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APOLOGÌA DE SOCRÀTES

La Apología de Sócrates es una obra escrita por Platón que consta de un diálogo que
hace Sócrates en el juicio al que es llevado acusado de no creer en ningún dios, de convertir el
argumento más débil en el más fuerte, de ser un orador habilidoso y de corromper a la
juventud.

Sócrates comienza su defensa dirigiéndose al jurado y a todos los atenienses, asegurando


ignorar la impresión, que lo dicho por sus acusadores, haya dejado en lo presentes y pidió que
le fuera permitido demostrar que nada de lo dicho se ajustaba a la realidad.

Sócrates dejó en claro que no utilizaría palabras rebuscadas, ni hermosos discursos para lograr
convencerlos de que lo absolvieran, defendiendo ante todo la verdad y la justicia.

La primera acusación que, Sócrates, se detiene a analizar es la del orador habilidoso,


asegurando que si para sus acusadores ser una orador que se atiene a la verdad es ser un
orador habilidoso, entonces él no tendría reparo en aceptar que era un orador pero nunca en
el sentido en que sus propios acusadores lo son.

Tras haber dejado claro la forma en la que se defendería, Sócrates continuó recordando las
primeras acusaciones de las que víctima, acusaciones que construyeron la mala fama que él
tenía ante muchos de los presentes, quienes habían escuchado aquellos rumores cuando eran
solo unos niños o adolescentes, edades en las que el ser humano es más manipulable.

Sócrates prosiguió clasificando a sus acusadores en los antiguos y los recientes, y pidió que se
le permitiera empezar por desmentir las acusaciones hechas por los más antiguos, y fue así
como empezó su defensa de la acusación que aseguraba que el era capaz de convertir el
argumento más débil en uno muy fuerte, y dijo no saber ni poco ni nada sobre aquellos
asuntos y reto a la audiencia a averiguar sobre aquello de lo que él hablaba y presentar
resultados de sus investigaciones para así comprobar que él estaba diciendo la verdad.

Sócrates siguió adelante con su monólogo asegurando que él no era como los sofistas, que él
no andaba deambulando por las calles con la intención de educar a las personas ni de cobrar
por compartir sus conocimientos y que si bien, encontraba hermoso que hubiera quien
dedicara su vida a enseñar y fascinar a los pobladores de todas la ciudades por las que
pasaban, pero él no era uno de ellos, el no pedía dinero ni agradecimiento de nadie.

Sócrates continuó asegurando que la especia sabiduría que poseía era lo que lo había llevado a
ser objeto de un sin fin de acusaciones tan alejadas de la realidad, pero que su sabiduría era
completamente humana.

Comenzó a relatar la historia, en la cual, su amigo Querefonte se presentó ante el Oráculo de


Delfos y le cuestiono si había otro hombre en el mundo más sabio que Sócrates y el Oráculo
respondió que no, no había alguien más sabio que él, al enterarse de aquello, Sócrates se dio a
la tarea de descubrir aquello que el dios quería decir con eso y comenzó por acercarse a todas
aquellas personas que eran considerados por los demás, y por ellos mismos, sabios, los
primeros fueron los políticos, ahí, Sócrates descubrió, que los que decían ser sabios y eran
reconocidos como tal, no lo eran realmente, que presumían de algo que no eran y por
hacérselos saber se ganó la enemistad de muchos.

Al terminar con los políticos, fue a donde los poetas, y después con los artesanos, con ambos la
historia se repitió, al igual que los políticos, los poetas y los artesanos presumían ser más
sabios de lo que realmente eran, creían que por conocer y saber hacer bien su oficio, creían
que sabían todo, en todos los asuntos, algo que a Sócrates le parecía petulante y obscurecía
todo conocimiento que pudiesen poseer.

Tras aquella investigación, Sócrates se ganó un sin fin de enemigos, pero descubrió que el dios
decía la verdad, que él era más sabio que todos ellos porque era capaz de reconocer que la
verdad era que él no sabía nada.

Dejando claro lo anterior, Sócrates paso a defenderse de la acusación realizada por Meletos,
quien aseguraba que Sócrates corrompía a la juventud por no reconocer a los dioses de la
ciudad, y para hacerlo, Sócrates solicitó que el propio Meletos, quien siempre se había negado
a dialogar con él, contestara algunas preguntas, las respuestas dadas por Meletos llevaron
a Sócrates a concluir que no era él quien corrompía a los jóvenes y que en caso de hacerlo los
hacía de manera involuntaria, por lo que pudo comprobar que Meletos estaba equivocado o
mentía en ese aspecto.

Con respecto a que no creía en los dioses de la ciudad, Sócrates comprobó que creer en genios
y divinidades era creer en los dioses.

Sócrates fue declarado culpable y aseguró que no tenía miedo a la muerte, que de hecho,
prefería morir que vivir sin poder hacer aquello para lo que los dioses le habían puesto ahí;
Sócrates defendió hasta el último momento que era un hombre justo y que prefería pagar el
peor de los castigos antes de ser infiel a sus pensamientos.

DIALOGO DE MENON.

Menón plantea a Sócrates de forma brusca las siguientes preguntas: ¿es enseñable la virtud?
¿Se puede adquirir por ejercicio? ¿Les llega a los hombres por naturaleza alguna, o de otro
modo? Sócrates le explica que no puede responderle a tales preguntas porque desconoce el
significado de virtud. Menón no cabe en su asombro y le explica que todo el mundo conoce la
virtud del hombre y de la mujer, la virtud del joven y el viejo... Sócrates le replica que para que
todas esas virtudes lo sean tienen que tener algo en común.

Menón lo ve muy sencillo y le responde que la virtud es el poder de mandar a lo que Sócrates
le responde que no sólo se equivoca (ya que se trata de mandar justamente, pues el tirano no
es ningún ser justo) sino que sólo ha definido una virtud entre otras muchas. Le insta a
intentarlo de nuevo y Menón ahora incurre en el error de definir la virtud por unas de sus
particularidades. Menón entonces se ve obligado a admitir que no tiene la menor idea de lo
que pueda ser la virtud, y en vez de querer averiguarlo con Sócrates le pregunta como
investigar una cosa que se ignora por completo y cómo en caso de encontrarlo (el significado),
saber que se ha encontrado.

Aquí es donde plantea Sócrates la teoría de la reminiscencia, es decir, que no se aprende, sino
que se recuerda. Para demostrar esta teoría hace que un esclavo de Menón, sin ningún
conocimiento matemático, descubra una proposición geométrica fundamental. Lo consigue
haciendo solamente preguntas. Pero Menón vuelve a retomar su primera pregunta. Sócrates
para ello le hace ver que para ser enseñada debería ser una ciencia, y por ello, habría maestros
de virtud, y Sócrates no conoce ninguno. En este momento aparece Anito. Al preguntarle a
este último si conocía a algún maestro de virtud a lo que responde que cualquier ciudadano
ateniense sería capaz de enseñar la virtud y no recurrir a los sofistas.

Anito aclama a los grandes hombres de bien de Atenas sugiriendo que estos eran grandes
virtuosos, pero al no saberlo enseñar, deduce Sócrates que la virtud no es enseñable. Anito, al
no poder replicar a Sócrates, se enfada y se va. Por ello se deduce que no es una ciencia al no
ser enseñable, pero tampoco es un don natural, por lo que dice que hay aún una salida, que la
virtud es algo así como una creencia ciega pero acertada. Para concluir acaba Sócrates
diciendo que no podemos saber cómo es la virtud sin antes conocerla.

DIALOGO DE GORGIAS

EL mito del carro alado

El mito del carro alado aparece en la obra Fedro de Platón, con este intenta explicar la
naturaleza tripartita del alma. Fedro es uno de los diálogos platónicos, que fue escrito en el
año 370 A.c.

En este mito Platón habla del alma, que está representada por un auriga que conduce un
carro tirado por dos caballos. Uno de los caballos es blanco, hermoso, bueno, representa la
parte noble y racional del alma; el otro caballo es negro y feo, y representa las pasiones del
alma. El trabajo de este Auriga es dirigir el carro (alma), pero este es un trabajo difícil. La
fuerza del ala consiste en llevar hacia arriba lo pesado, elevándose hacia el lugar en donde
habitan los dioses (mundo de las ideas, mundo inteligible, el cual no es posible apreciar con los
sentidos). El mundo donde viven los dioses es hermoso, sabio y bueno y hace crecer las alas
del carro; en cambio todo lo que es contrario al mundo de las ideas y lo divino las hace perecer
y le arrastra al mundo de las cosas materiales, el mundo sensible, el mundo perceptible al ser
humano a través de los sentidos. Cuando cae al mundo de las cosas materiales, se encarna en
un cuerpo. Según lo alto que haya llegado este alma en el mundo de las ideas, el cuerpo será,
en relación con la jerarquía platónica, un amante de la sabiduría (siendo lo más puro) hasta
ocho otras cosas distintas, siendo la penúltima un sofista y la última un tirano. Al acabar la vida
de ese humano, el alma es juzgada, si se ha dedicado al conocimiento de la belleza y la
sabiduría volverá al mundo de las ideas, y si no, se volverá a reencarnar en otro cuerpo.

Auriga o conductor. Representa la parte racional o intelectiva del alma, que es a la que
corresponde guía equilibrada y armoniosamente a los caballos o sea, a las otras dos partes del
alma. Es la parte superior divina e inmortal, con la que se alcanza el verdadero conocimiento
de las ideas y se lleva a cabo la práctica del Bien. Reside en la cabeza.

Caballo noble. Representa la parte irascible o volitiva del alma que, por un lado, posee fuerza y
coraje y, por otro, sabe obedecer y se deja guiar sin oponer resistencia. A ella se deben la
voluntad, el coraje o valentía y la fortaleza. Está situada en el pecho.

Caballo malo. Representa la parte apetitiva o concupiscible, que es indócil, rebelde y difícil de
conducir y sujetar. Es la parte del alma más íntimamente vinculada al cuerpo y, por ello, el
lugar de las pasiones, los impulsos y los deseos de placeres sensibles. Se encuentra en el
abdomen.

En consecuencia, si el auriga sabe manejar de manera adecuada las riendas y servirse de las
disposiciones del caballo "bueno" para dominar las negatividades del caballo "malo", entonces
conseguiremos llegar triunfantes a la meta, es decir, ascender al mundo inteligible

ER ENTRE LOS MUERTOS


La muerte es el comienzo de la vida

El mito de Er es una leyenda escatológica que finaliza La República de Platón. La historia


incluye el sistema del cosmos y la vida del más allá y durante muchos siglos tuvo una gran
influencia en el pensamiento religioso, filosófico y científico. El cuento introduce la idea de que
las personas morales son recompensadas y las inmorales son castigadas después de su muerte.

El cosmos está representado por el Huso acompañado por sirenas y las tres hijas de la diosa
Necesidad conocidas colectivamente como Las Moiras. Su tarea es mantener el giro del huso.
Las Moiras, las Sirenas y el Huso son utilizados en La República, en parte, para ayudar a
explicar cómo los cuerpos celestes giraban alrededor de la Tierra de acuerdo con el
entendimiento de Platón de la cosmología y la astronomía.

ER era un guerrero valiente que murió en batalla. Al suponer que estaba muerto, lo colocaron
como era habitual sobre una pira funeraria. Su cuerpo permaneció allí durante doce días,
misteriosamente incorrupto. Y al duodécimo día, Er sorprendió a sus amigos levantándose y
contándoles la historia de su viaje por el mundo de las sombras.

Su alma se había desprendido de su cuerpo para unirse a la multitud de otras almas en medio
de un extraño y maravilloso paisaje, en el que se abrían dos abismos que conducían bajo tierra
y dos pasadizos que conducían a los cielos. En ese lugar estaban sentados los jueces que
pronunciaban la sentencia correspondiente a cada persona. A las almas de los justos se les
ordenaba que tomaran uno de los pasadizos hacia arriba, y cada alma llevaba un pergamino
que acreditaba su bienaventuranza. Pero los demás llevaban el registro de sus malas acciones
y se les pedía que descendieran bajo tierra, a través de uno de los caminos de bajada. Cuando
llegó el turno de Er, sin embargo, los jueces decidieron que debería llevar de regreso al mundo
de los vivos un informe de lo que había visto y oído entre los muertos.
Vio cómo los que acababan de morir seguían por lugares distintos, algunos hacia arriba, a los
cielos, y otros hacia abajo, al inframundo. Por la otra abertura que conducía al inframundo
surgían sombras procedentes de las profundidades, cubiertas de polvo y de suciedad, al
encuentro de los que descendían resplandecientes y puros del otro camino celestial. Todos
ellos se entremezclaban en la meseta, mientras buscaban a quienes habían conocido en vida e
intercambiaban noticias ansiosamente. A los justos se los veía llenos de alegría, en tanto que
los malvados se lamentaban llorosos de lo que habían tenido que soportar durante mil años. Er
aprendió que cada acto de la vida tenía que ser compensado durante un tiempo diez veces
más largo de vida entre las tinieblas, con duros castigos para los que habían sido malvados y
con espléndidas recompensas para los que habían hecho el bien a los demás humanos.

Las almas destinadas a regresar a la tierra para comenzar otra encarnación permanecían en
este lugar durante algún tiempo y luego se acercaban a una columna de luz que surgía ante su
vista, brillando como un arco iris, pero en forma más resplandeciente y etérea. Este pilar de
luz, según Er, es el eje entre el cielo y la tierra; y en el medio pende el huso inquebrantable de
la Necesidad, que ella hace girar sobre sus rodillas para mantener rotando a los ocho variados
círculos de colores. Estos círculos son los cursos del Sol, la Luna, los planetas y las estrellas
fijas. Con cada círculo gira una Sirena, cantando una sola nota, de modo tal que las ocho voces
se mezclan en armonía para crear la Música de las Esferas. Alrededor del trono de la Necesidad
se sientan sus tres hijas, las Parcas: Laquesis, Cloto y Átropos. Sus voces están en concordancia
con las Sirenas. Laquesis canta el pasado, Cloto el presente y Átropos el futuro, mientras que,
de vez en cuando, las tres dan un impulso al huso para mantenerlo girando.

Mientras Er observaba, las almas se presentaban ante Laquesis, que tenía sobre sus rodillas la
suerte de cada una. Entonces un heraldo lanzaba una proclama a todas ellas. «Almas errantes»
gritaba el heraldo, «estáis a punto de entrar en un nuevo cuerpo mortal. Cada una de vosotras
puede escoger su suerte; pero su elección será irrevocable. La virtud no guarda respeto por las
personas; se adhiere a quien la honra y huye del que la desprecia. Sobre vuestra propia cabeza
tenéis vuestra fortuna: no debéis censurar a los dioses».

Primero las almas sacaron su suerte para establecer el orden en que debían elegir, excepto Er,
a quien le instaron a quedarse y mirar. El heraldo hizo aparecer delante de ellas imágenes de
todas las condiciones de la vida humana: de la tiranía, la pobreza, la fama, la belleza, la
riqueza, la salud y la enfermedad. Había vidas animales también, mezcladas con las de
hombres y mujeres. El heraldo, ministro de las Parcas, instó ahora a las almas a no elegir
apresuradamente.

Pero la primera alma se apresuró a elegir una vida que prometía gran riqueza y poder. Después
de observar con detenimiento esta suerte, se dio cuenta de que estaba destinada a devorar a
sus propios hijos, entre otras cosas tremendas; por lo que lloró amargamente, culpando a la
fortuna, a los dioses y, por supuesto, a todo menos a su propio desacierto por haber hecho
semejante elección. Esta alma había venido del Elíseo y en su vida anterior había vivido en un
estado de gran orden; y por ello debía su virtud más a la costumbre y a la esperanza colectiva
que a la sabiduría interior. Lo mismo ocurría con muchas de las almas del Elíseo que se
equivocaron en su elección, porque aunque eran «buenos», según el calificativo popular,
carecían de experiencia en la maldad de la vida. Por otra parte, los liberados del mundo
interior, a menudo habían recibido un gran aprendizaje a través del propio sufrimiento y el de
los demás, lo que les hacía más auténticamente amables y compasivos. Y así fue cómo la
mayor parte de las almas cambiaron una buena suerte por una mala, o viceversa.

Er se sintió apenado y divertido cuando vio cómo las almas hacían su elección, guiadas
aparentemente por algunos recuerdos de su vida anterior. Vio a Orfeo (ver su espacio) escoger
el cuerpo de un cisne, como si sintiese odio hacia las mujeres que lo habían despedazado, y sin
que le importase deber su nacimiento a una de ellas. Agamenón (ver su espacio) hizo lo
mismo, eligiendo vivir como águila, pues su anterior destino también le había hecho sentir
amargura hacia la humanidad. Y así siguieron todos, quedando el astuto Ulises en último lugar
Este, acordándose de los pasados infortunios que habían malogrado su alma por arriesgarse en
aventuras, buscó cuidadosamente, en un rincón alejado de los demás, una vida simple y
tranquila, que todas las otras almas habían despreciado. Entonces exclamó que, si hubiese sido
el primero en elegir, no hubiese pedido nada mejor. Cuando todas las almas hubieron hecho
su elección, desfilaron ordenadamente ante Laquesis, que le dio a cada una el genio guardián
que debía acompañarlo a él o ella a lo largo de la vida, ejecutando el destino correspondiente a
la suerte escogida por cada alma. Este genio conducía el alma ante Cloto, quien, con un giro
del huso, confirmaba su elección. Cada alma debía tocar el huso y a continuación era
conducida ante Átropos, que retorcía el hilo entre sus dedos para hacer irrompible lo que
Cloto había tejido. Finalmente, cada alma junto con su genio se inclinaba ante el trono de la
Necesidad. Y después avanzaban hacia la gran planicie de Leteo y pasaban la noche a orillas del
río del Olvido, cuyas aguas no pueden ser llevadas en ninguna vasija. Todos tenían que beber
de su corriente, y casi todos se apresuraban a saciarse, con lo que perdían la memoria de sus
actos anteriores. Después, se quedaban dormidos. Pero hacia la medianoche el estruendo de
un trueno y un temblor de tierra despertaban a todas las almas, que eran desperdigadas aquí y
allá, como estrellas fugaces, hacia los diferentes lugares donde debían renacer.

En cuanto a Er, no le pidieron que bebiera del agua de Leteo. Sin embargo, y sin saber cómo,
su alma regresó a su cuerpo. En un instante, al abrir los ojos, se encontró vivo y tendido sobre
la pira funeraria.

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