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LA NIÑA DE LA CRUZ

Por: Yeferson Javier Ruiz Arias

Han pasado ya 18 años desde aquel fatídico día donde perdí todo por un conflicto
en donde ni yo, ni ninguna de las personas que murieron ese día, teníamos culpa.

Mi nombre es Mayerli Campuzano, vivía en San José de Apartadó, Antioquia, con


mi familia que era mis padres y mis dos hermanos. Cuando ocurrió la historia que
les cuento, tenía 10 años y estaba estudiando en la precaria escuela de mi pueblo,
un pueblo de campesinos donde todos nos conocíamos, hacíamos fiestas y
compartíamos lo poquito que nos daba la tierra. En esa zona, el Estado solo hacia
presencia para elecciones o con el ejercito a hacer requisas a los campos de yuca o
banano que se sembraban en la región. En la mañana del 15 de febrero de 2005, iba
de camino a pasar unos días junto a mi abuela que estaba un poco enferma, mi
abuela vivía como a 3 horas caminando desde mi casa; de camino, vi unos hombres
uniformados, me escondí porque uno no sabía de qué bando eran y era mejor
prevenir como siempre me decía mi mamá; una vez vi que se fueron, seguí mi
camino y cuando llegué le conté a mi abuela quien me respondió con un dicho de
esos de antes, “en boca cerrada no entran moscas mija” entonces entendí que no
debía hablar de eso.

Estuve con mi abuela como dos días. En la mañana del 20 de febrero me desperté
temprano, le eché maíz a las gallinas y como mi abuela estaba mejor, me estaba
preparando para regresar con mi familia. El camino de regreso era siempre largo,
por lo que tomé el fiambre que mi abuela me había hecho y cogí camino para mi
casa, recuerdo que iba a mitad de camino y escuche una balacera, algo que ya no
era extraño para los que vivíamos por esa zona, entonces, me tiré al suelo a esperar
que se detuvieran; una vez se silenciaron las ráfagas de fusil, seguí mi camino, pero
jamás imaginé lo que me encontraría al llegar a la vereda.

Cuando llegue sentí que estaba en una pesadilla, de las peores que jamás había
tenido, pero para mí desgracia no lo era, era muy real, escuchaba gritos, lamentos y
groserías, una escena que aun hoy, se me hace indescriptible y me produce un nudo
en la garganta cuando intento recordarla. En ese instante, pasaban tantas cosas,
pero al mismo tiempo yo veía todo en cámara lenta, vi como doña Rosa andaba
desesperada cargando el cuerpo de Marta, o lo que quedaba de él, ella era mi amiga
del colegio con la que jugaba a las muñecas. Vi como don José sacaba de entre las
tablas a su mujer, la señora que siempre que hacía torta de maíz, nos daba a mis
hermanos y a mí; no había terminado de asociar los recuerdos de aquellas personas
y del lugar donde una vez fui feliz, cuando recordé algo elemental como dicen en
esa serie extranjera que alguna vez vi, mi familia, mis hermanos y mis padres; corrí
hacia mi casa y lo que vi me atormenta desde entonces. Estaba mi hermano, el más
chiquito en el andén de la casa, tirado solo con sus calzoncillos con dos disparos en
el pecho, era ese el niño que cuando mis papas se iban, me decía mamá para que le
diera arepas dulces. Fue entonces, cuando escurrió por mi cara la primera lágrima
seguida de un grito que jamás podría igualar, sentía que me arrancaban la piel de
un jalón, pero no paraban las cosas allí, estando aun en shock seguí entrando en la
casa. Me topé en la entrada a mi madre con muchas heridas como de cuchillo por
todo el cuerpo, además, estaba desnuda sin nada puesto, las lágrimas para ese
momento, no paraban de salir de mis ojos, pero seguí como pude buscando a mi
hermano y a mi papá. En el único cuarto de la casa, vi que se asomaban unos pies
bajo la cama, sentí un descanso dentro de mi pues reconocí las chanclas que le
habían dado a mi hermano Faber de cumpleaños y que no se quitaba desde
entonces, alcancé a pensar que estaba bien, pero me derrumbé cuando al entrar al
cuarto vi que los colchones y las tablas estaban corridas y mi hermanito tenía un
tiro en la cabeza, boca abajo; en ese momento, me desplomé en el suelo de tierra
que había en mi casa a llorar desconsoladamente.

Un rato después, cuando seguramente no me quedaban lagrimas que derramar, salí


de mi casa por que doña Rosa empezó a gritar que nos teníamos que ir antes de que
los que habían hecho esto volvieran, yo no me quería ir, quería quedarme ahí a
esperar a ver si mi papá, que no lo había encontrado, salía a buscarme. Esa era mi
esperanza hasta que viendo a la nada, vi el cuerpo de un hombre con un camisa
que reconocía, salí corriendo hacia esa dirección y era mi papá que estaba tirado en
la calle, tenía parte de su cabeza desprendida del cuerpo, esa imagen jamás se borra
de mi cabeza...ver como el hombre que me subía al caballo y cantaba mientras
recogía la yuca me miraba con una expresión ilegible en su rostro, entonces, se
escucharon disparos en el fondo y afanada por no querer dejar a mi familia allí,
tomé un crucifijo que estaba junto a mi papá y recé el ángel de la guarda que era la
única oración que me sabia, crucifijo en mano, salí a correr junto con las pocas
personas que sobrevivieron ese día.

Desde ese fatídico día, no he vuelto a la tierra que me vio nacer. Mi vida se tornó un
poco desordenada, cuando me fui de allí, no pude ir ni siquiera a donde mi abuela
ya que nos hicieron salir del pueblo, llegué a Medellín, en principio me iba a quedar
donde una tía, pero, al pasar de los días, mi tía no pudo sostenerme más y tuve que
salir a la calle a trabajar y buscar para mi propio sustento. Así, pasaron algunos
meses hasta que mi abuela me encontró y me fui a vivir con ella.

Todas las noches soñaba con ese día donde encontré a los seres que más amaba
muertos, asesinados en una guerra en la que no teníamos nada que ver, una guerra
donde además nos hachaban la culpa, pues los noticieros decían que éramos
guerrilleros y un poco de cosas más. A pesar de no tener una vida normal, seguí
estudiando en honor a las palabras de mi madre en las que me decía que el estudio
era importante para ser alguien en la vida, cada logro que tuve, tengo y tendré se
los dedico a ellos.

Una vez terminé el colegio, con mucho esfuerzo debí nuevamente velar por mí
misma, pues cuando estaba culminando el bachillerato murió mi abuela, el único
familiar que me quedaba vivo. En esa época, tuve que vender minutos, dulces y
demás en los buses para poder pagar mis estudios, lloraba todas las noches porque
tuve que “madurar” muy joven para poder seguir luchando por la vida que le
negaron a mi familia. En mi interior, yo sentía que vivía por ellos.

Cuando logré reunir el dinero para mi primer semestre de psicología, me esforcé el


doble para obtener la beca, cosa que con orgullo digo que estudié toda mi carrera
becada. Fue en la universidad que me enteré sobre programas especiales para los
traumas que viví y encontré apoyo psicológico para poder superar tantas cosas que,
aunque con menos frecuencia, aun hoy me atormentan.
Entendí que no fue mi culpa el haberme ido y haberlos dejado solos; que no era
culpa de mi familia por no correr. También entendí que salvarme ese día era mi
destino, mi destino era darle un rostro a la barbarie que se cometió en mi vereda,
era darle voz a Marta, mi amiga asesinada ese día y a tantas víctimas que no se y no
quiero saber cuántas fueron.

Cada día veo la cruz con la que me quedé ese 20 de febrero y trato de ser fuerte,
trato de imaginar cómo sería mi vida con mis hermanos, con mis padres junto a mí.
Vuelven a mi mente, imágenes horribles que me perseguirán hasta el fin de mis
días. Esta herida me marcó para siempre, y aunque sola, sin apoyo y sin nadie a
quien contarle tantas cosas que para esta historia no son relevantes, logré
limpiarme el barro de mis rodillas y levantarme cada vez más fuerte a luchar por
mis derechos, a luchar por las personas que no pueden hacerlo, a ser ese apoyo
para las personas que lo necesiten; darles esa oportunidad que en algún momento
necesité y no tuve.

Hoy soy psicóloga graduada con honores, cofundadora de una fundación encargada
de dar acompañamiento psicológico gratuito a jóvenes que, como yo, huyeron de
una guerra que no entienden, una guerra que como a mí, les quitó a sus seres
queridos y les arrebató parte de sus vidas. En la fundación, les damos
oportunidades y les enseñamos a perdonar. Una palabra cuyo significado aun sigo
aprendiendo día con día.

Hoy que veo lo que estoy logrando y veo tantos planes a futuro, recuerdo la última
conversación que escuche de mis padres, mi mamá le decía a mi papá: “Mañana
sale el sol mijo no se asare”, hoy entiendo su significado y entiendo tantas cosas
que mi madre a pesar de compartir poco con ella nos dejó como enseñanzas.
Agradezco a la vida por darme, aunque por un corto un tiempo, la oportunidad de
compartir junto a ella.

No puedo decir que perdono a los que nos hicieron eso (que a la fecha no se si fue el
ejercito o paramilitares), por que como he dicho esta herida después de 18 años no
ha cicatrizado. Sin embargo, esa marca pasó de ser algo en lo cual no quería ni
pensar, a convertirse en el motor y la génesis de lo que soy hoy en día, el significado
de lo que quiero transmitir a los jóvenes que en la fundación se apoyan, y a todos
los que están leyendo esta parte de mi historia.

Como ven, mi historia no tuvo un inicio feliz y podemos decir que el desarrollo no
fue el más fácil, pero aprendí a los “golpes” que nuestro pasado no nos define, las
cosas malas que nos ocurren no rigen nuestro destino, cada día es una oportunidad
nueva para reinventarnos, para salir de esos malos capítulos en nuestras vidas y
darle un giro que pueda llevarnos a desarrollar y cumplir nuestros sueños.

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