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Cuando me levanté esta mañana el cielo estaba

pesimista, entre nublado y cerrado. Más o


menos del color de mi destino. Kova había
pasado la noche a mi lado, impaciente de que le
reparase el pinchazo trasero. Ayer por la noche,
cuando llegué, no encontré las fuerzas
necesarias para hacerlo. Ya oscurecía cuando
entré en el pueblo de Kanungu, empujando la
bici por las cuestas de barro y agua. Justo había
pinchado un kilómetro antes de la última subida
y, a esas horas ya sin luz, no me apetecía
ponerme el traje de mecánico. Además estaba
calado, pues desde hacía tres horas pedaleaba
bajo una lluvia más pesada que los niños que
me siguen corriendo durante cientos de metros
pidiéndome dinero o bolígrafos.
Tampoco puedo decir que estas lluvias me
pillen de sorpresa. Es la época en Uganda, y en
esta parte del país frontera con el Congo, las
precipitaciones son aún más abundantes. Por
algo el paisaje es tan verde. Los bananos crecen
casi de forma natural, al igual que las patatas, la
cebolla, los limones o la fruta de la pasión. Y es
que en esta zona de campos de cultivo
verticales, los agricultores usan la azada a un
tiempo para plantar simientes y para mantener
el equilibrio. Las vacas parecen alpinistas y los
ciclistas gilipo…, tratando de ascender por estas
pistas donde hasta el diablo resbala. En cuanto
crucé la frontera de Ruanda me despedí del
asfalto. Había rodado quince días por este país
conocido mundialmente por el genocidio de
1.994. Los belgas que miraron para otro lado
cuando el exterminio tutsi, han colaborado con
miles de euros para erigir en Kigali el Museo
del Genocidio. Les sucede algo parecido a
muchos africanos, que se gastan en el funeral
más de tres veces el dinero del tratamiento
médico que hubiera salvado a su familiar.
Durante todo el tiempo que pasé en Ruanda no
oí pronunciar ni una sola vez las palabras tutsi o
hutu. Las heridas de la guerra parecen cicatrizar
más rápido que las del corazón.
Aunque la mayoría de los turistas que vienen a
Uganda lo hacen para visitar los gorilas, yo sólo
trataba de asomar las narices por estos parajes
de volcanes y, a los sumo, divisar algunos
monos desde la bici. Ver algún grupo de gorilas
cuesta unos 300 euros. La visita sólo está
permitida durante 60 minutos. “Y si no queda
satisfecho le devolvemos al Hotel”. Pero si
queréis verlos daros prisa, pues para el 2.007 ya
han dicho que la tarifa ascenderá a 500 dólares
por cabeza (cabeza de turista, no de gorila).
Mi plan era recorrer el Parque Nacional de los
Volcanes, y dejando a mi izquierda el Lago
Eduardo, alcanzar las míticas Montañas de la
Luna. Allí el Monte Stanley de 5.109 me venía
golpeando hacía meses en la cabeza. Antes ya
lo había hecho el único volcán activo del Este
de África, el Ol Doinyo Lengai, cuya cima
logré el domingo veintidós de octubre, guiado
por un Masai. Y semanas atrás había visto salir
el sol desde la cima del Monte Merú, de más de
4.000 metros.
Pero ya se sabe que el hombre propone y Dios
dispone. Con paciencia y sin apurarme, esta
mañana saqué a Kova al patio y la quitarle la
rueda trasera para reparar el pinchazo, descubrí
un radio roto. Sin alarmarme y con tranquilidad,
examiné un poco mejor la llanta y observé otro
radio roto. ¿Roto?, no. No estaban rotos sino
sueltos. Los respectivos agujeros del eje trasero
donde va insertada la cabeza del radio se habían
desprendido. Era el eje trasero lo que se había
quebrado. La dueña del albergue, al verme
sentado y con la cabeza apoyada en la rueda,
me preguntó si quería desayunar. La miré y
simplemente le contesté: “No, thank you”. De
repente no tenía hambre, pues todos mis
pensamientos giraban en torno a cómo
solucionar esa grave avería.
Había pedaleado kilómetros y kilómetros para
ver esta parte de Uganda, y ahora me era
imposible seguir. Debía buscar un autobús en el
que llegar a Kampala con Kova herida. Allí
tratar de pedir una rueda nueva a España y
aguardar el envío. Me sentía desorientado,
como un jubilado su primer lunes sin ir a
trabajar, sin ganas de nada…, triste. Una vez
más el viaje se truncaba. Alguien había tomado
las riendas y me había mandado parar. ¿ Por
qué?. ¿Cuánto tiempo durará la espera?.
¿Dónde me quedaré tanto tiempo en Kampala?.
¿Cuánto costará el envío?.
Alcé la cabeza y observé el cielo. Comenzaba a
llover. Era evidente que esta vez la suerte se me
había atascado entre la niebla y el barro, por el
camino de la montaña.
Desde Kanungo-Uganda, día 735, 30.475 kms,
Paz y Bien, Álvaro, el biciclown.
www.biciclown.com

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