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PDF ORALIDAD EN LOS PROCESOS CIVILES

Un lugar común entre las críticas que recibe la administración de justicia es su lentitud
—a veces exasperante— en resolver los casos, el exceso de formalismos en los
trámites, engorrosos y burocráticos, y la lejanía del juez con el asunto que debe
decidir. El interesado ve al juez como una figura inalcanzable detrás de una montaña
de papeles, cuyo significado no alcanza a comprender del todo.
el procedimiento consiste en la celebración de dos audiencias luego de trabada la litis.
En la primera, el juez escucha a las partes, trata de acercar las posiciones y
conciliarlas; de no lograrlo, se establecen con las partes los hechos a probar y la
prueba pertinente que ha de producirse. En la segunda audiencia, se producirán
efectivamente las pruebas y la causa quedará en condiciones de ser resuelta por el
juez.
Las claves del éxito reposan en dos elementos. Por un lado, el involucramiento directo
del juez en la contienda; y, por el otro, la completa oralización del trámite, pues las
audiencias son íntegramente videograbadas, sin necesidad de producir actas ni
registros por escrito.
El papel que el juez asume es clave en este proceso. En la audiencia preliminar actúa
como un conciliador de posiciones antagónicas, con mayores facultades que las que
pueda tener un simple mediador, tratando de que las partes entiendan la conveniencia
de llegar a un acuerdo que satisfaga los intereses de cada una, saliendo del marco de
la disputa del litigio en donde hay un ganador y un perdedor: aquí se arriba a un
resultado que se considera satisfactorio para ambos contendientes. En la organización
de la prueba y en la audiencia de vista de causa, el juez procede como un cabal
director del proceso y lo organiza, junto con las partes, teniendo en la mira su
desenlace final: la sentencia que resolverá el conflicto. La videograbación de las
audiencias de vista de causa otorga informalidad, rapidez y confianza en el diálogo,
características que no poseen las actas escritas que, en los sistemas tradicionales
documentan burocráticamente las posiciones y dichos de las partes. La inmediación
del juez permite, no solo que este domine el expediente y los términos de la discusión
en profundidad, lo que facilita el dictado de la sentencia final, sino que también le da a
los litigantes la confianza cierta de que la justicia, encarnada en la figura del juez,
escucha y atiende sus reclamos. Una justicia próxima al litigante, pero, sobre todo,
transparente. se suman nuevos resultados del programa de oralización en procesos de
conocimiento civiles y comerciales
tratan la incorporación de nuevas tecnologías aplicadas a la gestión de expedientes, el
gerenciamiento de la oficina judicial, el rol activo y preponderante del juez y su función
de conciliador, el desafío en la implementación de la oralidad y la exigencia de la
debida fundamentación, modelos de proveídos y escritos judiciales, experiencias
prácticas, entre otros trabajos que tienen por vocación servir como material de
consulta para los jueces que emprendan este camino.

El proyecto de implementación de la oralidad en procesos de conocimiento del fuero


civil y comercial es uno de esos excepcionales ejemplos en que la cooperación
interinstitucional, la asistencia técnica, el liderazgo de los jueces y el cambio cultural
producen un impacto trascendente en el servicio al ciudadano, en pocos meses y con
bajo costo.

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Entre los resultados más notables se cuenta una tasa de conciliación del orden del
10%, junto con la solución de varios litigios con su correspondiente audiencia de vista
de causa a los tres o cuatro meses de haberse realizado la audiencia preliminar.
También se destaca la satisfacción de los usuarios con el sistema de oralidad: más del
90% considera bueno o muy bueno el trato, las explicaciones recibidas y la posibilidad
de ser escuchado en las audiencias, superando —en todos los casos— las metas
propuestas. Los abogados litigantes, por su parte, manifiestan niveles de satisfacción
semejantes.
La segunda edición que aquí presentamos contiene mejoras y agregados que se
evidenciaron necesarios a poco de andar, con una primera edición utilizada a pleno
como herramienta de cambio. Los aportes principales de esta edición que corresponde
destacar son dos. En primer lugar, la nueva edición recoge la experiencia vivida en
2016 a través de indicadores y resultados, modelos de proveídos actualizados por los
jueces y un protocolo de audiencias más exhaustivo. En segundo lugar, contiene
orientaciones para potenciar la conciliación intraprocesal a cargo de los jueces,
respondiendo a una demanda de los participantes en el proyecto

Nueva gestión judicial y oralidad EN los Procesos Civiles

Dos principios procesales:


En los procesos judiciales civiles, entendido este término en sentido amplio, (1) se
aplica, según unánime doctrina y normativa procesal, el principio dispositivo.
Rectamente entendido, la doctrina procesal lo ha interpretado como la posibilidad de
las partes de disponer de su pretensión y de los hechos alegados. Nada más. Las
partes —y solo ellas— aportan los hechos litigiosos y las pretensiones sobre las que
recaerá la decisión del juzgador, quien se ve limitado por esos aportes: no podrá
decidir sobre lo que las partes no sometieron a su decisión.
El principio dispositivo se opone al principio inquisitivo, según el cual es el juez quien
promueve el inicio de los procesos e investiga, y los límites de su accionar están
dados solo por la ley, no por las pretensiones de las partes.
Por otra parte, se encuentra el principio de impulso procesal, referido a quién tiene a
su cargo que el proceso no se paralice y llegue a su conclusión, por un modo normal o
anormal, dentro de los plazos legales. Dado que la tramitación de causas judiciales
involucra el uso de recursos públicos, el principio general es que los jueces son los
responsables de impulsarlos de oficio hasta su más pronta conclusión, con la mayor
economía procesal posible. Lo cual no obsta a que las partes también tienen la
posibilidad de impulsar el proceso. En modo alguno el principio dispositivo se opone al
impulso procesal de oficio; por el contrario, ambos son aplicables conjuntamente en
los procesos civiles, ya que el principio dispositivo no abarca el impulso del proceso.
Ambos principios, dispositivo y de impulso procesal, están desde ya relacionados y
juegan en conjunto, no solo entre sí, sino con muchos otros principios procesales.
3.Distorsiones en la gestión judicial y en la dirección del proceso

durante décadas se ha ido generalizando una interpretación deformada del principio


dispositivo, como una suerte de “dejar hacer” a las partes, que asumen la dirección del
proceso. . Un juez sin iniciativa ni dirección del proceso, un juez que no evita que el
proceso se paralice ni lo lleva a su conclusión. Ciertamente, la pereza en la labor
judicial por un lado, y la voluntad de los abogados de controlar tanto el avance o no del

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proceso como el momento en que se realizan las actividades procesales, por otro lado,
confluyeron para deformar de este modo la aplicación del principio dispositivo,
convirtiéndolo, vía interpretaciones antojadizas y práctica diaria, en lo que nunca fue.
Esto significó desatender las normas procesales que expresamente prevén que tal o
cual cosa sucederá “a petición de parte o de oficio”, “sin necesidad de petición
expresa”, “sin más trámite”. O las normas más generales, como la que indica que,
vencido un plazo, se haya ejercido o no la facultad que corresponda, se pasará a la
etapa siguiente en el desarrollo procesal, debiendo disponer de oficio el tribunal las
medidas necesarias. Y quedaron así en letra muerta las normas que indican que el
juez puede y debe dirigir el proceso en aras de la economía procesal.

4.Una mirada moderna

los modernos principios de gestión judicial han puesto en crisis esta exégesis,
buscando volver a la recta interpretación de estos principios. Hoy vuelve a afirmarse
que el principio dispositivo, cuya aplicación sigue siendo plena e indudable como regla
general en los procesos civiles, implica que las partes pueden disponer de la
pretensión y de los hechos alegados, pero no de los tiempos ni de los recursos
judiciales. Yendo un poco más allá, y sumando al análisis otros principios procesales
afines, en virtud de una recta aplicación del principio dispositivo se reconoce a las
partes:
• El derecho a iniciar o no una acción judicial, sin que el Estado pueda excitar la
jurisdicción ante inacción del interesado.
• El derecho a ejercer o a desistir de un derecho, aún con la acción judicial ya iniciada,
sin que el Estado ni la contraparte puedan formular oposición alguna a tal renuncia.
• El derecho a ejercer o a desistir de una acción judicial, con la necesaria con formidad
de la contraparte cuando este desistimiento no alcanza al derecho a promover una
nueva acción por el mismo motivo.
• El derecho a ofrecer o no ofrecer medidas de prueba, a elegir qué medidas de
prueba ofrecer, y el derecho a desistir de las ya ofrecidas.
• El derecho a contestar o no los planteos de la contraparte o del juez, y el derecho de
elegir con qué extensión y alcance hacerlo.
• El derecho a aprovechar o renunciar los plazos que se fijen en su beneficio, sin que
esto pueda ser cuestionado por la contraparte o por el juez.
Por otro lado, en ningún caso el principio dispositivo implica:
• El derecho a que el expediente no avance.
• El derecho a decidir cuándo se cumplirá cada paso en el proceso.
• El derecho a dirigir el proceso judicial.
• El derecho a manejar los tiempos del tribunal a cargo del juicio.
• El derecho a mantener derechos no ejercidos oportunamente

5.Las audiencias y las mejores prácticas de gestión judicial


La importancia de las audiencias y la posibilidad de concentrar en ellas múltiples
diligencias ha sido desde hace mucho tiempo considerada por la literatura procesal.
Consecuencia de ello es que es normal encontrar en los códigos de procedimiento el
deber (así: “deber”, no “facultad”) del juez de concentrar en lo posible, en un mismo
acto o audiencia, todas las diligencias que sea menester realizar. Esta es una de las
derivaciones del rol del juez como director del proceso.

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la mera introducción de audiencias (Chayer & Elena, 2011; 2008) en la letra de los
códigos procesales tampoco garantiza la superación de estas distorsiones ni la plena
garantía del debido proceso. Se evidencian también aquí muchas distorsiones. No se
trata solo de infracciones obvias o groseras, como la fijación de audiencias con plazos
de varios años, su interrupción por varias semanas o meses, o a la delegación del juez
en funcionarios. En estos casos resulta evidente la esterilización del sentido de la
audiencia y el incumplimiento, en la práctica, de lo que la letra del Código previó.
Existen otras deformaciones en la implementación práctica de las audiencias, que
esterilizan las potencialidades de la oralidad. El primer obstáculo para el éxito de las
audiencias, en este caso a nivel sistémico, es la inasistencia habitual de las partes.
Debe prestarse mucha atención a contar con mecanismos que garanticen la efectiva
realización de las audiencias, caso contrario, se minará el sistema por su base.
Pero la celebración efectiva de las audiencias tampoco garantiza los principios de
inmediación y publicidad. En muchos casos, la finalidad principal de la audiencia es
hacer un acta, es decir, un documento escrito. Más allá incluso de que sea resumida,
es, fuera de duda, la actividad principal. Resulta interesante reflexionar sobre el rol de
las actas de las audiencias. La oralidad no debe ser una manera de producir
documentos escritos; si así fuera sería una forma cara, ineficiente y consumidora de
una enorme cantidad de recursos para la producción de documentos escritos. Sin
embargo, así resulta muchas veces en la práctica, y especialmente cuando no es el
juez quien toma la audiencia (y quizás ni siquiera está presente), sino otro miembro de
su oficina judicial.
el audiencista no está pendiente de dirigir la audiencia, de las reacciones de los
testigos, de las actitudes de las partes y de otros indicios que le permitan apreciar la
prueba, sino de lo que se asienta en el acta. Lo mismo sucede con los abogados, que,
más que concentrarse en el examen y contra examen de la prueba, revisan
minuciosamente el texto del acta, porque saben que de lo escrito dependerá la
decisión del juez. En estos casos, lo único que el juez conoce de lo que los
involucrados dijeron es lo que en el acta quedó escrito. También atenta contra el éxito
de la audiencia la falta de capacitación de los jueces para actuar cara a cara frente al
público y los abogados, intentando la conciliación, saneando la prueba, controlando y
dirigiendo su desarrollo-
6. La nueva gestión judicial: la oralidad como motor del rediseño de procesos
de trabajo
sus tres premisas principales son:
• Desde la interposición de la demanda hasta la resolución definitiva del expediente,
cualquier lapso adicional al razonablemente requerido para las notificaciones, actividad
probatoria y del tribunal es inaceptable y debe ser eliminado. Oralidad en los procesos
civiles | 13Héctor M. Chayer - Juan P. Marcet
• Para alcanzar la justa y eficiente resolución de los casos, el juez y no los abogados o
las partes deben controlar el ritmo del expediente.
• Un fuerte compromiso de la judicatura es esencial para reducir las demoras del
sistema.
Mientras los juicios penales han avanzado en la región hacia los procesos orales, la
efectiva oralidad sigue siendo una deuda pendiente en el resto de los juicios.
Incorporarla en el área civil (Villadiego et al, 2009) es tanto una garantía del debido
proceso y el acceso a la justicia, como un modo de efectivizar la inmediación del juez,
la concentración de los actos y la economía procesal, reduciendo los tiempos totales

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de inicio a fin de un caso. Al corporizar la presencia de los sujetos del conflicto en las
audiencias, se fuerza a los operadores judiciales, tanto jueces como abogados, y a las
partes mismas, a realizar un esfuerzo comunicacional diferente al que la escritura
exige. De este modo, el juez adquiere una visión de la prueba mucho más objetiva y
cercana a los hechos que cuando accede a ella a través de actas escritas por terceros.
Los procesos de conocimiento civiles, en la mayoría de las jurisdicciones argentinas,
se caracterizan por ser predominantemente escritos, tramitándose a través de
actuaciones que se agregan en papel al expediente, entendiendo por tal una carpeta
en la cual se acumulan esos escritos. Los pocos “momentos de oralidad” que la
legislación procesal prevé terminan convirtiéndose también en papel, dado que
sucesivas “audiencias” se incorporan al expediente en forma de actas impresas en las
que se transcriben las declaraciones de testigos, partes o peritos, realizadas oralmente
ante un audiencista que hace las veces de dactilógrafo.
se prevé que el juez que dictará la sentencia estará presente en esas audiencias, la
realidad marca que esto es inusual. Debido al cúmulo de expedientes y tareas que los
magistrados llevan adelante, dentro de un marco organizacional y de gestión
anacrónicos, lo habitual es que deleguen informalmente la toma de audiencias en
empleados de su organismo a quienes, en el mejor de los casos, capacitaron
previamente a estos f ines. Esto provoca que los usuarios del sistema de justicia no
tomen contacto con el juez que resolverá su caso, y que el juez que resolverá el caso
conozca las declaraciones de las partes, de los testigos y las aclaraciones de los
peritos a través de las transcripciones de sus dichos que un audiencista plasmó en un
documento escrito. A su vez, el audiencista cumple simultáneamente el rol de
entrevistador del usuario, registrador del acta y decisor en los planteos que se den
durante la audiencia, como oposiciones o reformulación de preguntas. Todo esto en el
marco de una delegación informal, razón por la cual el acta expresa que el juez estuvo
presente y condujo la audiencia pese a que casi nunca sucedió así.
El juez termina encontrándose con declaraciones transcriptas a las apuradas, y se
pierden en el camino todos los elementos que el lenguaje no verbal le ofrece para la
resolución del conflicto. Por supuesto, esta metodología contradice palmariamente los
principios procesales de inmediación del juez y concentración en la producción de la
prueba. Adicionalmente, la práctica de fijar audiencias sucesivas para los diferentes
testigos, peritos y audiencias de posiciones conlleva que el tribunal pierde todo control
sobre los plazos del período probatorio. Las posibilidades conciliatorias que la oralidad
ofrece no encuentran suficiente aprovechamiento sin la conducción de la audiencia por
parte del juez o de un funcionario debidamente capacitado en métodos participativos
de resolución de conflictos. Así, diariamente, se desperdician oportunidades de llegar
a la verdad y de lograr una conciliación, para lo cual es central el trato directo con los
usuarios, que termina siendo poco menos que excepcional para el juez.
Las ventajas de una oralidad efectiva han sido harto difundidas; proponerla como
motor del rediseño del proceso de conocimiento (Garavano & Chayer, 2015) permite
además lograr algunas adicionales como:
• El control del período probatorio en forma plena por el juez, entendiendo por tal el
control del plazo en que se cumplirá y las medidas de prueba que se llevarán adelante
en ese tiempo. • Concentrar en una única oportunidad todas las diversas audiencias
que al presente se cumplen en momentos sucesivos a lo largo de meses.

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• La eliminación del soporte papel para esas audiencias de vista de causa o de
prueba, reemplazándolo por videograbación, ahorrando de ese modo el tiempo de la
transcripción y la dedicación que un empleado del Juzgado debería poner en ella.
• El acortamiento de los plazos hasta la terminación del proceso, dado que al finalizar
la audiencia el juez ya dispone normalmente de toda la información que requiere para
llegar a una resolución (salvo que reste alguna prueba, lo cual sería la excepción y no
la regla).
• El favorecimiento de las posibilidades conciliatorias, dado ante la presencia personal
del juez que interviene activamente en las negociaciones y la convicción de que el
proceso llegará a su fin en un plazo cierto.
• El abandono de las prácticas de delegación informal y la necesaria presencia
personal del juez como funcionario público que busca una solución al conflicto que se
le presenta a su conocimiento.
• La coherencia y uniformidad en las prácticas de gestión, para que los usuarios
sepan que, más allá de en qué Juzgado recayó su asunto, el trámite que se llevará
adelante será substancialmente similar, y que tendrán la posibilidad de que el juez
realmente atienda en forma personal su conflicto.
• Brindar un instrumento adicional a los tribunales de alzada para comprender la
valoración de la prueba realizada por el juez de primera instancia, ya que podrán
acceder a la videograbación de la audiencia y percibir por sí mismos la fuerza de
convicción de los testimonios y de las declaraciones allí registradas.
• La progresiva descongestión de las oficinas judiciales, que se logrará con el control
del período probatorio y de los plazos reales del proceso, así como con la liberación de
recursos humanos capacitados, hoy absorbidos por la toma de audiencias, que podrá
dedicarse a otras tareas acordes a su capacitación.
sin reformas legales, modificando las prácticas de la gestión judicial, se puede
avanzar, y mucho, en esta dirección. Debe asumirse que muchos actos procesales
que no están regulados pueden ser válidos y en modo alguno anulables. El primer
paso es que los jueces asuman la efectiva dirección del proceso, tomando de oficio las
medidas tendientes a evitar su paralización y adelantar su trámite con la mayor
celeridad posible. Esto significa mantener el proceso dispositivo dentro de los límites
que el derecho procesal le asigna. Una de las consecuencias prácticas más concretas
es reasumir la ejecución de las notificaciones desde el tribunal, con el apoyo de las
notificaciones electrónicas, entendiendo además que requiere menos tiempo y
esfuerzo preparar y ejecutar las notif icaciones de oficio que controlar su ejecución por
las partes. El segundo paso es utilizar eficazmente la audiencia preliminar, audiencia
que, o bien existe en los ordenamientos procesales —como en el art. 360 del Código
Procesal Civil y Comercial de la Nación (CPCCN)—, o bien no está prohibida, con lo
cual, puede aplicarse. Se debe promover la efectiva utilización de esta audiencia a
cargo del juez con fines conciliatorios, de depuración de la prueba innecesaria, de
fijación de un “plan de trabajo” para la producción de la prueba, y de fijación y
notificación de la audiencia de vista de causa, en la cual concluirá indefectiblemente el
período probatorio teniéndose por desistida la prueba no producida. Es posible
generalizar esta audiencia en todos los fueros a partir de las facultades de dirección
del juez. La realización de audiencias preliminares efectivas a cargo del juez tiene un
alto impacto tanto en aumentar las conciliaciones judiciales como en disminuir los
tiempos totales del proceso. El tercer paso es la audiencia para la producción de la
prueba o audiencia de vista de causa. Debe velarse por la efectiva utilización de esta

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audiencia a cargo del juez para que, al finalizar, tome la decisión. Durante esta
audiencia se reciben las aclaraciones orales de los peritos, la prueba confesional y las
declaraciones testimoniales. Además del examen cruzado por los abogados, los
jueces pueden completar la prueba con el método del libre interrogatorio. Sin ir más
lejos, el art. 487 del Código Procesal Civil y Comercial de la Provincia de Buenos Aires
autoriza expresamente este método.
La efectiva oralidad es garantía del debido proceso y del acceso a la justicia, a la vez
que es un modo de efectivizar la inmediación del juez, la concentración de los actos y
la economía procesal, reduciendo los tiempos totales de inicio a fin de un caso.
El factor tiempo es central a la hora de definir las cualidades propias de cada proceso.
El tiempo de duración de los procesos es una preocupación constante, no solo de los
operadores habituales del derecho sino de los propios integrantes de la comunidad,
que lo ven como un factor determinante, tanto para decidir si utilizar o no el servicio de
la jurisdicción, como cuando se ven constreñidos a someterse a esta. En cualquiera de
los dos casos se pretende una solución no solo justa sino también rápida de la
controversia.
7. Aprovechar los medios disponibles, mejorar los procesos de trabajo
La videograbación en soporte digital es un apoyo necesario y decisivo para el
desarrollo eficiente de la gestión por audiencias, ya que evita tener que transcribir las
declaraciones. La videograbación en soporte digital es un apoyo necesario y decisivo
para el desarrollo eficiente de la gestión por audiencias, ya que evita tener que
transcribir las declaraciones. Los medios de citación también deben ser gestionados
por el tribunal en forma enérgica y creativa, dejando lo menos posible en manos de las
partes. Dado que la cantidad de audiencias que un juez puede llevar adelante es
limitada, debe asumirse explícitamente que los casos que excedan esa cantidad
deben solucionarse de otro modo, utilizando la conciliación y otras salidas alternativas.
Solo así el sistema tiene posibilidades de mantenerse en equilibrio, y cumplir
efectivamente su función en tiempo oportuno, derivando todo tipo de externalidades
positivas para la sociedad y las partes en conflicto.

8. Obstáculos a superar y el desafío de la transición


En primer lugar, es crítico conocer la carga de trabajo del organismo, y cuántos de los
juicios que ingresan regularmente son pasibles de ser tramitados mediante procesos
por audiencias. Sin conocer la carga de trabajo, es imposible tomar una decisión
respecto de cuántas audiencias preliminares y cuántas audiencias de vista de causa
será necesario celebrar mensualmente. Es el juzgado el que debe tomar esta decisión
al inicio de la experiencia, no tan solo “esperar e ir viendo”. A diferencia del sistema
tradicional, no son las partes las que van llevando el proceso adelante; es el propio
juez. Si fija menos audiencias preliminares que las necesarias, se provocará un cuello
de botella a poco de andar y los plazos para tomar las próximas audiencias
preliminares empezarán a demorar.
Es necesario comprender la dinámica del sistema: se llamará a audiencia preliminar
en todos los expedientes en los que se trabó la litis, y es necesario hacerlo a la mayor
brevedad posible. Todos los expedientes que se logren conciliar en esa audiencia
saldrán del flujo de trabajo. A todos los beneficios de la conciliación desde el punto de
vista de las partes, se agrega una conveniencia concreta para el sistema: juicio
conciliado, juicio que no se abrirá a prueba, sentencia definitiva que no se dictará,
sentencia de primera instancia que no se apelará. Para mantener el sistema en

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equilibrio, es deseable un nivel de conciliación en audiencia preliminar no inferior al
veinte por ciento.
En todos los juicios que no sean conciliados en ese acto, se fijará audiencia de vista
de causa. La fecha de esa audiencia se determina en la propia audiencia preliminar y
se notif ica a los presentes. Ninguna de las dos audiencias debe suspenderse, salvo
por causa de fuerza mayor. Ni por solicitud de las partes, ni por inasistencia
injustificada de alguna de ellas, o incluso de ambas. Quien no se encuentre presente
no podrá participar de las decisiones que allí se tomen, y tampoco podrá apelarlas,
dado que las resoluciones del juez sobre producción, denegación y sustanciación de
las pruebas son irrecurribles. Un nuevo intento conciliatorio debe realizarse en la
audiencia de vista de causa, dado que las condiciones no son las mismas que en la
audiencia preliminar, y este cambio de condiciones (informes agregados al expediente,
pericias producidas, presencia o ausencia de testigos, cercanía del dictado de
sentencia, tiempo transcurrido) puede favorecer la celebración de un acuerdo.
Esta dinámica implica varios cambios en los usos forenses, y su gradual
implementación requiere superar una serie de obstáculos (3) como:
• barreras culturales del juez y de su equipo;
• falta de conocimientos y habilidades;
• ausencia de sanciones legales por incomparecencia;
• uso de las audiencias de vista de causa para forzar la conciliación;
• la tasa pasiva como incentivo en contra de conciliar;
• mecanismos para fijar honorarios que desalienten el pronto fin de los litigios;
• creer que se trabaja para el Tribunal de alzada.
NuEVas tECNologÍas y gErENCIamIENto DE la ofICINa juDICIal

1. Gerenciamiento de la oficina judicial. Gestión del proceso civil


los requerimientos sociales, sustentados en derechos de orden constitucional, exigen
de los magistrados una conducta específica en el ámbito del gerenciamiento de la
oficina judicial, y como aplicación específica, en la conducción del proceso.
Uno de los aspectos de mayor relevancia es la clara distinción entre las funciones
jurisdiccionales y las funciones administrativas que se desarrollan simultáneamente en
el seno de los organismos de administración de justicia. Las primeras mencionadas se
componen por las decisiones judiciales que los ciudadanos persiguen con sus
peticiones; las segundas son todas las actividades indispensables para que aquellas
puedan ser emitidas satisfactoriamente, en términos de eficiencia
El método adoptado supone asimismo el “manejo del caso” en forma cooperativa con
las partes y sus letrados, asumiendo el órgano jurisdiccional especial protagonismo en
la etapa probatoria del juicio —que, como es sabido, exhibe un notorio déficit, dada la
preponderancia de falta de inmediación entre el juez y las partes, la delegación de
funciones y la ausencia de concentración de los actos de prueba, características
salientes de la actual praxis del proceso civil escriturario en nuestro país (Oteiza,
2009)—. En tal sentido, el protagonismo del magistrado es indispensable: este es
quien, ejercitando sin cortapisas los deberes y facultades previstos en los arts. 34 y 36
CPCCBA, constituye la piedra basal del moderno proceso civil.
2. Las tecnologías de la información y de las comunicaciones en la gestión
de juicios

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Este campo del desarrollo tecnológico no puede estar ajeno a cualquier diseño de
gestión procesal, dado que provee herramientas de enorme relevancia para el
gerenciamiento del proceso.
la Ley Nacional 25.506 de Firma Digital introduce a nuestro sistema jurídico el empleo
de la firma digital y de la firma electrónica, de modo que estos mecanismos permiten
sustituir la firma ológrafa —con exclusión de ciertos actos personalísimos—, creando
el documento digital; el que, bajo las condiciones de la citada norma, satisface los
recaudos del documento escrito (arts. 1 a 6 de la ley citada).
Precursora del uso de esta tecnología, la Suprema Corte de Justicia de la Provincia de
Buenos Aires, desde el año 2008, ha logrado el desarrollo suficiente para aplicar al
sistema de justicia la tecnología informática, ciñéndose a los lineamientos adoptados
por la mencionada ley 25.506. En las normas reglamentarias adoptadas y sus
implicancias experimentales, la Corte provincial asumió la aspiración de “progresiva
despapelización” reconocida con carácter general por el art. 48 de la ley 25.506 y se
hizo eco, además, del interés por la protección del medio ambiente contemplado en los
arts 41 de la Constitución Nacional y 28 de la Constitución de la Provincia de Buenos
Aires. (3) Por su parte, la Corte Suprema de Justicia de la Nación también inició el
camino de la utilización de esta herramienta, a expensas de la ley 26.685, que autoriza
el uso de expedientes electrónicos, documentos electrónicos, firmas electrónicas,
firmas digitales, comunicaciones electrónicas y domicilios electrónicos constituidos en
todos los procesos judiciales y administrativos que tramitan ante el Poder Judicial de la
Nación, otorgándoles idéntica eficacia que a sus equivalentes convencionales.

3. Videograbación de las audiencias


La norma reglamentaria citada establece la realización de una prueba piloto destinada
a la videograbación del desarrollo de audiencias de prueba, utilizando un sistema
denominado CICERO, que permite la registración de todo lo actuado, lo que luego es
asegurado con la utilización de la tecnología de firma digital, suscripción que realizan
el magistrado y el funcionario actuantes, de modo que los contenidos resultan
inalterables y pueden ser almacenados y reproducidos las veces que sea necesario,
hasta la conclusión del juicio. Este medio sustituye el acta escrita que tradicionalmente
se confecciona, dado que logra asentar lo actuado en la audiencia de manera
completamente fiel a los dichos y a los gestos de los comparecientes.
El nuevo medio de registración constituye un cambio de paradigma en el sistema civil
escriturario, ya que en el corazón del proceso se inserta el registro audiovisual
inalterable de lo que partes, testigos y —eventualmente— peritos han expresado
acerca de los hechos litigiosos, de modo que la percepción de estos medios
probatorios por parte del juzgador —en todas las instancias necesarias— se formará a
partir de lo que exactamente haya sucedido, con todos los matices que los deponentes
hayan impreso a sus declaraciones.
Como se destacó en la resolución aludida, la propia Corte Suprema de la Nación
(CSJN, in re “Cárdenas, Eduardo (juez) s/Filmación en Cámara Gesell-Autorización”,
28/02/1997, Fallos: 320:253), se ha expedido sosteniendo la viabilidad de autorizar la
videofilmación de entrevistas en Cámara Gesell
4. Otros instrumentos tecnológicos para la gestión procesal
Como fuera dicho supra, desde 2008, la Suprema Corte de la Provincia de Buenos
Aires viene elaborando diferentes aplicaciones de tecnología de firma digital, a fin
de dotar a los organismos jurisdiccionales de útiles herramientas para ser

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utilizadas en la administración de información, lo que involucra su obtención,
evaluación, comunicación y archivo.
4.1. Notificaciones electrónicas Mediante el acuerdo 3399/2008, la Suprema Corte
de la Provincia de Buenos Aires dispuso la prueba piloto de notificaciones
electrónicas.
4.2. Comunicación electrónica con el Banco de la Provincia de Buenos aires Esta
entidad recepta íntegramente los fondos generados por la actividad
jurisdiccional en el Poder Judicial de la Provincia de Buenos Aires, lo que
genera una constante comunicación a fin de disponer pagos, transferencias,
informes de saldos y aperturas de cuentas, entre las más habituales.
4.3. Presentaciones electrónicas En el mes de julio de 2012, la Corte Provincial
dictó la resolución 1827/2012, mediante la cual dio comienzo a la prueba piloto
de presentaciones electrónicas
4.4. Comunicación electrónica de medidas cautelares En el mes de octubre de
2012 la Corte provincial dictó la resolución 2757, dando comienzo al plan
experimental de comunicación electrónica de medidas cautelares con el
Registro de la Propiedad Inmueble de la Provincia de Buenos Aires.
rEforma DEl ProCEso CIVIl: ENtrE lo CosmétICo y lo EstruCtural

No podemos trazar un proceso civil oral o por audiencias, sin contar con la estructura
necesaria para hacerlo. En definitiva, debe tratarse de una política de Estado que se
mantendrá en el tiempo y que no sufrirá los vaivenes de los cambios de conducción.
oy es posible leer una sentencia a los pocos minutos que el juez o el tribunal la
suscribe; en algunos casos registrar digitalmente lo que sucede en una audiencia; o
notificar una decisión en segundos mediante el envío de un correo electrónico. A paso
lento, se ha ido avanzando. Parece (nos parece) que es poco. En efecto, en cada uno
de los ejemplos citados, para que llegue ese momento, de la notificación, de la
audiencia o de la publicación digital de una decisión, hay que esperar casi el mismo
tiempo que se aguardaba en la época en que todos esos elementos tecnológicos no
existían. Es lógico que así sea, pues se sigue trabajando con la misma forma de
organización. Hay cambios coyunturales, que logran mejorar aspectos nocivos de la
realidad y nos permiten mejorar la calidad de vida. Pero, si lo que queremos es
transportarnos a otro estado general de cosas, debemos mirar hacia la estructura.
Pues bien, el cambio que entendemos estructural es quitar a los jueces la función de
gestores y ubicarlos, el mayor tiempo que sea posible, en el ejercicio de la potestad
jurisdiccional. El proceso avanza en tanto se toman decisiones respecto del conflicto.
No progresa cuando se corren traslados y se efectúan las contestaciones respectivas.
En el elenco de personas que hoy conforman un juzgado, la decisión sustancial de
cada causa recae siempre en el juez —como debe ser— pero, para que ese momento
llegue, antes ellos deben resolver infinidad de cuestiones de gestión que los agobian y
los desvían del cometido para el que fueron designados. Como señalaba Palacio,
nada sustituye la capacidad de pensar.
Los jueces deben abandonar la función de gestores de los recursos. Carecen de
formación en ese aspecto, sin perjuicio de aquella que la urgencia cotidiana les haya
obligado a procurarse. Tampoco es razonable que distraigan el tiempo destinado a
gestionar conf lictos judiciales —función para la cual han sido designados por el
Estado— a cuestiones administrativas como la cantidad de resmas de papel que
disponen, la licencia solicitada por un empleado o la decisión sobre la promoción de

10
otro. Dos tipos de gestiones se realizan hoy en los juzgados, la que se dirige a buscar
mecanismos de composición del caso judicial —cuyas aristas conceptuales deben ser
profundizadas (Entelman, 2005)— y la que gerencia el ámbito de trabajo; la segunda
es impropia de la actividad jurisdiccional. La estructura asignada a cada magistrado en
forma individual está sobredimensionada y es lo que lo obliga a ocuparse de un
sinnúmero de cuestiones laterales y a contados ejercicios jurisdiccionales.
Los jueces deben llevar a cabo la función de juzgar en inmediación trascendente. La
actividad de gestión de las tramitaciones del juicio debe ser ajena a su tarea. Ellos
actuarán con estructura de apoyo reducida (tres personas) y todo lo que ellos dejen de
operar queda a cargo de la oficina judicial, repartido entre el servicio común procesal
(gestora de las actuaciones) y la unidad de gestión administrativa.
La oficina judicial tendrá entonces, lo que denominamos servicio común procesal que
como una unidad de aquella se encargará de la gestión de las actuaciones y quedará
bajo el comando del secretario general de la oficina judicial. De este modo, el diseño
de la estructura podrá malearse de acuerdo a las necesidades, esencialmente
cambiantes, y maximizar el rendimiento de acuerdo al lugar, al tiempo, a la congestión
de causas, de modo de prestar una asistencia eficaz a los jueces sin distraer su
tiempo de las causas judiciales. A su vez, cada juez será asistido por lo que
denominamos “unidad de apoyo”. Ella contendrá un elenco reducido de personas, tres
en nuestro proyecto, que se ocuparán de la actividad específica que el ejercicio
jurisdiccional, sin los otros aditamentos administrativos, le demanden a cada
magistrado. El esquema se completa con la llamada “unidad de gestión
administrativa”, también dependiente de la oficina judicial, con funciones de jefatura,
superintendencia, ordenación y gestión de los recursos humanos, medios informáticos
y materiales de aquella.
No se trata de aumentar en cualquier medida la cantidad de magistrados y
funcionarios, sino de mutar profundamente las estructuras —las orgánicas— los
modos operativos y el empleo de los recursos existentes. El sistema debe ser
administrado constantemente. El control de sus resultados permite evitar conductas
patológicas o derivaciones no imaginadas. No puede pretenderse que el planteo inicial
sea la mejor versión de una idea, que no necesite ajustes o que la realidad no la
supere. Por el contrario, la retroalimentación constante lo asimila a un organismo
complejo, que muta con el uso y con el paso del tiempo y requiere de ajustes y
mantenimiento
El juEz Como aDmINIstraDor DEl ProCEso juDICIal

La convocatoria al XXV Congreso Nacional de Derecho Procesal propone la “gestión


de las causas” como tema de debate. “Gestionar” es la “acción y efecto de administrar”
(Real Academia Española, 2001) y para gestionar se precisa, en primer término,
contar con un gestor o gerente. En el caso del proceso judicial, ese gestor no puede
ser otro que el juez, que viene a cumplir un rol de administrador de recursos —siempre
escasos— para hacer efectiva la tutela jurisdiccional pretendida por los justiciables. En
esa empresa debe cuidar de no comprometer los derechos sustanciales de las partes.
El primer recurso que es necesario administrar —en su escasez— es el tiempo, de las
partes y del tribunal. El malgasto de tiempo se traduce casi inexorablemente en el
compromiso de otros recursos en la forma de esfuerzos inútiles y de gastos evitables.
Para ponerlo en términos de los clásicos principios procesales, cuando nos referimos a
ahorro de tiempo, esfuerzos y gastos no hablamos sino de economía procesal.

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Nuestro postulado es sencillo: las partes tienen derecho a ser atendidas por el órgano
jurisdiccional pero no a monopolizar esa atención. Todo el tiempo que el órgano
jurisdiccional dedica a un asunto determinado es sustraído de otro asunto que espera
su turno para ser resuelto. Al ser el tiempo un recurso escaso, la parte que se apropia
de él lo escatima, indirectamente, a otros justiciables. Asimismo, el tiempo insumido
influye en el costo de procesamiento de las disputas. El litigio moroso resulta más
costoso para las partes, pero también compromete fondos que el Estado debe destinar
a la atención de muchos pleitos, consumiéndolo injustamente en la tramitación de
unos pocos, es decir, en beneficio de solo algunos justiciables. El órgano atorado, que
malgasta su tiempo, malgasta también el dinero público. Tiempo y dinero son, en la
justicia —y más en esta época— recursos inelásticos; si crece su demanda no hay
manera de satisfacerla más que a costa de reducir la dedicación a algunos asuntos.
Por otro lado, es necesario reconocer que todos los asuntos no merecen igual
dedicación. He aquí también una necesidad de buena gestión del “recurso tiempo”
Este es el desafío del juez en la actualidad que, como veremos, ha dejado de ser
“director” del proceso para convertirse en “administrador” de casos judiciales. Pero
esta postura debe conciliarse con el principio dispositivo, cada vez más atenuado pero
siempre presente.
La madurez de la ciencia procesal actual permite, ahora sí, declarar que el juez debe
superar el rol de “director” del proceso, para convertirse en su “administrador”. Y en
ese nuevo rol —sin abandonar las facultades o deberes concedidas al calor del
paradigma anterior— debe sumar una función primordial: administrar el escaso
recurso “tiempo del proceso”. Al dominar el juez el tiempo del proceso, incidirá
directamente en los esfuerzos, el costo y, a la postre, en la mejor consecución del
ideal de justicia, haciendo realidad la tutela jurisdiccional más efectiva de todas: la
tutela oportuna a un costo razonable. Para que esa administración sea una realidad, la
única herramienta realmente efectiva son los tiempos límites del proceso. Es decir, sin
abandonar por completo el concepto de plazos procesales, es necesario que el juez
establezca —en cada caso y de acuerdo a su prudencia— las fechas fatales que se
considerarán como última oportunidad para cumplir con un acto procesal determinado
o producir determinada prueba. Ello sin perjuicio de la colaboración que pueda
requerirse al órgano jurisdiccional para que ejerza su imperium y venza posturas
reticentes o remisas de quienes deben aportar la prueba.
En el proceso por audiencias esta fecha límite estará dada por la audiencia de vista de
causa, que debe ser fijada con la firme convicción de no admitir postergaciones salvo
en casos excepcionales. Hasta que no se adopte el proceso por audiencias deberá
trabajarse con un cronograma ajustado. Se tratará, por ejemplo, de desechar la
práctica de fijar un plazo para el cumplimiento de la etapa probatoria (más o menos
ficticio) para pasar a declarar al inicio del proceso hasta qué fecha determinada se
incorporarán pruebas (por ejemplo, el 31 de diciembre de 2009). Llegada esa fecha, la
etapa debe cerrarse automáticamente y pasarse a la siguiente en el orden preclusivo.
Por otro lado, el empleo de fechas límite bien puede servir para amoldar el hoy
omnicomprensivo proceso ordinario a la diferente naturaleza de cada disputa; a mayor
complejidad de la controversia, más lejanas deberán ser las fechas límite fijadas como
metas del cronograma

EL CÓDIGO CIVIL Y COMERCIAL EN LA IMPRONTA DE LA ORALIDAD Y


LA GESTIÓN PROBATORIA

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El Código Civil y Comercial ha consolidado legislativamente en el orden nacional el
paradigma del activismo judicial con una mayor preponderancia de la participación del
juez en el proceso. Ello fundamentalmente mediante la instrumentación de la oralidad
—en un proceso que es igualmente de naturaleza mixta— lo que se evidencia con
mayor rigurosidad en los procesos de familia, sin duda, por estar allí presente el orden
público.
1.1. oralidad
el Código Civil y Comercial estipula, en el proceso de restricción a la capacidad, que el
juez debe garantizar la inmediatez con el interesado durante el proceso y entrevistarlo
personalmente antes de dictar resolución alguna, asegurando la accesibilidad y los
ajustes razonables del procedimiento de acuerdo a la situación de aquel,
conjuntamente con un letrado que preste asistencia (art. 35 CCyC). De igual modo, la
sentencia debe ser revisada por el juez en un plazo no superior a tres años sobre la
base de nuevos dictámenes interdisciplinarios y mediando la audiencia personal con el
interesado (art. 40 CCyC). En relación con el discernimiento de la tutela, y para
cualquier otra decisión relativa a la persona menor de edad,el juez debe oír
previamente al niño, niña o adolescente teniendo en cuenta sus manifestaciones en
función de su edad y madurez (art. 113 CCyC). En el trámite de divorcio, las
propuestas que regulen sus efectos deben ser evaluadas por el juez, debiendo
convocar a los cónyuges a una audiencia (art. 438 CCyC). En la adopción acontece de
idéntica manera, ya que en el procedimiento para obtener la declaración judicial de la
situación de adoptabilidad es obligatoria la entrevista personal del juez con los padres,
si existen, y con el niño, niña o adolescente cuya situación de adoptabilidad se tramita
(art. 609, inc. b, CCyC). De igual modo, en el juicio de adopción propiamente dicho, el
juez debe oír personalmente tanto al pretenso adoptado —y tener en cuenta su
opinión según su edad y grado de madurez—, como a los pretensos adoptantes en
audiencias privadas (art. 617, incs., b y e, CCyC). Asimismo, en caso de desacuerdo
entre los progenitores en relación al ejercicio de la responsabilidad parental, el juez
debe resolver al respecto previa audiencia de los progenitores con intervención del
Ministerio Público (art. 642 CCyC). Si uno o ambos progenitores se oponen a que el
hijo adolescente inicie una acción civil contra un tercero, el juez puede autorizarlo a
intervenir en el proceso con la debida asistencia letrada, previa audiencia con el
oponente y del Ministerio Público (art. 678 CCyC). En procesos ya de índole
patrimonial, como la prenda de cosas, si hay motivo para temer la destrucción de la
prenda o una notable pérdida de su valor, tanto el acreedor como el constituyente
pueden pedir la venta del bien equivalente, y si se presenta ocasión favorable para ello
se debe requerir la autorización judicial para así proceder, previa audiencia del
acreedor (art. 2228 CCyC). A su vez, cuando por cualquier causa cesa el albacea
designado y subsiste la necesidad de llenar el cargo vacante, lo provee el juez con
audiencia de los herederos y legatarios (art. 2531 CCyC). Ello pone de manifiesto la
tendencia actual hacia la oralidad con presencia del juez, actuando los principios de
inmediación y concentración procesal, y evitando los traslados y notificaciones
inmanentes del proceso escriturario puro, con la consecuente dilación del iter procesal
en términos de tiempo existencial de los litigantes y con un conflicto que se eterniza en
sede judicial.

1.2. Carga y gestión probatoria

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el Código Civil y Comercial ha abundado en regulaciones tendientes a lograr
uniformidad legal en los procesos respectivos, para lograr la vigencia real del derecho
sustancial debatido en el ámbito del trámite adjetivo, en tiempo razonable. Así, se
dispuso en los procesos de familia que el impulso procesal está a cargo del juez, quien
puede ordenar pruebas oficiosamente (art. 709 CCyC), y que se rigen por los
principios de libertad, amplitud y flexibilidad de la prueba (art. 710 CCyC). Se
establece también que la carga de la prueba recae en quien está en mejores
condiciones de probar (ídem). De ese modo se consagra la postura solidarista en esta
trascendental materia procesal (Falcón, 2014, t. X, p. 330). En los procesos de índole
estrictamente patrimoniales se legisla que la carga de la prueba del pago incumbe: a)
en las obligaciones de dar y de hacer, sobre quien invoca el pago; b) en las
obligaciones de no hacer, sobre el acreedor que invoca el incumplimiento (art. 894
CCyC). Asimismo, en la responsabilidad por defectos ocultos que no existían al tiempo
de la adquisición, preceptúa que la prueba de su existencia incumbe al adquirente,
excepto si el transmitente actúa profesionalmente en la actividad a la que corresponde
la transmisión (art. 1053 CCyC). Por su parte, en la acción confesoria, al actor le basta
probar su derecho de poseer el inmueble dominante y su servidumbre activa si se
impide una servidumbre; y su derecho de poseer el inmueble si se impide el ejercicio
de otros derechos inherentes a la posesión. Si es acreedor hipotecario y demanda
frente a la inacción del titular, tiene la carga de probar su derecho de hipoteca (art.
2265 CCyC). En el proceso de daños específicamente, la carga de la prueba de los
factores de atribución y de las circunstancias eximentes corresponde a quien los
alega, excepto disposición legal en contrario (art. 1734 CCyC). La carga de la prueba
de la relación de causalidad corresponde a quien la alega, excepto que la ley la impute
o la presuma (art. 1736 CCyC), y la carga de la prueba de la causa ajena, o de la
imposibilidad de cumplimiento, recae sobre quien la invoca (art. 1736 CCyC). A su vez,
el daño debe ser acreditado por quien lo invoca, excepto que la ley lo impute o
presuma, o que surja notorio de los propios hechos (art. 1744 CCyC). Más allá de todo
ello, conforme lo establece el art. 1735 CCyC, el juez podrá distribuir la carga de la
prueba de la culpa, o de haber actuado con la diligencia debida, ponderando cuál de
las partes se halla en mejor situación para aportarla. En tal caso, la citada norma
dispone que, durante el proceso, el juez debe comunicar a las partes que aplicará
dicho criterio, de modo de permitir a los litigantes ofrecer y producir los elementos de
convicción que hagan a su defensa, lo que deberá instrumentar en proceso en la
audiencia preliminar o la que haga sus efectos.
. Conclusión
En definitiva y como puede observarse, el Código Civil y Comercial enfatiza la
actuación del juez en el marco del litigio con una tendencia cierta hacia la oralidad,
además de regular distintos aspectos de la prueba —medios (rectius: fuentes), cargas,
amplitud probatoria— lo cual exige un cambio de cultura organizacional en la gestión
del trámite de los procesos judiciales, para de ese modo acompasar la vigencia cierta
de los derechos sustanciales estatuidos en dicho ordenamiento legal y que se alegan
vulnerados en sede jurisdiccional.

CoNsEjos Para juECEs CoNCIlIaDorEs

Desde mediados de los 90, en diversas exposiciones (inicialmente, sobre “técnicas de


conciliación” el 11 de noviembre de 1993 y que tuviera por destinatarios a los jueces

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de primera instancia y de la Corte Superior de Lima; y el 12 de noviembre de 1993 a
los jueces de primera instancia y miembros de la Corte Superior de Arequipa) venimos
dando algunos consejos que son producto de nuestra experiencia, durante varios
años, en el desempeño del rol de “juez conciliador”.
Las resumimos aquí: • Conocer las actuaciones.
• Informar a las partes.
• Procurar la presencia personal de las partes y sus letrados.
• Asegurar la confidencialidad.
• Reducir la litis a términos económicos concretos.
• Evitar diálogos.
• Agotar la instancia conciliatoria.
• Explorar acuerdos parciales.
• Usar cláusula resolutoria.
Conocer las actuaciones. Resulta fundamental para un desarrollo exitoso de la
audiencia conciliatoria que, previamente, el juez interviniente haya tomado un cabal
conocimiento de las respectivas actuaciones. Muchas veces se frustra una gestión
conciliatoria a raíz de que el desconocimiento del contenido del expediente le impide al
magistrado proponer fórmulas transaccionales y conducir adecuadamente la
audiencia.
Informar a las partes. El magistrado debe poner en conocimiento de los litigantes las
consecuencias de todo tipo (económicas, lapso que puede demorar la dilucidación
final del pleito, cuantía de las costas devengadas y a devengarse, etc.) que para ellas
puede acarrear la prosecución de la causa. Ello debe realizarse con la máxima
prudencia a fin de que no se sientan “presionados” por el magistrado en orden a una
conciliación que no los satisface. Quizá, convenga recalcar —por boca del magistrado
— que la meta de la gestión conciliatoria no es hacer justicia sino concederles
seguridad a las partes; y que para obtener esto último deben pagar una suerte de
“prima” representada por el sacrifico recíproco de pretensiones y aspiraciones. En tal
sentido, es importante que una vez acercadas las partes, y próximas ya a
autocomponer el litigio, se las invite a ausentarse del recinto (en compañía de sus
letrados) donde se desarrolla la audiencia, para que puedan discutir y reflexionar, en
total libertad, la conveniencia (o no) de conciliar y los términos económicos del
acuerdo.
Procurar la presencia personal de las partes y sus letrados. Lo indicado
presupone que han comparecido personalmente (que es lo que corresponde) las
partes sustanciales y sus letrados (Alvarado Velloso, 1982, p. 267), y pensamos que la
presencia de ambos es crucial para el buen destino de la gestión conciliatoria. Es que
solo la asistencia personal de los contendientes permite que estos tomen cabal nota
de las concomitancias del pleito. Además, deviene casi imposible en la práctica arribar
a una conciliación intentada con con base exclusivamente en la presencia de los
representantes letrados de las partes. Es que, por lo común, llegados los mismos a la
discusión de las bases económicas, manifiestan carecer de instrucciones, la necesidad
de consultar al comitente, etc. Por otra parte, creemos que —como regla— es
menester también la presencia de los profesionales forenses participantes. Además de
la confianza que ello genera en sus comitentes, posibilita también que pueda debatirse
sobre temas, tantas veces decisivos para la gestión conciliatoria, como el de la
distribución de las costas y el de los montos de los honorarios devengados.

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asegurar la confidencialidad. En otro orden de cosas, es imperioso asegurar a las
partes que nada de lo que se diga o se proponga en el curso de la audiencia
conciliatoria será tenido en cuenta al momento de resolver la causa, si es que la
diligencia no llegara a prosperar. Más aún: se asegurará que las manifestaciones que
puedan ser vertidas por los litigantes en el curso de una audiencia (como es la de
conciliación), que por sus características suele dar motivo a explosiones de ánimo, no
saldrán del recinto del tribunal y que su “confidencialidad” será preservada.
reducir la litis a términos económicos concretos. Salvo supuestos de excepción,
los pleitos son reducibles a una ecuación económica y a ello debe tender el juez
conciliador. Pero la ecuación debe ser concreta; vale decir que, por ejemplo, debe
requerirse del actor que reclama el valor locativo de un inmueble ocupado por uno solo
de varios condóminos que concrete en cuántos pesos estima su pretensión. La
experiencia indica que la percepción clara de cuánto se puede ganar o perder,
favorece los acercamientos entre las partes y, sobre todo, el “regateo”, que casi
invariablemente se produce después de cruzadas las primeras ofertas.
Evitar diálogos. En primer lugar, creemos recomendable que el magistrado que
preside la audiencia proscriba como regla que las partes sustanciales dialoguen entre
sí; máxime cuando intenten hacerle saber su propia “historia” de la causa, en vez de
abocarse a la tarea de verificar si resulta posible alguna solución transaccional.
Habitualmente los litigantes traen consigo una carga de enconos personales que
pueden brotar y recrudecer como consecuencia de imputaciones recíprocas, con el
consiguiente quiebre del delicado “puente de plata”, tendido hasta entonces por el juez
conciliador. Ni qué hablar, por supuesto, de que los letrados se explayen sobre el
mérito jurídico de sus argumentaciones y posiciones, puesto que tales disquisiciones
no constituyen el objetivo de una audiencia de conciliación.
Colaborar activamente en la búsqueda de fórmulas de conciliación: Esta tarea es
la que tradicionalmente da pie a la tacha de prejuzgamiento en que habría incurrido el
juez de la causa. Previsoramente, el art. 36, inc. 2, apart. a) del Código Procesal
dispone que: “La mera proposición de fórmulas conciliatorias no importará
prejuzgamiento”. Claro está que, tratándose de otras leyes procesales civiles no tan
previsoras, la solución debe ser la misma (Alvarado Velloso, p. 265).
agotar la instancia conciliatoria. En todo momento, el juez conciliador debe procurar
aprovechar lo más posible la audiencia de conciliación. Es decir que, v. gr., no debe
arredrarse ante una inicial falta de voluntad conciliatoria. Además —y siempre y
cuando exista una chance más o menos cierta de que el éxito corone el acercamiento
logrado— debe estimular y alertar el “regateo” entre los contradictores. No se trata de
transformar al tribunal en un “bazar persa”. Es que no hay tal. El ámbito de la
audiencia de conciliación puede admitir sin falsos rubores tal actividad que, en
definitiva, contribuye a lograr una finalidad que es de interés general: descomprimir los
estrados judiciales de causas susceptibles de ser autocompuestas. Siempre dentro de
lo que es el tema del epígrafe, nos parece provechoso señalar que, aun cuando se
arribara a la conclusión de que la litis principal no puede ser objeto de conciliación,
todavía podrían serlo cuestiones accesorias o conexas (v. gr., la carga de las costas,
la decisión de un incidente pendiente, la suerte de un rubro en particular, etc.) y,
entonces, la actividad del juez conciliador debe tender a intentar una conciliación
parcial.
Explorar acuerdos parciales. Si se ha convocado a las partes para procurar la
solución integral de la litis siguiendo el brocárdico “quien puede lo más puede lo

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menos”, el magistrado interviniente todavía podrá intentar algún acuerdo parcial sobre
alguna cuestión vinculada a la causa. De todos modos, se nos ocurre conveniente —
respetando así el clare loqui— (Peyrano, 1991; 1992) que el decreto de convocatoria a
conciliación aclare que podrá intentarse la conciliación integral o parcial de la litis.
usar cláusula resolutoria. Debe considerarse la conveniencia de incluir, en su caso,
una cláusula resolutoria en el acuerdo conciliatorio concertado ad referendum. Suele
ocurrir que los participantes de la audiencia de conciliación estén muy próximos a
aceptar una fórmula conciliatoria, pero que se muestren renuentes a suscribirla en
virtud de pluralidad de motivos que determinan que deba acordarse una suerte de
“cuarto intermedio”. Tales motivos pueden ser, entre otros, los siguientes:
a) Necesidad de consultar a otras instancias por más que se cuente con la suficiente
representación como para decidir per se. Ello sucede tanto tratándose de asociaciones
(grandes empresas, clubes sociales, etc.) donde si bien el representante legal podría
resolver jurídicamente por sí y ante sí, de todas maneras reporta a una instancia
superior (directorio, comisión directiva, etc.).
b) El representante legal cuenta con instrucciones que no serían cumplidas, si es que
se celebra el acuerdo conciliatorio en cuestión; por lo que debe requerir nuevas
instrucciones.
c) Necesidad de alguna de las partes de recabar datos acerca de si puede obtener
asistencia financiera para cumplir con sus obligaciones derivadas de la conciliación o,
simplemente, deseo de reflexionar más serenamente y sin las urgencias propias de la
instancia conciliatoria. Ante tales hipótesis u otras análogas, la experiencia enseña
que, por lo común, la concesión de “nueva audiencia” se traduce en el fracaso de la
gestión. En cambio, habitualmente ella fructifica y se consolida cuando el litigante “con
dudas” de todos modos suscribe la conciliación, reservándose todas las partes la
facultad de resolver unilateralmente el acuerdo (y pedir el dictado de la resolución
respectiva) dentro de un lapso que pactarán (habitualmente entre 5 y 10 días hábiles)
bajo expresa prevención de que el silencio guardado durante dicho término
determinará la firmeza e irrevocabilidad de lo acordado. De tal manera, se facilita la
gestión conciliatoria y se les ahorra a todos (jueces, partes y letrados) las molestias y
pérdidas de tiempo, inherentes a la celebración de una segunda audiencia de
conciliación.

La función jurisdiccional conciliatoria

toda la doctrina señala la ventaja de que los conflictos se solucionen


extrajudicialmente. Ya decía Augusto Morello que si “se ataja” el conflicto antes de que
este ingrese (como controversia) a los tribunales, se logra un resultado positivo y más
conveniente. Es que el proceso judicial ante los tribunales del Estado tiene que ser la
última alternativa cuando se agotaron los medios para solucionar un conflicto de
manera extrajudicial.
toda la doctrina señala la ventaja de que los conflictos se solucionen
extrajudicialmente. Ya decía Augusto Morello que si “se ataja” el conflicto antes de que
este ingrese (como controversia) a los tribunales, se logra un resultado positivo y más
conveniente. Es que el proceso judicial ante los tribunales del Estado tiene que ser la
última alternativa cuando se agotaron los medios para solucionar un conflicto de
manera extrajudicial.

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Estamos convencidos de que la actual fórmula en materia de oralidad, que reúne
como notas a la inmediación, publicidad, concentración, colaboración, buena fe
procesal y a un principio dispositivo flexible propio de una nueva Teoría General del
Proceso (Pellegrini Grinover, 2016) debe transitar —necesariamente— de la mano de
una conciliación bien ejercitada. Así también, que estamos presenciando un verdadero
cambio en la cultura de la litigación para el cual hay que estar preparados. Como lo
expresáramos, para lograr buenos resultados es importante la preparación del juez.
¿Qué podemos hacer para optimizar la conciliación? ¿En qué consiste la tarea
preparatoria que debe hacer el magistrado?
. Condiciones y pasos para una conciliación eficiente
En primer término, es esencial la comparecencia de las partes, cuestión que constituye
un deber procesal y cuya providencia resulta irrecurrible (Peyrano, J., 2010-2). Para
ello, se impone que se las notifique con suficiente anticipación y, si es posible, que se
recurra al apoyo del teléfono para confirmar la asistencia (al menos, al principio del
cambio de gestión que estamos experimentando). Su uso es el típico ejemplo de las
“nuevas aplicaciones de viejas tecnologías”, que se fundamenta en los principios de
economía procesal y amplitud de los medios de comunicación En la cédula, se le hará
saber al profesional no solo la necesidad de contar con facultades suficientes para
celebrar acuerdos conciliatorios, sino también las consecuencias de su
incomparecencia. En tal sentido, consideramos que podría ser efectivo mencionar la
sanción contenida en el art. 35, inc. 3 CPCCN (y su correlativo del CPCCBA), que
refiere a la potestad de los jueces de aplicar correcciones disciplinarias.

Así también, será necesario hacer saber que la parte que injustificadamente no
compareciere a la audiencia preliminar: 1) no podrá plantear en lo sucesivo cuestión
alguna respecto de las resoluciones que se pronuncien en el curso de la audiencia; 2)
se estará a la determinación judicial que allí se haga, de los hechos controvertidos que
deberán ser materia de prueba; 3) quedará notificada de todas las decisiones que el
tribunal adopte en el caso. En segundo término, será indispensable que el juez
prepare cuidadosamente el acto de la audiencia preliminar, con la previa lectura
detenida de la causa, apuntando cuáles son los hechos controvertidos y cuáles los
intereses de las partes, para enfocar en ellos a la hora de iniciar el diálogo. Hecha esa
lectura serena y a conciencia, será útil para el magistrado contar con antecedentes
jurisprudenciales en los que se hubiera abordado una situación semejante —ya sean
fallos propios o de Tribunales de Alzada—, porque ese material le permitirá tener a
mano datos objetivos que facilitarán los acuerdos de las partes sobre la base de lo real
y posible, muchas veces alejado de lo ideal o dudosamente factible.
bien este carece de valor probatorio ya que ha sido elaborado sin el contralor de la
parte accionada en el marco del debido proceso (y no se equipara con el del dictamen
producido por el perito designado judicialmente, con ajuste a las normas relativas a la
prueba pericial), ello no es obstáculo para que en esa audiencia preliminar se lo
considere como pauta para una conciliación o transacción —que es, en definitiva, la
finalidad de un sistema judicial que aspira a ser eficiente y abierto (Fernández Balbis,
2016b)—. Así también, deberá el juez contar con la causa penal que fuera solicitada
en la misma oportunidad en que se dictó el auto de apertura del proceso y con
cualquier informe que pudiera allegarse en tanto pueda ser de interés para la solución
del caso. Seguidamente, y dando por descontado el puntual inicio del acto, será de

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utilidad seguir algunos consejos que Jorge Peyrano (2002) reseña para el juez
concilador:
a) informar a las partes sustanciales presentes los alcances y fines de la audiencia de
conciliación, resultando necesaria su asistencia personal y la de sus letrados, y el
resguardo del principio de confidencialidad;
b) tener en cuenta que la litis debe reducirse a términos económicos concretos;
c) procurar que en la audiencia de conciliación los participantes eviten ciertos diálogos
o manifestaciones que podrían hacer quebrar el delicado “puente de plata” tendido
hasta entonces por él;
d) desarrollar una colaboración activa en la búsqueda de fórmulas de conciliación, las
que no importarán prejuzgamiento;
e) agotar la instancia conciliatoria, procurando aprovechar lo más posible la audiencia,
al menos para resolver cuestiones accesorias o conexas (por ejemplo, la carga de las
costas, la decisión de un incidente pendiente, la suerte de un rubro en particular, etc.).

f) incluir, en su caso, una cláusula resolutoria en el acuerdo conciliatorio concertado


“ad referendum”. Si el litigante exhibe dudas o se muestra renuente a suscribir una
fórmula conciliatoria, mediante esta cláusula todas las partes pueden reservarse la
facultad de resolver unilateralmente el acuerdo (y pedir el dictado de la resolución
respectiva)

Cierre
La actividad conciliatoria supone que las partes se encuentran situadas en el mismo
plano ante la obligatoria presencia del juez facilitador, un auxiliar que los ayuda en la
relación para establecer un diálogo y que debe contar con cierta experiencia, ser
paciente y prudente, y saber escuchar. Dado que la conciliación busca terminar con el
conflicto, no debe dejar “cabos sueltos” que conduzcan al fracaso o que reabran el
debate que pretende cerrarse. La jurisdicción, en su concepto más actual, ya no es
más ejercicio de poder sino función y actividad de garantía de acceso a la justicia para
la solución de conflictos. Su objetivo —hoy— es pacificar con justicia. Y para ello es
necesario prepararse.

ProtoColo DE gEstIóN DE la PruEBa

Se divide en tres etapas —audiencia preliminar, etapa preparatoria de la vista de


causa y audiencia de vista de causa— en las que se enumeran las actuaciones que se
deberían llevar a cabo. Por último, se ponen en evidencia los resultados de su
implementación. Resulta esencial el papel que desempeñe el juez en su carácter de
director del proceso, el compromiso de los letrados de las partes litigantes y de los
peritos designados en cada caso. El magistrado debe adoptar un rol activo en el
diseño e implementación del plan de trabajo a seguir para lograr los objetivos
planteados, aspectos sobre los que se hará hincapié en el presente documento. El
protocolo está elaborado en base al Código Procesal Civil y Comercial de la Provincia
de Buenos Aires (CPCCBA) vigente, y es compatible con los procesos ordinario,
sumario y sumarísimo, de modo que a las tres categorías de juicio de conocimiento
previstas por el Código Procesal le son plenamente aplicables sus previsiones.
2. Audiencia preliminar

19
La audiencia preliminar será convocada de oficio por el juez dentro de un plazo no
mayor de diez (10) días de: trabada la litis, resueltas las excepciones de previo y
especial pronunciamiento, en su caso, y estando en condiciones de abrir el proceso a
prueba, de acuerdo a sus facultades instructorias (arts. 36, inc. 4 y 487 CPCCBA); su
registración se llevará a cabo mediante el sistema tradicional de acta en soporte papel
que levantará el secretario o auxiliar letrado (art. 125, inc. 5 CPCCBA). Si se tratara de
un proceso ordinario, esta audiencia será fijada de oficio una vez vencido el plazo para
la formación de los cuadernos de prueba (art. 365, párr. 2 CPCCBA). La providencia
que fije la audiencia preliminar será lo suficientemente clara y precisa para lograr
comunicar a las partes y a sus letrados la relevancia del acto procesal al que se los
convoca. Vale decir que deberá —sucintamente— detallar las actividades que serán
llevadas a cabo (v. gr. conciliación; y en su caso: fijación de los hechos litigiosos;
distribución de las cargas probatorias; proveimiento de los medios probatorios y
determinación del plan de trabajo para su producción; fijación de la audiencia de vista
de causa, etc.). Este acto no deberá ser diferido o suspendido bajo ninguna
circunstancia —salvo de fuerza mayor—, dado que el mantenimiento de la agenda del
organismo jurisdiccional permite afrontar adecuadamente el flujo de trabajo que
impone la dinámica de la oralidad. Deben asistir las partes, sus letrados y es
indispensable la presencia del juez que deberá tener pleno conocimiento del conflicto
suscitado mediante la lectura previa de los escritos postulatorios.
La primera tarea a la que se dedicará el juez es la relativa al intento conciliatorio que
alcance todo o parte del conflicto judicial. Para ello es conveniente que los
magistrados profundicen sus conocimientos y habilidades en esta materia.
Si esta actividad fracasara, adquiere relevancia en esta etapa del protocolo la
elaboración del plan de trabajo por parte del juez, quien abrirá el proceso a prueba (en
los procesos sumario y sumarísimo), y a continuación establecerá con claridad la
distribución de cargas entre partes y letrados de un lado, y el órgano jurisdiccional del
otro, a fin de arribar a la audiencia de vista de causa con la razonable perspectiva de
poder cumplir plenamente con la producción de los medios probatorios.
Esto implica alcanzar un consenso entre todos los actores del proceso en orden a los
beneficios que trae su implementación, destacando de forma clara los objetivos a
cumplir.
En los supuestos donde intervenga el medio probatorio pericial, el juez deberá
establecer con precisión las tareas y previsiones de las partes y del órgano
jurisdiccional para brindar a los expertos el debido apoyo para que el dictamen sea
producido con antelación a la audiencia de vista de causa.
El juez deberá:
1) Invitar a las partes a una conciliación o encontrar otra forma de solución de
conflictos –total o parcial– que se deberá acordar en la audiencia.
2) En caso de no lograrse una solución alternativa del conflicto, determinar los hechos
conducentes y controvertidos sobre los cuales versará la prueba (art. 362 CPCCBA).
Abrir a prueba e implementar el plan de trabajo donde se establecerá puntualmente la
conducta que deberán seguir las partes, los letrados y el juzgado para el cumplimiento,
en tiempo y forma, de las pruebas dispuestas al momento de la audiencia de vista de
causa. • Se requiere un diálogo franco con las partes y los abogados, en un ámbito de
confianza propiciado por el magistrado, para evitar la producción de prueba superflua y
la comprensión de la relevancia de cumplir con los objetivos fijados. • El juez es el

20
encargado de señalar los pasos que se deberán seguir en cuanto a la producción de la
prueba.
3) Evaluar si corresponde aplicar la carga dinámica de la prueba y comunicárselo a
las partes (art. 1735 CCyC). • El criterio adoptado deberá estar fundado y se deberá
permitir a la parte sobre la que recaiga una exigencia especial probatoria, la
producción de elementos de convicción que hagan a su defensa (art. 34, inc. 5a
CPCCBA). • En el supuesto excepcional de que esto ocurra, otorgar un plazo de cinco
días para cumplimentarlo o bien fijar nueva audiencia en el plazo de cinco días donde
deberán ser ofrecidos los medios probatorios, siempre que en el mismo momento no
pueda cumplimentarlo, ya sea con ofrecimiento espontáneo de testigos, pericial de la
especialidad concreta, etc.
4) Proveer las pruebas que se consideren admisibles (art. 362 CPCCBA). • En este
caso indicar las cargas procesales que le incumben a cada parte (en materia de
prueba informativa, confesional y testimonial) a fin de que obren con diligencia, bajo
apercibimiento de sanción de caducidad (arts. 400, 408, 430 y 432 CPCCBA).
5) Coordinar la prueba testimonial para que se produzca en la audiencia de vista de
causa. Determinar si es necesario el uso de videoconferencia para los testigos o
absolventes con domicilio fuera del asiento del juzgado. • Advertir a los letrados sobre
las cargas que les incumben a las partes con respecto a la correcta citación de los
testigos. Ver etapa intermedia.
6) Coordinar y gestionar la prueba pericial. • Consensuar con los letrados las
conductas necesarias que deberán ser cumplidas para su producción (concurrencia de
los litigantes a la revisión pericial; realización y entrega de estudios médicos
requeridos por los expertos; facilitación de ingreso a inmuebles en los que deba
desarrollarse la tarea pericial; exhibición de rodados objeto de pericia, por dar algunos
ejemplos). • En la etapa preparatoria de la audiencia de vista de causa se indicarán las
pautas a seguir por parte del órgano jurisdiccional. • En el caso de que no se cuente
con fuentes de prueba suficientes para producir la prueba pericial relativa a la
mecánica del accidente de tránsito; y/o que las actuaciones llevadas a cabo en la IPP
sean suficientes para abastecer el conocimiento técnico accidentológico, el juez
deberá expedirse sobre la utilización de dichos actuados a esos f ines, resguardando
el derecho de defensa de las partes.
7) Ordenar los oficios correspondientes a la prueba informativa. • El juez debe
establecer las pautas y los requerimientos para la producción de este medio.
8) Fijar y notificar fecha de la audiencia de vista de causa en el plazo máximo de 90
días, el que podrá ser menor conforme a las circunstancias del caso. • La fecha debe
coordinarse con las partes y sus letrados. Asimismo, se debe tener en cuenta la
complejidad del litigio y la prueba que se deba producir así como evaluar la cantidad
de peritajes requeridos. • Esta audiencia debe fijarse indefectiblemente aunque no
haya testigos ni confesionales, en su caso lo será a los fines conciliatorios y
explicaciones del/los perito/s, de así considerarlo necesario. • El juzgado debe llevar al
efecto la agenda en el sistema operativo Augusta donde constarán las fechas de las
audiencias fijadas. • En los juicios que finalizan antes de esta audiencia, el juez deberá
borrarlas de la agenda. • A la audiencia de vista de causa se citará a todas las partes y
testigos que deban prestar declaración, sin importar el número de que se trate,
haciendo efectivo el principio de concentración.
9) Si no hubiere hechos controvertidos, declarar que la cuestión debe ser resuelta
como de puro derecho. 3. Etapa preparatoria de la audiencia de vista de causa En la

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presente etapa se ejecutan las cargas procedimentales que les corresponden al juez
(y su equipo) y a los litigantes, previamente delimitadas en el plan de trabajo diseñado
en la audiencia preliminar. El objetivo es lograr arribar a la audiencia de vista de causa
con las pruebas pericial e informativa producidas, y organizar la producción de la
prueba confesional y testimonial de modo que se cumpla con el propósito de la
concentración, tomándose íntegramente la declaración de partes y testigos, y
eventualmente las explicaciones periciales, el día de la aludida audiencia de vista de
causa.
3. Etapa preparatoria de la audiencia de vista de causa
En la presente etapa se ejecutan las cargas procedimentales que les corresponden al
juez (y su equipo) y a los litigantes, previamente delimitadas en el plan de trabajo
diseñado en la audiencia preliminar. El objetivo es lograr arribar a la audiencia de vista
de causa con las pruebas pericial e informativa producidas, y organizar la producción
de la prueba confesional y testimonial de modo que se cumpla con el propósito de la
concentración, tomándose íntegramente la declaración de partes y testigos, y
eventualmente las explicaciones periciales, el día de la aludida audiencia de vista de
causa.
3. Audiencia de vista de causa
En esta etapa deben concurrir las partes con sus letrados y resulta inexcusable la
presencia y dirección del juez. La audiencia de vista de causa será registrada por el
sistema de videograbación validado por el Poder Judicial (resolución SCBA
3683/2012). Es esencial contar con el dictamen pericial. Si bien resulta recomendable
que el perito asista a la audiencia de prueba, la misma se podrá desarrollar sin su
presencia, lo que deberá ser evaluado por el juez en cada caso.
El juez deberá:
1) Invitar a las partes a una conciliación o encontrar otra forma de solución de
conflictos, total o parcial.
2) Producir la prueba confesional. • Deberá emplearse el método de la libre
interrogación permitiendo luego la interrrogación a cargo del ponente y/o la
formulación del pliego de posiciones (arts. 34, inc. 5a y 413 CPCCBA).
3) Producir la prueba testimonial. • Deberá emplearse el método de la libre
interrogación permitiendo luego la interrrogación a cargo de las partes (arts. 34, inc. 5
y 440 CPCCBA).
4) Acompañar el dictamen pericial. • Cuando el dictamen se presente de forma
contemporánea a la audiencia de vista de causa, se notificará a las partes. • En el
supuesto de que el perito esté presente, se dará lugar al pedido de explicaciones de
las partes y el juez también requerirá las explicaciones que estime necesarias.
5) Examinar el contenido probatorio de la causa penal, especialmente los peritajes
accidentológicos que coadyuven al conocimiento de la mecánica del accidente de
tránsito.
6) Acompañar los informes remitidos por las respectivas oficinas.
7) En caso de que quede prueba pendiente de producción, establecer pautas
precisas para llevarla a cabo. • Evaluar el desistimiento de la prueba superflua que
reste producir, por las partes o de oficio por el juez. • En el supuesto excepcional de
que reste la declaración de un/os testigo/s, estos depondrán en la fecha prevista para
la audiencia supletoria —solo si se justificó la imposibilidad de comparecimiento en
debida forma—. • Determinar las caducidades o negligencias, dar traslado cuando
corresponda y resolver, todo en el momento.

22
8) Certificar la prueba en caso de que no quede evidencia pendiente de producción. •
El juez debe mantener su actividad oficiosa, a fin de concluir con la etapa probatoria y
dictar la providencia de autos para sentencia (art. 36, inc. 1 CPCCBA).

BuENas PráCtICas Para la oralIDaD CIVIl


. Prácticas de alto impacto y baja dificultad de implementación
1. Conformar equipos de trabajo, distribuir roles y funciones, capacitar a todos
sus miembros en el cumplimiento de sus tareas, tanto a nivel práctico como
jurídico:
a) Trabajar en equipo, reasignar tareas al personal y comprometer a funcionarios
que no estén afectados a la oralidad. La oralidad civil implica mucho más que tomar
audiencias: impone reorganizar la oficina judicial, adjudicar nuevas funciones,
conseguir el compromiso de quienes gestionarán esos expedientes pero también de
quienes deberán llevar adelante el resto de las tareas del juzgado, no necesariamente
relacionadas con la oralidad. Se debe asignar distintas funciones y aprovechar la
disponibilidad de funcionarios que, cuando los procesos tramitaban en forma escrita,
estaban afectados a la toma y/o gestión de las audiencias. Pueden ahora afectarse al
seguimiento de las causas, lo cual implicaría, entre otras prácticas propias de cada
juzgado, la revisión de la agenda para el aseguramiento de la celebración de las
audiencias preliminares y de vista de causa, contacto a los peritos a fin de contar con
el dictamen y/o su presencia en la AVC; también al avance los procesos ejecutivos,
sucesorios, agregado y proveimiento de escritos electrónicos, etc. Se sugiere
organizar reuniones de equipo para asignar roles y tareas específicas, manteniendo la
conciencia de pertenecer todos a una misma organización que busca brindar el mejor
servicio.

b) Capacitar al personal poniéndolo en conocimiento del protocolo, sumando


pautas generales que imparte el juez. Todo el personal del juzgado debe conocer el
protocolo de gestión de la prueba del sistema de oralidad. Se sugiere la realización de
reuniones (semanales o quincenales) en el juzgado para que el juez explique a los
empleados el alcance del protocolo, los nuevos roles a desempeñar y para la
evacuación de dudas y/o la realización de consultas por parte de los funcionarios al
respecto.
c) Comunicar la obligatoriedad de la asistencia a las audiencias. Que el juez
informe claramente que las audiencias no se suspenden en ningún caso, de tal modo
que esta información sea clara y puedan ellos transmitirla a los letrados en el contacto
diario de la mesa de entradas.
d) Capacitar jurídicamente a los empleados. El juez puede organizar desayunos o
almuerzos jurídicos (de 30 minutos, semanales o quincenales) en donde se discutan
y/o debatan temas jurídicos cuyo conocimiento resulte conveniente para la marcha del
juzgado. Para ello, puede organizarse un cronograma en el cual se asigne un tema a
cada empleado, quien deberá estudiarlo para compartir conclusiones con sus
compañeros.
e) Utilizar los despachos anticipatorios o concentrados. El uso de providencias
anticipatorias permite organizar el proceso así como también la labor de la oficina
judicial. El equipo de trabajo debe conocer no solo el texto sino también el espíritu de
estas providencias, lo que con ellas se busca, cuáles son los pasos que se pretende

23
garantizar y cuáles los que se quiere evitar. Es conveniente ir ajustando regularmente
las providencias para incorporar nuevos supuestos que pueden no haberse tenido en
cuenta al momento de la redacción inicial, pero que se evidenciaron como
convenientes luego.
2. Capacitarse los jueces en estrategias, herramientas y técnicas de
conciliación.
Hay varias maneras de llevar adelante esta práctica: tomar cursos de capacitación en
materia de conciliación y resolución participativa de conflictos, difundir experiencias
propias o de terceros, compartir material de lectura sobre esas materias. La intención
es fortalecer las capacidades de los magistrados para que puedan colaborar
activamente en la conciliación intraprocesal, fundamentalmente en la audiencia
preliminar y en la de vista de causa, pero también para favorecer las conciliaciones en
el período intermedio. Lograr un buen número de conciliaciones es crítico para el éxito
de la oralidad civil, ya que descongestiona fuertemente a la oficina judicial y simplifica
el dictado de sentencia (que pasa a ser una homologación de acuerdo), además de
brindar mayor satisfacción a las partes involucradas en el conflicto y evidenciar
mayores índices de cumplimiento.
3. obtener el compromiso de diálogo previo de abogados. En la primera
oportunidad en la que se tome contacto con los abogados es importante informarles
los pormenores del programa, lo que se espera de ellos, que conozcan las reglas que
se aplicarán al proceso. Obtener su compromiso y acuerdo con la metodología
propuesta es crítico para el máximo aprovechamiento de la oralidad, para favorecer los
intentos conciliatorios y para la gradual descongestión de la oficina judicial.
4. Entablar una buena interacción con las partes y letrados a fin de obtener su
colaboración:
a) Informar el significado del programa de oralidad: reglas de la forma de trabajar,
explicación del proceso. El juez idealmente, y/o los funcionarios del juzgado afectados
a la experiencia de oralidad, deben dialogar en la primera oportunidad procesal en la
que tomen contacto con las partes y sus abogados, a fin de informarles que su
proceso será gestionado oralmente dentro de la experiencia de generalización de la
oralidad en la etapa de prueba, explicarles los beneficios que ello acarrea y, en su
caso, brindar las justificaciones y/o explicaciones del caso.
b) Promover la colaboración de las partes y los letrados para fijación de los hechos y
desistimiento de la prueba. El juez debe adoptar una actitud proactiva, demostrar que
conoce la causa en profundidad y que se encuentra interiorizado con el conflicto. Ello
le permitirá interactuar rápidamente con las partes y sus letrados, llegando a un
acuerdo respecto a los hechos controvertidos que deberán ser probados y respecto de
los medios de prueba a utilizar, así como instando al desistimiento de la prueba
innecesaria.
c) Comunicar la obligatoriedad de la asistencia a las audiencias. Que el juez informe
claramente, en la primera oportunidad procesal o incluso mediante cartelerías en su
juzgado, que las audiencias no se suspenden en ningún caso.
d) Armar un bosquejo del auto de apertura a prueba y proveimiento de medidas. El
juez debe conocer acabadamente el expediente, sobre todo en el momento de
celebración de audiencias. Ello le será útil, además, porque puede concurrir a la
audiencia

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EstáNDarEs DE DEsEmPEño Para uNa justICIa EfICaz y EfICIENtE

la justicia debe ser capaz de planificar su gestión estratégicamente, siendo sensible a


las necesidades ciudadanas. Esto implica fijar metas medibles, tanto a nivel
cuantitativo como cualitativo. Pero, además, el logro de tales metas de manera
efectiva, lo cual nos hablará de su eficacia, debe ser hecho, como toda política pública,
maximizando el impacto de los siempre limitados recursos públicos. Este último
concepto es el de eficiencia.
2. Cuestiones culturales
Muchas veces, los desacuerdos en torno al desempeño de la justicia no están en los
niveles operativos ni metodológicos, sino en un plano cultural o ideológico. Por eso
fracasan muchos proyectos técnicamente bien concebidos, pero que carecen de un
adecuado diagnóstico sobre estas cuestiones subyacentes, y de una metodología para
producir y gerenciar el cambio cultural necesario.
Se puede definir a la eficacia como la relación entre los objetivos alcanzados y los
objetivos propuestos, mientras que la eficiencia pone a la eficacia en relación con los
recursos utilizados. En términos de desempeño judicial, la situación de máxima
eficiencia es aquella en la cual no es posible aumentar la tutela judicial de los
derechos con los medios de que se dispone; o en que no es posible reducir el coste de
la justicia sin afectar al nivel de tutela disponible. ¿Puede afirmarse que la eficacia y la
eficiencia son necesarias en la justicia? ¿No es esto una pretensión tecnocrática, que
equipara el “hacer justicia” a una actividad fabril o lucrativa?
Sostengo categóricamente que, en tanto es una más de las políticas públicas, la
justicia debe ser particularmente eficaz y eficiente en el uso de los siempre escasos
recursos públicos. A diferencia de los fondos privados —que, si son administrados
ineficientemente, se pierden para sus propietarios—, los fondos públicos destinados a
la justicia tienen la obligación de ser aplicados con eficacia y eficiencia. Está
comprometido el interés público. Existen numerosas alternativas para su aplicación
(educación primaria, atención de la salud, infraestructura, etc.), que compiten en la
apropiación de recursos en la agenda pública. Considerar que los recursos que se
asignan al sector justicia no deben guiarse por estos principios es profundamente
conservador, pues justifica su dispendio de manera regresiva e injusta.
En la perspectiva adoptada, es central repensar a la justicia como una organización
orientada al servicio de la sociedad. Puede y debe afirmarse con claridad que el Poder
Judicial no existe para dar sentido a la vida de jueces, fiscales, funcionarios y
abogados, sino para servir al país y a la gente. Que su labor no es una competencia
para ver quién dicta sentencias con más vuelo técnico, sino una vocación que exige
gran contracción al trabajo. Y que la gente no quiere soluciones sofisticadas; quiere,
antes que nada, soluciones comprensibles, imparciales, justas y rápidas.
Sin embargo, en la percepción de los usuarios, existen otros dos componentes que
construyen el valor percibido: la imagen y la disponibilidad. En la imagen entran dos
elementos, la confiabilidad de quien brinda el servicio y su receptividad de las
necesidades de los usuarios. Y en el componente de disponibilidad se incluyen otros
dos elementos, la accesibilidad de los servicios (tanto a nivel geográfico como edilicio
y temporal) y el tiempo de respuesta entre una solicitud y su satisfacción.
Individualmente considerado, este último elemento es el principal a la hora de
reconocer el valor por la satisfacción de una necesidad.
3.Estándares, indicadores y resultados

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se desarrolla sintéticamente un modelo —entre otros posibles— que apunta a la
eficacia y la eficiencia de la gestión judicial de manera sistemática, es decir,
proveyendo simultáneamente una metodología de implementación, medición y
sustentación de las mejoras en la gestión judicial.
se basa en la fijación de estándares e indicadores, predeterminando metas medibles
que los tribunales deben alcanzar. Un estándar se puede definir como un patrón de
conducta relativamente simple y comprensible, tanto para quien lo tiene que cumplir,
como para el beneficiario. Y se evalúa a través de uno o más indicadores. Cada
indicador tiene niveles de resultados (numéricos) preestablecidos que, si se dividieran
en tres, pueden ser un nivel óptimo, un nivel aceptable y un nivel insatisfactorio o
sujeto a readecuación. Estos niveles deben establecerse participativamente, con los
mismos magistrados a cargo de los organismos judiciales, y no de manera jerárquica o
tecnocrática. Pero la evaluación puede hacerse una vez que los magistrados cuentan
con información suficiente para poder tomar estas decisiones, no antes.
A título de ejemplo, la acordada 9/2007 del Superior Tribunal de Justicia de la
provincia de Río Negro, Argentina, ha establecido los siguientes estándares de
desempeño judicial: 1) los tribunales están dispuestos a orientar de modo sistemático
su gestión al servicio de la sociedad; 2) los tribunales implementan sistemas de
información automatizados para la generación de indicadores de gestión; 3) los
tribunales conducen los procedimientos judiciales procurando obtener resoluciones de
máxima calidad en los menores tiempos posibles. Estos tres estándares o patrones de
conducta cubren tres aspectos claves de la gestión judicial: la actitud de disposición al
cambio, los medios para una medición automatizada y los resultados.
“los tribunales están dispuestos a orientar de modo sistemático su gestión al servicio
de la sociedad”, se puede medir a través de tres indicadores:
a) formulación y ejecución de proyectos de mejora de la gestión, enmarcados en los
objetivos estratégicos del Poder Judicial;
b) reuniones periódicas de personal para la mejora de la gestión;
c) encuestas de satisfacción y de opinión de usuarios de manera sistemática. ¿Por
qué estos indicadores? Porque la existencia de proyectos de mejora, de reuniones de
personal y de encuestas de satisfacción sistemáticas permite afirmar que un
determinado tribunal orienta su gestión al servicio de la sociedad de manera
sistemática y sustentable, a diferencia de esfuerzos inorgánicos o individuales.

Un ejemplo concreto de los niveles de desempeño (óptimo, aceptable y sujeto a


readecuación) puede verse en las metas establecidas para las encuestas de
satisfacción. En el caso de los justiciables, la acordada mencionada determina que las
respuestas “muy bien” y “bien” deben reunir los siguientes porcentajes:
“los tribunales implementan sistemas de información automatizados para la generación
de indicadores de gestión”. Se evalúa con dos indicadores principales: a) sistema
informático de gestión implementado, con carga de datos homogénea, incluyendo
hitos procesales que permiten medir de modo simple y regular la carga de trabajo y la
duración (parcial y total) de los procesos judiciales; b) capacidad de poner a
disposición los datos registrados al momento de la auditoría, evaluando su grado de
completitud, fiabilidad y oportunidad. Los indicadores que permiten evaluar el
cumplimiento, o no, de los primeros dos estándares son prácticamente idénticos para
todos los tribunales, no importando la materia que conozcan o si intervienen en
primera, segunda o tercera instancia. Pero los indicadores que permiten medir el tercer

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estándar, que apunta a los resultados y no a la actitud o los medios, es decir, a la
obtención de resoluciones de máxima calidad en los menores tiempos posibles,
difieren necesariamente de tipo de tribunal en tipo de tribunal.

CalIDaD EN la gEstIóN: INDICaDorEs y mEtas

Por qué medimos La realidad es inabarcable para el intelecto humano. Entonces,


tomamos pequeñas porciones de realidad y, en base a ellas, fundamos nuestras
opiniones sobre el todo. Medir nos ayuda a que esas pequeñas porciones de realidad
sean lo más exactas posible, a no quedarnos con meras impresiones sin sustento
empírico.
Tanto en materia procesal como en materia de gestión, son los resultados los que
determinan si los instrumentos son exitosos o no y, por tanto, preferibles a otras
opciones disponibles. En la medida en que esos resultados se acerquen más a
nuestros objetivos, o los superen, mejor será. Claro, en la medida en que nos
hayamos fijado objetivos… La labor judicial afronta, además, un riesgo ético propio de
las profesiones “funcionarizadas” (ejercidas por funcionarios públicos con estabilidad y
sueldo asegurado, es decir, sin regulación competitiva). Se trata de la burocratización.
Es la situación en la cual el “buen” profesional simplemente cumple el mínimo legal
vigente, de forma que no se le puede acusar de conductas negligentes. Proponerse
objetivos ambiciosos, que nos sacudan de la rutina, es un saludable antídoto para este
riesgo.
La Carta Iberoamericana de Calidad en la Gestión Pública hace notar que la gestión
pública se orienta a la calidad cuando se encuentra referenciada a los fines y
propósitos últimos de un gobierno democrático —esto es, cuando se constituye en una
gestión pública centrada en el servicio al ciudadano y en una gestión pública para
resultados—, y que la calidad en la gestión pública debe medirse: • en función de la
capacidad para satisfacer oportuna y adecuadamente las necesidades y expectativas
de los ciudadanos; • de acuerdo a metas preestablecidas y resultados cuantificables,
que tengan en cuenta el interés y las necesidades de la sociedad y estén alineados
con los fines y propósitos de la Administración Pública. Dado que la gestión judicial es
una forma de gestión pública, debemos concluir entonces que la calidad de la gestión
judicial puede y debe medirse. Y, para ello, debemos conocer las categorías de
usuarios, sus diferentes necesidades y medir si se satisfacen o no de modo adecuado
y oportuno.
3. Qué resultados buscamos
No se busca la mejor práctica (concepto absoluto), sino una práctica mejor que la
habitual (concepto relativo).
Considerando el caso del Poder Judicial, Marcet y Del Carril (2004) señalan que una
mejor práctica es aquella que cumple los siguientes requisitos:
• mayor satisfacción del usuario del servicio de justicia;
• impacto en los puntos críticos del proceso;
• eliminación o reducción de actividades no orientadas a la satisfacción al usuario;
• eliminación o reducción de demoras;
• simplicidad en su implementación;
• descongestión de la oficina judicial;
• reducción de costos (en recursos humanos, tiempos, etc.) del proceso.

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La oralidad en el proceso civil es también un medio para la búsqueda de mejores
resultados. Es importante plantearse cuáles son los resultados que deseamos lograr, y
fijarlos como objetivos. También es importante medir qué hemos logrado para
contrastarlo con esos resultados. Nótese que debe definirse una relación entre
objetivos (generalmente narrativos, describiendo un valor a lograr) e indicadores
(cuantitativos, que aprehenden una porción de la realidad e hipotéticamente
demuestran el logro del objetivo) con sus metas correspondientes (es decir, el nivel de
logro de cada indicador que pondría en evidencia que estamos alcanzando o no el
objetivo buscado). La búsqueda de satisfacción de los usuarios de un servicio, en este
caso, del servicio de justicia, se mide habitualmente a través de encuestas de
satisfacción. Es importante redactar de modo preciso las preguntas, para conocer la
opinión de los consultados sobre la adecuación y la oportunidad de los servicios
recibidos, tanto a sus necesidades como a sus expectativas. Si buscamos reducir los
plazos totales del proceso de conocimiento a través del control efectivo de la duración
del período de prueba, se impone medir los tiempos claves. Entendemos que estos
son el lapso total del juicio, entre la fecha de la presentación de la demanda y la fecha
de la sentencia definitiva, como el lapso del período probatorio, entre la fecha del auto
de apertura a prueba y la fecha del llamado de autos para sentencia. Y para entender
cuál es una mejor práctica, se debe medir cuánto duran los procesos con la práctica
ordinaria o habitual, y cuánto con el trámite oral, que se pretende superador.
Si deseamos aumentar la calidad de las decisiones jurisdiccionales a través de la
inmediación del juez y la concentración de la prueba en audiencias orales, debemos
tener indicadores cualitativos (índices de conciliación, tasa de revocación en alzada)
cuantificados; e indicadores cuantitativos (como la eficacia en la celebración de
audiencias, o cantidad de audiencias tomadas) que nos permitan saber si estamos o
no alcanzando esos objetivos. Adicionalmente nunca hay que olvidar que, para poder
tener una gestión de calidad, deberán fijarse de antemano metas para cada indicador
adoptado. Las metas deben cumplir dos características simultáneamente: ser factibles,
es decir, alcanzables en el concreto marco de este juzgado, en este momento, con
esta carga de trabajo; y ser desafiantes, es decir, motivadoras para ir más allá de la
situación actual.

BASES PARA LA REFORMA PROCESAL CIVIL Y COMERCIAL


Se impone un necesario cambio de paradigma, tanto en el rol del juez, como en la
forma de concebir al proceso civil.
Podemos advertir, a modo de ejemplo, que se ha potenciado la inmediación, ya que el
proceso ordinario de conocimiento se desarrollará mediante audiencias, en las que la
participación del juez constituye un requisito ineludible, cuya inobservancia
determinará la nulidad absoluta e insanable.
Se considera pues, que las estructuras procesales fundamentales de conocimiento
deberían ser:
a) el proceso ordinario por audiencias;
b) el proceso monitorio; y
c) el proceso simplificado de justicia inmediata. Por tal motivo, se propone que la
estructura principal sea el proceso ordinario por audiencias. Un proceso mixto, dado
que, no obstante estar basado en la inmediación y oralidad, posee algunas etapas
escritas, como los actos de postulación y recursos contra la sentencia.

28
Un proceso de reforma de justicia civil y comercial como el que se plantea requiere
cambios esenciales en materia de gestión y organización a fin de optimizar el servicio
de justicia. Es por ello que se proponen nuevas oficinas judiciales que funcionarán con
agilidad, eficiencia, racionalización del trabajo.
coordinación y cooperación con el objetivo de brindar un servicio de excelencia a la
ciudadanía. Asimismo, nuestro desafío es incorporar nuevas tecnologías que
acompañen el cambio que se propone. En este sentido, con la notificación electrónica
y el expediente digital se pretende lograr una mayor eliminación de material en soporte
papel. Eliminar el soporte escrito para las actas de audiencia y remplazarlo por medios
audiovisuales es una herramienta clave de la transformación buscada, a través de un
eficaz aprovechamiento de las tecnologías de la información y la comunicación.
1. Objetivos
El presente documento Bases para la reforma procesal civil y comercial (en
adelante, Bases) se enmarca en el espacio de diálogo institucional y ciudadano
Justicia 2020(1) del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, cuyo objetivo es la
elaboración, implementación y evaluación de políticas para construir, junto a la
sociedad, una justicia que genere resultados socialmente relevantes y permita la
solución de los conflictos en forma rápida y confiable.
La iniciativa considera que la justicia en la que los habitantes puedan confiar es un
instrumento fundamental para garantizar el bienestar y el desarrollo. Un país con
solidez institucional requiere que se cumplan las leyes; para lograrlo es
indispensable que la justicia funcione adecuadamente y garantice soluciones
rápidas, confiables e imparciales, además de resultar accesible y tener cercanía
con la gente.
Las Bases parten de la premisa de que la oralidad, implementada en un proceso
por audiencias, con inmediación y concentración, transforma un sistema lento e
ineficiente en uno más ágil, sencillo y accesible. El vocabulario judicial de los
procesos escritos —anticuado y complejo— se transforma así, en uno
comprensible para el público ya que incorpora la inmediación entre el juez, las
partes y sus abogados, y la prueba.
Asimismo, en la estrategia para la agilización del servicio de justicia, se incluye la
instauración de procedimientos especiales, como el monitorio, que —en tanto no
requieren oralidad— en la mayoría de los casos permiten concentrar los esfuerzos
en aquellos conflictos que demanden una atención directa del juez (esencialmente:
el proceso ordinario por audiencias).
El diagnóstico sobre las debilidades de la justicia civil y comercial (en adelante,
justicia civil) para resolver en un tiempo razonablemente breve los conflictos tiene
un amplio consenso. También hay acuerdo sobre la necesidad de establecer una
justicia cercana a la gente, fomentar la inmediación entre el juez y las partes, evitar
la delegación de funciones, concentrar la actividad procesal y evitar formalidades
irrelevantes.
Desde esa perspectiva, Justicia 2020 formula una crítica al actual contexto y
sostiene una alternativa de solución: “Los procesos judiciales argentinos se
caracterizan por ser escritos y lentos; la oralización masiva generará un cambio
decisivo. La reforma procesal civil y la puesta en marcha de la reforma procesal
penal incorporarán audiencias públicas y transparentes para resolver los conflictos
y dar respuestas satisfactorias a la comunidad”.

29
En términos generales, las reformas al texto original procuraron, sin éxito,
subsanar los problemas de la falta de celeridad y ausencia de inmediación
generados por un ordenamiento diseñado bajo un esquema que reproduce sus
defectos originales. Un Código diseñado para desarrollarse en forma
prevalentemente escrita no ofrece las condiciones para implementar un sistema
oral.
De allí que se debe desarrollar un cuerpo normativo:
• que logre un razonable balance entre aquello que debe quedar registrado por
escrito y la actividad que se materializa en las audiencias —especialmente,
aquellas dedicadas a la recepción de la prueba—;
• que elimine los obstáculos a la inmediación entre el juez y las partes, y la
propicie; • que logre la concentración de las distintas etapas procesales; y
• que brinde los instrumentos para que el juez conduzca el proceso, a los fines de
concluir con la práctica de delegación de funciones en la estructura que debe dar
soporte a la actividad judicial.
Dado que las Bases están destinadas al conjunto de la sociedad civil y no
exclusivamente a operadores jurídicos, se ha procurado utilizar un lenguaje que —
dentro de lo técnico y especializado de la temática— pueda ser fácilmente
comprendido. Para ello se empleará una terminología accesible y se evitarán
tecnicismos y referencias bibliográficas.
2. Los procesos de reforma a la justicia civil
Una primera fase de ese cambio estuvo signada por la reforma de los textos
constitucionales, en los cuales se reforzó la relevancia y el alcance del derecho de
acceso a la justicia y al debido proceso; así como por la incorporación a los distintos
ordenamientos de los tratados sobre derechos humanos.
El segundo desarrollo fue la importante transformación que llevaron adelante los
Estados latinoamericanos a la justicia penal, uno de cuyos elementos centrales fue
consagrar una división entre la tarea de investigación asignada al fiscal y la de
decisión atribuida al juez.
La tercera etapa que un número significativo de países de América Latina ha
enfrentado —particularmente en los últimos años—, consiste en modificar sus códigos
procesales y dotar a la justicia civil de los recursos estructurales y humanos que
permitan garantizar el ejercicio de los derechos. Por justicia civil entendemos aquella
que se ocupa de la resolución de los conflictos que no son tratados por la justicia penal
y concentra materias, controversias y trámites muy heterogéneos y es objeto de
especial análisis en varios países de América Latina donde se están diseñando,
implementando o evaluando procesos de reforma.
El esquema procesal heredado de las leyes de enjuiciamiento civil españolas del siglo
XIX, anticuadas y contrarias a los desarrollos de aquel momento (difundido en toda
América Latina por su falta de concentración, ausencia de inmediación, excesiva
formalidad), fue caracterizado como “desesperadamente escrito”. Entre los principales
defectos de ese modelo, que se pretende superar, encontramos que:
a) Propició un proceso lento, formal y burocrático, corporizado en un expediente
judicial como eje central del proceso y de las decisiones.
b) Generó prácticas excesivamente ritualistas que convirtieron los requisitos de forma
en los aspectos más importantes.
c) Esto causó, a su vez, otros problemas como, por ejemplo, la duración excesiva de
los procesos y su opacidad o falta de publicidad.

30
d) El proceso escrito consolidó un rol pasivo del juez a la espera del impulso procesal
de parte, especialmente sobre las actuaciones relativas a los actos de proposición y a
los medios probatorios.
e) Adicional a lo anterior, se presentó otro problema que es, sin duda, uno de los más
importantes: el proceso escrito desalentó la inmediación judicial. En efecto, la
consolidación del expediente judicial y la definición de un rol pasivo del juez
conllevaron a que este no tuviera contacto directo con las partes, peritos, testigos, ni
pruebas.
f) Lo anterior generó un cuarto problema: se fomentó una excesiva delegación de
funciones del juez a los funcionarios de su despacho, aun de las actuaciones
procesales que requerían inmediación.
g) Otro problema fue la multiplicación de estructuras procesales para resolver distintos
asuntos civiles, que estuvo asociada a la creencia errónea pero arraigada aún hoy en
muchos países, de que cada especialidad sustancial necesita una estructura adjetiva o
procesal propia. Esto generó la existencia de distintos esquemas procesales escritos
que, aunque guardaban relación entre sí, implicaban cambios en los plazos procesales
y en algunas disposiciones específicas, por lo cual, en aquellos lugares en los que el
juez era multi-competente debía tramitar los procesos con distintas normas
procesales.
Con diverso grado de intensidad, y dependiendo de cada país, los objetivos fijados en
los diversos procesos de reforma a la justicia civil han sido los siguientes:
• Reducir la demora de los procesos (duración razonable).
• Implementar contacto directo del juez con las partes, sus abogados y la prueba
(inmediación/oralidad).
• Redefinir el rol del juez.
• “Instrumentar” las formas.
• Simplificar las estructuras procesales y de los actos.
• Mejorar la calidad de la prueba obtenida.
• Asegurar el debido proceso material.
• Moralizar el proceso evitando conductas desleales y dilatorias.
• Efectivizar los derechos sustanciales.
• Priorizar la autocomposición del litigio.
• Lograr eficacia del proceso en la resolución de las pretensiones y en la ejecución de
las sentencias.
• Garantizar publicidad y transparencia.
• Asegurar la independencia judicial
. • Reducir los costos.
• Fomentar el acceso a la justicia.
• “Desjudicializar” asuntos que no requieran intervención judicial.
• Establecer criterios de gestión y administración profesionales.
• Incorporar nuevas tecnologías

Recomendación
Si bien este documento tiene como principal objetivo sentar las Bases para la
redacción del Anteproyecto de Código Procesal Civil y Comercial de la Nación, la
reforma de la justicia civil y comercial debe tener un enfoque sistémico, complejo,
multidisciplinario e integral, con perspectiva de política pública. Por ende, el nuevo
Código será solo uno de los pilares de la reforma, que debe complementarse con otros

31
igualmente relevantes. La reforma, en sus múltiples aspectos, buscará considerar las
variadas formas de soluciones posibles desde el Estado, articulando las diversas
herramientas de prevención y resolución de conflictos.
Finalmente, se propone un modelo de gestión e infraestructura y las tecnologías de
información y comunicación requeridas en la justicia civil, y su metodología de
financiamiento.
A partir de estos elementos, debe plantearse la nueva organización y gestión de los
despachos judiciales, asumiendo los cambios organizacionales y procesales y los
recursos que ellos demanden, con el auxilio de las nuevas tecnologías. Resulta
imprescindible acentuar la importancia de la formación de los operadores del sistema,
jueces, abogados y auxiliares de la justicia para que se logre un cambio cultural de las
prácticas que permita materializar los cambios. Un adecuado plan de capacitación
previo, concomitante y permanente con todos los operadores jurídicos y de los
ciudadanos en general permite realizar el paso necesario hacia el nuevo modelo de
justicia. La satisfacción plena de los estándares del debido proceso no será posible sin
la existencia de mecanismos adecuados de solución de conflictos que provean
simultáneamente soluciones rápidas y auto compuestas de estricta calidad.
Finalmente, la justicia civil modernizada debe contar con sistemas adecuados de
asistencia jurídica a los ciudadanos, garantizando una igualdad procesal efectiva. A
modo de conclusión, consideramos que la reforma será exitosa en tanto se tenga
especialmente en cuenta la incorporación de las herramientas tecnológicas, la
modificación de las estructuras de organización judicial, como así también, los
necesarios cambios en materia de gestión judicial.
P R I N C I P I O S P R O C E S A L E S ORIENTADORES
2. Enumeración de los principios procesales
A continuación, se enumeran los principios procesales civiles a los cuales se les
ha prestado prioritaria atención por su frecuente aplicación e invocación cotidianas.
Entre los de empleo más frecuente en el juicio civil, se señalan los siguientes: •
Tutela judicial efectiva y debido proceso. • Oralidad e inmediación. • Dirección
judicial del proceso y de la actividad jurisdiccional oficiosa, preventiva y protectoria.
• Principio de aportación y derecho de contradicción. • Lealtad y buena fe procesal,
prevención y sanción del abuso procesal. • Economía, celeridad y concentración
procesal. • Transparencia y publicidad. • Instrumentalidad y adaptabilidad de las
formas procesales. • Colaboración procesal. • Preclusión procesal. • No exigibilidad
de otra conducta.
. • tutela judicial efectiva y debido proceso: Se trata de un principio procesal con
fuerte respaldo constitucional y convencional. Constituyen sus principales
manifestaciones: el acceso irrestricto de los justiciables a jueces independientes e
imparciales; el aseguramiento de un debido contradictorio; la igualdad procesal
efectiva y no meramente formal; la duración razonable del proceso; la protección ante
situaciones de urgencia que requieran tutelas especiales; y la debida y pronta
ejecución de las resoluciones judiciales.
• Oralidad e inmediación La actividad procesal en el proceso ordinario de
conocimiento se desarrollará mediante audiencias en las que la participación del juez
es un requisito ineludible y cuya inobservancia determinará nulidades absolutas e
insanables, con excepción de los casos en que debe celebrarse en un territorio distinto
al de su competencia. La nulidad puede ser deducida en cualquier oportunidad

32
procesal. Las audiencias se registrarán en soporte magnético o digital, o cualquier otro
medio técnico idóneo.
• Dirección judicial del proceso y de la actividad jurisdiccional oficiosa,
preventiva y protectoria La dirección del proceso está confiada al juez, que la
ejercerá de acuerdo con las disposiciones del Código. Promovido el proceso, el juez
tomará de oficio las medidas tendientes a evitar su paralización y adelantar su trámite
con la mayor celeridad posible, respetando la igualdad de las partes. Se opta por la
dirección del proceso por parte del juez, con límites razonables que partan de la
premisa de la apertura del proceso a instancia de parte. Tales deberes funcionales se
ejercitarán sin mengua de la correspondencia entre las peticiones de las partes y el
alcance de la decisión. Obviamente, la medida de la actividad oficiosa que se
emprenda dependerá del juicio de que se trate y de las calidades y necesidades de los
sujetos involucrados. La dirección del proceso comprende, en esta visión, el impulso
procesal de oficio una vez incoada la pretensión y establecidos los hechos alegados y
controvertidos, salvo casos excepcionales que requieran otra solución.
• Principio de aportación y derecho de contradicción Los jueces decidirán los
asuntos en virtud de las aportaciones de hechos, pruebas y pretensiones de las
partes, excepto los casos especiales en que la ley disponga lo contrario(3) . Las partes
tienen derecho a exponer sus argumentos y rebatir los que se le opongan. Se debe
respetar la autonomía de la voluntad de las partes y decidirse según las pretensiones
deducidas en el proceso. Los hechos en que se deba fundar la resolución judicial de
fondo se han de alegar por las partes en los momentos fijados por este Código. Las
pruebas que deban practicarse para la acreditación de los hechos controvertidos
habrán de ser igualmente aportadas por las partes en el momento procesal dispuesto
en el Código.
• Lealtad y buena fe procesal, prevención y sanción del abuso procesal Todos los
participantes en el proceso —jueces, abogados, partes y terceros— deben ajustar sus
conductas al necesario respeto que debe imperar en el debate judicial.
Los tribunales, oficiosamente o a instancia de parte, deben adoptar las medidas
conducentes a prevenir y sancionar inconductas procesales o actos que vulneren la
dignidad de la justicia, al respeto que se deben los litigantes y a la lealtad, buena fe y
probidad. El juez deberá tratar de impedir el fraude procesal, el abuso del proceso, la
colusión y cualquier otra conducta ilícita o dilatoria, y tomar —a petición de parte o de
oficio— todas las medidas necesarias que resulten de la ley o de sus poderes de
dirección, para prevenir o sancionar cualquier acción u omisión contrarias al orden o a
los principios del proceso. Se contempla el abuso procesal. Las conductas abusivas no
irrogarán ninguna ventaja a la parte que intente beneficiarse de ellas. Se propone
regular una sección dedicada a la prevención y sanción de las múltiples formas que
adopta el abuso procesal (4) .
• Economía, celeridad y concentración procesal Las regulaciones deben propender
a la obtención de la mayor economía de tiempo, de esfuerzos y de gastos.
La “concentración procesal” alude a la conveniencia de que la actividad procesal no se
disperse, porque ello dificulta que el tribunal obtenga una visión de conjunto de lo
ocurrido y atenta contra la duración razonable del proceso. Por ello, resulta necesario
que la actividad procesal se concrete en el menor número de secuencias posibles y se
materialice sin intervalos de tiempo dilatados entre los actos.
• Transparencia y publicidad La información de los procesos sometidos a la justicia
es pública, así como las audiencias y todos los actos procesales. Únicamente se

33
admitirán aquellas excepciones estrictamente necesarias para proteger la intimidad, el
honor, el buen nombre o la seguridad de cualquier persona. El sistema de justicia debe
garantizar la transparencia de la actuación de sus instituciones y funcionarios.

• Instrumentalidad y adaptabilidad de las formas procesales , el juez deberá tener


en cuenta que el fin del proceso es la efectividad de los derechos sustanciales. En
caso de duda, se deberá recurrir a las normas constitucionales y a los tratados
incorporados a la Constitución Nacional. La instrumentalidad de las formas procesales
asume que la meta principal del proceso es la efectividad de las normas sustanciales.
• Colaboración procesal Se trata de un principio que deriva en cargas y en deberes
procesales que pesan, no solo sobre las partes, sino también sobre terceros que
deben colaborar con la justicia.
• Preclusión procesal Este principio procura ordenar el debate, dividiendo el proceso
en etapas, en cada una de las cuales se deben desarrollar determinadas actividades
procesales y no otras; posibilitando además, su progreso, al vedarle todo retroceso
procedimental. Necesariamente, la clausura de una estación procesal abre la
siguiente. Bajo su imperio, los plazos fenecen por el mero transcurso del tiempo sin
que sea menester declaración judicial ni petición de parte, cesando automáticamente
la posibilidad de ejercer la facultad procesal no utilizada en tiempo, así como de
asumir posturas contradictorias.

4. Integración de las normas procesales


Se contemplará la hipótesis del vacío, insuficiencia u oscuridad legal, que deberá
resolverse mediante la aplicación de los principios procesales, la ponderación de los
valores jurídicos involucrados, los fundamentos de las leyes que rigen situaciones
análogas y las disposiciones que surgen de los tratados internacionales de derechos
humanos en los que la Nación sea parte.

ESTRUCTURAS PROCESALES
3. Estructuras
Sin perjuicio de estructuras especiales necesarias (proceso incidental, proceso
cautelar, proceso de ejecución, etc.), se considera que tres debieran ser las
estructuras fundamentales de conocimiento:
a) El proceso ordinario por audiencias.
b) El proceso monitorio.
c) El proceso simplificado de justicia inmediata (justicia de proximidad o causas de
pequeño monto). Las dos primeras estructuras son objeto de las Bases.
Adicionalmente, existen varios supuestos para los que el Código Civil y Comercial
estableció la necesidad de acudir al “procedimiento más breve previsto por la ley
local”(1)
abreviado que el proceso ordinario por audiencias (que podrá ser, dependiendo del
caso, ya el proceso simplificado de justicia inmediata, ya un proceso sumario o
extraordinario). Finalmente, disposiciones procesales incluidas en el derecho de
fondo imponen la consideración de algunos procesos especiales. En cualquier
caso, el juez debe tener el poder de decidir cuál es el tipo procesal aplicable en el
marco de la ley.

E L P R O C E S O O R D I N A R I O POR AUDIENCIAS

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1. Etapas del proceso ordinario
Se propone que la estructura principal sea el proceso ordinario por audiencias. Se
trata de un proceso mixto en tanto, si bien se centra en la oralidad e inmediación,
tiene algunas etapas escritas (actos de postulación y recursos contra la sentencia
definitiva, por ejemplo). Las principales etapas del proceso ordinario propuesto son
las siguientes:
a) Actos de postulación escritos: el proceso comienza con la interposición por
escrito de la demanda, su contestación junto con la articulación de las excepciones
y la contestación de las excepciones. La prueba se ofrece en los actos de
postulación.

b) Resolución de excepciones previas: las excepciones de previo y especial


pronunciamiento se interpondrán al contestar la demanda y se sustanciarán por
escrito. Se resolverán, de regla, antes de la audiencia preliminar, salvo que —en
forma fundada— el juez disponga su resolución en audiencia. La resolución de las
excepciones podrá apelarse, pero la interposición del recurso no suspenderá la
audiencia, salvo que la resolución ponga fin al proceso. El tribunal dispondrá de
facultades para disponer el rechazo liminar de las excepciones manifiestamente
improponibles o improcedentes.
c) Audiencia preliminar: luego de trabado el proceso entre las partes, y
eventualmente resueltas las excepciones previas, se fija la audiencia preliminar.
d) Audiencia de vista de causa: si hay hechos controvertidos, en la audiencia
preliminar se fija la fecha de celebración de la audiencia de vista de causa.

2. Reglas fundamentales para las audiencias


Se fijan los siguientes criterios para las audiencias del proceso ordinario:
a) La audiencia preliminar y la audiencia de vista de causa serán orales y con
inmediación plena, el magistrado no tendrá otra forma de realización.
b) La presencia del juez en ambas audiencias es indelegable, desde el comienzo
y hasta su finalización. Las partes con sus letrados y los representantes del
ministerio pupilar deben comparecer personalmente.

c) De no haberse celebrado esas audiencias con la presencia del juez, se


producirá la nulidad no convalidable del acto, la cual se podrá declarar en cualquier
estado del proceso, ya sea hasta la sentencia o en la alzada, a petición de parte o
de oficio. De declararse la nulidad por ausencia del juez, este será pasible de
responsabilidad.
d) Si el actor o el demandado no comparecen a la audiencia preliminar por causas
injustificadas, se tendrán por reconocidos los hechos alegados por el contrario
(salvo que fueren hechos indisponibles o surgiere lo contrario en forma ostensible
de la prueba ya aportada al proceso por las partes).
e) Se regulará la videoconferencia para la asistencia de la parte cuando por algún
motivo fundado sea imposible o excesivamente costoso su traslado a la sede del
tribunal para la audiencia.
f) Las audiencias se registrarán por medios audiovisuales, excluyéndose la
actividad de conciliación. Concluida la audiencia preliminar, se levantará acta cuyo
contenido se limitará a dar cuenta de circunstancias objetivas mínimas sobre la
celebración de la misma.

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g) Las audiencias serán públicas. Con motivos fundados, a pedido de parte o de
oficio, se podrá disponer la privacidad de las actuaciones, con carácter parcial o
total, por afectar la intimidad o privacidad de las personas o por motivos de
seguridad. Una audiencia también puede comenzar en público y continuar en
privado. Por publicidad no se entiende la difusión pública de las audiencias por los
medios masivos de comunicación.
h) En principio, salvo que las normas de implementación determinen situaciones
que lo justifiquen, no se fijarán fechas supletorias de la audiencia preliminar ni de
la de vista de causa. De no celebrarse alguna de ellas por motivos justificados, se
fijará una nueva.
i) La fijación de las audiencias se realizará con el auxilio de la oficina judicial (OGA
(Oficina de Gestión de Audiencias)).
3. Contenido de la audiencia preliminar
Las actividades o funciones a desarrollarse en la audiencia preliminar son las
siguientes:
a) En esta audiencia se deberá preceptivamente intentar la conciliación por el juez,
en el momento en que, conforme a las circunstancias del caso, resulte más
propicio. Ello, sin perjuicio de que puedan realizarse otros intentos conciliatorios en
la misma audiencia o en cualquier otra etapa del proceso.
b) Se tomarán las medidas para sanear el proceso.
c) Deberá decidirse si se declara la causa de puro derecho o se abre a prueba.
d) En caso de abrirse la causa a prueba, se fijarán los hechos controvertidos y
conducentes que serán objeto de la misma. El juez, luego de un libre interrogatorio
a las partes y en base a los hechos alegados en los escritos postulatorios,
establecerá los puntos reconocidos por ambas partes. Si en opinión de alguna de
las partes se incluye en el objeto de la controversia un hecho no articulado, la
resolución será inapelable o apelable con efecto diferido, según las pautas con que
se establezca el régimen general de medios impugnativos. Si se desestima del
objeto de la controversia un hecho articulado en los actos postulatorios, la
resolución será apelable con efecto diferido.
e) Previo a ordenar la producción de la prueba, el juez interrogará a las partes
sobre el objeto a acreditar con cada uno de los medios aportados. En el
Anteproyecto se incorporarán reglas que regulen las cargas probatorias dinámicas
y establezcan el modo de dar aviso a la parte sobre quien pesan las
consecuencias de no probar.
f) Las partes se conducirán acorde al principio de buena fe y colaboración
procesal.
g) El juez ordenará la producción de la prueba ofrecida con los escritos de
postulación.

3. Contenido de la audiencia de vista de causa


En la audiencia de vista de causa, se realizan los siguientes actos:
a) Se procede a la síntesis de las pruebas ya producidas.
b) El juez podrá organizar el desarrollo de la audiencia según lo más apropiado
para la materia en litigio.
c) Se escucharán a las partes, a los peritos y a los testigos. Todos podrán ser
interrogados libremente por las partes y el juez.

36
d) Se tendrá por operada la caducidad automática de la prueba no producida. Ello,
excepto que el juez la considere esencial para la solución del pleito o que las
partes demuestren un real impedimento para la producción de prueba necesaria
propuesta por ellos cuya producción escapa a su esfera de disponibilidad.
e) Se intentará la conciliación.
f) Las partes podrán alegar en forma oral, por un tiempo no mayor a los 20
minutos. Si hubiere litis consorcio, este plazo será por parte.
5. Incidentes
Los incidentes planteados fuera de audiencia se plantean y se sustancian por
escrito. El juez, de oficio o a petición de ambas partes, podrá darles trámite oral.
Los incidentes planteados en audiencia, se resolverán en audiencia.

PROCESO MONITORIO

Una estructura clave complementaria del proceso ordinario por audiencias Para la
elaboración de las Bases se tomó en cuenta la experiencia de los países que
implementaron exitosos procesos de reforma a la justicia. Dos de los ejes de esas
reformas que lograron acelerar los tiempos judiciales, reducir costos y asegurar
una adecuada inmediación entre el juez y las partes, fueron: por un lado, la
consagración de un proceso por audiencias y, por otro, la adopción de formas de
descongestión del trabajo judicial como la denominada “técnica monitoria” o
procesos con estructura monitoria.
La técnica monitoria está basada en un proceso simplificado, su objetivo consiste
en el otorgamiento de un título de ejecución judicial, en forma rápida, económica y
con escasa participación del órgano jurisdiccional, si el requerido no plantea
oposición o defensa frente a la notificación de la decisión mediante la cual el juez
ha admitido la pretensión monitoria. El silencio del requerido importa un
reconocimiento tácito de la pretensión del solicitante y tiene, por efecto, dejar
abierta la posibilidad de realizar la ejecución de la decisión judicial que admite el
reclamo. El ejercicio del derecho de defensa del demandado queda supeditado a
que decida oponerse a la conformación del título judicial. En caso de oposición, se
abre un proceso de conocimiento en el que se decidirá sobre la procedencia del
reclamo.
Si bien el elemento central de la técnica monitoria es la inversión del principio de
contradicción, los distintos ordenamientos procesales toman una variedad de
alternativas con respecto:
a) al tipo y características de la obligación reclamada; b) la determinación o
indeterminación de su monto;
c) los documentos que deben acompañarse;
d) las formalidades de la presentación del requirente;
e) el control judicial sobre los requisitos de admisibilidad del pedido de sentencia
monitoria; f) las formalidades referidas a la citación del requerido;
g) el plazo conferido al requerido para que decida si cumple con la obligación,
consiente el requerimiento o deduce la oposición, las defensas o excepciones;
h) las oposiciones, defensas o excepciones previstas;
i) el trámite posterior a la oposición o al planteo de excepciones;

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j) los diferentes tipos de procesos, según el monto en discusión; y k) los
desincentivos contra las oposiciones infundadas, por mencionar algunas de las
opciones que ofrece la técnica monitoria.

SAN LUIS
En el marco del Programa Justicia 2020, el Ministerio de Justicia y Derechos
Humanos de la Nación y el Superior Tribunal de Justicia de la Provincia de San
Luis han firmado un convenio marco y un acta específica para impulsar
conjuntamente un proyecto cuyos objetivos son reducir los plazos totales del
proceso de conocimiento civil y comercial a partir del control de la duración del
período de prueba, a la vez que aumentar la calidad de la decisiones
jurisdiccionales a través de la inmediación del juez y la concentración de la prueba
en audiencias orales.
Esta obra trata, en su esencia, de la historia del avance del Poder Judicial de San
Luis hasta su despapelización en todas las instancias y fueros, lo que es
debidamente analizado, tanto desde el punto jurídico, como desde el tecnológico.
legar al expediente digital aun en contra de las opiniones desfavorables a tal
implementación, tanto internas como externas. Lograda ya la despapelización, que
ha sido reconocida a nivel nacional, se firmó un convenio marco de colaboración
con el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación para que aporte los
fondos necesarios para la adquisición del equipamiento que permita la
videograbación de las audiencias de prueba en materia civil, ya que oralidad,
inmediatez y posibilidad de percibir directamente por los sentidos lo actuado —en
la misma instancia o en superiores momentos procesales— va de la mano con lo
digital como soporte. Nuestra Código Procesal Civil, en su art. 360, establece la
audiencia de apertura a prueba a la que deben concurrir las partes con sus
letrados y el propio juez, quien debe asumir el rol proactivo, en busca de una
conciliación entre las partes. El sistema de oralidad propuesto promueve la
transparencia de los procesos judiciales: permite tanto la participación de las
partes, bajo la dirección del juez, como la posibilidad del acceso remoto al
expediente digital; mejora el servicio, reduce los plazos de duración de los
procesos (arts. 360 y 360 bis del Código Procesal Civil), acerca al ciudadano a la
Justicia y facilita la tarea de los jueces en el objetivo de llegar a la decisión que
pone fin al conflicto. Este paso hacia la oralidad de los procesos civiles es un salto
para lograr los beneficios citados precedentemente. La solución de la crisis que
agravia a la Justicia implica encarar una política judicial que, partiendo de otra
visión de realidad, transforme el procedimiento civil a partir de la instauración
efectiva de la oralidad en el proceso.
2. Dos principios procesales
En los procesos judiciales civiles, entendido este término en sentido amplio, (2) se
aplica, según unánime doctrina y normativa procesal, el principio dispositivo.
Rectamente entendido, la doctrina procesal lo ha interpretado como la posibilidad
de las partes de disponer de su pretensión y de los hechos alegados. Nada más.
Las partes —y solo ellas— aportan los hechos litigiosos y las pretensiones sobre
las que recaerá la decisión del juzgador, quien se ve limitado por esos aportes: no
podrá decidir sobre lo que las partes no sometieron a su decisión.

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El principio dispositivo se opone al principio inquisitivo, según el cual es el juez
quien promueve el inicio de los procesos e investiga, y los límites de su accionar
están dados solo por la ley, no por las pretensiones de las partes. Por otra parte se
encuentra el principio de impulso procesal, referido a quién tiene a su cargo que el
proceso no se paralice y llegue a su conclusión, por un modo normal o anormal,
dentro de los plazos legales. Dado que la tramitación de causas judiciales
involucra el uso de recursos públicos, el principio general es que los jueces son los
responsables de impulsarlos de oficio hasta su más pronta conclusión, con la
mayor economía procesal posible. En modo alguno el principio dispositivo se
opone al impulso procesal de oficio; por el contrario, ambos son aplicables
conjuntamente en los procesos civiles, ya que el principio dispositivo no abarca el
impulso del proceso. Ambos principios, dispositivo y de impulso procesal, están
desde ya relacionados y juegan en conjunto, no solo entre sí, sino con muchos
otros principios procesales.

4. Las audiencias y las mejores prácticas de gestión judicial


La importancia de las audiencias y la posibilidad de concentrar en ellas múltiples
diligencias ha sido desde hace mucho tiempo considerada por la literatura
procesal. Consecuencia de ello es que es normal encontrar en los códigos de
procedimiento el deber (así, deber, no facultad) del juez de concentrar en lo
posible, en un mismo acto o audiencia, todas las diligencias que sea menester
realizar. Esta es una de las derivaciones del rol del juez como director del
proceso.

PENAL
El ENTRAMADO INQUISITORIAL
-HISTORIA Y TRADICIONES EN LA CONFIGURACION DE LA JUSTICIA PENAL-

I. La importancia de una visión histórica.

La justicia penal, como todo campo social, ha sido configurada históricamente.


Por ello se encuentra atravesada por relatos históricos y tradiciones. Dado que todo
campo social ha sido gestado a lo largo de los años, su estructura actual (estado del
campo) es el resultado de una génesis, que es necesario esclarecer. No obstante,
carecería de utilidad un simple relato histórico, que no tuviera capacidad de
mostrarnos su presente. Toda historia se construye desde el presente. 1 Ni somos
esclavos del pasado ni podemos deshacernos de él: es una compañía que a veces
nos empuja hacia delante y otras tantas nos impide avanzar, pero siempre está allí. El
proceso de reforma de la justicia penal que se ha desarrollado en las últimas décadas
ha insistido tenazmente en dejar atrás la inquisición. No ha hecho otra cosa que repetir
lo que ya se había manifestado en otros períodos de nuestra historia (como al inicio de
las Repúblicas), en los que se percibía al modelo inquisitorial como un obstáculo al
desarrollo de las nuevas ideas y los nuevos valores institucionales. Esa tarea, sin
embargo, se presenta como algo mucho más difícil de lo esperado, por la fuerza
operante de las tradiciones que son propias del modelo inquisitorial Se trata, en fin, de

39
descomponer lo genético en sus presencias; en ese sentido la historia es análisis del
presente, en tanto historia.

Memorias y tradiciones constituyen nuestros prejuicios, pero también


constituyen elementos objetivos del campo (de la justicia penal) que se encuentran
inscriptos en prácticas y en el lenguaje. Durante mucho tiempo el ideal del saber –aún
del interpretativo- consistía en presentarse a sí mismo como libre de prejuicios. Es
cierto que descubrir muchos de esos prejuicios es la base de todo análisis, por
ejemplo, del análisis del lenguaje, determinante en la interpretación de textos
normativos. Muchos de los desacuerdos entre juristas provienen de adhesiones ciegas
a estas tradiciones o memorias. Claro está que la construcción de un saber necesita
estas clarificaciones, y el análisis lógico de lenguaje es una herramienta tan útil como
lo es el análisis histórico para develar la naturaleza y origen de esas desavenencias.
Pero, por otra parte, es impensable la construcción de un saber por fuera de esos
prejuicios y tradiciones. Tampoco es posible sustraernos a estas tensiones, que
estarán vigentes en nuestro presente. Podemos aspirar, por lo tanto, a clarificar este
juego de fuerzas. Toda reconstrucción de sentido se realiza en un campo de fuerzas.2
Cada una de esas fuerzas tiene su génesis, que se manifiesta en prejuicios y
tradiciones, positivos y negativos, pero siempre allí actuantes. Todo esto nos remite
también al problema de las Ideologías y la capacidad del análisis histórico para fundar
una crítica a ellas.3
En particular nos interesa lo histórico en tanto tradiciones. Esto puede sonar
extraño cuando la perspectiva ilustrada –tan determinante en el desarrollo de nuestra
disciplina, por lo menos en el desenvolvimiento del “derecho penal liberal”- ha hecho
de la superación de las tradiciones el eje central de la producción de un conocimiento
cercano a la verdad y al servicio de la libertad.4 De hecho, nos parece que el “apego a
la tradición” implica siempre conservadurismo, reacción a la modernidad, pensamiento
de “derechas”. No nos referimos a ese sentido de “tradición” como “tradicionalismo”. El
tradicionalismo es siempre objetable y una patología de las funciones de la tradición,
en tanto horizonte histórico de toda comprensión. Utilizamos el término tradición en el
sentido de la rehabilitación gadameriana de ese concepto. “Nos encontramos siempre
en tradiciones –subrayado nuestro-, y este nuestro estar dentro de ellas no es un
comportamiento objetivador que pensará como extraño o ajeno lo que dice la tradición;
ésta es siempre más bien algo propio, ejemplar o aborrecible, es un reconocerse en el
que para nuestro juicio histórico posterior no se aprecia apenas conocimiento, sino un
imperceptible ir transformándose al paso de la misma tradición” 5. Desde esa tradición
constituimos el horizonte de nuestro presente”6.
El reconocimiento de las tradiciones operantes en el campo de la justicia penal
es un tema que merece más y mejores investigaciones empíricas. No obstante,
destacaremos un conjunto de tradiciones que se encuentran, sin duda, operando en la
actualidad del sistema penal. Estas tradiciones las presentamos como un juego de
opuestos, ya que ello nos permite determinar con mayor facilidad tanto sus diversas
combinaciones como su efecto sobre la estructura del campo. En primer lugar, opera

2
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sobre la justicia penal la tradición de considerar al delito como una infracción a una
voluntad superior (T1), es decir, como desobediencia. Frente a ella se presenta otra
tradición según la cual el delito es un conflicto (T2), entre partes, grupos, sectores;
conflicto que reclama una intervención del Estado para evitar que la violencia y el
abuso de poder se extiendan. En tercer lugar, opera la tradición según la cual el juez
es parte de una maquinaria o de una estructura jerarquizada cuya fuente de poder se
encuentra en un vértice (T3). Frente a ella opera otra tradición según el cual el juez es
una persona independiente, sin vínculos de jerarquía y garante, antes que nada, de
que se evitarán los abusos de poder (T4).

No pretendo agotar con ello la visión de las tradiciones actuantes dentro del
campo de la justicia penal, sino elegir aquéllas que en mi opinión tienen la mayor
fuerza y permiten explicar la mayor cantidad de fenómenos. Por otra parte, vemos que
ellas se presentan de un modo antinómico (no confundir esto con el concepto de
“antinomia fundamental” que hemos desarrollado en otros escritos7) dado que la
justicia penal se presenta como un campo de fuerzas. Claro está que en un momento
dado “la fuerza” de cada una de estas tradiciones puede ser muy grande en la
estructura del campo y teñir toda su actuación. Ello explica por qué en determinados
momentos podemos calificar a un sistema de justicia penal como “inquisitorial” y
propender cambios. Pero de todos modos, en el presente, aún cuando en un
determinado momento digamos que un sistema es inquisitorial ello no significa que no
se encuentren las otras tradiciones, aunque se hallen debilitadas o arrinconadas a
ciertos actores. Lo mismo ocurre cuando la intervención sobre la justicia penal produce
cambios importantes (por ejemplo, cuando se cambian procedimientos o la
organización judicial), ellos se materializarán en todo caso en relación con esas
tradiciones, siempre actuantes. Como podremos ver, existen vínculos entre T1 y T3,
por un lado, y T2 y T4, por el otro. Sin embargo, en el funcionamiento actual del
sistema de justicia penal ello ya no es tan lineal ni coherente y las combinaciones son
diversas. Es posible sostener una visión propia de T2 y al mismo tiempo mantenerse
en el universo de T3. Ello muestra y explica mucho de los “desórdenes” que solemos
percibir en el funcionamiento de la justicia penal. Dichas disfunciones no son tales,
sino dinámicas específicas provocadas por el juego de los actores, que siempre se da
en el marco de estas tradiciones básicas (y otras).

II. El delito como desobediencia (el derecho penal infraccional).

La concepción del delito como una infracción es una de las tradiciones centrales de lo
que denominamos “modelo inquisitorial”. Veamos, por ejemplo, la caracterización de
Foucault:

En efecto, a partir de la reconstrucción política que comienza con Carlomagno


se inicia un largo proceso de fortalecimiento del poder central, que terminará
acabando con el modelo feudal (en su virtualidad política, ya que desde el punto de
vista económico todavía seguirá adelante el sistema de privilegios). Este proceso de
concentración se realiza bajo dos figuras, que acuerdan, compiten y hasta combaten
furiosamente. Por un lado, la idea de reconstrucción del imperio romano de
Occidente (Sacro imperio Romano-Germánico) y por el otro lado, la idea de
7

41
Cristiandad, bajo el comando de la Iglesia de Roma, que poco a poco construye el
primado universal y aspira al control “espiritual” sobre el poder temporal. En este
proceso de concentración de poder jugó –como lo señala Foucault --un papel
importante la apropiación de los procesos judiciales, antes vinculados a la vida local,
al poder feudal o a la libertad de las ciudades y que permite la intervención de ese
poder central en los pleitos entre señores feudales, despojando a quien quisiera de
su poder, su vida y su fortuna. No obstante, ambos imperios no son realidades
materiales concretas. Ni Carlomagno o los sucesivos emperadores, ni los Papas,
tenían un dominio efectivo sobre pueblos o naciones. Se trataba, antes bien, de una
idea, de una concepción del poder mismo, de la autoridad y de la sociedad política.
De hecho, esa “idea” finalmente luego de un largo proceso de disputas entre Papas
y Emperadores, se materializa en espacios sociales más pequeños, no totales,
vinculados a una soberanía acotada. El modelo político se concreta finalmente en los
Estados Nacionales (España, Francia, Inglaterra, los “estados alemanes”, etc.);
recién allí el ideal imperial se concreta en un territorio y un pueblo determinado,
dando origen a las nuevas monarquías absolutas, verdaderos poderes con
capacidad para fundar el Estado moderno. Es por esa razón que si bien, como
señala Foucault, el modelo de justicia penal comienza a gestarse en los albores de
la Edad Medía, se concreta mejor en la Baja Edad media, pero se materializa
completamente a partir del siglo XVI, como estructura de los modernos Estados
nacionales. Este proceso, impulsado en gran medida por la revolución centralista de
la Iglesia, “también generó los modernos sistema jurídicos occidentales, el primero
de los cuales fue el sistema moderno de derecho canónico” 8 En este proceso –que
sin duda estamos simplificando- cumple un papel importante el fenómeno conocido
como Recepción del Derecho Romano. A partir del siglo XIII, en especial vinculado
al nacimiento de las modernas Universidades, el estudio del Corpus Iuris Civile,
antes fragmentario y superficial, comienza a realizarse bajo nuevos parámetros de
racionalidad. Ello no tanto por las “intrínsecas” bondades de dicho derecho, sino que
era percibido como un derecho favorable al imperio9 De este modo, al hacer su
aparición histórica el modelo de las monarquías absolutas, ellas cuentan no sólo con
una práctica política determinada, sino con una concepción política, con un sistema
normativo respecto del cual referenciarse, criterios religiosos de legitimidad, una
ciencia normativa (teológico-política) ya muy desarrollada (glosadores, post-
glosadores, comentaristas, humanistas y el desarrollo del método escolástico). El
aparato judicial, en particular el de la justicia penal, se desarrolla en el marco de este
modelo completo y complejo, productor de toda una cosmovisión político-religiosa
del poder, que en gran medida continúa hasta la actualidad. Este fundamento amplio
y sólido de los nuevos modelos de justicia penal son, en gran medida, los que le dan
su fortaleza hasta el presente.

La tradición del delito como infracción y como desobediencia constituye uno


de los ejes de la configuración de los sistemas que llamamos inquisitoriales, mucho
más aún que otras características tales como la escritura o el carácter subordinado del
juez. Esa nueva concepción del delito es la que permitió “estatizar” –aunque ese verbo
es inadecuado- de un modo creciente el funcionamiento de la justicia penal. Gracias a
ese artificio, el poder real queda autorizado (legitimado) para intervenir en cualquiera
8
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de esos conflictos, lo que le permite, por una parte, presencia y autoridad política y,
por el otro, pingues beneficios, mediante la confiscación de los bienes del condenado.
Este mecanismo de poder, como vimos, fue acompañado de un conjunto de
dimensiones culturales, intelectuales, comunicacionales y morales. Podemos ubicar un
punto de desarrollo de este modelo en la consolidación de los Estados nacionales,
absolutistas, del siglo XVI y a partir de allí se consolida esta tradición como parte de la
modernidad, pero ello no quiere decir que esa práctica no haya tenido antecedentes.
En efecto, el propio Derecho Romano da cuenta de una forma de funcionamiento
similar en las épocas imperiales, y no es casual que esa práctica se haya consolidado
con el fenómeno de la Recepción, que implicaba, antes que nada, la incorporación del
Derecho Romano tardío, de tipo imperial, por lo menos en aquéllas normas que no
estaban vinculadas directamente al derecho privado.10 Los monarcas absolutos del
siglo XVI no necesitaban crear nuevas formas políticas de actuación de la nada, ya
que contaban con una larga tradición a la cual acudir y que se había actualizado en los
últimos siglos. El delito va mutando poco a poco de una afectación, en el mejor de los
casos, del orden de la comunidad o del “orden justo” al orden instaurado por el Rey. 11
Vemos pues, cómo se produce la identificación de los intereses comunitarios con la
creación de la ley por parte del Monarca, y eso permite el traspaso de la idea del delito
que afecta a la comunidad a su nuevo carácter infraccional de la voluntad real. Se trata
del pase de la idea del Rey como custodio del Derecho a la de creador de ese
Derecho y poco a poco se modifica en un nuevo tipo de derecho, que ya no es un
derecho recibido, gestado poco a poco por las comunidades, sino el derecho como
instrumento de administración, de coerción sobre las voluntades y él mismo producto
de una voluntad soberana.

Este carácter notoriamente potestativo de las normas realza, por otra parte, el
componente de desobediencia de la infracción. No se trata de una contrariedad abstracta
entre la acción y la ley sino del rechazo de un mandato concreto que se ha formalizado
bajo la figura de una norma jurídica. La infracción aparece así como un conflicto
secundario, existente en todo conflicto entre partes o entre alguien y un colectivo más
grande. Un conflicto que se superpone, que convive o que desplaza al conflicto primario
que se halla siempre en la base de todo delito. Lo propio de la tradición que nace a partir
de la configuración de los Estados Modernos es la primacía de ese conflicto secundario.
Lo que importa no es el daño producido o el dolor de la víctima o el daño a la comunidad,
grande o pequeña, afectada por la conducta delictuosa. Lo que importa es que, en tanto
se ha provocado ese daño, lo que se ha hecho es desobedecer a la norma y a través de
ella al poder que la instauró, que estatuyó el mandato. Desde sus orígenes la Inquisición
está vinculada a esta concepción. No debemos olvidar que fue la Iglesia, en su derecho
canónico, la primera en instaurar el nuevo modelo inquisitorial, sirviendo de ejemplo a
todas las otras justicias seculares y que en la concepción que le es propia todo delito es,
antes que nada, una contrariedad a la voluntad divina. Todavía muchos siglos después
(1954) nos dice Pio XII: “ el hecho culpable es un arrogante desprecio de la autoridad, que
ordena mantener el orden de la justicia y del bien, y que es la fuente, la guardiana, la
tutora y la vindicadora del orden mismo. Y como toda autoridad humana no puede
finalmente derivarse sino de Dios, todo hecho culpable constituye una oposición contra
Dios mismo, su derecho suprema y su suprema majestad. Este aspecto religioso está
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inmanente y esencialmente unido al hecho culpable”12. Si bien esta concepción ha
formado parte de la génesis misma de la Inquisición, se acentúa en lo que se puede
llamar su “segunda etapa”, en la que adquiere contornos distintos de la época medieval.
Este “nuevo nacimiento” de la Inquisición –que se manifiesta de un modo particular en la
Inquisición española- acentúa la concepción infraccional del delito ya que su razón de ser
se vincula ahora con el proyecto de uniformidad religiosa de los reyes católicos, y muy
pronto quedará atrapada en las guerras religiosas que provoca la Reforma.

Pero más allá de las formas iniciales de la inquisición, la idea del delito como
desobediencia se incrustará en las prácticas judiciales de un modo más permanente y
extendido, a lo largo de varios siglos, formando la base del funcionamiento de la justicia
penal13.Quizás encontremos en Hobbes –cuya influencia en el pensamiento moderno
nadie podría negar- la fórmula más clara de esta concepción, ya que para él una pena “es
un daño infligido por la autoridad pública sobre alguien que ha hecho u omitido lo que se
juzga por la misma autoridad como una transgresión de la ley, con el fin de que la
voluntad de los hombres pueda quedar, de este modo, mejor dispuesta para la
obediencia”.14 Desde esa formulación explícita la idea de delito como infracción ha tenido
diversas formulaciones, pero ante todo, una fuerte imbricación en las prácticas del
sistema. No sólo por la pervivencia de la línea religioso-escolástica que, como vimos, llega
hasta el presente, sino también en la dogmática penal que comienza a consolidarse a
partir de la segunda mitad del siglo XIX.
No obstante esta continuidad, se produce un importante cambio de lenguaje, en
parte por la necesidad de superar tanto el viejo lenguaje del derecho penal liberal, como
las connotaciones religiosas y cristianas, así como para incorporar el nuevo lenguaje que
comienza a construir la naciente Teoría del Derecho. De hecho, una de las clasificaciones
que desarrolla Jiménez de Asúa 15 respecto a la definición del delito es, precisamente, la
de aquéllos que lo consideran una violación a un deber. Entre ellos Pellegrino Rossi para
quien el “elemento esencial del delito es el quebrantamiento de un deber 16. Muchas otras
definiciones acentúan el carácter de contrariedad con la norma jurídica, pero ello no es el
punto. La cuestión es determinar si lo central, si el núcleo de lo que consideramos delito
es la infracción o el daño: ello teñirá la concepción del delito como desobediencia o como
daño especialmente relevante. Es especialmente esclarecedora la opinión de Sebastián
Soler quien considera que en este punto existe una división tajante de concepciones:

Como bien destaca Soler, es a través de Binding cómo se reactualiza la vieja


noción medieval de infracción e ingresa con nuevos ropajes teóricas al derecho penal
moderno.17 En efecto, preocupado por la propia estructura del sistema normativo (dada su
formación positivista) Binding no hallaba en él las fuentes de la infracción que estaban en
la base del delito. De allí se presenta la necesidad teórica de hallar esas normas de las
cuales surge el deber que infringe quien comete un delito. Esas normas son mandatos o
prohibiciones que constituyen la infracción, y podemos conocerlas a través de la ley penal
pero no surge de ella. Dada la influencia de Binding en el desarrollo de la dogmática
moderna y el fundamento que otorga a muchas categorías hoy ya asentadas (tales como
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la culpabilidad), así como sus aportes a la crítica a la peligrosidad, 18 han hecho olvidar
esta función de “reinstalación” de la noción infraccional que llega a nuestros días
(reinstalación reformada por Armin Kaufmann), con fuerte predominio en ciertas
concepciones del derecho penal y procesal. Es esclarecedor los que nos dice Fernández
Carrasquilla: “la teoría subjetiva o predominantemente subjetivista del delito, que no lo
concibe como un atentado objetivo de daño o peligro para el bien jurídico tutelado por la
norma, sino también y principalmente como la exteriorización de una voluntad mala,
peligrosa, antijurídica, como tal intolerable social y políticamente por hacer fracasar la
expectativa comunitaria de corrección de la conducta impuesta por el orden jurídico a
todos los individuos.”19 Dicho de un modo más acorde con la terminología de los modernos
subjetivistas pero se señala con claridad el modo infracción de entender la sustancia del
injusto, que constituye una de las tradiciones operantes de la inquisición viva.

Lo que nos interesa destacar es que la noción del delito como infracción –una
de las características centrales del modelo inquisitorial- es una tradición activa y operante
dentro del campo de la justicia penal, y ello siempre influirá en la reconstrucción del
sentido de las normas. Por supuesto que el intérprete se situará de un modo u otro –
según sus propias valoraciones- ante esta tradición, ya sea reafirmándola o rechazándola,
pero en todo caso no se puede ni negar su existencia, ni su fuerza, ni su carácter de
tradición. El análisis histórico –que aquí hemos hecho sólo parcialmente ya que es asunto
que debe quedar en manos de historiadores del derecho competentes- debe servirnos
para poner en evidencia la existencia de esa tradición. El análisis político que hemos
esbozado en el capítulo anterior nos puede servir para mostrar cómo todavía sigue
cumpliendo algunas de las funciones que ya cumplió a lo largo de la historia. Lo que no es
admisible es creer que se trata sólo de un problema “técnico” o desarrollarlo como si se
tratara de simples escuelas o doctrinas del derecho penal. Esta superficialización del
conocimiento –que a veces se presenta bajo ropajes falsamente eruditos- o la costumbre
escolástica de confundir las verdades con autoridades doctrinales o con el estilo literario
de citas de autoridad, empobrece el proceso de reconstrucción del sentido de las normas
o las mantiene en un plano de idealidad que es impropio de todo saber práctico.

III. La base conflictual en el delito (el derecho penal del conflicto).


20
Pero también existe y opera en la justicia penal otra tradición según la
cual, como dijimos, el delito es un conflicto (T2), entre partes, grupos, sectores;
conflicto que reclama una intervención del Estado para evitar que la violencia y el
abuso de poder se extiendan. De hecho, en las propias fuentes del Derecho Romano
encontramos esta concepción -que a pesar del continuo corrimiento del eje hacia el
modelo infraccional- nunca dejó de existir, nunca dejó de mantener una categoría de
delitos comprendidos desde el daño causado y por lo tanto, no muy claramente
separables (salvo por la gravedad del daño) de otras formas de ilícitos. En general,
tendemos a ver estos problemas como parte de divisiones conceptuales, al estilo de
las que ponen el eje en el carácter privado o público del derecho penal o cuando se
vinculan a esas prácticas a situaciones primitivas o antiguas. Lo cierto es que en el
Derecho Romano existía un área del derecho penal en la que “además de la propia
defensa, del propio auxilio, por el que uno se hacía a sí mismo justicia, existía la

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composición convenida entre las partes para impedir el empleo de dicho auxilio propio.
Evidentemente, la composición era tan antigua como la injusticia privada y como la
venganza privada; por tanto, era natural la existencia de tribunales de árbitros
nombrados por las dos partes de común acuerdo. No menos natural resulta también el
concepto de indemnización aproximada del perjuicio, convenida en esta forma, o sea,
según las expresiones antiguas, el concepto de damnum y el de poena”21. No
queremos decir con lo anterior que finalmente la división de delitos públicos o privados
no tenga sentido, sino que no es esa clasificación la determinante. Ciertamente, el
corrimiento del eje hacia lo público –y por lo tanto el alejamiento de la situación de
daño causada- ha sido el proceso que ha hecho nacer el concepto mismo de
infracción como determinante del delito; pero ya sea porque el poder político no ha
podido- ni siquiera hoy- alcanzar tal eficacia que se preocupe de todos los casos; o ya
sea porque en última instancia ha existido un área de conflictos y daños poco
interesantes para quien ejercía el poder, lo cierto es que nunca ha desaparecido
(tampoco hoy) una visión afincada en la idea de conflicto y de daño, como eje central
del delito. La persistencia a lo largo de los siglos de tribunales arbitrales, jueces de
paz, comisiones de paz, tribunales de equidad, etc., es una prueba evidente de esa
permanencia.

En el Derecho Germánico la idea del delito afincado a la contienda entre el


afectado y el ofensor constituye el eje central, que tiñe todas las instituciones penales
propias de los pueblos germanos, aún ya en contacto con el derecho romano y en una
relación compleja con él a lo largo de los años, a veces cediendo y otras tantas
reapareciendo. Sigamos nuevamente a Foucault (1986: 66) quien caracteriza ese
derecho del siguiente modo:

1. “En primer lugar no hay acción pública, es decir, no hay nadie que
representando a la sociedad, a un grupo, al poder, o a quien lo detente,
tenga a su cargo acusaciones contra los individuos. Para que hubiese un
proceso penal era necesario que hubiese habido daño, que al menos
alguien afirmase haber sufrido daño o se presentase como víctima y que
esta presunta víctima designase su adversario. (…) La acción penal se
caracterizaba siempre por ser una especie de duelo u oposición entre
individuos, familias o grupos.(…) Se trataba de una reclamación de un
individuo a otro que se desarrollaba con la sola intervención de estos dos
personajes; el que se defiende y el que acusa “.
2. Una vez introducida la acción penal, cuando un individuo ya se había
declarado víctima y reclamaba reparación a otro, la liquidación judicial se
llevará a cabo como una especie de continuación de la lucha entre los
contendientes. El Derecho germánico no opone la guerra a la justicia, no
identifica justicia y paz, sino, por el contrario, supone que el derecho es una
forma singular y reglamentada de conducir la guerra entre los individuos de
encadenar los actos de venganza”.
3. “El antiguo Derecho Germánico siempre ofrece la posibilidad de llegar a un
acuerdo o transacción a través de una serie de venganzas rituales y
recíprocas. La interrupción puede ser un pacto: en ese instante los dos
adversarios recurren a un pacto, contando con su mutuo consentimiento,
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establecerá una suma de dinero que constituye el rescate. No se trata del
rescate de la falta pues no hay falta, sino tan sólo daño y venganza.

Este tipo de litigio, irá cediendo poco a poco a medida que el Estado se va
organizando bajo los parámetros modernos de ejercicio del poder, pero nunca
desaparecerá del todo. De hecho, a medida que aumentaba la capacidad clasificatoria
de las disciplinas jurídicas se va relegando estas formas “privadas” hacia el derecho
civil, y el derecho penal se recuesta cada vez más en el modelo infraccional-
inquisitorial. Pero todo esto no son más que clasificaciones. La práctica de los
tribunales y la práctica de las comunidades respecto de los conflictos no han dejado
morir esta visión, tanto en la primacía de la idea de conflicto como en la función de las
formas procesales como ritualización de la violencia.
Posiblemente la competencia entre estas dos formas de comprender el delito y
la justicia penal se haya dado en Inglaterra de un modo mucho más claro. No por
características “nacionales” sino por las circunstancias históricas que hicieron mucho
más difícil y compleja el desarrollo del estado absolutista en ese país, hasta
desembocar en los equilibrios propios de la “Gloriosa Revolución”. En efecto, no
debemos olvidar que el desarrollo institucional de Inglaterra sufre un impacto enorme
con la invasión Normanda, que traslada buena parte de los avances administrativos
que se habían desarrollado durante la época carolingia y busca imponer, hasta donde
pudo, un gobierno centralizado y ordenado. Incluso la pobreza relativa de la isla frente
al continente obligó a una cuidadosa recaudación de impuestos y distribución de la
tierra. El derrotero de concentración de poder que comienza a perfilarse a partir del
siglo XIII en el resto de Europa, tendrá recién un avance importante con el
advenimiento de los Tudor, lo que no ocurre pacíficamente sino después de divisiones
entre las casas aspirantes al trono (la Guerra de las Dos Rosas). Del mismo modo,
aún durante el reinado de Enrique VIII o Isabel I, las tensiones internas nunca
desaparecieron y se agravaron con los ulteriores intentos de Jacobo I de construir una
monarquía absoluta al estilo del continente. La evolución política de Inglaterra no se
entiende sin estas permanentes guerras internas que provocaron finalmente (hasta
quizás por un cierto agotamiento, luego de casi dos siglos turbulentos) la base
constitucional de la Revolución de 1688 que perfila el modelo político ingles hasta
nuestros días. En las instituciones judiciales se percibe un reflejo directo de este
desarrollo político y constitucional. Ello no sólo respecto de la característica
eminentemente judicialista de su sistema22 sino también por las diferencias menos
marcadas entre el delito y un ilícito civil. 23Se entiende que la base conflictual es la
misma, por más que existan razones para que en un caso se aplique un castigo, que
tampoco en el fondo se diferencia tan notoriamente de una compensación.

Del mismo modo que lo ocurrido con el concepto de infracción, la primacía del
conflicto en el derecho penal sufrió una fuerte mutación del lenguaje a partir de la
constitución del nuevo lenguaje del derecho penal. La idea de Bien jurídico –de tanto
desarrollo ulterior- fue el modo como se reactualiza, o por lo menos en alguna de sus
variantes, la idea de la insoslayable base conflictual presente en todo delito. Rescata
Jiménez de Asua24 la concepción de Franck, para quien: “Una acción no puede ser

22
Pound Roscoe: El desarrollo historico de las garantías constitucionales de la libertad. Agora. México, 1960 pg. 15)
23
(Jenks,, J: El derecho ingles. Reus. Madrid. 1930 pg., 214.
24
Op. Cit. 1965 III. Pg. 33.

47
perseguida legítimamente y castigada por la sociedad sino en cuanto ella es la
violación , no de un deber –destacada nuestro- sino de un derecho, de un derecho
individual o colectivo” 25 El uso de la palabra “derecho” violado, puede dar la impresión
de que nos hallamos ante algo que sucede sólo en el plano normativo, como hace
Jiménez de Asúa, cuando en realidad es el modo de referirnos a la existencia de un
conflicto, a intereses (protegidos normativamente) en contraposición o conflicto. Hoy
quienes sostienen que es impensable un derecho penal sin la afectación concreta a un
bien jurídico, tienden a mostrar a esos bienes como condiciones abstractas o utilizan
un lenguaje que no hace aparecer al conflicto, si bien está allí. 26 Es desde esta
perspectiva que debe ser vista la teoría del bien jurídico. Desde la antigua concepción
de Titmann y Bierling (el delito es lesión de un bien de los particulares o del Estado,
pero en todo caso un Bien o un Interés) hasta la moderna discusión alrededor del
funcionalismo, se ha mantenido en segundo plano lo que en mi opinión constituye el
eje de la discusión (derecho penal del conflicto o derecho penal infraccional), que
implica distintas concepciones del derecho penal. Ciertamente, la tendencia a la
formalización de la propia teoría del bien jurídico que acompaña el mismo carácter
formalista de toda la dogmática penal, contribuyó al oscurecimiento de este problema.
Las definiciones formales del delito, que en su momento (como en Carrara) eran un
intento de limitar la moralización del derecho penal), terminaron por cumplir esa
misma función, prestándole una cobertura no tan explícita al derecho penal
infraccional.

Tal como ya lo hemos indicado, en el funcionamiento del campo de la justicia


penal coexisten ambas tradiciones, bajo múltiples formas. Ello no quiere decir que
tengan el mismo valor o que el conjunto valorativo de las leyes fundamentales las
admita igualmente. La existencia de esas tradiciones es un hecho que debemos tomar
en cuenta, incluso para tratar de desterrarlas. Mucho más aún cuando en numerosas
ocasiones, la tradición inquisitorial es encubierta por actividades aparentemente
neutras o la existencia de trámites supuestamente inocentes y rutinarios. Ahora bien,
un campo determinado puede estar estructurado bajo el amparo predominante de
alguna de estas tradiciones. Tras la disputa entre el sistema adversarial y el sistema
inquisitivo se encuentra una lucha entre estas dos tradiciones. Si ello no se muestra y
comprende claramente, luego nos hallamos con el hecho de que sistemas procesales
de diseño adversarial son interpretados bajo la tradición inquisitiva, generando
disfunciones muy grandes y una permanente desorientación hacia los actores y la
sociedad. Pero la clave del diseño adversarial no se comprende si no se admite una

25
Franck, Ad. Philosophie Du Droit Pénal. Bailliere, Paris. 1864. pg. 133
26
Nos dice Luzón Peña: “quizás se pueda formular un concepto amplio y general –no escorado
unilateralmente a una sola perspectiva- de los bienes jurídicos como condiciones necesarias para el
desarrollo de la vida del individuo y de la sociedad (o, si se prefiere, para el desarrollo de la vida de la
persona, tanto como individuo en su esfera más íntima, como en sus relaciones con la sociedad). Tales
condiciones pueden consistir en objetos, materiales o inmateriales, relaciones, intereses o derechos, que
en cualquier caso han de ser socialmente valiosos y por ello dignos de protección jurídica. Y por otra
parte, tales condiciones tienen un titular concreto (titular del bien jurídico - sujeto pasivo), o bien la
persona (su vida, su libertad, intimidad o propiedad), o bien la sociedad o colectividad cuando se trata de
condiciones que afectan al desarrollo de la vida del conjunto de los ciudadanos” (Luzón Peña, Manual de
Derecho Penal, 1995 pg. 327). Es evidente que la afectación de esas condiciones genera un conflicto y
que, en tanto no existan otros recursos, intervenir en ese conflicto es el fundamento de la emergencia de la
justicia penal, no la infracción o desobediencia.

48
orientación distinta del sistema penal hacia la realidad del conflicto. De hecho, en todo
sistema de justicia penal (quizás por el carácter “extraordinario” que tuvo desde sus
orígenes el derecho penal infraccional, pese a su progresiva ordinarización) siempre
han convivido ambas tradiciones fundando prácticas paralelas, formales o informales.
Es casi imposible encontrar un sistema penal (incluso aquéllos formalmente
inquisitoriales y puramente escritos) en el que no existan prácticas conciliatorias, de
mediación o de acuerdos, aún cuando no estuvieran previstas o, incluso, prohibidas
legalmente. Los actores, en todo momento, dejan que algún sector de sus prácticas
sea influida por la tradición del derecho penal del conflicto, por más que la base legal
de su sistema sea estrictamente infraccional. También ocurre lo contrario, sistemas
procesales legalmente orientados a la solución del conflicto (como ocurre con muchos
de los nuevos sistemas procesales latinoamericanos) no impiden que la tradición
infraccional oriente un sector de prácticas, incluso en contra de las previsiones legales
(tal como ocurre por ejemplo, en los delitos de bagatela o en el desconocimiento del
interés preponderante de la víctima) Toda reconstrucción de sentido normativo debe
tomar en cuenta estas tradiciones, ya que –no viene mal recordarlo- no se trata sólo
de identificar con corrección la nueva práctica ordenada sino identificar, también con
precisión, la práctica que necesita ser desplazada.

IV. El juez como parte de una maquinaria.

Existe otro binomio de tradiciones, distintas pero entrelazadas con las dos ya
reseñadas, que influyen de un modo determinante en la reconstrucción del sentido y la
consecuente orientación de las prácticas. Según la caracterización ya realizada se
trata de la tradición según la cual el juez es parte de una maquinaria o de una
estructura jerarquizada cuya fuente de poder se encuentra en un vértice (T3) y, por
otro lado, aquélla según la cual el juez es una persona independiente, sin vínculos de
jerarquía y garante, antes que nada, de que se evitarán los abusos de poder (T4).
Ambas tienen una larga raigambre histórica y, como veremos, no sólo giran alrededor
de la idea de independencia judicial sino de toda la configuración de la justicia penal.
Es cierto también que tienen vínculos claros con las otras tradiciones, ya que el
reconocimiento del conflicto reclama un tipo de formalidad procesal, que es armónica
con la tradición, llamémosle judicialista; del mismo modo el modelo infraccional
conduce finalmente a la contraposición entre el infractor y la fuente de la norma, el
vértice del poder. Pero nos ha parecido preferible separarlas analíticamente porque en
el desarrollo de los actuales sistemas de justicia penal nos encontramos con diversas
combinaciones que provocan un panorama no tan claro.
En la propia evolución del Derecho Romano vemos aparecer el corrimiento del
eje del juez a la organización, a la maquinaria judicial. Si bien no siempre es posible
explicar un fenómeno tan extenso y tan complejo como es el desenvolvimiento político
de la civilización romana, lo cierto es que en ella también –y de un modo que será
paradigmático para todo Occidente- encontramos un proceso de concentración de
poder y la organización de un Estado administrador, que no por casualidad será el
modelo durante casi dos mil años, si es que no lo sigue siendo en la actualidad.
Desde Augusto en adelante se produce una fuerte mutación de los modos de
organización de justicia que se consolida en las reformas de Diocleciano. En particular,

49
los casos que se consideraban que afectaban los intereses del Estado. 27 Vemos pues
que, ya desde muy antiguo, tenemos prefigurado el modelo de organización de la
justicia penal que llega a nuestros días. Se trata, en primer lugar de una “burocracia
perfectamente desarrollada” y, al mismo tiempo, esa burocracia es una extensión del
poder personal del emperador, una sustitución de sus facultades personales de
juzgamiento, que otras épocas desarrollaba personalmente, en audiencias públicas 28.
Por otra parte, aparece la tercera característica que podremos rastrear a lo largo de la
historia: “cuando el Emperador no dispusiera otra cosa, como podía hacerlo”. Es decir,
un sistema burocrático que reemplaza el papel del Emperador por delegación y por lo
tanto, podía reasumir en cualquier momento, dependía en última instancia de su
voluntad e interés. Finalmente, existe una cuarta característica que perdurará: la
organización de los tribunales penales forma parte de toda una estructura
administrativa, de toda una reforma de la Administración del Imperio, que buscaba
control y eficacia29. Vemos pues que desde los orígenes de los sistemas judiciales más
complejos ya tenemos marcadas las cuatro características centrales: 1) estructura
burocrática; 2) que ejerce poder delegado; 3) no estable, es decir, con tantas
excepciones como quisiera quien detentaba el poder; 4) una justicia penal pensada,
antes que nada, como una estructura administrativa, dentro de la administración
general. La influencia de este modelo sobre la estructura procesal fue enorme, en
particular sobre los medios de control, las impugnaciones, que pasaron a convertirse
en un orden de ratificación a la vez que una forma de control oficiosa e interesada
sobre las decisiones de los escalones inferiores30
No es casual que cuando se encuentra comenzado en la Edad Media un proceso de
concentración de poder, se haya vuelto la mirada a esas experiencias romanas. El
ideal del Imperio sobrevolaba todo el pensamiento político medieval y el movimiento
de la Recepción del Derecho Romano lo consolidó aún más. En las monarquías que
salen de la Edad Medía, progresivamente absolutistas, se plantea una clara
contraposición entre el poder de los jueces locales, vinculados a los señoríos feudales,
y la nueva justicia del rey. Una primera experiencia, firme aunque no duradera, se lleva
adelante durante el Imperio Carolingio. La nueva justicia del Rey, a través de los missi,
busca imponerse sobre la justicia señorial; al mismo tiempo se trata de organizar las
asambleas de bonnes hommes con asesores permanentes (los scabinni). Este
modelo, tanto administrativo como judicial, quedará en la memoria política, tanto de los
pueblos germanos, como del nuevo actor político (la Iglesia romana), que a partir de
las reformas de Gregorio el Magno se lanza a estructurar el espacio europeo como
cristiandad y, por lo tanto, necesita expandir la estructura administrativa y de control
dentro de la misma Iglesia. La expansión del derecho canónico, tanto en lo temático

27
“Este modo de administrar justicia del soberano con independencia (es decir por sí mismo en
presencia), fue gradualmente trasmitiéndolo a auxiliares y representantes suyos, hasta que con el tiempo
llegó a constituirse un verdadero tribunal áulico. Ahora bien; Diocleciano remplazó la organización dicha
por un sistema de tribunales compuestos de funcionarios. (…) El procedimiento penal de estos tiempos,
cuando el emperador no dispusiera otra cosa en algún caso particular, como podía hacerlo, era el que se
correspondía a una organización burocrática perfectamente desarrollada” (Mommsen, op cit. pg. 192-
193).
28
Mommsen op. Cit. pg.191
29
Mommsen, op. Cit. pg. 190)
30
Calamandrei, Piero: La Casación Civil, Ejea. Buenos Aires. Tomo I, pg. 149

50
como en lo territorial, y el envío de Inquisidores, cumplirá esa función. Toda la red de
inquisidores y tribunales se va montando con burócratas eclesiásticos. 31
No debemos olvidar que la Inquisición española no era mucho peor que los tribunales
seculares que funcionaban en la época, incluidos los de Inglaterra. Era el modelo de la
justicia real. Incluso los grandes debates que se producen en los siglos XVII y XVIII,
forzaron una visión mucho más tremenda de la Inquisición española de lo que
seguramente correspondía a su realidad histórica. Pero tampoco debemos olvidar que,
como decía el gran historiador de esa institución H. C. Lea, “La historia de España
nunca me ha atraído, pero no puedo menos que estudiarla porque la Inquisición
española es el factor clave para la comprensión de la opresión contemporánea” 32
Posiblemente ello tenga que ver con la impronta cultural de la fuerte alianza secular-
católica que se encuentra en la base del Estado-Nación, más que con especificidades
de esa Inquisición respecto de tribunales de la época. Aunque en las visiones de los
historiadores modernos se suele hacer un balance más equilibrado, ha aumentado la
consideración de la influencia de los aspectos administrativos y organizacionales sobre
la cultura y la práctica política y judicial de tradición hispánica
Esta estructura burocrática-organizacional estaba al servicio (o era nutrido por
ello, posiblemente en una relación dialéctica) de un tipo de procedimiento, ya por demás
conocido. Una actuación secreta, formalista, que giraba alrededor del interrogatorio, sin
posibilidades de defensa y sin que el acusado conociera los cargos. Una permanente
instancia a la confesión, incluso a través de la tortura. El abogado defensor era,
generalmente, un empleado de la misma inquisición, que procuraba, antes que nada, la
confesión de su defendido, entendiendo la confesión, como reconocimiento de la culpa, de
la desobediencia, acompañada de una petición de perdón. Los testigos eran tratados con
una gran hostilidad y no era infrecuente que terminaran ellos mismos como acusados y
convictos. Todo ello anotado en pliegos, elaborados por notarios que adquirían una gran
preeminencia. Según Carrara, las características del proceso inquisitivo, son las
siguientes: 1) denuncia y denunciantes secretos; 2) dirección de las pruebas al pleno
arbitrio del juez; 3) instrucción y defensa escrita, del principio al fin; 4) procedimiento
secreto, no sólo respecto de los ciudadanos, sino del procesado mismo; 5)
encarcelamiento preventivo del procesado, segregándolo por completo de todo contacto
con otras personas, hasta el momento de la defensa; 6) interrupción de los actos, como
también formulación de la sentencia, a entera voluntad del juez33. Éstas han sido las
características centrales del proceso inquisitorial, que finalmente tuvo en la Ordenanza
Criminal Francesa (1670), conocida como el “Code Louis” una de las expresiones más
31
tal como relata William Monter: “Los propios inquisidores, como sabemos por recientes investigaciones, eran un
grupo relativamente anodino de profesionales eclesiásticos. Todos ellos eran letrados cultos, normalmente
especialistas en derecho canónico, más que en Teología.(…) Quizás el defecto más corriente era su presunción y
arrogancia, que podía llegar al extremo de no poder funcionar como grupo aunque sólo fuesen tres. Así, después de
1610 y durante la gran caza de brujas en Navarra, rencillas de este tipo paralizaron a un tribunal a lo largo de un
año. (…) La Suprema sostenía que todo inquisidor era intercambiable. Estos hombres, al ser personalmente
ambiciosos y profesionalmente considerados intercambiables, se suponía que habían de permanecer
indefinidamente en el mismo cargo.(…) Tras los inquisidores estaba el personal asalariado de apoyo, que consistía
en plantillas estratificadas cuyo número de miembros, también jerarquizados, oscilaba entre seis y dieciocho; entre
ellos se encontraba el acusador, o fiscal, -normalmente un letrado que a menudo esperaba ser ascendido a
inquisidor- los notarios, los recaudadores, los carceleros y, finalmente, los conserjes y mensajeros. A pesar de que
el fiscal llevara la insignia del Santo Oficio en los autos públicos, no resaltaba entre los cientos de familiares a
caballo, vestidos de verde, que constituían el personal de apoyo visible del que disponía la Inquisición en esos
momentos.” (Monter W. La otra Inquisición. Crítica, Barcelona 1992 pg.77-79)
32
Monter, op. Cit. pg. 9.
33
Carrara, Francisco: Programa de Derecho Criminal. Temis. Bogota. 1977 II pg. 304

51
completas y sofisticadas del modelo34. La influencia de esa legislación antigua ha sido y es
enorme, gracias a la “reencarnación” que tuvo en el Código de Instrucción Criminal
Francés de 1808, del que surge “ el llamado procedimiento mixto, compuesto de largas
instrucciones en perfecto estilo inquisitorio, farragosos expedientes, debates hablados,
con muchas lecturas y algunos discursos y declaraciones” 35. Ésta ha sido la base de toda
la legislación penal continental durante el siglo XIX y parte del Siglo XX, con efectos
enormes sobre nuestra propia legislación hasta el presente.

Nadie hoy sostendría –lo que no ocurría hasta hace pocos años- la conveniencia
de sostener un proceso como el inquisitorial, pero las bases de su ideología y su práctica
han quedado inscriptas en los pliegues de las organizaciones que siguen siendo una
réplica del modelo de organización de la inquisición. Ella se presenta como el único
modelo posible de organización del trabajo, cuando en realidad es sólo una forma que
podemos ubicar dentro de un período histórico determinado y al servicio de finalidades
muy específicas. Sin embargo, esta tradición de la maquinaria de aplicar la ley adquiere
fuerza en la mentalidad moderna36. Se puede observar que la fuerza de esta tradición
proviene del entrecruzamiento de problemas y necesidades: por un lado el fortalecimiento
del monopolio del Estado; por el otro, las nuevas funciones del Derecho y, en tercer lugar,
el cuerpo jerarquizado de especialistas constituidos para hacer valer la ley. Estas tres
dimensiones no tienen un vínculo lógico sino un entrelazamiento histórico, en el que el
fortalecimiento de la función del derecho, en el marco del Estado absolutista, se realizó
mediante un cuerpo jerarquizado de especialistas. Bien se pueden conseguir los mismos
fines por modos o combinaciones distintas.

Llega hasta nuestros días, entonces, la tradición del juez, de los fiscales, incluso
de muchos defensores públicos como cuerpo jerarquizado de funcionarios públicos, donde
la pertenencia a ese cuerpo (al orden judicial) es el signo de identidad y pertenencia, ya
que finalmente el éxito final de la función está inscripto en la maquinaria de aplicación de
la ley. El “tribunal”, el “Juzgado”, la “Fiscalía” se despersonalizan hasta tal punto que ellas
pueden funcionar sin jueces o fiscales, solamente con la ficción de alguien supletorio que
estampe una firma. La maquinaria continuará y se impondrá a las personas. Es bastante
usual que se utilice esto mismo como criterio de legitimidad: “este tribunal ha decidido” o
“no es el criterio del juzgado” frases que sólo tienen sentido en la tradición que señalamos.
El apego a la escritura y a un lenguaje de jerga, ayudan a este proceso de
despersonalización, ya que se habla desde un lugar “no personal”: una escritura sin
sangre y hueso, antigua y maquinal.37 Esta tradición del juez impersonal, tanto atrapado
34
Cordero, Franco: Procedimiento Penal, Temis. Bogota, 2000: 26.
35
Cordero, op. Cit. pg. 59
36
.“Desde mediados del siglo XIV en adelante ha fraguado bien, en la mentalidad que avanza hacia las
formas modernas, la idea de que el derecho pues, es un proceso, que esa vía procesal supone la
intervención de un cuerpo de especialistas constituidos para hacer valer lo que la ley es, y que ésta, así
como el cuerpo jerarquizado y constituido para aplicar el derecho, son instrumentos del monopolio del
mismo por el Estado” (Maravall, op cit. pg. 431)
37
“Por lo tanto, hay un estilo de la Corte, y cuando resulta más exageradamente perfecto, hasta llegar a la
autocaricatura, se presenta frondoso (verbalmente espeso) y fluido, o sea que fluye maravillosamente, esto
es, discursos largos y prolongables ad limitum. Comencemos por el léxico: es artificial in iure; lo es
también en cuanto al hecho; con frecuencia palabras desusadas, empleadas como si fueran actuales, pero
que indican retardos en el desarrollo histórico de la lengua. Figuras verbales invernadas, y que dan la
impresión de que todo es fingido. Son raras las palabras que tienen un sentido exacto, pues cuando una o
algunas pueden decir todo, corren como ríos; digresiones, incisos, perífrasis, cláusulas pleonásticas,
variaciones; desfilan cuadros sobrecargados y vagos. Al flujo elusivo atañe una sintaxis amanerada, y nos

52
como escondido, alimentado y alimentante de una organización que se impone a las
personas, es uno de los ejes fundamentales –quizás hoy el fundamental- de la tradición
inquisitorial.

V. El modelo de juez republicano.

Pero también a lo largo de la historia encontramos el desarrollo de otro modelo de


juez y otra tradición de juzgamiento. Según Carrara38 lo sustancial de la diferencia de los
dos sistemas (de las dos tradiciones, diríamos aquí), consiste en saber si los juicios
criminales deben ser ejercidos exclusivamente por individuos privilegiados, elegidos y
subvencionados por el gobierno (como empleados suyos), o deben ejercerse por
ciudadanos libres. No obstante, el tema aquí no es si deben existir sólo jueces
profesionales o jurados (ello es otra discusión, que sin embargo tiene conexiones cuando
la encaramos desde la crítica histórica al “juez profesional” en el cual no se destacaba una
especial idoneidad sino su pertenencia a un “cuerpo”) sino mostrar cómo también ha
existido un desarrollo histórico –que hoy se manifiesta en una tradición operante- de otro
modelo de juez, aquél que se enfrenta al gobierno, que es garante de la libertad, que
impone la ley, pero no ya como una emanación del Rey o del Poder, sino como algo que
se impone al Rey o a todo poder mismo. Una vez más encontramos ya en la evolución
romana esta idea. La judicatura, en el derecho romano, nunca fue enteramente una
actividad de los magistrados, entendidos ellos como funcionarios de un poder
centralizado; ya sea porque esos magistrados provenían de un esquema repartido de
poder (como en la República) o porque directamente se acudía a tribunales de jurados, de
distinta composición, bajo la dirección de esos magistrados. Debe quedar claro, para
evitar transpolaciones equívocas, que el intervenir en causas judiciales era entendido
como parte del imperium político, no existía aún una idea tal como la división de poderes
moderna. No obstante, por la estructura privada de la persecución de muchos delitos, y
por los vínculos de los magistrados con una clase o sector (senadores, tribunos, etc.) “La
potestad penal de los tribunos de la plebe fue un producto de la lucha entre patricios y
plebeyos, y singularmente de la constitución de una ciudadanía no patricia frente a la
antigua nobleza de ciudadanos, o sea frente a la ciudadanía patricia”39. Incluso no hay que
confundirse con los elementos accesorios que pueden tener los distintos sistemas de
“jurados” –todos ellos adaptados y provenientes de una determinada situación histórica.40

Ya desde entonces la idea del juzgamiento “por los pares” queda instalada, no
como solemos hoy entenderla, como el fundamento del juicio por jurados, sino antes bien

encontramos ante las antípodas de los discursos precisos; proliferan hipostáticamente, dejando a los
lectores sin aliento, con frases tan largas y tortuosas que causan extrañeza a los más acostumbrados a
ellas” (Cordero, op,. Cit. pg. 108). Este párrafo satírico de Cordero expresa con mayor elegancia lo que
constituye el farragoso y extraño lenguaje judicial.
38
Op. Cit. pg. 231
39
Mommsen, op. Cit. pg. 111)
40
ya que como señala Carrara (op. Cit. pg. 231) “Lo sustancial de la diferencia entre los dos sistemas está
en un solo concepto: o los juicios criminales deben ser ejercidos exclusivamente por individuos
privilegiados, elegidos y subvencionados por el gobierno (como empleados suyos), o deben ser ejercidos
por ciudadanos libres. Llámense estos jurados, o jueces populares, o notables, o pares, o de cualquier otro
modo siempre serán jueces ciudadanos; y aunque a los otros se les llame consejeros, o auditores, o
lugartenientes, o con cualquier otro nombre, siempre serán jueces dependientes del gobierno. (…) En el
orden judicial, la cuestión magna y fundamental es determinar si la justicia punitiva debe ser ejercida por
hombres que representen la autoridad soberana del Estado, o por representantes de todos los ciudadanos”

53
como el derecho a no ser juzgado por la justicia del Rey. En la Edad Media, el poder se
encuentra fragmentado, por un lado, y entrelazado por múltiples convenios (de vasallaje)
que llegan hasta la figura, más ideal que real en términos de poder, del emperador. Este
modelo de organización política y judicial, como hemos visto, entra en colisión con el
nuevo modelo centralizado y jerarquizado que se impulsa principalmente desde la Iglesia
Católica, con sustento en la nueva fuerza del derecho romano tardío (imperial) de la
Recepción. Inglaterra es el lugar donde esta lucha se hace más evidente, no sólo en el
ejercicio del poder del Rey sino en la capacidad de enseñanza de las universidades, ya
que pronto la formación de los abogados quedó fuera de ellas (y de allí la diferente
relación con el derecho de la Recepción) y mucho más vinculado al modelo de enseñanza
de las viejas corporaciones medievales. Finalmente se fue estableciendo un equilibrio
entre el Common Law, proveniente de las fuerzas centralizados y que ponía orden en la
multiplicidad de fuentes y jurisdicciones, y las libertades fundamentales, reconocidas por
los primeros reyes normandos y consagrados finalmente en la Magna Carta 41. Es en este
sentido como debemos leer el Art. 39 de dicho documento: “Ningún hombre libre será
arrestado, o detenido en prisión, o despojado de sus bienes, proscripto o desterrado, o
molestado de alguna manera; y no dispondremos sobre él, ni lo pondremos en prisión,
sino por el juicio legal de sus pares, o por la ley del país”. Ciertamente, se trataba de una
cláusula propia del derecho feudal, que limitaba las prerrogativas de la nueva justicia del
rey, pero la fuerza de esa pequeña norma ha servido para que las distintas etapas del
pensamiento jurídico le dieran nuevas formas y nueva fuerza, siempre en el mismo
sentido de imponer límites a algún poder o algún tribunal, convirtiéndolo finalmente en uno
de los grandes principios generales de la libertad política, hasta el punto en que es posible
decir que el principio actual del “debido proceso legal”, es sólo una actualización de la
fórmula del Art. 39 de la Carta Magna42

No es casual, entonces, que Montesquieu43 al pensar un modelo político en el


que la libertad fuera posible, lo identificó con la constitución de Inglaterra, por lo menos
con el modelo establecido en sus leyes. El poder judicial no puede estar unido al poder
ejecutivo, porque entonces podemos temer a un opresor; ni tampoco en el legislativo,
porque entonces podemos temer a la arbitrariedad de quien hace y juzga la ley al mismo
tiempo. 44“Y menos casual aún son estas palabras de Beccaria, que fundan el
pensamiento liberal hasta nuestros días: “si el soberano con el aparato y con la pompa,
con la austeridad de los edictos, y con no permitir las quejas justas e injustas de los que
se juzgan ofendidos, acostumbra a los súbditos a temer más a los magistrados que a las
leyes, éstos se aprovecharán de su temor más de lo que convenga a la seguridad privada
y pública.45). Esto mismo es lo que observa Tocqueville al analizar el sistema judicial
norteamericano: el carácter político de jurado, algo mucho más importante que sus
características judiciales, coincidiendo en este punto con Carrara. “Todos los soberanos,
que han querido extraer de sí mismos las fuentes de su poder, y dirigir la sociedad, en
41
Pound, op. Cit. pg. 23
42
Burton Adams, G: Constitutional History of England 1920 pg. 244.
43
El Espíritu de las Leyes, Orbis, Barcelona, 1984(1748) pg. 143
44
El poder judicial no debe darse a un Senado permanente, sino que lo deben ejercer personas del pueblo
(como en Atenas), nombradas en ciertas épocas del año, de la manera prescripta por la ley, para formar un
tribunal que sólo dure el tiempo que la necesidad requiera. De esta manera, el poder de juzgar, tan terrible
para los hombres, se hace invisible y nulo, al no estar ligado a determinado estado o profesión (…) Es
necesario, además, que los jueces sean de la misma condición que el acusado, para que éste no pueda
pensar que cae en manos de gentes propensas a irrogarle daño” (Montesquieu, op.cit. pg. 145).
45
Beccaria, Cesare: De los delitos y las penas. Alianza. Madrid.1968 (1764), pg.109

54
lugar de dejarse dirigir por ella, han destruido la institución del jurado o la han falseado.
Los Tudor enviaban a la prisión a los jurados que no querían condenar, y Napoleón los
hacía elegir por sus agentes”46 Vemos, pues, que a lo largo del siglo XVIII y XIX se
consolida otra imagen del juez, construida sobre una imagen quizás ilusoria o fantasiosa
sobre la Antigüedad, pero que expresa con claridad un reverdecer de una tradición judicial
que piensa en el juez no como un delegado del monarca, sino como quien, ya sea porque
proviene de otra clase de la sociedad o porque se encuentra habilitado a aplicar la Ley de
la Tierra o la Constitución, impone límites a ese monarca. Esta línea de continuidad que
hunde sus raíces en la historia, aunque tiene una formulación clara en la Carta Magna, es
la que llega a nuestros días, y según su predominio se puede dar una configuración muy
distinta a los sistemas judiciales. Es más que ilustrativo lo que al respecto nos dice
Roscoe Pound:

“De los dos principales sistemas de derecho en el mundo actual uno, el


moderno derecho romano o derecho civil, es característicamente
administrativo; el otro, el derecho inglés o derecho consuetudinario, es
característicamente judicial.(…). En la teoría legal el emperador era el
primer ciudadano de Roma a quien, por virtud de un estatuto, le había sido
delegado el poder total de todos los magistrados. Así, la teoría del orden
legal era administrativa. El ajuste de las relaciones y el ordenamiento de la
conducta estaban en manos de funcionarios administrativos, quien daban
instrucciones escritas a los jueces sobre cómo decidir, y determinaban por
edictos los casos en que podía entablarse acción y los fundamentos sobre
los cuales sería admitida la defensa. (…). Al paso que en la teoría romana
final la ley procedía del emperador –era hecha por él- en la teoría inglesa
era preexistente y el rey o sus jueces la hallaban ya existiendo y la
aplicaban a los casos que se les planteaban como algo que los obligaba a
ellos no menos que a las partes. Como resultado de esta diferencia de
actitud frente al derecho, un sistema, considerándolo enteramente como
producto del gobierno, el otro considerándolo como un derecho
fundamental obligante para los órganos del gobierno; existe una diferencia
característica en cuanto a las declaraciones de derechos y las garantías de
libertades en los dos sistemas. En el sistema romano moderno ellas son
exhortaciones. Son exhortaciones dirigidas a los órganos de gobierno
referentes a cómo deben actuar. En el sistema de derecho consuetudinario
son preceptos de la suprema ley del país, obligantes para ciudadanos y
funcionarios por igual e imponibles por los tribunales en procedimientos
ordinarios “47

No se trata aquí de caracterizar a los sistemas anglosajones o los propios del sistema
continental europeo, en particular porque muchas de la antiguas diferencias se han
difuminado. Pero no así las dos tradiciones que nos señala el texto que se encuentran
operando en la actualidad de los sistemas, tanto los de cuño del Civil Law como los del
Common Law; en realidad se trata de dos modelos de juez, de dos formas de concebir
la función jurisdiccional y por extensión todo el sistema judicial. En una de ellas,
finalmente, el juez es parte de una Administración y en la otra, el juez se encuentra, de
46
Tocqueville, A: La democracia en América. FCE. México 1984 pg. 274).
47
Pound, op. Cit. 1960 pg. 16.

55
una manera u otra finalmente, enfrentando a esa Administración. Se dirá que en la
actualidad ya nada es totalmente así, y ello es cierto; pero es cierto también que esos
patrones de comportamiento conforman prácticas que aún hallamos o modelos
culturales de jueces respecto de los cuales se evalúa el desempeño judicial. Se
configuran así patrones, esquemas de pensamiento, con gran influencia en la
autocomprensión de las tareas de los funcionarios, en particular de los jueces. Se ha
llegado a que, incluso, muchos de ellos se sientan “soldados” de la defensa final del
orden que se derrumbará por la comisión de los delitos que deben juzgar.

En el mundo hispánico se desarrollan corrientes similares a las que hemos


reseñado. En particular, no fue sencillo ni pacífico el ingreso del Derecho Romano de
la Recepción como Derecho común, ya que ese proceso estaba inseparablemente
ligado a la idea de Imperio y primacía romana. Los Reinos de España (todavía no se
había unificado la península, lo que recién ocurrirá a finales del siglo XV) tuvieron
mayor o menor capacidad de resistencia, tanto jurídica como política, según la
fortaleza de sus propias instituciones. No obstante el rechazo a la idea imperial,
encontramos en Castilla una penetración mucho más intensa del Derecho Romano de
la Recepción que se materializa en las Siete Partidas, que conforman luego una
especie de derecho común que puede ser invocado en los tribunales y que se
extenderá a América con la conquista española48. Luego de la unificación, los Reyes
Católicos comienzan el predominio del derecho real, como parte de todo el esfuerzo
de homogeneización49. El desarrollo del derecho, principalmente castellano, en los
enormes territorios de América, produjo una expansión pero también una modificación.
Por una parte se intensifica la intención de evitar que se restablezca en América el
sistema feudal, acentuando el carácter real de la producción normativa, pero, por otra
parte, la realidad imponía que la figura del Virrey fuera tan omnipotente en la teoría
como una ficción en la práctica. De allí nacerá buena parte del carácter ficcional de
nuestra legislación (se acata pero no se cumple), que marcará la historia de nuestra
legalidad y la figura del juez hasta el presente. Las Audiencias, una institución
importante dentro del esquema administrativo, no escaparán a estas tensiones y
deberán lidiar entre el interés real y los grandes intereses territoriales de América. De
un modo u otro, podía terciar entre esos intereses, pero se hallaba alejada de
cualquier visión fundada en la ley de país o, incluso, la aplicación del propio derecho
regio50. Pero las ideas liberales también mantuvieron su fuerza en América. La crítica a
la inquisición fue común en el pensamiento republicano de todo el continente, así
como a toda la legislación indiana, a quien se le atribuía el haber mantenido a los
pueblos en la opresión, la oscuridad y la pobreza51 Sólo hace falta analizar la
persistencia por abandonar la vieja legislación colonial y establecer los derechos –y los
jueces que los hicieran valer- en todos los proyectos y textos constitucionales de
nuestra historia republicana, para darse cuenta de la persistencia y la fuerza de esta
tradición del juez como garante de derechos.

48
Lalinde Abadía: Iniciación histórica al Derecho Español, Ariel, Barcelona, 120)
49
. “El decisionismo jurídico castellano, muy fuerte con los Reyes Católicos, se acentúa con los Austrias
y llega a su apogeo con los Borbones, como consecuencia del autoritarismo político y de que Castilla
encuentra en las Indias un enorme y vasto territorio en el que ejercer sin límites su concepción de la
creación jurídica” (Lalinde Abadía, op. Cit. pg. 194).
50
Stein, Stanley J y Barbara H: La herencia colonial de América Latina. Siglo XXI, México 1980 pg. 73.
51
Rodríguez Beteta: Ideologías de la Independencia. Educa. San José. 1971 pg. 194.

56
VI. Conclusiones.

La existencia de tradiciones operando sobre la justicia penal es reconocida por


Ferrajoli52 cuyos ejes estarían dados por el “cognoscitivismo” y el “”decisionismo”,
según su propia terminología. Estas tradiciones, una republicano-liberal y otra
autoritaria, se plantean como dos opciones político-teóricas del sistema, que lo
configuran en sus raíces. Desde la misma perspectiva, no buscamos caracterizar
modelos procesales completos, sino identificando a las tradiciones en las cuales, de
un modo u otro, se realiza el proceso de reconstrucción de sentidos que luego influye
en las prácticas configuradotas de los sistemas, más allá de su forma codificada..
Claro está, también, que no se puede adoptar una visión neutra –y para el lector habrá
quedado claro nuestra preferencia por la tradición que considera al delito como un
conflicto en el que se debe intervenir y no una infracción, y al juez como un garante de
derechos frente el al poder administrador y no parte de esa organización. Pero en todo
caso esas tradiciones, como historia operante y configuradora del presente, allí están y
será necesario lidiar con ellas. El campo de la justicia penal se configura
históricamente como una lucha entre actores que piensan su accionar, sus estrategias,
que acumulan capital, en el marco de todas estas tradiciones, sin que se haya logrado
imponer alguna de un modo absoluto, hasta ahora. Ellas son determinantes para
comprender el conjunto de disposiciones de los actores (habitus). El futuro no se
encuentra cerrado, pero siempre está condicionado por el pasado. Tampoco la
persistencia histórica de estas tradiciones significa que no puedan nacer otras o morir
definitivamente alguna de ellas. Nadie pretende construir una metafísica de la justicia
penal, dependiente de fuerzas naturales o sociales perennes, que viene a ser lo
mismo que fuerzas naturales. El futuro de la justicia penal no está escrito totalmente,
ni siquiera sabemos si ella será una institución social válida en el futuro –y muchos
quisiéramos empujar la proximidad de ese futuro- o si lograremos arrinconarla tanto
que pierda la centralidad que todavía le asignamos. Estas tradiciones, en definitiva, se
encuentran y orientan nuestras prácticas, en la dialéctica objetivo-subjetiva del hábitus.
Sin asumir todas sus presupuestos, podemos suscribir la conclusión de Álvaro Dors:
“Aquélla doble mentalidad a que nos hemos venido refiriendo –ordenancistas y
judicialistas- tiene en el fondo esta explicación: se han confundido bajo el nombre de
Derecho dos cosas distintas, a saber, la Ciencia de la Organización y el Derecho
propiamente dicho o Jurisprudencia. Ha llegado la hora de discernir bien las dos
profesiones, cada una de las cuales exige su propia mentalidad y su propio método. El
futuro parece volver a (…) una nueva comprensión de la antítesis genuina entre
organizadores y juzgadores, entre potestad y autoridad, entre ley y derecho” 53 Sin
embargo, ello no es sólo un problema de “mentalidad jurídica”, como pretende ese
autor, se trata de elementos objetivos, inscriptos en la lógica del campo y productores,
en definitiva, de sus racionalidades específicas. Cada época, establece sus equilibrios,
siempre inestables, siempre susceptibles de una nueva transacción que se juega,
precisamente, en el discernimiento del sentido de las normas procesales. Como nos
recuerda el pensamiento de quien buscamos homenajear con estas páginas, “un
retorno a los clásicos es necesario como elemental requerimiento democrático-liberal,
retorno que no apunta ciertamente a la sistemática, sino a los principios y al

52
Derecho Y Razón, Trotta, Madrid.1995 pg. 33-70.
53
Iniciación al Estudio del Derecho, Rialp, Madrid, 1963 pg. 156.

57
tratamiento de las instituciones límite del derecho penal”54. Pero tal retorno implica una
comprensión clara de aquéllas tradiciones desde las cuales y contra las cuales
pensaban esos clásicos cuando establecieron las bases del derecho penal liberal.
Tradiciones que, en tanto son historia, son el presente que nos permiten dialogar y
fusionar los horizontes y las luchas de antiguas y nuevas generaciones del
pensamiento republicano.
El cambio de la Justicia Penal hacia el sistema adversarial. Significado y
dificultades

Alberto Binder

I. QUE SIGNIFICA CAMBIAR LA JUSTICIA PENAL

A. INTRODUCCIÓN.

1. Para comprender el sentido y las características principales de la nueva justicia


penal de América Latina, así como los principios que la orientan debemos analizar, en
primer lugar, las razones que impulsaron ese cambio y cuáles son los objetivos de ese
proceso de reforma. Solemos utilizar una frase breve que dice “se trata de dejar atrás
el modelo inquisitorial y comenzar a desarrollo un nuevo modelo acusatorio o
adversarial de justicia penal. Esa frase es correcta, pero necesita muchas
aclaraciones. En primer lugar, se debe tener claro que el modelo inquisitorial, es un
modelo completo de administración de justicia, construido a lo largo de muchos siglos
y que ha echado raíces en nuestra cultura jurídica. Incluso el modelo inquisitorial ha
tenido diversas formas. No es lo mismo el modelo inquisitorial más antiguo, de tipo
español o alemán (el del proceso a los herejes y las brujas) que los modelos
inquisitoriales más modernos (de base napoleónica) que ya fueron incorporando
algunas instituciones acusatorias (el juicio oral) pero sin cambiar sus reglas básicas de
funcionamiento. No es posible cambiar el modelo inquisitorial sólo con un cambio de
código procesal penal. Sí es posible, no obstante, comenzar a cambiar algunas sus
reglas básicas y desencadenar un proceso que evolucione hacia formas más
adversariales en el futuro.

Cuando hablamos de “sistema inquisitivo” no hablamos sólo de un


carácter del proceso penal. También constituye el modelo
inquisitivo la forma como se organizan las instituciones judiciales,
el modo como se enseña el Derecho, el funcionamiento de la
justicia penal y en general todo el modelo centralizado y
verticalizado de organización y gobierno judicial.

2. Las reglas básicas del funcionamiento que se quiere cambiar son las siguientes:

a. En el modelo inquisitorial la investigación y el juzgamiento de los casos es


llevado adelante por los jueces de un modo unilateral y predominante y el papel de
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Profesor de Postgrado de la Universidad de Buenos Aires. Presidente del Instituto de Estudios
Comparados en Ciencias Penales (INECIP) Argentina.

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las partes es secundario. En el sistema adversarial es central la división de
funciones entre fiscales, jueces y defensores. El papel de las partes en la
preparación del caso que deberá juzgar el juez es determinante y el juez debe
mantener un papel imparcial.

b. En el modelo inquisitorial no existe un verdadero juicio, donde se deba


presentar la prueba, ella deba ser examinada por las partes y luego del debate se
tome una decisión fundado en lo que surge de ese litigio y no de otra fuente. En el
sistema adversarial se quiere que las decisiones judiciales surjan de audiencias
públicas y contradictorias donde las partes deban presentar las pruebas, discutir y
argumentar a favor de su caso. En especial, el juicio oral y público debe ser el
momento donde las partes presentan su caso, examinan y contra-examinan
la prueba, argumentan y contra-argumentan y hacen peticiones concretas
para que el juez decida.

c. En el modelo inquisitorial los documentos y escritos son lo importante y las


personas (víctimas, testigos, imputados) son tratados como objetos. En el sistema
adversarial se le reconoce al imputado un rol como sujeto en el proceso y se le
abren posibilidades de actuación a la víctima para la tutela de sus derechos.

d. En el modelo inquisitorial lo importante es el trámite (de papeles) y todo se


subordina a eso, sin importar los costos humanos que ello tenga (tanto en términos
de impunidad como de violación de los derechos del imputado). En el modelo
adversarial lo importante es que el caso tenga una respuesta del sistema judicial,
ya sea por vías alternativas (no punitivas) como a través de un adecuado
juzgamiento. Función de la justicia penal es dar respuesta, no tramitar
expedientes.

Estas no son las únicas reglas que diferencian a uno y otro sistema, pero en una
primera etapa estas cuatro reglas de funcionamiento son las que apuntalan el
cambio.

3. Por otra parte, se trata de desencadenar un proceso que permita evolucionar hacia
formas más adversariales, que perfeccionen el sistema. Ya dijimos que no es posible
esperar que con un simple cambio de leyes se produzca el cambio de un modelo a
otro. Nadie podría lograr eso cuando se trata de que miles de personas (jueces,
fiscales, abogados, policías, etc.) cambien su forma de actuar. Lo que sí podemos
lograr es que el nuevo modelo tenga capacidad de evolucionar, es decir, que mediante
nuevas formas de intervención, no necesariamente legislativas (capacitación,
reorganización administrativa, diseño de nuevas actuaciones, elaboración de
estándares, evaluación y control de gestión, etc.) se vaya logrando que las personas
cambien sus formas de actuar según las reglas del modelo adversarial. Para que esto
tenga sentido se deben analizar las siguientes ideas:

a. La reforma de la justicia penal debe ser vista como un cambio de prácticas.


Actualmente lo que llamamos “justicia penal” es un conjunto de prácticas (no
siempre apegadas a los códigos) que se sustentan en la fuerza de la rutina, la

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adhesión de los operadores y las funciones reales que ellas cumplen. El nuevo
sistema de justicia penal también será un conjunto de prácticas.

b. Por lo tanto, a partir de la entrada en vigencia del nuevo sistema se producirá


un duelo de prácticas, entre las viejas y las nuevas, entre la tradición de las
prácticas inquisitoriales y las nuevas formas de actuación del modelo adversarial.

c. Como todo conjunto de prácticas, en poco tiempo, luego de una fase inicial de
ajustes y cambios, el sistema adquiere un punto de equilibrio entre lo viejo y lo
nuevo, que se manifiesta tanto en la pervivencia de prácticas viejas como en la
distorsión de algunas prácticas nuevas, ya sea en la forma en que son ejecutadas
o en las funciones que cumplen.

d. Por eso decimos que implementación de la reforma comienza el primer día de


la entrada en vigencia y dura varios años, hasta que el sistema adquiere su primer
punto de equilibrio. La experiencia de otros países nos muestra que ese primer
punto de equilibrio no es satisfactorio, por el excesivo peso que siguen
manteniendo en él las prácticas inquisitivas. Esa es la razón por la cual los
operadores deben prepararse para el duelo de prácticas y se debe monitorear
permanentemente el proceso de implementación.

Entonces, cuando decimos que se trata de dejar atrás el modelo inquisitorial


y comenzar a desarrollo un nuevo modelo acusatorio o adversarial de
justicia penal lo que decimos es que desde el primer día de la entrada en
vigencia, cuando comienza el proceso de implementación, se debe tratar de
que los operadores respeten las reglas básicas de funcionamiento del sistema
adversarial y que afronten el duelo de prácticas de tal modo (decisión,
preparación, conciencia, responsabilidad, etc.) que el sistema de justicia
penal evolucione hacia las formas adversariales.

B. ¿Cómo desarrollar una contracultura adversarial o acusatoria?

4. En el proceso de implementación, se trata, entonces, de desarrollar una


contracultura. Si en la actual configuración de la justicia penal la cultura dominante es
la inquisitorial. La nueva cultura adversarial se presenta como una contracultura que
busca desplazarla. En este sentido no le alcanza al nuevo sistema que exista una
subcultura adversarial, es decir, que algunos jueces y abogados actúen según las
reglas adversariales sino que debe buscar que todo el sistema actúe conforme a esas
reglas. La nueva cultura adversarial debe ser con el tiempo la nueva cultura
dominante. Para eso, como dijimos, debe ganar el duelo de prácticas.

5. Pero ello no ocurrirá por sí solo. Existen ciertas instituciones y reglas de actuación
a las que les debemos prestar mayor atención porque su efecto contracultural es
mayor, en especial en la etapa de implementación. Entre ellas se encuentran las
siguientes:

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a. Las audiencias públicas y contradictorias. Las decisiones deben ser
tomadas en audiencias públicas y contradictorias. En ellas se debe llevar adelante
el mayor trabajo del juez. Claro está que esas audiencias se pueden desarrollar de
un modo formalista, como simple “vista de causas” o “audiencias “in voce”, donde
las partes se presentan pero no hay una verdadera discusión. El nuevo sistema
busca que las decisiones judiciales (o la gran mayoría de ellas) se tomen en
audiencias orales donde las partes litiguen y presenten, cuando sea necesario y
según el tipo de decisión, su prueba y sus argumentos. La sala de audiencia es el
lugar de trabajo del juez y de las partes. Cuantas más audiencias se realizan,
cuanto mas se litiga en esas audiencias y cuando los jueces toman sus decisiones
sobre la base de lo que se ha discutido delante de ellos en la sala de audiencias,
más avanza la cultura adversarial y se deja atrás las prácticas inquisitoriales. En
los sistemas donde se hacen pocas audiencias (en especial las audiencias en la
etapa preparatoria) más se fortalece la tradición inquisitorial).

b. El control de la sobrecarga de trabajo. Uno de los factores que más influyen


en el mantenimiento de la tradición inquisitorial (su principal aliado) es la
sobrecarga permanente del sistema de justicia penal. Cuando el sistema esta
sobrecargado, los operadores (que inexorablemente son inexpertos en una
primera etapa) tienden a reproducir lo que ya saben hacer, es decir, las viejas
prácticas. Esas viejas prácticas (por su formalismo, demora, ritualismo, dificultad,
etc.) sobrecargan mas al sistema, generando un círculo vicioso muy nocivo. Los
nuevos códigos procesales traen muchas nuevas instituciones que permiten
regular la carga de trabajo con respuestas de alta calidad (reparación,
conciliación, suspensión a prueba, procedimientos abreviados, etc.). Una política
de amplio uso de estas instituciones (y preparar a las instituciones para que
favorezcan ese uso) es una de las principales herramientas contraculturales.

c. El uso de información. Otro de los elementos propios de la tradición


inquisitorial es la preeminencia del trámite por sobre todas las cosas y, a
consecuencia de ello, el hecho de que los operadores judiciales se desentienden
de los resultados. Si bien no es algo que esté regulado expresamente en la
legislación procesal, una de las principales herramientas contraculturales es que
los operadores judiciales, tanto como las autoridades de las instituciones tengan a
la vista y utilicen información sobre el desempeño del sistema en su conjunto y de
cada sector en particular. Ello obliga, sin duda, a cambiar la poca atención que le
prestamos a la información sobre el sistema y seguramente nos obligará a
construir nuevas formas de presentación de la información, pero es un instrumento
que poco a poco va gestando una nueva cultura de trabajo.

d. La defensa pública. Dadas las condiciones socioeconómicas del país y las


condiciones generales del ejercicio de la abogacía. El modo de actuación de la
defensa pública, su fortaleza, organización, autonomía y preparación constituyen
uno de los elementos dinamizadores del nuevo sistema, tanto por el valor que
tiene su trabajo en sí mismo como en cuanto a los desafíos que le pone delante a
los fiscales.

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e. La participación de la víctima. Bajo todas sus formas, ya sea en su nudo
papel de victima o cuando asume su papel de acusador particular, la participación
de la victima empuja al sistema hacia sus formas adversariales, cambia la
dinámica de trabajo de los fiscales. En contextos procesales en los que el
Ministerio Público no tiene mucha práctica o no está suficientemente organizado,
las posibilidades de que en esa institución se reconstruyan las prácticas
inquisitoriales es muy grande. Uno de los mejores instrumentos para parar esa
tendencia a la burocratización del Ministerio Público es el contacto de los fiscales
con las victimas y que ellos asuman claramente un rol de defensa de sus
intereses. Cuanto más estrecha es la relación víctima-fiscales, mas se puede
contrarrestar las tendencias inquisitoriales de la persecución penal.

Por supuesto que existen otras instituciones y muchas otras reglas de actuación a las
que también hay que prestarle atención pero las señaladas son especialmente útiles a
la hora de fortalecer las tendencias adversariales del sistema en su lucha contra la
tradición inquisitorial.

Claro que existen otras normas, reglas o instituciones a las que se


les debe prestar atención, pero es muy importante tomar conciencia
que no se puede lograr todo al mismo tiempo, salvo que nos interese
construir ficciones. Por lo tanto, lo que hemos señalado son
instituciones prioritarias, a las que se les debe prestar especial
atención para que el nuevo sistema de justicia penal avance. Cuesta
que en la forma de actuar de los jueces, fiscales o abogados y de
quienes dirigen o administran las instituciones judiciales se cree una
clara conciencia de la prioridad de ciertas instituciones sobre otras.
Ha sido preferible desconocer el funcionamiento real del sistema de
justicia penal antes que concentrar energías y recursos en aquéllas
reglas que deben ser preservadas ante todo.

C. ¿Dónde se desarrolla el duelo de prácticas?

6. Durante las discusiones sobre la adopción del modelo, incluso en la etapa de


planificación para la entrada en vigencia, solemos hablar del sistema de justicia penal
o del proceso penal como si fuera un “todo” o una cosa. Eso puede servir para
planificar o para el debate de ideas. Pero cuando empieza la implementación todo
cambia. Allí el “nuevo sistema” deja de ser una abstracción y se convierte en algo
“real”, algo que se realiza todos los días. Se convierte en trabajo cotidiano, en efectos
y resultados tangibles, en críticas muy concretas, en casos difíciles, en fin, en todos
los componentes que solemos llamar “la realidad de la justicia penal”. Bueno, es allí
donde se produce el duelo de prácticas. Esta idea parece muy sencilla pero en
realidad nos pone enfrente de unos de los problemas más graves: en general los
operadores judiciales no tienen conciencia de que cada una de sus prácticas
cotidianas (como atiendo a esta persona, como estudio este caso, qué hago con este
papel, como preparo este interrogatorio, que le digo a los periodistas, como organizo
mi escritorio, donde archivo las causas, como doy o recibo ordenes, como controlo si
estoy trabajando bien, a quién consulta y otras tantas acciones concretas) tiene una

62
enorme influencia en la configuración del nuevo sistema. Las prácticas inquisitoriales
no se reproducen solas sino a través de miles de pequeñas acciones que son
realizadas por personas que posiblemente no tengan ninguna intención de reproducir
el sistema inquisitivo. Por eso a partir del comienzo de la implementación es tan
importante seguir de cerca lo cotidiano.

7. Pero también la idea de lo cotidiano debe ser aclarada. Ello significa, en primer
lugar, la organización en la que estoy inmerso. Tomar conciencia de ello es central
porque el modelo de las organizaciones judiciales son el mayor reservorio de cultura
inquisitorial. Es la organización la que me pide que haga las cosas de una manera u
otra, de un modo formal o informal. Los requerimientos informales son los más fuertes
y los más difíciles de detectar. El duelo de prácticas se da en un contexto
organizacional proclive al modelo inquisitorial y que lo favorece. Por eso cada
operador debe estar muy alerta a este tipo de requerimientos y quienes conducen las
organizaciones deben tomar conciencia de que el modo como funciona esa
organización condiciona de un modo muy fuerte el avance o el retroceso de la cultura
adversarial. Por ejemplo, si la organización no favorece el trabajo en equipo, no le
asigna valor a los resultados, cristaliza sus rutinas y castiga la innovación (se premia
al que no destaca, al que permanece oculto tras las rutinas) no tiene un sistemas de
premios, o este son arbitrarios, si me impone cargas de trabajo que no se pueden
cumplir y se contenta con rutinas y ficciones, en fin, si todo el modelo organizacional
suele empujarnos hacia la cultura inquisitorial esta se fortalece claramente.

8. En segundo lugar, lo cotidiano, significa mis propias prácticas de trabajo. En este


sentido, así como en los últimos años se le ha pedido a los operadores judiciales y a
los abogados en general que sean críticos respecto de sus ideas y sus conocimientos
adquiridos, ahora debemos pedirles que sean críticos respecto de sus prácticas. Esto
es mucho más difícil porque estamos mucho más instalados en nuestras prácticas que
en nuestras ideas. Cuanto menos tiempo tenga, más recurriré a lo que ya sé hacer y a
los propios automatismos (de allí la importancia de no sobrecargar al sistema). Lo
adquirido ha estado siempre en el marco de una cultura inquisitorial. Por ello, para
comprender los principios y el sentido del cambio procesal no solo tengo que tener
capacidad de poner en cuestión lo que pienso sino, antes que nada, lo que hago
cotidianamente.

9. En tercer lugar, lo cotidiano es lo que hacen los demás. Mis acciones y mi trabajo
ocurren siempre en una interacción y son esas interacciones las que generan los
mayores condicionamientos. Un juez puede tener claro como modificar sus prácticas,
pero para ello depende también del cambio de prácticas de los fiscales. Por ejemplo,
un juez puede tener claro que el nuevo papel en el proceso le exige no remplazar la
actividad de las partes y dejar que ellas sean las que interrogan y examinen la prueba,
pero para ello necesita que los fiscales y defensores preparen bien el caso. Esta
interacción de prácticas ha sido uno de los factores importantes que impiden a ciertos
actores – más proclives al cambio- desarrollar el cambio porque las prácticas antiguas
de otros actores aumentan el costo de la innovación.

10. Finalmente, lo cotidiano son las expectativas sociales. En este sentido ellas
interpelan permanentemente al sistema judicial por los resultados y en ese sentido son

63
siempre un motor del cambio. Como las organizaciones judiciales no suelen tener una
adecuada política de comunicación no se usa la fuerza de las expectativas sociales
para favorecer el cambio sino para generar un clima de temor que vuelve
conservadores a los operadores judiciales. Una organización o una persona
atemorizada tiende a refugiarse y a escapar del riesgo (y de la innovación) y es allí
donde las viejas prácticas se convierten en un refugio.

D. La Justicia Penal como un campo de “juego”

11. Por último, para comprender los principios y el sentido del proceso de cambio de la
justicia penal, es necesario tener una visión de campo. Para tener esa visión tenemos
que comprender que el accionar de jueces, fiscales, defensores, etc., se realiza en el
marco de la vida social. Pero, otra vez, no debemos ver a esa vida social como una
“cosa” sino como un espacio social donde existen actores, cada uno con sus intereses,
sus herramientas, etc. Nos es más útil ver ese espacio social como un campo de
juego en el que existen jugadores. Como todo campo de juego, cada espacio social
adquiere especificidad porque en él se pone en juego algo, se juega algo. Como
veremos más adelante en este documento lo que se pone en juego en el campo de la
justicia penal es la violencia que ejerce el Estado (el cómo, en qué casos y con qué
costo aplico esa violencia) y los límites que le debemos imponer para que la libertad
de las personas no corra riesgos inadmisibles. También a ese campo de juego lo
solemos llamar sistema penal y esta denominación es más pertinente porque nos
señala con mayor claridad la diversidad de “jugadores” que existen en ese campo de
juego.

12. En el sistema penal existen muchos jugadores, tanto personales (cada uno de los
operadores del sistema penal) como institucionales, tales como el Ministerio Público,
los tribunales, la policía, la defensa pública, las escuelas de derecho, etc. Cada
jugador tiene reglas de juego que cumplir y expectativas acerca del juego de los otros.
No necesariamente el juego de estos jugadores debe ser “armónico” ya que ello no
sólo es una ilusión sino que muchos de esos jugadores necesariamente deben jugar
su propio juego (a nadie se le ocurriría que en juego de fútbol o béisbol todos los
jugadores jugaran para el mismo equipo). Lo que todo jugador debe saber es que el
resultado final del juego será siempre el producto del juego de todos. Nadie puede
pensar o actuar como si estuviera solo en el campo de juego porque eso es irreal y
nocivo para todo el juego. Esta idea que parece obvia no lo es en la práctica de la
justicia penal. Un fiscal no puede actuar como si los defensores no existieran o
molestarse porque los defensores jueguen su juego. Tampoco el juez puede jugar su
juego como si las partes no existieran y mucho menos el conjunto de jugadores
“profesionales” pueden jugar como si otros jugadores (las víctimas, los imputados, los
ciudadanos) no existieran.

13. Todos los jugadores no tienen la posibilidad de jugar su juego del mismo modo. Si
ahora usamos el símil de un juego de cartas (el póquer, por ejemplo) cada jugador
tiene una cantidad de fichas que puede apostar. Como nos enseña Pierre Bourdieu,
cada jugador tiene su capital. Este capital puede ser económico (por ejemplo una
organización tiene más o menos recursos o presupuesto), cultural ( el conjunto de

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conocimientos, habilidades y capacidades expresivas), social ( el conjunto de
relaciones sociales dentro de ese campo y fuera de él, por ejemplo con otros sectores
u otras organizaciones, políticas, empresariales, sociales, etc.) y finalmente capital
simbólico (es decir, el nivel de reconocimiento, respeto, legitimidad que, gracias a la
posesión de las otras formas de capital, poseen los jugadores). Cada jugador tiene un
total de fichas, de capital, formado por todas estas formas de capital y juega su juega
sobre la base del capital que tiene.

14. Ahora bien, también cada jugador juega en el juego, volviendo ahora al símil del
béisbol o el fútbol, según la posición que ocupa en ese campo. Esa posición siempre
existe y si bien no cambia permanentemente tampoco es necesariamente rígida. Es
muy importante en esta visión tener en cuenta la posición que cada jugador realmente
ocupa y no la que debería ocupar. Se puede buscar acomodar a los jugadores en la
posición que deberían ocupar y eso es, por ejemplo, uno de los objetivos de la reforma
de la justicia (cambiar la posición de ciertos jugadores que ahora están donde no
deberían estar, por ejemplo que los fiscales investiguen, que los jueces sólo juzguen,
etc.) pero no se puede desconocer el lugar o la posición que realmente ocupan.
Conocer y comprender estos cambios de posiciones es central para la comprensión
del problema de la reforma de la justicia penal. Se debe tener claro la posición que se
debe ocupar y la que efectivamente se tiene porque eso marca la trayectoria del
cambio de posiciones y su grado de dificultad.

15. La posición de los jugadores no nace de un día para el otro sino que se ha ido
configurando históricamente en base a como se ha ido jugando el juego. La posición
que ha tenido un jugador le ha generado un habitus, es decir una predisposición para
jugar como se juega en ese puesto, que, por otra parte, lo va a empujar a buscar
posicionarse otra vez en el puesto que conoce y ha venido jugando. Desde su posición
el construye un sentido del juego que es lo que nutre y genera sus prácticas
concretas. Modificar los puestos de los jugadores no es simple y necesita una
estrategia que se sustente en planes, alianzas entre los actores y conocimiento muy
claro de lo que realmente ocurre y las funciones reales de cada puesto de juego. A
partir de allí se puede comprender la dinámica del juego y como con los nuevos
instrumentos normativos procesales y organizacionales se pretender generar
modificaciones en esa dinámica de juego.

16. Todos estos elementos son fundamentales para comprender el proceso de


cambio. Desde esta perspectiva es donde comprendemos el sentido y la razón de los
cambios, de los principios, de las nuevas instituciones y también de las dificultades
que habrá que afrontar. Aprender a mirar el campo de juego, tener conciencia de lo
que esta en juego y saber jugar conforme a las reglas es una condición necesaria para
comprender los principios generales de la reforma de la justicia penal.

II.Eficiencia y garantía en la configuración de la justicia penal.

1. La construcción de equilibrios.

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17. Todo el campo de la justicia penal está atravesado por dos grandes fuerzas que
configuran las instituciones y las prácticas de todos los actores y generan reglas de
juego. Por una parte, se busca que el programa punitivo del Estado, es decir, que las
decisiones de utilizar la violencia del Estado (cárcel) en determinados conflictos que
han sido entonces definidos como delitos sean efectivas. El objetivo es, visto desde
esta perspectiva, la construcción de una persecución penal efectiva y la gran tarea
por delante es reducir los enormes niveles de impunidad que existen en especial en
los delitos más graves, los que causan más daño a la sociedad. Por otra parte, se
busca que al utilizar el poder penal del Estado no se causen abusos y arbitrariedades
que puedan arruinar la vida de una persona. Por ello se construyen límites. Al
conjunto de esos límites los conocemos como sistema de garantías y el objetivo es
proteger a cada ciudadano del peligro del uso arbitrario, injusto o ilegal del poder
penal.

18. Al choque de estas dos fuerzas lo llamamos antinomia fundamental, porque señala
la contradicción permanente que esta siempre presente en el funcionamiento del
sistema penal. Este choque se resuelve en un punto de equilibrio como dos fuerzas
que se oponen, pero ese punto de equilibrio no debemos confundirlo con una situación
de armonía. Sin duda nos gustaría que existiera esa situación de armonía o, mejor
aún, que no tuviéramos necesidad de usar el poder penal para intervenir en los
conflictos de nuestra sociedad, pero lo cierto es que esa antinomia fundamental
describe mucho mejor lo que ocurre en la vida cotidiana de los sistemas de justicia
penal y por ello nos es más útil como concepto para la comprensión del
funcionamiento de la justicia penal y de sus instituciones en particular.

Se nos hace fácil muchas veces quedarnos atrapados en la simple


idea con la que expresamos un ideal tranquilizador. Como
concepto, es decir, como herramienta para entender lo que ocurre
él no es tan útil porque no nos llama la atención suficientemente
sobre el problema real y principal que es ir resolviendo en la
actuación cotidiana las tensiones que atraviesan el trabajo de la
justicia penal. En particular no nos llama la atención quedarnos
situados en una cómoda idea de “armonía” en las grandes tareas
que tenemos por delante: por una parte, construir lo más
rápidamente posible un sistema eficiente y eficaz de persecución
penal, que no funde su falsa eficiencia en el abuso de poder y, por la
otra parte, sostener los derechos fundamentales y las garantías
judiciales en un contexto social y de violencia y grandes reclamos.
Es preferible estar atentos a la existencia e estas tensiones antes
que acomodarnos en ideas que nos permiten construir ficciones que
ocultan el funcionamiento real del sistema penal.

19. Ese punto de equilibrio es inestable y variado. Cambia según los momentos de la
sociedad y cambia también según la clase de los delitos y las condiciones reales de la
persecución penal y de la defensa de los derechos. Lo que empuja a que este
equilibrio sea inestable son siempre otras fuerzas sociales. Tanto la fuerza de la
eficiencia o de las garantías está sustentada en otras fuerzas. No debemos pensar
esta antinomia como si se tratara de Principios vs. Realidad. En ambas dimensiones

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existen problemas bien reales. Por una parte, existe el dolor de las víctimas que son
afectadas por el delito, la inseguridad de la vida cotidiana y el temor generalizado que
eso genera. Por el otro, tenemos la realidad de los abusos de poder, de las prisiones
prolongadas, de los juicios sin defensa, de las condiciones carcelarias inhumanas o
del abuso y brutalidad policial. Estas son dimensiones son igualmente reales.

20. Pero el utilizar esta antinomia fundamental como concepto básico de comprensión
no significa que ella nos muestre el problema principal que en estos momentos
debemos resolver. Lamentablemente el problema principal de nuestros sistemas es
que funciona mal en ambas dimensiones. Hoy contamos con un sistema de
investigación y de persecución penal notoriamente ineficiente y al mismo tiempo con
un sistema de garantías también débil e ineficiente. Es fundamental comprender que
ambas debilidades no dependen una de otra. El sistema de investigación no es
ineficiente por culpa de que existen muchas garantías ni el sistema de garantías es
débil por culpa de la eficiencia de la persecución penal. Ambas debilidades son
autónomas y tienen causas propias. Sin embargo, como es bastante común que se
culpe a la existencia de derechos del imputado por la ineficacia de la investigación o
que se culpe a la existencia de una persecución penal por la falta de derechos del
imputado, al uso de esa argucia la denominamos falsas antinomias. La superación de
las falsas antinomias es la tarea principal que debemos encarar porque ellas ocultan
los verdaderos problemas.

Cuando hablamos de “problemas reales” sería muy importante


contar con información precisa sobre el funcionamiento del sistema.
Todavía no contamos con buenos sistemas de información que
permitan construir una política criminal de base empírica. Muchos
problemas existen en este punto, las estadísticas son endebles, no
se comparte la información entre los actores, no existen analistas ni
investigaciones o se realiza un verdadero seguimiento de la
obtención de resultados.

21. Por ejemplo, la incapacidad del Ministerio público de preparar los casos, trabajar
en equipo con la policía de investigaciones, contar con una organización moderna,
eficiente y que asigne inteligentemente los recursos, no tiene ninguna relación con la
existencia de derechos del imputado sino con deficiencias propias del ministerio
público. Por otra parte, la falta de defensa efectiva de los imputados o la demora en
ser juzgados tampoco guarda relación con la eficiencia de la persecución penal sino
que se vincula con la debilidad de la defensa pública, la falta de organización de las
audiencias, la ineficiencia del sistema de fianzas, etc. Superar las falsas antinomias es
el modo de prepararnos para solucionar los verdaderos problemas reconocimiento sus
verdaderas causas y no discursos de justificación que nos eximen de afrontar y
solucionar las deficiencias

2. El Juicio como formalización del conflicto

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22. Otro de los conceptos centrales para la comprensión del cambio en la justicia
penal es el que vincula al funcionamiento de la justicia con la idea del conflicto.
Debemos partir de la idea de que vivimos en una sociedad conflictiva y la
administración de justicia –y dentro de ella la justicia penal- forma parte del conjunto
de mecanismos que tiene esa sociedad para gestionar la conflictividad. Es ilusorio
pensar que se puede acabar con los conflictos en una sociedad. Inclusive eso no sería
deseable porque ellos también son un motor del cambio y la evolución de nuestras
sociedades. Sin embargo, no podemos dejar a esa conflictividad librada a su propia
dinámica porque entonces siempre se impondrá en cada conflicto el más fuerte. Evitar
que prevalezca en la resolución de los conflictos el más fuerte en razón de su propia
fuerza es el principal objetivo de toda la política de gestión de la conflictividad. De este
modo evitar el abuso de poder y la violencia aparecen como objetivos centrales del
sistema de gestión de conflictos del cual forma parte la justicia penal.

23. Existen muchas formas de intervenir en la gestión de los conflictos. Normalmente


en una sociedad existen planes de prevención de conflictos, de prevención de delitos,
existen acciones disuasivas, se buscan formas conciliatorias, etc. Una de las formas
de gestionar la conflictividad es a cuando ellos ingresan al sistema judicial. Cuando se
trata de conflictos más graves aparece el proceso penal. Este vínculo entre el proceso
penal es muy importante porque es la razón de ser de las formas procesales. Las
formas procesales, en su sentido político, no son meros requisitos legales, rituales o
fórmulas vacías. Ellas buscan una formalización del conflicto para evitar la violencia y
el abuso de poder. Con un ejemplo, esta idea se comprende fácilmente: si Pedro le ha
golpeado a Juan y le causó lesiones, ese conflicto puede quedar sin ninguna
intervención y Pedro logra imponerse porque es mas fuerte o Juan puede responder y
continuar con la violencia, quizás agravando la situación. La comunidad será
espectadora de un conflicto que cada vez es mas violento o de un dolor que no tiene
respuesta o de una prepotencia que se impone. Cualquiera de estas situaciones son
gravosas para las partes del conflicto y para toda la sociedad. Muy distinta es esta
situación si ese conflicto es llevado a una sala de audiencia y allí Juan podrá acusar a
Pedro (por sí mismo o a través de los fiscales), pero Pedro también podrá defenderse
y alegar que el hecho no ocurrió o no ocurrió como dice Juan o tenía razones
justificadas para golpearlo y la comunidad podrá observar que todo esto se realiza de
un modo ordenado, respetando reglas de juego, permitiendo que cada uno explique y
defienda su versión y finalmente un juez tomará una decisión razonada. Vemos como
las formas procesales cumplen una función pacificadora del conflicto, con
independencia de la decisión final. Una de las razones por las que los ciudadanos no
confían en la justicia tiene que ver con el hecho de que sus formas de actuación no
son claras y sencillas y las decisiones siempre parecen arbitrarias.

El cumplimiento adecuado de las formas procesales se ha


considerado siempre como una de las tareas importantes de la
judicatura y parte de lo que denominamos “principio de objetividad”
del Ministerio Público. No obstante esa importante finalidad queda
totalmente desvirtuada cuando las formas procesales se convierten
en un puro formalismo, en rituales sin sentido o que ponen barreras
infranqueables entre la gente los funcionarios. Por tal razón las
formas procesales, como reglas de juego deben ser pocas, claras y

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respetadas en todos los casos. Cuando así ocurre el cumplimento
de las formas del proceso se convierte en una condición de
confianza y no de rechazo. Esto es parte del giro copernicano que
se debe realizar en nuestra administración de justicia.

24. Lo dicho en el párrafo anterior es fundamental para comprender el valor del


respeto de las reglas de juego que constituyen el proceso penal y en especial el juicio.
Esas reglas de actuación no las debemos ver como un tramite sino como una
formalización o ritualización del conflicto creadas con la finalidad de pacificarlo y
trasmitir un mensaje firme de que el abuso de poder no es tolerado y que el más fuerte
no prevalecerá por serlo. Esta función política de las formas procesales se cumplen de
una manera especial en el juicio y sus reglas de litigio. Si observamos con atención en
el juicio existe un claro paralelismo entre el conflicto y el debate y ella es una de las
razones para que aprendamos a respetar sus reglas. Ellas tienen este valor por sí
mismas. Por eso podemos decir con toda razón que el litigio que se da en el juicio
es un conflicto formalizado con la finalidad de pacificarlo y darle una respuesta,
que por más que siempre dejará a una de las partes descontenta siempre debe
aparecer como una respuesta razonable, respetuosa de las versiones de cada
una de ellas y transparente. Nada más alejado de la idea del trámite y del
cumplimiento de las reglas procesales como una pura fórmula sin sentido. Convertir al
proceso penal en un trámite es una de los peores efectos de los sistemas inquisitivos
porque privan a la sociedad de uno de los principales instrumentos de gestión de los
conflictos que es poder llevarlos a un tratamiento respetuoso en el marco de la sala de
audiencia.

25. Además de esta función política primaria, las formas procesales cumplen otras dos
funciones principales: por una parte ellas permiten canalizar los reclamos de las
víctimas y del conjunto de la sociedad y por ello se constituyen en una condición de la
tutela judicial; por el otro, ellas procuran que no se abuse del poder penal del Estado y
de sus órganos de persecución penal que están al servicio de los acusadores y por
ello esas formas constituyen el sistema de garantías. Como vemos, la tensión entre
eficiencias y garantías se manifiesta nuevamente aquí como en todo el sistema penal.

3. La tutela judicial efectiva

26. Uno de los mayores problemas de los sistemas de tipo inquisitorial es que han
abandonado la idea de tutela judicial de la víctima. Si bien a ella se la nombra en los
discursos y en los reclamos, en la realidad del sistema de justicia penal la víctima está
desprotegida y abandonada y su lugar es ocupado por un Ministerio Público que en los
hechos, en su práctica cotidiana no se ocupa de ella. Uno de los objetivos del sistema
adversarial es recuperar en la práctica el lugar de la víctima y protegerla de un modo
efectivo. Ello se logra de dos maneras: por una parte, evitando que los fiscales se
abstraigan del problema de la víctima, que no se piensen a sí mismos como
funcionarios que defienden un concepto abstracto (el interés general, la sociedad, la
legalidad, etc.) y no se ocupan de las víctimas concretas de carne y hueso que están

69
delante suyo. Cuando decimos que los fiscales son los abogados de las víctimas
queremos destacar esta necesidad. Por otra parte, es necesario permitir que la víctima
misma asuma un papel importante como acusador dentro del proceso penal en
defensa de sus propios intereses.

27. La primera dimensión influye en el modo como el Ministerio Público organiza sus
tareas de un modo concreto. En primer lugar, esta nueva actitud se debe poner de
manifiesto en el modo como se trata y se atiende a la víctima. Ella no es la portadora
de información que necesita el fiscal sino que es la razón de su trabajo. En todo delito
hay siempre víctimas concretas. Algunas veces ellas son fácilmente identificables
como en un robo, unas lesiones, una estafa o un abuso sexual. Otras veces son
víctimas grupales, comunitarias, colectivas y aún cuando usamos conceptos tales
como “ese delito afecta a la sociedad en su conjunto” ello no es una abstracción sino
el conjunto de personas de carne y hueso. Por otra parte, estos niveles y clases de
victimas son concurrentes, de tal modo que cuando decimos que un robo violento
también afecta a la sociedad ello quiere decir que dos tipos de víctimas concurren en
el daño, con la particularidad propias de cada una, pero nunca que una desplace a la
otra. En segundo lugar, esta nueva actitud se debe manifestar en el modo como se
prepare el caso. El fiscal debe defender el interés de la víctima y para ello debe saber
con claridad cual es ese interés. Cuando existan concurrencias de víctimas deberá
atender a todos y si ellos son incompatibles sólo allí deberá darle primacía al interés
preponderante. En tercer lugar, el modelo organizacional del Ministerio público debe
ser lo suficientemente abierto como para que sea amable para la víctima, un lugar
institucional donde ella sepa que puede recurrir.

28. La segunda dimensión se relaciona con la figura del querellante. El querellante es


un sujeto procesal que puede actuar en el proceso como acusador con facultades
plenas. Ya sea que se trate de aquéllos casos en los que la persecución penal recae
sólo en la víctima (querellante exclusivo) o cuando comparte ese papel con el fiscal
(querellante conjunto) siempre las facultades del acusador particular son plenas, con
las limitaciones que le impone, por supuesto, el sistema de garantías. Cuando estos
dos sujetos actúan de un modo coordinado y armónico las posibilidades de fortalecer
la tutela judicial aumenta. Dada la importancia y dificultad que tiene consolidar una
política eficaz de lucha contra la impunidad es de vital importancia conjugar los
esfuerzos del Estado y de las organizaciones sociales.

4. El sistema de garantías

29. La segunda función de las formas procesales se relaciona con la construcción de


límites al poder penal. El uso del poder penal ha generado a lo largo de la historia
muchas arbitrariedades. Sería miope aquella generación que desconociera los
sufrimientos que el uso arbitrario e injusto de la justicia penal ha causado a lo largo de
la historia. En la mayoría de nuestros países esa historia es demasiado reciente como
para poder obviarla. El incumplimiento de los límites pensados para evitar el uso
arbitrario e injusto del poder penal no sólo produce daños a quienes sufren sus
consecuencias directas sino que es la principal causa de desconfianza en la
administración de justicia y, además, acostumbra a los acusadores a ser ineficientes y

70
no preocuparse por preparar su caso y presentar ante el tribunal verdadera prueba.
Así que los efectos nocivos del desconocimiento del sistema de garantías se extienden
a todo el sistema.

30. El primer paso en la construcción del sistema de garantías consiste en evitar que
las decisiones judiciales se funden en meras razones de interés, en puros argumentos
de utilidad. No es admisible que una persona sea condenada porque sea enemiga de
alguien poderoso o temamos lo que pueda hacer en el futuro ni siquiera porque sea el
“enemigo del pueblo” o nos conmueva el dolor de la víctima. Menos aún porque los
medios de comunicación lo “condenaron” o porque así lo pide la “opinión pública”.
Para evitar estas desviaciones arbitrarias la primera condición del ejercicio del poder
penal es que a una persona la condenen solamente por lo que ha hecho. El principio
del “hecho” o “principio de exterioridad” que obliga a los jueces a determinar la
existencia de un hecho para fundar una reacción penal es la base de todo el sistema
de garantías porque a partir de allí se organiza todo el litigio y la producción de la
prueba.

31. Pero este principio es condición necesaria más no suficiente. Ha sido tan intensa la
tentación de utilizar el poder penal para fines espurios que las distintas generaciones
(en este campo es fundamental la perspectiva histórica) han construido otros límites
complementarios del principio del hecho. En primer lugar es necesario calificar a ese
hecho. Por lo tanto además de su existencia se requerirá que ese hecho esté previsto
en la ley como delito. El principio de legalidad que expresamos con la fórmula “nullun
crimen, nulla poena sine lege” expresa esta necesidad y esta conquista. Pero tampoco
ha sido suficiente con este nuevo principio, ya que la existencia de delitos fijados con
anterioridad al hecho no ha sido suficiente para frenar la arbitrariedad y, en particular,
no ha impedido que se le atribuyan a las personas hecho respecto de los cuales, en
realidad, no eran responsables. Por tal motivo, además de un hecho, previsto con
anterioridad por la ley se exige que ese hecho sea uno de tal naturaleza que se pueda
decidir que la persona juzgada es responsable de él, es decir, que lo cometió a pesar
de que podía evitarlo. Este principio es lo que conocemos como principio de
culpabilidad.

32. Pareciera que con estos resguardos podemos sentirnos fortalecidos. Sin embargo,
la experiencia histórica también ha demostrado que el poder penal no siempre se lo ha
utilizado para lograr verdaderas finalidades sociales o se lo ha usado
desmedidamente. Por eso, también otras generaciones han creído que otros límites
eran necesarios. En primer lugar, se debe asegurar que ese hecho del cual soy
culpable haya causado un verdadero daño a un tercero. Así evitamos que el poder
penal se utilice para lograr finalidades morales (impropio de la actividad estatal) o
simplemente para fortalecer la autoridad del Estado sin importar si se ha causado
algún daño a los otros ciudadanos. Para tratar de evitar estas distorsiones se ha
fortalecido el principio de lesividad (no se puede castigar a alguien sino ha causado un
daño a terceros, no se la puede castigar por la simple desobediencia). Por otra parte,
el poder penal y sus instrumentos principales, en particular la cárcel, es un instrumento
muy violento, una forma de intervención en los conflictos de alta intensidad y se debe
evitar que se lo utilice más allá de su justa medida y austeramente (economía de la

71
violencia). Con este principio de “proporcionalidad” buscamos evitar el efecto de un
desborde del poner punitivo.

33. Estos cuatro principios (legalidad, culpabilidad, lesividad y proporcionalidad) que


complementan el juzgamiento del hecho, han sido desarrollados por la jurisprudencia y
la doctrina a través de lo que conocemos como “teoría del delito”. A través de ella se
han desarrollado otras consecuencias de estos principios, tales como la necesidad de
que la conducta esté tipificada de un modo preciso, las consecuencias del error o las
causas de inculpabilidad, el desarrollo de la teoría del bien jurídico o los criterios de
determinación de la pena. Todos estos principios son utilizados para evitar la
arbitrariedad de la decisión y por ello le exigimos al juez que decidan si se encuentran
presenten en el caso y a los acusadores que demuestren que concurren. Es con este
sentido que decimos que el juez debe comprobar que ellos existen, es decir, debe
admitir como verdadero lo que le presentan los acusadores o desechar lo que ellos les
presenten porque no han demostrado que concurren esos requisitos.

34. Pero de poco servirían tantos resguardos sin el modo como se comprueban la
existencia de esos requisitos es, en sí misma, arbitraria. El modo como el juez debe
comprobar la existencia de lo que le proponen los acusadores está sujeta a reglas de
conocimiento que constituyen el juicio oral y público. En primer lugar, de poco servirían
tantos resguardos si el juez ya tiene tomada su decisión antes de conocer las pruebas
de los acusadores, tiene preconceptos o prejuicios acerca de lo que debe decidir o no
formará su convicción en base a lo que ocurra en la sala de audiencia sino en base a
otra fuente (documentos, expedientes, etc.). Por ello el juez debe ser imparcial, debe
actuar como tal, y debe construir su decisión sobre la base de lo que las partes le
presentan en la sala de audiencia y el observa directamente (inmediación).

35. Esta decisión del juez no puede ser el resultado de un análisis unilateral. Para que
él pueda estar seguro de que su decisión no es arbitraria o incompleta debe escuchar
los argumentos de ambas partes y permitir que cada una de ellas le brinden los
elementos que apoyan su versión del caso y que puedan examinar las pruebas y los
argumentos de su contraparte. Es principio de contradicción que asegura el carácter
adversarial del juicio es central para permitir que el juez construya una sentencia
segura basada en la fortaleza de las pruebas y su análisis y no en presunciones de
culpabilidad. La imparcialidad del juez y las reglas adversariales del litigio son las dos
caras de una misma moneda. Un juez no puede ser imparcial sino asiste a un litigio
adversarial y no se respetan las reglas de la contradicción si el litigio no se lleva
delante de un juez imparcial. Esto muestra la enorme importancia de respetar de un
modo estricto estas reglas de juego, ellas son las que hacen que el juicio penal se
convierte en una forma de juego limpio, de juicio justo o regular.

36. Por otra parte, la posibilidad de que esa decisión sea arbitrario o que se violen las
reglas de la imparcialidad y contradicción aumentan si toda esta actividad se hace de
un modo secreto o poco transparente. Además existen una larga experiencia de los
males que ha causado una justicia penal secreta. El principio de publicidad asegura
que la sociedad pueda controlar que en el juicio se cumplen las reglas y que las
decisiones de los jueces se fundan en lo que ocurrió en la sala de audiencia. Vemos,
pues, que cuando decimos que una persona tiene derecho a un juicio antes de ser

72
condenada lo que queremos decir es que la decisión de imponerle una pena sólo se
puede tomar después de permitir que esa persona se entere del hecho por el cual es
acusado, los acusadores estén obligados a presentar la prueba de su imputación, ella
pueda presentar su versión de lo ocurrido, presentar su propia prueba, examinar la
prueba de los acusadores y discutir sus argumentos. Decimos, también, que el juez
debe tomar la decisión sobre la exclusiva base de lo que pudo observar y escuchar en
esa sala de audiencia y sobre la base de los argumentos y peticiones de las partes.
Finalmente, decimos, que todo esto se debe realizar de un modo público y
transparente para que, por más que la decisión final siempre va a dejar a alguien
descontento, todos puedan aprobar que las reglas de juego fueron respetadas y no
hubo nada arbitrario. Para asegurar esta idea tan simple pero tan importante en el
desarrollo de una administración de justicia confiable para la ciudadanía es que existe
el sistema de garantías.

37. Por otra parte, las partes para fundar sus peticiones deberán presentar
información, datos que permitan reconstruir lo que ha sucedido. Así cómo el sistema
de garantías fija reglas especificas acerca de lo que debemos entender como un
hecho o fijas reglas muy claras acerca de cómo se debe discutir y decidir, también fija
reglas acerca de cómo recolectar, presentar, examinar y reconstruir la información que
permite tomar la decisión. La presentación y el examen y la discusión sobre la
información que nos permite reconstruir lo sucedido y tomar una decisión en es núcleo
central del debate oral y público y por ello es indispensable que las partes tengan
capacidad para hacerlo (técnicas de litigación). Desde el punto de vista del sistema de
garantías existen reglas de prueba que establecen límites a la obtención, producción y
presentación de la información, así como reglas acerca del uso posible de la
información obtenida de un modo irregular (prueba ilícita) o la conectada con ella (los
frutos del árbol envenenado). Desde el punto de vista de la valoración de la prueba
existen estándares probatorios que señalan el tipo y el nivel de información que se
necesita para que una decisión no sea arbitraria y esté bien fundada.

5. La centralidad del juicio en el sistema adversarial

38. Como ya hemos analizado, establecer el sistema acusatorio o adversarial y dejar


atrás el sistema inquisitorial consiste en modificar el modo como la justicia penal
participa en la gestión de los conflictos. Dado que la justicia penal se enfrenta a
conflictos graves el modo como se actúa ante ellos es de vital importancia y por ello no
sólo importan las decisiones finales sino el como se llega a ellas. Las reglas de juego
del sistema adversarial, su carácter sencillo y la experiencia histórica que se
acumulado alrededor de ellas, las hacen mucho más convenientes tanto para volver al
sistema más eficiente como para preservar a los ciudadanos de la arbitrariedad en el
uso del poder penal. Su adopción plena nos permite abandonar el modo inquisitorial
que con sus trámites, sus formalismos, su descuido por las personas, su secreto y el
desprecio por la actividad de las partes, ha demostrado ser tanto un sistema ineficiente
como arbitrario. Por el contrario cuando a los conflictos los formalizamos de un modo
adecuado (sin ritualismo, sin rutina, sin burocracia) y aceptamos la lógica adversarial
que está inscripta en la lógica del conflicto mismo esas formas cumplen una función
pacificadora. Es en el juicio oral, público y contradictorio donde esas reglas se fijan

73
con claridad. Es en ese juicio donde ellas deben ser respetadas de un modo claro y
simple, porque en su sencillez reside su fuerza. Por otra parte, esas reglas del juicio
se convierten en el parámetro a seguir por todas las decisiones judiciales.

39. A esta función del juicio oral, público y contradictoria en la configuración de todo el
sistema procesal la conocemos como centralidad del juicio. Con ello no queremos
decir que todos los casos deben llegar a esa instancia, porque eso sería muy difícil de
lograr y además muy costoso. Pero sus reglas principales se deben tomar como un
parámetro válido y ejemplar para todas las decisiones judiciales y la actividad de las
partes. De allí que durante toda la preparación el caso y durante el control que se
produce con las impugnaciones, el juez y las partes deben bajo esos principios (de allí
que cada vez que exista un planteo que requiera una decisión judicial se debe
convocar a una audiencia que reproduzca, de un modo adecuado a la decisión que se
deba tomar, las condiciones del litigio adversarial y público.

40. Finalmente, la consecuencia más importante de la idea de centralidad del juicio es


que todo imputado siempre tendrá derecho a que antes de aplicarle una sanción penal
se realice un juicio oral, público y contradictorio según las reglas que hemos reseñado.
Podrá aceptar libremente otras salidas alternativas o, incluso, podrá aceptar
libremente formas simplificadas o abreviadas para llegar a la decisión, pero nadie
podrá quitarle el derecho de solicitar en todos los casos la realización de un juicio
pleno y público.

SENTIDO DEL PRINCIPIO DE OPORTUNIDAD EN EL MARCO DE LA REFORMA


DE LA JUSTICIA PENAL DE AMERICA LATINA.

Alberto M. Binder

I. LA NECESIDAD DE AMPLIAR EL MARCO CONCEPTUAL.

Una de las características más importante de todo el proceso de reforma de la


justicia penal en América Latina, que entre otros efectos produjo una modificación
importante de la mayoría de las legislaciones procesales penales, es la ruptura del modelo
rígido vinculado a la obligatoriedad del ejercicio de la acción penal, a un diseño también
rígido del propio sistema de la acción pública y la apertura de nuevas reglas, más
flexibles, que, en terminos generales conocemos como reglas de discrecionalidad,
fundada en un no siempre claro –por lo menos conceptualmente- “principio de
oportunidad”.
En general, podemos clasificar esas normas de flexibiliazación del régimen de la
acción en las siguientes categorías:


Miembro titular de Instituto Iberoamericano de Derecho Procesal. Profesor de posgrado de derecho
procesal penal de la Universidad de Buenos Aires. Esta ponencia es una reelaboración y amplicación de
un trabajo anterior denominado “legalidad y oportunidad”, publicado en el libro homenaje a Julio B. J.
Maier, Ed. Del Puerto .

74
a) reglas vinculadas al tratamiento de los casos de menor cuantía, ya se utilice la
categoría de insignificancia, escasa culpabilidad, etc.
b) reglas vinculadas a una restricción de los casos en los que la acción puede
ser ejercida por el Ministerio Público, ya sea mediante la ampliación de los llamados
delitos de acción privada o aquéllos sujetos a una autorización preponderante de la
víctima
c) reglas que aumentan el control de la víctima sobre el caso (y por lo tanto su
poder de disposición sobre él) ya sea mediante las posibilidad de retractación de la
instancia particular, mediante el aumento de las potestades del acusador particular como
querellante conjunto o mediante formas de “conversión de acciones”, ya sea en forma
acordada o cuando se produce el retiro del interés del ministerio público.
d) reglas de suspensión de la persecución penal, condicionada a la aplicación de
medidas o reglas de conducta aceptadas libremente, como expresión de una política
básica de “diversificación” que tampoco se ha asumido con la intensidad y amplitud
deseable.
e) reglas de extinción de la acción ya sea por la conciliación de los intreses de
las partes o mediante la reparación suficiente del daño.
En términos generales –y según las particularidades de cada país- a este
conjunto de reglas flexibilidadoras de la obligación de ejercer la acción pública y su
indisponibilidad una vez ejercida, es lo que solemos denominar “principio de oportunidad”
que, en consecuencia, podemos señalar con claridad que su adopción en las nuevas
legislaciones es una de las características mas claras del nuevo derecho procesal penal
latinoamericano.
Uno de los problemas principales que existen es que el binomio “principio de
legalidad y principio de oportunidad”, generalmente presentado bajo de la forma de regla y
excepción, suele ser visto simplemente como una institución procesal o como un problema
propio de la dogmática procesal cuando en realidad expresa formas completas de
comprender el proceso penal, la justicia penal y sus vínculos con la política criminal. Hasta
hace algunos años era un tema que casi no existía en la literatura procesal
latinoamericana o existía solamente en algunos libros suficientemente actualizados con
las discusiones europeas. Sin embargo, poco a poco, fue ganando terreno en la discusión
procesal y penal y hoy es un tema recurrente en Congresos, jornadas y conferencias.55 Sin
embargo, no creo que todavía se haya avanzado lo suficiente en el esclarecimiento de los
complejos problemas político-conceptuales que se hallan bajo la superficie de este
problema. Es por esa razón que la tendencia dominante en la doctrina analiza el principio
de oportunidad como si se tratara de uno o dos artículos relativos al régimen de la acción
que regulan o dan contenido a una institución particular del proceso penal, siempre, en
todo caso, bajo el prisma de analizar la conveniencia de establecer excepciones al
principio de legalidad. Es decir que, aún desde una visión crítica, se piensa al “principio de
oportunidad” desde el principio de legalidad, lo cual parece obvio, pero no lo es ni desde el
punto de vista lógico y menos aún desde una perspectiva político-criminal, que es la que
adoptaremos en este pequeño ensayo. No creo que esa visión sesgada constituya una
buena aproximación a un conjunto de problemas que no pueden ser vistos como meras
cuestiones procesales, sino que conforman un haz de reflexiones sobre aspectos
estructurales de la justicia penal en su totalidad, directamente vinculados con la

55
El XVIII Congreso Nacional de Derecho Procesal (1997), ya recomienda la adopción del principio de
oportunidad en la legislación procesal penal. Ver, Juan Carlos Quiroz Fernández: “Congresos Nacionales
de Derecho Procesal –Conclusiones- Rubinzal-Culzoni, editores, pg. 273.

75
conformación histórica de los actuales sistemas procesales y su funcionalidad política
general dentro de algo más amplio como es el sistema penal.
Por otra parte, se debe señalar que la discusión sobre la antinomia legalidad y
oportunidad es uno de los modos a través de los cuales se ha vuelto a introducir en la
discusión del Derecho Procesal Penal actual el problema de la selectividad intrínseca de
la Política criminal, que ya destacó con fuerza en las décadas pasadas la Criminología
Critica. La pregunta en esa dimensión interpela al llamado principio de legalidad de un
modo muy particular porque si hay algo que merece el nombre de “funcionamiento
estructural” de nuestros sistemas procesales es su funcionamiento selectivo, no ya en el
sentido de la “selección primaria”, es decir, el recorte fragmentario propio de la legislación
penal sino en su funcionamiento real, ligado a la preocupación consistentemente arbitraria
respecto de unos casos y el descuido sistémico y persistente sobre otros, de un modo
independiente de la gravedad de uno sobre otros; funcionamiento arbitrario que se funda
tanto en razones políticas como burocráticas, en razones de fondo, provenientes de la
desigualdad social como de pequeñas costumbres de los tribunales, fundadas en la
desidia o en modelos organizacionales que imponen sus procesos de trabajo sin importar
las consecuencias.
Tampoco podemos olvidar que se trata de una discusión que pone en el tapete
el problema de la eficacia del sistema penal, sin duda uno de los grandes temas de la
política criminal contemporánea. En gran medida, estas dos dimensiones (el problema de
la selectividad como funcionamiento inevitable del sistema penal y el problema de la
eficacia de la justicia penal) están siempre presentes en las discusiones y son, en
realidad, los dos grandes temas que se debaten cuando uno discute el principio de
oportunidad, sea esto explícito o quede como substrato de un análisis dogmático más
clásico, que no expresa con claridad estas preocupaciones aunque las tenga e influya en
las soluciones que proponga. 56 El problema de la eficacia de la persecución penal no ha
merecido una reflexión adecuada desde el campo del pensamiento democrático, ya sea
por influencia de una lectura superficial de las doctrinas abolicionistas o como resultado de
una despreocupación por lograr, aún desde una visión minimalista, ciertos niveles de
eficiencia en la persecución penal, como si ello fuera un campo necesariamente reservado
al pensamiento autoritorario.57
Tampoco es posible un esclarecimiento de esta institución si antes no nos
detenemos en lo que ha significado el principio de legalidad procesal y su función político-
criminal. Porque la contracara de la ausencia de un marco de discusión más profunda
sobre el principio de oportunidad en material procesal, ha sido una aceptación
absolutamente acrítica de las implicancias del principio de legalidad en ese mismo campo,
producto de la costumbre o de la falta de reflexión sobre los fundamentos, falta bastante
común en que incurre la dogmática procesal corriente.
De hecho, ya el nombre del principio de legalidad en materia procesal es un
nombre confuso que genera problemas y debe ser abandonado. En realidad, nos estamos
refiriendo a la obligación que pesa sobre los funcionarios públicos de ejercer la acción

56
Si es transparente la referencia a estos dos problemas en Maier Derecho Procesal Penal, Ed. Del
Puerto,. Pg. 555 y sgs, aunque la primacía en la reflexión de ese entonces la tiene la “concepción sobre el
fundamento de la pena, cuya importancia para este tema es menor determinante de lo que parece.
57
Ver al respecto dos trabajos últimos de mi autoría; una la ponencia presentada en el Congreso del año
pasado de este mismo Instituto “Tensiones politico-criminales en el proceso penal” y la otra “ El control
de la Criminalidad en una sociedad democrática” ponencia realizada en el marco de las “Reflexiones por
el Bicentenario, organizadas por la Secretaría de Cultura de la Nación Argentina y el Programa de
Naciones Unidas para el Desarrollo PNUD. Ambas ponencias son del año 2007.

76
penal en todos los casos previstos en la ley como delitos, salvo las excepciones también
establecidas (acción privada o acciones sujetas a autorización particular o estatal). A esta
obligación se la ha denominado también “principio de legalidad “, por su cercanía con el
principio de legalidad en términos generales (el principio de legalidad del Estado o el
principio de legalidad del Derecho Administrativo, que rige la función pública en general)
que no se refiere, por supuesto, al principio de legalidad en materia penal que tiene otros
orígenes y otras funciones.
Pero más allá de la posible analogía o la matriz común resultante de las
reacciones ante el ejercicio arbitrario del poder, el uso de un vocablo común para denotar
principios con funciones tan diferentes no nos sirve para esclarecer este tema y, al
contrario, contribuye también a la confusión o a la oscuridad en su tratamiento. No
obstante ello, existe cierta resistencia a abandonarlo aunque se defina con precisión su
contenido. La propuesta de su abandono de esta fórmula que aquí hacemos responde al
hecho que en el ámbito del discusiones jurídicas existe un abuso permanente de la
vaguedad de las palabras, y ello genera dificultades en el esclarecimiento de los temas o
distorsiona los debates en un área del ejercicio del poder estatal donde la precisión y
claridad deben ser un meta constante y firme.
Tal como hemos señalado, la crítica a esta obligación ha comenzado hace muy
poco en la literatura procesal de la región58 y por ahora ha alcanzado sólamente para
relativizar el carácter general del mandato de persecución obligatoria o para señalar su
incumplimiento en el funcionamiento real de los sistemas procesales. Hasta hace muy
poco se afirmaba, sin mayores dudas, no sólo el valor del principio en sí mismo (que es
una de las tantas discusiones) sino que se asumía fácilmente que él constituía una
descripción cabal de la realidad; es decir, que la rutina de la justicia penal funcionada de
un modo acorde con dicho principio, por lo menos en sus líneas generales. Tras de esa
visión, aun no abandonada totalmente, se esconde la falacia idealista, según la cual todo
principio previsto en la legislación cumple necesariamente efectos en la realidad o se
refiere a una realidad que da por sentada, confundiendo su carácter prescriptivo con uno
descriptivo. El principio de obligatoriedad del ejercicio de la acción pública establece un
deber ser que podrá lograr que las realidades sociales se rijan por él, según la fuerza
normativa que tenga, pero nada nos dice sobre su efectivo cumplimiento. De la mano de
esta falacia idealista se suele construir un modelo de dogmática procesal que cree,
confudida y confusamente, que sólo algunos temas del funcionamiento del sistema de
justicia penal tienen entidad “procesal” y por lo tanto teórica y otros son simples
cuestiones de la “realidad” o de la administración, que no merecen una reflexión teórica.
Así, uno puede demostrar que existen graves defectos en la organización del minsterio
público o la policía y que ello genera deficiencias bien palpables en la persecución penal
que distorisonan el funcionamiento de reglas procesales en todos sus niveles, pero luego
ese tema o forma parte de una queja generalizada acerca de que la realidad no funciona o
se evita todo esfuerzo teórico, distorsionando la agenda de preocupaciones teóricas y
académicas.
Ahora bien, tampoco debemos olvidar que, en su formulación simple, el principio
de legalidad tiene un gran sustento moral. Es bastante fácil justificarlo diciendo: “bueno,
pero en todos los casos donde se haya infringido una ley penal ¿qué tiene de malo que
exista esta obligación de que el hecho cometido por el presuntamente infractor sea
investigado o ser ejercida la acción penal pública sin excepciones? Aún bajo esta fórmula
58
Es muy claro en poner en cuestión el fundamento del principio de legalidad Alberto Bovino: “Temas de
Derecho procesal penal Guatemalteco”, 1996, pg. 96 y ss.

77
coloquial, tiene un gran sustrato moral y apoyo en el sentido común. Por otra parte, si son
funcionarios los que deben ejercer esa acción ¿qué principio más sano que el de
establecer la obligación de llevar adelante las investigación sin dejar abierta la posibilidad
a la manipulación, la corrupción o el favoritismo? Una de las razones de la falta de crítica
al valor del “principio de legalidad” proviene de la aparente sencillez de su fundamentación
y de que parece un límite obvio a la actuación de los funcionarios, mucho más aún si se
trata de aquellos que deben desencadenar el poder violento del Estado. Ciertamente aquí
también existe una visión extremadamente simplista sobre el funcionamiento del Estado,
quizás fundada en los viejos paradigmas weberianos donde burocracia y racionalidad van
de la mano; poco tiene que ver esa imagen con el funcionamiento real de nuestras
burocracias, mucho más cercanas a la visión que nos muestra Merton, donde la
incapacidad adiestrada y la preeminencia de intereses burocráticos juega un papel
determinante en la configuración de políticas públicas, entre las que se encuentra la
política criminal.

II. PRINCIPIO DE LEGALIDAD PROCESAL Y DERECHO PENAL INFRACCIONAL

Sin embargo, la fundamentación de la obligación del ejercicio de la acción


pública (y el tema paralelo del monopolio de esa acción por parte del Ministerio Público)
no tiene una fundamentación tan simple como parece a primera vista, ni su sustento moral
es tan evidente como sugieren sus formulaciones simplistas. El adecuado análisis del
problema del principio de oportunidad debe comenzar por indagar en el fundamento del
principio de legalidad, no en términos abstractos sino en su concreta configuración
histórica, en particular para hallar en esa historia los vínculos entre el modelo procesal
inquisitorial (y en especial bajo su forma “mixta”) con lo que denominados “derecho penal
infraccional” de fuerte raigambre en la dogmática penal hasta el presente y que se
caracterísa por el desplazamiento de conflicto “primario” entre víctima y victimario (por
más que la victima sea el conjunto de la sociedad) por el conflicto “secudario” entre
victimario y autoridad, es decir, la relación de desobediencia.
Cuando nos ubicamos en esa perspectiva es relativamente fácil descubrir que en
la configuración histórica del “principio de legalidad” se entrecruzan dos dimensiones, en
gran medida, contradictorias: una de ellas, con un fuerte sustento en razones de filosofía
política que quizás aún hoy provocarían nuestra adhesión y, por otra parte, otra dimensión
directamente enlazada con la realidad propia de una de las etapas de desarrollo del
Estado Moderno y la evolución de su poner punitivo.
En muchas de las reflexiones actuales sobre el principio de legalidad procesal se
mezclan esas dos dimensiones y se producen traspolaciones de argumentaciones de una
hacia la otra. Por una parte, una será la vocación de exhaustividad en el ejercicio de la
persecución penal, que es una realidad política que sólo comienza a plantearse
fuertemente recién a principios del siglo XIX, tanto por las nuevas concepciones políticas
del Estado Bonapartista como por su mayor capacidad técnica. La otra dimensión se
vincula al proyecto político de reducir los márgenes de discrecionalidad de la persecución
pública, sobre la base de la experiencia de la arbitrariedad anterior y el avance de la
estatización de la justicia penal. Como se puede apreciar, no son dos corrientes que
provengan necesariamente de la misma fuente, salvo que se pretenda que el Estado es
una realidad supraindividual con un valor moral en sí mismo y que por lo tanto su accionar

78
es sinónimo mismo de racionalidad, algo que la historia más pequeña de cualquiera de
nuestros países desmiente con feracidad.
Es conveniente destacar que la idea de exhaustividad en la persecución penal,
vinculada necesariamente al monopolio del ejercicio de la acción penal por parte del
Ministerio Público, no es algo connatural con la existencia de los sistemas inquisitivos,
sino que ello va ocurriendo de un modo progresivo, hasta que adquiere en el Código de
Instrucción Criminal Francés (1808) y la nueva versión del sistema inquisitivo que él
desarrolla su punto culminante. No olvidemos que el modelo del sistema inquisitorial (el
modelo de la investigación de oficio llevada a cabo por funcionarios del Rey o del Estado)
se desarrolla a partir de los últimos siglos de la Edad Media, en un proceso lento y sobre
la base de una institución de excepción del Derecho Romano como era la cognitio
extraordinem. En la modalidad canónica del sistema inquisitivo o en la forma que adopta
en las monarquías absolutas, si bien ya no usa la fórmula de la cognición extraordinaria, el
sistema carece de una pretensión de alcanza a todos los casos y, al contrario, se legitima
por su excepcionalidad y la gravedad de los hechos que motivaban esta forma de
actuación. Ya sea porque le interesaban los herejes, las brujas o sólo cierto tipos de
delitos que afectaban intereses directos de la monarquía (delitos de lesa majestad,
traición), no encontramos en esta primera etapa del sistema inquisitivo la idea de
exhaustividad, que se vincula al monopolio de la acción publica por parte del Estado.
Será, como ya hemos dicho, en la segunda etapa de ese sistema inquisitivo, rediseñado
bajo el molde modernista del nuevo Estado Bonapartista, cuando asuma esa pretensión
de ocuparse de todo caso, de toda infración que, como tal, manifiesta su gravedad por su
realidad o su potencialidad de desobediencia, no por el hecho en sí. Y también por eso el
principio de legalidad procesal esta íntimamente vinculado al nacimiento del Ministerio
Público. Será, entonces, la versión inquisitiva del sistema mixto, que se expresa en lo que
conocemos como “modelo mixto”, la que asume esa vocación de exhaustividad, sobre la
base de un estatismo que se irá acentuando a lo largo de los siglos venideros y
desembocará en los grandes totalitarismos del siglo XX.
Al mismo tiempo, proviene de esa misma época y de la ideología de la
Ilustración, el postulado de que la fuerza pública debe estar al servicio de todos los
ciudadanos. La fuerza pública, el Estado (esta es una idea de la Revolución francesa que
pervivirá y tomará mayor fuerza en los estados socialistas o en modelo capitalista de
Estado de bienestar) debe estar al servicio de la realización de los derechos personales,
mediante una política activa. En cierto modo, esta idea diferencia a este movimiento
político de etapas anteriores, en las que los derechos del hombre eran reconocidos antes
que nada como principios morales o ideales éticos. A partir de entonces se convertirán en
principios políticos que rigen la actividad del Estado y las expectativas sociales sobre su
actuación. Ahora el Estado deberá procurar la igualdad, deberá poner la fuerza pública al
servicio de esa igualdad y ello ha constituido un grave problema político desde entonces,
quizás el más grave problema político hasta el presente. De hecho la mayor interpelación
histórica a las funciones y a la legitimidad del Estado, proviene de la expectativa que nace
en ese momento histórico. El Ministerio Público, entonces, como funcionario
específicamente dedicado a la persecución penal debe evitar que la ley se distorsione por
las debilidades de una acusación dejada exclusivamente en manos de la víctima, la mayor
parte de las veces una víctima sin recursos para hacer valer por sí misma la primacía de
la ley. Su actuación se debe regir por criterios de persecución obligatoria que garanticen
que el Estado será igualitario. Del Estatismo surge la vocación de exhaustividad; del
Humanismo, el ideal de un Estado al servicio de todos por igual. Si bien estas dos líneas

79
concurren en sostener la obligatoriedad de la persecución penal, lo hacen por distintas
razones y fundamentos.
Por supuesto, ni en aquélla época ni mucho menos ahora se logró que el
principio de legalidad, principio manifestado en la actuación de cada funcionario público
dedicado a la persecución penal y en la exhaustividad de dicha persecución penal,
funcionara realmente. En la realidad de los hechos el Estado no se ocupó nunca de todo,
porque no ha podido y seguramente le sería difícil cumplir siempre esa promesa. Es
interesante tomar nota que pese a los enormes saltos tecnológicos, esta incapacidad del
Estado de intervenir en todos los casos se ha acrecentado, aunque se siga proclamando
con mayor énfasis su vocación de hacerlo.
Hay una contradicción de origen en los fundamentos del principio de legalidad
que es necesario destacar, y una incapacidad estructural de cumplir con esa promesa
que, sin embargo, cumple otras funciones ideológicas. Es importante señalar estas
contradicciones porque caso contrario asumimos que la adopción del “principio de
oportunidad” es una especie de concesión a la realidad, frente a una imposibilidad de
facto de cumplir las buenas promesas del principio de legalidad. Esto no es así, el
principio de legalidad es expresión de un modelo político criminal estatista, de tendencia
totalitaria, y la imposibilidad fáctica no es mera incapacidad sino uno de los modos de
encubrir la selectividad del interés del Estado. El llamado principio de legalidad procesal
debe ser controvertido en sus fundamentos mismos y en sus funcionalidades políticas y
no solamente en su imposibilidad de realización histórica.
Observemos que la pretensión estatal inserta en el principio de legalidad no se
reduce en las últimas décadas, sino, por el contrario, se amplía debido al fenómeno de la
inflación de las leyes penales. Esta inflación, bien vale la pena destacar, no es tampoco un
simple problema de técnica legislativa; es el producto del fracaso del conjunto del sistema
de resolución de conflictos de la sociedad y representa el aumento progresivo de las
respuestas simbólicas en desmedro de la construcción de soluciones reales, de
soluciones genuinas a los conflictos (políticas de gestión de la conflicitivdad). Entonces, no
es que percibamos que el problema de la inflación legislativa, y su correlato la inflación de
la legislación penal, es un simple acumulado de leyes dictadas en forma irresponsable.
Por el contrario, es el resultado de una política profunda del desarrollo de
nuestras instituciones, que no apuesta a la resolución efectiva de los conflictos bajo todas
las formas que pueda diseñar, sino que apuesta a un control simbólico cuyo eje no es la
solución de los conflictos sino distintas formas de atemorizar a la población, o de controlar
o de moldear las conciencias.59 El dilema de construir la paz comunitaria y servir a la
convivencia o controlar a la sociedad, es un eje de comprensión de todo el sistema penal
que no debemos abandonar y que no queda lo suficientemente claro cuando le asignamos
funciones al derecho penal, por más que utilicemos nombres tranquilizadores –y oscuros-
como el de prevención general. Cuando se pretende observar al Derecho Penal a través
de la lente del principio de legalidad procesal, obtenemos una visión profundamente falsa,
a veces condescendiente con quienes formamos parte del mundo de la justicia penal, pero
que impide el desarrollo de nuevos modelos de administración de justicia y, sobre todo,
impide el desarrollo de nuevas formas de colaboración, de cooperación, de intervención
del Estado y de la sociedad en la resolución de conflictos. Este es el efecto negativo de

59
Ver, Perfecto Andrés Ibáñez: Por un ministerio público “dentro de la legalidad”, en “Una oportunidad
para reflexionar” XXV aniversario del Ministerio público, San José, Costa Rica, 2000, pg. 87. En especial
el llamado de atención a no despolitizar el problema de la sobrecarga de trabajo y caer en la
superficialidad tecnocrática.

80
principio de Legalidad en un proceso de reforma de la justicia penal y tras su aparente
fuerza moral se esconde una de las formulaciones más fuertes del poder penal de base
autoritaria que desconoce la idea elemental de que toda solución no violenta es, política y
moralmente, superior a una respuesta violenta. Por eso el principio de legalidad nunca
puede ser la regla general, si es que esa forma de razonar es todavía útil.
Por lo tanto, la primera conclusión de estas líneas argumentales es que todo
proceso de reforma de la justicia penal que no ponga en crisis el principio de legalidad, tal
como se ha configurado en su formación histórica y tal como funciona en la vida cotidiana
del sistema penal, posiblemente dedique gran parte de su esfuerzo a construir castillos en
el aire (en este caso, además, suelen no ser castillos sino mazmorras, verdaderas casas
de tortura que no están “en el aire”). Si eso lo trasladamos a sociedades donde los niveles
de conflictividad aumentan por las condiciones de desigualdad creciente, como es el caso
de nuestros países, entonces el efecto de distorsión que produce el principio de legalidad
procesal sobre la visión de la justicia penal ya no es solamente un error de apreciación,
sino que cumple funciones ideológicas o cumple funciones del sostenimiento de esas
mismas condiciones de desigualdad. Se cierra el círculo distorsivo: la violencia al servicio
de la desigualdad social. Esta es una frase que solemos proclamar, pero luego queda
olvidada por la “premura burocrática” o la “rutina de papeles” que ahogan tantas
conciencias lúcidas que quedan transformadas en engranajes de esa maquinaria cuyo
rechazo se proclama. Vemos pues que las dos dimensiones que habíamos señalado
como concurrentes se vuelven contradictorias cuando el poder penal contribuye a la
desigualdad social.
Recapitulando, podemos decir, pues, que al principio de legalidad se le pueden
hacer, al menos, tres clases de críticas. Una crítica histórica, una crítica pragmática y una
crítica política. Pero este principio de legalidad, a su vez, no solamente impidió o generó
mecanismos de distorsión de la actuación del Estado, sino también impidió el nacimiento o
distorsionó el desarrollo de otras instituciones, a veces provenientes de las mismas
prácticas sociales.

La justicia penal no sólo no ha hecho muchas cosas, sino que ha impedido que
se desarrollen otras. Cuántas veces hemos visto que la costumbre de la sociedad
manifiesta la necesidad de solucionar ciertos casos y es la misma justicia penal la que
entorpece este tipo de soluciones, es decir no sólamente no produjo el efecto de asegurar
el cumplimiento de la ley, porque la impunidad es una especie de epidemia que recorre
igualmente nuestras sociedades, sino que además impidió u obstaculizó el nacimiento de
otras formas de intervención y soluciones de conflictos que se habían generado o que se
podrían haber desarrollado en otras sociedades, en otras formas sociales, en otras
integraciones sociales o en otras instituciones. Este carácter iatrogénico de la justicia
penal no debe ser ocultado, porque de ser una institución que debería contribuir a
disminuir la violencia de la sociedad se ha convertido en uno de los factores violentos de
nuestras sociedades.60 Y es en ese preciso marco social y político –y no en otro- en el que

60
La idea de que tras todo delito subyace un conflicto suele no ser fácil de asimilar dada la larga historia
del uso de instrumentos legales para definir delitos. Así lo determinante sería la violación a la ley y no su
base social. Ello no implica necesariamente que exista una razón social determinante para cada delito,
pero siempre existe una puja de intereses, por más que esté resuelta desde hace mucho tiempo en un
determinado sentido. La base conflictual se ve clara cuando se afirma que no existe delito sin víctima, por
más que la víctima sea un colectivo de personas, hasta llegar a la sociedad como agrupamiento general.
En el marco del “derecho penal infraccional” queda oculta esta relación con el conflicto primario, dada la
primacía del “conflicto secundario. Ver para más detalle: Binder, Alberto; Tensiones político-criminales

81
se proclama el principio general de la legalidad procesal. Dicho de un modo sintético: no
existe un fundamento sólido para sostener que el principio de legalidad procesal pueda
ser una regla general en el contexto estructural –y no meramente coyuntural- del
funcionamiento de nuestro sistema penal. Esa regla general no debe existir y tampoco
podemos usarla para construir desde ella el “principio de oportunidad”.

III. PRIINCIPIO DE OPORTUNIDAD Y ÚLTIMA RATIO. PARADIGMA Y PUNTO DE


PARTIDA.

Cuando hablamos del principio de oportunidad, admitimos la necesidad de


abandonar la persecución de determinados comportamientos tipificados como delitos, tal
como lo expresa el principio de legalidad. Ahora bien, abandonar dicha persecución
significa diseñar de un modo completo una política de intervención de la justicia penal en
la complejidad social. Es sentar las bases claras de cuáles van a ser los criterios de
selección y significa también determinar con claridad la división de tareas entre todas las
formas de intervención de los conflictos vistos de una manera integral, sin caer en el
ideologísmo que sostiene que o aplicamos penas o ya no tenemos ningún otro recurso.
De este modo, avanzaremos en una perspectiva constructiva de lo que significa el
principio de oportunidad, abandonando la visión que lo piensa desde la negación del
principio de legalidad. Se puede perfectamente reflexionar alrededor del principio de
selección de casos (oportunidad) sin ninguna referencia al principio de legalidad (política
que “excluye” la selección). No son opuestos o, mejor dicho, su consideración como
“opuestos” –y la “oportunidad reglada” como síntesis- es una, y no precisamente la más
productiva, forma de analizar este tema. La selección de casos se da en dos dimensiones
En primer lugar, existe una dimensión vinculada con la política criminal y, en segundo
lugar, otra dimensión relacionada con la justicia penal, concebida como una organización
con recursos limitados. Y ahora, aunque parezca obvio, podemos identificar dos criterios
que merece la pena destacar porque no se han asumido en la práctica, ni siquiera en el
desarrollo de las políticas públicas alrededor de la justicia penal.

en el proceso penal, ponencia para el XXVIII Congreso Colombiano de Derecho Procesal. El desarrollo
claro del “derecho penal infraccional como núcleo del modelo inquisitorial se puede ver en Foucault,
Michel: La verdad y las formas jurídicas, Ed. Gedisa, pg. 75 y ss. También relata el mismo proceso
Robert, Philipe; “El ciudadano, el delito y el Estado”, ed. Atelier, versión española de Amadeu Recasens
y Anabel Rodriguez, 2003, pg 39 y ss. “La visión conflictiva de la sociedad posee unos credenciales por
lo menos tan venerables y profundos como los de la versión armónica u orgánica. No obstante, y por
razones en demasía obvias, el conservadurismo inherente a esta última visión le ha dado mayores
oportunidades para convertirse en doctrina aceptable para los príncipes de este mundo, dentro y fuera de
la teoría social estricta, es decir, tanto en la filosofía de la sociedad como en la ideología. Ello es tan
cierto de la Política de Aristóteles y de la Summa de Santo Tomás como lo es de la llamada “teoría de las
clases sociales no antagónicas” de Stalin, al margen del abismo que separa a las primeras de la última. Es
posible que también tenga esto que ver más de lo que a primera vista parece con la cuestión de cual de las
dos alternativas principales ha sido verdaderamente hegemónica en la sociología moderna, desde 1835
hasta 1970 por lo menos. “Giner, Salvador: “El Progreso de la conciencia sociológica” Ed. Península,
1974. Pg. 177.

82
En primer lugar, desde la perspectiva de la dimensión político criminal 61,
podemos asumir que existe un principio rector de la política criminal propio de un Estado
democrático repúblicano y fundado en el Estado de Derecho, que es el principio de “última
ratio”. El Estado usará los instrumentos violentos sólo como última instancia, como último
recurso, como la última posibilidad que tiene de intervenir como reacción al daño causado.
El principio de última ratio, que merece o reclama discusiones teóricas mucho más ricas
desde el punto de vista del Derecho Penal, se ha abandonado, se le ha prestado poca
atención, se ha sostenido que es sólamente un criterio que reviste la forma de una
especie de consejo moral a los legisladores -de tal manera que no creen muchos tipos
penales- pero que no tiene mayor trascendencia, porque los legisladores pueden en última
instancia sancionar cuántas leyes penales quieran. Hasta se lo considera un principio
débil cuando, por el contrario, es un principio cardinal que hace funcionar toda la justicia
penal. Existe escasa reflexión a su alrededor desde el punto de vista de la dogmática
penal, o se ha pretendido conceptualizarlo como un simple rector de la interpretación de
los tipos penales. Es decir que, desde el punto de vista de la dogmática penal, se ha
empobrecido el principio de última ratio que constituye uno de los fundamentos del
principio de oportunidad. Vemos pues que el principio de oportunidad se funda de un
modo autónomo en el principio de “última ratio” y por eso no necesita ser desarrollo desde
la oposición al principio de legalidad procesal.62
Desde esta perspectiva, es importante que ahondemos un poco
sobre el sentido y el alcance del “principio de última ratio”. La idea de una permanente y
progresiva dulcificación del castigo es un pensamiento intimamente asociado al programa
racionalizador de la Ilustración. Si bien se manifiesta antes que nada alrededor del
problema de la proporcionalidad y de la necesidad de justificación, lo cierto es que es la
primera vez que se manifiesta la idea de que el castigo, en especial el violento, no puede
ser impuesto con prodigalidad en una sociedad que respeta a la dignidad de las personas.
La idea de “dulcificación” queda anclada, en consecuencia, al tema de la dignidad de
los hombres, que no pueden ser tratados como cosas o utilizados como fines para lograr
efectos sociales. Por otra parte, en el pensamiento utópico, desde un Tomas Moro a un
Marx, queda también establecido el ideal de una sociedad en el que los hombres
podemos convivir, cooperar e incluso disentir sin que ello implica alguna necesidad de
utilizar la violencia por parte del Estado o las instituciones que, bajo la denominación que
se le quiera dar, regulen esa sociedad. Finalmente los ideales abolicionistas, tanto
vinculados al anarquismo como tal, como los que específicamente han nacido de la crítica
al desempeño concreto del sistema penal, nos han brindado un horizonte de preeminencia
de las formas no violentas de control o regulación social. En los distintos programas de
política criminal que hemos reseñado en el capitulo anterior están expuestas algunas de
las ideas principales de estos movimientos. Todos ellos han contribuido a que en la
literatura y en el lenguaje operatorio de los tribunales se use con frecuencia la frase “el
61
El análisis político criminal es indispensable, entre otras cosas, para perfeccionar la interpretación de la
ley, no porque las decisiones políticas reemplacen la interpretación de la ley, sino porque la ley es el
resultado de una decisión política y la interpretación teleológica necesita previamente el análisis politico-
criminal ya que es un contrasentido que las herramientas de la interpretación necesiten clarificar los fines
y esos fines se pretenda esclarecerlos con las mismas herramientas de la interpretación. La dogmática
penal de base teleológica o hace análisis política criminal o funda caprichosa o ideológicamente sus
supuestos valorativos.
62
Sobre el papel fundamentador de todo el derecho penal del principio de “ultima ratio” ver Alberto
Binder: “Introducción al derecho penal”, capitulo 3, Ad. Hoc. 2005. Y el capitulo correspondiente del
trabajo “Análisis Político Criminal- aun en curso de publicación.

83
derecho penal como última ratio” o el principio de mínima intervención. Sin embargo, el
contenido de dicho principio no ha sido clarificado suficientemente ni se lo toma
totalmente en serio a la hora de aplicar penas que son claramente ajenas a este principio.
Necesitamos sacarlo pues de esta realidad declamativa ya que el conjunto de reglas y
principios que se expresan con ese nombre son los grandes reguladores de una política
criminal de base democrática que está en el fundamento del paradigma de
discrecionalidad reductora, que pretendemos conceptualizar luego, de un modo
reduccionista, con la idea de oportunidad.
Para avanzar en el discernimiento de sus funciones y fundamentos es
indispensable ahondar en su contenido, ya que, bajo el nombre de un mismo principio,
englobamos distintos manifestaciones de una idea general que debe ser esclarecida. En
primer lugar, en sentido estricto, el principio de minima intervención, en su acepción más
general, tiene dos fundamentos distintos. Por un lado, es un límite externo a la política
criminal, fundado en la idea de que los hombres no deben ser tratados violentamente (en
realidad ningún ser de la naturaleza debe ser tratado violentamente). Es un principio ético
que limita la acción del Estado, una manifestación más de la idea propia del Estado de
Derecho. En segundo lugar, el principio de mínima intervención es una regla de eficiencia
y como tal consituye un límite interno a la política criminal. Según esa regla, si se quiere
terminar con la violencia y el abuso de poder en la resolución de los conflictos es evidente
que se debe utilizar la menor cantidad posible de violencia para lograr y evitar aquello que
más peligrosamente se acerca al abuso de poder.
Por otra parte, ademas de su primer significado, es decir aquél según el
cual (1) debe existir una primacía de los instrumentos no violentos o con historia menos
abusiva (principio de última ratio), existen otros principios adyacentes que normalmente
forman parte de la misma formulación y que son: (2) No se deben utilizar instrumentos
violentos si el conflicto no tiene ya algún componente violento que deba ser neutralizado o
acotado (principio de mínima intervención en sentido estricto); (3) No existe ningún
conflicto que por sí solo tenga una naturaleza que implique la intervención violenta del
Estado, ya que la “gravedad” no sólo se mide por los atributos de ese conflicto sino por la
eficacia de los métodos de respuesta (principio de maxima eficacia); ( 4). La selección de
un conflicto como uno de aquellos que “reclaman” una intervención violenta no debe ser
rígida, ya que siempre se debe dejar la puerta abierta, en el caso concreto, para que otra
forma de intervención de los conflictos produzca el mismo efecto social con menor costo
en términos de violencia (principio de economía de la violencia estatal). Por otra parte, si
bien no se deducen directamente del principio de “última ratio”, son también principios
adyacentes el de “utilidad” (es dañino utilizar la violencia si es inoperante) y el de
“respaldo”, según el cual la polítia criminal no tiene finalidades propias sino que le da
soporte, fortalece otra política. Si recomponemos conceptualmente estos principios y le
damos un nombre específico (aunque sea de modo provisional) a cada uno de ellos,
tenemos un cuadro de los principales principios rectores de la política criminal en un
sistema democrático, que constituyen sus límites internos, a los que se le debe sumar los
límites externos, provenientes de la idea de Estado de Derecho que son propios del
sistema de garantías.

1. Principio de última ratio (primacía de los instrumentos no violentos)


2. Principio de mínima intervención. (No se debe introducir violencia allí
donde no existe)

84
3. Principio de no naturalización. (La utilización de la violencia no se
corresponde “naturalemente” a un tipo de conflicto. Rigen razones de eficacia).
4. Principio de economía de la violencia (la autorización del uso de violencia
no puede ser rígida).
5. Principio de utilidad (no se puede utilizar violencia ineficaz o inoperante o
que produzca resultados mínimos)
6. Principio de respaldo (la política criminal “ayuda” siempre a otra política
no tiene finalidades propias).

A. Principio de última ratio. Solemos utilizar ese nombre para referirnos


al conjunto de principios que hemos señalado. Ello no es cuestionable si luego se
particulariza el análisis. Caso contrario, será necesario deslindar un sentido amplio y otro
restringido del mismo principio. Por fuera de estas razones de uso, lo cierto es que su
formulación es usual y se encuentra referida en cualquier manual de derecho penal. 63 No
deja de llamar la atención la claridad en la formulación de este principio y el relativo uso
que se ha hecho, incluso en la misma dogmática penal, de sus postulados. En sentido
contrario, es una manifestación de tendencias autoritarias del propio sistema democrático
que se sostenga el principio contrario, es decir, una política criminal expansiva, que funda
el fenómeno de la “inflación penal” (fenómeno que ha sido alentado directa o
indirectamente por un sector de la dogmática penal que olvida llamar la atención sobre el
sentido de “ultima ratio” del poder penal o lo hace de un modo general, pero luego lo
olvida al explicar las categorías en particular).
En realidad, el principio de “ultima ratio” –en sentido estricto- no es un
postulado proveniente sólo de la naturaleza de la política criminal, sino que también tiene
su asidero en el concepto general de Estado de Derecho e incluso de la política
democrática misma. Es cierto que el uso de la fuerza, de la violencia, encuentra sus
raíces en prácticas muy básicas del ser humano: la historia así lo muestra; la vida
cotidiana lo ratifica y nuestras ilusiones de un mundo sin violencia nos parecen cada día
más ilusorias. Pero como nos señala Karl Jaspers, “el hombre pone un dique de
contención a la fuerza”64 En cierto sentido es inútil la discusión –por lo menos para este
trabajo- sobre si es “imposible excluir la fuerza de la existencia humana”. No existen
razones biológicas que el hombre no pueda superar en el futuro, pero ni Jaspers ni
nosotros somos profetas. El futuro dirá; sólo cabe sostener una esperanza en tal sentido y
la convicción de que, sea o no imposible su extirpación, ello no cambia el valor negativo
de su existencia. Lo importante es señalar este carácter básico que destaca Jaspers “el
mínimo de la fuerza para proteger de la fuerza mediante su aplicación”. La organización
63
Por ejemplo, “Según el principio de subsidiariedad –también denominado entre nosotros (a partir de
Muñoz Conde) “principio de intervención mínima”, derivado directamente del de necesidad, el Derecho
Penal ha ser la “ultima ratio”, el último recurso al que hay que acudir a falta de otros medios menos
lesivos, pues si la protección de la sociedad y los ciudadanos puede conseguirse en ciertos casos con
medios lesivos y gravs que los penales, no es preciso ni se debe utilizar estos. Incluso aunque haya que
proteger bienes jurídicos, donde baste los medios del Derecho civil, del Derecho Público o incluso medios
extrajurídicos, ha de retraerse el Derecho penal, pues su intervención –con la dureza de sus medios- sería
innecesaria y, por lo tanto, injustificable” Manuel Luzón Peña, Manual de Derecho Penal, pg. 82.
64
En cierto sentido intenta (en interés de la existencia colectiva) canalizarla. En la medida en que este
objetivo se logra, reinta el orden estatal. La existencia humana está fundada en la fuerza conscientemente
organizada: es imposible excluir la fuerza de la existencia humana. Sólo en un eden no se hallaría. Para el
hombre sólo puede tratarse de ordenamiento de la fuerza, que se logra en el Estado de Derecho, pero
únicamente porque el Estado dispone de la policía. La sección policial implica el minimo de la fuerza
para proteger de la fuerza mediante su aplicación –el resaltado es nuestro”. Karl, Jaspers: “El hombre
ante el peligro de la bomba nuclear”,ed. Labor, Buenos Aires, pg. 55.

85
de ese mínimo es, precisamente, la política criminal; un mínimo que ha sido rebelde y que
no sólo debe ser contenido por el Estado de Derecho sino por la precisión, la rigurosidad y
la efectividad a las que nos obliga el hecho que, por más que se trate de un mínimo, sigue
siendo uso de la violencia.

El principio de última ratio no es un principio que opera en el vacío o se refiere


sólo a la violencia. Como concepto regulativo es relacional: él se refiere a la primacía de
otros instrumentos de intervención. No existe última ratio sino en referencia a otros
instrumentos que deben ser utilizados antes que la intervención violenta La primacía de
los otros instrumentos implica, en primer lugar, que ellos existan o sean creados. No
alcanza para sostener que es indispensable el uso de instrumentos violentos el hecho –
generalmente producto de la negligencia política- de que otros instrumentos (como la
mediación o la justicia de reparación) no se hayan creado, no se les haya asignado
competencia o se hallen sobrecargados. En segundo lugar, es necesario realizar
investigaciones y evaluaciones sobre la evolución de las relaciones entre unos
instrumentos y otros, para evitar la rutina y la costumbre. Por ejempo, en los delitos de
tránsito se sigue insistiendo en el uso de instrumentos violentos (penalización de muchos
delitos culposos) cuando es evidente que lo que buscan los involucrados son otros medios
de intervención (autocomposición, mediación, conciliación, sentencias reparadoras). Todo
ello respaladado por un mercado de seguros que vuelve viables las soluciones
reparadoras. Mercado al que hay que acudir obligatoriamente, por lo menos en lo que se
refiere a responsabilidades frente a terceros. ¿Se cumple allí con el principio de última
ratio? ¿Tiene sentido la existencia de política criminal en esos casos? Todo ello debe ser
analizado con mucho cuidado, evitando la rutina o el conceptualismo al que nos tiene
acostumbrado un sector de la dogmática penal que es ciego a estos problemas. ¿Cual es
el sentido de seguir sosteniendo una supuesta supremacía del principio de legalidad en
contextos como el que señalamos? ¿A quien seriviría un principio de legalidad o de
obligatoriedad del ejercicio de la acción penal en ese contexto?

Si bien no es claro el reconocimiento normativo de este principio ya que él es


connatural a la idea de una política republicana –limitada- y democrática, podemos
hallarlo en la misma “Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano” de 1789
cuando proclama –con mucha mayor claridad que muchos otros textos más modernos,
seguramente por su cercanía al programa ilustrado- que “La ley no debe establecer otras
penas que las estrictamente y evidentemente necesarias (art. 8). Si atendemos bien a la
fórmula podremos observar su redacción precisa y “fuerte”, se debe tratar de penas de
una necesidad evidente y estricta. Nada de fórmulas abiertas, ni meros “consejos” al
legislador. Nada más alejado de la política criminal actual, ampulosa y desorbitada, ni de
la dogmática penal confusa y permisiva con la expansión e inflación penal. En los grandes
textos posteriores, vinculados a los Derechos Humanos fundamentales, vemos como esa
fórmula desaparece o es reemplazada por el principio de legalidad o de proporcionalidad,
como si ellos bastaran. Reaparece este principio con su formulación clara en un texto de
menor jerarquía. En efecto, el “Código de Conducta para Funcionarios encargados de
hacer cumplir la ley” (aprobado por la Asamblea General de la ONU en 1979) señala que
“Los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley podrán usar la fuerza sólo cuando
sea estrictamente necesario y en la medida que lo requiere el desempeño de sus tareas”.
El principio es claro, pero ha sido trasladado a un “Código de Conducta”. En general se
advierte el presupuesto de que la legalización de la violencia alcanza para contenerla.

86
Tal como venimos sosteniendo eso no es correcto: existen este conjunto de principios que
condicionan toda legalización posible de la violencia del Estado, cumple funciones de
legitimación interna de la política criminal.

B. Principio de mínima intervención. En la literatura del Derecho Penal actual


se suele utilizar este nombre como un sinónimo del principio de “ultima ratio”.
Perfectamente podría utilizarse de tal modo, pero nos parece preferible asignarle un
contenido específico para dotar de mayor riqueza al conjunto de principios que rigen la
política criminal y sacarlos de un segundo plano que se corresponde tan bien con la
ambigüedad semántica en el que se encuentran. Por ello, llamamos, específicamente,
como mínima intervención al principio que prohibe utilizar instrumentos violentos allí
donde el conflicto no presenta ningún elemento de violencia. No introducir violencia en la
sociedad cuando no la hay. En primer lugar se trata de un principio de sentido común: si,
como hemos visto, el uso de la violencia es el medio menos idóneo para lograr las
finalidades de evitar la violencia y el abuso de poder, por qué utilizarlo cuando el conflicto
en sí mismo no lo tiene. Nótese bien que no utilizamos ninguna idea preconcebida
respecto de quien ejerce la violencia. La polítia criminal creará luego las categorías de
victima y victimaria –en tanto son usados especificamente como conceptos propios del
sistema penal, ya que tienen también otros usos sociales- y es en ese sentido que se
puede tratar tanto de la violencia del agresor como la violencia en respuesta de la
“victima”. Cuando se dice, por ejemplo, que el Estado debe tener el “monopolio” de la
violencia se hace referencia al hecho de poder proscribir la violencia en respuesta para
poder asi canalizarla. Pero esta canalización no es neutra, no se rige por una idea de
“equilibrio”, en el sentido de que debería canalizarse tanta violencia como se produzca en
la sociedad, sino por la idea de minimización, tanto en cantidad, como en calidad, esto es,
su racionalización. Otros principios, como el llamado principio de objetividad del ministerio
público, son en realidad principios de racionalización de la violencia de las víctimas. Ahora
bien, en todo caso se debe tratar de una violencia ya existente, nunca de un acto de
violencia del Estado que se introduce en conflictos que no lo son. Caso contrario el
Estado, a través de su política criminal, se convertiría en generador de violencia. Este
fundamento racionalizador y reductor de la violencia ha estado presente en los orígenes
de la idea de legalidad, pero se ha abandonado, tanto en su comprensión conceptual
como política y, sobre todo, en su aplicación práctica, donde podemos observar que se lo
utiliza para desarrollar una intervención violenta allí donde no existe.

Pese a lo dicho hoy existen muchos casos en los cuales la política


criminal introduce violencia donde no la hay. Por ejemplo, existe una enorme cantidad de
delitos, de los llamados de acción pública, en los que la víctima no desea utilizar la
venganza y más bien quiere lograr la recuperación de las cosas ( en los hurtos) o una
decisión reparatoria (en muchos otros delitos contra la propiedad, en lesiones culposas,
etc). Existen otros delitos que afectan directamente al Estado en los que él tampoco
desea introducir violencia sino restablecer la recaudación (evasión de impuestos) o
recuperar el dinero malversado, etc. En todos estos casos ¿Cúal es el fundamento de la
existencia de una política criminal? Probablemente no otro que la rutina y la pérdida de
conciencia de que al crear un delito se está pidiendo autorización para ejercer violencia en
contra de alguien. Se suele utilizar como arguemento que no existen otras vías de
intervención, pero ello no es cierto ya que existen diversas, incluso la posiblidad de
recurrir a la justicia civil, administrativa, etc. De hecho se utiliza la amenaza de pena

87
(violencia) como un modo de fortalecer negociaciones de cobro, estrategias de
negociación y otras formas de intervención en el conflicto que perfectamente podrían
funcionar sin la amenaza de violencia, ya que existen otros medios coercitivos que no
adquieren el carácter de violentos, es decir, no son la cárcel. El principio de última ratio y
el de mínima intervención suelen actuar juntos, pero no son el mismo principio. Puede
ocurrir que un determinado conflicto no haya suscitado todavía, por ser nuevo o por sus
caracteristicas, formas de intervención experimentadas o exitosas (por ejemplos, los
pequeños hurtos masivos) con lo cual si bien se podría alegar que es el útlimo recurso,
por la vigencia del principio de mínima intervención (no introducir violencia donde no la
hay) se hallaría también inhabilitada la utilización de instrumentos politico-criminales.

C. Principio de no naturalización. Este principio nos llama la atención sobre


algo que debería ser evidente, pero no lo ha sido a lo largo de la historia. La identificación
de un conflicto en el que se utilizarán instrumentos violentos es una decisión politico-
criminal, fundada en razones de eficacia, es decir, orientada a cumplir los objetivos de la
política criminal como parte de la política de gestión de la conflictividad. No existe un
conflicto que por su naturaleza requiere siempre y en todo caso, es decir, de un modo
universal la aplicación de medios violentos. Para que este principio no parezca artificioso
se debe advertir que cada época percibe ciertos conflictos como más graves, pero aún así
ello no ha significado que se utilicen respecto de ellos instrumentos violentos. A lo largo
de la historia se han utilizado medios composicionales, por ejemplo, para los homicidios e
incluso frente a homicidios que podían ocasionar graves daños sociales porque podrían
llevar a la guerra entre clanes o familias. Actualmente muchos graves conflictos, como por
ejemplo grandes conflictos gremiales, son también sometidos a procesos composicionales
o de conciliación obligatoria. La vigencia de este principio nos debe llevar a rechazar todo
intento de naturalización de las decisiones politico-criminales, es decir a creer que la
intervención violenta del Estado es “llamada” por un tipo de conflicto que “naturalmente”
debe ser convertido en delito.

Este tema no es nuevo. A principios del siglo XX ya existía una


discusión consolidada acerca de la existencia de “delitos naturales”, es decir, aquéllos que
en todo tiempo y lugar merecerían pena como castigo. En los inicios de la Criminología
sus propios postulados positivistas la hacían buscar estos casos en la realidad natural
para así poder fundamentar mejor sus pretensiones de cientificidad al estilo de las
ciencias naturales. Pero de hecho, sin una reflexión tan precisa, la naturalización de los
delitos es un fenómeno masivo, todavía hoy fundamento de la política criminal. Nos
parece “natural” que ella deba preocuparse de los hurtos, robos, estafas, agresiones
sexuales, lesiones y homicidios. Sin embargo, esa ocupación consiste en decisiones
político-criminales que no sólo tienen un costo y una relación con los beneficios que se
obtengan, sino que también tiene un “costo de oportunidad”, es decir, aquél que proviene
de la asignación de recursos a ese problema y no a otro. Si del cien por ciento de los
recursos que puede utilizar el Estado para su política criminal, un veinte por ciento se
aplica a homicidios, un cincuenta por ciento a robos y hurtos y el restante se reparte entre
agresiones de distinto tipo y delitos del comercio, nos podrá agradar o no tal distribución
de recursos, pero sin duda que ella no proviene de ninguna naturaleza de los conflictos
sino de decisiones específicas que han tomado los distintos agentes de política criminal.
¿Quién dice que ello deba ser necesariamente así? Perfectamente podemos aprobar esos
porcentajes o modificarlos y elegir otros conflictos en los cuales poder intervenir. El

88
programa punitivo que expresa la política criminal es, precisamente, político y no
responde a necesidades naturales. Esto es lo que nos advierte este principio. Se podrá
decir que existen conflictos que no tienen carácteristicas naturales pero si connotaciones
culturales que hacen que sean elegibles para caer bajos las redes de la política criminal.
Esta afirmación es diferente: sin duda las decisiones de la política criminal –como las de
cualquier otra política pública- tienen una base cultural, deben acompañar movimientos
culturales. Pero tampoco existe una relación directa entre percepción de la gravedad
cultural y necesidad de la política criminal. Ya hemos visto que graves conflictos pueden
quedar por afuera de la política criminal. En esto rigen consideraciones de eficacia, ya que
es muy probable que existan otros métodos mucho más eficaces, o de mayor eficiencia,
en la gestión de tales conflictos. El principio que explicamos nos advierte con toda claridad
que las decisiones politico-criminales – y la decisión primaria es la selección de las áreas
de intervención- son decisiones políticas que deben ser tomadas de acuerdo a reglas
democráticas, reglas técnicas de eficiencia y consideraciones de eficacia. Como toda
decisión democrática tendrá fundamentos variados y, en todo caso, alguna relación
cultural, pero nada de ello significa que existan razones absolutas, fundadas en la
naturaleza del conflicto.

D. Principio de Economía de la Violencia. Se puede decir con toda precisión


que toda la política criminal busca economizar la violencia social y dentro de ella
específicamente la estatal. No obstante, dentro de ese cometido general podemos hallar
un contenido específico para este principio. La determinación de un caso en el cual se
puede utilizar la violencia del Estado (un caso seleccionado por la política criminal y
autorizada por el Parlamento, según las reglas del Estado de Derecho) no puede ser una
asignación rigida, ni siquiera cuando se trate de asignaciones mínimas. En todo caso,
según el principio señalado, se debe dejar abierta la puerta a una intervención no violenta,
según las condiciones del caso concreto, según las circunstancias del momento. La idea
de economizar hasta donde sea posible el uso de la violencia del Estado es un principio
de gran trascendencia que permite ajustar la necesaria generalidad del programa punitivo
a las necesidades reales del caso concreto o de las circunstancias sociales del momento.
Este principio suele chocar con visiones rigidas del programa punitivo, que ven en esa
rigidez garantías de igualdad. Sin duda la exigencia de un tratamiento igualitario es crucial
en la legitimidad de un estado democrático, pero eso no significa desconocer las
particularidades de cada situación. Sostener que se trata de una apertura peligrosa hacia
la excepcionalidad, que le puede abrir las puertas al favoritismo y a las corruptelas es
desconocer que cuando ambos quieren manifestarse siempre han encontrado la forma de
hacerlo, sin importar el modo como estén diseñadas las políticas. No hay ganancia en el
hecho de evitar ese riesgo –por cierto real- al costo de dotar de rigidez al programa
punitivo. El modo de accion pública flexibilizada se nutre de este principio, que siempre
estará sometido a reglas de control tanto externas como internas.

Economizar la violencia es un principio rector de toda la política criminal


que tiene validez para cualquier segmento en el cual se ejerza violencia. Vale tanto para
quien diseña la política como para el legislador que la aprueba. Vale para el fiscal que
debe concretar la persecución penal como para el juez que hace lugar a sus peticiones,
vale para quien deba controlar la ejecución de la pena como para quien la ejecuta y
custodia la cárcel. Siempre que el caso permita economizar, reducir los niveles de
violencia, se debe hacerlo. No hay virtud en el mantenimento rígido de aquello que

89
sólamente se justificaba por ser de “estricta necesidad”, de aplicación mínima y “ultimo
recurso”. El sistema de garantías no puede ser un obstáculo para la vigencia de este
principio. No pueden serlo los mínimos legales, ni los catálogos de eximentes, ni las listas
de beneficios penitenciarios. La fundamentación de las decisiones del ministerio público y
la judicialización del control deberían ser suficientes resguardos de los usos corruptos de
este principio. Pero en todo caso, el ahorro de violencia nunca es un mal para la sociedad,
salvo cuando ese ahorro encubra en realidad una forma de abuso de poder (impunidad
estructural, privilegios para los poderosos) que en sí mismo configura una forma de
violencia, de la que se debe evitar a través de la Política de Gestión de los Conflictos.
Pero de este argumento no se debe extraer la conclusión de que existe una necesidad
absoluta de violencia que no puede ser modificado. Un caso puede trasmutarse de tal
manera que lo que antes fue “ultima ratio” ahora deje de serlo por la aplicación de otra
forma de intervención en el conflicto. El régimen de la acción que genera obligaciones
para el Ministerio Público debería tener la capacidad de acompañar razonablemente este
traslado de un caso a otro segmento de la gestión de la conflictividad.

E. Principio de utilidad. Las características del instrumento violento y la


excepcionalidad de su uso llevan con claridad a que él no pueda ser empleado sino
produce algún resultado útil, entendiendo por tal alguna disminución de la violencia social
o el control del abuso de poder. Pero el principio de utilidad no es sólo una afirmación
obvia, de él se desprende que tal utilidad debe ser evaluable, tangible. No basta con la
presunción de que alguna utilidad cumplirá o la formulación de finalidades genéricas tales
como la “prevención general” o menos aún la metafísica “retribución”. Ninguna de esas
finalidades resiste la vigencia de este principio porque son fórmulas imposibles de evaluar,
por lo menos en sus formulaciones más corrientes. De hecho, el Estado no debe
desarrollar ninguna política inútil y no se vislumbra por qué lo que es válido para las otras
políticas no debería serlo para la política criminal. Puede ocurrir que un determinado caso
carezca o haya perdido todo vínculo con las finalidades político-criminales y, desde ella,
ya no tenga sentido la utilización de la violencia. ¿Puede igualmente aplicarse una pena?
Es dudosa la respuesta, ya que igualmente la idea de utilidad cumple un papel como
límite. Por tal motivo la identificación de un área de intervención de la política criminal
debe ser siempre precisa, ya que de otro modo no es posible evaluar su utilidad (aquí
funciona con otro fundamento algo parecido a lo que será el carácter fragmentario del
derecho penal, derivación de la estricta legalidad).

F. Principio de respaldo. También llamado principio de “subsidiariedad” por el


derecho penal, suele ser repetido sin reforzar su sentido normativo fundante. Incluso, se lo
suele identificar con el carácter secundario, es decir, con la idea propia del principio de
última ratio. Sin embargo la idea reguladora de este principio es otra: se trata de la función
de respaldo que siempre debe realizar la política criminal o a otra política a otro conjunto
de medidas que no son político-criminales. Es cierta la cercanía con el principio de “ultima
ratio”, ya que en realidad es de esta función de respaldo de donde surge que siempre
existen otros mecanismos con los cuales confrontar la necesidad de los mecanismos
violentos (de hecho hemos afirmado que todos estos principios son derivaciones del
principio de “última ratio” en sentido amplio). Pero lo que no puede aceptarse es que la
política criminal fije finalidades que sólo son finalidades de la política criminal. Podemos
identificar áreas de protección de la vida que necesitan la intervención político-criminal,
pero la protección de la vida no es una finalidad exclusiva –ni preponderantemente-

90
político-criminal; al contrario existen inumerables medidas de protección de la vida
diseñadas por otras políticas. Lo mismo sucede con la propiedad, por referir lo que hoy
son objeto cotidiano de la política criminal. Toda área de intervención de la política
criminal ya está cubierta por otras políticas que, por razones que habrá que indagar,
definir y explicar, necesitan el respaldo de este específico mecanismo de intervención.
Así, cumple la política criminal su función de respaldo y por ello es subsidiaria. No es fácil
de imaginar finalidades exclusivamente político-criminales salvo que se las formule –lo
que es inapropiado y contrario a las condiciones de eficacia- de un modo general, al estilo
de las viejas (nuevas) fórmulas tales como “sostener la vigencia de las normas”, “ratificar
valores sociales” o cualquier otra de ese tipo, mucho más propias de doctrinas morales
que de una específica política pública de un Estado democrático.65

De la mano de la idea (que, afortunadamente, poco a poco se va


abandonando) de que el Proceso Penal es solamente un instrumento del Derecho Penal y
que las decisiones político-criminales se toman en el ámbito del Derecho Penal, (luego el
Proceso Penal instrumentaliza dichas decisiones, convirtiéndose en una herramienta
neutra que debe garantizar la averiguación de la verdad, pero que no cumple funciones en
el desarrollo de la política criminal) se ha pretendido que el principio de última ratio no
constituye un problema central de la justicia penal. Si se revisa la literatura o los manuales
pertinentes, claramente se visualiza que el principio de última ratio no está en el centro de
la reflexión del Derecho Procesal Penal, como si al proceso penal, además de evitar los
abusos de poder, no le correspondiera también “economizar” violencia o como si, en
realidad, el “momento” del proceso no fuera el punto central donde se puede, por lo
menos en la actualidad, llevar adelante políticas de economía de la violencia.

Debemos sostener todo lo contrario. Si el proceso penal cumple funciones de


selectividad profunda -a veces inclusive mucho más claras y evidentes que las que se
producen en la selección de los tipos penales- el principio de última ratio es un principio
organizador de todo el proceso penal. El proceso penal no se utiliza sólo para generar las
condiciones de certeza o de seguridad para que se descubra la verdad en el proceso y se
aplique una sentencia lo menos arbitraria posible. No es esa la única función del proceso
penal, sino lo es también evitar la violencia en tanto sea evitable, minimizarla en tanto sea
minimizable. El principio de última ratio se convierte en un principio rector de todas las
actuaciones procesales, cuyo carácter es preeminentemente reductor de la violencia y
cuya función es empujar el caso, en tanto sea posible –y esto nunca en una consideración
abstracta o “ex ante”- hacia otras formas de solución con menor o nulo contenido de
violencia

Retomando la perspectiva de la política criminal fundada en el principio de


“ultima ratio” y sus derivados, ésta revierte la pretensión de exhaustividad que subyace
en el principio de legalidad y que se relaciona con la vocación del poder penal de
65
No es superfluo destacar que el conjunto de principios que hemos desgajado de la idea de “última ratio”
en el contexto del sistema institucional de gestión de conflictos no debe confundirse con principios
limitadores “externos” a la política criminal. Ello son, al contrario, principios internos, que funcionan
como reglas de eficacia o criterios de eficiencia de la política criminal. Es bastante frecuente creer que
todos los límites se encuentran en el sistema de garantías sin advertir que la “eficacia del poder punitivo”
es un concepto que regula y crea límites también importantes para el desarrollo de una política criminal
en un Estado democrático. El poder penal, en consecuencia, está sometido a un doble criterio de
legitimación, proveniente tanto del sistema de garantías como de las condiciones de eficacia.

91
perseguir todos los casos que el legislador ponga bajo su ámbito de actuación. Dicha
vocación, reflejada en la dimensión histórica del modelo Napoleónico del Estado Moderno,
como ya hemos señalado, es lo más alejado del principio de última ratio. Por el contrario,
esa misma perspectiva de mínima intervención es el primer fundamento del principio de
oportunidad, que obliga a que el proceso penal desarrolle todas aquellas instituciones que,
aún cuando existan previsiones en abstracto que prevén la utilización del poder penal,
puedan, en base a otros principios y a otras finalidades como son la pacificación, empujar
a las instituciones a una respuesta no violenta del Estado. Esa es la razón de política
criminal que está presente en el principio de oportunidad y, en realidad, ésta es la regla
general si usamos un análisis “regla/excepción”, o así vemos con claridad que el llamado
“principio de oportunidad tiene un fundamento autónomo, general y contrario al principio
de legalidad por lo que no pueden ser presentados bajo el modelo de “regla/excepción”.
Por el contrario, vemos que la reflexión gradualmente se empobreció, porque se suele
hacer una discusión de blanco o negro, de poder penal o vacío institucional, cuando lo que
existe son matices, un conjunto de instituciones que pueden intervenir en cada caso.
Vemos pues que si todavía queremos analizar el problema de legalidad y
oportunidad como un binomio de opuestos (lo que sostengo que no es productivo)
habría que analizar al principio de legalidad como una excepción al principio
general de “oportunidad” o selección rigurosa de casos.

A través de la resolución alternativa de conflictos se ha reintroducido esta


discusión en el centro del problema de la justicia, sin haber perdido su carácter de
ajenidad. Inclusive el nombre de “resolución alternativa de conflictos” sugiere que es un
tema extraño a la administración de justicia cuando debería conformar el núcleo de la
reflexión política y funcional alrededor de ésta. Por eso, cuando hoy decimos que toda
reforma de la justicia, mucho más la reforma de la justicia penal, debe plantearse el
problema de la solución del conflicto como su núcleo político central, y esa afirmación aún
hoy tiene dificultades para acceder al debate principal, es fácil advertir que fue el principio
de legalidad el que obstaculizó este debate por las concepciones político-criminales
adversas a la solución de conflicto que están en su base, como producto del derecho
penal de la “infracción” y la asignación de funciones exclusivas de control social, propias
del sistema inquisitiorial, como nos ha enseñado Foucault.

Habíamos mencionado otra dimensión vinculada con la reflexión sobre el


principio de oportunidad. Consiste en la dificultad para asumir a la organización de la
justicia penal como una organización con recursos limitados. Si bien la limitación de sus
recursos parece constituir una obviedad, es necesario insistir con esa dificultad, porque en
el progresivo o en el creciente uso de respuestas simbólicas, como instrumentos del
Derecho Penal, se oculta permanentemente el problema de la capacidad de trabajo de la
administración de justicia. Una de las razones de esta omisión es la importancia y
relevancia de la administración de los símbolos. No debemos soslayar que en la
administración de los símbolos se puede tener una capacidad casi ilimitada, porque éstos
se reproducen, porque no siempre la transmisión de los símbolos necesita acciones sino
omisiones, y finalmente porque poca actividad puede reproducir de modo muy extenso su
uso. Si pensamos a la justicia penal desde la “actividad simbólica” sus recursos pueden
ser mucho más amplios. De hecho el sistema inquisitorial está montado desde sus
funciones simbólicas, así como toda política de terror. Sin embargo, la justicia penal de un
estado democrático y republicano no está pensada para que actúe a través de símbolos

92
en general sino para intervenir en casos concretos. Es probable que la vigencia de la ley
necesite de acciones simbólicas, de “prevención general”, pero de ello no se deduce que
esas funciones las deba cumplir el derecho penal. A eso se refiere la crítica idealista (Kant
y Hegel) a la prevención general. Allí tenemos una razón profunda para analizar las
razones por las cuales las organizaciones de la justicia penal no han querido asumir el
hecho insoslayable de sus recursos limitados.

Lo llamativo es que en otras dimensiones, sí se asume la existencia de recursos


limitados. Por ejemplo, en las luchas permanentes por los cargos, en las luchas legítimas
por un mayor presupuesto, incluso en las quejas salariales; en general, cuando se trata de
otras dimensiones el enfoque corriente es el de la falta de recursos, pero luego no se
asume el hecho de que existen recursos limitados para determinar lo que efectivamente
puede hacer esa organización, ( y no se vuelva aquí con la falacia de que la ley no permite
hacerlo y que se hace todo, ya que es evidente que ello no es así o se hacen las tareas
propias de un modo notoriamente degradado).66 Existe una conciencia parcial del
problema que suele utilizarse para planteos corporativos y no para ajustar el
funcionamiento institucional. Y el mismo funcionario que momentos antes se quejaba de la
falta de recursos para cumplir su tarea es capaz de combatir con ahínco la necesidad de
seleccionar los casos de los que debe ocuparse la justicia penal, precisamente por la falta
de recursos que había señalado. Esta es una de las grandes paradojas, que muestra la
apropiacion burocratica-corporativa de mucho de los temas de lo que se debe ocuparse el
derecho procesal.

Cambiaría totalmente la discusión, tanto en el plano teórico como práctico, si


existiera consenso y aceptación legítima de que la justicia penal sólo puede atender,
supongamos, mil casos - o cualquier otro número finito- y a ese consenso se puede llegar
con el apoyo de estudios organizacionales precisos que nos permiten mediar la carta de
trabajo y la capacidad de respuesta. Sobre esta base fáctica indubitable, entonces, una
discusión sobre el principio de Oportunidad diría, “sabemos que sólo se pueden atender
mil casos, ¿cuántas denuncias hay? … ¿cinco mil? Entonces, las alternativas son
simples: o se aumentan los recursos disponibles hasta llegar al punto de máxima
eficiencia y sin olvidar que la inversión también tiene una curva de rendimiento
decreciente o algo habrá que hacer con los cuatro mil casos que no se pueden atender,

66
No es común que exista en nuestro pais ni en América Latina, estudios que midan la capacidad real de
intervención de la justicia penal en base a sus recursos actales. Sólo recientemente se han comenzado a
realizar simulaciones de carga de trabajo, de la mano de los procesos de reforma de la justicia penal, con
suficiente apoyo tecnológico como para que sea una tarea permanente y no una actividad de proyección del
cambio. Pese a todo lo proclamado no existen preocupaciones reales para enfrentar el problema de la
sobrecarga de trabajo y ello porque esa sobrecarga cumple funciones que se quieren sostener y nutre prácticas
de trabajo que en realidad no se desea abandonar. Incluso algunos han sostenido que no es posible realizar
estas mediciones, ya sea porque el trabajo de la justicia penal es “cualitativo” o porque el valor de caso impide
toda consideración estadística. Esas visiones, no sólo no son correctas desde el punto de vista técnico sino que
impiden el desarrollo de políticas de persecución más inteligentes y con sentido estratégico. En definitiva, las
instituciones judiciales en particular y el sistema judicial en su conjunto pueden ser evaluados de la misma
manera que los hospitales y el sistema de salud pública, las escuelas y el sistema educativo o cualquier otro
sector estatal o económico. Cada uno de ellos tiene su especialidad y la gran mayoría de ellos tiene una
complejidad mucho mayor que el propio sistema judicial. Se debe abandonar la ideología de la “especificidad
de lo judicial” que funda mucha de la actual oscuridad reinante en el desempeño de las instituciones
judiciales.

93
que por supuesto no será tirarlos a la basura sino buscar otras formas de atención por
otros sistemas institucionales. Todo esto se puede proyectar y planificar y saber, por
ejemplo, cuánto se podrá atender en los próximos diez años. Entonces, se puede hacer
cálculos, se puede definir una política de persecución penal, de selección de casos y de
coordinación con otras formas de intervención en los casos que la justicia penal no puede
atender.

La idea de que el Estado tiene recursos limitados y, por lo tanto, una capacidad
de respuesta limitada, es una idea que en otras áreas de las políticas públicas la
admitimos sin mayor problema, pero, como hemos visto, nos cuesta admitirla cuando se
trata de la administración de justicia. Pareciera que se incumple con una especia de tarea
sagrada si se le dice con claridad a los ciudadanos que no se tiene capacidad para
intervenir realmente en todo. Aquí resuenan viejas concepciones moralistas que
confunden delito y pecado por lo que entienden que no se puede ser “pragmático” con el
mal. Por el contrario, estimo que la sociedad tiene muy poca expectativa de que la justicia
se ocupe de todo y se contentaría fácilmente con que se ocupara de menos asuntos pero
lo hiciera bien. Existe en este tema un sinnúmero de ficciones y mitos que oscurecen un
diálogo que debería ser más franco y realista, propiciando una política de selección
racional y transparente que permita el control del desempeño de la justicia penal sobre
bases reales. Pero, como ya hemos dicho, interfiere negativamente la falta de
comprensión de este problema por parte de los operadores y por parte de la academia,
que no percibe los problemas concretos del funcionamiento judicial como merecedores de
una preocupación central.

Si existiera ese control de la selectividad nuestra idea acerca de las tareas


posibles e imposibles de la justicia penal sería más clara y ello influiría sobre nuestro
modo de encarar los problemas procesales (entre ellos el que nos ocupa), ya que se viene
desarrollando una forma de conceptualismo sin ninguna base empírica que colabora a la
oscuridad de los sistemas judiciales. Por eso, el control de la sobrecarga de trabajo es uno
de los elementos centrales en una reforma de la justicia penal. No sólo porque hoy
significa uno de los peores índices de mal funcionamiento y es causante de la frustración
de expectativas sociales, sino que produce en la organización judicial y su cultura algo
similar a lo que produce la alta inflación en el manejo de la política económica. Así como
el fenómeno inflacionario esconde buena parte del desorden e ineficiencia en el gasto
público, o la falta de responsabilidad y mesura de muchos actores económicos, la
distorsión inflacionaria nos impide analizar el desempeño del Estadoen su conjunto o las
perversiones del mercado; la sobrecarga de trabajo produce el mismo efecto en la
justicia: no se puede hacer ningún análisis del desempeño que sea real y de esto
depende algo tan importante como el otorgamiento de premios y castigos dentro de una
organización. Un buen Juez, en las condiciones actuales, tiene finalmente tanta mora o de
incumplimiento de formas básicas del proceso como un mal Juez, ¿por qué? Porque el
desempeño real de cada uno queda oculto tras la sobrecarga de trabajo. Una
organización que no puede distribuir premios y castigos y que no puede hacer control de
gestión, es una organización sin rumbo y que no aprende. En este sentido, las
instituciones judiciales son instituciones ciegas, que administran un poder cruel e intenso,
precisamente con golpes de ciego. Vemos, pues, que no están dadas las condiciones
para que se pueda analizar una verdadera política de persecución penal, porque no están

94
dadas las condiciones de control de gestión y ni siquiera hemos desarrollado una matriz
conceptual adecuada para la comprensión de este problema.

Llegamos así a esta otra visión del Principio de Oportunidad, donde lo que él
está señalando es que, más allá de las discusiones de política criminal, existe otra
dimensión de la cual dependen también las tareas de la justicia penal. Si queremos que la
justicia cumpla con el postulado de poner la fuerza pública al servicio igualitario, es
imperioso seleccionar, darle a la justicia penal misiones razonables. Esto es importante
para entender cierta inversión histórica del problema. En algún momento del diseño de los
sistemas procesales se ha sostenido que era justamente la “persecución penal igualitaria”
lo que era sostenido por el principio de legalidad; hoy ocurre lo mismo, salvo que esa
persecución penal igualitaria, requiere, necesariamente, un horizonte de administración
estratégica e igualitaria de los recursos, para que la proclamada igualdad de la
persecución penal no sea una mera declaración abstracta.

Cometemos el error histórico de cargar tantas expectativas en la administración


de justicia, que se corresponde muy poco con sus resultados finales, lo que finalmente
causa desaliento en la sociedad. Esto no lleva a disculpar el mal desempeño, la
negligencia o la insensibilidad, sino para llamar la atención sobre la necesidad de generar
un rediseño racional de tareas que acompañe a verdaderos mecanismos efectivos de
control de resultados. Para ello, es necesario superar la visión moralista que subyace a
principios como el de legalidad procesal para asumir una visión de políticas públicas, de
objetivos, finalidades y resultados.

Lo dicho hasta aquí se conecta con un problema central de nuestros


ordenamientos jurídicos -nótese cuál es la gravedad de todo esto- y es que nuestro
ordenamiento jurídicos están diseñados, finalmente, para no ser cumplidos en una porción
importante de sus prescripciones. Es decir, las leyes se sancionan -y por eso se
sancionan tan graciosamente- porque se sabe que no se van a cumplir, o se van a cumplir
muy deficientemente. Esto es grave y nos compromete a todos los abogados y mucho
más a quienes son funcionarios judiciales. Sin embargo, es bastante común que los
abogados estemos muy tranquilos mientras no se cumple ninguna ley a cabalidad y se
destruye el imperio de la legalidad. Nosotros observamos los fenómenos como si no
tuviéramos nada que ver con esa calamidad. Dejar a la justicia penal inmersa en una
política oscura y errática en la selección de casos, carecer de resultado alguno en una
inmensa cantidad de casos que se le han asignado y degradar el trabajo por la sobrecarga
es contribuir de un modo eminente a la degradación de la juridicidad en nuestra sociedad.
Un caso especial de este problema es el del estado actual de la dogmática penal, que le
ha abierto las puertas a la inflación legislativa, sin asumir todavía esa responsabilidad y
creyendo que se trata sólamente de una acción irresponsables de políticos demagógicos.
Por el contrario, cuando observamos la permante expansión de la “penalización” de
problemas a cargo de la dogmática penal, su expansión en téminos de “importancia
social” de su misión, la exageración de sus aparatos conceptuales, que han dejado de
pensar en el simple saber práctico que necesita el operador judicial, para convertirse en
una “doctrina moral” que, además, no hace jugar a la idea de “bien” ningún papel, porque
se funda en la idea de “obediencia” y, en especial, en la agenda de temas que han
determinado la reflexión en las universidades, donde los problemas reales del sistema

95
penal han sido desplazadas por el continuo trabajo sobre el “derecho profesoral” y sobre
la discusión acrítica de realidades muy distintas a lo que ocurre en latinoamerica.

Este largo rodeo nos sirve para apreciar que el Principio de Oportunidad nos
enfrenta tanto a problemas de fundamento y de política criminal como a problemas
organizacionales vinculados al trabajo concreto. Es algo así como un punto neurálgico
desde el cual podemos reflexionar sobre el ser y el deber ser de la justicia penal. Y ésta
es una discusión concreta, práctica, pero que no queremos todavía asumir con claridad
porque ya nos hemos acostumbrado a la selección que se hace, porque la selección que
se hace significa que orientamos el trabajo de la justicia penal hacia sectores vulnerables
y así el sistema judicial se estabiliza en tanto no se “entromete” con los poderosos. Triste
resultado de la idea de independencia judicial. Porque no se trata de si la gente pobre ha
cometido un delito o no, sino que se trata de que a la hora de elegir entre todos los que
cometen un delito, elegimos a los pobres, clara y sencillamente, sin dudarlo. Y alguien
dirá: “pero se trata de que no tengamos que elegir (principio de legalidad). No es la
respuesta correcta, no se trata de eso. El poder penal nos obliga siempre y
necesariamente a elegir por imperio del principio de última ratio (principio de oportunidad).
Ni siquiera estamos emocionalmente preparados para cambiar de política por más que
muchos funcionarios son conscientes de este problema y lo sufren en su vida privada.
¿Pero de qué nos sirve que fiscales y jueces se atormenten en la intimidad si luego
sostienen este funcionamiento de la justicia penal en sus tareas públicas?

Según lo dicho, de lo que se trata cuando hablamos de Principio de Oportunidad


es de diseñar una política compleja de selección de casos en la justicia penal. Insisto, este
es un tema central de cualquier reforma de la justicia penal que quiera provocar cambios
de fondo y no sólo cambiar trámites. No es difícil hallar criterios alrededor de los cuales
pueda haber consenso.

El primero es un criterio de selección por la importancia del caso, para eso se


usan las fórmulas de la insignificancia, insignificancia del hecho, insignificancia de la
participación. Aquí nos encontramos con una reflexión paralela en la dogmática penal que
quizás está teñida de mucho conceptualismo. Es cierto que el Derecho Penal es el
primero que, con un esfuerzo teórico complejo y con mucho rigor en su argumentación,
trata de darle un espacio a la insignificancia en el problema de la selección de casos y
advierte que uno de los correctivos del carácter abstracto de los tipos penales se relaciona
con el hecho de que hay ciertas afectaciones al bien jurídico en las que no se justifica -
por razones de política criminal- que ingresen a los tipos penales. Se elabora, entonces,
distintas categorías que buscan limitar la interpretación de esos tipos penales, por la
escasa afectación del bien jurídico. Del mismo modo la discusión alrededor del error de
prohibición, que en realidad esconde en muchas de sus soluciones un problema de
insignificancia del reproche, difícil de catalogar por fuera de los casos concretos que
lleguen a la justicia.

El Derecho Procesal, en cambio, ha sido más bien ciego a esta discusión y no


hace mucho tiempo que se está empezando a plantear el problema de las actuaciones
ante casos insignificantes con independencia de los casos del derecho penal o de su
modo de análisis. El criterio de insignificancia que postulan las normas sobre
“oportunidad” se funda tanto en razones político criminales como en las razones prácticas

96
que hemos señalado. Es conveniente pues, tomar todo lo que ya se ha desarrollado en el
derecho penal, pero sin quedar atrapado en un conceptualismo que le quita plasticidad a
las normas, y así poder fundar políticas dinámicas y circunscriptas a realidades locales.
Obviamente también hay que hacer una distinción que surge de la visión exclusivamente
fundada en el concepto de acción pública con el que concebimos al derecho penal. Asumir
con realismo que el Estado no tiene recursos para llevar adelante una persecución penal,
de ninguna manera puede afectar el derecho que tiene la víctima de llevar el caso a juicio,
ya sea por la via penal si existe el tipo correspondiente o por otra vía efectiva. El principio
de oportunidad no debe significar desprotección de la víctima.

Se puede pedir a la víctima que renuncie a la autotutela de sus derechos sólo si


le abro de un modo efectivo el camino de los tribunales, porque esa facultad de la víctima
se entiende que es un derecho fundamental, es el derecho a la tutela judicial. La
inactividad del Ministerio público no puede impedirle a la víctima llevar su caso a los
Tribunales, en ninguna situación. Pero ello no implica que el principio de oportunidad no
puede serle opuesto también a la víctima, ya que ella tiene siempre derecho a una
respuesta judicial más no siempre tiene derecho a que el Estado use sus instrumentos
violentos. Lo que debe quedar claro es que el principio de oportunidad no funciona del
mismo modo respecto del Ministerio público que con respecto a la víctima, ya que los
criterios de selección o el fundamento de la selección pueden ser diferentes. (vgr. no se
puede utilizar del mismo modo los argumentos de sobrecarga organizacional o la
necesidad de racionalizar los recursos y preocupaciones de los fiscales, por ejemplo).

Si entendemos al principio de oportunidad como la regla general, es decir,


selección orientada por el principio de mínima intervención, es más fácil
comprender que los criterios de selección del ministerio público no pueden ser los
mismos que se apliquen respecto de la víctima para quien este caso es su único
caso. Tampoco se debe entender que no pueden aplicarse criterios de selección tanto
fundados en razones de política criminal como de sobrecarga de la justicia penal.

Podemos concluir, en consecuencia, que la discusión sobre el Principio de


Oportunidad, o, mejor aún, sobre el conjunto de problemas que todavía de un modo
impropio y rústico englobamos bajo el mismo nombre, es un debate complejo, tanto desde
el punto de vista de la filosofía política o del análisis político criminal como desde el punto
de vista de la organización de la administración de justicia y sus prácticas concretas.
Estas tres dimensiones se conectan muy estrechamente, y si se resuelve con claridad el
problema político-procesal y político-criminal las instituciones funcionarán también con
mayor eficiencia, sin perjuicio de los problemas organizacionales que insoslayablemente
habrá que integrar en la consideración del problema.

Unas palabras finales a modo de síntesis: el tema del principio de legalidad y


oportunidad no lo podemos ver como un binomio simple de opuestos o bajo la lógica de
regla y excepción. Por lo menos, no es un análisis demasiado productivo, salvo que nos
dejemos llevar por un tipo de conceptualismo abstruso, de poca influencia en la
configuración de nuestros sistemas. Cada uno de los principios analizados son
manifestaciones de modelos político-criminales completos y engloban conjuntos de
problemas demasiado amplios para quedar reducidos a fórmulas tan sintéticas. En
particular, el conjunto de problemas que llamamos impropiamente “principio de

97
oportunidad” queda desdibujado cuando lo reflejamos sobre una concepción acrítica y
superficial del principio de legalidad procesal. En este tema –como en tantos otros- si
queremos dotar a nuestros sistemas de justicia penal de nuevas y mejores ideas para
mejorar su desempeño, debemos apresurarnos en modernizar nuestro aparato conceptual
y nuestros métodos de análisis.

ELOGIO DE LA AUDIENCIA ORAL


1.1.2. Verdad y sistema de garantías
debe accederse al problema de la verdad en el proceso penal. No se trata de un
problema conceptual, ni lógico, ni epistemológico. El primer problema al que se
enfrenta una justicia de base republicana es el de la legitimidad del juez. Se debe
destacar que este es el único funcionario de un sistema republicano al que se le exige
que no represente y que no “gestione” ningún interés. Respecto a los jueces, lo que se
busca es que no dicten sus sentencias con base en argumentos de utilidad (ya sea del
monarca, de algún grupo de poder o de las mayorías), y que claramente no sean
gestores de intereses, que es la base de la imparcialidad. Si ello es así – y mucho más
aún si queremos un juez que tenga capacidad para enfrentar los intereses del rey, del
gobernante, de los poderes fácticos, e incluso, de las grandes mayorías –, entonces
surge el problema de la legitimidad de la Judicatura. En una república democrática, de
base igualitaria, ese juez no podría alegar que su legitimidad surja de alguna
capacidad o herencia aristocrática (como si fueran Patricios), o de su adhesión a una
moral o religión particular (como en la inquisición), y ni siquiera en su mayor
capacidad, para captar valores o darles forma concreta. Lo único que le permite al juez
construir legitimidad, desde una perspectiva diferente a los valores (y los intereses que
se expresan en ellos), es su compromiso con la verdad. La relación del juez con la
verdad es un problema de legitimación política. existe una gran diferencia entre cómo
ha tratado este tema el modelo inquisitorial (hasta el presente) y cómo se manifiesta
en un modelo de justicia republicana – de base adversarial –. En el primero, el juez ha
utilizado la idea de verdad como motor de búsqueda, lo que le ha permitido dejar atrás
y saltar por encima de las condiciones del litigio, en busca de la verdad material o
histórica, a través de fórmulas que finalmente signifiquen que ha impulsado el caso,
convirtiéndolo en un gestor de intereses, aunque sean los mayoritarios, expresados
en la fórmula “el interés de la sociedad”. Nada de ello es aplicable a los fundamentos
del sistema adversarial, pues en este, existe una aparente paradoja: debe ser tan
fuerte el compromiso del juez con la verdad que jamás debe buscarla. No porque ello
signifique que debe ser lábil frente a la verdad o negligente, todo lo contrario. El mayor
compromiso del juez con la verdad no se expresa con la idea de “búsqueda”. El
principio básico de todo sistema republicano (adversarial) es que debe exigir la verdad
a los acusadores, no a las partes, porque el sistema adversarial no se caracteriza por
la igualdad de las partes en una mera bilateralidad, sino en la exigencia a aquellos, de
que prueben la verdad de sus acusaciones. Una exigencia de tal naturaleza que lleva
a que no serán admitidas por el juez, si los acusadores no superan el control de
verdad que se expresa en los estándares probatorios y en el principio del in dubio pro
reo.
un juez del sistema adversarial no busca la verdad sino que la exige a los acusadores.
Y si estos no cumplen con tal (estricta, que se expresa con el principio de carga de la
prueba), entonces no queda otro camino que la absolución, es decir, el rechazo de la
acusación. La clarificación del principio de este requerimiento a los acusadores
(verdad sobre los hechos y sobre el derecho aplicable) es de mucho mayor
importancia que cualquier discusión sobre la teoría de la verdad, en particular porque
la idea de que se utilice esta en el proceso, deberá ser aquella que mejor fortalezca
este principio político y de legitimidad (por tal razón lo verdadero no podrá ser nunca el

98
resultado de un acuerdo mayoritario, por más que se trate de grandes mayorías, por lo
menos para el proceso penal).
Esta concepción del papel de la verdad y del compromiso del juez republicano con
ella, funda, a su vez, toda la lógica del sistema de garantías. Entiéndase por ese
sistema al conjunto de principios – que se expresan en herramientas técnicas – cuyo
cometido es proteger a todo ciudadano de los abusos de poder. Estos principios han
sido contraídos de un modo histórico, sobre la base de luchas ciudadanas puntuales,
pragmáticas, como respuesta directa a una determinada modalidad de abuso de
poder, más extendida o más hiriente para la sensibilidad del momento cultural.
. Además, la lucha política por la protección del ciudadano frente al poder penal ha
logrado conquistas vinculadas a la mayor determinación de la idea de hecho. En
cuanto a los principios, tenemos que, tratándose del de legalidad (no se trata de
cualquier hecho sino el seleccionado por la ley), este fortalece la función del
Parlamento; por su parte, el principio de culpabilidad previene frente a la simple
ocurrencia del resultado, es decir, la responsabilidad objetiva; en lo que se refiere al
principio de lesividad, este preserva de la reintroducción del derecho penal
infraccional (fundado en la idea de desobediencia, no de daño), cercano al derecho
penal de autor; y el principio de proporcionalidad, obliga a volver operativa la
concepción del derecho penal como ultima ratio, además del vínculo indisoluble entre
la reacción y la gravedad del daño concreto. Estos cuatro principios constituyen
garantías de primer orden, que delimitan, precisan, y concretan la idea de hecho,
mediante calificaciones jurídicas. Ya no se trata de cualquier hecho, sino de aquel
previsto en la ley como delito; no se trata de cualquier actividad del autor, sino solo de
aquella evitable, y por lo tanto, reprochable; no se trata de una pura acción, sino de
aquella que produce un daño (una interacción dañosa), y no se trata de cualquier
daño, sino de uno relevante y relacionado con el tipo de respuesta. Como se puede
observar, el juego de estos principios aumenta el nivel de protección y precisa aquello
sobre lo cual se debe decir verdad. Pero el desarrollo del sistema de garantías no se
ha detenido a lo largo de la historia: se trata de una tarea permanente frente a nuevas
amenazas o formas de los viejos abusos. Por ello, la dogmática penal, en especial a
través de la teoría del delito, ha construido todo un análisis del hecho, con base al
desarrollo y precisión de las exigencias que surgen de esos cuatro principios. La
doctrina del tipo penal (con todos sus detalles), la de la culpabilidad, la teoría del error,
las circunstancias de determinación de la pena, etc., constituyen el desarrollo de
garantías de segundo orden, dado que en todo caso, su función es fortalecer las
garantías de primer orden (legalidad, culpabilidad, lesividad, proporcionalidad). De
este modo, los requisitos de verificabilidad se vuelven un listado muy puntual, donde
cada segmento del hecho está precisado por las exigencias de principios, hoy por hoy,
todos ellos, con fundamento legal. Por lo que esta dimensión constituye, respecto de
la idea de verdad, una técnica muy detallada de proposiciones fácticas, seleccionadas
desde los principios de protección.
Las condiciones de verificación cumplen esa función, pues
establecenexigenciasacercadelmododeverificación. En primer lugar, efectúa esa
función el principio de imparcialidad, el cual – que no constituye ninguna regla moral,
como suele creerse – establece que el juez, bajo ninguna circunstancia debe
convertirse en gestor de un interés. Para eso están las partes que, por definición, se
encargan de ello. El juez es imparcial, no porque no tenga ideas, prejuicios, ideología,
etc., sino porque no gestiona esos intereses, ni siquiera los colectivos. De allí surgen
muchas normas prácticas (no indagar, responder a las partes, etc.) que a los jueces de
tradición inquisitorial les cuesta asumir. Esta imparcialidad (como garantía de primer
orden) es tan importante que se encuentra apuntalada por otras garantías de segundo
orden. Por ejemplo, para tener jueces imparciales, se requiere que sean
independientes, para ello, su organización (el Poder Judicial) debe estar dotada de
autonomía, para que esta no se vuelva en contra de la independencia de los jueces –
existe una preocupación de la democratización interna del gobierno judicial –. Lo

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mismo ocurre con el principio de juez natural y todas sus derivaciones, con la
estabilidad o con la idoneidad de los jueces. Todos esos principios se convierten en
garantías de la imparcialidad, que es el principio básico en la construcción de la
verdad
La historia ha mostrado que los intereses del imputado suelen ser dejados de lado o
simplemente avasallados. El principio de contradicción o, mejor dicho aún, el derecho
a contradecir la acusación, se convierte en otra condición de verificación primaria que,
a su vez, se encuentra apuntalada por otras garantías de segundo orden, tales como
el derecho a una acusación única, cierta y completa, el derecho de defensa o el
derecho a ser tratado como inocente. Todas estas garantías robustecen la
contradicción, entendida como fortalecimiento de la gestión del interés del imputado.
La triada de condiciones de verificación básica se completa con la publicidad que nos
preserva frente a la tendencia permanente al secreto y la oscuridad propia del poder
penal, y que ha adquirido nuevas dimensiones de protección ante las distorsiones y las
presiones de los medios de comunicación.
Estas tres garantías básicas – apuntaladas por las de segundo orden –, se
estructuran en la forma del juicio previo. Cuando se habla de “oralidad”, en realidad lo
que se quiere transmitir es que todo ciudadano tiene derecho a que no se le imponga
una pena sin un juicio previo, y juicio no es cualquier trámite, sino la estructura
(conjunto de formas vinculadas a los actos, sujetos, tiempo, espacio, coerción y caso)
que sostiene la imparcialidad, la contradicción y la publicidad. También la experiencia
histórica ha mostrado (y el lector tendrá que disculpar esta continua referencia a la
historia, pero es muy nociva una visión meramente técnica de las garantías, que no
tome en cuenta su desarrollo histórico-político) que solo la oralidad, la inmediación, la
concentración, la continuidad, es decir, las formas de la oralidad en sentido amplio,
son los únicos modos hasta el presente, que garantizan las condiciones de
verificación. El principio de juicio previo (o simplemente de juicio) es lo que todavía le
cuesta asimilar a la cultura jurídica latinoamericana.
Finalmente, el sistema de garantías se completa con la tercera dimensión
denominada: “Reglas de comprobación”. Las proposiciones fácticas deben ser
verificadas siguiendo ciertas directrices, pero lo que verifica a estas son los datos de la
vida social, huellas del pasado que se introducen en el juego del proceso, siempre y
en todo caso bajo relatos y narraciones. El juicio es un juego de narraciones, de las
cuales hay que extraer información que será más o menos útil. Las partes debaten y
litigan para imponer su versión final de los hechos, siendo los jueces quienes asuman
uno u otro. Todo este proceso de “descomposición y reconstrucción de los relatos” se
encuentra reglamentado para evitar abusos, prejuicios, superficialidades, etc. Lo que
usualmente se conoce como reglas de prueba y que marcan esos límites. Se inicia
por la formalización de los medios de prueba (que conforman estatutos normativos
precisos sobre el tratamiento de distinto “tipos” de relatos) hasta las reglas de
“valoración de la prueba”, y las exigencias de fundamentación de la sentencia. Existen
un sinnúmero de reglas legales, estándares probatorios y técnicas de argumentación o
razonamiento que hoy constituyen buena parte del entrenamiento judicial y de los
litigantes. De hecho, en gran medida, los sistemas de justicia penal se ajustan y
evolucionan alrededor de las reglas de exclusión probatoria. Como se puede observar,
alrededor de la idea de verdad y de juicio se organiza todo el sistema de garantías, de
tal manera que “oralidad” podrá ser el nombre sintético que se utiliza para economizar
explicaciones, aunque en realidad se está hablando de todo un modelo de sistema.
1.2. La audiencia oral como centro del proceso
Lo expuesto hasta el momento busca mostrar cómo la audiencia oral, la que es
propia del juicio oral y público, constituye el centro del proceso. Para que se entienda
mejor es importante hacer algunas aclaraciones. En primer término, es evidente que
no adquiere un carácter como tal, por una razón cuantitativa, pues solo un porcentaje
menor de casos, llegan a una sala de audiencia para la realización de un juicio pleno,

100
sin embargo, esta no es la cuestión. Lo que se llama centralidad del juicio se refiere a
una que es política y técnica.

En un sentido político, el juicio oral adquiere centralidad porque en todo momento el


imputado mantiene el derecho de llegar a esa instancia. Los sistemas de justicia penal
modernos buscan establecer muchas medidas de respuesta directa o simplificada, e
incluso, fórmulas para la declaración de culpabilidad (procedimientos abreviados,
directos, negociaciones, etc.), las cuales, pueden cumplir, bajo ciertas condiciones,
funciones útiles para agilizar la persecución penal, pero todas ellas siempre ponen en
tensión los principios de protección. De tal manera que, mantener siempre vivo el
derecho al juicio pleno, junto con el requisito de un consentimiento muy bien
informado, y cuando se renuncia a ese derecho, se es parte del equilibrio político
básico dentro del proceso penal. Tanto la extensión de las garantías hacia las etapas
preparatorias – en especial respecto de la prisión preventiva –, como los resguardos
con relación al control de la sentencia, se realizan sobre el modelo del juicio pleno,
incluso, dentro del sistema de garantías, denominado “garantías de tercer orden”,
aquellas que buscan apuntalar o fortalecer, no ya a otra garantía en particular, sino a
toda la estructura del juicio como tal. El non bis in idem, el derecho a la revisión
integral del fallo de condena o el derecho a una sentencia en plazo razonable, son
garantías de ese nivel, buscan que la centralidad del juicio no sea debilitada por la
demora, por la falta de control o por el simple expediente de quitarle fuerza mediante
la posibilidad de su repetición. Toda la actividad del proceso está orientada hacia el
juicio o es iluminada desde él, en el sentido. De un modo u otro, el juicio oral adquiere
centralidad y constituye el pivote de todo el sistema de garantías, desde un punto de
vista práctico, técnico o político.

1.3. La audiencia oral como ritual de pacificación


No solo debe verse a la audiencia oral desde sus funciones prácticas, vinculadas al
sistema de garantías. La administración de justicia cumple una función eminente en la
pacificación de la sociedad. Toda sociedad debe lidiar, para bien o para mal, con su
conflictividad. En particular, las sociedades deben establecer un sistema fuerte. Evitar
una sociedad donde prevalezca ello, es uno de los cometidos del imperio de la ley. De
todos los mecanismos de este tipo de gestión, el uso de las formas judiciales es uno
de los principales. El proceso en general y el proceso penal en particular, constituyen
básicamente, un sistema de formas, de reglas de actuación que regulan el poder penal
y protegen al individuo. Garantías y formas son inescindibles, tal como sostuvo con
lucidez IHERING.
hay que tener en cuenta otra consideración que es indispensable, aquella que nos
indica que existen dos formas básicas y antagónicas de comprender al derecho penal.
Según una, que se llamará “derecho penal del conflicto”, trata de intervenir en la
conflictividad social, mediante la selección de algunos conflictos respecto de los cuales
“no queda otro remedio” que intervenir con el poder penal. Las razones de esa
elección son complejas y están reguladas por los distintos principios que conforman el
universo del derecho penal como ultima ratio. Para la otra visión – de raíces
inquisitoriales –, el derecho penal es, ante todo, una infracción, una desobediencia. Allí
no predomina el conflicto (primario) sino el conflicto secundario. El caso no es que
Juan le pegó a Pedro ylodañó(conflicto base) sino que Juan, en tanto le pegó a pedro,
desobedeció a la ley, a la orden de no dañar (conflicto secundario). Subyacen aquí dos
cosmovisiones sobre el poder penal que compiten desde hace más de cien años.
De este modo, si se opta, como es propio de un sistema democrático, por un derecho
penal del conflicto, resulta más clara la necesidad de gestionar esa conflictividad en
términosdeevitar(oenelcasodelosconflictospenalizados de disminuir) el abuso de poder
y la violencia, que se expresan cuando gana el fuerte por ser más vigoroso.
Para intervenir en aquellos, la administración de justicia utiliza la técnica de la
formalización, al aplicar formas sobre un conflicto, lo convierte en un litigio. Por tal

101
razón, todo litigio es un conflicto formalizado. Ahora bien, se trata de una técnica y,
desde esta perspectiva, es de pacificación. Para que se pueda cumplir con esta
finalidad primaria, es indispensable que la formalización sea acertada en lo que admite
o excluye del conflicto base. Cuando a un conflicto se le formaliza bajo la lógica del
expediente escrito, no se identifica nada del originario: no se encuentra al agresor, ni
a la víctima, ni la comunidad participa; todos quedan convertidos en hojas de papel, en
actas redactadas con un lenguaje uniforme y artificial (nadie habla ya en el español
forense y antiguo de nuestras actas). En la audiencia todo es distinto. Juan, el agresor,
que ahora será acusado, se encuentra allí, en presencia física, de carne y hueso; la
víctima también con su lenguaje y perspectiva. Los funcionarios estatales no son una
“firma” sino una presencia real, y la comunidad (afectada también por el conflicto) tiene
la posibilidad de hacerse presente en la sala. Las formas cumplen en esta audiencia
una función de pacificación porque no ocultan a los protagonistas, no desplazan los
conflictos, solo logran que la violencia se traduzca en palabras, argumentaciones,
debates, presencia controlada y admitida. De esa manera, a través de la generación
de un ámbito de comunicación se logra un lugar de pacificación y tolerancia. El
cumplimiento adecuado de las formas procesales se ha considerado siempre como
una de las tareas importantes de la judicatura, así como parte de lo que se conoce
como “principio de objetividad” del ministerio público. No obstante, esa gran finalidad
queda desvirtuada cuando aquellas se convierten en un puro formalismo, en rituales
sin sentido, o que ponen barreras infranqueables entre la gente y los funcionarios. Por
tal razón, las formas procesales como reglas de juego deben ser pocas, claras y
respetadas en todos los casos. Cuando así ocurre, el cumplimento de estas se
convierte en una condición de confianza y no de rechazo, esto es parte del giro
copernicano que se debe realizar en nuestra administración de justicia. Uno de los
obstáculos principales con el que se cuenta para el desarrollo de esta función de
pacificación es la fuerte tendencia de los funcionarios judiciales a convertir toda
institución procesal en un conjunto de trámite. Atrás de esta concepción no solo se
encuentra la rutina, la desidia o el simple hábito mental, sino que el trámite es la
formalización propia del sistema inquisitorial.
La audiencia oral, e incluso, el espacio físico de la sala de esta, cumplen un papel
simbólico directamente vinculado con las funciones de gobierno de la administración
de justicia. No se trata solo de pacificación, tal como se ha insistido en el párrafo
anterior, sino también de tolerancia y de cultura de la legalidad. Se suele quejar de la
debilidad de ambos valores.
2. LA FUERZA DE LA INQUISICIÓN Y LA DEBILIDAD DE LA REPÚBLICA
2.1. Sistemas judiciales y debilidad de la ley

La historia de la legalidad en América Latina es la de la debilidad de la ley. Esta frase


que parece dramática o exagerada (y, sin duda, su formulación es excesiva), deja de
serlo cuando hay que enfrentarse a un sinnúmero de acontecimientos cotidianos, tales
como: normas claras, clarísimas, o de nuestras constituciones – incumplidas sin mayor
problema –, derechos elementales que son considerados meras expectativas o
utopías sociales (cláusulas programáticas), abusos en las relaciones sociales que
contradicen normas indubitables de la legislación común, ilegalidad en el ejercicio de
la autoridad pública, privilegios legales o administrativos irritantes, impunidad
generalizada y otras tantas manifestaciones similares, que cualquier ciudadano común
no tendría ningún problema en enumerar, o le alcanzaría con repetir simplemente los
dichos populares que expresan la profundidad del descreimiento social en el valor de
la ley.
Desde su nacimiento, el Estado indiano se configuró como un sistema de privilegios,
encubierto por una maraña delegalidad ineficaz. Algunos explicarán esa contradicción
como el intento fallido de frenar la reconstrucción del sistema feudal en la nueva
América (intento que finalmente produjo un sistema feudal sin legalidad de tal), otros
dirán que la bondad de los monarcas y sus sacerdotes intentaron frenar la codicia de

102
los adelantados (lo que dio por resultado un esclavismo y servidumbre – sin “esclavos
ni siervos” –), o que las distancias, los problemas de comunicación, la vastedad y
feracidad de un territorio, conspiraban contra las buenas intenciones de la Nueva o
Novísima Recopilación.
Estas y otras explicaciones similares – en verdad de escaso valor comprensivo frente
a un fenómeno histórico tan complejo – nos han servido para ocultar las nuevas
ilegalidades que cada época histórica producía, generando una sucesión cíclica de
emergencias que se reparaban con emergencias de ilegalidades que convocaban a
otras nuevas. Hasta el presente, cuesta en América Latina hallar el camino de la
fortaleza de la ley y se sumerge, de manera permanente, en la “lógica de la
emergencia”.
Como ha enseñado DUSSEL, América Latina cumple un papel importante en el
nacimiento de la modernidad. Europa pugnaba por entrar en el gran sistema
interregional (que se encontraba al oriente de ella), y que tras los siglos todavía se
hallaba cerrado en gran medida a su comercio e influencia (Lepanto estableció un
status quo, pero también una barrera infranqueable). La búsqueda de nuevas rutas
que financiaba el capital italiano hubiera sido totalmente distinta si Europa no se
hubiese topado con la inmensidad de América. Allí nació no solo un nuevo mundo,
sino que en gran medida, junto con la circunvalación completa de África, se constituyó
el sistema-mundo (WALLERSTEIN) que modificó totalmente la cultura y la economía
del Occidente en expansión.
Para asegurar y administrar aquella, nace un nuevo modelo de Estado, de
concentración de poder que deja atrás el sistema feudal y su legalidad estamental,
para ejercer soberanía sobre territorios más vastos, supuestamente habitados por una
nación. Nace así el Estado-Nación, cuya crisis hoy todavía se percibe, pero que no ha
dejado de existir, y que se caracteriza por nuevas necesidades de gestión, en donde
se requiere reducir la complejidad y anular la diversidad. La razón gestiva será el gran
instrumento de la modernidad para simplificar el mundo, elaborar categorías unitarias
frente a lo diverso, abstracciones frente a fenómenos particulares y concretos
inmanejables. Una nueva forma de la razón instrumental que no es solo, ni
principalmente, producción, sino antes que nada, administración de la diversidad hacia
fines productivos concentrados. Simplificación, reducción de la diversidad, cosificación,
concentración de poder, abstracción, serán otras palabras para el proyecto político de
“una nación, una religión, un rey”. De este carácter abarcativo nace la fuerza de la
modernidad inicial y la persistencia de muchas de sus ilusiones, que hoy se están
desmoronando ante una nueva etapa de globalización que reclama, a su vez, un
nuevo tipo de Estado moderno, aunque con las mismas técnicas de simplificación y
poder concentrado.
Esta primera etapa consolida un nuevo modelo de sistema judicial que es el
inquisitorial. A partir de la recepción del derecho romano tardío (corpus iuris civile) y
del proyecto de la iglesia romana de consolidar su primacía, se van incorporando a
partir de siglo XII las viejas técnicas de la cognitio extraordinem que nunca
constituyeron la esencia del funcionamiento del sistema judicial romano, sino su
adaptación a las necesidades imperiales. Pero será en el siglo XVI cuando se
consolida el sistema inquisitorial como el nuevo modelo judicial de los Estados-
Nación, administrados por la monarquía absoluta. El malleus malleficarum (1479) será
la obra que le dará sustento moral, religioso y técnico al nuevo sistema, junto con las
obras de BODINO, las prácticas de SPINA y las veleidades de Jacobo I.
La incorporación del sistema inquisitorial no será la adopción de meras técnicas
procesales, sino un giro copernicano respecto de las prácticas judiciales anteriores,
que extiende sus efectos hasta nuestros días. Se constituirá como un sistema judicial
(y de legalidad) completo, que tendrá las siguientes características:
– Frente a la diversidad de los conflictos y las antiguas formas de dirimir los pleitos
entre partes, nace el concepto de infracción. El cual es capital para entender todo el
desarrollo del derecho penal y procesal penal hasta nuestros días. En cada conflicto

103
(el pleito de Juan con Pedro– conflicto primario–) se superpondrá otro, más fuerte y
principal, que es el pleito entre el infractor y el monarca, es decir, la relación de
desobediencia (conflicto secundario). A partir de entonces y hasta el presente, el
derecho penal dirá: “lo que me interesa, Juan, no es que le hayas pegado a Pedro,
sino que en tanto lo hiciste, me has desobedecido, a mí, el monarca, o al orden que he
establecido; esa será la causa y la razón de tu castigo”.
-La administración de justicia se organiza a través de un cuerpo de profesionales,
tanto los juzgadores como un nuevo personaje que será el procurador del rey, quien
ocupa (y lo hará hasta el presente) el lugar de la víctima, primero a su lado, y luego
desplazándola completamente. Estos cuerpos de funcionarios (que a su vez darán
nacimiento a la “abogacía moderna”) serán organizados de un modo piramidal, como
corresponde a la idea de la concentración del poder jurisdiccional en el monarca.
Sucesivos estamentos permiten mayor poder: de todos modos, el último escalón de
ese modelo de organización será el menos poderoso, y sus decisiones siempre
provisionales, ya que por el sistema de consultas obligatorias o de medios de
impugnación, sus decisiones constantemente serán revisadas. Este modelo de
verticalización que rompe con la idea tradicional, según la cual, el juez es el de primera
o única instancia, continuará hasta nuestros días, y será una de las características
más fuertes del sistema inquisitorial.
– De la mano de lo anterior, se abandonan las formas adversariales propias del
derecho romano y germánico, y se adapta el funcionamiento del sistema judicial, a la
preeminencia del conflicto secundario, es decir, a la relación de desobediencia. El
duelo será entre el infractor y el restaurador del orden (el inquisidor, representante del
monarca o de su orden público), el cual se desarrollará a través de un trámite (sin
duda desigual) cuyo objetivo no será la decisión final (la sentencia), sino restaurar
durante este y gracias a él, la relación de obediencia (confesión como sumisión). Y es
a partir de aquí en que se ha establecido la primacía del trámite y también como
ejercicio de poder. Nuestros actuales sistemas de justicia penal conservan todavía
esta característica, y ello explica la persistencia del expediente como práctica
fundamental y fundacional de nuestros sistemas judiciales. El trámite es la expresión
material del conflicto secundario.
– Se adopta la forma escrita y secreta. Ambas dimensiones son parte de lo mismo. En
el proceso inquisitorial no se establece un diálogo ni un debate, sino una relación de
poder orientada a obtener sumisión. De allí que el infractor (ya constituido como tal –
una vez ingresado al sistema inquisitorial –, es decir, que se ha admitido la denuncia,
algo similar a lo que ocurre con el actual uso de la prisión preventiva) sea un objeto
que debe ser transformado (cosificación, despersonalización que dura hasta nuestros
días). La escritura y el secreto constituyen un nuevo mundo judicial, autorreferente,
autista, respecto al entorno social, con un lenguaje propio (todavía se habla en los
tribunales de un modo distinto y se usan fórmulas antiguas del español), preocupado
preferentemente de sus reglas internas, de sus mandatos, etc. De este mundo cerrado
nacerá la cultura inquisitiva que es la matriz básica de funcionamiento de nuestros
actuales sistemas judiciales.
– Los defensores y los juristas de las nacientes universidades se integran al sistema
inquisitivo, y predomina la identidad corporativa a la diferencia de funciones. y
conforma el mismo sistema, ya sean jueces, promotores, defensores o profesores de
derecho. Este carácter abarcativo del sistema inquisitorial, sustentado originariamente
por la idea de cruzada moral en la que no había otra posibilidad que estar en un bando
o en otro (si el infractor es inocente, Dios descubrirá su inocencia, si es culpable, su
defensor es su cómplice), mutará de formas hasta el presente, pero dejará la impronta
de una comunidad profesional también autorreferente y con fuertes patrones de
adhesión y pertenencia. Ello hace que el problema de este sea también del ejercicio
de la abogacía y de la enseñanza universitaria.
– Finalmente, toda esta organización, que parece fuertemente estructurada a través de
normas y prácticas escritas, de estamentos profesionales, de un lenguaje técnico, del

104
secreto y la solemnidad, de fórmulas inconmovibles es, al contrario, extremadamente
débil, porque toda esta se sostiene en un vértice de poder con capacidad de
establecer excepciones, de saltar etapas y pasos, de imperium sin fundamentación, de
remover o sancionar a sus funcionarios (que son empleados del rey, del gobierno, del
Estado), de perseguir a defensores y juristas, en fin, una fachada de rigidez y fortaleza
que esconden una estructura débil y sumisa. En los sistemas inquisitoriales el
concepto de independencia judicial es inaplicable porque se trata de un modelo de
administración de justicia pensado y organizado sobre la base del acatamiento del
funcionario.

En nuestros países se trasladó esta maquinaria judicial, pero con características


especiales, no en cuanto a su funcionamiento u organización, sino a su adaptación al
sistema fraccionado de poder de este vasto continente. Como ya se ha dicho, la
legalidad inquisitorial no pudo siquiera cumplirse como tal, porque el poder
concentrado no tuvo la capacidad de extender su poder del mismo modo que en la
España recién unificada. Nuestro sistema feudal convivió con una legalidad inquisitiva
(totalmente contraria a la feudal) que no podía ni debía aplicarse.
De allí las tensiones que a lo largo de los siglos existieron entre la legalidad de los
monarcas y las reglas efectivas del Estado indiano. Esto influyó en nuestro desarrollo
institucional de dos modos que constituyen las dos caras de una misma moneda: una
impidiendo que se desarrollara una legalidad y una práctica judicial que cumpliera una
función real en la vida económica y social; la otra, generando un espacio ficcional de
proclamas y falsas obediencias (se acata pero no se cumple) que tranquilizaba a los
monarcas y les permitía aprovechar lo real (las remesas de metales preciosos), sin
renunciar a la legitimidad de lo formal (las leyes de indias). Cuando España decide
administrar sus reinos bajo otras directrices (las reformas de Carlos III), se
desencadena el fin del imperio español en América. Esta doble configuración de la
legislación indiana tuvo dos efectos, que hasta hoy duran: uno de ellos impidió el
desarrollo de – algo así como – una “ley de la tierra” (buena o mala, pero arraigada la
vida social, creando una práctica social de gestación de legalidad). La vida social
quedó regida por la arbitrariedad y el interés inmediato. Por otra parte, generó un
mundo de ficciones y fantasías de legalidad (las repúblicas aéreas en la terminología
bolivariana), alimentado por un sistema judicial y una corporación profesional que lo
convirtió en su universo. La artificialidad del mundo de la legalidad se convirtió en la
realidad de la corporación jurídica. Tal como ocurre hasta el presente.
2.3. Estrategias de cambio en el campo de la justicia penal
Cambiar la justicia penal no es cambiar un código por otro. Esto es así, pero con
ello se dice muy poco, y sobre todo nada, sobre qué significa cambiar la
justicia penal.
Lo primero que debe tenerse en cuenta es que no es posible hacer evolucionar
el sistema inquisitivo hacia formas adversariales. Las instituciones centrales del
modelo inquisitorial son contrarias al sistema republicano de administración de
justicia. Esto no significa, por supuesto, que la justicia penal – como un
conjunto de instituciones, discursos, prácticas, etc. – no pueda ir cambiando de
un modo de funcionamiento hacia otro; sin embargo, esto es posible siempre y
cuando se introduzcan nuevas y distintas prácticas, totalmente contrarias al
modo inquisitorial.
El sistema penal es expresión de la política criminal del Estado y ella es la
política pública que administra los recursos violentos estatales, en especial y
primordialmente, la cárcel, cuyo carácter violento nadie puede negar. Tampoco
debe olvidarse que la violencia que despliega el Estado y el modo como lo hace
forma parte del total del nivel de esta y de abuso de poder de una determinada
sociedad en un momento dado. Podrá cambiar su sentido, pero no su carácter,
el abuso de poder es más grave aun cuando proviene del Estado.

105
En definitiva, como se puede constatar, no es tan simple cambiar la justicia
penal. No se puede realizar sin una elaborada estrategia, que surja de una visión
más compleja del problema del campo de la justicia penal. Esto debe servir tanto
para regular las expectativas (que nunca podrán ser de corto plazo si se quiere
realizar algo verdaderamente trascendental) como para entender los avances y
retrocesos de los procesos de reforma, que no siempre son señal de fracaso.
Esta visión ha sido un giro muy importante en la tradición republicana que
pretendía imponer los cambios por la fuerza misma de los ideales, por el valor
de la razón de ellos, o por la honestidad y moralidad de sus líderes. Cambiar el
funcionamiento de la justicia penal implica cambiar interacciones de poder, y
nos guste o no, tiene su lógica, tiempos, formas y batallas.

2.4.3. Las fórmulas de reparación y conciliación


El poder penal del Estado – el uso por parte del Estado de instrumentos en la gestión
de la conflictividad–, es una herramienta de excepción. Ello constituye el programa de
mínima intervención que recoge la idea misma del Estado de Derecho y el propio
sentido común, ya que no se puede construir una sociedad no violenta, abusando de
la misma, por más (o con mayor razón) que ella provenga de las instituciones
estatales. La introducción de la lógica reparadora dentro del conjunto de respuestas
disponibles en la justicia penal y, más aún, la creación en ella de ámbitos de
conciliación, genera nuevas prácticas de gran utilidad para combatir la tradición
inquisitorial.
En segundo lugar, la reparación y más aún la conciliación, hacen aparecer a los
sujetos naturales del conflicto y por eso, frente a la despersonalización de los trámites,
las actas y los formulares, se introduce a las personas de carne y hueso, así como sus
problemas tangibles y variados. La conciliación da lugar a un saludable principio de
humanidad en la justicia penal.
En tercer lugar, la reparación y también la conciliación requieren manifestaciones
especiales del litigio – frente a sistemas “sin litigio”, varían las formas, intensidades y
calidades que debe resolver el juez –, que ayudan a consolidar la idea central de que
ese poder jurisdiccional es siempre respuesta a un litigio. Finalmente, frente a
sistemas judiciales sobrecargados endémicamente y en los cuales la cantidad de
casos sin respuesta resulta abrumadora, la introducción de estas respuestas de mayor
calidad del sistema, produce grandes efectos en términos de servicio a las personas,
confianza y legitimidad del Poder Judicial, además de colaborar con el control de la
sobrecarga de trabajo, lo que libera energía para otras tareas que no pueden ser
afrontadas de este modo.
2.4.4. Las querellas particulares y sociales
En el marco del derecho penal de tipo infraccional, donde prima la relación obediencia-
desobediencia, que se expresa, entre otras manifestaciones, en el monopolio de la
acción por parte del ministerio público (acción pública) se desplaza, como se ha visto,
a uno de los sujetos naturales del proceso (la víctima), y se presupone que toda
gestión de lo público debe ser una gestión estatal (principio, en definitiva, de raíz
totalitaria). Por eso, frente a sistemas judiciales que se han configurado desde la
acción pública y supuestos intereses generales de tipo abstracto, una fuerte
incorporación de la víctima y la adopción de la idea de gestión social de bienes
públicos, abre nuevas perspectivas, contradictorias con la tradición inquisitorial.
2.4.5. El control del tiempo
Otra de las prácticas que necesita ser combatida de un modo muy concreto es aquella
según la cual, la administración de justicia penal no cumple con los plazos impuestos
por la ley, y carece de todo tipo de control de tiempo. Si bien es cierto que la literatura
procesal va a repetir de un modo superficial que en el proceso penal los plazos son
perentorios, lo cierto es que en la actuación cotidiana de los tribunales, el
incumplimiento de todos los plazos no produce consecuencias, o por lo menos no
graves. Incluso los términos previstos para resguardar la libertad (de detención o de

106
prisión preventiva), suelen ser incumplidos sin mayor crisis. Frente a esta vieja práctica
de cuño inquisitorial es necesario incorporar nuevos y claros mecanismos de control
de tiempo, ya sea restaurando la idea de perentoriedad, introduciendo formas de
caducidad, incluso aplicable a los funcionarios públicos, y extrayendo consecuencias
del silencio del Poder Judicial, como ya hoy se hace respecto de la falta de respuesta
en otras áreas contenciosas, en especial en el campo administrativo.
2.4.6. Las salidas alternativas de baja punición
Si se pretende revertir la tendencia del sistema a no prestar atención a sus
condiciones de eficacia (oculta por su obsesiva preocupación por el trámite) y, al
mismo tiempo, se quiere aumentar la cantidad y calidad de las respuestas de la justicia
penal a las peticiones de las víctimas, es indispensable introducir una baterías de
salidas que Los distintos mecanismos que se pueden utilizar para este fin, que van
desde los de suspensión del proceso a prueba y la imposición de ciertas reglas de
conducta, hasta la realización de juicios muy simplificados o la renuncia al juicio,
mediante un acuerdo sobre el hecho, la responsabilidad y la pena aumentan la
capacidad del sistema de justicia para brindar esas respuestas, y se enfrentan a la
tradición inquisitorial que utiliza instrumentos toscos e intensos de castigo, y tiene poca
flexibilidad para enfrentarse a la variedad de casos que impone la vida. Carece de
importancia discutir si estas salidas deben existir en la legislación penal o procesal.
Normalmente se construye una verdadera política de diversificación de salidas,
utilizando las posibilidades de ambas legislaciones. Lo importante es que frente al
modelo de un sistema procesal con uno (la cárcel) o pocos instrumentos, es necesario
construir otro que ponga en manos del juez la mayor variedad posible de estos en el
conflicto, todos ellos de menor intensidad violenta que la pena.

El ENTRAMADO INQUISITORIAL
-HISTORIA Y TRADICIONES EN LA CONFIGURACION DE LA JUSTICIA PENAL-
El proceso de reforma de la justicia penal que se ha desarrollado en las últimas
décadas ha insistido tenazmente en dejar atrás la inquisición. No ha hecho otra cosa
que repetir lo que ya se había manifestado en otros períodos de nuestra historia (como
al inicio de las Repúblicas), en los que se percibía al modelo inquisitorial como un
obstáculo al desarrollo de las nuevas ideas y los nuevos valores institucionales.
II. El delito como desobediencia (el derecho penal infraccional)
La concepción del delito como una infracción es una de las tradiciones centrales de lo
que denominamos “modelo inquisitorial”. 3) Aparece una noción absolutamente nueva:
la infracción. Mientras el drama jurídico se desenvolvía entre dos individuos, víctima
y acusado, se trataba sólo del daño que un individuo causaba a otro.(…) A partir del
momento en que el soberano o su representante, el procurador dicen “Yo también he
sido lesionado por el daño”, resulta que el daño no es solamente una ofensa de un
individuo a otro sino también una ofensa que infringe un individuo al Estado, al
soberano como representante del Estado, un ataque no al individuo sino a la ley
misma del Estado.(…) La infracción no es un daño cometido por un individuo contra
otro, es una ofensa o lesión de un individuo al orden, al Estado, a la ley, a la sociedad,
a la soberanía, al soberano.

En efecto, a partir de la reconstrucción política que comienza con Carlomagno


se inicia un largo proceso de fortalecimiento del poder central, que terminará
acabando con el modelo feudal (en su virtualidad política, ya que desde el punto de
vista económico todavía seguirá adelante el sistema de privilegios). Ni Carlomagno o
los sucesivos emperadores, ni los Papas, tenían un dominio efectivo sobre pueblos o
naciones. Se trataba, antes bien, de una idea, de una concepción del poder mismo,

107
de la autoridad y de la sociedad política. De hecho, esa “idea” finalmente luego de un
largo proceso de disputas entre Papas y Emperadores, se materializa en espacios
sociales más pequeños, no totales, vinculados a una soberanía acotada. El modelo
político se concreta finalmente en los Estados Nacionales (España, Francia,
Inglaterra, los “estados alemanes”, etc.); recién allí el ideal imperial se concreta en
un territorio y un pueblo determinado, dando origen a las nuevas monarquías
absolutas, verdaderos poderes con capacidad para fundar el Estado moderno. Es
por esa razón que si bien, como señala Foucault, el modelo de justicia penal
comienza a gestarse en los albores de la Edad Medía, se concreta mejor en la Baja
Edad media, pero se materializa completamente a partir del siglo XVI, como
estructura de los modernos Estados nacionales. Este proceso, impulsado en gran
medida por la revolución centralista de la Iglesia A partir del siglo XIII, en especial
vinculado al nacimiento de las modernas Universidades, el estudio del Corpus Iuris
Civile, antes fragmentario y superficial, comienza a realizarse bajo nuevos
parámetros de racionalidad. al hacer su aparición histórica el modelo de las
monarquías absolutas, ellas cuentan no sólo con una práctica política determinada,
sino con una concepción política, con un sistema normativo respecto del cual
referenciarse, criterios religiosos de legitimidad, una ciencia normativa (teológico-
política) ya muy desarrollada (glosadores, post-glosadores, comentaristas,
humanistas y el desarrollo del método escolástico). El aparato judicial, en particular
el de la justicia penal, se desarrolla en el marco de este modelo completo y
complejo, productor de toda una cosmovisión político-religiosa del poder, que en
gran medida continúa hasta la actualidad. Este fundamento amplio y sólido de los
nuevos modelos de justicia penal son, en gran medida, los que le dan su fortaleza
hasta el presente.

III. La base conflictual en el delito (el derecho penal del conflicto).

Pero también existe y opera en la justicia penal otra tradición según la cual, como
dijimos, el delito es un conflicto (T2), entre partes, grupos, sectores; conflicto que
reclama una intervención del Estado para evitar que la violencia y el abuso de poder
se extiendan. De hecho, en las propias fuentes del Derecho Romano encontramos
esta concepción -que a pesar del continuo corrimiento del eje hacia el modelo
infraccional- nunca dejó de existir, nunca dejó de mantener una categoría de delitos
comprendidos desde el daño causado y por lo tanto, no muy claramente separables
(salvo por la gravedad del daño) de otras formas de ilícitos.

IV. El juez como parte de una maquinaria.


Existe otro binomio de tradiciones, distintas pero entrelazadas con las dos ya
reseñadas, el juez es parte de una maquinaria o de una estructura jerarquizada cuya

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fuente de poder se encuentra en un vértice (T3) y, por otro lado, aquélla según la cual
el juez es una persona independiente, sin vínculos de jerarquía y garante, antes que
nada, de que se evitarán los abusos de poder (T4
Llega hasta nuestros días, entonces, la tradición del juez, de los fiscales, incluso de
muchos defensores públicos como cuerpo jerarquizado de funcionarios públicos,
donde la pertenencia a ese cuerpo (al orden judicial) es el signo de identidad y
pertenencia, ya que finalmente el éxito final de la función está inscripto en la
maquinaria de aplicación de la ley. El “tribunal”, el “Juzgado”, la “Fiscalía” se
despersonalizan hasta tal punto que ellas pueden funcionar sin jueces o fiscales,
solamente con la ficción de alguien supletorio que estampe una firma. La maquinaria
continuará y se impondrá a las personas. Es bastante usual que se utilice esto mismo
como criterio de legitimidad: “este tribunal ha decidido” o “no es el criterio del juzgado”
frases que sólo tienen sentido en la tradición que señalamos. El apego a la escritura y
a un lenguaje de jerga, ayudan a este proceso de despersonalización, ya que se habla
desde un lugar “no personal”: una escritura sin sangre y hueso, antigua y maquinal. 67
Esta tradición del juez impersonal, tanto atrapado como escondido, alimentado y
alimentante de una organización que se impone a las personas, es uno de los ejes
fundamentales –quizás hoy el fundamental- de la tradición inquisitorial
TENSION POLITICO CRIMINAL: (BINDER)
no niega que existan situaciones de mayor violencia, en especial en las grandes urbes,
causadas por una trama compleja de variables económicas, demográficas, familiares y
morales, que conforman una nueva cultura de la violencia en nuestras ciudades. Pero
es justamente la complejidad de esa trama lo que obligaría a no caer en el rápido
expediente de la amenaza violenta, además cuando se sabe que es ineficaz. Como
hemos dicho el desarrollo de las nuevas políticas de gestión de la conflictividad en
democracia deben ser las que respondan a esa realidad. Por ello el problema no está
en la queja ciudadana, en la demanda de seguridad, en el repudio a la cultura de la
violencia. Todo ello constituye demandas legítimas de una sociedad que no tiene la
obligación de diseñar las soluciones adecuadas. Esa obligación le compete a los
sectores dirigenciales, de todo tipo, y son precisamente esos sectores dirigenciales los
que hoy no atinan a diseñar soluciones inteligentes y profundas para un problema de
tal magnitud Les es más sencillo apelar a soluciones populistas, engañar con una falsa
energía que esconde la pasividad, asustar más a quien ya está asustado y mantener
al sistema penal desaforado, fuera de cauce, girando en falso y, de ese modo,
garantizar también los grandes bolsones de impunidad. La ineficacia del sistema penal
se ha convertido en un gran negocio. La dogmática penal también tiene su parte de
responsabilidad en este problema. Es bastante usual ver coexistir las quejas de la
dogmática penal ante la inflación penal con una casi inmediata preocupación por los
problemas más nimios, con la creación de una agenda de problemas artificial y
muchas veces impuesta por las modas intelectuales ante que por el responsable
análisis de los problemas sociales la ineficacia del sistema penal no es un “hecho”, es
un gran negocio., una construcción social compleja. Quienes quieran ocuparse
realmente por revertir esa situación de ineficacia deben repudiar clara y rotundamente,
el populismo irresponsable de la retórica de la mano dura cuya mayor fuerza consiste
en presentarse como parte del sentido común, cuando, en realidad, es la visión
ideológica de los sectores que lucran con la situación de inseguridad.
IV. PROCESO PENAL Y POLÍTICA CRIMINAL. CINCO GRANDES TAREAS.
Pensar en la eficacia del proceso penal significa, por una parte, pensar en la
persecución penal, como actividad organizada del Estado para acabar con la
impunidad, es decir, para volver real el programa punitivo y, por la otra, poner a
disposición de las víctimas los instrumentos necesarios para que ellas sean gestoras
eficientes de sus propios intereses. Nada de eso significa –ni debe significar- un
debilitamiento del sistema de garantías. No lo significa –porque los problemas de

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109
eficacia nada tienen que ver en la práctica con el sistema de garantías- y no debe
significar, ya que en un Estado sometido al Estado de derecho el respeto a esos
límites es una condición esencial de la legitimidad del poder penal. En la situación
actual de ineficacia del proceso penal existen cinco tareas que se presentan como
urgentes y que deben ser destacadas en una visión políticocriminal del proceso penal:

1. Construir una visión estratégica de la persecución penal.


Desde el punto de visto de los intereses personales de la víctima el proceso penal se
enfrenta a un caso, a un conflicto individual en el que una o varias personas están
inmersas y que extiende sus efectos a un círculo restringido de personas. Desde el
punto de vista de la persecución estatal, el proceso penal se enfrenta a un caso, en
tanto expresión de una regularidad social. Es discutible si puede existir una
intervención estatal más extensa si no está en juego una regularidad social respecto
de la cual existe un interés social en que disminuya o desaparezca, es decir, lo que en
términos técnicos llamamos control de la criminalidad. Ello no significa que el Estado
no deba prestar auxilio a las víctimas en otros casos, pero el fundamento de su
intervención en ese caso (acción pública) es totalmente distinto al que tiene la
participación estatal frente a regularidades 12sociales (otras formas de acción pública,
ya que ella, si es que constituye un concepto que se deba mantener, tiene diversas
formas y fundamentos). Los fenómenos criminales más comunes (y respecto a los que
algo se puede hacer) responden a estructuras reconocibles. Por ejemplo, muchas de
ellas responden a estructuras de mercado, tales como el robo de vehículos, robos e
mercaderías, incluso la pequeña rapiña, robo de ganado, hasta llegar a los mercados
más complejos, tales como el mercado ilegal de capitales, el mercado de personas,
etc. Es cierto, que el sistema de garantías, como es correcto se debe preocupar de
cada caso, pero desde el punto de vista de la persecución penal estatal el caso debe
ser visto como parte de una regularidad social. La finalidad de control de la
criminalidad se vuelve tangible, frente a la metafísica de la prevención general.

2. Modernizar el sistema de investigación de los delito:

Las tareas necesarias para modernizar el sistema de investigación son varias y


extensas. En primer lugar hay que asumir la idea misma de “sistema de investigación”.
El uso ágil, coherente y rápido de toda la información disponible en la vida social
requiere metodologías de captación de la información, nuevas, extendidas, creativas,
flexibles y acumulativas. Esto esta muy lejos de la actual situación en la que fiscales y
policías ni siquiera logran acceder de un modo eficiente, rápido y productivo a la
información que produce el mismo Estado. La profunda burocratización del Estado que
actúa por sectores estancos hace que él mismo sea una caja negra para las
investigaciones o la información se deba lograr con esfuerzos totalmente desmedidos
que terminan agotando a los buenos investigadores, abrumando a los inexpertos y
dando las mejores excusas a los mediocres, corruptos o burócratas que solo tienen
interés, en el mejor de los casos, de mover los expedientes para no tener problemas.
Las deficiencias en el uso de la información disponible se acrecientan cuando se trata
de construir nueva información. Si la persecución penal se enfrenta a regularidades,
es evidente que ellas producen mucha información justamente sobre sus elementos
constantes. En la gran mayoría de los países de la región los mecanismos para
obtener, sistematizar, actualizar y analizar la información específica sobre la gran
mayoría de los fenómenos criminales se encuentra en pañales. Las direcciones de
inteligencia policial o no existen, o son recientes o se encuentran deficientemente
organizadas. Vemos pues, que la primera tarea de todo sistema moderno de
investigación de los delitos, que es tener información actualizada, sin la cual una PPE
es difícil de construir se encuentra todavía en ciernes. Otro elemento central de un
sistema de investigación de los delitos es la cooperación entre los distintos tipos de
policías y entre estas y otros agentes del Estado que llevan adelante investigaciones

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A ello debemos agregarle que la carencia de verdaderas policías de investigaciones
autónomas en la mayoría de nuestros países, o modelos de policías de
investigaciones burocratizados por su cercanía con las reglas judiciales, hacen que el
propio trabajo de la policía no responda a las exigencias de una verdadera
investigación.

3. Evitar la sobrecarga endémica.


4. Utilizar todos los recursos sociales
5. Una víctima con derechos. Al rescate de la acción.

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