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Libro: Historia Universal Contemporánea I.

De las Revoluciones Liberales a la Primera Guerra


Mundial
Autor: Paredes, Javier
Editorial Ariel Historia. Barcelona, 2008

Capítulo 2. La Primera Revolución Industrial


por ELOY ARIAS CASTAÑÓN
Profesor Asociado de Historia Contemporánea,
Universidad de Sevilla

1. Génesis de la revolución industrial


“Revolución Industrial es –según Phyllis Deane- un término generalmente aplicado al conjunto
de cambios económicos implicados en la transformación de una economía preindustrial, de
corte tradicional, caracterizada por una productividad baja y por tasas de crecimiento
generalmente estancadas, en una fase moderna e industrializada del desarrollo económico,
donde el producto per cápita y el nivel de vida son relativamente altos, y el crecimiento
económico es normalmente sostenido.”
Ese conjunto de cambios se realizaron mediante la combinación de los siguientes elementos:

- En la organización económica, con el triunfo del capitalismo.


- En la estructura económica, con el desplazamiento de recursos del sector primario al
secundario y al terciario, de los artículos suntuarios a la producción en gran escala, de
los bienes de consumo a los de producción, y del campo a la ciudad.
- En la tecnología, con la introducción de innovaciones en los procesos de producción y
distribución.

Así entendida, la revolución industrial arranca de la segunda mitad del siglo XVIII para el caso
inglés, con una fechas iniciales que se han fijado entre 1760 y 1780; y en el segundo tercio del
siglo XIX para Estados Unidos, Francia, Bélgica, Alemania...
La búsqueda de las raíces del fenómeno lleva a resaltar, sin embargo, la importancia de los siglos
anteriores, encontrándose precedentes de los cambios apuntados en plena Edad Media y en la
Edad Moderna. En una línea similar, se ha revitalizado la idea de protoindustrialización o
industrialización antes de la revolución industrial, con el protagonismo de una industria
artesanal rural que proporcionó un aprendizaje crucial para el progreso económico al fomentar
la movilización de capital, de trabajo y de tierra, la ampliación del mercado, y el desarrollo de
conocimientos técnicos e iniciativas empresariales.
Es cierto que, en ningún caso, estos cambios tuvieron una perspectiva tan generalizada e
integrada antes del siglo XVIII, como para poder denominarla revolución; pero su gestación
paulatina a lo largo de varios siglos hasta su confluencia final y generalización en la revolución
industrial tiene su importancia. El Antiguo Régimen europeo tiene una orientación estática si se
compara con el dinamismo que impuso la revolución, pero no lo es tanto si se compara con otras

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sociedades. Varios autores (J. A. Hall, E. L. Jones...) han explicado el despegue europeo en
comparación con otras civilizaciones centrándose en la evolución de los siglos previos a la
revolución industrial, y, como dice Peter Mathias, “es la sin igual experiencia europea de los
siglos anteriores a 1800 en que tuvo lugar el período de gestación de la industrialización lo que
la distingue de cualquier otra cultura”.

2. Hacia una nueva organización económica: la transición del feudalismo al


capitalismo
Se ha apuntado que la modernización, como tránsito de un sistema económico autosuficiente a
otro de mercado, implicaba un resquebrajamiento de las relaciones agrarias feudales provocado
por la expansión urbano con sus actividades comerciales y la paulatina importancia de la
economía monetaria. Sería sin embargo un error considerar estos factores como agentes
externos. Más bien se podría hablar, en términos generales, de un feudalismo europeo que
llevaba en su propio seno las semillas del cambio. En un medio físico favorable y con una
tradición jurídica y comercial heredada del mundo romano, se organizó un sistema
descentralizado que permitía cierta competencia entre sus integrantes (nobleza, clero, ciudades,
vasallos). Además, pervivió en él una monarquía que acabaría ejerciendo, ante todo, un papel
mediador, y que lograría reducir lentamente los enfrentamientos bélicos internos encauzando
las disputas en el orden legal del Estado, a la vez que se lanzaba una competencia entre
diferentes Estados. Se planteaba de esta forma una competencia social, política y económica, en
la que un cierto orden permitió e incluso obligó el cambio de una cultura de la autosuficiencia, la
coerción y el saqueo a la cultura del mercado primero y, paulatinamente, también de la
producción.
La economía feudal era básica pero no íntegramente autosuficiente. Existía un mercado en el
que monarcas, nobles y eclesiásticos obtenían los productos (de lujo, exóticos, algunos básicos)
que no podían conseguir mediante la coerción y el saqueo, dedicando el excedente procedente
de esas vías a tal objetivo. Esta presencia de un mercado y su expansión posterior implico todo
un florecimiento urbano y el desarrollo de una burguesía comercial que, al amparo del orden
señorial y monárquico-estatal que hacía posible las transacciones comerciales, pudo
especializarse en su actividad, guiándose por criterios puramente económicos, y siguiendo los
principios de una organización capitalista (propiedad privada, libre iniciativa, economía
monetaria, desarrollo de mecanismos de cambio y crédito).
Estas conexiones de los señores con el mercado tuvieron también sus consecuencias. Si el
mercado daba más posibilidades, los señores debían obtener más ingresos monetarios para
poder competir con otros señores y con las fortunas crecientes de los comerciantes. Las
pretensiones señoriales de exigir más rentas a sus vasallos tenía, sin embargo, sus límites; por
una parte, en las propias deficiencias del sistema productivo feudal, incapaz de generar grandes
excedentes; y por otra, en la progresión de un orden monárquico-estatal, que al defender el
equilibrio estamental garantizaba la competencia entre sus integrantes a la vez que minaba las
bases tradicionales. Buenas muestras de esta paradoja se evidencian en las pretensiones de las
nuevas monarquías de controlar los enfrentamientos bélicos y saqueos de los señores y las

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sublevaciones campesinas, en las exigencias de impuestos a sus súbditos, en la integración
paulatina de los poderes jurisdiccionales de los señores en la estructura estatal y en la utilización
del desarrollo de la burguesía comercial. Algunos señores encontraron una salida en el
aprovechamiento privado de la estructura estatal, pero esta vía no solucionaba el problema:
muchos quedaban excluidos y llevaba además al endeudamiento del Estado.
La adaptación a las exigencias del mercado y de las nuevas realidades sociopolíticas de la Edad
Moderna obligó a los señores feudales a ir dejando de lado su condición de guerreros que
garantizan el orden, gobiernan y cobran rentas, para desarrollar mucho más su condición de
propietarios como única vía capaz de permitir el incremento de sus ingresos. Cobraron así
importancia los cambios en la organización económica con un replanteamiento de las relaciones
entre señores y vasallos, que redefinía el derecho de propiedad (de una propiedad vinculada,
corporativa y relativa a una propiedad privada, libre y absoluta) y convertía al campesino en
arrendatario o en asalariado; y con la preocupación por la mejora del sistema productivo y una
profundización de las relaciones en el mercado. Se sentaban de esta forma las bases de una
organización económica capitalista.
El protagonismo del mercado y de las novedades sociopolíticas apuntadas terminaron afectando
también a los vasallos. La exigencia estatal y señorial del pago de impuestos y rentas en metálico
integró a los vasallos en el mercado de una forma mucho más profunda que el trueque
esporádico anterior. Esta realidad y los nuevos criterios de organización económica provocaron
que algunos campesinos pudiesen mejorar la explotación de su propiedad o que desarrollasen la
industria artesanal doméstica, pero otros muchos quedaron convertidos en asalariados. El
trabajo se convirtió en una mercancía comprable y vendible según la lógica del mercado.
De esta forma se fue liberando a la tierra y al trabajo de sus ataduras tradicionales, y se fue
convirtiendo al individuo con su iniciativa en protagonista fundamental a la vez que se difundía
una economía orientada hacia el mercado y se favorecía la circulación de capital. Se había
descubierto la máquina de inventar, es decir, la potencialidad creadora de la iniciativa
individual. Sólo hacía falta un orden en el que los individuos pudiesen utilizar su libertad, y ése
llegaría plenamente con el Estado liberal.
Esta transformación estructural tomó un ritmo diferente en Inglaterra y en el continente
europeo. En ambos espacios se pueden remontar los primeros indicios del cambio a la Baja
Edad Media, al menos en Europa occidental, pero las modificaciones significativas fueron
bastante más tardías y con un desfase cronológico. Mientras que Inglaterra tuvo su revolución
liberal en el siglo XVII y realizó un cambio evolutivo de las relaciones agrarias feudales a la
generalización de las fuerzas del mercado y de la propiedad privada que culminó en el siglo
XVIII, en el conjunto del continente fue la oleada revolucionaria de 1789-1848 la que,
recogiendo una evolución anterior muy desigual en el tiempo, en el espacio y en las formas,
generalizó las nuevas relaciones económicas.

3. La diferenciación de la economía tradicional y la especialización económica

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La transformación de la organización económica fue acompañada con una progresiva
especialización de tipo sectorial y territorial. Plantearse, en el contexto del Antiguo Régimen, si
fueron antes las transformaciones agrarias o las industriales, no tiene fácil solución. Primero,
porque en la economía rural predominante no existía una clara diferenciación sectorial; y
segundo, porque ambos fenómenos estaban tan interrelacionados que resulta difícil establecer
relaciones de causa-efecto. Algo similar se podría decir respecto al papel del capital comercial.
Esta confusión fue, sin embargo, positiva para las transformaciones, al facilitar el intercambio
en una economía tradicional muy localizada.

3.1 LA DIFERENCIACIÓN SECTORIAL


Aunque sigue siendo discutido, bastantes autores encuentran transformaciones agrarias en el
siglo XVII y comienzos del XVIII, es decir, antes de la revolución industrial, por lo menos en
algunas regiones del noroeste europeo (Gran Bretaña, Países Bajos, países nórdicos). Los
cambios técnicos y organizativos propiciaron que la agricultura jugase un papel dinamizador de
la economía al incrementar la producción la productividad, permitir un aumento demográfico,
generar un capital que relanzaba la oferta y demanda industrial, y reducir la dedicación agraria
para dar paso a empresarios y trabajadores industriales.
Estas transformaciones fueron acompañadas de otras en la producción manufacturera. Al
margen de la organización gremial urbana, fue surgiendo en la economía rural un sistema
artesanal doméstico ligado a la actividad agrícola y protagonizado por pequeños y medianos
propietarios, arrendatarios, asalariados, que realizaban a la vez tareas agrícolas y artesanales.
En un principio, la actividad artesanal era básicamente complementaria, pero las mejoras
agrícolas, el aumento demográfico y las posibilidades artesanales, crearon un juego de
interrelaciones que potenciaron los cambios y llevaron a la especialización agrícola y artesanal.
Esta evolución se presentó como un transvase del sector primario al sector secundario una vez
lanzada la revolución económica, en la que el cambio intersectorial era clave del proceso de
modernización por el incremento de la producción y de la productividad que conllevaba; pero en
sus comienzos podría verse ante todo como un proceso de especialización, con el paso de una
indiferenciación a una diferenciación sectorial, perspectiva ésta que haría el tránsito mucho más
evolutivo y fácil.
Sea de una u otra forma, ese transvase/especialización no sólo permitió el surgimiento de unos
empresarios y asalariados artesano-industriales, sino también de un capital. No tanto porque los
grandes propietarios financiasen el desarrollo industrial –aunque sí tuvieron un cierto papel de
las explotaciones mineras, metalúrgicas y mejoras del transporte-, cuanto por la
autofinanciación de los campesinos-artesanos. Una autofinanciación lograda gracias a las
necesidades limitadas de capital que requería la modernización de las primeras industrias de
consumo, a la explotación del trabajo (autoexplotación en muchos casos), y a una dedicación
agrícola-artesanal que proporcionaba beneficios y permitía satisfacer necesidades básicas, y por
tanto realizar un mayor ahorro-inversión de los ingresos procedentes de la actividad artesanal.
El factor clave que potenció todos esos cambios fue el desarrollo del mercado. Al igual que
ocurrió con la actividad agrícola, la existencia y extensión de una demanda y de un mercado

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estimularon el desarrollo artesano. Los comerciantes comenzaron distribuyendo y convirtiendo
en dinero la producción artesana, como sucedía con la agrícola, para terminar facilitando
materias primas y herramientas. Era una relación puramente comercial, que no controlaba
directamente el sistema productivo, y esa relación se mantuvo en muchos casos, consolidándose
los campesinos-artesanos como empresarios industriales. En otros casos, el propio comerciante
pasó a controlar el proceso productivo concentrando la producción, habilitando locales,
incorporando herramientas y máquinas, y utilizando mano de obra asalariada. No parece de
todos modos que deba exagerarse el protagonismo del comerciante convertido en empresario, y
menos facilitando crédito industrial, perspectivas que, aunque se encuentran en el pequeño y
mediano comercio, son poco relevantes en el gran comercio. El papel realmente importante del
capital comercial radica en que además de facilitar el intercambio, creó los cauces
institucionales que hicieron posible el mercado y procuró la mejora de los sistemas de
transporte.
La génesis de estas transformaciones se situaron, además, en un marco regional, y en un
contexto nacional y mundial mediatizado por el papel del Estado.

3.2. EL FACTOR TERRITORIAL (MARCO REGIONAL, MERCADO NACIONAL Y COMERCIO MUNDIAL)


Con un desarrollo técnico limitado, la existencia de recursos naturales y las posibilidades
naturales de transporte decidieron la localización del marco de las transformaciones. Algunas
regiones bien dotadas de materias primas y de recursos energéticos (agua, madera, carbón)
pudieron tomar ventajas sobre otras. Su situación geográfica influyó, además, sobre las
posibilidades de transporte. Las dificultades del transporte terrestre potenciaban una realidad
local/comarcal/regional en el ámbito de los recursos, trabajo y demanda, y ello permitió el
comienzo de la especialización económica; pero serían las innovaciones del transporte, ligadas –
antes de la aparición del ferrocarril- a un medio físico que favorecía la utilización de canales,
ríos y mares como vías de comunicación, las que permitieron un intercambio más fácil y eficaz,
potenciando de esta forma las relaciones económicas intrarregionales e interregionales que
consolidaron la diferenciación sectorial y la especialización regional.
Esta combinación de factores –cambios en la organización económica, mercados, modificación
en los sectores productivos, desarrollo técnico, medio físico favorable y vías de comunicación
naturales-, tuvo su manifestación en un marco regional, tanto en Gran Bretaña como en el
continente europeo, pero con una diferencia de intensidad y de extensión. Mientras que en el
continente afectó apocas regiones, en Gran Bretaña fue mucho más generalizado, pudiéndose
hablar del “potencial acumulativo del crecimiento regional británico” (Berrick), que llevó a la
gestación de un auténtico mercado nacional, es decir, a la organización económica articulada,
tanto productiva como comercialmente, en el espacio del Estado-nación. Así fue posible la
revolución industrial.
No puede decirse, sin embargo, que la acumulación del crecimiento regional llevase a un
desarrollo nacional autosuficiente. Bajo la forma nacional se escondía el hecho de su profunda y
creciente implicación con el mercado mundial. El comercio exterior (europeo y colonial)
contribuyó a precipitar la revolución industrial al menos de las formas siguientes:

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- Facilitó materias primas para la industria y productos básicos para la población, a la vez
que incrementó la demanda de productos industriales.
- Aceleró el desarrollo urbano y regional, con amplias consecuencias respecto a la
diversificación sectorial y la especialización regional.
- Generó un capital, unas instituciones comerciales-financieras y una evolución del
trasporte que estimularon el desarrollo económico en general, y el agrícola e industrial
en particular.

3.3 EL PAPEL DEL ESTADO


En estas transformaciones regionales, con su articulación en un mercado nacional y su
proyección mundial, el Estado desempeñó varias funciones. La política económica anterior a la
revolución estuvo regida, en general, por el mercantilismo, orientación entendida de forma bien
distinta según etapas y países, pero que en todos los casos conllevaba cierta intervención estatal.
De hecho, en la idea de la época moderna está implícita cierta correlación entre Estado y medios
económicos. Por otra parte, no debe considerarse al Estado como un elemento totalmente
independiente del proceso socioeconómico, sino más bien como un instrumento institucional
que refleja y a la vez da forma a las fuerzas sociales y económicas.
El Estado alcanzó un protagonismo diferente en Gran Bretaña y en el continente europeo. En
Gran Bretaña, las transformaciones económicas fueron consecuencia básicamente del triunfo
del individualismo y del mercado más que del gobierno; de un ambiente socioeconómico
dinámico que potenciaba el papel de la propiedad privada, de la libre empresa, del mercado, de
la inversión productiva y el desarrollo técnico, y de una organización política que permitía el
libre movimiento de hombre y recursos. Considerando, además, que Inglaterra se encontraba en
una situación de preponderancia internacional y de notable progreso económico, la intervención
del Estado para estimular esa evolución no podía justificarse con argumentos nacionalistas, ni
de un supuesto atraso social y económico. Sin embargo, muchas de esas características –como
afirma Barry Supple- dependían en gran parte de su actuación. El Estado realizó una función
indirecta muy importante a través de la influencia en la ley y en las instituciones sociales y
políticas, que implicaban, por ejemplo, estabilidad política, armonía social, unificación política y
administrativa del país, sistema fiscal y arancelario, moneda estable, sólida estructura de
Derecho comercial; y en la libertad con que los hombres podían utilizar sus esfuerzos y recursos.
Es decir, el Estado británico contribuyó a crear un ámbito dentro del cual la iniciativa privada
fue capaz de lanzar la revolución industrial. En el orden mundial, se podría destacar,
igualmente, el importante papel desempeñado por el Estado en la creación y defensa del
Imperio, en la extensión de una red comercial internacional de la que Gran Bretaña era el
centro, y en la regularización de las relaciones comerciales e imperiales de forma que
beneficiaran a la economía doméstica y a los hombres de negocios británicos.
En los países del continente, con unas estructuras socioeconómicas y unos Estados mediatizados
por características y fuerzas tradicionales, la modernización se presentó mucho más complicada
y fue necesario un Estado bastante más intervensionista; no sólo de tipo indirecto, creando el

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ambiente adecuado y los prerrequisitos necesarios para el desarrollo, sino incluso con
intervenciones directas en el propio sistema productivo. Una intervención que encontraba
justificación, además, en el nacionalismo, en la superación del atraso económico y en la
debilidad de la iniciativa privada.

4. Las innovaciones técnicas y el cambio de mentalidad


4.1 INNOVACIONES TÉCNICAS Y CAMBIOS ECONÓMICOS
Las transformaciones económicas estuvieron muy relacionadas con la evolución técnica. Desde
la Edad Media se desarrollaron y se generalizaron toda una serie de innovaciones 8fuerza
hidráulica, molinos de viento...) que permitieron multiplicar la energía utilizada en los procesos
productivos a la vez que se convertían simples herramientas en auténticas máquinas. Por otra
parte, mejoras en la navegación (timón de codaste, nuevos tipos de navío, brújula, canales con
esclusas...) y nuevas técnicas comerciales y financieras (sistema monetario homogéneo, letras,
cheques, sociedades comerciales...) agilizaron las prácticas comerciales.
Era ciertamente un progreso excepcional e intermitente, que afectaba a un número reducido de
actividades económicas y que tenía poco efecto de arrastre sobre otras, y por ello no se ha
interpretado, salvo excepciones, como revolución No es menos cierto, sin embargo, que algunas
tendencias, como la creciente complejidad de los medios de producción y las mejoras del
sistema de cambio con la renovación del transporte y de las prácticas comerciales, se sitúan
entre los factores más importantes que provocaron el derrumbamiento de la economía
tradicional y dieron origen al capitalismo. Además, entre la disolución del Antiguo Régimen y
los primeros pasos de la revolución industrial existieron más elementos de continuidad que de
ruptura. La técnica que caracterizó al siglo XVIII fue en conjunto la prolongación, perfeccionada
en algunos casos, y sobre todo la generalización de los adelantos desarrollados en Europa desde
la Edad Media; véase si no la importancia de la energía hidráulica en la primera fase de la
revolución industrial.
Esta continuidad fue, con todo, relativa, y si se puede afirmar que las innovaciones tecnológicas
del siglo XVIII fueron más un efecto que una causa, se debe sobre todo a que fue el movimiento
general de la economía, y no las novedades técnicas como tales, el que marcó el ritmo del
cambio. De hecho, la mayor parte de las innovaciones fueron promovidas o realizadas por la
tradición empirista, pericia artesanal e ingenio individual de hombres prácticos (herreros,
carpinteros, tejedores o hiladores...), a la vez empresarios y obreros, que necesitaban resolver
los problemas técnicos que les planteaba su actividad productiva. Por ello lo importante no era
el invento en sí mismo, sino su aplicación efectiva, la innovación, que sólo pudo plantearse
cuando las condiciones económicas hicieron viable su utilización. Además, inicialmente el
número de sectores donde el cambio dio grandes resultados y se difundió rápidamente fue más
bien escaso. Antes de 1820 se reducía en Gran Bretaña prácticamente a la industria algodonera,
siderurgia y minería.
En estas relaciones, ni siquiera la existencia de una demanda era un factor exclusivo. Fue un
factor necesario, que actuó sin duda como un acicate para la innovación técnica, pero lo
realmente decisivo fue una organización económica capitalista que tenía la búsqueda de

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beneficio como criterio fundamental. En esta lógica económica, la técnica desempeñó un papel
primordial por cuanto no sólo permitía atender la demanda, al aumentar la producción y
facilitar el intercambio, sino también provocaba el incremento de la productividad, modificando
por tanto la oferta. No sólo era posible incrementar los beneficios vendiendo más, sino también
vendiendo lo mismo con mayor rentabilidad.

Cuadro 2.1. Innovaciones fundamentales del siglo XVIII

Hilandería y tejido Metalurgia e industria Máquina de vapor y sus Otros


química aplicaciones

Jonh Wyatt y Lewis Abraham Darby: la Fines siglo XVII: 1700: sembradora de
Paul: confección de “primera fundición de máquina de vapor de Tull.
hilos por medio de coque” de calidad, 1709- Papin y “máquina de
husos, 1738. 1730. fuego” de Savery. 1752: pararrayos, de
Franklin.
John Kay: la lanzadera Fabricación del ácido Principios siglo XVIII:
volante (1773), sobre sulfúrico con recipientes máquina de Newcomen. 1783: primera subida en
ruedas e impulsada por de vidrio: Ward (1740). globo (Francia).
martillos (1760). Con recipientes de 1776: entra en uso la
plomo: Roebruck máquina de vapor, de 1784: trilladora de
James Hargeaves: la (1746). Watt. Meikle.
spinning-jenny hila 80
hilos a la vez, 1765- Benjamín Huntsman: 1769: carruaje a vapor, 1790-91: ley de patentes
1780. acero fundido en crisol de Cugnot. en EE.UU. y Francia.
(1730).
Tomas Highs: el water- 1783: el vapor 1798: Senefelder
frame hila un hilo sólido Scheele y Berthollet Pyroscaphe en el río inventa la litografía; y
de cadena (1767), descrubren el cloro Saona. máquina de hacer papel
perfeccionado, utilizado (1772). de Robert.
por Arkright y John Kay 1785. introducción la
(1769). John Wilkinson: industria del algodón de Siglo XIX
calibradora para la la máquina de vapor. 1800: prensa de
Samuel Crompton perforación de cañones imprimir de hierro, de
combina water-frame y (1774). Siglo XIX Stanhope.
jenny obtiene la mule- Máquina de vapor de
jenny entre 1774 y 1779. Simultáneamente, Peter alta presión, de 1800: pila voltaica
Union y Henry Cort: Trevithick (G. B., 1800)
Edmond Cartwright: pudelación al coque, y Evans (EE.UU., 1804). 1806: comienza la
telar mecánico (1784). laminación (1783-1784). iluminación con gas de
1804: locomotora de las hilanderas de
Procedimiento Leblanc Trevithick. algodón.
para la preparación de
la soda (carbonto de 1807: barco de vapor 1814: prensa de cilindro
sodio) (1791). Clermont en el río de vapor para la
Hudson. impresión de The
Times.
1814: Blucher, de
Stephenson.

Fuentes: VV.AA., Nueva historia económica mundial, Barcelona, Vicens Vives, 1984, p. 65, y T. K. Derry y R. I.
Williams, Historia de la tecnología, Madrid, Siglo XXI, 1980, vol. 3, pp. 1.070-79.

Ahora bien, si los cambios técnicos del siglo XVIII surgieron en un principio ante todo como
consecuencia del empuje económico de su tiempo, terminaron produciendo tales efectos
sociales y económicos (incremento de la producción y de la productividad, especialización
económica…) que sobrepasaron ampliamente los impulsos que los habían originado. En el caso

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inglés, ninguna industria experimentó el súbito desarrollo de la algodonera y ello tuvo sus
consecuencias, pero la transformación de una economía basada en la madera y el agua a otra
basada en el carbón, el hierro y la máquina de vapor, en una evolución larga, lenta y vacilante,
provocó cambios que a largo plazo serían quizá más significativos. La adopción de una
tecnología basada en el uso del metal y en fuentes de energía descentralizadas no sólo potenció
las industrias de bienes e producción, son que exigió una creciente capitalización, un proceso
continuo de industrialización y de cambio técnico en todos los sectores. Esta generalización en
extensión y en intensidad aseguró un crecimiento económico sostenido, y el cambio fue tal que
puede hablarse de ruptura, e interpretar el papel de las nuevas técnicas como causa del
desarrollo. Como dice Samuel Lilley: “aunque la creencia de que los inventos fueron la causa de
la revolución industrial no sea históricamente cierta puede casi justificarse por este desenlace”.
Desde entonces el cambio tecnológico fue creciendo sn límites. Durante el siglo XIX, el
equilibrio entre innovaciones técnicas e incentivos económicos se vio radicalmente alterado. Los
inventos tomaron valor por sí mismos al mostrarse capaces de crear sus propios mercados; y en
esta tecnología que asumía plenamente el papel de iniciadora del cambio económico jugó un
papel cada vez más importante la ciencia. Se fue pasando así, de unos primeros momentos en
que el invento técnico era consecuencia de la práctica artesanal, aunque ya con la ciencia
jugando un papel en el surgimiento de la máquina de vapor y de la industria química, a una
asociación íntima entre ciencia y técnica.

4.2. EL CAMBIO DE MENTALIDAD Y EL PENSAMIENTO ECONÓMICO


Si la ciencia no desempeñó inicialmente un papel fundamental en la génesis de las innovaciones
técnicas, sí contribuyó, en cambio, de una forma decisiva a la gestación de un cambio de
mentalidad que acompañó las transformaciones políticas, sociales y económicas que hicieron
posible la revolución industrial.
Frente a una concepción del mundo basada en presupuestos derivados de lo sobrenatural, la
revelación, el dogma, la salvación futura y la tradición se fue desarrollando, en un proceso que
arrancando de la Baja Edad Media culmina en la Ilustración, una cosmovisión que replanteaba
las formas de entender y las relaciones existentes entre Dios, el hombre y la naturaleza, de
formas muy diferentes (espiritualismo, deísmo, agnosticismo…). El resultado fue una autonomía
del hombre y de la naturaleza respecto a lo sobrenatural. Cobró así protagonismo el hombre, la
felicidad presente y la confianza en el progreso (humanismo); la naturaleza, como orden
material armónico sometido a unas leyes naturales (naturalismo); y se desarrolló un
pensamiento científico plasmado en el papel de la crítica, la percepción sensorial y el empirismo,
y el análisis racional, que permitió a los hombres comprender, controlar y alterar la naturaleza.
Estas orientaciones alcanzaron difusión en las ideas básicas del pensamiento ilustrado
(individuo como elemento social simple y fundamental dotado de percepción/razón y guiado
por la felicidad/prosperidad como meta, y un orden natural equilibrado, regido por sus propias
leyes) que resquebrajaron las estructuras del Antiguo Régimen y sentaron las bases del
liberalismo. Su aplicación práctica influyó en la organización política 8liberalismo político) y
socioeconómica (liberalismo económico o capitalismo).

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La aplicación de las directrices señaladas y la búsqueda de las leyes generales que regían la
actividad económica, llevó a la aparición, en el siglo XVIII, de una teoría económica liberada por
primera vez de toda adherencia teológica o moral. El liberalismo descubrió la existencia de un
orden económico natural regido –como resume miguel Artola- por los principios fundamentales
siguientes:

- El interés individual que hace a cada hombre el mejor juez de su propio bien y es la
fuerza decisiva que opera en los fenómenos económicos, constituyéndose la iniciativa
individual, la propiedad privada, la libertad y la igualdad jurídicas, en derechos
sagrados e inviolables.
- La armonía universal, que hace que cada individuo, al tiempo que persigue su propio
interés, colabore en el bien común.
- El mercado libre, según el cual siempre que prevalezcan condiciones de competencia
perfecta (orden natural) con el libre juego de la oferta y la demanda, se hace compatible
el máximo individual de riqueza con un equilibrio económico ente los intereses de las
partes implicadas y la máxima satisfacción de la sociedad
- Limitaciones de la intervención del Estado, cuya función queda reducida a garantizar el
orden económico natural.

Los primeros autores que elaboraron una teoría económica científica y coherente se engloban
bajo el nombre de escuela fisiócrata. François Quesnay, con su famosa obra Tableau
économique (1758), y sus discípulos, afirmaron la existencia de unas leyes naturales y de un
orden económico natural que no debía ser obstaculizado, ni mediatizado por intervenciones
humanas. La razón era que el principio de la libertad económica individual permitía satisfacer el
interés personal, y conllevaba una armonía natural y un equilibrio de intereses que garantizaban
el bienestar social y el mantenimiento del sistema. Estas directrices quedaron resumidas en el
lema: “Laissez faire, laissez passer, le monde va de lui-même” (“Dejad hacer, dejad pasar, el
mundo marcha solo”).
Restringían, sin embargo, los efectos de estos principios al dar primacía al sector primario,
defendiendo una teoría de la producción natural (fisiocracia) que consideraba a la tierra como la
única fuente de riqueza. Argumentaban que sólo ella podía suministrar bienes nuevos y
proporcionar un excedente sobre los costes habidos (renta o producto neto), mientras que la
industria y el comercio sólo transformaban o distribuían los productos.
El desarrollo de los principios del liberalismo y su extensión a todos los sectores económicos lo
comenzó la escuela clásica o liberal-capitalista con Adam Smith y su obra Ensayo sobre la
naturaleza y causa de la riqueza de las naciones (1776), en primer lugar. Sus aportaciones
pueden resumirse así:

- Superaba la teoría de la producción natural centrada en el factor tierra, para plantear


una dinámica económica natural en la que la riqueza era inicialmente el producto del
trabajo humano, incrementándose en una economía desarrollada con la división del

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trabajo y las relaciones de éste con la tierra y el capital, para terminar considerando la
acumulación de capital como un factor imprescindible del desarrollo.
- La libertad económica individual se constituye en el auténtico motor de la evolución
económica, condenando el dirigismo del Antiguo Régimen y limitando las funciones del
Estado a garantizar la iniciativa privada y la libre competencia, y crear las condiciones
favorables para el desarrollo (defensa contra la agresión extranjera, administración de
justicia y sostenimiento de obras e instituciones públicas que no acometa la iniciativa
privada).
- Plena confianza en el mercado libre (orden natural) que conduce a un máximo de
armonía, por cuanto una “mano invisible” hace que el individuo, al perseguir su interés
personal, promueva involuntariamente el colectivo. Además, el mecanismo de los
precios hace que se adapte la oferta a la demanda, y el precio del mercado al precio
natural (el que retribuye los gastos reproductivos de los elementos que participan en la
producción de bienes), produciéndose así un ajuste automático de toda la actividad
económica.

5. La revolución demográfica
5.1. EL CRECIMIENTO DEMOGRÁFICO Y SUS CAUSAS
Desde el siglo XVIII se produjo en Europa un crecimiento demográfico continuo, pasando de
tener 110 millones de habitantes en 1700 a 423 millones en 1900; y en el caso concreto de Gran
Bretaña, de 10,9 millones en 1800 a 20,9 en 1850. Era la consecuencia de la llamada revolución
demográfica, del tránsito de un ciclo demográfico antiguo caracterizado por altas tasas de
natalidad (35-40%) y de mortalidad (30-40%), crisis demográficas provocadas por hambres,
guerras y epidemias, y un crecimiento demográfico muy lento e irregular, a otro moderno. La
nueva situación se definía por el mantenimiento de altas tasas de natalidad, descenso de la de
mortalidad, pérdida de importancia de las crisis demográficas y crecimiento demográfico rápido
y continuo. Sólo años más tarde, cuando el desarrollo económico se fue consolidando, se
produce un descenso de las altas tasas de natalidad, una escasa influencia de las crisis
demográficas, y la llegada de las tasas de mortalidad a un límite mínimo, provocándose un
crecimiento demográfico más lento y un envejecimiento de la población.
Las explicaciones de esta revolución demográfica se han centrado, por una parte, en determinar
las causas del descenso de las tasas de mortalidad. Y entre ellas se citan las mejoras sanitarias e
higiénicas, los avances de la medicina y, sobre todo, los progresos del nivel de vida. Unos
progresos derivados, bien de cambios naturales y climáticos (que hicieron del siglo XVIII una
época poco afectada por grandes epidemias y sí, en cambio, de amplias coyunturas de buenas
cosechas), o bien de la actividad humana, con las transformaciones agrarias y las mejoras del
sistema de comercialización que permitieron un abastecimiento de la población y un aumento
de la resistencia ante las enfermedades infecciosas.
Desde otra perspectiva, y ante las deficiencias de las estadísticas existentes para esta época,
muchos autores han dudado de que se produjese un descenso acelerado de la mortalidad en
virtud de las causas anotadas. Se orientaron, por el contrario, a explicar los primeros pasos del

11
aumento demográfico con el incremento de natalidad derivado del potencial natalista típico del
antiguo régimen demográfico, que se aprovecha al máximo después de una crisis demográfica y
respondía de forma inmediata a las posibilidades económicas. La oferta de trabajo que
conllevaban las transformaciones agrarias e industriales estimularía el incremento de la
nupcialidad y de la fertilidad al adelantar la edad de los matrimonios, y por tanto de la
natalidad. Sólo en un momento posterior, cuando en un ciclo demográfico antiguo podía llegar
la crisis demográfica, el desarrollo económico y sanitario redujo los efectos de las crisis de
subsistencias y de las epidemias, disminuyendo las tasas de mortalidad.

5.2. EL CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN URBANA Y LAS MIGRACIONES


Otro aspecto importante de las transformaciones demográficas de esta etapa fue la movilidad de
la población derivada del propio empuje demográfico, de las mejoras del sistema de transportes,
de los cambios de la estructura económica con cambios sectoriales y territoriales, y de la
búsqueda de mejores niveles de vida. Estas orientaciones determinaron:

a) El crecimiento de la población urbana. Mientras que en el Antiguo Régimen la


población era predominantemente rural, desde el siglo XVIII se fue incrementando la
población urbana, debido al propio crecimiento demográfico y a la emigración rural. Su
evolución fue desigual. Así como algunas ciudades alcanzaron un crecimiento rápido (en
1800 existían en Europa 23 ciudades con más de 100.000 habitantes, en 1900
ascendían a 135), en conjunto el crecimiento fue lento: Europa tenía un 10% de
población urbana en 1800, un 16,7% en 1850 y llegaba al 29% en 1890. Las diferencias
espaciales también fueron importantes. Mientras que Inglaterra tenía ya en el segundo
cuarto del siglo XIX más población urbana (20,3% en 1800, 40,8% en 1850, 61,9% en
1890) que rural, en el resto de Europa hay que esperar al siglo XX para que eso se
produzca.
Desde la perspectiva económica, el fenómeno del crecimiento urbano estuvo muy
conectado con el desarrollo del mercado, la especialización económica y la
concentración empresarial.
b) Las migraciones regionales e internacionales. Si bien las grandes migraciones europeas
son características de la segunda mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX, el
fenómeno aparece localizado, en la etapa de 1750 a 1850, entre los países afectados por
la revolución demográfica y las crisis económicas, y los países americanos, en especial
Norteamérica. Estas migraciones contribuyeron a aliviar una presión demográfica que,
con sus consecuencias de miseria, hubiera podido resultar nefasta para las posibilidades
del desarrollo de los países avanzados. Estimularon, además, la expansión económica y
colonial europea.

Cuadro 2.2 Población de las mayores ciudades europeas, 1800-1910 (en miles)
1800 1850 1880 1910 1800 1850 1880 1910
Ámsterdam 201 224 317 567 Londres 1.117 2.685 4.770 7.256

12
Barcelona 115 175 346 560 Lyon 110 177 376 472
Berlín 172 419 1.122 2.071 Madrid 160 281 398 572
Birmingham 71 233 401 526 Manchester 75 303 341 714
Breslau 60 114 273 512 Marsella 111 195 360 551
Bruselas - 251 421 720 Milán 170 242 322 599
Budapest 54 178 371 880 Moscú 250 365 612 1.481
Colonia 50 97 145 516 Munich 40 110 230 595
Constantinopla 600 - - 1.200 Nápoles 350 449 494 723
Copenhague 101 127 235 462 Palermo 140 180 245 342
Dresde 60 97 221 547 París 547 1.053 2.269 2.888
Edimburgo 83 194 295 401 Praga 75 118 162 225
Géneva 100 120 180 272 Roma 153 175 300 539
Glasgow 77 345 587 784 S. Petersburgo 220 485 877 1.097
Hamburgo 130 132 290 932 Estocolmo 76 93 169 342
Leipzig 30 63 149 588 Turín 78 135 254 428
Lisboa 180 240 187 436 Viena 247 444 726 2.030
Liverpool 82 376 553 746 Varsovia 100 100 252 856

Fuente: C. M. Cipolla (ed.), Historia económica de Europa. El nacimiento de las sociedades industriales, Barcelona,
Ariel, 1982, vol. 4-2, p. 399.

5.3 RELACIONES ENTRE LA REVOLUCIÓN DEMOGRÁFICA Y EL DESARROLLO ECONÓMICO


En principio, podría decirse que el incremento de la población tuvo unas consecuencias
positivas sobre el crecimiento económico y el desarrollo industrial en cuanto que incorporó más
productores y consumidores, es decir, permitió incrementar la oferta de trabajo y la demanda de
productos. Sin embargo, esta relación general debe matizarse. Lo realmente decisivo en el
incremento demográfico es su ritmo de crecimiento y su inserción en el mercado, tanto en la
cantidad y preparación de la oferta de trabajo, como en la capacidad adquisitiva que sostiene la
demanda.
Un aumento desproporcionado de la población respecto a las necesidades del mercado genera
una mano de obra barata de escaso poder adquisitivo que, por una parte, estimula la creación de
empresas y el crecimiento de la producción, pero no las innovaciones técnicas y la
productividad; y, por otra, limita el aumento de la producción, pero estimula las innovaciones
técnicas y la productividad.
Un ritmo de crecimiento bajo, cuando no paraliza el desarrollo, genera una mano de obra cara,
de alto poder adquisitivo que, por una parte, no estimula la creación de empresas y el aumento
de la producción, pero puede incentivar las innovaciones técnicas y el incremento de la
productividad; y, por otra, ofrece un mercado mínimo para incrementar la producción, pero
puede que no suficiente.
En ambos casos, el mercado internacional facilitó unos mecanismos correctores importantes: el
exceso de población encontró en la emigración una válvula de seguridad (Gran Bretaña); y la
escasez, en la inmigración un complemento importante (Estados Unidos). Las posibilidades
limitadas del mercado interior encontró un complemento básico en la exportación de
mercancías y capitales.
El incremento demográfico resulta sí un factor complejo y contradictorio, que lo mismo puede
operar en un sentido que en el contrario. Cabe afirmar que es imprescindible para llegar a la
industrialización, pero puede generar una trampa demográfica que impide su pleno
desenvolvimiento. No debe olvidarse, además, como se ha visto anteriormente, la relación

13
inversa: la influencia del desarrollo económico potenciando o disminuyendo el incremento
demográfico.
En todo caso, nunca es un factor único que actúa en solitario. El desarrollo occidental europeo
de los siglos XVIII-XIX contó con un incremento demográfico de un ritmo relativamente
moderado (comparado con otras áreas y épocas), que pudo utilizar los mecanismos
compensadores de la emigración y el mercado internacional, y que dispuso en el Estado liberal
de una organización sociopolítica estable y modernizada, y en el capitalismo una organización
socioeconómica que no sólo facilitaba mercado, tierra y trabajo, sino también capital y técnica.
No ocurre lo mismo en los países actuales del Tercer Mundo. Estos cuentan con un incremento
demográfico desproporcionado respecto a sus realidades económicas, con escasas posibilidades
de emigración y de mercado internacional; y además, con unas organizaciones sociopolíticas tan
rudimentarias que no logran imponer un orden liberal, y una organización socioeconómica dual,
entre la fuerte permanencia tradicional y unas novedades capitalistas dependientes del capital y
la técnica de los países desarrollados.

6. La revolución agrícola
6.1. CAMBIOS BÁSICOS
La revolución agrícola, consolidada en el siglo XVIII en Inglaterra y extendida después al
occidente europeo, Estados Unios y algunas regiones centroeuropeas, supuso en gran parte la
difusión de prácticas y técnicas desarrolladas anteriormente. Básicamente se caracteriza por:

a) La disolución del régimen señorial y de la agricultura comunal autosuficiente, y el


desarrollo de unas actitudes empresariales que conducen al triunfo de la agricultura
capitalista. Especialización profesional, mano de obra asalariada, labradores-
empresarios y orientación hacia el mercado, entre otros aspectos, acompañarían tal
triunfo.
b) Nuevas técnicas de producción, que se traducen en la gradual eliminación del barbecho
y su sustitución por nuevos sistemas de rotación, introducción de nuevos cultivos (maíz,
patatas, plantas forrajeras...), selección de semillas y expansión de la ganadería,
perfeccionamiento de las herramientas de uso tradicional, introducción de otras nuevas
y comienzo de la mecanización (segadoras, trilladoras...).
c) Organización racional de la explotación agraria con el beneficio como criterio
fundamental. Desde esta perspectiva, se tiene en cuanta el coste de los factores de
producción procurando su abaratamiento con inversiones de capital, nuevas técnicas,
mano de obra barata y concentración de la propiedad. Asimismo, se analizan las
posibilidades del mercado, orientándose hacia la especialización en aquellos productos
que ofrecen mayor rentabilidad y mejor salida comercial.

Estos cambios produjeron tales incrementos de la producción y de la productividad, que


justifican el que se hable de revolución agrícola.

14
6.2 INFLUENCIA DE LA REVOLUCIÓN AGRÍCOLA EN EL DESARROLLO ECONÓMICO
La tesis de la revolución agrícola como requisito previo, motor y causa de la revolución
industrial, fue resumida por Paul Bairoch así: “La agricultura no sólo aportó los recursos
alimenticios y los trabajadores imprescindibles para la gran aventura que fue la revolución
industrial, no sólo hizo posible y aun impulsó la revolución demográfica y generó el nacimiento
de las modernas industrias textiles y de hierro, sino que también suministró, en las primeras
etapas, una gran parte del capital y los empresarios que animaron a los sectores claves de tal
revolución.”
Desde otras perspectivas no se pone en duda la importancia de tal revolución agrícola en el
desarrollo de la industrialización; de hecho, no hay ningún país que haya traspasado el umbral
de la revolución industrial sin realizar profundas transformaciones en sus estructuras agrarias.
Incluso se podría aceptar que las transformaciones de la economía tradicional, básicamente
agraria y rural, posibilitaron la génesis de la revolución económica. Pero como fenómenos
revolucionarios, la revolución agrícola y la industrial serían fenómenos concomitantes, partes de
un mismo y único proceso, con un desarrollo interrelacionado en el que resulta muy difícil
determinar causas y consecuencias. Visto así, se pueden resumir las aportaciones de la
revolución agrícola a la efectividad de la primera revolución industrial de la forma siguiente:

a) Impulsó la revolución demográfica, alimentando el crecimiento de la población y


facilitando las concentraciones industriales y urbanas.
b) Posibilitó el incremento de la demanda de productos industriales al incorporar nuevos
útiles y técnicas al sistema productivo agrario, al elevar el poder adquisitivo de los
empresarios agrarios y al facilitar una alimentación más barata que permitía
incrementar la demanda industrial popular, a la vez que frenaba el alza salarial y, por
tanto, estimulaba las inversiones industriales.
c) Provocó la emigración rural y el transvase de mano de obra agraria hacia los sectores
industriales en un proceso lento y complejo. Frente a la tesis tradicional que concedía a
esta cuestión un valor fundamental en la génesis de la revolución industrial, se ha
apuntado que en los primeros momentos de la revolución inglesa se mantuvo la
población rural porque el cercamiento de las fincas y las demás innovaciones agrarias
contribuyeron a la difusión de la industria doméstica rural, evitando el desplazamiento
de trabajadores a las ciudades. Inicialmente la mano de obra industrial urbana
procedería sobre todo del aumento demográfico, y sólo más adelante, entrado el siglo
XIX, cuando el crecimiento demográfico había sido importante, se había generalizado la
revolución agrícola y se había impuesto la concentración empresarial, adquiriría
verdadera importancia el transvase de sectores rurales, agrarios y protoindustriales a
sectores industriales urbanos.
d) Suministró capital y empresarios. No tanto a través de grandes propietarios, que con su
capital tuvieron un cierto papel en algunos sectores (más en la minería y en la siderurgia
que en el textil), como a través de pequeños y medianos propietarios y sectores
artesanales rurales que, con sus inversiones modestas y autofinanciación, montaron

15
industrias textiles. Con todo, el capital agrario tendría mayor importancia indirecta, a
través de su participación en la creación de la infraestructura comunicacional (caminos,
canales, ferrocarriles) y, más tarde, a través del sistema bancario.
e) Debe precisarse, además, que no siempre existe una relación regional entre dinamismo
agrario y revolución industrial. En determinadas zonas fue precisamente el escaso
potencial agrícola lo que forzó a los campesinos a emigrar o a iniciar la industria
doméstica primero y la industrialización después. En estos caos, contaban con alguna
ventaja comparativa: recursos naturales, nao de obra barata, iniciativas empresariales,
regiones agrarias ricas próximas y comunicaciones fáciles..., permitieron una
especialización económica regional en la que se importaba productos alimenticios y se
exportaban productos industriales.

7. La revolución en Inglaterra
7.1. LA EXPANSIÓN DE LAS INDUSTRIAS DE BIENES DE CONSUMO: LA INDUSTRIA TEXTIL ALGODONERA
En el último tercio del siglo XVIII y primero del siglo XIX, el crecimiento económico inglés fue
debido en gran parte al desarrollo de las industrias de bienes de consumo y, dentro de éstas, al
sector textil algodonero. Como puede verse en el cuadro 2.3, se produjo un incremento de la
producción en sectores tales como la construcción, curtidos, utensilios domésticos, alimentación
y bebidas, textiles de lana, lino y seda.
La mayor parte de estos incrementos se basaba, sin embargo, en técnicas tradicionales. Entre las
industrias de bienes de consumo, sólo la textil algodonera cobró formas auténticamente
revolucionarias al incorporar avances tecnológicos a la producción. Con ello, obtuvo los mayores
índices de crecimiento en la producción y en la productividad, dinamizando al conjunto de la
economía entre 1780 y 1840. Si en 1710 el consumo de algodón en bruto era del orden de 430
toneladas, en 1840 se acercaba a las 200.000 toneladas. Las manufacturas de algodón
representaban entre el 40 y el 50% del valor de todas las exportaciones inglesas entre 1816 y
1848. Entre 1782 y 1820, la industria algodonera contribuyó en un 13% aproximadamente al
crecimiento de la renta nacional. Estas cifras cobran aún más relevancia si se tiene en cuenta
que a principios del siglo XVIII la industria textil del algodón ocupaba una situación realmente
modesta en el conjunto de la economía inglesa y estaba a gran distancia de la industria artesanal
más importante, que era la textil lanera. Si a comienzos del siglo XVIII el consumo de algodón
representaba el 2% del de la lana, en 1850 la industria inglesa consumía ya el doble de algodón
que de lana.
Este éxito de la industria textil algodonera fue el resultado de la interacción de varios factores:

a) El papel del mercado interior y las conexiones coloniales. La industria textil del
algodón encontró en Inglaterra su mercado interior en la competencia ente la
tradicional industria lanera y los caros artículos de algodón importados de la India
(indianas). Primero sustituyó éstas por telas de algodón indias estampadas en
Inglaterra; y después por productos de algodón elaborados totalmente en Inglaterra,

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capaces además de competir con los textiles de lana. Se creó, así, un mercado modesto
pero beneficioso, que se fue ampliando paulatinamente.
La consolidación de esta industria estaría, sin embargo, ligada al dominio del mercado
mundial por una Inglaterra que, en la combinación de un Estado agresivo y una
economía competitiva, logró sustituir la reexportación de productos indios por
productos ingleses y crear nuevos mercados.
b) Las ventajas del algodón. El algodón como materia prima tenía una oferta más flexible
que la lana. Mientras que los intereses establecidos y las transformaciones agrarias
dificultaron el incremento de la producción de lana, la producción de algodón estaba
ligada a un sistema colonial-esclavista que facilitaba abundantes y baratos suministros.
Además, el algodón era más fácilmente manipulable con las nuevas técnicas y se
adaptaba mejor a cualquier uso y clima.
c) Los cambios organizativos. La propia novedad de tal industria, y por tanto el menor
peso de la tradición y de los intereses creados, hicieron más fáciles los cambios
organizativos y técnicos. De todas formas, las transformaciones del sistema de
producción en este campo fueron, en algunos aspectos, bastante graduales. Inicialmente
tuvo mucha importancia la expansión del sistema doméstico con su carácter artesanal,
familiar, disperso y rural. En torno a él surgieron unos empresarios (campesinos,
artesanos, comerciantes...) que, autofinanciándose, fueron concentrando la actividad,
incorporando paulatinamente una renovación tecnológica y generalizando el uso de la
mano de obra asalariada, a la vez que podían utilizar tejedores manuales domésticos.
Así, hasta llegar a un sistema fabril, con la actividad concentrada en talleres
mecanizados y mano de obra asalariada.
Elemento clave en este desarrollo fue, como se ha indicado, la autofinanciación; es
decir, la reinversión de los beneficios procedentes de la propia actividad artesanal,
rentable por el uso de una mano de obra barata y por sus conexiones con las actividades
agrarias y comerciales, y facilitada por las necesidades limitadas de capital que requería
el lanzamiento de esta industria.
d) Los cambios tecnológicos. No menor importancia tuvo la incorporación paulatina de
una técnicas no demasiado sofisticas, que surgían del propio proceso productivo a
través de la experimentación práctica, y que no requerían mucho capital. El difícil
equilibrio existente a principios del siglo XVIII entre las dos fases fundamentales de la
producción textil (la fabricación de hilo y su transformación en tejido) utilizando las
técnicas tradicionales del torno y el telar manual, sufrió alteraciones muy importantes.
Con la incorporación de la lanzadera volante (John Kay, 1733) se incrementó la
productividad en la fase de tejido y se elevó la demanda de hilo. La respuesta no se hizo
esperar. La jenny (James Hargreaves, 1764), la water-frame o máquina hiladora
continua movida con energía hidráulica (Richard Arkwright, 1768) y la mule-jenny, una
síntesis entre dos anteriores (Samuel Crompton, 1779), permitieron mecanizar la fase de
hilado. Estas innovaciones exigieron cambios en la fase de tejido y la solución se
encontró en el telar mecánico (Edmund Cartwright, 1784), perfeccionado en la primera

17
mitad del siglo XIX. La difusión de estas máquinas de hilar y de tejer, y la utilización de
energía hidráulica primero y de la máquina de vapor después permitieron no sólo
incrementar la producción y la productividad, sino también consolidar los cambios
organizativos antes apuntados.

Cuadro 2.3. Valor añadido en la industria británica (millones de libras corrientes)


1770 % del total 1801 % del total 1831 % del total
Algodón 0,6 2,6 9,2 17 25,3 22,4
Lana 7 30,7 10,1 18,7 15,9 14,1
Lino 1,9 8,3 2,6 4,8 5 4,4
Seda 1 4,4 2 3,7 5,8 5,1
Construcción 2,4 10,5 9,3 17,2 26,5 23,5
Hierro 1,5 6,6 4 7,4 7,6 6,7
Cobre 0,2 0,9 0,9 1,7 0,8 0,7
Cerveza 1,3 5,7 2,5 4,6 5,2 4,6
Curtidos 5,1 22,2 8,4 15,5 9,8 8,7
Jabón 0,3 1,3 0,8 1,5 1,2 1,1
Cera 0,5 2,2 1 1,8 1,2 1,1
Carbón 0,9 3,9 2,7 5 7,9 7
Papel 0,1 0,4 0,6 1,1 0,8 0,7
22,8 54,1 113

Fuente: R. Aracil, Historia económica contemporánea, Barcelona, Teide, 1988, p. 14.

7.2 NUEVAS FUENTES DE ENERGÍA: EL CARBÓN MINERAL Y LA MÁQUINA DE VAPOR


Junto a la difusión del uso de las energías tradicionales, especialmente la hidráulica, el siglo
XVIII supuso la incorporación de nuevas fuentes de energía. En Inglaterra, ante al relativa
escasez d madera, cobró un papel destacado el carbón. La extracción de carbón mineral pasó de
2, 5 millones de toneladas en 1700 , a 10 en 1800 y 16 en 1850. Inicialmente tuvo una gran
importancia su uso doméstico ligado al crecimiento demográfico y urbano. Después, la máquina
de vapor y la industria siderúrgica serían sus dos grandes demandantes.
La minería del carbón contaba además con una organización muy próxima a la capitalista y con
un interés por la renovación técnica desde fechas muy tempranas. Fue precisamente la
búsqueda de soluciones a algunos problemas de la extracción minera, como el drenaje de agua
en las minas, lo que dio lugar a las primeras experimentaciones que llevaron a la utilización del
vapor como fuente de energía (Denis Papin, Thomas Savery...) a fines del siglo XVII.
La primera plasmación importante en este sentido fue la máquina d Thomas Newcomen a
principios del siglo XVIII, que alcanzó un cierto éxito, generalizándose su uso en la minería
inglesa. Sería, sin embargo, la máquina creada por James Watt en 1755, que incrementaba su
potencia y eficacia y se adaptaba para suministrar fuerza motriz a la máquina industrial, la que,
unida a la posterior aplicación al transporte terrestre, haría posible la continuidad irreversible
de la revolución industrial. No sólo por la potencia energética que incorporaba (se calcula que la
potencia global de las máquinas de vapor en Inglaterra llegaba a 620.000 CV en 1840 y a
1.290.000 en 1850), sino también porque obligó a modificar la propia estructura económica al
favorecer el sistema fabril y las nuevas formas de organización financiera.

7.3. LA INDUSTRIA SIDERÚRGICA

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La producción de hierro y acero desempeñó igualmente un protagonismo destacado en el
surgimiento y consolidación de la revolución industrial. A principios del siglo XVIII se elaboraba
un producto de cierta calidad pero escaso y caro, incapaz tanto de satisfacer como de fomentar
la demanda. Desde entonces, la industria siderúrgica fue adquiriendo un papel relativamente
importante en el conjunto de la economía, aunque poco relevante si se la compara con la
industria algodonera, hasta que tomó, en el segundo tercio del siglo XIX, el relevo y se convirtió
en uno de los motores de la revolución industrial. Las transformaciones ocurridas en este sector
no fueron tanto consecuencia del cambio en la estructura y organización empresarial (ya
contaba con algunas características del sistema fabril y capitalista –inversiones importantes,
concentración, mano de obra asalariada- que se fueron perfeccionando), como de la renovación
tecnológica y el incremento radical de la demanda.
La evolución de la industria siderúrgica dependió, por una parte, de las posibilidades de la
demanda; y, por otra, de su capacidad de satisfacer la demanda existente y de fomentar la
sustitución de la madera por el hierro y la generalización de éste. En este sentido, el cambio
tecnológico, que permitiría reducir los costes de producción a la vez que mejoraba la calidad, fue
un elemento crucial. El problema fundamental con el que se enfrentó inicialmente esta industria
fue la escasez de madera y sus limitaciones como fuente de energía con que alimentar los hornos
de fundición. El reto fue la sustitución del carbón vegetal por el mineral, más abundante y con
mayor poder calorífico, aunque con el inconveniente de que algunos de sus componente
(carbono, fósforo y azufre) se transferían en el proceso de fundición al hierro, dando lugar a un
producto de baja calidad.
El primer salto tecnológico fue realizado en 1709 por Abraham Darby, quien consiguió fundir
hierro con carbón mineral de bajo contenido de azufre sometido a un proceso de calcificación
para que se eliminasen las impurezas. El perfeccionamiento del proceso de Darby para
transformar la hulla en coque metalúrgico, y el incremento de la capacidad de los altos hornos,
permitió su difusión en la segunda mitad del siglo XVIII (en 1750 sólo el 5% del hierro colado
procedía de hornos de coque; en 1755 ya ascendía al 55%). Pero seguía sin resolverse un
problema de utilidad. El hierro colado inglés resultante no servía para obtener el hierro forjado,
utilizado en la mayor parte de utensilios y herramientas, pero el elevado contenido de carbono y
azufre hacía dicho producto muy quebradizo. Por ello debía importarse hierro colado de Suecia,
de mayor calidad.
La solución la encontró Henry Cort en 1784, mediante un procedimiento de pudelado y
laminación que permitía eliminar el carbono y el azufre; para ello era necesario recalentar el
hierro colado en un horno de reverbero, para transformarlo después en barras haciéndolo pasar
por un sistema de rodillo de laminación. El método de Cort revolucionó totalmente la
producción de hierro forjado al permitir elaborar un hierro de calidad similar al importado y
reducir los costes de producción.
Las innovaciones se completaron con la incorporación, por esos mismos años, de la máquina de
vapor a los procesos siderúrgicos para impulsar los sistemas de inyección de aire en los altos
hornos –lo que dio eficacia a la fundición con coque, para mover los martillos pilones en las
forjas y hacer girar los rodillos de laminación del sistema Cort.

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Estos avances tecnológicos tuvieron unas repercusiones inmediatas. Consolidaron una
estructura fabril y capitalista, y permitieron un crecimiento importante de la producción: entre
1750 y 1790 se triplicó la producción de hierro colado; entre 1788 y 1806 se cuadriplicó. De esta
forma la siderurgia británica se aproximó al abastecimiento de la demanda interna e inició sus
exportaciones; mientras que en 1750 Gran Bretaña importaba el doble de su producción, en 1814
sus exportaciones quintuplicaban sus importaciones.
El desarrollo de la industria siderúrgica inglesa dependió, además, de la evolución de la
demanda. El aumento de ésta estuvo ligada al propio proceso de la revolución (demográfica,
agrícola, industrial), que estimulaba la paulatina sustitución de la madera por el hierro y su
generalización en los utensilios domésticos, herramientas y maquinarias. Con todo, el ritmo de
crecimiento de esta demanda fue inicialmente modesto. La coyuntura bélica de finales del siglo
XVIII y principios del XX estimuló excepcionalmente la producción siderúrgica para satisfacer
las necesidades militares; pero acabadas las guerras, se produjo una contracción del mercado, y
el sector siderúrgico entró en crisis. Habría que esperar el advenimiento de la era del ferrocarril
y la generalización de la mecanización a partir de 1830, para que el enorme aumento de la
demanda, que esos procesos trajeron consigo, sacara a la industria siderúrgica del estado de
subproducción a que se veía sometida.
A partir de entonces esta industria incrementó drásticamente su producción, incorporó nuevas
innovaciones técnicas, ya en la segunda mitad del siglo XIX, y sustituyó a la industria textil en el
papel de impulsora de la revolución industrial. Este nuevo protagonismo quedó reflejado en
unos efectos de arrastre hacia atrás, al incrementar la demanda de carbón, mineral de hierro,
trabajo, capital y maquinaria especializada, y exigir mayores facilidades de transporte; y hacia
delante, al suministrar un material barato y sólido (absolutamente necesario para una economía
industrializada), fomentar el desarrollo de la industria mecánica y sentar el prototipo de la
industria moderna. Triunfaban las grandes dimensiones empresariales, una fuerte
capitalización y la plena mecanización.

8. La revolución de los transportes: el papel del ferrocarril


Los primeros pasos de la revolución en este campo estuvieron ligados a la generalización y
perfeccionamiento de los medios tradicionales: carreteras, navegación de altura y de cabotaje; y
en especial, el impulso dado a la navegación interior, combinando vías fluviales y canales. En la
Gran Bretaña de la segunda mitad del siglo XVIII, las mejoras de las vías fluviales y, sobre todo,
la construcción de canales, se convirtió en una verdadera “manía nacional”, y la tarea se
continuó en la primera mitad del siglo XIX hasta llegar en 1858 a tener 6.720 km. El principal
motivo impulsor de esta fiebre fue el crecimiento de las ciudades y la insaciable demanda de
carbón para las necesidades domésticas y los pequeños talleres de la época preindustrial.
Posteriormente, las perspectivas y necesidades de la gran industria hicieron el resto.
Sus conexiones modernizadoras se evidenciaron, además, en su estructura financiera. En la
mayoría de los casos, las nuevas vías de navegación eran producto de unas empresas colectivas,
iniciadas por los hombres de negocios y los terratenientes locales, y apoyadas por accionistas de
muy diferentes procedencias, actividades y fortunas. El protagonismo de la iniciativa privada y

20
la utilización de un sistema de compañías por acciones, que permitía a un gran grupo de
individuos asociados impersonalmente reunir capitales suficientes para acometer proyectos de
gran escala, no sólo evidenciaban una orientación capitalista, sino que contribuía a difundir
unas formas de organización perfectamente adecuadas a las grandes necesidades de inversión
requeridas para el desarrollo de la revolución industrial.
A pesar de toda la importancia que tuvieron esos medios tradicionales, la auténtica revolución
en este sector no llegó hasta la utilización de la máquina de vapor y la difusión del ferrocarril a
partir de 1830, y de la navegación a vapor, ya en la segunda mitad del siglo XIX. La invención
del ferrocarril estuvo íntimamente ligada al progreso de las explotaciones carboníferas, al
desarrollo de la industria siderúrgica y al perfeccionamiento de la máquina de vapor. Fue la
combinación del carbón, el hierro y el vapor la que hizo posible esta innovación revolucionaria, y
en torno a ellos se realizaron las primeras experimentaciones. En la minería, y también en la
siderurgia, se estaban utilizando raíles y vagonetas arrastradas por caballerías; y en estos
sectores se gestaron y se desarrollaron las primeras máquinas de vapor. Ambas industrias, con
productos voluminosos y pesados, requerían unos medios de transporte eficaces, ya que no
siempre era posible utilizar vías navegables, y el transporte terrestre resultaba demasiado caro y
lento.
Estas condiciones estimularon el progreso técnico. Desde 1760 se empezó a estudiar la
posibilidad de aplicar la máquina de vapor al transporte terrestre, aunque con poco éxito. El
primer salto tecnológico se produjo a principios del siglo XIX con Richard Trevithick, quien
logró crear en 1804 una primera locomotora a vapor que circulaba sobre carriles, y con George
Stephenson, quien desde 1814 fue perfeccionando modelos y desarrollando líneas locales hasta
llegar, en 1830, al ferrocarril que unía el centro algodonero de Manchester con el puerto de
Liverpool.
A partir de entonces, el ferrocarril se convirtió en el símbolo de la primera revolución industrial.
Junto a la demanda de transporte eficaz y el progreso técnico, el nuevo invento exigió grandes
cantidades de capital. Sus conexiones iniciales con la minería y la siderurgia, y la tradición
financiera de los medios de transporte, facilitaron su financiación inicial, pero su difusión exigió
grandes inversiones. El hecho fundamental –según E. J. Hobsbawm- fue la acumulación de
capital generada en las dos primeras generaciones de la revolución industrial, y el fracaso de los
empréstitos exteriores lo que posibilitó el que los capitales afluyeran de forma masiva hacia
inversiones ferroviarias. El resultado fue espectacular: en Gran Bretaña, de 157 km. existentes
en 1830 se pasó a 2.390 km. en 1840 y a 9.797 km. en 1850; y en todo el mundo, de 4.500 km.
en 1840, a 23.500 en 1850.

Las consecuencias de este boom del ferrocarril fueron realmente revolucionarias:

- Facilitó los intercambios comerciales y la movilidad de la población, consolidando el


crecimiento urbano, la especialización económica y la organización del mercado
nacional.

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- Estimuló el crecimiento económico al incrementar la demanda de productos
siderúrgicos (la producción de hierro se triplicó entre 1830 y 1850, pasando de 680.000
toneladas a 2.250.000 toneladas), de carbón (su producción también se triplicó al pasar
de 15 a 49 millones de toneladas), de mano de obra (250.000 hombres en 1847), y debe
sumarse la exportación de capital, hierro, máquinas y técnicos británicos.
- Relanzó la revolución industrial al acelerar las innovaciones técnicas de la siderurgia, el
desarrollo del sector clave de la maquinaria especializada y de precisión, así como otras
industrias auxiliares.
- Contribuyó a configurar y difundir el gran capitalismo financiero y empresarial, pues las
enormes masas de capitales que necesitaba para su construcción exigió la aparición de
nuevas instituciones financieras, mucho más dinámicas y capaces. Destaquemos entre
ellas: las sociedades anónimas por acciones, que canalizaban el ahorro privado hacia las
inversiones industriales y ferroviarias, el protagonismo de la Bolsa y el desarrollo de
nuevos tipos de bancos.

9. Evolución del sistema económico liberal-capitalista


con la revolución industrial se consolidó la evolución de una economía reglamentada,
mercantilista y organizada en torno a una propiedad corporativa, vinculada y relativa, típica del
Antiguo Régimen, a una economía liberal caracterizada por una propiedad privada, libre y
absoluta, libre empresa y un mercado libre regulado por la búsqueda de beneficios y una ley de
la oferta y la demanda aplicada al intercambio comercial ya a los factores de producción (tierra,
trabajo y capital). Estas directrices plantearon la división entre los propietarios de los medios de
producción y de cambio (capitalistas) y propietarios del trabajo (trabajadores), y sentaron las
bases de un sistema económico capitalistas que fue cobrando matices diferentes.
Inicialmente primó una perspectiva netamente individual, el capitalismo clásico, con una
propiedad privada individual, un mercado entendido como la libre competencia entre
individuos, tanto empresarios capitalistas como trabajadores; y el orden del Estado liberal, que
debía garantizar esas orientaciones, eliminando privilegios y reglamentaciones del Antiguo
Régimen, y limitando las posibilidades de la concertación empresarial y obrera (legislación que
dificulta o prohíbe la creación de sociedades capitalistas y asociaciones obreras). Todo ello, en el
seno de un mercado nacional, pero con una proyección internacional –en la interpretación
inglesa- librecambista.
Estas directrices quedaron justificadas en buena parte en el pensamiento económico de la
escuela clásica, con Adam Smith primero y después los franceses Jean Baptista Say y Fréderic
Bastiat, en una interpretación optimista que potenciaba la armonía del orden natural. Frente a
esta imagen optimista, otros miembros de la escuela clásica adoptaron una actitud más
pesimista, ya que admitiendo la existencia de un orden económico natural, afirmaban sin
embargo que, en lugar de conducir a un máximo de armonía, desembocaba en situaciones de
conflicto. Thomas Robert Malthus llamó la atención sobre el desequilibrio que se producía con
un crecimiento de la población más rápido que el de las subsistencias, y sobre el peligro de la
sobreproducción industrial. En esta línea planteó la necesidad de establecer un control de la

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natalidad y de estimular la demanda industrial. El análisis de David Ricardo le llevó a constatar
la conflictividad que se producía entre terratenientes, capitalistas industriales y trabajadores, y
la amenaza del estancamiento económico. Resaltó así la importancia de la teoría de las ventajas
comparativas, que debía llevar al libre-cambismo y a la división internacional del trabajo.
Fueron éstas unas perspectivas que serían recogidas por Richard Cobden y el movimiento
manchesteriano contra las leyes de cereales británicas.
La síntesis final del liberalismo clásico llegó con John Stuart Mill y su obra Principios de
economía política (1848), al defender los postulados básicos de la iniciativa individual, el papel
de la acumulación del capital y el mercado libre y competitivo, a la vez que abría nuevos caminos
al señalar la tendencia al estancamiento y la inestabilidad del sistema, que podrían ser resueltos
a través de la intervención estatal (política educativa, fiscal, laboral, fomento de la iniciativa
privada, etc.).
Otros autores, como Alexander Hamilton en Estados Unidos o Friedrich List (Sistema nacional
de economía política, 1841) en Alemania, partiendo de los postulados del liberalismo clásico
destacaron los desequilibrios económicos internacionales y defendieron una política
proteccionista, un nacionalismo económico incluso, y dieron un protagonismo al Estado dentro
de la economía a través de la política aduanera.
El desarrollo de la primera revolución industrial bajo las formas dominantes que hemos
denominado capitalismo clásico, y de sus crisis, junto con sus justificaciones teóricas y la
búsqueda de soluciones que aportaban los pensadores liberales, llevaron a la segunda revolución
industrial y a la modificación de la organización económica a partir de mediados del siglo XIX.
El nuevo orden, gestado en la etapa anterior, siguió siendo básicamente liberal y capitalista
(propiedad privada, libre mercado, confluencia entre capital y trabajo), pero cobró nuevas
perspectivas, conocidas como capitalismo oligopolístico, financiero e imperialista. En el campo
del capital se impuso una propiedad privada colectiva que implicaba nuevas fórmulas de
organización empresarial y financiera (desarrollo de las sociedades anónimas, protagonismo de
la Bolsa de los nuevos tipos de bancos) y que llegaría en sus fórmulas más sofisticadas al cártel
(reparto de mercados), al holding y al trust (centralización y concentración empresarial), y a
una agudización de la competencia internacional. En el campo del trabajo cobró importancia el
asociacionismo obrero profesional, nacional e internacional. Y en estas nuevas relaciones de
fuerzas se potenció el protagonismo del Estado. De un Estado que tuvo que reconocer esas
nuevas formas de organización empresariales y obreras, que debía realizar una intervención
mayor para corregir los desequilibrios económicos y sociales, garantizar la libre iniciativa y la
economía del mercado, y defender la economía nacional en el orden internacional
(proteccionismo e imperialismo).

Bibliografía
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prfundo análisisd e la génesis, problemas y debates fundamentales sobre la revolución industrial
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que se resalta el protagonismo de la industria doméstica y de los talleres artesanales sobre la
máquina de vapor y el sistema fabril, y que conlleva un replanteamiento general de todo el
proceso.
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13, septiembre 1985, pp. 73-94. Una muestra de cómo cada generación reinterpretó la
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CIPOLLA, C. (ed.), Historia económica de Europa. t. 3: La revolución industrial, t. 4: El
nacimiento de las sociedades industriales, Barcelona, Ariel, 1979. Estos dos tomos podrían
servir como un auténtico manual sobre la revolución industrial, con una síntesis sobre sus
elementos fundamentales y las peculiaridades en los países más importantes.
DEANE, Ph., La primera revolución industrial, Barcelona, Península, 1968. Síntesis magnífica
sobre el proceso industrial británico, ecléctica, discutida en muchos aspectos, pero todo un
clásico.
JONES, E. L., El milagro europeo, Madrid, Alianza, 1990. Analiza los orígenes modernos del
desarrollo occidental en comparación con las civilizaciones asiáticas, conjugando factores
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LANDES, D. S. et al., La revolución industrial, Barcelona, Crítica, 1986. Reflexiones polémicas e
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complemento para un manual.
MORI, G., La revolución industrial. Economía y sociedad en Gran Bretaña en la segunda mitad
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industrial. Brevedad y profundidad, una buena muestra de cómo el estudio de la revolución
industrial no tiene por qué ser aburrido.
POLLARD, S., La conquista pacífica. La industrialización de Europa 1760-1970, Zaragoza,
Prensas Universitarias, 1991. Análisis de la revolución industrial prestando especial atención a
los factores de la oferta y a los procesos regionales, en un contexto europeo frente al clásico
punto de vista nacional.
WRIGHLEY, E. A., Cambio, continuidad y azar. Carácter de la revolución industrial inglesa,
Barcelona, Crítica, 1993. Ensayo que busca nuevas explicaciones sobre la génesis de la
revolución industrial: “cambio, continuidad y azar” frente a la interpretación del fenómeno
como “acumulativo, progresivo y unitario”.

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