atrapados tratando de adaptarnos a nuestras nuevas
realidades.
Él, tan fuera del negocio como puede estar.
Yo, ahora su esposa.
Una locura.
Uso mis llaves para abrir la puerta y vuelvo a cerrar detrás de
mí. Killer, mi perro, está dormido en la sala de estar. Levanta la mirada
cuando entro, en alerta, antes de saltar felizmente hacia mí, moviendo la
cola, queriendo jugar. Le froto la cabeza, rascando sus grandes orejas,
pero estoy demasiado agotada para hacer mucho más hoy.
Suspirando, me quito los zapatos en ese mismo momento y me
dirijo al estudio con el perro pisándome los talones. Tal vez tome una
siesta en el sofá, si puedo siquiera apagar mi mente para quedarme
dormida. Dios sabe cuándo llegará Naz a casa. Podrían ser horas. Podrían
ser días.
—No te llevó mucho tiempo.
Se me escapa un grito cuanto escucho la inesperada voz,
sobresaltándome más de lo que lo hicieron los disparos. ¿Qué
demonios? Mis rodillas se doblan y casi me caigo al suelo, en pánico,
mientras mis ojos buscan la fuente. Naz se encuentra sentado en el
estudio en su escritorio, sosteniendo un periódico, con los ojos fijos en
este.
—Jesucristo, Naz, ¿qué estás haciendo?
—Leyendo el periódico de hoy.
—Leyendo el periódico de hoy —repito.
¿Está leyendo un maldito periódico? ¿De verdad?
—Sí —dice—. Traje uno de camino a casa.
—Trajiste uno —le digo con incredulidad—, de camino a casa.
Entonces sus ojos parpadean hacia mí mientras arquea una ceja.
—¿Por qué estás repitiendo todo lo que digo?
—¿Por qué estoy repitiendo todo lo que dices?
No puede hablar en serio, ¿o sí?
Jesucristo, sí habla en serio.
¿De verdad?
Naz niega con la cabeza, colocando su periódico sobre el escritorio
antes de inclinarse hacia atrás en su silla, girando ligeramente para
inclinarse hacia mí. —Ahora veo por qué odias cuando hago eso. Es
bastante molesto.
—Es sólo que… —En serio, ¿qué demonios?—. Ni siquiera sé qué
decir sobre eso. No sé lo que está pasando. Tú sólo… ¿qué estás
haciendo?
Su frente se arruga, como si lo que digo no tuviera sentido, y tal
vez no, pero estoy absolutamente desconcertada. ¿Por qué está aquí?
Desapareció de la tienda, dejándome allí para valerme por mí misma, solo
para venir directamente a casa y leer el maldito periódico.
No tiene sentido.
—¿Cómo llegaste a casa? —pregunta, mirándome con sospecha.
—Tomé un taxi.
—Pensé que te había dicho…
—Sí, bueno —interrumpo antes de que pueda tratar de
sermonearme por no haberlo escuchado—. ¿Cómo diablos se suponía que
volviera a casa?
—Podrías haber pedido el servicio del automóvil —dice—. Les
habría tomado veinte minutos, como máximo, llegar a Hell’s Kitchen para
recogerte.
—Bueno, no habría sido un problema en primer lugar si no te
hubieras ido.
—Él me dijo que me fuera —dice Naz casualmente, recogiendo su
periódico mientras se recuesta—. ¿Qué más se suponía que debía hacer?
—Uh… llevarme contigo. No tenías que dejarme allí.
—Estabas a salvo.
—¿Estaba a salvo? —Me burlo—. ¿Cómo lo sabes?
—Porque ya no me encontraba allí.
Su voz indica que está muy convencido. No estoy del todo segura
de qué decir a eso. —Pero, ¿cómo lo sabes…?
De nuevo vuelve a abrir su periódico, esta vez con un bufido
exagerado de irritación, como si no quisiera hablar de esto.
Probablemente no debería presionar el asunto, pero quiero escuchar lo
que tiene que decir.
Quiero algún tipo de explicación.
La merezco.
—No eres tonta, Karissa, así que no actúes como tal —dice,
mirándome fijamente—. Continúas negándote a mirar el panorama
completo cuando siempre está ahí. ¿Cómo sé que era a mí a quien
buscaban? Dime algo, cariño… ¿hay alguien más aquí con un blanco en
su espalda? Solo hay una persona que provocaría eso y lo estás viendo.
—Se señala a sí mismo—. Así que, sí, sabía que estabas a salvo, porque
no me encontraba allí. ¿Es esa una respuesta suficientemente buena?
Quiero responder no, que no es suficientemente buena, pero sé que
nunca lo aceptará. Aun así, no puedo evitarlo. —No es tu culpa, sabes.
—Entonces, ¿de quién es? ¿Tuya?
—¿Por qué tiene que ser la culpa de alguien? —pregunto,
caminando hacia él, sentándome en la esquina de su escritorio de
madera—. A veces las cosas simplemente pasan.
—Mira, aprecio lo que intentas hacer, pero simplemente… no lo
hagas —dice—. Soy consciente de mis actos, y hace tiempo que acepté
que algún día asumiré las consecuencias. Nada de lo que haga, o no haga,
hoy borrará lo que hice ayer.
—¿Qué hiciste ayer?
Sus ojos se posan en los míos y sé que necesito medirme en este
punto, porque no está de humor para mis travesuras. Se ve enojado. Luce
casi como Vitale. —Sabes lo que quiero decir, Karissa. El presente no
compensa el pasado.
—Sí, lo entiendo —digo—. El hecho de que te disculpes no significa
que te perdonen de forma automática.
—Exactamente —dice—. Y en mi caso, ni siquiera me disculpé.
—¿Estás arrepentido?
—No.
No debería reír, porque no es gracioso, pero lo hago. Me río. Siempre
el más directo. Naz me mira, y ni siquiera sonríe, pero veo que su
expresión se suaviza un poco, su postura se relaja.
Nos sentamos en silencio por un momento, lo miro, él mira su
periódico, hasta que me aburro. —Sin embargo, aún no significa que sea
tu culpa.
Azota su periódico sobre el escritorio con un gruñido antes de
pasarse las manos por su rostro. —Karissa…
—Mira, todo lo que digo es que somos responsables de nuestras
propias acciones. No somos responsables de lo que otras personas hacen.
—No parece que esté comprando lo que estoy diciendo, pero continúo de
todos modos—. Entonces, cualquier cosa que hayas hecho ayer, sí, eso
depende de ti, pero ¿lo qué haga alguien hoy por eso? Eso es culpa de
ellos, Naz. Nadie los ha forzado a tomar represalias.
—Tendremos que aceptar estar en desacuerdo sobre eso.
—Pff, tengo razón y lo sabes —continúo—. Las represalias son una
elección, simple y llanamente. La venganza se elige. Siempre tienes la
opción de estar por encima de ello.
Naz me mira como si tuviera dos cabezas. No sé si estoy llegando a
él o no, pero eso espero. ¿Porque todo esto? De verdad sólo quiero que
termine. Tal vez es como pedir un milagro en nuestras vidas, pero no
hace ningún daño, creo, simplemente… pedirlo.
—Sabes… —dice después de un momento en que aparta la
mirada—. Eras mucho más sumisa antes de que nos casáramos.
Nuevamente, me río.
De nuevo, probablemente no debería hacerlo.
—Lo que sea —le digo, rodando los ojos mientras vuelve a leer. Lo
miro con curiosidad como me mira él, mis palabras siguen rebotando en
mi cabeza. Represalias. Una parte de mí pensó que eso era lo que él
estuvo haciendo, la razón por la que había abandonado el deli tan rápido,
dejándome atrás—. ¿Cómo llegaste a casa, de todos modos?
—Conduje.
—¿En serio? Tu auto no se hallaba en la entrada.
—Lo aparqué en la cochera.
Frunzo el ceño. —¿Hiciste alguna parada de camino a casa?
Sacude el periódico y continúa leyendo. Se detuvo a comprar el
periódico… dijo eso antes.
¿Eso es todo?
—¿No fuiste a ningún otro lado?
Con cuidado, su mirada se desliza hacia mí, sus ojos se
entrecierran levemente. —No.
Dejo el tema, sabiendo que estoy presionando demasiado. Ahora
tenemos una política, a la que ambos nos adherimos: no hago preguntas
si la respuesta no me va a gustar, porque no me va a mentir, sin importar
de qué se trate. La ignorancia, dice, definitivamente es felicidad, pero si
quiero saber, me dirá.
Llámalo una ventaja del matrimonio.
Sin embargo, me ha mordido en el culo antes, especialmente con
su franqueza.
Como cuando saqué el tema del profesor Santino y me dijo, a
quemarropa, que el puntero se partió en la caja torácica del hombre.
Entonces, si dice que no hizo otras paradas, elijo creerle.
Lo elijo, así como creo que está eligiendo tomar represalias.
Traducido por Jadasa & Joselin
Corregido por AnnyR’
Ignazio
Karissa está soñando.
O más bien, teniendo una pesadilla.
Puedo escucharla gemir en sueños mientras yace a mi lado. Su
cuerpo está tenso, alterado como un cable pelado. Creo que si intento
despertarla ahora, podría electrocutarme.
Me pregunto, a veces, si sus sueños son sobre nosotros. ¿Alguna
vez son de la variedad de felices para siempre? ¿O siempre se trata de
todas las cosas que hice? El dolor que causé, el dolor que atravesó, el
horror de enamorarse de un hombre como yo. Me pregunto, pero no a
ella, porque no estoy seguro de que importe.
No estoy seguro de que alguna vez los recuerde.
Nunca menciona sus sueños.
Además, los sueños no significan nada cuando se trata de la
realidad.
La vida es lo que es.
No puedes escapar de eso.
El ventilador de techo gira ligeramente, soplando su cabello.
Extiendo la mano, apartando cuidadosamente el cabello rebelde de su
rostro, observándola por un momento, antes de inclinarme para
depositar un pequeño beso en su mejilla. Ella duerme, en lo más
profundo de la agonía del sueño, ajena a mi presencia, con suerte igual
de ignorante a mi próxima ausencia.
No quiero que se preocupe por eso.
Con el mayor cuidado posible, me levanto de la cama,
asegurándome de no molestarla. Agarro un pantalón de chándal negro al
salir, y me lo pongo en el oscuro pasillo antes de bajar las escaleras.
Estoy agradecido de haber logrado abrirme paso más allá del perro.
Todavía no me quiere… no es que lo culpe. Le disparé a su dueña justo
frente a él una vez. Pero a veces hace que sea difícil escabullirme. Hace
que sea difícil mantener la paz en esta casa.
Es una cálida tarde de otoño, acercándose la medianoche, pero el
piso de la cocina de mármol está frío contra mis pies descalzos. Mis pasos
vacilan a medida que me acerco al fregadero, y extiendo la mano,
agarrando el cuchillo para cortar huesos del bloque de madera sobre la
encimera. El mango es de color negro, la cuchilla estrecha de veinte
centímetros de largo, la punta lo suficientemente afilada como para sacar
la carne del hueso.
Después de todo, para eso está destinado.
Agarro mis llaves del gancho cercano a la puerta lateral antes de
entrar a la cochera, consciente de cerrar la puerta detrás de mí otra vez.
Las puertas abiertas son invitaciones que no quiero extender a nadie en
este momento, especialmente a Karissa.
Quiero que se quede dónde está, profundamente dormida.
Ajena a todo.
Desbloqueo la cajuela de mi Mercedes antes de meter mis llaves en
los bolsillos de mis pantalones. En el momento en que lo hago, escucho
gimoteos cuando algo se mueve dentro del auto. Al levantar la tapa,
contemplo la forma en la oscuridad, iluminada por las luces débiles del
maletero.
El sudor lo cubre desde la cima de su cabeza calva hasta la punta
de los dedos de los pies desnudos, el rostro empapado, chorreando gotas
y su sucia camisa blanca aferrándose a él. Y apesta… Jesús,
jodidamente apesta. Me llevará un mes sacar el hedor de orina de la
cajuela. La rabia surge en mi interior al solo pensar en él orinándose, el
cobarde debilucho. Tiene suerte de que no hunda el cuchillo en su cuello,
aquí y ahora. Suerte de que podría… puede que… viva para ver otro día.
Por su bien, espero que lo haga.
Parece que quiere sobrevivir.
Me mira fijamente, con los ojos muy abiertos, conmocionado. En el
momento en que ve el cuchillo, rompe a llorar. Está hiperventilando,
inhalando por la nariz, intentando respirar, pero la cinta adhesiva que
cubre su boca, envuelta alrededor de su cabeza, está malditamente cerca
de sofocarlo. Sus muñecas y tobillos también están atados, pero eso no
le impide revolcarse en la cajuela, haciendo un alboroto.
—¿Qué te dije, Armando? —Sostengo el cuchillo contra su
garganta, la acción hace que se tense y deje de moverse tanto, para no
cortarse—. Haces que mi esposa te escuche, y no tendré más remedio
que cortarte la puta garganta.
Intenta calmar sus llantos, casi en silencio, pero las lágrimas
continúan cayendo. Lo odio, ver a alguien llorando, ya sea hombre o
mujer, pero especialmente a los hombres que se supone que son parte de
la familia. Los hombres que se comprometen a vivir de acuerdo con las
armas no deberían desmoronarse en el momento en que se insinúa que
también podrían morir por ellas.
O en este caso, con un cuchillo, lo cual discutiblemente, cuando lo
empuño, podría herir muchísimo más.
Armando Donati era uno de los soldados de la calle de Ray, del tipo
que hacía el trabajo sucio, que vagaba por las trincheras y no se oponía
a flexibilizar las reglas de los libros para ganar guerras. El secuestro, la
extorsión y el asalto eran sus especialidades, al igual que disparar desde
su automóvil. Las partes de la vida que no tenían honor. Las partes de la
vida de las que ninguno de ellos hablaba. Armando tenía la habilidad de
hacer que un golpe se viera más como un acto aleatorio. Ray mantenía
ojos y oídos en todas las calles, y la mayoría de su información procedía
directamente de Armando y su banda de sanguinarios ladrones.
Entonces, naturalmente, con el tiroteo al negocio de mi padre,
pensé en él.
—Sin gritos —digo—. Si quieres alguna posibilidad de ir a casa, me
escucharás. ¿Me entiendes?
Asiente frenéticamente.
—Bien.
Utilizando el cuchillo, corto la cinta adhesiva en su boca,
observando cómo la sangre fluye por el agujero y la hoja que corta su
labio. Gruñe, dejando escapar un grito estrangulado a medida que caen
más lágrimas, pero no grita. Inhala una gran bocanada de aire,
inmediatamente rogando al segundo en que exhala.
—¡Por favor, Vitale, no fui yo! ¡Lo juro por Dios! ¡Lo juro por mi
esposa y mis hijos! ¡Lo juro por la familia! ¡No lo hice!
Quiero clavarle el cuchillo en la laringe para callarlo, pero en vez
de eso coloco mi mano libre sobre su boca y nariz, presionando. Comienza
a agitarse, pero se tranquiliza en el instante en que digo—: No.
Ahora no puede respirar. Sé que no puede. Su cara se está
poniendo roja, sus ojos sobresalen.
—Sé que no fuiste tú —digo—. Así que no pierdas el aliento
intentando explicarme eso, o la próxima vez te dejaré sin aliento
permanentemente.
Lo suelto, y de nuevo, jadea por aire. Su sangre está en mi mano,
y distraídamente me la limpio en la pierna, sin darme cuenta de lo que
he hecho hasta que es demasiado tarde.
Mierda.
Ahora tendré que quemarlos.
Deshacerme de la evidencia.
Esta vez permanece en silencio. Bueno, está hiperventilando y
sollozando, pero al menos ya no está tratando de suplicar.
Armando vive en Hell’s Kitchen, no lejos de la tienda de mi padre,
en un departamento encima de la tienda de conveniencia que Ray solía
poseer, la misma en la que robé cuando tenía dieciséis años. Me detuve
de camino a casa para agarrar un periódico… y casualmente secuestré a
mi viejo conocido mientras me encontraba en eso.
Sé que no lo hizo. Lo sé, porque se encontraba sentado en un sillón
reclinable, en su bóxer, mirando telenovelas como la perra que es. Pero
solo porque no lo hizo no significa que no sabría quién lo hizo. Los de su
tipo son como lobos… corren en manadas.
Estoy buscando al alfa.
El que tuvo el valor suficiente para venir tras de mí.
—Quiero saber quién disparó en Hell’s Kitchen esta tarde —digo,
continuando antes de que pueda empezar con el “yo no fui”—. Las calles
hablan, Armando, y estás casi tan cerca de una rata de alcantarilla como
se puede estar en este negocio. Lo oyes todo. La gente de Ray está cayendo
como moscas. Todos los días, es otra persona. Pero de alguna manera,
todavía estás vivo, y probablemente pueda adivinar por qué. De manera
que quiero saber quién está detrás… quiero saber para quién estás
trabajando ahora.
—No estoy… —Las palabras escapan de sus labios instintivamente
antes de silenciarlas con una bocanada de aire, tragándose la mentira
que está entrenado para decir. A todos nos enseñaron a negar cualquier
tipo de participación, pero él lo sabe mejor. Sabe que decirme la mentira
sólo hará que muera—. Mira, no he conocido al hombre… aún no ha
venido a mí, ¡lo juro! No soy nadie. Soy nada. ¡Probablemente ni siquiera
sepa quién soy! Pero la gente habla, ya sabes… hablan, como dijiste. Un
tipo vino a verme la semana pasada, vino para pedirme información, dijo
que escuchó que yo podría saber algunas cosas. ¡Me preguntó por ti, pero
no le dije nada que él no supiera!
—¿Quién era el tipo?
—No sé su nombre.
Tan pronto como la negación sale de su boca, el cuchillo cae de
golpe, justo en la parte carnosa de su muslo. Lo saco de nuevo
rápidamente, volviendo a poner mi mano alrededor de su boca y nariz en
tanto deja escapar un grito de dolor, silenciando el sonido. Su rostro se
pone rojo brillante, y lo suelto, lamentándolo inmediatamente cuando
grita—: ¡Joe! ¡Lo llaman el Gordo Joe!
Capta su error de inmediato y comienza a suplicar en voz baja,
sollozando, mientras una corriente de sangre corre desde la herida en su
muslo. No es mucho. Nada a lo que no pueda sobrevivir fácilmente.
Sostengo el cuchillo, diciéndole que guarde silencio, cuando el maldito
perro comienza a ladrar en la cocina al oírnos.
Escucho por un momento, asegurándome de que Karissa no haya
sido perturbada. El perro deja de ladrar finalmente, renunciando a
descubrir qué está sucediendo afuera.
—¿Para quién trabaja este tipo Joe? —pregunto cuando estoy
seguro de que no nos interrumpirán. Necesito terminar con esto y volver
a subir—. Y no me digas que no lo sabes, porque la próxima vez apunto
a la arteria.
—Hay un tipo, es nuevo en la ciudad.
—Eso lo sé.
—Joe, él no dijo para quién trabajaba, y lo sabes, Vitale… ¡sabes
que se supone que nunca debemos preguntar! Él siguió diciendo “mi jefe
esto, mi jefe aquello”, pero tiene que ser el nuevo tipo.
—¿Este nuevo tipo tiene un nombre?
—Lo llaman Scar, creo.
—Crees —repito—. Será mejor que creas bien, o te arrepentirás de
darme mala información, Armando.
—Estoy seguro —se corrige—. Estoy seguro de que es así.
Scar. Umm.
—¿Y el Gordo Joe está trabajando para este tipo Scar?
Odio incluso realizar esta pregunta.
Mi vida se ha convertido en una película cliché de la mafia.
—Tiene que estarlo —dice Armando—. No sé quién más lo haría.
Me quedo allí, tratando de averiguar qué se supone que debo hacer
con esta información, cuando Armando comienza a gimotear
nuevamente, pidiendo misericordia en voz baja. El sonido me irrita los
nervios, y me alejo, tirando el cuchillo a la parte superior de mi caja de
herramientas mientras agarro el rollo de cinta adhesiva. Arranco un
pedazo y lo pongo sobre la sangrienta hendidura de su boca,
silenciándolo de nuevo.
—Tienes suerte, Armando —digo—. Verás, estoy tratando de
mejorar en estos días, tratando de ser un mejor hombre, tratando de ser
el hombre que mi esposa cree que puedo ser, así que no voy a matarte
esta noche. Voy a darte una oportunidad. Si sobrevives hasta la mañana,
te llevaré a casa, y te dejaré justo donde te recogí. ¿Lo entiendes?
No puede responder, no con su boca con cinta de nuevo, pero tomo
sus murmullos frenéticos como una confirmación de que entiende. Antes,
las cosas no habrían sido negociables. Traicióname y morirás. Era la
forma como funcionaba. Pero ya no puedo hacer eso. No puedo seguir
así. Si no soy flexible, no soy admirable.
Y estoy tratando de ser admirable por ella.
—Pero recuerda… dejas que mi esposa te descubra y el trato se
termina.
Cierro el maletero con fuerza, escuchando su grito asustado, pero
luego vuelve a callarse.
La rata de alcantarilla quiere vivir.
Agarrando el cuchillo, regreso a la casa, asegurándome de cerrar
detrás de mí. Killer retrocede unos pocos pasos cuando me ve, su pecho
retumba mientras comienza a gruñir.
En la cocina, me acerco al gabinete al lado del fregadero, hurgando
en la bolsa de golosinas con sabor a pepperoni. Le tiro una al perro, y la
engulle, demasiado distraído por las golosinas para molestarme.
Lavo la sangre del cuchillo y lo tiro al lavavajillas antes de dirigirme
hacia las escaleras, de camino al cuarto de lavandería. Me quito los
pantalones de chándal, los entierro en una pila de ropa sucia, haciendo
una nota mental para recordar hacer algo al respecto más tarde.
Subo las escaleras y vuelvo al dormitorio.
Karissa todavía está dormida. Parece que ni siquiera se ha movido
un centímetro. Me subo a la cama junto a ella, envolviendo mis brazos a
su alrededor y atrayéndola hacia mí.
Me preocupé hoy.
Gracias a Dios que está a salvo.
Sólo necesito que se quede así.
Se mueve entonces, brevemente despierta, antes de frotarse contra
mí y volver a dormir en mis brazos.
Comienza a soñar de nuevo.
Esta vez, sin embargo, está sonriendo.
No estaría sonriendo si supiera en lo que pensaba, si supiera a
dónde vagaba mi mente, las cosas que anhelaba hacer. Estoy
intentándolo por ella, haciendo mi mejor esfuerzo, pero no estoy seguro
de cuánto más puedo dar. Ella dice que la venganza es una elección, y
quizás tenga razón. Tal vez es una elección.
Pero quizás quiero elegir tomar represalias.
¿Es tan malo querer venganza?
No lo creo.
—Buen día.
La voz de Karissa es un balbuceo somnoliento, sus palabras rotas
alrededor de un bostezo. Miro hacia la puerta cuando entra a la cocina.
Su cabello es un desastre enredado. No lleva nada más que una camiseta
negra demasiado grande que supongo que robó de la parte posterior de
mi armario.
La mitad de su vestuario sale de allí.
—Hola. —Todavía no estoy seguro si estoy dispuesto a llamarlo un
buen día. No he dormido nada y probablemente no conseguiré hacerlo
hasta mañana—. Te levantaste temprano.
Son las siete, quizás las ocho de la mañana. Los relojes todavía son
bastante escasos en la casa, y no tengo ganas de mirar mi reloj, así que
no estoy del todo seguro. Estoy vestido para el día y lo he estado desde
alrededor de las cuatro.
—Sí —murmura—. Tuve dificultades para dormir.
Considero señalar cuánto realmente durmió anoche, pero lo pienso
mejor. —Lástima.
—Lo sé, ¿cierto? —Karissa juega con la máquina de café en el
mostrador, preparándose una taza, mientras yo descargo el lavavajillas,
asegurándome de que todo, incluido el cuchillo destripador esté donde
corresponde. Me mira mientras espera su café, frotando la cabeza de
Killer mientras él la empuja, deseando su atención—. Parece que has
estado ocupado esta mañana.
He lavado un montón de ropa, quemé un par de pantalones y
restregué la cocina de arriba a abajo, todo para distraerme mientras
esperaba que se despertara. —Supongo que no eres la única que tuvo
dificultades para dormir.
Me mira con curiosidad, levantando su taza de café cuando está
terminada, soplando el líquido humeante. —Sabes, sigue sin ser tu culpa.
Deteniéndome, cierro los ojos, forzándome a no reaccionar ante
eso. No quiero tener esta conversación otra vez. Está empezando a sonar
como una maldita cinta de autoayuda con sus constantes consuelos. No
es tu culpa. Después de un momento, sigo con lo que hago y cambio de
tema. —Entonces, ¿cuáles son tus planes para el día?
—Oh, ya sabes, un poco de esto, un poco de aquello.
Le disparo una mirada mientras sorbe su café. Está
deliberadamente tratando de provocarme. —¿Difícil de explicar?
—Tengo clase la mayor parte del día —dice, deteniéndose antes de
agregar—: Lo que ya sabes. Aparte de eso, nada más… podría pasar y ver
a Melody más tarde. Hace un tiempo que pasamos el rato. ¿Y tú?
—Nada.
—¿Nada?
—Nada.
—Suena emocionante.
—Estoy seguro de que será tan emocionante como suena —
respondo—. ¿Quieres que te lleve a la ciudad?
—No, está bien. Puedo tomar un taxi.
Saco el teléfono de mi bolsillo tan pronto como dice eso. —¿Qué tal
si llamo un auto por ti?
Se encoge de hombros, como si no le importara, mientras se toma
el café ahora que está tibio. Sin embargo, importa. Los conductores con
el servicio de automóviles son investigados. Sé sus nombres y
direcciones.
Sé dónde viven sus parientes.
—Lo que sea que quieras hacer —dice, alejándose del mostrador
para salir de la cocina—. Estaré lista en unos cuarenta y cinco minutos.
—Haré que te recojan entonces.
Una hora más tarde, el automóvil está aparcado junto a la acera
frente a la casa, esperando pacientemente mientras Karissa se pasea por
la casa, alimenta al perro y se prepara otra taza de café, ésta para llevar.
Cuando finalmente está lista, con todas sus cosas reunidas, se pone de
puntillas y besa mis labios antes de dirigirse a la puerta. —Qué tengas
un buen día haciendo nada.
—Estoy seguro de que lo haré —le digo, mirándola mientras se
aleja, dejándome solo. Lo odio, cada vez que ella se va, pero hoy me siento
aliviado de que se vaya. Siento que puedo respirar profundamente sin
arriesgarme a que se dé cuenta de lo que he estado haciendo y tener que
ver esa expresión en su rostro.
La mirada que dice que todavía la aterrorizo a veces, incluso hasta
el día de hoy.
Ha pasado un tiempo desde que la vi.
Ciertamente he estado tratando de mantenerla a raya.
Suspirando, miro alrededor de la cocina impecable, oliendo el
fuerte olor a cloro que se adhiere a todo, mientras me recuesto contra el
mostrador cerca del fregadero. Killer se para en la puerta, con las orejas
levantadas mientras me mira. En el momento en que nuestros ojos se
encuentran, escucho el gruñido, un gruñido bajo que resuena en lo
profundo de su pecho.
—No me mires de esa manera —le digo—. Hago lo que tengo que
hacer.
Ladra una vez sin moverse. Acercándome al gabinete cerca de mi
cabeza, tomo una golosina. Se la tiro, el gruñido cesa al instante, su cola
se agita repentinamente mientras se traga la golosina, olvidando —al
menos momentáneamente— que se supone que soy el enemigo.
Él es fácilmente entrenado.
Fácilmente engañado.
Si sigue así, eventualmente podría comenzar a gustarme.
O no.
Tomando mis llaves, me voy, yendo a la cochera. Hace un poco más
de calor que anoche. Va a ser un día caluroso.
Abriendo el baúl del auto, hago una mueca cuando el hedor vuelve
a golpearme, agitándolo mientras retrocedo. Hijo de puta, es aún peor
esta mañana. Voy a necesitar una tonelada de cloro para enfrentar este
desastre.
Armando está frío, pero puedo ver cómo se mueve su pecho.
Todavía está respirando. Sobrevivió a la noche.
Bastardo suertudo.
—Levántate y brilla —le digo, abofeteando su mejilla un par de
veces, sacándolo de su sueño. Es increíble… consiguió dormir más en un
puto baúl de lo que yo pude en mi propia cama. Le toma un momento
darse la vuelta, un momento para darse cuenta de dónde está, para
recordar lo que le hice. Se resiste cuando me ve, parpadea rápidamente,
su rostro se contorsiona de dolor—. Bueno, nada, parece que llegaste a
la mañana. Felicitaciones.
Probablemente lloró hasta quedarse dormido anoche, creyendo que
era el final, creyendo que solo había prolongado su muerte, torturándolo
un poco antes de quitarle la vida. Probablemente se desmayó pensando
que era la última vez que vería el amanecer de un nuevo día.
Todavía tengo la intención de matar al bastardo solo por
principios. No dejes testigos. Ciertamente fue testigo de lo que estaba
haciendo ayer. Pero no voy a hacerlo. En cambio, voy a darle su segundo
aliento. —No te mataré hoy, Armando. Un trato es un trato, y soy un
hombre de palabra. Pero eso no significa que no te mataré mañana. La
primera vez que te tropieces o te metas en mi camino, voy a terminar
contigo, y no va a ser tan misericordioso como un cuchillo en el cuello.
¿Lo entiendes?
Asiente mientras comienza a llorar nuevamente, lágrimas brotan
de sus ojos. Disgustado, cierro el maletero y me alejo, subiendo detrás
del volante. Lo llevaré a casa, como dije que lo haría, y lo dejaré ir, como
también dije que haría. Voy a darle la oportunidad de vivir el resto de sus
días.
Será mejor que no me decepcione.
Ya tengo poca paciencia.
Traducido por Madhatter & AnnyR’
Corregido por Joselin
Karissa
La cafetería cerca de la Universidad de Nueva York está bastante
muerta a las dos de la tarde del martes, la mayoría de los estudiantes se
marcharon a clases a alguna parte o ya se fueron a casa para pasar el
día. Sólo hay un puñado de mesas ocupadas, nadie espera en la fila para
tomar una bebida. Sorbo mi té de menta con chocolate mientras miro
alrededor del lugar, golpeteando el suelo de linóleo oscuro. Hoy he
tomado mucha cafeína, suficiente para revitalizar a un caballo
tranquilizado con dardos, pero eso no es lo que me tiene tan ansiosa.
No, es lo que sucedió en el deli.
No puedo sacarlo de mi mente.
Me pregunto cómo se siente Giuseppe, me pregunto qué está
pensando. El trabajo de su vida cerró debido a una lluvia de disparos al
azar en medio de la tarde. Recuerdo que Naz dijo que su padre agregó
seguridad extra hace años, después de que su hijo cayera con Raymond
Angelo, pero por primera vez, las precauciones realmente se hicieron
necesarias.
Puedo imaginar lo que significa para el tipo de relación que los dos
comenzaban a formar de nuevo.
¿Hay algún regreso de esto?
—¡Tierra llamando a Karissa! —Unos dedos me golpean en la cara,
sobresaltándome—. ¿Estás teniendo un ataque?
Me estremezco, mis ojos se encuentran con Melody al otro lado de
la pequeña mesa redonda. —¿Qué?
—Jesús, pensé que estabas teniendo un ataque psicótico o algo así
—dice, sacudiendo la cabeza mientras me mira—. Te he hablado durante
treinta minutos, y no has reconocido el hecho de que estoy aquí.
Ignorando el hecho de que hemos estado aquí sólo por diez
minutos, como máximo, me reclino en mi silla, agarrando mi bebida con
ambas manos, dándole toda mi atención. —¿Qué decías?
—Ya ni siquiera lo recuerdo —gime, bajando la cabeza
directamente sobre el libro abierto sobre la mesa, sus palabras
amortiguadas mientras murmura en las páginas—. ¿Por qué me sigo
haciendo esto?
—Tal vez eres masoquista —sugiero—. Necesitas un buen sádico
en tu vida.
Eso hace que me gane una cabeza ligeramente levantada y una
mirada infernal. Riendo, me encojo de hombros. ¿Quién sabe? Nunca, en
un millón de años, pensé que yo sería exhibicionista, pero Naz jura que
podría serlo, y no voy a negar la emoción que siento ante la idea de ser
observada. —Oye, nunca se sabe. Todos tenemos nuestras manías.
—Soy una idiota —contesta, ignorando mi sugerencia—. Soy cien
por ciento idiota. No hay otra explicación. Nunca aprenderé mi lección.
Dramáticamente golpea su cabeza contra el nuevo libro de texto
unas pocas veces antes de volver a enderezarse. Otra clase de filosofía, la
cuarta hasta ahora. Esta vez es La Filosofía de la Mente, sea lo que sea
que eso signifique. Ni siquiera sé la diferencia.
¿Toda la filosofía no viene, ya sabes, de la mente?
Ha aprobado todas y cada una de las clases, sus calificaciones
mejoran cada vez más, pero eso no le impide quejarse todo el tiempo.
¿Yo? Me di por vencida con la segunda.
La filosofía no es para mí.
Melody, por otro lado, tuvo la brillante idea de hacerlo su
especialidad.
Un título en filosofía… ¿qué hace uno con eso?
—No seas tan dura contigo misma —le digo—. Sólo son opiniones,
¿recuerdas?
Eso me hace acreedora de otra mirada.
Hombre, hoy estoy que ardo.
—Lo que sea —dice—. Esto es todo. No lo voy a hacer más. Voy a
trazar una línea.
Ella literalmente usa su dedo para trazar una línea sobre la mesa,
su uña acrílica pintada de rojo rayando el material del que está hecha la
mesa.
—Sí, claro —le digo, extendiendo mi mano y quitándole el libro.
Protesta e intenta tomarlo, poniéndose de pie como si estuviera a punto
de abalanzarse sobre mí y atacarme por la maldita cosa, pero la empujo
mientras lo miro. Funcionalismo. Leo la definición en la parte superior del
capítulo dos veces, pero no es más que un desorden para mí—. Espera,
¿esto siquiera es español?
Pone los ojos en blanco, una vez más tratando de tomar el libro,
pero aparto de golpe su intento mientras paso las páginas. Leo unos
pocos capítulos y me encuentro con una pila de papeles-notas. Estoy a
punto de devolvérselo, al no querer estropear cualquier tipo de sistema
caótico que tenga con esta cosa, cuando mis ojos se fijan en el papel
superior. Es un flujo de definiciones y notas escritas a su alrededor en
los márgenes, pero arriba, adelante y al centro, hay un pequeño garabato,
el nombre de un chico en un corazón torcido.
Leo.
—¿Leo? —chillo. Jodidamente chillo—. ¿Quién demonios es Leo?
Tan pronto como las palabras salen de mi boca, me quita con
fuerza el libro de las manos, lo cierra y lo mete en su mochila, como si no
hubiera necesitado estudiar en primer lugar. El Funcionalismo se puede
ir al demonio. La miro con incredulidad mientras sus mejillas se
ruborizan, volviéndose de un rojo brillante.
Ella está sonrojada.
Melody Carmichael, siempre confiada y controlada, se está
sonrojando.
Santa mierda.
—¿Quién es? —pregunto—. Dios mío, Melody, será mejor que me
lo cuentes ahora, o voy a pensar que tienes algo con DiCaprio.
Se encoge de hombros. —Él no está tan mal.
—No, no el DiCaprio del Titanic —le digo—. Ni el DiCaprio de Romeo
y Julieta. Ni siquiera el DiCaprio de El Lobo de Wall Street. Estoy hablando
del DiCaprio real. El DiCaprio en su yate. El DiCaprio con su barba
completa.
Melody hace una mueca de horror, estremeciéndose mientras se
gira hacia mí. —De ninguna manera.
Levanto una ceja hacia ella. —¿Te gustan los hombres de mediana
edad?
Riéndose, me arroja una servilleta hecha un ovillo sobre la mesa.
—¡Oh Dios, cállate!
—¿Quién es? —pregunto, agarrando la servilleta y tirándosela de
vuelta—. ¡Dime!
—¡Bien, de acuerdo! —Levanta sus manos—. Es sólo… en realidad
no es nadie.
—¿Nadie? ¿Escribes su nombre en corazones y él no es nadie?
—Es sólo un chico al que conocí —dice—. Hemos salido a tomar
café unas cuantas veces.
—¿Café? —Jadeo, agarrando mi pecho con falso horror—. ¡Pero
tomar café es algo nuestro!
Continúa sonrojándose. Estoy absolutamente desconcertada.
Primero, Naz pone los ojos en blanco, y ahora Melody se está sonrojando.
Ayer desperté en una Dimensión Desconocida, y no sé cómo diablos salir
de allí. No sé si incluso quiero.
—No es serio ni nada —explica—. Ni siquiera sé si eso es algo que
él está buscando.
—Pero esperas que así sea.
—Pero espero que así sea —admite, suspirando mientras se acerca
más a la mesa, sonriendo vertiginosamente—. Es tan… sorprendente. Es
perfecto en todos los sentidos. Absolutamente perfecto.
Oh, oh. He escuchado esto antes.
Escuché esto sobre Paul.
—La perfección no es real —señalo.
—Por favor —dice, y hace señas para desestimarme—. Te casaste
con la perfección, ¿no es así?
Un agudo ladrido de risa se me escapa. —Difícilmente. Naz es… es
grandioso. Naz es lo que quiero en la vida. ¿Pero perfecto? De ninguna
manera.
Estoy segura de que él estaría de acuerdo con eso.
—Pero él es perfecto para ti. Ambos son, ya sabes… —Hace un
gesto en mi dirección, como si eso tuviera sentido para todo—. En las
palabras de Meredith Grey, eres oscura y retorcida, ¿de acuerdo? Él es
todo intenso y tú eres toda compleja y francamente rara, ¿bien? Ambos
lo son. Pero es algo raro bueno, ya sabes… ambos son mutuamente
extraños. A veces me asusta mucho y a veces me confundes, y juntos...
tienen sentido.
La miro fijamente mientras termina de balbucear. —Tenemos
sentido.
—Así es —dice—. Y Leo… ni siquiera sé cómo explicarlo. Me hace
sentir que soy la única persona en el mundo, como si nada importara
más que yo en este momento. Me escucha… realmente me escucha. Y es
una locura, lo sé, porque después de lo que sucedió con Paul, no pensé
que alguna vez me sentiría así de nuevo, pero lo hago. —Suspira—. Lo
hago.
Ni siquiera sé qué decir. Estoy feliz por ella, por supuesto, pero me
preocupa al mismo tiempo. Paul fue el primer chico al que mantuvo a su
alrededor por un tiempo, y bueno, todos sabemos cómo terminó.
Bueno, yo sé cómo terminó eso.
Para la mayoría, él solo se ha ido, se desvaneció en el aire. Todavía
esperan que algún día regrese.
Sé que no lo hará.
Le hice a Naz otra de esas preguntas que te muerden el culo.
—Eso es genial —le digo, lo cual digo en serio, al menos la mayor
parte. Me alegra que finalmente siga adelante con su vida—. ¿Cuándo
puedo conocer al chico afortunado?
—Uh, no sé —dice—. Tal vez podríamos salir en una cita doble
alguna vez.
—¿Salir? ¿En una cita doble? —pregunto—. Creo que Naz y yo
podríamos estar más allá de eso de las citas dobles.
O más bien, Naz está más allá de las citas.
—Sí, tienes razón. —Se ríe—. Además, probablemente debería
hacer que haga algo más que llevarme a tomar un café antes de empezar
a hacer planes.
—Probablemente —concuerdo, sonriendo mientras la veo guardar
sus cosas—. Tengo mis dedos cruzados.
—También yo, chica… también yo.
—Leo —reflexiono sobre el nombre—. Él no es como un, eh, hombre
de la montaña rechoncho que luce muy rudo, ¿verdad?
—¿DiCaprio? Nah, él no está tan mal.
—No. —Me río—. Tu Leo.
—Oh, de ninguna manera. —Poniéndose de pie, se echa la mochila
a la espalda—. Es hermoso, está fuera de mi alcance.
—Nadie está fuera de tu alcance, Melody.
Sonríe, dándome un incómodo abrazo con los brazos cruzados,
antes de plantar un beso descuidado en mi mejilla. —Y es por eso que
eres mi mejor amiga, Kissimmee... realmente lo crees. Te veré más tarde,
¿de acuerdo?
Se ha ido antes de que pueda responder, saliendo por la puerta
hacia la clase para no llegar tarde a su examen de Filosofía. Me siento allí
por un momento, tomando mi té, antes de levantarme y salir. He
terminado por el día y considero tomar un taxi, ya que hay uno detenido
allí, rogando que lo agarren, pero en el último momento, lo pienso mejor.
Sacando mi teléfono, solicito un automóvil en su lugar.
Llega en unos minutos, un hombre que reconozco vagamente. He
viajado con él antes, pero no sé su nombre. Me abre la parte trasera del
auto y entro, sentándome en el asiento para el viaje de regreso a
Brooklyn.
Cuando llego, dejo que me abra la puerta otra vez, porque estos
tipos se enojan cuando lo hago por mí cuenta. No sé si es política o si
simplemente tienen miedo de lo que Naz hará si no lo hacen, así que me
obligo a quedarme quieta, molesta, con el fin de mantener la paz.
Miro cómo el auto se aleja y me doy vuelta para ir a la casa cuando
veo otro automóvil estacionado frente al lugar. El Ford negro de cuatro
puertas sin distintivos sobresale como un pulgar adolorido, con sus
ventanas oscurecidas y media docena de antenas.
El detective Jameson está apoyado contra el parachoques, con los
brazos cruzados sobre el pecho. Al momento en que miro en su dirección,
se aparta de la cosa y se dirige hacia mí.
Increíble.
—Señorita Ree… uh, Vitale —dice a medida que se detiene frente a
mí—. Señora Vitale.
—Detective —digo—. ¿Qué está haciendo aquí?
—No tuvimos la oportunidad de hablar ayer, así que pensé en pasar
por aquí.
—¿Y qué, interrogarme?
—Difícilmente —dice, fingiendo estar ofendido—. Simplemente
quería tomarme un momento para ofrecerle mis felicitaciones.
—¿Por qué?
Hace un gesto hacia mi mano. —Su matrimonio.
—Oh. —Distraídamente, jugueteo con el anillo en mi dedo—. Sí.
Gracias, supongo.
—Lo hubiera dicho ayer, pero desapareció antes que pudiera
hacerlo. Su esposo también lo hizo. De hecho, se había ido antes de que
llegara. Se encontraba allí con usted, ¿no?
—Tú dime —respondo—. Debería saberlo.
Girándome, empiezo a caminar cuando su voz me detiene otra vez.
—Sin embargo, es curioso, cómo sucedió todo tan rápido.
Debería seguir caminando. Sé que debería hacerlo. Pero quiero
saber a qué se refiere con eso. —¿Qué?
—Es sólo que, bueno, se apresuraron en casarse —dice—. Así que
es un poco curioso para mí, sabes... hace que me pregunte si tiene algo
que ver con el privilegio matrimonial, si tal vez lo hizo para que nunca
tengas que testificar en su contra por nada.
Retrocedo cuando dice eso, casi como si me hubiera dado una
bofetada. ¿Cómo se atreve a menospreciar lo que tenemos? —¿Lo está
acusando de algo?
—¿Debería hacerlo?
—Naz no hizo nada —digo—. Almorzaba al igual que todos. Fue
sólo otro espectador inocente.
El detective niega. —Si ese es el caso…
—Si me disculpa, he terminado con esta conversación —le digo,
moviéndome para irme, sin darme la vuelta esta vez—. Adiós, detective.
Puede marcharse de nuestra calle.
No le doy la oportunidad al hombre de tratar de incitarme a tener
más conversación. Cuando llego a la puerta de la casa, me doy la
oportunidad de echar un vistazo, viendo que me está mirando
boquiabierto. Supongo que no le gustó lo que tenía que decir. Entrando,
me aseguro de cerrar la puerta detrás de mí, dejando caer mis cosas en
la sala de estar mientras camino por la casa.
Imbécil.
En el momento en que entro en la cocina, mis pasos flaquean. Naz
está apoyado contra el mostrador junto al fregadero, exactamente donde
había estado cuando me fui hace horas. Es como si no se hubiera movido
un centímetro en todo el día.
—Entonces, ¿qué quería Jameson hoy? —pregunta de inmediato.
—¿Sabías que se encontraba allí?
—Por supuesto.
Por supuesto que sí.
Tomo una botella de agua de la nevera, abriéndola para tomar un
sorbo. —Quería saber si nos casamos para que yo tuviera algún tipo de
inmunidad para testificar.
Naz parece genuinamente sorprendido por eso. —¿En serio? ¿Qué
le dijiste?
—Dije que no necesitaba inmunidad porque no eras culpable de
nada.
Inmediatamente, Naz se ríe, el tipo de risa fuerte que no puede
contenerse.
—Esta vez —me explico, entrecerrando los ojos hacia él. Me alegra
que encuentre gracioso esto —. Independientemente de lo que pienses,
ayer no hiciste nada malo.
—Lo que sea que digas.
—De todos modos… —Pongo los ojos en blanco—. No puedo creer
que supieras que él estaba allí y no hiciste nada al respecto. Ni siquiera
trataste de evitar que me hablara.
—Eres una chica grande. Puedes manejarlo.
Casi me atraganto con un trago de agua cuando dice eso. Por
segundo día consecutivo, me permitió defenderme cuando se trataba de
la policía. El viejo Naz nunca se hubiera arriesgado. El viejo Naz habría
microgestionado esa mierda. —Seguro estás poniendo mucha fe en mí en
estos días.
—Confío en ti —dice.
—¿Confías en mí?
—Por supuesto.
Esas palabras me aturden. Tal vez no deberían después de todo,
pero lo hacen. La confianza siempre fue inestable entre nosotros y una
parte de mí pensó que siempre sería un problema, por lo que escucharlo
decir, sin rodeos, que confía en mí, es casi alucinante.
Aunque, sinceramente, supongo que también he llegado a confiar
en él.
—Me casé contigo, Karissa. En realidad, no lo hubiera hecho si no
confiara en ti con mi vida. Mi fe en ti fue sellada en el momento en que
puse ese anillo en tu dedo.
—Porque te pertenezco ahora.
—No, porque perteneces conmigo. Decidí mantenerte ese día, para
bien o para mal.
—¿Y qué sucede si algún día decido que ya no te retendré?
¿Entonces qué?
—Uh. —Me mira—. No he pensado en eso.
—¿No lo has hecho?
—No.
—¿En serio no has considerado lo que sucedería si tratara de irme?
—No, en absoluto —dice—. En el pasado… antes… te hubiera
arrastrado de vuelta. Pero ahora, si te alejas de mí, supongo que solo
esperaría no extrañarte.
—¿Esperarías no extrañarme?
—Sí, pero no creo que sea un problema —dice, apartándose del
mostrador, caminando hacia mí—. Después de todo, soy una buena
opción.
Jadeo cuando me doy cuenta de lo que está diciendo, y me agarra,
envolviendo sus brazos a mí alrededor, riendo. Se está riendo.
—No es gracioso, Naz —gruño, tratando de empujarlo, pero se niega
a dejarme ir—. No es gracioso en absoluto.
—Ah, vamos —dice, besando la cima de mi cabeza antes de aflojar
su agarre—. Admítelo… fue un poco gracioso.
Lo miro furiosa, para nada divertida, lo que solo lo hace reír aún
más.
—Mira, ¿de verdad quieres dejarme, Karissa? Entonces, supongo
que sólo… te vería alejarte. —Se encoge de hombros, como si fuera tan
simple como eso, como si simplemente me hubiera dejado ir—. ¿Estás
tratando de decirme algo? ¿Planeas tu escape?
—No, por supuesto que no —digo, sacudiendo la cabeza—. Ni
siquiera sé por qué estoy preguntando. Creo que el detective simplemente
me sacudió con lo que dijo.
—Bueno, es una tontería —dice—. Tuviste la gran oportunidad de
enviarme río abajo… podrías haberme encerrado hace mucho tiempo
simplemente abriendo tu boca. No era necesario que me casara contigo
para ganar tu silencio. Me lo diste desde el principio. Si no me atacaste
entonces, cuando tenías muchas razones para hacerlo, confío en que no
lo harás ahora, con o sin anillo. Me casé contigo, Karissa, porque te amo.
Nada más, nada menos.
Cuántas veces ha dicho esas palabras… te amo… todavía me
revuelve el estómago al escuchar que provienen de él. Las mariposas se
disparan. No es una persona aparentemente emocional, en absoluto, así
que cuando lo dice, sé que habla en serio.
Envolviendo los brazos alrededor de su cuello, me pongo de
puntillas y lo beso. Sus labios son suaves, dulces. Su lengua sabe a
menta. —También te amo, lo sabes.
—Lo sé.
Mi mirada pasa a su lado, hacia el patio trasero. Killer corre
alrededor, persiguiendo con entusiasmo a las mariposas, queriendo jugar
con ellas. Nunca se atrevería a herir a una. Naz usualmente lo saca
cuando están solos.
Mis chicos, aún no se agradan mucho.
—Así que supongo que realmente no hiciste nada hoy —le digo,
volteándome hacia Naz, mirándolo, mientras mis dedos juguetean con el
pelo de su nuca. Está bien vestido. Huele a cielo, amaderado y acuático,
y tan él. Incluso se afeitó esta mañana. Es algo raro, Naz completamente
afeitado—. No sé por qué te molestaste siquiera en ponerte un traje.
—Te lo dije antes… no necesito hacer nada para ponerme un traje.
Me pondría uno para responder la puerta, para pedir comida para llevar,
para sentarme en mi escritorio… diablos, me pondría uno solo para follar.
Un escalofrío me recorre, un hormigueo trepando por mi columna.
—Eso suena bien.
—¿Qué parte?
—Follar.
—Uh. —Se inclina, su nariz rozando la mía. Su mejilla descansa
contra mi mejilla mientras susurra en mi oído—: ¿Es eso lo que quieres?
¿Qué te lleve arriba y te folle hasta dejarte sin sentido, pajarito?
Todavía me afecta cada vez que me llama así. Pajarito. Puedo sentir
mi cuerpo sonrojarse, cada centímetro de mi cuerpo se calienta en
anticipación. —Ajá.
Apenas puedo dar la respuesta. Mi voz es entrecortada, necesitada.
Se ríe silenciosamente ante mi obvia reacción, sus labios rozan mi piel,
sus dientes rozan el lóbulo de mi oreja. Mis ojos se cierran, sintiendo sus
manos deslizarse debajo de mi camiseta, acariciando la piel a lo largo de
mi espalda antes de que sus ásperos dedos sigan mi columna vertebral.
Me pierdo en el momento, prácticamente jadeando y casi
trepándolo como una jodida montaña, cuando un fuerte ruido hace eco
a través de la cocina a nuestro alrededor, sobresaltándome. Mis ojos se
abren de golpe. Al instante me alejo.
Es una canción, me doy cuenta, después de un segundo, mientras
continúa a todo volumen.
Hotline Bling.
¿Qué mierda?
Gimiendo por la interrupción, Naz busca en su bolsillo y saca su
teléfono. El alboroto… la canción… viene de ahí.
En serio. ¿Qué?
Me mira mientras presiona un botón en el teléfono, silenciándolo.
Creo que pudo haber colgado a la persona que llama, por la forma en que
se queda allí, pero se lleva el teléfono a la oreja después de un momento.
—Hola.
No puedo escuchar a quien sea que esté en la línea, pero Naz
escucha atentamente, su expresión es cautelosa. —Dame unos veinte
minutos y me pondré en camino.
Cuelga, deslizando el teléfono en su bolsillo, y avanza hacia mí,
pero extiendo mis manos para detenerlo. —¿Qué diablos fue eso?
Duda. —¿Qué?
—Esa canción —digo—. Ese tono de llamada.
—Oh, ¿no te gusta?
—Yo, eh… —¿Qué se supone que debo decir?—. No lo sé, ¿a ti?
Se encoge de hombros. —No es la peor que he escuchado.
Intenta besarme, inclinándose, pero aparto la cabeza. —No, en
serio, Naz, ¿qué diablos? ¿De dónde vino?
Se da por vencido, al menos temporalmente, y da un paso atrás,
arqueando una ceja hacia mí. —La descargué hoy. Pensé que podría
necesitar un nuevo tono de llamada.
—¿Pero esa?
—¿Qué hay de malo con esa?
—Nada, pero…
—Pero, ¿qué?
—Pero no eres tú.
—¿No soy yo?
—Además, ni siquiera te gusta la música. Me dijiste que era solo
ruido, y sin sentido, y no te gustaba.
—Cierto.
—Entonces, ¿qué demonios? Es esto, como, ¿algún tipo de crisis
de la mediana edad?
—Auch —dice, riendo—. No soy tan viejo.
—Está bien, no lo eres, pero en realidad… ¿qué te ocurre?
Diferente.
Tan malditamente diferente.
Me mira en silencio durante un minuto sólido, el tiempo suficiente
para hacerme comenzar a retorcerme bajo su mirada. Finalmente, da un
paso adelante, su mano se desliza alrededor de mi nuca, agarrándola
mientras me dirige hacia él.
—Tengo quince minutos antes de tener que irme —dice, su voz fría
como el acero—. Entonces, ¿quieres hablar un poco más sobre Drake, o
quieres subir y follar?
Bueno, cuando lo dice así…
—Quince minutos —le digo—. ¿Es suficiente?
Su expresión se quiebra ante mi pregunta, una sonrisa engreída
curvando sus labios cuando salen los hoyuelos. —Cariño, todo lo que
necesito son cinco minutos.
—Tomaré la segunda opción, entonces —le digo—, pero no veo
ninguna razón para tener que subir.
La cara de Naz se posa frente a la mía, su boca tan cerca que
prácticamente puedo saborear su aliento. Suavemente, sus labios se
rozan contra los míos, mientras susurra—: Me gusta tu forma de pensar.
Voy a besarlo, pero antes de que pueda, me da vueltas para que mi
espalda esté contra él, su brazo serpenteando alrededor de mi cintura,
agarrándome fuerte. Me arrastra por la habitación, empujándome contra
el mostrador de la cocina con tanta fuerza que me deja sin aliento.
Jadeo, inhalando bruscamente, mientras desabotona mis vaqueros
y los baja por mis piernas. Intento ayudarlo, patearlos y lograr liberar
una pierna antes de que se dé por vencido. Una de sus manos se desliza
por la parte delantera de mis bragas, sus dedos acarician mi clítoris,
mientras su otra mano trabaja en su propia cremallera, sin hacer nada
más que bajarla para liberarse. Acaricia su polla un par de veces antes
de empujar las bragas por mis muslos, rindiéndose cuando llegan a mis
rodillas.
Su mano está sobre mi espalda, empujándome contra la fría
encimera. Me preparo, agarrando el borde, mientras se empuja por
detrás. Se siente apretado, ya que apenas puedo separar mis piernas,
pero parece que no le importa ni un poco. Estuve lista en el momento en
que me tocó, mi cuerpo siempre reacciona instantáneamente a él.
El primer empujón es suave, cuidadoso, pero después de eso todas
las apuestas salen volando. Mueve sus caderas con tanta fuerza que
choco contra el mostrador, casi derribando la maldita máquina de café.
—Mierda —maldigo, pero esa es la última palabra que logro decir,
porque me está penetrando tan ferozmente que tengo mucha suerte de
que todavía pueda respirar. Arqueo mi espalda cuando uno de sus brazos
me rodea, una vez más encuentra mi clítoris, mientras su otra mano
todavía presiona fuerte contra mi espalda, inmovilizándome en su
posición. Me folla como si corriera hacia la línea de meta, el bam-bam-
bam de mi cuerpo golpeando el mostrador amplificado en la casa que de
otra manera sería silenciosa.
Mierda.
Mierda.
Mierda.
Estoy jadeando, gimiendo y lloriqueando, gruñendo como una
maldita mujer de las cavernas que no sabe cómo hablar.
Uh. Uh. Uh.
Apenas estoy aguantando y mis piernas tiemblan, pero me
mantiene en su lugar, como si no fuera mucho más que una muñeca de
trapo. Puedo sentir el endurecimiento en mi estómago, puedo sentir la
tensión tomando mis músculos, agarrándome. Se construye como si
estuviera subiendo en una montaña rusa antes de golpear el descenso.
Splash.
Un ruido estalla desde mi pecho, un grito. Mierda. Mis rodillas casi
se arquean por la intensidad del orgasmo, pero su fuerte agarre me
mantiene derecha. No se detiene para nada, frotando y empujando,
dándome todo lo que tiene, hasta que mi orgasmo comienza a disminuir.
Mis gritos se convierten en gemidos, pero no se detiene, gruñendo detrás
de mí mientras su cuerpo se tensa.
Puedo sentirlo mientras se libera dentro de mí.
Pero en un abrir y cerrar de ojos, se ha ido.
En un abrir y cerrar de ojos, se sale.
En un abrir y cerrar de ojos, se aparta.
Sus manos ya no tocan mi cuerpo.
Al instante extraño el calor.
Es tan rápido que no tengo la oportunidad de adaptarme al cambio.
Mis piernas se desvanecen, y me caigo del mostrador, cayendo de culo al
suelo. Hay un latido entre mis piernas y un endurecimiento en mi pecho,
y no sé cómo lo hizo, pero siento que he luchado doce veces en un ring y
he perdido.
Lo miro fijamente mientras retrocede.
—Todavía tengo unos minutos —dice, con voz tranquila—, por si
quieres volver a hacerlo.
Levanto las manos, descartándolo. —Estoy bien.
Su expresión se quiebra con una sonrisa mientras se acomoda,
abrochándose los pantalones, enderezando su cinturón. Le toma treinta
segundos recuperarse.
A mí me va a llevar toda la noche.
Dando un paso atrás, se agacha para mirarme a los ojos. Su mano
descansa suavemente sobre mi rodilla mientras lentamente frota círculos
en mi piel con su pulgar. Está callado mientras me mira por un momento.
Todavía estoy tratando de recuperar el aliento… mis bragas son como
grilletes alrededor de mis pantorrillas y mis vaqueros se han ido.
—¿Vas a estar bien? —pregunta, mirándome, su sonrisa crece a
medida que lo hace.
Hijo de puta presumido.
—Bien —le digo, asintiendo—. Estaré bien.
Aunque no lo estaré si no deja de acariciar mi rodilla.
Los hormigueos están comenzando a recorrer la mitad inferior de
mi cuerpo.
¿Es posible estar lista sólo por el toque de alguien?
Inclinándose, presiona un beso breve y casto en mi frente, antes de
levantarse.
—No sé cuándo estaré en casa —dice—. Probablemente no deberías
esperarme despierta.
Quiero preguntarle a dónde va. Quiero saber qué va a hacer.
Quiero saber exactamente qué está tramando.
Quiero hacerlo, pero no pregunto, sentada en silencio mientras se
va.
Él tiene razón, sabes… no soy tonta.
Podría arruinar sus planes si realmente quisiera hacerlo.
Traducido por Gesi & Anna Karol
Corregido por AnnyR’
Ignazio
Toma mucho reunirse con las cinco familias en Nueva York.
Una vez, solían tener esta cosa llamada la Comisión, la
organización por encima de las organizaciones. La membresía estaba
limitada a los jefes de las familias de Nueva York, así como también a los
líderes de Chicago y Buffalo. Los siete hombres más poderosos del país
se reunían en secreto, tomando decisiones, como si la delincuencia fuera
una democracia. ¿Querías que alguien fuera asesinado? Pídeselo a la
Comisión. ¿Querías invitar a alguien al redil? La Comisión era el único
camino a seguir.
Actuar sin permiso haría que terminaras muerto.
La Comisión fue el destino de todo hombre hace años. Ahora, tienes
suerte de encontrar a dos jefes dispuestos a reunirse, mucho
menos todos ellos. Sin embargo, aún hay reglas… reglas que insisten que
todos sigamos.
Reglas que rompí cuando maté a la cabeza de una de esas familias.
Raymond Angelo.
Estoy parado en el porche de una vieja mansión de ladrillo en Long
Island. Todavía hay luz natural, pero el crepúsculo se está acercando.
Hay un toque de naranja en el despejado horizonte azul. Pareciera como
si el fuego se quemara en algún lugar a la distancia.
Todo el vecindario puede verme parado aquí, pero aún no estoy
listo para moverme, incluso si estoy a punto de llegar tarde a la reunión
más importante de mi vida. Porque sé que hay una posibilidad de que
cuando camine a través de esa puerta puede que sea la última vez que
camine a algún lado.
Podrían llevarme de regreso, envuelto en una lona.
Lanzar mi cuerpo en el Río Este.
Jamás volvería a subir a la superficie.
El hecho de que me citaran aquí durante el día no significa nada.
No soy un tonto. Nunca lo he sido. Alguien baleo el negocio de mi padre
mientras el sol brillaba intensamente.
Estos hombres no dejan que la rotación de la tierra dicte sus
horarios. La puerta de madera blanca se abre mientras estoy de aquí. Me
giro de inmediato, deslizando la menta en mi boca hacia mi mejilla
mientras aún la chupo tratando de calmar mis nervios. Un chico joven y
corpulento se para frente a mí, su rostro está lleno de hoyos. Uno de los
ejecutores de Genova, imagino. El chico tiene el tipo. Bestias. No soy tan
versado en el funcionamiento interno de las otras familias, aunque he
hecho negocios con todas ellas algunas veces en el pasado.
Tenían un trabajo y yo lo manejaba, sin hacer preguntas.
Así es como supieron cómo contactarme esta tarde, como sabían
cómo llamarme para esta reunión. Aparentemente, mi número aún
estaba en el marcado rápido.
Probablemente debería hacer algo al respecto.
—Te están esperando —dice el chico, su voz es aguda, casi de forma
cómica, como si sus bolas aún no hubieran bajado. O tal vez las
empujaron hacia adentro cuando le jodieron la cara—. Sígueme.
Debería haber sabido que estaban observando.
No necesito tocar.
No me gusta seguir órdenes de otras personas. Ni siquiera me
gustaba las de Ray. Me inclino a resistir, pero hago a un lado mi instinto
y en cambio sigo al chico.
Ahora probablemente no sea el momento de intentar afirmar mi
dominio.
Alguien cierra la puerta detrás de nosotros. Mirando hacia atrás,
veo a un chico haciendo guardia justo dentro del vestíbulo, tratando de
mantenerse fuera de la vista. Mmm. Doy media vuelta, sigo al tipo fornido
a través de la casa y doy vuelta por el largo pasillo. En el momento en
que doblo en la esquina, veo que nos estamos dirigiendo directamente
hacia un par de puertas, dos chicos más están haciendo guardia afuera.
Las AK-47 sobre sus hombros me dicen que están haciéndose notar
a propósito.
Supongo que están tratando de intimidarme.
Abren el par de puertas mientras nos acercamos, y mis pasos casi
titubean. Sin embargo, no dejo que vean mi vacilación.
El chico que me guía se detiene afuera, pero sigo caminando. Ahora
no hay retroceso. Es una sala de comedor, o más como un espacio de
reunión. Una larga mesa de caoba la atraviesa con sillas rodeándola.
Solo cuatro de ellas están ocupadas.
Uno de los hombres, el jefe Frank Genova, hace un gesto hacia las
puertas detrás de mí. —Déjanos.
De inmediato, obedece. No es de extrañar que Genova tome la
iniciativa. Es su casa en la que nos estamos reuniendo. Solo me quedo
de pie allí, esperando algo. No estoy completamente seguro de cómo va a
ser esto.
Como dije, estas reuniones son raras.
Una vez que el hombre sale de la habitación, Genova señala hacia
la mesa entre nosotros. —Pistola.
Levanto las manos. —No tengo ninguna.
Sus cejas se fruncen. —¿Vienes desarmado?
—Nunca llevo un arma —digo—, pero eso no significa que
esté desarmado.
Todo es un arma si lo miras de la forma correcta.
—Cuchillos, entonces.
—Ninguno de esos, tampoco.
—Entonces, ¿qué tienes?
—No mucho. —Lo considero por un momento—. Un poco de
cambio, una menta, mi billetera… oh, y tengo un bolígrafo en mi bolsillo.
Me mira con incredulidad. —Un bolígrafo.
Buscando en mi bolsillo, saco un simple bolígrafo de tinta negra.
Probablemente cueste un dólar.
—¿Vas a matar a alguien con eso? —pregunta.
Me encojo de hombros mientras lo dejo en la mesa. —Nunca sabes.
Eso parece confundirlo por un momento mientras mira fijamente
el lapicero antes de sacudirse. —Es solo una formalidad de todos modos.
Realmente no importa. Adelante, toma asiento. Únete a nosotros.
Me siento frente a ellos y considero a Genova, el presidente de esta
junta extinta preparada para hablar con todos. No me gusta la forma en
que lo redactó.
Únete a nosotros.
—Estoy seguro de que sabes por qué fuiste llamado esta tarde —
dice, yendo al grano—. Necesitamos discutir el asesinato de Raymond
Angelo.
El hipotético lugar de Ray en la mesa está claramente vacante. Casi
esperaba que el chico nuevo de la ciudad ya estuviera llenando sus
zapatos, por así decirlo, pero no… la silla está vacía. Supongo que el
legendario Scar aún tiene que ser invitado.
Lástima. Me hubiera encantado conocerlo.
—No lo llamaría asesinato —digo—. Fue más bien una muerte
prematura.
—Esa es una forma interesante de verlo, Vitale, pero no cambia el
hecho de que un jefe está muerto. No podemos tener este tipo de cosas
sucediendo, ya sabes. Es malo para los negocios. Malo para el orden. La
gente comienza a olvidar dónde está su lugar y todos estamos en
problemas. ¿Me entiendes?
Asiento.
—Entonces ves cómo esto es un problema para nosotros —
continúa—. Ves cómo matar a un jefe es una mala noticia. Ves cómo
realmente no podemos tolerar que esto suceda bajo nuestra supervisión.
No es nada personal, sabes, pero…
Se desvanece con un casual encogimiento de hombros, como
diciendo sin resentimientos cuando te matemos por ello.
—Con todo el respeto —digo. Si voy a morir hoy, voy a morir. Nada
de lo que pueda hacer en esta habitación los hará cambiar de opinión—.
Me llamaron para hablar de esas reglas, pero ¿dónde están cuando esas
reglas se rompen cada día?
En ese momento, uno de los otros jefes se entromete. Michael Grillo.
—¿De qué estás hablando?
—Disculpen si me equivoco, ya que nunca he tomado los votos
personalmente, pero ¿ustedes, caballeros, nunca les dan un sermón a
sus hombres sobre que las mujeres y los niños nunca son perjudicados?
Entonces, ¿dónde estaba la junta cuando Raymond Angelo se encontraba
afuera cazando a la esposa y la hija de alguien?
Grillo frunce el ceño. —Y discúlpame si me equivoco, Vitale, pero
¿no eras tú quien en realidad hacía esa caza?
Allí me tiene.
—Yo no fui el que dio la orden —digo—. Ray fue el que plantó esa
semilla. Si ponen a cargo a un hombre que resulta ser un monstruo, no
deberían sorprenderse cuando alguien haga que el monstruo
desaparezca. Maté a Ray, y no me arrepiento. Nunca lo haré. Le disparó
a la mujer que amo justo en mi cara.
Ahora se entromete Genova. —¿No fue Johnny Rita el que lo hizo?
La ira se apodera de mí, y tal vez es irracional, pero quiero arrancar
el cuello del hombre por decir ese nombre. —Karissa. Ray le disparó
a Karissa.
No sé si es realmente tonto o está fingiendo ignorancia, pero una
mirada de sorpresa pasa por su rostro. —Esa es la mujer que amas,
¿verdad?
—¿Estamos aquí para discutir mi relación o podemos regresar a los
negocios, Genova?
Mi voz es afilada, pero se ríe. —Sí, tienes razón. No puedo seguirles
el ritmo a ustedes los chicos. Los odian un día, los aman al siguiente.
Pero estoy divagando… estaré de acuerdo en que Angelo también tomó
algunas acciones cuestionables, así que no puedo decir que te culpo por
lo que hiciste. Aun así… no podemos tolerar ese tipo de cosas, Vitale, por
lo que te lo estoy advirtiendo ahora: si vuelves a olvidarte de tu lugar,
tendrás que lidiar con ello.
No me gusta ser amenazado.
Hablar es barato.
Preferiría que un hombre intente matarme a que amenace mi vida.
Al menos en ese caso puedo defenderme por mí mismo. Aquí, solo
tengo que sentarme y tomarlo, asentir como el pequeño soldado sumiso
que no tengo dentro de mí.
El pequeño soldado sumiso que quieren que sea.
El que nunca he sido.
—¿Y qué hay sobre el reemplazo de Ray? —pregunto—. No puedo
evitar notar que está ausente en la reunión.
—Angelo aún no ha sido reemplazado.
Casi me río de eso.
La munición completa de la AR-15 que encendió el deli de mi padre
hace solo unos días me dice otra cosa. La familia en Nueva York está
cayendo como moscas. Entonces, lo que quiere decir es que no han
votado, pero que Ray definitivamente ha sido reemplazado.
Y quien sea que es, probablemente es peor que el resto de ellos.
No pide permiso.
No le importan estas reglas.
Votar no significa ni una mierda para él.
—¿Quién es él, el chico nuevo? —pregunto—. Nadie parece saber
mucho sobre él.
Parece como si no quisieran hablar sobre eso. Los otros tres
permanecen en completo silencio, mientras Genova al menos pretende
bromear conmigo. —Lo llaman Scar. Chico joven. Despiadado.
—¿Qué tan joven?
—Más o menos de tu edad —dice—. Viene del sur.
—¿Filadelfia?
—Nah, mucho más al sur.
No hay mucha presencia familiar después de la Línea Mason-
Dixon, así que no estoy seguro de que tan sureño puede ser. Sin embargo,
no presiono. Puedo decir que ya he forzado demasiado.
No hacemos preguntas sobre los negocios.
Probablemente esa sea la regla más importante.
—¿Eso es todo? —pregunto—. ¿Soy libre de irme?
—Todavía no —dice Génova, cruzando las manos sobre la mesa
frente a él—. Antes de que te vayas, quiero hablar contigo sobre un
asunto. Tengo un par de trabajos que necesito que hagas por mí.
Trabajos.
Cosas que le dije a Karissa que ya no haría.
—¿Qué tipo de trabajos?
—Oh, ya sabes… lo de siempre.
Lo de siempre. —Ya no hago eso.
Los hombres murmuran entre ellos. Verás, cuando un hombre con
una inclinación por matar a alguien que lo niega te pide un favor, bueno,
es un poco exagerado decir no a eso… especialmente cuando ese hombre
acaba de darte un pase.
—¿Y por qué es eso? —pregunta Génova—. ¿Decidiste ser correcto?
¿Conseguir una vida? ¿Un trabajo real?
Se ríen de eso, riéndose a mis expensas.
—O tal vez te estás retirando —continúa Génova—. Lo siguiente
que sabes es que estás usando unos mocasines y tienes una casa en Boca
Raton. ¿Es eso lo que buscas?
No digo nada.
Tomo el ridículo.
Piensa que puede romperme con eso, doblarme a su voluntad,
hacer que haga lo que quiere que haga.
No lo haré.
Para cuando la reunión finalmente concluye, está oscuro afuera, la
noche hace mucho que se está asentando. Génova me aleja de la mesa,
burlándose—: Sal de mi vista, Vitale. Piénsalo. Vuelve cuando finalmente
recuperes tus sentidos.
El mismo tipo de antes me muestra la puerta, los soldados armados
detrás de nosotros, ni un sólo hombre a gusto.
Supongo que mi reputación me precede.
No es hasta que estoy en mi automóvil y conduciendo por la calle,
lejos de esa casa, de alguna manera aun respirando, que me dejo suspirar
de alivio.
Siempre vale la pena valer más de lo que tomas.
Puede que lo haya negado esta noche, pero Génova no ha
terminado.
No se dará por vencido.
Cuando llego a casa mucho más tarde, la casa todavía está con las
luces encendidas, a pesar de que se acerca la medianoche. Me dirijo
directamente a la oficina, encontrando a Karissa profundamente dormida
en el sofá. El trabajo escolar está disperso a su alrededor. Le dije que no
me esperara, pero nunca fue muy buena para escuchar.
Habría sido una noche larga para ella si no hubiera salido vivo de
esa casa.
Me quito los zapatos, le agarro las piernas, las subo para poder
deslizarme debajo de ellas, sentándome en el borde del sofá. Se mueve,
abriendo los ojos. Parpadeando rápidamente, me mira, una sonrisa
soñolienta abarca su rostro. Se pone de espaldas mientras coloco sus
piernas abajo, con los pies en mi regazo.
—Estás en casa —dice, su voz arenosa por el sueño.
—Lo estoy —le digo, pasando mis manos por la parte superior de
sus pies antes de que mis pulgares rocen las plantas. Se retuerce, como
si estuviera a punto de apartar los pies, cuando empiezo a masajear uno
de ellos. Eso la detiene, sus dedos se curvan mientras deja escapar un
suspiro.
Le gusta cuando hago esto.
Aprendí eso en Italia.
Está silencioso, excepto por el sonido de la televisión que dejó
encendida cuando se desmayó. Food Network, como de costumbre.
Todavía pasa su tiempo libre viendo esas tonterías.
—¿De verdad? —dice después de un rato, una nota incrédula en
su voz—. ¿De todas las cosas? ¿Hotline Bling?
—¿Vamos a hablar de esto de nuevo?
—Por supuesto. Quiero decir, solo esperaba que, si alguna vez te
gustaba la música, sería otra cosa… algo así como, no sé… ¿Frank
Sinatra?
—Qué estereotipado. —Le doy una mirada—. Tal vez debería haber
elegido el tema del Padrino.
—¡Sí!
Niego con la cabeza, continúo frotando sus pies. —Sólo quería algo
diferente.
Algo que no me hiciera pensar en ese momento de mi vida.
Algo que no me recordara trabajar para Ray, ser ese hombre, cada
vez que sonaba mi teléfono. Karissa ama la música. La forma en que la
describe, es casi como si fuera una parte de su alma.
Una parte de mí quería saber cómo se sentía eso.
Quería saber si estaba en mí ser ese tipo de persona.
Para sentir ese tipo de cosas.
—¿Así que optaste por Drake?
Alcanzando mi bolsillo, saco mi teléfono y se lo arrojo. Cae sobre
su pecho y resopla mientras lo recoge.
—Encuéntrame otra cosa —le digo—. Pero ayúdame, Dios, Karissa,
si eliges a ese idiota de Bieber…
—Ugh, asco. —Hace una mueca—. Nunca.
Busca música mientras continúo frotando sus pies.
Sólo toma un minuto antes de que un ruidoso alboroto rompa el
silencio, las notas agudas del piano se mezclan con lo que parece ser un
grito de niños al ritmo de un tambor. Es detestable. Karissa me arroja mi
teléfono y rebota en mi regazo, golpeando el piso.
El instinto toma el control, y casi lo piso.
Casi pisoteo la maldita cosa sólo para que se calle.
—¿Qué es eso? —pregunto, extendiendo la mano y tomándolo,
presionando el botón en el costado para silenciarlo de inmediato.
—One Direction —responde.
—¿En serio? —Aparto sus pies de mi regazo—. ¡Eso es aún peor!
Jadea cuando se sienta, agarrando su pecho. —¡De ninguna
manera! ¡Ponla de nuevo!
—Por favor para.
—¡Estás loco! ¡One Direction es la mejor banda que alguna vez pisó
un escenario!
—Estás siendo ridícula.
—Son completamente brillantes, lo mejor que ha salido del Reino
Unido —dice, agarrándome cuando intento ponerme de pie. Antes de que
pueda moverme, se empuja sobre el sofá y se sube a mi regazo,
sentándose a horcajadas sobre mí—. Rolling Stones, ¿qué? The
Beatles, ¿quién?
Mis manos se dirigen hacia sus caderas, sosteniéndola, en tanto la
miro fijamente. —Te estás avergonzando, Karissa.
Se ríe, como si no hablara en serio, y presiona sus labios contra los
míos antes de que pueda decir algo más. Me besa con pasión,
profundamente, su lengua se desliza y se encuentra con la mía. Después
de la noche que tuve, es un cambio bienvenido. No podría pensar en una
mejor distracción. Tararea contra mis labios mientras mis manos se
mueven desde sus caderas, deslizándose alrededor de la curva de su culo.
Gimo cuando se mueve en mi regazo, frotándose contra mi entrepierna.
No hace falta mucho, sólo un roce caliente contra mi pene para que se
mueva, prestándole toda la atención.
Levanto mis caderas, moviéndolas lentamente contra ella,
provocando un grito de asombro cuando rompe el beso. Mis labios se
arrastran por su mandíbula, haciendo su camino hacia su cuello,
mientras susurra algo.
Algo que no escucho del todo.
—¿Qué fue eso? —pregunto, mis dientes rozando el punto sensible
justo debajo de su oreja.
Ella lo repite una y otra vez, su voz entrecortada, casi melódica. Me
toma un momento antes de que las palabras me sorprendan, para que
me dé cuenta de lo que está haciendo.
Está cantando la maldita canción que mi teléfono estaba
reproduciendo.
—Bata con eso —digo, tomándola de sus caderas y apartándola de
mí, de vuelta al sofá, poniéndome de pie. Trata de aferrarse a mí, riendo,
pero la quito y me alejo.
—¿Espera, a dónde vas? —pregunta, girándose para mirarme.
—A tomar una ducha.
—Pero tú, eh, situación —dice, señalando la entrepierna de mis
pantalones—. ¿No quieres ocuparte de eso primero?
—Lo manejaré yo mismo.
Salgo, y todo lo que escucho es risa… fuerte, risa despreocupada.
Negando con la cabeza, no puedo evitar que la sonrisa que lucha se libere.
Es completamente ridículo. Probablemente sean los minutos más
absurdos de mi vida. Pero el sonido de su risa, de su felicidad, me hace
algo que nada más puede hacer.
Corta directamente a través de mi oscuridad.
Con ella, casi me siento ligero.
Subo las escaleras y me quito el traje tan pronto como llego al baño.
No me molesto en encender la luz, tanteando en la oscuridad. Una
pequeña luz de noche está conectada por encima del fregadero. Es
realmente todo lo que necesito. Mis ojos se fijan en mi reflejo en el espejo
mientras el agua se calienta para mi ducha.
No estoy seguro de si es sólo mi percepción, pero parezco más viejo
que mis treinta y ocho años.
Ciertamente me siento mayor también.
Siento que he vivido más de una vida, cada una dura una
eternidad. Una eternidad de rabia, resentimiento e injusticia… le cuesta
mucho a un hombre, eso es seguro. Pero nada de eso tuvo la mitad de
efecto en mí que el año pasado. Algo que aprendí fue que los sentimientos
pueden quitártelo. Yo no tenía ningún respeto por mí mismo—ni por
nadie, valga la redundancia. No tenía razón para vivir más. Pero ahora
que me importa lo que le pase a ella—y por ella, a mí—estoy cada vez más
agotado por la constante preocupación.
Preocupándome de que mi pasado nos alcance.
Preocupándome de que sea ella quien pague por esos pecados.
Es la consecuencia, creo, de amarme.
La consecuencia de estar con alguien que vivió tan
descuidadamente.
A medida que el vapor comienza a llenar el baño, entro en la ducha,
dejando que el agua hirviendo lave el día de hoy. No pueden pasar más
de uno o dos minutos cuando me rodea una explosión repentina de aire
frío.
Alguien abrió la puerta del baño.
La cortina de la ducha se aparta, y miro hacia allí, mis ojos se
encuentran con los de Karissa. Ya no se ríe, pero la diversión aún está
grabada en su rostro. Sin decir una palabra, comienza a desnudarse,
arrojando su ropa detrás de ella en el suelo.
—¿Hay algo que necesites? —pregunto, levantando una ceja
mientras mi mirada recorre su piel expuesta. Mujer valiente que resultó
ser—. ¿Algo que pueda hacer por ti?
—Tal vez —dice, entrando a la ducha conmigo, cerrando de nuevo
la cortina. Está tan oscuro que apenas puedo verla—. O tal vez es algo
que puedo hacer por ti.
Cae de rodillas frente a mí, allí mismo, debajo del agua. Su mano
se envuelve alrededor de mi polla, acariciándola, su agarre firme. Una voz
en el fondo de mi mente me dice que la detenga, me recuerda que no debe
arrodillarse, me recuerda que después de todo lo que hice, debería ser yo
quien la adore. Se lo merece. Pero su boca está sobre mí antes de que
pueda decir algo, sus labios envolviendo mi polla mientras me toma, y lo
olvido.
Jodidamente lo olvido.
Olvido que alguna vez tuve una preocupación en el mundo.
Es así de bueno.
—Jesús, Karissa —gimo, pasando los dedos por los mechones
mojados de su cabello—. Desearía saber lo que hice para merecerte.
Traducido por Vane Black & AnnyR’
Corregido por Joselin♡
Karissa
—Hoy, damas y caballeros, vamos a sumergirnos en el tema de la
guerra.
El profesor adjunto Rowan Adams se encuentra en el medio del
salón de clase, sus manos tamborileando ausentemente contra las
perneras de su pantalón, mientras nos mira a todos. Estamos en un aula
familiar... la misma aula en la que una vez tomé filosofía. Parecen pensar
que ha pasado el tiempo suficiente como para que la gente ya no se vea
afectada, y tal vez tengan razón, no lo sé. Todos los monumentos
improvisados que surgieron después de su muerte se han ido. Pero lo que
sí sé es que estoy asustada por ello, incluso si nadie más está aquí.
Tres semanas en el semestre y todavía me da escalofríos.
El profesor Adams, que insiste en que lo llamemos Rowan, está
muy lejos del tipo de maestro que Santino había sido. Él es abierto,
amable y paciente. Nunca lo he escuchado menospreciar a nadie.
También es joven, a finales de los veinte como máximo, apenas acaba de
salir de la universidad y tiene un título en alguna cosa u otra. De acuerdo,
no presté exactamente atención, pero estoy adivinando Historia¸ ya que
eso es lo que está enseñando. Así que tal vez es su edad, o tal vez es solo
su temperamento, pero maneja esta habitación muy diferente a Santino.
—Denme algunas razones por las cuales la gente va a la guerra.
Las respuestas se gritan a mí alrededor.
—Venganza.
—Orgullo.
—Estupidez.
—Miedo.
—Protección.
—Amor.
Rowan reconoce las respuestas una por una, sonriendo mientras
apunta hacia la fuente de la misma, antes de centrarse en la última. Se
balancea hacia el tipo que lo gritó... un tipo que está sentado justo detrás
de mí. Ugh. —Ah, sí, amor. ¿Pero amor a qué específicamente?
—Al país.
—A Dios.
—A una mujer.
Una vez más, es el hombre detrás de mí quien grita la última, el
que llama la atención del profesor. Se gira hacia él, sonriendo. La mayoría
de los ojos en la habitación van en esa dirección, casi como si fuera
instinto, y me encorvo aún más en mi asiento, sin querer que me noten.
Aprendí mi lección la última vez. Nunca llamaré la atención sobre mí de
nuevo.
—El amor de una mujer —dice Rowan—. No hay razón más
valiente, ¿o sí? Ya sea para defender su honor o demostrar su valía, los
hombres han estado librando guerras desde el principio de los tiempos,
todo por el amor de una mujer. Cleopatra... Helena de Troya... todos
sabemos sus historias... pero hoy vamos a hablar sobre Betsabé.
Vaga por el escritorio al frente del aula, un escritorio al que nunca
se sienta, y arrebata una Biblia de encima.
—Durante la lucha por Tierras Santas, el rey David se vio
traspasado por una mujer llamada Betsabé. El problema era que Betsabé
estaba casada con uno de sus soldados: Urías. Eso inquietó al rey David,
pero no lo suficiente para evitar que se acostara con ella. Los dos tuvieron
una aventura amorosa, pero el rey David, enamorado de ella, la quiso
para sí mismo, especialmente... especialmente... después de quedar
embarazada. ¡Imaginen el escándalo! Así que en la Batalla de Rabá, David
ordenó a Urías colocarse en la posición más peligrosa en el campo de
batalla, sabiendo que el soldado no lograría salir con vida. Sus enemigos
se ocuparon de su rival por él. Problema resuelto.
Rowan hace una pausa, mirando a su alrededor para ver si estamos
entendiendo el punto.
—Orgullo, venganza, protección, miedo, amor —continúa—.
Probablemente una saludable dosis de estupidez sobre todo ello. Todo
está aquí en este libro. El rey David se casó con Betsabé cuando todo
terminó, y ella dio a luz a su hijo, pero el niño murió después. Castigo,
pensó. Verán, siempre hay consecuencias para la guerra, incluso
después de que pensemos que hemos ganado.
Arroja la Biblia de vuelta sobre el escritorio. Algunas personas
dejan caer preguntas que él felizmente responde. Tiene una política de
"no te molestes en levantar la mano" además de una filosofía de "no voy
a llamarte si no quieres hablar", lo que hace que el período de clase sea
bastante pacífico.
Si no estuviéramos en esta maldita habitación.
Espero el resto de la hora, tomando algunas notas, esperando
hasta que nos dejan salir para sacar el culo de mi asiento. Soy la primera
en llegar a la puerta, la primera en salir. Es mi tercer año en NYU, aunque
técnicamente todavía soy una estudiante de segundo año.
Me perdí un semestre mientras me encontraba en recuperación.
Deambulando afuera, hago una pausa y miro a mi alrededor, sin
estar segura de qué hacer. Tengo aproximadamente una hora antes de
tener mi próxima clase, y por lo general solo me dirijo a la biblioteca, pero
por primera vez en bastante tiempo estoy atrapada en todo.
Al final de la cuadra, cruzo la calle y me dirijo a Washington Square
Park. Es un buen día, el caluroso clima insistiendo en quedarse.
Encuentro un banco de cemento vacío a lo largo del camino y me
desplomo sobre él, dejando caer mi bolsa en el suelo junto a mis pies. Me
pongo mis auriculares rosados y los conecto a mi teléfono, presionando
reproducir algo de música, mientras miro alrededor.
Disfrutando de la vista.
Disfrutando la sensación de soledad.
Aquí está algo ocupado, con estudiantes yendo y viniendo, pero
nadie me molesta. Nadie siquiera parece notarme, para el caso.
Es agradable, sorprendentemente, sentirse invisible.
Solía anhelar que alguien me mirara, que me viera.
Algunos días desearía poder simplemente volver a desaparecer.
No quiero decir que no amo mi vida, porque si lo hago. La amo. Pero
no amo algunas de las cosas que sucedieron. No amo todos los recuerdos
que me acechan aquí.
Siempre quise una vida normal.
Nada de esto es normal.
He estado sentada aquí durante unos veinte minutos cuando algo
me llama la atención. El cabello rubio familiar rebota en mi dirección
mientras la gente serpentea a lo largo del camino. Melody. Sonriendo,
quito un auricular y estoy a punto de llamarla cuando alguien me gana,
alguien parado cerca. La voz es masculina con un extraño acento, casi
como si realmente no tuviera uno. Extraño.
Giro la cabeza y veo a un chico joven.
Un chico joven y espléndido.
Santa mierda.
Observo mientras Melody se vuelve hacia él, su expresión
resplandece, sus ojos se iluminan como el Cuatro de Julio. Y lo sé al
instante, solo por la expresión de su rostro... esa expresión cautivada, sin
palabras, única en su tipo.
Leo.
No es para nada un hijo de puta barrigón.
Se ve como algo fuera de una pasarela.
Es alto y flaco, pero no tanto. Hombros anchos y piel bronceada,
una mandíbula afilada y rasgos oscuros, oscuros. Su cabello es tan negro
como la medianoche, y sus cejas pueden ser un poco tupidas, pero las
luce como si fuera lo último en moda.
Y diablos, ¿qué sé yo?
Tal vez lo sea.
Sus dientes son tan blancos que deslumbran mientras le lanza una
sonrisa. Está usando pantalones vaqueros y una camisa negra, las
mangas arremangadas hasta el codo, y eso es lo más caliente que se
puede imaginar.
Amo a Naz. Lo hago. Lo amo más que a nada en este mundo. La
primera vez que lo vi, el hombre me dejó sin palabras, y rememorando,
supe en ese momento que la vida tal como la conocía terminó. Naz es el
tipo de persona que, una vez que entra en tu mundo, lo arroja fuera de
su eje, por lo que incluso si vuelve a salir, ya nada vuelve a girar como
antes.
Lo amo, a pesar de todo, con cada fibra de mi ser.
Pero Leo.
Guau.
Puedo apreciar la belleza cuando la veo.
Esa es la clase de cara por la que las mujeres irían a la guerra,
creo.
Se acercan y él la rodea con un brazo y la atrae hacia sí para
abrazarla. Es breve, pero puedo ver el sonrojo en sus mejillas cuando lo
hace. Cuando él retrocede, le dice algo, conversando por un momento,
pero están demasiado lejos para escuchar sus palabras. Sin embargo,
cuanto más habla, más se iluminan sus ojos, antes de que eventualmente
ella asienta con entusiasmo. Él besa la punta de sus dedos y los presiona
contra sus labios. La acción es tan rápida que apenas la atrapo.
Se va entonces, alejándose, mirándola una vez y sonriendo antes
de desaparecer en la multitud. Melody lo mira, esperando a que se pierda
de vista antes de soltar un fuerte chillido.
Salta arriba y abajo en el lugar, como si estuviera teniendo un
jodido ataque.
—¿Melody? —llamo.
El sonido de mi voz la detiene. Se mueve tan rápido que casi se cae.
—¡Karissa!
Se acerca corriendo a donde estoy sentada, sin decir nada me
empuja en el banco. Le doy lugar, apartando mi bolsa del camino para
que pueda dejar caer la suya a nuestros pies.
—Debe haber sido el infame Leo —le digo, señalando la dirección
en que desapareció—. Tengo que decir, Mel, lo entiendo totalmente ahora.
Sonríe, empujándome con entusiasmo. —¡Te lo dije! ¿No lo es todo?
—Sí, es algo, está bien.
—Simplemente me invitó a salir —continúa—. Como que,
realmente me invitó a salir, y no solo por café. Estoy hablando de una
cena y una película. Una cita de verdad.
—¡Es increíble! ¿Cuándo sucederá?
—Esta noche. —En el momento en que lo dice, su expresión se
desvanece— ¡Oh Dios mío, es esta noche! ¿Qué hora es? Tengo que irme.
Tengo que arreglarme el cabello, y el maquillaje, y oh mierda... ¿Qué voy
a usar?
—Guau, cálmate —le digo—. Es como, una de la tarde en este
momento.
—¡Eso solo me da seis horas para estar lista!
Me río para mí, divirtiéndome por su pánico, antes de que agarre
mi brazo y me saque de mi asiento. Extendiendo la mano, agarra nuestras
dos bolsas y tira de mí junto con ella. —¡Vámonos!
—Guau, espera, tengo clase en un momento.
—¡Jesucristo, Karissa, la clase puede esperar! ¿No me oíste? ¡Tengo
una cita!
No estoy segura si se da cuenta de que rimó allí. Por lo general, lo
señala, como si fuera una especie de rapera en entrenamiento, pero creo
que está demasiado agotada para encontrar el humor en este momento.
—Está bien, está bien, relájate, Dr. Seuss. Iré contigo. Solo... dame un
segundo.
Deja de tirar de mí, y le quito mi bolsa, situándola sobre mi espalda
antes de hacer un gesto hacia el camino. —Después de ti.
Melody aún vive en los dormitorios, la misma habitación que
solíamos compartir juntas, antes de que me mudara y, ya sabes, me
casara. Una sensación de nostalgia me golpea cuando llegamos al
decimotercer piso, y miro la puerta mientras la abre, sonriendo. 1313.
Tantos recuerdos sucedieron aquí, pero a diferencia del salón de
clases, estos son en su mayoría todos felices.
Sin embargo, mi sonrisa se atenúa en el momento en que empuja
la puerta y mis ojos se posan en su última compañera de cuarto. Es la
cuarta desde mí... nunca duran mucho. La nueva chica se da vuelta,
entrecerrando los ojos, y nos mira cuando entramos, la clase de
hostilidad que nunca se debe obtener de un extraño. Cerrando de golpe
su libro, lo agarra y sale corriendo de la habitación, pasándonos sin decir
una palabra.
Melody parece, en su mayor parte, no afectada. Miro como la chica
va directamente a los ascensores, golpeando el botón como si la maldita
cosa la ofendió. Es una chica bonita, pelirroja con ojos verdes y pecas,
pero el ceño fruncido en su rostro es feo.
—¿Problemas en el paraíso? —pregunto, entrando a la habitación
detrás de Melody y cerrando la puerta.
Suspira dramáticamente. —No pueden ser tan comprensivas como
tú.
—Oh, oh, no recogiste a un tipo en un traje de vuelo en Timbers y
lo trajiste a casa para follar, ¿o sí?
Mierda. Mierda. Mierda.
En el momento en que las palabras salen de mis labios,
instantáneamente las lamento. Soy una idiota. Por supuesto que
mencionaría a Paul en un momento como este.
Frunce el ceño, se deja caer sobre su cama... o lo que parece ser
solo una enorme pila de ropa actualmente. —Dice que soy desordenada.
—Sí —le digo, mirando a mi alrededor. El lado del cuarto de Melody
es, como de costumbre, similar a un desastre natural—. ¿Entonces?
—Entonces dice que soy descuidada, y ruidosa, y ugh, dice que
ronco. ¿Puedes creer eso? ¿Yo? ¿Roncar?
—Bueno, eh... solo cuando has estado bebiendo.
—No lo he estado, sin embargo. ¡No le he hecho nada a esa chica!
Pero lo único que quiere hacer es sentarse aquí en silencio y comer sus
malditas barras de proteína y meditar. ¿Sabes que nunca ha estado en
Timbers? ¿Quién no ha ido a Timbers?
—Supongo que ella no, sea cual sea su nombre.
—Kimberly —dice Melody, frunciendo el ceño—. Kimberly Anne
Vanderbilt. Un nombre de millonaria arrogante si alguna vez escuché
uno.
Me abstengo de señalar que ella es una Melody Priscilla Carmichael,
que no es el más común. Puedo decir que le está dando un ataque ahora,
así que cambio de tema. —Ahora, sobre esta cita…
Es como si un interruptor fuera volteado. Así de rápido. La chispa
vuelve a sus ojos mientras deja escapar otro chillido.
Hombre, todavía envidio cómo se recupera tan fácilmente.
Está fuera de la cama otra vez, hurgando en su armario, tirando
más ropa a la montaña en la cama.
No soy de mucha ayuda. Quiero decir, vamos... ¿Alguien espera
algo diferente? Ahora tengo más cosas de las que podría haber imaginado,
pero todavía llevo mi par de vaqueros viejos, botas negras y un top negro,
uno del que estoy casi segura al noventa por ciento que encontré en el
armario de Naz. Es demasiado grande para mí. Así que me siento allí,
tratando de distraerla de su pánico, mientras se desnuda
descuidadamente frente a mí, probando la mitad de lo que posee.
Pasa una hora, y pierdo mi clase, pero es agradable pasar el rato y
reír con mi amiga otra vez.
Además, solo son matemáticas.
¿Quién realmente necesita saber cómo hacer eso?
La puerta de la habitación se abre, y Melody está de pie allí en un
sujetador y sus bragas, sin dar ninguna clase de mierda cuando su
compañera de cuarto entra. La chica deja escapar un sonido de disgusto
mientras se deja caer en su escritorio, de espaldas a nosotras.
—No tengo nada que ponerme —dice Melody, sacudiendo la cabeza,
ignorando que aprobé por lo menos una docena de atuendos—. Como…
nada.
—Bueno, ¿dónde te llevará?
—No lo sé —dice, poniéndose un par de mallas—. Pero dijo algo
sobre reservaciones, así que estoy bastante segura de que no es Wendy’s.
—Ah, ¿hay incluso un Wendy’s aquí en la ciudad?
—Hay un par. —Me mira—. Eso no es importante aquí.
Algunas papas fritas sumergidas en helado de chocolate suenan
bastante importantes para mí en este momento, pero dejo que pase de
ello.
—Mira, vamos —le digo, levantándome de la cama—. Es obvio que
no estamos llegando a ningún lado, así que vayamos a otro lado.
—Gracias a Dios —murmura Kimberly, ni siquiera en voz baja,
obviamente sin importar si escuchamos.
Melody dispara puñales a su compañera de cuarto antes de girarse
hacia mí. —¿Cómo a dónde?
—Mi armario.
Se burla, mirándome, juzgando mi atuendo, antes de que algo
parezca golpearla. —¡Oh! ¡Es cierto! ¡Naz actualizó tu guardarropa!
Quiero decir, no podría decirlo... —Frunce el ceño hacia mi camisa,
estirándose y tirando de ella—. Estaba a punto de decir, no hay manera
de que use uno de tus conjuntos gigantes en mi cita de esta noche.
Puedes guardar tus malditas zapatillas Crocs.
Pongo los ojos en blanco. —No uso Crocs.
—Pero tienes algunas.
Estoy tentada a decir algo para defenderme, pero ¿qué sentido tiene
realmente?
Además, estoy bastante segura de que está en lo correcto en esto,
así que dejo que pase de ello también.
Se pone una camisa larga y se calza los zapatos, sin decir una sola
palabra a su compañera de cuarto mientras sale por la puerta.
—Uh, adiós —murmuro, dando un saludo incómodo, pero la chica
ni siquiera me mira, y mucho menos dice algo.
Cuando salimos, saco mi teléfono para llamar a un auto, pero
Melody me hace señas. —Mira, vamos, hay un taxi allí.
Ella le hace señas.
¿Quién soy yo para discutir?
No lo tomaré sola.
Eso significa que no cuenta como una violación de la regla de Naz,
¿verdad?
Me deslizo al lado ella y repite la dirección, cantando los números
de la calle, pero los corrijo. Cuando el taxi se detiene en el tráfico, miro
al frente por hábito.
Me lleva un momento, pero el reconocimiento me sorprende.
Abele Abate.
Hombre con desafortunado nombre.
El otro día me llevó a casa desde la tienda de delicatesen.
Me mira por el espejo retrovisor, sonriendo como la última vez. No
sé si me reconoce, pero es dudoso. Ciertamente no dice nada.
Probablemente conduce a cientos de personas todos los días.
Cuando llegamos a la casa, lo primero que noto es que está vacía.
Naz se fue. Killer me saluda tan pronto como abro la puerta principal,
moviendo su cola con entusiasmo.
—Oye chico —le digo, frotándole la cabeza—. ¿Estás
completamente solo?
Melody pasa justo por delante del perro, sosteniendo sus manos.
—Oh, Dios mío, no saltes sobre mí o podría oler como tú.
Me río. —No huele tan mal.
—¿De verdad, Karissa? ¿Cuándo fue la última vez que bañaste al
pobre?
—Uh, ha pasado un tiempo.
Me cuesta muchísimo hacerlo yo misma, y Naz no es de ayuda. Él
es lo suficientemente bueno como para llevarlo a la peluquería en el
Mercedes cuando le pregunto, pero a Killer no le gusta subirse a ese auto.
—En serio, baña con una manguera al pobre cachorro si es
necesario —dice—. Está empezando a oler como los pies de mi compañera
de habitación. Uf, apestan.
Poniendo los ojos en blanco, me dirijo a la puerta trasera de la casa,
abriéndola para dejarlo salir corriendo. El patio no es muy grande, pero
eso nunca parece molestarlo. He tratado de llevarlo al parque antes, pero
eso requiere subirse al auto, y bueno… como dije, eso no lo hace feliz, así
que es el patio trasero.
—Estoy segura de que puedes descubrir cuál es mi clóset —le
digo—. Arriba, primera puerta a la derecha.
Melody desaparece mientras pongo algo de comida para Killer,
asegurándome de que esté satisfecho antes de unirme a ella arriba. Han
pasado menos de diez minutos, pero la mitad de mi ropa ya está
esparcida por el dormitorio. Se pone un pequeño vestido negro, uno que
nunca he tenido una razón para usar. —Dios, esto es maravilloso. ¿Quién
es el diseñador?
Me mira como si supiera que tengo una respuesta a eso. —Uh, ese
tipo, ya sabes… el que hizo esa cosa esa vez. Él.
Deja escapar una sonrisa. —Estás tan llena de mierda.
Lo estoy.
—Se ve muy bien en ti —le digo—. Deberías ponértelo.
Chilla, corriendo hacia el armario de nuevo. —¿Tienes zapatos para
esta cosa?
Cinco minutos después, está de pie en el baño, arreglando su
cabello en el espejo y tomando prestado mi poco maquillaje. La dejo para
su acicalamiento y vuelvo a bajar las escaleras. Hombre, solo mirándola
prepararse me cansa. Es agotador.
—Estás en casa temprano hoy.
La voz inesperada me sobresalta. Agarrando mi pecho, doy un paso
atrás, mirando hacia la puerta principal. Naz está en el vestíbulo, con las
manos en los bolsillos y el periódico bajo el brazo derecho. Después de
todo este tiempo, ¿cómo sigue acercándose sigilosamente a mí?
—Jesús, Naz, no te oí entrar.
—No pensé que lo hicieras —responde, con la voz plana—. Pareces
estar bastante ocupada.
—Yo solo… quiero decir, estábamos… ya sabes.
Gesticulo al lugar detrás de mí, subiendo las escaleras. No sé si eso
es suficiente para que continúe, para que aclare lo que estoy diciendo.
Pero mis nervios se disparan por completo de repente, oleadas de
nerviosismo recorren mi cuerpo, mientras lo miro. No se está moviendo,
en absoluto. Está parado allí como si fuera un guardia.
No diría que se ve enojado, porque no lo hace, pero algo se siente
mal.
—Sí —dice—. Lo sé.
—Melody tiene una cita esta noche —le digo, como si realmente le
importara, pero si está molesto porque está aquí, tal vez lo entenderá si
explico por qué. Siempre ha sido extraño con que la gente esté dentro de
la casa—. Necesitaba algo para ponerse, y bueno, no tenía nada. Es decir,
tenía cosas, pero nada, ya sabes… para ponerse. Así que vinimos aquí,
para ver si tenía algo, y lo tengo, entonces ella lo usa, porque, bueno, no
tenía nada.
Mientras balbuceo como una idiota, su expresión cambia, su ceño
se frunce. —¿Por qué estás nerviosa?
—No lo estoy.
—Estás mintiendo.
Suspiro. Lo estoy.
Deja su postura, caminando hacia mí. —¿Qué pasa?
—Nada.
—Otra mentira.
—Uf, está bien —le dije, haciendo un gesto con la mano—. Tú solo,
eres todo tu y me está sacudiendo.
—Estoy siendo yo —dice—, y te está sacudiendo.
—¡Sí! No esperaba verte aquí.
—No esperabas ver…
—¡Uf, y ahí vas! —digo, cortándolo—. ¡Lo estás haciendo!
—Lo estoy haciendo.
—Estás repitiendo todo lo que digo.
Eso lo detiene por un momento.
Sí, ahora sabe lo molesto que es.
—Solo estoy tratando de entender lo que te pone nerviosa —dice—
. Además de ser yo, lo que sea que eso signifique.
—No lo sé. —No es mentira esta vez—. Estás parado allí y me tomó
por sorpresa porque no estabas aquí y de repente ahí estabas.
—Ah. —Se acerca más y su postura se relaja un poco—. Estaba
terminando de detallar el auto. No esperaba que volvieras a casa hasta
más tarde. Pensé que tenías clases.
—Tenía —le dije—. O lo hago. Me salté.
Después de matemáticas estaba español, pero, ¿quién lo necesita?
Ya lo hablo bastante bueno.
O… ¿bien?
¿Lo hablo bien?
¿Quién sabe?
Se acerca aún más, deteniéndose justo frente a mí. Empuja mi
barbilla con su mano, inclinando mi cara hacia arriba. —¿Saltando
clases? Qué tan delincuente de ti, pajarito enjaulado.
Después de besarme, un simple beso en los labios, retrocede,
agarrando el periódico que está llevando, tocándome suavemente con él
mientras se aleja, dirigiéndose al estudio. Permanezco allí por un
momento antes de seguirlo, deteniéndome en la entrada. Me apoyo contra
el marco de la puerta, mirándolo mientras se sienta en su escritorio y
abre el periódico frente a él. Hojea páginas rápidamente, deteniéndose en
algún lugar en el medio, y lo mira fijamente. No sé si está leyendo o qué,
pero definitivamente está paralizado por algo que ve.
La curiosidad saca lo mejor de mí.
Con cautela, me acerco, casi esperando que cierre el periódico y lo
deje de lado cuando me acerco. Eso es lo que el viejo Naz habría hecho,
de todos modos. El viejo Naz guardaba secretos. El viejo Naz a veces me
excluía. En cambio, sin embargo, simplemente empuja su silla hacia
atrás, colocando un poco de espacio entre él y el escritorio, mientras mira
hacia otro lado. Sus ojos se vuelven hacia mí y abre sus brazos,
invitándome a entrar en su espacio.
No sé si alguna vez me acostumbraré a la apertura.
Me poso sobre el brazo de su silla de oficina.
Mi mirada va directamente al periódico.
El fuego destruye el histórico edificio West Village
Ignazio
A solo diez kilómetros de la casa de Brooklyn se encuentran los
dormitorios de la Universidad de Nueva York donde solía vivir Karissa,
pero se tarda más de media hora en llegar por el tráfico.
A veces, incluso una hora.
Lo sé, porque cronometré el tiempo en numerosas ocasiones.
Y el tráfico a esta hora, es pesado, el puente de Manhattan se
encuentra repleto. Por primera vez, desde que tengo memoria, enciendo
la radio.
Si hay ruido para llenar el silencio, quizás Melody no se sienta
obligada a intentar hablar conmigo.
Es un truco que aprendí de Karissa.
He transportado a mucha gente en este automóvil, pero aparte de
Karissa, Melody es la primera persona en subir por su propia voluntad.
Y no necesariamente quería invitarla, pero me dirigía en esa dirección y
hubiera sido un error no ofrecerme.
Estoy tratando de ser mejor persona, ¿recuerdas?
Además, puede que ya no tenga amigos, pero Karissa sí, y
probablemente me convenga al menos ser civilizado con ellos. Las cosas
en casa son mucho más agradables cuando no le doy mucha importancia
a que ella tenga personas a su alrededor.
Aun así, no me gusta.
Nunca me gustará.
—Este es un buen auto —dice Melody, encorvada en el asiento del
pasajero mientras estira del cinturón de seguridad. Ha estado inquieta
todo el camino, mirando por la ventana del lado del pasajero. Está
nerviosa. No estoy seguro si es la inminente cita o yo quien la pone
nerviosa en este momento.
—Gracias —respondo, tamborileando impacientemente mis dedos
contra el volante. No estoy seguro de qué tipo de música se está
reproduciendo, algunas de las 40 tonterías actuales. Simplemente
presioné el botón en la cosa, deteniéndome en la primera estación. Quiero
apagarla, pero podría estar funcionando el truco, ya que hemos estado
en el tráfico durante treinta minutos y esa es la primera vez que se
molestó en hablar.
—¿De todos modos, cuánto le cuesta esto a alguien? ¿Sesenta,
setenta grandes?
Sonrío por eso.
—Agrega cien a eso.
—¿Ciento setenta mil dólares? —jadea—. ¿Es en serio?
Gira la cabeza, mirándome como si estuviera loco.
—Ese es el precio inicial —digo—. Pagué un poco más por el mío.
—¿Por qué?
¿Por qué? Odio esa palabra.
Karissa nunca la utiliza.
—Porque está blindado —digo—. Cuesta estar seguro.
Se burla.
—Podría comer durante toda mi vida con lo que gastaste en este
automóvil.
Ahora suena como Karissa.
Estoy bastante seguro de que ya me dijo lo mismo antes.
—Alrededor de una docena de vidas si solo comes fideos Ramen.
—Uf, ¿quién haría eso?
—Karissa, si la dejara.
Melody se ríe.
—Sí, probablemente lo haría. Ni siquiera te quejes sobre eso. Eres
bueno para ella de esa manera, ya sabes. No estoy diciendo que no lo eres
de otras maneras, pero definitivamente eso. Nunca tuvo nada realmente,
supongo. Su madre... demonios, ni siquiera sé qué decir sobre Mamá
Reed. No hay que hablar mal de los muertos, pero estaba un poco loca.
Karissa ni siquiera podía respirar sin que la mujer la interrogara, y
simplemente... lo aceptaba, ¿sabes? Karissa actuaba como si eso fuera
normal. Por lo que está bien, verla ser feliz, que tenga y haga cosas.
Podría comentar al respecto, pero mantengo la boca cerrada,
agradezco cuando el tráfico comienza a aflojarse y podemos avanzar más
de quince kilómetros por hora
—Entonces, básicamente, lo que estoy diciendo —continúa
Melody—, es que Karissa podría hacerlo peor.
—Podría —estoy de acuerdo.
Probablemente no sea mucho peor que el hombre que asesinó a sus
padres, pero creo que las circunstancias atenuantes cuentan para algo
en mi beneficio.
Melody gira hacia la ventana, mirando hacia fuera una vez más,
todavía moviéndose en el asiento como si no pudiera acomodarse. La
música parece hacer el truco otra vez, en tanto suavemente tararea la
letra de lo que sea que esté sonando en la radio, mientras avanzo por las
calles hacia la UNY. Cuando nos acercamos a su dormitorio, deja escapar
un suspiro dramático, mirando de nuevo en mi dirección, como si
estuviera luchando por pensar en algo que decir.
Supongo que es normal, charlar con la gente, hablar un poco, pero
detesto eso.
—War & Peace, ¿eh? ¿No es eso, como mil millones de páginas?
Aparto los ojos de la carretera por un segundo, bajando la mirada,
a mi regazo donde está el libro.
—Son como mil trescientas, más o menos.
—¿Uno de tus favoritos?
—No lo llamaría exactamente mi favorito, pero ha estado ahí para
mí en tiempos de necesidad.
Sonríe, como si supiera a qué me refiero.
—He leído algo así.
—¿Cuál?
Casi espero que diga la Biblia, cuando dice—: Cosmopolitan.
Al llegar a la entrada del estacionamiento junto a los dormitorios,
estaciono el automóvil y me volví hacia ella. Sale, sin titubear, y aunque
realmente quiero dejarla ir, me siento obligado a decir algo.
—Tenga cuidado con su cita, señorita Carmichael. No todos son
dignos de su tiempo y atención.
Parece desconcertada cuando se detiene al lado del auto, la puerta
aún abierta. Inclinándose, sonríe.
—Suenas como mi padre, sabes.
Intento no hacer una mueca.
Soy muy consciente de quién es su padre, y no soy como ese
hombre. Cretino de Wall Street. Es más criminal que yo.
Cierra la puerta, corriendo hacia su dormitorio, en tanto pongo el
auto en reversa y regreso al tráfico, ignorando las bocinas al atravesarme.
Me dirijo hacia West Village.
Está a solo unas pocas cuadras de distancia.
The Cobalt Room.
Hace un tiempo, fue aquí donde se crearon sueños. En la oficina,
en la parte trasera, se llevaron a cabo acuerdos, esquemas que generaron
más dinero de lo que la mayoría de la gente vería en toda su vida. Pasé
más noches de las que puedo contar dentro de esas paredes, planeando
mi venganza, cuestionando mi futuro.
The Cobalt Room era como mi hogar lejos de casa, cuando mi hogar
no era más que un caparazón, pero ahora no es nada.
Cinta de precaución amarilla de la policía se mueve al viento en
tanto rodea el edificio, que una vez fue la estructura más grande en la
cuadra, ahora una losa quemada de la nada. El armazón todavía está en
pie, el exterior carbonizado, pero es fácil ver, incluso desde la distancia,
que el interior está destruido. Lo que sea que fluyó a través de él ardía
caliente y rápido... tanto que dos personas ni siquiera podían salir.
Siete más fueron quemados, algunos casi irreconocibles.
Se les derritió la piel, como si hubieran sido rociados con gasolina.
Y quizás lo fueron, no lo sé. Los competentes no han pronunciado ni una
palabra sobre lo que sucedió. Todo lo que han dicho es—: No sé lo que
ocurrió.
Pero yo lo sé... o bueno, tengo un presentimiento.
Porque ¿este tipo de fuego?
Esto fue hecho por alguien que sabía lo que estaba haciendo.
Estaciono mi auto en el primer lugar que encuentro por la calle y
bajo, abriendo War & Peace, sacando la pequeña pistola plateada del
hueco creado entre las páginas recortadas. La meto en mi abrigo. No
anticipo que lo necesite, y ni siquiera me gusta llevarla, pero hoy no voy
a correr ningún riesgo. Extendiendo mi mano hacia la guantera, saco mis
guantes de cuero negro y me los pongo.
Al salir del auto, mantengo la cabeza baja a medida que me dirijo
de nuevo hacia Cobalt. Me deslizo bajo la frágil cinta de precaución que
bloquea el callejón al lado del edificio, y me dirijo a la parte trasera del
edificio, donde los transeúntes no pueden ver.
No es difícil entrar. Lo que queda de la puerta trasera está
bloqueado, pero un simple empujón lo golpea directamente desde las
bisagras. Haciendo una mueca, me recuesto y giro la cabeza para evitar
la nube de ceniza que se levanta cuando la puerta golpea el suelo. Apesta,
como generalmente lo hace un incendio. Se huele el humo y combustible,
un toque de azufre, como una cerilla encendida golpeándome
directamente en la cara. Y sé que no es seguro... apenas lo suficiente
como para que pueda entrar; pero lo hago, pisando cuidadosamente.
Solo doy unas pocas pisadas antes de detenerme, sin necesitar ir
más allá. Puedo percibir débilmente lo que estoy buscando. Los agujeros
ensucian el piso, pero no los causados por el fuego. Estos son hechos por
el hombre, perforados en la base, probablemente cuando todos estaban
dormidos. Habrían sido cubiertos durante el día, por lo que nadie habría
sido más sabio, antes de que se iniciara un incendio en el sótano.
En el sótano, donde se almacena todo el alcohol.
Garantizaría que todas las ventanas estuvieran abiertas, para
permitir que entre más oxígeno, pero no hay forma de saberlo, no desde
donde estoy parado. Aun así, lo garantizaría.
Porque eso es lo que habría hecho, si hubiera sido yo.
Es peculiar. Casi habría dicho que fue obra mía, mirándolo, pero
estaba en Long Island con las Cinco Familias cuando comenzó el
incendio.
O bueno, estaba con cuatro de ellas.
Sospecho que la quinta estaba aquí.
Quedarme es inútil. Ya vi lo que vine a ver. No confío en los
informes policiales o lo que leo en el periódico. Esos están sesgados por
el error humano, contaminado por la percepción. Necesitaba ver con mis
propios ojos que esto era lo que sospechaba.
Otro ataque.
Otro mensaje.
Salgo del edificio y me dirijo a mi coche, mis ojos escrutando
cuidadosamente el vecindario. No me sorprendería si alguien estuviera
mirando, si ojos no estuvieran aún en el edificio.
Nunca miré hacia atrás.
No merodeé.
Pero sé que a otros les gusta mirar.
Les gusta quedarse y disfrutar de su destrucción, para supervisar
las consecuencias.
El sol comienza a ponerse cuando regreso a Brooklyn. Para cuando
llego a la casa, está oscuro afuera. Han pasado solo dos horas desde que
la dejé, pero Karissa ya está en pijama, como si estuviera lista para la
cama. Cuando entro, la encuentro de pie en la cocina, apoyada en el
mostrador, sosteniendo un cuenco con algo en la mano.
—Ya has vuelto —dice, sonando sorprendida.
—Te dije que no tardaría mucho.
Sopla en su plato, revolviendo lo que sea con un tenedor.
—¿Qué estás comiendo?
No puedo recordar la última vez que realmente me senté y comí
algo.
Ha sido una semana larga.
Condenadamente larga.
—Fideos —dice, levantando un tenedor para mostrarme—.
¿Quieres un poco?
—Prefiero morir de hambre.
Ríe, se encoge de hombros y da un mordisco.
—Vi algunas recetas en Internet sobre cómo darles vida con crema
de pollo y queso, o lo que sea. Pensé que debería intentarlo.
Le está dando vida a fideos que cuestan un cuarto.
¿Qué voy a hacer con ella?
—¿Es eso lo que planeas hacer para estas hipotéticas cenas cuando
milagrosamente hagas amistad con las personas de este vecindario?
—Pfft, no —dice—. Ellos van a cocinar. Nosotros solo iríamos a
comer.
—Comer su comida.
—Sí.
—Comida preparada por extraños.
—No, van a ser nuestros amigos, ¿recuerdas?
—Lo que es peor —digo—. Tienes que observar a las personas que
dejas cerca de ti. No pueden clavarte un cuchillo en la espalda si no les
permites acercarse lo suficiente para hacerlo.
No dice nada a eso, solo me mira mientras toma otro bocado de
fideos. Está mirando fijamente, como si estuviera buscando algo.
—¿Qué?
—Hay hollín en tu camisa.
Miro hacia abajo cuando dice eso, viendo la mancha. Mierda.
Intento ignorarlo, lo cual es imposible. La camisa es blanca y solo
extiende la raya negra.
—O al menos creo que es hollín —dice—. Eso o es maquillaje, como
una sombra de ojos oscura o tal vez máscara, y si ese es el caso, entonces
creo que tienes algún otro tipo de explicación que dar.
—No es maquillaje.
—Sí, no lo creía.
Me mira de nuevo.
¿Cuándo esta mujer se volvió tan valiente?
En el momento en que la convencí de que nunca le mataría, de
repente ella estaba tratando de intimidarme a mí.
—No lo hice —le digo, sabiendo lo que está pensando—, pero fui a
ver.
—¿Encontraste lo que buscabas?
—Sí.
—Bueno, eso es bueno. —Hace una pausa—. Creo.
Lleva otro bocado a su boca.
Por mucho que no quiera admitirlo, me está dando hambre.
Pero no voy a comer lo que está comiendo.
Nunca haré eso de nuevo.
—Mira, salgamos a cenar.
—Estoy en pijama —dice—. Además, ya estoy comiendo.
—¿No puedes cambiarte?
—Podría —dice—, pero ¿por qué no solo nos quedamos? Tengo
clase por la mañana, ya estoy cansada, y la última vez que tú y yo
comimos en algún lugar... bueno, mira lo que sucedió. No estoy de humor
para otro tiroteo esta noche.
—No fue un tiroteo.
—¿Qué fue?
—Un tiroteo desde un auto en movimiento.
Suspira fuertemente.
—¿Cuál es la diferencia, sinceramente?
—No disparé de vuelta.
Niega con la cabeza, murmurando—: Tal vez deberías haberlo
hecho.
Toma un momento para que esas palabras se registren.
Casi no creo en mis propios oídos.
—¿Que acabas de decir?
—Nada, solo ignórame... no sé lo que estoy diciendo. —Suspirando
de nuevo, arroja su plato de fideos sobre el mostrador, ignorando cuando
algunos salpican, haciendo un desastre—. Tal vez deberíamos conseguir
algo de comida, pero tengo que escoger el lugar.
Alcanzando mi bolsillo, saco mis llaves.
—Está bien por mí. Solo déjame ponerme una camisa diferente.
—No te molestes —dice—. No me cambiaré.
Creo que está bromeando.
Realmente, lo hago, porque está usando un par de mis pantalones
de salón a cuadros que son aproximadamente tres tamaños demasiado
grandes para ella. Pero en lugar de cambiarse, se pone un par de zapatos
y dice—: Bien, vamos ahora.
La miro una vez antes de señalar hacia la puerta.
—Después de ti.
¿Quién soy yo para decirle qué ropa usar?
Subimos al auto y me alejé de la casa, esperando hasta llegar al
final de la calle antes de preguntarle en qué dirección debía girar.
—Uh, depende —dice, mirando a ambos lados, con el ceño
fruncido.
—¿De qué?
—De cuál es el camino más cercano a Wendy´s. No sabes, ¿o sí?
Solo la miro.
Suspirando dramáticamente, como si estuviera siendo irracional al
no responder esa pregunta, saca su teléfono y le pregunta a Siri,
presionando un botón cuando Siri responde para abrir un mapa.
—Ahí, solo sigue esas instrucciones.
Lo hago, porque acepté dejarla elegir.
No me gusta retractarme, no si puedo evitarlo.
Así que así es como, diez minutos más tarde, termino de pie dentro
de un pequeño Wendy's abarrotado, ordenando papas fritas y un Frosty
para Karissa y una especie de sándwich de pollo para mí.
Después de que ordeno, me quedo allí.
Y espero.
Y espero.
Y espero.
Karissa está sentada en una pequeña mesa de plástico, mientras
sigo parado aquí, a punto de perder la paciencia. Estoy a tres segundos
de estallar cuando me ponen la comida en una bandeja, empujándola
hacia el borde del mostrador. Agarro la bandeja y me le acerco a Karissa
en la mesa, observándola mientras atrapa al Frosty e inmediatamente,
sin dudarlo, sumerge una papa en él.
Luego lo come.
No sé qué decir.
—¿Qué? —dice, notando mi expresión—. Vamos, no puedes
decirme que nunca lo has hecho.
—No lo he hecho —le digo—. Pero, de nuevo, no tengo el hábito de
pedir helado con mi cena.
—Deberías. No sabes lo que te estás perdiendo —Agarra otra papa
y la sumerge en su Frosty antes de ofrecérmela—. Aquí, pruébalo.
Mi instinto natural es rechazarla, no porque creo que pueda ser
forzado, sino porque francamente suena desagradable. Pero estoy dando
vuelta una nueva página aquí, y ya he terminado en un restaurante de
comida rápida con mi esposa en pijama.
¿Por qué no seguirle la corriente?
Le doy un pequeño mordisco, masticando lentamente, mientras
ella mete el resto en su boca.
No es terrible.
Es solo... chocolate.
Y helado.
Un Chocolate con papa helada.
Bien.
No me gusta
Se ríe de mi expresión.
—Eres tan esnob —dice—. ¡Es bueno!
—Lo que digas.
Como la mitad de mi sándwich antes de tirar el resto. Tampoco es
tan bueno. Podría ir por un bistec, o tal vez un poco de langosta, o incluso
un verdadero pollo, pero Karissa parece bastante satisfecha con lo que
está comiendo.
Me hace pensar en lo que Melody dijo en el auto.
Cuando no tienes nada, supongo que aprecias mucho las cosas
pequeñas.
Volvemos al auto después de que ha terminado, y una vez que
estamos dentro, se acerca y agarra mi mano
—Gracias.
—De nada —le digo—, pero la próxima vez, yo elijo.
Traducido por Lau's Boice & Susana20
Corregido por Joselin♡
Karissa
La seguridad en los dormitorios fue siempre indignante.
No puedo contar cuantas veces Naz salía y entraba sin ser
detectado cuando yo vivía ahí. Así que no me sorprende para nada haber
podido caminar directo y entrar, pasando por alto el registro de entrada
y dirigirme arriba.
Es tarde en la mañana y las personas están continuamente
entrando y saliendo. He llamado a Melody un par de veces solo parar
escuchar su buzón de voz. La maldita cosa ni siquiera suena.
Supuestamente ella me vería en la mañana para tomar un café, pero
nunca se apareció en la cafetería.
Más tarde en la noche, estoy considerando que ella pudo haber ido
a su cita.
Me detuve en el cuarto 1313, escuchando sigilosamente, pero no
hay sonido alguno adentro que pueda escuchar. Tocando la puerta,
escuche unos pies arrastrándose antes de que la puerta estuviera
abierta, alguien aparece delante de mí. Pelirroja, docenas de pecas, y el
más enojado entrecejo que he visto me saluda. En el segundo que pone
los ojos en mí, ella literalmente hace muecas, haciendo un sonido de
disgusto como si yo realmente le causara repulsión.
¿Qué demonios?
—Uh, Hola… Kimberly —Creo que ese es su nombre—. ¿Esta
Melody aquí?
—No.
No.
Eso es todo.
Ningún saludo.
Ninguna explicación.
Antes de que pueda decir algo más, la puerta se cierra justo en mi
cara. La miro por un momento antes de sacudir mi cabeza, dando la
vuelta para irme.
—¿Karissa?
Levanto la vista al sonido de la voz, teniendo contacto visual con
Melody cuando llega al piso desde el elevador. Su cabello es un nido de
ratas. Hay rasgo de maquillaje en su cara. Todavía luce mi vestido negro.
Un buen viejo paseo de la vergüenza.
—¿Qué estás haciendo aquí? —Pregunta, sonriendo tímidamente
mientras estira el vestido, sabiendo tan malditamente bien que he notado
que no se ha cambiado.
—Vine a ver si estabas bien —dije—. Me dejaste plantada esta
mañana.
— ¡Oh, Mierda! —Sus ojos se ensanchan—. ¡Café! ¡Lo siento tanto!
¡Lo olvide!
—No importa —Intente acercarme a ella—. Puedo decir que estabas
umm… ocupada de alguna forma.
Sonrojándose…una vez más…toma mi brazo y me lleva de vuelta al
cuarto, no diciendo ni una palabra como explicación. Abre la puerta y se
mete, llevándome con ella dentro antes de cerrar la puerta otra vez.
Kimberly está sentada en su escritorio y no se molesta en voltear a ver
cuando entramos, pero puedo ver como su espalda se tensa como si
estuviera a punto de atacar o algo. Me tiro a la cama desarreglada de
Melody, relajándome entre la ropa, mientras Melody se quita el vestido y
lo lanza hacia mí.
—Realmente lo siento mucho —dice, buscando entre sus cajones—
. Nunca te hubiera dejado plantada así. Se me olvido completamente.
—Está bien —le aseguro—. Solo quería verificar que estuvieras
bien.
—Estoy más que bien —dice, tomando una camisa y unos
pantalones antes de voltear hacia mí—. Estoy perfecta. Él es…wow. Me
llevo a cenar anoche a Paragone… ya sabes, ¿ese lugar ridículamente
elegante que está cerca de Central Park? ¿Lo puedes creer? ¡Siempre
quise comer ahí!
¿Lo puedo creer?
No lo sé.
Comí una vez ahí.
Naz me llevo ahí en nuestra primera cita, supongo que lo puedes
llamar así. Gastó miles de dólares en pequeños platos de comida y loca
sobrevalorada champaña. Tuvo que intimidar al personal para tener una
mesa porque tenías que reservar semanas antes.
—Wow —digo—. ¿Cómo consiguió una reservación?
—Quien sabe —dice—, ¡pero nos presentamos y había una a su
nombre! Comimos, hablamos y reímos… y después volvimos a su
departamento y dormimos.
—Ustedes…durmieron
—Sí. —Se giró para mirarme—. Ambos caímos dormidos. Fue la
primera vez en mi vida que solo dormí con un chico por una noche entera,
¿Ya sabes? Sin nada sospechoso.
Realmente no sé qué decir.
¿Melody Carmichael, loca por los chicos, está parada frente de mí,
media desnuda, diciéndome que mantuvo su ropa puesta anoche?
—Entonces ustedes no, ya sabes… ¿lo hicieron?
—Oh, pfft, claro que sí. Follamos sin parar esta mañana a primera
hora.
Ella se ríe.
Yo solo sacudo mi cabeza.
Kimberly, cruzando el cuarto, azota un libro cerrándolo y pasa las
manos por su cara. Melody mira a su compañera de cuarto, rodando los
ojos, antes de centrarse en mí otra vez.
—Esa fue mi noche. Tuve que regresar desde Brooklyn luciendo
así.
—¿Brooklyn?
—Sí, como, Bensonhurst o algo así. Tomo una eternidad. Como sea,
tomaré una ducha rápido, No vayas a ningún lado, ¿ok?
No me da tiempo de responder cuando ya se está dirigiendo al baño,
dejándome aquí. Me siento en silencio, alisando y doblando
distraídamente el vestido para ocupar mi tiempo, mientras Kimberly hace
movimientos en su escritorio, arreglando sus libros. Ella saca una de su
bolsa, y puedo ver un pedazo de la cubierta en blanco y negro. Historia:
Una guía definitiva.
Yo tengo ese libro, también.
—¿Estas tomando clases con Rowan?
La pregunta está fuera de mi boca antes de que pueda convencerme
a mí misma de no hacerla. Kimberly continúa lo que está haciendo
cuando me contesta sin mucho interés. —Te sientas en la tercera fila
detrás de mí.
—Oh.
No lo había notado.
No le prestó atención a mis compañeros.
He estado tan ocupada tratando de no llamar la atención.
—Es un buen profesor —digo, no segura de cómo más podía
responder a eso—. Mejor que la mayoría, de todas formas.
Definitivamente he tenido peores.
Ella empuja su silla hacia atrás, y voltea a verme. El chirrido de las
patas contra el suelo silencia mi parloteo. El ceño fruncido aún está en
su cara, pero es peor ahora, marcado con un tipo de ira extrema.
—¿Podemos no hacer esto? —dice, señalándonos a ambas—.
¿Puedas dejar de tratar de hacer una conversación conmigo como si
fuéramos amigas así puedo pretender que no estás aquí? Eso haría mi
vida mucho más fácil.
Parpadeo un par de veces, su tono frustrándome. —¿Disculpa?
—Me escuchaste. Es suficientemente malo tener que vivir en este
infierno con esa…chica. No necesito cualquier energía negativa que traes
contigo.
Estoy completamente atónita.
¿Enserio acaba de decir eso?
—Mira, tu ni siquiera me conoces, así que no sé qué te he hecho
para hacerte… —Se ríe, interrumpiéndome, pero es algo así como una
risa maniaca, como si la chica tuviera al Guasón muriendo por salir de
ella. Está a tres segundos de pintar su cara e ir tras Batman.
—No puedes ser tan estúpida —dice—. Quizá eres una buena
persona, no lo sé, cosas malas pasan cuando estas alrededor, cosas que
no quiero que pasen en mi vida. Quizá es todo coincidencia, quizá no. La
gente habla. La chica Reed, la última persona en ver al profesor Santino
vivo. La chica con una compañera de cuarto cuyo novio desapareció. La
chica a la que un jodido delincuente le disparo el año pasado. Esas
cosas… no son normales. No le pasan a la gente normal. Así que, por
favor, deja todas las cosas que traes cargando en otro lado, porque
prefiero no ayudarte a cargarlas.
Camina alrededor, volviendo a sus libros, como si no acabará de
malditamente reclamarme. La observo, mi estómago está hecho nudos.
Siento como si estuviera a punto de vomitar.
Melody sale del baño en ese momento, regresando de la ducha más
rápida que haya tomado, y está quejándose de algo. No lo sé. No puedo
escuchar. No puedo concentrarme. Mi mente sigue repitiendo las
palabras de Kimberly.
La gente habla.
¿La gente habla de mí?
—¡Tierra a Karissa! —Melody truena sus dedos en mi cara—. Jesús,
chica, ¿Qué está mal contigo últimamente? ¡Siempre pareces en la luna!
La miro.
Aún no sé qué decir.
Un sonido destruye el silencio, sin embargo, me ha salvado de
pensar en palabras que decir. El teléfono de cuarto. Kimberly jadea,
parándose y saliendo furiosa, mientras Melody tomo el teléfono para
responderlo. —Cuarto 1313.
La llamada solo dura un minuto antes de que ella cuelga,
diciéndole a quien quiera que fuera que estaría ahí en un minuto.
—Paquetería o algo así —me dice, aunque yo no haya preguntado.
Rápidamente se termina de vestir y se cepilla los dientes—. ¿Me
acompañas abajo?
—Uh, Sí… Debería irme, de todas formas.
—Cierto, tienes clases.
—Sí.
Melody continúa quejándose en el camino de bajada al recibidor.
Capto algunas palabras—está hablando entusiasmada de Leo. Sonrío y
asiento, tratando de ser una buena amiga. ¿Pero es eso siquiera posible?
Honestamente, no lo sé.
¿Por todas las cosas que Kimberly mencionó?
Definitivamente no es una coincidencia.
—¿Estas bien? —me pregunta Melody, tomando mi brazo cuando
llegamos al primer piso y salimos del elevador.
—Sí, uh… No lo sé —Encojo mis hombros, porque realmente, no lo
sé. No soy idiota. No soy estúpida. Sé que la gente habla. Pero nunca
había tenido a alguien que me lo dijera descaradamente—. ¿Has
escuchado…? Quiero decir, ¿La gente de verdad habla de mí?
Melody me mira con confusión, hasta que su expresión cambia, un
gesto conocido cruza su rostro. No lo llamaría lastima. Melody no es una
persona que da lástima a alguien. Es simpatía, como si supiera
exactamente de lo que le estoy hablando.
Como si ha escuchado rumores.
—La gente es imbécil —responde, restándole importancia—. Les
gusta hacer historias como si esto fuera Hospital General y Sonny
Corinthos1 estuviera ahí afuera corriendo en las calles. Yo ni siquiera les
prestó atención, tu tampoco deberías.
Más fácil decirlo que hacerlo, supongo.
Sonríe, como si hablara en serio, y le sonrió de vuelta, porque quizá
lo hace. A pesar de todo, Sé que no merezco una amiga como Melody.
Está mejor sin Paul en su vida, cierto, pero eso no quita mi parte culpable
por su ausencia. Yo no le puse un dedo encima, personalmente, pero eso
no me hace inocente.
1
General Hospital: Telenovela que emiten en Estados Unidos. Siendo Sonny un personaje
principal de dicha novela.
Camino con Melody hacia el escritorio de enfrente, donde ella
muestra su identificación escolar. La señora que está trabajando, en
turno, le da un ramo de lirios blancos, Melody grita emocionada,
mostrándome la tarjeta. Ningún mensaje escrito en él solo: x, Leo.
—¿Qué te dije? —dice Melody, apretándolas contra ella—. Perfecto.
La dejé disfrutando aún de su resplandeciente post-cita, diciéndole
que tenía que irme a clases, pero en vez de eso me fui por el lado
contrario, yendo al metro. Raramente lo tomo, porque siempre está lleno,
pero estoy tan ensimismada que apenas noto a los demás.
La puerta de enfrente está cerrada cuando llego a casa, pero el auto
de Naz está en su lugar usual en la entrada, así que supongo que él no
fue a ningún lado. Entro, dirigiéndome al despacho, y encontrándolo
sentado detrás de su escritorio, leyendo el periódico de hoy.
Estoy empezando a ver un patrón.
Él levanta la mirada cuando entro. —Llegas temprano a casa otra
vez.
Me tiro en el sofá, tirando mi bolsa en mis pies. —¿Es eso un
problema?
—¿Para mí? No, ¿Para ti? Quizá.
—¿Por qué?
—Todas estas escapadas de clases no son buenas para tus
calificaciones —dice—. Así que supongo que veremos si es un problema
cuando llegue la boleta de calificaciones.
Me río de eso. —¿Qué vas a hacer? ¿Castigarme?
—No, pero quizá te de unas nalgadas.
—¿Es una promesa?
Me está mirando.
No se está riendo.
Sus ojos observan mi cara, buscando por algo. No estoy segura de
que, pero no lo encuentra, porque arregla sus papeles y los hace a un
lado, recostándose en su silla para mirarme. —Ven aquí.
—¿Por qué?
El levanta una ceja antes de repetir. —Ven aquí.
Una parte de mí se quiere resistir, simplemente porque el ignoro mi
pregunta, pero no está en mis manos en este momento. Me levanto y
camino a donde él está sentado, deslizándome entre él y el escritorio. Me
subo, sentándome, mis piernas colgando. Continúa observándome, como
si supiera que algo va mal.
Quizá lo sabe.
No me pregunta si estoy bien.
No tiene que hacerlo.
—Eres hermosa —dice—. Incluso cuando no estas sonriendo.
Es tan repentino que no puedo hacer otra cosa más que sonreír
ante el cumplido. —Gracias.
El asiente, sus manos descansando ahora en mis pantorrillas.
Aprieta mis piernas a través de mis vaqueros. —¿Quieres hablar al
respecto?
—No realmente.
Asiente, justo así, otra vez, y así es como termina.
Sus manos viajan hacia arriba, acariciando mis muslos, antes de
que alcance el botón de mis vaqueros, fácilmente desabrochándolo. Sin
palabras veo como baja el cierre, su mano deslizándose dentro. Mis
pantalones son ajustados, apenas dándole acceso, pero sus dedos logran
de alguna forma alcanzar mi clítoris.
Sus dedos son magnéticos, directo a eso.
El frota y acaricia, trabajando mágicamente al instante, el tipo que
hace que mis pies se retuerzan y mi piel se estremezca, haciendo mi
interior arder. Cierro mis ojos, inclinando mi cabeza hacia atrás,
mientras las pequeñas sacudidas de placer ondean por todo mi cuerpo,
recorriendo mi espina vertebral. No sé cómo este hombre lo hace,
volviendo mi cuerpo de cero-a-sesenta en cuestión de segundos. Me
recuesto en el escritorio, mientras tira de mis pantalones, bajándolos.
Un segundo son sus manos, otro es su lengua, presionando
completamente mi dolorido clítoris, probándome mientras se deshace de
mi ropa. Le ayudo, quitándomela y tirándola en todo el cuarto, no
importándome cuando estoy completamente desnuda y él totalmente
vestido en su traje. Intento alcanzar su abrigo, para ayudarlo con eso,
cuando toma mis muñecas y las pone contra el escritorio.
—Relájate —susurra—. Me encargaré de esto.
¿Quién soy yo para discutir?
De cualquier modo, olvide que demonios estaba a punto de hacer.
Porque su boca está sobre mí una vez más, lamiendo y chupando,
sus dientes rozan mi piel. Me estoy retorciendo y gimiendo a medida que
aumenta su ritmo. Me toma una eternidad venirme sola, pero de alguna
manera este hombre puede lograrlo en segundos, como si mi cuerpo
simplemente supiera que es todo por él. Puedo sentir la presión creciendo
y construyéndose, más rápido de lo que sé cómo enfrentar. Mi corazón se
acelera. Mis puños están apretados. Mi espalda se arquea. Un grito está
creciendo en mi pecho que trato de tragar, de mantener abajo, pero no
puedo. No puedo. Lo dejo salir, un grito áspero, estrangulado, mientras
el orgasmo me rasga, haciendo que mis piernas tiemblen por la
intensidad.
Estoy jadeando, agarrando mis pechos, mis músculos como
gelatina debajo de mi piel. Al abrir los ojos, me encuentro
instantáneamente con la mirada de Naz mientras se para allí,
inclinándose sobre mí.
Es casi instintivo cuando envuelvo mis piernas alrededor de su
cintura, tratando de atraerlo más cerca mientras mis manos se vuelven
hacia él. Su expresión seria se agrieta con una pequeña sonrisa, y me
agarra, tirando de mí del escritorio y sobre su regazo mientras se sienta
en su silla.
Estoy a horcajadas sobre él.
Él todavía tiene toda su ropa puesta.
La mía solo Dios sabe dónde.
Sus manos comienzan en mis caderas y lentamente suben por mi
espalda antes de deslizarse hacia el frente. Palmea mis pechos, sus
pulgares acariciando los pezones, mientras me mira. De nuevo.
No hace ningún movimiento para llevarlo más lejos.
No hay indicación de que esto vaya a ninguna parte.
—¿Por qué fue eso? —pregunto, mi voz aún sin aliento.
Se encoge de hombros. —Parecías que podrías aliviar un poco el
estrés.
Eso es una subestimación, creo, pero sin duda hizo el truco. La
tensión que he sentido durante toda la mañana ha disminuido. Casi me
siento a gusto sentada aquí con él. Solo nosotros dos. Solo él y yo. Sin
embargo, todo está allí, en el fondo de mi mente, pero por el momento me
libero de la culpa por todo.
La culpa es algo feo.
Lentamente devora tus entrañas.
Me pregunto cómo lo hace Naz, cómo logra sobrevivir a sus días sin
sentir la sensación persistente dentro de él, la fea realidad del
arrepentimiento. Porque él ha hecho cosas ... muchísimo más de lo que
yo hice. Él acabó vidas. Arrebató futuros. Destruyó sueños.
Demonios, casi me asesina.
Sin embargo, se levanta todas las mañanas y se acuesta todas las
noches, y sobrevive las horas intermedias sin doblarse.
Está tratando de ser mejor, sí, pero creo que, cuando se trata de
hacerlo, lo hace por mí. No lo hace porque quiere arrepentirse por sus
acciones. No lo está haciendo para compensar sus pecados. Lo está
haciendo no porque esté cansado de ser el hombre que ha sido. Lo está
haciendo porque piensa que es lo que yo necesito.
Quiere ser un hombre mejor para aliviar mi culpa por amar a
alguien como él.
Un leopardo no cambia sus manchas.
Eso es lo que dijo Giuseppe.
Puedes vestir a un lobo con piel de cordero, pero el hijo de puta
todavía te comerá vivo si lo permites.
La mano de Naz cambia al collar alrededor de mi cuello. El colgante
está bajo, casi entre mis pechos. Rueda el pequeño cristal redondo
encerrado entre sus dedos, mirándolo. —Nunca te lo quitas.
—No —le susurro, a pesar de que en realidad no lo había hecho
como una pregunta. Sabe que no lo hago. Lo ve en mí todos los días—.
Bueno, quiero decir, me lo quito para ducharme, y cuando me voy a
dormir, pero me lo vuelvo a poner en la mañana.
Me ha dado mucho, pero el collar tiene un significado especial.
Todavía recuerdo vívidamente el día, las palabras que me dijo después de
abrochar el collar alrededor de mi cuello.
Podría ser así todo el tiempo, Karissa, en cada momento de cada día.
Puedo darte lo mejor de todo. Solo tienes que dejarme.
Esas palabras se han quedado conmigo. Incluso cuando estábamos
en desacuerdo el uno con el otro, nunca olvidé lo que dijo. Porque esa
noche, por primera vez en mi vida, me sentí realmente valiosa. Sentí que
importaba, que tal vez era alguien. Y no es por una joya tonta, aunque,
está bien ... es hermosa. Es porque, incluso si él no había dicho las
palabras esa noche, realmente me sentí amada.
Carpe Diem. Las palabras están grabadas en el colgante de metal.
Mañana no es una garantía. Nada es prometido. ¿Así que hoy? Aprovecha
el día.
Así es como Naz vive su vida.
Así es como quiero vivirla con él.
Me mira, soltando el collar. —Vamos arriba.
—¿Por qué?
Arquea una ceja hacia mí ... otra vez ... pero esta vez responde esa
pregunta. —Porque todavía te sientes un poco tensa. Creo que tienes
algunos calambres que podemos arreglar, si sabes a qué me refiero.
Me río, agarrándolo con fuerza mientras él se pone de pie,
agarrándome. Una vez que está derecho, me pongo de pie, alejándome de
él.
—Podría haberte llevado —protesta.
—Pfft, ¿y tirarte de espaldas, viejo? No lo creo.
—Ja, ja —dice, tratando de agarrarme, pero me escapo de su
alcance. Riendo, paso a través de la puerta, dirigiéndome hacia las
escaleras. Las subo de dos en dos, agarrando mis pechos para que las
malditas cosas no reboten, casi sin aliento cuando llego al dormitorio.
Puedo escuchar a Naz cuando sube las escaleras, sus pasos
medidos, metódicos, intencionalmente fuertes. El hombre es muy bueno
para escabullirse, pero se está asegurando de que lo escuche. ÉSe burla
de mí.
La anticipación es una perra.
Se dirige al pasillo, hacia la habitación, y se detiene en la entrada.
Instintivamente, retrocedo unos pocos pasos, hacia la cama.
—¿Crees que eres divertida, verdad? —pregunta, dando un paso
hacia mí, sin vacilar cuando me retiro un poco más.
—Tal vez.
—Tal vez —repite, deteniéndose frente al tocador, abriendo el
primer cajón. Cada músculo dentro de mí se congela, mi estómago en
nudos cuando saca un grueso cinturón de cuero.
Lo envuelve alrededor de su puño mientras se vuelve hacia mí.
La mirada está en su rostro.
Esa mirada.
Ha pasado un tiempo desde que la vi, desde que me miró de esa
manera. Desde que bajó la guardia y dejó que el monstruo salga a jugar.
Es emocionante.
Titilante.
Aterrorizante.
Tal vez es malo que haya extrañado este lado de él, pero lo he
hecho. Lo extrañé. No lo he admitido incluso a mí misma hasta ahora.
Hay algo emocionante acerca de vivir al límite, de incitar a lo que sé que
mantiene enterrado dentro de él. No me va a hacer daño. Sé que no lo va
a hacer. Pero él es apasionado y primitivo. Feroz.
Se acerca más.
Y más cerca.
Y más cerca.
Retrocedo hasta que me encuentro con la mesita de noche,
encajada justo al lado de la cama. Naz se detiene frente a mí, las puntas
de sus zapatos negros contra mis dedos descalzos sin pintar, su cuerpo
casi se presiona contra el mío mientras se eleva sobre mí. Se inclina hacia
mí, su cara se acerca a la mía, la leve barba de su mandíbula se frota
contra mi piel.
Está en silencio.
Mi corazón se acelera.
El ruido sordo es todo lo que escucho.
—Iba a tomármelo con calma —dice, con la voz baja—. Acostarte
en la cama y venerarte, todo el día y toda la noche. Besarte y acariciar
cada centímetro de ti. Probarte con mi lengua hasta que ya no aguantaras
más. Y luego te lo iba a dar, profundo y lento... hacer que te vinieras una
y otra vez, hasta que todo lo que pudieras hacer es gimotear, gritar mi
nombre. —Su mano libre, la que no agarra al cinturón, lentamente roza
a lo largo de la parte delantera de mi cuerpo, las yemas de los dedos rozan
mi piel enrojecida. Pasa la mano por mis senos antes de posarse en mi
pecho, sobre mi corazón—. Te gusta de esa manera, ¿no? Como cuando
te hago sentir todo mi amor.
Asiento, hormigueo estallando por todos lados. —Uh-huh.
—Y te iba a amar bien, recordarte lo que se siente ser apreciada,
ser idolatrada, ser tratado como la reina que eres. Iba a hacerte el amor
en serio, cariño. —Dejo escapar un suspiro tembloroso, y antes de que
pueda inhalar otra vez, su mano se mueve. Es una fracción de segundo,
apenas un abrir y cerrar de ojos. Su mano está alrededor de mi cuello,
apretando con fuerza, mientras me tira hacia él, contra él—. Pero ahora
creo que simplemente te follaré.
Jadeo cuando me empuja sobre la cama, dándome la vuelta así que
estoy sobre mi estómago. Me empuja fácilmente como si no pesara nada,
un brazo serpenteando a mi alrededor, debajo de mí, y levantando mi
trasero en el aire. Intento adaptarme rápidamente, mi visión se difumina
por la adrenalina que corre por mis venas. Empujo mis manos hacia
arriba y giro mi cabeza para mirarlo justo a tiempo para verlo hacer un
lazo alrededor del cinturón.
Sus ojos se encuentran con los míos.
No puede ser más que unos pocos segundos.
Antes de darme cuenta de lo que está haciendo, desliza el cinturón
sobre mi cabeza. Agarrando el extremo de esto, lo jala, apretándolo
alrededor de mi cuello como un collar.
Jadeo.
Lo aprieta más.
Oh, mierda.
No puedo respirar.
No puedo respirar.
Intento agarrarme del cuello, aflojar el cinturón, darme algo de
jodido aire, pero se aprieta más cada vez que me muevo. Cinco segundos.
Diez segundos. Un minuto. Una jodida eternidad. Mi pecho está ardiendo,
mis ojos están llorando, y comienzo a torcerme brutalmente,
levantándome sobre mis rodillas. Antes de que pueda hacer mucho para
luchar contra él, Naz me empuja hacia abajo contra la cama, su agarre
en el cinturón se afloja. Inhalo bruscamente, desesperadamente, apenas
puedo respirar antes de que empuje dentro de mí con fuerza, quitándome
el aire de nuevo.
Grito cuando la fuerza de sus embestidas empuja mi rostro contra
el colchón. Agarra el cinturón sin apretar, así que puedo sentirlo
presionando mi garganta, pero no corta mi flujo de aire cuando comienza
a follarme brutalmente. Todavía está usando su traje, y trata de
quitárselo entre empujes, abriendo su camisa, pero no llegando muy lejos
antes de darse por vencido. La mano que no sostiene el cinturón se clava
en mi cadera mientras me sostiene en el lugar, impidiéndome alejarme.
No es que lo haría.
No, no hoy.
Estoy empujando hacia atrás contra él, haciendo frente a sus
embestidas, gruñendo mientras va más y más profundo, aniquilando una
parte de mí mientras al mismo tiempo me construye.
—A ti también te encanta esto, ¿verdad? —pregunta, su voz baja,
tensa—. No necesitas que te trate como a la realeza para saber lo que
significas para mí. Puedo follarte así, follarte como si no fueras nada, y
todavía sabes que eres todo para mí.
Quiero responderle.
Quiero decirle que eso es verdad.
Pero las palabras están alojadas en lo profundo de mi pecho,
bloqueadas por el cinturón que presiona contra mi garganta. Todo lo que
parece pasar por la barrera son gruñidos y gritos, gritos que suenan como
su nombre, mientras me folla.
Y me folla.
Y me folla tanto que estoy a punto de intentar rogar.
Rogar para que se detenga.
Rogar para que siga.
Rogar para que me folle al olvido.
Rogar que me dé más... más... más.
No sé cuánto tiempo pasa, o cuántos orgasmos me atraviesan,
antes de que todo mi cuerpo empiece a temblar, mientras continúa
empujando dentro de mí. Mi respiración es trabajosa, mi corazón
martillea con fuerza, cuando algo dentro de mí parece romperse y me
rindo. Dejo de pelear. Dejo de luchar. Me doy por vencida y lo dejo hacer
lo que quiere. Mi cuerpo se queda flácido en la cama, mientras que el
cuerpo de Naz se pone tenso.
El cinturón se tensa alrededor de mi cuello, cortando mi flujo de
aire una vez más, mientras otro orgasmo atraviesa mi cuerpo agotado.
Naz empuja fuerte unas cuantas veces antes de venirse, un gruñido
saliendo de su pecho mientras suelta. En el momento en que termina, se
detiene por completo, soltando el cinturón y dejándolo caer.
Inhalo bruscamente, colapsando en la cama cuando él se retira.
Se sienta detrás de mí, de rodillas, sin hacer ruido ni moverse.
Estoy jadeando, aun recuperando el aliento, mientras me ahogo en el
edredón suave. Mierda, no puedo moverme. No puedo hacer nada más
que acostarme aquí.
Mi cuerpo no es más que una dolorida bola de hormigueos.
Estoy completamente jodida.
Literalmente.
Figurativamente.
¿Quién sabe realmente?
Después de un momento, Naz sale de mí y deshace el cinturón,
quitándolo de mi cuello. Se baja de la cama, y escucho sus pasos
silenciosos cruzar la habitación.
Volteándome, lo miro.
Me desconcierta su aspecto tan tranquilo.
Su camisa está abierta, claro, pero eso es todo lo que está
desarreglado. Ni siquiera creo que sudó. ¿Cómo diablos es eso posible?
Aleja el cinturón antes de quitarse cuidadosamente la ropa,
arrojándola a un lado, antes de reunirse conmigo en la cama de nuevo.
Se acuesta a mi lado, su mano se abre paso hacia mi cuello, y me tenso,
pero no aprieta.
Las ásperas yemas de sus dedos acarician suavemente la piel.
—Probablemente no debería haber hecho eso —dice, acariciando
mi garganta con el pulgar.
—¿Por qué?
Mi voz es ronca, llena de confusión.
—Porque —dice, sus ojos encontrando los míos—, probablemente
vas a tener que usar un jersey de cuello alto mañana.
Me río ligeramente, alcanzando mi mano sobre la suya. —Sí,
bueno, me temo que no tengo ninguno. No creo que nadie lo haga.
—Yo sí.
Lo miro boquiabierta. —¿Tú sí?
Asiente. —Uno negro.
—Yo, eh ... ¿qué? ¿Cómo es que nunca lo he visto?
—Porque no me lo pongo —dice—. Está en mi armario en alguna
parte.
He rastreado ese armario y robado la ropa.
No puedo creer que nunca lo haya notado antes.
—¿Por qué no estoy sorprendida? —murmuro—. Quiero decir que
los cuellos de tortuga eran furor hace mucho tiempo... ya sabes, cuando
tenías mi edad.
Me aprieta el cuello juguetonamente mientras me fulmina con la
mirada y me río. Se pone tan nervioso cuando menciono su edad.
—Sigue así —dice—, y podría terminar azotándote antes de que
termine este día.
Poniendo los ojos en blanco, me arrastro en la cama, acercándome
a él. Envuelve sus brazos a mi alrededor, tirando de mi cabeza hacia su
pecho. Ninguno de nosotros dice nada más por un tiempo. El silencio se
apodera de la habitación. No pasa mucho tiempo antes de que me pierda
en mi cabeza otra vez, pensando en todo.
—¿Alguna vez te sientes culpable? —pregunto al final, la curiosidad
ganándome. De acuerdo, tal vez quiero hablar de eso.
—¿Culpable de qué?
—Todo —digo—. Cualquier cosa.
Hace una pausa antes de decir—: ¿Por qué preguntas?
—No lo sé —le digo—. Supongo que me estoy preguntando.
—Te preguntas si me siento mal por las cosas que hice.
—Sí.
Está callado de nuevo.
Realmente no necesito que responda.
Ese silencio me dice todo.
—Si tuviera la oportunidad, podría hacer algunas cosas diferentes
—dice finalmente—. Pero la mayor parte de eso, probablemente todavía
lo haría. ¿Me siento culpable? No, en realidad no. No creo tener algo en
mí para sentir ese tipo de remordimiento.
Esa respuesta no me sorprende.
Es lo que esperaba escuchar.
Traducido por Jadasa & Susana20
Corregido por Blaire R.
Ignazio
Joseph Gladstone.
Lo llaman Gordo Joe.
Eso es todo lo que sé sobre el hombre que tengo enfrente, su
nombre, pero es más que suficiente. Armando desenterró una dirección
en la que podía encontrar al tipo, lo cual, por suerte para él, resultó ser
creíble. No sé cuándo nació o de dónde es, no sé si tiene una familia o si
vive solo, no sé cuánto dinero gana o si lo tiene guardado en el banco. No
lo sé, y no me importa, porque al final del día, no hace la diferencia.
Todo lo que importa, francamente, es que de alguna manera se
cruzó en el camino equivocado, caminó en la línea incorrecta y ofendió al
hombre equivocado.
Específicamente, a mí.
Pero el pobre Joe aún no lo sabe.
No sabe que lo estoy vigilando.
No sabe que lo he estado siguiendo.
Esperando el momento perfecto para atacar.
Camina sin prisas, como si no tuviera ningún lugar en el que estar,
como si no le temiera a nada en estas calles. Y quizás no tenga que
hacerlo. Ciertamente no. Pero debería.
Se acerca la medianoche de un miércoles. Karissa está en casa, en
la cama, dormida, inconsciente de que estoy afuera, retomando viejos
hábitos, merodeando por las calles. Si tengo suerte, no se despertará
hasta la mañana, ni siquiera sabrá que abandoné la comodidad de
nuestra cama para venir aquí y hacer esto.
Algo que le dije que ya no hacía.
El tipo de cosas que los buenos hombres no le hacen a otras
personas.
Al salir de mi automóvil, silenciosamente cierro la puerta,
manteniendo mi cabeza gacha en tanto sigo a Joe por la calle casi vacía.
Él transita esta ruta casi todas las noches a esta hora... cada vez que he
estado aquí, de todos modos. No estoy seguro de a dónde va. Nunca me
quedo tanto tiempo para ver. Sale de un pequeño apartamento de mierda
encima de una pequeña verdulería en el Lower Eastside y utiliza algunas
calles laterales al dirigirse a un parque cerca del East River.
Esta noche, no va a llegar allí.
Llega al primer callejón, y estoy justo pisándole los talones. No se
da cuenta de que estoy en las sombras, no oye mis pasos hasta que es
demasiado tarde. Comienza a darse la vuelta, sintiendo mi presencia,
palabras en la punta de su lengua que apenas salen de sus labios cuando
lo golpeo.
Lo doy un puñetazo.
Hijo de puta, su cara lastima mi puño.
Lo aturde, pero no cae. No es gordo, como sugiere su apodo, pero
el hombre es enorme. Lo atrapa lo suficientemente desprevenido como
para darme la ventaja. Le aplico una llave, cortando su flujo de aire,
estrangulándolo.
Pelea.
Es fuerte.
Apenas puedo mantener mi agarre sobre él.
Agarra mi ropa, intentando golpearme, tratando de liberarse. Sus
ojos se abultan, su rostro adquiere una tonalidad rojo brillante a medida
que entra en pánico. Sabe que está en problemas.
En muchos problemas.
—Tienes suerte de que hoy no tenga ganas de asesinar a nadie —
le digo mientras comienza a perder la consciencia.
Una vez que está fuera de combate, lo dejo caer.
Cae fuertemente en el callejón, golpeándose la cabeza contra el
asfalto. Una sensación persistente me araña, burlándose de mí,
urgiéndome a que lo termine. Que lo asesine. Debería hacerlo. Podría.
Parte de mí, obviamente, desea hacerlo. Y cuando lo miro fijamente, casi
lo hago. No sería difícil.
Nunca es tan difícil.
Solo estoy aquí para enviar un mensaje. Para hacerles saber que
no estoy dándome la vuelta y aceptándolo. Si lo quisiera, podría tenerlo,
pero este patético cobarde no vale la pena como para tener más sangre
en mis manos.
Menos de un minuto y me estoy dando vuelta para alejarme,
saliendo del callejón. Doy unos pocos pasos, no más de diez, antes de
escuchar algo detrás de mí, el sonido de un motor en funcionamiento.
Un automóvil está entrando al callejón por el otro extremo.
Lanzo una mirada rápida en esa dirección. Es completamente
negro, pequeño... parece un BMW. No puedo distinguir mucho en la
oscuridad. Las luces están apagadas.
Intenta no ser visto.
Me apresuro en tanto me doy la vuelta, necesitando irme.
Lo hago apenas dando cinco pasos más, casi llegando al final del
callejón, cuando otro automóvil se acerca justo en frente de mí, tan cerca
que tengo que apartarme rápidamente, unos pasos atrás, para evitar que
me atropelle. Mi corazón deja de latir en mi pecho, se detiene ante el
idéntico vehículo negro con las luces apagadas y las ventanas polarizadas
frente a mí.
Estoy atrapado.
Y entonces, lo sé en ese instante.
Y estoy enojado.
Jodidamente enojado.
Porque no fui el único que andaba a hurtadillas esta noche.
No fui el único vigilando, acechando, esperando el momento
perfecto.
Estoy molesto por no notarlo antes, no me di cuenta de
que también me seguían.
Permanezco inmóvil donde estoy, deslizando mis manos en mis
bolsillos mientras bajo la mirada del auto, sin que se note lo alarmado
que me siento. Jamás les dejes ver tu miedo... es la regla número uno. Y
no es que lo sienta. No, no tengo miedo.
No le temo a la muerte.
Ya he muerto demasiadas veces antes.
Soy un gato con nueve vidas y ya estoy en la número doce. Estoy
viviendo un tiempo prestado. Cuando la muerte quiera llevarme, me
llevará.
Pero me molesta que esté fuera de mi juego, enojado porque no
podré ser capaz de asesinar a quien sea que esté en ese auto antes de
que puedan matarme, y eso es simplemente inaceptable.
Si muero, puedes estar malditamente seguro de que también
llevaré a todos los que se encuentran a mí alrededor.
Todos los que alguna vez podrían intentar ir tras ella.
Se abren tres puertas del automóvil, tanto las del pasajero
delantero y trasero. Tres hombres salen, deteniéndose justo donde están,
protegidos por las puertas. No reconozco a ninguno de ellos, no es lo que
esperaba. Se ven como los típicos matones que corren en nuestros
círculos, vestidos completamente de negro, con una chaqueta de cuero
arrojada aquí y allá. Cabello oscuro, rasgos oscuros... Italianos,
obviamente, o lo suficientemente cerca como para pasar como tal. No veo
ningún arma, pero eso no significa que no la llevan.
Los hombres así no salen de casa sin un arma.
La cuarta puerta se abre luego de un momento, aparece otro
hombre. En el momento en que poso mis ojos sobre él, me invade una
sensación de familiaridad.
Hijo de puta.
Lo conozco.
Está más viejo de lo que recuerdo, pero supongo que ahora también
yo lo estoy. Han pasado casi dos décadas desde que nos cruzamos, una
vida entera, pero nunca olvidaré una cara así de jodida.
Ahora lo entiendo, por qué lo llaman Scar2.
Casi me río de lo absurdo de eso.
Una grotesca cicatriz irregular recorre todo el lado derecho de su
rostro, cortando su ojo. Es descolorido, tiene un tono azul más claro que
el otro. Ese es ciego, lo ha sido por el tiempo que lo conozco, pero nunca
se ha entrometido en su camino. Sus otros sentidos lo compensan. Es un
hijo de puta sigiloso.
Debería serlo.
Le enseñé mucho de lo que sabe.
Aprendió a sobrevivir observándome.
Camina hacia mí... se pasea, en serio. El bastardo no expresa un
gramo de miedo o alarma en ninguna parte. Sus ojos se abren paso a
través de mí cuando se acerca, y se detiene un paso a mi derecha,
dudando, en tanto su mirada se posa sobre mí, como si me estuviera
midiendo. Está evaluando.
Me pasa y luego, camina por el callejón detrás de mí. No muevo mi
cuerpo, pero vuelvo la cabeza, observándolo acercarse a Joe tirado en el
asfalto, sangrando donde se golpeó la cabeza.
—¿Amigo tuyo? —pregunto.
Lorenzo niega con la cabeza a medida que se arrodilla al lado del
tipo.
—Sigue vivo.
Me mira de reojo mientras dice eso, arqueando una ceja.
—Por hoy —digo.
Karissa
—¿Sabían que… y esto podría ser impactante… pero Napoleón
Bonaparte no fue para nada pequeño?
Algunas personas murmuran en respuesta a la declaración de
Rowan, pero la mayoría, como yo, solo están escuchando en silencio.
Aunque le daré crédito, es un profesor más interesante que la mayoría,
hay mucho que puede hacer para entusiasmarnos con las Guerras
Napoleónicas.
—En realidad, según las mediciones modernas, medía casi metro
setenta y tres centímetros, así que era tan alto como yo —continúa—. El
rumor probablemente comenzó por algunas razones, una de las cuales
figura en que colocaron un metro cincuenta y ocho centímetros en su
certificado de defunción, pero fueron incrementos en francés. En
realidad, estaba por encima de la altura promedio de su tiempo, pero se
rodeó de guardias mucho más altos, que lo hizo ver más pequeño.
Fascinante, ¿verdad?
¿Fascinante?
No es la palabra que usaría, pero lo que sea que flote su bote.
La clase ha terminado, técnicamente, y la gente a mi alrededor está
empacando para irse, pero el profesor sigue hablando, claramente
apasionado por el tema.
—Para el próximo martes, me gustaría un artículo sobre por qué
su estatura todavía importa. ¡Dos páginas, a doble espacio!
Eso genera una reacción de todos, pero no una buena.
Honestamente, no sé por qué nada de eso importa.
Bajo, alto, grande, pequeño… no le hace menos idiota.
La gente ya está saliendo por la puerta cuando deslizo mi libro de
historia en mi bolso. Mi atención se fija en tres filas frente a mí, a la
pesadilla pelirroja que guarda sus cosas. Mira a mí alrededor, haciendo
un punto para nunca mirarme, como si tal vez nuestros ojos no se
encuentran puede pretender que no existo en su mismo plano. Es
infantil. Ridículo. Grosero.
Probablemente sea exactamente lo que yo haría en sus zapatos.
Hoy soy casi la última en salir del aula. Está inusualmente cálido
y he estado sudando toda la mañana.
Tal vez no ayuda que use una gruesa bufanda negra.
Era lo único que tenía para cubrir el leve hematoma en mi
garganta. Intenté usar maquillaje, pero bueno, nunca he sido buena para
difuminar los tonos de piel. Era como dibujar un maldito blanco justo en
mi cuello.
Así que bufanda fue.
Al salir, me detengo frente al edificio, teniendo en cuenta mis
opciones. Tengo otra clase en poco más de una hora, así que como de
costumbre, tengo un poco de tiempo que perder.
Honestamente, como que quiero irme a casa y decir al demonio con
esto.
No estoy realmente segura de lo que me pasa, si la gente está en
mi cabeza o si estoy demasiado cansada para preocuparme realmente.
Siento que estoy haciendo las cosas sin una dirección real, sin tener idea
de lo que quiero hacer después.
Se supone que debo especializarme pronto.
No estoy preparada para ese tipo de responsabilidad.
Casarme fue un compromiso más fácil.
Comienzo a alejarme, a hacer eso, salir, cuando veo a Melody a lo
lejos, acercándose desde la clase. No está sola hoy, no… alguien está a
su lado, sosteniéndole la mano.
Leo.
Me quedo donde estoy, esperando, mientras se acercan.
Jesús, es aún más lindo de cerca.
Melody se da cuenta de que estoy parada aquí y me elude,
arrastrando a Leo detrás de su cuerpo. Se ríe, aparentemente confundido
por un momento, antes de que me note también. La confusión se
desvanece de su rostro, reemplazada por algún tipo de comprensión que
me dice que sabe exactamente quién soy sin necesidad de una
presentación.
Aunque obtiene una, Melody se asegura de ello.
—¡Kissimmee! —Me jala a un abrazo, todavía sosteniendo a Leo,
así que estamos en un abrazo incómodo de tres que solo Melody pensaría
que es aceptable—. Este es Leo… Leo, esta es mi mejor amiga, Karissa.
—Encantado de conocerte —dice Leo, extendiendo su mano libre
hacia mí. La miro por un momento antes de sacudirla débilmente—. He
oído hablar mucho de ti.
—Temía eso —murmuro, alejándome.
Melody se ríe, empujándome. —Todo fue bueno, lo prometo.
—Lo fue —concuerda Leo.
—Bueno, en ese caso, es un placer conocerte también.
—Íbamos a tomar un café —dice Melody, sonriendo radiante—.
¿Quieres unirte a nosotros?
—No debería…
—Deberías —replica Leo.
Me encojo de hombros, concediendo, no queriendo ser grosera. —
Claro, supongo.
Camino con ellos las pocas cuadras hasta el café, sintiéndome
como una jodida tercera rueda, mientras los dos pasean de la mano,
conmovedoramente, todo el camino.
Sin embargo, es agradable, verla tan feliz.
—Conseguiré las bebidas —dice Leo en cuanto llegamos, retirando
su mano de la de Melody—. Ustedes dos encuentren algunos asientos.
—Puedo obtener la mía —le digo.
—Tonterías —responde.
Tonterías.
Escucho esa palabra todo el maldito tiempo.
Es una de las favoritas de Naz.
Empiezo a protestar un poco más, porque no necesita comprar mi
café cuando ni siquiera me conoce, y además, no estoy del todo segura
de cómo se sentiría Naz acerca de otra persona pagando mi cuenta, pero
Melody tira de mi brazo, jalándome hacia una pequeña mesa a lo largo
del costado, sin dejarme luchar contra él. Refunfuño, deslizándome en la
silla frente a ella, diciendo algo sobre devolverle el dinero, lo que ignora
por completo.
Típico.
—Por cierto, el otro día conquisté totalmente la prueba —dice—.
Solo fallé una pregunta.
—¿De filosofía?
—Sip.
—¿Ves? Estabas preocupada por nada.
Se encoge de hombros, asintiendo al mismo tiempo, como si
estuviera de acuerdo, pero no quiere admitir que yo tenía razón. Leo
regresa entonces, haciendo malabares con dos cafés y un pequeño té de
menta de chocolate. Pone el té caliente frente a mí y lo miro con furia
mientras se acomoda en su asiento junto a Melody.
—¿Hay algún problema? —pregunta, vacilante—. Eso es lo que
bebes aquí, ¿verdad?
—Sí, lo es —digo, mirándolo con sospecha—. ¿Cómo lo supiste?
Parece desconcertado por mi pregunta y solo me mira, mientras
Melody agita el brazo. —Acaba de decir hace dos minutos que ha
escuchado mucho sobre ti, lo que significa que probablemente ya ha
escuchado todo sobre ti. Hemos venido aquí varias veces. He mencionado
cómo bebes esa cosa de chocolate.
—Oh.
—Puede que también haya mencionado cuán seguido usas
bufanda, por lo general —dice, señalando en mi dirección—. Jesús, hay
veintiséis malditos grados hoy. ¿No tienes calor?
Alzando la mano, paso las puntas de los dedos por la bufanda. —
No.
Estoy mintiendo. Obviamente.
Estoy sudando como un cerdo.
El calor que irradia mi bebida no me está ayudando.
Se siente como un sauna en este lugar.
Bien, creo que podría tener fiebre…
Se encoge de hombros, como creyendo lo que estoy diciendo, y
vuelve su atención hacia Leo. Gracias a Dios. Me siento en silencio,
mirándolos conversar, una natural facilidad entre ellos, mientras hablan
y ríen. No bebo mi bebida. Realmente no sé por qué. La idea de hacerlo
casi me da náuseas.
Quince minutos.
No lo sé.
Están encerrados en una burbuja de lo que sea que esté irradiando
de ambos. No sé si lo llamaría amor, ya que todavía es muy nuevo, pero
ciertamente hay una buena dosis de lujuria que se mezcla con algo más
grande. Algo más.
Demonios, tal vez sí sea amor.
¿Qué sé yo?
Me enamoré en el momento en que puse los ojos en Naz, fuera del
aula de Santino.
No lo supe entonces, pero sucedió.
Sucede.
Así que tal vez les pasó a ellos también. Un teléfono sonando
destroza el momento, el sonido de Tupac cruzando a toda velocidad el
café. Amitionz Az a Ridah. Mis ojos se posan instantáneamente en
Melody, pero no hace ningún movimiento para responder lo que sea que
esté sonando. No, a su lado, Leo busca en su bolsillo, sacando un iPhone
dorado. Mira a la pantalla, frunciendo el ceño, antes de presionar un
botón en el frente. La canción se corta instantáneamente cuando se lleva
el teléfono a la oreja. —Sí.
Estoy aturdida.
Absolutamente asombrada.
Alguien aparte de Melody todavía rockea con Tupac.
Eso siempre fue lo suyo.
—¿Hiciste eso? —pregunto en voz baja, gesticulando hacia su
teléfono, mientras se aleja de nosotras, sin levantarse, pero
definitivamente amortiguando su conversación. No es que importe, ya
sabes, teniendo en cuenta que todo lo que hace es estar de acuerdo con
lo que sea que esté diciendo la persona en la línea. Uh-huh. Sí. Bueno.
Claro.
Es tan malditamente… agradable.
—¿Qué? —pregunta Melody, mirándome antes de reír—. Oh, no…
no fui yo. De hecho, es cómo nos conocimos, si puedes creerlo. Un día
pasaba a su lado en Washington Square. Su teléfono comenzó a sonar.
Empecé a tararear. El resto es un poco historia.
—Oh, pensé que lo conociste en clase o algo así.
—Nah, no va a la Universidad de Nueva York.
—¿A dónde va?
Se ríe. —Donde sea que quiera ir, supongo, ya que no está en la
escuela.
—¿No? ¿Qué hace entonces?
—Lo que quiera —dice—. En este momento, está como trabajando
con su hermano.
—¿Qué hace su hermano?
—Oh, eh… no sé. Es un negocio familiar o algo así. Solo está
haciendo trabajos ocasionales para ganar un poco de dinero.
Me sorprende aún poder ver más allá de las banderas rojas que se
elevaron.
Todo esto suena familiar... tan, tan familiar.
Prácticamente se encuentra desempleado, haciendo trabajos
ocasionales para ayudar a la familia, pero ¿puede pagar una comida en
Paragone? O bien tiene un fondo fiduciario con un corazón de oro o sus
negocios no son exactamente legales.
Uf, no sé qué pensar.
Él no podría, ¿verdad?
—Está bien, está bien, sí... dame unos minutos. —Leo termina la
llamada, deslizando el teléfono en su bolsillo. Su atención vuelve hacia
nosotras y sonríe, pero hay algo fuera de lugar. No sé si solo estoy siendo
paranoica, tras todo lo que sucedió, o si realmente está actuando de la
manera en que pienso. De cualquier forma, mis vellos se erizan cuando
lo miro—. Señoritas, odio volar, pero necesito encargarme de algunas
cosas para mi hermano.
Melody frunce el ceño. —¿Te veré más tarde?
—Por supuesto —dice y se pone de pie, inclinándose para depositar
un beso rápido en su frente—. Te llamaré. —Se vuelve hacia mí,
asintiendo—. Encantado de conocerte finalmente, Karissa. Tendremos
que reunirnos de nuevo en algún momento.
—Sí —digo—. Estoy segura de que lo haremos.
Se va, así de fácil, dando una breve mirada hacia atrás antes de
desaparecer.
Melody suspira una vez que ya no lo vemos. —¿Entonces?
—Entonces ¿qué?
—Entonces, ¿qué piensas?
¿Qué pienso?
No estoy segura de que sea algo que esté dispuesta a escuchar.
Aún no, de todos modos.
—Creo que te gusta —digo—, mucho más de lo que he visto que
alguien te guste alguna vez.
Su sonrisa se ensancha. —Creo que tienes razón.
—Sin embargo, ¿cuánto sabes realmente de él? Quiero decir...
¿quién es realmente?
Una nube de confusión se apodera de su rostro. —¿Qué?
—Solo digo, ya sabes, no hace mucho que lo conoces...
—Sin embargo, se siente como si lo hiciera —dice, encogiéndose de
hombros—. Se siente como si lo hubiera conocido toda mi vida. Hay tanto
sobre él que parece... conocido.
—Conozco la sensación —murmuro.
—No intento sonar cliché o lo que sea, pero cuando lo miro, siento
que me veo a mí misma... como una parte de mí. ¿Sabes? —Se ríe—. Uf,
sueno como una maldita novela romántica de Nicholas Sparks.
—Quien escribe tragedias —señalo—. Lo llaman romántico; pero
alguien, usualmente, siempre muere, y eso seguro como la mierda que
no es hacia dónde va esto...
No lo creo, de todos modos.
Uf, Dios, por favor no dejes que sea así.
No quiero que nuestras vidas sean una maldita historia de Nicholas
Sparks.
—¿De verdad? —Hace una mueca—. ¿Cómo es eso romántico?
—No lo sé. Supongo que sí, si estás muriendo por alguien a quien
amas, o alguien te ama incluso sabiendo que vas a morir. Es
desinteresado, te sacrificas por alguien más, entonces alguien que amas
no tendría que sufrir tanto.
—Guau, eso es... —Hace una pausa. ¿Amoroso? ¿Compasivo?
¿Noble?—. Macabro.
Macabro.
—Esa es una forma de decirlo. —Me río—. Es algo así como la Tabla
de Carnéades.
—¿Tabla de qué?
—La tabla de Carnéades —repito—. Jesús, estás cursando el
cuarto semestre de filosofía y todavía sé más que tú al respecto.
Hace una mueca, sacando la lengua.
—Es un experimento mental —continúo—. Si naufragan dos
personas y hay una tabla flotando en el agua, lo suficientemente grande
como para contener a una sola persona, entonces solo una de ellas vive,
¿quién la consigue?
—Kate Winslet —dice enseguida—. ¿No viste la película? ¡Hola! El
papacito de DiCaprio, ¿recuerdas?
Me río. Titanic. Por supuesto, su mente fue allí. La mía también.
—¿Y no lo consideraste romántico? —pregunto—. ¿El hecho de que
se lo dio a ella, que la dejó tener la tabla, sabiendo que iba a morir en el
agua al hacerlo?
—Fue estúpido —dice—. Yo habría empujado a esa perra y la
hubiera tomado.
—No, no lo habrías hecho. ¿Tres son multitud? ¿La película?
Absolutamente terrible. Todos habríamos estado mejor si no hubiera
estado allí para participar.
La miro fijamente. ¿Habla en serio? No puedo asegurar que lo haga.
—Sabes que no era ella, ¿verdad?
—Por supuesto que sí.
—No, esa fue Kate Hudson, no Kate Winslet.
Hace un gesto como descartando lo que dije. —¿Cuál es la
diferencia?
¿Cuál es la diferencia?
¿Es en serio?
—Son personas diferentes —digo—. Como que, ni siquiera son la
misma persona.
—¿Estás segura?
—Ah, sí... lo estoy.
—Eh... ¿y quién actúo en Casi famosos?
—Hudson.
—Bueno, ¿qué demonios ha hecho Winslet?
—Mucho —digo—. Eterno Resplandor de una Mente sin Recuerdos,
por ejemplo.
Frunce el ceño. —¿No es eso un libro del Dr. Seuss?
—Solo... —Creo que habla en serio. Como, honestamente en serio—
. Ni siquiera sé qué responder a eso.
—Yo tampoco —dice—. Pero ya sabes, como dijo el Dr. Seuss, todos
cometemos errores, así que creo que podemos perdonar los suyos.
—No creo que haya dicho eso —señalo—. No creo que el Dr. Seuss
dijera que todos cometemos errores.
—¿Cómo lo sabes? Ha estado vivo durante unos, como cientos de
años... Estoy segura de que probablemente lo dijo en algún momento.
Se ha equivocado tanto en lo que dice que no estoy segura de por
dónde comenzar, por lo que ni siquiera me molesto en intentar corregirla.
De todos modos, no es como si importara. Nos hemos desviado tanto del
tema que no puedo recordar de qué demonios hablábamos, para
empezar.
—Debería irme —le digo, empujando mi silla hacia atrás para
ponerme de pie—. Llegaré tarde a la clase si no me voy en este momento.
—Buuu... ¿estás segura de que no puedes faltar? Ya casi no
pasamos tiempo juntas.
—Falté la última vez —digo—, y un día la semana pasada.
—Bueno, ¿qué harás este fin de semana?
—No sé... lo de siempre, supongo.
Sentarme en casa.
Haciendo nada.
—Salgamos —dice, su expresión se ilumina—. Podemos ir a
Timbers. ¡Será como en los viejos tiempos! Oh, Dios mío, ¡creo que es
incluso la noche de los ochenta!
Quiero discutir.
Lo intento.
Trato de decirle que es la peor idea del mundo, ambas volviendo a
Timbers, especialmente en la noche de los ochenta. Recuerdo lo que
sucedió la última vez, y aunque las cosas han funcionado desde entonces,
ciertamente no quiero que se repita esa noche. Pero no me da una
oportunidad, no me deja hablar en términos generales. Ya está de pie,
planeando, dándome un abrazo rápido mientras se apresura hacia la
salida.
—Te llamaré —dice emocionada—. ¡No puedo esperar!
Suspirando, la veo desaparecer de la cafetería. Recogiendo mi
bebida aún caliente e intacta, me acerco a la basura, arrojándola.
Lástima, ya sabes, desperdiciarla, pero tengo una sensación en la boca
del estómago que no puedo contener.
Si Naz me enseñó algo, es que a veces las coincidencias no son
realmente coincidencias.
A veces son arregladas.
Clisson y Eugénie
Napoleón Bonaparte
Ignazio
El deli se encuentra abierto de nuevo.
De hecho, solo se cerró por un día.
Las reparaciones se encuentran en marcha, lo que parece una
remodelación decente, pero eso es todo lo que ha obtenido. El vidrio fue
reemplazado, se instalaron nuevas cerraduras y barras. No hay señales
del neón fluorescente en el frente, incentivando a la gente a que entre,
pero las luces brillan desde la cocina, así sé que mi padre está aquí.
Francamente, probablemente nunca se fue.
Desde que mi madre murió hace unos meses, su corazón se detuvo
mientras dormía, se ha mantenido alejado de la casa que compartieron
tanto como fuera posible.
No tengo idea de dónde duerme el hombre, si es que lo hace.
Siempre decía que dormiría cuando estuviera muerto.
Por la forma en que va, puedo ver que eso suceda.
Me detengo frente al lugar por un momento, revisando las
reparaciones antes de dirigirme al callejón que conduce detrás del
edificio.
No debería molestarlo.
Sé que no debería.
Ya no quiere ver mi cara.
No puedo decir que lo culpo.
Pero algo me atrajo aquí, temprano esta mañana, el sol apenas
comenzando a salir. Tal vez sea una especie de masoquismo donde dejo
que mi padre me regañe en cuanto me vea. Probablemente esté enfermo,
pero casi me resulta refrescante estos días, alguien que no tiene miedo
de decirme lo que realmente piensa de mí. Especialmente cuando Karissa
siempre está diciéndome, tratando de convencerme de que soy un
hombre mejor de lo que creo.
¿Mi padre? Ciertamente no lo cree así.
Piensa que soy un pedazo de mierda cruel e insignificante.
Ve lo feo que aún emana de mí.
Lo feo que Karissa simplemente no ve.
Me hace sentir como yo.
—Creí que te dije que te fueras.
Su voz es plana, sin emociones. Se apoya contra la pared de
ladrillos plagada de grafitis al lado de la puerta trasera abierta, con un
sucio delantal blanco atado a su cintura. El humo del cigarrillo lo rodea
como la niebla mientras aspira antes de volver a dejarlo salir. No estoy
seguro de cuándo cambió los mondadientes de canela por los cigarros...
del mismo tipo que fumaba cuando yo era niño. Tal vez fue cuando perdió
al amor de su vida.
Tal vez fue cuando comencé a regresar por aquí.
—Lo hiciste —dije, deteniéndome en el callejón cerca de él—. No
soy muy bueno escuchando.
Suelta una risa amarga.
—Nunca lo fuiste.
—Sí, mi madre solía decir que heredé eso de mi padre.
—Tienes mucho de mí —concuerda—. Es una pena que haya sido
todo lo malo y nada de lo bueno.
Asiento, no estoy en desacuerdo con eso, y lo miro mientras
continúa fumando. Aspira el humo profundamente, manteniéndolo en
sus pulmones antes de soltarlo, saboreando cada calada, acariciando la
nicotina. Nunca lo entendí... adquirir un hábito que te matará tan
fácilmente.
Pero oye, ¿qué sé yo?
Maté personas para ganarme la vida.
No hay una forma más rápida de conseguir que estés en la lista de
invitados de La Muerte que entrometerse en sus asuntos y participar en
su juego.
—Entonces, ¿cuándo volviste a fumar? —pregunto con curiosidad.
—Cuando alguien intentó destruir el trabajo de mi vida —dice,
haciendo un gesto a su lado, hacia la parte posterior de la tienda del
deli—. ¿Sabes quién fue?
Me sorprende que me lo pregunte.
—Tengo una idea.
Toma otra calada de su cigarrillo antes de tirarlo y pisarlo
—Sí, bueno, cuando los atrapes, diles que me deben diez mil
dólares. Tuve que liquidar mis ahorros para arreglar todo.
—Yo…
Lo habría pagado.
Esas palabras se estancan en mis labios.
Aprendí a no ofrecerlo.
No quiere mi dinero.
Se ofendería por la oferta, y ya he ofendido al hombre más que
suficiente.
—Me aseguraré de decírselos.
Asiente antes de girarse y abrir la puerta del deli para entrar. La
puerta golpea contra el bloque de cemento, manteniéndola abierta
cuando se cierra nuevamente. No ofreció una invitación para que me
uniera a él. No esperaba una. Pero eso no me impide hacerlo de todos
modos, al agarrar la puerta y entrar a la cocina donde está.
Se fue directo al trabajo, cortando tomates. Permanezco callado,
mientras me le uno, pero me escucha.
Me siente
Me conoce.
—¿Algo que necesites de mí, Ignazio? —pregunta, la frustración
tintinea en su voz—. Porque no recuerdo invitarte a pasar el rato esta
mañana.
O cualquier mañana.
—Solo quería comprobar cómo estabas.
Se ríe de eso.
Se ríe.
—No viniste aquí durante años. Años. No te importaba cómo me
encontraba cuando andabas fuera corriendo por estas calles, causando
problemas. No te importaba cómo afectaba a los demás cuando hacías
esos enemigos. ¿Debo creer que ahora te preocupas de repente?
—Siempre me ha importado.
Se gira, usando el cuchillo para señalarme.
—Patrañas. Las únicas personas que te importaban eran las
personas que podían hacer cosas por ti, así que dime, Ignazio... ¿qué
necesitas de mí?
Mi piel pica ante esa acusación.
No me gusta.
Puede ser la verdad, no lo sé, pero se siente como una mentira.
Ciertamente me importa Karissa. Tal vez, al principio, se trató de lo
que podía hacer por mí, pero ahora es más que eso. Mucho más. Incluso
cuando no me daba la hora del día, cuando no quería saber nada de mí,
me importaba lo que le sucediera. Me preocupaba por ella. Y no porque
supiera que me destruiría perderla... porque lo haría. No habría regreso
de eso. Pero cuando llegó el momento, me preocupaba, por ella. No quería
que saliera lastimada. Me habría sacrificado para asegurarme de que
saliera ilesa.
Y lo hice.
La dejé ir.
Le dije que se fuera.
Pero regresó.
—Dice que eres diferente, sabes —continúa, dándose la vuelta para
seguir cortando sus tomates—. He tratado de verlo... ver lo que ve... pero
no me pareces diferente.
Quiero decirle que es porque no mira lo suficiente, pero eso es
mentira y lo sé. El problema es que mira mucho más que Karissa. Piensa
que soy diferente porque quiere que lo sea. Y trato de serlo. Pero todavía
soy yo.
No puedo ser nadie más que yo.
En algún momento, cada parte de mí se convirtió en parte de eso.
La vida no es solo algo que viví... fue cómo sobreviví. Se infundió en cada
una de mis células, infectando todas las mitocondrias. Está en mi sangre
y huesos, y a menos que me drene y me haga pedazos, nunca me libraré
de todo eso.
Es como esperar que un hombre sobreviva sin un corazón latiendo
en su pecho.
Esperando que respire sin pulmones.
Esperando que pelee cuando no tiene motivos para vivir.
Es como esperar que un hombre siga siendo un hombre después
de quitarle todo lo que lo hace ser quien es.
Puedo ser bueno con ella.
Incluso podría ser bueno para ella.
Pero eso no significa que soy bueno.
Mi padre lo sabe.
—La amo.
—Sé que lo haces.
Esa no fue la respuesta que esperaba de él. Imaginé que me lo
discutiría, decirme que no era capaz de amar a nadie.
—¿Lo sabes?
Asiente.
—Imagino que sí, ya que aún sigue viva.
Oírlo decir eso hace que mi pecho se tense. —¿Qué te hace pensar
que alguna vez planeé matarla?
Lanza una mirada por encima de su hombro, sus ojos se
entrecierran. —Nunca dije que lo hicieras.
Huh. Supongo que no lo hizo.
Puedo decir, por la mirada de disgusto que cruza su rostro, que
acabo de soltar información clave. Creyó que haría que la mataran.
Diablos, aún cree que haré que la maten. Pero hasta ahora, nunca
comprendió que caí tan bajo que la hubiera matado yo mismo.
—La gente comenzó a disparar y lo primero que hiciste fue arrojarla
fuera del alcance de los daños —continúa, alejándose de mí—. Luego te
paraste ahí, donde podían verte, porque sabías a quién perseguían.
Sabías que eras el objetivo.
—Estábamos a salvo —le digo—. Sabía que el vidrio era a prueba
de balas.
—No importa —dice—. Fue por instinto, y no fue la primera vez que
eso entró en acción. Mataste a Angelo el año pasado. Siempre dijiste que
era un padre para ti... más que yo. Pero lo mataste, por ella... la elegiste
por sobre a quien llamaste familia. Tú y yo... amamos de manera
diferente. Pero eso no significa que no la ames, de tu propia manera
retorcida.
Eso casi suena como un cumplido.
Casi.
—Me metí en algo —digo—, algo de lo que no puedo salir.
Permanece callado por un momento, continuando con lo que hace.
Casi quiero llenar el silencio, tratar de explicarlo, incluso sabiendo que
sé que no tiene sentido hacerlo. Sabe a qué me refiero. Pero algo sobre el
hombre me hace sentir como un niño de nuevo, un niño tratando de
evitar una paliza explicando todo.
Nunca funcionó entonces.
No funcionaría ahora.
Podría intentar hacerle sentir simpatía por lo que estoy pasando,
pero nunca lo conseguiré. Lo único que podría despertar es un poco de
pena.
Pena de que sea patético, probablemente.
Pena de que no pueda salvar mi propio culo.
—¿Es eso por lo que viniste aquí, Ignazio? ¿Algún consejo paternal?
—Tal vez.
—Entonces te diré lo mismo que le dije a Johnny hace tantos años
—dice—. Huye.
La frialdad recorre mi cuerpo con esas palabras, empezando por la
cima de mi cabeza y fluyendo directamente hacia la punta de los pies. Me
tiemblan los dedos, me pica la piel, alfileres y agujas en todo mi cuerpo.
—¿Le dijiste que huyera?
—Lo hice —dice con calma, como un hecho, como si esas palabras
no fueran más potentes que si dijera el deli especial de ayer—. Vino a
verme, asustado, dijo que se hallaba demasiado hundido como para salir,
y estaba preocupado... no por él, sino por ella. La niña.
Carmela.
—¿Lo sabías? —Mi voz es baja, tan baja que ni siquiera sé si esas
palabras salen. La fría ira que fluye a través de mí hace temblar mi
cuerpo—. ¿Sabías lo que me hizo? ¿A mi esposa? ¿A mi bebé?
—Tuve una idea —admite—. Todavía te encontrabas en el hospital.
Aún no hablabas. No creí que hubiera apretado el gatillo. No creí que
pudiera haberlo hecho. Pero creí... sospeché que tal vez él sabía. Quizás
sabía demasiado. Quizás estuvo involucrado de alguna manera.
—¿Así que lo ayudaste?
—No, traté de ayudarte.
—¿Cómo? ¿Cómo me ayudó el decirle que se fuera?
Se da vuelta, su expresión en blanco, como si no estuviera afectado
por la ira en mi voz, la ira que lucho realmente fuerte por contener. Mi
madre, Dios guarde su alma, nunca me perdonaría si le quitó ese cuchillo
de la mano y lo atravieso por su garganta. —Porque no quería que mi hijo
se convirtiera en un asesino. Ya era suficientemente malo, creyendo que
tal vez Johnny llegó tan lejos, pero ¿tú? ¿Mi niño? Aún tenía esperanza
para ti entonces. Esperaba que despertaras, y comprendieras lo que esa
vida te hizo, de lo que era ser el hijo de Angelo, y te saldrías antes de que
fuera demasiado tarde.
Se gira, volviendo a sus tomates, una vez más. Como si esa fuera
su mayor prioridad aquí. Tomates.
—Mucho bien que hizo —dice—. Mírate ahora.
Tensión amarga cuelga en el aire.
No tengo idea de qué decir.
Qué hacer.
Ray trató de inducirme a su organización después de lo sucedido.
Dijo que me gané mi lugar. Dijo que pertenecía a ellos. En otra vida,
probablemente no hubiera dudado, ¿pero en el mundo en que me
desperté después de perder a mi familia? Nada de eso importaba. Todo lo
que me importaba era la venganza.
Rastreé a Johnny en Florida eventualmente, los encontré a él y a
Carmela quedándose en un naranjal. Conocía el lugar. Lo conocía,
porque ya habíamos ido ahí antes. Los dos parecían felices, planeando
sus vidas juntos, conformándose con la ayuda de un amigo de la familia.
Edoardo Accardi, ex ejecutor de la familia criminal Genova. Pasó a cosas
más grandes: el mercado negro. Si querías algo, ibas a Accardi.
Le dije que quería a Johnny.
Rechazó mi pedido.
Comprendí, rápidamente, que no había amigos en este negocio.
Así que maté a Accardi por eso... entre otras cosas.
Una sensación de traición me atraviesa mientras permanezco ahí,
guiándome por el recuerdo. Me corta tal como mi padre corta esos
malditos tomates.
—Debiste convencerlo de entregarse.
—Como si eso hubiera funcionado alguna vez.
—Nunca sabes.
Detiene lo que hace.
—Dime algo, Ignazio... ¿te entregarás? Johnny mató a una persona
en toda su vida. Una.
—¡Fue a mi esposa! ¡Y a nuestro bebé... mató a nuestro hijo!
Me mira. —Dos, entonces. Y lo entiendo. No estuvo bien. Pero ¿a
cuántas personas has matado? ¿Cuántas vidas has arruinado? ¿Cuántas
familias has destrozado? Me estoy aventurando a adivinar que muchas
más que él.
—Pero fue mi vida la que arruinó. ¡Mi vida la que destruyó!
—Mató a tu familia, y eso es imperdonable, pero ¿tu vida, Ignazio?
La arruinaste tú mismo. La arruinaste haciendo exactamente lo que
esperaba que no hicieras. Le dije que huyera, y me escuchó, porque era
la única manera de salvar a su familia. Así que te digo lo mismo... ¿Estás
en algo de lo que no puedes salir? Huye.
Me duele la cabeza.
Realmente duele.
Ya ni sé qué decir.
—No funcionó para él. ¿Qué te hace pensar que funcionaría para
mí?
—Probablemente no —dice—. Pero le dio unos cuantos años, ¿no?
Niego con la cabeza; no es que esté en desacuerdo, porque huir le
dio casi dos décadas, pero no puedo creer lo que dice. Vine aquí por...
diablos, no sé, pero no era esta conversación.
—No soy un cobarde —le digo—. No corro.
—Entonces camina.
Me río, a pesar de la seriedad en su voz. ¿Esta conversación? No es
graciosa. Es francamente ridícula. ¿Pero eso? Eso fue divertido. —¿Cómo
es eso diferente?
—No lo es —dice—, pero alejarte no te convierte en un cobarde. Te
hace inteligente. Sigues en ello, morirás, y ella también podría morir. Te
alejas, aún mueres… algún día. Pero probablemente no será tan pronto.
Esa es la realidad... la realidad que tú creaste.
Creo que he tenido suficiente de esto.
—Bueno, es agradable saber dónde estás parado —digo—.
Probablemente debería irme.
—Deberías —concuerda.
No hay ningún adiós, ni nos vemos luego, solo el sonido de su
cuchillo golpeando la tabla de cortar cuando doy la vuelta y salgo. Es una
mañana fresca, como si el otoño finalmente estuviera sobre nosotros,
aunque el sol brilla intensamente. Probablemente, Karissa ya estará
despierta, probablemente preguntándose a dónde fui mientras se
encontraba dormida.
Ser sermoneado por mi padre es probablemente lo último que
sospecharía.
Por segunda vez en tan corto periodo de tiempo, me encuentro en
este lugar, en esta antigua mansión de ladrillo en Long Island, una vez
más me hace sentir inquieto. ¿Cuándo me convertí en esta persona?
¿Qué me transformo en esta clase de hombre?
El tipo de hombre que duda en tocar una puerta.
Este no soy yo.
Avanzo hasta el porche, dando una rápida mirada al silencioso
vecindario.
Armándome de valor, toco el timbre.
La puerta se abre casi rápidamente, un joven aparece. Es grande,
de alguna forma muscular y extremadamente feo. Un soldado de la calle,
estoy adivinando. Fui como él alguna vez. Recuerdo ir a la casa de Ray,
haciendo mandados, abriendo puertas.
—Necesito hablar con Génova.
El niño no dice nada, apenas asintiendo cuando cierra la puerta
otra vez. La observo un rato, mis ojos escaneando la astillada madera
en pintura blanca mientras espero.
Un minuto después, la puerta se abre.
Ahora el mismo Génova me saluda.
—Vitale. —Su voz dudando. Todavía es temprano, está vistiendo lo
que supongo son sus pijamas, pero luce un poco como Hugh Hefner
usaría una camiseta blanca, pantalones de seda y una túnica que
combina. Incluso está descalzo. Lo agarré incluso antes de que estuviera
listo para compañía—. Agradable de tu parte pasar por aquí…sin aviso,
pero aún…agradable. ¿Qué puedo hacer por ti?
Su voz me dice que mi visita sin aviso es todo menos agradable,
pero lo está tolerando, como supuse que haría, porque tiene curiosidad.
—Esperaba que tuvieras unos minutos para hablar.
—¿Sobre qué?
—Cosas.
No tengo que explicar detalladamente.
No aquí, de cualquier forma.
Sabe que cosas es la clase de cosas que no hablamos en público,
así que no tiene otra alternativa que invitarme a entrar. Dando un paso
a un lado, hace un movimiento con su cabeza, invitándome a entrar. El
sonido de alguna clase de ópera italiana flota por todo el piso inferior
mientras lo sigo, no al cuarto en el que nos vimos días atrás, sino a un
pequeño despacho en el mismo piso. Es de donde sale la música… es más
fuerte aquí. Génova baja el volumen antes de sentarse en una silla de
cuero negro.
—Únete a mí —dice, apuntando a otra silla que está a solo unos
pasos de él. Unir. Ahí está otra vez esa palabra. —Dime sobre qué clase
de cosas quieres hablar esta mañana.
—Mi padre tiene una tienda de comestibles —digo—Esta por Hell’s
Kitchen.
Su expresión se ilumina. —Oh, claro. Lo sé todo acerca de Vitale’s.
La mejor Mozzarella que he probado. Buen lugar.
—Sí, bueno, el otro día tuvimos un incidente ahí.
Todas sus expresiones se transforman, todas de golpe. —¿Qué
clase de incidente?
—Alguien baleó el lugar.
—Ah.
Ah. Es todo lo que dice. Es su única reacción.
—Hablé con unas personas que me dirigieron con un chico que
pensaron que pudo haberlo hecho, así que lo confronté…
—Tú lo confrontaste.
Parecía alarmado con la palabra.
—Todavía está vivo —le explico, no quiero que piense que de alguna
forma estoy o quiero estar en su juego—. Pero después de nuestra
pequeña confrontación, tuve otro encuentro… ahora con este chico al que
llamas Scar.
Lo miro cuando digo esto, esperando descifrar su expresión, pero
ésta permanece totalmente intacta. Sin sorpresa. Sin miedo. Sin intriga.
Nada.
—¿Qué clase de encuentro estamos hablando aquí?
—Más o menos como una presentación.
O, mejor dicho, una segunda presentación, pero dejo esa parte
fuera.
No estoy listo para mostrar todas mis cartas.
—¿Primera impresión?
¿Primera impresión? La misma que tuve años atrás. —Curiosa.
—Curiosa —repite, alcanzando el humificador en una mesa detrás
suyo, sacando un puro. Es largo, un profundo color, con una etiqueta
marrón. Cubanos, adivino. Sin palabras, me ofrece uno pero sacudo mi
mano, rechazándolo. Enciende el suyo, tomando una bocanada antes de
continuar—: No será un problema, ¿no?
Quizá.
—¿Para mí? Para nada.
—¿Y para el resto de nosotros?
¿Conociendo a Lorenzo como creo que lo hago? El resto de ellos
están jodidos. Igual, todo depende… depende de lo que yo haga con él.
Depende en que tan difícil me haga la vida.
—Difícil de decir —respondo—. Es determinado, puedo darle eso.
—Así parece —dice, fumando sin parar su puro. Tiene un olor
fuerte. Hace que mi nariz se retuerza—. Ha estado causando muchos
estragos, el tipo de estragos que llama la atención de todos nosotros.
En él.
Génova mira a la distancia, como si estuviera reflexionando sobre
el asunto. Tira su ceniza justo en el suelo, dejando que éstas caigan en
la alfombra. Su ama de llaves me da lástima.
—Dime Vitale —dice después de un momento—. ¿Estás planeando
hacer algo con él?
—Estoy pensándolo —respondo—. ¿Eso será un problema?
—¿Para mí? Para nada.
No se me escapa que está repitiendo mis palabras. Génova es un
hombre inteligente. No puedes confiar en lo que dice… sino en como lo
dice.
Poniéndome de pie, deshago las arrugas en mi abrigo. Vine para
observar las aguas. Eso era realmente lo que quería. Extiendo mi mano
hacia él. —Ha sido un placer.
Toma mi mano, sacudiéndola.
—El placer ha sido todo mío. Si decides resolver tu pequeño
problema, estaré feliz de ofrecer…
Lo interrumpo antes de pueda terminar lo que está diciendo. No
quiero nada suyo. —No te preocupes.
Luce sorprendido. —¿Estás seguro?
—Hacerlo beneficiará a todos. Solo lo llamaré un regalo de
despedida.
La sorpresa en su cara solo se agranda con esas palabras. —Oh,
¿Así que estás yendo a un lugar después de todo?
Medio encojo mis hombros. —Me estoy volviendo viejo para todo
esto.
—No tiene sentido, Vitale… todavía eres joven. Cuando llegues a mi
edad, hablamos.
No respondo a eso. No tiene sentido. Despidiéndome, doy la vuelta
para volver, encontrando al joven fijamente de pie en el pasillo de afuera.
Camina conmigo, unos pasos detrás de mí, siguiéndome hasta la entrada
de la casa.
Cierra la puerta al momento que doy un paso fuera. Puedo
escuchar los sonidos que hace al asegurar la puerta, manteniendo a
todos incapaces de entrar. Génova siempre fue más paranoico que los
demás. Más candados. Más seguridad.
Probablemente es la razón por la que vive solo, por qué nunca se
ha casado.
No confía lo suficiente en nadie para poder acostarse a su lado
mientras duerme.
Caminando por el porche, me dirijo a mi auto, pero mis pies se
detienen entre más me acerco. Los músculos de mi cuerpo se tensan,
alertas. A unos metros de distancia, me paro, con las manos en mis
pantalones negros, tomando mis llaves.
Una persona está encima de la cubierta de mi carro.
No cualquier persona, tampoco.
Lorenzo.
Increíble.
Se sienta ahí, relajado, su pie derecho apoyado en la esquina del
parachoques frontal, sus brazos descansando en sus rodillas. Está
pelando una naranja, quitando y tirando la cáscara directo a las calles.
Mis ojos escanean el vecindario, buscando por autos sedans
negros, que puedan verse como los autos que vi la noche anterior, pero
la calle está silenciosa, nada fuera de lo normal. Parece que viene solo.
Uh.
—Tirar basura es ilegal, sabes.
Voltea a verme cuando digo eso, levantando su ceja. —Agredir a
hombres en el callejón también… o eso he escuchado.
—Lo es, pero el truco es ser cuidadoso. Los policías en esta ciudad
siempre andan en busca de una razón para arrestarnos. Tirar un solo
recibo en la acera puede darte diez días en la cárcel.
—¿Pasaste varios días en la cárcel?
—No —digo—. Soy cuidadoso.
Se ríe, volviendo a su naranja, pelando otro pedazo, otra vez tirando
los residuos en la calle. No está preocupado, ni un poco. Sin miedo. —Ah,
La vida es tan corta como para siempre vivir con cuidado, Ignazio. A veces
tienes que salir y tomar riesgos.
—Cierto, pero tienes que ser inteligente para saber qué tipos de
riesgos tomar.
Pone un pedazo de naranja en su boca, masticando lentamente
mientras me observa. No sé porque está aquí o que es lo quiere, y estoy
seguro que no tendré una respuesta directa si le pregunto. Está jugando
una clase de juego, un juego que no tengo deseos de seguir, pero aun así,
me obligará a hacerlo.
—Tienes coraje —le digo—. Se necesita, para estar sentado aquí,
en frente de esta casa, en pleno día.
—Oh, ¿quieres decir el lugar del viejo Génova? —Señala la
mansión—. No va a hacerme nada.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque lo juró —dice—. Tuvimos una reunión anoche con las
cinco familias. Oh bueno, las cuatro que quedan. —Me da una mirada
que me dice que sabe exactamente lo que le pasó a la número cinco—.
Fue… esclarecedor, al menos creo que puedes llamarlo así. Fue un
manojo de impulsos. Incendia un tonto pequeño edificio y tendrás a todos
enojados sin razón, pero me las arreglé para tener a todos calmados…por
ahora.
El cabello de mi nuca se eriza a la forma tan casual que lo dice.
¿Una reunión con las familias?
No sé qué hacer con eso.
No sé si creerlo.
Génova ciertamente no lo mencionó cuando sugerí que maté al
chico.
—Vamos, Lorenzo… ambos sabemos que eso no es todo lo que has
hecho.
—¿Qué te hace decir eso?
—Las calles hablan.
Reflexiona eso por un momento, continúa comiendo su naranja,
derramando jugo por toda la cubierta de mi carro. Quiero agarrarlo y
desgarrarlo, poner su cara en el desastre y hacer que lo limpie con la
lengua, pero también quiero irme a casa hoy. Y todavía no puedo
reconocer ningún auto alrededor de nosotros, no estoy totalmente
convencido que esté aquí solo.
¿Es realmente tan descarado?
—¿Cómo llegaste aquí? —pregunto con curiosidad
—Un amigo me dejó.
—Un amigo —reflexiono—. ¿Tienes muchos de esos? ¿Amigos?
—Tengo diez —dice—. Once, si te contamos a ti.
—No me cuentes.
—Entonces, tengo diez.
—¿Estás seguro que uno de ellos no es Joe el gordo?
Su respuesta es inmediata. —¿El rapero?
—El hombre en el callejón
Sus ojos me observan cuando digo eso. Aún está sentado
casualmente, como si nada le importara, pero sus ojos tienen otra
expresión ahora, una profunda sospecha, como si supiera que estoy a
punto de acusarlo. —¿Tienes algo que quieres obtener aquí, Ignazio?
Nunca pensé que eras del tipo que se anda con rodeos. Solo escúpelo ya.
—Tú mandaste a alguien a balear la tienda de mi padre.
Sacude la cabeza.
—No fui yo.
Doy un paso hacia él, reaccionando por instinto, pero me las
arreglo para detenerme antes de hacer algo. Su negación me molesta, sin
embargo, rasgando debajo de mi piel. Es cobardía. Ridículo. Si vas a
atacar a un hombre tan personalmente, al menos tienes que tomar
créditos del acto.
—Entonces supongo que nada has hecho tú, ¿no? ¿Los hombres
de Ray siendo asesinados, uno a uno?
—Nop.
—¿Ni siquiera el hombre que murió en Cobalt? ¿Los que fueron
quemados vivos esa noche? ¿Nada de eso fue tu culpa?
—Ahora, bien, ese sí fui yo —dice, poniéndose de pie fuera de mi
auto, metiendo otro pedazo de naranja a su boca—. Sin embargo, les
advertí primero, no es mi culpa que ellos no me tomaran en serio.
Supongo que ahora lo harán.
—Sí, los que sobrevivieron.
Su frente se arruga, mientras camina alrededor de mi auto, hacia
la puerta de pasajeros. —No me digas que tenías una especie de lazo
emocional con ese lugar.
—Pasé mucho tiempo ahí —digo—. No diría que tenía un lazo, pero
estaba cerca de ser mi casa para mi gusto.
—Oh, bueno, en ese caso… —Junta sus manos, sonriendo—.
Inocente.
Es un mentiroso hijo de puta.
Sé que está siendo sarcástico, pero de ninguna forma lo encuentro
gracioso.
—En mi defensa —continúa, bajando sus manos—, bueno, tú
sabes, no estoy realmente justificándolo. Sabes tan bien como yo que las
cosas a veces solo tienen que hacerse. Has estado en esa situación.
Lo he estado.
Lo sabe.
Lo sé.
He hecho más de mi parte justa de maldades porque sentía que era
lo que se tenía que hacer. Nunca me molesté intentando defender mis
acciones.
No estoy sorprendido que tampoco se moleste en hacerlo.
—Y sí, está bien¸ quizá asesiné a uno o dos hombres —dice,
juntando sus manos dándoles forma de pistola. Pum, Pum—. Pero no
tengo razones para apuntarte, Ignazio.
No necesita una razón, creo, y empiezo a decírselo cuando un
fuerte, repugnante alboroto irrumpe en el aire que nos rodea. Mi bolsillo
vibra, y meto la mano alcanzando mi teléfono. La canción… viene de
ahí. Mierda.
La jodida banda de chicos.
Lo silencio, presionando el botón en el costado, solo para parar el
molesto sonido.
La cara de Karissa está en la pantalla, y odiando tanto hacerlo,
ignoro su llamada.
Ahora no es el tiempo para esto.
Poniendo el teléfono de vuelta a su lugar, observo a Lorenzo. Sus
ojos están abiertos, la mitad de la naranja en su boca, como si se hubiera
olvidado de todo por un momento.
—¿Eso fue…? —Me mira boquiabierto—. ¿Qué fue eso? ¿Quiero
saberlo siquiera?
—No —admito—. No quieres.
Sacude su cabeza antes de arrojar lo que queda de su naranja en
el desagüe que está justo al lado de mi auto. Se limpia las manos en sus
pantalones negros como si no importaran. Está vestido casualmente, su
camisa azul claro abierta a mitad de camino, exponiendo parte de su
pecho.
Al menos no son jeans y camiseta esta vez.
—Fue genial verte, como siempre —dice, justo cuando un auto
negro derrapa en la esquina del vecindario, dirigiéndose en nuestra
dirección. Bingo—. Debemos vernos pronto. Quiero conocer a esa esposa
tuya. He escuchado hablar mucho de ella.
—¿De quién lo has escuchado?
—Las calles hablan, ¿recuerdas? —Se baja de la acera que está
detrás de mi auto justo cuando el sedán negro se aparca al lado de
nosotros, bloqueándome—. Además, te olvidas que una vez conocí a sus
padres, no eres el único.
Con eso, se va, abriendo la puerta de pasajeros y agachándose para
entrar antes de que se aleje. Observo como acelera, mis ojos escaneando
las placas del estado de Florida.
No, no he olvidado que conoce a sus padres.
Solo esperaba como el infierno que no saliera el tema.
Traducido por Anna Karol, Jadasa & Madhatter
Corregido por Julie
Karissa
Pantalones cortos de mezclilla de cintura alta.
Polainas de color rosa pastel.
A juego con una sudadera desgastada, colgando de mi hombro
derecho.
Me siento absolutamente ridícula y completamente fuera de lugar,
aunque, bueno, acabo de comprar este atuendo hoy. Todo estaba allí, en
la tienda, esperando en el estante. Aparentemente los ochenta están de
vuelta.
¿Quién sabe?
Ciertamente yo no.
La ropa me rodea en mi habitación, algunos aún con las etiquetas,
otros arrastrados desde el armario de Melody... o su piso... o la cama... o
cual sea haya sido la última vez. Suficientes trajes locos para vestir a una
docena de personas.
Me las había arreglado para escoger lo más modesto.
El leve hematoma alrededor de mi cuello se ha desvanecido casi
por completo. Apenas lo veo. Nadie a mi alrededor lo ha mencionado, ni
siquiera Melody, quien, de hecho, habría hecho sonar la alarma si se
hubiera dado cuenta.
Me estoy mirando en el espejo de cuerpo entero al lado del tocador,
otra de mis compras de hoy. El único espejo que Naz tenía en este lugar
era el pequeño en el baño, y bueno, digamos que Melody lo notó la última
vez que trató de arreglarse aquí. —Uf, no me sorprende que siempre seas
tan... tú —me había dicho, señalándome—. ¿Cómo escoges los pantalones
por la mañana sin, ya sabes, revisar tu culo?
No estaba segura de cómo responder esa pregunta.
Ni siquiera sabía si había respuesta a eso.
Pero aun así, compré un espejo esta tarde, porque ella tenía razón
en algún lugar allí, creo.
Y está bien, tengo que admitir... mi trasero se ve bastante bien en
estos pantalones cortos.
Parece más grande que antes.
—¿Tienes algo de encaje? —pregunta Melody, caminando hacia mis
cajones para revisar mis cosas. Comienza con el primer cajón, dándome
una sonrisa mientras saca un par de mi ropa interior—. ¿Algo más que
esta tanga?
Me la lanza, como si fuera una honda tirachinas, antes de volver al
resto de mis cajones y abrirlos para encontrar nada que ella quiera.
—No uso mucho encaje —admito—. Pica.
—¿Y?
—Y me gusta estar cómoda.
Me mira otra vez, cerrando el último cajón. —A veces tenemos que
sufrir por la moda, Kissimmee.
Hago una mueca. —Tú, tal vez. Yo, pasaré.
Poniendo los ojos en blanco, abandona su búsqueda de encaje y se
sumerge en la pila de ropa esparcida alrededor de mi cama, encontrando
un par de calcetas con un cordón de encaje en el fondo de ellas. —¡Já!
Al parecer, las polainas también han regresado.
Y los pantalones de harem.
Pantalones de harem.
Melody compró un par de ellos hoy.
No sé lo que le pasa, en serio.
Se quita los pantalones justo donde está parada al lado de la cama,
tirándolos sobre la pila, ya lamentando esa compra, creo. Sitúa las
polainas, a punto de ponérselas, cuando una voz llama al otro lado de la
habitación.
Una voz que no es nuestra.
—¿Tú…?
Naz entra por la puerta, deteniéndose a mitad de la pregunta. Su
reacción es automática, su expresión cambia a una de sorpresa mientras
gira la cabeza, lejos de nosotros, y cierra los ojos, levantando las manos
como para protegerse de lo que sea que acaba de ver.
Melody está en ropa interior.
No sé por qué, pero me parece bastante gracioso.
Me río, viendo su angustia por eso, especialmente cuando Melody
gime. —Caray, Ignazio, nunca te tomé por un voyeur.
—Puedo asegurarte —dice—, eso fue lo último que quería ver.
Melody se burla, con las polainas finalmente puestas, y lo empuja
juguetonamente con el codo mientras sale del dormitorio, dirigiéndose al
baño por el pasillo. Naz se vuelve cautelosamente hacia mí cuando ella
se va, con sus cejas levantadas mientras se acerca. Sus ojos escanean la
habitación a mi alrededor, asimilando el desorden total, antes de posarse
en el espejo. Mira mi reflejo al detenerse a mi lado, eventualmente girando
hacia donde estoy parada. —Otra aventura en los años ochenta, por lo
que veo.
—¿Cómo lo adivinaste?
—Te pareces a alguien por quien solía masturbarme cuando era
adolescente.
Mi cara se calienta por eso, un sonrojo hurtando mis mejillas.
Los ojos de Naz me escudriñan, desde mi cabeza hasta los dedos
de mis pies, antes de posarse en el pedazo de encaje negro a mis pies. Se
inclina y lo recoge. No es hasta que está en su mano que se da cuenta de
lo que es. Su rostro palidece un poco mientras susurra—: Por favor dime
que esto es tuyo.
—Por supuesto que sí.
Suspira de alivio, sonriendo, mientras retrocede un paso, metiendo
sin decir palabra la tanga en su bolsillo. Me río y estoy a punto de decir
algo cuando Melody vuelve a entrar, con el cepillo en mano, pasándolo
constantemente por su cabello rubio. Naz la mira rápidamente, no del
mismo modo en que me miró.
Casi parece confundido.
—Sabes, no nos vestíamos así en los ochenta —le dice; lo mismo
que una vez me dijo a mí—. No sé de dónde sacaron esa idea.
Melody mira su atuendo, sus polainas de encaje negro y lo que
parece un sujetador deportivo de color rosa neón con tutú a juego.
Incluso se puso un par de sandalias de goma... algo más que hoy
encontramos en la tienda.
Dijo que no la atraparían ni muerta en un par en ningún otro
momento.
No deberían hacerlas para cualquier persona mayor de nueve años.
—¿De verdad? —dice—. ¿Qué vestían?
—Vaqueros deslavados —repito—. Por alguna razón, también les
gustaban las hombreras.
Melody simula arcadas. —Ni yo estoy lo suficientemente loca como
para seguir ese camino.
Naz niega con la cabeza, como si no estuviera de acuerdo, y se
vuelve hacia mí sin hacer ningún comentario. Melody desaparece de
nuevo después de tomar su bolso lleno de maquillaje, como siempre la
última en estar lista.
—¿Yo qué? —pregunto, pasando mis manos por mi cabello. Está
esponjado por ser engarzado. Otra cosa con la que tropezamos en la
tienda: una plisadora de cabello. Ni siquiera lo dudé antes de tomarla.
—¿Disculpa?
—Cuando entraste —le digo—. Preguntabas algo.
—Me preguntaba si tenías planes esta noche —dice, mirando a su
alrededor—. Ya casi contesté mi pregunta.
—Oh, sí... Melody quería ir a Timbers, y quiero decir, no pensé que
fuera una buena idea... Todavía no lo sé, pero pensé, bueno... no hay
problema, ¿verdad?
Estoy balbuceando, porque no estoy segura de cómo explicarlo o lo
que se supone que debo decir, si se supone que deba preguntar cómo se
siente acerca de que yo salga. Tengo apenas veinte años, y esta es la edad
para “salir”, pero ahora estamos casados.
Nunca he visto exactamente un ejemplo de cómo se supone que es
la vida normal de un matrimonio.
—Correcto —dice—. No necesitas mi permiso. Si quieres ir a bailar,
por supuesto, ve a bailar. No te voy a decir que no.
—¿Pero me vas a seguir?
Una lenta sonrisa se extiende por su rostro.
Claro que sí.
No me sorprende, y no es como si planeara hacer algo que él no
aprobaría, pero aun así, pongo los ojos en blanco. Ahora es el viejo Naz.
Por mucho que pueda odiarlo, debo admitir que es bueno verlo siendo el
de siempre otra vez.
—Lo haría —dice—, pero tengo algunas otras cosas que debo hacer
esta noche.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo… —dice, acercándose, tanto que nuestros dedos se
tocan, mientras se inclina ligeramente hacia mí—. Cosas.
Se inclina para besarme, acortando la distancia, pero vuelvo la
cabeza, tratando de contener mi sonrisa cuando él gime por mi rechazo.
Lo miro en el espejo. —Prométeme algo.
—¿Qué?
—Solo… algo.
—¿Quieres que prometa algo sin saber qué?
—Sí.
—No funciona así —dice—. Puedo prometer que siempre haré todo
lo posible por volver a casa por la noche... Puedo prometer amarte por el
resto de mi vida... pero no puedo prometer lo que sea sin estar seguro de
ello.
—¿Por qué?
—Porque no rompo las promesas —dice—. Tengo que saber que es
algo que puedo cumplir.
Miro su reflejo. —Si me sigues esta noche, cuando hayas terminado
con tus cosas, prométeme que por lo menos vendrás.
—¿Quieres que entre al club?
—Sí —digo—. Si me sigues.
Él duda. Por su expresión conflictiva, sé que quiere decir que no.
Timbers no es su tipo de escena. Es ruidoso, y lleno de gente, lleno de
borrachos universitarios. Sé que solía ir a ese lugar llamado The Cobalt
Room para beber, pero estoy bastante segura de que ese lugar era como
un hogar de ancianos en comparación con el cuarto de niños de Timbers.
—Bien —admite, con la voz tensa, como si tuviera que forzarse a
que la palabra atravesara sus labios—. Si llego esta noche, entraré.
—Promételo.
—Lo prometo —dice, agarrando mis caderas y girando mi cuerpo,
obligándome a mirarlo y no a su reflejo—. Pero necesito que me prometas
algunas cosas. Sin drogas, sin beber, sin coquetear, sin pelear, y por el
amor de Dios, no jodas.
—Uh, no es divertido —dice Melody, apareciendo en la puerta—. Es
como un deporte de despojo.
La ignora, mirándome fijamente, su expresión mortalmente seria.
Está esperando mi promesa. Él ya sabe que no tiene nada de qué
preocuparse con los últimos, y ciertamente no soy de las que le gusta
usar drogas, pero ¿beber?
Ugh.
—Una bebida.
—Ninguna.
—Solo un sorbo.
—No.
Ugh. Ugh. Ugh.
El compromiso apesta.
—Bien —murmuro—. Lo prometo.
Entonces me besa. Esta vez no giro la cabeza. Es suave, dulce y
demasiado breve.
—¿Qué hay de mí? —interviene Melody.
—Puedes hacer lo que quieras —dice Naz, dándose la vuelta hacia
ella—. Mientras no metas a mi esposa en eso.
Melody hace una venia juguetonamente. —Entendido, jefe.
Naz sale. Puedo escuchar sus pasos en las escaleras, y luego ya se
fue. No estoy segura de a dónde se dirige, qué tipo de cosas ha planeado
esta noche, pero espero que permanezca a salvo, donde sea que esté, y
no haciendo algo que pueda hacerle daño.
—Lo juro, ustedes dos... —dice Melody, sacudiendo la cabeza—.
Todavía no puedo superarlo. Ambos son tan geniales respecto a todo, me
refiero a lo que sea sobre todo.
Sé a qué se refiere. Es difícil de explicar, pero supongo que cuando
superas un obstáculo como el asesinato de tus padres, todo lo demás
simplemente palidece en comparación. Ha pasado un tiempo desde que
peleamos por algo, desde que he estado enojada con él. Él es frustrante,
claro, pero lo entiendo.
Y me gusta pensar, que después de todo, él me entiende.
—¿Estás lista? —pregunto, mirando a Melody. Es bien entrada la
noche, y todavía tenemos que hacer el viaje hasta Manhattan.
—Ugh, espera unos cinco minutos más —dice, dándose la vuelta
para salir del dormitorio—. Casi termino.
Cinco minutos se convierten en diez, luego en veinte. Media hora
más tarde, finalmente ha terminado. Tomamos el metro de vuelta a la
ciudad, y Melody parece disfrutar de la atención que recibe, vistiendo su
ridículo atuendo. Los ochenta están de vuelta, sí, pero creo que la mayor
parte de Nueva York aún no ha recibido el memorándum. Está de pie
frente a mí, sujetándose de la barra, mientras me deslizo en un banco
junto a dos hombres de negocios que acaparan los asientos.
Cuando llegamos, la línea fuera de Timbers es larga, pero solo
tardamos unos minutos en entrar. Le entrego mi licencia de conducir al
tipo que trabaja en la puerta, uno corpulento que parece llevar un
paquete de salchichas en la nuca y frunce el ceño cuando dibuja una
gran “x” negra con un marcador permanente en el dorso de mi mano.
Melody, como de costumbre, recibe su pulsera color verde lima de
forma gratuita con la identificación falsa que lleva. Muy pronto, ya no la
necesitará. En unas pocas semanas cumplirá veintiún años. El portero
lo fulmina con la mirada, sin embargo, inclinándolo y analizándolo, como
si supiera que no es real.
—¿Recuerdas al otro tipo que solía trabajar como portero aquí? —
pregunta una vez que estamos dentro—. ¿Sabes, el chico sexy... Kevin o
algo así?
Era Kelvin.
Lo recuerdo.
Trabajó con Naz.
—¿Qué hay de él?
—Escuché que murió —dice—. Algunas de las chicas de mi clase
hablaban de eso hace unas semanas. Le dispararon o algo así. Nadie sabe
quién lo hizo.
—Eso es... guau.
—¿Verdad? Parecía un tipo tan agradable.
No tengo una respuesta para eso, pero sus palabras me molestan.
Kelvin. Disparo.
No creo que eso sea algo que Naz hubiera hecho.
Sin embargo, no tengo oportunidad de detenerme a pensar eso,
cuando Melody agarra mi mano y me arrastra por el club. Madonna
resuena desde los altavoces, haciendo vibrar el suelo en tanto la energía
vibra en el aire. La pista de baile se encuentra abarrotada y bochornosa,
pero Melody no vacila en tirar de mí en lo profundo de la multitud,
metiéndonos en un pequeño espacio en el centro. Es una remezcla techno
de “Like a Prayer”, el bajo golpea mi cuerpo cuando comienzo a moverme,
como si fuera casi un instinto. Melody y yo estamos saltando, cantando
a todo pulmón, gritando la letra como si nuestras vidas dependieran de
ello.
Madonna es seguida por New Kids on the Block, luego Michael
Jackson en algún lugar, antes de que Madonna vuelva a sonar. Una y
otra vez, llegan continuamente las viejas canciones. Todo se difumina en
una mezcla de golpe bajo y ochentosa y amorosa histeria. Melody
desaparece para buscar una bebida; pero a estas alturas, simplemente
no me importa.
¿Mala idea? Pfft, a la mierda con eso.
Ha pasado un tiempo desde que me divertí sin preocupaciones.
Estoy bailando sola, dando vueltas, riendo a medida que canto.
El sudor gotea por mi rostro.
Jesucristo, hace calor aquí.
Melody va y viene, una y otra vez, bebiendo tragos y riéndose en
tanto mueve el culo contra cualquiera que se le acerque. En un momento
dado, aparece, empujándome un vaso de plástico transparente. —Ten.
Lo tomo, deteniéndome en tanto lo miro. Está lleno hasta la mitad
con algo. Llevándolo hasta la nariz, huelo el líquido, riéndome mientras
ella baila contra un chico desgarbado que probablemente se ve bien con
sus gafas de cerveza.
—Es solo agua —dice—. Lo prometo.
Encogiéndome de hombros, con mi garganta seca, lo trago.
Me sabe a agua.
Ella está ocupada bailando con el chico, por lo que me escapo,
apretujándome entre la multitud hasta el bote de basura más cercano,
lanzando el vaso vacío. Me doy vuelta, sigo cantando a todo lo que dan
mis pulmones, ahora Paula Abdul, cuando choco contra alguien de pie
allí, casi derribándolos. —¡Mierda! ¡Lo lamento!
Las manos agarran mis brazos mientras la persona se estabiliza y
ríe. Miro su rostro, a punto de pedir disculpas otra vez, cuando alguien
que conozco me saluda.
Bueno, en parte.
Lo reconozco
Leo.
Me recorren sentimientos en conflicto. Sonrío amablemente en
reconocimiento, porque santa mierda, Melody va a estar feliz, pero otra
parte de mí se eriza ante su presencia. Porque no importa lo que dijo Naz,
sigo sin poder evitar la extraña sensación, especialmente cuando él está
aquí.
—¡Hola! —digo, señalando la pista de baile—. Melody está por allí.
Él mira en esa dirección, al igual que yo. Tenemos un punto de
vista perfecto de su novia... restregándose contra el tipo raro. Ugh. No
está bien.
Espero algún tipo de reacción enojada de él, una intensa oleada de
celos, pero en cambio solo se ríe y niega con la cabeza.
De acuerdo, no se parece a Naz, en absoluto.
Se dirige en dirección a Melody y lo sigo. Ella alza la vista, nos ve y
chilla, abandonando al instante al hombre con quien bailaba, abriéndose
paso hasta su novio. Lo rodea con sus brazos, saltando, por lo que lo
único que le impide caer al suelo es su agarre.
Mierda, está muy borracha.
Él casi cae intentando sostenerla, pero parece que no le importa.
Comienzan a bailar juntos, lentamente, no al ritmo de la música.
Me alejo de ellos, encogiéndome de hombros, y también empiezo a bailar.
No sé qué canción suena, pero la recuerdo de The Breakfast Club, por lo
que canto lo que sé y pongo todo de mí.
El tiempo pasa.
Estoy sudando.
Me duelen los pies y me arden los músculos, pero eso no me impide
bailar.
Melody bebe más.
Leo no bebe nada en absoluto.
Otra copa de agua aparece en mi mano, y estoy agradecida por eso,
porque tengo sed. No sé cuántas canciones han sonado, cuántas horas
hemos estado aquí, pero la multitud se ha reducido un poco, dándome
más espacio para moverme. Estoy cantando el último verso de “Tainted
Love” cuando me doy vuelta, mis pasos titubean, las letras se estancan
en mis labios.
Santa mierda
Él está aquí.
Tengo que parpadear un par de veces, porque ni siquiera puedo
creer lo que veo.
Naz.
Él lo prometió. Lo hizo. Pero nunca esperé que apareciera, que
entrara al club.
No está vestido para el lugar; pero lo mejoró un poco, sacándose la
chaqueta y la corbata, con el cuello flojo. Tiene las mangas arremangadas
hasta los codos, lo cual, una vez más, es lo mejor que hay.
Está mirando en todos lados, buscándome.
Observa a todos, vestidos con su falsa ropa de los años ochenta.
Él se ve completamente perturbado por eso.
Cuidadosamente, me deslizo hasta el borde de la pista de baile,
observándolo, esperando que se acerque. Cuando está al alcance del oído,
levanto la voz para que pueda oírme sobre la música. —¿Viene aquí a
menudo, extraño?
Se da la vuelta hacia mí inmediatamente, y de repente puedo ver
cómo la tensión abandona sus hombros a medida que lo reemplaza el
alivio. Guau, no creo que lo haya visto alguna vez tan incómodo.
Hablando de salir de la caja.
—No puedo decir que sí —dice, mirando más allá de mí, a la pista
de baile, antes de concentrarse en mí una vez más—. No puedo decir que
volveré aquí.
—Pero viniste —señalo en tanto él se acerca, deteniéndose justo en
frente de mí.
—Vine —dice—. Hice una promesa.
La canción cambia de nuevo.
—Baila conmigo —digo, sonriendo mientras agarro su mano e
intento llevarlo a la pista de baile. No funciona. Él no se mueve. Es mucho
más fuerte que yo e infinitamente más terco.
—Nadie dijo nada sobre bailar.
Me detengo, fulminándolo con la mirada en tanto suelto su mano.
—¿Te acuerdas de la vez que me llevaste a la cena/recaudación de fondos
políticos/lo que demonios fuera en el hotel en Manhattan? —Meto la
mano en mi blusa, sacando el collar escondido en ella—. Fue la misma
noche en que me diste esto.
—Por supuesto que recuerdo.
—Me dijiste que bailara contigo esa noche, y dudé, y ¿recuerdas lo
que me dijiste? Me dijiste que dejara de ser una cobarde de mierda.
Se ríe, fuerte y genuinamente, cuando digo eso. —No estoy seguro
de haber usado esas palabras, cariño.
—Lo que sea —digo—. Bailé contigo esa noche, así que ahora es tu
turno de devolverme el favor.
—Es justo. —Hace un gesto para que salga a la pista de baile, pero
lo miro boquiabierta. Cedió demasiado rápido. Me hallaba lista para más
pelea. Conjuré un argumento completo para ganarlo. Me preparé para
lagrimear—. Adelante, entonces.
Sacándomelo de encima, giro y me deslizo hacia la pista de baile,
con él justo detrás de mí. Empiezo a darme la vuelta cuando alcanzamos
un espacio abierto, pero sus manos agarran mis caderas fuertemente por
detrás, tirando de mí hacia atrás contra él.
Bailo.
Naz está parado allí, pero puedo sentirlo balanceándose apenas, en
sintonía con el ritmo. Pasan dos canciones, o tal vez son tres, antes de
que el sonido de Bell Biv DeVoe se cuele por los altavoces.
“Poison”.
Me sorprende que me haya dado tanto, pero sé que no durará, y
probablemente nunca vuelva a repetirse, así que voy a aprovecharlo al
máximo. Tirando de su agarre, me doy la vuelta en sus brazos, mirándolo.
Él está cantando.
Mierda, está cantando.
De acuerdo, entonces en realidad no, porque ningún sonido sale
de sus labios, pero estoy malditamente segura de que pronuncia la letra,
lo que significa que él los conoce. Se detiene cuando se da cuenta de que
lo he visto, y solo me mira, pero es demasiado tarde.
Lo atrapé.
—Ignazio Michele Vitale —digo juguetonamente, destacando a
propósito su segundo nombre, solo para asustarlo más—. No puedo creer
que cantabas una canción de los años ochenta.
—Estabas imaginando cosas.
—No lo creo —le digo—. Creo que tal vez te gusta esa canción. Es
decir, sé que no es Hotline Bling, pero...
Sus ojos se entrecierran levemente mientras sus manos se deslizan
hacia abajo, descansando sobre mi trasero. —Tampoco es de los años
ochenta.
—Por supuesto que lo es.
—No —dice—. Salió en los noventa. Me encontraba en la escuela
secundaria. Lo recuerdo.
Quiero discutir, pero probablemente tiene razón, y bueno, yo aún
no había nacido, así que ciertamente no lo recuerdo. —Bueno, lo que
sea... no cambia el hecho de que estabas cantando, viejo.
Sus ojos se oscurecen cuando digo eso.
Me envía escalofríos por la espalda.
—Sigue hablándome así —dice—, y te follaré la garganta con tanta
fuerza que nunca volverás a hablar.
No hay emoción en su voz.
Es un hecho.
Jesucristo, eso es casi aterrador, pero por alguna razón, me
emociona. —¿Qué pasa si me gusta esa idea?
—¿Que destruya tu caja de voz?
—No, que me folles la garganta —le digo—. Parece que podría pasar
un buen momento.
No sé qué me pasó.
Demonios, estoy excitada con solo pensarlo. La piel de gallina cubre
cada centímetro de mi piel sudada. Él siempre ha sido alguien que se
aleja de una mamada. Nunca lo vi tomando la iniciativa en ese
departamento.
Deja de moverse y me mira, sus ojos escanean mi rostro, como si
no estuviera seguro de qué decir. Después de un momento, se aleja,
quitándome la bebida de la mano. La olfatea como lo hice yo antes de
tomar un sorbo.
—Agua —dice, como si pensara que tal vez había roto mi promesa
y había estado bebiendo esta noche.
—Sí.
Asintiendo, se toma el resto, antes de agarrarme de la mano y
sacarme de la pista de baile, lanzando el vaso vacío al basurero mientras
pasamos junto a él. Creo que tal vez nos estamos yendo, como si él
hubiera decidido que era hora de irme a casa, y busco a Melody en los
alrededores, para despedirme, sin tener idea de a dónde se fue con Leo.
Pero una vez afuera, Naz se desvía a una dirección sorprendente,
alejándose de la calle, hacia un pequeño callejón cercano. Dios mío, no
puede hablar en serio. Se detiene a mitad de camino, pero todavía tengo
una vista amplia de la calle, en donde cualquiera puede entrar en
cualquier momento y verme.
—¿Acaso...? —Lo miro incrédula mientras comienza a abrir sus
pantalones, desabrochándolos—. Hablas en serio. ¿Quieres, es decir...
aquí?
—Imaginé que no sería un problema —dice—, ya que te gusta la
idea de ser observada y todo eso.
En algún lugar, en lo más hondo de mí, reside una mujer primitiva
y adecuada, una con un sentido de modestia, una que no dice “follar”
seguido... si es que alguna vez lo hace. Es bonita y amable, y se sonroja
como una virgen ante la sola idea de ensuciar su reputación. Esa chica
niega frenéticamente con la cabeza, gritando que esto es absurdo. No
podemos hacer eso aquí. Es una completa locura.
Pero estoy manteniendo a esa chica cautiva.
Esta tiene algo de una racha salvaje.
Esta dice—: A la mierda.
—¿Estás segura de esto? —pregunta—. Necesito que me lo digas.
—Uh, claro —le digo—. Estoy segura.
Se desabrocha los pantalones y me agarra del brazo, tirando de mí,
empujándome contra el costado del edificio de ladrillos, hacia las
sombras. Es rudo cuando me tira al suelo, y siseo cuando mis rodillas
desnudas golpean el sucio asfalto.
Mierda, eso duele.
Agarra mi cabeza, envolviendo mi cabello de forma apretada
alrededor de su puño, atrayendo mi cabeza hacia él mientras me
estremezco.
—Abre la boca —gruñe, y estoy tan sorprendida, que no puedo
hacer nada más que obedecer. Se libera con la otra mano, acariciándose,
antes de guiar mi boca abierta hacia él.
Vaya.
Un empujón, un golpe, y ya estoy luchando mientras me obliga a
bajar sobre él, deslizándose hasta abajo por mi garganta. Intento no
vomitar... intento... e intento... pero él es demasiado grande y muchísimo
más duro de lo que recuerdo. Me ahogo cuando mueve sus caderas,
follándome la garganta, sus bolas golpeando mi barbilla. No quiero
morderlo, pero mi mandíbula se aprieta en respuesta, y puedo sentir mis
dientes mordiéndolo, una y otra vez. Gruñe ante la sensación, y sé que
tiene que doler, pero en lugar de relajarme, simplemente lo envía a un
frenesí más grande.
Mierda.
Mierda.
Mierda.
Me observa todo el tiempo. Siento sus ojos en mi cara. Levanto mi
mirada con curiosidad, hallando la suya seria. Hay algo en su expresión,
una oscuridad que no puedo sacarme de encima. Su agarre en mi cabello
se aprieta cuando levanta mi cabeza, forzándola a ir hacia atrás, abriendo
mi garganta más hacia él.
—Relájate —susurra—. Relaja tu garganta.
Intento escucharlo, pero pues, ¿cómo lo hago? Cómo carajos puedo
relajarme cuando apenas puedo respirar, cuando mis ojos comienzan a
llorar por eso. Parece casi enojado, como si lo estuviera decepcionando,
pero no sé qué hacer.
Nunca he hecho esto
Es solo un minuto.
Quizás dos.
No lo sé.
Me aparta de él, e inhalo bruscamente, aspirando una bocanada
de aire. Estoy respirando pesadamente, de forma frenética, mientras se
acaricia a sí mismo, rápido y duro.
No está jugando.
Su mano todavía está enredada en mi cabello. Lo miro con asombro
mientras se da placer a sí mismo. No puede pasar más de un minuto
antes de que vuelva al ataque, empujándose de nuevo por mi garganta.
Un golpe, y eso es todo.
Puedo sentirlo cuando se derrama en mi boca. La amargura me
hace dar arcadas, pero me obligo a tragar. Inclinando su cabeza hacia
atrás, Naz gime, aflojando su agarre y haciendo una pausa en sus
movimientos mientras lo chupo.
Hay un ruido cerca del callejón. Movimiento. Voces. Naz se aleja de
mí, y antes de que pueda controlar lo que pasa, me pone de pie. Él se
está acomodando, arreglando sus pantalones, mientras me quedo de pie,
sorprendida, sin saber qué hacer con cualquier cosa. Me paso los dedos
por el cabello... no es como si hiciera alguna diferencia.
Antes de que pueda enfatizar demasiado sobre eso, Naz me lleva
hacia él, colocando su brazo alrededor de mi hombro y me conduce por
el callejón, hacia la interrupción. El club ya está cerrando.
¿A dónde se fue la noche?
Estoy nerviosa, tal vez de forma irracional. No sé. Mi cuerpo tiembla
cuando me meto a su lado, casi como si me estuviera encogiendo. ¿Al
menos lo disfrutó?
—Lo hiciste bien —susurra, como si sintiera mis preocupaciones.
Naz siempre fue bueno para leerme.
Lo miro, viendo una sonrisa perezosa en sus labios. Es como si una
carga hubiera sido levantada de los hombros del hombre. De acuerdo, tal
vez lo disfrutó.
—¿Sí? —pregunto, sorprendida—. No estaba segura. Nunca antes
me habían follado la garganta...
Se ríe en voz baja, deteniéndose al final del callejón mientras una
multitud de Cyndi Lauper parece empezar a formarse. Me jala, para que
me quede frente a él, y es casi instintivo, pero lo rodeo con mis brazos,
abrazándolo. Recuesto mi cabeza contra su pecho, sintiendo su calor,
sonriendo cuando siento sus manos en mi espalda, sosteniéndome
contra él.
Es como estar envuelta en un capullo.
Las demostraciones públicas de afecto no son en realidad cosa de
Naz, pero parece estar tranquilo, por el momento, al menos.
—¿Entonces te gusta así? —pregunto—. Nunca antes has tratado
que hiciera eso.
Sus manos me frotan la espalda. —Sabes que me gusta cuando
luchas.
Probablemente debería estar preocupada por esa declaración, pero
lo entiendo. De verdad. Le gusta empujarme hasta el borde antes de tirar
de mí, llevándome hacia abajo antes de dejarme resurgir. Es como si le
devolviera la vida, estar allí, verme respirar.
—Sí, te gusta esa rutina de la damisela en apuros —murmuro—.
Te excita ser mi héroe.
Su mano serpentea por mi espina dorsal, agarrando mi cabello, y
tira de él, llevando juguetonamente mi cabeza hacia atrás para que lo
mire.
—No eres una damisela en apuros, cariño —dice—. Y yo soy lo más
alejado que hay de un héroe.
—Lo que sea —digo—. ¿Qué tal si para tu cumpleaños este año,
dejo que me amarres, quizás hasta que me hieras, y te salgas con la tuya
toda la noche?
—Eso no va a suceder.
—¿Por qué no?
—Porque no es seguro. —Me mira muy serio, casi amonestándome,
como si de alguna manera yo ya lo supiera—. Si estás atada, no puedes
pelear conmigo. Si te amordazo, no puedes usar tu palabra segura. Si
estás totalmente incapacitada, Karissa, es probable que te lastimes. La
única razón por la que jugamos tanto como lo hacemos es porque sé que
si es demasiado para ti, encontrarás una forma de detenerme.
—No me lastimarías.
—Intencionalmente no —concuerda—. Pero el hecho de que me
llames un buen tipo no significa que sea uno. Simplemente significa que
te he encantado lo suficiente con el síndrome de Estocolmo.
Riendo, le doy un codazo, justo cuando alguien dice mi nombre.
Melody. Dándome la vuelta, me recuesto contra Naz, su brazo aún me
rodea mientras ella se acerca, tambaleándose, arrastrando a Leo. Parece
vacilante, como si tratara de llevarla en otra dirección, pero ella no se lo
está permitiendo.
—¡Karissa! —chilla, mirándome. En este punto, me sorprendería si
ella no estuviera viendo doble—. Oh, Dios mío, ¿qué te pasó?
Miro hacia abajo, a donde se dirigen sus ojos, sintiendo el rubor
subiendo a través de mí, instalándose en mis mejillas. Mis rodillas están
despellejadas por el callejón.
—Se cayó —dice Naz, metiéndome más en su costado, mientras se
aleja de Melody, en lugar de ayudarla con su novio. Prácticamente puedo
sentirlo mientras hincha su pecho, como si tratara de intimidar, pero está
bien... no tiene que intentarlo. Leo también lo nota, porque mantiene un
poco de distancia entre ellos, casi estremeciéndose cuando Naz extiende
su mano—. Ignazio Vitale.
Vaya.
Se está presentando.
Estoy un poco orgullosa.
No sé si esto es una muestra ridícula de armas o algo así, o si esta
es su manera de tratar de hacer amigos para apaciguarme, pero de
cualquier manera, es agradable de ver.
Leo extiende la mano, tomando la que le ofrecieron y la estrecha.
—Encantado de conocerte. Soy Leo.
—¿Tienes un apellido, Leo?
Leo asiente, y creo que tal vez esa es la única respuesta que va a
suministrarle, antes de que se aclare la garganta y diga—: Accardi.
—¡Como Bacardi! —interviene Melody, riendo—. ¡Que es totalmente
lo que he estado bebiendo esta noche!
Me río de ella.
Naz asiente antes de tirar de mí. —Si nos disculpan, deberíamos
irnos.
Me aleja antes de que pueda despedirme de mi amiga.
No es que ella se dé cuenta, realmente.
Una rápida mirada hacia atrás me dice que ya está demasiado
envuelta en Leo.
Está acariciando su cuello, mientras él le susurra algo, algo que
imagino que es probablemente escandaloso basado en la forma en la que
reacciona.
Es dulce, tengo que admitirlo.
Incluso un poco lindo.
De acuerdo, tal vez estoy siendo ridícula con todo este sentimiento
extraño.
Leo parece muy bueno para ella.
Quitándome de encima esa sensación, sigo a Naz justo hasta el
final de la cuadra, en donde se encuentra estacionado su Mercedes. Lo
desbloquea, abriendo la puerta para mí. Comienzo a entrar pero hago
una pausa, observándolo. Él siente mi atención y me mira, levantando
en silencio las cejas.
—Gracias —le digo—, por venir esta noche.
Una sonrisa astuta se apodera de sus labios.
—De nada —dice—, por los dos sentidos de esa expresión.
Poniendo los ojos en blanco, me meto en el auto. Miro por el
parabrisas, calle abajo, mientras Leo saca a Melody del club. Un auto
negro se detiene, estacionando en doble fila de los autos justo enfrente.
Leo abre la puerta trasera, indicándole a Melody que suba, y ella lo hace
sin dudarlo. Él entra detrás de ella, cerrando la puerta antes de que el
automóvil despegue nuevamente.
Naz está a punto de entrar pero hace una pausa, mirándolos. Se
queda allí de pie, sin moverse, con los ojos fijos en el auto negro mientras
pasa lentamente a nuestro lado. No es hasta entonces que finalmente se
sienta a mi lado, pero algo va mal.
Lo sé en el segundo en el que lo miro.
Su postura es tensa, su expresión en blanco. La ira, la tristeza y la
felicidad son una cosa con este hombre, pero cuando se queda totalmente
en blanco, sé que tenemos un problema.
—¿Qué pasa?
—Nada.
Su tono es cortado.
Antes de que pueda volver a cuestionarlo, enciende el automóvil,
metiéndolo en el camino. Echa un vistazo rápido a los espejos antes de
meterse en el tráfico, dando un giro en U en el medio de la calle,
provocando algunas bocinas de los automóviles mientras la gente frena
para no golpearnos.
Pero no lo cuestiono.
No se lo digo.
No, me coloco el cinturón de seguridad mientras que mi corazón
martillea con fuerza en mi pecho. Pasa frente a los autos, se mueve entre
el tráfico y maneja de una manera en la que Naz generalmente no lo hace.
No es hasta que llegamos a un semáforo a unas pocas cuadras, justo al
lado de un automóvil negro, que me doy cuenta exactamente de lo que
había estado haciendo.
Estaba siguiendo el auto en el que Melody entró.
La luz está en rojo por lo que parece ser una eternidad, su brillo
nos baña en el automóvil. Estoy mirando a Naz, al borde, mientras Naz
se vuelve hacia un lado, observando el otro coche. Es un BMW por lo que
puedo deducir del emblema del capó. Las ventanas están tintadas,
oscuras, de manera ilegal. Nueva York tiene leyes. Tienes que poder ver
en el interior de los autos.
No puedo ver nada.
El rojo cambia a verde, y el automóvil despega, dirigiéndose
directamente a través de la intersección. Lo miro cuando lo hace, viendo
una matrícula de Florida.
Naz se queda allí por un segundo, hasta que el auto detrás de
nosotros toca la bocina. El sonido parece devolverlo a la realidad cuando
gira, mira hacia adelante y golpea el acelerador, dirigiéndose en dirección
a Brooklyn.
—¿Qué pasa? —pregunto otra vez, mi voz vacilante, cuando no dice
nada a modo de explicación por lo que acaba de suceder.
Debo saberlo, sin embargo, si se trata de mi amiga.
—Nada —dice de nuevo, mirándome—. Pensé que había reconocido
el auto.
Traducido por Jadasa & Gesi
Corregido por Julie
Ignazio
Es una casita de dos pisos en Bensonhurst, un vecindario que se
encuentra al sur de Brooklyn, no muy lejos de donde vivo. Es de ladrillo
con adornos color rosa pálido; parece modesta, brillante y ventilada,
rodeada por una cerca blanca, lo más cerca que se puede encontrar una
cerca blanca por aquí. Hay un caminito de entrada justo al lado de la
acera, apenas lo suficientemente grande como para que un auto encaje.
Y ahí está.
El BMW negro.
No fue difícil localizarlo. Una visita no anunciada a Armando y no
solo tenía una dirección, sino que me dieron indicaciones para llegar. Es
sorprendente, la información que un hombre puede provocar, cuando le
clavas un cuchillo en la garganta y le amenazas con deslizarlo si no te
dice exactamente lo que quieres escuchar.
Camino alrededor del auto, examinándolo, antes de recostarme
contra la puerta del pasajero y cruzar mis brazos sobre mi pecho.
Espero.
Pasan diez minutos, luego veinte, pero no importa. La paciencia
siempre ha sido mi punto fuerte. Me quedaré aquí todo el día si es
necesario, pero sé que no lo será.
Él saldrá alguna vez.
Han pasado unos treinta minutos cuando la puerta de entrada a la
casa se abre y sale. Lorenzo. Vestido con pantalones vaqueros y una
camiseta negra, sosteniendo una naranja en tanto tararea para sí mismo.
Levanta la mirada por costumbre, mirando hacia el automóvil. Sus pasos
vacilan, una mirada de sorpresa cruza por su rostro y rápidamente se
endereza.
Lo atrapé desprevenido, pero él es bueno en este juego, porque no
lo dejó entrever por mucho tiempo.
Con cuidado, se baja del porche y se dirige hacia mí, deteniéndose
al otro lado de la blanca cerca. Solo unos pocos pasos nos separan. Podría
alcanzarlo si quisiera.
Ambos lo sabemos.
—Ignazio —dice, asintiendo a modo de saludo—. ¿Qué puedo hacer
por ti?
—Solo siento curiosidad de qué estás haciendo.
—Uh, revisando el correo —contesta, señalando hacia el buzón—.
Pensando en qué comer para el almuerzo.
—Sabes a qué me refiero, Lorenzo. Apareciste en la ciudad y
empiezas a causar alboroto. Haces que la gente se ponga nerviosa.
—No serías una de esas personas, ¿verdad? —pregunta—.
¿Nervioso de que pueda contar algunos de tus secretos?
—No me preocupas —digo—. No tengo secretos que puedas contar.
Me mira fijamente por un momento antes de que su expresión se
quiebre y se ríe. —Bien, bien... ¿así que quieres saber lo que quiero,
Ignazio?
—Sí.
—Quiero el mundo entero —dice—, pero he decidido conformarme
con Nueva York.
Lo dice de una forma tan simple, como si toda Nueva York puede
ser suya si lo quiere. Sin embargo, así no es como funciona esto.
—Eso no será fácil —digo—. Encontrarás resistencia aquí.
—Eso es lo que descubrí —dice—. Sin embargo, es curioso,
teniendo en cuenta que no he ido tras ninguno de sus territorios. Todo lo
que he hecho ha sido un juego limpio.
Él tiene razón, técnicamente. No ha hecho nada más que hacerse
cargo de los viejos territorios de Ray, lugares que se hallaban listos para
ser asaltados. Cualquiera podría haberlos reclamado. No se metió con
nadie, excepto los hombres de Ray.
—¿Planeas parar allí? —pregunto.
—Por supuesto que no —dice.
Esa respuesta no me sorprende.
Solo puedo imaginar qué está planeando.
—Es un problema, porque no les gustan los forasteros. Eres un
extraño para ellos.
—Entonces, quizás deberías responder por mí.
—Me temo que eso no podrá ser.
Ahora no.
Jamás.
No responderé por nadie.
Ya no.
Porque una vez, cometí un grave error y respondí por un hombre
que creía que era mi mejor amigo. Unos meses más tarde, él me pagó ese
gesto con una escopeta en el pecho.
—Eso pensé —dice—. Ni siquiera puedo lograr que admitas que
somos amigos.
Ignoro eso.
No voy a ser incitado a esa conversación.
Hay movimiento en la casa detrás de él, algo que cae en la
habitación delantera, una cortina se mueve. Es solo un breve destello
cuando aparece un rostro antes de desaparecer de nuevo. Lorenzo mira
en esa dirección, frunciendo el ceño, antes de volverse hacia mí.
Asiente hacia la casa. —¿Te acuerdas de Leo?
Lo recuerdo, pero no tanto. Nunca aprendí su nombre. Jamás me
importó hacerlo. Lo llamaban Chico Lindo en ese entonces. No era nada
más que un niñito quejumbroso la última vez que lo vi.
El hermanito de Lorenzo
Compartían una madre.
—Algo —admito—. Ha crecido un poco.
—Sí, un poco. Aun así es un niño lindo. Es suave. Esta vida... su
corazón no la disfruta como el mío.
—Si eso es cierto, ¿por qué está aquí?
—Porque soy todo lo que tiene —dice Lorenzo.
Esa es la única explicación que me da.
Probablemente sea la única que tiene.
Sin embargo, no estoy seguro de si es suficiente, no en esta
situación. Porque está enredado en algo peligroso y se está acercando
demasiado a mi vida personal.
No me gusta.
Me está arrastrando de nuevo.
—Mira, solo voy a decirte esto una vez —digo, alejándome del
automóvil, dando un paso hacia la cerca. Ya estoy cansado de esta
conversación. Es agotador—. Si mi esposa, de alguna manera, es herida,
te mataré, y puedo prometer que no será misericordioso.
Él sabe que lo digo en serio. Me ha visto hacerlo antes. Se paró a
mi lado, en la casa de su padrastro, y observó cómo le quitaba la vida al
hombre sin una pizca de compasión o remordimiento.
Asiente. —Entendido.
—Bien.
Comienzo a darme la vuelta, a irme, hasta que su voz me detiene.
—Pero ya te lo dije, Ignazio... No tengo nada en tu contra, no hay
razón para atacarte, no hay razón para lastimar a tu esposa.
—Te oí.
—Sin embargo, no me crees.
No, no le creo.
No tengo que verbalizar eso.
Lo sabe.
—Él tampoco quiere lastimarla —continúa—. Mi hermano está
enamorado de la chica Carmichael. Te lo aseguro, es pura coincidencia.
No tiene nada que ver conmigo o contigo. Por lo que te pido que no lo
estropees. Un favor por un favor. Deja a mi hermano fuera de esto, y me
aseguraré de que nadie hiera lo que es tuyo.
—Me parece justo.
Sonríe en cuanto estoy de acuerdo y me arroja su naranja. Casi la
dejo caer, sin esperarlo, y agarro la fruta con fuerza en mi palma. Lorenzo
retrocede unos pasos, señalándome. —Tenla... es tuya. Directamente
desde la arboleda en Kissimmee. Estoy seguro de que la recuerdas. Las
mejores naranjas del mundo.
Bajo la mirada a la naranja, la aprieto y asiento agradecidamente.
Es una rama de olivo que se extiende. No confío en él, pero sé cómo jugar
este juego.
Le daré algo, también. —¿Un consejo, Lorenzo?
—¿Sí?
—Haz algo con tu auto —digo—. Todavía tienes placas de Florida.
Se destaca como un pulgar dolorido. Me facilitó encontrarte.
Echa un vistazo al auto, esa mirada de sorpresa regresa, como si
él ni siquiera hubiera considerado eso. —¿Cómo me encontraste?
Me encojo de hombros, dándome la vuelta para irme. —Las calles
hablan, ¿recuerdas?
Para el momento en que abro la puerta de entrada de mi casa,
escucho el gruñido.
Es un estruendo bajo, completamente amenazante. No tengo que
mirarlo para saber que él está mostrando los dientes. Es el mismo saludo,
cada vez. Recuerda lo que hice.
A diferencia de Karissa, aún no me ha perdonado.
Aunque, el perdón puede no ser la palabra para eso. Es más como
si ella eligiera no mantenerlo en mi contra cuando se trata de nuestra
relación. Es complicado. No tiene mucho sentido.
Es lo que es.
¿Pero Killer?
Él todavía me lo saca en cara.
Por el momento, de todos modos.
Al entrar en el vestíbulo, me detengo allí, quitándome la chaqueta
en tanto miro fijamente al perro. Arremangando mis mangas, camino
justo a su lado, provocando una pequeña retirada asustada. Aun así, me
sigue, todavía gruñendo ligeramente, mientras me dirijo a la cocina y me
preparo algo para beber. Tomo algunos tragos de agua helada antes de
extender mi mano hacia el armario, agarrando una golosina para perros.
Se la arrojo.
De repente, el gruñido cesa. Se lo traga, menea la cola, antes de
mirarme como si quisiera otro.
En total, le doy tres.
Saliendo de la cocina con mi agua, aún sostengo la naranja que
Lorenzo me dio, me dirijo al estudio donde se escucha que la televisión
está encendida.
Es la mitad de la tarde, pero Karissa está profundamente dormida.
Despatarrada en el sofá, acurrucada bajo una manta negra peluda,
el control remoto sobre su pecho mientras ronca tranquilamente. Le saco
el control remoto antes de acomodarme en el borde del cojín del sofá cerca
de sus pies, teniendo cuidado de no molestarla.
Food Network.
Sacudiendo la cabeza, rápidamente paso por los canales,
deteniéndome cuando me encuentro con El Padrino en uno de los
canales. Está recortado y editado, diluido para la muchedumbre, pero es
muchísimo mejor de lo que ella había estado viendo.
Bajando el agua a la mesa de café, comienzo a pelar la naranja con
mis ojos en la pantalla. El auto negro de Sonny Corleone acelera hasta el
peaje, bloqueado por otro. ¿El trabajador del peaje? Se agacha y se
esconde.
Incluso él sabe que es una emboscada.
BANG BANG BANG BANG BANG
Una rápida sucesión de disparos ilumina la pantalla, aniquilando
el auto con Sonny aún dentro. Sale preparado para pelear, pero sabe que
ha sido superado. ¿Hombres como Sonny? ¿Hombres como yo? Sabemos
cuándo es demasiado tarde.
La ayuda llega, pero no lo suficientemente rápido.
Alerta spoiler: Sonny está muerto.
Si te lo arruiné, bueno, esa es tu culpa. La película tiene más años
que yo. La he visto varias veces, la mayoría por curiosidad, seleccionando
fragmentos de precisión que se relacionan con mi vida. Puede que sea un
cliché, pero no todo es una mierda.
He considerado que puede que así sea como muera algún día.
No sería completamente sorprendente, ¿verdad?
Excepto que, a diferencia de Sonny, no creo tener un padre que se
aparezca para llorarme después.
Riéndome de mí mismo, alejo la vista del televisor cuando el padre
de Sonny, el Don, llora por él en la morgue. Sí, en mi vida no…
—Sabes, la mayoría de las personas encuentran esta parte triste,
no graciosa.
Tan pronto como oigo la voz de Karissa, la miro y me encuentro con
sus ojos mientras me observa cautelosamente desde donde está sentada.
Ahora está despierta, pero apenas. Tiene la cara sonrojada, los ojos
inyectados en sangre y líneas de sueño marcando su mejilla.
—No es gracioso —digo pelando la naranja—. Solo pensaba en
cómo, si fuera yo, Giuseppe probablemente estaría bailando.
Rueda los ojos y se mueve en el sofá, sacándose la manta. —No lo
haría.
—Sí, probablemente tengas razón —murmuro—. Ya me ha dicho
varias veces que para él ya estoy muerto. Morí dos décadas atrás. ¿Esto?
—Hago un gesto hacia la televisión, donde ya han pasado de escena y la
trama avanza—. Probablemente solo sería un alivio.
—Que mueras no será un alivio para nadie. —Hace una pausa y su
rostro se arruga. No es estúpida. Sabe que tengo enemigos—. Bueno,
quiero decir excepto por, ya sabes, cualquiera que realmente te odie, pero
ese no es el caso de tu padre.
—Si tú lo dices.
—Lo digo —dice y su voz es severa—. Así que nada de morir. Lo
prohíbo. Tienes que quedarte y envejecer.
Tan pronto como lo dice, lo espero.
Como siempre, no me decepciona.
—Bueno, más viejo, de cualquier forma —murmura—. Ya eres un
poco viejo.
Sonriendo, separo la naranja y rompo la cuña para comer. Es dulce
y jugosa. Se puede encontrar naranjas navel en cualquier tienda de
comestibles, pero no hay nada como sacar una directamente de un árbol
en Florida.
—No sabía que teníamos naranjas —dice todavía mirándome—.
Diablos, no sabía que te gustaban.
—Me gustan, pero no tenemos —comento, sacando un trozo y
dándoselo—. Las conseguí cuando estaba afuera.
No duda en sacarlo directamente de mi mano, comiéndolo antes de
hacer un gesto en mi dirección, pidiendo silenciosamente otro trozo. O
más bien exigiéndolo, ya que sabe que se lo daré. No necesita pedirlo.
Separo lo que queda a la mitad, perdiendo su parte mientras mi atención
regresa a la película.
No le estoy prestando ninguna atención.
Es por eso que me atrapa desprevenido cuando arroja su parte de
la naranja y salta del sofá, pateándome accidentalmente para rodearme.
Sorprendido, me sobresalto y me giro hacia ella, pero se ha ido.
Ya salió de la habitación.
Está corriendo.
No soy de los que son víctimas de la mentalidad de rebaño, pero
sin pensarlo estoy de pie y siguiéndola. Está subiendo las escaleras y
dirigiéndose por el pasillo.
La alcanzo en el baño.
La puerta está completamente abierta y está se rodillas frente al
inodoro, vaciando su estómago. El pánico me recorre. Es una sensación
rara. Hace que se me revuelva el estómago.
Eso es todo lo que es, ¿verdad?
Miro mi mano, a los restos de naranja que estoy empuñando. Hijo
de puta. Debería haber sabido que no debía comer algo que él me dio. El
pensamiento de que podría no ser seguro ni siquiera cruzó mi cabeza.
Me estoy volviendo blando.
Demasiado suave.
Esto no es propio de mí.
Este idiota blando y defectuoso en el que me he convertido no se
parece en nada al hombre de carácter fuerte que siempre me enorgullecí
de ser. Ese hombre no tomaba caramelos de extraños y simplemente los
comía como si no tuviera razón para preocuparse. Ese hombre conocía
los costos de ser blando.
Tiro lo que queda de la fruta al bote de basura antes de agacharme
junto a Karissa con mi mano en su espalda. Parece que ya ha terminado
y ahora solo está sentada allí contra el inodoro como si planeara
dormirse.
Estoy tratando duramente de no estar molesto por eso.
Lo restregué hace poco, una noche en que no podía dormir.
Pero, aun así… orino en esa cosa.
—Karissa, bebé… —Mi voz es tranquila. No quiero alarmarla—.
Háblame.
Gira la cabeza y abre los ojos. —Creo que me estoy enfermando.
—¿Qué te hace creer eso?
Su rostro se contorsiona ante esa pregunta. —¿Aparte del hecho de
que estoy acostada sobre el inodoro?
—Aparte de eso.
—Me he sentido como la mierda todo el día. Exhausta. Casi
resacosa, pero anoche no bebí, así que…
—Entonces te estás enfermando.
—Sip.
Le froto la espalda por unos minutos más antes de ponerme de pie
y ofrecerle una mano. Me deja ayudarla a pararse y no discute cuando la
agarro, la alzo y la llevo a través del pasillo hasta el dormitorio. Sí, debe
estar enfermándose para no luchar contra eso.
La acomodo en la cama y le paso la mano por la frente. Está
húmeda y pegajosa, pero no caliente. —¿Qué tal una sopa?
—¿Vas a hacer que la traigan?
—No, voy a cocinar.
—No tenemos ningún tarro de Campbell.
—No lo necesito —le digo—. Sé cómo hacer sopa desde cero.
Me mira con incredulidad mientras sale de las mantas que acabo
de colocarle. —Si vas a cocinar, voy a mirar.
Riéndome, la obligo a regresar a la cama y una vez más le coloco
las mantas. —Relájate. Puedes verme en cualquier otro momento. Ahora
mismo necesitas tomártelo con calma.
Hace pucheros, pero una vez más no discute y se queda en el lugar.
Enchufo mi teléfono en el cargador y lo dejo en la mesa de luz mientras
salgo de la habitación.
Killer está de pie en el pasillo entre el dormitorio y las escaleras,
mirándome. Gruñe un poco mientras lo paso, pero lo ignoro y bajo las
escaleras.
La despensa está llena de ingredientes gracias a su incesante deseo
de aprender a cocinar todo lo que ve en la televisión. Quiero hacerle la
sopa de pollo italiana de mi madre, y saco todo lo que recuerdo que
utilizaba cuando era niño, pero me quedo en blanco y tengo que
improvisar un poco.
Más bien, la mayor parte.
Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me la hizo.
Paso un tiempo preparándola y dejándola hervir a fuego lento en la
estufa antes de regresar al estudio, esta vez solo. El tema de El Padrino
hace eco a través de la sala a medida que los créditos aparecen en la
pantalla del televisor. Volviendo a agarrar el control remoto, paso a través
de los canales y me detengo en las noticias locales, atrapando un informe
sobre una pequeña tienda en la esquina de Hell’s Kitchen que explotó y
sacó todo el edificio de apartamentos sobre ella.
Dicen que fue una fuga de gas, pero lo sé.
Porque conozco esa tienda. Conozco esos apartamentos.
Hace poco estuve en el interior, visitando a Armando y
amenazándolo por información.
Estoy mirando fijamente la transmisión, apenas escuchando lo que
dice el periodista, pero atrapo algunas de sus palabras, el final de su
segmento.
Un auto negro al que le faltaba la matricula fue visto al acecho
cerca del negocio.
Me pregunto por qué.
Apago la televisión y me siento en silencio un momento, dejando
que se asiente.
No di ningún nombre, pero no me sorprendería que Lorenzo los
consiguiera. Si descubrió dónde obtuve mi información y decidió silenciar
la fuente.
Es muy posible que esta tarde haya conseguido que mataran a
Armando.
E incluso podría haber ayudado a que Lorenzo se saliera con la
suya.
Cuando la sopa está lista, llevo un cuenco al piso de arriba y me
encuentro a Karissa acostada en la cama mientras juega con el teléfono.
Mi teléfono.
La vista me hace detener.
No es que tenga algo que ocultarle. Intento no guardar ningún
secreto. Si quiere saberlo, se lo diré. Pero aun así, mi instinto natural es
evitarlo. —¿Qué estás haciendo?
Sonriendo, me mira y baja el teléfono. No se ve alarmada como si
la hubiera atrapado haciendo algo que no debería estar haciendo.
—Simplemente cambiando tu tono a algo más de tu estilo.
—¿Más bandas de chicos?
—¿Cuenta si son chicos en una banda?
—Muy seguro de que esa es la definición.
—Entonces sip —dice mientras le entrego la sopa—. Pero oye, al
menos no es Bieber.
—Gracias a Dios —digo, tomando mi teléfono y conectándolo al
cargador—. Odiaría tener que divorciarme de ti.
—¿Te divorciarías de mí?
—O algo peor.
Traducido por MadHatter & Val_17
Corregido por Julie
Karissa
—¿Señorita Vitale? ¿Algo para decir?
Todavía me resulta extraño que me llamen por ese apellido. Tan
extraño que a veces no respondo porque no entiendo que es a mí a quien
se refieren hasta que lo vuelvan a decir.
—¿Señorita Vitale?
Alzando la vista y deteniendo el embalaje de mi mochila, miro a
Rowan mientras se encuentra al final del pasillo, al lado de mi escritorio.
La mayoría de mis compañeros de clase ya han salido de aquí, pero hoy
me quedo un poco detrás de la multitud.
Como una idiota, me quedé dormida en clase.
Me dormí en toda su conferencia, perdiéndome todo. Recuerdo
haberme sentado y pues... aquí me encuentro, una hora más tarde,
preparándome para partir nuevamente.
Ups.
Me aclaro la garganta. —Es señora.
Eso lo toma de sorpresa. —¿Disculpe?
—Existe un señor, así que no soy señorita.
—Oh. Está casada.
—Sí.
Luce genuinamente sorprendido por ese pequeño dato.
No debe haber leído mi archivo.
Gracias a Dios.
—Oh, bueno, señora Vitale, esperaba poder hablar con usted.
Quiero decir que no, porque hablar conmigo lleva a más palabras,
lo que me conduce a decir palabras, y a juzgar por cómo la última
conversación que tuve con un profesor en esta sala terminó siendo una
de sus últimas, me voy a aventurar a indicar que decir que quieren hablar
conmigo probablemente no sea sabio. Otra cosa que él sabría si leyera mi
archivo. Pero, ¿cómo puedo explicar eso sin explicar nada?
No lo sé.
No puedo.
Así que simplemente me encojo de hombros y sigo empacando mis
cosas para irme, pensando que, si quiere hablar conmigo, no hay nada
que pueda hacer para detenerlo.
—Solo quería decirle que califiqué su informe de Napoleón.
—¿Oh? —Poniéndome mi mochila, lo miro con cautela, sintiendo
esta extraña sensación de déjà vu sobre esta conversación—. Déjeme
adivinar... ¿carente de imaginación? ¿Mediocre? ¿Pretencioso?
Eso es lo que siempre decía el profesor Santino sobre mis informes.
Frunce el ceño mientras saca el papel de una carpeta que lleva y
me lo entrega. —De hecho, me pareció refrescante.
Esa palabra me detiene por un momento. Refrescante. Le quito el
papel, mirándolo, viendo el A + rojo escrito en la parte superior.
Vaya.
—Gracias —le digo, insegura de lo que se supone que debo decir en
esta situación—. No estaba segura...
—La mayoría de la gente enfocó la tarea literalmente —dice, como
si supiera a dónde voy con lo que digo—. Pero usted exploró el concepto
más profundamente, y es apreciado. Sé que la historia, para la mayoría
de las personas, es bastante aburrida, por lo que es refrescante que un
alumno realmente intente analizar las cosas. Así es como aprendemos de
la historia, así no nos encontramos a nosotros mismos repitiéndola... si
sabe a lo que me refiero.
—Sí... —Sé exactamente lo que quiere decir—. Gracias de nuevo.
Sonríe amablemente. —Debería darle las gracias.
—Bueno... de nada, supongo —digo con una sonrisa, volteándome
para irme. Él está justo a mi lado, caminando conmigo—. No tengo un
buen historial en lo que respecta a escribir ensayos analíticos. De alguna
manera bombardeé mi primera clase de filosofía por eso.
—¿La clase de Daniel Santino?
—Uh... sí. Esa misma.
—Nunca conocí al tipo, pero escuché que puede ser bastante difícil.
Difícil. Eso es una subestimación.
—Yo no era exactamente su persona favorita —le digo mientras
salimos—. Tuvimos algunos problemas, por lo que probablemente
también tuvo algo que ver con eso.
—Probablemente —coincide—. Porque dudo que sus ensayos le
hayan afectado, especialmente si fueron algo como esto.
Extendiendo la mano, sacude el papel que sostengo, dándome otra
sonrisa antes de irme. Me quedo de pie allí, frente al edificio, mirándolo.
Qué extraño.
—¿Amigo tuyo?
Salto ante la voz inesperada detrás de mí... justo detrás de mí. Tan
malditamente cerca que prácticamente puedo sentir el cálido aliento
contra mi cuello. Girando, miro a Naz. —Oh, ¡hola! ¿Qué haces aquí?
—Vine a verte —dice con indiferencia antes de hacer un gesto por
la calle, en la dirección en que Rowan se fue, repitiendo su pregunta—.
¿Amigo tuyo?
—Rowan es mi profesor de historia, en realidad.
—Oh. Usas el nombre de pila con un profesor, ¿verdad? ¿Y qué
quería exactamente Rowan?
—Solo me hablaba sobre mi informe.
Lo agito en su cara, mostrando el A + gordo y rojo encima de él. Naz
me lo arrebata de la mano, pasando los ojos por el papel. —Escribiste
exactamente lo que dije.
—Sip —digo, sin sentir absolutamente nada de pena.
Se ríe y me lo devuelve. —Es bueno saber que aún tengo el toque.
Quitándome la mochila, doblo mi ensayo y lo meto. Intento volver
a colocarme la mochila, pero Naz la agarra, quitándomela.
—Puedo llevar mis cosas, sabes.
—Qué disparates.
Disparates.
Esa es su respuesta.
Casi me ofende.
Extendiendo mi mano, recojo mi mochila, ignorándolo mientras me
la pongo.
Disparates, mi culo.
Se ríe de nuevo, alcanzándome, atrayéndome hacia él. —Me alegra
ver que te sientes mejor.
Coloco los ojos en blanco por eso.
Antes me sentía mareada, y todavía siento que podría dormir por
un maldito año consecutivo, pero al menos hoy no he vomitado. Toco
madera.
—Entonces, ¿tienes alguna clase esta tarde?
—Matemáticas... inglés... —Lo miro con recelo. Conoce mi horario.
Lo tenía memorizado antes que yo—. ¿Por qué?
—Pensé que podríamos pasar un rato juntos esta tarde —dice—, si
no estuvieras demasiado ocupada.
Me siento adulada y a la vez sospecho. Me encanta cuando quiere
pasar tiempo conmigo, pero no soy idiota. Sé cuándo Naz trama algo.
Tengo suficiente práctica en este punto para notarlo.
—Nunca estoy demasiado ocupada para ti. ¿Quieres recoger algo
para almorzar o algo así? Pasar el rato o tal vez dar un paseo.
—Un paseo suena perfecto.
Sí, definitivamente pasa algo.
No somos de dar paseos.
Me adelanto, por la acera, hacia Washington Square Park, en la
esquina cerca de la escuela. Es un lugar tan bueno como cualquier otro
para caminar. Naz toma mi mano, algo que me sorprende, aunque no
debería. Estamos casados, por el amor de Dios, pero aun así... me deja
sin aliento a veces con los detalles.
El parque está lleno, como suele estarlo a esta hora, ya que los
estudiantes van y vienen entre las clases. Encontramos un banco vacío
cerca de la entrada y nos sentamos sobre él. Dejo caer mi mochila a los
pies, pateándola hacia un lado, lejos de Naz, para que no tenga ideas
brillantes acerca de tratar de llevarla de nuevo.
Él ya me cuida lo suficiente.
—¿Ya has pensado en eso?
Su pregunta me pilla desprevenida.
No estoy segura de a qué se refiere.
—¿He pensado en qué?
—Sobre salir de Nueva York.
—Oh. —Mis entrañas se retuercen ante eso. ¿He pensado en irme?
Por supuesto. Lo pienso al menos una vez al día, a veces más. Pero ¿he
decidido si quiero o no? Bueno, ahí es donde no me encuentro tan
segura...
Aquí los recuerdos me persiguen. Cada vez que doy vuelta en una
esquina, están allí, persistentes, al acecho, un recordatorio de todo lo que
sucedió, las cosas que él hizo, las cosas que causé. Sé que no es todo
culpa mía, para nada, pero no soy inocente. El silencio implica
consentimiento. Lo he escuchado tantas veces. Si no hablas de algo, lo
dejas pasar. Aquiescencia. Al vivir aquí, no hay manera de que podamos
tener un nuevo comienzo. Estamos cubiertos de marcador permanente.
No podemos borrar nuestras marcas negras... en Nueva York no.
Pero irme significa alejarme del único lugar que alguna vez pensé
que era mi hogar. Significa dejar a las personas que me importan, dejar
a mi mejor amiga y decirle adiós al padre de Naz. ¿Estoy lista para eso?
Significa dejar atrás los buenos recuerdos que he tenido aquí junto con
todo lo malo. Porque ha habido muchas cosas malas, sí... pero aun así,
hubo muchas cosas buenas.
—Oh —repite después de un momento de silencio—. ¿Debo tomar
eso como un no?
—No lo sé —digo con un suspiro—. Solo... ¿es un error? No quiero
que sea como si estuviéramos escapando de nuestros problemas, porque
eventualmente nos alcanzarán cuando sea que dejemos de correr,
¿sabes?
—Sí —dice—. Lo sé.
—Solo desearía que alguien me diera algún tipo de señal así sé qué
es lo correcto.
—Lo correcto, Karissa, es lo que quieras hacer. Aquí no hay una
decisión equivocada.
Quiero creer eso.
Pero no se siente de esa manera.
—No lo sé —le digo—. No sé lo que quiero. Estoy feliz aquí, pero me
pregunto si tal vez seríamos más felices en otro lugar.
No dice nada ante eso.
No sé lo que está pensando.
Desearía que fuera él quien tomara esta decisión.
Pero me lo deja a mí, y eso es mucha presión, porque a pesar de lo
que dice, me temo que podría haber una decisión equivocada aquí.
¿Y conociéndome?
Elegiría esa.
—¡Hola, chicos!
La voz de Melody es inconfundible. Cuando levanto la mirada, ya
está justo en frente de mí, arrastrando a Leo nervioso junto con ella, su
mano encerrada en la suya tan fuertemente que las uñas se clavan en su
piel. No pelea, pero por alguna razón no parece muy entusiasmado.
—Señorita Carmichael —dice Naz casualmente—. Qué gusto verte
de nuevo.
—Igualmente. —Ella le da una breve conversación—. Con estilo
como de costumbre, ya veo.
Naz se mira a sí mismo, con el ceño ligeramente fruncido, como si
no supiera qué diablos quiere decir.
—Hola, Mel —repito, para evitarle esa conversación. Si él
preguntara, probablemente ella solo lo confundiría más—. ¿Qué hacen,
chicos?
—De camino a almorzar —dice—. ¡Oh! ¿Por qué no se nos unen?
Eso sería increíble, ¿no?
Empiezo a declinar, mientras Leo se frota nerviosamente el cuello
con su mano libre, pero Naz interrumpe antes de que nadie más pueda
decir nada. —Creo que es una idea maravillosa.
Uh... está bien.
No era la respuesta que esperaba, especialmente después de la
conversación que tuvimos sobre que él hiciera amigos. Me mira, elevando
las cejas, esperando que esté de acuerdo. Me encojo de hombros, porque
realmente, ¿a quién voy a rechazar en este momento? Él ya dijo que sí.
—Claro —digo—. ¿A dónde vamos?
Melody se gira hacia Leo, sonriendo orgullosamente, sabiendo que
logró una gran hazaña al hacer que Naz accediera. —¿A dónde?
Él duda, mirándonos a Melody y a mí, sus ojos nunca saludan a
Naz. —A donde quieras comer, amor.
—Conozco un lugar —dice Naz, poniéndose de pie. Se para justo
enfrente de Leo, dejando unos pocos centímetros entre ellos. Se arregla
casualmente la corbata, mira directamente al chico, sin apartar ni una
sola vez la vista. Leo todavía no lo mira, pero es obvio que se da cuenta,
con la forma en que se mueve, acercándose a Melody, tratando de parecer
indiferente, pero hombre... él es un desastre.
Naz dice que no soy intuitiva, que soy terrible para leer a las
personas, y es obvio incluso que Leo se siente incómodo con mi marido.
—¿Al deli? —pregunto, con esperanza. No he visto a Giuseppe
desde el incidente. Extraño al hombre. Sería bueno volver a verlo.
Naz se ríe. —No, a la pizzería en Brooklyn.
—Oh, eh... —Miro a Melody por su reacción, sabiendo que comimos
allí antes con Paul, pero ella simplemente se encoge de hombros, como si
eso no le molestara en absoluto.
—Suena genial para mí —dice, mirando a Leo en busca de su
reacción, pero no dice nada. Sin objeciones. Sin confirmaciones Nada.
—Maravilloso —dice Naz, buscando en el bolsillo las llaves—. Yo
manejaré.
Lo veo entonces, el pánico en los ojos de Leo. El color se desvanece
de su cara mientras sacude la cabeza rápidamente, se traba en su lugar,
tirando de la mano de Melody para detenerla cuando trata de alejarse.
—Nos encontraremos con ustedes allí.
Naz levanta sus cejas. —Tonterías, mi auto está allí.
—Sí, pero, ya sabes... —tartamudea Leo, como si estuviera
buscando una razón para no subirse a ese auto—. Es solo eso, bueno...
—Vamos —dice Melody—. Llegaremos más rápido si simplemente
viajamos con él. Además, uf, no tengo ganas de tomar el metro hoy.
—Pero… —Leo hace una pausa, respirando profundamente, antes
de estremecerse—. Está bien, supongo.
Naz no parece ofendido por la vacilación del chico, pero yo casi lo
estoy.
Sin embargo, creo que lo entiendo.
Él es intimidante.
Todavía me pone nerviosa a veces.
El Mercedes se encuentra estacionado a menos de una cuadra. Nos
subimos, y Naz enciende el motor, los seguros se bajan automáticamente
en el momento en que pone el auto en marcha. Mis ojos van al espejo
lateral, y desde mi periférica veo que Leo se encoge en el asiento trasero,
con su mirada fija en la puerta. Parece que quiere saltar, como si ya
estuviera considerando lanzarse y rodar en medio de la carretera, cuando
Naz entra al tráfico.
Aunque Melody parece no darse cuenta.
Cuando llegamos al primer semáforo, Naz estira una mano,
ajustando su espejo retrovisor, poniéndolo en un ángulo en que pueda
mirar el asiento trasero.
Melody habla incesantemente durante el viaje. No la había visto tan
despreocupada en mucho, mucho tiempo…
Leo, por otro lado, parece tenso.
Los ojos de Naz parpadean entre la carretera y el espejo retrovisor
todo el camino hasta Brooklyn. Intento complacer a mi amiga, siguiendo
su conversación, pero mi atención está en él.
Una sensación de hundimiento se asienta en la boca de mi
estómago.
Estoy empezando a pensar que esta fue una mala idea.
Una idea jodidamente terrible.
Y estoy absolutamente segura de eso al segundo en que llegamos a
la pizzería y Naz, como siempre, consigue una mesa de inmediato.
Seguimos a la anfitriona hasta la mesita redonda en la parte trasera,
aislada de los demás comensales. Naz saca la silla para mí, mirando a
Leo mientras el chico hace lo mismo por Melody.
—Botella de tu mejor vino —le dice Naz a la mujer.
Ella lo trae rápidamente, seguida por el dueño del restaurante.
Andretti, creo que era su nombre. Se acerca a la mesa, con una amplia
sonrisa en su rostro, saludando a Naz del mismo modo en que saluda
Giuseppe, bueno… a todos excepto a Naz.
—¡Ah, Vitale! —dice el hombre, sonriendo mientras aprieta el
hombro de Naz con afecto—. ¡Che piacere vederti!
Naz responde con algo que no comprendo, y siguen así durante un
minuto, hablando en italiano, mientras el corcho es sacado de la botella
de vino. Escucho, a pesar de que no tengo absolutamente ninguna idea
de lo que dicen, y puedo sentir mi rostro calentándose cuando ambos
hombres miran en mi dirección.
—Ciao, bella —dice el dueño, estirándose y agarrando mi mano,
besando el dorso—. Come stai, uh… ¿alguien especial?
—Karissa —dice Naz—. Su nombre es Karissa.
—Karissa —repite el hombre, levantando las cejas mientras espera
que responda lo que sea que me acaba de preguntar.
—Uh… hola —digo, retirando mi mano.
No tengo idea de lo que se supone que debo decir.
—Él preguntó cómo estás —interrumpe Naz, vertiendo vino en su
propio vaso.
—Oh, estoy bien —digo—. Genial, en realidad. Increíble.
El hombre estrecha los ojos mientras comienza a decir cosas,
rápidas y fluidas, y no entiendo nada. Lo miro mientras habla de forma
animada con sus manos, señalándome antes de detenerse, con las cejas
levantadas, como si estuviera esperando que respondiera algún tipo de
pregunta que se encontraba allí.
—Dijo que estás mintiendo —interviene Naz, vertiendo un poco de
vino en los otros tres vasos—. Dice que luces… ¿cómo puedo explicarlo
amablemente? Derrotada.
—Qué lindo —murmuro—. Dile que dije gracias por el cumplido.
Lo aprecio.
Antes de que Naz pueda decir algo, el hombre continúa, escupiendo
algo que hace que Naz se atragante con el aire. Tose, riendo, y niega con
la cabeza. —No, no… ella solo se ha sentido enferma.
El hombre me mira un momento antes de encogerse de hombros,
mirando a Melody. La saluda cálidamente en italiano, también toma su
mano y besa el dorso, antes de que sus ojos se fijen en Leo. Es sutil, el
cambio en la conducta del hombre.
Él no le dice nada.
Ni hola.
Ni es un placer conocerte.
Nada.
En cambio, se voltea hacia Naz, acercándose, murmurando algo
que no puedo oír. No es como si lo entendiera, de todos modos, pero el
hombre trata de ocultarlo intencionalmente de oídos indiscretos. Naz
asiente en confirmación a lo que sea que dijo, y el dueño vuelve a apretar
su hombro antes de alejarse.
—Dime algo, Leo —dice Naz, levantando su vaso y haciendo girar
el vino tinto antes de tomar un sorbo—. ¿Hablas con fluidez, o solo sabes
un poco?
Leo lo mira, por primera vez encontrando sus ojos. —¿Qué?
—Mi avete sentito —dice Naz, su tono cortante—. Tu parli Italiano.
Leo duda antes de murmurar—: Solo un poco.
Naz asiente, como si no le sorprendiera esa respuesta, pero a mí sí.
Sé lo suficiente como para comprender a dónde va esta conversación, y
mierda… ¿Leo habla italiano?
Le echo un vistazo a Melody. Ella parece igual de sorprendida por
eso. —¿Sabes italiano?
Leo la mira, con un leve rubor en las mejillas, como si le
avergonzara tener esta conversación. —Algo… lo básico, supongo, pero
no mucho más que eso.
—Vaya. —Melody se inclina hacia él—. Dime algo sucio.
Me río ante eso, al igual que Naz, pero el rubor de Leo solo se
profundiza.
—Bebe —dice Naz, empujando un vaso hacia Leo—. Probablemente
lo necesitarás con esa de allí.
Melody pone los ojos en blanco ante eso, agarra su vaso y se bebe
todo su vino antes de extender la mano, pidiendo más. Naz la complace,
sirviéndole un poco de vino, antes de poner la botella en medio de la
mesa, diciéndole que se sirva todo lo que quiera.
Es extraño, verlo ser tan… amable.
Es amable conmigo, claro. Me mima. Y siempre ha tolerado a
Melody, hasta cierto punto, por mi bien. Pero en este momento está
siendo hospitalario, como si estuviera intentando hacer amigos. Lo está
intentando.
Ordenamos comida
Beben vino.
Tomo un sorbo, pero es demasiado amargo para mis papilas
gustativas, y en realidad no tengo ganas de tomarlo, sea lo que sea. Así
que bebo agua en su lugar, observándolos a medida que comienzan a
relajarse, la postura de Leo no es tan tensa, pero no se me escapa que
todavía intenta no mirar a mi esposo.
—Dime, Leo —dice Naz cuando llega la comida—, ¿tienes algunas
metas para el futuro?
Metas.
Para el futuro.
¿Esta es una entrevista de trabajo?
—Uh… no estoy seguro, en realidad. Todavía estoy tratando de
acostumbrarme a vivir aquí —responde Leo—. El ritmo es tan rápido en
comparación a dónde creí.
Naz no pregunta dónde es eso, y comienza a interrogarlo un poco
más sobre el futuro, pero lo interrumpo. Llámame curiosa. —¿Dónde
creciste?
Leo me mira y duda. —Florida.
—¿En qué parte de Florida?
No responde, pero Melody interviene, levantando la voz por la
emoción. —Oh Dios mío, no puedo creer que me olvidé de decirte… ¡él es
de Kissimmee! ¿No es una locura? Kissimmee… —Me señala—.
¡Kissimmee!
Esa sensación de hundimiento que tuve en el auto regresa. Miro a
Naz, y él no reacciona ante eso. No se ve sorprendido en absoluto, como
si ya lo supiera todo.
Probablemente lo sabe.
Después de todo, sabía mi historia incluso antes que yo, así que
¿por qué no investigaría la historia de vida de Leo al momento en que
fueron presentados?
—Eso es una locura —digo—. Mundo pequeño.
Naz se acerca, rodeándome con su brazo. —Mundo pequeño, así
es.
El almuerzo es incómodo, mientras Naz lanza una pregunta tras
otra, todas dirigidas a Leo. Pregunta acerca de su familia (un hermano,
sin padres… huérfano desde que era solo un niño). Pregunta acerca de
su trabajo (ahora mismo se dedica a lavar platos en Paragone… su
hermano conocía a un tipo que conocía a un tipo que le consiguió el
trabajo). Pregunta sobre su situación de vida (se queda en una casa en
Bensonhurst con su familia).
Pregunta todo excepto: ¿Cuáles son tus intenciones con esta mujer?
Aunque, está bien, es más como que yo quiero preguntar eso, así
que desearía que él lo hiciera.
Leo se lo toma todo con calma. O, bueno, lo tolera, en realidad. No
parece feliz de ser interrogado, pero responde todo lo que Naz le lanza.
Como unas rebanadas de pizza, mi apetito regresa de algún modo,
mientras ellos tres se terminan la botella de vino. Melody y Leo conversan
en voz baja mientras Naz se relaja en su silla, sin haber tocado ni un
bocado de comida.
—Estoy avergonzado, pajarito —dice, agarrando mi vaso de la
mesa—. Estás desperdiciando el vino.
—Entonces bébelo —digo—. De verdad… deberías beberlo.
Probablemente cueste tanto como mi matrícula para el año.
Sonriendo, bebe de mi vaso. —No tanto.
—Ugh, ni siquiera me digas —advierto—. Sabes, hay personas
muriendo de hambre en Estados Unidos, personas con agua potable
contaminada, que ni siquiera tienen calefacción en sus casas para
mantenerse cálidos. Hay gente en el maldito Nueva York que se está
congelando porque ni siquiera pueden permitirse comprar ropa.
—Tal vez deberíamos darles las tuyas —dice en broma, su mano
deslizándose por mi pecho, sus dedos adentrándose por debajo del escote
de mi camiseta, acariciando la piel alrededor de mi sujetador—. Te
mantendré caliente por mi cuenta.
Le golpeo la mano cuando intenta ahuecar un pecho. —Jesucristo,
Naz, mantenlo en tus pantalones. Estamos en público.
—Pensé que así era como te gustaba.
Rodando los ojos, agarro mi vaso de agua y bebo un sorbo, tratando
de ocultar el feroz rubor en mis mejillas. Entonces Melody se aclara la
garganta, por suerte distrayendo a Naz, mientras revisa su reloj.
—Deberíamos irnos. Hemos estado aquí por un rato.
Naz asiente. —Puedo llevarlos de regreso a la ciudad.
—No te preocupes por eso —dice Melody, descartándolo—. Ustedes
viven, como, justo a la vuelta de aquí.
Más como al otro lado del barrio, pero lo bastante cerca.
—Además, iremos a casa de Leo por un rato, así que hará que su
hermano nos recoja en unos minutos. No hay problema.
Naz la mira.
No dice nada.
Algo me dice que, para él, por alguna razón, eso es un problema.
—¿Cuánto te debemos? —pregunta Melody, poniéndose de pie.
—Nada —dice Naz, levantando una mano y deteniendo a Leo
cuando saca su billetera—. No necesito tu dinero.
Espero una pelea por eso. Espero que estos dos hombres tengan
una competencia de marcar territorio sobre la cuenta. En cambio, Leo
duda antes de guardar su billetera, asintiendo.
—Eres un tipo genial, Ignazio —dice Melody—. No me importa lo
que digan los demás.
Naz parpadea un par de veces. Veo sus labios moverse mientras
modula con incredulidad las palabras: tipo genial.
Melody se aleja, y Leo comienza a seguirla, pero Naz estira una
mano, agarrando con fuerza el brazo de Leo, deteniéndolo. Se miran el
uno al otro en silencio por un momento… un momento que parece durar
una eternidad… antes de que Naz afloje su agarre.
Atrás quedó su comportamiento casual.
Por primera vez, desde hace tiempo, estoy viendo a Vitale otra vez.
—Envíale mis saludos a tu hermano —dice Naz, con voz dura.
Leo aparta su brazo, sin decir nada mientras se apresura,
desapareciendo de la pizzería sin decir una palabra en respuesta a eso.
Me quedo boquiabierta ante Naz mientras él se relaja otra vez,
terminando el vino de mi vaso.
Envíale mis saludos a tu hermano.
Santa mierda.
—Tengo razón, ¿verdad? —Mi voz es baja, como si las palabras no
quisieran salir—. Tenía razón sobre él. Es… ya sabes… él es como tú.
—No se parece en nada a mí.
No sé si habla en serio.
No sé qué pensar.
Naz no me mentiría, ya no, pero algo se siente mal.
—Prométeme algo —dice Naz.
Lo miro. —¿Qué?
—Solo promételo —dice—. Lo que sea que estoy a punto de decir,
lo escucharás. Prométeme que confiarás en mí en esto.
Ugh. —Lo prometo.
—Mantente alejada de él.
Frunzo el ceño. —¿Qué?
—No estoy diciendo que no puedes ser amiga de Melody —dice—.
Todo lo que te pido es que te mantengas alejada de su novio. No más citas
con ellos.
—¿Por qué?
Me mira, haciendo una pausa mientras sus ojos deambulan por mi
rostro, estudiándome nuevamente como si buscara algo. Sé que lo
encontrará, al igual que en el pasado.
Me conoce.
Me conoce mejor que nadie.
—Porque no quiero tener que matar a otro novio suyo.
Esas palabras me detienen.
Lo dice tan seriamente, como si de verdad fuera una posibilidad.
Como si en realidad pudiera matarlo, y sería mi culpa por no haberlo
escuchado. —Pero…
Levanta su mano, cubriendo mi boca, silenciando mi protesta.
—Lo prometiste.
Aparto su mano. —Pero dijiste que no era como tú.
—No lo es —dice—. Pero eso no significa que sea inofensivo, cariño.
Algunas de las personas más peligrosas solo son peligrosas por lo que
significan para otros, no por quiénes son.
Como tú.
No dice esas palabras, pero sé lo que significan. Soy peligrosa
debido a Naz. Naz mataría por mí. Mataría por mi culpa. Sé que lo haría.
Lo ha hecho antes.
Y ahora me está diciendo que, si no mantengo mi distancia, podría
tener que volver a hacerlo.
Traducido por AnnyR’ & Jadasa
Corregido por Julie
Ignazio
Hay una diferencia entre una pelea y una batalla. Una pelea es
aislada, generalmente tan rápida como comenzó. ¿Pero una batalla? Una
batalla es parte de una guerra más grande.
Las batallas pueden durar para siempre.
Largas, prolongadas, sangrientas y despiadadas… es el tipo de
batalla en medio de la que nos encontramos ahora. La ciudad arde y la
gente está cayendo a medida que la devastación se propaga por los
condados, tocando lugares que no había infectado antes.
El nuevo rey decidió que era hora de reclamar algo más que las
tierras de orgullo. Quiere esos pedazos oscuros que no le pertenecen.
Quiere todo el reino.
El problema, como ven, es que la mayoría de la gente no parece
darse cuenta. Siguen con sus días como si nada hubiera cambiado. Las
bajas apenas son una señal en el periódico, tratadas como incidentes
aislados, como si ni siquiera estuvieran conectadas.
Pero lo están.
Todo se convierte en una situación jodida.
Una en la que estoy atrapado justo en el medio.
—Tiene que irse.
Génova se sienta frente a mí en el estudio de su casa de ladrillos,
fumando frenéticamente uno de sus cigarros. El humo impregna la
habitación. Está cerrado con llave y no tiene a dónde ir. Mis ojos pican
por la neblina, mi pecho se aprieta con cada respiración. Puedo sentir
que me quema los pulmones y ni siquiera soy el que fuma.
—¿Quién? —pregunto, no del todo seguro de por qué estoy aquí.
Me pidió que lo viera con poca antelación, diciendo que tenía algo
importante que discutir conmigo.
—El hombre —dice—. Scar.
Ah.
Scar.
—Golpeó una de mis casas de seguridad esta semana —continúa—
. Me robó todo el suministro de armas. ¡Eliminó a tres de mis muchachos!
Qué lástima, pienso, pero no digo eso.
No quiero enojar a un jefe más de lo que ya lo he hecho.
—Ciertamente es persistente —le digo.
Ojalá pudiera decir que me sorprende.
No es así.
—Es un dolor en mi culo —contraataca Genova—. ¡Es una puta
cucaracha que quiero aplastar! Tiene que irse, no hay forma de evitarlo,
así que necesito que te ocupes de eso por mí, como dijiste que ibas a
hacerlo.
Solo miro al hombre después de que dice eso.
—Nunca dije…
—Dijiste que ibas a manejar el problema.
—Lo manejé.
—¿Sí? Entonces, ¿por qué mierda sigue respirando?
Buena pregunta.
—Es jefe ahora —señalo. Si lo que Lorenzo dijo es cierto, que lo
llamaron para reunirse con las familias, le guste o no, ahora es uno de
ellos. Está fuera de los límites—. No puedo matar a un jefe sin el permiso
de los demás.
Lo hice una vez y me salí con la mía.
No tendré tanta suerte si lo hago de nuevo.
Hay otras tres familias que deberían dar permiso antes de que
pudiera tocar a un hombre en su posición. Son reglas tácitas, sobre las
que me han amonestado antes.
No puedo arriesgarme.
Lo haría.
Pero no puedo.
No mientras me mantengo al margen de todo.
—Él no es nada —dice Genova, sacudiendo las cenizas de su
cigarro directamente en el piso—. ¡No es nadie! ¡Nadie! ¡Nunca será jefe!
No sé si lo dice en serio o si es la ira la que habla por él, así que
asiento sin compromiso y solo espero que sea suficiente para dejar que
me moleste sobre esto.
—¿Entonces? —pregunta—. ¿Vas a encargarte de esto o no?
O no.
—Estoy fuera —le digo—. Te lo dije.
Se burla. —La única manera de salir que queda en esta vida es en
una jodida caja de madera. Has estado dentro todo el tiempo que te
conozco. Solo porque pertenecías a Angelo…
—No pertenecía a nadie —le digo, cortándolo—. No soy un hombre
hecho, Genova. Nunca hice un juramento. Nunca dije esos votos. Nunca
me juré a nadie.
—Excepto a tu esposa, ¿verdad? —Ríe amargamente—. O esposas,
supongo. Hicieron juramentos, ¿no? Se lo juraste a ellas. Son lo bastante
buenas para tu lealtad, pero ¿qué, ninguno de nosotros lo somos?
Está retorciendo una mierda, tratando de manipularme. —Es
diferente.
—En lo que a mí respecta, Vitale, es todo lo mismo. Es todo amor,
respeto y familia. Le haces una promesa a un coño para adorarlo para
siempre, pero nunca fuiste lo suficientemente hombre como para jurar
comprometerte con la hermandad. Después de todo lo que Angelo hizo
por ti, después de todo lo que perdió… tengo que decir que eso siempre
me molestó.
Puedo escuchar la ira en sus palabras, el profundo resentimiento
que siempre sospeché que sentía. Rehusé su invitación sagrada, tal vez
el único que lo hizo.
El único que vivió para contarlo.
Recibí un pase por el rechazo por ser quien soy.
O más bien, quien era.
Pero ya no soy esa persona.
Ya no soy el hijo de oro de Angelo, el yerno sediento de sangre
ansioso de asumir el mundo entero por la causa. Lo he dicho antes… no
hay amigos en este negocio. Simplemente hay personas que te necesitan
hasta que ya no te necesiten. O estás de su lado o estás en su camino, y
el último lugar donde quieres estar es en el camino de una guerra.
Y estoy parado en el medio del campo de batalla sin ningún lugar
adonde ir.
Escoge un lado, todos gritan.
Es un juego de tira y afloja que no puedo ganar.
—¿Qué harías ahora? —pide—. Si te invito a unirte a nosotros, a
ser uno de nosotros, a jurar tu lealtad hacia nosotros después de todos
estos años, ¿volverías a negar a la familia?
—No soy tu enemigo —le digo, evadiendo esa pregunta porque no
le gustaría mi respuesta. No me uniría.
—Tampoco eres mi amigo —dice—, no si nos das la espalda.
El silencio impregna la habitación entonces. Los guardias se paran
en las esquinas del espacio, cayendo en las sombras oscuras, mirando,
esperando, protegiendo al hombre al que se juraron, un hombre al que
estoy enojando claramente al negarme a unirme a ellos. Pero eso no era
lo mío, a pesar de lo que todos podrían haber pensado. No fui hecho para
ser un soldado de la calle. Ni para seguir órdenes. No le temo a un hombre
con una pistola. La sangre de Giuseppe Vitale me bombea por las venas.
Por mucho que el hombre lo odie, ese es un hecho innegable. No hay nada
codificado en mi ADN que me haga pasivo… nada que me haga uno de
sus monos con el cerebro lavado.
—Lo conocía —le digo.
Genova me mira. —¿A quién?
—Scar. —Miro al hombre, esperando una reacción, para ver si
sabía eso. Su expresión permanece en blanco. No estoy seguro si él es
tan malditamente bueno usando una máscara para ocultar su sorpresa
o si hizo su tarea, también, si hizo la conexión. No podría haber sido tan
difícil. Verán, mientras que la sangre de Lorenzo procedía directamente
de la familia Gambini, un Accardi lo crió, y los Accardi siempre fueron
leales a Genova. Eso tiene que arder. Esto es personal—. Lo conocí, hace
mucho tiempo. Lo conocía, y vi algo en él, algo que me recordaba a mí
mismo.
—¿Por qué me dices esto?
—Porque no será fácil aplastarlo, Genova —digo—, no cuando yo
ayudé a convertirlo en el monstruo que es.
Genova asiente.
No, no está nada sorprendido.
—Es por eso que estoy pidiendo tu ayuda, Vitale. —Se inclina hacia
mí, arrojando aún más cenizas al suelo—. Únete a nosotros. Ayúdanos.
Vamos a dejar atrás toda esta animosidad y finalmente abrazarnos como
amigos.
Lo miro por un momento, considerando cómo responder, antes de
decir las palabras. —No tengo amigos.
Karissa
En el momento en que abro la puerta de la tienda, me recibe un
sonido.
Silbido.
Es ruidoso y entusiasta, francamente alegre, haciéndose eco de la
conversación habitual. El sonido me detiene, mis ojos buscan la fuente
detrás del largo mostrador.
Giuseppe.
Está cortando carne en la máquina de cortar, de espaldas a todos.
Es como si estuviera en su propio mundo... un mundo lleno de arco iris,
luz del sol, y todo lo que hace feliz a la gente.
¿Cachorros?
No lo sé.
La felicidad para mí en estos días son los orgasmos.
Han pasado semanas desde la última vez que vine aquí, desde el
día en que los disparos intentaron llover sobre la forma del hombre. No
estoy segura de cuándo Giuseppe volvió a abrir el deli, pero mis temores
de que afectara a su negocio eran obviamente infundados.
El lugar es un caos.
La gente se amontona en las mesas, almorzando, mientras el chico
que trabaja en la caja registradora atiende a los clientes, acumulando
pedidos. Sin embargo, Giuseppe no parece en absoluto preocupado por
eso. No parece apurado.
Lo está disfrutando.
El cajero me mira cuando me acerco y sonríe cálidamente. —¿Tú
habitual?
Tengo un habitual.
Naz me sermonearía sobre eso.
—Claro —le digo, sacando algo de dinero para pagar, dejando el
cambio con él en la caja registradora como de costumbre para que lo
conserven como propina.
Sólo hay una pequeña mesa vacía, una de dos plazas a lo largo de
la pared que alguien acaba de dejar, dejando sus restos allí. Ugh. Lo
limpio, tiro la basura en un basurero cercano y me doy vuelta para
sentarme cuando una de las sillas se saca y alguien se deja caer en ella.
Jodidamente increíble.
—Disculpa —digo en voz alta, acercándome—. Yo estaba sentada
allí.
El chico alza la vista, y algo dentro de mí se retuerce. Palidezco.
Está mal, lo sé, y me siento terrible de inmediato, pero retrocedo
físicamente.
No lo conozco, nunca lo he visto antes, pero tiene una cara única
en su tipo. Una horrible cicatriz corta todo el costado, directamente a
través de su ojo. El color es lechoso, nublado, del tono azul como un lago
turbio. Parece mirar fijamente a través de mí.
Vacío.
Nota mi reacción. Uf, lo nota. Lo puedo ver en su expresión, la forma
en que sus labios dibujan una línea dura y delgada. Es como si se hubiera
endurecido en esos pocos segundos, como si se estuviera armando a sí
mismo por mi reacción a su cara.
Dios, apesto.
Soy una persona horrible.
—Mis disculpas —dice—. No había otro lugar para sentarse.
Empuja la silla bruscamente para ponerse de pie, pero lo detengo
mientras me siento frente a él. —No, espera, está totalmente bien.
Hace una pausa a medio camino del asiento y levanta las cejas.
—No hay ningún motivo por el que no puedas sentarte aquí
también —digo—. Quiero decir, no necesito esa silla, y tienes razón... no
hay otro lugar para sentarse. Así que, de hecho... toma asiento.
Parece que todavía quiere irse, y sólo me mira en silencio, con
expresión tensa, antes de sentarse nuevamente.
Buscando en mi bolso, saco un catálogo destartalado de la
universidad de Nueva York. Probablemente pasará un tiempo antes de
que consiga mi comida, por lo que podría revisarlo otra vez y tratar de
tomar una decisión sobre lo que estaré haciendo.
—Entonces, ¿supongo que eres una estudiante?
Lo dice en voz baja mientras juguetea con un reloj en su muñeca,
pasando los dedos por la banda de metal. Parece bastante caro, podría
ser un Rolex, pero no está exactamente vestido como un hombre de
negocios rico. Vaqueros y una camiseta con un par de zapatillas blancas
en los pies. Casi parece que él podría ser un estudiante, excepto que es
un poco mayor que yo.
Treinta, tal vez incluso mayor... No sé.
No soy buena adivinando la edad de las personas.
—Sí, lo soy.
—¿Qué estudias?
—Uh, no estoy segura. Sólo he estado tomando lo que sea. De
hecho, se supone que debo declarar una especialización en dos horas, y
aún no tengo idea de lo que quiero hacer.
Se ríe, el sonido bajo y casual, como si realmente lo divirtiera. —No
es fácil decidir tu futuro, ¿verdad?
—No en lo más mínimo —murmuro, hojeando las páginas de las
especialidades—. Pero me han gustado las opciones, así que esto no es
nada nuevo. Es sólo... Supongo que me cuesta imaginarme haciendo algo
para siempre.
—Eso es porque siempre podría ser un tiempo muy largo —dice—.
Nadie quiere hacer lo mismo para siempre. Nadie que yo conozca, de
todos modos.
—Eso es lo que me preocupa —digo—. Me gusta ir a la escuela y
aprender, pero no estoy segura de a dónde va, y si no sé a dónde va, me
preocupa que no tenga sentido, ¿sabes?
¿Lo sabe?
Ni siquiera conozco a este hombre y le estoy haciendo preguntas
personales existenciales.
—Nah, siempre hay un punto —dice—. ¿Y qué pasa si no lo haces
para siempre? Eso es lo bueno de la vida... siempre puedes cambiar de
opinión y hacer otra cosa. Así que no pienses en eso como un para
siempre. Piensa en el día de hoy. Hoy podría ser todo el tiempo. Tú elijes,
de todos modos.
—¿Así es como decidiste una especialización?
—Ah, no… nunca me encontré en esa posición —dice—. Nunca fui
a la universidad. Ni siquiera me gradué de la preparatoria.
—¿En serio? ¿Por qué no?
—No había nada que la escuela pudiera enseñarme que me
importara saber —señala—. Encontré un maestro mejor en el mundo
real. Aprendí cómo sobrevivir... cómo prosperar... y eso era lo que me
importaba.
—Entonces, ¿qué haces para ganarte la vida? Quiero decir, si no te
importa que pregunte…
—Me hice cargo del negocio familiar.
—¿Y cuál es exactamente el negocio de tu familia?
Duda, una pequeña sonrisa tirando de la esquina de sus labios.
Creo que tal vez no tiene la intención de decirme nada, pero después de
un momento simplemente dice—: Producir.
Producir.
¿Como... agricultor?
—Entonces, ¿cultivas cosas?
—Claro. Bueno, los trabajadores lo hacen... más como que me
siento y disfruto los frutos de su trabajo, por así decirlo. No es una mala
posición.
—Lo apuesto —le digo, volviendo a mi catálogo—. Tristemente, me
falta un poco en el frente familiar, así que no tuve la suerte de heredar
ningún negocio... ni nada, realmente... así que estoy por mi cuenta aquí.
Por el rabillo del ojo, veo su cara nublada con confusión. —¿Sin
familia?
—Bueno, quiero decir, tengo un marido. —Levanto y muevo mi
mano para que vea el anillo—. Y ahora tengo un suegro. Es el dueño de
este lugar. De lo contrario, no... Tuve una madre, pero murió hace más
de un año, y mi padre, bueno, era todo un personaje. Nunca lo conocí, y
ahora está muerto, así que realmente no importa. Creo que su mamá
todavía vive, pero estoy bastante segura de que no quiere saber nada de
mí, considerando que no quería nada con él.
—¿Y eso es todo? ¿No hay hermanos o hermanas? ¿Sin tías o tíos?
¿Primos?
—No, no hay nada. No que yo sepa, de todos modos. Digo, es difícil
decirlo teniendo en cuenta que hasta hace un año ni siquiera sabía mi
apellido.
—¿Cómo no sabías tu propio apellido?
—Larga historia —comento—. Pero todo se reduce a mis padres
cambiando sus nombres.
—¿Como protección de testigos o algo así?
—O algo así —murmuro—. Como dije, larga historia, pero no
importa, ya que ahora soy Vitale. No tengo que preocuparme por si alguna
vez llegué a ser una Rita. La familia es más que sangre. Eso es lo que dice
mi esposo.
Me mira fijamente.
Y me mira.
Y me mira un poco más.
Me observa como si no entendiera bien de qué demonios estoy
hablando, y realmente no puedo culparlo. Sin duda es una historia
complicada. Ni siquiera estoy segura de por qué me molesto en contarle
eso, por qué estoy hablando con este tipo, excepto que me siento mal por
la forma en que reaccioné antes.
Uf, ¿me convierte en una persona aún peor que esté complaciendo
su compañía por culpa?
—Fascinante. —Extiende su mano hacia mí—. Soy Lorenzo, por
cierto, ¿y tú eres...?
Tomo su mano, sacudiéndola. —Karissa.
—Es un placer conocerte, Karissa —dice—. Sin duda eres una
chica interesante.
Retira su mano y se recuesta en su silla, jugueteando con su reloj
otra vez cuando mi comida finalmente es entregada. El chico la desliza
sobre la mesa frente a mí, dándome una pequeña sonrisa antes de
corretear para tratar con los demás. Bajo la mirada a mi sándwich, mi
estómago gruñe, antes de mirar al tipo frente a mí.
Debato por un momento antes de decir “a la mierda” y agarrar mi
sándwich, tomando un bocado. Es grosero comer antes de que le sirvan
a los demás, pero no es como si estuviéramos aquí juntos. Sólo
compartimos una mesa.
La comida está buena, tan buena que casi gimo. Es un submarino
italiano, sí, y tal vez puedas conseguirlos por toda la ciudad, pero
ninguno sabe a los de aquí. Giuseppe cocina con amor, y eso siempre se
nota en su comida.
Lo devoro en sólo unos minutos. Ni siquiera cinco, y la maldita cosa
se fue. Lorenzo se sienta frente a mí, sin prestar atención, actuando como
si ya no estuviera en la mesa con él. Saca un teléfono y escribe, envía
mensajes de texto, envía correos electrónicos o hace lo que sea que las
personas que trabajan en producción hacen en sus teléfonos.
Levantándome, camino hacia la papelera y arrojo mi basura, cuando la
puerta del lugar se abre una brisa se filtra. Mis ojos van a esa dirección
justo cuando la puerta se cierra, y veo la espalda de Lorenzo al salir.
Supongo que pidió comida para llevar.
Volviendo a sentarme, meto el catálogo en mi bolso mientras el
silbido en el deli se hace más fuerte, más cerca de mí. Poniéndome de pie,
pongo mi mochila en mi espalda cuando Giuseppe aparece frente a mí.
—¿Finalmente te volviste inteligente?
Mi frente se arruga ante la pregunta. —¿Qué?
—¿Finalmente recuperaste la cabeza y dejaste a mi hijo?
—¿Qué? No, por supuesto que no... ¿por qué lo haría?
Se encoge de hombros. —Te vi sentada aquí con alguien que
ciertamente no se parecía a Ignazio.
—Oh. —Casi me avergüenzo y siento que mi cara se pone caliente
ante lo que podría haber pensado al ver eso—. No, el hombre sólo
necesitaba un lugar para sentarse, ya que está lleno, así que
compartimos una mesa.
—Huh.
Huh.
Jesucristo, odio esa palabra.
Odio cuando Naz la usa, y es aún peor cuando Giuseppe lo hace.
Parece que tal vez no me cree, como si pensara que estoy mintiendo sobre
ello. —Lo digo en serio... solo dijo que necesitaba un lugar donde
sentarse.
—Te creo —dice, levantando las manos—. Es un poco gracioso.
—¿Qué es gracioso?
—El hecho de que necesitaba un lugar para sentarse, pero ni
siquiera comió.
—Oh, supongo que decidió pedirlo para llevar o algo. Nada raro
sobre eso.
—No, no ordenó nada. Sólo llegó, se sentó y luego se fue de nuevo.
Por eso pensé que se encontraba contigo... no sería la primera vez que
traes a alguien que se niega a comer.
Giuseppe se acerca, me da palmadas en la espalda y me ofrece una
sonrisa antes de pasar a otro cliente, la conversación se desvanece. Miro
a la mesa, confundida por eso, antes de encogerme de hombros.
Supongo que sólo necesitaba distraerse durante unos minutos.
Realmente no importa, así que lo aparto de mi mente y salgo. Los
taxis permanecen en el vecindario, pero los ignoro, dirigiéndome al metro
para tomarlo a Greenwich Village, aprovechando el tiempo para pensar.
Tengo que tomar una decisión, y solamente me queda una hora
para hacerlo.
Ignazio
El estruendo de una canción pop vieja y familiar me despierta de
mi siesta. En el momento en que la escucho, me sobresalto, sorprendido.
Poison. Bell Biv DeVoe. Gimiendo, rebusco en mis bolsillos.
El tono de llamada es mucho mejor que el anterior, pero ya estoy
cansado de escucharla.
Agarrando el teléfono, lo saco y miro la pantalla, suspirando.
Karissa.
Presiono el botón para contestar la llamada. —¿Por qué aún no
estás en casa? Comienzo a sentirme solo aquí.
Silencio. Inhalan.
Hombres están hablando en el fondo.
Se oye una sirena en la distancia.
Una radio de la policía.
Mierda.
—¿Karissa? —El pánico se cuela en mi interior—. Respóndeme,
cariño.
Hay un alboroto, el teléfono se mueve antes de que intervenga una
voz—: ¿Señor Vitale?
—Sí —digo—. ¿Quién diablos es?
—Detective Jameson —dice—, del Departamento de Policía de
Nueva York…
—División de homicidios. Lo sé. ¿Por qué tienes el teléfono de mi
esposa?
Puedo sentirlo, puedo sentirlo picoteando en mi núcleo, la ira, la
devastación, el maldito miedo.
No. No. No.
—Sólo quiero notificarte que hubo un incidente esta tarde…
—No lo hagas —digo, mi voz se quiebra, interrumpiéndolo.
No lo hagas.
No lo digas.
No hagas una notificación por teléfono.
No hagas una notificación, punto, porque me niego a creer que
necesita notificarme algo. Dime que todo esto es un error, dime que
acabas de encontrar su teléfono, pero no me digas... la puta cosa... por la
que un detective de homicidios notificaría a alguien.
—No me digas que le pasó algo —exclamo—, no a menos que
quieras que el mundo arda.
Él duda.
Sabe que estoy hablando en serio.
Ha lidiado conmigo lo suficiente.
Hizo el anuncio hace veinte años en el hospital.
Apareció en esa habitación, mientras yacía en esa cama, y me dijo
que María había muerto.
Ya lo sabía, sabía que la perdí.
Pero me niego a creer que eso volverá a suceder.
Me niego a permitirlo.
—Su esposa está siendo revisada por un médico en este momento,
pero parece estar bien —señala—. Como dije, hubo un incidente y pidió
que se te avisara.
—¿Dónde están?
—Bueno, estamos en Corlears Hook Park pero…
No lo dejo terminar, cuelgo y meto mi teléfono en mi bolsillo antes
de salir corriendo por la puerta. Corlears Hook. ¿Qué diablos hacía allí?
No es cerca de la Universidad de Nueva York. No está en su camino a
casa. No debería de haber estado en ninguna parte.
El tráfico es un desastre.
Una pesadilla.
Conduzco velozmente alrededor de los autos, atravieso los carriles
y me paso las luces rojas, incluso en la dirección equivocada, todo por
llegar más rápido. Rozo un auto estacionado, pero continúo, maldiciendo
por lo bajo y esperando que nadie tenga el número de mi matrícula. Para
la mayoría no sería nada más que una multa, una reprimenda, pero
encontrarían la manera de joderme de por vida.
Corlears Hook Park se encuentra a lo largo de la costa. Es un
parque pequeño en comparación con algunos de los otros de la ciudad,
por lo que no es difícil encontrar el lugar en dónde necesito estar.
Decenas de patrulleros rodean el área, luces encendidas, una sección
acuartelada por cinta policial. Estaciono mi auto hacia la entrada,
saltando el bordillo y dejándolo allí.
Tienen suerte de que me moleste en apagar el motor de la maldita
cosa.
—¿Señor? ¡Señor! ¡Eso no es un lugar de estacionamiento!
—Remólcalo, entonces —digo pasando justo delante de él,
agarrando la cinta de la policía y agachándome debajo de ella, me dirijo
hacia la escena del crimen. Puedo ver una ambulancia no lejos de mí,
cerca de un pequeño edificio de concreto. El oficial intenta detenerme
agarrando mi brazo, pero me alejo, continuando.
Pide ayuda por radio. Lo escucho gritando desesperadamente que
alguien ha entrado en el perímetro, y veo a otros dirigirse en mi dirección
como si estuvieran a punto de perseguirme. El Detective Jameson camina
por el costado del edificio, directamente en mi línea de visión, justo en mi
camino, y les grita—: Está bien, señores. Es el esposo de la víctima.
Víctima.
—¿Dónde está? —pregunto.
—Como dije, ella está bien. —Hace un gesto hacia las ambulancias.
Puedo distinguir dos, lo cual me dice que no fue la única víctima aquí—.
Todavía la están revisando.
Lo adelanto, pero salta delante de mí, en mi camino. —Espera.
—Que Dios me ayúdame, Jameson, no trates de evitar que la vea.
Levanta sus manos a la defensiva. —No lo estoy haciendo. Sólo te
pido que vayas en esa dirección.
Señala el camino más largo, alrededor del otro lado del edificio, y
comienzo a discutir, pero entiendo. Si sigo adelante voy a pisotear su
escena del crimen, y él todavía pretende preocuparse por la integridad y
la justicia.
Así que hago esta pequeña concesión, porque de lo contrario estará
en su derecho arrojarme al suelo y arrestarme ahora mismo por interferir,
y tengo cosas más importantes de qué preocuparme.
La primera ambulancia está cerrada, las luces apagadas. La que
está justo al lado se encuentra abierta de par en par, los oficiales
rodeándola. En el centro, de pie frente a la puerta de atrás, está el
compañero de Jameson, Andrews. No puedo ver a Karissa más allá de
todos los policías y los médicos, pero supongo que es donde voy a
encontrarla, por lo que me dirijo allí mismo.
Se apartan cuando me ven ir, como si tuvieran miedo de lo que
haré si no lo hacen. Todos se apartan de mi camino a excepción de
Andrews, pero no importa, porque lo paso. En el momento en que se
mueve, en el momento en que veo bien a la ambulancia, mi corazón cae
directamente sobre mis dedos de los pies.
Ella está sentada allí con los pies colgando, una mirada aturdida
en su rostro. Sangre mancha su ropa. Incluso hay en su cabello
enmarañado, pero no creo que sea suya. Gracias a Dios que no es de ella.
Hay un vendaje en su mejilla, y sus ojos están inyectados en sangre
mientras me buscan.
En el momento en que me ve, cierra los ojos.
Los cierra y respira profundamente, como si estuviera abrumada
de alivio.
Sin dudar. La agarro. La saco de la parte trasera de la ambulancia
y la empujo a mis brazos. Sus pies no pueden tocar el suelo, y
probablemente voy a romper su espalda con tanta fuerza con la que la
aprieto, pero no puedo evitarlo. Porque siento el alivio que ella siente.
Siento la respiración profunda que inhala. Lo siento en mi alma.
Comienza a sollozar mientras acaricia mi cuello, aferrándose a mí.
—Está bien —susurro—. Sigue respirando y estarás bien.
—¿Señor Vitale? —interviene Andrews—. Si no le importa, todavía
tenemos algunas preguntas para tu, eh... esposa.
—¿Se ve como si estuviera en condiciones de responder tus
preguntas?
Karissa se aparta de mí y aflojo mi agarre, bajándola para que se
pare por sí misma.
—Está bien —dice, la voz tensa en tanto intenta recuperarse. Se
seca las lágrimas con el dorso de la mano, haciendo una mueca cuando
tira de la venda—. Está bien. Yo sólo... No sé qué más puedo decirte. Me
encontraba en el taxi, me llevaba a casa desde la universidad, y realmente
no prestaba atención... Lo siguiente que supe es que íbamos en la
dirección equivocada, y un auto nos seguía. Vino aquí, no sé por qué... a
esconderse, quizás... Pero ahí estaban, y aquí estamos, y allí está él, y
aquí estoy yo.
Echo un vistazo hacia el edificio, viendo el taxi amarillo con las
ventanas salpicadas de sangre. Un cuerpo yace en el suelo junto a él,
cubierto con una sábana, la tela blanca empapada en rojo.
—¿Y el otro caballero que murió? —pregunta Andrews—. ¿De
dónde vino?
—¿Otro tipo? —intervengo—. ¿Qué otro tipo?
—El conductor del taxi todavía está en el automóvil —ofrece
Andrews—. El segundo fue encontrado muerto junto al vehículo cuando
llegamos.
Los ojos de Karissa miran en mi dirección nerviosamente. —Era
uno de ellos... uno de los hombres que nos seguía. Había cinco, quizás
seis. No estoy segura. Me sacó de la parte trasera del taxi, y me apuntó
con una pistola, y pensé que me iba a disparar. —Deja escapar un llanto,
pero levanta sus manos para detenerme cuando intento abrazarla otra
vez—. No, está bien, estoy bien... él me tenía y luego le dijo algo a otro
chico, algo sobre que no era un problema, que fue fácil, y luego el tipo le
disparó. ¡Simplemente le disparó!
—Entonces su propio amigo le disparó —dice Andrews, tomando
nota de eso—. ¿Por qué tendría que hacerlo?
—¿Cómo se supone que debe saber? —pregunto—. No es psíquica.
—¿Qué tal si la dejas responder, Vitale?
Me le acerco. —Qué tal si dejas de interrogarla mientras está
angustiada.
—Y qué hay de que no me digas cómo hacer mi trabajo.
—Tu trabajo es conseguir justicia, no traumatizar a las mujeres...
a menos que, por supuesto, te gusten ese tipo de cosas.
No le gusta eso. Su mejilla se crispa, sus ojos se cubren de rabia.
—¿Quieres hablar conmigo sobre traumatizar a la gente? ¡Hablemos de
las cosas que has hecho! En realidad, ¡no me sorprendería un poco si tú
estuvieras involucrado en esto!
—¿Yo? —Lo fulmino con la mirada, levantando la voz—. ¿Crees que
haría esto? ¿Que lastimaría a mi propia esposa? Nunca lo haría.
—¿Cómo se supone que lo sepa? —pregunta, lanzando mis
palabras contra mí—: No soy psíquico.
Casi levanto mi puño.
Casi lo golpeo.
Si Karissa no estuviera entre nosotros, lo haría.
—Chicos, muchachos... ¿no podemos llevarnos todos bien aquí? —
pregunta Jameson, viniendo desde el lado del edificio, acercándose a la
ambulancia.
Andrews murmura algo que no puedo entender.
—¿Qué fue eso? —le pregunto—. No pude escucharte.
—Dije que nos llevaremos bien cuando tu trasero finalmente esté
tras las rejas. —Cierra su libreta y la mete en el bolsillo de su abrigo—.
Tu esposa también, si está ocultando pruebas.
—Relájate —dice Jameson, golpeando a su compañero en la
espalda—. Estoy seguro de que nos ha dicho todo lo que sabe. ¿No es así,
señora Vitale?
—Sí —dice Karissa en voz baja—. No hay nada más que pueda
decir.
—Entonces, ¿es libre de irse? —pregunto—. ¿O tu compañero la
retendrá un poco más?
—Realmente necesita ser transferida al hospital —comenta
Jameson—. Intenté enviarla antes, pero insistió en que te esperáramos.
—¿El hospital? —La miro—. ¿Te sientes bien?
—Sí, yo, eh... —Hace una mueca, haciendo un gesto hacia sí
misma—. Me cubren fluidos corporales. Necesitan recolectarlos.
Evidencia o lo que sea.
Ah.
—Lo que estás contaminando —dice Andrews.
—Además —interrumpe Jameson—, siempre es mejor estar
seguros que lamentar. Querrán realizar algunas pruebas, quizás ponerle
algunas vacunas de refuerzo, sólo para estar seguros.
Aprecio que Jameson intente mantener la paz.
Agradezco que intervenga.
Porque si su compañero sigue abriendo la boca para decir
estupideces, Karissa no será la única que visite el hospital.
—¿Puedo llevarla? —pregunto—. ¿O ustedes tienen que hacerlo?
—Puedes llevarla —dice Jameson—. Lower Manhattan... Nos
encontraremos allí.
Andrews comienza a oponerse. —Pero…
—Como dijiste, ya ha sido contaminado —dice Jameson—. Estará
más cómoda yendo con él.
No pierdo el tiempo sacándola de allí. No quiero arriesgarme a que
Jameson cambie de opinión y decida ser un idiota.
—¿Puedes caminar? —pregunto en voz baja, tomando la mano de
Karissa.
—Claro —dice, a pesar de que no parece segura, pero voy a aceptar
su palabra. La conduzco por el costado del edificio, y casi se pone a mi
lado cuando nos acercamos a mi automóvil, todavía estacionado en la
acera—. Um, ¿Naz?
—¿Sí, cariño?
—¿Qué pasó con tus zapatos?
Bajo la mirada a mis pies... a mis calcetines negros. —No llevaba
nada cuando me llamaron.
—Así que ¿simplemente viniste descalzo?
—Estoy usando calcetines.
—Eh... de acuerdo. Sólo que... nunca te había visto así sin zapatos.
Me detengo junto a mi auto, abriendo la puerta del pasajero para
ella. —Sí, bueno, cuando recibo una llamada de un detective de
homicidios que quiere notificarme sobre algo que le sucede a mi esposa,
los zapatos no son realmente lo que tengo en mente.
El color se drena de su rostro.
Cualquiera que sea el color que le quedaba, de todos modos.
—No pensé —dice—. No quería que tú pensaras...
—Pero lo hice —le digo—, y pudiste haberlo estado. Jesucristo,
Karissa... ¿cuántas veces te he dicho que no tomes taxis? ¿Cuántas
veces? Demasiadas. Pero no escuchas. ¿Por qué no pudiste haber
escuchado?
—Lo hice. —Su voz se agrieta cuando las lágrimas llenan sus ojos.
No debería gritarle, no ahora, no aquí, pero joder, esto es serio. Ella
podría haber muerto—. Llamé a un automóvil, pero estaban muy
ocupados, y el taxi estaba allí, de manera que no pensé que fuera un
problema. Pensé que sólo eras paranoico.
—Sin embargo, aquí estamos —señalo—. Un doble homicidio, a
plena luz del día, contigo atrapada en el medio.
Comienza a llorar, las lágrimas se liberan, cayendo por sus mejillas
mientras mira hacia otro lado.
Mi pecho se tensa y tengo náuseas por la sobredosis de ira y
adrenalina en mi sistema. —No llores, ¿de acuerdo? Estás bien. Estamos
bien. Sólo necesito que entiendas lo serio que es esto.
Hago un gesto hacia la puerta abierta del auto y, sin decir una
palabra, se sube. La cierro, camino hacia el lado del conductor, enciendo
el motor del auto y nos alejamos de la acera.
Está callada por un momento, mirando por la ventana lateral
mientras me dirijo en dirección al hospital. Espera hasta que me detengo
en el estacionamiento antes de dejar escapar un profundo suspiro. —Dijo
que conocía a mis padres.
Su voz es tan baja que apenas entiendo lo que dice, pero lo hice.
Me está diciendo lo que no les dijo a los detectives. —Tus padres.
Asiente.
Huh.
—¿Dijo algo más?
—Sólo que te dijera que te envía saludos.
En el momento en que dice eso, lo sé.
Lo sé.
Sé quién lo hizo, quién los atacó, quién estuvo a punto de meter a
mi esposa en una tumba esta tarde. —Lorenzo.
—Lo conoces —dice, o pregunta... No estoy seguro. Supongo que es
una conclusión lógica, si él conocía a sus padres...
—Vamos —digo—. Hagamos que te revisen.
Por lo general, las personas pueden esperar horas en la sala de
emergencias para que las vean, pero Jameson debe haber llamado antes,
porque en el momento en que ven a Karissa, saben quién es.
Saben lo que sucedió.
Saben por qué está aquí.
Se ponen en marcha y la llevan a la parte de atrás para limpiarla y
hacer algunas pruebas. El tiempo pasa mientras me siento en la sala de
espera, inquieto. Ese hijo de puta cometió un gran error. Se metió con la
persona equivocada. Debería haberlo sabido mejor. Podía mirar para otro
lado cuando atacó el negocio de mi padre, y cuando atacó a otras
personas, ¿pero a mi esposa?
Él sabía que ella estaba fuera de los límites.
Lo sabía.
Jameson aparece eventualmente, pero no se queda mucho tiempo,
se dirige a la parte de atrás y regresa con una bolsa de papel llena de lo
que supongo que es la ropa de Karissa. Se acerca a mí con cuidado,
deteniéndose a un brazo de distancia. Estoy enojado, furioso, y creo que
puede decirlo.
—Vamos a…
Comienza a hablar, pero lo interrumpo—: No me digas que vas a
atrapar a quien hizo esto, porque sé que no, Jameson. No lo atrapaste la
última vez. No lo harás ahora.
Hace una pausa, frunciendo el ceño, antes de volver a hablar. —
Iba a decir que necesitamos que vaya a la estación cuando tenga la
oportunidad para hacer una declaración oficial.
Asiento. —Nuestro abogado estará en contacto.
Se va entonces.
Me deja solo.
Solo para inquietarme un poco más.
Para permitir que mi ira florezca.
Estoy malditamente cerca de saltar de mi propia piel, demasiado
ansioso por simplemente sentarme aquí, esperando.
Poniéndome de pie, me acerco al escritorio, a la enfermera a cargo
de este lugar. —Mira, ¿hay alguna posibilidad de que pueda ver a mi
esposa? Ha estado allí por un tiempo.
Se ve indecisa y levanta el teléfono para hacer una llamada y le
pregunta a quien sea que contesta si estaba bien si me permitían entrar.
Me llama entonces, ofreciéndome una sonrisa comprensiva. —Al final del
pasillo, toma la primera a la izquierda, y será la segunda puerta a la
derecha. Están terminando.
Sigo sus instrucciones y me acerco a la puerta justo cuando el
médico sale. Me mira antes de apartar los ojos, gruñendo un saludo
mientras pasa rápidamente.
No me molesto en tocar. Karissa ni siquiera levanta la vista cuando
ingreso. La enfermera está terminando lo que sea que esté haciendo y me
mira antes de irse. —Hemos acabado, así que puedes irte. Llamaremos
por ti para la prescripción.
Karissa pronuncia la palabra “gracias” pero ciertamente no la
escucho. Está pálida, casi fantasmalmente blanca. Es como si estuviera
atrapada en su propio mundo.
—¿Prescripción? —pregunto—. ¿Hay algún problema?
Niega con la cabeza. —Es sólo una vitamina o lo que sea. Les dije
que no me había estado sintiendo bien. El médico pensó... bueno, quiero
decir, dijo que debería tomar algo.
Vitaminas.
Después de lo que pasó, esa es la menor de nuestras
preocupaciones. —¿Y si no?
—Estoy bien. Probablemente tendrán que hacer más pruebas más
tarde, por si las dudas, pero me aseguró que todo estaba bien. Me
pusieron algunas inyecciones, y ya sabes... un par de estos.
Se señala hacia sí misma.
Lleva una bata de papel de gran tamaño de aspecto plástico
endeble. Supongo que están cansados de que la gente les robe las reales.
—Casi puedo ver a través de ella.
—Sí, bueno, la alternativa era la bata sin espalda.
Mira al piso.
Algo está mal.
Puedo sentirlo.
Ni siquiera me mirará.
—¿Qué pasa?
—Estás enojado.
Hago una pausa. —¿Eso es lo que está mal?
—Sólo una observación.
Me le acerco, tomando su barbilla, inclinando su rostro para que
me mire. Sus ojos observan a mí alrededor por un momento antes de
finalmente encontrarse con mi mirada. Tristeza, junto con una saludable
dosis de miedo. Eso es lo que me saluda.
Lo odio.
Ella debería ser feliz.
Ciertamente se lo merece.
Se suponía que este era su final feliz.
¿Qué le paso a eso?
—No estoy enojado contigo —digo—. Me enoja que esto te pasara,
que tenga que ser paranoico sobre tú yendo a lugares. Estoy enojado
porque tengo que estar enojado, Karissa, pero estoy tratando de no
enojarme contigo, porque esto no es tu culpa. Es mía.
Es mi culpa sin lugar a dudas. La metí en esto.
Es mi trabajo sacarla de allí.
Sin embargo, no sé si eso le importa ahora.
Si incluso hace una diferencia.
Seguro que no alivió nada de esa tristeza o miedo.
—¿Podemos irnos? —pregunta—. De verdad me gustaría estar en
cualquier lugar menos aquí.
No puedo discutir eso.
Odio los hospitales más que la mayoría de las personas.
También me gustaría estar en cualquier otro lugar.
No dice nada mientras es dada de alta y nos dirigimos al automóvil,
pero se da cuenta de inmediato cuando empiezo a conducir en la
dirección equivocada. Se tensa, mirando por el espejo lateral. —Brooklyn
no está al norte de aquí.
—No, pero la universidad sí.
—¿Y?
—Y deberías visitar a Melody.
—¿Qué? —Se gira hacia mí, con los ojos muy abiertos—. ¿Por qué?
—Porque en este momento realmente podrías necesitar a una
amiga.
Lágrimas brillan en sus ojos otra vez.
Está tratando de no llorar.
Puedo notarlo.
Y no quiero dejarla, no quiero, pero hay algo de lo que debo
encargarme. Y no puedo dejarla sola en casa, no esta noche, así que eso
nos deja con Melody.
Estará a salvo allí.
Porque Lorenzo nunca haría nada para dañar a su hermano
pequeño, no directamente, así que, si va a ir tras Karissa otra vez, no será
cuando ella esté con la novia de su hermano.
—Harás algo, ¿verdad? —pregunta—. Me llevas allí para poder ir
tras él.
—Estarás bien allí —comento, evitando esa pregunta—. No quiero
que te preocupes.
—¿No quieres que me preocupe, Naz? ¿Y si no te veo otra vez? ¿Y
si nunca vuelves?
Conduzco el auto hacia el estacionamiento al lado de los
dormitorios y apago el motor antes de mirarla. —No pienses así.
—¿Cómo no puedo?
—Siempre volveré por ti —le digo—. El puto diablo en persona no
pudo detenerme. Serán solo unas pocas horas, mañana a más tardar. Te
lo prometo, volveré.
—Pero pensé que dijiste que debería mantener la distancia. Me
hiciste prometerlo.
—Sólo quería saber cuándo estabas cerca de Leo, para poder vigilar
las cosas.
Reflexiona por un momento antes de que sus ojos se estrechen,
algo parece golpearla. —Es su hermano, ¿no? Envía mis saludos a tu
hermano. Eso es lo que le dijiste a Leo. Eso es lo que el tipo me dijo hoy.
Envíale mis saludos.
—Sí.
—¿Esa cosa es el hermano de Leo? ¿En serio? ¿Y Melody está
saliendo con él?
—No te desquites con tu amiga. Hubo un tiempo en que tú te
enamoraste de un monstruo. Estas cosas pasan.
—Eso es diferente.
—Tal vez sea así —admito—. Y en ese caso, lo que hiciste fue peor.
¿Leo? Simplemente está pisando ligeramente una situación difícil. ¿Yo?
Estoy metido hasta las rodillas.
—Pero estás fuera —dice—. ¿No es así?
—Tan fuera como puedo.
Es lo que le digo todo el tiempo.
No estoy seguro de si lo entiende.
“Fuera” sólo significa que puedo sentarme al margen, esperando
hasta que me llamen de vuelta al juego. Y me han estado llamando,
bastante incesantemente... ambos equipos.
Así que estoy fuera, sí, lo que significa que aún a regañadientes
todavía estoy dentro.
Es como es.
—Vamos —le digo—. Te llevaré dentro.
No es difícil entrar a los dormitorios.
No es difícil entrar a ningún lado, sinceramente.
El truco es parecer que perteneces.
Si actúas como si supuestamente deberías estar allí, nadie
cuestiona tu presencia. Todo es cuestión de confianza.
Nos abrimos camino a través del chiste de un punto de control y
nos dirigimos al piso superior, al piso número trece. Karissa se arrastra
detrás de mí.
Puedo decir que no quiere estar aquí.
No quiere que me vaya.
Tan pronto como llego a la habitación 1313, levanto mi puño y
golpeo la puerta. Tan fuerte que Karissa se estremece, mirándome con
preocupación.
Pero funciona.
La puerta sólo tarda unos segundos en abrirse.
Delante de mí se encuentra una sorprendida chica pelirroja. Sus
ojos se agrandan cuando me mira, y retrocede unos pasos, lejos de la
puerta, mientras yo entro.
—Lo siento —murmura Karissa, poniéndose detrás de mí.
Melody está sentada en su cama y mira con confusión. —¿Ignazio?
—Observa a mi alrededor, a su amiga—. Jesús, Kissimmee, ¿qué pasó?
—Yo, eh... —Se desliza a mi alrededor para señalar su mejilla—.
Sólo un corte.
Eso es ponerlo a la ligera.
Melody la mira como si estuviera loca mientras se pone de pie. —
¿Está todo bien? ¿Qué están haciendo aquí?
Karissa tartamudea y no dice nada coherente.
—Ha tenido un día difícil —indico—. Espero que esté bien si se
queda contigo por unas horas mientras me encargo de algunos negocios.
—¡Oh, absolutamente! —Melody sonríe, fingiendo alegría, pero su
preocupación no ha flaqueado—. Karissa sabe que puede quedarse aquí
todo el tiempo que quiera.
La pelirroja al otro lado de la habitación suspira en voz alta.
Me doy la vuelta hacia Karissa en tanto ella se queda allí, con los
brazos alrededor de su pecho. Nada de lo que pueda decir la hará sentir
mejor en este momento, así que sólo le doy un beso en la frente antes de
irme.
Lugares a los que ir.
Gente a la cual ver.
Sangre que derramar.
Tú sabes cómo es.
Karissa
A veces, cuando no puedo dormir, simplemente me acuesto en la
cama y me pregunto.
Me pregunto cómo sería mi vida si Naz no hubiera aparecido.
Si no hubiera entrado en esa clase de filosofía, tal vez nadie me
hubiera notado jamás. Tal vez habría seguido adelante sin ser detectada,
construyendo una vida para mí misma justo debajo de sus narices,
viviendo mis días inconsciente y feliz. Tal vez nunca habría sabido la
verdad de mi familia, y podría haber existido en una dicha eterna de
ignorancia. Tal vez sería una estudiante de arte, o tal vez incluso tendría
algo que ver con la ciencia. Tal vez seguiría viviendo en esta misma
habitación con Melody. Tal vez siempre estaría comiendo fideos ramen
mientras recibía una docena de mensajes de mi madre cada tarde.
Tal vez ella seguiría viva.
Tal vez.
Tal vez.
Tal vez.
Me imagino teniendo otra vida, en otro lugar, rodeada de otras
personas… personas que aún no conozco, personas que tal vez nunca
conoceré. Y tanto se siente bien al respecto, se siente tan liberador, pero
siempre queda esta punzada en mi estómago, una tensión en mi pecho,
como si hubiera un gran espacio vacío que crece y crece.
Algo faltante.
Él.
Cuando pienso en una vida sin Naz, comienzo a sentirme solitaria.
Es como si estuviera de pie en una habitación llena de gente, gritando,
pero nadie ni siquiera me escucha. Ese día afuera del salón de clases,
cuando me entregó mi teléfono, probablemente fue la primera vez en mi
vida que sentí como si alguien realmente me notara. Que alguien me
prestaba atención. Me gusta pensar que me escuchó gritar, incluso si en
ese momento fue por las razones equivocadas.
Y mientras me encuentro en el suelo sucio del dormitorio de
Melody, una habitación que guarda tantos recuerdos, lo estoy haciendo
de nuevo… me estoy imaginando una vida sin él.
Un mundo donde no existe.
Está oscuro. No sé qué hora es. No tengo ganas de mirar. Siento
que he estado aquí por siempre, cada tic del reloj burlándose de mí. Estoy
gritando en silencio y esta noche, nadie me escucha, nadie me oye, nadie
viene a salvarme de esta angustia.
Tic.
Tic.
Tic.
Cuanto más tiempo se va, mayores serán las posibilidades de que
nunca regrese. Prometió que lo haría, pero no es indestructible. Es
humano. Es imperfecto. Tiene un corazón que late en su pecho, al igual
que yo. Todo lo que se necesitaría es retorcer un cuchillo para
desgarrarlo. Lo sé. Lo sé.
Lo siento.
El vacío.
La parte faltante de mí.
Lo siento.
Las lágrimas llenan mis ojos mientras la bilis me quema la
garganta, forzada por la masa expansiva en mi pecho, por la oscuridad
viciosa que me está devorando. —Oh, Dios —susurro, poniéndome de pie,
mi visión nublándose por una repentina oleada de mareo—. Me voy a
enfermar.
Corro al baño, tropezando con quién sabe qué en la oscuridad,
agradecida de encontrarlo vacío. Colapsando en el piso, comienzo a hacer
arcadas, pero no sale nada. No me queda nada para dar.
Por favor.
Por favor, regresa conmigo.
Te necesito.
La luz se enciende, dura y cegadora, y aprieto mis ojos con fuerza
mientras sigo suplicando.
Por favor.
—¿Karissa? —Melody suena vacilante cuando entra al baño—.
¿Estás bien?
¿Estoy bien? No. No estoy bien en absoluto.
Las palabras han sido escasas de su parte desde que aparecí hace
una hora… un día… un año. No lo sé. Le conté lo que me pasó, la versión
digerible, dejando de lado las partes que involucran a Leo, pero
derramando secretos que incluso Naz no sabe todavía.
Naz.
Oh, Dios… Naz.
¿Qué pasa si nunca lo sabe?
La conmoción de todo eso la dejó sin palabras, y si no me hubiera
sentido lo bastante sola antes, ciertamente ahora sí. Nadie entiende.
Nadie me escucha. Melody trató de escuchar, trató de racionalizar lo que
pasaba, pero ninguna cantidad de “todo ocurre por una razón” será
suficiente para mantenerme calmada.
En lugar de responder, aprieto los ojos con fuerza, tratando de
imaginar otro mundo de nuevo. Un mundo donde estamos felices, donde
estamos juntos, donde estamos lejos de todo esto.
Un mundo sin un objetivo en nuestras espaldas.
Un mundo donde Naz llega a casa.
Un mundo donde podemos vivir en paz.
Un mundo que es sólo nuestro.
—Todo estará bien —dice Melody, entendiendo de qué va esto—. Es
Ignazio, ¿sabes? Es, como… simplemente él. Estará bien.
Realmente quiero creer que es verdad.
Pero a veces las personas no vuelven.
Y Melody lo sabe.
Lo sabe mejor que mucha otra gente.
Y está tratando de ser positiva, de ser la mejor amiga que puede
ser, pero puedo escuchar la aprensión en su voz. Puedo sentir la pizca de
miedo. Esto es denso, demasiado denso para una chica naturalmente
alegre. Pero siempre es una posibilidad, cada vez que alguien se va podría
ser la última vez que lo veas. Podría ser la última vez que adornen tu
mundo.
—Si no regresa…
—No pienses así —me interrumpe—. No puedes pensar de esa
manera, Karissa.
Alejándome, me siento en el suelo y levanto mis piernas,
envolviendo los brazos alrededor de mis rodillas. Lágrimas silenciosas
brotan de mis ojos. Ni siquiera sé que estoy llorando hasta que las siento
en mis mejillas. —Es sólo que… estoy tan cansada de nunca pisar tierra
firme. Siento que estamos en caída libre, y todo a nuestro alrededor se
sigue moviendo en un borrón, y no sé cómo desacelerar para que
podamos aterrizar de pie.
—Lo sé —dice en voz baja—, pero eso es lo que pasa cuando te
enamoras de una fuerza de la naturaleza.
Inclino mi cara, mirándola.
Sonríe tristemente. —Mira, lo entiendo… no sé quién es Ignazio
realmente. Conozco al tipo que quiere que conozca, y en realidad no creo
que quiera que conozca ninguna parte de él, pero me tolera… por ti. Así
que conozco ese lado suyo. Y es… intenso. No digo que no sea agradable,
porque nunca ha sido no agradable, pero es abrumador. Honestamente,
Karissa, el hombre me asusta por completo. Pero lo amas, y sé que lo
haces… puedo notarlo… porque consume todo. Fue como si se hubiera
metido en tu interior y se agarrara con fuerza, no hay forma de sacarlo
de allí a menos que te partamos por la mitad. Es una fuerza de la
naturaleza. Así que en realidad no es una sorpresa que lo siga una
tormenta de mierda, ¿sabes?
No sé qué decir mientras la miro, absorbiendo esas palabras.
Nunca tuvo tanto sentido antes. Maneja lo denso mejor de lo que pensé.
—Supongo que todas esas clases están dando sus frutos —
murmuro—. Serás la mejor filósofa de nuestra generación.
Se ríe. —Estoy bastante segura de que Kanye ya tiene ese título.
¿No lo has oído?
Sonrío ante eso. —Estoy segura de que todos lo hemos oído.
—Así que, sí, sé que estás harta o lo que sea —dice, extendiendo
su mano hacia mí para ayudarme a levantarme—, pero tienes que
mantener la cabeza en alto.
Me pongo de pie, negando. —Tupac.
—Quién resulta ser el mejor filósofo del siglo veinte —dice—. A la
mierda Wittgenstein y Sellers y Rawl… Pac es donde está.
Aprecio que trate de aligerar el ambiente, y casi funciona, casi me
distrae de la realidad, pero un fuerte golpe proveniente de la puerta del
dormitorio lo eclipsa todo.
Oh, Dios mío.
Paso más allá de Melody, lanzándome a la habitación, casi
golpeando a Kimberly mientras la chica se dirige hacia la puerta. Ella
retrocede, levanta las manos, murmurando con enojo, pero no escucho
lo que dice.
Abriendo la puerta, mi corazón se detiene.
Se detiene sólo por un segundo.
Es el peor dolor que he sentido en mi vida.
Es como si el mundo dejara de girar, como si nada más existiera
antes de que todo vuelva a funcionar. Casi me quita el aire de los
pulmones cuando lo veo de pie allí mismo.
Naz.
No se mueve. No le doy la oportunidad de entrar. La avalancha de
emociones, de adrenalina, de hormonas, es demasiado para contener.
Dejo escapar un grito cuando me le arrojo encima, golpeándolo con
fuerza, empujándolo más hacia el pasillo.
Se encuentra aquí.
Está vivo.
Se ríe suavemente, envolviendo sus brazos a mí alrededor.
Me sostiene con fuerza.
—California —murmuro contra su pecho.
Se queda en silencio por un momento antes de preguntar—: ¿Qué
hay con eso?
—Ahí es donde quiero ir.
Otro momento de silencio. Su mano se apoya en mi pelo,
inmovilizándome en su contra mientras besa la cima de mi cabeza. —Si
eso es lo que quieres.
Lo es.
Todo es un borrón después de eso. Naz le agradece a Melody. Soy
un desastre demasiado grande para decir algo. Nos dirigimos fuera de los
dormitorios, sus manos nunca me dejan. Su auto se encuentra
estacionado descuidadamente al frente. Está completamente oscuro.
¿Medianoche? Quizás más tarde.
El reloj sigue haciendo tic tac.
Me lo trajo de regreso esta vez.
Abre la puerta del pasajero, pero me quedo allí, agarrando su mano
firmemente, sin poder entrar. Las lágrimas siguen fluyendo de mis ojos,
y realmente quiero detenerlas, pero hijo de puta… no puedo.
También hace una pausa, usando su mano libre para limpiarme
las lágrimas de la cara. —Oye, tranquila… todo está bien. Te dije que
volvería.
—Lo sé, pero…
Ni siquiera puedo terminar.
Sólo lloro con más fuerza.
Mi pecho duele tanto con ese vacío nuevamente lleno. Ahora parece
que va a estallar, como si no hubiera suficiente de mí para contener todo
esto. Mi mundo está naufragando y agarro esa maldita tabla, desesperada
por creer que hay espacio suficiente para que ambos nos aferremos. Pero
mis hombros se sienten pesados, demasiado peso presionando en mi
pecho, y si no me desahogo jodidamente rápido, voy a ahogarme.
—¿Pero…?
—Estoy embarazada.
Lo suelto tan rápido que suena como una palabra confusa, una
palabra que lleva el peso del mundo. Embarazada. Puedo sentir la
presión sobre mí disminuyendo. Los secretos son difíciles de guardar.
Sólo lo he sabido por unas horas, pero cada segundo que pasó me
devoraba.
Así no es como quería decírselo.
No sabía cómo decírselo, y punto, ¿pero esto? No se suponía que
fuera así. No se suponía que lo soltara en un ataque de lágrimas de
miedo.
No sé cómo va a reaccionar. No sé si estará feliz, o enojado, o tan
conmocionado como yo. No lo planeábamos. En realidad, no hemos
hablado sobre eso. Todavía tomaba la píldora, pero a veces se me olvidaba
y trataba de ponerme al día más tarde, pero de qué sirvió eso.
Embarazada.
Un bebé.
Ugh, voy a enfermarme de nuevo.
Él me mira.
Y me mira.
Y me mira un poco más.
Realmente necesito que diga algo, pero sólo sigue mirándome,
como si no me hubiera escuchado. ¿Lo hizo? Casi lo suelto otra vez, pero
todavía estoy llorando y las palabras simplemente no se forman como
quiero que lo hagan.
Me mira tan fijamente que creo que quemó un agujero directamente
a través de mi alma, antes de que tire de mi mano, acercándome más y
diga—: Entra al auto.
Eso es todo.
Esa es toda la reacción que consigo.
Escucho y finalmente dejo ir su mano, subiendo al auto. Este no
es el lugar para eso. Cierra la puerta por mí, y me pongo el cinturón de
seguridad con las manos temblorosas. Ugh, ojalá se detuvieran. Me
limpio las lágrimas y trato de calmarme, esperando que tengamos una
conversación en cualquier momento, pero en su lugar entra y conduce
sin decir una palabra.
Tiemblo todo el camino hasta Brooklyn.
No sé qué hacer con nada.
Estaciona en la cochera cuando llegamos, bloquea el auto y me
lleva por la puerta lateral hacia la cocina. Killer comienza a ladrar
emocionado cuando me ve, saltando, casi haciendo que me caiga de culo.
Me dirijo a la puerta trasera, dejándolo salir al patio, y estoy considerando
subir las escaleras cuando Naz aparece detrás de mí. Veo su reflejo en el
vidrio. —¿Qué tan segura estás?
Girándome, lo miro con cautela. —¿En una escala del uno al diez?
Estudia mi rostro antes de repetir—: ¿Qué tan segura estás,
Karissa?
—Uh, bastante segura, supongo… tan segura como se puede estar.
No he orinado en un palo ni nada…
—Entonces, ¿cómo lo sabes?
Hay un atisbo de ira en su voz. Está tratando de contenerla, pero
se asoma.
—Porque el doctor dijo que lo estaba.
—El doctor.
—Sí, cuando estábamos en el hospital.
—En el hospital.
—Hizo algunas pruebas o lo que sea, y supongo que simplemente
se encontró con eso.
—Se encontró con eso.
Lo está haciendo de nuevo.
Repitiendo mis palabras
—Sí —digo—. Se encontró con eso.
Naz asiente, cruzando los brazos sobre el pecho, su postura casi a
la defensiva, como si estuviera tratando de evitar que entre. Su rostro
aún es pasivo, incluso estoico, pero sus ojos arden. —¿Qué tan
avanzado?
—Ocho semanas.
—Entonces… dos meses.
Aparta la vista, respirando profundamente, como si estuviera
tratando de estabilizarse.
—Estás enojado.
—Lo estoy.
Ugh, no lo niega.
—Sí, bueno, tal vez no seas el único.
Intento alejarme, pero se agarra de mí y me atrae más. Mi instinto
se activa y empiezo a luchar, empujando e intentando rodearlo, pero sólo
aprieta su agarre, inmovilizándome allí.
Me doy por vencida de inmediato.
Cuando Naz quiere algo, lo tiene y sinceramente, me siento mejor
en sus brazos. Podría estar enojado por la razón que sea, pero estoy
aterrorizada.
—Hace un mes —dice en voz baja—, te quité el aire.
—¿Y qué?
—Ya estabas embarazada.
Mi estómago cae en picada.
Eso ni siquiera se me cruzó por la mente.
Deja que Naz se fije en eso, fuera de todo lo que está sucediendo.
—No me hiciste daño... o a nosotros... o lo que sea.
Nosotros. Hay un nosotros.
Estoy yo y este... bebé.
—Podría haberlo hecho —dice—. No he sido fácil contigo.
—Eso es porque puedo soportarlo. Y este... eh, ya sabes...
—Bebé —dice en voz baja.
Bebé.
Jesucristo, puedo sentir las lágrimas regresando.
—Tiene tu ADN —digo—. Así que, obviamente, es tan malditamente
terco y va a ser resistente.
No dice nada al respecto.
No sé si estoy haciendo una diferencia a cómo se siente.
Probablemente no.
Naz ya perdió una familia una vez. Perdió un bebé que nunca tuvo
la oportunidad de conocer, por lo que no estoy realmente sorprendida por
su abrumadora preocupación.
Simplemente no quiero que se condene a sí mismo al respecto.
La gente tiende a lastimarse cuando eso sucede.
Deja escapar un suspiro de resignación. —Entonces, California,
¿eh?
—Sí —le susurro.
En una de las últimas conversaciones que tuve con mi madre,
mencionó que había huido allí. Tuvo sus razones. Está lo más lejos de
Nueva York que podemos estar sin salir del país.
—Bien —dice—, entonces mejor empecemos a empacar.
Ignazio
La casa con adornos de color rosa está cerrada.
Parece que la otra noche encontraron un cuerpo en su interior.
Lograron engalanar el periódico, apenas haciendo una pequeña
publicidad. Otro matón asesinado en Bensonhurst.
A nadie parece importarle más.
Aunque fue curioso... la llamaron desocupada. La casa se hallaba
vacía cuando llegó la policía. Según ellos, nadie llevaba viviendo ahí
durante mucho tiempo. Lorenzo se movía rápido, justo debajo de la nariz
de la gente, al igual que él se movería sin levantar ninguna alarma.
Suena como Lorenzo.
El BMW negro no está en ningún lugar del vecindario. Estaciono al
otro lado de la calle y me bajo, pero no me acerco a la casa, sino que
permanezco de pie en la acera, esperando.
Él mostrará su cara.
Después de todo, fue quien me llamó para que viniera.
—Qué vergüenza, ¿verdad? —dice una voz detrás de mí—. Me
gustaba ese lugar.
Giro la cabeza, veo a Lorenzo cuando aparece en el porche de una
casa adyacente. El edificio blanco amarillento se parece a la mitad de los
otros en el bloque. —Parece como que ya te has mudado.
Echa un vistazo a la casa detrás de él, encogiéndose de hombros.
—En realidad, tuve esta primero. ¿Pero esa al otro lado de la calle? Pensé
que era encantadora. Nadie la usaba, de manera que pensé, oye... ¿por
qué no?
Eso, en sí mismo, dice todo lo que siempre necesitarías saber sobre
Lorenzo. Toma lo que quiere, lo usa y lo abusa, luego se aleja cuando ya
no le sirve más.
—Era demasiado rosa para mi gusto —le digo.
—No era rosa... era color durazno —dice—. Debes ser daltónico.
—Debe ser.
Baja a la acera, parándose a mi lado. Tiene una naranja en su
mano, y casualmente pasa las yemas de los dedos por la cáscara gruesa.
—¿Sabías que las naranjas aparecen en algo así como veintidós escenas
en la saga El Padrino? Son simbólicas.
—¿De qué?
—Muerte —dice, sosteniendo su naranja hacia mí—. Violencia.
La miro fijamente por un segundo antes de alejarme, mirando de
nuevo hacia la otra casa. —Eso no tiene sentido.
—Creo que el punto es que las cosas son lo que hacemos con ellas.
—Se encoge de hombros ignorando mi desaire y comienza a pelar la
naranja—. Significan lo que queremos que signifiquen. Vemos lo que
queremos ver. Las señales nos rodean... solo tienes que prestar atención.
—Si hay alguna clase de amenaza en esas palabras, no la estoy
escuchando.
Se ríe. —No hay amenaza. Solo teníamos una pequeña charla.
—No me gusta la pequeña charla.
—Nunca te gustaron.
—Entonces, ¿por qué no vas al grano? —le digo—. Dudo que me
llamaras para contarme curiosidades sobre una película.
Se ríe para sí mismo. —No, tienes razón... te llamé para ayudarte.
—¿Y cómo, exactamente, planeas ayudarme?
Parece considerar eso... quizás reconsiderar... mientras arroja
parte de la cáscara al suelo. —Recibí una llamada de un amigo en Florida.
Me contó algo interesante.
—¿Qué es eso?
—Ha estado trabajando con estos tipos en Cuba, ya sabes...
negocio de importación y exportación. Comenzó hace mucho tiempo,
cuando mi padrastro aún vivía. Contrabandeaban cosas, todo era para
ser vendido, y los guardarían en el huerto manteniéndolas a salvo. En
aquel entonces, ahorraron un buen dinero.
Sé todo esto.
No me está diciendo nada nuevo aquí.
—En estos días, no hay tanta demanda. Lo siguen haciendo, ya
sabes, todavía traen cosas, pero como está la economía, nadie quiere
pagar. Pero este amigo mío, aún tiene algunos clientes lucrativos, tipos
dispuesto a pagar el efectivo por algo especial.
Hace una pausa para comer un pedazo de su naranja.
—¿Quieres ser específico? —pregunto—. Si quisiera una lección de
economía, iría a la universidad.
Ignora mi comentario y espera hasta tragar antes de continuar—:
Hay un tipo en particular, tiene esta cosa por los puros... y no solo
cualquier puro. Quería lo mejor, estos especiales de Montecristo. Se
hallaba dispuesto a pagar un par de cientos de dólares por cada uno.
Entonces mi amigo, los ha estado trayendo cada pocos meses, haciendo
una fortuna.
—Bien por él.
—Bueno para mí también —dice—. Todavía opera todo a través del
huerto, de manera que obtengo un pedazo de ello... y me atrevo a decir,
creo que también es bueno para ti.
—¿Intentas contratarme? Si es así, estás perdiendo el tiempo.
—Esta no es una promoción de venta.
—Entonces ve al grano.
Sacude la cabeza, comiendo otro trozo de naranja. —Este cliente
vive aquí, en Nueva York. Viejo, de perfil alto, ha estado fumando estos
puros en particular durante años, desde el día en que los recibió de mi
padrastro. Sin embargo, es un poco solitario, no le gusta salir, por lo que
envía a otra persona para que los recoja y se los entregue directamente
en su casa de Long Island.
Tan pronto como dice eso, sé exactamente a quién se refiere. Solo
hay un hombre que vendería su alma por un cubano decente. —Genova.
—Bingo.
Se detiene allí, como si nada de esto significase algo. ¿Y qué? ¿Sus
puros son ilegales? Lo que pasa con el hombre es su vida ¿no? —Bien,
aprecio la información. Si alguna vez quiero comprarle un regalo, sé
dónde conseguirlo.
Me doy la vuelta, molesto, y doy un paso hacia mi auto. No tengo
la paciencia para esto. Está haciéndome perder el tiempo.
—Guau, ¿no vas a hacer la pregunta mágica? —Lorenzo me mira,
arqueando una ceja—. ¿No vas a preguntar a quién envía para
recogerlos?
—Está bien, lo haré... ¿quién?
—Un tipo grande, me refiero a enorme. Mi amigo dice que tiene un
nombre memorable, como ese tipo en una comedia, pero lo conoce con el
sobrenombre de...
—El Gordo Joe.
Hijo de puta.
Nuevamente, sonríe. —Bingo.
Ojalá pudiera decir que me sorprende, o incluso decepciona, pero
esto es típico de Genova. El bastardo ha estado jugando conmigo.
—Necesito un favor, Lorenzo.
—Acabo de hacerte uno.
—Necesito otro —digo—. Quiero una reunión con las cinco familias.
—¿Y crees que puedo ayudarte con eso?
—Creo que tú crees que puedes —digo—, y eso podría ser suficiente
para que ocurra.
Lo considera en tanto arroja parte de la cáscara al suelo. —Veré
qué puedo hacer.
Sabía que lo haría.
La curiosidad siempre ganará cuando se trata de Lorenzo. Además,
estoy seguro de que disfruta el desafío. Por eso está aquí, después de
todo, el por qué incluso se mudó a la ciudad de Nueva York. Hace lo que
el mundo le dice que es imposible de hacer. Quizás a estas alturas sea
solo un juego, o quizás está intentando demostrarse algo a sí mismo.
Demostrar que no es alguien que alguna vez se retire.
No va a terminar bien para alguien, eso es seguro.
No quiero quedarme y ver cómo sucede.
Pero la gente me lo está poniendo difícil.
Difícil vivir mi vida.
—Entonces —dice después de un momento—. ¿Para qué quieres
esta reunión?
Lo miro de reojo. —Supongo que lo descubrirás.
Ruido repentino interrumpe el silencio. Mi teléfono celular. Lo sacó
del bolsillo y lo miro, mis músculos se tensan. Su nombre destella en la
pantalla. Karissa.
Presiono el botón para responder y lo llevo a mi oído. —¿Karissa?
¿Qué necesitas, cariño?
Silencio.
Es ensordecedor.
Me grita más fuerte que cualquier palabra.
—¿Karissa?
Aún nada.
De repente, sé que no es ella. Es como un sentimiento flotando a
través de la línea, el aire equivocado, demasiado tenso, demasiado
pesado. Alguien está allí. Puedo sentirlo. Alguien está escuchando,
alguien está respirando, alguien está existiendo en el otro extremo de esta
llamada.
Pero no es ella.
No de nuevo.
—¿Quién es?
No espero que nadie me responda.
Y por un momento, no lo hacen.
Pero después de un aliento forzado, una larga exhalación, escucho
las palabras. —Tienes suerte de que hoy no me sienta con ganas de matar
a alguien.
La llamada muere.
Alejo mi teléfono, mirándolo fijamente mientras la llamada termina.
Tienes suerte de que hoy no me sienta con ganas de matar a alguien.
Conozco esas palabras. Las he dicho. Puedo sentir que la sangre se drena
de mi rostro, puedo sentirla corriendo por mi cuerpo, terriblemente fría,
reemplazada por hielo en mis venas.
—Ignazio, ¿estás bien? —pregunta Lorenzo—. Te ves un poco
pálido.
Mi visión se nubla. Todo se vuelve negro en los bordes.
Me balanceo, malditamente cerca de desmayarme, todo parece
golpearme de una vez.
Furia. Miedo. Adrenalina.
Corre a través de mí, un cóctel tóxico de emoción que casi me
tumba. Lorenzo se estira y me agarra el brazo, pero es demasiado. Me
está tocando. Sus manos contaminadas están en mi piel.
Me quiebro.
Agarrándolo, lo lanzo contra la caseta tan fuerte que jadea por la
sorpresa. La naranja cae de su mano y rueda a lo largo de la acera
mientras lo inmovilizo allí. No pelea. No lucha. Solo me mira fijamente,
su expresión en blanco, como si no le molestara en absoluto.
—Qué Dios me ayude, Lorenzo, si todo esto fuiste tú…
Ni siquiera puedo terminar la frase.
Si todo esto fue solo un juego.
Un engaño…
Lo vuelvo a empujar, golpeándolo con fuerza contra el ladrillo,
antes de darme la vuelta y alejarme, moviéndome tan rápido como mis
piernas me dejan. Para el momento en que llego a mi auto, ya estoy
corriendo.
Conduzco a casa, acelerando a través de las calles. Es deprimente,
en el medio de la tarde, pero las nubes oscuras hacen que se sienta como
mucho más tarde. Todo está proyectado en sombrías sombras. Me pone
los pelos de punta.
Todo se siente hueco, más silencioso en la oscuridad.
Meto el auto en el camino de entrada cuando llego, y lo estaciono
antes de hacer una pausa, mi mano está agarrando la llave en el
arranque.
El garaje está completamente abierto.
También la puerta del costado.
Mis pelos se erizan aún más.
Apagando el motor, me estiro debajo del asiento y siento alrededor
en busca de Guerra & Paz. Agarrándolo, lo saco y paso a través de las
hojas abiertas, tomando el arma oculta.
Cuando entro en el garaje, la primera cosa que noto es sangre en
el concreto. No. No. No. No es demasiada, unas pocas gotas, pero no
deberían estar. No son mías, y jodidamente espero que tampoco lo sean
de Karissa, pero la alternativa es que hay alguien más aquí sangrando.
Y eso no me gusta tanto.
Paso a través de la puerta lateral, justo dentro de la cocina. En el
segundo en que lo hago, escucho un ligero gruñido. Es débil y tenso en
la esquina. Mis ojos se mueven en esa dirección, y mi estómago cae
cuando veo a Killer.
Está acurrucado con sangre en su rostro. No creo que esté herido,
al menos no gravemente. Parece estar en una sola pieza, pero alguien
más podría no estarlo. Cuidadosamente, alcanzo el gabinete y
tranquilamente agarro algunas golosinas. Se las lanzo, y se calla a un
gemido, pero no las come.
No esta vez.
—Quédate en la cocina —le digo—. Mantente quieto.
¿Me escuchará? No lo sé.
Ni siquiera sé si entiende.
Pero si hay alguna posibilidad de que alguien más aún esté en la
casa, no estoy listo para alertarle mi presencia.
La sala de estar está destrozada. Una lámpara está tirada y
yaciendo en el piso. Estudiando el área, algo brillante me llama la
atención y camino hacia él, mirándolo.
Mi mundo se detiene.
Un collar.
El de Karissa.
El que le di.
La cadena está rota, el gallardete de cristal refleja la poca luz que
entra en la habitación. Nunca se lo quita. No lo haría. Y ciertamente no
lo dejaría allí, roto, en el piso.
A menos que no tuviera otra opción.
Agachándome, lo recojo y lo sostengo por la cadena para mirarlo.
Carpe diem.
Agarro el collar con fuerza, empuñándolo, mientras recorro la casa
buscándola. No hay más sangre, y el resto de la casa está en orden, pero
no hay señales de ella por ningún lado.
Ni una maldita señal.
Mis manos tiemblan. La ira se funde con el miedo hasta que lo que
veo rojo se vuelve azul. Siento frío. Un escalofrío me recorre la columna
vertebral.
No van a quitarme otra vida.
No pueden tener a mi esposa.
No pueden llevársela.
No pueden robar mi felicidad.
No los voy a dejar.
No ahora. Ni nunca.
No de nuevo.
No otra vez.
—¿Qué sucedió?
La repentina voz detrás de mí hace que mi espalda se ponga rígida
y que apriete con más fuerza el arma, pero no me giro. No lo miro. No lo
escuché acercándose, pero no me sorprende que esté aquí. Ni que me
haya seguido.
—Mi esposa —digo, mi voz es tensa—. Alguien se la llevó.
—Uh-oh.
Uh-oh.
Lorenzo dice uh-oh, como si fuera la respuesta adecuada para lo
que acabo de decir. Tendrá suerte si no le doy un boo-boo en la forma de
una jodida bala en la cabeza.
—Para que conste —dice—, no fui yo.
—Eso dices.
Metiéndome el arma en mi pretina, saco mi teléfono con la
esperanza de que el de Karissa aún esté encendido, donde sea que esté,
para poder localizarlo.
—Mira, Ignazio —dice—. No sé cuántas veces tengo que decírtelo.
No tengo ninguna razón para tenerte en la mira, o a tu padre, o a tu
esposa, para el caso. No soy yo.
El teléfono conecta y bajo la mirada para observar la dirección.
Es una dirección que conozco… un lugar en el que he estado.
—¿Quieres que te crea, Lorenzo? ¿Quieres que confíe en ti? —
Camino en su dirección, deteniéndome justo delante—. Entonces
consígueme mi reunión, como pedí.
Paso a su lado, lo oigo llamarme y seguirme fuera de la casa. —¿A
dónde vas?
—A recuperar a mí esposa.
—¿Cómo sabes dónde buscar?
Levanto mi teléfono. —Tengo un mapa.
—¿Un mapa? —Se ríe. Se ríe—. ¿Alguna vez te has sentido como el
Almirante Ackbar con los planes de la Estrella de la Muerte?
Lo miro con el ceño fruncido.
—Ya sabes… ¿El retorno del Jedi? ¡Es una trampa!
Sacudo la cabeza.
—¿De verdad? ¿Nada? —Arruga el rostro como si lo disgustara—.
¿Cómo es que somos amigos?
—No lo somos.
—Mira, solo estoy diciendo…
—Estás diciendo que es una trampa.
—Estoy diciendo que esto es terriblemente conveniente, así que o
estás lidiando con un grupo de idiotas, o sí… es una trampa. Y estos
chicos… no son verdaderamente brillantes, pero tampoco son estúpidos.
No está diciendo nada que no esté pensando.
Pero no importa… no tengo opción.
Trampa o no, tengo que ir.
—Solo consigue mi reunión, Lorenzo.
Asiente, saliendo. —Es mejor que nada.
Killer intenta seguirme cuando me voy, pero lo encierro en la casa.
Si se pierde, si dejo que algo le suceda, Karissa se angustiará cuando
llegue a casa.
Porque regresará.
Lo hará.
Destruiré todo el mundo para asegurarme de que suceda.
Y sé dónde comenzar.
Traducido por DiaNaZ & Auris
Corregido por Pame .R.
Karissa
Está oscuro.
Tan oscuro.
Pero la oscuridad no fue gradual.
Fue una repentina inmersión en la negrura, como si la luz se
desviara a mí alrededor. Ida. Estaba en casa, aterrorizada, peleando,
luego parpadeé, y estoy aquí.
No sé dónde es aquí.
El terror todavía fluye por mis venas.
¿Dónde diablos estoy?
Escasas ventanas me rodean, cubiertas con barras viejas, el vidrio
tan mugriento que bien podrían estar teñidas. No puedo ver nada de ellas,
y sé que es imposible que alguien vea adentro. Me desperté tendida en
un suelo de cemento frío, apoyada contra una pared en la oscuridad.
Es como estar atrapada en un vacío.
Un vacío sucio y repugnante. Ugh.
Mi visión es borrosa
El aire huele raro.
Mi cabeza late como un maldito bombo.
Llegué hace un momento... o tal vez hace una hora, no sé. Es todo
una gran neblina. Me obligo a sentarme, parpadeo y parpadeo, y
parpadeo un poco más, tratando de dar sentido a mi entorno, tratando
de hacer retroceder mis miedos, pero no está ayudando.
Nada está ayudando.
Estoy confundida.
—Debes estar confundida.
La voz al otro lado de la habitación me sobresalta y me estremezco,
dejando escapar un grito sin aire, un aliento ahogado. Mi pecho arde, y
respiro bruscamente en respuesta, mientras mis ojos siguen el
movimiento repentino a través de la habitación.
Un hombre.
El hombre.
El que se hallaba en mi casa antes.
Se para en las sombras en el lado opuesto de la habitación en la
que sea que esté, mirándome. Oh, Dios. Se ve como una bestia. Me está
mirando fijamente, esperando algún tipo de respuesta a lo que acaba de
decir, pero todavía no puedo hacer que mi voz funcione.
Mierda, apenas puedo pensar.
Se da por vencido a que responda y da un paso en mi dirección, su
pierna casi se dobla mientras lo hace. —No te lastimes tratando de
recordar lo que sucedió. Si quieres saber, todo lo que tienes que hacer es
preguntar.
—¿Quién eres?
Mi voz se quiebra, la pregunta es silenciosa cuando deja mis labios
en un aliento tembloroso. Lo oye, sin embargo, y cojea aún más cerca.
Está herido. Hay sangre en sus desgarrados pantalones caqui. Killer lo
desgarró bien.
Killer. Oh, Dios, espero que esté bien.
—Digamos que soy amigo de Vitale.
Lentamente sacudo la cabeza, mi visión oscureciéndose en los
bordes, mientras susurro—: No tiene amigos.
Me lo ha dicho, y le creo, definitivamente, si este es el tipo de
personas que se hacen llamar sus amigos. Sin duda definimos la amistad
de manera diferente.
Con amigos como éstos, ¿quién necesita enemigos?
Se ríe de eso, sigue avanzando hacia mí, ese extraño olor que flota
en el aire. Es enfermizo y dulce. Ácido. Mi nariz se arruga, mi labio se
curva instintivamente mientras se agacha justo en frente de mí, lo
suficientemente cerca para poder ver que sus ojos están inyectados en
sangre, como si los vasos sanguíneos hubieran estallado.
Lágrimas queman mis ojos.
Miro hacia otro lado.
Su mano se extiende hacia mí, y presiono mi espalda contra la
pared, agachándome, pero eso no lo detiene. Manchas rojas y ásperas
cubren la piel alrededor de la palma y las yemas de sus dedos, están en
carne viva y sangran, como una quemadura química. Agarra mi barbilla,
inclinándola bruscamente, apretando mi rostro para obligarme a mirarlo.
Un grito sale de mi pecho, incapaz de contenerse, mientras las lágrimas
comienzan a fluir de mis ojos.
Su pulgar encallecido las limpia mientras una sonrisa toca sus
labios.
Está disfrutando esto.
Intento apartarme, alejarme, pero es demasiado fuerte y joder,
estoy débil. Me caería al segundo en que me pusiera de pie. Mis piernas
están temblando, mi cabeza confusa. Incluso en mi mejor momento y él
en su peor momento, no podría escaparme.
—Por favor —susurro—, solo déjame ir.
Su sonrisa crece.
Hay una chispa en sus ojos.
Creo que le gusta que esté suplicando.
Uf, enfermo hijo de puta.
—Por favor —digo de nuevo. Si me compra tiempo, si le compra
tiempo a Naz para darse cuenta de que me he ido, para venir a buscarme,
lo haré. Porque vendrá por mí. Sé que lo hará. Lo ha prometido, una y
otra vez. Siempre iré por ti. —No sé quién eres, o lo que quieres, pero no
he hecho nada...
Su sonrisa se disuelve en una sonrisa completa mientras se ríe de
nuevo. Esta vez es agudo y fuerte, cortando mis palabras, mientras me
agarra más fuerte. —¿De verdad crees que tu acto inocente va a funcionar
conmigo?
—No es un acto.
—Oh, pero lo es. Te casaste con un monstruo, niña. No actúes
como si no supieras lo que es, como si no supieras lo que hace. Mata a
sangre fría, y lo hace personal. Es por eso que usa sus manos, que utiliza
un cuchillo... que ahoga y estrangula... —El hombre me suelta y se
inclina hacia atrás, colocando las yemas de los dedos sobre su cuello—.
Por eso corta gargantas.
Mi sangre se congela ante esas palabras.
—Le gusta estar cerca —continúa—. Le gusta que lo mires, que
sepas quién te está robando el último aliento, como si fuera un tipo de
Dios, un ángel de la muerte, emitiendo un juicio mientras te mira
directamente a la cara. No sólo mata, niña... roba tu dignidad, tu fuerza,
tu respeto por ti mismo. Toma todo mientras juega contigo. Lo toma todo
para sí mismo. Y luego te mata, después de que quedas sin nada. Así que
no actúes como si fueras inocente, como si fueras ignorante, porque sé
lo que eres. Todos sabemos quién eres. Fuiste una de los cazados. Iba a
hacer la misma cosa contigo. También quería que sufrieras. Y sabes eso...
lo sabes, sin embargo, le diste tu corazón, le diste tu coño, ¿y ahora tienes
el valor de actuar de forma inocente, como si no hubieras hecho nada
para estar aquí?
Aparto la mirada otra vez.
Siento que voy a vomitar.
—Sé que no es un buen hombre —digo en voz baja—. Pero tampoco
es malo.
—Mentira.
Me escupe la palabra. Literalmente. La escupe. Hago una mueca,
sintiendo náuseas, sintiendo la saliva golpear mi mejilla, inhalando ese
olor ácido que lo rodea por alguna maldita razón. Es asqueroso.
Incluso puedo olerlo en mí.
Se endereza y baja la mirada hacia mí. Aun así no lo miro, pero
puedo sentir sus ojos. Puedo sentirlos picoteándome, perforándome,
juzgándome de la misma manera que dice lo hace Naz cuando toma el
último aliento de alguien. Y he visto la mirada antes... la vi en la cara de
Naz, vi la cruda crueldad en sus ojos. El día en el estudio, cuando me
asfixió en su escritorio, el día que sé que podría haberme matado
fácilmente, el momento en el que me di cuenta que parte de él quería
hacerlo. Conocí la parte de Naz que es un monstruo, pero eso no es todo
de él, y me niego a dejar que alguien me diga algo diferente. Tal vez no es
saludable amar a un hombre así, estar con alguien tan peligroso, pero no
soy su presa, y él no es mi depredador, y este hombre está jodidamente
loco si cree que puede ponerme en su contra.
—Él es diferente —digo. Estoy perdiendo el aliento. Lo sé. Pero
necesito más tiempo. Necesito una distracción. Una salida de esto—.
Simplemente no puedes verlo.
—¿Diferente? —pregunta incrédulo. —Déjame decirte algo... no
hay nada diferente sobre ese hombre. Puedes capturar a un león y
enseñarle a hacer trucos, pero nunca cambiarás la naturaleza de la
bestia. Todavía te arrancará la maldita cabeza si lo tocas de la manera
equivocada.
Comienzo a responder, para refutar esas palabras, cuando un
destello de luz atraviesa la habitación, iluminando las sucias paredes de
concreto que me rodean por un breve momento antes de apagarse
nuevamente. Faros. Mi estómago se aprieta cuando el hombre mira hacia
la ventana más cercana. —Parece que la compañía está aquí.
Compañía.
Más hombres
Más tipos como él.
—¿Por qué estás haciendo esto? —pregunto, mi voz temblando—.
¿Qué quieres?
Me mira. —¿Qué es lo que yo quiero?
Asiento.
—Quiero que tu esposo muera.
Inhalo bruscamente.
La respuesta no me sorprende, pero duele. Esa mierda duele.
—Pero realmente no importa lo que yo quiero —continúa—. Lo que
importa es lo que el jefe quiere.
El jefe.
Por supuesto que está trabajando para otra persona.
Siempre lo hacen ¿verdad?
—Entonces, ¿qué quiere tu jefe, si no lo quiere muerto?
—Oh, nunca dije que no lo quisiera muerto, ¿pero el jefe? Está
sacando una obra del manual de tu marido. Mira, ¿yo?, lo haría rápido y
fácil. Disparar a su casa, matarlo sin salir del auto. Me gusta un buen
tiroteo desde un vehículo en movimiento Es atemporal. Pero creo que, en
algún momento del camino, esto se volvió personal, y el jefe quiere que
Vitale reciba una dosis de su propia medicina. Robar su orgullo, su
esperanza, su dignidad. Luego, después de que no le quede nada, le
quitamos la vida. Porque sin el resto de esas cosas, realmente no vale la
pena vivir, ¿verdad?
Se da vuelta para alejarse, cojeando unos pocos pasos.
—Entonces eso es lo que quiere Lorenzo, ¿eh? ¿Jugar con él?
Hace una pausa, mirándome, genuina sorpresa brillando en su
expresión. —¿Lorenzo?
—Ese es tu jefe, ¿no es así? Lorenzo Gambini.
Lo agarré con la guardia baja. Puedo verlo en sus ojos. Me mira
como si no estuviera seguro de cómo responder. Al hombre obviamente
le gusta hablar mucho, pero lo he dejado sin palabras.
—Lorenzo Gambini —repite antes de encogerse de hombros y
volverse para irse—. No me suena en absoluto.
Frunzo el ceño a la puerta cuando la abre y se arrastra afuera,
dejándola abierta un poco para que pueda echarme un vistazo y
vigilarme. Es la única forma de entrar y salir que puedo ver. Para escapar,
tendría que pasar a través de ellos.
No sé cuántos de ellos hay.
Escucho algunas voces, fragmentos de una conversación. Solo
puedo entender parte de lo que están hablando, pero muy poco tiene
sentido para mí. Hablan sobre árboles y el Departamento de Parques,
como algo relevante, antes de que alguien mencione la escena del crimen
y algo chispee dentro de mí. Miro alrededor de la habitación en la que
estoy, sintiendo que voy a enfermar.
El parque cerca del East River.
¿Podría ser?
Siguen balbuceando mientras mi captor periódicamente me mira,
como si creyera que me atraparía en el acto de hacer algo. No estoy segura
de qué demonios podría hacer en esta situación. Está tan oscuro, mi
cabeza aún palpita y estoy tan aturdida que está tomando todo en mí solo
para sentarme derecha. Escucho más palabras, algo sobre puros y tomar
prestado un encendedor, antes de que alguien grite para apagar el fuego
antes de reducirnos a cenizas. No lo sé... todo está más allá de mí... hasta
que los escucho decir su nombre.
—¿Algo de Vitale?
No conozco la voz que pregunta eso... nunca la había escuchado
antes de lo que puedo recordar. Pero es el hombre corpulento el que
responde.
—Lo llamé del teléfono de la chica —dice—. No debería tardar
mucho.
Mi teléfono. Por supuesto. No le llevará mucho tiempo a Naz
rastrearme usándolo, y parece que están confiando en ese hecho. Sin
embargo, no sé qué hacer con esa información, si se supone que tenga
esperanzas, o si debería estar aterrorizada de que todo esto sea una
trampa. Trato de recordarme a mí misma que Naz es inteligente,
demasiado inteligente como para dejar que ellos tengan la sartén por el
mango, pero es solo un hombre... un hombre imperfecto... un hombre
que probablemente ni siquiera tiene un plan.
¿Cómo demonios saldremos de esto?
Hablan un poco más. No sé de qué. Interminables balbuceos que
me entran por un oído y me salen por el otro, mientras mis ojos escanean
el pequeño espacio a mi alrededor. Veo faros de nuevo mientras el auto
se va, la puerta se abre, mi captor vuelve a entrar.
Diez.
Nueve.
Ocho.
Cuento en mi cabeza mientras cierro los ojos, intentando mantener
la calma, para evitar que mi corazón se acelere. Siento que va a fallar en
cualquier momento. Cada inhalación produce una oleada de náuseas a
medida que la bilis quema mi garganta. Algo está mal. Puedo sentirlo
profundamente en mis huesos. Me siento ebria, pero sufriendo de la peor
resaca... mareada y desesperada, mi cabeza casi malditamente explosiva.
No sé qué diablos me hizo este hombre para traerme aquí, pero no
puede ser bueno.
No puede ser bueno para el bebé.
Envuelvo mis brazos alrededor de mi estómago, componiéndome
de una vez por todas. Inhalar. Exhalar. Sólo sigue respirando.
Recuerdo esas palabras.
Recuerdo a Naz repetirlas.
Estarás bien... sólo sigue respirando.
El hombre recorre la habitación en la oscuridad, con las manos
metidas en los bolsillos y las rodillas doblándose cada pocos pasos. Tiene
algo de dolor, puedo decir, y se está poniendo nervioso.
Debería estar nervioso.
Tiene razón, tal vez... y quizás Giuseppe también tenía razón. Un
leopardo no cambia sus manchas. Eso es lo que me dijo. Eso es lo que
todos dicen. Por todo lo que es indudablemente diferente en Naz estos
días, algunas cosas nunca cambiarán.
Naz no se dará por vencido.
No va a ceder.
No va a dejar que nadie lo intimide.
No va a dejar que otra persona gane.
El viejo Naz vendrá por mí.
No tengo ni idea de qué demonios va a hacer para sacarnos de esto,
pero no dudo por un segundo que de alguna manera, lo hará.
Él tiene que.
Inhala.
Exhala.
Sólo jodidamente respira.
Mis párpados pesan por el cansancio. Mi cuerpo está gritando para
que me acueste, para que me duerma. El olor desagradable sigue
obsesionándome, rodeándome, como si se filtrara por mis poros de la
misma manera en que se adhería a él.
Él.
Continúa caminando, murmurando para sí mismo. No sé el
nombre del hombre. No es que importe, realmente. Probablemente no lo
reconocería, al igual que no reconozco su rostro. Es un extraño para mí.
Está perdiendo la cabeza, y creo que lo sabe, por la forma en que sus ojos
siguen yendo hacia las ventanas, por la manera en que parece saltar de
su propia piel. Me pregunto si está cuestionando su plan, si se da cuenta
de lo estúpido que es ir tras Naz. Me pregunto si no es demasiado tarde
para tratar de convencerlo de que dejarme ir sigue siendo una opción.
Me lo pregunto.
Me lo pregunto.
Jodidamente me lo pregunto.
Pero no hay nada que pueda hacer al respecto.
Debido a que mi boca se encuentra seca, mi garganta arde, y si
trato de hablar, sé que voy a enloquecer. Voy a perder la última pizca de
compostura, y él va a saber que me tiene. Va a saber que me rompió.
Nada le gustaría más que escucharme suplicar de nuevo, y simplemente
no puedo darle eso.
No dejes que gane.
No sé cuánto tiempo pasa. Parpadeo y parpadeo. Inhalo. Exhalo.
Respiro. Creo que me desmayo, porque un segundo después estoy
acostada, sobresaltada por un fuerte golpe... lo suficientemente fuerte
como para hacer vibrar el piso de concreto debajo de mí. Hay una
conmoción afuera. Alguien grita. Hay ruidos alrededor del edificio, tan
frenéticos que el caos se cuela por las grietas del concreto, y entonces lo
sé.
Lo sé.
Naz está aquí.
Me quedo sin respiración. Tengo que seguir respirando, pero por el
momento, no puedo. El terror congela la sangre en mis venas, todo es
borroso cuando me siento de nuevo y miro la puerta. El hombre hace lo
mismo, deteniéndose unos metros a mi derecha, por lo que aún en la
oscuridad es como si hubiera dejado de existir por el peso de todo esto.
Cuento en mi cabeza; no sé en qué número voy... sigo malditamente
adelante mientras miro y miro fijamente.
La puerta se abre, y casi me desmayo por la conmoción de la
adrenalina que me recorre. Mis ojos se encuentran con Naz en la
oscuridad mientras él tranquila, casualmente, entra.
El hijo de puta simplemente entra.
Pasan unos segundos. Espero que el caos lo siga, pero no es así.
Nada lo sigue.
Nadie.
No sé lo que eso significa; no sé qué diablos pasó afuera o qué va a
pasar aquí. Todo lo que sé es que Naz se encuentra frente a mí.
Naz.
Mi Naz.
Oh, Dios.
Sostiene un cuchillo, empuñando el mango con la punta hacia el
piso. Capto un destello del metal. Exhalo bruscamente, en un grito de
preocupación, mientras lo miro. El ruido atrapa la atención de Naz, sus
ojos me buscan. Eso pone en movimiento a mi captor mientras se lanza
en mi dirección, tirándome del suelo.
Casi lo hago de nuevo. Casi me desmayo. Solamente pasan unos
segundos, mientras me desplomo en los brazos del hombre, casi
golpeando el suelo. Sin embargo, me agarra con fuerza, firmemente y
gruñe mientras me obliga a ponerme de pie, sacudiéndome para
mantenerme consciente, pero eso solo agrava mi mareo.
Un enorme brazo se desliza a mí alrededor, forzándome a ponerme
de puntillas. Naz no mira al hombre de inmediato, tiene los ojos en mí,
estudiándome, asegurándose de que estoy bien.
¿Estoy bien?
Veo cuando la nariz de Naz se contrae, su postura se pone rígida,
su agarre se hace más rígido. Quizás no lo estoy. Después de un
momento, mira más allá de mí, por encima de mí, mirando al hombre por
primera vez.
Algo repentinamente desencadena a Naz, casi como en pánico.
Avanza unos pasos hacia nosotros, su expresión se oscurece, cuando el
hombre se mete la mano en el bolsillo y saca algo. Al principio creo que
es un cuchillo, ya que capto un destello de metal, pero cuando lanzo mis
ojos en esa dirección, veo que es más liviano.
Un encendedor plateado.
El hombre lo abre y lo sostiene frente a mí, con el pulgar sobre la
rueda. Naz se detiene de repente. Es como si golpeara una pared de
ladrillos. Algo brilla en sus ojos, algo que no estoy acostumbrada a ver en
él.
Miedo.
La oscuridad parece derretirse mientras sus ojos me buscan de
nuevo. Este no es el monstruo frío y calculador que el hombre quería
pintar. Frente a mí se encuentra un hombre aterrorizado. Lo puedo ver
por la expresión de su rostro.
Lo veo rompiéndose justo delante de mí.
La voz de Naz es baja, amenazante, mientras dice—: No te
atreverías.
El hombre responde de inmediato. —Ponme a prueba.
Espero que Naz haga exactamente eso, pero no se mueve ni un
centímetro. No hace nada. Nada. Se queda parado allí, agarrando el
cuchillo, mirándome, la desesperación brillando a través de sus ojos.
Santo cielo, se encuentra muy asustado. ¿Qué demonios está pasando?
—Déjala ir —dice Naz.
—Suelta el cuchillo y lo pensaré.
Casi me rio. Sí, claro. Como si Naz fuera a hacer eso. Pero, de
repente, sin vacilar un segundo, abre la mano y el cuchillo choca contra
el concreto.
Lo escucha.
Deja caer el maldito cuchillo.
Lo que sea que me nuble el sentido debe estar jodiéndome en serio,
porque nada de esto tiene sentido
¿Por qué haría eso?
—Patéalo para aquí —ordena el hombre, y de nuevo, Naz escucha.
Patea el cuchillo directamente hacia nosotros. Se detiene junto a mis pies.
—Déjala ir —repite, Naz, su voz bordea la súplica—. Me quieres,
me tienes a mí. Solo déjala fuera de esto.
—Naz —susurro—. ¿Qué pasa?
Naz me mira pero no responde mi pregunta.
Mi captor, por otro lado, está ansioso por hacerlo. Me estrecha con
más fuerza, agitando el encendedor frente a mi rostro. —¿Lo hueles? Sé
que Vitale sí. Está en mí y en ti, y ya que entró, probablemente ahora
también esté sobre él. Se encuentra por toda la habitación, en el aire, y
se adhiere a nuestra ropa, pero especialmente a la tuya. Estás cubierta
de ello, niñita. Me aseguré de eso. Y todo lo que se necesita es una
pequeña chispa, un golpecito de mi pulgar, y justo así. Fuush.
¿Lo huelo?
Sí.
Lo olí desde el momento en que lo vi.
—¿Qué es? —pregunto, las palabras salen como un llanto
estrangulado. Mierda, me va a quemar. Me va a quemar viva.
—Éter.
Es Naz quien responde esta vez.
Éter.
Estudié suficiente química en la escuela para reconocer esa
palabra. No podría decirte para qué se usa, pero sé sin lugar a dudas,
que el éter es altamente inflamable.
—No... Yo solo... ¡No! ¡No puedes! —Empiezo a luchar mientras
comienzan a brotar lágrimas de mis ojos—. También se encuentra en ti.
No puedes hacerlo. Vas a incendiarte.
El hombre se inclina, más cerca de mi oído, mientras susurra—:
¿Y?
Jesucristo, no le importa.
No me extraña que estuviera tan ansioso.
Es una misión suicida.
—Déjala ir —dice Naz por tercera vez, su voz más fuerte, más
amenazante.
—¿Por qué debería hacerlo? —pregunta el hombre.
—Porque está embarazada.
El hombre se ríe de eso. Se ríe, como si fuera divertido. Como si
estar embarazada hiciera que esto sea aún más entretenido. Y lo sé
entonces. Sé que no va a dejarme ir. No me va a dejar salir de aquí. Tal
vez hubo algunas dudas, pero nunca fue sobre mí. Era solo instinto de
conservación. Pero es demasiado tarde para eso ahora. Quiere matar a
Naz pero lo más importante, se halla aquí para torturarlo.
Va a torturarlo torturándome.
No. No puede hacerlo. No puedo dejarlo.
Esto no puede estar sucediendo.
Algo se rompe dentro de mí entonces. Puedo sentirlo. Es como si
las paredes que me unían comenzaran a desmoronarse, como si el pánico
se abriera paso como un río desbordado. Faros destellan en las ventanas
una vez más, llamando la atención del hombre, distrayéndolo lo
suficiente como para que yo pueda hacer algo. Aterrorizada, lloro,
luchando en sus brazos, mi brazo va hacia atrás, mi codo va directo a su
estómago. Fuerte. Su sujeción sobre mí se afloja y pierde el agarre del
encendedor. El hombre va a recuperarlo, y reacciono en el momento.
Tengo que hacerlo
Bajando la mano, agarro el cuchillo, el que Naz trajo consigo.
Lo reconozco.
Salió directamente de nuestra cocina.
En un segundo se encuentra firmemente en mi mano; al siguiente
segundo balanceo la maldita cosa. No me detengo a pensar qué demonios
hago, porque si pienso, podría dudar.
No hay tiempo para dudar, no cuando nuestras vidas peligran.
Lo golpeo, creo, en algún lugar de la pierna. Me sorprende lo fácil
que el cuchillo entra. Siempre pensé que se necesitaba fuerza bruta, pero
la cuchilla se desliza a través de la piel. Gruñe, ruge mientras me giro de
sus brazos y retiro el cuchillo, la sangre sale a borbotones de la herida.
Lo dejo caer mientras corro.
Corro directo a Naz. Él ya avanza hacia mí. Me tiro a sus brazos,
tratando de mantenerme firme, pero estoy llorando. Las manos de Naz
me exploran frenéticamente, como si estuviera tratando de asegurarse de
que estoy bien, y sus labios encuentran mi frente un momento después.
Es un beso suave, un beso rápido, antes de alejarse.
Me mira directamente a los ojos.
Observo como su terror se desvanece.
Algo más se hace cargo.
Ira.
Hambre.
El monstruo.
—Corre —dice en voz baja.
Me aferro a él, con los ojos muy abiertos. —¿Qué?
—Sal de aquí —dice, apartándome mientras me empuja hacia la
puerta. Hay puertas de autos cerrándose afuera. Se acerca gente. Oh,
Dios. No. No. No—. Corre y no mires atrás.
Quiero discutir.
Quiero decirle que es un idiota.
No hay forma de que me vaya sin él.
Hasta que la muerte nos separe.
Quiero quedarme aquí, quedarme con él, pero sé que, en el fondo,
no hay forma de que me lo permita.
Porque no soy solo yo ahora.
Somos un bebé y yo.
Su bebé.
Nuestro bebé.
Me da otra mirada, y sé que no puedo dudar. Cerrando los ojos,
aparto la mirada de él, corro hacia la salida justo como me dijo.
Abriendo la puerta con fuerza, salgo precipitadamente, mi cabeza
aún late con fuerza. Me siento enferma. Me quema el pecho, cuando
empiezo a correr, incapaz de evitarlo mientras lo hago... Miro hacia atrás.
Es solo un segundo, mientras veo la puerta que se cierra.
Un segundo de vacilación.
Oh, Dios. Naz.
Sigo corriendo, casi tropezando, tropezando con mis pies antes de
estrellarme contra algo.
BAM
Manos agarran mis brazos, evitando que caiga sobre mi culo. Mi
cabeza da vueltas, y lo veo.
Veo ese rostro.
Lorenzo.
Verlo es como un puñetazo en el estómago.
Es paralizante.
Me estoy desmoronando.
Cayendo a pedazos.
—Cariño —dice casualmente—. Pensé que te encontraríamos aquí.
—Por supuesto que sí —susurro entre lágrimas, tratando de
alejarme, pero solo me agarra con fuerza los brazos. Hombres nos rodean,
tal vez media docena. No los cuento. No me importan una mierda. Todos
se ven iguales.
Vestidos de negro con pasamontañas.
Se mezclan con la oscuridad.
—¿Dónde está tu esposo? —pregunta, pero no espera a que
responda. Girándome, me entrega a uno de sus hombres, mirándolo
fijamente mientras dice—: Agárrala. Asegúrate de que no se lastime. Ya
conoces la rutina.
El hombre comienza a arrastrarme mientras Lorenzo saca una
pistola, sosteniéndola firmemente en su mano. Se dirige hacia el edificio
de concreto, y un grito sale de mí. Un grito de puro terror, de absoluta
desesperación.
Oh, Dios, va a morir.
Va a matarlo.
—¡No! —grito, peleando contra el hombre que me sostiene,
pateando y golpeando, tratando de liberarme—. ¡Naz! ¡Por favor! ¡Naz!
Grito su nombre, rogando que me escuche, rogando que esté
preparado, rezando que salga de esto bien. No puedo hacer esto sin él. Lo
necesito.
Lo necesito.
Se precisan tres hombres para dominarme, para meterme en la
parte trasera de un auto a solo unos metros de distancia. Dos suben
atrás conmigo, mientras el chico al que fui entregada se pone detrás del
volante. Peleo con todas mis fuerzas, agarrando los pasamontañas y
tirando de ellos, arañando sus rostros, tratando de sacarles los ojos.
Cualquier cosa para escapar.
Grito, una y otra vez, su nombre es la única palabra que puedo
conjurar. Naz. Naz. Naz.
No sé si puede oírme.
No sé si es muy tarde.
Golpeo a un tipo justo en la nariz antes de tratar de romper la
puerta, golpeándola con mis puños, pero no cede. Uso el pie cuando
tratan de alejarme de ella, alzo la pierna y pateo el vidrio, enojada de que
simplemente no se rompa.
¿Por qué no se rompe?
Me toma cerca de una maldita docenas de veces que el vidrio se
quiebre, se astille y agriete, cayendo a pedazos. Entonces mi pie lo
atraviesa, y siseo mientras el irregular vidrio corta la piel cerca de mi
tobillo.
Joder, comienzo a sangrar en todos lados.
—Jesucristo —grita el conductor—. Contrólenla.
Golpeo y me duele, pero no me lleva a ninguna parte. Los dos chicos
me sujetan en el asiento trasero del auto mientras comienzan a alejarse.
No llegamos muy lejos, solo al otro lado del parque, antes de que una
explosión sacuda el área, lo suficientemente fuerte como para hacer
vibrar las ventanas del auto.
Un destello de luz ilumina el cielo.
No tengo que verlo para saber qué pasó; no tengo que mirar para
comprender qué tan malo es. El conductor levanta su pasamontañas,
dejándolo sobre su cabeza, mientras observa por el espejo retrovisor,
hacia atrás.
No mires atrás.
Deja escapar un silbido bajo.
Estoy llorando, hiperventilando, tratando de respirar, pero no creo
que pueda sobrevivir a este tipo de dolor.
A medida que el edificio explota, mi mundo implosiona.
Todo a mí alrededor se incendia.
Traducido por Jeenn Ramírez & MadHatter
Corregido por Daliam
Ignazio
Siempre he estado fascinado en cómo funciona el cuerpo.
Como un músculo del tamaño de un puño en el fondo de tu pecho
es responsable de mantenerte vivo. Late constantemente, cada segundo
de cada hora, llevando sangre hacia las arterias y después de vuelta a las
venas. Y tú no haces nada para hacerlo. Solo lo hace, por su cuenta. No
importa cómo te sientas, lo que estés pensando, si tu maldito corazón
está roto... sigue latiendo, ciento miles de veces al día.
Pero algún día se detendrá. Algún día, latera por última vez, y
entonces no habrá nada.
Nada excepto la muerte.
No sé si hay una vida después de la muerte, pero si la hay, lo que
me espera no será agradable. Porque he estado parado ahí y he visto
cerca de una docena de corazones dejar de latir, y rara vez he sentido
algo más que fascinación acerca de ello.
Quizás, en otra vida, podría ser un doctor. Un cardiólogo. En lugar
de detener corazones. Podría hacerlos latir de nuevo. ¿Pero en esta vida?
No soy más que un hombre con una fascinación, mirando mientras otro
corazón late por última vez.
La puerta detrás de mí se abre.
No me giro.
Realmente no tengo que hacerlo.
Llámalo intuición, pero ya sé quién es.
Sabía que él no estaría lejos.
Lorenzo se acerca para pararse a mi lado en medio de la habitación,
con su arma en la mano. No la va a necesitar, y se da cuenta de ello en
seguida. Deja salir un suspiro exagerado. —Bueno, eso es anti-climático.
Le echo un vistazo. —Suenas decepcionado.
—Lo estoy —dice, dejando su arma en la cinturilla de su pantalón—
. Como que esperaba poder dispararle a alguien el día de hoy.
No debería reír, pero lo hago.
El hijo de perra probablemente lo hacía.
—Aún puedes dispararle —digo, señalando hacia Joe recostado en
el piso de concreto en una piscina de sangre, su corazón no latiendo más.
—No veo el punto —dice—. Ya lo mataste.
—No, no lo hice. —Agachándome, recojo el cuchillo—. Karissa lo
hizo.
Pero no lo sabe.
No tiene idea qué clase de herida infligió.
Lo apuñalo a ciegas, tratando de incapacitarlo, para escapar, pero
lo golpeo en el ángulo perfecto. No podría haberlo hecho mejor. El filo de
la navaja fue hacia su muslo interior cortando justo en la arteria femoral,
y después lo retorció.
Ella lo retorció.
Tan pronto como la tiro hacia afuera, sabía que estaba perdido. Se
hallaba en el piso, la sangre saliendo a borbotones, su corazón latiendo
por última vez después de un minuto.
—Eh. —Lorenzo se acercó más, inspeccionado el arma—. Huele
como si necesitáramos a HazMat para limpiar.
—Probablemente lo necesitamos —digo—. Es éter.
Me mira con sorpresa antes de girarse de vuelta hacia el tipo,
dudando cuando sus ojos encuentran la cremallera de metal. La levanta,
sacudiendo la cabeza. —Que idiota.
Esa es una manera de llamarlo.
—Deberíamos salir de aquí antes de que la policía llegue —digo,
girándome para enfrentar la puerta, llevando el cuchillo conmigo. Tiene
sus huellas en el.
—Les doy veinte minutos.
Lorenzo me sigue. Lo escucho encendiendo y apagando el
encendedor mientras camina. El aire fresco es bienvenido cuando salgo
fuera, después de respirar esos gases de éter los últimos minutos.
Me hace sentir mareado.
No puedo imaginarme cómo se debe estar sintiendo Karissa.
No tengo tiempo para obsesionarme con eso.
Mi giro hacia Lorenzo y empiezo a hablar cuando lo veo mover la
rueda del encendedor con su pulgar, encendiéndolo. Hijo de perra.
Lo avienta detrás de él, hacia el edificio y corre.
BOOM
Apenas tengo tiempo de agacharme antes de que la ventana
explote. Vidrios rotos vuelan, mientras el edificio está en llamas. Mis
oídos pitan con la explosión, las paredes de concreto se mantienen
contenidas. El fuego quema, caliente y pesado, atrapando los gases y
siguiéndolos hacia el cuerpo, la más alta concentración de ellos. Lorenzo
tapa sus oídos con las palmas de las manos. —Entonces mejor hacer
esto.
El calor irradiando del edificio es intenso.
Aún puedo sentirlo cuando llego a mi auto, oculto entre algunos
árboles. Estoy a punto de meterme e irme cuando Lorenzo me sigue,
metiéndose en el asiento del pasajero.
—¿Dónde están tus hombres? —pregunto molesto.
—Ya se fueron.
—Que mal —le digo—. Encuentra tu propio camino a casa. Tengo
que encontrar a Karissa.
Me ignora, estableciéndose en el asiento. —A mi lugar.
—Te lo dije Lorenzo. Tengo que...
—Ir a encontrar a Karissa —dice, cortándome—. Te escuché claro
y alto. Y si quieres salir y destrozar la ciudad buscándola, adelante, pero
será mucho más fácil ir a mi casa.
Alcanzándolo, agarro su camiseta, tirándolo hacia mí. —¿Qué
diablos hiciste?
—Relájate —dice, levantando sus manos defensivamente—. Solo
hice que mis hombres la llevaran a un lugar seguro.
Lugar seguro.
No hay muchas cosas por las que Lorenzo se preocupe.
Apenas salgo del parque antes de que las sirenas se escuchen,
luces azules y rojas brillando en la distancia, dirigiéndose hacia el fuego.
Mi corazón late fieramente hacia la cortina de humo de las patrullas
pasándonos. Espero porque una de ellas se detenga. Esperando que una
de ellas reconozca mi auto.
Pero logramos salir sin incidentes, y una vez que lo hacemos,
comienzo a acelerar. Merodeo en el tráfico, dirigiéndome hacia la salida
Manhattan, directo hacia Bensonhurst. Lorenzo no dice nada en todo el
camino, mirando hacia la ventana, con postura casual.
Nada de esto le molesta.
Estaciono cerca de la casa abandonada rosa y sigo a Lorenzo a
través de la calle, hacia la casa. Tan pronto como damos un paso dentro,
escucho el caos. Sus hombres están por cualquier parte, disparando.
Abre un mal sentimiento en mi garganta.
—Guau, guau, guau —dice Lorenzo, acercándose al pasillo—. ¿Qué
está pasando aquí?
Un hombre se gira hacia él, agarrando su ensangrentada nariz. —
¡La perra me golpeo!
Los ojos de Lorenzo se ensanchan mientras me congelo, viéndolo.
¿Realmente dijo lo que creo que dijo? —¿Y qué perra sería esa?
El tipo me mira, apenas notando que estoy aquí, tan atrapado en
las circunstancias para darse cuenta que es lo que está pasando a su
alrededor. El color se drena inmediatamente de su cara, volviéndolo una
sombra de blanco, no estoy seguro de alguna vez haber visto ese color en
alguien que aún vive. —No quise decir...
Esta tartamudeando, empezando a sudar, mientras parpadea
rápidamente, como si estuviera a punto de perder la conciencia. Eh. Me
imaginaba que un hombre que trabajaba para Lorenzo tendría más bolas.
—Sí, entonces ella rompió tu nariz —replica Lorenzo, alcanzando y
tomándolo por la nariz, estrujándola rudamente. El tipo grita mientras
sangre comienza a escurrir del trapo—. Chúpala, buttercup. Si prefieres,
Ignazio estaría feliz de sacarte de tu miseria.
Asiento. —Más que feliz.
Lorenzo empuja al tipo y cae. Cae al piso enseguida, mientras los
otros intentan ponerlo de pie. —Estoy comenzando a entender por qué
prefieres trabajar solo, Ignazio.
—No puedes contar con nadie —digo, girándome, mirando hacia la
casa. No hay señal de Karissa en ningún lugar que pueda ver.
—Cierto —dice Lorenzo, dirigiéndose hacia mí, golpeando mi pecho
con la parte trasera de su mano mientras se acerca—. Excepto por mí,
por supuesto.
—Ni siquiera tú.
Ignora mi comentario y se dirige hacia el camino por el que
venimos, en lugar de enfocar su atención en sus hombres. —Llévame a
ella, número uno.
Número uno.
Tienes que estar bromeando.
Observo a un hombre ir después de Lorenzo.
Los nombró con números.
El chico se apresura hacia una puerta en el pasillo, dudando con
su mano en la manilla. Mira a Lorenzo, después a mí, y después de vuelta
a Lorenzo, como si estuviera temeroso de abrir esa maldita puerta por
alguna razón.
Como si tuviera miedo de lo que vamos a ver.
Ira e impaciencia se mezclan dentro de mí mientras me empujo
entre ellos, quitando al chico del camino para abrir la puerta. Un sótano.
Está oscuro. Casi no puedo ir por el par de escaleras de madera
que llevan abajo. Está casi silencioso, hasta que presionó mis oídos,
escuchando solo el leve llanto.
Es un sonido que me es familiar.
Un soplido de aire, un gimoteo, el sonido de Karissa tratando de
ser fuerte, pero no está funcionando. No dudo. Me dirijo hacia abajo de
esas poco sólidas escaleras, hacia la oscuridad, frenético por llegar a ella,
por encontrarla, por verla. Para hacerle saber que está bien, que ella está
bien, que vamos a estar bien.
Lo juro, lo estaremos, lo lograremos, incluso si es la última cosa
que haga.
Le daré la felicidad que merece.
No más de esta pena.
No más de estas malditas lágrimas.
Está tumbada en una esquina, sus rodillas hacia arriba y su
cabeza hacia abajo, escondiendo su cara. Sus manos están en su caótico
cabello, aferrándose a él como si su vida dependiera de ello, como si
sosteniéndolo es como si se sostuviera a ella. Se está balanceando y está
temblando, sin darse cuenta de mi presencia, tan perdida en su cabeza,
tan abrumada por su dolor que ni siquiera me escucha.
La miro, solo por un segundo, tomándola mientras colapsa en la
oscuridad, sintiendo un profundo dolor en el pecho. Sintiendo el dolor
que sé que está sintiendo. Su corazón está roto, pero la maldita cosa aún
está latiendo. Segundo tras segundo, continúa manteniéndola viva.
Doy un paso hacia ella, después otro, después rompe el trance,
dándose cuenta que no está sola. Su balanceo cesa mientras inhala
rápidamente, armándose de valor como solo ella puede. Su cabeza se
levanta rápidamente, desgarradoramente, ojos llenos de ira cortando a
través de la oscuridad buscando lo que sea que haya escuchado. Su
mirada encuentra la mía, y veo cómo la ira se desvanece, mezclándose
con un maldito corazón roto.
Lo odio.
Odio verlo.
Pero mierda, es tan hermosa.
Feliz. Triste. Enojada. Aterrada.
Es la cosa más hermosa que he visto.
Es hermosa porque es fuerte.
Hermosa porque tiene fiereza.
Hermosa porque, a pesar de que dudé, ella no lo hizo.
Peleó.
Peleó duro.
Y maldita sea si eso no es hermoso para mí.
Su boca se mueve, pero ninguna palabra me saluda.
Está en shock.
Me mira, lágrimas silenciosas cayendo por sus mejillas.
No se mueve, ni siquiera parpadea, como si fuera producto de su
imaginación y tuviera miedo de que la oscuridad me borrara si se
rindiera.
—Te lo dije —le digo—, siempre vendré por ti.
Eso lo hace. Es todo lo que se necesita.
Un llanto hace eco en el sótano mientras se fuerza a levantarse,
empujándose fuera del piso, apenas capaz de mantenerse de pie, para
poder caminar sola, pero es lo suficientemente fuerte para aventase hacia
mí, sabiendo bien que nunca la dejaría caer. Envuelvo mis brazos a su
alrededor, sosteniéndola fuertemente, saboreando su calor. Está de
puntillas, enredándose en mí.
—Pensé que estabas muerto —susurra, su voz quebrándose
alrededor de las palabras.
—Vamos —le digo acariciando su cabello enredado—. ¿De verdad
crees que soy tan fácil de matar?
Se ríe, pero no es un sonido de felicidad.
No hay nada gracioso acerca de esto.
A continuación, registro unos pasos detrás de mí, solo un momento
antes de que una fuerte luz cenital parpadee en el sótano. Entrecerrando
los ojos para mirar la luz, coloco a Karissa de pie y aflojo mi agarre, pero
ella se estremece, agarrándose a mí. Mi instinto es mirarla, mis ojos
escudriñándola, alarmado cuando veo la sangre cubriendo sus pies
descalzos. —¿Qué pasó?
Mi pregunta se pierde en ella cuando comienza a entrar en pánico.
Su respiración se acelera, su cuerpo tiembla, mientras se aferra
frenéticamente a mí, su atención atraviesa la habitación. Mierda.
Giro la cabeza, mirando directamente a Lorenzo, su aparente
soldado número uno de pie a su lado. El tipo parece nervioso.
—¿Qué le pasó a su pie? —pregunto, haciendo un gesto hacia él,
un toque de ira en mi voz.
Él comienza a tartamudear.
¿Qué pasa con estos chicos?
—Ella, eh... bueno... se lo hizo a sí misma.
Lo miro con incredulidad. —Se hizo a sí misma esto.
—Uh, sí —dice—. Pateó la ventana del auto.
—Pateó la ventana del auto.
—Y el cristal, se rompió. Supongo que la cortó. Estaba peleando
con nosotros, ¿sabes? No pude hacer nada al respecto. Como dije... se lo
hizo a ella...
Antes de que el chico pueda terminar de decir “ella misma”, Lorenzo
reacciona, metiendo la mano en su cintura y sacando su arma.
BANG
Un solo disparo, directo a la sien, ilumina el sótano. Le vuela la
maldita cabeza. El tipo cae al instante. Karissa suelta un grito,
sorprendida, y la atraigo hacia mí con fuerza, sosteniéndola mientras
miro a Lorenzo. —¿Eso era necesario?
—Por supuesto —dice, retirando la pistola—. Todo lo que escuché
fue bla, bla, bla, no seguí las instrucciones, así que solo mátame y ya. ¿Por
qué? ¿Tú qué oíste?
—Que eres un loco.
Karissa se tensa. Está aterrorizada.
¿Pero Lorenzo? Él se ríe.
A diferencia de todos los demás, él encuentra todo esto gracioso.
La vida, para él, no es más que un juego. Producto de su educación, tal
vez, pero no me sorprendería si estuviera simplemente codificado en su
ADN. Nunca conoció a su verdadero padre, pero el nombre de Gambini
es uno de los peores. Asesinos en masa y fríos calculadores. Aunque se
crio como un Accardi, lo que es discutible, no es mucho mejor. Su
padrastro era un alcohólico abusivo con un temperamento ardiente y un
dedo desencadenante, la clase de hombre que golpearía a un niño hasta
dejarlo inconsciente y no se molestaría en llamar a una ambulancia hasta
después de que se preparara una bebida.
Otra de esas razones por las que tenía que matar al hombre.
—Naz —susurra Karissa—. Tenemos que salir de aquí. No puedo...
No puedo hacer esto. Nos va a matar.
—Relájate. No nos va a matar. Él es…
—Un amigo —interviene Lorenzo, pareciendo casi presumido
cuando lo hace.
La cara de Karissa se contorsiona ante la palabra. Amigo.
—Él no es una amenaza —le digo—. Para mí no.
No ahora, de todos modos.
Mañana será otro día.
—¿Cómo puedes pensar eso? ¡Él... él se encontraba allí! Con el
taxista, y el hombre, y ¡oh Dios, justo ahora! Lo hizo... él es uno de ellos.
Y esperas que ¿yo confíe en él?
—No —le digo, volviéndome hacia ella, mis manos acunándole la
cara mientras la miro intencionadamente—. Nunca confíes en una
palabra de lo que te dice. Te mentirá directamente en la cara.
—Estoy aquí, sabes —dice Lorenzo.
Ignoro eso.
—Pero confía en mí, Karissa. ¿Puedes hacer eso?
Ella asiente, aunque me mira como si estuviera perdiendo la
cabeza. Pero no puedo tratar de explicárselo ahora mismo. Me encuentro
completamente exhausto y ella necesita ver a un médico lo antes posible.
—¿Puedes caminar? —le pregunto.
—Uh, sí... por supuesto.
Tomo su mano, volteándome hacia Lorenzo. No me hagas ser un
mentiroso. —Nos vamos.
Se aparta para despejarnos el camino hacia las escaleras de
madera, pero no dice nada. Llevo a Karissa hacia ellas, dejándola ir
primero, y echo otra mirada a Lorenzo.
Me observa con curiosidad. —¿Todavía quieres esa reunión?
—Sabes que sí.
Asiente, mirando hacia otro lado. —Estaré en contacto.
No encontramos resistencia al salir. Los hombres todavía se
retuercen, demasiado preocupados para siquiera notarnos. Oyeron el
disparo. Salimos por la puerta principal, ayudo a Karissa a entrar
directamente a mi auto, esperando hasta que se instale antes de entrar
a su lado.
Todavía está temblando.
—Oye —le dije, extendiendo mi mano, acariciando su mejilla—. Va
a estar bien, cariño.
—¿Lo prometes?
La miro fijamente, secándole una lágrima que cae. —Lo juro,
Karissa. Vamos a estar bien.
Sonríe, una sonrisa triste, cuando levanta la mano y la pone sobre
la mía. La suelta después de un momento, girando la cabeza para mirar
por la ventana lateral al vecindario tranquilo.
Empiezo a alejarme, y se queda callada por un momento, antes de
dejar escapar un profundo suspiro. —¿Lo mataste?
—¿A quién?
—Al hombre en el edificio. El de... esta noche.
Me detengo en una luz roja, sentado allí por un momento, antes de
responder en voz baja—: Sí, lo hice.
Cierra sus ojos.
Ella esperaba esa respuesta.
Sin embargo, aun así no le gusta. Este mundo no es para ella. La
violencia, el derramamiento de sangre, el asesinato... simplemente no es
para ella. Lucha por aceptar que yo termine vidas.
Ella nunca se lo perdonaría a sí misma si supiera que ella fue quien
mató a ese tipo.
Odio mentirle. Lo odio. Pero lo contengo esta vez.
Le miento para librarla.
Porque sin importar lo que hiciera, o lo que hubiera hecho si no
hubiera sido detenido, todavía era un ser humano para Karissa.
Él tenía un corazón que latía.
—Deberíamos llevarte a un médico —le digo, cambiando de tema—
. Ir al hospital más cercano.
—No. —Su voz es aguda, casi en pánico, cuando se acerca y coloca
su mano sobre mi brazo—. Nada de hospitales. Los hospitales significan
policía, lo que significa preguntas. Preguntas sobre dónde estaba,
preguntas sobre lo que sucedió, preguntas sobre tú y yo, y estoy cansada
de responder preguntas. Yo solo... quiero irme a casa.
—Pero necesito asegurarme de que estés bien.
—¿Qué hay de ese tipo? ¿El doctor Carter?
—Es un veterinario, Karissa.
—¿Y? Eso no impidió que lo llamaras cuando te dispararon.
—No seas ridícula. Necesitas un médico de verdad.
—¿Por qué? ¿Para coser algunos puntos en mi pie? Puedo coserlo
yo misma.
Espero hasta llegar a otra luz roja antes de responder. Está siendo
absurda. Sé que es porque tiene miedo, pero no puedo arriesgarme.
—Estás embarazada, Karissa. No es solo por ti que me siento
preocupado.
—Lo sé, pero... —Deja escapar un profundo suspiro—. ¿En qué nos
va a ayudar si te encierran? Mataste a alguien esta noche, Naz, y el
edificio... explotó. ¿Qué van a pensar si me presento en el hospital,
oliendo como una maldita casa de metanfetaminas?
No hay ganadores de este argumento.
Ya puedo decirlo.
Tiene lágrimas en los ojos, y ahora no puedo presionarla, no
cuando ya está tan traumatizada. Suspirando, saco mi teléfono,
buscando el número de Michael Carter. Él responde en el segundo
timbre, su voz vacilante—: ¿Hola?
—Es Vitale. Necesito que me encuentres en mi casa.
—¿Es una emergencia?
—No te llamaría si no fuera así.
Con eso, cuelgo.
Le dije que estuviera allí, así que sé que vendrá.
—Un compromiso —le digo—. El doctor Carter te examinará, pero
si le preocupas, si cree que puede haber un problema, vamos
directamente al hospital.
—Lo suficientemente justo.
Tan pronto como llegamos a casa, entramos, y lo primero que hace
Karissa es llamar a su perro.
Killer viene enseguida.
Con las orejas hacia abajo, meneando la cola, sacando la lengua,
salta sobre ella, y yo voy a detenerlo, pero Karissa se lo toma con calma.
Se desliza hasta el suelo, colocando su culo sobre la sala de estar, y lo
abraza mientras vuelve a llorar.
Les doy un momento, metiéndome en la cocina. Me salpico la cara
con agua del fregadero antes de mirar mi reflejo borroso en la ventana,
pasando mis manos por mi cabello.
Por favor, que se encuentre bien.
El doctor Carter no está muy lejos de nosotros. Se detiene en mi
entrada, haciendo chillar los neumáticos, conduciendo como un
murciélago salido del infierno. Tan pronto como abro la puerta, me mira,
entra al vestíbulo y lleva una bolsa médica negra. —¿Qué sucede contigo?
Una gran pregunta.
Ni siquiera sabría por dónde empezar a responder eso.
—En realidad es Karissa —le digo, señalando hacia la sala de estar
en donde todavía se encuentra sentada—. Necesito que la eches un
vistazo.
La confusión nubla su expresión mientras se dirige hacia allí. De
inmediato, se fija en su pie. —Ah, ¿por qué no vienes a la cocina y te
arreglamos eso?
Karissa se pone de pie, caminando hacia la cocina, con Killer
protectoramente pisándole los talones. Me quedo en la puerta,
apoyándome en el marco, dándoles espacio. Karissa se sube al
mostrador, lavando su sucio pie justo en el fregadero. El doctor Carter la
agarra por la pantorrilla y examina la herida.
No hace ninguna pregunta sobre cómo se lesionó. Sabe muy bien
que no debe fisgonear. Sin decir palabra, abre su bolsa y comienza a
buscar provisiones. —Vas a necesitar algunos puntos de sutura. No traje
nada para adormecer el área, porque, bueno, Vitale nunca lo quiere, así
que si tienes algo de licor por aquí, ahora es el momento de abrirlo.
Ella se aclara la garganta, y apenas puedo oírla cuando dice—: No
puedo.
El doctor Carter la mira peculiarmente. —Ah, claro... no tienes
edad suficiente, ¿eh?
—No. Bueno, quiero decir, tienes razón, pero no es por eso. —Hace
una pausa—. Estoy embarazada.
Él se congela, sus ojos se abren, como si eso lo impresionara. Sin
embargo, no hace ningún comentario mientras vuelve a sus suministros.
—Te dolerá un poco. Se siente como si alguien te empujara una aguja y
la pasara por tu piel, porque, bueno, eso es más o menos lo que haré.
Suelta una risa incómoda.
Está nervioso, trabajando con ella.
Pensé que así sería.
El hombre cose todo el tiempo sin problemas. Felizmente se lleva
mi dinero a cambio de una atención médica mediocre. Lo hace, sabiendo
que no espero perfección, sabiendo que su silencio es lo que realmente
me importa. He pasado por el infierno y vuelto, salido del pozo más de
unas pocas veces, jugando con la muerte porque no lo temo.
¿Pero ella? Ella es diferente.
Él tiene que tener un cuidado extra con Karissa.
—Está bien —dice en voz baja—. Estoy segura de que me he sentido
peor.
Antes de que yo apareciera, ella no lo hizo. Ella había sido mimada.
La gente era cuidadosa. Pero introduje el dolor en su vida. No sé si alguna
vez me perdonaré por eso.
Carter hace lo que necesita, yendo al grano, dándole cinco puntos
de sutura en el lado del pie. En el momento en que entra la aguja, Karissa
hace una mueca, pero no hace ningún sonido, aunque sé que duele.
Tan pronto como termina, él retrocede un paso, mirándola. Sé que
puede oler el éter. Es un hedor potente. Una vez que lo huele, es un olor
que nunca olvidará. Metiendo la mano en su bolsa, toma un estetoscopio,
calentándolo antes de presionar el metal contra su pecho.
No es un idiota. Es por eso que lo empleo.
Puede descubrir el verdadero problema aquí.
—¿Qué tan avanzado es tu embarazo? —pregunta, escuchando su
latido del corazón. Su voz es casual, como si estuviera conversando, pero
sé que se está tomando esto en serio.
—Ocho semanas... o, eh, creo que tal vez nueve ahora.
Le hace un gesto para que gire su cuerpo mientras se mueve hacia
su espalda, empujando su camisa, usando el estetoscopio para escuchar
sus pulmones. —Respira profundamente para mí.
Karissa se obliga.
Parece satisfecho después de un momento y guarda el estetoscopio.
—Sin calambres, sin sangrado, sin otros problemas.
Ella duda. —Mi cabeza me está matando.
—Podemos hacer algo al respecto —dice—. ¿Algo más?
—No —dice—. Nada.
Él sonríe suavemente, colocando una mano sobre su hombro,
dándole unas palmaditas. —Estarás bien.
Luce aliviada, mientras cierra los ojos brevemente, devolviéndole la
sonrisa al tiempo que se baja del mostrador, con cuidado para no
lastimarse más el pie. —Gracias.
—El gusto es mío.
—Ahora voy a tomar el baño más largo conocido por el hombre,
para sacarme este hedor.
—Querrás tener cuidado de no mojarte los puntos durante las
próximas cuarenta y ocho horas —le grita—. Deberían salirse en unas
dos semanas.
Asiente, reconociendo que lo escuchó, mientras pasa junto a mí.
Killer la sigue, como de costumbre, dándome una gran oportunidad
cuando se va. Carter comienza a empacar sus cosas mientras camino
hacia la cocina.
Me mira. —Supongo que las felicitaciones están a la orden.
Me detengo a su lado. —Dámelas a mí directamente.
—Siempre lo hago —dice, girándose para recostarse contra el
mostrador, cruzando los brazos sobre el pecho—. Como he dicho, estará
bien. Un par de Tylenol y una buena noche de sueño y estará como nueva
por la mañana.
—¿Y el bebé?
Duda.
Vacila.
—Es muy temprano, no hay forma de saberlo. Los efectos del éter
a nivel celular, y a las nueve semanas, las células estarían cambiando
rápidamente. Tanto puede salir mal en esta etapa. Las posibilidades son
que todo estará bien, pero si no es así, bueno... ni siquiera el mejor
médico del mundo podría hacer nada para cambiarlo.
Eso es lo que esperaba escuchar.
—Te agradezco que vinieras —le digo—. Antes de que te vayas,
necesito que me hagas un favor más.
—¿Qué pasa?
—Verifica que el perro esté bien.
Me mira peculiarmente. —¿Qué pasa con el perro?
—Digamos que se enfrentó al mismo oponente que Karissa y no le
fue mejor.
—Ah. —Hace un gesto hacia la puerta—. Dirige el camino.
Killer está acostado en el pasillo, justo en la parte superior de las
escaleras. Gruñe cuando me acerco, pero deja que Carter se agache y lo
mire, sin tratar de escapar.
—Parece estar bien —dice después de un momento—. Un poco
golpeado, tal vez una costilla rota o dos. La sangre en él, bueno...
—No es suya.
El doctor Carter me mira mientras se levanta. —Puedo notarlo.
Tiene preguntas que realmente quiere hacer, preguntas sobre qué
diablos pasó esta noche, pero no voy a respondérselas y él lo sabe.
—Probablemente deberían traerlo para hacerle algunas
radiografías —continúa—. Aunque, estará bien.
—Llévalo contigo, échale un vistazo —le digo—. Iré más tarde y lo
traeré de vuelta.
—Por supuesto.
Me quedo allí, mirando como él sale de mi casa con el perro. Le
pagaré cuando recoja a Killer.
Camino por el pasillo, hacia el baño, encontrando la puerta abierta.
En silencio, la abro más, deteniéndome allí mientras miro adentro.
Karissa se encuentra en la bañera, cubierta de burbujas, con el pie
lastimado apoyado a lo largo del costado, fuera del agua. Gira su cabeza,
sintiendo mi presencia, y sonríe suavemente, como si estuviera feliz de
verme.
—Buenas noticias —le digo—. El perro va a vivir.
—Esas son buenas noticias —dice—. ¿Y qué hay de ti?
—¿Qué hay de mí?
—¿Vas a estar bien?
Algo sobre la forma en que lo pregunta, me paraliza.
A la gente de mi mundo solo le importa lo que puedes hacer por
ellos. Los amigos solo te necesitan hasta que ya no te necesiten. Pero
Karissa me pregunta esto como si mi respuesta le importara, como si el
hecho de que voy a estar bien o no hiciera una diferencia para ella.
No debería sorprenderme por eso. Ella me ama, después de todo.
Pero ha pasado mucho tiempo desde que a alguien más le importó un
bledo cómo me sentía. Pasó mucho tiempo desde que alguien me dijo esas
palabras.
—Mi corazón aún late —le digo—. Eso me dice que voy a estar bien.
Traducido por Anna Karol & Auris
Corregido por Daliam
Karissa
Se instaló un frente frío.
Eso es lo que decía el periódico de esta mañana.
Lo encontré arrugado, arrojado al cubo de la basura junto al
escritorio de Naz en el estudio, desechado apresuradamente… con
enfado. Estaba sentado en su escritorio, mirando sus libros en silencio.
No tenía idea de lo que pasaba, pero no pregunté.
En su lugar, saqué el periódico y lo miré, viendo el titular de la
primera página: Asesinos del Corlears Hook Park.
Eché un vistazo al artículo y se me revolvió el estómago cuando
hallé mi nombre. Karissa Vitale. Única sobreviviente del primer ataque.
Eso fue todo lo que necesité para entender, pero mirando a Naz, supe que
ya era demasiado.
El frente frío había llegado durante la noche, la temperatura
descendía a los diez grados en lugar de los veinticuatro habituales en esta
época del año. Pude sentir el frío en lo más profundo de mis huesos, como
si no hacíamos algo rápido, nunca más volvería a sentir calor.
—Estoy lista —le dije, tirando el periódico de nuevo.
Apartó su mirada de los libros, encontrándose con mis ojos. —
Estás lista.
Asentí con cuidado. —Estoy lista para irme.
Una hora más tarde, aquí estamos, sentados en su coche mientras
conduce por la ciudad, sin prisa por llegar a ninguna parte. No es como
si realmente tuviéramos un lugar donde estar, de todos modos. Es hora
de terminar con algunos cabos sueltos antes de que podamos salir de la
ciudad.
Estamos empezando de nuevo. Haciendo borrón y cuenta nueva.
Cuando llegamos a Greenwich Village, Naz se detiene, en la entrada
del estacionamiento al lado del antiguo dormitorio que solía llamar hogar.
Detiene el coche, pero deja el motor en marcha.
Lo miro, sorprendida. —¿Qué estamos haciendo aquí?
Señala el edificio con la cabeza. —Pensé que querrías verla.
Mi mirada se desplaza en esa dirección, y la veo. Melody. Se halla
de pie frente al edificio, recostándose contra él, temblando. Lleva
pantalones cortos y una camiseta, como si pensara que todavía es verano,
negándose a aceptar el frío. Por supuesto. Parece que espera algo, o
alguien... no sé... pero puedo adivinar. Por ahora, sin embargo,
simplemente se encuentra de pie allí, quieta, sola.
La miro por un momento.
No me muevo.
Nunca pensé mucho sobre esta parte.
—¿Debería? —pregunto en voz baja. Insegura—. ¿No sería mejor
solo... desaparecer?
Naz no responde de inmediato, el coche sigue encendido, mirando
por el parabrisas. No estoy segura si tiene la respuesta correcta.
—Alguien a quien amaba desapareció una vez —dice finalmente—.
No debería volver a suceder.
Paul.
Le tomó un tiempo recuperarse de ese desamor, aunque sé que una
parte de ella probablemente nunca lo hará realmente. Lo que pasó la
rompió, fracturando un pedazo de su alma. Melody siempre vivió una
vida de privilegio, donde todo era hermoso y nada dolía. No conocía el
dolor y el sufrimiento. Nunca supo lo que era tener que dejar ir. El amor,
para ella, era inocente y puro. No fue hasta Paul que se dio cuenta de que
a veces, no importa cuánto pelees, el amor duele.
Es difícil superar algo cuando no sabes lo que sucedió, cuando no
entiendes qué salió mal. Sin cierre, la herida permanece abierta, y es
difícil lograr que cicatrice.
Entonces salgo del coche, envolviendo mis brazos alrededor de mi
pecho. Llevo un pañuelo y un suéter con unas mallas negras, mi atuendo
habitual, pero no pude ponerme las botas.
Pie herido y todo eso.
Así que estoy usando un par de pantuflas negras, el relleno
amortigua el golpe de mis pasos en la acera. Ugh. Me veo ridícula. Me
arrastro hacia Melody, y ella levanta la mirada cuando me siente,
pegando una sonrisa en su rostro. Es genuina. Nada en ella es falso. Por
peculiar que pueda ser, Melody es muy sincera al mostrar sus
sentimientos.
—¡Kissimmee! —Se aparta de la pared, inspeccionándome, su
sonrisa se atenúa cuando ve mis pies—. Oh, Dios mío, ¿estás
sonámbula?
Me detengo frente a ella. —No, definitivamente despierta.
Se encuentra con mi mirada, horror retorciendo sus facciones. Al
instante, su mano se levanta, golpeándome justo en la frente. —Jesús,
niña, ¿tienes fiebre? ¿Estás loca? ¡Esto es Manhattan y vas demasiado
casual, con pantuflas fuera de la casa!
Riendo, aparto su mano. —Me lastimé el pie, así que era esto o ir
descalza.
—Descalza —dice de inmediato—. Podrías lucir todo el estilo chic
bohemio. ¿Pero esto? Nadie puede conseguir esto.
Se ve seriamente angustiada, como si fuera a reventarle un vaso
sanguíneo por mi elección de calzado. Poniendo los ojos en blanco,
juguetonamente la empujo. —Sí, bueno, a diferencia de ti elijo la
comodidad sobre el estilo.
—Lo sé. —Suspira dramáticamente, su sonrisa regresa—. Es tu
único defecto.
Mi único defecto.
Sí, claro.
—Entonces, ¿cómo te lastimaste el pie? —pregunta.
Dudo por un momento antes de responder. —Pateé la ventana de
un coche.
Ese horror se halla de vuelta en su rostro antes de que se comenzar
a reír. Piensa que bromeo... o tal vez solo espera que lo haga. —¿En serio?
—Sí —le digo—. Pensé que estaba siendo secuestrada.
—¿De verdad?
—De verdad. Pero Naz vino y me salvó, me llevó a casa... llamó a
un veterinario que conoce, que me cosió con una aguja e hilo. Duele como
una perra.
—Guau. —Niega con la cabeza—. Parece que tuviste una pésima
noche.
—No sabes ni la mitad —le digo—. Verás, antes de que pensara que
me secuestraban, realmente lo estaba. Entonces me secuestraron de mi
secuestrador, que estoy bastante segura de que en realidad era solo un
suicida. Nos iba a hacer estallar a todos.
Se ríe. —Guau.
—¿Cierto?
—Así que... ¿cómo te lastimaste realmente?
Hago una pausa, sonriendo suavemente, mirándome el pie. —Me
corté con un vidrio.
Me mira por un momento. Todavía sonríe, pero hay preocupación
en sus ojos. Trata de no mostrarlo, pero se encuentra preocupada. —
¿Pero estás bien?
No habla de mi pie, no exactamente. Melody sabe mucho más de lo
que quiere que alguien crea. Si creen que es ajena, eso significa que no
es una amenaza. Evita el escrutinio. La mantiene a salvo. Pero la conozco
bien, y ha demostrado una y otra vez lo inteligente que es.
Probablemente ya lo había descifrado todo antes de que yo lo
hiciera.
—Sí, estoy... bien.
Me doy cuenta de que lo digo en serio.
Estoy bien.
Las cosas no son perfectas, y estoy más que un poco asustada, pero
estoy bien.
Va a estar bien.
Lo creo.
—Bueno, eso es todo lo que realmente importa —dice, arrugando
la nariz—. Y creo que perdonaré el papelón fashionista, ya que
obviamente no tienes nada mejor. Es decir, dos años después y todavía
usas ese maldito pañuelo.
—Me gusta mi pañuelo —digo a la defensiva, extendiéndome para
tomarla y acariciarla—. Al menos no estoy medio desnuda con un frente
frío instalándose.
Hace una mueca. —No odies al jugador.
—Odia al juego.
—Exacto. ¡Mira! ¡Finalmente, lo entiendes! Puede que aún haya
esperanza para ti.
Me río. Improbable. Nunca seré alguien que no soy.
—De todos modos —le digo, dándome la vuelta, mirando el coche
en ralentí—. Probablemente debería irme. Naz está esperando. Solo
quería pasar, verte...
Para decir adiós.
Joder, esto es difícil.
Melody me mira, directamente al coche, y puedo ver cambiar su
expresión. En algún lugar, en el fondo, lo sabe.
Sabe qué es esto.
Llámalo intuición, o el vínculo entre amigas. Puede sentir el cambio
en la atmósfera. Todo está cambiando a nuestro alrededor en tanto
estamos aquí. El mundo está cambiando en su eje, los polos magnéticos
separándonos, lento pero seguro. Ya no será lo mismo.
Solía sentirlo con mi madre.
Supongo que esa parte de mi madre vive en mí.
—Te vas —dice en voz baja—. ¿Es eso lo que me estás diciendo?
Sí, lo es.
—Es solo... tiempo, supongo. —No sé cómo explicarlo—. Después
de todo lo que sucedió y de todo lo que sucede, se siente bien salir de
Nueva York por ahora.
—Por ahora —dice—, pero no para siempre, ¿verdad?
—¿Crees que en realidad podría irme para siempre?
—No, no te dejaría.
Es lo que pensaba.
No tengo la oportunidad de responder a eso, a medida que me
abraza, envolviendo sus brazos alrededor de mí con fuerza, casi
dolorosamente.
—Prométeme que no te olvidarás de mí —susurra.
—Lo prometo —le digo de inmediato—. No tienes que preocuparte
por eso.
—Te llamaré setenta y seis veces al día —dice—. Te escribiré cartas
con esos apestosos bolígrafos de gel con brillos como en la secundaria.
Te dibujaré en los márgenes. Mejores Amigas por Siempre y toda esa
mierda. Incluso puntearé mis i con corazones.
Se aleja, sonriendo, aunque puedo ver que hay lágrimas en sus
ojos. Trata de detenerlas, de tomar esto con calma, pero como dije... las
despedidas son difíciles.
—Y quiero saber todo sobre ese bebé —dice—. Quiero estar allí,
quiero conocerlo... o ella... Oh, Dios, especialmente si es ella. Va a
necesitar que la tía Mel le enseñe todo acerca de los estampados, sobre
las telas y cómo combinar sin esforzarse demasiado. Necesitará que le
enseñe todo sobre la moda porque Dios sabe que no puedes hacerlo.
Tendrás a la pobre chica usando calcetines con sandalias.
—Está bien, no soy tan mala.
—Vamos, tu marido tiene un suéter de cuello alto. Me necesitas,
Karissa.
—No te preocupes. La conocerás... o a él.
—Espero que sea ella.
¿Yo? No me importa Solo espero que el bebé esté bien, lo que sea,
niño o niña.
—Entonces sí —le dije en voz baja, haciendo un gesto hacia el
coche—. Debería irme ahora.
Asiente, tirando de mí en otro abrazo. —Cuídate.
—Igualmente.
—Te voy a extrañar.
—Yo también te extrañaré, pero todo estará bien. —Doy un paso
atrás, y luego otro, haciendo una pausa mientras sonrío—. Después de
cada noche oscura, hay un día más brillante.
Su expresión se ilumina. —Solo yo contra el mundo.
¿Quién necesita “despedirse” cuando tienes a Tupac Shakur?
Me giro y me alejo, arrastrando los pies hacia el coche. Subo al
asiento del pasajero y me abrocho el cinturón de seguridad. —Gracias
por eso. No me daba cuenta de cuánto lo necesitaba.
—No tienes que agradecerme —dice Naz—. Además, siempre debes
despedirte de tus amigos.
Miro por la ventana, a Melody, a medida que se recuesta contra el
edificio de nuevo, aun esperando. Menos de un minuto después aparece
Leo. Al segundo que Melody lo ve, se arroja sobre él, envolviendo los
brazos alrededor de su cuello en tanto entierra la cabeza en su hombro.
Está llorando.
Puedo notarlo, por la forma en que su cuerpo tiembla, la forma en
que se aferra a él como si fuera su salvavidas. Las lágrimas me queman
los ojos al verlo, mi pecho duele.
Leo solo la abraza.
No creo que siquiera lo cuestione.
Quiero pensar que es un buen tipo. Quiero creer que nunca la
lastimará. Pero se siente como si la dejara en manos de monstruos, como
si me estuviera alejando mientras mi amiga, sin saberlo, juega con los
lobos.
—No puedo decírselo, ¿verdad? —Mi voz tiembla cuando pregunto
eso—. No puedo decirle a dónde vamos.
—No —dice Naz—. No deberías.
Lo sabía, en el fondo, pero aún me duele oír la confirmación. Pasé
toda mi vida corriendo. Escondiéndome. Conozco las reglas. Las
he vivido. Cualquier hilo que quede conectado intactamente a tu pasado
puede seguir directamente hasta tu futuro.
¿Cuál es el sentido de irse si simplemente vas a dejar que te sigan?
—¿Crees que estará bien? —pregunto en voz baja a medida que
una lágrima resbala por mi mejilla. Solo quiero que sea feliz, que viva la
vida que se merece—. Con él... Leo. ¿Estará bien?
—Estoy seguro de que estará bien.
—Pero tal vez debería haberle dicho. Tal vez debería
haberle advertido. Él... quiero decir, su hermano... debería saber lo
peligroso que es ese mundo.
—No haría diferencia —dice Naz.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque tuviste todas las advertencias en el mundo, Karissa, y no
hizo ninguna diferencia para ti.
Naz saca el coche del garaje y se aleja. Los miro, en tanto pasamos,
luego los miro en el espejo lateral hasta que desaparecen.
Adiós, amiga.
Nunca te olvidaré, eso es seguro.
Ignazio
Los coches rodean la mansión de ladrillo de Long Island, un mar
de sedanes negros con ventanas oscuras. Es raro ver tantos juntos en un
solo lugar a la vez. Usualmente, cuando eso sucede, significa que alguien
está en un serio problema.
Hoy no es la excepción.
Va a haber un infierno que pagar.
—¿Estás seguro de que sabes lo que estás haciendo?
Lorenzo se para detrás de mí, vestido con un par de vaqueros
rasgados con una camiseta blanca lisa. Lo pregunta como si tuviera
curiosidad sobre la respuesta, como si realmente estuviera preocupado
por alguien más que él mismo.
—¿No lo estoy siempre?
—No estoy seguro —dice Lorenzo —. Escuché que tu esposa una
vez te envenenó. ¿Es cierto?
—En absoluto.
—¿De verdad?
—Fui drogado, no envenenado —le digo —, y además, en ese
momento no era mi esposa.
—Ah, eso es solo un detalle —dice—. Sigue siendo lo mismo, mi
amigo.
Mis ojos escanean la casa por un momento antes de que algo llame
mi atención. Me volteo hacia Lorenzo. —¿Cómo supiste sobre eso?
Él levanta las cejas, sorprendido por mi pregunta. —¿Qué?
—Nunca le dije a nadie que ella me drogó —digo. —¿Cómo lo
supiste?
Él me mira.
Está pensando en cómo responder.
Eso me dice que no me va a gustar lo que tiene para decir.
Solo hay unas cuantas personas que estaban al tanto de lo que
sucedió, y no estoy seguro de que ninguno de ellos se lo contaría a él.
Demonios, la mayoría de ellos no han vivido lo suficiente como para
tener la oportunidad de hacerlo.
—Mi hermano lo escuchó de su novia. Supongo que tu esposa se lo
contó.
—No te creo.
Karissa no le dijo a nadie que me drogó.
A nadie, excepto a sus padres...
Trata de mantener una cara seria, pero no sucede. Rompiendo una
sonrisa, niega con la cabeza. —Sí, probablemente no deberías. ¿Con
sinceridad, Ignazio? Lo escuché de Carmela.
Esa respuesta me sorprende, aunque me niego a demostrarlo. —
Carmela.
—Sí, parece que se desesperó. Esto fue antes de que la mataras,
por supuesto.
—Por supuesto.
—Supongo que no recibió el memo hace años sobre lo que
sucedió... supongo que ella no sabía que mataste a mi padrastro por lo
que me hizo.
Lo interrumpí. —Lo maté porque se cruzó conmigo.
—Puedes decir todo lo que quieras, Ignazio —dice—, pero nunca
me convencerás de que no fue por lo que le hizo a mi cara.
No dije nada.
Parcialmente tenía razón.
El hombre eventualmente habría matado a Lorenzo si no hubiera
muerto. Para salvar a su hermano menor, Lorenzo voluntariamente se
llevó la peor parte del abuso. Se pondría en peligro, sin importar las
consecuencias. Respeté eso de Lorenzo.
—De todos modos, entonces Carmela buscó a mi padrastro, en
busca de ayuda. Me encontró, sin embargo, me contó todo. Me dijo que
todavía estabas ahí, cazándolos. Me dijo que mataste a Johnny y que ella
era la siguiente. Fue entonces cuando decidí que era hora de finalmente
hacer mi camino a Nueva York.
Hago los cálculos en mi cabeza. —¿Has estado en Nueva York todo
este tiempo?
—Yendo y viniendo —dice—. No fue hasta después de que decidiste
asesinar a Ray que vi mi oportunidad.
—No decidí nada. Fue en defensa propia.
—¿No es siempre así? Cuando se trata de eso, siempre eres tú o
ellos.
Tiene razón, aunque no lo voy a admitir. No le daré más crédito de
lo que ya tengo que darle. Si su ego se eleva más en su cerebro narcisista,
nadie estará a salvo.
—Casi dos años —digo—, ¿y esperaste hasta ahora para saludar?
—Eh, ¿qué puedo decir? No estaba seguro de qué hacer contigo. El
hombre del que hablaba Carmela sonaba mucho como el amigo que
recordaba, el que me salvó el culo, ¿pero el tipo que vi cuando llegué
aquí? Era diferente. Por lo que mantuve distancia, porque francamente,
intentaba decidir qué hacer al respecto.
—Asumo que has decidido.
—Estamos aquí ahora, ¿no? Además, habría sido una pena tener
que matarte.
—¿Realmente crees que podrías haberlo hecho?
—Quizás —dice, casualmente encogiéndose de hombros—. Me
alegra que no tengamos que averiguarlo.
Y así termina la conversación.
Miro mi reloj. Unos minutos antes del mediodía. Estoy aquí de día,
vistiendo mi traje favorito. El sol brilla, pero no está haciendo nada para
proporcionar calor. No pasará mucho tiempo hasta que el invierno esté
sobre nosotros, cubriendo Nueva York con nieve.
Sin embargo, me iré antes de que eso pase.
Muy lejos.
Aunque, una pequeña parte traicionera de mí está preocupada de
que esto sea un error.
No debería estar aquí.
No debería hacer esto.
Debería irme.
Correr.
Pero no era capaz de hacerlo.
Las personas que corren son perseguidas.
No voy a dejar que eso suceda.
Ni ahora, ni nunca.
Así que tal vez, esta vez, no sé lo que estoy haciendo, pero sé que
tengo que hacerlo.
Simplemente no hay otra manera.
Arreglo mi corbata y aliso mi chaqueta antes de enfocarme en la
casa. Se ve tranquilo, inmóvil, pero las miradas son engañosas. No hay
nada benévolo en este lugar.
Exactamente a las doce en punto, la puerta de entrada se abre.
Ellos están mirando, esperando...
No lo espero de otra manera.
—Momento de partir —dice Lorenzo, paseando justo delante de mí,
prácticamente brillando de emoción mientras se dirige hacia el porche.
Él va a disfrutar cada segundo de esto. Sé que lo hará. Hay un bulto en
su cadera, su camisa de gran tamaño en su mayoría lo oculta. Solo sé
que está ahí porque, bueno, siempre lo está.
Algunas cosas simplemente nunca cambian.
Momento de partir.
Sigo a Lorenzo hasta la casa. Un hombre está de pie allí, vestido de
negro, vigilando la puerta. Nos deja entrar sin decir una palabra. Algunos
hombres se reúnen alrededor, se unen para guiarnos por el pasillo, hacia
la gruesa puerta. Se detienen allí, pero Lorenzo sigue, empujando las
puertas dobles y entrando.
En el interior, cuatro hombres están sentados en la larga mesa de
madera, cada uno de ellos vestido con sus mejores trajes. Los jefes de las
cuatro familias criminales restantes en la ciudad se han reunido una vez
más por mí.
Una quinta silla aún permanece vacía.
Supongo que ahora le pertenece a Lorenzo.
No parecen estar contentos con eso cuando se deja caer en ella, sin
esperar una invitación, sin ofrecer ningún tipo de saludo, como si no
hubiera dudas sobre su importancia. Oficial o no, él es uno de ellos. Se
ganó ese lugar. Se reclina, levanta los pies sobre una esquina de la mesa,
y cruza las piernas por los tobillos.
Genova parece que quiere dispararle directamente a la cara.
Conozco al hombre desde hace dos décadas. Es hostil, amargado y
casi tan egoísta como esperarías que fuera. Aunque no hace el trabajo
sucio. No, para eso están sus hombres. Su propio pequeño ejército
sediento de sangre. Es un general despiadado.
No le gusta cuando otros intentan invadir su espacio.
Al entrar en la habitación, cierro las puertas detrás de mí,
estirándolas y cerrándolas. Siempre cierra las puertas. Los hombres están
demasiado preocupados por las payasadas de Lorenzo como para darse
cuenta de lo que estoy haciendo.
—Armas sobre la mesa —exige Genova, su voz rozando un gruñido
en tanto trata de contener su animosidad.
Me adelanto y me paro allí, justo en frente de la mesa, buscando
en el bolsillo de mi pantalón, mi pluma de tinta negra. La pongo en la
mesa, pero Genova no me presta atención.
Él sabe que no tengo nada más.
Aunque no me está hablando a mí.
Está mirando directamente a Lorenzo.
Lorenzo, que trata a su arma como si fuera una American Express.
No salgas de casa sin ella.
Con un suspiro dramático, Lorenzo busca en su cintura y saca la
Colt M1911. La agita en el aire, como diciendo “ya me tienes”, antes de
dejarla sobre la larga mesa de madera.
Aparentemente satisfecho, Genova finalmente me mira, pero
Lorenzo carraspea, interrumpiéndolo. —Armas sobre la mesa.
Genova lo mira de vuelta. —¿Qué dijiste?
—Dije armas sobre la mesa —responde Lorenzo—. Vamos... ni
siquiera trates de fingir que soy el único en esta sala que está armado.
—Esta es mi casa —dice Genova —. Aquí yo estoy a cargo.
Una sonrisa aparece en los labios de Lorenzo. —Me atrapaste con
eso.
Genova intenta desviar la conversación. —Vitale…
—Pero —interviene Lorenzo, haciendo hincapié en la palabra,
dejando caer los pies al suelo, de repente se endereza—. Corrígeme si me
equivoco…
—Te equivocas —dice Genova.
Lorenzo ignora eso. —Pero estas cosas, estas reuniones, se rigen
por un conjunto de reglas, reglas puestas en marcha mucho antes de que
asumieras el control... mucho antes de que estas reuniones se celebraran
en tu casa. No haces estas mierdas como te plazca. Incluso el presidente
debe seguir la Constitución.
Genova niega con la cabeza. —Esta no es una maldita democracia.
—Así me han dicho —dice Lorenzo—. Se dice en la ciudad que eres
un poco dick-tador4.
Eso provoca a Genova. Puedo verlo tenso, su ira llameando. Sin
embargo, antes de que pueda reaccionar, los otros intervienen, sacando
sus armas y poniéndolas sobre la mesa.
Reglas son reglas.
Todos tenemos que seguirlas.
Karissa
—¿Tienes todo lo que quieres?
La voz de Naz es baja mientras hace esa pregunta, de pie detrás de
mí, en la entrada del estudio. A mis pies yace una bolsa de lona, mis fotos
escondidas en ella, junto con ropa suficiente para que probablemente me
dure una semana. Killer está corriendo en la parte de atrás, llegó a casa
del veterinario, sintiéndose mucho mejor. No se rompió nada.
¿Tengo todo lo que quiero?
No estoy segura.
Pero ciertamente no necesito nada más.
—Creo que sí —respondo, sin querer mentir—. Honestamente, en
realidad no lo sé.
—Tómate tu tiempo —dice—. Nos iremos una vez que estés segura.
Una vez que esté segura. Si eso es lo que estamos esperando,
ambos moriremos de vejez aquí en esta sala. Nunca he estado segura de
mucho, en realidad, excepto de él.
Estoy segura de él.
Podría hervirme viva antes de que todo haya terminado, pero estoy
aquí, con él, porque estoy segura de que aquí es donde pertenezco.
—¿De verdad no quieres llevar ninguno de estos libros? —pregunto,
mirando alrededor de la habitación llena. Nada se ve fuera de lugar. Todo
se encuentra allí, donde siempre ha estado, quizás donde siempre estará,
a menos que volvamos por ello—. Como… ¿nada de esto?
Deja escapar un suspiro de resignación. —No.
Me volteo hacia él. También tiene una bolsa de lona, pero solo la
lleno de ropa y zapatos. —¿Ni siquiera El Príncipe?
Sonríe suavemente ante mi pregunta. Su libro favorito. —Tiene un
poco de daño por el agua, ¿recuerdas?
—Uf, ni me lo recuerdes —le digo—. Todavía me siento mal por eso.
Casi te compré otra copia para tu cumpleaños, pero pensé que
probablemente no sería lo mismo.
No está de acuerdo, pero tampoco lo niega.
—No te sientas mal. Además, ya no lo necesito. Te lo dije antes,
está aquí arriba. —Golpea con un dedo su sien—. Todo está aquí. Todos
mis recuerdos, buenos y malos. No me olvido de nada. No tengo que llevar
esto conmigo para recordar algo. Lo único que importa son los recuerdos.
Irónico, en realidad, ya que hay algunos de mis recuerdos que me
encantaría olvidar. Naz, sin embargo, los abraza. No permite que sus
recuerdos definan quién es. Si bien siempre envidié la capacidad de
resiliencia de Melody, en realidad es la tenacidad de Naz lo que desearía
tener. Nada detiene a ese hombre.
—Creo que estoy segura, entonces.
Se ríe. —¿Crees?
Me volteo hacia él, dándole la espalda a las estanterías, y sonrío.
Sé lo ridículo que suena. —Sí, me temo que es lo mejor que puedo lograr.
—Bueno, entonces. —Busca en su bolsillo—. Antes de irnos, hay
algo que quiero darte.
Acercándose, saca algo, tendiéndomelo. Atrapa la luz que entra por
las ventanas, el metal destellando.
Lo reconozco enseguida.
Mi collar.
—Lo encontré el otro día. En el suelo, la cadena se rompió. Lo tomé
y lo arreglé. Pensé que lo querrías de vuelta.
Una sonrisa curva mis labios mientras las lágrimas arden en mis
ojos. Lo busqué, cuando llegué a casa, pero la cosa no apareció. Pensé
que lo había perdido para siempre.
Nunca en mi vida he estado tan feliz de estar equivocada.
Sin palabras, me doy la vuelta, apartándome el pelo del camino.
Naz me lo pone alrededor del cuello, sus ásperas puntas de los dedos
rozan mi piel cálida.
—Hay algo sobre ti, Karissa —susurra—, algo que he buscado
durante mucho tiempo.
Jesucristo. No llores. Está a punto de convertirme en un desastre
de sollozos. La oleada de emoción que me consume es intensa. —¿Es así?
—Lo es.
Inclinándose, me besa la nuca antes de dejar caer mi cabello. Voy
a darme la vuelta para mirarlo, pero en cambio me rodea con sus brazos
y me atrae hacia él. Me relajo ante su toque cuando extiendo la mano,
jugando con el brillante colgante. —Te amo, Naz.
—No tanto como yo te amo.
—Pfft, sí, claro. —Suelto el collar—. No creo que eso sea
humanamente posible.
No discute conmigo.
Ninguno dice nada por un momento.
Nos quedamos allí, disfrutando del silencio, disfrutando el
momento. ¿Es así como siempre se sentirá? Sólo él y yo…
Y el bebé, por supuesto.
Nuestra propia pequeña familia.
Una nueva oportunidad. Un nuevo comienzo.
—¿Quieres, ya sabes, jugar una vez más antes de irnos? —
pregunto, deslizándome en sus brazos, mirándolo—. Irnos con una
explosión, por así decirlo.
Hay un brillo en sus ojos mientras me mira. —¿Qué tienes en
mente?
—Tal vez puedas follarme como si me odiaras de nuevo.
Levanta la mano, empujando mi barbilla, su pulgar acaricia mis
labios. —Creo que ese tipo de juego tendrá que esperar… por un par de
meses, al menos.
Sonrío, sintiendo el sonrojo en mis mejillas. —Maldición.
—Sin embargo, puedo darte algo aún mejor.
—¿Qué sería?
—Puedo mostrarte cuánto te amo.
—Hmm, me gusta el sonido de eso.
Se inclina más cerca, haciendo una pausa a solo un suspiro de mis
labios. —Pensé que lo harías.
En lugar de besarme, se aleja, agarrando mi mano para sacarme
del estudio. Lo sigo arriba, mi corazón palpitando fuertemente en mi
pecho, mi piel hormiguea por la anticipación.
Tan pronto como estamos en el dormitorio, cierra la puerta, a pesar
de que no tiene sentido. Killer está afuera. Nadie va a entrar irrumpiendo
en la habitación.
—Tan hermosa —dice, quitándome la camiseta. Levanto mis
manos, ayudándole. La arroja al suelo, como si nada pasara, antes de
desabrochar mi sujetador, deshaciéndose de él.
Arrodillándose, Naz desabrocha mis vaqueros, tirando de la
cremallera, antes de que sus manos se introduzcan. Me agarra el culo,
deslizándose dentro de mis bragas, y me quita todo de una vez,
liberándome de la ropa. En el momento en que me quita los pantalones,
dejándome desnuda, su boca se encuentra sobre mí.
Maldición.
Mis rodillas casi se doblan.
Lame y chupa, su lengua es mágica, mientras me clava allí delante
de él. Echando la cabeza hacia atrás, dejo escapar un suspiro tembloroso,
abriendo más las piernas, facilitándole el acceso. De alguna manera, mis
manos encuentran su camino hacia su cabeza, y me quedo allí, con las
piernas temblorosas, agarrándome fuertemente de su pelo grueso,
mientras me hace el amor con la boca.
Jesucristo, él me atormenta.
Apenas puedo soportarlo.
Apenas puedo manejar las sensaciones que fluyen por mi espalda.
Es una sacudida eléctrica, un rayo de luz.
Casi me derriba.
Estoy gimiendo, jadeando. Es el cielo. Es una tortura. Justo cuando
estoy a punto de perderlo, Naz me levanta, llevándome a la cama.
Me arroja sobre ella, sin perder ni un segundo, sus labios
recorriendo mi estómago antes de encontrar mi punto dulce otra vez.
Trabaja mágicamente, el tipo de magia que sólo él es capaz de hacer. En
menos de un minuto, me estoy retorciendo, gritando su nombre. —Oh,
Dios, Naz… oh, Dios…
El orgasmo me destroza. Mi espalda se arquea. Mi cuerpo tiembla.
Me quita el aliento por un segundo antes de jadear por aire. Tan pronto
como las sensaciones comienzan a desvanecerse, se mueve en la cama,
sus labios se arrastran por mi estómago, besando y acariciando, antes
de que encuentre mi boca.
Lo beso profundamente, desesperadamente, mientras le saco la
ropa y lo tolera por un momento. Solo un momento. El tiempo suficiente
para que le desabroche la camisa. En un abrir y cerrar de ojos, su mano
agarra mis muñecas, uniéndolas, inmovilizándolas en la cama sobre mi
cabeza. Retrocediendo un poco, me mira a los ojos.
No dice nada.
Solo se queda mirando.
Estudiándome otra vez.
Es casi un minuto, mientras cuento los tortuosos segundos en mi
cabeza. Debería ser incómodo, pero no lo es. Es erótico. Su mirada me
penetra, follando efectivamente mi alma.
Me deja ir un momento, sentándome en la cama. Se desnuda,
quitándose todo, dejándose completamente desnudo.
Para el momento en que se encuentra de regreso conmigo, se está
acariciando, encontrando su camino entre mis piernas. Lo siento,
vacilando en mi entrada, deteniéndose allí.
Empuja lenta y profundamente, acariciando un acorde dentro de
mí. Mi aliento se detiene. Oh, Dios.
—Me encanta ese sonido —susurra, con su voz ronca—. Es la mejor
música del mundo.
Lo rodeo con mis brazos. —Tal vez ese debería ser tu tono de
llamada, entonces.
Se ríe, su cara acariciando mi cuello. —Eso no funcionaría.
—¿Por qué?
—Porque otros lo oirían. Ese sonido solo pertenece a mis oídos.
Entonces me hace el amor, como solo Naz puede, alternando entre
lento y profundo y áspero y duro, enviándome al borde. Es un tipo de
amor que te quita la respiración, te da bofetadas en la piel y te captura
el alma. El hombre me posee. Me consume. Cada parte de mí fue hecha
para cada parte de él. Es el tipo de amor sin el que no puedo imaginar
vivir. Es crudo, y real, y es nuestro.
Es nuestro.
Continúa para siempre.
La vida brilla ante mis ojos.
Somos viejos, grises y felices. Somos felices.
Nada se interpondrá en nuestro camino ahora.
Él me lo muestra, y lo siento, mientras me abraza fuertemente,
haciéndome el amor. Estoy sudorosa y agotada, cuando acabamos. Mi
cuerpo está agotado por los orgasmos, y mi corazón parece que va a
explotar. No digo nada, sin embargo, asustada de hablar, temo ofrecerle
cualquier palabra. Porque si lo hago, podría arrojar un maldito arcoíris.
Podría expresar el tipo de tonterías que se encuentran en la novela
romántica de Napoleón.
Naz yace encima de mí por un momento antes de retirarse
finalmente. Se pone de pie, reuniendo nuestra ropa, arrojándome la mía
mientras estoy acostada en la cama.
—Estoy segura ahora —logro decir, mientras lo observo vestirse.
Se voltea hacia mí. —¿Sí?
Asiento mientras me siento, agarrando mi collar. —Tengo todo lo
que quiero.
Traducido por Ann Farrow
Corregido por Val_17