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Así entendida, la revolución industrial arranca de la segunda mitad del siglo XVIII para el caso
inglés, con una fechas iniciales que se han fijado entre 1760 y 1780; y en el segundo tercio del
siglo XIX para Estados Unidos, Francia, Bélgica, Alemania...
La búsqueda de las raíces del fenómeno lleva a resaltar, sin embargo, la importancia de los siglos
anteriores, encontrándose precedentes de los cambios apuntados en plena Edad Media y en la
Edad Moderna. En una línea similar, se ha revitalizado la idea de protoindustrialización o
industrialización antes de la revolución industrial, con el protagonismo de una industria
artesanal rural que proporcionó un aprendizaje crucial para el progreso económico al fomentar
la movilización de capital, de trabajo y de tierra, la ampliación del mercado, y el desarrollo de
conocimientos técnicos e iniciativas empresariales.
Es cierto que, en ningún caso, estos cambios tuvieron una perspectiva tan generalizada e
integrada antes del siglo XVIII, como para poder denominarla revolución; pero su gestación
paulatina a lo largo de varios siglos hasta su confluencia final y generalización en la revolución
industrial tiene su importancia. El Antiguo Régimen europeo tiene una orientación estática si se
compara con el dinamismo que impuso la revolución, pero no lo es tanto si se compara con otras
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sociedades. Varios autores (J. A. Hall, E. L. Jones...) han explicado el despegue europeo en
comparación con otras civilizaciones centrándose en la evolución de los siglos previos a la
revolución industrial, y, como dice Peter Mathias, “es la sin igual experiencia europea de los
siglos anteriores a 1800 en que tuvo lugar el período de gestación de la industrialización lo que
la distingue de cualquier otra cultura”.
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sublevaciones campesinas, en las exigencias de impuestos a sus súbditos, en la integración
paulatina de los poderes jurisdiccionales de los señores en la estructura estatal y en la utilización
del desarrollo de la burguesía comercial. Algunos señores encontraron una salida en el
aprovechamiento privado de la estructura estatal, pero esta vía no solucionaba el problema:
muchos quedaban excluidos y llevaba además al endeudamiento del Estado.
La adaptación a las exigencias del mercado y de las nuevas realidades sociopolíticas de la Edad
Moderna obligó a los señores feudales a ir dejando de lado su condición de guerreros que
garantizan el orden, gobiernan y cobran rentas, para desarrollar mucho más su condición de
propietarios como única vía capaz de permitir el incremento de sus ingresos. Cobraron así
importancia los cambios en la organización económica con un replanteamiento de las relaciones
entre señores y vasallos, que redefinía el derecho de propiedad (de una propiedad vinculada,
corporativa y relativa a una propiedad privada, libre y absoluta) y convertía al campesino en
arrendatario o en asalariado; y con la preocupación por la mejora del sistema productivo y una
profundización de las relaciones en el mercado. Se sentaban de esta forma las bases de una
organización económica capitalista.
El protagonismo del mercado y de las novedades sociopolíticas apuntadas terminaron afectando
también a los vasallos. La exigencia estatal y señorial del pago de impuestos y rentas en metálico
integró a los vasallos en el mercado de una forma mucho más profunda que el trueque
esporádico anterior. Esta realidad y los nuevos criterios de organización económica provocaron
que algunos campesinos pudiesen mejorar la explotación de su propiedad o que desarrollasen la
industria artesanal doméstica, pero otros muchos quedaron convertidos en asalariados. El
trabajo se convirtió en una mercancía comprable y vendible según la lógica del mercado.
De esta forma se fue liberando a la tierra y al trabajo de sus ataduras tradicionales, y se fue
convirtiendo al individuo con su iniciativa en protagonista fundamental a la vez que se difundía
una economía orientada hacia el mercado y se favorecía la circulación de capital. Se había
descubierto la máquina de inventar, es decir, la potencialidad creadora de la iniciativa
individual. Sólo hacía falta un orden en el que los individuos pudiesen utilizar su libertad, y ése
llegaría plenamente con el Estado liberal.
Esta transformación estructural tomó un ritmo diferente en Inglaterra y en el continente
europeo. En ambos espacios se pueden remontar los primeros indicios del cambio a la Baja
Edad Media, al menos en Europa occidental, pero las modificaciones significativas fueron
bastante más tardías y con un desfase cronológico. Mientras que Inglaterra tuvo su revolución
liberal en el siglo XVII y realizó un cambio evolutivo de las relaciones agrarias feudales a la
generalización de las fuerzas del mercado y de la propiedad privada que culminó en el siglo
XVIII, en el conjunto del continente fue la oleada revolucionaria de 1789-1848 la que,
recogiendo una evolución anterior muy desigual en el tiempo, en el espacio y en las formas,
generalizó las nuevas relaciones económicas.
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La transformación de la organización económica fue acompañada con una progresiva
especialización de tipo sectorial y territorial. Plantearse, en el contexto del Antiguo Régimen, si
fueron antes las transformaciones agrarias o las industriales, no tiene fácil solución. Primero,
porque en la economía rural predominante no existía una clara diferenciación sectorial; y
segundo, porque ambos fenómenos estaban tan interrelacionados que resulta difícil establecer
relaciones de causa-efecto. Algo similar se podría decir respecto al papel del capital comercial.
Esta confusión fue, sin embargo, positiva para las transformaciones, al facilitar el intercambio
en una economía tradicional muy localizada.
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estimularon el desarrollo artesano. Los comerciantes comenzaron distribuyendo y convirtiendo
en dinero la producción artesana, como sucedía con la agrícola, para terminar facilitando
materias primas y herramientas. Era una relación puramente comercial, que no controlaba
directamente el sistema productivo, y esa relación se mantuvo en muchos casos, consolidándose
los campesinos-artesanos como empresarios industriales. En otros casos, el propio comerciante
pasó a controlar el proceso productivo concentrando la producción, habilitando locales,
incorporando herramientas y máquinas, y utilizando mano de obra asalariada. No parece de
todos modos que deba exagerarse el protagonismo del comerciante convertido en empresario, y
menos facilitando crédito industrial, perspectivas que, aunque se encuentran en el pequeño y
mediano comercio, son poco relevantes en el gran comercio. El papel realmente importante del
capital comercial radica en que además de facilitar el intercambio, creó los cauces
institucionales que hicieron posible el mercado y procuró la mejora de los sistemas de
transporte.
La génesis de estas transformaciones se situaron, además, en un marco regional, y en un
contexto nacional y mundial mediatizado por el papel del Estado.
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- Facilitó materias primas para la industria y productos básicos para la población, a la vez
que incrementó la demanda de productos industriales.
- Aceleró el desarrollo urbano y regional, con amplias consecuencias respecto a la
diversificación sectorial y la especialización regional.
- Generó un capital, unas instituciones comerciales-financieras y una evolución del
trasporte que estimularon el desarrollo económico en general, y el agrícola e industrial
en particular.
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ambiente adecuado y los prerrequisitos necesarios para el desarrollo, sino incluso con
intervenciones directas en el propio sistema productivo. Una intervención que encontraba
justificación, además, en el nacionalismo, en la superación del atraso económico y en la
debilidad de la iniciativa privada.
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beneficio como criterio fundamental. En esta lógica económica, la técnica desempeñó un papel
primordial por cuanto no sólo permitía atender la demanda, al aumentar la producción y
facilitar el intercambio, sino también provocaba el incremento de la productividad, modificando
por tanto la oferta. No sólo era posible incrementar los beneficios vendiendo más, sino también
vendiendo lo mismo con mayor rentabilidad.
Jonh Wyatt y Lewis Abraham Darby: la Fines siglo XVII: 1700: sembradora de
Paul: confección de “primera fundición de máquina de vapor de Tull.
hilos por medio de coque” de calidad, 1709- Papin y “máquina de
husos, 1738. 1730. fuego” de Savery. 1752: pararrayos, de
Franklin.
John Kay: la lanzadera Fabricación del ácido Principios siglo XVIII:
volante (1773), sobre sulfúrico con recipientes máquina de Newcomen. 1783: primera subida en
ruedas e impulsada por de vidrio: Ward (1740). globo (Francia).
martillos (1760). Con recipientes de 1776: entra en uso la
plomo: Roebruck máquina de vapor, de 1784: trilladora de
James Hargeaves: la (1746). Watt. Meikle.
spinning-jenny hila 80
hilos a la vez, 1765- Benjamín Huntsman: 1769: carruaje a vapor, 1790-91: ley de patentes
1780. acero fundido en crisol de Cugnot. en EE.UU. y Francia.
(1730).
Tomas Highs: el water- 1783: el vapor 1798: Senefelder
frame hila un hilo sólido Scheele y Berthollet Pyroscaphe en el río inventa la litografía; y
de cadena (1767), descrubren el cloro Saona. máquina de hacer papel
perfeccionado, utilizado (1772). de Robert.
por Arkright y John Kay 1785. introducción la
(1769). John Wilkinson: industria del algodón de Siglo XIX
calibradora para la la máquina de vapor. 1800: prensa de
Samuel Crompton perforación de cañones imprimir de hierro, de
combina water-frame y (1774). Siglo XIX Stanhope.
jenny obtiene la mule- Máquina de vapor de
jenny entre 1774 y 1779. Simultáneamente, Peter alta presión, de 1800: pila voltaica
Union y Henry Cort: Trevithick (G. B., 1800)
Edmond Cartwright: pudelación al coque, y Evans (EE.UU., 1804). 1806: comienza la
telar mecánico (1784). laminación (1783-1784). iluminación con gas de
1804: locomotora de las hilanderas de
Procedimiento Leblanc Trevithick. algodón.
para la preparación de
la soda (carbonto de 1807: barco de vapor 1814: prensa de cilindro
sodio) (1791). Clermont en el río de vapor para la
Hudson. impresión de The
Times.
1814: Blucher, de
Stephenson.
Fuentes: VV.AA., Nueva historia económica mundial, Barcelona, Vicens Vives, 1984, p. 65, y T. K. Derry y R. I.
Williams, Historia de la tecnología, Madrid, Siglo XXI, 1980, vol. 3, pp. 1.070-79.
Ahora bien, si los cambios técnicos del siglo XVIII surgieron en un principio ante todo como
consecuencia del empuje económico de su tiempo, terminaron produciendo tales efectos
sociales y económicos (incremento de la producción y de la productividad, especialización
económica…) que sobrepasaron ampliamente los impulsos que los habían originado. En el caso
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inglés, ninguna industria experimentó el súbito desarrollo de la algodonera y ello tuvo sus
consecuencias, pero la transformación de una economía basada en la madera y el agua a otra
basada en el carbón, el hierro y la máquina de vapor, en una evolución larga, lenta y vacilante,
provocó cambios que a largo plazo serían quizá más significativos. La adopción de una
tecnología basada en el uso del metal y en fuentes de energía descentralizadas no sólo potenció
las industrias de bienes e producción, son que exigió una creciente capitalización, un proceso
continuo de industrialización y de cambio técnico en todos los sectores. Esta generalización en
extensión y en intensidad aseguró un crecimiento económico sostenido, y el cambio fue tal que
puede hablarse de ruptura, e interpretar el papel de las nuevas técnicas como causa del
desarrollo. Como dice Samuel Lilley: “aunque la creencia de que los inventos fueron la causa de
la revolución industrial no sea históricamente cierta puede casi justificarse por este desenlace”.
Desde entonces el cambio tecnológico fue creciendo sn límites. Durante el siglo XIX, el
equilibrio entre innovaciones técnicas e incentivos económicos se vio radicalmente alterado. Los
inventos tomaron valor por sí mismos al mostrarse capaces de crear sus propios mercados; y en
esta tecnología que asumía plenamente el papel de iniciadora del cambio económico jugó un
papel cada vez más importante la ciencia. Se fue pasando así, de unos primeros momentos en
que el invento técnico era consecuencia de la práctica artesanal, aunque ya con la ciencia
jugando un papel en el surgimiento de la máquina de vapor y de la industria química, a una
asociación íntima entre ciencia y técnica.
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La aplicación de las directrices señaladas y la búsqueda de las leyes generales que regían la
actividad económica, llevó a la aparición, en el siglo XVIII, de una teoría económica liberada por
primera vez de toda adherencia teológica o moral. El liberalismo descubrió la existencia de un
orden económico natural regido –como resume miguel Artola- por los principios fundamentales
siguientes:
- El interés individual que hace a cada hombre el mejor juez de su propio bien y es la
fuerza decisiva que opera en los fenómenos económicos, constituyéndose la iniciativa
individual, la propiedad privada, la libertad y la igualdad jurídicas, en derechos
sagrados e inviolables.
- La armonía universal, que hace que cada individuo, al tiempo que persigue su propio
interés, colabore en el bien común.
- El mercado libre, según el cual siempre que prevalezcan condiciones de competencia
perfecta (orden natural) con el libre juego de la oferta y la demanda, se hace compatible
el máximo individual de riqueza con un equilibrio económico ente los intereses de las
partes implicadas y la máxima satisfacción de la sociedad
- Limitaciones de la intervención del Estado, cuya función queda reducida a garantizar el
orden económico natural.
Los primeros autores que elaboraron una teoría económica científica y coherente se engloban
bajo el nombre de escuela fisiócrata. François Quesnay, con su famosa obra Tableau
économique (1758), y sus discípulos, afirmaron la existencia de unas leyes naturales y de un
orden económico natural que no debía ser obstaculizado, ni mediatizado por intervenciones
humanas. La razón era que el principio de la libertad económica individual permitía satisfacer el
interés personal, y conllevaba una armonía natural y un equilibrio de intereses que garantizaban
el bienestar social y el mantenimiento del sistema. Estas directrices quedaron resumidas en el
lema: “Laissez faire, laissez passer, le monde va de lui-même” (“Dejad hacer, dejad pasar, el
mundo marcha solo”).
Restringían, sin embargo, los efectos de estos principios al dar primacía al sector primario,
defendiendo una teoría de la producción natural (fisiocracia) que consideraba a la tierra como la
única fuente de riqueza. Argumentaban que sólo ella podía suministrar bienes nuevos y
proporcionar un excedente sobre los costes habidos (renta o producto neto), mientras que la
industria y el comercio sólo transformaban o distribuían los productos.
El desarrollo de los principios del liberalismo y su extensión a todos los sectores económicos lo
comenzó la escuela clásica o liberal-capitalista con Adam Smith y su obra Ensayo sobre la
naturaleza y causa de la riqueza de las naciones (1776), en primer lugar. Sus aportaciones
pueden resumirse así:
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trabajo y las relaciones de éste con la tierra y el capital, para terminar considerando la
acumulación de capital como un factor imprescindible del desarrollo.
- La libertad económica individual se constituye en el auténtico motor de la evolución
económica, condenando el dirigismo del Antiguo Régimen y limitando las funciones del
Estado a garantizar la iniciativa privada y la libre competencia, y crear las condiciones
favorables para el desarrollo (defensa contra la agresión extranjera, administración de
justicia y sostenimiento de obras e instituciones públicas que no acometa la iniciativa
privada).
- Plena confianza en el mercado libre (orden natural) que conduce a un máximo de
armonía, por cuanto una “mano invisible” hace que el individuo, al perseguir su interés
personal, promueva involuntariamente el colectivo. Además, el mecanismo de los
precios hace que se adapte la oferta a la demanda, y el precio del mercado al precio
natural (el que retribuye los gastos reproductivos de los elementos que participan en la
producción de bienes), produciéndose así un ajuste automático de toda la actividad
económica.
5. La revolución demográfica
5.1. EL CRECIMIENTO DEMOGRÁFICO Y SUS CAUSAS
Desde el siglo XVIII se produjo en Europa un crecimiento demográfico continuo, pasando de
tener 110 millones de habitantes en 1700 a 423 millones en 1900; y en el caso concreto de Gran
Bretaña, de 10,9 millones en 1800 a 20,9 en 1850. Era la consecuencia de la llamada revolución
demográfica, del tránsito de un ciclo demográfico antiguo caracterizado por altas tasas de
natalidad (35-40%) y de mortalidad (30-40%), crisis demográficas provocadas por hambres,
guerras y epidemias, y un crecimiento demográfico muy lento e irregular, a otro moderno. La
nueva situación se definía por el mantenimiento de altas tasas de natalidad, descenso de la de
mortalidad, pérdida de importancia de las crisis demográficas y crecimiento demográfico rápido
y continuo. Sólo años más tarde, cuando el desarrollo económico se fue consolidando, se
produce un descenso de las altas tasas de natalidad, una escasa influencia de las crisis
demográficas, y la llegada de las tasas de mortalidad a un límite mínimo, provocándose un
crecimiento demográfico más lento y un envejecimiento de la población.
Las explicaciones de esta revolución demográfica se han centrado, por una parte, en determinar
las causas del descenso de las tasas de mortalidad. Y entre ellas se citan las mejoras sanitarias e
higiénicas, los avances de la medicina y, sobre todo, los progresos del nivel de vida. Unos
progresos derivados, bien de cambios naturales y climáticos (que hicieron del siglo XVIII una
época poco afectada por grandes epidemias y sí, en cambio, de amplias coyunturas de buenas
cosechas), o bien de la actividad humana, con las transformaciones agrarias y las mejoras del
sistema de comercialización que permitieron un abastecimiento de la población y un aumento
de la resistencia ante las enfermedades infecciosas.
Desde otra perspectiva, y ante las deficiencias de las estadísticas existentes para esta época,
muchos autores han dudado de que se produjese un descenso acelerado de la mortalidad en
virtud de las causas anotadas. Se orientaron, por el contrario, a explicar los primeros pasos del
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aumento demográfico con el incremento de natalidad derivado del potencial natalista típico del
antiguo régimen demográfico, que se aprovecha al máximo después de una crisis demográfica y
respondía de forma inmediata a las posibilidades económicas. La oferta de trabajo que
conllevaban las transformaciones agrarias e industriales estimularía el incremento de la
nupcialidad y de la fertilidad al adelantar la edad de los matrimonios, y por tanto de la
natalidad. Sólo en un momento posterior, cuando en un ciclo demográfico antiguo podía llegar
la crisis demográfica, el desarrollo económico y sanitario redujo los efectos de las crisis de
subsistencias y de las epidemias, disminuyendo las tasas de mortalidad.
Cuadro 2.2 Población de las mayores ciudades europeas, 1800-1910 (en miles)
1800 1850 1880 1910 1800 1850 1880 1910
Ámsterdam 201 224 317 567 Londres 1.117 2.685 4.770 7.256
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Barcelona 115 175 346 560 Lyon 110 177 376 472
Berlín 172 419 1.122 2.071 Madrid 160 281 398 572
Birmingham 71 233 401 526 Manchester 75 303 341 714
Breslau 60 114 273 512 Marsella 111 195 360 551
Bruselas - 251 421 720 Milán 170 242 322 599
Budapest 54 178 371 880 Moscú 250 365 612 1.481
Colonia 50 97 145 516 Munich 40 110 230 595
Constantinopla 600 - - 1.200 Nápoles 350 449 494 723
Copenhague 101 127 235 462 Palermo 140 180 245 342
Dresde 60 97 221 547 París 547 1.053 2.269 2.888
Edimburgo 83 194 295 401 Praga 75 118 162 225
Géneva 100 120 180 272 Roma 153 175 300 539
Glasgow 77 345 587 784 S. Petersburgo 220 485 877 1.097
Hamburgo 130 132 290 932 Estocolmo 76 93 169 342
Leipzig 30 63 149 588 Turín 78 135 254 428
Lisboa 180 240 187 436 Viena 247 444 726 2.030
Liverpool 82 376 553 746 Varsovia 100 100 252 856
Fuente: C. M. Cipolla (ed.), Historia económica de Europa. El nacimiento de las sociedades industriales, Barcelona,
Ariel, 1982, vol. 4-2, p. 399.
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inversa: la influencia del desarrollo económico potenciando o disminuyendo el incremento
demográfico.
En todo caso, nunca es un factor único que actúa en solitario. El desarrollo occidental europeo
de los siglos XVIII-XIX contó con un incremento demográfico de un ritmo relativamente
moderado (comparado con otras áreas y épocas), que pudo utilizar los mecanismos
compensadores de la emigración y el mercado internacional, y que dispuso en el Estado liberal
de una organización sociopolítica estable y modernizada, y en el capitalismo una organización
socioeconómica que no sólo facilitaba mercado, tierra y trabajo, sino también capital y técnica.
No ocurre lo mismo en los países actuales del Tercer Mundo. Estos cuentan con un incremento
demográfico desproporcionado respecto a sus realidades económicas, con escasas posibilidades
de emigración y de mercado internacional; y además, con unas organizaciones sociopolíticas tan
rudimentarias que no logran imponer un orden liberal, y una organización socioeconómica dual,
entre la fuerte permanencia tradicional y unas novedades capitalistas dependientes del capital y
la técnica de los países desarrollados.
6. La revolución agrícola
6.1. CAMBIOS BÁSICOS
La revolución agrícola, consolidada en el siglo XVIII en Inglaterra y extendida después al
occidente europeo, Estados Unios y algunas regiones centroeuropeas, supuso en gran parte la
difusión de prácticas y técnicas desarrolladas anteriormente. Básicamente se caracteriza por:
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6.2 INFLUENCIA DE LA REVOLUCIÓN AGRÍCOLA EN EL DESARROLLO ECONÓMICO
La tesis de la revolución agrícola como requisito previo, motor y causa de la revolución
industrial, fue resumida por Paul Bairoch así: “La agricultura no sólo aportó los recursos
alimenticios y los trabajadores imprescindibles para la gran aventura que fue la revolución
industrial, no sólo hizo posible y aun impulsó la revolución demográfica y generó el nacimiento
de las modernas industrias textiles y de hierro, sino que también suministró, en las primeras
etapas, una gran parte del capital y los empresarios que animaron a los sectores claves de tal
revolución.”
Desde otras perspectivas no se pone en duda la importancia de tal revolución agrícola en el
desarrollo de la industrialización; de hecho, no hay ningún país que haya traspasado el umbral
de la revolución industrial sin realizar profundas transformaciones en sus estructuras agrarias.
Incluso se podría aceptar que las transformaciones de la economía tradicional, básicamente
agraria y rural, posibilitaron la génesis de la revolución económica. Pero como fenómenos
revolucionarios, la revolución agrícola y la industrial serían fenómenos concomitantes, partes de
un mismo y único proceso, con un desarrollo interrelacionado en el que resulta muy difícil
determinar causas y consecuencias. Visto así, se pueden resumir las aportaciones de la
revolución agrícola a la efectividad de la primera revolución industrial de la forma siguiente:
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industrias textiles. Con todo, el capital agrario tendría mayor importancia indirecta, a
través de su participación en la creación de la infraestructura comunicacional (caminos,
canales, ferrocarriles) y, más tarde, a través del sistema bancario.
e) Debe precisarse, además, que no siempre existe una relación regional entre dinamismo
agrario y revolución industrial. En determinadas zonas fue precisamente el escaso
potencial agrícola lo que forzó a los campesinos a emigrar o a iniciar la industria
doméstica primero y la industrialización después. En estos caos, contaban con alguna
ventaja comparativa: recursos naturales, nao de obra barata, iniciativas empresariales,
regiones agrarias ricas próximas y comunicaciones fáciles..., permitieron una
especialización económica regional en la que se importaba productos alimenticios y se
exportaban productos industriales.
7. La revolución en Inglaterra
7.1. LA EXPANSIÓN DE LAS INDUSTRIAS DE BIENES DE CONSUMO: LA INDUSTRIA TEXTIL ALGODONERA
En el último tercio del siglo XVIII y primero del siglo XIX, el crecimiento económico inglés fue
debido en gran parte al desarrollo de las industrias de bienes de consumo y, dentro de éstas, al
sector textil algodonero. Como puede verse en el cuadro 2.3, se produjo un incremento de la
producción en sectores tales como la construcción, curtidos, utensilios domésticos, alimentación
y bebidas, textiles de lana, lino y seda.
La mayor parte de estos incrementos se basaba, sin embargo, en técnicas tradicionales. Entre las
industrias de bienes de consumo, sólo la textil algodonera cobró formas auténticamente
revolucionarias al incorporar avances tecnológicos a la producción. Con ello, obtuvo los mayores
índices de crecimiento en la producción y en la productividad, dinamizando al conjunto de la
economía entre 1780 y 1840. Si en 1710 el consumo de algodón en bruto era del orden de 430
toneladas, en 1840 se acercaba a las 200.000 toneladas. Las manufacturas de algodón
representaban entre el 40 y el 50% del valor de todas las exportaciones inglesas entre 1816 y
1848. Entre 1782 y 1820, la industria algodonera contribuyó en un 13% aproximadamente al
crecimiento de la renta nacional. Estas cifras cobran aún más relevancia si se tiene en cuenta
que a principios del siglo XVIII la industria textil del algodón ocupaba una situación realmente
modesta en el conjunto de la economía inglesa y estaba a gran distancia de la industria artesanal
más importante, que era la textil lanera. Si a comienzos del siglo XVIII el consumo de algodón
representaba el 2% del de la lana, en 1850 la industria inglesa consumía ya el doble de algodón
que de lana.
Este éxito de la industria textil algodonera fue el resultado de la interacción de varios factores:
a) El papel del mercado interior y las conexiones coloniales. La industria textil del
algodón encontró en Inglaterra su mercado interior en la competencia ente la
tradicional industria lanera y los caros artículos de algodón importados de la India
(indianas). Primero sustituyó éstas por telas de algodón indias estampadas en
Inglaterra; y después por productos de algodón elaborados totalmente en Inglaterra,
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capaces además de competir con los textiles de lana. Se creó, así, un mercado modesto
pero beneficioso, que se fue ampliando paulatinamente.
La consolidación de esta industria estaría, sin embargo, ligada al dominio del mercado
mundial por una Inglaterra que, en la combinación de un Estado agresivo y una
economía competitiva, logró sustituir la reexportación de productos indios por
productos ingleses y crear nuevos mercados.
b) Las ventajas del algodón. El algodón como materia prima tenía una oferta más flexible
que la lana. Mientras que los intereses establecidos y las transformaciones agrarias
dificultaron el incremento de la producción de lana, la producción de algodón estaba
ligada a un sistema colonial-esclavista que facilitaba abundantes y baratos suministros.
Además, el algodón era más fácilmente manipulable con las nuevas técnicas y se
adaptaba mejor a cualquier uso y clima.
c) Los cambios organizativos. La propia novedad de tal industria, y por tanto el menor
peso de la tradición y de los intereses creados, hicieron más fáciles los cambios
organizativos y técnicos. De todas formas, las transformaciones del sistema de
producción en este campo fueron, en algunos aspectos, bastante graduales. Inicialmente
tuvo mucha importancia la expansión del sistema doméstico con su carácter artesanal,
familiar, disperso y rural. En torno a él surgieron unos empresarios (campesinos,
artesanos, comerciantes...) que, autofinanciándose, fueron concentrando la actividad,
incorporando paulatinamente una renovación tecnológica y generalizando el uso de la
mano de obra asalariada, a la vez que podían utilizar tejedores manuales domésticos.
Así, hasta llegar a un sistema fabril, con la actividad concentrada en talleres
mecanizados y mano de obra asalariada.
Elemento clave en este desarrollo fue, como se ha indicado, la autofinanciación; es
decir, la reinversión de los beneficios procedentes de la propia actividad artesanal,
rentable por el uso de una mano de obra barata y por sus conexiones con las actividades
agrarias y comerciales, y facilitada por las necesidades limitadas de capital que requería
el lanzamiento de esta industria.
d) Los cambios tecnológicos. No menor importancia tuvo la incorporación paulatina de
una técnicas no demasiado sofisticas, que surgían del propio proceso productivo a
través de la experimentación práctica, y que no requerían mucho capital. El difícil
equilibrio existente a principios del siglo XVIII entre las dos fases fundamentales de la
producción textil (la fabricación de hilo y su transformación en tejido) utilizando las
técnicas tradicionales del torno y el telar manual, sufrió alteraciones muy importantes.
Con la incorporación de la lanzadera volante (John Kay, 1733) se incrementó la
productividad en la fase de tejido y se elevó la demanda de hilo. La respuesta no se hizo
esperar. La jenny (James Hargreaves, 1764), la water-frame o máquina hiladora
continua movida con energía hidráulica (Richard Arkwright, 1768) y la mule-jenny, una
síntesis entre dos anteriores (Samuel Crompton, 1779), permitieron mecanizar la fase de
hilado. Estas innovaciones exigieron cambios en la fase de tejido y la solución se
encontró en el telar mecánico (Edmund Cartwright, 1784), perfeccionado en la primera
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mitad del siglo XIX. La difusión de estas máquinas de hilar y de tejer, y la utilización de
energía hidráulica primero y de la máquina de vapor después permitieron no sólo
incrementar la producción y la productividad, sino también consolidar los cambios
organizativos antes apuntados.
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La producción de hierro y acero desempeñó igualmente un protagonismo destacado en el
surgimiento y consolidación de la revolución industrial. A principios del siglo XVIII se elaboraba
un producto de cierta calidad pero escaso y caro, incapaz tanto de satisfacer como de fomentar
la demanda. Desde entonces, la industria siderúrgica fue adquiriendo un papel relativamente
importante en el conjunto de la economía, aunque poco relevante si se la compara con la
industria algodonera, hasta que tomó, en el segundo tercio del siglo XIX, el relevo y se convirtió
en uno de los motores de la revolución industrial. Las transformaciones ocurridas en este sector
no fueron tanto consecuencia del cambio en la estructura y organización empresarial (ya
contaba con algunas características del sistema fabril y capitalista –inversiones importantes,
concentración, mano de obra asalariada- que se fueron perfeccionando), como de la renovación
tecnológica y el incremento radical de la demanda.
La evolución de la industria siderúrgica dependió, por una parte, de las posibilidades de la
demanda; y, por otra, de su capacidad de satisfacer la demanda existente y de fomentar la
sustitución de la madera por el hierro y la generalización de éste. En este sentido, el cambio
tecnológico, que permitiría reducir los costes de producción a la vez que mejoraba la calidad, fue
un elemento crucial. El problema fundamental con el que se enfrentó inicialmente esta industria
fue la escasez de madera y sus limitaciones como fuente de energía con que alimentar los hornos
de fundición. El reto fue la sustitución del carbón vegetal por el mineral, más abundante y con
mayor poder calorífico, aunque con el inconveniente de que algunos de sus componente
(carbono, fósforo y azufre) se transferían en el proceso de fundición al hierro, dando lugar a un
producto de baja calidad.
El primer salto tecnológico fue realizado en 1709 por Abraham Darby, quien consiguió fundir
hierro con carbón mineral de bajo contenido de azufre sometido a un proceso de calcificación
para que se eliminasen las impurezas. El perfeccionamiento del proceso de Darby para
transformar la hulla en coque metalúrgico, y el incremento de la capacidad de los altos hornos,
permitió su difusión en la segunda mitad del siglo XVIII (en 1750 sólo el 5% del hierro colado
procedía de hornos de coque; en 1755 ya ascendía al 55%). Pero seguía sin resolverse un
problema de utilidad. El hierro colado inglés resultante no servía para obtener el hierro forjado,
utilizado en la mayor parte de utensilios y herramientas, pero el elevado contenido de carbono y
azufre hacía dicho producto muy quebradizo. Por ello debía importarse hierro colado de Suecia,
de mayor calidad.
La solución la encontró Henry Cort en 1784, mediante un procedimiento de pudelado y
laminación que permitía eliminar el carbono y el azufre; para ello era necesario recalentar el
hierro colado en un horno de reverbero, para transformarlo después en barras haciéndolo pasar
por un sistema de rodillo de laminación. El método de Cort revolucionó totalmente la
producción de hierro forjado al permitir elaborar un hierro de calidad similar al importado y
reducir los costes de producción.
Las innovaciones se completaron con la incorporación, por esos mismos años, de la máquina de
vapor a los procesos siderúrgicos para impulsar los sistemas de inyección de aire en los altos
hornos –lo que dio eficacia a la fundición con coque, para mover los martillos pilones en las
forjas y hacer girar los rodillos de laminación del sistema Cort.
19
Estos avances tecnológicos tuvieron unas repercusiones inmediatas. Consolidaron una
estructura fabril y capitalista, y permitieron un crecimiento importante de la producción: entre
1750 y 1790 se triplicó la producción de hierro colado; entre 1788 y 1806 se cuadriplicó. De esta
forma la siderurgia británica se aproximó al abastecimiento de la demanda interna e inició sus
exportaciones; mientras que en 1750 Gran Bretaña importaba el doble de su producción, en 1814
sus exportaciones quintuplicaban sus importaciones.
El desarrollo de la industria siderúrgica inglesa dependió, además, de la evolución de la
demanda. El aumento de ésta estuvo ligada al propio proceso de la revolución (demográfica,
agrícola, industrial), que estimulaba la paulatina sustitución de la madera por el hierro y su
generalización en los utensilios domésticos, herramientas y maquinarias. Con todo, el ritmo de
crecimiento de esta demanda fue inicialmente modesto. La coyuntura bélica de finales del siglo
XVIII y principios del XX estimuló excepcionalmente la producción siderúrgica para satisfacer
las necesidades militares; pero acabadas las guerras, se produjo una contracción del mercado, y
el sector siderúrgico entró en crisis. Habría que esperar el advenimiento de la era del ferrocarril
y la generalización de la mecanización a partir de 1830, para que el enorme aumento de la
demanda, que esos procesos trajeron consigo, sacara a la industria siderúrgica del estado de
subproducción a que se veía sometida.
A partir de entonces esta industria incrementó drásticamente su producción, incorporó nuevas
innovaciones técnicas, ya en la segunda mitad del siglo XIX, y sustituyó a la industria textil en el
papel de impulsora de la revolución industrial. Este nuevo protagonismo quedó reflejado en
unos efectos de arrastre hacia atrás, al incrementar la demanda de carbón, mineral de hierro,
trabajo, capital y maquinaria especializada, y exigir mayores facilidades de transporte; y hacia
delante, al suministrar un material barato y sólido (absolutamente necesario para una economía
industrializada), fomentar el desarrollo de la industria mecánica y sentar el prototipo de la
industria moderna. Triunfaban las grandes dimensiones empresariales, una fuerte
capitalización y la plena mecanización.
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la utilización de un sistema de compañías por acciones, que permitía a un gran grupo de
individuos asociados impersonalmente reunir capitales suficientes para acometer proyectos de
gran escala, no sólo evidenciaban una orientación capitalista, sino que contribuía a difundir
unas formas de organización perfectamente adecuadas a las grandes necesidades de inversión
requeridas para el desarrollo de la revolución industrial.
A pesar de toda la importancia que tuvieron esos medios tradicionales, la auténtica revolución
en este sector no llegó hasta la utilización de la máquina de vapor y la difusión del ferrocarril a
partir de 1830, y de la navegación a vapor, ya en la segunda mitad del siglo XIX. La invención
del ferrocarril estuvo íntimamente ligada al progreso de las explotaciones carboníferas, al
desarrollo de la industria siderúrgica y al perfeccionamiento de la máquina de vapor. Fue la
combinación del carbón, el hierro y el vapor la que hizo posible esta innovación revolucionaria, y
en torno a ellos se realizaron las primeras experimentaciones. En la minería, y también en la
siderurgia, se estaban utilizando raíles y vagonetas arrastradas por caballerías; y en estos
sectores se gestaron y se desarrollaron las primeras máquinas de vapor. Ambas industrias, con
productos voluminosos y pesados, requerían unos medios de transporte eficaces, ya que no
siempre era posible utilizar vías navegables, y el transporte terrestre resultaba demasiado caro y
lento.
Estas condiciones estimularon el progreso técnico. Desde 1760 se empezó a estudiar la
posibilidad de aplicar la máquina de vapor al transporte terrestre, aunque con poco éxito. El
primer salto tecnológico se produjo a principios del siglo XIX con Richard Trevithick, quien
logró crear en 1804 una primera locomotora a vapor que circulaba sobre carriles, y con George
Stephenson, quien desde 1814 fue perfeccionando modelos y desarrollando líneas locales hasta
llegar, en 1830, al ferrocarril que unía el centro algodonero de Manchester con el puerto de
Liverpool.
A partir de entonces, el ferrocarril se convirtió en el símbolo de la primera revolución industrial.
Junto a la demanda de transporte eficaz y el progreso técnico, el nuevo invento exigió grandes
cantidades de capital. Sus conexiones iniciales con la minería y la siderurgia, y la tradición
financiera de los medios de transporte, facilitaron su financiación inicial, pero su difusión exigió
grandes inversiones. El hecho fundamental –según E. J. Hobsbawm- fue la acumulación de
capital generada en las dos primeras generaciones de la revolución industrial, y el fracaso de los
empréstitos exteriores lo que posibilitó el que los capitales afluyeran de forma masiva hacia
inversiones ferroviarias. El resultado fue espectacular: en Gran Bretaña, de 157 km. existentes
en 1830 se pasó a 2.390 km. en 1840 y a 9.797 km. en 1850; y en todo el mundo, de 4.500 km.
en 1840, a 23.500 en 1850.
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- Estimuló el crecimiento económico al incrementar la demanda de productos
siderúrgicos (la producción de hierro se triplicó entre 1830 y 1850, pasando de 680.000
toneladas a 2.250.000 toneladas), de carbón (su producción también se triplicó al pasar
de 15 a 49 millones de toneladas), de mano de obra (250.000 hombres en 1847), y debe
sumarse la exportación de capital, hierro, máquinas y técnicos británicos.
- Relanzó la revolución industrial al acelerar las innovaciones técnicas de la siderurgia, el
desarrollo del sector clave de la maquinaria especializada y de precisión, así como otras
industrias auxiliares.
- Contribuyó a configurar y difundir el gran capitalismo financiero y empresarial, pues las
enormes masas de capitales que necesitaba para su construcción exigió la aparición de
nuevas instituciones financieras, mucho más dinámicas y capaces. Destaquemos entre
ellas: las sociedades anónimas por acciones, que canalizaban el ahorro privado hacia las
inversiones industriales y ferroviarias, el protagonismo de la Bolsa y el desarrollo de
nuevos tipos de bancos.
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natalidad y de estimular la demanda industrial. El análisis de David Ricardo le llevó a constatar
la conflictividad que se producía entre terratenientes, capitalistas industriales y trabajadores, y
la amenaza del estancamiento económico. Resaltó así la importancia de la teoría de las ventajas
comparativas, que debía llevar al libre-cambismo y a la división internacional del trabajo.
Fueron éstas unas perspectivas que serían recogidas por Richard Cobden y el movimiento
manchesteriano contra las leyes de cereales británicas.
La síntesis final del liberalismo clásico llegó con John Stuart Mill y su obra Principios de
economía política (1848), al defender los postulados básicos de la iniciativa individual, el papel
de la acumulación del capital y el mercado libre y competitivo, a la vez que abría nuevos caminos
al señalar la tendencia al estancamiento y la inestabilidad del sistema, que podrían ser resueltos
a través de la intervención estatal (política educativa, fiscal, laboral, fomento de la iniciativa
privada, etc.).
Otros autores, como Alexander Hamilton en Estados Unidos o Friedrich List (Sistema nacional
de economía política, 1841) en Alemania, partiendo de los postulados del liberalismo clásico
destacaron los desequilibrios económicos internacionales y defendieron una política
proteccionista, un nacionalismo económico incluso, y dieron un protagonismo al Estado dentro
de la economía a través de la política aduanera.
El desarrollo de la primera revolución industrial bajo las formas dominantes que hemos
denominado capitalismo clásico, y de sus crisis, junto con sus justificaciones teóricas y la
búsqueda de soluciones que aportaban los pensadores liberales, llevaron a la segunda revolución
industrial y a la modificación de la organización económica a partir de mediados del siglo XIX.
El nuevo orden, gestado en la etapa anterior, siguió siendo básicamente liberal y capitalista
(propiedad privada, libre mercado, confluencia entre capital y trabajo), pero cobró nuevas
perspectivas, conocidas como capitalismo oligopolístico, financiero e imperialista. En el campo
del capital se impuso una propiedad privada colectiva que implicaba nuevas fórmulas de
organización empresarial y financiera (desarrollo de las sociedades anónimas, protagonismo de
la Bolsa de los nuevos tipos de bancos) y que llegaría en sus fórmulas más sofisticadas al cártel
(reparto de mercados), al holding y al trust (centralización y concentración empresarial), y a
una agudización de la competencia internacional. En el campo del trabajo cobró importancia el
asociacionismo obrero profesional, nacional e internacional. Y en estas nuevas relaciones de
fuerzas se potenció el protagonismo del Estado. De un Estado que tuvo que reconocer esas
nuevas formas de organización empresariales y obreras, que debía realizar una intervención
mayor para corregir los desequilibrios económicos y sociales, garantizar la libre iniciativa y la
economía del mercado, y defender la economía nacional en el orden internacional
(proteccionismo e imperialismo).
Bibliografía
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prfundo análisisd e la génesis, problemas y debates fundamentales sobre la revolución industrial
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máquina de vapor y el sistema fabril, y que conlleva un replanteamiento general de todo el
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nacimiento de las sociedades industriales, Barcelona, Ariel, 1979. Estos dos tomos podrían
servir como un auténtico manual sobre la revolución industrial, con una síntesis sobre sus
elementos fundamentales y las peculiaridades en los países más importantes.
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Barcelona, Crítica, 1993. Ensayo que busca nuevas explicaciones sobre la génesis de la
revolución industrial: “cambio, continuidad y azar” frente a la interpretación del fenómeno
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