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La caja sorpresa

Esta historia me cambió la vida.


Inició el día que le grité a mamá: «No me gusta esta vida» mientras tiraba la
puerta de mi habitación con rabia para cerrarla.
Era viernes, el último del año y esa semana había sido desastrosa, había pasado
mi cumpleaños y papá no había llamado, se cumplían cuatro años desde que se
había ido a la guerra y uno sin saber nada de él. El día que se fue me hizo una
promesa y hasta la fecha no olvido sus palabras. Mamá por su parte nunca estaba
cuando la necesitaba. Su trabajo le pedía más horas al día de lo que mi hermano y
yo podíamos disfrutar de su presencia.
Ese tiempo me había acostumbrado a estar sola y encontraba en mi habitación el
refugio que afuera no tenía. Me gustaba pasar horas y horas recostada en mi
cama viendo por la ventana. Vivíamos en la Colina Los Pinos, uno de los lugares
donde se podía observar toda la ciudad. Aunque tengo que confesarlo, estaba
segura que ninguna otra casa en esa colina tenía la vista que yo tenía desde mi
ventana.
Desde ahí podía ver la oficina de mamá, el instituto donde yo estudiaba, el parque
en el que jugaba con papá cuando yo apenas empezaba a caminar y mi lugar
preferido de toda la ciudad, el lago Thiaro. Por esta época del año, sus aguas
cristalinas parecían brillar con los rayos del sol a las 7:00 de la mañana, aunque
ese año fue distinto, el agua no brillaba.
Esa vista era mi talón de Aquiles, me hacía olvidar todo, me hacía salir de la
realidad, me hacía ver que afuera todo era perfecto, aunque el mundo estuviera en
guerra, esa vista me incitaba a salir, pero tenía claro que una vez abriera la puerta
de mi habitación, la ilusión acabaría. Por eso me gustaba pasar horas en ese lugar
y no salir de ahí si no era necesario.
El mañana siguiente muy temprano mamá tocó a mi puerta para decirme que el
desayuno estaba servido y que papá nos había enviado un regalo. No habíamos
sabido de él desde hace un año, así que estaba ansiosa por saber qué era lo que
había enviado.
Papá siempre fue creativo para los regalos, pero esa vez había enviado una caja
básica. Dentro había una carta, un oso de peluche para mi hermano, una pequeña
caja sorpresa y dos pulseras, una para mamá y otra para mí.
El oso no me interesaba y la carta decía que la caja sorpresa era para mí, pero
que solo podía abrirla hasta el día de reyes. Estaba encantada con la pulsera,
pero me generaba intriga la caja. ¿Por qué solo podría abrirla hasta el día de
reyes? ¿qué había dentro que solo podía saberlo hasta esa fecha?
Mientras contemplaba la caja, vi cómo a mamá se le inundaron los ojos de
lágrimas tras terminar de leer la carta y dijo:
- Nos tenemos que ir. Yo la miré desconcertada.
- La guerra ha cambiado de lugar y ahora somos el punto objetivo. Papá
descubrió que hay tropas que vienen hacia acá y nos tenemos que ir ya.
Me había quedado helada, siempre había sabido de la guerra por lo que veía en
televisión, por las historias que mamá y el abuelo me habían contado, pero nunca
pensé que yo fuera a vivirla de esa forma.
Mientras empacaba las cosas más necesarias miraba por última vez a través de
mi ventana, no sabía si volvería a estar en ese lugar, le agradecía a papá los
regalos, pero no eran necesarios si venían con una carta que nos cambiaba la
vida, respiré profundamente y una vez más dije: «No me gusta esta vida».
Salimos de casa ese mismo día, era casi las 3:00 de la tarde cuando nos
montamos al carro y emprendimos el viaje que no sabíamos a dónde nos llevaría.
Por el camino nos encontramos con cientos de personas que también estaban
saliendo, unos iban caminando mientras otros iban en bicicleta, pero todos
reflejaban en sus rostros tristeza y ansiedad. La misma que transmitía mi cara y
que mamá había notado desde que salimos de casa.
- ¿Qué hay en la caja? Me preguntó ella muy inquieta.
- Deberías abrirla. Yo quiero ver qué hay.
Aunque me sentí tentada por su iniciativa de ver la caja, un estruendo me impidió
abrirla. Los aviones empezaban a bombardear la ciudad y el caos se apoderaba
de las calles, mamá había sufrido unas cortaduras en su brazo izquierdo por las
esquirlas de la bomba y mi hermanito estaba llorando en la silla de atrás.
Yo trataba de mantener la cordura, pero era imposible, la gente corría gritando, las
casas estaban en llamas, y mamá seguía quejándose del dolor. El carro no se
había detenido, pero era evidente que ella conducía en muy mal estado, le era
imposible manejar en línea recta.
Estábamos cerca del lago Thiaro cuando un avión pasó a metros de nosotros y
empezó a disparar, las balas atravesaban el agua y por fortuna ninguna nos había
alcanzado a nosotros, pero no podíamos seguir en el carro.
Al bajarnos alcancé a ver la colina donde hasta esa mañana habíamos vivido, casi
no la reconozco, el fuego tapaba los árboles más altos y ya no había casa en pie.
Me entraron unas ganas enormes de llorar cuando mamá me halo del brazo para
echar a correr.
Alcanzamos a llegar al bosque con otras 5 personas y como pudimos, construimos
bajo una piedra gigante un refugio para pasar la noche. Ese día la vida me había
cambiado, nunca antes había vivido algo parecido. Odiaba todo en ese momento y
mientras renegaba sentí la mano pequeña de mi hermanito tocándome la pierna y
con la otra señalando la caja sorpresa.
Papá había dicho que solo podía abrirla hasta el día de reyes, pero la intriga era
más grande y no me aguanté. La saqué del morral y me aparté de todos para
abrirla en privado, estaba llena de curiosidad por saber qué había dentro y cuando
la abrí estaba vacía, no había nada. La tiré al piso llena de rabia, estaba furiosa
porque papá era un mentiroso, me había dado una caja sorpresa y bastante me
había sorprendido porque no había nada adentro.
Cuando tiré la caja, esta se desarmó y salió de ella una pequeña hoja doblada con
un mensaje escrito a mano, el mensaje decía: Todo el mundo habla de paz, pero
nadie educa para la paz, la gente educa para la competencia y este es el principio
para cualquier guerra. Cuando eduquemos para ser solidarios unos con otros, ese
día, estaremos educando para la paz. – María Montessori.
Por detrás de esa tarjeta había un mensaje de papá:
Hola hija, mientras escuchaba una canción hoy, me encontré con esta cita y quise
compartirla contigo. Hoy se cumplen 1.400 días desde que estoy aquí y quiero decirte que
no me arrepiento de haber tomado esta decisión, aunque haya sido la más difícil.
No sé cuándo pueda llegarte esta caja y como te conozco tan bien, sé cómo vas a
reaccionar, tal vez esperabas algo adentro, no quiero decepcionarte. Quiero que atesores
esta pequeña caja y nunca olvides la promesa que te hice.
Te amo hija, ¡con amor, papá!

Me temblaban las manos, llevaba 1 año sin saber de él y mientras leía esas
palabras lo sentía tan cerca, como si estuviera a mi lado. Cuando se fue, yo
apenas tenía 11 años, pero nunca había olvidado su promesa.
Esa noche dormimos como pudimos, pero al día siguiente muy temprano,
empezamos a movernos, no podíamos quedarnos en ese lugar. Caminamos horas
y horas, mis pies estaban ampollados, ya casi no había agua en los termos y el
hambre empezaba a pasarnos factura.
Decidimos tomar un descanso cerca a una pequeña quebrada que pasaba por el
bosque en el que estábamos y aunque teníamos sed, el agua estaba
contaminada, nadie debía beberla. Solo descansamos 1 hora y media, íbamos 20
personas que se nos había unido por el camino, caminamos cerca de 6 horas más
y la noche ya caía, pero no podíamos quedarnos en esa área despejada,
debíamos buscar otro lugar para descansar.
Ya estaba a punto de tirar la toalla cuando a lo lejos vimos una pequeña aldea que
tenía dos fogatas prendidas, eso significaba que había personas ahí que tal vez
nos podrían ayudar.
Al llegar, mi madre y un líder del grupo en el que íbamos, hablaron con los
habitantes del lugar y estos afirmaron que podíamos pasar la noche ahí, también
nos dijeron que, si teníamos hambre, ellos podrían darnos algo de comer, no era
mucho, pero nos iba a servir. Solo esperamos unos minutos y empezaron a
repartirnos unos panes rellenos con un jugo en botella.
Ya habían terminado de repartir la comida y yo estaba a punto de echarme el
primer trozo de pan a la boca cuando llegó otro grupo de 10 personas. Entre ellos
había dos pequeñitos, uno de tres y otro de cinco años, eso calculaba yo. La
ración de comida se había acabado y me remordía la conciencia si me comía ese
pan sabiendo que había dos niños frente a mí que también tenían hambre. Así que
partí el pan en tres pedazos y compartí con ellos dos. El jugo también lo dividimos
y aunque no quedamos llenos, por lo menos pudimos calmar un poco el hambre.
Yo solo compartí mi comida con los niños, pero el grupo con el que iba, al ver la
decisión que tomé, eligieron lo mismo, partieron los panes y buscaron en qué
servir los jugos para compartir con las personas que habían llegado, así todos
comeríamos algo.
No sé en qué momento me quedé dormida, solo sé que mamá tuvo que
despertarme para continuar con el recorrido. Alguien había dicho que, si
seguíamos hacia el sur, nos encontraríamos con la zona de refugiados y al cruzar
la frontera estaríamos en territorio libre de guerra.
Motivados por llegar a ese territorio, seguimos caminando por del bosque,
cruzamos un río que estaba medio seco e hicimos una parada debajo de unos
árboles frondosos para esperar que los helicópteros que volaban la zona se
alejaran lo suficiente.
Seguimos el recorrido por varios días haciendo paradas nocturnas para descansar
y nos turnábamos las vigilancias para evitar ser sorprendidos por el ejército
enemigo. Luego de casi 15 días caminando, por fin llegamos a la zona de
refugiados, no lo podíamos creer, las lágrimas salían de nuestros ojos y las
sonrisas dibujadas en el rostro de las 29 personas que iban conmigo, brillaban.
Hace 15 días habíamos perdido la esperanza y muchos creíamos que no lo
íbamos a lograr, pero ese día volvimos a tener fe. En ese lugar había miles de
personas ayudando, y me asombraba lo que una guerra podía causar.
Ese día entendía mientras recorría el refugio y miraba esperanza en los ojos de
las personas que estaban ahí, que, si la guerra puede separar naciones, también
puede unir corazones. Nosotros habíamos compartido 15 días con 29 personas
que nunca antes habíamos visto, en ese tiempo aprendí tanto de cada uno de
ellos y a mis 15 años de edad, comprendí el verdadero sentido de la vida.
Tres años más tarde, cuando por fin habíamos conseguido rehacer nuestras vidas
en otro lugar, llegaron noticias de papá. Pero esta vez venían acompañadas, un
soldado traía en sus manos una bandera y el uniforme que se puso papá el día
que se fue.
Sus palabras fueron claras, papá había fallecido en combate hacía tres años, pero
como nosotros habíamos tenido que cambiar de residencia le había sido casi
imposible encontrarnos para darnos la noticia.
Nos dijo que era un honor haber luchado junto a papá, habían sido compañeros de
guerra y papá había salvado su vida. Mientras hablaba su voz de entrecortó, papá
había perdido la vida, salvando la de un grupo de personas que pertenecían al
país con el que estaban en guerra.
El soldado dijo que nunca antes había conocido otra persona como él, con un
espíritu tan decidido y lleno de solidaridad, ayudaba no solo a sus compañeros de
combate, sino a quienes, en guerra, eran el enemigo. Durante los cuatro años que
hizo parte del ejército, nunca disparó una bala, su labor era la de enseñar y
traducir.
Papá era docente de idiomas, hablaba perfectamente cuatro el día que se salió de
casa y ese mismo día mientras me abrazaba en la despedida, me susurró al odio:
«Tranquila, yo no voy a luchar, voy a ayudar. Te lo prometo».

Ese recuerdo de papá penetró mi mente y empecé a llorar. Me acordé en ese


momento de la caja sorpresa que me había enviado y entendí el regalo, había sido
el más valioso que me dejó y la lección más profunda que pude aprender de él,
papá había ido a una guerra, no a pelear, sino a ayudar a los demás.
Tenía sentimientos encontrados, pero el que más sobresalía era el orgullo. Me
sentía orgullosa de ser hija de un hombre que había dado su vida ayudando a
otros. Me sentía orgullosa de papá y le agradecía que me hubiese cumplido la
promesa.
Gracias a esa promesa, hoy soy como papá. Estudié idiomas y trabajo para las
Naciones Unidas viajando por el mundo. Ayudamos a personas afectadas por las
guerras internas que hay en cada país y llevamos un mensaje de esperanza:
No importa qué tan niño o qué tan anciano seas, qué tan pobre o que tan rico
seas, siempre tendrás algo que brindar a los demás.
Autor: Lyhanna T.

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