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TEMA 1: INTRODUCCIÓN

0. Párrafo común
La filosofía de la edad media se presenta especialmente como una ontoteodicea. Esto es,
una reflexión sobre el ente último supremo (Dios), que es causa del mundo y, a la vez, el
más real de todos los seres (ens realissimum). La reflexión medieval es, por tanto, el
intento continuado en el tiempo de construir una doctrina unificada frente a un hecho
religioso, caracterizado especialmente por tres grandes dogmas: el monoteísmo (principio
que había ido teniendo cierto peso en la filosofía helenística, especialmente a través del
aristotelismo y el neoplatonismo), el creacionismo y la omnipotencia. Junto a estos
dogmas de fe, las religiones del libro también se presentaron como una doctrina de
salvación que ya no se situaba en los márgenes de las sociedades políticas, sino que era
extensiva a todo el género humano. Para poder entender el despliegue del cristianismo en
Europa (y el Islam en el Asia menor, que nace como una secta del cristianismo), es
fundamental entender también que el proceso de homogeneización del Imperio Romano
queda abocado a la balcanización de diferentes sociedades políticas, con profundos
cambios en lo que a la economía se refiere, dejando el papel de institución universal a la
Iglesia. Con ello, la filosofía medieval tiene una triple vertiente, y dependiendo del
momento en el que nos encontremos, esta puede ser armónica o contradictoria: una
vertiente metafísica, que trata de dar razón y cuenta del dogma; una vertiente ética, que
trata de preguntarse por el papel que el género humano juega dentro de la creación y que
está en su mano para vivir una vida feliz; y, por último, una vertiente política, que
reflexiona sobre la sociedad y el papel del estado y la iglesia en ella.

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1. Episodios de hostilidad de la fe a la razón
Los tres primeros siglos del cristianismo se caracterizaron por una hostilidad entre fe y
razón, aunque con un paulatino proceso de matización que concluiría con la primera
filosofía cristiana oficial, que es la de San Agustín. El principal motivo de hostilidad era
el carácter de novedad que poseía la religión cristiana, pues al no estar sustentada en la
tradición se presentaba como un “movimiento de vanguardia”, que rechazaba todo lo
anterior. Este episodio se ve claramente en las actitudes de Tertuliano o San Pablo dentro
del cristianismo, y de Algazel posteriormente en el islam, que podíamos resumir en
aquella famosa sentencia del primero que dice que “creo porque es absurdo”. Fe y razón
son nociones que no pueden tener mezcla posible, pues la razón se ha sustentado sobre
mentiras, dado que Dios es La Verdad. Sin embargo, andando el siglo II, estas posiciones
comenzaron a matizarse, pues muchos de los nuevos cristianos eran hombres versados en
Filosofía, y debían debatir frente a sus adversarios con las armas de la dialéctica. Así nace
lo que se ha llamado etapa apologética, caracterizada por ser el primer intento de pensar
el papel de la filosofía dentro de la fe, aunque ambos campos estuvieran perfectamente
diferenciados.
Los padres apologetas del momento se basaban, principalmente, en el argumento de que
el Logos divino era La Verdad y que, por eso mismo, no era sino el culmen de la filosofía
griega. Entre ellos, por ejemplo, Cuadrato consideró que ya los griegos habían señalado
que el alma vive presa de un cuerpo, y también hizo una gradación epistémica: aunque la
fe es necesaria para conocer a Dios, el conocimiento puede perfeccionarla. Justino Mártir,
por su parte, entendió que ya los primeros filósofos griegos habían hablado del Logos, es
decir, de la manifestación de Cristo en todas las cosas, pero que, al no haber conocido la
verdad revelada, no hacían sino caer en Aporías. Clemente se centró en la idea del “Logos
pedagogo”, encargado de guiar la fe de los hombres por el camino de la salvación.
Orígenes distinguió entre la fe, un camino natural para y fácil para acceder a la verdad,
frente a la filosofía, que no es sino el camino “difícil”, que evidencia al cristianismo como
el único camino verdadero y necesario para la verdad, a través de una hermenéutica del
texto sagrado, utilizando el conocimiento de la sabiduría pagana como un método para
tal fin. Como podemos comprobar, esta etapa apologética está caracterizada por multitud
de actitudes que tratan de formular una primera vía de conexión entre fe y razón, no sin
problemas (desde el panteísmo de Justino hasta una consideración de la fe meramente
hermenéutica en Orígenes). Lo fundamental, por tanto, no es llevar a cabo un proceso
demostrativo de la verdad, sino que responde más a un “impulso” nacido desde la fe por
tratar de mostrarse como necesaria, como fuente única de la verdad, aunque esto en
muchas ocasiones lleve a posiciones incluso autocontradictorias.

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2. Episodios de colaboración entre fe y razón
Tras los esfuerzos por parte de los padres apologetas por tratar de pensar posibles
relaciones entre fe y filosofía, la primera filosofía cristiana llegará de la mano de San
Agustín. El centro de la argumentación agustiniana es la consideración de las ideas como
los pensamientos de Dios, con lo cual el mundo inteligible se presenta como un estamento
completamente apartado del mundo sensible. El problema platónico de la participación,
se convierte en el principal argumento de la nueva filosofía cristiana: entre Dios y la
creatura hay una relación modal. El primero es el ente causal necesario de la creación,
mientras que la segunda es esencialmente contingente. Esta será la base de todo el
pensamiento medieval, pues el abismo entre creador y creación es la base de una fe
racional. Ahora bien, la fe seguirá siendo la base principal de la doctrina filosófica, pues
el estudio racional del acto de creación apela a la noción de voluntad, de querencia, que
no puede ser en último término racionalizado. De ahí que “non creditis, non intelligentis”,
es decir, que la razón no es sino un sustento de la fe. Tal es así, que otro neoplatónico
como San Anselmo, ya en el siglo XI, presentó un argumento de carácter formal conocido
como argumento ontológico, en el que la separación radical entre la causa y el efecto
agustiniana era sustentada a través de una demostración lógica cuyo objetivo era justificar
una creencia. Así, San Anselmo creía para entender, como Agustín.
Bajo esta línea, la escolástica del siglo de oro (Siglo XIII) y los pensadores musulmanes
y judíos, continuaron con el paulatino proceso de racionalización de la fe. Para Santo
Tomás, la filosofía se divide en ontología (la filosofía natural), Teología, que estudia la
verdad revelada, y la teología natural, que tiene por objeto las verdades comunes a ambas.
Así, Santo Tomás asume que, dado que Dios es causa essendi del mundo, las conclusiones
de ordo cognoscendi que realizamos mediante un método filosófico no deben entrar en
contradicción con la verdad revelada. Aunque admita que esto no se de totalmente, Santo
Tomás postula un encuentro entre la verdad revelada en tanto que objeto de un proceso
racional. Para Averroes (según algunas interpretaciones), la verdad de la filosofía y la
verdad revelada no tienen porqué entrar en contradicción, y tal error solo se da a nivel
epistémico, cuando intentamos superar el nivel en el que nos encontramos a la hora de
leer el Corán. La filosofía trata de lo necesario por lo necesario, la teología de ir a lo
imaginario por medio de la dialéctica y, en un último nivel, se encuentra la lectura literal
de la obra. Así, la contradicción solo aparece cuando alguien que se encuentra en un nivel
intenta traspasar ese nivel para acceder a otro. Para Maimónides, la filosofía no puede
demostrar la verdad, pero tampoco pueden demostrar su falsedad. Con ello, la fe (que es
un acto de la volutnad) puede perfeccionarse a través de una lectura racional de la torá,
que exprese una lectura racional de la voluntad del creyente.

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3. La indiferencia entre fe y razón como anuncio de la modernidad
La última etapa, ya al final de la edad media, cabe señalar la importancia que tuvo
Guillermo de Ockham (1389-1349). Ockham sostiene con vigor que fe y razón son
fuentes de conocimiento distintas, independientes y con contenidos diferentes: una apunta
a lo sobrenatural y la otra hacia lo natural. Esta última resulta liberada de su subordinación
a la fe. En consecuencia, Ockham rechaza en su conjunto la “teología natural”. Con esto
tenemos que considerar que Ockham pretendía, más bien “liberar” a la fe del aparato
filosófico escolástico que había estado aprisionándola. Dios crea sin que las ideas que
supuestamente se encuentran en su mente, constriñan su creación. Si asumimos el dogma
de la omnipotencia de Dios, resulta inútil especular sobre cómo tienen que ser sus obras,
pues Dios quiere lo que quiere. Este es un punto esencial en su teoría de los universales:
si existen determinaciones racionales, entonces hay leyes racionales que “constriñen” la
omnipotencia de Dios. Dado que de cosas suprasensibles la razón no puede dar fe, no hay
esencias. Para Ockham, esta es una afirmación positiva, puesto que es una afirmación de
la autonomía de la fe. Esta manera de pensar tuvo importancia para el desarrollo de la
ciencia, en la medida en que se idearon nuevos métodos para el estudio experimental de
la naturaleza. No de menor importancia, fue el resultado político. La “concordia entre fe
y razón” había tenido como resultado la justificación del poder de la iglesia, que a lo largo
del siglo XIV había entrado en una espiral de corrupción y de abusos muy alejados del
dogma cristiano. Fue Ockham quien desde su tribuna arremetió contra el poder temporal
del papado, y defendiendo una doctrina de libertad individual que lo convierte en uno de
los padres del liberalismo moderno.

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TEMA 2: SAN AGUSTÍN
0. Párrafo común
San Agustín representa el primer ejemplo de una filosofía cristiana, es decir, del primer
intento de presentar una racionalización completa y sistemática del papel de Dios como
ente más real y primario del mundo. Frente a los padres apologetas, que se situaban más
próximos a un desiderátum de síntesis, San Agustín plantea un auténtico sistema
filosófico, en el que se ven sintetizados la tradición (eso sí, desde el sincretismo helenista)
y la novedad del cristianismo. Por ello, aunque San Agustín se encuentre dentro de la
tradición patrística, tenemos que decir que es el “último patrístico y el primer escolástico”,
en el sentido de que será la primera base sobre la que se compondrá el edificio de la
filosofía cristiana. Es bien conocida su biografía, descrito en Confesiones, que le hizo
pasar de una creencia a otra hasta que abrazó el cristianismo. Lo fundamental es que en
él se sintetizan los principios de una gnosis cristiana: un intento de racionalizar la fe, es
decir, de considerar que la razón no sustituye a la fe, sino que ésta se ve perfeccionada
por aquella. Esto se sintetiza en su famosa expresión non creditis, non intelligentis

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1. La patrística
Se denomina Patrística al conjunto de autores que, desde e hasta el segundo concilio de
Nicea (787) trataron de establecer una doctrina unificada del dogma. El objetivo no era
sólo filosófico, sino también político: dado el inmenso número de sectas que poblaban
Europa occidental, el incremento del poder de la iglesia como un poder terrenal iba
también ligado a la unificación del dogma, así como la unificación del rito. De ahí que
nos encontremos con padres de la iglesia que, a partir de determinado momento, fueron
considerados herejes. Geográficamente, la patrística se distribuyó en dos zonas: la
patrística latina, dependiente especialmente del obispado de Roma; y la patrística griega,
quien rendía cuentas ante el obispado de Alejandría. En lo que respecta al desarrollo
histórico, cabe decir que, durante el periodo que va del siglo I al primer concilio de Nicea,
la importancia del Imperio Romano de Oriente hizo que la patrística griega tuviera un
mayor recorrida hasta que el latín se convirtió en la lengua oficial de la Liturgia. El
periodo de iniciación (I-IV) contiene a pensadores de la talla de Cuadrato, Justino (el
primer pensador del Verbo divino), Taciano (que propugno una versión un tanto vasta del
argumento de la causalidad eficiente que tanto exitó tendrá en la escolástica), entre otros.
Cabe destacar, de esta etapa, el primer intento de pensar una doctirna unificada no tanto
frente a los paganos, sino sobre todo frente los gnósticos, que habían ido ganando
relevancia en el ámbito espiritual oriental. La segunda etapa, llamada de transición hacia
la escolástica (IV-VIII), donde cabe destacar, por un lado, a la llamada escuela de
Alejandría (especialmente en el siglo IV), con Clemente y Orígenes a la cabeza. Tras el
concilio de Nicea, la lucha contra las herejías se hizo más evidente, y el dogma de la
santísima trinidad echó por tierra algunos de los planteamientos en torno al Verbo de los
padres anteriores. Además, la asunción del latín como la lengua oficial de la Iglesia hizo
que el foco se pusiera en la patrística latina. Éstos, que ya habían tenido algunos
pensadores importantes que se habían pasado a herejías de diversos términos (como
Tertuliano), a lo largo del siglo IV y V, decidieron centrarse en la cuestión ética. Frente
al excesivo intelectualismo de los patriarcas griegos, la patrística latina se centrará en el
asunto moral, exponiendo el dogma a través de la práctica. Ejemplo de ello lo vemos en
San Ambrosio de Milán quien, siguiendo de cerca a Cicerón, expuso en su De officiis
ministrorum, un código de prácticas tanto para los cérigos como para los fieles. Sin
embargo, el gran pensador de la patrística latina, oficiando el paso hacia la escolástica,
será San Agustín.

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2. Elementos neoplatónicos en la teología agustiniana.
San Agustín era conocedor de Plotino, a quien conoce a través del Obispo de Milán
Ambrosio. Su filosofía podría considerarse como un intento de sintetizar lo enseñado en
las Eneadas con el dogma posterior al concilio de Nicea. El neoplatonismo de Agustín
debe dar cuenta de elementos ajenos al pensamiento plotinano: la creación ex nihilo, el
libre albedrío humano dentro del orden de causas divino y la cuestión del tiempo histórico.
Aquí desarrollaremos brevemente las dos primeras. Extrae de Plotino la idea del Uno,
idéntico a sí mismo, al que identifica con el Bien de la República. El Uno, totalmente
separado del Nous y de la Materia, es considerado la causa de la existencia del mundo.
Ahora bien, lo que en Plotino se señalaba como un “desbordamiento” del Uno hacia el
nous, en el cual empezaba la primera división (el Nous es inteligencia en-sí, pero su
cometido es la observación del Uno), para San Agustín este Uno, idéntico a sí mismo, ha
creado el mundo por un acto de su voluntad. Así, puede San Agustín argumentar, a través
del proceso de iluminación, que existe una voluntad libre que ha creado un orden de
causas. El problema Platónico de la participación se torna ahora el principal argumento
para los cristianos. Agustín detallará esta creación a través de tres momentos (son
momentos metafísicos, es decir, no temporales): la creación de la materia como algo muy
cercano a la nada; la iluminación de ésta a través del verbo, que será el encargado de
imprimir las Ideas Divinas (que, como en Plotino, le son co-sustanciales a Dios) a dicha
materia; y, por último, la ordenación, que dota de “tiempo” a la creación, a través del
espíritu santo. Con ello, tenemos ya el sistema agustiniano: creación ex nihilo de la
materia por parte del Padre como un acto de gracia; ordenación ontológica de la materia
y la forma a través del verbo, imprimiendo las Ideas Divinas en tal materia y, por último,
una ordenación de carácter físico dentro de un orden de causas concretos, similar a lo que
los estoicos llamaban Logos Spermatikós.
En estrecha relación con esta consideración metafísica, se encuentra el problema del libre
Albedrío, que será la base de lo que después llamará Leibniz Teodicea, o tratar de dar
cuenta del problema del mal. San Agustín expondrá esto en sus obras Del Orden y Del
libre Albedrío. Siguiendo de cerca la tesis neoplatónica, el mal no será un principio
constitutivo sino únicamente “falta de ser”. Con ello, se abría una pregunta ontológica
que devenía ética: Si el mal es falta de ser, y el cosmos es un todo ordenado por la
Voluntad de Dios, ¿éste es entonces responsable del mal en el mundo (y, por tanto,
deberíamos admitir que hay ser mezclado con nada)? Para tratar de responder a esta
cuestión, San Agustín dirá que Dios es responsable del mal físico y metafísico, pero en
tanto que es justo. Ahora bien, ¿qué sucede con el mal moral? El hombre, hecho a imagen
y semejanza de Dios, es un ente particular dentro del conjunto, pues posee voluntad. La
voluntad será descrita como un bien intermedio, es decir, un bien otorgado por Dios que
es necesario para alcanzarle a Él, pero no suficiente. Prueba de ello es que el que obra
bien aprende a obrar bien y quien obra mal no “aprende a obrar mal”, sino que niega el
bien. Con ello, el hombre necesita de algo más para ser “completamente libre”, y esto es
la orientación hacia Dios, que él denomina Libre albedrío. El hombre realmente libre es
aquel que conoce que, dentro del orden de causas al que pertenece, su fin último es mirar
a Dios. Con ello, Dios no es responsable del mal en el mundo. Con ello, el sistema
metafísico de Agustín concuerda con el principio de voluntad, que es plenamente
cristiano.

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3. La teoría de la iluminación como teoría epistemológica en San Agustín.
La epistemología agustianiana tiene una vocación ética, en la medida en que se tratará de
un viaje o búsqueda hacia la felicidad desde el interior. Por este motivo, San Agustín
distinguirá, ya desde su obra Contra académicos, entre ciencia y sabiduría. La ciencia
constituye el saber del mundo sensible. Por el contrario, la sabiduría consiste en el saber
del mundo inteligible, que no puede hallarse en el mundo sensible, sino que se logra
mediante una vuelta hacia sí, es decir, mediante una mirada en el “hombre interior”. Así
pues, la pregunta por el conocimiento está estrechamente vinculada con la pregunta por
la felicidad. Como todas las gnoseologías de corte racionalista, la prueba por la que se
inicia el conocimiento ha de partir por una refutación del escepticismo, que en la época
del Contra académicos, está representada por la nueva academia. Sus tesis principales
eran dos: no es posible conocer con certeza verdad alguna, por lo que no puede darse
aserto a nada; y que en la vida moral hay que fiarse por la verosimilitud o probabilidad,
basándose en las doctrinas de Carnéades. La prueba principal de la que se basará Agustín
es la famosa paradoja del escéptico: para poder negar una verdad, es necesario conocer
de antemano aquello que se está negando; la afirmación de que a nada hay que dar aserto
es ya una verdad. Con esta prueba, San Agustín cree encontrar en esta prueba la primera
verdad de la que no puede dudarse, allende del mundo sensible. Esta primera evidencia
se encuentra en nosotros mismos, y nos es preexistente. La teoría de la reminiscencia
platónica quedará sustituida por la teoría de la iluminación: es el alma el que posee un
grado de verdad, al ser la Verdad (Dios) el que se imprime en el alma por medio del verbo.
El método para dar cuenta de ello es de origen psicológico, pero realista. Por ello no hay
que confundir el proceso de conocimiento agustiniano con el cartesiano: si bien, si dudo
de que hay una verdad, tengo que tener una conciencia de que dudo, de esta duda no se
deduce la existencia. Es decir, al dudar tengo conciencia de mí, pero buscando la verdad
ahí no puedo encontrarla. La verdad, por tanto, ha de estar fuera del alma, aunque esta
conciencia me sea impresa en ella por medio del Verbo, guiándome hacia el Dios Padre.
El proceso de retiro hacia el Padre se hace a través de una serie de niveles. El primero
sería el del conocimiento sensible, que es importante en tanto que paso necesario para el
conocimiento inteligible, pues el alma juzga la verdad de sus representaciones
adecuándose con la realidad. El segundo sería el de la ratio. La ratio es la facultad del
alma para conocer los objetos matemáticos. Aunque esta facultad es individual como los
sentidos, todas las almas dan por válidos una serie de conocimientos universales y que,
por tanto, no han podido ser creados por cada ratio universal. La ratio juzga estos
conocimientos verdaderos por la iluminación de La Verdad, que se convierte en fuente y
criterio de la verdad. La facultad para conocer esa Verdad es el intellectus, que tiene por
objeto las verdades eternas que son causa y ejemplo de las reglas universales que eran
comprendidas por la ratio. Estas ideas inteligibles están en la mente de Dios. Así, el
conocimiento racional (físico) tiene un principio metafísico que lo sustenta, que son las
ideas. Éstas iluminan a la razón, teniendo ésta un “reflejo” de tales entidades. Así pues,
cabe distinguir tres tipos de iluminaciones dependiendo del nivel del alma: intuición de
la luz natural de la razón, con la que se juzga el mundo; iluminación de la luz de la
inteligencia por la que intuimos las primeras verdades inteligibles en tanto que
fundamento del conocimiento del anterior nivel; iluminación especial o gracia, que es la
que nos muestra las verdades sobrenaturales.

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4. San Anselmo y el problema de la existencia de Dios
La escolástica nunca se consideró a sí misma como una investigación autónoma y
críticamente independiente, sino que se somete a la revelación encontrando en ella su
fundamento y la norma de sus formas de estudio. Se daba por indiscutible que la verdad
había sido revelada por dios y que se encontraba depositada en la Biblia, en los dogmas
proclamados por la Iglesia y en los dichos de los Padres y doctores inspirados o
iluminados por Dios. Este es el caso de Anselmo de Canterbury. Tanto la obra teológica
como filosófica de Anselmo gravita en torno a las pruebas que propone para demostrar la
existencia de Dios. Sin embargo, el propósito de estas pruebas no es el de sustentar la fe,
sino que están soportadas por ellas, hay que creer para entender, no a la inversa. Es más,
para Anselmo la fe misma es la que busca comprender y tiene exigencia como necesidad
intrínseca a su propia condición. Porque la fe se funda en el amor, que mueve al deseo de
una unión con Dios en la que éste se le muestre en la luz de la verdad. Hay pues, un
acuerdo previo esencial entre fe y razón porque el entendimiento está iluminado por la
luz divina, lo mismo que la fe lo está por la revelación (es evidente como puede advertirse,
la influencia de Agustín en esta afirmación). Las cosas son lo que hay en la mente de Dios
en el que existen desde siempre sus ideas ejemplares. Dios mismo es, pues en último
término, la absoluta verdad como norma y condición de otra verdad. También aquí sigue
Anselmo a Agustín, de quien tiene muy representa al redactar estos pensamientos en De
vera Religione.
Sin embargo, San Anselmo es conocido por lo que se conoce como argumento ontológico
o argumento de San Anselmo en el Monologion y el Proslogion. Aunque a día de hoy
este argumento se considera superado, lo cierto es que el cariz realista que aporta ha
traído, tras el giro lingüístico, nuevas problemáticas en relación con el carácter simbólico
de los conceptos universales, así como de diversos matices en lo que refiere a la ontología
de la teoría de conjuntos. Anselmo cita el versículo de la biblia del Salmo 13 que dice:
“dijo el insensato en su corazón: no hay Dios”. Lo hace para demostrar que frente a la
negación de la existencia de Dios tiene sentido oponer una prueba que muestre el
contrasentido de dicha negación. Argumenta de este modo: al decir que no hay Dios, hay
que suponer que el insensato entiende lo que dice. Y si decimos que Dios es el ser tal que
no puede pensarse nada mayor, también lo entiende, por lo que habrá de admitir que Dios
está, al menos, en su entendimiento. Lo que niega, por tanto, es que también esté en la
realidad. Ahora bien, si Dios existiera solo en el pensamiento, podríamos pensar otro ser
mayor que además de existir en el pensamiento existiera también en la realidad. Luego
existe, porque hemos definido a Dios como el ser tal que no puede pensarse nada mayor.
La intención de Anselmo es hacer ver que no se puede negar la existencia de Dios
oponiendo a esta negación del insensato el sentido de lo que dice. El insensato no está
entendiendo lo que él mismo dice, y por eso es insensato. Porque si se piensa
correctamente el ser de Dios se ve que no puede no existir.

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Comentario de texto
El texto pertenece a los escritos “eclécticos de San Agustín”, en los que se mezcla una
intención dogmática, al tiempo que filosófica y apologética. El texto puede relacionarse
con las muchas cuestiones con dedicatoria (Simplicio, etc…). Tal es así que hallamos en
él las actitudes propias de la primera gnosis cristiana: por un lado, un interés dogmático,
en el que a través de sentencias breves se sientan las bases racionales del pensar cristiano,
haciendo comprensible la literatura filosófica expuesta a través de diálogos; por otro, la
intención apologética, tratando de establecer las relaciones que hay entre fe y razón para
darlas a conocer contra los gentiles, de tal modo que el logos que impregna toda la obra
es un interés justificatorio de la fe (vemos como las cuestiones que más preocupan de las
83 son las relacionadas con la ética y el problema del mal, que eran los elementos sobre
los que recaían la mayoría de las críticas al cristianismo). En este caso concreto, el tema
central alude, a mi juicio, a tres problemas centrales: uno de carácter ontológico, otro
antropológico y otro epistemológico. San Agustín comienza el texto con el análisis de las
formas o Ideas, que está en estrecha relación con el origen del mundo. El problema
ontológico (el ser de las ideas) está estrechamente relacionado, en el pensamiento del
obispo de Hipona, con el de la creación
San Agustín se enfrenta aquí a maniqueos y platónicos. La creación es para san Agustín
un acto libre de Dios, en contra de los maniqueos, y un sacar ex nihilo y no de sí o de una
materia primigenia como afirmaban los platónicos, a todos los seres que pueblan el
mundo. Es una idea que hasta la aparición del cristianismo no había tenido lugar en la
filosofía. Es en este punto donde San Agustín coloca la teoría de las ideas ejemplares. San
Agustín coloca las Ideas platónicas no en un mundo aparte sino en la propia mente divina:
las Ideas ejemplares existen desde toda la eternidad en el Verbo divino. Son unos modelos
o arquetipos de todas y cada una de las realidades que existirán con la creación. Dios ve
en sí mismo todas las esencias que van a ser creadas. Estas ideas se identifican con Dios
y son verdades eternas e inmutables de las que participan las cosas y que podemos
conocer, por su reflejo en el mundo e iluminación divina.
El segundo tema fundamentales la antropología y epistemología. San Agustín alude a ello
al final del texto. Para San Agustín, el hombre es compuesto de cuerpo y alma, al que
denomina en sus textos el hombre interior. Si bien el cuerpo no es visto de manera
totalmente negativa, lo fundamental es el alma. El alma es imagen trinitaria de Dios en el
hombre (“el alma, la sensación del alma, y el amor”, nos dirá en La trinidad). El alma
goza de tres bienes otorgados por Dios (el bien intermedio será definido en Del libre
albedrío como aquellas facultades sin las cuales no se puede tender hacia el bien, pero
cuya posesión no lo implica necesariamente): la memoria, la inteligencia y la voluntad.

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Pues bien, en relación con la gnoseología agustiniana, es la razón el aspecto fundamental
sobre el cual el hombre se distingue frente al resto de la creación. El conocimiento
empieza en San Agustín con la refutación básica del escepticismo en Contra académicos:
si a ninguna verdad hay que dar aserto, admitimos alguna verdad. De ahí deduce San
Agustín que es imposible negar toda verdad. A través de una “vuelta hacia el hombre
interior”, San Agustín descubre que el que duda, al menos tiene como referencia su propia
alma. En este caso, el obispo no parte del cogito, sino de la autosensación propia del alma,
que distingue como primera verdad. El proceso de elevación de la razón consiste en pasar
de la razón entendida como ratio, aquella que descubre las verdades lógicas y matemáticas
hasta el uso de esta como intellectus, que es la parte más elevada de la razón. El
intellectus, al buscar la verdad dentro de sí da cuenta de que la propia razón no puede ser
origen de la verdad, puesto que esta es en cierto modo mudable, por lo que las verdades
eternas e inmutables no pueden ser causa de ella. Así, la razón requiere de una referencia
verdadera, que serán las Ideas Ejemplares, logos divino del que todo participa. Estas ideas
son conocidas por Iluminación: es Dios quien, iluminando estas ideas que se hayan en su
mente, nos imprime su imagen en el alma, teniéndose esta que elevar hacia las ideas para
reconocer en ellas la fuente de verdad divina y racional, dado que todo el orden jerárquico
en el que se disponen los entes es tal en tanto que participan de ellas.

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TEMA 3: LA FILOSOFÍA MUSULMANA
0. Párrafo común
La filosofía (falsafa) en el ámbito cultural musulmán tuvo, como principal característica,
una recepción mucho mayor del ámbito griego, debido a su proximidad con el hegemón
intelectual y militar que era Alejandría. El islam, como una secta del cristianismo, aceptó
también el dogma de la creación ex nihilo, pero, precisamente frente a aquél, la revelación
no puede ser ajena al pensar especulativo. Por este motivo, la falsafa se identificó, desde
el principio, con tratar de abordar el tema de la revelación desde tres posiciones: sobre si
es posible (además de conveniente) someter a la razón filosófica los dogmas. Esta, como
podemos ver, es una posición análoga a la de los primeros pensadores de la patrística;
sobre si aprovechar la razón como una metodología hermenéutica; o si es posible
establecer una relectura propia de la filosofía griega. En este último aspecto, la reflexión
metafísica se centró en tratar de conjugar dos aspectos que el cristianismo había
escindido: la necesidad racional de un mundo eterno y la libre voluntad de Dios. Con ello,
podemos comprobar como el pensamiento fisicalista, basado en leyes, está más próximo
a una concepción aristotélica, concepción en gran medida desconocida en el occidente
medieval. Así pues, podemos concluir que la importancia de la falsafa es debida a la
recepción de la obra metafísica y naturalista de Aristóteles, que supuso un espaldarazo a
la lectura racionalista y terminó por introducir las primeras grietas dentro de la aparatosa
teología occidental, especialmente gracias a Averroes.

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1. Aportaciones de Avicena a la problemática teológica medieval
Avicena es considerado el culmen de la falsafa oriental. En lo que respecta al ámbito de
la filosofía, Avicena trató de establecer una lectura neoplatónica de Aristóteles a partir de
las modalidades del ser. El pensador bagdadí está especialmente interesado en reflexionar
sobre el ente existente, llegando a la conclusión de que la esencia y la existencia se dan
en los entes de manera separada. Con esto, nos quiere decir que la existencia no es, por
tanto, un cuantificador sino una propiedad. Las cosas pueden ser o no ser. Y, dado que
hay una multiplicidad de entes, es necesario que haya uno que sirva de fundamento, en el
cual su esencia implique su existencia y viceversa. Con esto tenemos las dos modalidades
del ser en Avicena: la del ser necesario, cuya existencia es en-sí y para-sí (este es un
principio evidentemente neoplatónico) y la de los seres contingentes, cuya existencia
puede ser o meramente posible o necesaria por otro (en este sentido, son contingentes en-
sí, pero necesarios para-sí, en el sentido de que emanan o fluyen del ser necesario). Ahora
bien, frente a la interpretación neoplatónica de participación arquetípica, Avicena
postulará que la existencia, que le es intrínseca al ser necesario, emana por medio de un
flujo (fayd) hacia los seres contingentes y necesarios por otro. El proceso por el cual se
da este “flujo” es como sigue: del “desbordamiento” de Dios surge la primera inteligencia,
que al pensarse como necesaria en-sí, hace surgir el alma de la esfera. Al reflejarse en el
Uno, se piensa como posible en sí y necesaria por otro, surgiendo la esfera celeste. Este
proceso se repite hasta la última esfera emanada, donde surge el Intelecto agente, que es
a esta última esfera lo que el alma de la esfera es a la esfera celeste. Este proceso se repite
indefinidamente, garantizando así la eternidad del universo.
Podemos decir, siguiendo a González Ginocchio, que en Avicena flujo y causa son
conceptos no análogos, pero si co-extensivos. Tal interpretación se debe a la lectura
neoplatónica de Aristóteles, sobre el cual debemos interpretar el hercúleo esfuerzo de la
filosofía musulmana. Si el cristianismo había asumido el chorismós platónico como
principal valedor de la teoría de la creación ex nihilo, la filosofía musulmana será un
intento continuo de construir un puente en ese abismo, postulando que existe un principio
de continuidad entre Dios y la creatura. Con ello, queda patente que la “voluntad divina”
no será, como lo fue para los cristianos, un concepto análogo al que hoy entenderíamos
como libertad negativa. De la creación no surge, por así decirlo, el tiempo, sino que la
creación es, para Avicena, el influjo eterno entre Dios y la creatura (dicho de un modo
más técnico: las categorías de modalidad no son análogas a las de temporalidad). De ahí
que Avicena pueda defender una idea que suena absurda para el cristiano: la eternidad del
mundo y la creación ex nihilo.

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2. Elementos aristotélicos en Averroes.
Averroes (1126-1198) será el gran culmen de la falsafa occidental, es decir, de la filosofía
musulmana en Al-Andalus. Durante el periodo del califato, reinaba un ambiente
intelectual bastante liberal, con lo que el desarrollo de cierto “laicismo” en disciplinas
como el derecho, la ciencia y, por supuesto, también la filosofía, fue fundamental.
Averroes es conocido fundamentalmente por sus traducciones de Aristóteles, que
sirvieron a la escuela de traductores de Toledo para introducir, desde la península, las
doctrinas del estagirita en toda Europa. Sin embargo, no fue solo traductor, sino también
comentador de sus obras. En estos comentarios, podemos ver como estructura su
pensamiento, cima del racionalismo medieval. La lectura averroísta de Averroes se ha
interpretado de tres maneras, atendiendo a los diferentes expertos: una lectura de
Aristóteles que le llevó hasta un racionalismo extremo, en tanto que admite la posibilidad
para que el conocimiento humano conozca las causas que rigen el mundo y que, por tanto,
no pueden existir causas que requieran de “revelación” (tesis esta defendida, entre otros,
por Sellés o Gauthrie, a propósito del texto La refutación de la refutación); la lectura de
la “tomasiana”, en la que se distinguirían los campos de la filosofía y la teología, pero
esta última tendría la última palabra sobre la verdad; y, por último, la lectura canónica,
que es la llamada lectura de la doble verdad, interpretando el Tratado decisivo sobre el
actudo entre filosofía y religión.
Con ello, es complicado poder decir realmente el alcance de la postura aristotélica dentro
de la falsafa. Más bien tendríamos que tratar de interpretar como Averroes construye un
sistema propio a partir de Aristóteles, tratando de desvirtuar los elementos platónicos
propios del pensamiento de Al-farabi y Avicena. Por ejemplo, en lo que respecta a la
eternidad del mundo, Averroes piensa que Dios, si es el ente necesario e idéntico a sí
mismo, no puede salir la multiplicidad por medio del flujo, como había hecho el bagdadí.
Por ello, postulará Averroes que la materia y la forma son también “universales”, en el
sentido de que han existido siempre en Dios. Ahora bien, y siguiendo de cerca el libro
VIII de la Física y el XII de la Metafísica, Averroes dirá que Dios, pensándose a sí mismo,
combina “de un plumazo” forma y materia, empezando así la serie de causas inteligibles
que dan lugar al mundo. El papel de la creación recuerda un poco al problema que también
se da en Avicena: el ser necesario crea por voluntad, pero dicha voluntad no
“extratemporal”, no empieza el tiempo. Ahora bien, la diferencia fundamental con esta
versión neoplatónica es que, al identificar el acto de creación con una unión de forma y
materia, creación y conservación (en el sentido de una causalidad continua, tanto eficiente
como final) se identifican.
El segundo punto aristotélico que recogerá Averroes irá explícitamente contra Avicena,
y será volver a la distinción lógico-metafísica aristotélica de sustancia primera y sustancia
segunda. Con ello, la existencia dejará de ser una propiedad, puesto que para poder
identificar la existencia a partir de su esencia caeríamos en una regresión al infinito. La
esencia, como en Aristóteles, pasarán a ser el conjunto de notas necesarias de un
compuesto de materia y forma, es decir, que será la existencia la que preceda
(epistémicamente) a la esencia (que precederá a la anterior ontológicamente). Con ello,
podemos decir que, en el debate de los universales, Averroes sería una especie de “realista

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moderada” (las universales solo pueden darse en las cosas de manera individualziada pero
la mente puede “abstraerlas”).
El tercer punto será el hilemorfismo, pero de una manera un tanto particular. Es habitual,
desde la lectura de Bloch, considerar a Averroes como uno de los pensadores de la
llamada “izquierda aristótelica”, debido al papel que le dan a la materia dentro de su
sistema. Siguiendo a Pérez-Estévez, podemos decir que Averroes propone una materia
universal que cabe bajo la categoría de relación. La causa material es una, pero la formal
es múltiple. Con ello, nos encontramos ante una materia que tiene un carácter potencial.
Así, la entelequia aristótelica (la perfecta relación entre potencia y acto) queda sustituida
por una materia que es siempre posible, generándose y corrompiéndose eternamente, pues
“Todo lo que siempre ha sido posible ha de existir necesariamente en la eternidad”. Con
ello, Averroes no sólo da una consideración nueva a la materia aristotélica, sino que
también carga contra el “novum” cristiano.

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3. La problemática del entendimiento agente
Debido a la dificultad que encierra esta cuestión, prefiero señalar cuál han sido las
diferentes interpretaciones. La interpretación del peripatetismo árabe (al-Kindi, al-Fârâbî,
Avicena) del Intelecto agente, en general, recepcionó un aristotelismo ya neoplatonizado,
en el que este era principio de conocer (puesto que su iluminación en las imágenes
sensibles posibilitan su recepción en el Intelecto posible); principio de ser (en cuanto que
se identificaba con la última de las inteligencias mundanas, siendo causa de la existencia
en el mundo sublunar en la cadena de emanaciones de la Causa primera); y principio y
fuente de la felicidad religiosa cuando el alma humana logra unirse a él místicamente. El
análisis de Averroes sobre el entendimiento (el intelecto) tiene en cuenta tanto el
pensamiento de los comentadores griegos, especialmente Alejandro de Afrodisia y
Temistio, como de los árabes (recurriendo a Al-Farabi y Avempace). La relación viene
dada porque se les considera una corriente “inmanentista”, frente a los trascendentalistas
como Avicena y la falsafa oriental y a los que consideraban (como habían defendido
algunos médicos musulmanes) que el intelecto es un órgano del cuerpo.
Ahora bien, considerar a Averroes como un inmanentista (en el sentido de que el
entendimiento agente es una función del alma) no está tan clara. La doctrina del
entendimiento agente está vinculada a su teoría gnoseológica, que está expuesta en un
comentario sobre De Anima de Aristóteles (Tasafir). Sin embargo, este comentario se
llevó a lo largo de un lapso amplio de tiempo (llegando a distinguir el comentario menor,
el medio y el comentario mayor o Tasafir), con lo que la postura Averroísta es compleja
y abierta a multitud de interpretaciones. El proceso de conocimiento se inicia con la
sensibilidad, a través de los sentidos y el sentido común. Sin embargo, para poder conocer
“la forma” de los objetos compuestos, es decir, los universales, el alma debe despojar de
la materia la esencia de estos, su quiddidad. Encargado de esto serán el intelecto paciente
(o material) y el intelecto agente. El intelecto material puede “almacenar” los universales
gracias al intelecto agente que actúa “como la luz en lo diáfano” (metáfora tomada del De
Anima). Ahora bien, el problema es que Averroes (como buen aristotélico) consideraba
que el alma era la forma de un cuerpo que tiene en potencia la vida y que, por tanto,
acabada la vida, acabada el alma. Por tanto, ¿Cómo puede conocer un ente corrompible
las formas universales? Nos dirá el cordobés “ese problema puede resolverse por lo que
afirmamos, que el intelecto material no se une con nosotros por sí y desde el principio,
sino que se une con nosotros por su unión con las formas de la imaginación”. El intelecto
potencial no solo es “pasivo”, en la medida en que es una función del alma, sino que
también es activo cuando hace “moverse” a las formas de la imaginación. Pues bien, esta
separación-unión se da también en el intelecto agente. En mi opinión, los defensores de
la inmanencia del intelecto agente no pueden dar cuenta de la universalidad de los
inteligibles que entienden y, además, no pueden tampoco explicar el papel activo que
Averroes hace explícito al entendimiento material. Mi lectura (sigo en esto a Selles) es
que el entendimiento agente es una forma separada respecto al alma, que tiene el papel
de “producir los inteligibles”. Esta lectura proviene del Tasafir en el que dice
“establecidos es Establecidos estos dos principios, a saber, que el intelecto que está en
nosotros tiene estas dos actividades, captar los inteligibles y producirlos, pues los
inteligibles se generan en nosotros de dos modos: o naturalmente o voluntariamente; y ya
se manifestó que es necesario que los inteligibles poseídos naturalmente por nosotros
procedan de algo que es en si un intelecto liberado de la materia (y este es el intelecto

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agente)”. Esta línea de interpretación permite explicar el papel activo del entendimiento
material (separado en tanto que está a medio camino del entendimiento agente y, por
tanto, activo; función del alma en tanto que es movido por los universales y, por tanto,
pasivo) al tiempo que permite expresar el modo en el que los universales son producidos
por el entendimiento agente, que tiene un papel de productor y conservador continuo,
como era el caso de la creación divina.

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3. El averroísmo latino y su condena eclesiástica
En el lado cristiano, la condena de Aristóteles estuvo estrechamente ligada a la
burocratización de los procesos de enseñanza. Ya había habido tentativas a lo largo de la
alta Edad Media por las introducciones de las cuestiones del Organon en formulaciones
ontológicas (tales como el problema de los universales), como es el caso de la condena
en el siglo XI al dialéctico Berengario de Tours. En el siglo XIII, la aparición de las
universidades conllevó a que se institucionalizaran el cuestionamiento (questio) y el
debate (disputatio) como los dos elementos centrales sobre los que se basaban la
enseñanza. Si en un principio este procedimiento no fue considerado peligroso por parte
del papado, era por el refinamiento formal con el que se acercaban a las cuestiones. Ahora
bien, el debate sobre los universales había mostrado precisamente que las “meras”
disputas lógicas traían consigo afirmaciones sobre la realidad que, en ocasiones, chocaban
de manera directa con los principios teológicos. Tal es, en efecto, el motivo por el que se
condenó a los realistas extremos, como Almarico de Bene y David de Dimat en 1210, que
habían llevado hasta sus últimas consecuencias el logicismo de Anselmo.
La introducción del Corpus Aristotelicum por parte de Alberto Magno en un momento
tan convulso a nivel político y religioso conllevó a una condena de los postulados
racionalistas aristotélicos. El punto crítico llegará, en los años 70 del siglo XIII, con las
condenas de París y Oxford. La base de estas condenas estará en la promulgación del
Syllabus por parte del obispo de París Esteban Tempier. Sin entrar en profundidad,
resumiremos muy brevemente cuales fueron las líneas de estas críticas. Entre los errores
filosóficos nos encontramos: Sobre la naturaleza de la filosofía y la cognoscibilidad del
acto divino: en esta línea, se condenaron las ideas de la necesidad de la creación, de la
identificación de Dios con su creación, y de la limitación de la potencia divina. Esta crítica
iba directamente dirigida a la idea de Dios como primer motor necesario del mundo, en
el sentido aristotélico. Dentro de esta condena se criticaron la tercera de las pruebas de la
existencia de Dios por parte de Santo Tomás, que veremos después; Sobre la eternidad
del mundo y la generación de los seres materiales: en este aspecto, se condenaron las
ideas de eternidad del mundo y la existencia de una materia preexistente al acto de
creación. Como podemos ver, esta crítica iba directamente dirigida a Averroes; Sobre la
capacidad del intelecto y la voluntad humanas: se condenaron toda identificación del
intelecto humano como una parte del intelecto divino, así como la salvación por parte de
la voluntad humana. Esta crítica tenía un carácter político, especialmente por las
demandas de libertad política por lo que sería el germen de los estados nación, que
acabaría con la famosa disputa en el siglo XIV entre el papado romano y la monarquía
francesa. En lo que respecta a los dogmas de fe, podemos decir que el Syllabus dedica
una parte esencial a la defensa de los dogmas, a los que considera verdades de fe
incuestionable y que están más allá de los dogmas de fe.
Como podemos comprobar, la condena del averroísmo latino está estrechamente
vinculado con el problema que atraviesa toda la edad media, es decir, el problema entre
la fe y la razón, en el que se supone una tendencia por parte de las jerarquías eclesiásticas
a un dominio político de la razón por parte de la fe. Tenemos que tener en cuenta que, en
esta cuestión, el asunto a tratar no tenía, de base, un problema fundamentalmente
teológico (a día de hoy, el aristotelismo tomista sigue siendo la religión oficial de la
iglesia católica), sino que los profundos cambios socio-económicos que acabaron

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traduciéndose en la institucionalización de las universidades conllevaron a una fuga de
gran parte de las doctrinas teológicas aristotélicas del control político por parte del
papado.

Comentario de texto
El texto propuesto de Averroes es considerado por los especialistas como el mejor
exponente de su teoría de la doble verdad, o de la necesaria defensa de la filosofía en tanto
que estudio de “lo necesario por lo necesario”. Para Averroes, según esta concepción, la
lectura del Corán y la filosofía no dan lugar a verdades contradictorias, sino que este ha
de leerse según la capacidad del intérprete. La filosofía, por el ser el tipo de conocimiento
más elevado, es la mejor manera de leer el Corán, dado que tantos “los textos antiguos”
(especialmente se refiere a Aristóteles) y el libro sagrado no son contradictorios, sino que
ambos exponen la doctrina sagrada con respecto a su necesidad. Si parecen tener
diferentes verdades, es porque estamos haciendo una lectura incorrecta en otro nivel (el
carácter retórico o dialéctico, o el carácter alegórico). Dado el carácter jerárquico con el
que se presenta esta tesis, se le ha venido a denominar teoría de la doble verdad, pero es
necesario resaltar que más bien viene a señalar que las verdades de la fe.
Sin embargo, es necesario señalar que esta tesis ha sido muy discutida por los diferentes
especialistas, a través de dos ejercicios filológicos: la discusión con Algazel en la
refutación de la refutación y el trabajo de comentarista de Aristóteles. Estas
interpretaciones pueden dividirse en naturalistas, que son aquellas que han resaltado que
no existe tal concepción doble de la verdad, sino que la verdad es plenamente racional,
en el sentido de que el intelecto puede conocer las causas primeras del mundo, se niega
la idea de la creación como creación ex nihilo, y se postula la eternidad del mundo.
Pruebas para esta concepción son los comentarios del De Anima y de la Física
(especialmente el Tasafir o comentario mayor). En ellas, el racionalismo aristotélico es
reinterpretado, pero no “a la tomasiana”, es decir, tratando de encajar tal teoría con el
creacionismo, sino como una auténtica revolución moderna, que acercaría a Averroes a
pensadores racio-materialistas como Spinoza. La interpretación “tomasiana”, que trata de
unificar el conocimiento de la fe y el conocimiento de la razón, y una lectura de la doble
verdad, que se basa en el texto propuesto para el comentario.

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TEMA 4: FILOSOFÍA JUDÍA

0. Párrafo común
Si el mundo medieval estuvo dominado por la corriente latino-cristiana y árabe-
musulmana, el mundo judío desarrolló su propia filosofía en ambos campos, tratando de
dar una respuesta propia al debate sobre fe y razón. Para el judío, la fe, antes que una serie
de dogmas conscientemente expuestos, es ante todo la articulación de estos en la
tradición. Así, a la Torá, que es la verdad revelada, hay que añadir la articulación que de
esta se hace desde la Mishna, que es la ley oral, basada en la interpretación de la ley
revelada; y el Talmud, que es el testimonio escrito de la Mishna. Así, es necesario decir
que la filosofía judía, más que tratar de situar el debate ontoteológico medieval en los
antinómicos términos de fe frente a razón, sino que tiene, ante todo, un propósito “ético”:
se trata de entender la tradición, no tanto la fe, es decir, de articular una vida buena
conforme a principios religiosos, que no son contrarios a los racionales. De ahí que la
filosofía judía no sea, estrictamente hablando, una axiomatización racional del dogma
hebreo, sino antes un particular intento de “conciliar la tradición y la creencia con las
ideas filosóficas, actitud que entraña ya una cierta predisposición filosófica, y que se ha
concretado históricamente en las distintas posturas filosóficas adoptadas por algunos
judíos”, como dice Lázaro Pulido.

1. Relevancia de Filón de Alejandría


Debemos situar históricamente a Filón de Alejandría como el principal exponente de esta
actitud, pero en los márgenes de la Antigüedad (I d.C). Los judíos de Alejandría estaban
completamente helenizados, con lo que las interpretaciones de carácter filosófico eran
habituales al tiempo que establecían exégesis de la Biblia (en su caso, era la llamada biblia
de los siete, escrita en koiné). Con ello, nos encontramos las principales características
que pasarán después a la filosofía judía medieval: la formación de un sistema filosófico
que nace de coordenadas hermenéuticas. Este elemento es clave para entender el
pensamiento filosófico de Filón, que podemos dividir en dos para facilitar la explicación:
el trabajo exegético de la Biblia, y la reflexión filosófica, basada principalmente en el
platonismo y en el estoicismo que, mezclados con el judaísmo, serán la primera reflexión
de carácter “neoplatónico” que encontremos en la historia de la Filosofía.
El trabajo hermenéutico de Filón puede dividirse en dos grandes grupos. En primer lugar,
tenemos la lectura alegórica de la biblia, en la que el alejandrino trataba de expulsar toda
dimensión humana de Dios (así, por ejemplo, el diluvio no podía ser considerado un
castigo divino, sino que seguía algún tipo de necesidad, dado que Dios no posee
“sentimientos punitivos”, propios de los seres humanos, interpretando así el pasaje de
Números 23:19, donde se dice “Dios no es hombre”). Por otro lado, el platonismo de
Filón quedaba patente en lo que se refiere a la interpretación de los personajes de la biblia,
que funcionaban según él como arquetipos de personajes históricos, antes que como
personajes totalmente reales. En segundo lugar, la reflexión en torno al concepto de Ley,
donde podemos comprobar esa actitud propiamente judía ante señalada, es decir, el

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estatuto ético de la reflexión filosófica. En el caso de Filón, esta tendencia es de clara
raigambre estoica, en la que tratan de hacerse coincidir bajo el concepto de “ley” nomos
y physis. La lectura que hace del Talmud, por ejemplo, basada en las restricciones
alimenticias, están orientadas a la “enterekia” o autocontrol.
En cuanto al sistema filosófico, podemos decir que puede encuadrársele como el
antecedente más inmediato del neoplatonismo. Característico del sincretismo propio del
helenismo, Filón combina principios del judaísmo primitivo con el neoplatonismo, de tal
modo que, frente al dualismo platónico, se postulan dos grados de realidad (el Uno o Dios
y el Logos) junto con el no ser (materia), que perderá la entidad de diferencia que había
defendido Platón en Sofista, pasando a ser un término sinónimo al de nada. Entre el uno
y la materia habrá, frente a la radical separación platónica, una idea de mediación, que
son las Ideas. Las ideas ya no serán realidades totalmente separables de la realidad, sino
que serán los pensamientos divinos, que (como después recogerá Plotino), establecen la
primera multiplicidad, puesto que por un lado “son”, mientras que por otro se orientan
hacia el uno. Así, se establece lo que Lovejoy llamará La gran cadena del ser: un principio
de gradación, completitud y de continuidad. El orden de este progresivo desplazamiento
de la unidad hasta la completa multiplicidad está guiada por “la idea de ideas”, que es
llamada por Filón Logos. De modo semejante al logos spermatikós, la necesidad divina
imprime el carácter organizado del mundo de tal modo que “el logos es la sombra de
Dios, por medio del cual, como instrumento creo el mundo”. A su vez, el logos es el
principio de división.

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2. Principales aportaciones de Ibn Gabirol
Ibn Gabirol (1021-1060, conocido hasta bien entrado el siglo XIX como Avicebrón) es
conocido principalmente por el libro Fuente de la vida, o Fons Vitae, obra de metafísica
de inspiración neoplatónica, pero que también deja ver en su influencia la mística judía.
La obra, aunque trate de metafísica, expone como objetivo exponer que el microcosmos
humano (el alma) no es más que un reflejo del macrocosmos. Con ello, vemos esa
característica judía en la obra de Ibn Gabirol, es decir, la inspiración ética, que en este
caso tiene fuertes reminiscencias neoplatónicas: se trata de conocer el origen de la fuente
de la vida para, con ello, realizar un viaje de Anábasis, de ascenso del alma hacia el origen.
En lo que respecta a la faceta ontológica, para el autor Dios es creador del mundo desde
la nada, proposición que no necesita de demostración por la sencilla razón de que Dios es
análogo al Uno neoplatónico, con lo que el proceso de multiplicidad “emerge” de la
creación divina, aunque sea necesario admitir intermediarios después en el proceso de
creación. Así queda afirmada la unidad de la esencia divina, que es constitutiva también
de la esencia del mundo, aunque este nos parezca a primera vista múltiple. Así, la
multiplicidad de la creación no proviene de Dios “directamente”, sino que podemos decir
que se da en “dos pasos”: en primer lugar, un acto de la volutnad divina, que crea la
materia y la forma y, en segundo lugar, un proceso de dinamismo de forma y materia, que
mediante diversas emanaciones crea la multiplicidad del microcosmos.
El primer paso, formado en la voluntad, supone una crítica al modelo neoplatónico de
“desbordamiento” del uno hacia lo múltiple, puesto que la primera multiplicidad,
distinción entre materia y forma, es un acto voluntario. La voluntad divina en Ibn Gabirol
puede ser caracterizada como el paso intermedio que salva la distancia entre Dios y el
mundo, pues solo así puede darse el auténtico origen de la fuente de la vida: la voluntad
no entraña arbitrariedad, sino que se asemeja más bien al concepto posterior del “Dios
arquitecto”: entraña un plan que es guiado con suma precisión. Así, la voluntad divina y
el necesitarismo no son dos posturas enfrentadas, sino que la primera es anterior a la
segunda.
Por este motivo, el hombre puede conocer este origen de la fuente de la vida si sigue un
proceso de regressus desde los efectos hasta las causas, desentrañando el proceso de
emanación resultante de la voluntad a través del dinamismo de la forma y la materia. Para
Ibn Gabirol tanto la materia como la forma universal son creaciones divinas. Sin embargo,
es en su sucesivo intercambio como va surgiendo la multiplicidad de los entes. De ahí
que diga “en todas las cosas que son, tanto sensibles como inteligibles, no hay más que
materia universal y forma universal” (V,1). En otras palabras: la multiplicidad es el
resultado de una materia y forma universales que, en diferentes concreciones, forman
todas las cosas. La materia es capaz de recibir sustentación por parte de la forma,
formando numerosos sustratos, que poseen potencialmente una concreción posterior.
Frente a las posturas actualistas tanto de musulmanes como de cristianos, Ibn Gabirol
hará una filosofía del quid (el “qué”) frente a una filosofía del ser, caracterizado por tener
en potencia una nueva concreción, con lo que la creación no es un proceso cerrado, sino
potencialmente infinito de entes que se van superponiendo unos a otros, de tal manera
que lo concreto y lo universal se van interpelando continuamente.

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3. El aristotelismo de Maimónides
Nacido en Córdoba en 1138, Maimónides significa el culmen de la filosofía judía
medieval. Su obra principal, La Guía de perplejos, es un ejemplo del sincretismo propio
de la tradición hebrea sefardita hispana: trata de dar respuesta al perplejo, al sorprendido,
a través de una racionalización de la fe. Racionalización que a él le viene dada por la
falsafa oriental, cuya compleja mezcla de aristotelismo y neoplatonismo se dio en nuestro
país a través de Avempance. Por este complejo sincretismo, en Guía para perplejos se
trata de hacer una lectura alegórica de la Torá a través de una explicación filosófica de
carácter neoplatónico y aristotélico. El primer libro es el encargado de ofrecer el marco
general y las pretensiones que abarcan la obra. Se trata de dotar al lector de las
herramientas (es decir, de exponer un método, una guía) para interpretar aquellos
términos que en la Escritura no tienen un significado claro, pero a través de una lectura
racional. Con ello, Maimónides trata de sintetizar la postura propia de la mística judía con
una lectura racional, es decir, tratar de exponer cómo aquellos pasajes oscuros, que dan
pie a una posible lectura imaginaria, pueden ser interpretados a través de la filosofía. Y
es ahí donde la filosofía aristotélica se convierte, junto con el neoplatonismo, en una
herramienta de carácter hermenéutico, en el sentido de que son una propuesta
metodológica para interpretar el texto Sagrado.
Como gran parte de los aristotelistas medievales, Maimónides tiene que dotar de una
explicación necesaria del movimiento al tiempo que defiende el presupuesto ontológico
de contingencia, pues sólo desde ahí puede admitirse la creación ex nihilo. A tal fin, el
aristotelismo de Maimónides puede apreciarse claramente en las pruebas de la existencia
de Dios, la crítica a la eternidad del mundo y, por último, a su particular visión de la teoría
del hilemorfismo. Junto a estas características aristotélicas, cabe destacar también la
importante influencia del neoplatonismo de la falsafa oriental, que no desarrollaremos: la
teología negativa, el emanantismo entre esferas, y la interpretación de la profecía. En lo
que refiere a las pruebas de la existencia de Dios, entre ellas nos encontramos la prueba
del movimiento, que es la misma que después recuperará Tomás: dado que los entes del
mundo sublunar se mueven, y puesto que todo movimiento se inicia con un el movimiento
de un primer motor, la esencia motriz de Dios implica su existencia, porque si no, no
habría movimiento. La segunda prueba es sobre lo necesario y lo contingente. Aquí
podemos ver como Maimónides hace una exégesis de Éxodo 3, 14: “Yo soy el que soy”,
distinguiendo el ser como cópula de tener la propiedad de existencia. Es el ser que es, o
sea, el ente necesario. La tercera prueba versa sobre la potencia y el acto, o de la
causalidad. Siguiendo de cerca la física aristotélica, los cuerpos celestes, al estar
implicados en el movimiento eterno. Dado que un cuerpo finito solo tiene una cantidad
finita de fuerza, el movimiento eterno de los astros necesita de una primera causa eficiente
que sea infinita. Precisamente porque es infinita, este ente no puede ser sino incorpórea,
tautológica, ni sujeta a la división al cambio. Esta causa eficiente infinita y eterna es la
que llamamos Dios. De nuevo, aquí podemos ver como Maimónides se vale de una
argumento físico (el movimiento) para, desde su consecuencia metafísica (la causalidad
eficiente), establecer una lectura alegórica de la Torá puesto que es un argumento que
coincide con lo dicho por los doctores judíos.
De estas pruebas de la existencia de Dios, Maimónides se propone alejarse del estagirita
en lo que respecta a la eternidad del mundo, tesis que, según los expertos, sería admitida

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por la falsafa occidental a través del aristotelismo averroísta y que ya se había dejado
entrever en la falsafa occidental a través de Avicena. Como éste último, Maimónides
basará su explicación de la creación ex nihilo desde la noción de contingencia que se nos
muestra evidente, por ejemplo, a través del cambio. Dado que existe el cambio, entonces
es necesario que el mundo sea contingente, pues si fuera eterno necesariamente no
existiría el cambio. Así pues, como Ibn Gabirol, Maimónides defenderá la creación ex
nihilo en dos pasos (utilizando también la metáfora del agua): el ser incorpóreo y
necesario que es Dios, a través de su voluntad, crea la materia y la forma universales, que
como una causalidad eficiente “emanan” a través de distintas superposiciones en la
multiplicidad. Así, la forma es la actualización de una materia completamente potencial,
que tiene en su esencia el ser dynamis, o posibilidad para el cambio, pero que requiere de
una forma poder actualizarse. Así, se opone Maimónides al materialismo atomista de los
mutcálimes.

Comentario de texto
El texto propuesto de Maimónides se encuadra dentro de la primera parte de Guía para
perplejos (concretamente, es capítulo 50 del IV parágrafo), y hace explícita una cuestión
de índole hebraica y otra neoplatónica. La cuestión propia de la tradición judía, que es la
idea de creencia como tradición, expuesta principalmente en la tradición oral, y la
cuestión neoplatónica de asentimiento de la voluntad a tal creencia. Así pues, podemos
decir que el interés principal de Maimónides es el de hacer una hermenéutica racionalista
de la Torá, que revele la verdad racional del texto sagrado. La unión de ambos preceptos
se expone a través de la llamada “teología negativa”, es decir, la imposibilidad de predicar
ninguna propiedad de Dios, pues ello conllevaría una “determinación” de la propia
unicidad divina, dado que podríamos predicar accidentes de Dios, lo cual es absurdo.
Tesis esta de largo recorrido, cuya primera afirmación en el seno de la tradición hebrea y
neoplatónica la encontramos en Filón de Alejandría.
La teología negativa en Maimónides está en estrecha relación con las pruebas de la
existencia de Dios, y más concretamente, con la prueba sobre la contingencia y la
necesidad. Precisamente por ese interés hermenéutico antes señalado, la base de la prueba
es el famoso pasaje del éxodo (3, 13-14) en el que Dios se expresa así: “Yo soy el que
soy”. Para Maimónides, la teología negativa se expone contra dos tesis principales: la
corporalidad, que supone entonces una crítica al antropomorfismo propio de algunas
religiones rabínicas (especialmente el cristianismo) y de las religiones paganas, pues la
corporalidad implicaría ya una diferencia entre la forma y la materia y, por tanto,
introduciría una división en un concepto unitario como es el de Dios. En segundo lugar,
contra el dogma cristiano de la trinidad, que en la teología cristiana había tenido mucho
peso desde la reinterpretación del neoplatonismo por San Agustín (El padre era el creador,
el hijo el “logos” y el espíritu santo las razones seminales). Para Maimónides, admitir que
Dios es uno y luego que son tres es un dogma irracional, que expresaría solo como
debemos creer y no racionalizar tal creencia (“buscar cómo debemos expresarnos y no
qué debemos creer”), dado que es una contradicción. Esta teología negativa será retomada
después también por Santo Tomás.

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TEMA 5: EL DEBATE DE LOS
UNIVERSALES
0. Párrafo común
El problema de los universales está estrechamente relacionado con la recepción de la obra
de Aristóteles previa al aveorrísta. La obra conocida en esta época era el compendio de
lógica conocido como Organon, con lo que el estudio de retórica estaba
fundamentalmente basado en la lógica. Sin embargo, el estudio lógico de las propiedades
y su existencia (es decir, de la existencia de géneros y especie) se convirtió en un debate
de calado entre los llamados “dialécticos” y anti-dialécticos. El motivo de debate viene
por la introducción que profirió hizo a las Categorías de Aristóteles (texto a comentar).
El problema era ya un debate que venía de la época clásica y helenística, que sintetizamos:
Platón sería el padre del realismo extremo, es decir, de la consideración de que los
universales existían con independencia de la multiplicidad (ante re); Aristóteles del
realismo moderado (los universales existen como propiedades de las cosas, es decir, in
re, y la mente puede captarlas, es decir, in intellectu) y de Epicuro el nominalismo (los
universales no existen, sino como meros nombres que sustituyen entidades concretas).

1. Comparar las dos formas de realismo de los universales


La base del realismo, tanto en su faceta extrema como moderada, es la admisión de que
los universales existen como fundamento y razón de los entes. Ahora bien, la principal
diferencia es el estatuto ontológico que éstos poseen: si para los universalistas extremos
éstos son independientes con referencia a los particulares, para el realismo moderado el
particular es lo realmente existente, pero cuyo fundamento ontológico son todas las notas
necesarias (y, por tanto, universales) que constituyen a aquellos. Así pues, desglosemos
las diferencias en el ámbito ontológico y epistemológico de cada una de las formas de
universal.
Como hemos señalado, el realismo extremo considera a los universales ante rem, es decir,
anterior a las cosas, y a la vez son causa eficiente y final de los particulares. Se entiende,
entonces, que el universal es más real en virtud de su “cuantificación”: cuanto mayor sea
la extensión del universal, más real es. La base de esta manera de considerar el universal
es el argumento ontológico de Anselmo, por virtud de que Dios es el mayor concepto que
podamos pensar y, si es el concepto mayor que podemos pensar, entonces tiene que
existir. El principal argumento de los realistas extremos es que la existencia es una
propiedad y, si hemos considerado el universal en virtud de la extensión, entonces el
universal es más “real” (tiene consideración de existencia) cuanto menor intensión acoja
en su seno. Esta postura, defendida entre otros por Guillermo de Champaña, acabó en un
profundo panteísmo lógico: dado que aquel concepto realmente existente es el que posee
mayor extensión, lo particular no puede existir sino como una modificación de ese
universal que, por ser el más “real”, acoge todo lo que hay en su cuantificador. Los
particulares no son sino Teofanías, con lo que se ponía en cuestión la creación ex nihilo.
Este argumento, propio tanto de San Anselmo como de Guillermo de Campaña, fue

25
rebatido por el realismo moderado, siendo el principal exponente Santo Tomás.
Rápidamente, podemos decir que, en el ámbito ontológico, los universales para Santo
Tomás son Ante rem, en tanto que es causa del particular pero existente solo en la mente
de Dios; in re que es la quididad de la cosa (es la cosa en potencia, pues no es existente,
pero solo puede existir si esta esencia se actualiza); y post rem, en tanto que es el intelecto
el que abstrae de la multiplicidad la esencia de la cosa.
Sin embargo, es más complejo en el apartado epistemológico. El realismo extremo
postulaba un conocimiento del universal por una introspección interior, de clara
reminisciencia agustiniana. Tal postulado era coherente con su postura ontológica: si el
hombre es solo en la medida en que es una expresión de la máxima realidad, entonces es
identificable “en esencia” tal realidad a la que pertenece. Sin embargo, la cuestión en
Santo Tomás es más compleja. Como en lo ontológico, la diferencia entre esencia y
existencia es el punto central de la argumentación. Para el aquinate, el universal es
“aquello que se da en muchos”. Dado que la esencia es potencial frente a la “materia
signata”, es decir, a la existencia, el universal no puede estar “fuera de las cosas”, sino
que únicamente podemos hablar de él desde la abstracción, como una relación de razón
(en palabras de Beuchot). La relación de razón es aquella mediante la cual nosotros
relacionamos la especie con el género, es decir, aquella que nos permite identificar una
propiedad (cualidad intensiva) con respecto a su extensión (En El ente y la esencia, Santo
Tomás remite al famoso ejemplo aristotélico de “El hombre es un animal racional”).
Ahora bien, ¿de dónde viene esta relación? Según Beauchot, para Santo Tomás la relación
de razón no está fundado en el “ente” lógico, sino en el ente ontológico, es decir, de nuevo
en la consideración metafísica de la relación entre esencia y existencia. Dado que entre la
esencia y existencia no existe una razón lógica (la que utilizamos para identificar una
especie dentro del género), sino una relación metafísica, entonces lo que el intelecto
encuentra cuando abstrae de manera lógica el universal es un universal que existe en las
cosas, puesto que si no estas no existirían (la relación metafísica o “trascdental” es aquella
que se da en un mismo particular, por ejemplo, la relación que hay entre esencia y
existencia). Con esto, Santo Tomás nos retrotrae a la celebérrima expresión aristotélica:
la relación metafísica es primera en sí, pero última para nosotros. De ahí que, aunque
moderado, siga siendo realismo: los universales existen como una relación de razón, pero
están fundamentados en una realidad en las cosas.

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2. El conceptualismo de Pedro Abelardo y sus límites
Abelardo expondrá su teoría de los universales en Logica Ingredientibus. Tomando
posiciones del realismo y del nominalismo (sus maestros habían sido Guillermo de
Champaña y Roscelino), su postura se tradujo en un eclecticismo en lo relativo al la
extensión e intensión de los universales. Podemos resumir su postura de la siguiente
manera: intentando llegar a una tercera vía entre la postura nominalista y realista,
Abelardo admitió que un universal es ante todo un concepto extensivo, pero también que,
precisamente porque es universal, tiene que admitir también la unidad de las intensiones
que los componen (en otras palabras: universal bien puede ser el género y la especie).
Con esa problemática, la postura de Abelardo acaba caracterizándose porque, frente al
realismo y al nominalismo, los universales solo existen como conceptos que, al ser
propiedades de las cosas, existen realmente. Esta postura puede acabar cayendo en que
cada particular es un universal. De ahí que, al tratar de abrir una tercera vía entre las otras
dos, acabara en ninguna parte. Veamos cómo le sucede esto.
Para Abelardo lo único realmente existente es el individuo. Ahora bien, lo individual bien
puede usarse como término (nomen) o como predicado (sermo). Nos encontramos en
Abelardo un principio que después será la base del nominalismo ochamista: una
incipiente separación entre lógica y realidad, lo que implica distinguir los “individuales”
como el ente existente, y el uso que de ellos se hace en una oración en tanto que
predicados. Este elemento fundamental es el que implica que, para Abelardo, los
universales no puedan tener un fundamento en la cosa, ni siquiera como notas esenciales
de ésta. El universal no es ni una res ni un nihilum, sino un conceptus. Es el uso de un
individual como predicado es lo que dota a un término individual de un uso universal. Tal
uso es lo que los lógicos medievales posteriores llamaron “intención” (y más
concretamente, lo que Ockham llamará “intentio nominare”, es decir, que términos como
hombre sustituyan a hombres concretos). El problema es que, como hemos señalado, esta
incipiente separación entre lógica y realidad no se lleva hasta las consecuencias
nominalistas, con lo que el universal, si bien no tiene fundamente en las cosas, no puede
ser meramente un término lógico. Esto lleva a Abelardo a considerar la posibilidad de que
existan, a la larga, tantos universales como cosas, con el evidente peligro de recurso al
infinito que esto conlleva. Para poder solucionar tal problemática metafísica, Abelardo
acabará admitiendo que los universales existen ante rem en la mente de Dios, aunque, a
diferencia de la propuesta tomista, esta parezca más una solución de compromiso con su
propia teoría sobre el tema.

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3. El nominalismo ante la problemática de los universales.
Aunque debamos situar el auge del nominalismo durante el siglo XIV, y más
concretamente en la figura de Guillermo de Ockham, la tensión entre realismo y
nominalismo se extiende a lo largo de toda la edad media. El maestro de Abelardo,
Roscelino, ya en el siglo XI, postuló que lo único que podía considerarse real eran los
individuos que, por su propia característica, eran indivisibles. Para defender tal postura,
aludió a tres tesis que estaban basadas todas ellas en la negación, en último término, a los
elementos que permitían distinguir la forma de la materia de los compuestos (Negación
de la realidad de los universales; negación de la realidad de los accidentes; negación de
la realidad de las partes de un todo).
Sin embargo, el nominalismo del siglo XIV está representado especialmente por
Guillermo de Ockham. La teoría de los universales de Ockham estará basada en una
distinción que ya había introducido Roscelino y que había recuperado Abelardo, y es la
distinción entre lógica y realidad a través de la noción de intentio. Para el inglés, los entes
individuales son lo único que realmente existe, siendo sus propiedades, relaciones, etc…
secundarios con respecto a aquellos. La distinción entre lógica y realidad también
conllevó a considerar de manera diferente la relación entre el sujeto el conocimiento y el
objeto conocido, estableciendo una separación radical en lo que antes se había
considerado unido, e introduciendo por primera vez un subjetivismo perceptivo frente al
realismo imperante en la historia de la filosofía. Podemos definir la intentio como la
capacidad que tienen los términos de referir a dos cosas: bien pueden referir a las
realidades que representan (por ejemplo, el término “hombre” refiere indistintamente a
Platón o Sócrates); bien pueden ser “nombres de nombres”. Esta distinción, entre lenguaje
y metalenguaje, así como semántica y sintáctica, es de radical importancia dentro del
proceso de conocimiento. El proceso de conocimiento distingue entre las palabras como
expresiones sonoras (vox), signos escritos y conceptos, a los que define como afecciones
del entendimiento (lo que Locke llamará después “propiedades secundarias”, aquellas que
tienen poder para formar ideas). Pues bien, el universal no será más que el uso de estos
conceptos a nivel de la intentio segunda, es decir, a nivel sintáctico, pero nunca semántico
(recordemos que esta última consideración había sido el principal límite a la teoría
conceptualista de Abelardo). Esto es así porque, como hemos señalado, las propiedades
no son reales con respecto al individuo, sino que son secundarias, y la única manera en la
que podemos decir que “son” es a nivel de las proposiciones, que Ockham desarrollará
en su teoría de la supossitio.

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Comentario de examen
El texto expuesto es la base de lo que se llamará la controversia de los universales en la
edad media, aunque es un tema de largo recorrido en la Historia de la filosofía hasta
nuestros días. Ya en la filosofía antigua se “asentaron” las diferentes hipótesis sobre el
tema, que se mantendrán después en la edad Media. Platón, defensor de la existencia de
los universales separados y causantes de los entes (universales ante rem); Aristóteles,
defensor de los universales como esencia de la cosa (universales in re); y Epicuro como
defensor de los universales como meros signos de múltiples sensaciones (universales post
rem). Estas posiciones pasarán a la edad media a través de Boecio y el autor de este texto,
siendo una de las grandes controversias filosóficas (y hasta penales) de la época.
Del primero grupo, tenemos como exponente del realismo extremo a Guillermo de
Champaña, para quien los universales no solo existen separadas de las cosas, sino que
además, al tener un rango mayor de extensión, tienen una mayor realidad (postura que
acabó desembocando en un panteísmo lógico). De la postura aristotélica surgió lo que se
ha llamado realismo moderado, cuyo mayor exponente fue Santo Tomás, para el que los
universales existen ante rem como ideas arquetípicas de Dios, pero el intelecto humano
solo puede conocerlas a través de la acción del intelecto agente que separa la esencia
(universal in re) de la materia, mientras que cuando expresamos conceptos a través del
lenguaje son universales post rem. De la tercera postura, tenemos el nominalismo, cuya
mayor figura es Guillermo de Ockham. Para el inglés, los universales solo existen como
“supositio”, es decir, como una sustitución sígnica de la multiplicidad de las cosas en un
juicio (universales post rem) a través del lenguaje. Para finalizar, hay que señalar también
que, junto a todas estas posturas, tenemos el llamado conceptualismo, defendido por
Pedro Abelardo, que podría considerarse como una vía intermedia entre el realismo
moderado y el nominalismo. Para éste, los universales se entienden como conceptos, a
los que define como predicados (sermo) de las cosas, sin existencia propia. El problema
es que, al no definir cuáles son los límites exactos del dominio de discurso del universal,
parece que hay tantos conceptos universales como cosas.
Como podemos comprobar, este problema es uno de los temas fundamentales de la
historia de la filosofía, que han retomado fuerza desde el llamado “giro al lenguaje” del
siglo XX, pero también en la llamada filosofía post-continental del realismo especulativo.

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TEMA 6: SANTO TOMÁS DE AQUINO

0. Párrafo común
Durante el siglo XIII, el occidente europeo vivió con intensidad una serie de cambios
socioeconómicos, que para la filosofía tuvo una importancia capital. El más importante
es la consagración de la universidad como centros productivos de saber, con la
racionalización administrativa y de creación de conocimiento que eso conlleva. En las
universidades del siglo XIII nos encontramos con un espíritu de aceptación de la novedad
al tiempo que se asumían críticamente las fuentes anteriores. Para Santo Tomás, este
movimiento dialéctico es la relación entre el aristotelismo y el neoplatonismo. El
aristotelismo, que había entrado con fuerza desde la España musulmana, despertaba un
interés creciente en las universidades, pero también entraba en contradicción con gran
parte de las doctrinas eclesiásticas del momento, puesto que había postulado cosas como
la eternidad del mundo o la inmanencia de Dios. Debemos a Santo Tomás el esfuerzo por
sintetizar el aristotelismo con los postulados cristianos, esfuerzo que incluso a día de hoy
sigue reconociéndosele al ser un pilar fundamental de la doctrina teológica de la iglesia
católica.

1. Elementos aristotélicos en Santo Tomás


Los elementos aristotélicos se encuentran en toda la producción del aquinate, pero
también el esfuerzo por hacerlas accesibles a la revelación cristiana. La intención que
estructura todo el discurso es conjugar la razón natural con la teología, de tal manera que
ambas se encuentran ante una misma verdad. Aunque la teología sigue siendo la ciencia
principal a la que todo ha de quedar subordinado, la razón no tiene porque encontrarse en
contradicción con ella. Y para tal propósito, Santo Tomás hace uso del pensamiento
aristotélico: recogiendo la famosa sentencia del libro IV de Metafísica, en la que el ser se
dice de muchas maneras. Para Santo Tomás, tal afirmación abre la posibilidad de
establecer una teología racional, es decir, una clarificación racional de los dogmas, al
tiempo que puede dar una razón a la existencia de los entes y una especulación natural
que la escolástica había dejado de lado frente al estudio de la lógica. Este elemento
aristotélico que pasamos a describir estará profundamente basado en el principio de
causalidad y de razón suficiente, que serán los argumentos principales de la segunda y la
tercera vía de la demostración de la existencia de Dios respectivamente.
Santo Tomás recoge del estagirita una diferencia fundamental que habían recuperado los
árabes, y es la distinción entre potencia y acto. Para Santo Tomás, la causa formal y la
causa material se separan de la causa eficiente y la causa final. Es decir, existe una
separación entre la forma y la materia, por un lado; y la esencia y existencia, por otro.
Así, nosotros podemos decir cuál es la esencia (las propiedades necesarias) del ave Fénix
sin que este efectivamente exista. Esto le lleva a concluir que la esencia está en potencia
con respecto a la existencia, que será “materia signata”, es decir, la forma concreta en la
que se sustancializa una universalidad. La apelación a la forma y la materia no debe
ocultarnos también las profundas diferencias con el maestro griego, que hacemos ahora

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explícitas: mientras que en Aristóteles la forma es identificable con la esencia, mientras
que la materia es una potencia que se actualiza gracias a la forma, Santo Tomás distingue
entre esencia y existencia, siendo el compuesto de materia y forma (como potencia y acto
respectivamente) aplicable solo a la esencia. Con ello se distancia también Santo Tomás
de los árabes, que habían identificado esencia con forma y existencia con materia. Santo
Tomás conjuga una metafísica aristotélica con el dogma de la creación, a través del
principio de razón suficiente y de causalidad: dado que la esencia es solo potencia con
respecto a la existencia, ésta debe estar causada por algo que exista necesariamente, y
cuya esencia implique su propia existencia (pues, de lo contrario, algo en potencia habría
creado algo en acto, lo cual es absurdo). Y dado que hay algo en vez de nada,
necesariamente la existencia tiene que ser obra de Dios. La existencia de Dios se prueba
desde la contingencia de los entes, que a su vez son efecto de su gracia.
Esta reinterpretación del principio de causalidad aristotélico también llevará a una
reinterpretación de las modalidades del ser. La diferenciación entre género y especies del
estagirita llevaban a cabo una “taxonomía” de todo lo real en base a la pertenencia de tal
ente a tal género, portando cada uno de estos géneros en su seno una serie de diferencias
específicas (propiedades esenciales) que caracterizaban el conjunto de todo lo real. Pues
bien, esta taxonomía “horizontal” (como dicen Reale y Antisieri) en Santo Tomás deviene
“vertical”. Con esto queremos señalar que el ser de Santo Tomás no es unívoco ni
equívoco, sino análogo. Dios y la creatura, si bien son radicalmente diferentes por lo que
antes hemos señalado, también mantienen una relación de analogía, puesto que el efecto
es consustancial a la esencia. Con ello, se mantiene un orden jerárquico en la esfera del
Ser, de clara tendencia neoplatónica, al tiempo que se mantienen los tres grandes
principios que Lovejoy manejaba en La gran cadena del ser: continuidad (no hay “saltos”
en la creación, sino una serie de causas y consecuencias), gradación (la causa se mantiene
en los efectos, aunque de manera menos perfecta por cada nueva causación) y completitud
(no hay “espacios vacíos en la creación”, pues todo lo existente participa de la Plenitud
divina, aunque en diferentes grados de perfección). Como podemos ver, la doctrina de la
analogía del ser es un principio aristotélico convenientemente “neoplatonizado”.
Por último, muy rápidamente, señalaremos la antropología y epistemología tomista.
Como buen cristiano, Santo Tomás considera que el hombre está formado por el cuerpo
(materia) y alma (forma). Siguiendo de cerca el capítulo III del De Anima de Aristóteles,
para Santo Tomás el alma está en potencia con respecto al cuerpo, en el sentido de que
solo los cuerpos orgánicos pueden tener alma. Sin embargo, esta tesis entra en
contradicción con la doctrina de la inmortalidad del alma. Para Santo Tomás, la
inmortalidad del alma se encuentra en relación con la diferencia entre esencia y
existencia. El alma forma parte de la esencia del hombre, con lo que es solo una
potencialidad que se ha de convertir en existente a través de la gracia. De ahí que el alma
sea, como forma, la característica principal de un cuerpo orgánico, pero como esencia, es
inmortal (creada por Dios y con posibilidad de redención en el juicio final). En cuanto a
la teoría del conocimiento, Santo Tomás lee el texto de Aristóteles: el entendimiento
agente no es sino la “esencia” que deja entrever el conocimiento del universal una vez
que este es asumido por el entendimiento posible mediante un ejercicio de abstracción.

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2. Elementos Platónicos en Santo Tomás
El platonismo en Santo Tomás está muy presente también, aunque no de un modo tan
evidente como el aristotelismo. El neoplatonismo, debido a la tremenda influencia que
había tenido en la formación de la filosofía propiamente cristiana, también entra dentro
de la reinterpretación tomista. De hecho, podemos decir que el neoplatonismo sirve de
“límite” al aristotelismo natural que Averroes había exportado de España, que había
acabado identificando al mundo con Dios. Los puntos esenciales en los que podemos ver
el neoplatonismo de Santo Tomás están en estrecha relación con la jerarquización vertical
(tomamos esta expresión de Reale) de los entes, que se disponen siguiendo los principios
expuestos por Lovejoy en La gran cadena del ser: continuidad (no hay “saltos” en la
creación, sino una serie de causas y consecuencias), gradación (la causa se mantiene en
los efectos, aunque de manera menos perfecta por cada nueva causación) y completitud
(no hay “espacios vacíos en la creación”, pues todo lo existente participa de la Plenitud
divina, aunque en diferentes grados de perfección).
El primer elemento donde se da esta característica neoplatónica es en la modalidad
analógica del ser. Si bien es un principio claramente aristotélico, la jerarquización del
mundo en grados de perfección según el orden causal en el que se encuentren. Así, si Dios
es la causa eficiente del mundo, la creatura participa de su perfección en la medida en que
son efectos de tal causalidad. El segundo elemento, es el de los trascendentales, que está
estrechamente relacionado con la cuestión de los grados de perfección. Los
trascendentales son las propiedades esenciales del ser, de tal modo que todo ente tiene
que tener las siguientes características: ser uno, verdadero y bueno. La unidad del ente
quiere decir que no encontramos en él contradicción. Ahora bien, los entes, por estar
compuestos de esencia y existencia (siendo esta separable, punto absolutamente
diferenciado de la metafísica Aristotélicos), son “menos unos” que el Ser perfecto,
fundamento y causa del ente, es decir, de Dios, cuya esencia y existencia es la misma. En
cuanto a la verdad del ente, básicamente, es el aspecto positivo de la no-contradicción, es
decir, el principio de identidad. Ahora bien, en este aspecto conjuga el principio de verdad
aristotélico (la verdad como adecuación del pensamiento a la cosa) con el principio
neoplatónico de las ideas como arquetipos de Dios. Así, las cosas son verdaderas porque,
en el caso divino, se invierten los términos: la verdad Divina es la adecuación de las cosas
(los entes) al pensamiento de Dios que, como un arquitecto, las ha “proyectado”.
Dependiendo del grado de perfección en el que nos encontremos, esta será más o menos
verdadero. Podemos ver la cercanía en este aspecto con el Timeo, en el sentido de que la
creación divina es una techné divina. En tercer lugar, la bondad del ente. Este tercer
elemento es aquel que podríamos considerar como el aspecto de “completitud”. Todo ente
es bueno en el lugar que ocupa jerárquicamente, mientras que el mal, considerado como
“no-ser”, no tiene cabida dentro del cuadro de la creación. La bondad del ente está en
relación también con la perfección, pues si Dios crea amando (y las cosas son buenas
porque Dios las quiere), el hombre participa de la perfección en la medida en que ama las
cosas que son buenas.

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3. La teología natural en Santo Tomás de Aquino
La intención que motiva toda la producción filosófica del aquinate es tratar de encuadrar
las novedades del aristotelismo enseñadas por la falsafa dentro de la doctrina de la
revelación cristiana. De ahí que la famosa sentencia que abre el libro IV de Metafísica le
sirva de “excusa” para señalar que fe y razón no son mutuamente excluyentes, sino que
una y otra se perfeccionan mutuamente: dado que son muchas las formas de decirse el
ser, son muchas las diferentes ciencias que pueden analizarlo y estudiarlo. Esta será la
base de toda la teología natural de Santo Tomás.
El primer punto esencial de la teología natural es plenamente aristotélico, aunque
convenientemente adaptado a la revelación. Santo Tomás recoge del estagirita una
diferencia fundamental que habían recuperado los árabes, y es la distinción entre potencia
y acto. Para Santo Tomás, la causa formal y la causa material se separan de la causa
eficiente y la causa final. Es decir, existe una separación entre la forma y la materia, por
un lado; y la esencia y existencia, por otro. Así, nosotros podemos decir cuál es la esencia
(las propiedades necesarias) del ave Fénix sin que este efectivamente exista. Esto le lleva
a concluir que la esencia está en potencia con respecto a la existencia, que será “materia
signata”, es decir, la forma concreta en la que se sustancializa una universalidad. La
apelación a la forma y la materia no debe ocultarnos también las profundas diferencias
con el maestro griego, que hacemos ahora explícitas: mientras que en Aristóteles la forma
es identificable con la esencia, mientras que la materia es una potencia que se actualiza
gracias a la forma, Santo Tomás distingue entre esencia y existencia, siendo el compuesto
de materia y forma (como potencia y acto respectivamente) aplicable solo a la esencia.
Con ello se distancia también Santo Tomás de los árabes, que habían identificado esencia
con forma y existencia con materia. Santo Tomás conjuga una metafísica aristotélica con
el dogma de la creación, a través del principio de razón suficiente y de causalidad: dado
que la esencia es solo potencia con respecto a la existencia, ésta debe estar causada por
algo que exista necesariamente, y cuya esencia implique su propia existencia (pues, de lo
contrario, algo en potencia habría creado algo en acto, lo cual es absurdo). Y dado que
hay algo en vez de nada, necesariamente la existencia tiene que ser obra de Dios. La
existencia de Dios se prueba desde la contingencia de los entes, que a su vez son efecto
de su gracia.
El segundo punto esencial de la teología natural es la disposición jerárquica de los entes,
a través de la reinterpretación del principio de causalidad aristotélico. Esta
reinterpretación del principio de causalidad aristotélico también llevará a una
reinterpretación de las modalidades del ser. La diferenciación entre género y especies del
estagirita llevaban a cabo una “taxonomía” de todo lo real en base a la pertenencia de tal
ente a tal género, portando cada uno de estos géneros en su seno una serie de diferencias
específicas (propiedades esenciales) que caracterizaban el conjunto de todo lo real. Pues
bien, esta taxonomía “horizontal” (como dicen Reale y Antisieri) en Santo Tomás deviene
“vertical”. Con esto queremos señalar que el ser de Santo Tomás no es unívoco ni
equívoco, sino análogo. Dios y la creatura, si bien son radicalmente diferentes por lo que
antes hemos señalado, también mantienen una relación de analogía, puesto que el efecto
es consustancial a la esencia. Con ello, se mantiene un orden jerárquico en la esfera del
Ser, de clara tendencia neoplatónica, al tiempo que se mantienen los tres grandes
principios que Lovejoy manejaba en La gran cadena del ser: continuidad (no hay “saltos”

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en la creación, sino una serie de causas y consecuencias), gradación (la causa se mantiene
en los efectos, aunque de manera menos perfecta por cada nueva causación) y completitud
(no hay “espacios vacíos en la creación”, pues todo lo existente participa de la Plenitud
divina, aunque en diferentes grados de perfección). Como podemos ver, la doctrina de la
analogía del ser es un principio aristotélico convenientemente “neoplatonizado”.
El tercer elemento esencial de la teología natural es, por así decirlo, la conveniente
representación de las dos anteriores con la demostración de la existencia de Dios, que se
plasmará en las famosas cinco vías. Como hemos señalado, la pregunta por la existencia
de Dios no puede situarse en paralelo a la estructuración ontológica del mundo (es decir,
tiene que poder implicar la diferencia entre esencia y existencia) y también la disposición
neoplatónica de los grados de perfección a través de la analogía del ser (de un ser perfecto
han de poder derivarse el resto de grados, sin que se confundan). La identificación
metafísica entre estos planos ontológicos y la demostración de la existencia de Dios era
el principal elemento probatorio del llamado “argumento ontológico”, que acaba cayendo
en un panteísmo de carácter lógico. A esta identificación opondrá Santo Tomás la famosa
distinción de la metafísica Aristotélica: Dios es lo primero en-sí, pero último para
nosotros. Es necesario partir de los elementos que se dan efectivamente en el mundo para
llegar a demostrar la existencia de Dios. La primera vía es la vía del cambio, que es la vía
más evidente para demostrar la necesidad de un primer motor para explicar el movimiento
(el paso de la potencia al acto). Todo lo que se mueve ha de ser movido por otro y, dado
que es necesario que ese “otro” esté en movimiento, es necesario un primer motor
continuamente en acto que mueva todo lo demás. A este primer motor lo llamamos Dios.
La segunda vía es la vía de la causalidad eficiente. Esta vía se basa en dos elementos: que
todo lo que hay tiene necesariamente una causa y que, para no llevar esta causa al infinito,
es necesario que haya una causa incausada. Esta causa eficiente, causa de causas, es a lo
que llamamos Dios. La tercera vía es la de la contingencia o posibilidad. El mundo nos
muestra que todo lo que existe es posible, puesto que podría no haber sido. Para que estas
efectivamente sean, es necesario que exista un primer ente cuya esencia implique
necesariamente su existencia, puesto que si no tendría que haber nada en vez de algo, lo
cual no se da. Este ente esencialmente necesario es lo que llamamos Dios. La cuarta vía
es la vía de los grados de perfección: todo lo que existe está jerárquicamente dentro del
mundo, es decir, que hay algunos entes que son menos perfectos que otros. Si no hubiera
grados de perfección, incluso admitiendo que lo que existe es contingente, existirían
“espacios vacíos” en la creación, es decir, una alteridad de entes continua, lo cual es
absurdo por las relaciones que estos mantienen entre sí. Esto quiere decir que el mundo
es perfecto, y dicha perfección tiene que ser causada por un ser que sea en sí mismo
perfecto. A este ser le llamamos Dios. La quinta vía es la vía de la finalidad. Esta vía
proviene de la constatación de que los entes del mundo actúan conforme una cierta
regularidad, es decir, que sus comportamientos tienen hacia la repetición regular. Dado
que ellos mismos no pueden ser la causa de esta teleología, ha de ver un principio
regulador hacia el que todo tiende, manteniendo así los grados de perfección. Esta causa
final es Dios.

34
4. La doctrina política de Santo Tomás
Como San Agustín, para Santo Tomás el mal es una carencia de bien. Esto nos lleva a
considerar al hombre como un ser que posee, dentro del orden divino, la característica
esencial de la racionalidad. Ahora bien, como en toda la antropología filosófica cristiana,
esta racionalidad no es sino una racionalidad imperfecta, pues la falibilidad humana le
hace imposible conocer exactamente cuál es tal orden y, aun inclinándose hacia el orden
de causas por su condición de ser creado (su habitus o sindieresis), este conocimiento no
implica de manera directa una acción conforme al orden de causas. Con ello, como el
obispo de Hipona, Santo Tomás hace recaer en el libre albedrío la auténtica causa del mal
en el mundo, pues la voluntad (la querencia) es la responsable de seguir esta inclinación
natural o no hacerlo. Consecuentemente, la doctrina política de Santo Tomás es un intento
de deducir de este orden natural (ley natural) el orden político que encamine
colectivamente al hombre hacia el respeto a tal orden. Con ello, distingue santo Tomás
entre la ley divina o eterna, que no es sino una visión ampliada de la quinta vía de la
demostración divina: todo se rige conforme a un orden o finalidad creada por el supremo
hacedor. Por otro lado, la ley natural dispone cual es la finalidad de cada uno de los entes,
siendo el hombre el ente cuya nota característica es el guiarse por la razón, de ahí que la
ley natural sea la actuación conforme a la razón y, de dicha razón, se siguen una serie de
principios que le son constitutivos a la racionalidad humana: la sociabilidad, el hecho a
formar sociedades, etc… de ahí que el Estado sea, para Santo Tomás, una comunidad
humana fundada en la ley natural propia del hombre. De ella, continua Tomás, se deduce
la ley humana, que sería correspondiente a lo que ahora se conoce como Derecho positivo.
Ahora bien, distingue Santo Tomás entre la ius gentis, es decir, el derecho de gentes que
se obtiene por deducción de la ley natural: estas son los derechos obtenidos por deducción
de la ley natural, como es por ejemplo el derecho a la conservación de la vida propia sin
que se vea arrebatada; frente al ius civile, que no son sino las determinaciones
históricamente contingentes de este tipo de derechos naturales (diríamos hoy, por
ejemplo, que si bien el homicidio está penado tanto en España como en EEUU, la pena
por el mismo hecho son diferentes en cada país). De ahí deduce Santo Tomás que una ley
positiva, para que sea justa, no ha de poder contradecirse con la ley natural. Cuando esto
sucede no estamos ante una ley humana, sino ante una corrupción de la ley, que es causada
posiblemente por el modo de gobierno en el cuál se ha gestado tal ley, que Santo Tomás
llama tiranía. Como podemos ver, la doctrina política de Santo Tomás está en la línea del
profundo cambio teológico que se da en el siglo XIII, donde la doctrina política está en
estrecha relación con una filosofía del derecho, encargada de pensar el origen y el alcance
de las leyes, al tiempo que se mantiene el principio escatológico de la pregunta por el
crimen y el castigo, es decir, la Teodicea, que había sido el principal motivo del pensar
político de la filosofía cristiana.

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Comentario examen
Párrafo común
Siguiendo a Rogelio Rovira, podemos decir que el objetivo fundamental de la
argumentación es encontrar la causa universal a través de una “narrativa metafísica”: se
parte de un hecho conocido por experiencia (que los seres se mueven, que obran, que
existen, etc…); un nudo, en el que trata da dar razón suficiente de tales hechos; y una
conclusión: que existe un ente necesario que da razón suficiente de lo primero. Aunque
el razonamiento parezca circular, no lo es: de lo que se trata es, como en la metafísica
aristotélica, de dar cuenta de lo que es primero-en-sí a través de lo que es primero-para-
nosotros. Con esta breve introducción, podemos dar cuenta de como la propia
metodología de la argumentación nos lleva al principio fundamental de la filosofía en la
edad media: se trata de una onto-teo-dicea, es decir, una reflexión sobre le ente primario
cuya existencia fundamenta la existencia del resto de entes. Esta causa esencial se define
por seis propiedades esenciales: es necesaria; es autónoma (actúa por su propia virtud);
que es inmediatamente requerida por el efecto (que el efecto tiene una relación de
dependencia directa); transitividad (que la relación entre efectos y causas está
ontológicamente ordenada); el ser requerido simultáneamente para producir el efecto (es
decir, que un efecto solo puede estar en acto causado por una causa que esté a su vez en
acto. Esto es importante porque la causalidad no es, estrictamente, temporal, sino
metafísica); y, por último; está en un determinado lugar dentro del orden de causas.
Rogelio Rovira indicará que los tres modelos por los cuales desarrolla la argumentación
están extraídos del Pseuododioniso: la via emineintae, la via remotionis y la via
causalitatis.

Primera vía: vía del movimiento.


El núcleo de la argumentación parte de la evidencia de que las cosas del mundo se
mueven. Para desarrollar la argumentación, Tomás parte de la via causalitatis, es decir,
por la vía de la causalidad. Para ello, se pasa a la teoría de la potencia al acto: movimiento
significa para el aquinate “pasar de la potencia al acto”. Si se pasa de la potencia al acto,
es necesario que aquello por lo cual pasa al acto esté en acto también. El segundo motivo
que se esgrime es la via remotionis y via eminetieae. Lo que quiere decir Santo Tomás es
que esta causa primera no es solo superior en términos de movimiento (en acto) sino
también que además esta es universal. Con esto lo que pretende decir Santo Tomás son
dos cosas: en primer lugar, que esta causa no es movida por otro; en segundo lugar, que
si el movimiento es un efecto universal, primera tiene que ser la causa (esta explicación
sigue lo que Rogelio Rovira llama “ley de la prioridad”). Es necesario señalar que esta
prioridad no es temporal, sino metafísica: es necesario algo que, por estar en acto
continuamente, no puede pertenecer al tiempo. Por tanto, el primer motor, universal en
su causar, en acto continuo y en un plano ontológico superior al de los efectos, es a lo que
llamamos Dios.

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Segunda vía: vía de la causalidad eficiente
La causalidad eficiente se entiende con el mero hecho de mirar al mundo. De nuevo, Santo
Tomás se basará en la via causalitatis, es decir, en que hay una relación entre la causalidad
eficiente y la cosa que es causada, que no puede ser causada por sí misma. También como
en la vía anterior, Tomás recurrirá a la vía eminentiae, es decir, que si el efecto es
universal (todo ser sensible tiene una causa, /\x(Px-->Qx)), primera tiene que ser la causa.
En este caso, sin embargo, debe añadir Tomás la llamada via remotionis o de la negación.
En este sentido, esta causa tiene que ser causa de sí misma. Y eso no puede darse en el
mundo sensible, por la razón que se señala en el texto (“porque si no sería anterior así
misma, lo cual es absurdo”). Ello conlleva a que esta ha de estar en un plano ontológico
superior al de los efectos, donde la causa universal es “incausada”. El hecho de que no
pueda haber una causalidad al infinito procede por reducción al absurdo: si existe una
estructura ordenada de causas, una serie infinita de causas no causaría nada, por el
principio de razón suficiente: no habría razón para que produjeran nada, con lo cual todo
existiría por otro, pero ese “otro” no existiría. Es necesario, por tanto, que exista una causa
incausada que sea superior. Con ello, a la primacía de la causa en el ámbito ontológico es
universal y primera, en un ámbito ontológico diferente. Este ser es lo que se llama Dios.

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Tercera Vía: vía de la contingencia
La tercera vía parte del hecho de la contingencia de las cosas del mundo sensible. En esta
vía se muestra perfectamente como las vías no son pruebas físicas, sino metafísicas. En
la metafísica del aquinate, lo existente se divide entre esencia y existencia. Si la existencia
es un compuesto de materia y forma, la esencia solo puede ser dada por un ser que exista
necesariamente, en tanto que capaz de hacer pasar de la esencia a la existencia. Por tanto,
el efecto posee, necesariamente, un rasgo o característica “añadida” por parte de la causa,
que es la de su razón de ser, su “quiddidad”. Este es el ejemplo se guía, por tanto, por la
Via causalitatis, via remotionis y via eminentiae, que son las tres vías que configuran la
cuestión canónica: dado que hay ser y no nada, y de la nada nada puede haber, es necesario
que exista un ser cuya esencia implique su existencia, y dado que es una pregunta
universal (“¿Por qué el ser y no la nada?”), universal tiene que ser la necesidad de la
existencia. Y, dado que el ser existente se compone de esencia junto con el compuesto de
materia y forma, entonces, el ser que es solo esencia, ha de estar en un rango ontológico
superior. Y a este ente necesario todos son los que llaman Dios

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Cuarta vía: la vía de los grados de perfección
La cuarta vía inicia con la percatación de que las cosas se disponen según sean más
buenos, verdaderos y bellos (es decir, que participan de los trascendentales). Esta es quizá
la vía más “neoplatónica” de toda la argumentación tomasiana, y que recoge el espíritu
de la ordenación del mundo propio de las teodiceas cristianas (ejemplo que podemos ver,
por ejemplo, en Del Orden agustiniano). Lo que esta vía señala básicamente es que, dado
que las cosas son buenas, bellas y verdaderas, es necesario que exista un ente que sea, en
sí, bueno, bello y verdadero. Con estas características se quiere señalar que tal ente no
tiene en sí el no-ser (“no hay espacios vacíos en la creación”, como diría Lovejoy); que
es ordenado (que es principio rector hacia lo que todo tiende y por lo que todo es); y que
es Uno, es decir, que no posee en sí multiplicidad ninguna. Así pues, podemos ver como
en esta vía está en estrecha relación con las tres anteriores, en la medida en que se
presupone que, partiendo de los trascendentales, existe un orden de causas. Dado que el
efecto de esta causa es universal (pues el mundo, como pluralidad de entes, es bueno,
bello y uno), universal tienen que ser los trascendentales del ser. El ente fundante que
recoge estas tres características es el ente que llamamos Dios.

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Quinta vía: la vía del gobierno del mundo (o de la causa final)
La quinta vía parte del hecho constatable de la experiencia de que las cosas que no tienen
inteligencia se comportan siempre de un modo para alcanzar una serie de fines (ya sean
fines biológicos, como puede ser una planta o un animal, pero también constante el
aquinate los procesos finales de la propia naturaleza). Y dado que estas cosas no pueden
operar por voluntad propia hacia fines, debe de haber un ente primero, fundamental, que
conozca a que fines han de tender el resto de entes. Puesto que en las anteriores vías se
ha demostrado que el ente primero es primero en el orden ontológico, primera de las
causas, etc… El orden tendente no es azaroso, sino que está guiado con vistas a un fin.
Así, el ente primario no es solo causa eficiente de todo lo que se mueve, sino que también
es la primera de las causas finales, pues todo tiende a una mayor perfección, bondad y
belleza (dentro del grado de perfección en el que se encuentren). A este ente último
fundamental al que todo tiende es al que llamamos Dios.

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Comentario final: ¿ha superado el aquinate el argumento ontológico?
Como podemos comprobar, estas vías tienen el objetivo de dar cuenta del ente fundante-
fundador-autofundamentado partiendo de una constatación directa con la naturaleza. Esto
se opone de manera frontal a la explicación propia del argumento ontológico, en el que
se trataba de dar cuenta de la existencia del mundo a partir de la existencia Divina,
tendiendo en cuenta que Dios era el “conjunto de conjuntos”, es decir, el cuantificador
universal bajo el que caían todas las propiedades y, por tanto, los términos de tales
propiedades, incluida la existencia. Sin embargo, como no hemos dejado de repetir,
también el aquinate asume en sus vías la universalidad de los efectos, es decir, que supone
una causalidad también universal desde el conjunto de lo constatable en la experiencia.
La universalidad de una causa no es sino aquella que puede, en virtud de su propia
“consistencia ontológica” (es decir, por hallarse en un plano superior) ser fundamento de
todas las demás.
Con ello, podemos decir que el Aquinate no hace sino invertir los términos del argumento
ontológico: la existencia de los entes implica su esencia, pues solo en virtud de esa
potencialidad pueden actualizarse. De ahí que sea necesario “poner un freno
neoplatónico” a la metafísica aristotélica, y tal freno es la distinción entre esencia y
existencia. Es decir, a ojos de Dios, del que no puede predicarse nada, la existencia es,
también, una propiedad de los entes. De lo contrario, los entes serían esenciales en virtud
de su propia esencia, lo que nos acercaría peligrosamente al aristotelismo averroísta. Con
ello, dejamos claro que esta distinción entre esencia y existencia, fundamental (incluso a
día de hoy) en la teología natural cristiana, no puede sino asumir siempre un presupuesto
del argumento ontológico, y este es el principio de razón suficiente: Dios continúa siendo
aquel ser necesario que dota de existencia a la realidad empírica, constatable en la
experiencia. El aquinate, intentando huir del argumento ontológico que deviene en un
panteísmo (isomorfismo entre creador y creación), no hace sino postular una existencia
separada pero que, en virtud de los grados del ser, otorga la existencia en virtud de una
esencia. Parece imposible, pues, huir del argumento ontológico si se pretende dar cuenta
de la relación entre Dios y la creatura a través de la analogía del Ser.

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TEMA 7: EL FINAL DE LA EDAD MEDIA. DUNS
SCOTO Y GUILLERMO DE OCKHAM

0. Párrafo común
La introducción del Aristóteles averroísta en el siglo XIII, y su interpretación tomista,
habían llevado a un refinamiento de carácter metafísico que se oponía a muchas de las
interpretaciones agustianas que se habían ido centrando, precisamente, en la pluralidad
irreductible de entes que poblaban el mundo. Tal había sido la disputa entre dominicos,
seguidores del aristotelismo tomista, los averroístas que entraron en Europa occidental
desde España y que habían ido identificando paulatinamente el entendimiento agente con
el poder productivo de Dios (natura naturans) y a la materia con la actualización de aquel
(natura naturata), que había desembocado en un panteísmo naturalista, y que llegará a
hacerse importante a través de la mística alemana, cuyo epíteto y máximo exponente se
dará en el siglo XV, Nicolás de Cusa; y, por último, los franciscanos, que serán los que
expondremos en esta pregunta. Frente a esta tendencia panteísta, en la que parecía
desembocar tanto el neoplatonismo como el aristotelismo, el siglo XIV se caracterizará
por volver a postular una separación entre la fe y la razón: los dogmas de fe explicitan
una verdad revelada, que no puede ser “constreñida” por la razón; pero es que la razón
tampoco podrá tratar de dar cuenta de los principios y causas últimas que están allende
de la experiencia. Con ello, nos encontramos ante una filosofía de claro carácter
“antimetafísico”, que derivará en una tendencia que ya se había ido prediciendo desde el
final de la antigüedad y que se había ido manteniendo a lo largo de la edad Media: una
distancia cada vez más acusada entre el sujeto, como conocedor del mundo, y el objeto.
Tal aspecto hace de esta filosofía una filosofía con un mayor carácter empírico, alejada
de los dogmas canónicos de la escolástica del siglo de oro.

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1. Contenido y límites de la teología natural de Duns Scoto
Del párrafo anterior, Para defender esta tesis, Scoto propone una doctrina ontológico-
epistemológico y una ética.
la tesis de la univocidad del Ser y de la haeccitas: Scoto se plantea que todo lo que
conocemos son realidades complejas, y es necesario una labor de simplificación que haga
justicia a la diversidad de lo dado y a la creación. El proceso de simplificación se iniciará
por distinguir las diferencias que existen entre diferentes realidades conceptuales, que
serán tres: real, formal y modal. Esta última es la que nos interesa para el tema de la
univocidad: la diferencia modal es una diferencia de carácter cualitativo, es decir, es una
diferencia de grado dentro de las mismas manifestaciones de tal conceptualidad. Por
ejemplo, diríamos que tanto el Sol como un candelabro son luminosos, pero en diferentes
grados. Si prescindimos, en un auténtico ejercicio de economía conceptual, de los
diferentes modos en los que se da el ser, estaremos de acuerdo en que de todas ellas
pueden predicarse que "son". La tesis de la univocidad del ser expresa así las dos
tendencias de la época: una teoría universal del ser (la univocidad) junto con una crítica
antiesencialista propiamente nominalista; todas las cosas dicen el ser (incluido Dios), pero
cada una de ellas lo dice de un modo diferente: el ser humano, por ejemplo, "es" de
manera diferente a Dios, pero no más imperfecta. Ello predica una multiplicidad de
predicables incategorizables entre sí, a excepción de los dos atributos en los que se dice
el ser: infinito y finito. A la primera categoría solo pertenece Dios, mientras que todas las
demás pertenecen a la segunda. La teoría de la univocidad del ser se plantea frente al
aristoteleismo tomista, que había postulado una analogía del ser: de todos los seres se
predican una serie de predicados esenciales, que se vean agrupando conforme a género y
diferencia específica de manera jerárquica dependiendo de la perfección en la que se
encontraran dentro de "la gran cadena del ser". En este sentido, la configuración
ontológica de Scoto es mucho más "anárquica", precisamente porque el ser sería, en una
terminología actual, un continuo productor de diferencias: no podrían establecerse grados
de mayor o menor perfección, sino que todas las propiedades de las cosas serían diferentes
entre sí.
Esta manera de pensar se ve bien en su concepto de haeccitas. Para Duns, dado que todas
las formas dicen el ser de manera diferenciada, la materia no puede ser meramente la
"individualidad" de la "forma". Es decir, los entes no son un compuesto de materia y
forma. Hay un principio previo, por el cual este compuesto tiende a individualizarse, dado
que no hay una forma esencial que recoja todos los predicados necesarios de una
individualidad. La individualidad es perfecta por su "hacce est", por su propio ser. El ente
individual es un "mundo dentro de un mundo": cada elemento del mundo no es sino el
conjunto de todas las "haeccitas" que conforman un continuo mundo dentro de otros
mundos. Es fácil ver la tremenda influencia que tuvo esta manera de entender la relación
entre el todo y las partes en Leibniz.
Otra cosa diferente sucede con el ente infinito. Ya habíamos dicho que es una manera de
decirse el ser solo es de Dios. Scoto tratará de probar la existencia de Dios de una manera
parecido a la vía de la posibilidad en Santo Tomás, pero con diferencias: todo lo que
existe es necesariamente contingente, porque bien podría no haber sido. ¿Porque las cosas
son en vez de no ser? Porque existe un ente primario que no es necesariamente posible,

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sino necesario, que no puede ser producido por otro (si no, caeríamos en una regresión al
infinito). Ahora bien, ¿este ser es solo posible o existe realmente? es necesario que sea
posible, porque existe, y, en segundo lugar, existe necesariamente porque solo puede ser
posible por sí mismo, ya que no es producible por otro. Su forma de ser, su "haeccitas",
es que es infinito, porque no puede circunscribirse bajo ningún predicado.
La demostración de la existencia de Dios nos introduce ya en su doctrina ética. Para Scoto,
el voluntarismo es la prueba palpable de que, en el proceso de creación, hay una primacía
de la voluntad frente al intelecto. Como en la famosa frase de Pascal, para el sutil la
voluntad primero quiere y luego conoce. Si bien es evidente que para querer algo primero
hay que conocerlo, es la voluntad la que "nos predisposiciona" hacia tal o cual objeto. La
voluntad, el querer, es el elemento fundamental de la ética y teología de Duns, frente a
los averroístas y al aquinate: a los primeros les critica que Dios actúa de manera necesaria,
conservando continuamente el mundo; a Santo Tomás le criticará que, aunque le dé
importancia a la voluntad, al proponer un ejemplarismo de las Ideas en la mente de Dios,
hay una subordinación de la voluntad al intelecto. En un hipotético diálogo con Sócrates,
Scoto hubiera dicho lo contrario: las acciones piadosas son tal porque Dios las quiere.
Con esto, podemos acabar diciendo que Duns Scoto será la primera piedra en el camino
para el aristotelismo escolástico, que será finiquitado por Ochkam. Sin embargo, también
podemos pensar a Scoto en diálogo con toda la historia de la filosofía. La teoría de la
univocidad del ser, que solo puede ser común para todo ente cuando se obvia los
predicados que las diferencias, tendrá una influencia gigantesca en la llamada "ontología
de la diferencia", especialmente en Heidegger y, sobre todo, en Diferencia y
Repetición de Deleuze.

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2. La crítica de Ockham a las teologías platónicas y aristotélicas medievales
Como Scoto, para Ockham la primacía de la voluntad divina sobre los esquemas
neoplatónicos y aristotélicos, que “constreñían” dicha voluntad bajo esquemas
intelectivos que impedían otorgar una realidad constitutiva a la multiplicidad de entes de
la que se compone el mundo. Esta crítica se da en varios puntos fundamentales: en
términos ontológicos, epistemológicos, antropológicos y políticos. De los primeros, cabe
decir que, al señalar la primacía del ente individual, se postula un mundo donde hay una
separación absoluta entre Dios y la criatura, de tal manera que el mundo se compone de
entes individuales, diferenciados entre sí, que constituyen no solo la realidad “más
perfecta”, sino la única con la que podemos contar. Esto se opone, por tanto, a las
teologías neoplatónicas y medievales que, como hemos señalado, desembocaban de una
manera o en otra en panteísmos más o menos explícitos. El principio ontológico (que a
su vez es metodológico) es comúnmente conocido como “la navaja de Ockham”: no es
necesario multiplicar los entes sin necesidad, es decir, todos aquellos conceptos que no
tengan como referencia un ente individual (tales como sustancia, intelecto agente, causa
eficiente, etc…) deben ser desechados porque violan el principio de economía de la razón.
Sin embargo, esta crítica en el apartado ontológico traerá consigo un aspecto mucho más
decisivo en el apartado epistemológico y antropológico. Al postular un mundo compuesto
de entes radicalmente individuales, el conocimiento abstractivo del universal deja paso a
una importancia mayor de la experiencia, que se concibe como fundamento y límite del
conocer. Distinguirá el inglés entre un conocimiento directo, basado en la experiencia, y
un conocimiento complejo, en el que desarrollará su teoría del conocimiento, basada en
la noción de suposittio. La suposittio será, básicamente, un planteamiento lógico, en el
cual el conocimiento pasa de ser “directo” (referido a la existencia o no existencia de
algo) a ser un conocimiento a través del lenguaje, donde debemos diferenciar entre
términos y propiedades. Los términos pueden sustituir a un objeto de manera mental, oral
o escrita, mientras que las propiedades, por primera vez, dejarán de ser el conjunto de
predicados necesarios de tal o cual ente, para depender de lo que en nuestros días se
conoce como el principio de contexto, es decir, que un mismo término puede tener
diferentes significados dependiendo del lugar que ocupe en una oración. Aquí debemos
distinguir entre la suposición personal, simple y material, que serían diferencias de
carácter semántico, lo que supone una clara separación entre lógica y realidad.
Con esto, podemos señalar cuales son las principales críticas a un nivel filosófico de
muchísimo calado: por un lado, una tendencia a transformar la epistemología en una
ontología, principio de corte escéptico que entra de nuevo con fuerza: lo importante deja
de ser qué es la realidad, para pensar en cómo podemos conocerla, dejando de lado
términos vagos que no hacen sino dificultar el auténtico conocimiento de la realidad; en
segundo lugar, un desplazamiento de la metafísica a la física, y más en concreto, a una
teoría de la relación semántica entre significado y referencia; y en tercer lugar, en relación
con lo anterior, una incipiente metodología científica que exige claridad a las
proposiciones y rigor en la mirada a la realidad.

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3. La doctrina del poder político y eclesiástico en Guillermo de Ockham.
Consecuente con sus postulados de filosofía natural, Ockham será un gran defensor de la
libertad individual, que rechazará toda coacción que no esté sustentada en la libertad,
como escribe en su breviloquium, pues “a diferencia de la ley mosaica, la ley del
evangelio es una ley de libertad”. Para Ockham, el poder del papado no puede estar
basado en el terror y la dominación, pues la fuente de tal poder es precisamente la libertad
otorgada por parte de los miembros de su comunidad, es decir, de la iglesia. Por ello, para
Ockham es más importante que la iglesia vuelva de nuevo la cara a sus fieles, a la
comunidad que sanciona la verdad y que guía a través de ella su vida y que han decidido,
libremente, pertenecer a la iglesia. Por ello, y como buen franciscano, pide Ockham que
sea de nuevo la comunidad de fieles los que, libremente, vivan su fe de manera humilde,
y que tal sea también el objetivo del papado: un poder eclesiástico que sea ministrator,
pero no dominator, que no esté presente en las preocupaciones mundanas y temporales.
Precisamente por esto último, critica Ockham también el peso que la Iglesia tiene en los
asuntos civiles del poder temporal. La autoridad del poder civil no proviene de Dios, que
nada dice de estos asuntos. En el capítulo 5 del libro V de ese mismo texto, donde se dice
aquella frase del evangelio de San lucas “Aquí hay dos espadas”, no puede probarse que
el imperio sea del papa, ni tampoco que el papa posea ambas. Con esto, quiere expresar
Ockham precisamente que una lectura alegórica del texto sagrada no puede justificar
ningún tipo de introducción del poder papal en los asuntos imperiales, pues antes de la
revelación en la Historia ya habían existido poderes temporales que eran perfectamente
vigentes (el inglés pone el ejemplo del Imperio Romano). Como podemos comprobar, se
encuentran en Ockham las bases de lo que después será la reforma, pero tampoco es
exagerado considerarlo uno de los padres de otra de las grandes tradiciones británicas,
como es la del liberalismo. La acentuación que se concede al individuo en el interior de
la Iglesia, de la orden franciscana y asimismo de la sociedad civil, llega al nacimiento del
derecho subjetivo y, por lo tanto, a la noción moderna de libertad individual, y al
nacimiento tanto del derecho civil como del eclesiástico. Éstas son las consecuencias
finales de la tesis fundamental relativa a la separación entre razón y fe, entre orden
espiritual y orden humano y, sobre todo, de la tesis del primado del individuo sobre toda
forma de carácter universal.

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4. El despuntar de las ciencias empíricas en el siglo XIV
Los dos grandes textos donde Ockham desarrolla su propuesta metodológica-científica
son Exposito super Physicam, Quaestiones in libros Physicorum y Philosophia Naturalis.
En estas obras, nos encontramos con una propuesta de carácter semántico, en el que la
lógica abandonará el carácter propiamente sintáctico del silogismo. Esta nueva
comprensión de la lógica y de la relación que el lenguaje tiene con la realidad le lleva a
postular dos principios metodológicos, que podríamos definir como la base de lo que
después acabará llamándose descripcionismo: un postulado de conocimiento por
experiencia (fundamento y límite del conocimiento) y, por otro lado, que el lenguaje nos
sirve esencialmente para describir la realidad, y no para formular falsos debates. Esto le
lleva a afirmar una serie de proposiciones, tales como la crítica a la relación entre
causalidad eficiente y movimiento (son los propios entes individuales los que se mueven,
siendo el movimiento una serie sucesiva de estationes); la crítica al concepto de sustancia
como “fundamento” del universal, etc… Es decir, nos encontramos, por un lado, con un
giro de la metafísica a la física y, por otro lado, un procedimiento per imaginationem,
base de lo que será un conocimiento pro hipótesis, así como una paulatina
“matematización” de las relaciones entre entes.
En definitiva, los seguidores de Ockham postularan una crítica al concepto de
axiomatización sintáctica basada en principios de carácter aristotélico, para pasar a ser un
estudio de los fenómenos, guiados por hipótesis y cuya necesidad es meramente probable.
En ello hay también un principio de origen neoplatónico frente al aristotelismo, y es una
mayor atención al problema de la contingencia, mediante la admisión de “vacíos” en la
creación, cosa ajena tanto al aristotelismo como al neoplatonismo. Un ejemplo de esta
prueba lo podemos comprobar en la refutación de Buridán, base de la ley de la
aceleración. Para Aristóteles, conforme a su ley de la causalidad eficiente, un proyectil
no podía moverse solo por una causalidad eficiente única, sino que el aire “formaba
remolinos”, que iban perdiendo fuerza conforme se alejaba el proyectil. Sin embargo, fue
Buridán el primero que, partiendo de la metodología ochamista, señaló que el aire no era
sino vacío, que producía una fricción sobre tal proyectil, cuyo espacio recorrido depende
de la cantidad de fuerza con la que dicho proyectil fuera lanzada. La base de este
planteamiento será el que permitirá, ya en el siglo XVII, formular a Kepler su segunda
ley del movimiento.

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Comentario de texto
Este texto es un perfecto exponente de la postura de Ockham respecto a los universales.
Para Ockham, los universales no tienen un “status ontológico” real, dado que lo único
que existe realmente son los individuos, y lo individual no puede predicarse de muchos.
Lo universal es, para Ockham, un tipo de particular, una intentio de la mente que tiene la
característica de ser para muchos. En este sentido, la intentio se presenta como un
sustitutivo que, a través del lenguaje, refiere a las cosas. Ockham propone dos niveles
dentro de la intentio: como una significación representativa, donde se produce tanto un
conocimiento del signo como un conocimiento de la cosa significada o representada en
el estricto sentido del término; el nivel de la significación lingüística, donde se da en el
signo la característica esencial que es su capacidad de suposición. El proceso por el cual
pasamos de un nivel a otro se produce del siguiente modo: la realidad produce en el
entendimiento el concepto, y este, al expresarse como un símbolo, tiene la capacidad de
referir a muchas cosas, dependiendo del significado de tal concepto, que aparece siempre
en relación con otros. En este último nivel, hay que distinguir la intentio (que sería una
cuestión ontológica) de la supositio (que sería epistemológico). La supositio es, en una
terminología moderna, una propiedad semántica de los conceptos, cuyo significado
depende ya no del nivel atómico del concepto que sustituye a tal o cual realidad, sino del
papel que juega dentro de una proposición molecular. Como podemos comprobar, la
importancia del pensamiento de Ockham es fundamental en dos niveles: a nivel
ontológico, pasamos del postulado realista que se había mantenido durante toda la edad
media y antigua a una teoría del conocimiento como ontología, mientras que, a un nivel
epistémico, precisamente por lo anterior, el fundamento sobre el cual armar una teoría del
conocimiento deja de ser las “esencias de las cosas”, sino que pasarán a ser los juicios,
proponiendo el principio de composicionalidad (el significado de un término depende de
la relación que éste tenga con los demás miembros de una expresión molecular).

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