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Espiral

El gato me meó la computadora.


El gato de mi amigo. El hombre más comprensivo del mundo tiene un gato que es una
porquería. Me meó la computadora justo cuando estaba escribiendo la historia de mi vida.
Mi vida, la que siempre fue a los saltos. Meada por cocodrilos. Eso creía yo.
Tuve una familia disfuncional, desde pequeño viví con mis abuelos. Cuando decía esto de
disfuncional, en la escuela pensaban en cualquier cosa. Yo lo resolvía de una manera
simple: mi familia no funcionaba.
Nunca funcionó mi familia. Ni cuando mi abuelo se murió, de repente, sin pedirme
permiso, mientras jugaba conmigo en el jardín. Yo tenía siete años y los ojos preguntones.
Esos ojos que se quedaron vacíos por un tiempo, secos y recelosos. Tampoco funcionó
cuando mi abuela se enamoró del mejor amigo de mi abuelo. En ese tiempo era un poco
más grande y me dio asco. Tenía doce y las hormonas revoleadas y entonces cuando ella
se presentó y me dijo que Rodolfo ahora era su novio, me reí, y luego empecé a vomitar.
Estuve diez días en cama. Ningún médico pudo decir cuál era mi enfermedad. Yo me
autodiagnostique tristeza. Cuando pude pararme de la cama, me fui a vivir con mi mamá.
Rompí por primera vez con el lazo familiar que creía indisoluble. Ese lazo creado con mis
abuelos desde pequeño. Ahora no estaban las piernas de mi nono para agarrarme fuerte, y
fue así que me dí cuenta que mi estadía en esa casa había finalizado.
Mi mamá en ese momento era el mal menor. Me había parido sola, en Bariloche, una
tarde de mucha nieve, en el hospital público. Nadie sabía que estaba embarazada, ni
siquiera supe quien era mi papá hasta muchos años después que ella murió. Luego de
divagar por todo el país creyendo en el cuento hippie de amor y paz, volvió al pueblo y mi
abuelo le compró una casa y le puso un negocio de artesanías. En ese momento, en el
momento de decidir mi destino, me aferré fuerte al pantalón de mi abuelo y no lo solté.
Desconocía a esa mujer. Luego, con el tiempo, fuimos entablando diálogo y cuando mi
abuela se enamoró yo recurrí a mi madre, huyendo.
Escapar ha sido una manera de sobrevivir.
Sobrevivir al bochorno de una vida indeseada en un principio, luego deseada pero sin un
objetivo claro y por fin deseada.
La vida con mi madre fue fácil. Éramos hermanos, amigos y compañeros. La conocí en
su última etapa. Antes de que se fuera para siempre de este mundo. Nuestras charlas eran
eternas junto a un mate o con un café en el medio y me contaba de sus aventuras, de sus
viajes, de los hombres que la habían amado y abandonado. Nunca me habló de mi padre.
Nunca le pregunté. Quería seguir con ella, sin que nadie se interpusiera en el medio. La
amé por aventurera, porque a pesar del miedo no renunciaba y porque cuando renunció
pidió ayuda y me encontró. Nos encontramos.
Murió una tarde de primavera, cuando el sol entibiaba las hojas nuevas de los árboles.
Yo estaba a su lado.
Fue la primera vez que no huí. Eso me dijo mi abuela. La abracé y entendí que del amor
no se huye.
Y como dije, mi vida siempre fue a los saltos, una navidad extraña apareció mi padre. Un
hombre arrepentido y bonachón que llegó con un ramo de flores a verme. No entendí las
flores. Pero lo entendí a él. O quise entenderlo porque me dio la gana. Tenía los ojos claros
llenos de lágrimas y la voz quebrada. Decidí no huir de ese hombre que decía ser mi padre.
Le dejé un tiempo mi casa, porque él se había separado y no tenía donde ir. Y ahí fue que
marché a lo de mi amigo. Ahí me decidí a escribir las memorias de un tipo como yo. Hasta
que el gato me mió la computadora. No logró destruirla, porque mis rápidos reflejos la
sacaron a tiempo.
Estoy seguro que el minino me odia. Algo debe saber de mis líneas curvas que me odia.
Huí de la casa de mi amigo junto la computadora con olor a pis de gato, mi bolso y la
campera gamulán que era de mi abuelo.
Creo, sin temor a errores proféticos, que los acontecimientos que me envuelven son
espiralados. Parece que tiendo a repetir esto de evadirme. Vuelvo a lo de mi abuela, aunque
ahora ella también se haya ido para siempre.

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