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jala 07.09.16
Título original: The chain of destiny
Betty Neels, 1990
Traducción: Erma Cárdenas
Publicado original: Mills and Boon Romance (MB) - 3144 y en: Harlequin Romance (HR)
- 3053
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***
E l profesor entró sin titubear, así que Suzannah retrocedió hasta que la
detuvo la mesa y ya no pudo apartarse más. Le tomó varios segundos
recuperar la voz, pues la sorpresa y una sensación que no podía definir le
cortaron el aliento.
—Hola —saludó ella, con voz chillona.
Él no respondió, desconcertándola. Se concretó en observarla con sus
fríos ojos azules. Después apartó la vista de su cara y estudió la habitación.
Cuando habló, su voz era tranquila y suave.
—Prometiste escribirme —le recordó.
Ella comprendió que estaba furioso a pesar de su tono controlado.
—Sí, quería hacerlo, mas pensé que era tonto… —El médico alzó una
ceja y la chica se apresuró a explicarle—: Es un hombre muy ocupado,
viaja a todas partes y tiene muchos amigos. Si nos íbamos a ver de nuevo…
no tenía objeto que… —se calló, confusa.
—Comprendo —la atajó, cortante—. Pero ¿era necesario que me
mintieras, Suzannah?
—Lo siento, no quería convertirme en una carga —se sonrojó—. Ya ha
hecho tanto por mí… no sé por qué…
—Yo tampoco —replicó, sorprendiéndola con su sinceridad.
—Por favor, siéntese —le pidió con cortesía—. Tendré que volver con
los niños en media hora. Ahora es mi de descanso… nos turnamos.
Guy se sentó en la silla de madera, ante la mesa, que crujió en forma
alarmante.
—¿Vives aquí? ¿Las otras maestras también? —preguntó con
indiferencia.
—La señora Willis, la dueña de la escuela, vive en el segundo piso, en
su propio apartamento. Melanie, la otra ayudante, vive con su madre, al
final de la calle.
—¿Y a esto te dedicarás en el futuro?
—Oh, no. Pienso quedarme unos seis meses y después empezar mi
entrenamiento como enfermera.
—¿Por qué no antes?
—Necesito un cuarto donde pueda quedarse Horacio.
Suzannah se sentó sobre el diván, con las manos en su regazo.
—Lo he reflexionado con calma. No quiero enseñar. Me gustan los
niños, pero no creo ser una buena maestra.
—Así que ya decidiste tu futuro.
—Sí. ¿Cómo supo que estaba aquí?
—Caminabas por la calle con un rosario de chiquillos y yo esperaba
ante un semáforo. Cedí a mi curiosidad —le lanzó una mirada velada—.
¿Te sientes sola, Suzannah? ¿En dónde pasaste la Navidad?
—No, estoy demasiado ocupada para sentirme sola —respondió con
rapidez y sin mirarlo—. Pasé la Navidad aquí.
—¿Sola?
—Horacio me acompañó —empezó a sentirse inquieta por ese
interrogatorio—. De verdad, estoy muy contenta.
—Me alegra oírlo —sonrió apenas—. ¿Quieres que me vaya?
—Sí. Tengo mucho que hacer…
—Ya lo mencionaste —le recordó—. Una vez más vine a ofrecerte mi
ayuda y una vez más la rechazas.
Se dirigió a la puerta y apoyó su mano en el picaporte.
—Tu amiga no existía, ¿verdad, Suzannah?
—No.
Asintió, subió por la escalera, se metió en su cocho y partió.
Se quedó escuchando cómo se alejaba el Bentley y no trató de volver a
sentarse.
—Supongo que lo volveré a ver —le dijo a Horacio—. Cometí todas las
equivocaciones posibles y ni siquiera le agradecí que viniera a visitarme.
Pensé que lo detestaba, mas creo que me agrada, hasta cuando está de mal
humor y no habla —no había razón para que se soltara llorando, pero lo
hizo, de modo que, cuando volvió con los niños y Melanie observó su
párpados hinchados y su nariz roja, tuvo que inventar que había pescado un
resfriado.
Los días pasaron con mucha lentitud. No eran monótonos, pues la
energía de treinta niños acababa con la monotonía; necesitaban que jugaran
con ellos, que les enseñaran las letras, cómo alimentarse y vestirse y
mantenerse limpios. Suzannah estaba cansada al final de la jornada y, sin
embargo, bajaba a su cuarto con renuencia. Le aseguró a Guy que no se
sentía sola, pero fue una mentira. A pesar de la presencia reconfortante de
Horacio, deseaba hablar con un ser humano, de preferencia con el profesor,
admitió, para su asombro. Quizá no se atraían, pero aun cuando se
entrometía en los asuntos de la joven, resultaba una persona en quien se
podía confiar.
Un par de semanas después, en medio de las nevadas de febrero, el
destino volvió a tomar ese asunto en sus manos. Los niños no habían salido
esa mañana porque el clima era demasiado frío. Se quedaron pintando y
jugando con plastilina en sus mesitas, vigilados por Melanie y Suzannah,
mientras la señora Willis supervisaba la comida, que preparaban al fondo de
la casa.
Suzannah le quitó un pedazo de plastilina de la nariz a uno de los niños
y frunció el ceño. Olió a algo quemado, acre, que no provenía de la cocina.
Melanie estaba en el cuarto contiguo, con la puerta a medio abrir.
Suzannah la abrió de par en par y de repente el olor se volvió más fuerte y
escuchó un leve crujido. Llamó a gritos a su compañera.
—¿Qué manera de alborotar es ésa, enfrente de los niños? —la regañó,
acercándosele—. Se quemó la comida pero…
—Averiguaré qué es; cuida a mis niños —le pidió y no esperó a que le
contestara. Atravesó el vestíbulo y escuchó voces en la cocina. El ruido
provenía del piso superior y al empezar a subir por la escalera una bocanada
de humo se escapó por la rendija de la puerta del apartamento.
Voló escaleras abajo, sin aliento por el miedo, y abrió la puerta de la
cocina, que encontró vacía. La señora Willis y la cocinera estaban en una
bodega donde se guardaban víveres y cacerolas.
—Hay un incendio en su apartamento, señora Willis —anunció
Suzannah y, sin aguardar respuesta, regresó al lado de Melanie, que
preparaba a los niños para que se sentaran a la mesa.
—No preguntes —le ordenó—. Hay un incendio allá arriba. Ponles los
abrigos a los niños y sácalos a la calle… ¡rápido!
Melanie era una muchacha agradable, pero no muy ágil de mente.
—¿Incendio? —repitió—. Pensé que algo se quemaba en la cocina…
—¡Oh, apúrate! ¡Muévete! —le gritó Suzannah, impaciente y muy
asustada. Se metió en el cuarto donde estaba el guardarropa y sacó
sombreros, abrigos y bufandas y se los puso a los niños, sin importarle si
eran de ellos o no. Melanie insistió en que los sacaran sin abrigarlos, pero
ella se opuso.
—Pescarán una pulmonía; por el amor del cielo, ayúdame.
La señora Willis se reunió con ella, lo mismo que la cocinera y guiaron
a los niños hacia la calle.
—Ya llamé a los bomberos —afirmó la señora Willis—. Cuenten a los
niños —una espesa humareda descendió del segundo piso y la hizo toser. El
último de los alumnos era conducido al exterior, cuando de súbito un niño
corrió hacia uno de los salones de clases para esconderse. El humo se había
vuelto espeso y pequeñas lenguas de fuego descendían por las escaleras.
Suzannah tomó una bufanda de lana, se la enredó en el cuello y se lanzó
tras el niño. Entró en el aula, donde aún no llegaba el fuego, y descubrió al
muchachito, recogiendo sus lápices de colores de un armario. Lo atrapó y le
cubrió la boca con una mano corriendo hacia la puerta, justo cuando el
techo de madera del segundo piso empezó a resquebrajarse sobre sus
cabezas. Las llamas habían invadido la mitad de las escaleras y una plancha
de roble cayó frente a ellos. La empujó con la mano, sin notar que la piel le
ardía, y casi se cayó al atravesar la puerta y poner al niño en los brazos
ansiosos de la señora Willis.
—¡Horacio! —exclamó y se lanzó corriendo hasta el sótano, metió al
gato en su canasta y salió de nuevo al exterior. Para entonces, varios
curiosos se habían reunido y las sirenas de los bomberos se escuchaban
bastante cerca, seguidas de las patrullas de la policía y las ambulancias.
Ninguno de los niños resultó lesionado, pero todos estaban
aterrorizados. Los apretujaron en una ambulancia y los llevaron al hospital.
La segunda ambulancia se llevó a los que quedaban, junto con Melanie. La
señora Willis se rehusó a acompañarlos y Suzannah, temblando de frío y
con la mano quemada, se quedó con ella. Su patrona, por lo general tan
eficiente, parecía a punto de desmayarse. Se apoyó en Suzannah y murmuró
desolada:
—Mi casa… todo el trabajo que invertí en la guardería…
—Los niños están a salvo —la consoló la joven, pasándole un brazo por
los hombros—. Con el dinero del seguro se comprará otro apartamento y
podrá alquilar unos cuartos vacíos para continuar con la guardería…
—Tienes razón —la señora Willis se limpió la nariz y se secó los ojos
—. No es el fin del mundo. También tengo muchos amigos que me
ayudarán.
Notó que Suzannah se estremecía y notó su mano quemada.
—Te lastimaste, debes ir al hospital a que te curen. Fuiste muy valiente
al salvar a Billy. Yo debía haber entrado…
—Yo estaba más cerca… —replicó la chica y se interrumpió cuando un
policía le tocó el hombro—. La llevaré al hospital, señorita, necesita
atención. Aquí ya no hay nada que hacer. Y usted también, señora, no
necesita pescar una pulmonía contemplando el incendio. ¿Es la dueña? La
dejaremos en casa de alguien que pueda darle alojamiento mientras se
resuelve este problema.
—Me quedaré al final de la calle —le indicó la señora Willis al oficial y
ya dentro de la patrulla le preguntó a su ayudante—: ¿Y tú, Suzannah?
¿Tienes algún lugar en donde puedas hospedarte?
La chica sostenía la canasta de Horacio sobre su regazo. El gato
apretaba la cabeza contra los alambres y ella lo acariciaba con un dedo.
Contestó con optimismo:
—Sí, estaré muy bien, señora Willis —la pobre mujer ya tenía bastantes
preocupaciones como para que se preocupara por ella.
La sala de urgencias estaba atestada. Suzannah se sentó en una silla y le
indicaron que se le atendería en unos minutos. Mientras las enfermeras
curaban a los heridos de dos accidentes de tránsito, tuvo bastante tiempo
para pensar. No tenía dinero ni ropa, sólo a Horacio, que dormía en su
canasta, a sus pies. Suponía que alguien le diría dónde conseguir una cama
para pasar la noche; una institución de caridad o quizá la policía le
ayudarían. En una celda, quizá… se rió nerviosa y cerró los ojos.
Y así la encontró el profesor Bowers-Bentinck. Lo llamaron para que
diera su opinión sobre una herida grave en el cráneo de un paciente y, al
dirigirse hacia el consultorio, la vio. Estaba hecha un desastre y olía a
humo. Su cabello se había quemado en algunas partes y en otras estaba
cubierto de hollín. Parte de su falda y una manga del suéter estaban
quemadas también y apoyaba su mano herida sobre el pecho, para aliviar el
dolor.
Guy lanzó una maldición en voz baja y el médico que lo acompañaba
trató de calmarlo.
—Creo que viene de la guardería… hubo un incendio… revisamos a los
niños; ninguno está herido, afortunadamente.
—¿Cuándo sucedió eso?
—Hace una hora, señor.
El médico volvió a maldecir y su joven acompañante lo miró
asombrado. El profesor Bowers-Bentinck poseía un lenguaje elegante, rara
vez levantaba la voz y adquirió la reputación de un hombre frío, brillante en
su profesión y muy seguro de sí mismo.
—Conozco a esta joven —explicó—. Quiero que la lleven de inmediato
a la sala de cirugía y que un médico la atienda.
Se recobró cuando un enfermero llevó una silla de ruedas y la transportó
al cuarto piso, aun cargando la canasta del gato.
El médico joven estaba apenas en su periodo de entrenamiento y no
sabía cómo decirle que debía dejar al animal en el corredor. Pero Suzannah,
como si adivinara esas perversas intenciones, apretó el asa de la canasta. No
tenía a nadie en el mundo, excepto a Horacio. Dos grandes lágrimas le
escurrieron por las mejillas.
El profesor, entrando en la sala, con todo lo necesario para curarla, le
entregó los instrumentos al joven médico, sacó un pañuelo y limpió la cara
de la chica.
—Oh, es usted —gimió Suzannah y sollozó.
El profesor apartó la canasta y la colocó sobre el suelo.
—Sí soy yo. No, no te preocupes por Horacio, nadie se lo llevará. Vine
a revisar tu mano antes de llevarte a casa.
Suzannah suspiró, se limpió la nariz y los ojos y replicó:
—No, gracias. Ya me las arreglaré.
Guy no se molestó en contestar. Le desinfectó la mano con delicadeza,
concentrado en esa tarea.
—Creí que era neurocirujano —comentó Suzannah, pensando que
alguien debía romper ese silencio.
—Lo soy, pero aprendí primeros auxilios cuando era estudiante —
repuso.
Terminó la curación y le ordenó, con su voz suave que no admitía
discusiones.
—Espérame aquí, Suzannah, con Horacio. Regresaré en diez minutos.
Lo que fuera que le hizo a su mano, la alivio; el dolor disminuyó y lo
único que deseó fue dormir. Apenas se dio cuenta de la partida de su
benefactor, se durmió. Mientras, el médico residente arreglaba el caos que
Guy había causado.
Despertó cuando regresó el doctor con un enfermero y una silla de
ruedas y aunque trató de protestar, él pareció no notarlo y desapareció de
nuevo.
La ayudó a acomodarse en el Bentley, colocó a Horacio en el asiento
posterior, les dio las gracias a sus ayudantes y puso en marcha el auto.
Suzannah, ya sin mucho dolor y respirando con libertad, revivió.
—Huelo horrible —se quejó—. ¿A dónde me lleva?
—A mi casa. La señora Cobb te cuidará y mañana decidirás qué quieres
hacer.
—¿No le importará que me quede con Horacio?
—Estará encantada de mimarlo.
El cirujano parecía impaciente y la chica no replicó. Una vez que se
repusiera, pensaría en su futuro.
Apenas llegaron a la casa, el profesor se la encomendó a la señora
Cobb, quien movió la cabeza con compasión, le encargó al gato a su marido
y condujo a Suzannah al segundo piso.
—Un baño tibio —enumeró—, un té caliente y luego a la cama.
—¿Té? No tengo idea de qué hora es…
—Pobre niña, está exhausta. El profesor me contó que hubo un incendio
y que usted se quemó. Debió de ser terrible.
Empezó a quitarle la ropa.
—Veré si puedo arreglar la falda y la blusa, aunque no creo poder
hacerles gran cosa. Desde luego, no tiene más ropa, ¿verdad? ¿Salvaron
algo del fuego?
Suzannah se metió en la tina, evitando que su mano vendada se mojara.
—No lo sé —replicó, a punto de llorar.
—Está bien, no se preocupe —se apresuró a advertirle el ama de llaves
—. Le lavaré el cabello.
Más tarde, Suzannah se metió en la cama, se bebió el té y, bajo la
mirada maternal de la señora Cobb, se durmió. Lo último que notó fue que
la cama era suave y sin duda pertenecía a un dormitorio precioso, pero se
sentía demasiado cansada para apreciarlo en ese momento.
Guy regresó a su hogar una hora después y el ama de llaves lo condujo
al cuarto de la chica.
—Verá usted que está bien atendida —le informó—. Estaba exhausta y,
si me lo permite, en un estado desastroso, también.
Se quedaron contemplando a Suzannah, profundamente dormida…
respirando con delicadeza.
—Rescató a un niñito en medio de las llamas —comentó el galeno.
—¡Oh! —Exclamó la señora Cobb—. Pobrecita, me sorprende que no
haya sufrido un ataque de histeria.
—Saldré a cenar, señora Cobb. No me espere. Dígale a su esposo que
cierre si no he regresado a las once.
No pudo cancelar ese compromiso, pero se despidió de sus anfitriones
tan pronto como le fue posible y regresó a la casa justo cuando Cobb hacía
su última ronda.
—Estaré en el estudio, Cobb. Pídale a su mujer que antes de retirarse
vea si la señorita Lightfoot no necesita nada, por favor.
Dio las buenas noches y se sentó ante su escritorio. Debía contestar
varias cartas y terminar una lectura. Casi era la una de la mañana cuando se
levantó para dirigirse a su habitación.
Suzannah, descansada después de dormir, se sentó en la cama y miró a
su alrededor. A la luz de una lámpara con una pantalla rosa, notó que la
sobrecama era de seda, con un estampado de flores. Lo examinó arrobada,
consciente al mismo tiempo de que su mano le dolía y de que tenía hambre.
Trató de volverse a dormir, más no lo logró. Además, si cerraba los ojos,
veía las llamas bajar por las escaleras y recordaba el pánico que la invadió
mientras cruzaba el vestíbulo con el niño en brazos. Se imaginaba la escena
con tanta nitidez que hasta le pareció que olía el humo… El reloj marcó la
una de la mañana. Todos estarían dormidos y la noche le parecía
interminable.
Cerró de nuevo los ojos, haciendo un esfuerzo por dormirse. Los abrió
con rapidez cuando Guy entró en el cuarto.
—¿Hambrienta? —inquirió y se detuvo ante la cama, esperando su
respuesta.
A ella le sorprendió que le preguntaran eso, pero asintió; luego, indagó:
—¿No debería estar acostado?
—Asistí a una cena muy aburrida —le confesó, sentándose en el lecho
—, luego escribí unas cartas y leí. Yo también tengo hambre. ¿Se te antojan
unos emparedados y algo de beber? ¿Chocolate, té, leche?
—Chocolate, por favor.
—Soy excelente preparando emparedados —le aseguró, sonriéndole.
Regresó al poco tiempo, cargando una bandeja con tarros llenos de
chocolate y un plato cubierto de emparedados. La colocó al lado de la cama
y le ayudó a servirse.
—De pollo —identificó un emparedado, se lo ofreció y tomó otro—.
¿Estás bien despierta?
—Sí —su voz fue apenas audible pues ya masticaba su emparedado.
—Perfecto. Escúchame. Te quedarás aquí mañana. No puedes conseguir
empleo con una mano herida. Cuando te alivies, si aún deseas ser
enfermera, veré qué puedo hacer, aunque no creo que ésa sea tu vocación.
—¿Debería seguir enseñando? En una escuela pequeña…
—Piénsalo con calma —le aconsejó—. Lo mejor será que te quedes con
mis tías unos días. No debes apresurarte… después de todo, se trata de tu
futuro.
—No puedo ir a casa de su familia —aceptó otro emparedado y lo
mordió.
—A mis tías les encantará recibirte y puedes ayudarlas recogiendo sus
madejas de estambre y encontrando sus anteojos. Te quieren mucho.
—Es muy amable, pero no puedo molestarlas, como tampoco a usted.
Lamento que sea quien siempre me encuentre —terminó el emparedado y él
le ofreció el tarro de chocolate, que la chica bebió con avidez.
—¿Te duele la mano?
—Pues sí, aunque ahora que ya comí no me duele tanto como antes —
tomó otro emparedado, pero lo volvió a dejar en el plato—. Se me cierran
los ojos… —Guy estudió el tarro vacío con satisfacción—. Puso algo en el
chocolate…
—Desde luego. Necesitas dormir tranquila. Buenas noches, Suzannah.
La joven se recostó, murmuró algo y se durmió.
El médico recogió la bandeja y se quedó mirándola. Su piel aún estaba
pálida, pero su cabello recién lavado le agregaba cierto color. Parecía
mucho mejor que cuando la encontró en el hospital; aun así, no había nada
en ese rostro que atrajera a un hombre. Encogió sus grandes hombros y bajó
la bandeja a la cocina.
Se levantó temprano porque tenía que practicar una cirugía, pero antes
de irse charló diez minutos con la señora Cobb.
—No se preocupe —le pidió su ama de llaves—. Buscaré algo en
Harrods. Talla diez, me imagino. Esa niña es muy delgada.
—Dejo el asunto en sus manos, señora Cobb, pero, se lo ruego, no
escoja un traje gris o café.
—Azul o verde, señor.
Guy salió de la casa y cuando el señor Cobb regresó a la cocina, su
esposa comentó:
—Recuerda mis palabras… el doctor aún no lo sabe, pero está
enamorado de la chica. Hacen bonita pareja y ella será una excelente
esposa. Será agradable que esta casa se llene de niños.
—¿Prediciendo el porvenir, querida? —se burló Cobb con dulzura.
—Quizá, pero no olvides mis palabras…
Le llevó un espléndido desayuno a Suzannah, qué se apoyó contra las
almohadas, mientras recibía una serie de instrucciones.
—Le traeré ropa nueva, señorita Lightfoot, y la ayudaré a ducharse. No
debe mojarse esa mano. El profesor le dejó unas medicinas para que las
tomara si sentía dolor —le sonrió feliz a Suzannah—. Ahora iré a comprarle
ropa.
—No tengo dinero —arguyó la joven.
—No se preocupe, lo pagará el seguro.
La señora Cobb desapareció antes que Suzannah pudiera hacerle
preguntas. Terminó su desayuno y se durmió de nuevo.
Despertó para ver a la señora Cobb parada junto a la cama con una
mirada de total satisfacción.
—Le enseñaré lo que le traje —afirmó, radiante, colocando sus compras
sobre el lecho—. Talla diez… me llevé su blusa. Se lo dije al profesor, es
usted muy delgada —contempló con una cierta envidia la silueta de la
chica, cubierta con uno de los gigantescos camisones del ama de llaves.
Le mostró ropa interior de encaje en pálidos colores, de la que Suzannah
admiraba en los escaparates de las tiendas. Había una falda de lana, de un
brillante azul-verde, con un suéter del mismo tono, dos blusas de seda
marfil y un abrigo; también unos zapatos, pantuflas y un camisón.
La joven los contempló azorada.
—No puedo ponérmelos —afirmó—. No poseo un centavo a mi
nombre; además, nunca tuve algo parecido. Aun con dinero, dudo que…
—No se preocupe, señorita Lightfoot. El profesor ordenó que le
comprara un ajuar para que pasara unos días con sus tías, mientras se
recupera de la impresión del incendio. Sugirió que fuera a Harrods y debo
hacer lo que manda.
—Sí, pero no puedo aceptar un regalo tan caro de alguien que apenas
conozco —gimió Suzannah.
—Pues tampoco puede quedarse en la cama para siempre, ¿vedad? Ni
salir a la calle tal como vino al mundo. Su ropa quedó inservible y creo que
no se dio cuenta de que perdió un zapato.
—¡No me diga! ¿Con quién voy para que me informe qué sucedió con
mi ropa y mis cosas?
—Con el profesor, él se encargará de todo —replicó la señora. Cobb,
convencida.
Así que Suzannah se levantó, tomó una ducha y se vistió, con la ayuda
del ama de llaves. La ropa nueva le quedaba como anillo al dedo, igual que
los zapatos, y, cuando se paró ante el triple espejo del tocador, lanzó un
profundo suspiro.
—Un vestido hace una gran diferencia.
—Desde luego, señorita, y más en azul, que contrasta con el tono de su
cabello. Ya está listo el almuerzo, si quiere, puede bajar.
Suzannah comió y después se sentó en el estudio, con Horacio y Henry
acompañándola. A las seis en punto llegó Guy y la saludó con su voz
calmada. La chica respondió con timidez y trató de expresarle su gratitud,
hasta que él la detuvo.
—Me agrada que te sientas mejor, Suzannah —comentó—. Mis tías
estarán encantadas de recibirte por unos días. Cobb te llevará a la mansión
mañana.
Esas frases secas, además de que no parecía haber notado su traje recién
estrenado, hicieron que la joven se ocultara detrás de una fachada de
exquisita educación. Buscó una excusa para escapar del cuarto pues le
pareció que, aunque el médico le había brindado una hospitalidad generosa,
no deseaba que compartieran una habitación. Pero cuando sugirió que
estaba cansada y deseaba recostarse, el médico comentó que quizá pudieran
cenar juntos sin pelearse.
—Nunca fueron mis intenciones pelearme con usted, profesor. Ha sido
amabilísimo conmigo y le estoy agradecida, aunque debo agregar que me
cuesta mucho trabajo expresarlo.
—¿Por qué? ¿Acaso te cohíbo? —Sonrió un poco—. ¿Te quedó bien la
ropa?
Suzannah se contuvo para no cubrir de elogios las prendas.
—A la perfección, gracias. Si me da la factura, se la pagaré cuando
consiga un empleo.
Asintió con indiferencia y se levantó para servirle una copa. Más
cuando apenas había vuelto a sentarse, Cobb le informó que alguien lo
llamaba. Regresó en unos minutos para anunciarle que debía salir y que no
regresaría a cenar.
—Entonces, me despido, Suzannah. Le pedí al médico de mis tías que te
revise la mano y, mientras te alivias, piensa en lo que harás.
Lo contempló. ¿Cómo demonios conseguiría un trabajo o buscaría uno
si no tenía ni un centavo? No podía comprar ni una estampilla, muchos
menos pagar el transporte al lugar de una entrevista, si tenía la suerte de que
la citaran. Anheló apoyarse en el amplio pecho del médico, pero todo lo que
hizo fue sentarse muy derecha y despedirse en voz baja.
Para su asombro total, él se acercó a la silla, se inclinó y la besó con
violencia, antes de irse.
—Bien —suspiró Suzannah, sin poder pensar con precisión—. ¿Qué
sucederá ahora?
La respuesta la desconcertó. No sucedería nada; ella no lo atraía, lo
molestaba y él consideraba una desgracia que siempre aterrizara ante el
quicio de su puerta. Y, lo que era peor, Suzannah se había enamorado del
médico.
—No sé por qué —les comentó a Horacio y a Henry, pues tenía que
hablar con alguien y no había nadie más—. Es un hombre que siempre está
de mal humor, impaciente y parece odiarme.
Llorar la hubiera tranquilizado, pero Cobb entró en ese momento para
anunciar que la mesa había sido servida y la chica bajó a cenar, sola,
tragándose sus lágrimas junto con los deliciosos manjares. Terminó y, con
la excusa de que estaba cansada, se retiró a su habitación.
—¿A qué hora partimos mañana? —le preguntó a Cobb, cuando le dio
las buenas noches.
—A las diez, para llegar a la hora del almuerzo. Mi esposa ya le preparó
una maleta, y en cuanto a Horacio…
—Oh, ¿supone que a Lady Manbrook le incomode que lo lleve
conmigo? Espero que me permitan quedarme en el apartamento que ocupé
antes…
—No lo podría decir, señorita, pero estoy seguro de que nadie se
opondría a alojar a un gato tan bien educado como el suyo.
—Sí, es un gran consuelo para mí. Gracias a usted y a la señora Cobb
por cuidarlo tan bien.
—Fue un placer, señorita. Henry lo extrañará.
Se metió a la cama pensando en su futuro. Trabajaría como empleada
doméstica, reflexionó. Tendría que posponer la idea de convertirse en
enfermera, pues antes debía ahorrar dinero para que ella y Horacio tuvieran
un lugar donde vivir, lo más pronto posible. Le agradecía a Lady Manbrook
que la invitara a su mansión, pero no se quedaría un día más de lo
necesario. Como se había enamorado del profesor, deseaba apartarse de su
lado cuanto antes. «Ojos que no ven, corazón que no siente», se dijo y
rompió a llorar pensando que jamás volvería a verlo. De alguna manera, le
importaba más que su incierto futuro.
Capítulo 8
***