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Suzannah estaba sola en el mundo, sin trabajo ni medios de

subsistencia, cuando Guy Bowers-Bentinck llegó a rescatarla. Tuvo


que aceptar su ayuda… aunque no deseaba verse atada de ninguna
manera a ese hombre insufrible y arrogante. Es tan malhumorado e
impaciente, que debe odiarme, pensó Suzannah, pero el destino se
empeñaba en unirlos. Sin embargo, era conveniente que se
rehusara a engrosar las filas de las mujeres que lo asediaban.
Betty Neels

La cadena del destino


Jazmín - 44

ePub r1.0
jala 07.09.16
Título original: The chain of destiny
Betty Neels, 1990
Traducción: Erma Cárdenas
Publicado original: Mills and Boon Romance (MB) - 3144 y en: Harlequin Romance (HR)
- 3053

Editor digital: jala


ePub modelo LDS, basado en ePub base r1.2
Capítulo 1

L os rojizos ladrillos de la hermosa casa señorial brillaban bajo la luz del


sol de agosto y los pequeños grupos de personas que caminaban hacia
la morada se detenían para admirarla. No era una de las grandes mansiones
señoriales campestres, pero por su estilo Tudor y el hecho de que todavía
estuviera habitada por los descendientes del hombre que la había
construido, bien merecía el viaje a Wiltshire para verla.
Aún faltaban diez minutos para que la puerta, de madera sólida, se
abriera y permitiera entrar a los visitantes, por lo que éstos se entretuvieron
contemplando las ventanas enrejadas que aparentaban una paz
imperturbable.
Las apariencias eran engañosas; detrás de esa serena fachada se
desarrollaba una gran actividad. La familia se había retirado al ala privada
de la casa, dejando que otros organizaran el evento. El señor Toms, el
administrador de la propiedad, estaba al mando. Era un hombre pequeño,
delgado pero fuerte, que conocía la casa hasta el último rincón, y que ahora
contaba las monedas y las ponía en una caja, sobre la mesa, antes de
entregárselas a la esposa del vicario, encargada de vender los billetes.
Dispuestos alrededor del amplio vestíbulo cuadrado estaban las guías: la
señorita Smythe, la maestra de la escuela de instrucción religiosa, alta,
rígida, con una voz que no permitiría que ningún turista perdiera interés o
se distrajera; la señora Coffin, quien administraba las tiendas del pueblo y la
oficina de correos y, por último, Suzannah Lightfoot, cuya tía vivía en la
cabaña del conserje, la cual le habían ofrecido en pago a una vida dedicada
al servicio de la tía abuela de la familia, quien se convirtió en un problema
para todos hasta que murió, muy anciana. Ya casi nadie de la familia
habitaba la casa, sólo un anciano y su sobrina, una joven de veinticinco,
cuyos padres aceptaron un puesto diplomático en Estados Unidos. Mientras
tanto, la propiedad se mantenía en buen estado gracias a un número
modesto de visitantes que llegaban los fines de semana, y lista para recibir a
los jóvenes miembros del clan cuando regresaran.
El señor Toms frunció el ceño y lanzó un silbido despectivo. Había
olvidado traer un rollo de billetes adicional y sólo faltaban cinco minutos
para que la puerta fuera abierta. Llamó a Suzannah, le dio instrucciones
apresuradas y le indicó una dirección con un ademán.
La chica conocía bien esa vieja casa; hacía dos años que la contrataron
como guía y, como no podía dejar mucho tiempo sola a su tía, el trabajo le
sentó de maravilla. Cierto, no le pagaban mucho, pero sí lo suficiente para
aumentar su escaso guardarropa y pagarle algunos gustos a su tía; además,
era una joven que hacía lo mejor que podía con lo que tenía. Que no era
mucho.
Subió por los usados escalones de la escalera de roble y avanzó a lo
largo del amplio corredor que conducía al ala donde la familia vivía y en la
cual estaba la oficina del señor Toms. Debía atravesar la galería con sus
hileras de cuadros, oscuros paneles de madera y hermosas sillas jacobinas
labradas, que ella limpiaba dos veces por semana. Amaba esa galería, pero
no se detuvo a admirarla en ese momento, sino que entró de inmediato en la
oficina del señor Toms. El rollo de billetes estaba sobre el escritorio, lo
tomó, cerró la puerta y emprendió el regreso, al vestíbulo. Era una chica
pequeña, sin pretensiones de ser bella, aunque poseía unos grandes y claros
ojos grises y una boca generosa que sabía sonreír con dulzura. Tenía un
cuerpo bien proporcionado, pero lo ocultaba bajo una blusa de algodón y
una falda oscura; sin embargo, con su cabello rojo y brillante atado sobre la
nuca en una cola de caballo, su apariencia era atractiva. De repente, se
detuvo. En medio de la galería, un hombre estudiaba los cuadros colgados
en las paredes y, en cuanto la descubrió, se dirigió hacia ella. Era un hombre
alto, fuerte, no muy joven, pues sus sienes estaban salpicadas de canas, y
poseía un aire de seguridad en sí mismo; vestía con ropa casual.
«Quizá se adelantó al grupo», pensó Suzannah, avanzando hacia el
desconocido.
—Me imagino que ignora que esta parte de la casa no se abre al público
—le dijo con educación—. Si me sigue, le mostraré la entrada para que se
una al resto de los visitantes y a su guía.
El hombre se paró frente a ella y la estudió con sus pupilas azules tan
frías como el hielo. La chica soportó el escrutinio con ecuanimidad, aunque
se sonrojó, cuando el desconocido le preguntó con indiferencia:
—¿Qué le hace pensar que deseo ser guiado?
—Dice muy claro en la puerta que los visitantes deben ser conducidos
por un guía, así que por favor sígame. —Suzannah habló con cortesía pero
en tono de fastidio.
—¿Es usted la guía?
—Sí —atravesó la galería y se detuvo al final del corredor para
asegurarse de que la seguía, luego bajó por la escalera, donde lo dejó con
una orden—: Únase a cualquiera de los grupos de turistas… necesitará
comprar su billete.
Se dio la vuelta, pero el hombre le puso una mano sobre el hombro.
—Dígame —le pidió con suavidad—, ¿es la maestra de la escuela o
acaso la hija del vicario?
Suzannah le apartó la mano y replicó con dignidad:
—Su educación deja mucho que desear —agregó con tolerancia—, lo
cual es una lástima.
Los primeros visitantes estaban siendo admitidos; le entregó los billetes
a la esposa del vicario y se paró en su lugar acostumbrado, al lado de la
mesa labrada, en el centro del vestíbulo. A cada guía se le asignaban de seis
a doce turistas, pero ese día, casi al final de las vacaciones de verano, había
pocas personas. Un mes más y cerrarían la casa cuando empezara el
invierno. Mientras esperaba con paciencia a que se formara su grupo,
Suzannah se permitió preocuparse acerca de cómo conseguiría dinero
durante la temporada que se mantendría cerrada la propiedad.
Las otras guías empezaron su recorrido. Suzannah contó a los
integrantes de su grupo, dio las buenas tardes y caminó hacia el comedor,
seguida de cerca de una pareja de ancianos, un hombre corpulento, una
señora delgada con un sombrero de fieltro, un par de adolescentes que
cargaban un radio de transistores y una joven, con apariencia cansada, que
cargaba a un bebé que lloriqueaba. Suzannah presintió que habría
dificultades, de parte del niñito o del radio de transistores, pero los turistas
habían pagado su billete y esperaban ser atendidos. Intercambió una mirada
de simpatía con la joven madre y se colocó en el centro de la habitación.
Pasó una mano amorosa sobre la antigua mesa.
—Isabelina —empezó, con su hermoso timbre de voz—, el tallado de la
madera es bellísimo. Noten la ornamentación de las patas, semejante a la de
las vestimentas de la época…
Sus oyentes la rodearon mientras señalaba el techo, los cántaros de plata
y las cajas para dulces que los rodeaban. Al finalizar la descripción del
cuarto, los visitantes mostraban un leve interés y, alentada, Suzannah les
indicó que la siguieran. Se quedó a un lado de la puerta, para asegurarse de
que todos salieran. El último era el hombre de la galería, quien, a pesar de
su altura, se las arregló para quedarse al final del grupo sin que ella se diera
cuenta, hasta ese momento.
Le lanzó una mirada helada cuando pasó frente a ella.
Contiguo al comedor se encontraba el cuarto de dibujo, de la época de
Guillermo y María, donde había un sillón de Carlos II, una chimenea
suntuosa y una serie de retratos que apenas despertaron la curiosidad de los
turistas. Mientras la chica hablaba, el hombre alto se paseó por la
habitación, pero nunca lo bastante lejos como para que ella le llamara la
atención. «Se trata de una persona irritante», pensó Suzannah, conduciendo
al grupo al salón de baile.
Era ahí donde las tres guías se reunían y, por lo regular, los distraídos
seguían al grupo equivocado. Ese día además, existía la complicación del
bebé, que empezó a llorar. Su llanto subió de tono hasta convertirse en un
chillido agudo. Suzannah salió con su grupo del salón de baile para entrar
en la biblioteca y esperó hasta que la joven madre llegó ante ella.
—¿Por qué no se sienta un minuto mientras hablo? Siempre dejamos
que los visitantes examinen la biblioteca; hay mucho que ver.
—¿No le importa? —preguntó la mujer, quien se veía cansadísima y
pálida y, para sorpresa de Suzannah, le tendió al bebé.
De inmediato, el niño cesó de llorar, contempló a la chica con sus ojos
azules y se quedó dormido. Nadie pareció darle importancia y Suzannah
apretó al niño contra su hombro para ir de un visitante a otro, contestando
preguntas y describiendo los libreros y el enorme retrato del ancestro del
dueño actual de la casa.
Al echarle un vistazo a su reloj, se dio cuenta de que estaba un poco
retrasada y se dirigió hacia donde la mujer se hallaba sentada, le entregó a
su hijo y luego reunió a los demás turistas. El hombre de la galería la
observaba apoyado con desgano contra una pared. Sonreía con un gesto
desagradable, pensó la guía y, para su irritación, se sonrojó.
Sólo quedaba el dormitorio principal y el tocador por visitar. Los
visitantes subieron por la escalera, sin escuchar en realidad la cuidadosa
descripción de la balaustrada de hierro forjado que hizo la chica, pero les
agradó el dormitorio, con su cama de cuatro postes, la jarra de plata y el
pequeño espejo. Luego se dirigieron al vestíbulo y Suzannah trató de
ignorar al hombre alto, quien, con indiferencia, caminaba a su propio ritmo
y que, cuando llegaron a su destino, desapareció sin dejar huella.
«Me alegro de que se haya esfumado», pensó Suzannah, despidiéndose
de los turistas.
Ya la esperaba otro grupo, muy distinto al anterior: un caballero de
edad, acompañado por su elegante esposa y un par de damas robustas que
llevaban libros antiguos. Resultaba agradable tener una audiencia atenta y
se divirtió repitiendo su rutina, aunque extrañó al hombre alto de ojos
azules de vez en cuando. Acompañó a dos grupos más y luego de revisar
que todo quedara en orden, tomó un atajo a través del jardín para llegar a su
hogar. Se detuvo ante la reja de un hermoso edificio de piedra, con un
tejado de dos aguas y una chimenea. Adentro, las habitaciones eran oscuras
y pequeñas y las tuberías necesitaban ser arregladas, pero, de cualquier
modo, la casa había acogido a Suzannah durante varios años, desde que sus
padres murieron en un accidente de tránsito, mientras ella estudiaba en un
internado. La tía Mabel se acababa de retirar de su trabajo y le ofreció
albergue en la cabaña y Suzannah, abandonando la escuela y la esperanza
de ingresar en la universidad, aceptó. Las ideas vagas que tenía respecto a
su futuro desaparecieron unos meses después, cuando su tía enfermó y se le
diagnosticó un tumor cerebral inoperable; los médicos mandaron a la
paciente a su casa, con instrucciones para Suzannah de que no revelara a su
tía la verdad de su enfermedad.
La anciana tenía una pequeña pensión, y como no pagaban alquiler en la
cabaña, se las arreglaron bien con el salario de la chica, mientras el tumor
crecía con lentitud causándole a la mujer mayores jaquecas intermitentes.
Suzannah, ahora de veintidós años, aceptaba su vida con sencillez,
agradeciendo que su tía todavía pudiera gozar de su tranquila existencia. Si
alguna vez sentía tristeza por el futuro que había planeado para sí y que
nunca se realizaría, jamás lo mencionó. Todavía, mientras abría la puerta de
la cabaña, se preguntaba en dónde conseguiría un trabajo que le permitiera
quedarse con su tía todo el día. Pero ninguna de sus preocupaciones se
dibujó en su cara cuando entró en su hogar. La puerta daba a la sala,
amueblada sin lujos, pero cómoda, y de ahí se llegaba a la cocina. Otra
puerta comunicaba a una estrecha escalera que conducía al primer piso,
donde había dos dormitorios. Un cuarto de baño fue construido atrás de la
cocina cuando su tía se fue a vivir ahí y en la parte posterior había un jardín,
con un huerto donde crecían vegetales y flores, que algunas veces
compraban los turistas.
Su tía estaba sentada en una silla, con Horacio, el gato, sobre su regazo.
Volvió la cabeza y sonrió, con una sonrisa dulce, que la volvía más joven,
cuando Suzannah entró en la habitación.
—Ya llegaste, querida. ¿Tuviste una tarde muy ocupada?
—Lo suficiente para hacerla interesante —contestó la joven con alegría.
Recorrió la mesa con la vista—. ¿Todavía no tomas tu té?
—Bueno, me levanté para prepararme una taza —le explicó su tía, con
un gesto de disculpa—, pero tuve que sentarme de nuevo. Es tonto, sin
embargo, me mareé un poquito…
Suzannah se hincó ante la silla.
—¿Sólo te mareaste? —Preguntó con suavidad—. ¿No te dolió la
cabeza?
—No, linda, sólo fue un mareo. Me encantaría saborear una taza de té.
Después del té, la anciana se durmió, lo cual le permitió a Suzannah
preparar la cena, alimentar a Horacio y meter sus gallinas en el corral que se
encontraba en un rincón del jardín. La comida estaba lista cuando su tía
despertó, mas apenas si la probó y dijo que iría a acostarse.
—¿Todavía estás mareada? —Inquirió Suzannah—. Te ayudaré a subir,
y si no te sientes mejor por la mañana, llamaré al doctor Warren. Quizá las
medicinas son demasiado fuertes.
Se quedó con la enferma hasta que ésta se durmió y entonces limpió la
cocina, puso la mesa para el desayuno, acomodó a Horacio en su canasta y
se acostó, preocupada por su tía. Era cierto que ya antes se había mareado,
pero esa tarde la anciana se veía pálida y deprimida.
Le tomó largo tiempo conciliar el sueño y cuando al fin lo logró, soñó
con su tía y también, por una razón inexplicable, con el hombre alto de la
galería.
En la mañana la despertó el sol. Se asomó por la ventana para admirar
los árboles que crecían en la pradera, atrás de la cabaña. Se puso su bata y
atravesó el corredor, para ver si ya había despertado su tía.
Aún estaba muy pálida, descubrió Suzannah preocupada.
—¿Dormiste bien, tía? —Preguntó con optimismo—. Te traeré una taza
de té…
—No, gracias, linda —replicó la enferma—, no me siento con fuerzas
para tomarlo… es tonto, ¿cómo puedo marearme si sigo acostada?
Trató de sentarse, pero tuvo que recostarse de nuevo sobre las
almohadas.
—Oh, cielos, me duele mucho la cabeza —musitó—, y tengo náuseas.
Suzannah le pasó un orinal, puso cómoda a su tía, murmurando palabras
de consuelo, y cuando la anciana se durmió de repente, corrió escalera
abajo a usar el teléfono, una bendición moderna que había sido instalada en
la cabaña cuando su tía enfermó. Apenas eran las siete, pero no titubeó en
llamar al doctor Warren, quien le había dado instrucciones de hacerlo en
caso de necesidad.
Con voz tranquila, el médico le aseguró que llegaría en diez minutos.
Cumplió su palabra y cuando arribó, la anciana seguía profundamente
dormida.
—Más que dormida —le informó el doctor Warren a la chica—, se halla
en estado de coma —observó a la joven de pie frente a él—. Tú tía está
demasiado grave para que la movamos. ¿Crees que puedas cuidarla?
—Sí, desde luego… si me dice lo que debo hacer.
—Muy poco —se lo explicó—, y te mandaré a una enfermera del
distrito para que te ayude —titubeó—. Un viejo amigo se está quedando en
mi casa por unos días… también es amigo de los Davinish, los del solar…
se especializa en neurocirugía… me gustaría que revisara a tu tía, quizá
haya algo que…
—Oh, por favor, debemos intentarlo todo… Verá, ha estado tan bien
durante meses, que casi nos olvidamos de su enfermedad. Se cansaba un
poco más, pero nunca le sucedió algo como esto —tembló y el doctor le
palmeó el hombro.
—Vístete y desayuna. Regresaré en una hora y entonces decidiremos
qué hacer.
Volvió a cumplir su palabra. Suzannah apenas tuvo tiempo de vestirse,
limpiarle la cara a su tía dormida, arreglar la cama, alimentar a Horacio y
prepararse té, cuando el doctor regresó acompañado de su colega, que
resultó ser el hombre que conoció en la galería. Éste entró en silencio en la
cabaña y saludó a la joven con un gesto grave, sin dar muestras de
recordarla.
Pero Suzannah estaba demasiado preocupada para fijarse en ese detalle;
los condujo a la cabecera de su tía y se quedó en un rincón, mientras el
desconocido examinaba a la enferma con minuciosidad. Después los
acompañó a la sala, donde los dos galenos conversaron en voz baja,
mientras ella preparaba café.
—El profesor Bowers-Bentinck piensa que lo mejor será que tu tía
permanezca aquí —le informó el doctor Warren, cuando Suzannah entró en
la habitación—. Está muy grave… entiendes eso, ¿verdad? No hay nada
que hacer, querida, y debemos agradecer que haya entrado en estado de
coma y permanezca así hasta…
Suzannah tragó saliva.
—¿Hasta que muera?
—Sí, Suzannah. Créeme, si existiera la más leve esperanza de salvarla,
Bowers-Bentinck la operaría. Lo siento.
—¿Cuánto tardará…?
—Un día… unas horas. Te mandaré a la enfermera lo más pronto
posible, pues necesitarás ayuda.
Bowers-Bentinck permanecía ante la ventana, mirando el prado cubierto
de pasto y flores que separaba la cabaña del camino. En ese instante se
volvió hacia la joven.
—Lo siento, señorita Lightfoot, desearía ayudarla, pero, como le
explicó el doctor Warren, no hay nada que hacer.
Parecía tan bondadoso que a la chica se le llenaron los ojos de lágrimas.
Le resultaba difícil relacionar a ese médico calmado con el hombre
indiferente, de mirada dura, que caminaba por la casa solariega. Con una
vocecilla temblorosa, que luchó por controlar, le dijo:
—Gracias, comprendo. Fue muy amable al venir —después de un
momento, agregó—: ¿Mi tía duerme? ¿No despertará sintiendo miedo?
—No volverá a despertar —le aseguró con suavidad.
Ella asintió con su cabeza despeinada.
—Traeré café.
Los médicos lo tomaron mientras hablaban de temas intrascendentes,
para cubrir el silencio de la joven. Luego, el neurocirujano, se levantó y
subió a revisar a la enferma. Bajó y los dos hombres se despidieron
prometiéndole que la enfermera Bennet se presentaría en cuanto pudiera.
La enfermera Bennet conocía de años atrás a la señorita Lightfoot y a
Suzannah. Puso su maletín sobre la mesa de la sala y dijo sin amilanarse:
—Querida, sabíamos que esto sucedería… resulta duro para ti, pero será
una despedida suave para tu tía y todos se la deseamos, después de lo buena
que ha sido.
La chica lloró un largo rato sobre el hombro regordete de la enfermera y
se sintió mucho mejor después.
—Llevaré una jarra de té al dormitorio —sugirió, con voz temblorosa,
tratando de sonreír.
La anciana murió mientras dormía. El doctor Warren se presentó porque
había estimado a su paciente y compadecía a Suzannah.
—La enfermera Bennet se quedará aquí esta noche —le aseguró a la
joven—, y yo me encargaré de todo.
El neurocirujano había partido a una cita, pero casi todo el pueblo
asistió al funeral. Cuando Suzannah regresó a la cabaña vacía, se sintió
reconfortada por las muestras de afecto que recibió. Rechazó amablemente
varios ofrecimientos de hospitalidad, pues sólo pospondrían el momento en
que se quedara sola con Horacio. Había sufrido cuando sus padres murieron
y sabía que la tristeza desaparecería más rápido si se enfrentaba a los
hechos y continuaba con su vida acostumbrada. Se preparó la cena,
alimentó al gato, metió a las gallinas al corral, se acostó y lloró un poco
antes de dormirse, pero se dijo que era porque había tenido un día largo y
cansado y que a la mañana siguiente se sentiría mejor.
Al principio resultó difícil, pues tenía demasiado tiempo libre, ya que se
había dedicado a cuidar a su tía durante meses. Vació las alacenas, limpió el
guardarropa y arregló el jardín durante horas. Su tía dejó muy poco dinero,
así que debía buscar un trabajo lo más pronto posible. Había un rumor en el
pueblo de que la señorita Smythe buscaba una asistente para ayudar en la
escuela y Suzannah creía que podía desempeñar el puesto. Reconfortada
con esa idea, una semana después de la muerte de su tía, se durmió
dispuesta a visitar a la señorita Smythe al día siguiente.
Se levantó temprano y encontró que el cartero ya le había dejado varias
cartas, la última de las cuales la sorprendió pues era una nota, bastante
formal, pidiéndole que se presentara en la casa solariega.
La leyó dos veces. ¿Le ofrecerían un trabajo? Se vistió, desayunó,
limpió la cabaña y se dirigió al solar. Entró por la puerta que usaba la
servidumbre y se encontró con el señor Toms. Siempre se habían tratado
con amabilidad, pero ese día él ni siquiera la saludo, murmurando que
estaba atrasado, lo cual sorprendió mucho a la chica.
Grimm, el mayordomo, la condujo a una antesala, donde la sobrina del
viejo Sir William la esperaba sentada detrás de un escritorio. Suzannah la
había visto en varias ocasiones y no le simpatizó y ahora le agradó menos
pues continuó escribiendo, dejando que Suzannah permaneciera de pie en
medio de la habitación. Por fin levantó la vista y Suzannah pensó que era
una joven muy hermosa, de finas facciones y ojos de un azul intenso.
—Oh, hola. Mi tío no se siente bien y prefiere no recibir a nadie. No te
quitaré mucho tiempo. Supongo que sabrás que la nueva asistente de la
señorita Smythe quiere alquilar la cabaña.
Era lo último que Suzannah esperaba oír. Sabía que tarde o temprano
tendría que dejar la cabaña, pero de alguna manera creyó que el viejo Sir
William le permitiría ayudar en la escuela o, por lo menos, conservar su
trabajo de guía.
—Aspiraba conseguir ese puesto… —dijo, con una voz controlada con
sumo esfuerzo.
—Pues ya está ocupado y no esperes que te ofrezcamos otro. Sir
William ha sido demasiado benevolente; yo me encargaré de recortar
gastos. Supongo que podrás mantenerte sin nuestra ayuda —esbozó una
sonrisa fría—. Considero que hemos pagado con creces la deuda de tu tía,
así que no hay razón para que sigamos manteniéndote —acercó unos
papeles hacia ella—. En fin, el asunto está terminado. Ignoro lo que harás
con los muebles de tu tía… véndeselos a la nueva maestra, si quieres, pero
la cabaña debe estar vacía dentro de dos semanas. Adiós, Suzannah.
La chica no contestó, salió del cuarto y cerró la puerta con suavidad. Era
un mal sueño; no, peor que eso, era la realidad, y, cuando pudiera pensar
con claridad, la aceptaría. Sin reflexionar, tomó el largo camino hacia la
puerta principal y, al atravesar la galería, se encontró cara a cara con el
profesor Bowers-Bentinck. Hubiera pasado frente a él, pero el médico
extendió una mano y la detuvo, contemplando su rostro pálido y tenso.
—Bien, bien, señorita Lightfoot, así que nos encontramos una vez
más… parece que un hilo invisible nos une… —habló con ligereza, pero
cuando ella lo vio con sus bellos ojos grises, llenos de tristeza y confusión,
preguntó—: ¿Qué sucede? ¿Está enferma?
Suzannah no contestó, sólo se zafó de su mano y corrió por la escalera
para salir por la puerta principal. Necesitaba estar a solas por un rato para
dominar sus emociones y pensar en lo que haría. Se preguntó por qué el
profesor estaba en la mansión y entonces recordó que el viejo Sir William
no se sentía bien. Y, además, ¿qué importaba?
De regreso a su cabaña, se sentó ante la mesa de la cocina, con Horacio
sobre su regazo, y trató de pensar con sensatez. Dos semanas no era mucho
tiempo, pero sí el suficiente para organizarse. Tomó un lápiz y empezó a
escribir un plan de acción.
Por su parte, el profesor, quien se quedó quieto un momento después
que Suzannah salió, se encogió de hombros y se dirigió hacia el ala privada,
para abrir la puerta del estudio y entrar.
La joven sentada ante el escritorio alzó la vista y le sonrió con encanto.
—Phoebe, me acabo de encontrar con la chica pelirroja que trabaja aquí
como guía, estaba muy pálida y parecía desesperada…
—Oh, es la sobrina de la vieja… —replicó Phoebe, con indiferencia—,
la que murió en la cabaña. La nueva asistente de la maestra vivirá ahí, así
que le pedí que se fuera.
—¡Ah! ¿Tiene algún lugar a donde ir? —Se apoyó contra la pared y
observó a su anfitriona sin expresión en los ojos.
—¿Cómo voy a saberlo, Guy? Es joven y bastante lista, por lo que he
oído, ya encontrará algo.
—¿Sin familia y sin dinero?
—¿Y a mí qué me importa? El tío William ha sido demasiado
benevolente con esta gente.
—¿Así que la lanzaste indefensa al mundo?
—¿Y por qué no? —Replicó Phoebe, frunciendo el ceño—. Quiero la
cabaña y ya no hay trabajo para ella como guía… también despedí a la
mujer que administra la oficina de correos. La señorita Smythe se las puede
arreglar sin ayuda y si hay muchos visitantes en el verano, conseguiré
empleados temporales.
—¿Sabe tu tío lo que hiciste? —inquirió, en tono casual.
—¡Dios santo, no! Es demasiado viejo para que lo moleste. Le escribiré
a mi padre, cuando tenga tiempo, para comunicarle lo que he hecho.
—¿Lo aprobará?
—No importaría si no lo hiciera —se rió, sarcástica—. Está al otro lado
del océano —apartó el cabello de su frente y sonrió con encanto—.
Hablemos de otra cosa, Guy… ¿qué te parece si vamos a Hungerford y me
invitas a comer?
—Imposible, Phoebe. Debo regresar al pueblo esta tarde —caminó
hacia la puerta—. Vine a visitar a tu tío para despedirme.
—¿Te irás? Pensé que te quedarías unos días… —Se levantó y se acercó
al médico—. ¿No podrías arrepentirte?
—Mi querida niña —contestó él, abriendo la puerta—, te olvidas que
trabajo para ganarme la vida.
—Pues no lo necesitas —refunfuñó.
—De acuerdo, pero es mi vida —no se movió para corresponder al beso
que la joven le plantó en la mejilla.
—¿Cuándo volveremos a vernos? —indagó.
—Un día de éstos, linda —se fue, cerrando la puerta detrás de él.
Regresó a la casa del doctor Warren, se despidió, recogió sus maletas y
se metió en su auto. Pero no condujo muy lejos. Se estacionó ante la cabaña
y llamó a la puerta. No obtuvo respuesta, así que levantó el picaporte y
entró.
Suzannah estaba sentada ante la mesa, escribiendo lo que tendría que
hacer si quería mudarse en dos semanas… la lista era larga y cuando la
terminó empezó otra de posibles trabajos que podía desempeñar. Le pareció
que lo único que podría hacer era trabajar como empleada doméstica, o en
un hotel, o como institutriz… ¿existía esa clase de personas todavía? Su
escasa preparación laboral la deprimía.
Levantó los ojos y lo vio parado en el quicio de la puerta, y, por alguna
razón, sintió ganas de llorar.
—Oh, por favor, váyase… —le pidió con voz débil.
—Me iré cuando haya terminado —afirmó él sin inmutarse—, y por
favor no llores. Es una pérdida de tiempo.
Lo fulminó con la mirada y se pasó una mano por las mejillas. No
estaba segura de por qué ese hombre parecía formar parte de sus
desventuras de ese día; sólo sabía que en ese momento le desagradaba.
El hombre se sentó en una silla frente a la joven, estirando sus largas
piernas.
—¿Tienes que dejar esta casa?
—Sí —se sonó la nariz y se enderezó—. Ahora, si usted se va,
terminaré todo lo que me queda por hacer.
La observó durante unos segundos, frunciendo un poco el ceño, y al fin
se encogió de hombros.
—La señorita Davinish me informó que te quedaste sin empleo. Pensé
que quizá te podría ayudar en alguna forma —la miró con fijeza—, pero
creo que me equivoqué —se puso de pie—. Buenos días, jovencita.
Salió de la habitación en silencio y luego ella escuchó que su auto se
alejaba.
Capítulo 2

S uzannah trató de apartar la sensación de que caminaba sobre arenas


movedizas. El profesor Bowers-Bentinck le desagradaba, pero le
ofreció ayudarla y ella necesitaba ayuda con desesperación. No sólo lo
rechazó como una tonta, sino que ni siquiera le dio las gracias. Era una
lástima que no se hubiera quedado un poco más, hasta que ella sofocara ese
deseo tonto de llorar. Se encogió al recordar los fríos ojos azules; sin
embargo, el hombre se había comportado con tanta dulzura con la tía
Mabel…
Por su parte, el profesor manejó hasta Londres, atendió a varios
pacientes, efectuó una delicada operación del cerebro en el hospital y
regresó a su elegante casa a cenar, para luego dedicarse a contestar su
correspondencia. Pero no avanzó mucho en su tarea. El cabello rojizo de
Suzannah, enmarcando su rostro pálido, invadía sus pensamientos. Hizo las
cartas a un lado, justo cuando el teléfono empezó a sonar. Lo llamaba
Phoebe, quien con su encanto y agradable voz lo sacó de sus cavilaciones.
Hablaron durante un rato y él le prometió con renuencia que pasaría el
siguiente fin de semana en la casa solariega. Esperaba que para ese entonces
Suzannah ya se hubiera ido.
Al día siguiente, sentado en la oficina de la hermana Ash, escuchó con
amabilidad las quejas de la mujer acerca de la escasez de fondos y personal
y la acusación de que los instrumentos que había ordenado hacía varias
semanas no habían sido entregados.
—Lo investigaré —respondió—. Necesitamos otra enfermera, ¿verdad?
La señora Webb no fue reemplazada cuando renunció.
La hermana Ash le brindó una mirada de agradecimiento. Tenía
alrededor de cincuenta años y dedicaba su mejor esfuerzo al hospital. Le
agradaba el profesor Bowers-Bentinck, siempre educado, tranquilo, sereno
y preciso cuando operaba y con unos modales impecables.
—Desde luego —murmuró de repente—. ¿Cómo no lo pensé antes?
Hizo su ronda, dio algunas instrucciones y, cuando regresó a su casa,
llamó por teléfono. La voz que contestó era destemplada pero enérgica:
—Guy, querido muchacho, qué agradable oírte, aunque sería mejor si
vinieras a visitarnos…
Habló durante unos minutos y al fin preguntó:
—Y bien, muchacho, ¿qué quieres que haga por ti?
El profesor se lo dijo.

***

S uzannah pasó varios días empacando el contenido de la cabaña. Había


pocos artículos de valor: unas joyas de su tía, dos o tres piezas de plata y un
servicio de té… Los metió en una caja de cartón y los llevó a la oficina de
correos, donde la señora Coffin los guardó. La nueva asistente de la maestra
la visitó y le compró los muebles, que estaban bien conservados. Luego
escribió a las compañías que ponían anuncios en los periódicos solicitando
empleados y que ofrecían habitación junto con el puesto. Algunas de sus
cartas no fueron contestadas; otras le explicaron, con toda claridad, que no
aceptaban animales. Fue un duro golpe, pues no tenía intenciones de
abandonar a Horacio, así que decidió publicar en un periódico su propio
anuncio, solicitando un empleo que incluyera una habitación, donde le
permitieran conservar al gato.
La señora Coffin, detrás del mostrador, la saludó con cierta excitación.
—No envíes esa carta, querida, antes que leas lo que apareció en el
periódico local esta mañana —invitó a Suzannah a pasar al otro lado del
mostrador—. Mira esto, preciosa —desdobló el diario y señaló la columna
de empleos—. Justo lo que necesitabas.
Suzannah, con la respiración de la señora Coffin acariciándole el cuello,
leyó, obediente. Requerían a una persona competente y educada para que
revisara antiguos documentos familiares. Ofrecían un salario adecuado,
además de un pequeño apartamento, y se permitían mascotas. Era
indispensable enviar dos cartas de recomendación. La solicitud debía
escribirse a mano y mandarse a un apartado postal.
—Cielos —declaró Suzannah, aspirando una bocanada de aire—. ¿Será
verdad?
—Claro que sí, linda. Ahora, ve al otro cuarto y escribe tu carta para
que la envíe con el correo del mediodía —la señora Coffin le entregó una
hoja de papel y un sobre—. Es de la mejor calidad y dará una buena
impresión.
—Dos cartas de recomendación.
—Se las pedirás al vicario y al doctor Warren cuando hayas terminado
—la señora empujó a Suzannah a la pequeña habitación posterior y, como la
chica no tenía nada que perder, la obedeció.
Pasaron tres días y, como no obtenía respuesta, decidió volver a escribir
su propio anuncio. Lo estaba metiendo en un sobre cuando el cartero le dejó
la correspondencia en el buzón. Aún quedaban algunos asuntos por arreglar
debido a la muerte de su tía. Hojeó varias misivas, la mayoría de recibos de
pequeñas deudas que había cancelado, pero el último sobre tenía escrita la
dirección con una letra confusa y el matasellos de Marlborough.
Suzannah la abrió con lentitud. Leyó que su solicitud había sido
recibida y, puesto que sus referencias eran satisfactorias, se le pedía
presentarse en el domicilio escrito en el sobre para que la entrevistaran; sus
gastos serían pagados. Firmaba Editha Manbrook, una dama anciana, a
juzgar por su letra, de un estilo elegante, aunque incierto.
Suzannah estudió la dirección de la carta: Mansión Ramsbourne,
Ramsbourne St Michael. Un pueblo, si lo recordaba bien, entre
Marlborough y Avebury. Podría llegar en autobús.
Fue a ver a la señora Coffin después del desayuno, le contó la buena
noticia y regresó a la cabaña para preocuparse de su guardarropa. No había
mucho de qué preocuparse. Se pondría su traje de lana, bastante viejo, pero
que tendría buena apariencia si lo planchaba. Además, usaría sus guantes,
zapatos y bolsa de piel negros, los cuales limpió hasta que relucieron, bajo
la mirada atenta de Horacio.
La cita era a las dos, así que almorzó temprano, encerró al gato y abordó
el autobús a Marlborough. El trayecto fue corto y la llevó hasta la casa, de
estilo Regencia y pintada de blanco, que se alzaba en medio de árboles y
arbustos.
Una sirvienta anciana abrió la puerta y Suzannah le dijo:
—Quizá me equivoqué de domicilio… vengo a entrevistarme para un
trabajo…
La mujer sonrió y le pidió que pasara.
—Está bien, señorita, le mostraré dónde puede esperar.
La condujo a una agradable habitación, cuyas espaciosas ventanas se
abrían al jardín posterior de la casa. La chica se sentó en la silla más
cercana.
Esperaba que su rostro no manifestara su sorpresa. Había sido una tonta
al suponer que sería la única solicitante de ese puesto. Murmuró un tardío
saludo y examinó, a escondidas, a las otras ocupantes del cuarto. Eran
cuatro y parecían expertas en el trabajo que pedían. Una de ella comentó en
voz alta: «No mencionan taquigrafía ni mecanografía, pero imagino que son
indispensables para este tipo de empleo». Las otras estuvieron de acuerdo y
el corazón de Suzannah se le cayó a los pies. Su viaje había sido una
pérdida de tiempo; debió haber puesto su anuncio en el periódico hacía tres
días y quizá ahora ya hubiera obtenido algunas respuestas. Se terminaba el
plazo para desocupar la cabaña… Detuvo sus pensamientos; no la
conducían a nada. Observó que las otras jóvenes entraban de una en una a la
habitación contigua, hasta que se quedó sola. La última salió y le dijo, con
cierta sequedad, que era su turno.
Suzannah llamó a la puerta y luego entró en una sala opulenta,
amueblada con excelente gusto. Dos ancianas se sentaban al lado de una
chimenea encendida y ninguna habló mientras la chica cruzaba la
habitación y se les acercaba. Una vez que estuvo lo bastante cerca, las
saludó y luego se quedó parada, esperando con paciencia a que terminaran
de examinarla.
Una de las ancianas tomó su carta y la leyó.
—¿Suzannah Lightfoot? Un nombre bonito. ¿Qué sabe acerca de
catalogar y archivar documentos?
—Nada… es decir, nunca lo he hecho antes, pero supongo que es una
tarea basada en el sentido común y la paciencia. Me interesan los libros y
documentos antiguos y estoy segura de que me fascinará el trabajo, pero no
sé taquigrafía ni mecanografía.
—Por sus recomendaciones veo que se le ofreció el puesto de lectora de
Literatura Inglesa en la Universidad de Bristol. No lo mencionó en su
solicitud —cuando Suzannah no contestó, la señora añadió—: La modestia
es una cualidad casi olvidada. Creemos que se adaptará con facilidad al
empleo. El salario que ofrecemos no es muy alto; de hecho, nos quedamos
con la impresión de que les pareció bajo a las otras solicitantes. Pero le
permitiremos ocupar una habitación mientras trabaje para nosotras.
—Tengo un gato muy bien educado —comentó la chica.
—No nos oponemos a lo que traiga, pero quizá usted no acepte el
sueldo que ofrecemos —mencionó una suma que, aunque modesta, era
mejor que la que esperaba Suzannah.
—Lo acepto —dijo con rapidez—. Muchas gracias, señora Manbrook.
—Entonces, la esperamos… déjeme ver… ¿en cuatro días? Creo que
será mejor que mandemos al chofer a que la recoja, puesto que traerá su
equipaje y al gato. Tenemos su dirección, ¿verdad? —contempló a la otra
anciana. ¿Estás de acuerdo, Amelia?— su compañera asintió. —Entonces,
por favor, haga sonar esa campana, para que la lleven a conocer su cuarto.
La sirvienta que recibió a Suzannah acudió al llamado y llevó a la chica
al patio posterior. Estaba rodeado por construcciones; un garaje con un
cuarto encima, unas bodegas y un corredor vacío que parecía haber sido el
establo. Al final de las bodegas había una puerta, que su acompañante abrió.
El apartamento consistía en un vestíbulo pequeño y una enorme habitación
con un rincón para la cocina, además de un baño. Una de las ventanas daba
al patio, pero desde la más grande se contemplaba una vista maravillosa.
Las habitaciones estaban bien amuebladas y alfombradas y una chimenea
victoriana agregaba un toque especial al conjunto.
—Oh, es precioso —afirmó Suzannah, feliz—. ¿Me podría decir su
nombre? —le preguntó a la sirvienta.
—Parsons, señorita. Y no tiene por qué temer. La cocinera duerme en el
cuarto sobre el garaje y el resto de la servidumbre en este lado de la casa —
su rostro, más bien severo, se suavizó por una sonrisa—. Esperaba que la
escogieran a usted, señorita… las otras no me agradaron.
—Pues, muchas gracias, señora Parsons. Estoy segura de que viviré
muy contenta aquí. Cuando venga, en cuatro días, ¿me informará en dónde
comeré y a qué hora?
—El mayordomo se encargará de eso. Hoy es su día de descanso, pero
estará aquí cuando usted regrese.
—Es muy amable. Ahora debo regresar a empacar mi ropa. La señorita
Manbrook…
—Lady Manbrook, señorita.
—Oh, no lo sabía. Ella no mencionó cuándo me recogerían.
—El señor Snow, el mayordomo, se lo hará saber.
—Oh, perfecto —en la puerta, a punto de salir, inquirió—: ¿Y cómo se
llama la otra señora?
—Es la hermana de Lady Manbrook, señorita, la señora van Beuck; las
dos son viudas.
—Gracias, señora Parsons. —Suzannah consultó su reloj—. Debo irme
para tomar el autobús.
Se despidieron y aún tuvo que esperar diez minutos al autobús, lo cual
le permitió reflexionar en su buena suerte por haber conseguido el empleo.
Sus amigos la felicitaron cuando les contó su aventura. La señora Coffin
le regaló una vieja canasta para Horacio, el doctor Warren y su esposa le
dieron un bonito edredón y la señorita Smythe le obsequió una maceta con
un geranio rojo. Se despidió de todos, limpió la cabaña hasta dejarla lista
para recibir a la nueva ocupante y, obediente a las indicaciones del señor
Snow, aguardó a las diez en punto a que fueran a recogerla.
Era una lástima que nadie fuera a despedirla, pensó Suzannah, pues no
la verían abordar el auto que llegó, un antiguo y elegante Daimler. El
chofer, pequeño y corpulento, de cabello gris, le dio los buenos días y
agregó:
—Croft a sus órdenes, señorita. Pondré sus maletas en el portaequipaje
—descubrió a Horacio, que lo espiaba por la ventanilla de la canasta—.
¿Lleva ahí un gato? Puede viajar en el asiento posterior.
La esposa del chofer era el ama de llaves de Lady Manbrook, y casi toda
la servidumbre había estado en esa casa durante veinticinco años por lo
menos.
—Espero que le guste la vida tranquila —comentó el criado cuando
terminó de dar sus explicaciones—, pues no hay mucho que hacer por las
tardes. ¿Tiene un televisor?
—No, pero oiré la radio; además, me encanta leer. Estaré contenta, pues
ya he vivido en el campo y me agrada.
—Desde luego, las señoras reciben huéspedes de vez en cuando, pero
casi siempre están solas.
Se sentía un poco nerviosa porque debía conocer al señor Snow, pero no
tenía nada que temer. El mayordomo parecía muy digno y serio, pero dejó
ver que la chica le agradó. Le entregó la llave de su nuevo hogar y, mientras
Horacio y las maletas eran llevados al apartamento, le pidió que se
presentara en el vestíbulo principal en media hora.
Media hora no era mucho tiempo para organizarse. Le dio al gato un
poco de comida, que le había preparado, puso el geranio sobre el marco de
la ventana y se arregló.
Esperó al mayordomo en el vestíbulo para que la condujera a la sala.
Parecía que las dos ancianas no se habían movido desde que las vio por
última vez, pero vestían ropa diferente.
—Venga y siéntese, señorita Lightfoot —dijo Lady Manbrook—. Snow,
por favor, traiga café; almorzaremos media hora después de lo usual, para
darle tiempo a la señorita Lightfoot de que desempaque.
Snow se retiró en silencio y Suzannah aguardó en suspenso.
—Después de que beba una taza de café, Snow le mostrará el cuarto
donde trabajará —le informó Lady Manbrook—. Los papeles y los diarios
están en el desván; el mayordomo la acompañará y usted elegirá con cuál
empezar.
—Algunos son más interesantes que otros —comentó la señora van
Beuck.
—¿Desea examinarlos antes que empiece? —Inquirió Suzannah—. ¿No
hay nada demasiado personal…?
—No lo creo; si lo hay, estoy segura de que me informará al respecto.
Todo lo que pido es que los acomode con cierto orden. Una vez que
termine, los leerá con cuidado y los ordenará por orden alfabético.
—¿Hay muchos papeles?
—Me han dicho que existen dos o tres baúles. Esas cosas tienden a
acumularse —agregó Lady Manbrook con despreocupación—. Ah, aquí
está el café. Sea tan amable de servirlo, señorita Lightfoot. Almorzaremos a
la una y media; usted, desde luego, nos acompañará.
Suzannah se lo agradeció, bebió su café y se disculpó. Si se apresuraba,
podría desempacar, alimentar con propiedad a Horacio y empezar a trabajar
por la tarde. Encontró a Snow esperándola en el vestíbulo, para guiarla al
desván. Abrieron uno de los baúles y Suzannah se hincó para examinar el
contenido. No existía ningún orden, cientos de cartas, hojas amarradas con
un listón, un montón de libros que parecían diarios. Sería difícil decidir por
dónde empezar, pensó con un suspiro.
—Lady Manbrook me dijo que usted me mostraría en qué lugar podría
trabajar, señor Snow, pero creo que haré la selección aquí. Hay bastante
espacio y la luz es buena. Cuando haya puesto un poco de orden en los
papeles, los llevaré a la habitación que me asignen para ordenarlos.
—Lo que usted decida, señorita. Ordenaré que traigan una mesa y una
silla y lo que necesite. Me parece que tiene bastante trabajo.
—Eso parece —asintió Suzannah, contenta—, pero estoy segura de que
me interesará mucho —volvieron a bajar por la escalera y el mayordomo le
mostró una oficina, amplia y cómoda, donde la chica realizaría su trabajo
posteriormente.
Su apartamento le pareció pequeño en comparación con la casa, pero
era muy acogedor. Desempacó, se arregló un poco y fue a comer con sus
anfitrionas. Después de superar su timidez inicial, Suzannah empezó a
divertirse, pues las dos señoras mantenían una conversación continua para
tranquilizarla. Después del café, la chica se levantó y subió al desván.
Estaba totalmente absorta en su tarea cuando Snow llamó a la puerta y
entró con una bandeja de té. La chica se sentó sobre sus talones y le dijo,
disculpándose:
—Oh, señor Snow, yo podía haber bajado… —le sonrió—. Me dejé
llevar por estos documentos —señaló varios montones de papeles, viejos
programas de baile, recortes de periódicos y cosas así.
—Lo entiendo, señorita. No me molesta traerle el té. La cena es a las
ocho.
—Oh, pero de seguro no querrán que cene en su compañía.
—Desde luego que sí, señorita, aunque entienden que no tome el té con
ellas para no interrumpir su trabajo. El desayuno se les lleva a las señoras a
sus dormitorios. El suyo se le servirá a las ocho de la mañana.
—Gracias, señor Snow.
—Y, si no le incomoda, señorita, llámeme sólo Snow.
—Oh, pero la sirvienta que me llevó a mi cuarto lo llama señor Snow.
—Lo cual es correcto porque estoy encargado de la servidumbre, pero
usted, señorita, es empleada de Lady Manbrook.
—Ah, ya entiendo. Gracias por explicármelo. Trataré de no molestarlos
demasiado.
—Si me permite decirlo, señorita, es un placer tener a alguien joven en
la casa.
Salió del desván con pasos mesurados, dejándola sola para que
saboreara los emparedados diminutos y los pastelillos.
Para las siete, había vaciado el baúl y distribuido los papeles en
montones sobre el suelo de madera del ático. Al día siguiente revisaría cada
pila y ordenaría todo por fechas, empezando por los recortes de periódico,
que le parecían más fáciles. Había otros dos baúles llenos de papeles. Le
tomaría semanas terminar el trabajo.
Se dirigió a su apartamento, alimentó al gato y encendió la chimenea.
Luego tomó un baño y se vistió. No tenía nada apropiado para cenar en el
esplendoroso comedor de Lady Manbrook, sólo un vestido de lana color
café y una blusa de seda blanca que combinaba con una falda gris. Escogió
el vestido y se prometió comprar algo adecuado con su primer pago. Al
volver a la mansión, se encontró con el mayordomo.
—Las señoras la esperan en el estudio —le indicó, guiándola.
Suzannah comprendió que su vestido era demasiado humilde para la
ocasión, pero no permitió que ese detalle la afligiera y tomó parte en la
agradable conversación. La cena, aunque más prolongada que la comida,
resultó muy amena. Por fin, la chica se despidió de sus anfitrionas y regresó
a su habitación.
Horacio dormía ante la chimenea, era la viva imagen de un felino
satisfecho. Suzannah se sentía contenta y se durmió casi en cuanto se metió
en la cama.
En pocos días se adaptó al ambiente. Tenía poco tiempo libre, pero no le
importaba. Nadie le ordenó cuántas horas debía trabajar, así que ella misma
se impuso un horario. Iniciaba sus labores a las nueve, las interrumpía para
almorzar y después continuaba hasta las siete. Horacio la acompañaba a
caminar por las mañanas, después del desayuno. La vida le parecía
interesante y agradable. Cuando hubiera oportunidad, pediría que le
concedieran una tarde libre para ir de compras a Marlborough.
Se le ocurrió que quizá trabajaba de una manera poco profesional, pero
progresaba. Los montones de cartas, recortes y fotografías empezaban
adquirir orden.
Algunos papeles eran en verdad muy antiguos; cartas escritas con tinta
china, tachoneadas varias veces, cuentas de la modista, recetas de cocina,
prescripciones médicas. Trabajó con paciencia y organización y, al final de
la primera semana, pudo informarle a Lady Manbrook que el último baúl
había sido vaciado. Cuando iba a pedir que le concedieran una tarde libre, la
señora van Beuck preguntó:
—¿Nos acompañarás a la iglesia, querida? El pastor es un predicador
excelente. Vendrás en el auto con nosotras, desde luego; estaremos listas a
las diez y media en punto.
La señora miró a su hermana, quien sonrió y asintió.
—Hemos discutido el asunto —afirmó—, y preferimos llamarte por tu
nombre de pila, si no tienes objeción.
—Al contrario, me halagaría.
Le pareció poco oportuno solicitar en ese momento una tarde libre.
Acababa de empezar a trabajar y estaba feliz en su apartamento, aunque
quedaba por resolver el problema del salario. Quizá Lady Manbrook le
pagaría cuando terminara el trabajo, en un mes o seis semanas, pero no se
preocuparía. Se las arreglaría con sus escasos ahorros.
Le hubiera gustado caminar hasta la iglesia esa mañana; sin embargo,
como las señoras querían que las acompañara en el auto, así lo hizo. La
banca de la familia, en la iglesia, se hallaba cerca del altar; siguió a sus
anfitriones despertando la curiosidad de la congregación y, al salir, le
presentaron al pastor. Varias personas de edad la saludaron haciendo vagas
preguntas y ella se limitó a murmurar frases intrascendentes.
Durante la comida, trató de abordar el tema de su tiempo libre y llegó a
decir:
—Me preguntaba por mi horario de trabajo… —Sólo para que la
interrumpiera, con amabilidad, Lady Manbrook.
—No deseamos interferir, Suzannah. Estamos seguras de que te gusta tu
empleo y de que lo desempeñas con eficiencia. Y confieso que lo que nos
has contado ha despertado nuestra curiosidad. Quizá puedes bajar esos
programas de baile a la hora del té para que nos divirtamos examinándolos.
—No he tenido tiempo de ordenarlos aún, Lady Manbrook…
—Pero eres tan rápida que apostaría a que lo harás antes del té —la
anciana le sonrió con dulzura y Suzannah sofocó un suspiro antes de
acceder.
Alimentó a Horacio y lo sacó a caminar por el jardín. Decidió que ahora
si hablaría de su tiempo libre con Lady Manbrook, a la hora del té.
Estaba hincada, poniendo en orden los programas de baile, algunos de
los cuales eran del siglo pasado, y se imaginaba las polkas, las cuadrillas y
los valses que los asistentes ejecutaban, cuando sintió que alguien abría la
puerta del desván.
Se volvió y descubrió al profesor Bowers-Bentinck apoyado contra la
pared, observándola.
—Bien, bien, qué agradable sorpresa —su voz poseía una tersura que a
ella no le gustó.
—Qué sorpresa —lo corrigió—, pero no estoy segura de que sea
agradable.
—Una joven sincera —la alabó—. Creo que debo enorgullecerme de
que me reconozca.
Suzannah seguía hincada, con un montón de programas en la mano,
mirándolo.
—Sería tonta si no lo hiciera… —comentó con sequedad—. Es mucho
más alto que la mayoría de los hombres, para empezar, y muy guapo;
además, visitó a mi tía Mabel.
—Debo agradecer esos abundantes cumplidos —murmuró.
—No lo fueron —replicó Suzannah—. Sólo mencioné hechos
indiscutibles —de repente se le ocurrió un pensamiento alarmante—. Lady
Manbrook… ¿está enferma? ¿O la señora van Beuck? Se sentían bien en la
comida… —Se puso de pie—. ¿Por eso está aquí?
—Las dos señoras gozan de excelente salud —le aseguró, mirándola
con frialdad—. Estás sucia y empolvada.
—Desde luego. Este trabajo es sucio y debo hincarme en el suelo… de
cualquier modo, no veo por qué le importa.
—No me importa. Dime, ¿por qué estás aquí? ¿Cómo conseguiste este
empleo?
—Lo anunciaron. He estado en esta casa una semana, y me siento a
gusto —lo observó con desconcierto—. Y usted, ¿por qué vino?
—Para tomar el té.
—¿De veras? —Sus ojos grises mostraron asombro—. ¡Qué
extraordinario que nos encontremos de nuevo!
—¿Pones alguna objeción?
—De ninguna manera. Uno siempre se topa con personas extrañas en
los lugares más inesperados.
—Cierto —la contempló, frunciendo el ceño—. ¿No sería mejor que te
lavaras las manos y te peinaras? Son casi las cuatro.
Suzannah se sacudió el polvo de la falda y le lanzó una mirada
tolerante.
—No se preocupe, me pondré presentable. Además, por lo general me
suben el té en una bandeja —agregó con amabilidad—: Tranquilícese.
—Casi siempre estoy tranquilo —le informó, con una voz tan fría como
sus ojos. Se dirigió hacia la puerta y salió, cerrándola detrás de sí. Sin duda
era un hombre con mal genio, pensó la joven, y por lo tanto le tuvo lástima.
Se lo contó a Horacio mientras se cepillaba el cabello y se arreglaba
para el té.
Capítulo 3

L a sala parecía acogedora con las lámparas encendidas y el fuego de la


chimenea reflejándose en el juego de plata. Las dos señoras se
hallaban sentadas en sus lugares acostumbrados y el profesor estaba
recostado en un sofá enorme, como si se sintiera en su casa.
«Un viejo amigo de la familia», concluyó Suzannah, «o el médico de las
ancianas», porque era obvio que las conocía muy bien.
Se puso de pie cuando ella se acercó y la ayudó a sentarse en una silla,
al lado de Lady Manbrook. La dama comentó:
—Nuestro sobrino ya te conoce, así que no habrá necesidad de
presentarlos. Ya veo que has traído los programas de baile; los veremos en
cuanto terminemos de tomar el té.
Suzannah murmuró su aprobación. Ahora que veía a los tres juntos,
resultaba evidente la relación… las narices de puente alto, los ojos azules de
un tono extraño. Mientras sorbía el líquido caliente, con extrema
compostura, dejó correr su imaginación. El profesor vivía en Londres, pues
allí era donde debía vivir un hombre de su habilidad, pero tenía amigos en
Marlborough, amigos íntimos, como Phoebe Davinish. Quizá iba a pasar el
fin de semana con ella y se detuvo a saludar a sus tías…
La voz del galeno, demasiado tersa para su gusto, la sacó de su
meditación, al preguntarle si le agradaba el trabajo.
—Muchísimo —respondió.
—¿Y cuánto tiempo supones que te tome terminarlo? —continuó él.
—No estoy segura. Ya separé los papeles y los ordené por fechas, pero
pienso que sigue la parte más difícil. Verá, las cartas y los recortes de los
periódicos se refieren a personas muy diversas. Habrá que identificarlas.
—No hay prisa —declaró la señora van Beuck—. Parece que has
logrado mucho en una semana…
—Trabajando de lunes a domingo —murmuró el profesor—. ¿Prefieres
tener tu día libre durante la semana? —le preguntó a Suzannah.
—¿Yo? —Suzannah habló con voz cortante—. Estoy muy contenta…
—Estoy seguro de que lo estás —interrumpió—. Sin embargo, debes
tener unas horas para ti misma. Me imagino que a mis tías no les importará
si te tardas una semana más archivando esos diarios, supongo que les
agradaría que dedicaras un poco de tiempo a tus propias actividades.
Lady Manbrook parecía bastante perturbada.
—Mí querida niña, que inconscientes somos… desde luego que debes
descansar. ¿Qué sugieres, Guy?
—Oh, un día a la semana… la mayoría de los oficinistas tienen dos… y
un horario fijo de trabajo; de nueve hasta la hora de la comida y algunas
horas por la tarde, según convenga, para completar ocho horas —ni siquiera
miró a Suzannah al responder.
«Como si yo no estuviera presente» pensó ella, irritada. Le lanzó una
mirada furibunda y se enfrentó a sus fríos ojos.
—¿Estás de acuerdo? —quiso saber él.
Estuvo tentada a decirle que no, pero Lady Manbrook aún parecía
alterada, así que afirmó en un tono indiferente.
—Gracias, profesor, sí, estoy de acuerdo —y, como se sentía enfadada,
agregó—: Es muy amable al haberse molestado por mí.
—No soy un hombre particularmente amable —le informó—, pero
espero ser justo.
Quizá lo era, como también era mal educado. Suzannah tomó los
programas de baile y se los tendió a las señoras para que los vieran.
La siguiente hora pasó con rapidez, mientras las damas exclamaban y
admiraban las tarjetas.
—Ésta es de Emily Wolferton —declaró Lady Manbrook—. Era una
altanera —dejó el programa a un lado y añadió con satisfacción—: Yo
siempre tuve muchos pretendientes.
—Yo también —gorjeó su hermana—. Aquí está el de la abuela de
Phoebe… era muy desagradable, vivía deseando lo que no tenía —observó
al médico, recostado sin hacer nada—. Espero que Phoebe no tenga mal
genio, Guy.
—Oh, jamás se enoja… mientras consigue lo que quiere —respondió
con pereza.
—Y, desde luego, lo consigue —observó la señora van Beuck—.
William Davinish está demasiado viejo para oponérsele. Lo único que pide
es un poco de paz, a cualquier precio.
Guy no contestó y poco después comentó:
—Quizá a Suzannah le gustaría descansar una hora o dos antes de la
cena —consultó su reloj—. Ahora tengo que irme…
—¿Tan pronto, querido? —preguntó Lady Manbrook.
—Ceno con Phoebe —contestó, mirando a Suzannah.
La chica se levantó, se disculpó y se dirigió a la puerta. Guy la mantenía
abierta para que pasara. «No puede esperar a librarse de mí», pero él
murmuró:
—Lástima que no hayamos tenido tiempo de platicar.
Ella lo miró con fijeza estudiando sus facciones.
—¿De veras? No se me ocurre de qué podríamos hablar —le informó.
No le gustó cómo le sonreía, ni su tono mesurado de voz.
—Tu apariencia puede ser gris, a pesar del color de tu cabello, pero
posees una lengua viperina. Buenas noches, Suzannah.
La chica murmuró su despedida y desapareció en el vestíbulo. La
expresión de la cara del galeno al volver a la sala hizo que Lady Manbrook
afirmara:
—Una chica amable, Guy, limpia, arreglada y trabajadora.
Él sonrió y se preguntó qué diría Suzannah si oyera esos cumplidos. Se
encogió de hombros, molesto por interesarse en ella. Le resultó fácil que
sus tías la contrataran; lo hizo por compasión y porque consideró que
Phoebe había sido injusta con la joven. No había razón para que se
interesara en su futuro. Le quedaban un par de meses para decidir lo que
deseaba hacer y cómo se ganaría la vida. Regresó a su asiento y se
entretuvo escuchando la charla de sus tías.
Suzannah entró en su apartamento, alimentó a Horacio, encendió la
chimenea y se quejó con el gato.
—Es un hombre muy mal educado —declaró Suzannah—. Creo que le
desagrado muchísimo… qué mala suerte que nos hayamos encontrado de
nuevo —se ató con fuerza el cinturón de su abrigo y sacó a Horacio a
pasear. Llegaron hasta las rejas de la mansión y cuando regresaban por el
camino interior, un Bentley surgió de repente y frenó a un metro del gato.
El profesor sacó la cabeza por la ventana del auto.
—Por el amor del cielo —exclamó, petulante—, ¿debes pasear al
anochecer? Pude haber aplastado a ese animal.
Suzannah abrazó a Horacio contra su pecho.
—Éste es un camino privado —replicó, con la voz temblorosa de rabia e
indignación—. No sabía que usted se aparecería en una curva a noventa
kilómetros por hora.
—Treinta a lo sumo —se rió—. Y soy un buen conductor. Pero que te
sirva de lección en el futuro —metió la cabeza y continuó su camino,
dejando a Suzannah de pésimo humor.
De regreso en sus habitaciones, miró el reloj. Era hora de que se
arreglara para la cena. Se dirigió al baño y se lavó los dientes.
—Espero no volver a ver a esa bestia con figura de hombre —le dijo a
Horacio.
La segunda semana transcurrió con rapidez. Las señoras tomaron muy
en serio la sugerencia de su sobrino, pues cada tarde le preguntaban si había
trabajado más horas de las necesarias y el sábado le dijeron que se tomara el
día libre, lo cual le fascinó.

***

C on el salario de dos semanas en el bolsillo y un gran deseo de gastarlo,


compró estambre para un suéter y tela para una falda y aún le quedó dinero.
No había olvidado su futuro incierto, pero si se limitaba a comprarse un par
de zapatos, le sobraría dinero para sobrevivir hasta que consiguiera otro
trabajo.
De regreso en su apartamento, alimentó a Horacio, encendió la
chimenea y se preparó una taza de té. Como todavía faltaba mucho para la
cena, midió la tela para cortarla. Tendría que coserla a mano, lo cual no le
preocupaba. Se la probó frente a un espejo pequeño y le pareció que le
quedaría muy bien.
Durante la siguiente semana no hubo señales del profesor, pero no
esperaba verlo y nadie lo mencionó. Siguió con su trabajo y terminó de
coser su falda. Fue una semana aburrida, pero la rutina le daba un
sentimiento de seguridad. Volvió a Marlborough en su día libre, pero esta
vez casi no compró nada. El futuro empezaba a preocuparla. Otras tres
semanas y se quedaría sin empleo. Esperaba obtener una recomendación de
Lady Manbrook y revisaría los periódicos para buscar un empleo. Tomó una
taza de té en un restaurante modesto y regresó a la mansión en autobús.
Cuando empezó a leer las cartas, le fascinaron. El contenido, en su
mayor parte, era bastante inocente: conversaciones entre amigas acerca de
fiestas, bailes, vestidos… Pero al abrir un paquete atado con un listón, se
encontró con un saludo: «Mi más grande amor», y le pareció que si seguía
leyendo cometería una indiscreción. Volvió a guardar las cartas y se las
llevó a Lady Manbrook esa tarde. La señora las revisó murmurando de vez
en cuando algo acerca de la tía abuela Alicia. Al fin le explicó:
—Son cartas de mi tía y Humbert, antes que se comprometieran. Muy
interesante. Pero hiciste muy bien en traérmelas, Suzannah. Si hay otras
como éstas, amárralas y guárdalas en un sobre que rotularás
«Correspondencia Privada». No creo que hayan sido escritas para que las
vieran otros ojos que aquéllos a los que se dirigían.
—No pienso que haya más, Lady Manbrook, pero existen muchas en
otro idioma… parece alemán…
—Holandés —la corrigió con prontitud la señora van Beuck—. ¿Están
mecanografiadas, querida?
—En su mayoría, sí.
—El contrato de matrimonio cuando me casé con Everard. ¡Dios mío,
hace tanto tiempo!
Suzannah no supo qué decir; sabía muy poco acerca de contratos
matrimoniales y la señora van Beuck parecía triste.
—Fuimos juntos a ver al abogado de la familia —recordó—. Yo llevaba
un sombrero precioso, de tul gris, con flores rosas —ese comentario hizo
que las hermanas comentaran acerca de los adornos de otras épocas y
Suzannah permaneció en silencio hasta la hora de la cena.
Mientras bebían su café, Lady Manbrook afirmó:
—Te extrañaremos, Suzannah. Has trabajado mucho y has hecho una
obra de titanes ordenando esos papeles. ¿Qué planes tienes?
—Por ahora ninguno, Lady Manbrook. Creo que terminaré en tres
semanas, pues el catálogo me tomará bastante tiempo.
—Estoy segura de que encontrarás un empleo interesante —la consoló
la señora Van Beuck—. Debes de aburrirte aquí.
—He sido muy feliz en su casa y adoro el campo —respondió la chica.
Se disculpó y se dirigió a su apartamento. Le pareció que las dos damas
deseaban que se fuera, aunque no lo confesaran. Con Horacio sobre su
regazo, leyó el periódico en busca de empleos. Se necesitaban varias
muchachas para servir en una taberna, pero ella no se consideraba
adecuada. Por lo general, esas muchachas tenían busto voluminoso y eran
muy atractivas y Suzannah no poseía esos atributos. También solicitaban a
una sirvienta que ayudara a cuidar a cinco niños, que amara a los perros,
tuviera buen carácter y aceptara cuidar a la abuela, en caso de necesidad; el
sueldo era negociable. Suzannah no entendía le que eso significaba, pero
presentía que se aprovecharían de ella. Dobló el periódico y decidió
presentarse en la agencia de colocaciones de Marlborough al día siguiente.
Al final de la siguiente semana, se encontraba sentada en la oficina que
Snow le había asignado, cuando Guy entró.
—¿Todavía con los programas de baile? —quiso saber y se paró frente a
la chimenea, evitando que el calor llegara al resto de la habitación.
—Buenas tardes, profesor Bowers-Bentinck —lo saludó con sarcasmo y
esperó a que él hablara.
—Si te quitas esa expresión de desaprobación de la cara, buenas tardes,
Suzannah. ¿Casi acabaste?
¿También él ansiaba que se fuera? Con suma cautela, contestó:
—Casi. Y trabajo lo más rápido que puedo…
—Perfecto. ¿Ya conseguiste otro trabajo?
—Tengo varias posibilidades… —Vio cómo la observaba y rectificó—:
Ninguna segura, desde luego.
—¿Te queda dinero?
—De verdad, profesor, creo que ese asunto no le incumbe —se sonrojó.
—Pues yo no puedo entender qué te impide contestar a mi pregunta.
—No, supongo que no puede —aspiró, hondo—. Déjeme decirle algo.
No soy su empleada. Fue muy amable con mi tía Mabel antes que ella
muriera, pero no permitiré que me insulte… —Su voz tranquila adquirió de
repente un leve tono agudo. Volvió a aspirar y añadió—: Si no le importa,
continuaré con mi trabajo…
La molestaba y le molestó más que se alejara cerrando la puerta con
suavidad.
No había señales de él cuando se reunió con las dos ancianas esa tarde
en el estudio.
—¡Qué lástima que Guy tuviera que volver a su consultorio! —exclamó
la señora van Beuck—. Ese muchacho trabaja demasiado; me asombra que
tenga tantos pacientes —y, ante la mirada interrogativa de Suzannah, añadió
—: Enfermos con tumores en el cerebro, linda. Desde luego, Guy es tan
listo que siempre sabe qué hacer… —De repente se contuvo—. Mi pequeña
niña, lo siento, por un momento olvidé que tu tía…
—No se preocupe, señora Van Beuck —repuso Suzannah, con suma
compostura—, mi tía no podía salvarse. El profesor Bowers-Bentinck la
examinó con sumo cuidado y se portó con mucha amabilidad.
«Muy diferente como se portó esta tarde», se agregó para sus adentros.
Suponía que debía de irritarlo en alguna forma, así como él la enfadaba a
ella.
Permaneció callada, oyendo a medias, la suave charla de las dos
señoras.
—Apenas puedo creer que ese muchacho vaya a cumplir treinta y cinco
años la semana entrante —comentó Lady Manbrook—. Parece que fue ayer
cuando él y sus padres vinieron de visita… ¡Qué tristeza que no hayan
vivido para verlo conquistar un lugar relevante en su profesión! Y Guy es
muy modesto; y siempre tan amable.
Es obvio, pensó Suzannah, que desconocía un aspecto de la
personalidad del cirujano. Y quizá nunca la descubriría.
Pasó otra semana sin que Guy se apareciera en la mansión. «¿En dónde
estaría?», se preguntó la chica. Pero sabía que era un hombre ocupado y su
trabajo lo mantenía en Londres. Suzannah casi había terminado de catalogar
los papeles; en cuatro o cinco días más acabaría con su tarea. Era
demasiado honesta como para prolongarla, pero estuvo tentada a hacerlo,
pues no había recibido respuesta a los anuncios que contestó.
Arregló las últimas cartas y bajó a informarle a Lady Manbrook que en
cuatro días más se iría. Su anfitriona la miró asombrada.
—¿Tan pronto, querida? Necesitarás uno o dos días más para empacar
tus propias cosas, desde luego. Croft te llevará a… —hizo una pausa—. ¿A
dónde, Suzannah? ¿No hay alguien viviendo en la cabaña?
—Sí, pero la señora Coffin me recibirá en su casa hasta que encuentre
otro trabajo, Lady Manbrook.
—Ah, claro. Debes de tener muchas ofertas.
«Desearía tenerlas», pensó la chica. Pero llegó el último día de su
estancia en la mansión sin que el cartero le llevara ni una sola respuesta. Así
que metió a Horacio en la canasta, recogió su geranio, se despidió de las
dos ancianas y de la servidumbre y se metió en el auto, al lado de Croft. La
señora Coffin le escribió una carta optimista, aceptando que viviera con ella
mientras lo necesitara; de todos modos, la chica se entristeció cuando Croft
la condujo lejos de ese refugio que le brindaba seguridad. Cierto, había
ahorrado casi todo su salario, pero no era mucho…
La señora Coffin le dio la bienvenida con genuino placer y, mientras
bebían té, escuchó con simpatía las dudas que la joven albergaba respecto a
su futuro.
—No te preocupes, linda —le pidió, con su voz reconfortante—. Ya se
presentará algo y puedes quedarte conmigo hasta que lo juzgues necesario.
Le acarició la mano y continuó:
—Cuéntame de tu trabajo. ¿Resultó interesante? ¿Encontraste a alguien
agradable? —Se refería a un hombre, desde luego.
—No, pero le diré a quién volví a ver. Al médico que examinó a mi tía
Mabel cuando estaba tan enferma… —Su voz se quebró por un instante—.
Es el sobrino de Lady Manbrook.
—Qué suerte…
—No tanta. No le simpatizo, creo, y me preguntó mil cosas.
—¿De veras? El ama de llaves del solar me contó que la señorita
Phoebe ha estado de muy mal humor últimamente. Todos pensaban que el
profesor Bowers-Bentinck se casaría con ella y ella lo pregonó a los cuatro
vientos. Pero el otro día el señor Toms me dijo que había oído que el
profesor no la había visitado en semanas. Yo no lo conozco muy bien, pero
siempre se comporta con amabilidad y el doctor Warren lo aprecia
muchísimo. No creo que él soporte los arrebatos de la señorita Phoebe.
Suzannah se preguntó en silencio si él también tenía mal genio y pensó
que era muy posible. Además, le gustaba salirse con la suya.
Le agradó regresar al pueblo, aunque no visitó su antiguo hogar. De
hecho, se pasaba la mayor parte del día revisando los anuncios publicados
en las revistas que la señora Coffin vendía. Después de tres días recibió dos
respuestas, pero en ningún lugar admitían animales y ella no quería
abandonar al gato. La señora Coffin lo quería mucho, pero ya tenía un
minino y un viejo perro que no aceptaría a Horacio como huésped vitalicio.
Suzannah se encargaba de cocinar y limpiar la casa de su generosa
anfitriona, para no convertirse en una carga, y cada tarde, después de comer,
atendía la tienda mientras la señora Coffin dormía la siesta. Al cuarto día de
que la chica llegó, se presentó en el establecimiento el profesor Bowers-
Bentinck.
La campana sonó cuando él entró. La chica, que estaba haciendo
cuentas, musitó:
—Una libra y cincuenta y tres… —Lo vio y se olvidó de los números
—. Oh, mire lo que ha hecho —exclamó—, ahora tendré que empezar de
nuevo… —Lo cual hizo, hasta estar segura de que los totales coincidían.
Entonces, volvió su atención al cliente.
—Buenas tardes. ¿Qué desea?
Él la observó un tanto confuso.
—Pues… no vengo a comprar nada. ¿Eres la nueva dependiente?
—No, ayudo a la señora Coffin mientras descansa.
—¿Ya conseguiste trabajo?
La joven dudó en contestar.
—No, aún no —respondió por fin.
—Entonces, ¿puedo hacerte una proposición y esperar que superes el
desagrado que sientes por mí para que la escuches?
—A usted tampoco le agrado —sentenció Suzannah, sin alterarse.
—No creo que me inspires ningún sentimiento, bueno o malo, Suzannah
—la corrigió. Sonrió un poco y continuó—. Ahora, escúchame sin
interrumpirme.
El profesor hizo a un lado una caja de galletas y se apoyó en el
mostrador. Ocupaba mucho espacio y Suzannah tuvo que mirarlo a la cara,
lo cual la irritó.
—Tengo una paciente —le informó—, que se está recobrando de la
intervención quirúrgica en la cual le extirpé un tumor cerebral. Está lista
para regresar a su casa, en Holanda, pero necesita a una acompañante con
mucho sentido común que la ayude mientras se recupera. Rehúsa contratar
a una enfermera y tiene razón. Ya no necesita atenciones profesionales, sino
a alguien responsable que sepa reaccionar ante una emergencia y, al mismo
tiempo, no la agobie con su presencia cuando no la reclame. Estoy seguro
de que tú eres la persona indicada para esta clase de trabajo.
—Lo ha explicado con toda claridad —dijo Suzannah, digiriendo la
opinión que el médico tenía sobre ella. ¿Así que era la mujer indicada para
aparecerse sólo cuando se requieran sus servicios? «Me gustaría enseñarle
de lo que soy capaz», pensó, furiosa…
—Suzannah —la voz del doctor la volvió a la realidad—. No te
distraigas. ¿Qué decides?
—¿Cuánto me pagarán? —Preguntó con rapidez—. ¿Por cuánto tiempo
cuidaré a esa enferma?
—Unas semanas, a lo sumo. El salario es aceptable —mencionó una
cantidad que a la chica le pareció excesiva.
—¿No es demasiado dinero para alguien que esperará en las sombras a
que se requieran sus servicios, aunque sea responsable y posea mucho
sentido común?
—Oh, siento haberlo dicho con esas palabras —replicó, con velada
impaciencia—. No intentaba humillarte.
—Supongo que no —asentó, amable—, pero en lo futuro, debe tener
más cuidado al hablar con muchachas como yo.
—¿Por qué?
—Es obvio, profesor: no soy una belleza, no tengo dinero, ni trabajo, ni
un porvenir asegurado; pero me disgusta que me lo recuerden. Sin embargo,
fue muy amable al ofrecerme ese empleo, mas no puedo acep…
—¿Por qué no?
—Horacio, mi gato. No puede quedarse con la señora Coffin y nadie
más lo quiere.
El profesor Bowers-Bentinck se sorprendió al oírse decir:
—Déjalo en mi casa. Tengo un ama de llaves que lo cuidará de
maravilla.
—¿De veras? ¿Qué tal si se escapa?
—Hay un patio cercado detrás de la casa, ahí puede pasearse sin
peligro. Yo me hago cargo de su seguridad.
A su pesar, le creyó; podía ser un hombre desagradable, por lo menos
con ella, pero siempre cumplía su palabra. Asintió con un movimiento de la
cabeza.
—Correcto. Acepto el trabajo; si ahorro dinero, tomaré un curso de
enfermería…
—¿Y Horacio? —quiso saber él.
—Oh, por esa razón debo ahorrar dinero primero, para alquilar un
apartamento en el que los dos podamos vivir.
Se enderezó y volvió a impacientarse.
—¿Tienes idea del alto costo de los alquileres?
—Oh, sí, pero iría a un hospital de provincia, Yeovil o Salisbury —se
dio cuenta de que a él no le interesaban sus planes futuros. Había ido para
resolver un problema y lo demás no le concernía—. Hágame saber, con
cierta anticipación, cuándo debo presentarme a trabajar… No tengo
pasaporte…
—Te mandarán una carta —se dirigió a la puerta—. Consigue tu
pasaporte cuanto antes… Mejor aún, envíame la solicitud, yo le agregaré
una nota para que despachen tu caso con rapidez.
—¿A dónde debo enviarlo?
—Al hospital Elliot, en un sobre rotulado «Personal y Urgente» —le
hizo un gesto casual de despedida y cerró la puerta, dejándola sola. Por un
momento, la chica creyó que esa entrevista había sido un sueño.
La señora Coffin, cuando se enteró de lo sucedido, gorjeó de deleite, le
aseguró que era muy afortunada y le entregó la solicitud de pasaporte que
halló en la oficina de correos. —Llénala, linda— la alentó—, y ponla en el
buzón hoy mismo. Puedes pedirle al doctor y al vicario que te la firmen y
tómate las fotografías en Marlborough.
Se pasó el resto de la tarde especulando sobre la naturaleza exacta del
trabajo que Suzannah había aceptado.
—Quizá la enferma sea alguien muy rica —observó—, o con un título
nobiliario, que vive en Holanda… esperemos que hable inglés —contempló
a la joven—. Necesitarás ropa nueva, querida.
Suzannah supuso que hasta una empleada sin personalidad, en quien
nadie se fijaría, debía estar vestida con propiedad.
—Compraré unas blusas, otro suéter y quizá un vestido —repuso.
Al día siguiente recibió la carta, con el nombre de la paciente, Juffrouw
Julie van Dijl, de veintidós años, cuya casa se encontraba en la Haya.
Soltera, vivía con sus padres y dos hermanos. La carta hacía una
descripción de su condición física, con la velada advertencia de que la
enferma era propensa a ataques de mal humor y depresión.
—Me saqué la lotería —murmuró Suzannah, leyendo los comentarios
escritos con un estilo conciso.
El sueldo también estaba especificado con toda claridad, así como el
horario de trabajo: dos horas libres cada día y uno de descanso cada
semana, aunque debía estar a la disposición de la enferma en cualquier
momento, lo cual le pareció terrible. Sin embargo, el salario era generoso y
significaría una gran diferencia en su futuro.
Al día siguiente fue de compras a Marlborough y agregó a su
guardarropa las prendas que había decidido comprar, además de ropa
interior.
Su pasaporte llegó unos días después; el profesor debía de ser miembro
de la familia o amigo íntimo de los jefes de la oficina de Relaciones
Exteriores, concluyó. Luego recibió una carta de Guy, donde le decía que
estuviera lista en un par de días, pues un auto la recogería para llevarla a
Londres; Horacio se quedaría en la casa del médico, como se había
acordado, y ella conocería a la paciente a quien haría compañía.
Cuando el auto llegó, Suzannah se despidió de la señora Coffin con un
fuerte abrazo y luego se sentó al lado del chofer esperando sacarle
información acerca del médico.
En eso se equivocó, pues el hombre no mencionó ni una palabra acerca
de su jefe… Llegaron a su destino a media mañana. Se estacionaron ante
una casa recién pintada, cuya puerta abrió una señora madura con aire
bonachón.
—Buenos días, señorita. Soy la señora Cobb, el ama de llaves del
profesor Bowers-Bentinck. Le daré una taza de café antes que se vaya y le
enseñaré en dónde vivirá su gato. Me encantará cuidarlo; el profesor tiene
un perro, pero mi gatita, Flossie, murió hace unos meses y la extraño.
La condujo al interior de la casa mientras hablaba y cruzaron
habitaciones elegantes y sombrías.
—Si no le importa sentarse en la cocina, señorita… Su gato vivirá aquí,
conmigo —le explicó la señora Cobb—, pero podrá caminar por el resto de
la casa y, por esta puertecita… —La abrió y le mostró un amplio jardín—,
saldrá a jugar. Esté segura de que lo cuidaré con esmero, señorita. ¿Por qué
no lo suelta para que inspeccione los alrededores?
El sol iluminaba el jardín. Ahí bajo una sombrilla, se hallaban colocadas
sillas y mesitas.
—Mientras tanto, usted tómese su café —terminó el ama de llaves.
Suzannah sacó a Horacio de la canasta y el gato se dedicó a deambular
por el pasto, hasta que al fin se acomodó sobre una de las sillas. La señora
Cobb, que regresó con una bandeja para recoger el servicio del café, pareció
muy contenta.
—Sabía que le gustaría este lugar al animalito.
Entonces le advirtió a la chica que partiría en diez minutos y Suzannah
fue a arreglarse en un baño del primer piso. Por lo que observó de la casa, el
profesor vivía con mucha comodidad… mejor dicho, con lujo. Luego se
dirigió al jardín para despedirse de Horacio, que dormitaba.
—Regresaré por ti —le prometió y después siguió a la señora Cobb,
quien la guió hasta el auto. Se sintió muy mal de repente, como alguien que
acaba de lanzarse de un trampolín y de pronto recuerda que no sabe nadar.
Capítulo 4

D urante el corto trayecto, Cobb, el chofer, observando que la chica iba


triste, trató de animarla.
—Mi mujer adorará a Horacio —le dijo—. Le encantan los gatos y
apuesto a que le escribirá para informarle cómo se encuentra el minino.
—¿Cree que lo hará? —Inquirió Suzannah, agradecida—. Me gustaría
mucho, pues ignoro cuánto tiempo estaré lejos.
—No se preocupe, señorita. El profesor Bowers-Bentinck no comete
errores; si pensó que era la persona adecuada para el trabajo, tiene razón.
Dieron vuelta en la plaza Belgravia.
—Aquí estamos —comentó Cobb, satisfecho—. Y justo a tiempo.
El Bentley de Guy se estacionaba en ese momento frente a una de las
mansiones de la plaza. Cobb detuvo el auto, le abrió la puerta a Suzannah y
bajó sus maletas.
—Hasta luego, señorita —se despidió y la dejó con el profesor, quien se
bajó del coche.
Su saludo fue breve, más no hostil.
—Te presentaré con Juffrouw van Dijl y partirás con ella en una media
hora. ¿Te dio Cobb un sobre?
—Sí, pero no lo abrí.
—Hazlo cuando tengas oportunidad —no le explicó lo que contenía,
sino que la condujo hasta la impresionante puerta de la mansión. Un
sirviente les abrió—. No tengo tiempo que perder, así que apúrate —le
advirtió, aunque resultaba innecesario. Entraron en un cuarto con vista
hacia la calle, amueblado con un estilo opulento, que Suzannah encontró
opresivo; había varias personas: un hombre y una mujer de mediana edad,
un joven y una chica bonita, de pupilas y cabellos oscuros, vestida a la
última moda, que parecía nerviosa y excitada.
Cuando vio al médico, corrió a saludarlo, tomándolo del brazo.
—Guy… ¿estás seguro de que no me pasará nada? ¿Irás a verme? ¿Qué
haré si me siento mal?
—¿Por qué habrías de sentirte mal, Julie? —Preguntó el médico con
suavidad—. Siempre has sido una persona sana y ahora que te recuperes, no
habrá razón para que recaigas. Además, traje a Suzannah conmigo; ella te
cuidará… no es una enfermera, sólo alguien que te hará compañía y te
atenderá.
La chica miró a Suzannah, juzgando su apariencia impecable aunque
anticuada.
—Oh, hola —saludó con indiferencia y se volvió de nuevo hacia el
médico—: Irás a verme pronto, ¿verdad?
—Cuando pueda arreglarlo, Julie. En este momento resulta imposible
—se apartó de su lado, cruzó la habitación para darle un apretón de manos
al anciano y presentar a Suzannah—. El señor y la señora South son tíos de
Juffrouw van Dijl. Se quedó unos días con ellos antes de regresar a su casa.
Suzannah los saludó y se preguntó en dónde estaba esa casa. Como si
estuviera adivinando su pensamiento, Guy le dijo en voz baja:
—Encontrarás toda la información que necesites en el sobre, Suzannah.
Se fue al poco rato y Suzannah, acompañada por la convaleciente, se
metió en un flamante Rolls-Royce que las aguardaba ante la mansión. Su
equipaje, junto con las muchas maletas de Juffrouw van Dijl, ya había sido
colocado en el portaequipajes y ella se quedó quieta en su asiento, mientras
Juffrouw y sus tíos intercambiaban despedidas llorosas. Nadie se despidió
de ella; no le importó que los tíos de la chica no la tomaran en cuenta, pero
agregó otro punto contra Guy por irse sin esperar a que ella partiera.
Apenas le hizo un gesto indiferente cuando se marchó.
El joven se había quedado atrás, pero en ese momento metió la cabeza
por la ventana del coche y le habló con urgencia a Juffrouw van Dijl;
Suzannah trató de no escuchar la conversación, pero, de cualquier manera,
se comunicaban en un lenguaje que no podía entender, holandés, pensó,
mientras su acompañante respondía con igual urgencia, antes que el auto
arrancara.
Cruzarían el Canal de la Mancha en el transbordador y sólo tardaron
una hora y media en llegar a Dover. Juffrouw van Dijl no intentó trabar
conversación, sino que se quedó absorta en sus pensamientos, ignorando a
Suzannah, así que ésta, después de un rato, abrió el sobre que le habían
dado y leyó la carta que contenía: un resumen detallado de todo lo que
necesitaría mientras estuviera en Holanda, más información acerca del
modo de vida de Juffrouw van Dijl, su horario de trabajo, el salario que se
le pagaría por semana, el tipo de cambio, nombre y teléfono del médico
familiar, a dónde debía dirigirse si necesitaba ayuda…
¿Por qué necesitaría ayuda?, se preguntó Suzannah y decidió que el
profesor sólo preveía las situaciones que podrían presentarse. Hasta escribió
un breve párrafo sugiriendo la ropa que podía usar y el nombre de un banco
en caso de que deseara depositar su dinero. Detalles muy convenientes,
concluyó, doblando la carta y guardándola en su bolsillo.
La travesía fue rápida y cuando volvieron a tocar tierra, Juffrouw van
Dijl se dirigió a ella, sorprendiéndola.
—Este auto es de mi padre. Envió a Jan, el chofer, para que me llevara a
casa, pues no acostumbro viajar sin un sirviente —hizo una pausa—.
Supongo que sabes que he estado muy enferma.
—Sí, el profesor Bowers-Bentinck me lo explicó.
—Perfecto, me aburre tener que repetírselo a la gente. Me dijo que no
eras enfermera… no deseo volver a ver una en toda mi vida.
Ese comentario le pareció injusto a Suzannah, aunque no lo expresó.
—Tú estás aquí, desde luego, para serme útil —continuó Juffrouw—.
Espero que no te entrometas en mis asuntos. Sólo acepté contratarte porque
el profesor Bowers-Bentinck insistió en que me acompañara alguien
responsable.
Suzannah abrió la boca para hablar y luego la volvió a cerrar; estaba
segura de que no le agradaría ese trabajo. No le agradaba Juffrouw van Dijl,
pero el salario era alto y Guy le aseguró que sólo serían unas cuantas
semanas. Además, intentaría demostrarle que podía soportar a esa paciente,
aunque fuera caprichosa y mal educada.
Como no respondió, Juffrouw van Dijl se volvió para verla.
—Hay algo que me gusta de ti —concedió—, que no contestas de mal
modo ni hablas demasiado.
Suzannah aceptó la observación con una leve sonrisa y un bien
modulado «gracias».
Juffrouw van Dijl parecía inclinada a las confidencias.
—El profesor Bowers-Bentinck es mi cirujano, como ya sabes, pero
también es un viejo amigo de la familia. Aún no decido si deseo casarme
con él; por algún tiempo se pensó que se casaría con una muchacha de
Wilshire, creo, sobrina de uno de sus amigos ingleses, pero ha dejado de
verla y quizá me case con él después de todo.
Suzannah se preguntó qué diría el profesor ante tal posibilidad. La
muchacha de Wiltshire era Phoebe y no se imaginó por qué ya no estaba
interesado en ella. Podía, supuso, escoger entre sus muchas conocidas
porque era guapo, triunfador y, por lo que había visto de su casa, también
bastante rico. Quizá estaba contento con su vida o escondía una decepción
amorosa detrás de su fría expresión. No, eso era poco probable. De todos
modos, reflexionó, sería una lástima si se casaba con la joven sentada a su
lado, pero quizá era injusta; Juffrouw había estado muy enferma y
empezaba a recuperarse después de la peligrosa cirugía para extirparle el
tumor. Ese pensamiento la motivó a mostrarse compasiva con la enferma y
le dijo, impulsiva:
—Estoy segura de que serían muy felices.
Pero el intento de aligerar el ambiente fracasó.
—No te pedí tu opinión —afirmó Juffrouw van Dijl con sequedad—.
Por favor, guárdate tus comentarios en el futuro.
Un futuro, se dijo Suzannah para sus adentros, que no duraría mucho
tiempo, si podía impedirlo.
Miró el campo, plano, verde, poco interesante, pero se recordó que ésa
era sólo una parte de Holanda. Más allá de las grandes ciudades había
pueblos, árboles y lagos. Quizá los visitaría antes de regresar a Inglaterra.
Era un país tan pequeño que lo conocería bastante bien en un par de días. Se
entretuvo con esos pensamientos hasta que llegaron a la Haya. Parecía una
ciudad agradable, con sus viejos edificios y una sección moderna, con
amplias avenidas bordeadas de árboles. El chofer se estacionó frente a una
mansión que tenía un jardín tan bien cuidado que parecía que cortaban el
pasto todos los días. Mientras el criado ayudaba a la convaleciente a
descender del coche, Suzannah estudió la casa. Se sintió desilusionada, pues
había sido construida a finales del siglo pasado, con ladrillos rojos y una
serie de balcones en cada rincón, de muy mal gusto.
Siguió a Juffrouw van Dijl y subieron por una escalinata que las
condujo hasta una enorme puerta de caoba.
Un hombre la abrió, murmuró una bienvenida con voz descolorida y las
hizo pasar al vestíbulo. Estaba tapizada con papel tapiz rojo y de las paredes
colgaban cabezas de animales salvajes. Suzannah observó la alfombra turca,
mientras Juffrouw van Dijl se dirigía a una habitación contigua. Era tan
opulenta como el vestíbulo, pero el papel tapiz, verde oscuro, resultaba un
poco menos agobiante. Los muebles daban la impresión de solidez, pero
había demasiados, lo mismo que lámparas, fotografías con marcos de plata
y figuritas de porcelana china.
Una señora entró a saludarlas; era pequeña, robusta, con una expresión
dulce en el rostro y un aire de timidez. De seguro que no era la madre de
Juffrouw van Dijl, se dijo Suzannah. Pero lo era. La diminuta señora abrazó
a su hija con bastante emoción, le rogó que se sentara para que no se
cansara y miró a Suzannah.
—Usted debe ser la joven que cuidará a mi hija —declaró en un fluido
inglés con un curioso acento—. Esto me tranquiliza, pues no sé cómo va a
reaccionar Julie. El profesor Bowers-Bentinck me lo explicó, pero soy
demasiado tonta para esas cosas; por eso sugirió que contratáramos a una
chica honesta y responsable para que yo no me preocupara.
Suzannah le estrechó la mano y murmuró una respuesta educada; tantas
personas la consideraban responsable que empezaba a creer que lo era.
Una sirvienta llevó una bandeja con café y la señora, quien se llamaba
Mevrouw van Dijl, empezó a servirlo, mientras su hija se recostaba,
lánguida, en un sofá y contestaba con monosílabos a las preguntas ansiosas
de su madre. De pronto, con una excusa, hablaron en holandés y Suzannah
bebió su café, escuchando las palabras que no tenían ningún sentido para
ella. No entendía nada, pero resultaba obvio que Juffrouw van Dijl le estaba
dando órdenes a su madre, quien asentía con humildad, bajando la cabeza.
De repente, se volvió a Suzannah.
—Julie está ansiosa de visitar a sus amigos y continuar con su antigua
vida —le anunció, preocupada—, pero yo creo que el profesor no aprobaría
sus planes. ¿Le dijo algo al respecto?
Suzannah, quién poseía una memoria excelente, citó unos párrafos de la
carta.
—El profesor Bowers-Bentinck recomienda que Juffrouw guarde
reposo durante dos semanas, por lo menos. Pueden visitarla unos cuantos
amigos, pero nada de fiestas ni bailes; que se acueste temprano y descanse
después de la comida. No debe estar sola hasta que la examine de nuevo.
—¿Ya oíste, lieveling? Es muy difícil, ya lo sé, pero es necesario para
que te recuperes. Has estado tan enferma que una semana o dos más no
harán mucha diferencia y te permitirán recuperarte por completo.
Juffrouw van Dijl maldijo en holandés y luego se volvió hacia
Suzannah.
—¿Y si me niego a acatar esas tontas órdenes?
—El profesor Bowers-Bentinck me advirtió que lo llamara de inmediato
para comunicarle que no se siguen sus instrucciones.
—Oh, eso hizo, ¿eh? —Sonrió la enferma, moviendo la cabeza—. Mi
querido Guy quiere que me alivie con rapidez, así que lo obedeceré. Pero tú
no te quedarás aquí ni un día más de lo que sea necesario. Te soportaré
porque él me lo pide, pero sólo por eso. Ahora vete a tu cuarto a
desempacar…
—Gracias, pero antes debo asegurarme de que usted también se vaya a
su cuarto a descansar. ¿Quiere que me haga cargo de sus maletas?
—Claro que no. Tengo sirvientas. Y no estoy cansada…
Suzannah afirmó, con su voz tranquila:
—Quizá no, pero haremos lo que el médico recomendó.
Juffrouw van Dijl hizo un gesto y se levantó de la silla, ante la sonrisa
agradecida de su madre.
—Te veré después, Julie. Estoy segura de que el profesor Bowers-
Bentinck sabe lo que hace, es uno de los mejores cirujanos y, además, un
viejo amigo de la familia.
La chica le lanzó una mirada impaciente y salió de la habitación.
Suzannah la siguió apresurada.
El hombre que les abrió la puerta las esperaba en el vestíbulo con una
sirvienta delgada y alta, que exclamó de alegría al descubrir a Juffrouw. Las
tres subieron por una escalera que las condujo al piso superior.
El dormitorio de la convaleciente era espléndido, digno de una estrella
de cine, con una mullida alfombra, cortinas de satín y una cama de dosel.
Suzannah se quedó parada en el quicio de la puerta, sin saber qué hacer.
—El tuyo está al lado del mío, por esa puerta.
Suzannah abrió la puerta y se encontró con un cuarto bastante más
pequeño, amueblado con buen gusto pero sin toques personales, como si se
tratara de un hotel. Tenía una ventana con vista al jardín y contaba con un
baño privado. La joven se quitó la chaqueta y regresó al lado de Juffrouw.
La sorprendió cuando le preguntó:
—¿Cómo te pareció tu cuarto? Mi enfermera se quedaba ahí cuando
estuve enferma. —Suzannah se sorprendió aún más cuando Julie agregó, en
un tono casi amistoso—: Me gusta que la puerta se quede abierta de noche
—titubeó—. En caso de que necesite algo.
—Desde luego. ¿Puedo ayudarla?
La sirvienta desempacaba al otro lado del cuarto, doblando la ropa con
sumo cuidado.
—Creo que estoy cansada —dijo Julie—; me acostaré un momento. —
Suzannah se apresuró a quitar la suave colcha que cubría un diván, junto a
la ventana. Acomodó unos cojines y cubrió a la enferma cuando ésta se
acostó—. ¿Quiere un libro para leer? —inquirió.
—No, ve a acomodar tus cosas. Supongo que querrás tomar té —le dijo
algo en holandés a la sirvienta; que salió, molesta porque habían
interrumpido su tarea—. Cenamos a las siete… demasiado temprano para la
hora en que acostumbran cenar en Inglaterra… Anna me ayudará a
vestirme. ¿Trajiste algo adecuado?
—Creo que sí —respondió, con calma—. Aunque no esperaba comer
con la familia.
—El profesor Bowers-Bentinck dijo que le parecía correcto que lo
hicieras —replicó Julie con altanería—. Me siento como un eso atado a una
cadena —agregó, impaciente.
—No —afirmó Suzannah, con dulzura—, es alguien que se ha
recuperado en forma milagrosa y que necesita que la cuiden hasta que esté
bien.
—Actúas como una santa —se mofó Julie van Dijl.
—No lo sé. Nunca he estado muy segura de cómo son las santas. Pero
obedeceré las órdenes del profesor al pie de la letra.
Ya en su habitación, desempacó, bebió una taza de té y se dio una
ducha, sumergiéndose en la tina de agua caliente por largo tiempo, mientras
pensaba en las semanas que la aguardaban. No resultarían fáciles…
El padre de Julie estaba presente en la cena, un hombre maduro y un
poco obeso, que habló poco y dejó que el peso de la conversación lo
llevaran su esposa y su hija, aunque se mostró amable con Suzannah. Julie
criticó el hospital de Londres donde había sido operada, pasando por alto
que la habilidad del neurocirujano le había salvado la vida, ayudado por el
resto del personal. Se concretó a describir la horrible comida y a lamentar
que no le hubieran permitido recibir visitas en varias semanas. Sus padres
fueron a verla, pero no los tomaba en cuenta.
—Mis amigos trataron de visitarme, pero la enfermera se los impedía.
—Pero ahora has regresado a casa, lieveling —le indicó su madre—, y
volverás a ser la misma de siempre. —Le sonrió a Suzannah mientras
hablaba, como disculpando las injustas críticas de su hija—. Estoy segura
de que Guy te encontrará muy mejorada cuando te examine —concluyó la
señora.
—Pues intento sobrellevar mis males mientras él viene, mamá. —Julie
le lanzó una mirada desafiante a Suzannah, quien fingió no notarla. El
salario era generoso y ya empezaba a explicarse el por qué.
Los primeros días resultaron tolerables; varios amigos visitaron a Julie y
ésta revisó su guardarropa y lo juzgó horrendo, pero no expresó el deseo de
salir de compras y se resignó a leer revistas y platicar con sus camaradas.
Suzannah la convencía para que saliera a caminar todos los días y la
obligaba a dormirse temprano cada noche. Lo más difícil era lograr que
descansara después de la comida, lo cual sólo se conseguía luego de una
agria discusión que casi siempre terminaba en lágrimas. Pero una vez que se
recostaba en el diván, se dormía casi de inmediato, permitiendo que
Suzannah gozara sus dos horas de libertad.
No se atrevía a alejarse demasiado de la casa, pero recorrió el
vecindario y en unos cuantos días ya conocía lo suficiente el lugar. Había
parques a derecha e izquierda del camino y una terminal de autobuses a
unos minutos de la mansión. Por lo tanto, en su día le resultaría fácil
trasladarse al centro de la ciudad para comprarse otro vestido, ya que
Juffrouw había comentado con altanería que debería vestirse con más
conveniencia para cenar.
—Aunque estés en la penumbra —le indicó—, no debes parecer una
vendedora.
Suzannah se mordió la lengua para controlar su ira.
—Me imagino que las vendedoras se visten mucho mejor que yo —
replicó, con aparente ligereza—. Pero en cuanto tonga un día libre, iré de
compras para escoger un vestido más adecuado.
Julie la observó con suspicacia, preguntándose si no se burlaba de ella.
—Y tu cabello —se quejó—, es tan rojo…
—Cierto. Pero no me pida que me lo tiña, porque no lo haré.
Antes que finalizara la primera semana, Julie decidió que visitaría las
tiendas.
—Irás conmigo, desde luego —le ordenó. No tengo nada que ponerme.
Recorreremos unas boutiques y nos quedaremos a comer en la ciudad.
Suzannah no se opuso; en primer lugar, porque sería inútil, en segundo,
porque de acuerdo con las instrucciones de la carta, Julie podía volver a
llevar una vida normal siempre y cuando descansara, se acostara temprano
y no se agitara demasiado.
Más fácil aconsejarlo que hacerlo, pensó Suzannah, pero la paciente no
daba signos de cansancio y nunca le dolía la cabeza. Suzannah llevaba un
diario de los sucesos cotidianos, pues estaba segura de que el médico le
pediría que le describiera las actividades de su encomendada.
El día de compras pareció satisfacer a Julie van Dijl y dejó francamente
sorprendida a Suzannah. La chica era una cliente muy apreciada en ciertas
tiendas exclusivas y le mostraron una serie interminable de vestidos, trajes
y pantalones, entre los que escogió los de su agrado, sin preguntar ni una
vez el precio. Ambas se sentaron en sillas doradas, bebieron un café
exquisito y admiraron a las modelos. Suzannah, ignorada por todos, jugó
consigo misma a elegir los vestidos que le gustaría comprar si fuera Julie.
Comieron en Le Baron, un restaurante del Hotel des Indes, a una cuadra
de las tiendas que acababan de visitar. Al terminar, Julie se mostró más
amigable.
—Me quedaré con el vestido dorado de seda —comentó—, y con el de
satén rosa, el de la estola. Compraré dos trajes y las blusas de gasa que me
encantaron. Ese conjunto de tres piezas lo devolveré, porque el gris no me
gusta —hizo una pausa y observó el cabello brillante de su compañera—. A
ti te quedaría bien, pero tú nunca te lo comprarías. Apuesto a que escoges tu
ropa en Marks y en Spencer.
—Cuando puedo pagarla —replicó Suzannah, sin alterarse. Esa
afirmación dejó sin habla a Julie por varios segundos.
—¿Qué harás cuando te vayas de mi casa?
—Por ahora no lo sé. Quizá busque trabajo como empleada
doméstica…
—Guy… el profesor Bowers-Bentinck le dijo a mi madre que querías
inscribirte en una universidad. Supongo que eres inteligente…
—Oh, no. A lo más que aspiraba era a obtener una licenciatura en
literatura inglesa para poder dar clases —se calló porque Julie había soltado
una carcajada.
—No te ves como una maestra de escuela. ¿Te gustaría serlo?
—No mucho, pero es una manera de ganarse la vida.
Julie la miró asombrada.
—Si no quieres trabajar, ¿por qué no te casas?
—Nadie me ha ofrecido matrimonio —contestó Suzannah. La tersura de
su voz escondía su irritación—. ¿Desea que vayamos a cambiar el traje que
no le agradó?
Julie prefirió entrar en otra tienda, compró otro traje y salieron juntas, a
tiempo para abordar el auto que había ido a buscarlas para regresarlas a
casa.
La convaleciente, contenta con sus compras, accedió a dormirse
temprano y pidió que le subieran la cena a su cuarto.
Suzannah y Mevrouw van Dijl cenaron juntas. Al principio se sintieron
incómodas, pero de pronto la anfitriona empozó a hablar de su hija.
—Está muy consentida —dijo, como disculpándose, pero su padre viaja
con frecuencia y, cuando regresa, no hay capricho que no le cumpla. Sus
dos hermanos también la miman aunque les he dicho que no lo hagan— la
mujer suspiró. —Necesita un marido… tuvo un novio, en el servicio
diplomático, pero lo mandaron a Shanghai… ¿o fue a Hong Kong? De
cualquier modo, muy lejos…
—Regresará —la consoló Suzannah—. Sólo permanecen en sus
misiones unos años, ¿verdad? —Frunció el ceño, pensativa—. Y les dan
vacaciones, ¿no?
—Julie me hizo prometerle que no le diría a él nada de su enfermedad…
—Ya ha sido curada —afirmó Suzannah, sin titubear.
—Claro —concordó su compañera, dudosa, eso nos han asegurado.
Julie está… ¿cómo se dice?… muy enamorada de ese médico, de Guy.
—Es natural. Le salvó la vida y además es guapo y la trata con cortesía.
Pero ese enamoramiento no durará si ama al otro muchacho. Con el tiempo
comprenderá que una cosa es el amor y otra el agradecimiento.
—Eres una chica muy sensata —observó Mevrouw. Julie es una niña
encantadora, pero está acostumbrada a salirse con la suya. ¿No te has
arrepentido de haber aceptado venir a cuidarla?
—Desde luego que no, Mevrouw. Julie se recupera estupendamente.
Estoy segura de que el profesor Bowers-Bentinck se maravillará de sus
progresos.
La primera parte de su respuesta no fue del todo cierta; no se arrepentía
ni se sentía triste, pero sus días estaban llenos de irritaciones, que Julie
provocaba con toda intención. Mientras se encontraban a solas, la trataba
con amabilidad, casi como a una amiga. Pero en cuanto tenía visitas, la
ignoraba o la insultaba con una indiferencia hiriente. Le advirtieron que no
debía intervenir en las actividades de la muchacha, pero ser despedida con
un «puedes desaparecer, Suzannah» o, peor aún, con un «vete y no vuelvas
hasta que te llame», resultaba humillante.
Como los padres de Julie se mostraban amables, lo mismo que la
servidumbre, la chica empezó a preguntarse si Julie la insultaba por una
razón que ignoraba. Sin embargo, no podía hacer nada al respecto; había
aceptado el empleo y el médico advirtió que en ocasiones su paciente era
impredecible.
Se sintió mucho mejor cuando, al final de la primera semana, encontró
en su cuarto un sobre con su salario. Además, tendría un día libre.
A la mañana siguiente tomó un tranvía para ir al centro de la ciudad.
Julie pasaría el día con sus padres en la casa de una tía que vivía en el
campo, así que Suzannah, libre de sus deberes, pasó unas horas muy
agradables recorriendo tiendas.
Los vestidos modernos le llamaron la atención, pero recordó que debía
conformarse con algo práctico y útil. Lo encontró… un vestido de suave
lana gris, de manga larga y un escote en V, que no pasaría de moda en un
par de años. No era muy caro, así que lo pagó y comió en un café,
sintiéndose contenta.
Estrenó el vestido esa noche, para la cena, y Mevrouw van Dijl le dijo
con amabilidad:
—¡Qué bonito vestido, Suzannah! Me gusta el color —la chica sonrió
de placer y se negó a prestar atención al comentario insultante de Julie.
—¿Gastaste tu dinero en eso, Suzannah? ¿Por qué no te compraste algo
mejor?
Esto hizo que Suzannah se preguntara por qué soportaba tales groserías,
aun concediendo que Julie estaba convaleciendo de una operación. Pero el
médico le había confiado que la chica necesitaba a alguien que la
acompañara, aunque Julie no mostraba signos de depresión… ¡Sólo de mal
humor!
Algunos de los amigos de Julie llegaron a visitarla después de la cena y
se quedaron hasta tarde. La chica se acostó pasada la medianoche y se
durmió en cuanto apoyó la cabeza en la almohada. Suzannah la imitó,
exhausta.
De pronto, un leve ruido la despertó en la madrugada. Se sentó en la
cama y luego se puso de pie. Julie murmuraba y se quejaba en voz baja.
Suzannah vio, a la luz de la lamparilla que estaba junto al lecho, que la
joven se agitaba. Al acercarse a la cama de la convaleciente, ésta se
sobresaltó y se soltó llorando.
—Suzannah, no te vayas. He soñado que… no estoy enferma de nuevo,
¿verdad? Me siento muy mal… ¿moriré? Guy afirmó que estaba curada,
pero quizá lo hizo para tranquilizarme…
Suzannah se sentó sobre el borde de la cama y abrazó a la muchacha.
—El profesor Bowers-Bentinck no le mentiría, señorita. Si afirmó que
estaba curada, es porque lo está. Lo que pasa es que se desveló y se cansó
demasiado. Yo no soy médico, pero me parece que se agita demasiado. Ya
sé que le divierte ver a sus amigos; sin embargo, tiene tantos que…
—No me importa si no vuelvo a ver a ninguno de ellos. Sólo hay una
persona que necesito ver y está al otro lado del mundo.
—Algún día regresará —comentó Suzannah para reconfortarla—. Debe
reposar y recuperarse para que, cuando se encuentren de nuevo, esté tan
sana y bonita como siempre.
Le tendió a Julie un vaso con agua, que la joven bebió por completo.
—No le digas nada a mi mamá.
—De acuerdo, pero el Bowers-Bentinck vendrá y preguntará y yo
tendré que decirle la verdad… o, si lo prefiere…
—Él sólo me mirará y no hablará mucho, pero no estará contento.
Nunca sé lo que piensa —agregó, irritada—. Es tan viejo…
—¿De veras?
—No quiero casarme con ese hombre, después de todo… creí que
podría sustituir a… —se interrumpió y contempló a Suzannah, quien
mantenía una expresión seria, así que Julie continuó—: Oh, no importa.
Otra mujer puede quedarse con él; le deseo buena suerte. Dios sabe que
muchas chicas han intentado atraparlo.
—Me imagino que está casado con su trabajo…
Julie, olvidando su miedo, se rió.
—Eres una inocente.
—Supongo que sí. ¿Quiere tomar algo caliente?
—No, pero te quedarás conmigo hasta que me duerma. Esa silla es muy
cómoda.
Pasó mucho tiempo antes que Julie conciliara el sueño, pero al fin
Suzannah pudo regresar a su cama y dormir por unas horas.
Julie no despertó para el desayuno y Mevrouw van Dijl tomó su café en
su habitación, así que Suzannah desayunó sola en el comedor.
Se acababa de servir una taza de café y contemplaba una canasta llena
de pan y bizcochos cuando la puerta se abrió y Anna entró.
—El profesor Bowers-Bentinck —anunció y él cruzó el comedor sin
apresurarse, hasta detenerse detrás de la silla de la joven. La contempló por
unos segundos y ella le sostuvo la mirada.
—Buenos días, Suzannah. ¿Por qué estás tan pálida?
Sería demasiado largo explicárselo, así que contestó con otra pregunta:
—¿Sabe alguien que llegó? ¿Debo comunicárselo a Mevrouw…?
—Anna lo hará —se volvió para decirle algo a la sirvienta y luego se
sentó a la mesa—. ¿No te importa que comparta tu desayuno? Me dirijo a
un seminario en Amsterdam… me pareció una buena idea visitar a mi
paciente.
Y, como ella guardaba silencio, insistió:
—Y ahora explícame por qué pareces exhausta.
Capítulo 5

-¡Q ue tontería! —Exclamó Suzannah, recobrando el habla—. No me


pasa nada, sólo nos desvelamos un poco anoche.
—Ah, sí, me lo imagino por tu cara… —se interrumpió cuando el
mayordomo llegó con una bandeja con café recién hecho, huevos fritos, pan
tostado, mantequilla y mermelada. Arregló todo frente Guy, murmuró
smakelijk eten y salió.
El doctor empezó a comer, relajado por completo, y Suzannah deseó
imitarlo.
—Cuando Julie se enfermó —le explicó—, la examinaba con mucha
frecuencia. Ésta es una buena hora para visitarla, antes de empezar a
trabajar…
—Oh, entiendo. ¿Viene de Inglaterra?
—Vine en el transbordador nocturno, en mi coche. Regresaré por la
noche.
—¿No es un viaje demasiado rápido?
—No —se encogió de hombros—. Ahora discutamos lo que nos
interesa. ¿Cómo está Julie? Quiero tu opinión personal, Suzannah.
—De buen humor, la mayoría de las veces, aunque le disgusta mi
presencia. En realidad debe de ser molesto que alguien la acompañe todo el
tiempo. Cuando estamos a solas me trata bien, pero… —Se detuvo,
recordando los insultos que había soportado—. Ha dormido por lo menos
ocho horas diariamente y se ha acostado temprano, pero ayer fue diferente.
Unos amigos vinieron a visitarla y estuvieron hasta muy tarde; ella estaba
bastante excitada cuando se durmió. Despertó llorando, tenía miedo de
morir y dudaba que usted le hubiera dicho la verdad acerca de que estaba
curada. Me tomó algún tiempo tranquilizarla y me quedé a su lado hasta
que volvió a dormirse.
—¿A qué hora?
—Alrededor de las cinco de la mañana.
—¿Qué le dijiste?
—Que no iba a morir y que usted no le mintió.
—¿Te creyó?
—Sí, después de un rato.
—¿Te ha hablado de un joven que vive en el extranjero?
—Sí. Cree que lo ama, pero piensa que no es correspondida. Algunas
veces afirma que se casará con…
Se mordió un labio, sonrojándose hasta la raíz de los cabellos, y el
profesor la urgió:
—Continúa, Suzannah. Es importante que me entere de todo.
—Algunas veces afirma que se casará con usted. Luego cambia de
opinión porque lo considera muy…
—Viejo —terminó el médico—. Lo soy. Debí advertirte que muchos
pacientes que son sometidos a serias operaciones se enamoran del cirujano,
pero se les olvida en cuanto se dan cuenta de que están sanos y pueden
reanudar su vida normal.
—¿No le molesta? —inquirió, pensativa.
—Gajes del oficio —replicó—, y no sucede con frecuencia —tomó un
pan tostado y le untó mantequilla—. Gracias por tu ayuda. ¿Y tú?
—¿Yo? Estoy bien.
—¿Te dan tiempo libre, un día de descanso y te pagan tu sueldo?
—Sí, gracias por preocuparse.
—Supongo que tienes que soportar las rabietas de Julie en ciertas
ocasiones; puede ser muy mal educada.
Suzannah no dijo nada y él prosiguió:
—¿Puedes quedarte aquí otras cuantas semanas? ¿Has hecho amigos?
—Cielo santo, no… —Lo miró asombrada—. Ninguno de los amigos
de Julie me habla —agregó con rapidez—. ¿Por qué habrían de hacerlo?
—Es verdad, ¿por qué? —Terminó su café—. ¿Subimos a ver a Julie?
Anna ya le habrá dicho a Mevrouw que estoy aquí. Platicaré con ella en
cuanto acabe de examinar a Julie.
—Está acostada.
—Lo sé. Me gustaría verla antes que se dé cuenta de que he llegado.
Julie aún estaba dormida. Parecía muy bella, con su cabello, que había
crecido desde la operación, enmarcando su cara sonrosada. El médico la
contempló durante uno o dos minutos, luego apoyó un brazo sobre la
cabecera de la cama. La chica se despertó en ese instante y lo observó,
primero confusa y después encantada.
—Guy… oh, estoy feliz de verte. ¿Te quedarás unos días? ¿Me sacarás
una noche a pasear? ¿Los dos solos?
—Voy rumbo a Amsterdam —le sonrió—, y me pareció una buena idea
pasar a examinarte. No me tomará mucho tiempo.
—¿Nunca piensas en nada más que en tu trabajo? —Preguntó Julie
haciendo un gesto de disgusto—. Estoy muy bien.
—Suzannah me contó que has acatado mis instrucciones; otra semana o
dos, a lo sumo, y te dejaré en plena libertad.
Se inclinó para observarle las pupilas y luego le movió la cabeza de lado
a lado, con suavidad.
—¿No te duele nada? ¿Tienes buen apetito? ¿No sientes náuseas?
¿Duermes bien?
Julie se sentó sobre la cama, abrazándose las rodillas.
—Estoy segura de que Suzannah te confesó hasta los más pequeños
detalles. No me muevo sin ella… estoy bien. Anoche tuve una pesadilla,
pero no duró mucho.
—No te preocupes —el doctor se sentó junto a su paciente—. Has
reaccionado de maravilla pero, como todas las personas, debes darte tiempo
para recuperarte por completo. No te agites demasiado; piensa que en
quince días te daré de alta y sólo vendré a examinarte si hay algo anormal.
—¿Y Suzannah? ¿Se puede ir?
—Sí, en dos o tres semanas.
Suzannah escuchó ese comentario con cierta inquietud.
El médico salió para ir a platicar con Mevrouw y más tarde Suzannah se
enteró de que se había ido. «Por lo menos se debió despedir de mí», pensó,
nostálgica, mientras escuchaba las alabanzas de la madre de Julie.
—Es un muchacho encantador —suspiró—. Lo conozco desde hace
años, mucho antes de casarme, y cuando Julie nació y él era un niño de
escuela, siempre la trató con cariño. Mi hija fue un bebé difícil.
«Que se convirtió en una mujer difícil», reflexionó Suzannah.
Unos días después, los hermanos de Julie regresaron de un viaje. El
mayor era un hombre más bien solemne, de unos treinta años, casado, pero
no llevaba a su esposa porque estaba embarazada. Se llamaba Cornelius,
quería a su hermana, mas no aprobaba su temperamento; el menor se
parecía a Julie: guapo y con el deseo de llamar la atención. Ambos
trabajaban en los negocios de su padre y acababan de volver de los Estados
Unidos y, mientras que Cornelius no tenía mucho que decir de su viaje,
Hebert contó mil anécdotas acerca de los lugares y la gente que había
conocido.
Nadie pensó en presentarles a Suzannah. Sólo cuando la charla decayó,
Julie comentó con indiferencia:
—Casi se me olvida, ésta es la muchacha que Guy nos recomendó para
que me cuidara, hasta que me recupere por completo. Se llama Suzannah.
Cornelius la saludó con bastante cortesía, pero Hebert la estudió con
cuidado.
—Hola —dijo en perfecto inglés—, yo no aceptaría tu trabajo ni por
todo el té de China —hizo un gesto que provocó la risa de la chica y
preguntó—: ¿Te gusta Holanda?
—Todavía no la conozco —replicó.
—¿Julie te mantiene atada a sus faldas? Debemos hacer algo al
respecto.
Acercó una silla, sin prestar atención a las miradas asesinas de su
hermana, y empezó a contarle datos interesantes sobre den Haag.
Se quedaría unos días en la casa y, cuando descubrió que Suzannah no
trabajaría a la mañana siguiente, se ofreció a mostrarle la ciudad. A la joven
la halagó y emocionó esa amabilidad y aceptó de inmediato. Sería
agradable platicar con alguien y conocer den Haag, pues quizá nunca
regresaría a los Países Bajos.
La expedición resultó un éxito, supuso Suzannah, sin percatarse de que
Hebert se mostraba indiferente ante sus entusiastas comentarios. Se lo
mencionó en forma casual a Julie, impaciente por haber pasado un día
aburrido.
—Pues fue tu culpa —lo amonestó su hermana—, por sacarla a pasear.
—La chica no se divierte mucho y debe de ser endemoniadamente
difícil cuidarte —se defendió y Julie se rió.
—Ya hiciste tu buena obra del año, Hebert. Esperemos que Suzannah no
pretenda que la sigas engañando.
No necesitaba preocuparse. Suzannah disfrutó ese día, mas sabía que no
se repetiría. El muchacho se iría en una semana y ella no volvería a tener
otro día libre. Se metió contenta a la cama, pero su satisfacción hubiera sido
menor si se hubiera enterado de que el profesor la llamó mientras estaba
ausente y Julie había contestado el teléfono. Como se sentía sola y de mal
humor, acusó a Suzannah de haber salido de paseo con su hermano. El
profesor no era un tonto, más aun tomando en cuenta las exageraciones de
Julie, se irritó. Descubrió que le molestaba que Hebert pretendiera atraer a
su protegida con sus encantos. Colgó el auricular con fuerza, con las
facciones contraídas en un gesto de desaprobación.
—Niña tonta —profirió en el cuarto vacío. Una aseveración injusta y
poco veraz y, viniendo de él, sorprendente.
Regresó a Inglaterra, voló al Cairo a efectuar una operación y si pensó
en Suzannah, lo hizo sin darse cuenta. Ya en Londres, se dedicó a resolver
los problemas atrasados y pasaron tres semanas antes que volviera a
Holanda.
Ese tiempo le pareció eterno a Suzannah. Según podía juzgar, Julie
estaba muy mejorada, y le costaba un enorme esfuerzo persuadirla de que
llevara una vida apacible. Una tarea que Julie agradecía con rabietas de
impaciencia.
Además, como se negaba a dormir una siesta, insistía en que Suzannah
le leyera, quitándole sus dos horas libres. Si la joven insistía en su derecho,
al regresar de su paseo se encontraba con que Julie se había escapado con
una amiga, regresando a altas horas de la noche, cuando los nervios de
Suzannah, sin mencionar los de Mevrouw van Dijl, estaban a punto de
estallar.
Estaba decidida a pedirle a Guy que le permitiera regresar a Inglaterra.
No tenía una idea fija de lo que haría una vez ahí, pero había ahorrado
cierto dinero y confiaba en que, con una recomendación de su anfitriona y
otra del médico, encontraría trabajo.
Después de muchas discusiones, logró que se respetaran sus días de
descanso. Hebert se quedó en la casa una semana y, para su sorpresa, la
volvió a invitar a salir. Le propuso llevarla a conocer el Panorama Mesdag,
donde había una gran pintura circular de Scheveningen.
—Como apuesto a que querrás ir de compras, nos veremos en
Ridderzaal a las dos en punto.
Esa suposición no era del todo cierta. El futuro preocupaba a la chica,
quien deseaba ahorrar su dinero, aunque quizá el último día se arrepintiera y
gastara un poco.
Pasó la mañana caminando por un parque, visitó varias tiendas y a la
hora de la cita se dirigió a Ridderzaal. Hacía frío y empezaba a pensar que
Hebert la había dejado plantada, cuando lo vio dirigirse hacia ella. Pero no
iba solo; lo acompañaba una hermosa muchacha, vestida a la última moda y
maquillada en forma exquisita. No era tan joven como Suzannah supuso al
principio; Hebert se la presentó mientras se dirigían al museo.
—Ésta es Monique, Suzannah, una íntima amiga —se volvió y se rió
con su acompañante—. Compartirá con nosotros esta tarde… —empezó a
hablar casi sin pausa de trivialidades, de modo que Suzannah apenas podía
intercalar una palabra de vez en cuando, y a cada momento se detenía a
susurrar algo en holandés a Monique, a tal grado que la chica sintió que
estorbaba.
Cuando entraron en el museo olvidó por un momento su incomodidad.
Observó con deleite la colección de cuadros de Mesdag y admiró la pintura
circular de Scheveningen, pintada con tanto realismo, que le pareció que se
unía a los pescadores que remendaban sus redes frente al Mar del Norte.
Sólo cuando terminó su recorrido se dio cuenta de que la pareja la había
abandonado. Volvió sobre sus pasos para cerciorarse de que no se habían
quedado en otra de las salas y no los descubrió.
Esperó quince minutos y luego salió a la calle. Caía la tarde, así que
decidió tomar un té y luego tomar el autobús para regresar a la mansión.
Caminó hacia Noordeinde, cuando vio que Hebert y Monique se le
acercaban.
—Suzannah, Monique se acordó de que debía comprar algo en la
farmacia y nos pareció que podíamos aprovechar la oportunidad mientras tú
contemplabas los cuadros de Mesdag. Tratamos de llamar tu atención, pero
no nos hiciste caso… —se rió demasiado fuerte y continuó con rapidez—:
¿Tomamos una taza de té? Hay un lugar espléndido aquí cerca…
Suzannah no le creyó una palabra; no sólo él parecía sentirse culpable,
también Monique se mostraba muy nerviosa. Aceptó la proposición,
recordándose que ese asunto no le incumbía, aunque se preguntó por qué
Hebert la había invitado a conocer el Panorama Mesdag si su presencia
parecía molestarlo.
El café al que fueron no tenía nada de espléndido. Estaba situado en una
calle solitaria y casi no había clientes. Hebert ordenó té, el cual les sirvieron
en vasos de papel, junto con un platito de galletas. El hermano de Julie
murmuró una excusa y continuó conversando con Monique en voz baja.
Suzannah sorbió un té más bien tibio, y mordió una galleta, sintiéndose
una intrusa. Cuando los otros dos hicieron una pausa, les dijo:
—Gracias por mostrarme el museo y por el té… —Intentó ponerse de
pie, pero Hebert se lo impidió con la mano.
—Suzannah, tú eres una chica muy amable, me harías… ¿nos harías un
favor? Mira… nosotros sólo podemos vernos en secreto. Monique es casada
y yo estoy comprometido, pero ninguno es feliz. Ésta es la única manera en
que podemos reunimos. Te pido que no comentes nada con mis padres…
déjalos pensar que pasé la tarde y la noche contigo. Ellos no aprueban esta
relación —agregó.
—Me imagino que no —replicó Suzannah—. No es justo para tu
prometida ni para el esposo de Monique. No diré nada, pero no me lo pidas
de nuevo porque me negaré.
Se levantó de su asiento y salió a la calle. Ya era de noche y se preguntó
qué haría en las siguientes horas. Las tiendas ya habían sido cerradas y no
quería entrar sola en un restaurante. Decidió ir al cine. Vio una película
norteamericana con títulos en holandés, una combinación que la confundió,
y luego abordó el autobús.
Guy, camino a la casa de Julie, descubrió a Suzannah, pero no se pudo
detener por el tránsito.
Estaba sentado con Mevrouw van Dijl y Julie cuando Suzannah entró en
el estudio. Se puso de pie y sólo tuvieron tiempo de saludarse antes que
Hebert irrumpiera en la habitación. El médico lo midió con la mirada, pues
tenía una pobre opinión del muchacho, pero Hebert se mostró efusivo.
—¿Viniste a examinar a Julie? —preguntó—. A mí me parece muy
saludable —se sentó cerca de Suzannah—. Estaba guardando el auto.
Suzannah y yo pasamos una tarde deliciosa en la ciudad, la llevé a un
museo y la invité a probar nuestros famosos pasteles de crema en Saur.
Se rió sin motivo y luego miró a la chica.
—Nos divertimos en grande, ¿verdad Suzannah?
No lo miró, pues estaba consciente de que el médico la estudiaba. Fijó
la mirada en sus zapatos y concordó:
—Sí, mucho.
Se salvó de otra mentira por el comentario petulante de Julie:
—Si quieres examinarme, hazlo ahora, Guy. Suzannah, acompáñanos,
después te arreglarás.
Suzannah agradeció poder escabullirse. Quizá, cuando el médico
terminara de revisar a su paciente, Hebert ya se habría ido.
El médico realizó la inspección y, cuando terminó, se entretuvo
platicando con Julie, mientras ella aguardaba, impaciente. En ese momento
sonó el teléfono y Julie contestó.
—Esperaremos afuera —dijo el galeno, tomando a Suzannah del brazo
y sacándola de la habitación antes que pudiera oponerse.
—¿Pasaste una tarde deliciosa con Hebert? —La interrogó, apoyándose
en el barandal de la escalera.
—Sí —musitó la joven, sin volverse a mirarlo.
—Me parece extraño que te haya llevado a un museo. Por lo general lo
aburren —había algo extraño en su voz que la puso nerviosa—. Sin
embargo, me alegra que te haya llevado a Saur. Sirven un café estupendo.
¿Estuvieron en el segundo piso?
—Sí, sí, ahí estuvimos —declaró Suzannah—. Y el té también es
exquisito.
—Aunque la vajilla de porcelana dorada y rosa es de muy mal gusto —
agregó el médico, en un tono suave.
La joven lo miró y él le sonrió, dándole confianza, a tal grado que
comentó:
—Yo la juzgué elegante.
Entonces, Guy habló en voz bajísima y a ella se le congeló hasta la
médula de los huesos.
—Suzannah, Saur no tiene dos pisos ni porcelana dorada; además,
Hebert no te acompañaba cuando te vi caminando por Lange Voorhout.
¿Con quién pasaste la tarde? —La observó con fijeza—. Y no pierdas el
tiempo inventando más mentiras… Oh, apuesto a que fueron al Panorama
de Mesdag, es un sitio ideal para entrevistarse sin ser descubiertos. Pero
¿para qué hicieron tú y Hebert ese plan?
Casi se ahogó. El médico daba por sentado que se había citado con otro
hombre, a escondidas, y si pensaba eso de ella, entonces era más arrogante,
inflexible y cruel de lo que había imaginado.
—Es algo que no le importa —replicó y su voz, a pesar de sus
esfuerzos, tembló un poco.
—Oh, me importa. Te recomendé… —Se detuvo cuando dos lágrimas
rodaron por las mejillas de Suzannah. Ella se volvió para enjugárselas y él
afirmó de repente—: Me equivoqué, ¿verdad? Hebert practicó otro de sus
trucos desagradables contigo; te usó. Oh, no necesitas preocuparte más,
linda, no te delataré, mas tampoco permitiré que esto se repita.
Le levantó la barbilla para contemplar su rostro triste.
—Sé que no te agrado, pero créeme, no deseo que nada malo te ocurra.
Suzannah sollozó y luego lanzó un suspiro. El doctor le ofreció un
pañuelo.
—¿Cuándo es tu próximo día libre?
—Julie visitará a su tía el jueves, así que a Mevrouw le pareció muy
conveniente que…
—En seis días… —lo pensó por un momento—. Regresaré el miércoles
para una revisión final, traeré mi coche y haremos una excursión por el
campo.
La chica lo miró asombrada.
—Pero, no hay necesidad —respondió con urgencia—. Perderá un
tiempo precioso llevándome a pasear.
—Oh, no, me gustará ver Veluwe en esta época del año, mi favorita. Y
me atrevo a predecir que, si tenemos mucho cuidado, no reñiremos durante
la primera hora que estemos juntos.
Entonces le sonrió y la chica retrocedió al ver cómo se alteraban sus
facciones. Parecía bondadoso y agradable y quizá le simpatizaría después
de todo.
—Trataremos —bromeó—. Acepto si está seguro de que no echaré a
perder su descanso.
Él recordó que tendría que cancelar una comida con sus colegas y
posponer una cena con la hija de unos viejos amigos y se preguntó por qué
se había comprometido con esa chica pequeña y simple, con una lengua
mordaz y un brillante cabello rojo.
—Siempre resulta un placer enseñarle a alguien nuestra patria adoptiva.
—Creí que era inglés.
—Lo soy, pero mi tía se casó con un holandés, como sabes, y
acostumbraba venir aquí en mis vacaciones; también obtuve un título en
Leiden.
En ese momento Julie apareció, como mandada por la Providencia, y los
tres se encaminaron a la sala. Poco después, el profesor se fue.
Suzannah trató de no hablar con Hebert durante la cena y el muchacho
pareció evitarla, concentrándose en describir sus planes para su trabajo y los
próximos viajes que haría. Se quedó un día más y a la mañana siguiente
partió.
Julie no comentó su salida con Hebert, pero Suzannah sospechaba que
sabía más de lo que revelaba. La impacientaba la compañía de Suzannah,
aunque la obedecía a regañadientes.
Suzannah se armó de paciencia, pues Guy le había dicho que su
próxima visita sería la última, lo cual significaba que su contrato estaba a
punto de terminar. Aunque había obtenido un buen salario, por lo cual le
agradecía a Guy haberle conseguido ese empleo, deseaba regresar a
Inglaterra. Le encantaría ver de nuevo a Horacio y trataría de alquilar un
cuarto para poder tenerlo con ella. También le escribiría a la señora Coffin,
pidiéndole que le permitiera pasar unos días en su casa, mientras se
organizaba.
El médico cumplió su promesa y se presentó el miércoles, a la hora del
desayuno, como lo hizo la vez anterior. Saludó a Suzannah con educación y
le preguntó acerca de la recuperación de Julie.
Daba la impresión de estar impaciente, pues subió de inmediato al
cuarto de Julie, a quien encontró leyendo una carta. Apenas lo vio, la chica
saltó de su lecho y le rodeó el cuello con los brazos.
—Recuperada por completo —sonrió el galeno—. ¿A qué se deben
estos mimos?
—Regresa a casa —respondió, agitando la carta, excitada—. Evert…
¿te acuerdas de él?
—Desde luego —contestó y agregó—. Te negaste a que alguien le
comunicara que tenías un tumor cerebral…
—Sí, pero en la carta me dice que jamás se hubiera ido si lo hubiera
sabido… ¿cómo se enteró? —Se detuvo intrigada.
—Yo le escribí y se lo dije —respondió el galeno con placidez—. Quizá
lo hayas olvidado, mas nunca me hiciste prometer que no lo haría. Ha
recibido reportes semanales desde que te operé. Le pedí que no regresara
hasta que estuvieras curada por completo. Y ya lo estás. ¿Cuándo llega?
—Guy, oh, Guy… en dos días. Pensé que nunca volvería a verlo y no
me importaba lo que sucediera. Hasta pensé que me casaría contigo.
El médico recibió ese comentario con tranquilidad.
—Pues ahora no estás obligada a cometer ese error tan grande y,
además, no te imagino como mi esposa, aunque seas preciosa y
encantadora. Ahora hablemos de temas más serios, mientras te examino.
Suzannah había permanecido un poco apartada, escuchando con sumo
interés cómo se vislumbraba un hermoso futuro para Julie y deseando, en
forma vaga y triste, que algo parecido le ocurriera a ella. Con cuánta
facilidad se resolverían sus problemas si apareciera un hombre, la
enamorara y se casaran, para que ella dejara de preocuparse por el resto de
su vida. Se entretuvo soñando despierta, mientras el doctor y su paciente la
observaban. Sólo hasta que Julie la llamó por tercera vez retornó a la
realidad.
—Si no te molesta —le pidió el médico—, me gustaría que me trajeras
las píldoras de Julie… debo cambiarlas.
Se sonrojó y obedeció. Al regresar a la habitación, Julie indagó:
—¿Cuándo puede irse Suzannah? Ya no la necesito y además, cuando
Evert llegue…
El galeno ni siquiera miró a Suzannah.
—Estará aquí en dos días, así que… déjame ver, Suzannah puede
marcharse pasado mañana. Hablaré con tu madre.
Julie lo volvió a abrazar, entusiasmada.
—Eres un ángel; serás un esposo perfecto, mas no puedo pensar en
nadie que te merezca —luego se dirigió a Suzannah—. No te has divertido
mucho —comentó—. Apuesto a que te gustará regresar a tu patria y salir
con tus amigos.
Suzannah sonrió. Julie no tenía idea de sus problemas y no tenía objeto
explicárselos.
—Sé una buena niña —le rogó el médico a Julie, tocándole el hombro
—. Iré a hablar con tu madre. Ya sabes en dónde estoy si me necesitas.
Suzannah, ven conmigo.
Ya en el vestíbulo, le indicó:
—Pasaré por ti a las nueve de la mañana. De ese modo, disfrutaremos
casi todo el día.
—Oh, pues, pensé que… es decir, debo empacar y comprar un billete
para mi viaje de regreso.
—Empacar te tomará media hora, quizá menos —observó Guy—,
puesto que no tienes mucha ropa. Y viajarás en mi auto. Tomaremos el
transbordador a Hawick… ya compré los pasajes.
—Pero ¿cómo sabía que partiría? —inquirió, con los ojos desorbitados.
—Evert me comunicó el día que llegaría, así que calculé cuándo podía
Julie prescindir de tu ayuda. ¿Deseas regresar a Inglaterra o tienes otros
planes?
—No. Me quedaré con la señora Coffin y de paso recogeré a Horacio.
—Ya hablaremos de eso mañana —observó su falda a cuadros y su
blusa—. ¿Tienes un abrigo de invierno? Es posible que mañana caminemos
al aire libre y hará frío.
—Sí, gracias —se sonrojó.
—Perfecto. Nos vemos —hizo un ademán de despedida y se dirigió al
estudio, dejándola muy contenta porque ya no debía preocuparse por el
viaje de regreso. Luego recordó sus comentarios acerca de su ropa y se
molestó un poco.
«Para él es muy fácil ser elegante, con su Bentley, sus trajes de Savile
Row y sus corbatas de seda», pensó. Pero era desagradecida, admitió con
renuencia, pues Guy había arreglado su retorno a Inglaterra, lo cual
demostraba que no era un vanidoso egoísta.
Capítulo 6

S uzannah se paró ante el espejo estudiando su imagen. No le agradó.


Su abrigo, de color café, ya mostraba signos de desgaste alrededor del
cuello y los puños. El vestido, también café, no mejoraba su apariencia. Se
puso una bufanda verde para romper la monotonía de su ropa y se consoló
pensando que su bolsa y zapatos al menos no parecían pasados de moda. De
repente deseó no haber aceptado la invitación del médico, mas ya era
demasiado tarde para cancelarla. En ese momento él debía de estarse
arrepintiendo de haber planeado pasar un día entero con ella.
Los pensamientos del cirujano no eran tan drásticos como suponía
Suzannah, pero sí se preguntó por qué demonios se le ocurrió llevarla a
pasear. Nunca habían sostenido una conversación agradable, pero quería
saber más acerca de esa muchacha. Sus ojos le parecieron hermosos.
Llamó a la puerta de los van Dijl y Suzannah bajó por la escalera, con
aparente tranquilidad. Había comprobado que Julie estaba despierta y que
tomaba su desayuno.
—No deberías usar ese color café —le aconsejó a Suzannah—. Te
convendría el verde o el azul —observó—, y hasta podrías vestirte de negro
para atenuar el color de tu cabello. Sin embargo, supongo que Guy no te
llevará a ningún sitio donde pueda encontrarse con un conocido.
Suzannah no supo qué contestar. Salió del cuarto y esperó un momento
en el vestíbulo, pálida por la ira y la indignación.
Fue al encuentro del profesor y lo saludó; hubiera deseado echarse a
correr, pero lo escuchó decir:
—En este día frío y gris tu cabello parece un rayo de sol —le sonrió con
tanta sinceridad que la chica le correspondió y, de repente, dejó de
importarle su abrigo café.
Se dirigieron a Oudewater y en el camino el médico le relató que ése era
un sitio de reunión de las brujas. La sorprendió con su plática amena e
interesante y, antes que se dieran cuenta, llegaron al Castillo Cannenburch,
construido a principios del siglo catorce. Guy le relató la historia de la
construcción y, como estaba cerrada, pasearon alrededor de la muralla. La
chica se sentía contenta y a gusto, había olvidado sus temores iniciales, y el
médico parecía divertirse o al menos fingía muy bien.
Después admiraron el puerto de Sneek, atestado de yates, y se
detuvieron en Beesterzwaag a comer. La comida resultó una delicia:
anguilas ahumadas con pan tostado, faisán a las brasas y panecillos
cubiertos de miel.
—Estamos a la mitad de nuestro recorrido —le informó el galeno—.
Nos falta visitar Haarlem, Aaslsmeer y Hilversum.
Guy escogió los sitios más hermosos y de mayor interés y las horas
parecieron volar. Cuando menos lo pensó, ya era de noche.
—¿Te gustaría tomar una taza de té? —preguntó—. Hay un café en
Loenen.
Empezaba a llover cuando salieron del establecimiento y soplaba un
viento helado. El día casi había concluido y Suzannah sintió cierta
nostalgia, pues lo disfrutó al máximo. Para sorpresa suya, le agradó estar
con Guy, aunque sospechaba que el paseo fue para recompensarla por los
insultos y majaderías que había recibido. Pronto retornarían a den Haag,
ella haría sus maletas y luego se iría a dormir. El profesor permanecía
callado y la joven supuso que planeaba lo que haría cuando regresara a
Inglaterra. De pronto, sus pensamientos fueron interrumpidos por la voz de
Guy:
—Podríamos cenar en Leidschendam. Es demasiado temprano para
volver a casa.
—Oh, sí, pero no estoy vestida para… ¿Qué tal si encuentra a algún
conocido?
—Mi querida niña, ¿de qué hablas? De seguro me encontraré con
alguien pero ¿eso qué tiene que ver con que cenemos juntos?
—Supuse que se avergonzaría de mí por mi vestimenta —contestó, con
una voz apenas audible.
—Debes de tener una muy baja opinión de mí, Suzannah —comentó
con un dejo de amargura.
—Oh, no, no la tengo, pero… —Se detuvo justo a tiempo para no
acusar a Julie.
—Ah, Julie te metió esa idea en la cabeza —adivinó el galeno— y
agregó, seco: —¿Y tú le creíste?
—No, claro que no —estaba ansiosa por explicarle, para borrar la ira
que oía en su voz—. Sólo que no quise avergonzarlo. Ya sé que no le
molesta mi manera de vestir; sin embargo, si nos encontramos con alguien
quizá… se sorprenda de que yo lo acompañe. Siento que se haya irritado,
pero es verdad. No deseo causarle problemas —suspiró—. Ha sido un día
tan bello…
—Lo ha sido y no lo echaremos a perder. Cenaremos con calma y
discutiremos tu futuro. Te aseguro que estás vestida en forma adecuada.
Para Julie un vestido viejo es el que usa dos veces y esa opinión no debe
tomarse como regla.
El restaurante que Guy escogió era elegante y Suzannah le lanzó una
mirada acusadora cuando se quitó el abrigo. El local se hallaba casi lleno y,
mientras un camarero los conducía a una mesa, el médico saludó a varias
personas, pero ninguna la observó como a un bicho raro. Quizá su vestido
no estaba tan mal, después de todo.
Guy ordenó las bebidas y pensó que el traje de Suzannah no le
favorecía. Alguien debería aconsejarle que usara verde, azul o gris… pero
admitió que su cara, sonrosada por la excitación o el miedo, poseía cierto
encanto, sobre todo sus ojos y el brillo cobrizo de su cabello. Y era una
agradable compañera… Le sonrió y le preguntó que deseaba ordenar.
—Aquí sirven un excelente salmón en salsa de langosta… ¿lo pedimos?
Y, como celebramos la completa recuperación de Julie, creo que debemos
acompañarlo con champaña.
Suzannah, feliz de no tener que ordenar por sí misma, estuvo de acuerdo
y agregó con inocencia:
—Una vez probé el champaña, en el cumpleaños de mi madre…
—¿Hace cuánto tiempo? —Inquirió él con suavidad y la alentó a que
hablaran de su niñez, antes de preguntarle en forma casual—: ¿Qué planeas
hacer en Inglaterra?
No era la primera vez que intentaba averiguarlo y la chica, bajo los
efectos del champaña, empezó a hablar.
—Buscaré un empleo como recepcionista, con un doctor o un dentista,
pero aceptaría cualquier trabajo siempre y cuando me permitieran llevar
conmigo a Horacio y me prestaran un cuarto.
—¿Tienes amigos en Londres donde puedas quedarte cuando estemos
allí?
—Oh, sí —contestó la joven con rapidez, aunque no con franqueza—.
Si la señora Cobb se queda con Horacio un poco más, quizá encuentre
trabajo rápidamente.
Habló con convicción. En algún lugar de Londres debería existir un
hotel barato donde pasar la noche. Y si a la mañana siguiente no encontraba
un empleo, regresaría al pueblo, a casa de la señora Coffin… Exhaló un
suspiro, contenta de haber resuelto el problema.
El galeno, un hombre paciente e inteligente, comprendió que ella sólo le
decía lo que creía que él quería oír, así que cambió la conversación. Ya
habría tiempo de arreglar ese asunto cuando llegaran a Londres. Después de
todo, no tenía por qué seguir protegiendo a la chica. Ella tenía dinero y
confiaba en que conseguiría trabajo con rapidez.
El tema no volvió a mencionarse y la cena transcurrió en una atmósfera
de cordialidad.
Poco después, Guy la dejó ante la puerta de los van Dijl. Se detuvo para
hablar con Julie y Suzannah se retiró, explicando que debía empacar. Le dio
las gracias y el médico le recordó que debía estar lista cuando pasara a
recogerla. Quizá él no se había divertido tanto como esperaba, reflexionó
ella, mientras se preparaba para meterse a la cama. Se durmió con cierta
inquietud, cuya causa desconocía.
Guy se presentó en la casa a la hora fijada y no perdieron mucho tiempo
en despedirse. Mijnheer van Dijl ya estaba en su oficina, pero fue su esposa
quien le agradeció a Suzannah su ayuda, la besó en la mejilla y le puso un
paquetito en las manos.
—Has sido muy buena —murmuró.
Julie bajó en su bata de dormir, para besar al profesor y darle un apretón
de manos a Suzannah.
—Espero que te diviertas dondequiera que vayas a vivir. Me voy,
porque debo arreglarme para recibir a Evert.
—Espero que sea muy feliz —le deseó Suzannah, pero Julie ya no la
escuchó.
Llegaron a Londres casi al anochecer, después de una travesía sin
problemas.
—Déjeme en la estación Charing Cross, por favor…
—Claro que no —la interrumpió—, no a estas horas de la noche. Te
quedarás en mi casa y mañana mi chofer te llevará al apartamento de tu
amiga.
—No es necesario… —empezó Suzannah, con una voz que esperaba
fuera firme.
—No discutas.
Como era obvio que ningún argumento alteraría la decisión del profesor,
murmuró con humildad.
—Está bien —y él se rió.
En cuanto llegaron al hogar del médico, la señora Cobb les sirvió una
deliciosa cena, que saborearon en el elegante comedor. Al terminar,
Suzannah se dirigió a la cocina a ver a Horacio, que parecía satisfecho
viviendo en medio del lujo y la chica se preguntó si se adaptaría a una
existencia con menos comodidades, como la que ella podía ofrecerle.
Le dio las buenas noches a la cocinera y subió al segundo piso. Ya le
habían mostrado su cuarto al llegar, pero titubeaba ante la puerta del
estudio, sin saber si debía llamar para despedirse de su anfitrión. De pronto
Guy abrió y sacó la cabeza.
—¿Lista para meterte en la cama? Que duermas bien. Mañana saldré
temprano, pero ya le pedí a Cobb que te lleve a la casa de tu amiga, junto
con el gato.
—Muchas gracias por todo —musitó—. Ha sido muy amable conmigo.
Adiós, profesor Bowers-Bentinck.
Él salió al vestíbulo y se quedó contemplándola.
—Nos decimos adiós con mucha frecuencia, ¿no crees? —Agregó con
un toque de impaciencia—. Infórmame si necesitas ayuda. ¿Tienes
suficiente dinero para mantenerte mientras encuentras trabajo?
—Sí, gracias. —Londres era más caro que su pueblo, pero apartó ese
pensamiento y agregó—: De todos modos, me puedo quedar con mi amiga.
Él entrecerró los ojos y estuvo a punto de decir algo cuando un enorme
perro salió del estudio.
—Todavía no te he presentado a Henry… ven y salúdalo —dijo Guy.
Suzannah se acercó y acarició al animal.
—Hola y adiós, Henry. —Le dijo.
Se enderezó y le tendió la diestra al médico.
—Adiós, profesor.
Él le tomó la mano, se inclinó y la besó; había sido besada antes,
aunque no con frecuencia, besos intrascendentes que no significaban nada,
pero éste era diferente. Se le ocurrió de pronto que el médico era un hombre
de mundo y que debía de tener mucha experiencia en esas lides. Sería
delicioso si la besara así todos los días. Pero tendría que conformarse con
una vez en la vida. Se volvió a despedir y subió por la escalera sin volver la
cabeza, recordándose que había muchas cosas en él que le disgustaban, a
pesar de que en ese momento no se le ocurría ninguna.
Una sirvienta le llevó el té en la mañana, le dijo que el desayuno estaría
listo en media hora y que seguramente nevaría.
—Estupendo —exclamó Suzannah— con Navidad tan cerca…
Apenas desayunó y se arregló, estudió en el periódico los anuncios de
empleados. El destino decidió mostrarse benévolo con ella y sus ojos se
posaron en una solicitud urgente: requerían a una joven para ayudar en una
guardería, cerca de Tottenham Court Road. Agregaban el domicilio.
Tomó un autobús y el conductor le dijo dónde debía bajarse. Encontró la
calle Félix sin dificultad, cerca de una estación del metro y un hospital. La
guardería era una casa de ladrillos cuya fachada necesitaba una capa de
pintura, las construcciones de los lados parecían deshabitadas y algo
deterioradas, pero las ventanas estaban limpias y la calle casi no tenía
tránsito. Subió por la escalera y tocó el timbre.
Podía oír las vocecillas de los niños detrás de la puerta y, a alguien
cantando canciones de cuna. La puerta se abrió y apareció una mujer
madura de aspecto maternal.
—¿Sí? —preguntó, observando a la chica.
—¿Es aquí donde solicitan…? —empezó Suzannah y, antes que
añadiera otra palabra, la señora la invitó a pasar.
—¿Ya ocuparon el puesto?
—Soy la señora Willis —le dijo la mujer, tendiéndole la mano—, la
propietaria de este lugar.
—Suzannah Lightfoot.
—No, lo han solicitado varias muchachas, pero consideran que es
mucho trabajo y no les gusta la idea de vivir aquí.
Abrió una puerta y la hizo pasar al vestíbulo.
—Ven y te explicaré.
Se sentaron ante una mesita.
—Perdí a dos de mis ayudantes la semana pasada; una se enfermó y la
otra se casó. Tenemos a treinta niños en la guardería, de dos a cinco años;
casi todas sus madres trabajan en el hospital o en el Museo del Juguete, a
unas cuadras de distancia. Los dejan a las ocho de la mañana y los recogen
a las seis de la tarde. Es mucho trabajo y el salario es bajo… no tenemos
subsidios del Estado… —mencionó una suma con la que Suzannah podría
sobrevivir si tenía cuidado—. Hay una alcoba en el sótano, donde vivirías.
Tendrías los domingos libres, lo mismo que la mayoría de las tardes del
sábado. El vecindario es tranquilo, aunque lo han descuidado. Yo vivo en el
segundo piso de la casa, pero debo advertirte que una vez que me voy a
descansar, por la tarde, no me gusta que nadie me moleste —contempló a
Suzannah por encima de la mesa—. ¿Trajiste algunas cartas de
recomendación?
La joven se las entregó; una carta de Lady Manbrook, otra de Minjnheer
van Dijl y la última del vicario del pueblo. La señora Willis las leyó con
cautela.
—¿Has trabajado como maestra?
—No, pero logré muy altas calificaciones en la preparatoria y obtuve un
lugar en la universidad. No pude asistir porque mi tía enfermó.
—Por lo general compruebo si las referencias son verdaderas, pero
estoy desesperada tratando de conseguir ayuda. ¿Te gustaría vivir aquí?
¿Qué te parece si probamos durante un mes?
—Me gustaría trabajar con usted. Tengo un gato, ¿puede vivir conmigo,
abajo?
—¿Por qué no, si no molesta? Te enseñaré el lugar.
Bajaron por la escalera y la señora abrió la puerta de una habitación
amplia, más bien fría y oscura. Sin embargo, estaba limpia y tenía una
estufa en un rincón y un baño particular. Los muebles eran escasos y
baratos, más las cortinas daban un aire alegre al conjunto, lo mismo que una
vieja chimenea.
—El alquiler está incluido en el sueldo —le explicó la señora Willis—.
Puedes traer tus cosas.
—Sólo tengo mi ropa. Me mudaré hoy mismo si me lo permite y
mañana a primera hora empezaré a trabajar.
—¿Tanto necesitas el empleo?
—Sí. Y pondré todo mi empeño.
—Espero que esas buenas intenciones duren —sonrió la señora Willis
—. Aquí no damos vacaciones. Sólo cerramos el día de Navidad y el
primero del año, pues las madres de familia siguen trabajando y no tienen
dónde dejar a los niños. ¿Qué planes hiciste para Navidad?
—Ninguno, señora Willis.
—Perfecto. Yo visitaré a mi hermana en Northolt apenas recojan al
último niño, la víspera de Navidad, y regresaré el veintiséis de diciembre.
¿Te importa quedarte sola?
—No, no lo creo.
—Las casas a los lados de ésta se usan como bodegas, pero tenemos
vecinos en la calle de enfrente —le entregó a Suzannah la llave del cuarto
—. Ve a traer tus cosas y regresa cuanto antes. Luego te mostraré la
guardería porque ahora no tengo tiempo.
Ya tenía un trabajo y un sitio donde vivir, pensó Suzannah mientras
regresaba a la casa del profesor. No era lo ideal, sin embargo, como le
pagarían por semana, podría gastar un poco de dinero en víveres y unos
pequeños lujos.
Tuvo cierta dificultad para persuadir a Cobb de que la dejara abordar el
taxi que había llamado.
—No sé cómo reaccionará el profesor —comentó preocupado—. Me
encargó que la llevara, sana y salva, a casa de su amiga…
—Él no sabía, ni yo tampoco, que mi amiga mandaría un taxi por mí.
Está afuera esperando. ¿Se lo explicaría al doctor? Y dígale que me dieron
un buen trabajo y un bonito apartamento —se despidió—. Le agradezco sus
atenciones a usted y a su esposa. En cuanto pueda le escribiré al profesor.
El chofer le permitió irse, todavía inquieto, y en poco tiempo la chica se
encontró en el sótano de la guardería haciendo una lista de las cosas que
necesitaría, con Horacio contento de verla, pero no del todo feliz con su
nuevo hogar.
Encendió la chimenea antes de salir y correr a las tiendas que había
visto al final de la calle. A esa hora de la tarde casi no había clientes;
compró varias latas de sopa, leche, pan y comida para gatos y se apresuró a
volver a la casa. Con las cortinas cerradas y la chimenea encendida, el
cuarto no parecía demasiado frío. Alimentó a Horacio, se preparó una taza
de té y puso una botella de agua caliente en el sofá cama, antes de subir al
primer piso.
La puerta principal se hallaba abierta y las mujeres entraban y salían
para recoger a sus hijos. La señora Willis se despidió de la última, así como
de una muchacha exhausta, que resultó ser la maestra que quedó de las tres
que trabajaban en la guardería. Luego guió a Suzannah para que conociera
la guardería: cuatro grandes habitaciones estaban dedicadas a los niños.
—Mañana dividiremos a los niños en tres clases, así que nos tocarán
diez o doce a cada una. Juegan y aprenden algo hasta las doce. Les damos
de comer y toman su siesta. Tú y Melanie se turnarán para vigilarlos; por lo
tanto, ciertos días tendrás un poco de tiempo libre para salir de compras.
Cerramos a las cinco, aunque algunas veces se quedan más tiempo los niños
cuyas madres no pueden recogerlos antes.
Mientras hablaba, le señalaba dónde se guardaba el material didáctico.
Todo estaba limpio, desde las palanganas para que los niños se lavaran las
manos, hasta los mantelitos que usaban para comer.
—Tú y Melanie comen con los niños, pero se turnan para beber el té.
Abrimos a las ocho, así que desayuna antes.
Regresaron a la puerta principal.
—Te advertí que el trabajo era difícil, pero te trataré con consideración,
y si algo no te gusta, dímelo.
Le encantó poder hablar con Horacio de nuevo. Le prometió que con un
poco de tiempo y dinero compondría el cuarto y el gato se acurrucó cerca
del fuego. Cenó, se duchó y antes de dormirse, pensó en Guy. Sin saber por
qué, se entristeció.
El médico también pensaba en ella, pero sin tristeza. Cuando interrogó a
Cobb, éste no le pudo informar a dónde había ido Suzannah y Guy no lo
culpó de la desaparición de la chica. Pero le molestó que se fuera sin dejar
su domicilio, como si no deseara que supiera en dónde vivía. Debió
quedarse en su casa hasta que estuviera segura de que su nuevo trabajo le
agradaba. Frunció el ceño. Esa muchacha se entrometía demasiado en sus
pensamientos y era absurdo que se preocupara por ella. Ya le había
demostrado que era capaz de cuidarse a sí misma, mas una duda molesta
persistía en su mente y se sintió obligado a telefonearles a sus tías y a la
señora Coffin para que le informaran si Suzannah se comunicaba con ellas.
La joven se levantó temprano, desayunó, arregló el cuarto y se presentó
en el vestíbulo antes que las madres llegaran con sus bebés. Después, el día
se volvió muy complicado. Los niños se portaban bien, pero necesitaban
que los divirtieran y, a los más grandes había que enseñarles lecciones
fáciles. La hora de la comida resultó caótica, pero más descansada, después
los niños durmieron su siesta. Suzannah estuvo de acuerdo en cuidarlos
mientras Melanie tomaba una hora libre. Su compañera era una chica
melancólica pero, al igual que Suzannah, necesitaba trabajar y era eficiente
con los alumnos. Vivía con su madre viuda y tenía un novio que quería
casarse con ella.
—A mamá no le simpatiza —le confió a Suzannah—, y no permitirá
que vivamos con ella. Así que esperaremos hasta conseguir un pequeño
apartamento.
Suzannah la escuchó con simpatía, le aconsejó que no se apresurara y
cuidó a los niños, que dormían en camitas alineadas en una habitación. El
día le pareció eterno, pero el siguiente resultó más fácil pues salió de
compras durante su hora libre. Encontró una biblioteca pública y escogió
dos libros. Cuando regresó a su cuarto pasó un momento con Horacio y
luego subió a entretener a los diez niños que le fueran encomendados.
Veía poco a la señora Willis, pero al segundo día, cuando se encontraron
en el vestíbulo, su patrona le preguntó si estaba contenta y si no era muy
fría su habitación.
La joven le aseguró que estaba feliz y que todo le parecía perfecto. De
cualquier modo, lloró antes de dormirse esa noche porque se sentía sola.
La víspera de Navidad organizaron una fiesta para los niños, así que sus
madres los recogieron un poco más tarde que de costumbre. Después, las
tres mujeres pusieron en su lugar los platos y vasos, limpiaron el vestíbulo,
se desearon una feliz Navidad y se despidieron. La casa se sumió en el
silencio. La señora Willis salió a visitar a su hermana y Suzannah trató de
distraerse preparando su cena.
Sacó un pollo rostizado y el tradicional pastel de carne, del cual convidó
a Horacio. Acercó un sillón a la chimenea y se acomodó para leer.
No era que se quejara, pero le consoló saber que al día siguiente
después de Navidad volvería a abrirse la guardería. Por la mañana fue a la
iglesia y luego caminó hasta Green Park. Reflexionó mucho mientras
caminaba y decidió lo que haría: se quedaría seis meses con la señora Willis
y luego solicitaría ser admitida como enfermera. Le hubiera gustado hacerlo
antes, mas debía ahorrar dinero para alquilar un cuarto y vivir con Horacio.
Si guardaba hasta el último centavo y lo agregaba al dinero que ya tenía,
podría arreglárselas con el salario que recibían las estudiantes de
enfermería. Sus cálculos no siempre resultaban claros porque se distraía
pensando en el profesor Bowers-Bentinck.
—Y no sé por qué —refunfuñó, dirigiéndose a Horacio—. Ese hombre
fue como dicen, un ave de paso.
Estuvo muy ocupada cuando se reiniciaron las actividades en la
guardería. Los niños volvieron cansados y a algunos les dolía el estómago
por haber comido demasiados dulces. Pasó una buena parte del día
limpiando a los bebés que vomitaban y la siesta se convirtió en una
pesadilla de lloriqueos. Al día siguiente ya se habían adaptado a su antigua
rutina y por la tarde pudo salir de compras. El trajín acostumbrado no se
rompió excepto en Año Nuevo, mas Suzannah apenas lo notó.
Había pasado un mes con la señora Willis cuando su patrona decidió
que sacaran a pasear a los niños dos veces por semana, bien abrigados, para
que aspiraran aire fresco. A Suzannah y Melanie les encantó la idea, pues
ocuparía parte de la mañana antes de la hora de la comida y se despertaría el
apetito de los niños. La primera expedición resultó un éxito. Los niños se
portaron como ángeles y el clima, aunque frío, era agradable. Después, las
caminatas se volvieron parte de la rutina diaria. Llegaban a Tottenham
Court y jugaban en el parque diez minutos, luego regresaban a la guardería.
Durante uno de esos desfiles de niños, con Melanie a la cabeza y
Suzannah en la retaguardia, cargando a uno que se había cansado, el
profesor Bowers-Bentinck, esperando la luz verde ante un semáforo,
descubrió a la chica.
Se rompió la calma habitual del médico, lanzó una exclamación y sólo
hasta que el conductor de atrás tocó la bocina con impaciencia se dio cuenta
de que se había encendido la luz verde. La hilera de niños inquietos había
desaparecido por una calle lateral y él tuvo que seguirse de frente, pero
encontró la manera de dar vuelta y estacionó su auto frente a un
parquímetro.
Se metió en varias tiendas antes de encontrar a alguien que pudiera
contestar a sus preguntas.
—Oh, sí —afirmó la vieja de ojos saltones que atendía el mostrador de
la ferretería—, hay una guardería a unas cuadras de aquí. ¿Quiere inscribir a
sus hijos? —indagó—. Hay otras casas peores que la de la señora Willis.
Por lo menos ella ayuda a las madres que trabajan —se detuvo, rascándose
la cabeza con un lápiz—. Está en la calle Félix, cerca del hospital.
El profesor le agradeció la información con una sonrisa y regresó a su
Bentley. No tuvo dificultad para encontrar la calle indicada y se quedó unos
minutos ante la casa, hablando por su teléfono celular. Cuando vio que la
puerta se abría y Suzannah se dirigía al sótano, la siguió sin prisa.
Era el turno de la joven de gozar su hora libre, así que bajaría a
alimentar al gato y a descansar. Acababa de cerrar cuando alguien llamó a
la puerta. La abrió y vio a Guy en el umbral.
Capítulo 7

E l profesor entró sin titubear, así que Suzannah retrocedió hasta que la
detuvo la mesa y ya no pudo apartarse más. Le tomó varios segundos
recuperar la voz, pues la sorpresa y una sensación que no podía definir le
cortaron el aliento.
—Hola —saludó ella, con voz chillona.
Él no respondió, desconcertándola. Se concretó en observarla con sus
fríos ojos azules. Después apartó la vista de su cara y estudió la habitación.
Cuando habló, su voz era tranquila y suave.
—Prometiste escribirme —le recordó.
Ella comprendió que estaba furioso a pesar de su tono controlado.
—Sí, quería hacerlo, mas pensé que era tonto… —El médico alzó una
ceja y la chica se apresuró a explicarle—: Es un hombre muy ocupado,
viaja a todas partes y tiene muchos amigos. Si nos íbamos a ver de nuevo…
no tenía objeto que… —se calló, confusa.
—Comprendo —la atajó, cortante—. Pero ¿era necesario que me
mintieras, Suzannah?
—Lo siento, no quería convertirme en una carga —se sonrojó—. Ya ha
hecho tanto por mí… no sé por qué…
—Yo tampoco —replicó, sorprendiéndola con su sinceridad.
—Por favor, siéntese —le pidió con cortesía—. Tendré que volver con
los niños en media hora. Ahora es mi de descanso… nos turnamos.
Guy se sentó en la silla de madera, ante la mesa, que crujió en forma
alarmante.
—¿Vives aquí? ¿Las otras maestras también? —preguntó con
indiferencia.
—La señora Willis, la dueña de la escuela, vive en el segundo piso, en
su propio apartamento. Melanie, la otra ayudante, vive con su madre, al
final de la calle.
—¿Y a esto te dedicarás en el futuro?
—Oh, no. Pienso quedarme unos seis meses y después empezar mi
entrenamiento como enfermera.
—¿Por qué no antes?
—Necesito un cuarto donde pueda quedarse Horacio.
Suzannah se sentó sobre el diván, con las manos en su regazo.
—Lo he reflexionado con calma. No quiero enseñar. Me gustan los
niños, pero no creo ser una buena maestra.
—Así que ya decidiste tu futuro.
—Sí. ¿Cómo supo que estaba aquí?
—Caminabas por la calle con un rosario de chiquillos y yo esperaba
ante un semáforo. Cedí a mi curiosidad —le lanzó una mirada velada—.
¿Te sientes sola, Suzannah? ¿En dónde pasaste la Navidad?
—No, estoy demasiado ocupada para sentirme sola —respondió con
rapidez y sin mirarlo—. Pasé la Navidad aquí.
—¿Sola?
—Horacio me acompañó —empezó a sentirse inquieta por ese
interrogatorio—. De verdad, estoy muy contenta.
—Me alegra oírlo —sonrió apenas—. ¿Quieres que me vaya?
—Sí. Tengo mucho que hacer…
—Ya lo mencionaste —le recordó—. Una vez más vine a ofrecerte mi
ayuda y una vez más la rechazas.
Se dirigió a la puerta y apoyó su mano en el picaporte.
—Tu amiga no existía, ¿verdad, Suzannah?
—No.
Asintió, subió por la escalera, se metió en su cocho y partió.
Se quedó escuchando cómo se alejaba el Bentley y no trató de volver a
sentarse.
—Supongo que lo volveré a ver —le dijo a Horacio—. Cometí todas las
equivocaciones posibles y ni siquiera le agradecí que viniera a visitarme.
Pensé que lo detestaba, mas creo que me agrada, hasta cuando está de mal
humor y no habla —no había razón para que se soltara llorando, pero lo
hizo, de modo que, cuando volvió con los niños y Melanie observó su
párpados hinchados y su nariz roja, tuvo que inventar que había pescado un
resfriado.
Los días pasaron con mucha lentitud. No eran monótonos, pues la
energía de treinta niños acababa con la monotonía; necesitaban que jugaran
con ellos, que les enseñaran las letras, cómo alimentarse y vestirse y
mantenerse limpios. Suzannah estaba cansada al final de la jornada y, sin
embargo, bajaba a su cuarto con renuencia. Le aseguró a Guy que no se
sentía sola, pero fue una mentira. A pesar de la presencia reconfortante de
Horacio, deseaba hablar con un ser humano, de preferencia con el profesor,
admitió, para su asombro. Quizá no se atraían, pero aun cuando se
entrometía en los asuntos de la joven, resultaba una persona en quien se
podía confiar.
Un par de semanas después, en medio de las nevadas de febrero, el
destino volvió a tomar ese asunto en sus manos. Los niños no habían salido
esa mañana porque el clima era demasiado frío. Se quedaron pintando y
jugando con plastilina en sus mesitas, vigilados por Melanie y Suzannah,
mientras la señora Willis supervisaba la comida, que preparaban al fondo de
la casa.
Suzannah le quitó un pedazo de plastilina de la nariz a uno de los niños
y frunció el ceño. Olió a algo quemado, acre, que no provenía de la cocina.
Melanie estaba en el cuarto contiguo, con la puerta a medio abrir.
Suzannah la abrió de par en par y de repente el olor se volvió más fuerte y
escuchó un leve crujido. Llamó a gritos a su compañera.
—¿Qué manera de alborotar es ésa, enfrente de los niños? —la regañó,
acercándosele—. Se quemó la comida pero…
—Averiguaré qué es; cuida a mis niños —le pidió y no esperó a que le
contestara. Atravesó el vestíbulo y escuchó voces en la cocina. El ruido
provenía del piso superior y al empezar a subir por la escalera una bocanada
de humo se escapó por la rendija de la puerta del apartamento.
Voló escaleras abajo, sin aliento por el miedo, y abrió la puerta de la
cocina, que encontró vacía. La señora Willis y la cocinera estaban en una
bodega donde se guardaban víveres y cacerolas.
—Hay un incendio en su apartamento, señora Willis —anunció
Suzannah y, sin aguardar respuesta, regresó al lado de Melanie, que
preparaba a los niños para que se sentaran a la mesa.
—No preguntes —le ordenó—. Hay un incendio allá arriba. Ponles los
abrigos a los niños y sácalos a la calle… ¡rápido!
Melanie era una muchacha agradable, pero no muy ágil de mente.
—¿Incendio? —repitió—. Pensé que algo se quemaba en la cocina…
—¡Oh, apúrate! ¡Muévete! —le gritó Suzannah, impaciente y muy
asustada. Se metió en el cuarto donde estaba el guardarropa y sacó
sombreros, abrigos y bufandas y se los puso a los niños, sin importarle si
eran de ellos o no. Melanie insistió en que los sacaran sin abrigarlos, pero
ella se opuso.
—Pescarán una pulmonía; por el amor del cielo, ayúdame.
La señora Willis se reunió con ella, lo mismo que la cocinera y guiaron
a los niños hacia la calle.
—Ya llamé a los bomberos —afirmó la señora Willis—. Cuenten a los
niños —una espesa humareda descendió del segundo piso y la hizo toser. El
último de los alumnos era conducido al exterior, cuando de súbito un niño
corrió hacia uno de los salones de clases para esconderse. El humo se había
vuelto espeso y pequeñas lenguas de fuego descendían por las escaleras.
Suzannah tomó una bufanda de lana, se la enredó en el cuello y se lanzó
tras el niño. Entró en el aula, donde aún no llegaba el fuego, y descubrió al
muchachito, recogiendo sus lápices de colores de un armario. Lo atrapó y le
cubrió la boca con una mano corriendo hacia la puerta, justo cuando el
techo de madera del segundo piso empezó a resquebrajarse sobre sus
cabezas. Las llamas habían invadido la mitad de las escaleras y una plancha
de roble cayó frente a ellos. La empujó con la mano, sin notar que la piel le
ardía, y casi se cayó al atravesar la puerta y poner al niño en los brazos
ansiosos de la señora Willis.
—¡Horacio! —exclamó y se lanzó corriendo hasta el sótano, metió al
gato en su canasta y salió de nuevo al exterior. Para entonces, varios
curiosos se habían reunido y las sirenas de los bomberos se escuchaban
bastante cerca, seguidas de las patrullas de la policía y las ambulancias.
Ninguno de los niños resultó lesionado, pero todos estaban
aterrorizados. Los apretujaron en una ambulancia y los llevaron al hospital.
La segunda ambulancia se llevó a los que quedaban, junto con Melanie. La
señora Willis se rehusó a acompañarlos y Suzannah, temblando de frío y
con la mano quemada, se quedó con ella. Su patrona, por lo general tan
eficiente, parecía a punto de desmayarse. Se apoyó en Suzannah y murmuró
desolada:
—Mi casa… todo el trabajo que invertí en la guardería…
—Los niños están a salvo —la consoló la joven, pasándole un brazo por
los hombros—. Con el dinero del seguro se comprará otro apartamento y
podrá alquilar unos cuartos vacíos para continuar con la guardería…
—Tienes razón —la señora Willis se limpió la nariz y se secó los ojos
—. No es el fin del mundo. También tengo muchos amigos que me
ayudarán.
Notó que Suzannah se estremecía y notó su mano quemada.
—Te lastimaste, debes ir al hospital a que te curen. Fuiste muy valiente
al salvar a Billy. Yo debía haber entrado…
—Yo estaba más cerca… —replicó la chica y se interrumpió cuando un
policía le tocó el hombro—. La llevaré al hospital, señorita, necesita
atención. Aquí ya no hay nada que hacer. Y usted también, señora, no
necesita pescar una pulmonía contemplando el incendio. ¿Es la dueña? La
dejaremos en casa de alguien que pueda darle alojamiento mientras se
resuelve este problema.
—Me quedaré al final de la calle —le indicó la señora Willis al oficial y
ya dentro de la patrulla le preguntó a su ayudante—: ¿Y tú, Suzannah?
¿Tienes algún lugar en donde puedas hospedarte?
La chica sostenía la canasta de Horacio sobre su regazo. El gato
apretaba la cabeza contra los alambres y ella lo acariciaba con un dedo.
Contestó con optimismo:
—Sí, estaré muy bien, señora Willis —la pobre mujer ya tenía bastantes
preocupaciones como para que se preocupara por ella.
La sala de urgencias estaba atestada. Suzannah se sentó en una silla y le
indicaron que se le atendería en unos minutos. Mientras las enfermeras
curaban a los heridos de dos accidentes de tránsito, tuvo bastante tiempo
para pensar. No tenía dinero ni ropa, sólo a Horacio, que dormía en su
canasta, a sus pies. Suponía que alguien le diría dónde conseguir una cama
para pasar la noche; una institución de caridad o quizá la policía le
ayudarían. En una celda, quizá… se rió nerviosa y cerró los ojos.
Y así la encontró el profesor Bowers-Bentinck. Lo llamaron para que
diera su opinión sobre una herida grave en el cráneo de un paciente y, al
dirigirse hacia el consultorio, la vio. Estaba hecha un desastre y olía a
humo. Su cabello se había quemado en algunas partes y en otras estaba
cubierto de hollín. Parte de su falda y una manga del suéter estaban
quemadas también y apoyaba su mano herida sobre el pecho, para aliviar el
dolor.
Guy lanzó una maldición en voz baja y el médico que lo acompañaba
trató de calmarlo.
—Creo que viene de la guardería… hubo un incendio… revisamos a los
niños; ninguno está herido, afortunadamente.
—¿Cuándo sucedió eso?
—Hace una hora, señor.
El médico volvió a maldecir y su joven acompañante lo miró
asombrado. El profesor Bowers-Bentinck poseía un lenguaje elegante, rara
vez levantaba la voz y adquirió la reputación de un hombre frío, brillante en
su profesión y muy seguro de sí mismo.
—Conozco a esta joven —explicó—. Quiero que la lleven de inmediato
a la sala de cirugía y que un médico la atienda.
Se recobró cuando un enfermero llevó una silla de ruedas y la transportó
al cuarto piso, aun cargando la canasta del gato.
El médico joven estaba apenas en su periodo de entrenamiento y no
sabía cómo decirle que debía dejar al animal en el corredor. Pero Suzannah,
como si adivinara esas perversas intenciones, apretó el asa de la canasta. No
tenía a nadie en el mundo, excepto a Horacio. Dos grandes lágrimas le
escurrieron por las mejillas.
El profesor, entrando en la sala, con todo lo necesario para curarla, le
entregó los instrumentos al joven médico, sacó un pañuelo y limpió la cara
de la chica.
—Oh, es usted —gimió Suzannah y sollozó.
El profesor apartó la canasta y la colocó sobre el suelo.
—Sí soy yo. No, no te preocupes por Horacio, nadie se lo llevará. Vine
a revisar tu mano antes de llevarte a casa.
Suzannah suspiró, se limpió la nariz y los ojos y replicó:
—No, gracias. Ya me las arreglaré.
Guy no se molestó en contestar. Le desinfectó la mano con delicadeza,
concentrado en esa tarea.
—Creí que era neurocirujano —comentó Suzannah, pensando que
alguien debía romper ese silencio.
—Lo soy, pero aprendí primeros auxilios cuando era estudiante —
repuso.
Terminó la curación y le ordenó, con su voz suave que no admitía
discusiones.
—Espérame aquí, Suzannah, con Horacio. Regresaré en diez minutos.
Lo que fuera que le hizo a su mano, la alivio; el dolor disminuyó y lo
único que deseó fue dormir. Apenas se dio cuenta de la partida de su
benefactor, se durmió. Mientras, el médico residente arreglaba el caos que
Guy había causado.
Despertó cuando regresó el doctor con un enfermero y una silla de
ruedas y aunque trató de protestar, él pareció no notarlo y desapareció de
nuevo.
La ayudó a acomodarse en el Bentley, colocó a Horacio en el asiento
posterior, les dio las gracias a sus ayudantes y puso en marcha el auto.
Suzannah, ya sin mucho dolor y respirando con libertad, revivió.
—Huelo horrible —se quejó—. ¿A dónde me lleva?
—A mi casa. La señora Cobb te cuidará y mañana decidirás qué quieres
hacer.
—¿No le importará que me quede con Horacio?
—Estará encantada de mimarlo.
El cirujano parecía impaciente y la chica no replicó. Una vez que se
repusiera, pensaría en su futuro.
Apenas llegaron a la casa, el profesor se la encomendó a la señora
Cobb, quien movió la cabeza con compasión, le encargó al gato a su marido
y condujo a Suzannah al segundo piso.
—Un baño tibio —enumeró—, un té caliente y luego a la cama.
—¿Té? No tengo idea de qué hora es…
—Pobre niña, está exhausta. El profesor me contó que hubo un incendio
y que usted se quemó. Debió de ser terrible.
Empezó a quitarle la ropa.
—Veré si puedo arreglar la falda y la blusa, aunque no creo poder
hacerles gran cosa. Desde luego, no tiene más ropa, ¿verdad? ¿Salvaron
algo del fuego?
Suzannah se metió en la tina, evitando que su mano vendada se mojara.
—No lo sé —replicó, a punto de llorar.
—Está bien, no se preocupe —se apresuró a advertirle el ama de llaves
—. Le lavaré el cabello.
Más tarde, Suzannah se metió en la cama, se bebió el té y, bajo la
mirada maternal de la señora Cobb, se durmió. Lo último que notó fue que
la cama era suave y sin duda pertenecía a un dormitorio precioso, pero se
sentía demasiado cansada para apreciarlo en ese momento.
Guy regresó a su hogar una hora después y el ama de llaves lo condujo
al cuarto de la chica.
—Verá usted que está bien atendida —le informó—. Estaba exhausta y,
si me lo permite, en un estado desastroso, también.
Se quedaron contemplando a Suzannah, profundamente dormida…
respirando con delicadeza.
—Rescató a un niñito en medio de las llamas —comentó el galeno.
—¡Oh! —Exclamó la señora Cobb—. Pobrecita, me sorprende que no
haya sufrido un ataque de histeria.
—Saldré a cenar, señora Cobb. No me espere. Dígale a su esposo que
cierre si no he regresado a las once.
No pudo cancelar ese compromiso, pero se despidió de sus anfitriones
tan pronto como le fue posible y regresó a la casa justo cuando Cobb hacía
su última ronda.
—Estaré en el estudio, Cobb. Pídale a su mujer que antes de retirarse
vea si la señorita Lightfoot no necesita nada, por favor.
Dio las buenas noches y se sentó ante su escritorio. Debía contestar
varias cartas y terminar una lectura. Casi era la una de la mañana cuando se
levantó para dirigirse a su habitación.
Suzannah, descansada después de dormir, se sentó en la cama y miró a
su alrededor. A la luz de una lámpara con una pantalla rosa, notó que la
sobrecama era de seda, con un estampado de flores. Lo examinó arrobada,
consciente al mismo tiempo de que su mano le dolía y de que tenía hambre.
Trató de volverse a dormir, más no lo logró. Además, si cerraba los ojos,
veía las llamas bajar por las escaleras y recordaba el pánico que la invadió
mientras cruzaba el vestíbulo con el niño en brazos. Se imaginaba la escena
con tanta nitidez que hasta le pareció que olía el humo… El reloj marcó la
una de la mañana. Todos estarían dormidos y la noche le parecía
interminable.
Cerró de nuevo los ojos, haciendo un esfuerzo por dormirse. Los abrió
con rapidez cuando Guy entró en el cuarto.
—¿Hambrienta? —inquirió y se detuvo ante la cama, esperando su
respuesta.
A ella le sorprendió que le preguntaran eso, pero asintió; luego, indagó:
—¿No debería estar acostado?
—Asistí a una cena muy aburrida —le confesó, sentándose en el lecho
—, luego escribí unas cartas y leí. Yo también tengo hambre. ¿Se te antojan
unos emparedados y algo de beber? ¿Chocolate, té, leche?
—Chocolate, por favor.
—Soy excelente preparando emparedados —le aseguró, sonriéndole.
Regresó al poco tiempo, cargando una bandeja con tarros llenos de
chocolate y un plato cubierto de emparedados. La colocó al lado de la cama
y le ayudó a servirse.
—De pollo —identificó un emparedado, se lo ofreció y tomó otro—.
¿Estás bien despierta?
—Sí —su voz fue apenas audible pues ya masticaba su emparedado.
—Perfecto. Escúchame. Te quedarás aquí mañana. No puedes conseguir
empleo con una mano herida. Cuando te alivies, si aún deseas ser
enfermera, veré qué puedo hacer, aunque no creo que ésa sea tu vocación.
—¿Debería seguir enseñando? En una escuela pequeña…
—Piénsalo con calma —le aconsejó—. Lo mejor será que te quedes con
mis tías unos días. No debes apresurarte… después de todo, se trata de tu
futuro.
—No puedo ir a casa de su familia —aceptó otro emparedado y lo
mordió.
—A mis tías les encantará recibirte y puedes ayudarlas recogiendo sus
madejas de estambre y encontrando sus anteojos. Te quieren mucho.
—Es muy amable, pero no puedo molestarlas, como tampoco a usted.
Lamento que sea quien siempre me encuentre —terminó el emparedado y él
le ofreció el tarro de chocolate, que la chica bebió con avidez.
—¿Te duele la mano?
—Pues sí, aunque ahora que ya comí no me duele tanto como antes —
tomó otro emparedado, pero lo volvió a dejar en el plato—. Se me cierran
los ojos… —Guy estudió el tarro vacío con satisfacción—. Puso algo en el
chocolate…
—Desde luego. Necesitas dormir tranquila. Buenas noches, Suzannah.
La joven se recostó, murmuró algo y se durmió.
El médico recogió la bandeja y se quedó mirándola. Su piel aún estaba
pálida, pero su cabello recién lavado le agregaba cierto color. Parecía
mucho mejor que cuando la encontró en el hospital; aun así, no había nada
en ese rostro que atrajera a un hombre. Encogió sus grandes hombros y bajó
la bandeja a la cocina.
Se levantó temprano porque tenía que practicar una cirugía, pero antes
de irse charló diez minutos con la señora Cobb.
—No se preocupe —le pidió su ama de llaves—. Buscaré algo en
Harrods. Talla diez, me imagino. Esa niña es muy delgada.
—Dejo el asunto en sus manos, señora Cobb, pero, se lo ruego, no
escoja un traje gris o café.
—Azul o verde, señor.
Guy salió de la casa y cuando el señor Cobb regresó a la cocina, su
esposa comentó:
—Recuerda mis palabras… el doctor aún no lo sabe, pero está
enamorado de la chica. Hacen bonita pareja y ella será una excelente
esposa. Será agradable que esta casa se llene de niños.
—¿Prediciendo el porvenir, querida? —se burló Cobb con dulzura.
—Quizá, pero no olvides mis palabras…
Le llevó un espléndido desayuno a Suzannah, qué se apoyó contra las
almohadas, mientras recibía una serie de instrucciones.
—Le traeré ropa nueva, señorita Lightfoot, y la ayudaré a ducharse. No
debe mojarse esa mano. El profesor le dejó unas medicinas para que las
tomara si sentía dolor —le sonrió feliz a Suzannah—. Ahora iré a comprarle
ropa.
—No tengo dinero —arguyó la joven.
—No se preocupe, lo pagará el seguro.
La señora Cobb desapareció antes que Suzannah pudiera hacerle
preguntas. Terminó su desayuno y se durmió de nuevo.
Despertó para ver a la señora Cobb parada junto a la cama con una
mirada de total satisfacción.
—Le enseñaré lo que le traje —afirmó, radiante, colocando sus compras
sobre el lecho—. Talla diez… me llevé su blusa. Se lo dije al profesor, es
usted muy delgada —contempló con una cierta envidia la silueta de la
chica, cubierta con uno de los gigantescos camisones del ama de llaves.
Le mostró ropa interior de encaje en pálidos colores, de la que Suzannah
admiraba en los escaparates de las tiendas. Había una falda de lana, de un
brillante azul-verde, con un suéter del mismo tono, dos blusas de seda
marfil y un abrigo; también unos zapatos, pantuflas y un camisón.
La joven los contempló azorada.
—No puedo ponérmelos —afirmó—. No poseo un centavo a mi
nombre; además, nunca tuve algo parecido. Aun con dinero, dudo que…
—No se preocupe, señorita Lightfoot. El profesor ordenó que le
comprara un ajuar para que pasara unos días con sus tías, mientras se
recupera de la impresión del incendio. Sugirió que fuera a Harrods y debo
hacer lo que manda.
—Sí, pero no puedo aceptar un regalo tan caro de alguien que apenas
conozco —gimió Suzannah.
—Pues tampoco puede quedarse en la cama para siempre, ¿vedad? Ni
salir a la calle tal como vino al mundo. Su ropa quedó inservible y creo que
no se dio cuenta de que perdió un zapato.
—¡No me diga! ¿Con quién voy para que me informe qué sucedió con
mi ropa y mis cosas?
—Con el profesor, él se encargará de todo —replicó la señora. Cobb,
convencida.
Así que Suzannah se levantó, tomó una ducha y se vistió, con la ayuda
del ama de llaves. La ropa nueva le quedaba como anillo al dedo, igual que
los zapatos, y, cuando se paró ante el triple espejo del tocador, lanzó un
profundo suspiro.
—Un vestido hace una gran diferencia.
—Desde luego, señorita, y más en azul, que contrasta con el tono de su
cabello. Ya está listo el almuerzo, si quiere, puede bajar.
Suzannah comió y después se sentó en el estudio, con Horacio y Henry
acompañándola. A las seis en punto llegó Guy y la saludó con su voz
calmada. La chica respondió con timidez y trató de expresarle su gratitud,
hasta que él la detuvo.
—Me agrada que te sientas mejor, Suzannah —comentó—. Mis tías
estarán encantadas de recibirte por unos días. Cobb te llevará a la mansión
mañana.
Esas frases secas, además de que no parecía haber notado su traje recién
estrenado, hicieron que la joven se ocultara detrás de una fachada de
exquisita educación. Buscó una excusa para escapar del cuarto pues le
pareció que, aunque el médico le había brindado una hospitalidad generosa,
no deseaba que compartieran una habitación. Pero cuando sugirió que
estaba cansada y deseaba recostarse, el médico comentó que quizá pudieran
cenar juntos sin pelearse.
—Nunca fueron mis intenciones pelearme con usted, profesor. Ha sido
amabilísimo conmigo y le estoy agradecida, aunque debo agregar que me
cuesta mucho trabajo expresarlo.
—¿Por qué? ¿Acaso te cohíbo? —Sonrió un poco—. ¿Te quedó bien la
ropa?
Suzannah se contuvo para no cubrir de elogios las prendas.
—A la perfección, gracias. Si me da la factura, se la pagaré cuando
consiga un empleo.
Asintió con indiferencia y se levantó para servirle una copa. Más
cuando apenas había vuelto a sentarse, Cobb le informó que alguien lo
llamaba. Regresó en unos minutos para anunciarle que debía salir y que no
regresaría a cenar.
—Entonces, me despido, Suzannah. Le pedí al médico de mis tías que te
revise la mano y, mientras te alivias, piensa en lo que harás.
Lo contempló. ¿Cómo demonios conseguiría un trabajo o buscaría uno
si no tenía ni un centavo? No podía comprar ni una estampilla, muchos
menos pagar el transporte al lugar de una entrevista, si tenía la suerte de que
la citaran. Anheló apoyarse en el amplio pecho del médico, pero todo lo que
hizo fue sentarse muy derecha y despedirse en voz baja.
Para su asombro total, él se acercó a la silla, se inclinó y la besó con
violencia, antes de irse.
—Bien —suspiró Suzannah, sin poder pensar con precisión—. ¿Qué
sucederá ahora?
La respuesta la desconcertó. No sucedería nada; ella no lo atraía, lo
molestaba y él consideraba una desgracia que siempre aterrizara ante el
quicio de su puerta. Y, lo que era peor, Suzannah se había enamorado del
médico.
—No sé por qué —les comentó a Horacio y a Henry, pues tenía que
hablar con alguien y no había nadie más—. Es un hombre que siempre está
de mal humor, impaciente y parece odiarme.
Llorar la hubiera tranquilizado, pero Cobb entró en ese momento para
anunciar que la mesa había sido servida y la chica bajó a cenar, sola,
tragándose sus lágrimas junto con los deliciosos manjares. Terminó y, con
la excusa de que estaba cansada, se retiró a su habitación.
—¿A qué hora partimos mañana? —le preguntó a Cobb, cuando le dio
las buenas noches.
—A las diez, para llegar a la hora del almuerzo. Mi esposa ya le preparó
una maleta, y en cuanto a Horacio…
—Oh, ¿supone que a Lady Manbrook le incomode que lo lleve
conmigo? Espero que me permitan quedarme en el apartamento que ocupé
antes…
—No lo podría decir, señorita, pero estoy seguro de que nadie se
opondría a alojar a un gato tan bien educado como el suyo.
—Sí, es un gran consuelo para mí. Gracias a usted y a la señora Cobb
por cuidarlo tan bien.
—Fue un placer, señorita. Henry lo extrañará.
Se metió a la cama pensando en su futuro. Trabajaría como empleada
doméstica, reflexionó. Tendría que posponer la idea de convertirse en
enfermera, pues antes debía ahorrar dinero para que ella y Horacio tuvieran
un lugar donde vivir, lo más pronto posible. Le agradecía a Lady Manbrook
que la invitara a su mansión, pero no se quedaría un día más de lo
necesario. Como se había enamorado del profesor, deseaba apartarse de su
lado cuanto antes. «Ojos que no ven, corazón que no siente», se dijo y
rompió a llorar pensando que jamás volvería a verlo. De alguna manera, le
importaba más que su incierto futuro.
Capítulo 8

M ucho antes que Suzannah bajara a desayunar, al día siguiente, Guy


salió de la casa. Ella comió lo que le sirvieron, recogió a Horacio y,
cuando Cobb puso sus escasas posesiones en el portaequipajes, se metió al
coche.
El trayecto fue más bien silencioso. Suzannah comentó acerca del
clima, el estado del camino y la perfección de los platillos de la señora
Cobb, pero al fin se calló y Cobb, excepto por algún comentario esporádico,
no la molestó.
Pensó en que no volvería a ver al profesor. Le había dicho adiós sin
expresar deseos de encontrarla de nuevo y, aunque estar separada de él era
casi más de lo que podía soportar, intentaba acostumbrarse a la idea. El
destino la había arrojado al camino del médico y él había sido lo bastante
amable para ayudarla; sin embargo, presentía que estaba harto de
encontrarse con ella a cada paso. Una vez que estuviera en la mansión de
Lady Manbrook, se las arreglaría para llamar por teléfono a la señora Coffin
y persuadirla de que le escribiera rogándole que fuera a su casa… ¿un brazo
roto, resfriado, venas varicosas?, inventó Suzannah inquieta, cualquier cosa
con tal de recuperar su libertad. Una vez con la señora Coffin, buscaría un
trabajo, de preferencia a kilómetros de distancia y donde fuera muy
improbable que volviera a ver a Guy. Su plan estaba preparado al llegar a
Ramsbourne, así que se despidió con alegría de Cobb y saludó a su
anfitriona con calma.
Lady Manbrook y la señora van Beuck le dieron la bienvenida,
expresaron admiración ante su heroísmo en el incendio, la compadecieron
porque se había quemado y le pidieron que se quedara en la mansión tanto
como quisiera.
—¿Trajiste a tu gato? ¿No le importará cambiar de casa? Te daremos un
cuarto con una terraza, para que tu minino salga a tomar aire.
Parsons la llevó a un amplio dormitorio, que daba al jardín posterior.
—Me agrada muchísimo volverla a ver, señorita —le dijo—. Todos
estamos muy tristes porque se lastimó la mano. Las señoras no cesan de
lamentarse.
Dobló el cubrecama y colocó la ropa de la joven en los cajones.
Suzannah se quitó el abrigo, se arregló el cabello y examinó el cuarto
mientras Horacio exploraba su nuevo territorio. Decidió cuál era la silla
más cómoda, se subió a ella y se durmió, dejando que su ama bajara al
estudio a beber un vaso de jerez con las ancianas, antes de la comida.
No tuvo oportunidad de llamar a la señora Coffin ese día, ni al
siguiente. Hubiera sido sencillo caminar hasta el pueblo y llamarla de ahí,
pero no tenía dinero ni idea de cómo conseguirlo. Se pasó horas tratando de
ingeniárselas para obtener unas monedas, lo suficiente para comprar una
estampilla, pero ningún plan le pareció lógico para llevarlo a cabo.
Tampoco tenía algo que vender…
La vida era muy agradable en Ramsbourne, se movía con una lentitud
que tranquilizaba los nervios de la chica. Sus mejillas recobraron su color,
su mano lastimada sanó y su cabello creció de nuevo con un brillo más
intenso. Pero esas maravillas no podían durar, se dijo. En dos días más, se
prometió, hablaría con Lady Manbrook, le explicaría su situación y le
pediría dinero prestado. Pero antes trataría de llamar a la señora Coffin para
asegurarse de que la ayudaría.
El profesor tuvo una semana muy difícil, lo que quizá disculpaba su
impaciencia y sus largos silencios. La señora Cobb, al notarlo, movió la
cabeza con satisfacción, señalándole a su esposo lo que ella le había
pronosticado.
El chofer replicó que imaginaba cosas, pues el profesor no había
insinuado que deseara ver a la señorita Lightfoot de nuevo. Lo cual era
cierto, mas pensaba mucho en ella, sin desearlo. Su pequeña imagen bailaba
ante los ojos cansados del médico, recordándole que había dejado su
recuerdo en esa casa. Le costó un gran esfuerzo no comunicarse con sus tías
para preguntar por la salud de la chica, pero decidió esperarse dos semanas
y, mientras tanto, trataría de conseguirle un empleo. No había razón para
que lo hiciera, pero pensar que la chica tendría que empezar de nuevo lo
preocupaba sin cesar. Se sentó ante su escritorio, considerando el problema;
lo más probable era que él terminara adoptando a Horacio y que Suzannah
se fuera al otro lado del país. Frunció el ceño; la idea no le gustaba.
Revisó unos papeles y luego los apartó, sumido en sus cavilaciones, que
se interrumpieron cuando Cobb llamó a la puerta, pero éste no logró
anunciar a quién buscaba a Guy porque Phoebe lo empujó para pasar.
—Guy, querido, hace siglos que no nos vemos… Vine a Londres de
compras y pensé que te gustaría invitarme a salir… a cenar —le hizo un
gesto a Cobb, quien la observaba con desaprobación, y se acercó más al
médico—. Tu criado me dijo que estabas ocupado, mas tú nunca estás
demasiado ocupado para privarte del placer de platicar conmigo, ¿verdad?
—Está bien, Cobb —dijo el galeno, poniéndose de pie. Le acercó una
silla a su visitante—. Me diste una sorpresa, Phoebe. Me temo que hoy no
podré llevarte a cenar. Estoy muy atrasado en mi trabajo.
La chica hizo un mohín delicioso.
—Oh, Guy… estaba tan segura de que me complacerías —observó su
rostro severo y cambió de táctica—. De cualquier modo, te daré las últimas
noticias. Mi tío se mantiene en forma, aunque le agradaría que lo
visitaras… ven a pasar con nosotros un fin de semana. He hecho algunos
cambios. El viejo Toms no los aprueba, pero ¿a quién le importa lo que
piense? Necesitamos que alguien más joven tome su lugar; me gustaría
encontrar una excusa para reemplazarlo. Lo cual me recuerda… vi algo en
la televisión acerca de un incendio en una guardería y a la pelirroja que
corrí del solar. No le afectó que le quitara su trabajo, ¿verdad? Ese tipo de
gente siempre se las arregla para sobrevivir. —Guy no hizo ningún
comentario y Phoebe prosiguió—: Tenía un pésimo aspecto.
El médico se apoyó en el respaldo de la silla y metió las manos en los
bolsillos de su pantalón.
—Tienes razón —asintió—. Acababa de lanzarse en medio de las
llamas para rescatar a un niño. Se quemó la mano y la encontré en el
hospital esperando a que la atendieran.
—¿La viste? —Lo interrogó Phoebe con rapidez—. ¡Qué interesante!
—Más que interesante, patético o, si lo prefieres, extraordinario —
ignoró la mirada sorprendida que le lanzó Phoebe—. Por el momento se
hospeda con Lady Manbrook hasta que se recupere.
Habló en voz baja, pero algo en su tono hizo que la chica frunciera el
ceño y comentara:
—Pareces muy preocupado por ella; después de todo, es sólo una
pordiosera del pueblo.
—Una muchacha muy especial, Phoebe —la corrigió el cirujano—. Y
ahora, si me disculpas, tengo que trabajar.
Phoebe se puso de pie, abrió la puerta y esperó para que él la
acompañara a la salida. Lo miró por un momento, esbozando una sonrisa.
—Bueno, espero que se alivie y que encuentre un empleo conveniente.
Apuesto a que te sorprendió encontrarte con ella tan inesperadamente.
Parece muy romántico meterse en un incendio y salvar a un niño; no es de
extrañarse que la consideres muy especial…
Aunque sonreía, sus ojos permanecieron fríos. No cometió el error de
besarlo, sino que le ofreció la mano y añadió con alegría:
—No te olvides de visitar al tío William… hasta luego.
Como en ese instante pasaba un auto de alquiler, el médico extendió una
mano para detenerlo, cruzó la calle con la joven, la ayudó a abordar el
vehículo y después regresó a la casa y a su escritorio. Se quedó ahí sin
hacer el intento de trabajar, y cuando Cobb le anunció que la cena estaba
servida, bajó al comedor.
—Estaré ausente este fin de semana, Cobb —le informó—. Lo pasaré
con Lady Manbrook.
Era una noticia tan importante, que Cobb se la trasmitió a su esposa casi
de inmediato.
Guy efectuó el trayecto en una mañana con cielo nublado y mucho
viento. Decidió interrumpir el viaje y comer en el camino, pues recordó que
sus tías tenían la costumbre de dormir una siesta, lo cual significaba que
Suzannah estaría sola. No comprendía por qué estaba ansioso de verla;
suponía que la consideraba su responsabilidad y sentía que debía ayudarla
de algún modo.
Snow abrió la puerta cuando Guy llegó a la mansión, tomó su abrigo y
le dijo que las señoras descansaban en sus habitaciones, pero que la señorita
Lightfoot se hallaba en el estudio, y lo guió a través del vestíbulo.
—No me anuncie —le pidió el profesor y abrió él mismo la puerta.
Suzannah estaba sentada ante la chimenea, con Horacio sobre el regazo
y la cabeza llena de planes para conseguir dinero. Se volvió al ver que la
puerta se abría y, en cuanto descubrió al médico, expresó en voz alta lo que
estaba pensando.
—¿Me podría prestar una libra?
Él se sorprendió, pero no lo demostró; sus labios temblaron en una
sonrisa, más su voz permaneció firme.
—Desde luego —buscó en sus bolsillos algunas monedas y le ofreció
un par—. Aunque sería mejor que te quedaras con dos libras, podrías perder
una.
—Le pagaré tan pronto como encuentre un empleo —observó su leve
sonrisa y se sonrojó—. Lo siento, debe creer que estoy loca, pero pensaba
que si tuviera dinero podría llamar por teléfono, tomar un autobús o hacer
algo; no tiene idea de lo terrible que es no poseer ni un centavo.
—Fue mi culpa… no me fijé en ese detalle. Te pido perdón.
—Oh, no lo culpo, de verdad, ya ha hecho tanto por mí que debo
resultarle molesta.
—No me molestas, Suzannah —replicó, acercándosele—. En realidad,
me he dado cuenta de que te extraño…
Una enorme ola de amor estremeció al corazón de la chica, pero
mantuvo su expresión tranquila.
—Como un dolor de muelas —bromeó.
—¿Estás contenta aquí? —le preguntó, después de reírse—. Ya veo que
tu mano está mejor. Si tienes un poco de paciencia, haré que te acepten en
un hospital para que te gradúes como enfermera.
Mientras hablaba, intuyó que no cumpliría su promesa, pues deseaba
influir de una manera radical en el futuro de la chica y obligarla a que
dependiera de él. Nunca creyó que lo rechazara.
—Es muy amable, pero prefiero trabajar en una casa, en el campo. Me
gustaría irme a Escocia o, si no me queda más remedio, a Yorkshire… a
kilómetros de distancia.
A Guy le sorprendió la desolación que lo invadió ante esa noticia.
—Un largo viaje para Horacio —fue todo lo que dijo.
—Sí, pero una vez que lleguemos, ahí nos quedaremos.
—¿Así que quieres empezar de nuevo, Suzannah? ¿Una nueva vida, con
nuevos amigos?
—Oh sí, sí —asintió—. No sabe cuánto anhelo eso.
El profesor la observó, sentada ante él, con las manos acariciando el
pelaje sedoso del gato. No era una belleza, pero poseía algo que la mayoría
de las mujeres que conocía no tenían: encanto, una cierta suavidad que
ocultaba su espíritu independiente. Y lo más bellos ojos que jamás había
visto. Hasta ese momento, se sintió satisfecho con su vida, más de pronto le
pareció que su vida ya no sería igual si Suzannah se iba. Lo que creyó que
era una preocupación natural por una muchacha sola, sin parientes que la
ayudaran a ganarse el pan, se convirtió en algo más, en algo que no quería
nombrar hasta estar seguro. Y, al parecer, ya no tendría necesidad de
esperar, pues la chica habló con una enorme convicción; quería irse, lejos,
demasiado lejos, y el hecho de que no volvería a verlo ni siquiera le había
pasado por la mente.
Como era un hombre paciente y ya se había decidido, no la contradijo,
para salirse al final con la suya.
—Veamos —comentó con soltura—, creo que algún lugar de York te
convendría muchísimo… ¿conoces la ciudad?
Empezó a hablar acerca de esa parte de Inglaterra, sin mencionar el
futuro de Suzannah, y aún no terminaba cuando sus tías se reunieron con
ellos para tomar el té.
Suzannah, ya en su habitación, maquillándose y peinándose para la
cena, se dijo que no le interesaba al médico, que sólo le provocaba una leve
preocupación y que, en cuanto a esa visita, de seguro pasaba ahí los fines de
semana con frecuencia. Resultó maravilloso volver a verlo, mas debía irse
cuanto antes, para que él no le ofreciera encontrarle otro empleo. Si se
hallaba a kilómetros de distancia, su vida sería más fácil. No lo creía, pero
sonaba lógico.
La velada transcurrió agradable, como siempre. Las ancianas
discutieron de arte, de las reparaciones de la iglesia y de que quizá le
encomendarían a un experto la restauración del tapiz del cuarto de costura.
El profesor se mostró interesado por cortesía, pero a ratos contemplaba a
Suzannah con la mente en otras cosas y, cuando sirvieron el café, le pidió a
la chica que lo acompañara a la mañana siguiente a su casa.
—Necesito revisar el techo del granero —le explicó—, y será un
agradable paseo.
Hubiera resultado extraño que ella se negara, así que aceptó con calma y
le preguntó en dónde estaba la casa.
—Nací en Great Chisbourne y conservo la casa de mis padres —
contestó—. Estoy seguro de que te gustará.
Le hubiera fascinado una cueva si él hubiera nacido ahí, pero se
contentó con asentir:
—Yo también.
Salieron después del desayuno, durante el cual Guy charló de cosas sin
importancia, mientras devoraba su comida con un apetito voraz. Suzannah,
confundida por sus sentimientos, picoteó sus huevos revueltos y bebió
varias tazas de café, tratando de contestar a ciertas preguntas cuando era
necesario. Se hallaba en un estado de euforia ante la idea de pasar varias
horas con el médico, así que se distraía con facilidad.
El tiempo no había mejorado desde el día anterior; Guy condujo con
rapidez, disminuyó la velocidad al pasar por Marlborough y después tomó
una desviación para atravesar un bosque y llegar a Great Chisbourne. La
calle principal del pueblo era amplia y estaba bordeada de viejas casas; el
profesor se estacionó ante la última.
La construcción era de ladrillos rojos con un techo de dos agua. La
rodeaban extensos jardines que en ese día gris alegraban la vista.
Se dirigieron hacia la puerta principal, que fue abierta por una mujer
regordeta, de cabello blanco y ojos redondos. El médico la saludó con un
abrazo y un beso y luego se volvió hacia Suzannah.
—Ésta es Trudy, mi vieja nana; vive aquí y me cuida cuando vengo.
Suzannah le estrechó la mano, consciente de que la señora la estudiaba
con curiosidad, pero sin malicia.
—Preparé café —dijo Trudy—. Le mostraré dónde puede dejar su
abrigo, señora Lightfoot, y usted señor Guy, cuelgue el suyo en el
guardarropa.
Se llevó a Suzannah para mostrarle un armario, al final del vestíbulo, y
cuando regresaron, Guy silbaba, apoyado contra la pared. El vestíbulo era
tibio y acogedor, con una gruesa alfombra turca en el centro y sillas al lado
de una mesa. La decoración del cuarto consistía en un jarrón enorme de
jacintos, que alegraba los ojos, pero lo que más la deleitaba era la vista del
galeno.
El cuarto al que se dirigieron era largo, abarcaba desde el frente hasta la
parte posterior de la casa, con un techo de vigas y una enorme chimenea,
flanqueada por grandes ventanales. El suelo estaba muy bien pulido y varias
alfombras de seda daban un toque de color a la madera. Los muebles eran
unos cómodos sofás y sillones de caoba. De las paredes colgaban cuadros
espléndidos, con marcos dorados, casi todos retratos. Suzannah esperó
poder inspeccionarlos a sus anchas más tarde.
Se sentaron ante el fuego, bebieron café y, una vez más, Guy impidió
que la conversación abarcara temas profundos. Quizá era mejor así,
reflexionó Suzannah, pues de otra manera quizá dijera más de lo que
convenía. Pero de cualquier modo se divirtió y descubrió que, cuando el
médico estaba a su lado, nada más le importaba, ni siquiera el hecho de que
no tuviera dinero, ropa o un futuro seguro. Decidió, mientras estaba sentada
ahí, que gozaría cada minuto del día y no se preocuparía por nada.
Poco después Trudy los invitó a pasar al comedor, de estilo Jacobino,
con una larga mesa labrada y elegantes sillas de la época de Guillermo y
María. Cortinas de terciopelo rojo adornaban las ventanas y sobre el dintel
de la chimenea había un platón de fruta.
Trudy era una excelente cocinera; nada de la nouvelle cuisine, sino
alimentos simples y sustanciosos. Tartaleta de queso, filete con salsa de
ostión, champiñones, papas al horno y, como postre, un delicioso budín.
—Me atrevo a decir que viene aquí tan seguido como puede —comentó
Suzannah, mientras Guy le servía el café.
El profesor la había observado saborear la comida con deleite medio
disimulado.
—Tienes razón. Cuando me case me propongo venir aquí cada fin de
semana; ésta es, después de todo, mi casa y quiero que mis hijos crezcan en
ella.
—¿Se va a casar, profesor? —inquirió, un poquito mareada por el vino.
—Desde luego. ¿Te gustaría ver los jardines antes que oscurezca?
Si ésa no era una indicación para que no se metiera en lo que no le
incumbía, no sabía cómo catalogarla, pensó Suzannah.
Se puso su abrigo y se encontró con él en el vestíbulo. Aun en la mitad
del invierno los jardines eran muy hermosos. Los senderos estaban
bordeados de arbustos y árboles y en el verano los rosales seguramente se
cubrían de color.
—¿Te gusta? —preguntó el galeno.
—Es un paraíso —declaró Suzannah—. No entiendo cómo puede
soportar estar lejos de este sitio.
—Casi todos los fines de semana logro escaparme —le indicó—. No
estamos lejos de la carretera principal y de ahí a Londres no hay demasiado
trecho.
Se moría por preguntarle si cuando se casara viviría en Londres, si se
reuniría con su familia los fines de semana, y él, como si le hubiera leído la
mente, comentó:
—Desde luego, mi esposa y mis hijos tendrían que dividir su tiempo
entre Londres y esta casa…
—De acuerdo, pero cuando los niños empiecen a ir a la escuela, será un
problema —le indicó, seria.
—Ah, entonces viajaré a la capital todos los días —le sonrió—. Hay un
laguito encantador al final del jardín. ¿Lo vemos?
No le permitiría descubrir su vida privada. Se sonrojó ante la
posibilidad de que él considerara que era una entrometida. Contestó con
brevedad:
—Claro que sí. ¿Qué tan grande es el jardín?
—Unas dos hectáreas… tiene un huerto allá atrás —la tomó del brazo
—. También adopté un par de asnos; nadie los quería, así que les permití
gozar su vejez…
—Oh, qué agradable. Les encantarán a sus hijos, cuando los tenga.
—Excelente idea. ¿Te aburres con mis tías, Suzannah?
—¿Aburrirme? ¡Qué absurdo! Me siento en el edén sin que nadie me
moleste. Pero debo encontrar un trabajo. Ahora que tengo dinero, iré a
Marlborough a comprar un periódico y veré los anuncios de empleos.
Se detuvo, aun tomándola por el brazo, y ella lo imitó.
—Ah, sí, me preguntaba si accederías a quedarte en Ramsbourne unos
días más; estoy seguro de que te conseguiré algo adecuado.
Era lo último que ella deseaba. Debía alejarse a cualquier costo.
—Ya me decidí a irme de aquí —afirmó.
—¿Por qué?
—Pues… —Palideció—. Será un buen cambio.
—Tienes otra razón —respondió con tersura—, pero no me la
confesarás, ¿verdad, Suzannah?
—No, no lo haré, si no le importa.
Él asintió y volvió a caminar.
—¿Vemos los burros?
—Sí, por favor. ¿Quién los cuida cuando usted no está?
—El sobrino de Trudy. Nació y se crió en el pueblo. Trudy además tiene
sobrinas y primas y, entre todas, me atienden.
Abrió una pequeña reja y entraron a un pesebre. Le señaló una alta
barda de madera, coronada de enredaderas.
—El huerto está de aquel lado; por allá se llega al garaje. El techo que
se distingue más allá es del granero. Te lo enseñaré en un momento.
Los burros pastaban, contentos. Eran viejos, pero bien cuidados y
caminaban por donde les placía. El profesor sacó unas zanahorias de una
caja y se las dio.
—Éste es Joe… y ésta, Josephine.
Se quedaron un rato con las tranquilas bestias y luego fueron al huerto.
Junto a la barda crecían duraznos y perales. También había un invernadero
con vides alrededor.
—Ha existido durante siglos —bromeó el profesor—. Sacamos buenas
uvas de ahí.
En el huerto había hileras de coliflores, coles, rábanos y berros. El
galeno pasó algún tiempo examinando todo, lo cual sorprendió a Suzannah;
cualquiera hubiera dicho que ya tenía suficiente con la consulta externa y
las operaciones.
—¿No se cansa? —le preguntó—. Quiero decir, después de una semana
difícil en el hospital, yo creería que al venir aquí preferiría descansar…
—Ah, pero ésta es la vida que amo. Valoro mi trabajo pero, en el fondo,
soy un campesino. Me considero afortunado por tener lo mejor de dos
mundos.
Como oscurecía, volvieron a la casa. Guy le quitó el abrigo y Trudy
salió de la cocina con la bandeja del té.
—Horneé panecillos, señor Guy —le dijo al pasar frente a él—, un
pastel de chocolate y unos emparedados, con su aderezo predilecto.
Suzannah, sentada de nuevo frente al fuego, no podía pensar en una
tarde invernal más deliciosa que aquélla, contemplando las llamas y
escuchando al médico hablar de temas generales.
Deseó permanecer ahí para siempre, envidiando, desde el fondo de su
corazón, a la mujer que sería su esposa. Lo miró de reojo, tenía las largas
piernas estiradas y la cabeza del perro cerca de sus pies. A la luz de la
chimenea se veía más atractivo que nunca. Recordó la primera vez que lo
encontró en el solar, sus pupilas heladas… Sus ojos la acariciaban en ese
momento, sin rastro de su anterior frialdad, así que ella frunció un poco el
ceño.
—Creo que debemos regresar a casa de mis tías. Nos esperan para
cenar.
Suzannah se levantó con el vago presentimiento de que iba a decirle
otra cosa y que cambió de idea.
—Fue un día precioso; gracias por invitarme —murmuró breve.
El cirujano se dirigió a la puerta, sin apresurarse, y la mantuvo abierta.
—Regresaré aquí muy pronto, pues le prometí a Phoebe que iría a
examinar a Sir William; está bastante preocupada por él. A propósito,
preguntó por ti.
—¿Por mí? —inquirió Suzannah, sorprendida—. ¡Qué amable!
—Lo dudo —comentó el profesor y la siguió al vestíbulo. El médico
dejó Ramsbourne House después de cenar y, luego de despedirse de sus tías
invitó a Suzannah a que lo acompañara fuera de la casa. Lo obedeció,
pensando que quizá jamás volvería a verlo pues planeaba estar muy lejos
cuando él regresara. En la puerta, Guy se volvió para verla de frente y le
puso las manos sobre sus frágiles hombros.
—La próxima vez que te visite arreglaremos lo que respecta a tu futuro,
de una vez por todas. No más empleos que no conduzcan a ninguna parte…
conseguiremos algo permanente.
Se inclinó, la besó con pasión y se fue antes que ella pudiera pronunciar
palabra.
Su beso la estremeció de tal manera que no recordó sus palabras hasta
mucho después, a medianoche. Había dicho «algo permanente», pero quizá
se refería a un lugar donde pudiera verlo y estaba decidida a evitarlo a
cualquier costo. Antes había mencionado el entrenamiento para enfermera y
quizá había hablado con alguien del hospital donde trabajaba para que la
aceptaran, pero tampoco eso resultaría.
—Debo decidir mi futuro yo misma —le dijo a un somnoliento Horacio
—, sin ataduras —y permaneció despierta hasta el amanecer, planeando
cómo resolver su vida.
Al día siguiente, mientras las señoras dormían su siesta, Suzannah se
dedicó a escribir un anuncio en «La Mujer», un periódico semanal de la
localidad, lo cual fue posible porque Snow le entregó un sobre con
cincuenta libras esa mañana, diciendo que el profesor le había ordenado que
se lo subiera en cuanto la joven despertara. En la nota que garabateó el
médico le rogaba aceptar el dinero; «me lo pagarás más tarde», añadió, para
tranquilizarla.
No quería aceptarlo, pero con ese dinero podía hacer muchísimas cosas,
no sólo anunciarse, sino asistir a las entrevistas que concertara.
Estaba pasando su anuncio en limpio cuando Snow se presentó en la
habitación caminando de puntillas.
—La señorita Davinish está en la puerta. Quiere verla; le expliqué que
las señoras duermen, pero ella insistió en que es a usted a quien quiere ver.
—¿A mí? —Suzannah casi brinca por la sorpresa. Quizá la señorita
Davinish venía a ofrecerle su puesto de guía de nuevo… o quizá se había
desocupado la cabaña y podía alquilarla, pero se ubicaba demasiado cerca
de la casa del profesor…— Gracias, Snow. Dígale que pase. ¿No le
importará a Lady Manbrook?
—Desde luego que no, señorita. Conoce a la señorita Davinish.
Phoebe entró en el cuarto con el aire de una persona que se siente como
en su casa. Se detuvo un momento cerca de la puerta, estudiando a
Suzannah, quien se quedó parada, titubeante, al lado de la mesa.
—Hola —la saludó Phoebe—, estoy de paso hacia mi casa y me pareció
que era una buena oportunidad para pasar a visitarte —se sentó
desabotonándose su abrigo de piel—. Apuesto a que te preguntas por qué
quise verte.
—Sí, es cierto.
Phoebe sonrió, mirándola con fijeza.
—¿Vino Guy… el profesor Bowers-Bentinck a verte este fin de
semana?
—No a mí en especial. Vino a visitar a sus tías.
—Oh, a mí me dio la impresión de que venía a verte —continuó
Phoebe, sin alterarse—. Lo preocupas, piensa que debes conseguir un
trabajo permanente… —hizo una pausa para observar la reacción de
Suzannah y sonrió cuando ésta respondió:
—Pues sí, me aseguró que le gustaría que me quedara aquí y que
pensaba que ya surgiría algo…
—¿Te contó que nos íbamos a casar? —Inquirió Phoebe y notó cómo el
color abandonaba las mejillas de Suzannah—. No, creo que no. Desde
luego, lo entiendo… revelas con demasiada facilidad tus sentimientos y a él
no le gusta herir a las personas.
La chica no contestó; permaneció sentada escuchando a Phoebe.
—Pues verás, tuvimos una idea espléndida. Necesitaremos aumentar
nuestra servidumbre, así que le sugerí que te contratáramos como una
especie de secretaria… ya sabes, para contestar el teléfono, escribir notas,
tomar los recados de Guy, ayudar en lo que se ofrezca. Tendrá tu propio
cuarto, desde luego, y el salario…
Así que ése era el trabajo que el profesor planeaba ofrecerle, pensó
Suzannah, y nada le pareció más imposible de aceptar. Deseó poder gritar
de rabia y dolor y arrojarle algo a la joven que estaba frente a ella; sin
embargo, dijo con voz tranquila:
—Muy amable, señorita Davinish. Me tomó por sorpresa, pues no era lo
que tenía en mente…
—Oh, ¿y qué era lo que tenías en mente?
Phoebe fingió cierta amistad; su estratagema funcionaba como lo había
imaginado. Supuso que Suzannah rechazaría el empleo; no era la clase de
chica que deja que un hombre sepa que lo ama… antes prefiere poner tierra
de por medio.
—Irme de inmediato, lo antes posible.
—Me atrevo a decir que es una buena idea, después de todo, aunque
Guy hubiera querido ayudarte. Necesitarás dinero.
—Gracias, tengo suficiente —replicó Suzannah, pensando en las
cincuenta libras.
—Avísanos si necesitas algo —le pidió Phoebe, levantándose y
abotonándose el abrigo—. A Guy le encanta ayudar a los perros apaleados a
encontrar refugio.
Suzannah también se puso de pie y colocó a Horacio en el suelo. El gato
había estado contemplando con fijeza a Phoebe y de repente corrió hacia
ella y le clavó las garras en las medias, rasgándoselas.
Phoebe se volvió y le lanzó un puntapié, pero para ese entonces el gato
ya se había escondido debajo de la mesa.
—Maldito animal —gritó—, me arruinaste mis medias y creo que
también mi abrigo. Eres una mascota estúpida… —Fulminó a Suzannah
con la mirada—. Deberías mandarlo a matar… ya me las pagarás.
Salió hecha una furia, pasó frente a un atónito Snow y cerró la puerta
con fuerza.
—¿Qué sucedió? —inquirió el mayordomo.
—Horacio la rasguñó, Snow. —Suzannah se agachó a acariciar al
minino que parecía incapaz de romper un plato—. Quiere que lo mande
matar.
El criado se permitió un leve cambio en su expresión.
—Nunca conocí a un animal más dócil, señorita. Es un gato encantador,
si me permite expresar mi opinión.
Cuando se fue, Suzannah se sentó con el gato sobre sus rodillas.
—No te culpo, Horacio —le susurró—. Si yo tuviera garras, hubiera
hecho lo mismo.
El minino se acurrucó, ronroneando satisfecho, y no pareció notar que
su ama le mojaba la cabeza con sus lágrimas.
Capítulo 9

S uzannah tuvo tiempo de ir al pueblo a enviar sus cartas por correo a la


revista y el periódico que había escogido. Dejó a Horacio durmiendo
ante la chimenea, se puso su ropa para salir y caminó de prisa hasta la
tienda que tenía una pequeña oficina de correos anexa. La tienda estaba
llena de gente y la señora Maddox, la única dependiente, discutía las
cualidades del tocino con un cliente. Suzannah caminó hasta el rincón
donde estaban los diarios y, una gran variedad de revistas para que las
hojearan los visitantes. Tomó el periódico matutino. Lo volvió a dejar en su
lugar y sus ojos se posaron en el tablero que colgaba de la pared. Estaba
lleno de anuncios: adolescentes que se ofrecían para recoger berros, una
carriola para bebé en venta, gatos que pedían ser adoptados, guapa viuda
requería a un caballero para que la sacara a pasear y, en medio de muebles,
abrigos de invierno y podadoras en venta, Suzannah descubrió algo que le
interesó. Estaba escrito con tinta negra y subrayado dos veces. Necesitaban
a una muchacha de emergencia, temporal, hasta que la nana se recobrara de
su enfermedad. Sería responsable de dos niños pequeños y un bebé. Había
un número de teléfono y un domicilio en Avebury.
Suzannah no perdió tiempo. Cruzó la calle y se metió en la caseta
telefónica tan pronto como se lo permitieron sus piernas; entonces recordó
que no tenía monedas. Perdió diez preciosos minutos en la tienda
cambiando un billete, pero al fin pudo comunicarse con la señora Coffin. La
señora escuchó lo que Suzannah tenía que decir y luego se quedó callada
por tanto tiempo que la chica bailaba de impaciencia. Por fin respondió con
su agradable acento campesino:
—Está bien, querida, si consigues ese trabajo me quedaré con Horacio,
pero no más de una semana o dos.
Suzannah dejó escapar un suspiro de alivio, le dio las gracias, colgó y
en seguida volvió a levantar el auricular para marcar el número telefónico
del anuncio. Una voz nerviosa le contestó y cuando la joven preguntó si el
puesto ya estaba ocupado, la mujer empezó un relato acerca del bebé
enfermo, los niños mayores que se habían comido el pastel que la cocinera
acababa de hornear; terminó diciendo que los hombres de la mudanza
llegarían al día siguiente. Suzannah esperó a que tomara aliento y preguntó:
—Entonces, ¿puedo ir a verla? Quizá pueda ayudarla.
—¿Cuándo vendrá?
Suzannah observó el reloj de la iglesia a través del cristal de la caseta
telefónica.
—No estoy segura de cuándo pasan los autobuses. Me encuentro en
Ramsbourne, St. Michael…
—Mandaré al jardinero a que la recoja. ¿En qué calle?
Suzannah se lo dijo y añadió:
—Después de la entrevista, deberán regresarme al mismo sitio, si es
posible.
—De acuerdo. El jardinero llegará en unos minutos. Sólo queda a uno o
dos kilómetros de distancia.
El viejo que la recogió en una camioneta era parco de palabras, aunque
no se mostró hostil. A un kilómetro de distancia del pueblo, tomó un
camino secundario y se detuvo ante una casa descuidada, sin cortinas en las
ventanas y con la puerta abierta a pesar del frío. Había una cajas llenas de
cosas rotas en el jardín y alguien martilleaba con energía.
Suzannah bajó de la camioneta, le dio las gracias al chofer y llamó a la
puerta aunque ésta estaba abierta.
Una voz que surgía de algún lugar de la casa le suplicó que entrara y la
joven caminó entre maletas abiertas y sillas patas arriba.
La cocina era una habitación agradable, tibia y cómoda y, en ese
momento, estaba llena de personas. Dos niños pequeños sentados ante la
mesa, bebían té, una mujer de edad avanzada lavaba verduras y la dueña de
la voz se hallaba sentada en una mecedora, con un bebé en los brazos.
—Disculpe el desorden. Nos estamos mudando —agregó, sin necesidad
—. Desde luego, a la nana se le ocurrió enfermarse de varicela cuando más
nos hacía falta. ¿Es usted fuerte? Los niños son terribles. ¿Tiene
referencias? ¿Vive cerca? No recuerdo haberla visto. A propósito me llamo
Meredith. Mi marido ya está en York… compramos una casa allá, pero no
puede regresar a darme una mano. No sabe lo que le pasó a la nana.
Como parecía que no había necesidad de contestar a ninguna de las
preguntas, Suzannah recogió una rebanada de pan con mantequilla, que uno
de los niños arrojó al suelo y esperó con paciencia. Cuando la señora
Meredith terminó de hablar, le dijo:
—Mi nombre es Suzannah Lightfoot. Viví mucho tiempo en
Marlborough, con una tía. Ella murió hace poco y busco un trabajo
temporal, antes de decidir lo que haré.
—¿Cuándo puede empezar a trabajar para nosotros? Mañana nos
mudamos. Supongo que tiene quién la recomiende.
Suzannah le dio los nombres de la señora Coffin y del doctor Warren.
—¿Y cuándo puede empezar? —Insistió la señora Meredith—. Le
advierto que esto será espantoso… la nana tardará dos semanas en
recuperarse y yo no puedo con los niños —sonrió de repente—. El salario
es muy bueno, desde luego, y le pagaremos su pasaje de regreso.
La mujer era muy bonita y no estaba acostumbrada a encargarse de las
tareas domésticas y los niños, pensó Suzannah; le simpatizaron.
—Si acepta mis referencias, vendré mañana, antes de la mudanza. ¿Le
parece bien?
—Mi querida muchacha, no tiene idea del alivio que me proporciona
que alguien se encargue del bebé y los niños. ¿Puedo llamarle por teléfono?
Suzannah le dio el número de la señora Coffin; lo menos que supiera
Lady Manbrook de ese asunto, mejor, en caso de que el profesor preguntara
por ella. No quería engañar a la anciana, pero no le quedaba otro remedio si
quería desaparecer por completo.
El viejo jardinero la llevó al pueblo y durante el trayecto reflexionó en
su buena suerte. También tuvo tiempo de preocuparse por las mentiras que
le contaría a Lady Manbrook; como era una chica sincera por naturaleza, le
molestaba recurrir a esa clase de estratagemas, pero resultaban inevitables si
no deseaba que el profesor se enterara de su paradero.
Le agradeció al viejo su molestia, caminó hasta la mansión y esa noche
les explicó a sus anfitrionas que, a la mañana siguiente se iría a cuidar a una
amiga enferma en el pueblo. Habló con titubeos, pero las señoras pensaron
que estaba preocupada por la enfermedad de su amiga y, como ambas tenían
la vista deteriorada, no descubrieron la expresión de culpabilidad en la cara
de Suzannah.
Con sus pocas posesiones y Horacio en su canasta bajo el brazo, abordó
el autobús por la mañana, después de haberse despedido de las ancianas. No
le dijo a nadie a dónde iría y nadie se lo preguntó; que provenía de un
pueblo cercano era del conocimiento común, pero el nombre del lugar
jamás había sido mencionado. El autobús estaba medio vacío y ninguno de
los pasajeros la conocía. Se sintió cada vez más segura a medida que se
acercaba a la casa de la señora Coffin.
Sólo se quedaría un par de días, pagándole a la señora la modesta suma
que le pidió por darle hospedaje.
—Y le pagaré por la comida de Horacio antes de irme —le prometió
Suzannah—. La señora Meredith me contrató por dos semanas a lo sumo,
así que le encargaré al gato, si no es molestia.
—Claro que no, cariño, no me molesta en lo más mínimo, ni tampoco al
perro, aunque mi gato se pondrá celoso —se rió un poco y fue a atender a
un cliente, dejando a Suzannah a solas para que instalara a Horacio junto a
la chimenea y desempacar sus cosas.
Odiaba decirle adiós a Horacio, que había llevado una vida de
trotamundos en el último mes; el minino le lanzó una mirada de reproche
cuando le acarició la cabeza.
—No te preocupes —le rogó la señora Coffin—, yo lo cuidaré, y ya
verás, conseguirás un empleo cuando regreses.
Suzannah la abrazó con ternura.
—No le diga a nadie dónde estoy —le pidió.
—Nadie me lo preguntará, ¿no es cierto?
—No, desde luego que no —respondió Suzannah, inclinando la cabeza.
Esta vez el jardinero la recogió en Marlborough y cuando la dejó en la
casa observó que ésta se encontraba en un caos total; dudó que la mudanza
pudiera efectuarse a tiempo.
—La señora no puede arreglárselas sin la nana y sin el señor, los niños
hacen lo que quieren.
Cuando la chica entró, vio que la casa estaba convertida en un desorden
increíble; la señora Meredith había contratado a dos mujeres del pueblo
para que la ayudaran a vaciarla, la cocinera, furiosa, golpeaba cacerolas y
sartenes, mientras declaraba que renunciaría apenas llegaran a York. Los
hombres de la mudanza estaban ocupados acarreando muebles, sin
preocuparse por nadie más y gritándose instrucciones:
—A la derecha, George; hacia arriba, Tom —y llevaban las piezas hasta
el camión.
La señora Meredith estaba en su dormitorio, tratando de decidir qué se
pondría. Su cara se iluminó con una sonrisa al ver a Suzannah.
—Oh, gracias al cielo que estás aquí. Atrapa a los niños y vístelos con
su ropa de calle y luego cambia al bebé. La cocinera nos servirá el té antes
que partamos. Los hombres de la mudanza aseguran que llegaremos a las
seis…
—Pero ¿no queda York a unos doscientos kilómetros de aquí? —
Suzannah se imaginó a los dos camiones y el auto de la señora Meredith
corriendo por la carretera a ciento cincuenta kilómetros por hora y aun así
apenas estarían desempacando a la medianoche. Se tranquilizó cuando su
patrona se rió.
—Oh, pernoctaremos en un lugar llamado Crick. Mi esposo reservó
unas habitaciones. Llegaremos a York mañana por la tarde. Mi marido nos
esperará y los hombres de la mudanza se quedarán a pasar la noche en la
ciudad.
Se volvió y le mostró un traje gris pálido.
—Esta ropa será conveniente para viajar, ¿no crees? Yo conduciré la
camioneta, la cocinera se puede sentar a mi lado y tú y los niños atrás.
Apoyando su cabeza en la almohada, esa noche, Suzannah revivió ese
día en su mente. De alguna manera lograron partir. Los camiones se
adelantaron y la señora Meredith los siguió, después de revisar por última
vez si no habían olvidado algo en la casa. Era una conductora experta y
pronto alcanzó a los camiones. Todos se detuvieron a almorzar en un
albergue del camino, donde Suzannah se mantuvo ocupada alimentando a
los niños, llevándolos al baño, dándole el biberón al bebé y comiendo con
rapidez ella misma. El bebé era una criatura adorable que dormía varias
horas seguidas permitiéndole entretener a sus hermanos, cansados y
aburridos al final de la tarde.
Hicieron una breve parada para tomar el té, partieron de nuevo y al fin
llegaron al hotel. El señor Meredith había organizado todo de maravilla:
dejó instrucciones por escrito y les reservó cuartos agradables. Los
empleados trataron de ayudarlos en lo que se les ofreciera. Suzannah, con el
bebé en una cuna al lado de su cama, durmió con la puerta abierta para oír
si los niños, en la habitación contigua, la necesitaban.
El resto del viaje resultó más tranquilo. Se detuvieron a almorzar a la
mitad del camino y llegaron a su destino por la tarde.
La casa quedaba a unos kilómetros de York. Era una granja amplia,
agradable a la vista, rodeada por hectáreas de terreno. El señor Meredith
salió a recibirlos. Les mostró el cuarto donde dormirían los niños, ordenó
que se colocaran ahí los muebles necesarios y le pidió a Suzannah que
bañara a sus hijos y les diera de cenar antes de encargarse del bebé.
Cenó con la cocinera y el señor Meredith le agradeció que hubiera
ayudado a su esposa. Era un hombre amable, un poco pomposo, pero era un
triunfador y adoraba a su esposa, como resultaba obvio para cualquier
observador. «Debe de ser estupendo casarse con alguien que nos ame»,
pensó Suzannah y recordó al profesor sin poderlo evitar.
Intentaba reflexionar acerca de su futuro durante las semanas que
pasaría con los Meredith, pero tenía poco tiempo para hacerlo. Los niños
eran encantadores, llenos de energía y muy traviesos. Desaparecían una
docena de veces al día, se escondían en el desván, en los guardarropas y se
peleaban como dos cachorros salvajes. En cambio el bebé era una criatura
plácida, que no molestaba a Suzannah en absoluto. Aun así, sus días estaban
llenos de actividad y no contaba con un minuto libre para decidir su futuro.
Con la ayuda de costureras, limpiadores de ventanas, decoradores y una
sirvienta, la casa pronto se convirtió en un hogar. A los niños se les asignó
el ala de la granja que tenía su propia entrada; por lo tanto, Suzannah veía
poco a la señora Meredith, aunque cada noche, después que los niños se
dormían y el bebé tomaba su alimento de las diez, invitaba a la chica a
tomar una copa y cenar. Cuando llegaba el momento de dar las buenas
noches a sus anfitriones y retirarse a su habitación, Suzannah estaba
demasiado cansada para reflexionar en su futuro. Pero pensaba en el
profesor y ésa era una pérdida de tiempo, se regañó, irritada. Sin embargo,
en el enfocaba sus pensamientos, invariablemente, antes de dormirse.

***

G uy, de regreso a casa después de un rápido viaje por el Cercano Oriente,


donde efectuó una difícil intervención quirúrgica a un hijo de un magnate
petrolero, recogió su correspondencia, intercambió unas palabras con Cobb
y se encerró en su estudio. Cobb lo siguió con el vaso de whisky que le
pidió y le informó que la cena estaría lista en quince minutos. Después se
retiró para que el médico pudiera leer sus cartas con toda libertad. Había
una de Lady Manbrook, la reconoció por su escritura, pero antes de abrirla
tomó su libreta de citas. Debía ver a sus pacientes particulares por la
mañana, hacer sus rondas en el hospital y efectuar las consultas externas por
la tarde. Suspiró, evocando a Suzannah, a quien deseaba ver más que a
ninguna otra persona en el mundo; había capturado su corazón y su mente y
tuvo que contenerse para no meterse en su auto e ir a la casa de su tía a
visitarla. Abrió la carta; al menos sabría cómo estaba mientras iba a su lado.
Nadie que lo observara mientras leía hubiera adivinado la intensa
emoción que lo invadió al descifrar la letra temblorosa de Lady Manbrook.
Su rostro permaneció tan tranquilo como de costumbre, sólo apretó los
labios y la mandíbula. Había cometido un error, de acuerdo con la
información de su tía. Ya no sabía dónde se encontraba Suzannah; la chica
había partido de repente, sin decir a dónde iba. El profesor levantó el
auricular y llamó a su secretaria. La mujer escuchó lo que le decía y luego
le informó:
—Dos pacientes en la mañana, señor, y uno por la tarde. También tiene
una operación.
—No la cancele —le ordenó—, pero acomode a los pacientes para otro
día y no dé más citas hasta nuevo aviso.
—¿Cuánto tiempo estará ausente, señor?
—No estoy seguro. Me mantendré en contacto con usted.
Colgó y llamó al hospital para informarle a uno de sus colegas su
cambio de planes.
Cobb llamó a la puerta para anunciarle que la cena estaba lista, mas el
profesor no le dio tiempo de hablar.
—Cobb, la señorita Lightfoot ha desaparecido. Iré a Great Chisbourne
mañana por la noche y me quedaré allí un par de días. Por favor, prepara mi
maleta antes que yo regrese del hospital.
—Desde luego, señor —afirmó el criado, atónito—. ¿Dice que
desapareció? Una señorita tan sensata y amable. Mi esposa se llevará un
tremendo disgusto…
—Aconséjale que no se preocupe demasiado —sugirió el médico—.
Intentaré encontrar a esa chica en el menor tiempo posible.
Tuvo un día difícil; extrajo un coágulo de sangre del cerebro de uno de
sus pacientes y tuvo que examinar a otros antes de volver a su casa, por la
tarde. El fiel Cobb salió a su encuentro en el vestíbulo.
—Mi mujer le preparó una cena ligera, señor, y yo le preparé su maleta.
¿Necesita algo más?
El cirujano se quitó el abrigo y estiró sus fuertes brazos.
—No, Cobb, gracias. Llámame por teléfono si recibes alguna noticia.
Estaré en Great Chisbourne, pero si no me encuentras, deja el recado con
Trudy, por favor.
Fue a su cuarto, se dio una ducha, se cambió de ropa, cenó de prisa y en
menos de una hora estaba en la carretera. Llegó tarde a su casa, mas Trudy
lo esperaba, envuelta en una gruesa bata, con aire protector y maternal.
—Le preparé emparedados y café, señor Guy —le dijo y, después de
examinar su cara cansada, agregó—: Está muy tenso. ¿Hay algún
problema? Y usted tan feliz con esa señorita…
—Esa señorita se ha ido Trudy. Debo encontrarla —se quitó el abrigo y
se sentó ante la mesa de la cocina, mientras su nana le servía café.
—Claro que lo hará —le aseguró—. Apuesto a que huyó por una buena
razón. Parecía muy enamorada… claro que la encontrará.
—Sí, Trudy —concordó Guy, con profunda humildad—. Visitaré a
Lady Manbrook a primera hora, por la mañana, y averiguaré lo que sucedió.
—Hágalo, pero antes dormirá toda la noche o le será muy riesgoso
conducir mañana.
A sus tías les encantó verlo; hablaron con él en forma vaga, como era su
costumbre, así que le tomó tiempo descubrir que Suzannah se había ido a
cuidar a una vieja amiga enferma y se había llevado a Horacio con ella.
—No estamos muy seguras de por qué se fue —dijo Lady Manbrook—,
pero parecía un asunto de extrema urgencia, pues la querida niña nos lo
anunció poco después de regresar del pueblo, ¿recuerdas, hermana? —Se
dirigió a la señora van Beuck—. Diez minutos después de la visita de
Phoebe. Nosotros no la vimos, desde luego, pero nos lo contó Parsons y
Snow nos confió que Phoebe se había ido muy disgustada.
No era mucho, pero de algo le serviría. Guy se quedó un rato con sus
parientes y luego regresó a su casa. Mientras comía, analizó la información
que había recibido y concluyó que Phoebe era la causa de la súbita huida de
Suzannah a Dios sabía qué destino.
Condujo hasta Ramsbourne St. Michael por la tarde y entró en las
tiendas del pueblo. La señora Maddox estaba detrás del mostrador, y el
profesor tuvo la suerte de que recordara a Suzannah.
—Un hermoso cabello rojo —comentó, parlanchina—, aunque parecía
preocupada. Había mucha clientela y ella se puso a buscar algo en los
anuncios que pego cerca de la puerta. Después corrió al otro lado de la
calle, habló por teléfono desde la cabina y al poco rato llegó el jardinero de
la señora Meredith a recogerla en la camioneta.
—¿Cargaba una canasta con un gato?
—Oh, no —respondió la señora Maddox, sorprendida—, no llevaba
nada consigo. No la vi volver…
—Y esa señora Meredith… ¿en dónde vive?
La tendera le lanzó una mirada suspicaz.
—Pues no sé si se lo deba decir, señor, después de todo no es algo que
me incumba.
Cuando el profesor se lo proponía, podía ejercer un enorme encanto.
—Soy sobrino de Lady Manbrook y un amigo de la señorita Lightfoot.
Necesito localizarla cuanto antes.
—Ah, eso es diferente, señor. La señora Meredith se fue al norte…
Espere un minuto, creo que me dejó su nueva dirección. Se mudaron hace
una semana y parece que les costó un trabajo enorme organizarse, pues la
señora Meredith, aunque es una dama muy simpática, suele ser muy
distraída, además tiene dos niños muy mal educados… al único que no
conozco es al bebé. La nana se enfermó de varicela y la pobre señora estaba
a punto de volverse loca —revolvió los papeles del escritorio y por fin
escogió uno—. Aquí está… debo enviar la correspondencia a la oficina del
señor Meredith, mientras arreglan su casa. He oído que vivirían en el
campo…
El profesor había escuchado ese torrente de palabras con paciencia, pero
como no lo llevaba a su objetivo con la rapidez deseada, le agradeció la
información a la señora Maddox y se volvió a meter en su coche. La señora
Coffin era un eslabón adecuado en la cadena que lo conduciría a Suzannah.
Entró en su tienda y se tranquilizó al descubrir la expresión de culpabilidad
en la cara de la mujer.
—¡Qué casualidad verlo por aquí, señor! —exclamó—. ¿Cómo supo…?
—Se detuvo y empezó de nuevo—. ¿Busca al doctor Warren? Regresará de
hacer sus visitas a domicilio en un rato.
—Vine a verla, señora Coffin. ¿Me puede dedicar cinco minutos?
La señora contempló la calle.
—Ésta es la hora más complicada del día —observó que sonreía y que
no habría manera de disuadirlo—. Pero puede pasar —lo invitó con
resignación y alzó la puerta del mostrador para que se reuniera con ella.
La trastienda era un cuarto pequeño repleto de muebles, había un fuego
prendido en la chimenea. Un viejo perro dormido junto al fuego con un
enorme gato negro a su lado y, en el sitio opuesto, Horacio los contemplaba
con inquietud.
El profesor se detuvo para acariciarle una oreja.
—Hola, amigo —lo saludó y el gato se mostró muy contento—. Sí, está
bien, te llevaré conmigo, nos encantará volverte a mimar.
La señora Coffin pareció más calmada.
—Oh, vino por el gato de Suzannah. Estaba muy preocupada cuando se
fue; verá, no sabía cuánto tiempo estaría ausente y Horacio y mi gato no se
llevan muy bien, pero no había nadie más que lo cuidara.
—Fue muy amable al hospedarlo, señora Coffin —comentó el médico
con tersura—. Si me da la dirección de Suzannah, le informaré que el gato
está en mi casa.
—La tengo en algún lugar… me mandó una tarjeta postal hace una
semana, para decirme que estaba bien. Aquí la tiene… Tidewell House,
Tidemore, York. En el campo, según me dice. Debía comunicarle cómo se
había adaptado Horacio, pero si usted lo hace, se lo agradeceré.
Observó a Guy; daba la impresión de haber rejuvenecido, o quizá se
debía a que ella se había puesto los anteojos.
—Le diré que el gato está conmigo, señora Coffin. Regresaré a Londres
está misma noche.
—¿Hasta allá? —Se sorprendió la señora Coffin, a quien no le gustaba
viajar—. Salude a Suzannah de mi parte —tomó la canasta de Horacio y lo
metió adentro—. Es una chica encantadora, nunca se queja de nada, aunque
la última vez estaba muy triste.
—Entonces debo encontrarla y hacer lo posible por alegrarla —declaró
el médico y se despidió de la señora Coffin.
Regresó a su casa, comió lo que Trudy le sirvió, alimentó a Horacio y le
telefoneó a su secretaria, quien le comunicó que se acababa de admitir en
urgencias a una niñita con una grave herida en el cráneo que quizá
necesitara operarse.
—Todo lo demás está resuelto —concluyó la eficiente mujer.
—Salgo en diez minutos —afirmó Guy; hablaron de otros casos y luego
colgó.
—Regresaré —le prometió a Trudy—, pero antes te diré que ya
descubrí dónde está Suzannah y, tan pronto como pueda, iré a York a
recogerla.
—¿No sabe por qué se fue?
—No —negó con la cabeza—, aunque lo adivino —abrazó a la nana—.
Estaré en contacto contigo, Trudy.
Eran casi las once de la noche cuando llegó a su casa de Londres. Le
entregó el gato a Cobb y le dijo que estaría en el hospital si lo necesitaban.
Le aseguró que Suzannah estaba a salvo y se dirigió a la unidad de cuidados
intensivos. Pasó varias horas de la noche operando a la niña y, satisfecho
con su trabajo, regresó a su hogar a dormir como un tronco.
Volvió al hospital por la mañana y encontró que la niña estaba muy
mejorada y que nada urgente lo aguardaba.
—Me voy mañana a York —le dijo a su secretaria—. Dejaré mi
dirección con la enfermera Long… también puede localizarme en el
teléfono de mi auto. Si todo resulta bien, regresaré pasado mañana por la
tarde.
Apartando los pensamientos acerca de Suzannah que asaltaban su
mente, trabajó sin descanso todo el día, contestó cartas, atendió a sus
pacientes, hizo sus rondas y sólo cuando regresó a su casa se permitió
recordar a la chica.
—No podemos seguir así, ¿verdad? —le preguntó al fiel Henry y el
perro agitó la cola en respuesta. El galeno se agachó para acariciarlo—.
Vendrás conmigo a York —le prometió—. Creo que necesitaré todo el
apoyo moral que puedas darme.
Partió con el perro al día siguiente. Era una mañana fría y nublada, pero
la carretera estaba seca y el Bentley devoró la distancia. Guy se detuvo en
una estación de gasolina después de un par de horas y luego continuó
conduciendo hasta el anochecer, cuando empezó a llover. Después se
despejó el cielo y, cuando llegó a York, ya las nubes habían desaparecido.
—Un buen signo, Henry —observó el médico y el perro levantó la
cabeza; luego volvió a dormirse.
No necesitaba ir al centro de la ciudad. Tomó una desviación que lo
condujo a Tidemore. Tidewell House, según la información que le dieron,
estaba a menos de un kilómetro del camino y la encontró con facilidad. Se
detuvo ante la reja y llamó a la puerta. Esperó, con mucha paciencia, hasta
que le abrieron.
—¿Se encuentra la señora Meredith? —le preguntó a la mujer madura
que lo recibió—. Me gustaría hablar con ella.
—Sí, la señora está en casa. ¿A quién anuncio, señor?
—A Bowers-Bentinck.
Lo hizo pasar al vestíbulo, donde aún había cajas sin abrir y pocos
muebles. Contempló la habitación sin mucho interés, temblando de
impaciencia y sólo se calmó cuando oyó que una puerta se abría y aparecía
la dueña de la casa.
Se dieron la mano, mientras él se disculpaba por molestarla.
—Creo que trabaja con usted la señorita Lightfoot; estoy ansioso de
verla.
La señora Meredith sacó inmediatamente las conclusiones correctas.
«Éste no es un hombre que demuestre sus sentimientos», se dijo, «pero está
hirviendo por dentro».
—Sí, está aquí. Es muy oportuno que haya venido por ella, pues mi
nana llegará mañana y Suzannah debe volver a su pueblo. Ahora está con
los niños en el jardín, pero regresará en un momento. ¿Viene de muy lejos?
—De Londres —titubeó—: Entonces, ¿no le importa que Suzannah se
vaya conmigo?
—No veo por qué —le sonrió, intuyendo un inminente idilio—. Me
pondré un abrigo y cuidaré a los niños mientras ustedes hablan —a mitad
del camino se detuvo—. Suzannah ha sido maravillosa con los niños… no
sé qué hubiera hecho sin su ayuda. No tardaré mucho.
Cuando la señora volvió, salieron al jardín y de ahí a los terrenos que
rodeaban la granja. El profesor se paró por un segundo y suspiró con
deleite: ahí estaba Suzannah, lanzando una pelota a los dos niños que
jugaban con ella; los tres corrían y gritaban y la señora Meredith y el
médico se acercaron bastante antes que se dieran cuenta de su presencia.
La joven se quedó quieta, con la pelota en la mano, contemplando a
Guy con la boca abierta y empezando a sonrojarse, para luego palidecer.
—¿Cómo llegó hasta aquí? —le preguntó con un graznido.
—En el auto. Hola, Suzannah —se paró frente a ella y le tomó la mano;
ni él ni la joven notaron cuando la señora Meredith se llevó a los niños a la
casa.
—¿Cómo me encontró? —preguntó en un susurro.
—No resultó muy difícil, querida mía… tu cabello… las personas lo
admiran. ¿Phoebe te obligó a huir?
Trató de zafar su mano, pero él no se la soltó y cuando lo miró a la cara,
supo que tendría que responderle.
—Pues —empezó—, me contó que usted y ella se casarían y que sentía
lástima por mí, por lo que deseaba ayudarme ofreciéndome el puesto de
sirvienta en su nuevo hogar…
Suspiró y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Mi amor, mi amor —susurró el profesor tranquilizándola—. Y, desde
luego, le creíste.
—No quería —se defendió—, pero…
—Mi vida, no sólo me gustas, si no que estoy enamorado de ti. Te amé
desde la primera vez que te vi, más no me di cuenta de mis sentimientos
sino hasta después, aunque siempre deseé cuidarte para reparar la injusticia
que cometió Phoebe contigo al despedirte del solar. Sin embargo, tú
rechazabas mi ayuda en términos muy agresivos, ¿eh? Creí que fue
entonces cuando te posesionaste de mi corazón y de mi mente.
—Nunca me dijiste nada —le reprochó. Tiró de su mano y él se rió con
suavidad.
—No te enojes, cariño; varias veces lo intenté, pero siempre huías y
empezabas a hablar del tiempo. Ahora no te lo permitiré. ¿Te casarás
conmigo, Suzannah? Y quiero que me contestes en este instante, así que no
discutas.
—Yo nunca… —Vio sus pupilas Y rectificó—: Oh, Guy, claro que me
casaré contigo y lamento haber huido. Creí que no me amabas y como yo te
adoro…
Por fin, Guy le soltó la mano y la abrazó.
—Te probaré que te equivocabas al juzgarme.
La besó con lentitud y luego con pasión, de manera que a la chica no le
quedó aliento para hablar, sólo para devolverle el beso.
Empezó a llover. A Suzannah no le importó porque estaba en el cielo;
en cuanto a Guy ni siquiera sintió las gotas de agua: poseía lo que su
corazón ansiaba.
FIN
Evelyn Jessy «Betty Neels» (1909 - 2001, Inglaterra) fue una prolífica
autora de novelas románticas. Escribió más de 134 títulos, a partir de 1969
y continuando hasta su muerte. Su trabajo se caracteriza por ser
especialmente casta.
Betty Neels nació en una familia con raíces firmes en la administración
pública. Pasó su infancia y juventud en Devonshire. Betty fue enviada a un
internado, y luego pasó a formarse como enfermera, obteniendo su SRN y
SMC, es decir, el Certificado del Estado de enfermería y el Certificado del
Estado de obstetricia.
En 1939 fue llamada para el Servicio de Enfermería del Ejército Territorial
(TANS), que más tarde se convirtió en «Queen Alexandra Reserves», y fue
enviado a Francia con el puesto de socorro, hasta la invasión de Francia en
1940. Fue comisionada en el TANS como Hermana el 30 de mayo de 1941.
Más tarde trabajó en Escocia e Irlanda del Norte, donde conoció a un
holandés, llamado Johannes Meijer. Se casaron en 1942 y tuvo una hija
Caroline, nacida en 1945.
El matrimonio vivía en Londres, y posteriormente se trasladó a Holanda
donde estuvieron trece años, allí reanudó su carrera de enfermería. Cuando
la familia regresó a Inglaterra, continuó como enfermera. Cuando
finalmente se retiró había llegado a la posición de Superintendente.
Su primer libro fue publicado en 1969.
Sus hobbies eran la lectura, los animales, los edificios antiguos y, por
supuesto, escribir. Su carrera como escritora comenzó casi por accidente.
Todo empezó cuando oyó a una mujer en su biblioteca local quejándose de
la falta de buenas novelas románticas. A pesar de que se había retirado de la
enfermería, su mente no tenía ninguna intención de vegetar. Así que con su
máquina de escribir desarrolló lo que sería una fantástica relación amorosa
con sus millones de lectores en todo el mundo.
Betty Neels murió tranquilamente en el hospital el 7 de junio de 2001, a los
91 años.

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