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Lee Wilkinson
5º Serie Multiautor Cena a las ocho
Argumento:
Aquel collar los había unido… y quizá también los separara…
Simon Farringdon tenía planes para la bella Charlotte Christie… que no
sospechaba que el collar de diamantes que adornó su cuello el día de su boda
significaba mucho más de lo que ella creía…
Simon no descubrió la inocencia de Charlotte hasta que ya fue demasiado
tarde y había conseguido llevársela a la cama para compartir una noche de
pasión. ¿Qué pasaría cuando ella descubriera que aquel collar era el único motivo
por el que se había casado con ella?
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Capítulo 1
Farringdon Hall, Old Leasham
Rudy acababa de llegar a la puerta de la habitación y alzaba la mano para
llamar, cuando oyó la voz grave y bien modulada de su cuñado y se detuvo para
escuchar.
—¿Qué quieres que haga exactamente? —preguntaba Simon.
—Quiero que intentes encontrar a Maria Bell-Farringdon, mi hermana —
contestó sir Nigel.
—Pero tu hermana murió, ¿no? —Dijo Simon con sorpresa—. ¿No murió muy
joven?
—Esa fue Mara, la hermana gemela de Maria. Nacieron en 1929, yo tenía tres
años, así que Maria tendrá más de setenta a estas alturas, si sigue viva…
Rudy, picado por la curiosidad, se quedó donde estaba, con la oreja pegada a la
puerta.
—La vi por última vez en noviembre de 1946. Tenía diecisiete años, estaba
embarazada y soltera. A pesar de la presión familiar, se negó a delatar al padre y,
tras una terrible pelea, en la que fue acusada de llevar la desgracia a la familia,
desapareció sin dejar rastro. Nuestros padres no volvieron a mencionar su nombre.
Pero en marzo de 1947 me escribió en secreto, diciendo que había dado a luz a una
niña. La carta tenía matasellos de Londres, vivía en Whitechapel, pero no dirección.
Reuní tanto dinero como pude, estaba en la universidad en esa época, con la
esperanza de que volviera a ponerse en contacto conmigo. Pero no supe más de ella.
Cuando mis padres murieron hice un par de intentos de encontrarla, sin éxito. Debí
seguir probando, pero lo dejé pasar. Supongo que me consideraba inmortal… Pero el
médico dice que viviré tres meses como mucho, así que es urgente que encuentre a
Maria o a su hija.
—¿Puedes decirme por qué? —preguntó Simon.
—Por supuesto —dijo sir Nigel a su nieto—. Tienes derecho a saberlo. Abre mi
caja fuerte, conoces la combinación, y saca el joyero de cuero que hay dentro…
Se oyó un movimiento y sir Nigel siguió hablando.
—Ésta es la razón. Se conoce como el Diamante Carlotta. A principios del siglo
XVI, un noble italiano que se lo regaló a Carlotta Bell-Farringdon de quien estaba
locamente enamorado. De generación en generación, ha pasado a la primogénita de
la familia en su decimoctavo cumpleaños. Mara tenía un defecto cardíaco y murió de
niña; el diamante debería haberlo recibido Maria, y después su hija. Aunque han
pasado muchos años, es una injusticia que me gustaría solventar antes de morir, por
eso quiero que la busques.
—Haré cuanto pueda, pero estoy muy ocupado con la fusión con la empresa
americana; mañana debería ir a Nueva York. Pero si quieres que me concentre en
buscar a Maria, enviaré a alguien en mi lugar —ofreció Simon.
—No, no… Haces falta allí. Las negociaciones son muy delicadas y no me
gustaría que se echaran a perder.
—En ese caso, contrataré a un detective privado para que empiece las
pesquisas, con toda discreción, claro.
—Sí. De hecho, todo tiene que ser secreto. Nadie debe enterarse —advirtió sir
Nigel.
—¿Ni siquiera Lucy?
—Ni Lucy. Para empezar, preferiría que Rudy no se enterase y, además, sé que
una de sus amigas es periodista. Lo último que quiero es ver la historia en las
columnas de cotilleo. Siempre exageran estas cosas, y me molestaría que se
convirtiera en un escándalo.
Rudy, vengativo, pensó que el autocrático viejo se merecería que hubiera uno.
Le encantaría ver a sir Nigel, a su adorado nieto y a toda la familia Bell-Farringdon
sufrir una humillación.
—En cualquier caso, habrá que tener cuidado —dijo Simon—, ocultar la razón
de la búsqueda hasta estar seguros de haber encontrado a la persona correcta.
—Tienes razón, desde luego. El diamante Carlotta tiene un valor incalculable y
no me gustaría arriesgarme a que una impostora intentara apropiarse de él.
—No tenemos muchos datos, y es muy posible que Maria cambiara de nombre.
Sin embargo, la tecnología moderna nos facilitará las cosas.
—Buenos días, señor Bradshaw —la voz de la enfermera hizo que Rudy girase
en redondo y casi dejara caer los libros que sujetaba—. ¿Se marcha?
—No, estaba a punto de llamar —incómodo al ver la mirada glacial de la
enfermera, añadió—. Pensé que sir Nigel podría estar dormido y no quería
molestarlo.
—El señor Farringdon vino a verlo después del desayuno, y creo que aún está
dentro —la enfermera entró en la habitación contigua. Rudy, maldiciendo su mala
suerte, llamó a la puerta.
—Adelante —dijo sir Nigel.
Rudy entró presuroso, para dar la sensación de que acababa de llegar. Sir Nigel,
recostado sobre las almohadas no pareció complacido al verlo. Simon clavó en él sus
ojos verde pardo e hizo un gesto con la cabeza. Rudy, tragándose su rabia, le
devolvió el saludo.
Siempre se sentía amenazado por el atractivo y masculinidad de Simon, por su
aire de poder y autoridad. Miró al anciano que había en la cama.
—¿Cómo se encuentra hoy, sir Nigel?
—Todo lo bien que se puede esperar, gracias.
El viejo diablo apenas era cortés. A pesar de que llevaba casi tres años casado
con la nieta de sir Nigel, no lo trataba con tanta cordialidad como al resto de la
familia.
—Lucy quería devolverle los libros que le prestó, y me pidió que los trajera de
camino a la ciudad.
—¿Cómo está mi querida nieta?
—Progresa bien desde que está en casa.
—¿Quieres sentarte? —ofreció sir Nigel, con obvio esfuerzo.
—Gracias, pero debo irme —Rudy nunca se sentía cómodo en la mansión—.
Como sabrá por Simon, en el banco tenemos mucho trabajo. Además de lo habitual,
tenemos reuniones todas las tardes durante las próximas semanas. Y después, el viaje
de vuelta a casa. En épocas como ésta, desearía no haber renunciado a mi piso.
Era una queja habitual. Había pasado demasiadas noches en la ciudad y Lucy,
sospechando que tenía otra aventura, lo había presionado para que dejase el piso.
—Tengo que volar a Nueva York mañana; si necesitas quedarte en la ciudad
alguna noche durante las próximas dos o tres semanas, puedes utilizar mi piso —
ofreció Simon, demostrando que tenía un lado humano.
—Eso sería una gran ayuda.
—Te daré las llaves antes de irme.
—Gracias. Bueno, me voy —dijo Rudy.
—Dale recuerdos a Lucy —pidió sir Nigel.
—Lo haré.
Rudy, pensando en lo que había oído, cerró la puerta y bajó las escaleras. El
tenía que trabajar para ganarse la vida y el viejo pretendía regalar un valioso
diamante. Probablemente, a una mujer a quien no conocía.
No era justo.
Mientras conducía hacia Londres, dio vueltas al asunto. Tenía que haber una
manera de sacar provecho a la situación. Si conseguía encontrar a Maria y a sus
descendientes antes de que Simon regresara de Estados Unidos, tendría ventaja y, tal
vez, opciones lucrativas.
Si eso fallaba, podría matar dos pájaros de una piedra: conseguir algo de dinero
y vengarse, vendiendo la historia a la prensa. Debía valer unos cuantos miles.
«Familia aristocrática… Secretos… Diamante de valor incalculable…», casi veía
los titulares, «Barón al borde de la muerte busca a heredera embarazada que huyó de
la ancestral mansión en 1946…»
Simon sospecharía quién había sido la fuente de información, pero mientras ni
él ni sir Nigel pudieran probarlo… Rudy sonrió satisfecho.
Aunque nada le gustaría más que ver a esa pareja retorcerse, el instinto le decía
que la primera opción podía ser más beneficiosa, así que empezaría por ésa.
En cualquier caso, lo que había oído le daría la oportunidad de humillar a los
Bell-Farringdon, que nunca lo habían considerado lo bastante bueno para Lucy…
Diez días después, Simon Farringdon recibió un informe del detective privado:
—Es cierto —dijo Charlotte—. Entra… Como ves, la sala no es muy grande,
pero los dormitorios no están mal, el cuarto de baño es razonable y la cocina también
—abrió las puertas mientras hablaba.
—A mí me parece un paraíso comparado con el estudio en el que llevo viviendo
seis meses —la miró con curiosidad en sus ojos azules—. ¿Por qué quieres compartir?
Si yo fuera tú, preferiría estar sola.
—Yo también —admitió Charlotte con sinceridad—. Pero no tengo otra opción.
—Macy, que trabaja en la misma empresa de viajes que yo, me ha dicho que
eres la dueña de la librería de la planta baja, ¿no?
—Es alquilada y, hasta que suban las ventas, me costará pagar la renta. Necesito
algo de ayuda.
—¿Cuánta ayuda?
Tras pensarlo un momento, Charlotte le dijo la cifra que consideraba razonable.
—Bueno, si crees que podríamos llevamos bien, tu problema está resuelto.
Pagaré bien, lo prometo, y no monopolizaré el baño ni la cocina, no me gusta guisar.
—Me parece bien —dijo Charlotte.
—¡Genial! Por cierto, me llamo Sojourner Macfadyen. Pero si me llamas
Sojourner, tendré que asesinarte.
—¿Cómo quieres que te llame? —Charlotte sonrió.
—Sojo irá bien.
—¿Cuándo quieres instalarte, Sojo?
—¿Pasado mañana? —al ver a Charlotte asentir, añadió—. Creo que funcionará
pero, si no es así…
—¿Qué parece bien un mes de preaviso por cualquiera de las dos partes? —
sugirió Charlotte.
Había funcionado y se habían convertido en buenas amigas. Incluso cuando la
tienda empezó a tener beneficios y Charlotte pudo permitirse contratar a una
ayudante, Sojo siguió allí.
—¿Quién es tu cita, por cierto? —preguntó Sojo. Bajó la voz y susurró—. ¿Sigue
siendo el hombre misterio?
—No sé a qué te refieres —dijo Charlotte, con expresión de inocencia.
—Me refiero a ese sobre del que no sueltas prenda.
—No digas tonterías.
—¡Oh, paciencia! Llevas días con estrellitas en los ojos, andas como si flotaras
sobre el suelo y no has dicho ni una palabra sobre él. Imagino que es un él ¿no?
—¡Claro que es un él! —clamó Charlotte, indignada.
—Pues venga, habla. Cuéntalo todo.
Hacía frío, el cielo estaba gris y había neblina. Las farolas proyectaban un
resplandor dorado en el pavimento húmedo.
Rudy la esperaba en la acera. Tomó su mano, la atrajo y la besó con pasión. Un
momento después, segura de que Sojo estaba observando, Charlotte se apartó.
Rudy maldijo para sí mientras subía al coche. Estaba al borde de la
desesperación. Necesitaba progresar antes de que volviera Simon, apenas quedaba
tiempo.
Pero Charlotte era distinta a todas las mujeres que había conocido y, de
momento, por miedo a asustarla, se había obligado a ser paciente. Su experiencia le
decía que estaba a punto de enamorarse de él, y había llegado la hora de actuar.
Tenía el piso de Mayfair a su disposición y tenía la esperanza de hacerla su amante
esa noche.
Eso incrementaría sus posibilidades de quedarse con ella. Estaba seguro de que
era el tipo de mujer que seguiría con él una vez se comprometiera.
Y lo deseaba con anhelo.
No se trataba de una aventura más, ni de que ella fuera a hacerse rica, aunque
eso era un incentivo. Por primera vez en su vida estaba loco por una mujer, incapaz
de concentrarse, comer o dormir; sólo pensaba en ella. La fría recepción de su beso lo
había molestado.
Aun así, tenía toda la velada por delante. Si no había perdido su habilidad, la
encandilaría. Con una boca como la suya, y la sensualidad que percibía en ella, no
podía ser fría…
Entre las sombras, Simon Farringdon pensó que era la mujer más deliciosa que
había visto. No era extraño que Rudy pareciese loco por ella. Incluso el anfitrión,
felizmente casado, parecía estar bajo su influjo.
—¡Qué sorpresa! Pensé que seguías en Nueva York
—Anthony lo había saludado con calidez.
—Acabo de regresar.
—Me alegro. Si sigues buscando a la mujer perfecta, te presentaré a Charlotte
Christie. Además de ser agradable, es una belleza. Por desgracia, ha venido con un
acompañante bastante hosco.
—Entonces, mejor no —dijo Simon—. Es mejor evitar escenas incómodas.
—Charlotte es sin duda una mujer por quien cualquier hombre pelearía —había
dicho Anthony.
Simon pensó que no se había equivocado. La boca, los bellos ojos un poco
achinados y los pómulos altos le conferían una belleza hechicera que podía convertir
a los hombres en esclavos. Al menos a algunos.
Él no tenía intención de ser uno de ellos, aunque sentía una fuerte atracción
sexual por ella.
Lucy, temiendo que esa vez Rudy estuviera metido en algo más serio que una
aventura y la abandonase, le había pedido ayuda. Él había pensado buscar a la chica
y pagarle para que lo dejara.
Había sido una desagradable sorpresa que el último amor de Rudy y la nieta de
Maria fueran la misma persona. Comprendió que la mañana que Rudy devolvió los
libros a su abuelo debía haber oído lo suficiente para interesarse en encontrar a Maria
o a sus descendientes.
Era obvio que no había perdido el tiempo, y había conseguido a una bella
amante, si habían llegado tan lejos, que pronto dispondría de una fortuna.
Pobre Lucy.
Simon no permitiría que Rudy se saliera con la suya. Costara lo que costara,
pondría fin a la aventura.
La prensa estaba a punto de marcharse. Charlotte seguía sintiendo la sensación
de ser observada; un extraño cosquilleo en la nuca. Giró la cabeza un poco y vio a un
hombre entre las sombras que la miraba.
Sus ojos se encontraron un instante. Ella dio un respingo; si no hubiera estado
en una sala llena de gente, habría echado a correr…
—Siento haber tardado tanto —Rudy apareció a su lado—. Pensé que esos
malditos fotógrafos no se irían nunca —se fijó en su expresión—. Si estás molesta…
—No lo estoy.
—Tienes aspecto de estarlo.
—No contigo. Un desconocido me estaba mirando.
—Con un rostro como el tuyo, deberías estar acostumbrada a que te miren los
hombres.
—Esto ha sido distinto. Estaba allí —miró hacia la esquina y estaba vacía—. Se
ha ido.
—Entonces, no hay por qué preocuparse. Debía estar pensando en venir a
charlar contigo y cuando me vio llegar cambió de opinión.
Ella deseó creerlo, pero no pudo. En la mirada del hombre no había nada
seductor; había sido fría y aguda, letal como un estilete. Se estremeció.
—Pareces muy afectada —comentó Rudy con sorpresa. Decidió aprovechar la
oportunidad—. Mira, no hace falta que nos quedemos a cenar. Es obvio que no estás
disfrutando de la velada. ¿Qué te parece si vamos a mi casa? —al ver que ella
empezaba a negar con la cabeza, añadió—. Si tienes hambre, podemos parar a tomar
algo.
—Tengo una idea mejor. ¿Por qué no me llevas a casa, subes y te preparo la
cena?
Él titubeó. Acabar en casa de ella no era lo que tenía en mente, pero seguía
siendo un gran paso hacia delante. Era la primera vez que lo invitaba; así que su
compañera de piso debía haber salido y estarían solos.
—Es una gran idea —aceptó, sonriente. Daba igual una cama que otra, y podía
ser más seguro. Si iban a Mayfair podrían dejar algún rastro que alertara a Simon, y
eso no convenía. Aunque su cuñado nunca maldecía ni alzaba la voz, era terrible
cuando se enfadaba.
Rudy suspiró. Cuando tuviera a Charlotte y su dinero en la palma de la mano,
no tendría que preocuparse más por Simon.
Capítulo 2
—¿Os vais tan pronto? —preguntó Anthony con sorpresa, cuando fueron a
despedirse y darle las gracias.
—Temo que Charlotte tiene un principio de migraña —se excusó Rudy.
—¿Eh? —Anthony miró a Charlotte—. No sabía que sufrieras de migrañas. ¿Las
tienes con frecuencia?
—No —contestó Charlotte, que no había tenido una migraña en su vida.
—Me alegro. Son muy molestas y siempre he…
—Será mejor que nos vayamos —interrumpió Rudy—. Cuanto antes se acueste,
más contento estaré.
—Seguro que sí —dijo Anthony con voz seca.
En silencio, recogieron sus abrigos y salieron.
—¿Por qué le has dicho a Anthony que tenía migraña? —preguntó Charlotte
irritada, mientras iban al coche.
—Algo tenía que decir —rezongó Rudy.
—Anthony no es ningún tonto. Se dio cuenta de que le estábamos mintiendo.
—¿Y eso te molesta?
—Sí, bastante. Hasta ahora hemos tenido una muy buena relación profesional…
—Que parece importarte más que nuestra relación.
—No, claro que no. Pero no sé qué estará pensando ahora.
—¿Importa algo lo que piense? —exigió Rudy, airado.
—No, supongo que no —Charlotte se mordió el labio.
Pero sí importaba, y ambos lo sabían.
La velada no había sido muy agradable y mientras volvían a Bayswater la
tensión entre ellos era palpable. A Charlotte no se le ocurría nada que decir y Rudy
conducía en silencio, con una mueca airada en el rostro.
Su mal humor no mejoró en absoluto cuando llegaron al piso y Sojo les abrió la
puerta. Descubrir que Charlotte y él no estarían solos le desagradó mucho. Todo
había ido mal; había tenido la esperanza de que una sesión de besos y
reconciliaciones fuera suficiente para llevársela a la cama.
Rabiando de desilusión, comprendió que después de lo que se había esforzado
para acompañarla esa noche, no había avanzado nada en sus planes de conseguir a
Charlotte. Su expresión denotaba con tanta claridad cómo se sentía que Charlotte
deseó no haberlo invitado a subir.
Si en ese momento, hubiera anunciado que prefería irse, no habría hecho nada
para detenerlo. Pero como seguía allí de pie, mirando a Sojo con resentimiento,
inspiró con fuerza y los presentó.
—¡Hola! Encantada de conocerte —saludó la rubia con voz risueña—. Entra.
—Rudy va a cenar con nosotras —explicó Charlotte.
—Sé que es mi turno de hacer la cena, pero ¿no esperarás que guise yo? —
protestó Sojo, horrorizada.
—No, ya me he ofrecido como voluntaria.
—Eso será lo mejor, si no quieres castigar a tu estómago —le dijo Sojo a Rudy,
colgando su abrigo y conduciéndolo hacia el sofá. Se sentó junto a él—. La cocina no
es mi punto fuerte. Cuando me toca hacer la cena, solemos comer bocadillos o pedir
comida rápida. Charlotte es la experta en delicias culinarias. ¿Qué vas a hacer, chef?
—¿Os parece bien una paella rápida?
—¡Fantástico! —Dijo Sojo—. Yo pondré la mesa y fregaré los platos —se volvió
hacia Rudy—. Creo que eres estadounidense, ¿de qué zona?
—Aunque mi familia ahora vive en Nueva York, nací en la Costa Oeste —
contestó Rudy.
Furioso con Charlotte por haber estropeado sus planes, y con la intención de
vengarse, se concentró en ser encantador con Sojo.
Ella respondió escuchando cada una de sus palabras y agitando las pestañas
con coquetería, mientras Charlotte iba al dormitorio a cambiar su vestido por una
bata de casa de chenilla.
Mientras se terminaba de hacer la paella, Sojo puso la mesa y abrió una botella
de vino, aunque ella sólo bebía zumos de fruta
—Gracias, pero ya he bebido suficiente champán —dijo Charlotte, cuando iba a
servirle una copa— ¿Rudy?
—Yo sí tomaré una copa —le dijo él a Sojo.
Mientras comían y la conversación se apagaba poco a poco, hasta morir, Rudy,
cada vez más enfadado, se bebió la botella entera.
En cuando terminaron, preocupada porque Rudy tenía que conducir, Charlotte
preparó café y le sirvió varias tazas.
—¿Estás seguro de que debes conducir? —Le preguntó cuando se puso en pie—
. Si quieres dejar el coche donde está, llamaré a un taxi.
—No hace falta. Estoy bien —contestó él. Se puso el abrigo y añadió—. No soy
paralítico.
Ella, sintiéndose triste y aprensiva, lo acompañó al portal y le abrió la puerta. Al
ver que iba a dejarla sin decir una sola palabra, puso la mano en su brazo.
—Me temo que la velada no ha sido ningún éxito.
—No fue poca cosa. Había tanto odio en su mirada que me puse nerviosa. No
quería volver a verlo, y cuando Rudy sugirió que nos fuéramos, me pareció bien.
Pero ojalá no le hubiera mentido a Anthony.
—Como parece que eso inició la discusión, supongo que él también debes estar
deseando no haberlo hecho.
—Siento que estuviera de tan mal humor, sobre todo porque quería que te
cayera bien.
—¿No le advertiste que estaría en casa? —preguntó Sojo.
—No.
—En fin. Bueno, al menos verlo de mal humor me ha permitido hacerme una
idea más completa de él.
—¿Qué te pareció? —inquirió Charlotte.
—Tan guapo como habías dicho. Muy estilo Byron. Me atrajo muchísimo.
—Me alegra que te gustara a pesar de todo.
—No he dicho eso —señaló Sojo.
—Has dicho que te atrajo.
—Sentí lujuria, pero no he dicho que me gustara.
—Entonces, ¿no te ha gustado? —Charlotte la miró consternada.
—No. Y antes de que te hagas ideas raras, no fue sólo por su mal humor. Eso
me pareció comprensible. Imagino que contaba con unos besos y una reconciliación;
encontrarme aquí ha debido ser un golpe para él. La decepción es una espina muy
afilada —comentó Sojo, reflexiva—. Si hubiera hecho algo positivo, me habría
agradado. Pero fue mezquino y vengativo, una combinación desagradable. Si sólo
querías acostarte con él, divertirte y dejarlo, te diría ¡adelante! Pero sé que no es tu
estilo y no me gustaría verte involucrada emocionalmente con un hombre como ése.
—Vaya, sí que se la tienes jurada —comentó Charlotte, con voz incierta.
—No quiero que sufras; si te enamoras de él, sufrirás.
—¿Cómo puedes estar tan segura en tan poco tiempo?
—Por si no lo has notado, tiene una boca petulante y la barbilla débil. Si quieres
que sea totalmente sincera, no creo que se pueda confiar en él.
—¿Por qué dices eso?
—Por experiencia —al ver la expresión afligida de Charlotte, siguió hablando—
. Ya sabes lo que dicen: «El buen juicio se adquiere con la experiencia. La experiencia
se adquiere a base de malos juicios». No pretendo ser desagradable… Y tampoco
quiero desilusionarte para robártelo yo.
—No, ya sé que no.
—Tengo la impresión de que algo falla en él. Ahora que te he dado mi opinión,
olvídala. No eres una niña. Lo que hagas con tu vida es asunto tuyo. Si ya estás
—Su jefe se lo ha dicho esta mañana. No sabe cuándo regresará —al ver que las
cejas de Sojo se arqueaban añadió—. Pero ha dicho que llamará en cuanto regrese.
—No sabía que no hubiera comunicación telefónica entre Estados Unidos y el
Reino Unido.
—Seguramente estará demasiado ocupado con el trabajo para pensar en otra
cosa —lo excusó Charlotte.
—En mi opinión, está harto de no llegar a ningún sitio y te ha dejado para
buscar carne fresca —gruñó Sojo—. Perdona, eso no venía a cuento —añadió, al ver
el rostro de Charlotte.
—No te disculpes, puede que tengas razón. Desde luego, si es de esa clase de
hombres, estoy mejor sin él.
—¡Eso es lo que me gusta oír! Dios, mira la hora. Voy a llegar tarde al trabajo.
Por cierto, no vendré a cenar hoy. Es el cumpleaños de Mandy y unos cuantos vamos
a salir de juerga. ¿Quieres venir?
—No, gracias.
—¿Segura?
—Segura. La última vez que salí con vosotros tardé una semana en
recuperarme.
—¿Qué sentido tiene ir de juerga si no? Además, me deben vacaciones que
tengo que utilizar este año. Así que después de mañana, no tengo que volver hasta el
jueves. Cuatro mañanas durmiendo hasta tarde y haciendo el vago. Pura delicia.
—Sabes perfectamente que para el martes estarás muerta de aburrimiento —
señaló Charlotte sonriente.
—Qué bien me conoces. Entonces quizá dibuje un poco. El viejo que vive al otro
lado de la calle tiene un rostro muy interesante. ¡Hasta luego!
Charlotte recogió y fregó los cacharros del desayuno. Se puso una falda y una
blusa grises, se recogió el pelo en un moño y bajó a la tienda.
Una pared estaba cubierta de estanterías. Al otro había sillones y mesas bajas.
En un carrito había tazas, dos cafeteras y todo lo necesario para servirse café.
Ofrecer café gratis a los clientes había sido un éxito. Curiosos que se habrían ido
con las manos vacías, ahora se quedaban a beber y leer, y terminaban comprando.
Abrió la puerta, preparó el café y sacó leche del pequeño frigorífico que tenía en
la trastienda.
Poco después, sonó la campanilla de la puerta y entró un hombre de mediana
edad, seguido por dos mujeres. Después un joven, seguramente estudiante, fue
derecho a la sección de libros de segunda mano.
Los viernes solían ser ajetreados. Tenía que poner al día las ventas en el
ordenador, reclamar pedidos y desembalar los libros que habían entregado el día
antes.
Margaret, que solía ocuparse de esas cosas, estaría de vacaciones hasta el día
siguiente. Era una bibliotecaria retirada, muy eficiente, y Charlotte había echado de
menos su ayuda esa semana. Se dijo que era preferible estar ocupada; así no tendría
tiempo de darle vueltas a la cabeza.
Mientras bajaba la escalera, pensó que tal vez había magnificado su imagen
mentalmente y sentiría desilusión al verlo de nuevo.
Pero no fue así. Si acaso, el impacto fue aún mayor.
Vestido con un bien cortado esmoquin, el rostro bronceado afeitado y la luz de
la farola iluminando su pelo trigueño, era el sueño de cualquier mujer.
—Está usted preciosa, señorita Christie —halagó él, tomando su mano. Parecía
incluso más alto y carismático de lo que ella recordaba.
—Gracias, señor Farringdon —contestó, temblorosa.
—¿Podría pedirle que me llamara Simon?
—Si usted me llama Charlotte.
—Trato hecho —sonrió y a ella le dio un vuelco el corazón—. He reservado
mesa en Carmichaels. Espero que te parezca bien.
Carmichaels era uno de los lugares más elegantes para cenar y bailar de todo
Londres.
Con una cortesía anticuada, pero que a ella le pareció encantadora, la ayudó a
subir al coche. Después, ya sentado, se inclinó para abrocharle el cinturón de
seguridad. Rozó su pecho con el brazo un instante y ella sintió una oleada de calor en
todo el cuerpo.
Se sonrojó y, temiendo que él lo notara, volvió la cabeza y miró por la
ventanilla. Seguía sintiendo un cosquilleo interno cuando él arrancó el motor.
Anonadada por su sobrecogedora masculinidad, y su instintiva respuesta
femenina a él, Charlotte pensó que ningún hombre había hecho que se sintiera así
antes.
Ni siquiera Rudy.
—A última hora de la mañana, trajeron los libros que quería tu abuelo —dijo,
con voz profesional, cuando consiguió recuperarse.
—Eso es fantástico. ¿Cuántos volúmenes son? Aparte de indicar la fecha de
publicación, 1756, los archivos familiares no decían el número exacto.
—Son seis.
—¿Has tenido oportunidad de mirarlos?
—Sólo un vistazo, pero parecen en excelente condición. Por supuesto, son
ejemplares de coleccionista, y eso se refleja en su precio —comentó Charlotte.
—Exceptuando algunos detalles históricos, dudo que tengan interés excepto
para la familia Farringdon y algunos coleccionistas —contestó él.
—Admito que siento curiosidad sobre por qué fueron escritos.
—En marzo de 1744, Claude Bayeaux, escritor y poeta, se casó con Elizabeth
Farringdon y empezó a investigar la historia de la familia. Por lo visto, le resultó
fascinante y esos seis volúmenes, que tardó doce años en escribir, describe la fortuna
de los Farringdon desde el siglo XII hasta el XVIII…
—El título Por el hierro y la llama sugiere que debieron ser guerreros —murmuró
Charlotte.
—Eso es muy diplomático —se mofó Simon. Mirándola de reojo—. En realidad,
la guerra era su forma de vida. Cambiaban sus lealtades cuando les convenía y
luchaban por quien pagara mejor; así se hicieron ricos, poderosos y temidos. Por otro
lado, las mujeres Farringdon, bellas y de carácter fuerte, se casaban con hombres de
familias poderosas e influyentes…
Charlotte seguía escuchando, fascinada, cuando llegaron a Carmichaels. Era el
lugar de moda de la alta sociedad, y rezumaba dinero y privilegios: universidad
privada, esquí en invierno, Montecarlo en verano.
Los recibieron con toda deferencia y los condujeron a una mesa situada al borde
de la pista de baile.
En cuanto se sentaron, recibieron la carta y el sumiller apareció con una botella
de champán Bollinger en un cubo del hielo. Tras abrir la botella, sirvió y esperó a que
Farringdon diera su aprobación antes de marcharse.
Sonriendo a Charlotte, Simon alzó la copa en un brindis silencioso. Ella dio un
sorbo y comentó que nunca había probado algo tan exquisito.
—Confiaba en que te gustara —miró sus ojos gris oscuro, con un anillo más
oscuro alrededor del iris y en marcados por largas pestañas. Su mirada fue tan
directa que ella casi sintió que la tocaba.
Él pensó que era preciosa, estudiando el rostro con forma de corazón, los labios
gruesos y la delicada barbilla, las orejas diminutas y el cuello largo y grácil…
Aunque no tuviera moral ni escrúpulos, tenía clase. No era el tipo de mujer que
podría haber comprado, incluso si el diamante Carlotta no fuera suyo por derecho.
Así que sólo tenía una alternativa: seducirla para alejarla de Rudy. Una tarea que se
le antojaba agradable.
—¿Te apetece algo? —preguntó él, señalando la carta.
—Muchas cosas. No puede decidirme.
—¿Te gusta el pescado?
—Oh, sí.
—Entonces te sugiero lenguado, seguido de tarta de queso con moras.
—Me parece muy bien —aceptó ella.
—¿Tienes novio? —preguntó él, después de que el camarero se fuera con la
nota.
—No exactamente —tartamudeó ella, sorprendida.
—Háblame de ti. ¿Por qué montaste una librería? —preguntó él, al ver que no
daba más explicaciones.
—Siempre me han gustado los libros; además, heredé muchos. Mi madre tenía
una tienda de libros de segunda mano en Chelsea, pero volvió a casarse y se trasladó
a Australia —explicó Charlotte—. Cuando me ofrecieron la tienda, con una vivienda
en el piso de arriba, la alquilé.
—¿Funciona bien?
—Sí, muy bien. Al principio tuve problemas financieros, pero ahora las ventas
han subido y puedo permitirme pagar a una ayudante.
—¿Quieres bailar? —preguntó él, cuando la orquesta empezó a tocar. La idea de
estar entre sus brazos hizo que Charlotte se estremeciera.
—Me encantaría —aceptó. Agarró la mano que le ofrecía y salieron a la pista.
Capítulo 3
Simon la rodeó con los brazos, con firmeza pero sin acercarse demasiado. Aun
así, a ella se le aceleró el pulso y le temblaron las rodillas.
Charlotte daba gracias al cielo porque, aunque hacía tiempo que no bailaba,
tenía suficiente experiencia para no perder el paso. Él era un bailarían excelente,
grácil y con un sentido innato del ritmo y el movimiento.
Aunque Charlotte medía un metro setenta y cuatro, la parte superior de su
cabeza sólo llegaba a la altura de la boca de él. Acostumbrada a ser tan alta como su
compañero, o más, se sintió muy femenina. Mientras se movían al unísono por la
pista, alzó la vista y, viendo su expresión de sorpresa, sonrió triunfal.
—¿Dónde aprendiste a bailar así? —preguntó él.
—Me enseñó mi padre. Mis padres eran muy aficionados a los bailes de salón,
hasta que él murió.
Él la acercó un poco más a sus brazos y disfrutaron del resto de la pieza, antes
de regresar a la mesa. Acababan de sentarse cuando llegó la comida. Todo estaba
delicioso, y comieron en silencio.
Cuando llegaron al café. Simon retomó el hilo de la conversación que habían
mantenido antes.
—¿Dijiste que tu madre se fue a vivir a Australia?
—Sí. Se casó con un hombre de negocios de Sydney. Me sorprendió que
accediera a irse allí; siempre odió la idea de volar —pensó un momento—. La verdad,
no esperaba que volviera a casarse. Papá y ella se adoraban. Mi padre murió cuando
yo tenía dieciocho años.
—¿Tienes hermanos o hermanas? —preguntó Simon.
—No. Mis padres no podían tener hijos. Me adoptaron.
—Eso es duro.
—Fui afortunada. Mis padres adoptivos eran gente buena y decente; aunque me
educaron de forma estricta, me querían y me proporcionaron cuanto necesitaba.
—¿Qué edad tenías cuando te adoptaron?
—Era un bebé.
—Entonces, supongo que no recuerdas nada de tus padres biológicos.
—Nada en absoluto. Sólo sé lo que me contó mi madre y lo que leí en las cartas
y documentos que guardó. Sé que mi madre biológica se llamaba Emily Charlotte y
que en 1967, con veinte años, se casó con un hombre llamado Stephen Bolton. Pero la
dejó por otra mujer diez años después. Trabajaba como secretaria cuando tuvo una
aventura con su jefe, que estaba casado. Al descubrir que estaba embarazada le pidió
Nigel Bell-Farringdon.
Pero la nota de sir Nigel la había emocionado y además, deseaba volver a ver a
Simon Farringdon. ¡Esa era la verdadera razón!
Sabía que era una estupidez dejarse llevar por esas emociones. Un hombre de
su edad y atractivo debía estar casado o mantener una relación estable. Y si, por
milagro, no fuera el caso, el nieto de sir Nigel Bell-Farringdon no era para ella y
cuanto antes lo aceptase, mejor sería…
Vio un taxi parar ante la puerta y a su compañera de piso salir y cruzar la
carretera. Oyó pasos en la escalara y un momento después, Sojo entró de puntillas. Al
ver la figura en la ventana, a oscuras, dio un grito.
—Tranquila —dijo Charlotte—. Soy yo.
—¿Qué pretendes? —Exigió Sojo—. ¿Provocarme un infarto?
—Siento haberte asustado —se disculpó Charlotte.
—¿Qué haces ahí, a oscuras?
—Miraba por la ventana. Acabo de llegar.
—Sí, ya lo veo —Sojo encendió la luz—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Wudolf cambió de
opinión y decidió no ir a Estados Unidos?
—No, nada de eso.
—Pero ha ocurrido algo, lo veo en tu cara. Pareces hechizada, nerviosa y
hechizada. Vamos a tomar una bebida caliente y cuéntamelo todo.
—¿No quieres irte a la cama? —preguntó Charlotte.
—¿Quieres tú?
—Dudo que pudiera dormir —admitió Charlotte.
—Entonces, sugiero que te desahogues.
Sentadas ante la estufa de gas, bebiendo chocolate caliente, Charlotte relató lo
ocurrido durante el día.
—Cuando regresamos, Simon me dio una nota de su abuelo. Sir Nigel está muy
enfermo y quiere conocerme.
Le dio la nota a Sojo, que la leyó con avidez.
—¡Qué divertido! Es una suerte que te inviten a la mansión ancestral, además
de cenar y bailar con sir Simon Farringdon.
—Él no utiliza título.
—Bueno, se llame o no, sir, suena interesante.
—Es muy atractivo, eso es indudable —dijo Charlotte.
—Por tu mirada se diría que te ha caído una bomba encima. Dime, ¿cuántas
veces has pensado en Wudolf hoy? No te molestes en contestar, lo veo en tu cara.
Bendito sea el señor —la miró con ironía—. A no ser que hayas salido de la sartén
para caer en el fuego. ¿Qué sabes de nuestro Simon?
—Aparte de que es el nieto de sir Nigel, muy poco. Y esa posible visita a
Farringdon Hall…
—¿Posible? Vas a ir, ¿no?
—Iré si Margaret puede ocuparse de la tienda.
—Claro que puede —aseveró Sojo, impaciente.
—Bueno, si voy, sólo será por trabajo.
—¡Trabajo, un cuerno! Apuesto a que fue el joven Simon quien sugirió la visita.
—No es tan joven. Debe tener unos treinta años.
—Perfecto. Sólo tienes que sonreírle un poco.
—La familia Farringdon es de sangre azul y adinerada; viven en otro mundo.
Yo no encajaría.
—Tonterías. Con un rostro y un tipo como el tuyo, y la voz y modales de una
dama, encajarías en un ambiente aristocrático perfectamente. Hablando de ambiente
aristocrático, ¿dónde está Farringdon Hall?
—A unos treinta kilómetros de Londres, cerca de Old Leasham.
—¿Sabes algo al respecto? —preguntó Sojo.
—Cuando Simon Farringdon se puso en contacto conmigo, busqué la casa en
Mansiones británicas de interés histórico. La describe como una pequeña pero
encantadora mansión isabelina con palomares y un bonito jardín… —Charlotte estiró
la mano, sacó un grueso volumen de la estantería y pasó las páginas—. Aquí está,
léelo tú.
Sojo leyó en voz alta:
—Construida en el emplazamiento de una casa fortificada, mucho más antigua,
Farringdon Hall ha sido el hogar de la familia Bell-Farringdon casi quinientos años. Se dice
que, en su apogeo, la reina Elizabeth I realizó muchas visitas secretas a la casa. Tienen fama
sus espléndidas chimeneas y los paneles de madera de roble. Pero lo más destacado es sin duda
la Gran Cámara con su magnífico techo abovedado. Tres escalinatas de roble suben desde el
vestíbulo, dos hacia los áticos y la zona de juegos de los niños, la principal lleva a los
dormitorios familiares, uno de los cuales se supone embrujado…
—¡Fantástico! —Exclamó Sojo—. Empiezo a tenerte envidia. Un fantasma y
Simon Farringdon en la misma casa. ¿Qué más se podría pedir?
—Por desgracia, no siempre estoy aquí. He tenido que pasar bastante tiempo en
Estados Unidos por asuntos de negocios, e incluso cuando estoy aquí, sólo voy a casa
los fines de semana. Entre semana me quedo en mi piso de Londres.
A ella se le quitó un peso del corazón. No daba la impresión de tener esposa o
amante fija.
—Desde que el abuelo está grave, habría preferido volver todas las noches, por
si ocurría algo. Pero él se niega. Odia que lo consideren un inválido. En cierto
sentido, lamento no haberme casado. Mi abuelo siempre deseó que me casara y me
instalara en el hogar ancestral para formar una familia.
—¿Por qué no lo has hecho? —preguntó ella, sin poder contenerse.
—He estado esperando conocer a una mujer con la que quisiera pasar el resto
de mi vida —contestó él con cierta ironía. Después, cambió el tema—. ¿Te apetece
escuchar algo de música?
—Sí, sería agradable.
—¿Qué música te gusta?
—Casi toda la música clásica, incluida la ópera. También me gusta la ópera
bufa, sobre todo Gilbert y Sullivan…
—Deliciosamente anticuada —se burló él—. Pero sigue, por favor.
—Me gusta el jazz y el pop, sobre todo las canciones más antiguas.
—Parece que tenemos gustos similares —él asintió con aprobación—. Uno de
los cuales quizá podamos satisfacer esta noche —al ver que ella lo miraba intrigada,
se explicó—. Esta noche hay un concierto benéfico en el salón de actos de Oulton. La
sociedad Operística Amateur interpretará una selección de canciones de Gilbert y
Sullivan y me enviaron un par de invitaciones. Pensaba dárselas a la señora
Reynolds, nuestra ama de llaves, pero si te apetece, podríamos ir.
—Me encantaría —dijo ella. Así no habría riesgo de que pasaran la velada solos.
El abrió un compartimiento de la guantera donde había una colección de CDs
de música. Un segundo después, escuchaban los acordes de Rapsodia en Azul, de
Gershwin.
La previsión meteorológica para el fin de semana había sido de inestabilidad,
con un frente de borrasca que traería lluvia y fuertes vientos. Pero, de momento,
hacía un día precioso. El cielo estaba azul y el sol iluminaba el follaje otoñal y brillaba
en el capó del coche. Charlotte, con un suspiro, se recostó en el asiento para disfrutar
del viaje.
El CD se había acabado y ella estaba casi dormida, cuando la voz de Simon
penetró en su mente.
—Estamos pasando por Old Leasham. Ahora es un pueblo pequeño y tranquilo,
pero en el pasado fue una importante zona de parada y fonda, como denota el Post-
Horn, una antigua posada de posta.
—Imagino que Farringdon Hall está cerca.
Capítulo 4
Simon la guió por un ancho corredor de paredes con paneles de madera y suelo
de roble, hasta una puerta que era, sin duda, la del dormitorio principal. Llamó con
los nudillos y una enfermera vestida con uniforme azul, salió de inmediato.
—He estado intentando que sir Nigel durmiera un poco —les dijo en voz baja—
. Esta mañana tiene muchos dolores, pero no ha querido que le ponga la inyección
hasta verlos, porque dice que lo atonta.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Simon.
—Diez minutos, quince como mucho —les dejó entrar y desapareció por una
puerta que daba a otra habitación.
El aire cálido de la habitación, en penumbra, olía a lavanda pero también a
desinfectante de hospital.
—¿Eres tú, hijo? —Llamó una voz—. Por Dios santo, abre la cortina para que
entre luz. Le he dicho a esa mujer que no podía dormir, pero me trata como si fuera
un niño malcriado. ¿Has traído a nuestra invitada?
—Sí, está aquí —Simon corrió la cortina y después puso una mano en la cintura
de Charlotte y la condujo hacia la enorme cama con dosel.
Ella se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. El anciano estaba
apoyado sobre un montón de almohadas. Tenía el cabello blanco y espeso, y aunque
su rostro era casi cadavérico, debía haber sido un hombre muy guapo en otros
tiempos. Cuando sonrió a su nieto, Charlotte vio que tenía un hueco entre los dos
dientes delanteros, que le daba aspecto de niño travieso.
—Abuelo, aquí están los libros que querías, y ésta es la señorita Christie —dijo
Simon con ternura.
—Sí —dijo sir Nigel, tras observarla un momento. Le ofreció una mano delgada
y frágil—. Me alegro de conocerte, querida. ¿Puedo llamarte Charlotte?
—Desde luego.
—Siéntate —dijo, dando una palmadita en la cama, sin soltar su mano—. Deja
que te mire.
Ella obedeció, sentándose con cuidado. Aunque la enfermedad estuviera
destruyendo su cuerpo, era obvio que no había podido con su espíritu; los ojos
oscuros que la escrutaban estaban llenos de vida.
—Háblame de ti, y de por qué tienes una librería.
Charlotte le contó lo poco que había que contar.
—Me encanta, aunque abrir seis días a la semana a veces es duro.
—Mi nieto mencionó que trabajabas hoy. Espero que mi invitación no te haya
causado mucho inconveniente.
—En absoluto —aseguró ella—. Margaret, mi ayudante, no ha tenido problema
para sustituirme.
—Me alegro —apretó sus dedos—. Gracias por venir, querida. A un anciano le
hace bien ver a alguien tan joven y bella.
—Créeme, a un joven tampoco le hace ningún daño —bromeó Simon. Los
hombres intercambiaron una mirada que denotaba intimidad y entendimiento.
—Estoy encantado de que encontrases los libros de Claude Bayeaux. Les echaré
un vistazo después de la siesta que exige mi enfermera. Mi enfermedad me retiene en
la cama y no podré ejercer de anfitrión. Pero mi nieto se ocupará de que no te aburras
—miró a Simon—. ¿Tienes algún plan para hoy?
—Desde luego que sí. Voy a enseñarle la casa a Charlotte, iremos a cenar a
Oulton Arms, y después al salón de actos a escuchar un concierto de Gilbert y
Sullivan.
—¡Muy bien! Espero que disfrutes, querida.
—Gracias, estoy segura de que lo haré —cuando la frágil mano soltó la suya, se
puso en pie—. Ahora será mejor que deshaga mi equipaje, antes del almuerzo.
—¿Volverás a verme antes de regresar a Londres?
—Me encantará —le sonrió y fue hacia la puerta, dejando a los hombres a solas.
Mientras volvía a su dormitorio, Charlotte pensó en el indomable anciano y en el
coraje que demostraba.
Ya en su habitación, vació la maleta. Además de ropa de dormir y el neceser,
llevaba un vestido de chiffón gris y un conjunto de falda y blusa en tonos marrón y
oliva, que Sojo consideraba fúnebre, porque le gustaban los colores vivos. En el
último minuto, por si hacía buen tiempo y Simon sugería dar un paseo, había
añadido unos pantalones de lana color crema, un suéter morado, zapatos planos y
una chaqueta larga.
Decidió que el traje que llevaba puesto era demasiado formal, y lo cambió por el
conjunto de falda y blusa. Estaba cepillándose el pelo cuando llamaron a la puerta.
—¿Lista para almorzar? —preguntó Simon.
—Tardaré un minuto —contestó ella, tras abrir—. Sólo tengo que volver a
recogerme el pelo.
—Déjalo —tomó su mano y la colocó sobre su brazo—. Me gusta así.
Ella sintió pequeñas descargas eléctricas con el contacto. Tuvo que concentrarse
tanto en ocultar su reacción que no oyó lo que él le preguntaba.
—¿Perdona?
—He preguntado qué opinabas del abuelo.
Afuera, el aire se había tornado más frío, soplaba el viento y se veían nubes
negras en el cielo.
—Parece que nos espera lluvia —comentó Simon.
Sin duda la sensación había sido mutua, y eso era satisfactorio en cierto modo,
pero las cosas iban demasiado deprisa. Tenía intención de seducirla, pero cuando
llegara el momento no la quería a la defensiva. Eso sólo le dificultaría las cosas.
Charlotte, sintiendo como si sus huesos fueran cera derretida, miraba por el
parabrisas preguntándose cómo era posible sentir tanta pasión en un instante.
Estaba segura de que había sido mutua. Una mirada de reojo confirmó que
Simon tenía la mandíbula tensa y un tenue rubor en los pómulos. Aunque parecía
excitado, no se había aprovechado de la situación. Había dado marcha atrás.
Sintió gratitud. Si él hubiera detenido el coche y la hubiera tocado, se habría
perdido y enredarse con alguien como Simon Farringdon sería una locura.
Tal vez él estuviera acostumbrado al sexo casual y aventuras de una noche,
pero ella no. Él le daría la espalda sin pensarlo dos veces, pero ella lo pasaría mal. En
el mejor caso, la experiencia sería inolvidable, en el peor aterradora. En cualquiera de
los casos, no volvería a ser la misma.
Condujeron en silencio unos minutos.
—Me ha parecido ver unos edificios detrás de los árboles… —dijo ella, para
romper la tensión.
—Es Aston Prava —explicó Simon—. Se construyó hace diez años para alojar a
los trabajadores de la finca. Aunque el poblado parece de época, las casas tienen
todas las comodidades e incluso hay una tienda y oficina de correos. Hasta entonces,
los empleados habían estado desperdigados por toda la finca, en casas pequeñas sin
agua corriente ni electricidad.
—¿Cómo se las arreglaban?
—Con agua embotellada y agua de pozo o de arroyo.
—Supongo que no les importaría mudarse.
—La mayoría aceptaron encantados —dijo Simon—. Sólo Ben Kelston, nuestro
viejo guardabosques pidió quedarse donde estaba. Tiene una casita de dos plantas en
el bosque, alejada de todo; como ya tenía sesenta años y no conduce, el abuelo
intentó convencerlo. Pero insistió en que había nacido y crecido en la Casa del Búho,
su padre fue guardabosques antes que él, y no quería abandonarla. En realidad,
habría sido una pena que la Casa del Búho quedase vacía. Es un pintoresco edificio
de madera, de principios del siglo XVI.
—Suena encantadora.
—Es un tesoro. Pero está tan aislada que no creo que nadie más quiera
ocuparla.
—¿Ben sigue allí?
—Lo estuvo hasta hace unos días, se cayó y se rompió la cadera. Frank pasaba
por allí y lo encontró tumbado en el suelo. Está en el hospital y Frank y su esposa
están cuidando de la casa hasta que regrese.
—¿Podrá seguir viviendo allí solo?
—Hasta ahora se ha apañado muy bien, y siempre tiene la casa limpia como
una patena.
—Pero no podrá subir las escaleras.
—Hace unos meses, Frank y yo bajamos la cama a la planta inferior, así que eso
no será problema…
Para alivio de Charlotte, cuando llegaron a la puerta norte, la tensión entre ellos
se había olvidado y volvió a esperar con expectación el resto de la tarde.
Fue un gran éxito. La comida de Oulton Arms era sabrosa y ambos disfrutaron
del concierto.
Para cuando salieron del salón de actos, soplaba un fuerte viento y diluviaba.
Simon le dio la mano y corrieron juntos hasta el coche. Llegaron empapados y
Charlotte, sin aliento. ¡Más por el contacto de su mano que por la carrera! Ya en el
coche, Simon encendió el motor y la calefacción, antes de darle un pañuelo doblado.
—Me temo que esto tendrá que servir de toalla —dijo.
—Gracias —ella se limpió la lluvia del rostro y el cabello y se lo devolvió. Él
hizo lo mismo y dejó caer el pañuelo empapado en el suelo.
El cabello rubio parecía más oscuro mojado y seguía teniendo gotas de
humedad en las cejas y en las espesas pestañas. Vio una gota deslizarse por su
pómulo y se estremeció con el impulso de limpiársela.
—Será mejor que tomemos la ruta más directa y regresemos lo antes posible
para que no te resfríes —dijo él, notando el involuntario movimiento.
Los limpiaparabrisas, incluso al máximo, no podían con la tromba de agua que
caía. Una vez cruzaron la verja y entraron en la zona boscosa, la carretera estaba
cubierta de ramas y hojas.
Las luces creaban una especie de túnel entre los árboles y él condujo aún con
más cuidado. De repente, giró bruscamente, se salió del camino y detuvo el coche.
—No pasa nada —la tranquilizó—. He tenido que girar para evitar un tejón —
giró la llave para reiniciar el motor.
Ella esperó oír el rugido, pero aparte del viento y la lluvia, sólo había silencio.
Cuando volvió a intentarlo se apagaron las luces, dejándolos en plena oscuridad.
—Diablos. Creo que sí tenemos un problema.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella intentando mantener la calma.
—Frank dijo la semana pasada que fallaba el cuadro eléctrico, pero esto parece
más bien la batería. Llevó el coche al garaje y cuando lo recogió el mecánico le dijo
que estaba arreglado. Debió equivocarse.
—¿Puedes telefonear para pedir ayuda?
—No he traído el móvil, por desgracia.
—Ah —musitó ella con voz queda.
—La última vez que lo llevé a un concierto olvidé apagarlo, y sonó en mitad de
la obra.
—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Andar? —preguntó ella con voz tan risueña como
pudo.
Se oyó un ruido impresionante y una gran rama calló cerca del coche. Ella dio
un bote y vio el brillo de los ojos de Simon en la oscuridad.
—Creo que no. Está muy lejos y, aparte de que no estamos equipados, no sería
seguro caminar con este temporal. Lo mejor que podemos hacer es refugiamos hasta
que llegue la mañana.
—¿Quieres decir en el coche?
—No. Como ya estamos empapados y la calefacción no funciona, sería
demasiado incómodo. Lo mejor será ir a la Casa del Búho.
—¿Está lejos?
—A unos cien metros o así. Está al otro lado del arroyo y el puente está un poco
más adelante. En la casa podremos encender fuego y beber algo caliente.
—¿No estará cerrada con llave? —preguntó ella, tan práctica como siempre.
—Sí, pero como Frank y su esposa están cuidando de la casa, debería haber una
llave entre éstas —examinó el llavero—. Puede que sea ésta. Espera, iré a asegurarme
—sacó una linterna de la guantera—. Tardaré lo menos posible —abrió la puerta que
se cerró de golpe un segundo después. Ella deseó que fuera la llave correcta.
Cada vez llovía más fuerte y el viento azotaba el coche: «Por favor, Dios, no
dejes que le ocurra nada…» Sintiéndose sola y vulnerable, esperó en la oscuridad lo
que le pareció una eternidad. Sintió un absurdo alivio cuando vio la luz de la linterna
regresando.
—Date prisa —dijo Simon, abriendo la puerta del coche. Ella agarró el bolso y
salió.
Él le echó un impermeable por encima, la rodeó con el brazo y la condujo por el
camino, evitando los troncos caídos como pudieron. La lluvia le golpeaba el rostro y
el viento la azotaba con rabia, quitándole el aliento y la fuerza. No habría podido
batallar contra la tormenta sin su ayuda.
—Casi estamos; está al otro lado del puente.
Un segundo después, la linterna iluminó un viejo puente sobre las aguas
turbulentas. Al otro lado se veía una luz y la silueta de la casa.
—Aquí estamos —agarró la verja, la hizo entrar y corrió el cerrojo—. No
queremos que esté dando golpes toda la noche.
El comentario, quizá porque estaba histérica, le pareció divertido. Cuando abrió
la puerta un huracán de viento, lluvia y hojas los empujó hacia el interior. Él cerró la
puerta con el hombro, le quitó el impermeable empapado y lo colgó en una percha,
donde empezó a formar un charco sobre el suelo de madera.
Capítulo 5
Él era un hombre de sangre ardiente, y había dejado claro en el coche que sentía
atracción sexual por ella, pero estaba convencida de que no la obligaría a nada.
Lo malo era que no necesitaría obligarla.
Decidió que lo mejor era enfrentarse a la verdad e idear una estrategia. Por
mucho que él le gustara, ella no daría el primer paso, así que estaría a salvo de sus
propios impulsos.
Si él demostraba alguna intención, tendría que rechazarlo y no dejarle ver que
era vulnerable…
—¿Chocolate caliente?
Charlotte no lo había oído llegar y dio un bote.
—Siento haberte asustado —se disculpó él. Llevaba un albornoz corto azul
marino, que dejaba ver quince centímetros de brazo, se tensaba sobre su espalda y no
le cerraba en el pecho. Sólo un cinturón, firmemente apretado, le confería cierta
decencia. Al ver la expresión de ella, Simon se explicó.
—Por desgracia, Ben mide sólo un metro setenta y es muy delgado, esto es lo
único que he podido ponerme.
Estaba tan ridículo que ella soltó una risita.
—Ya te vale reírte de mí —protestó él.
—Lo siento —la disculpa fue seguida de otra carcajada incontenible.
El rostro de él se relajó y. un segundo después, reía con ella. Charlotte se
sorprendió. La mayoría de los hombre que conocía, odiaban que se rieran de ellos y,
desde luego, eran incapaces de reírse de sí mismos.
—¿Puedes tomar tu taza? —Simon le ofreció una de las que llevaba—. Si me
inclino o hago algún movimiento súbito, ofenderé tu modestia, sin duda.
Ella, acalorada, aceptó la humeante taza y, haciendo caso de la advertencia,
clavó los ojos en las llamas.
El chocolate estaba bueno y ella se meció mientras lo bebía; Simon tomaba el
suyo decorosamente apoyado en la repisa de la chimenea.
—¿Tienes suficiente calor? —preguntó él.
—Sí, gracias.
Ahogó un bostezo y lo miró. Tenía el pelo alborotado y se veía un principio de
barba en su mentón. Luchó contra el deseo de frotar la mejilla contra él y posar los
labios en su cuello. Él flexionó los hombros y la bata se abrió aún más. Fascinada,
contempló el movimiento de los músculos de su abdomen.
De pronto, comprendiendo que él la estaba mirando, volvió a fijar la mirada en
el fuego. Estaban en silencio, aparte del sonido del viento y la lluvia golpeando las
ventanas y el tictac de un anticuado reloj de sobremesa.
—Sí, gracias.
—Entonces, la cama es toda tuya. Iré a lavarme antes de apagar las luces.
La cama tenía un aspecto muy acogedor. Charlotte se metió dentro con un
suspiro y cerró lo ojos. Pero el viaje al cuarto de baño había convertido sus pies en
bloques de hielo y como sabía que el sofá era demasiado corto para él, la
combinación de frío y culpabilidad le impidió dormirse.
Sería una locura compartir la cama con él y sabía, instintivamente que era
demasiado caballero para aceptar que ella ocupase el sofá…
Seguía despierta cuando él regresó con sólo una toalla anudada a las caderas.
Llevaba un par de abrigos sobre el brazo y una botella de agua caliente. Fue hacia la
cama y ella, con pánico, simuló estar dormida.
—¿Duermes? —preguntó Simon, con voz suave.
Ella tenía los ojos cerrados, pero sabía que él estaba inclinado sobre ella,
mirándola. Notó que apartaba el edredón y sintió el calor de la botella de agua
caliente junto a los pies. Uno par de segundos después, oyó sus pasos en el suelo de
madera y soltó el aire que había estado conteniendo, sin darse cuenta.
Mirando entre las pestañas, lo vio apagar las lámparas de aceite, quitarse la
toalla y estirarse. Con el fuego iluminando su cuerpo desnudo, parecía un Apolo.
Ella tragó aire con fuerza. Vio que él sonreía y el destello de sus dientes.
—La próxima vez que simules dormir, acuérdate de respirar —comentó él con
soltura. Como no dijo nada, insistió—. ¿Por qué no duermes? ¿Hay algún problema?
—Tenía los pies fríos —musitó ella.
—Espero haber solucionado eso.
—Y me sentía culpable porque tuvieras que dormir en el sofá —añadió ella.
Un momento después, estaba sentado al borde de la cama, mirándola. Su
cabello, una cascada de rizos oscuros y sedosos se desparramaba sobre la almohada
blanca. El resplandor del fuego creaba luces y sombras en su rostro, e iluminaba sus
ojos.
—Eso podría remediarse, si te molesta. Pero tiene que ser decisión tuya.
Ella tragó saliva con fuerza. Estaba demasiado cerca, demasiado desnudo,
demasiado hombre.
—Pues… yo… yo… —tartamudeó ella.
—Es muy sencillo —dijo él con paciencia—. ¿Quieres que comparta la cama
contigo o no? —al ver que seguía dudando, añadió—. Como habrás visto, si has sido
tan incauta de mirar, tienes un poderoso efecto en mí; si contestas que sí, me temo
que no puedo prometer tratarte como a una hermana.
—¡Entonces contesto no! —exclamó ella, con un arrebato de sentido común.
—Muy bien —aceptó él—. Me conformaré con el sofá y un beso de buenas
noches.
Cuando Charlotte se despertó por segunda vez, estaba sola en la cama. Había
troncos llameando en la chimenea y desde la cocina llegaba un apetitoso olor a café.
Iba a levantarse para ir por su ropa cuando se abrió la puerta y Simon entró con
una gran bandeja de madera. Estaba vestido y su cabello rubio, aún húmedo de la
ducha, estaba perfectamente peinado.
—¿Tienes hambre? —preguntó.
—Muchísima.
—Lo único que he encontrado es café solo seguido de salchichas de lata y judías
con tomate. No muy apetitoso, pero hemos gastado tanta energía —añadió con
picardía—, que pensé que debíamos comer.
—Huele bien —dijo ella, intentando no sonrojarse.
—Sugiero que desayunes en la cama. Aún hace frío aquí fuera.
Ella, sintiéndose cuidada y querida, se incorporó sobre las almohadas. Él colocó
la bandeja en la mesilla.
—Te has cortado —dijo ella con ternura, viendo que se había afeitado y tenía
una gota de sangre en el mentón.
—No es nada. No suelo utilizar navajas de barbero, como Ben. Pero la barba
destroza una piel tan dedicada como la tuya; tienes zonas enrojecidas, y me moría de
ganas de volver a besarte.
Antes de que pudiera protestar, la tumbó de espaldas y gruñendo como un oso,
restregó el rostro por su pecho, chupando y mordisqueando. Mientras ella reía y se
retorcía impotente, siguió bajando hasta su cintura.
—Para —gimió ella, cuando llegó al ombligo.
—Apenas he empezado. Ni siquiera he llegado a los sitios realmente
interesantes.
—Por favor, para.
Capítulo 6
—Supongo que, como yo, preferirás una boda tradicional en la iglesia a una
ceremonia civil —la voz de Simon interrumpió sus pensamientos.
—Sí, lo prefiero —afirmó ella sin dudarlo.
—Bien —colocó los platos vacíos en la bandeja y siguió hablando—. No
tardaremos mucho en organizarlo todo. Necesitaremos una licencia especial. Pero mi
padrino, además de ser un viejo amigo de la familia, es arzobispo, y eso facilitará las
cosas. Hablaré con él en cuanto regresemos podremos casarnos en unos días.
—¡Unos días! —lo miró atónita—. Pero yo…
—El abuelo no tiene mucho tiempo, y me gustaría que nos viera casados.
—Pero está la tienda y…
—¿No puedes pedirle a tu ayudante que se ocupe de las cosas de momento?
—Supongo, pero…
—Entonces no debería haber problema. Con respecto a tu piso, puedes dejar tus
cosas allí, hasta que se celebre la boda. Después, cuando traslades tus pertenencias,
puedes darle el preaviso al casero y devolver las llaves.
—Dudo que haga falta. Estoy segura de que Sojo querrá quedarse con él —
afirmó ella.
—¿Sojo?
—Sojo Macfadyen, con quien comparto el piso.
—No sabía que lo compartías —la miró con sorpresa—. ¿Hombre o mujer?
—Mujer, claro.
—Es difícil saberlo, con un nombre como Sojo.
—Se llama Sojourner, pero se pone violenta si alguien la llama así.
—¿Cuánto tiempo lleva contigo?
—Casi dos años. Trabaja en una agencia de viajes.
—Entonces, supongo que os lleváis bien.
—Muy bien.
—En ese caso, ¿crees que accederá a ser tu dama de honor? —sugirió él.
Charlotte, estaba a punto de decir que sí cuando recordó las tradiciones.
—¿No deberíamos pedírselo a tu hermana antes?
—Lucy tuvo un accidente de coche hace unos meses —dijo él con brusquedad—
. Varias vértebras quedaron aplastadas y lleva en la cama desde entonces, con
muchos dolores.
—Yo… lo siento. Debe ser terrible para todos vosotros —gimió Charlotte,
impactada.
—Ha sido difícil, sobre todo para el abuelo, que siempre la ha querido mucho
—sus rasgos se suavizaron al ver la expresión horrorizada de Charlotte—. Lo afectó
mucho que nos dijeran que tal vez no volviese a andar. Pero Lucy tiene mucho coraje
y es luchadora. Después de un par de operaciones, está en casa y progresa. Pero
volviendo a lo de la dama de honor…
—Estoy segura de que a Sojo le encantará —le aseguró Charlotte—. Además, su
trabajo no será problema, está de vacaciones. Cuando vuelva al piso le…
—¿Cuándo pensabas volver? —cortó él.
—Hoy, más tarde.
—Imposible —afirmó él—. No voy a dejar que te apartes de mí hasta que
estemos casados.
Ella sintió un escalofrío de excitación ante esa muestra de posesividad. Sin
embargo, debía reafirmarse.
—Necesito volver a buscar ropa, y tengo que…
—Se me ocurre una idea mejor. Como la señorita Macfadyen tiene vacaciones,
cuando volvamos a casa telefonearé para invitarla a venir. Puedes pedirle que traiga
lo que necesites, enviaré un coche a buscarla.
—Tengo que hablar con Margaret de la tienda…
—Querida mía —se inclinó y deslizó los labios por su cuello—, ¿no podrías
hacer eso por teléfono?
—Supongo que sí —admitió ella, seducida por la caricia y las palabras de
cariño.
—Esa es mi chica —dijo él con júbilo, antes de besar sus labios.
Ella se abandonó al beso. Simon la amaba. No quería separarse de ella ni unas
horas. Eso debería acabar con cualquier duda que aún le quedase.
—¿Todo solucionado? —preguntó él, tras haberle quitado el sentido con sus
besos.
Ella asintió.
—¿Y eres feliz?
—Sí —la sobria respuesta no reflejaba el júbilo que inundaba su alma.
—Aunque me siento tentado de pasar toda la mañana aquí, haciéndote el amor,
será mejor que me ponga en marcha —acarició su mejilla con un dedo—. Si no, el
abuelo se preocupará por nosotros.
—¿Hay alguna posibilidad de arrancar el coche? —preguntó ella, mientras él se
ponía el abrigo.
—Una remota, pero si no lo consigo, volveré a pie.
Poco después, cuando Charlotte salió de la habitación con ropa interior limpia,
pantalones y el suéter morado, Simon, la esperaba.
—¿Lista? —preguntó, tras admirar su figura esbelta—. Entonces iremos a darle
la noticia al abuelo, ¿quieres?
Asintió con desgana. Aunque Simon parecía creer que su abuelo se alegraría,
ella lo dudaba. No había razón para que sir Nigel diera la bienvenida a su
aristocrática familia a una chica de clase trabajadora.
Todo había sucedido demasiado rápido. Seguramente pensaría que ella no
podía haberse enamorado de su nieto en tan poco tiempo. Incluso podría pensar que
iba detrás de su dinero…
—¿Estás nerviosa? —preguntó Simon, ante la puerta.
—Muerta de miedo —admitió ella.
—No tienes por qué estarlo.
—Pero, ¿y si no me acepta?
—Lo hará —dijo Simon con certeza—. Le encantaste en cuanto te vio.
—Gracias a Dios que están de vuelta —dijo la enfermera con un suspiro de
alivio, al abrir—. Sir Nigel está nervioso desde el desayuno…
—Simon, hijo —la voz de su paciente sonó por encima del murmullo—, ¿va
todo bien?
—Todo perfecto.
La enfermera se retiró, tras pedirles que no pasaran demasiado tiempo con él
para no cansarlo.
—Tuvimos problemas con el coche —explicó Simon—. En vista de la tormenta,
decidimos pasar la noche en la Casa del Búho.
—Muy sensato —aprobó sir Nigel.
—Tenemos buenas noticias, ¿verdad, querida? —dijo Simon, tomando la mano
de Charlotte.
—Sí.
—¿Te arrepientes?
—No. Ni tampoco antes de que se declarara.
—Eso es maravilloso —dijo Sojo lentamente—. Pero me preocupa que esto no
sea más que un rebote después de lo de Wudolf. Porque si lo es…
—No —interrumpió Charlotte—. Como tú dijiste, Rudy es atractivo y estaba a
punto de encapricharme, pero nada más…
—¿Así que no importa si te digo que llamó esta mañana preguntado por ti?
—No importa en absoluto. ¿Qué le dijiste?
—Que estabas pasando fuera el fin de semana, pero no dije dónde. Espero
haber hecho lo correcto.
—Sí. No me habría gustado que llamase aquí.
—Supongo que querrás decirle la verdad. ¿Qué harás? ¿Telefonearle o escribir?
—No puedo hacer ninguna de las dos cosas. No tengo dirección ni teléfono de
contacto.
—Bueno, supongo que volverá a llamar. Me gustaría ver su cara cuando le diga
que vas a casarte con alguien mucho más agradable —dijo Sojo.
—Espero que no se sienta dolido.
—No te sientas culpable. Sólo le dolerá el orgullo. Conozco a esa clase de tipos.
Por eso me alegra que hayas perdido el interés.
—En realidad, ahora veo que no estaba enamorada de él. Ni siquiera estoy
segura de que me gustase.
—¿Y Simon? ¿Estás enamorada de él?
—La respuesta es: locamente. Desde que lo vi.
—Y supongo que fue mutuo.
—Sí.
—Que romántico —Sojo suspiró—. ¿Lo sabe sir Nigel?
—Sí. Se lo dijimos al volver. Se alegró mucho, parece que le gusto. Él me
entregará al novio.
—Creí que estaba muy enfermo —apuntó Sojo.
—Lo está. Por eso Simon quiere que nos casemos cuanto antes. Va a pedir una
licencia especial para que la boda sea el miércoles o el jueves.
—No este miércoles o jueves? —jadeó Sojo.
—Sí…
—Vaya, desde luego no pierde el tiempo.
—Y me gustaría que fueses mi dama de honor. Y también a Simon, él lo sugirió.
Capítulo 7
—El abuelo tenía hermanas gemelas. Mara, la más joven, murió cuando tenía
siete años.
—¿Y ella es el fantasma? —adivinó Sojo.
—Eso se dice.
—¿Sigue rondando por la casa?
—No, no lo creo. Pero es posible que su espíritu lo hiciera durante un tiempo.
¿Quién sabe?
—Suena fascinante. Cuéntame más.
—Lo haré durante la cena. Voy a llevaros a cenar y bailar a Rumplestiltskins.
—Supongo que no hay posibilidades de que el coche vuelva a romperse de
vuelta —dijo Sojo con audacia, agitando las pestañas.
Simon miró a Charlotte y vio cómo se sonrojaba.
—Me temo que no. Si hay una cosa que he aprendido en la vida, es a no utilizar
el mismo truco dos veces.
El último retrato era de una pareja. Un hombre que se parecía a sir Nigel y una
mujer de pelo rubio y ojos verdes, con un rostro lleno de carácter.
—Tus padres —aseguró Charlotte.
—Sí. Como ves, me parezco a mi madre.
—Me preguntaba por qué eras rubio, cuando casi todos los Farringdon son
morenos —comentó Sojo—. Gracias por el recorrido. He disfrutado muchísimo.
—Ha sido un placer. Ahora, sugiero que Charlotte y tú vayáis a poneros
vuestras mejores galas, nos veremos en el vestíbulo dentro de media hora.
—Imposible. Reservo mi mejor vestido para la boda —bromeó Sojo.
—No lo hagas. El martes os llevaré a la ciudad a comprar ropa para la boda.
Alianza, traje de novia y velo, vestido de dama de honor, accesorios, todo —afirmó
Simon.
—Esto mejora por segundos. ¿Tienes alguna idea para mañana? —preguntó
Sojo.
—Mañana tendremos que hacer los preparativos para el miércoles. Coches,
catering, flores, organista, fotógrafo, invitaciones de última hora y demás.
—¿Es posible organizarlo todo tan rápido? —preguntó Charlotte.
—El dinero ayuda, supongo —Sojo le guiñó un ojo—. ¡Me encantan las bodas!
No lo había pasado tan bien desde que se casó mi hermana.
—No se hizo nada, sólo cortes y cardenales —dijo el anciano con amargura—.
En cambio Lucy sufrió lesiones internas y en la columna vertebral. No sólo perdió a
su bebé, sino también la esperanza de tener hijos.
—Eso debió ser terrible para ella —Charlotte lo miró horrorizada.
—¿Te gustaría tener familia?
—Sí, claro que sí.
—Me alegro. Eso significa que la línea de sangre de los Bell-Farringdon seguirá
adelante.
—Eso es importante para ti —comprendió Charlotte.
—Sí, querida. Muy importante.
—Siento mucho lo de Lucy…
—Fue un golpe para todos nosotros —admitió él—. Al perder a sus padres tan
jóvenes, Simon y su hermana siempre estuvieron muy unidos. Él haría cualquier cosa
por hacerla feliz. Cuando se enamoró de un hombre que ambos consideramos
despreciable y sin principios, Simon intentó convencerla de que no se casara con él.
Pero al final, se escaparon y se casaron en un registro civil. Después no tuvimos otra
opción que aceptarlo por el bien de Lucy…
Charlotte pensó que no iba a decir más, pero sir Nigel arrugó la frente y
continuó.
—Cuando llevaban unos meses casados, ella le pidió a Simon que le diera
trabajo. Simon accedió y lo situó en un puesto de confianza. Creo que se arrepiente
desde entonces. Por cierto, me alegro de que la señorita Macfadyen sea tu dama de
honor.
Captó la mirada de sorpresa de Charlotte y se explicó.
—Me gusta tu amiga. Tiene la misma actitud enérgica y realista ante la vida que
Lucy —suspiró—. O al menos la que tenía antes del accidente. Se llevarían muy bien
—su rostro se animó de nuevo—. Pero las últimas noticias son buenas. Los médicos
opinan que podrá volver a andar a principios de año. Querida, se está haciendo
tarde, y como es mala suerte que el novio vea a la novia antes de ir a la iglesia, yo te
pondré esto.
Levantó el Diamante Carlotta.
Ella se arrodilló ante la silla y él colocó la cadena alrededor de su cuello.
—¡Ya está! —exclamó con satisfacción—. Te queda perfecta.
—Tendré mucho cuidado, y lo devolveré en cuanto…
—No quiero que lo devuelvas —afirmó él—. Quiero que te lo quedes.
—Oh, pero yo…, yo no podría —tartamudeó ella.
—Insisto.
—¿No debería Lucy…?
—Aparte de que Lucy es una mujer rica, tiene las joyas de su madre —dijo sir
Nigel.
—Pero, ¿qué dirá Simon?
—Ya he hablado con él, y está de acuerdo.
—Pero es muy valioso, y además una joya familiar —insistió ella—. ¿Y si por
alguna razón nosotros…?
—Ocurra lo que ocurra, querida, el Diamante Carlotta es tuyo para siempre, y
Simon está de acuerdo. Ahora, márchate, nos veremos abajo.
Capítulo 8
—Nunca sabrás lo feliz que me has hecho —dijo él por el camino, agarrando su
mano. Ella se inclinó y besó su apergaminada mejilla.
—Yo temía que te molestara. Ha sido tan rápido…
—Quieres a mi nieto, ¿verdad?
—Sí —contestó ella.
—Estaba seguro de ello. Es maravilloso que todo haya funcionado bien y que
Simon y tú os caséis.
—Estos últimos tres días me ha parecido distante, inasequible… sobre todo
cuando estábamos solos —dijo ella—. No he podido evitar preguntarme si habría
cambiado de opinión.
—Créeme, si fuera el caso, lo habría dicho. No, estoy seguro de que te ama…
Ella suspiró con felicidad y alivio. En algunos momentos, había llegado a creer
que ni siquiera le gustaba.
—A su manera, sigue a rajatabla las convenciones, algo un poco anacrónico en
estos tiempos modernos. Pero es uno de los mejores hombres que conozco y estoy
seguro de que será buen marido y seréis muy felices juntos —le dio una palmadita en
la mano—. Cuando volváis de la luna de miel, hablaremos largo y tendido y todo
quedará claro.
Cuando llegaron a la iglesia, el chofer empujó la silla de ruedas hasta la puerta
principal, donde los esperaba el reverendo David Moss.
La vieja iglesia estaba llena de luz, sonido y color: música de órgano, montones
de aromáticas flores y raudales de luz que entraban por las vidrieras. En los bancos
había un puñado de trabajadores de la finca, vestidos con sus trajes de domingo.
Simon, guapísimo de gris perla y con un clavel crema en el ojal, esperaba ante el
altar. El padrino, que parecía tomarse su obligación muy en serio, estaba a su lado
con expresión concentrada.
Charlotte caminó hacia el altar dándole la mano a sir Nigel, cuya silla de ruedas
empujaba Sojo. De todos, sir Nigel y Sojo parecían los más felices.
Simon giró la cabeza para mirarla cuando llegó a su lado. Ella, animada por su
conversación con sir Nigel, le sonrió. Pero él no le devolvió la sonrisa.
—Queridos hermanos, estamos aquí reunidos… —empezó el vicario, tras
aclararse la garganta.
Durante el breve y sencillo sermón, Simon no miró a Charlotte una sola vez y
ella volvió a preguntarse si se arrepentía de su decisión.
—¿Tomas a esta mujer como legítima esposa, en…? Ella escuchó, concentrada
en las respuestas de Simon. Pero no hubo ni rastro de duda, inseguridad o
arrepentimiento. Contestó con firmeza, como si supiera exactamente lo que hacía y
deseara hacerlo. Más tranquila, ella hizo sus votos con voz clara.
Él le puso la alianza de oro en el anular y fueron declarados marido y mujer. En
respuesta al «Puede besar a la novia» del vicario, él rozó sus labios con los suyos.
—¡Bobadas!
—¿No irás a decirme que es la viva imagen del novio feliz?
—No. Pero los hombres reaccionan a las bodas de forma distinta —aseveró
Sojo—. Que no esté dando saltos no significa que haya cambiado de opinión.
Algunos hombres se toman esto muy en serio. Y puede que esté cansado; no olvides
que debe estar preocupado por su abuelo. En cuanto estéis de luna de miel, volverá a
ser el mismo, ya lo verás.
Charlotte, más animada, recogió el ramo y bajó a reunirse con Simon, que la
esperaba en el vestíbulo. Se despidieron juntos de sir Nigel que, aunque sonriente y
de buen humor, parecía agotado y dolorido.
—Pienso irme a la cama en cuanto os vayáis —aseguró, para tranquilizarlos.
—Llamaré a la enfermera —ofreció Simon.
—No hace falta. La señorita Macfadyen se ha ofrecido a ayudarme antes de
regresar a Londres. Venga, si no os vais, perderéis el avión. Buen viaje.
—Llamaré cuando aterricemos en Roma —dijo Simon.
—Benditos seáis. Este ha sido uno de los días más felices de mi vida. Querida,
ningún abuelo podría haberse sentido más orgulloso —le dijo a Charlotte cuando ella
se inclinó para besar su mejilla.
Sojo, que esperaba a un lado, se acercó para ocuparse de la silla de ruedas y, con
el resto de los invitados, siguieron a los recién casados al jardín.
Al llegar al coche, Charlotte se dio la vuelta y tiró el ramo de novia. Tal y como
había deseado y pretendido, Sojo lo atrapó y le tiró un beso con los dedos.
Subieron al coche y, tras un último saludo con la mano, pasaron bajo el arco de
chopos y se alejaron.
Ella había confiado en que una vez iniciaran el viaje, él la rodearía con un brazo
y la besaría. Pero no hizo nada de eso, se sentó mirando al frente, pensativo. Con al
menos treinta centímetros de distancia entre ellos, parecían dos desconocidos
obligados a compartir transporte en vez de dos recién casados.
Miró su perfil y sintió un fiero anhelo, casi doloroso. Y, al tiempo, un creciente
resentimiento por su forma de tratarla. Se dijo que estaba siendo injusta. Era posible
que estuviera tenso o cansado, además de preocupado por su abuelo, como había
dicho Sojo. Le correspondía a ella hacer el esfuerzo que los acercara.
—Sir Nigel ha estado maravilloso —aventuró—. No sé de dónde ha sacado las
fuerzas.
—Pura fuerza de voluntad —dijo Simon.
—Sólo espero que no se haya excedido.
—Estoy seguro de que sí, pero él eligió seguir hasta el final y, conociendo al
abuelo, nadie habría podido persuadirlo de lo contrario.
Sólo era consciente de esos dedos largos y fuertes que, sin pausa, llegaban al
centro de su ser; no tenía mente, estaba perdida en las sensaciones que él conseguía
provocarle.
—¿Lista para admitir que me deseas? —repitió él.
—Sí —dijo ella con voz pastosa.
—Quiero que estés segura. Mañana por la mañana no quiero arrepentimientos,
ni recriminaciones, ni insinuaciones de que te he forzado… Si quieres que me vaya,
me iré.
—No quiero que te vayas.
—¿Qué quieres?
—Quiero que me hagas el amor —gimió ella.
—¿Segura?
—Sí.
Mientras le quitaba el resto de la ropa y se desnudaba él, Charlotte esperó
impaciente, perdida, deseosa y dispuesta a darle lo que pidiera.
Él no pidió nada. Con una urgencia incontenible, sólo tomó. Pero dio en
abundancia. La fuerza de su cuerpo provocó corrientes de placer en ella, pura
electricidad. Un placer que estalló en una explosión de sensaciones y colores, como
un arco iris de fuego.
Cuando se retiró de encima de ella, se quedó quieta un momento, ciega, sorda y
atónita por la intensidad de lo sentido. Sin embargo, a pesar del placer, sentía una
amarga decepción. Había sido sólo sexo. Sexo fantástico, sin duda, pero nada más.
Su unión no había alterado nada. Había querido sentirse como una esposa,
amada, querida. Pero él se había apartado sin una palabra o un beso. Las lágrimas se
agolparon en sus ojos y se tapó el rostro con las manos.
—¿Qué pasa? —preguntó Simon—. ¿Te he hecho daño?
—No —ahogó un sollozo. Le había hecho mucho daño, pero no físico.
Descontento, él apartó sus manos y estudió su rostro a la luz de las velas. Lo
tenía pálido y tenso y sus bellos ojos grises estaban arrasados de lágrimas que se
esforzaba por contener.
—Quiero que me digas qué va mal —ordenó, impaciente.
—¿Qué podría ir mal? —preguntó ella con amargura.
—Eres mi esposa. Dijiste que querías que te hiciese el amor —dijo él, enfadado.
—Sí, sé que lo dije. Pero eso no ha sido amor. Sólo ha sido lujuria… No me has
tratado como a una esposa.
—¿Cómo te he tratado? —exigió él, tenso.
—Como a una fulana. Como a alguien que vale lo que se paga, pero indigna de
compromiso emocional.
Capítulo 9
Con un gran esfuerzo, dejó de llorar y se limpió las mejillas con el dorso de la
mano. Acababa de ponerse la combinación cuando entró Simon. Percibió su alivio al
verla, y adivinó que temía que hubiese huido.
Llevaba un albornoz azul marino, tenía los pies descalzos y el pelo húmedo y
alborotado. Se acercó y alzó su barbilla. Al ver su rostro, su expresión se suavizó.
—Lo siento —dijo—. Si no me hubieras puesto furioso mencionando a tu
anterior novio… —calló—. Lo siento. No tenía ningún derecho a tratarte así.
Una vez más, brotaron las lágrimas.
—No llores… Por favor no llores… —la abrazó con fuerza, apoyando su cabeza
en su pecho—. Nunca pretendí que nuestra noche de bodas fuera así.
Su preocupación la reconfortó. Pero aunque estuviera siendo amable, en
realidad ella no le importaba. Recordarlo fue como un jarro de agua fría. Se liberó,
alzó la cabeza y lo miró con tanta dignidad como pudo.
—Por favor, dime algo. ¿Por qué me pediste que me casara contigo? —
preguntó.
—¿Por qué crees tú?
—De eso se trata. No lo sé. No sé por qué querías casarte conmigo. No sé qué
sientes por mí…
—¿No quedamos en que fue amor a primera vista?
—Estos últimos días me has tratado con tanta frialdad que no creía ni que te
gustara, y menos que me quisieras —lo acusó ella.
—Si supieras lo que he tenido que luchar para no tocarte —rió él—. No ha
pasado un minuto en el que no deseara llevarte a la cama y hacerte el amor hasta que
ambos quedásemos saciados.
—Pero si sentías eso, ¿por qué no…?
—¿Por qué no lo hice? Tengo ciertos principios y, en las circunstancias, no me
parecía correcto.
Esa era la razón de su distanciamiento. Charlotte oyó cantos angelicales que
disipaban sus miedos.
—Ni siquiera me había planteado llevar a una mujer a Farringdon Hall antes —
siguió Simon—. Nunca he tenido la tentación de satisfacer ese tipo de deseos bajo el
techo de mi abuelo. Pero créeme, estos últimos días sí. Ninguna mujer se ha metido
bajo mi piel como tú, ni minado mi autocontrol. Es casi como una obsesión…
—¿Y eso te airaba? —preguntó ella, comprendiendo de repente.
—Uno de mis mejores amigos se obsesionó con una mujer. Terminó castrado
emocionalmente. Siempre juré que a mí no me ocurriría eso.
—Oh —exclamó ella, perpleja.
—Supongo que si se hubiera casado con ella, se habría acabado su obsesión —al
ver su expresión, siguió hablando—. Antes de que preguntes: No, ésa no es la razón
por la que me casé contigo. ¿Te sientes mejor?
Ella asintió.
—¿Qué te parece comer un poco? Hace una noche preciosa, podríamos dar un
paseo antes de acostarnos y empezar nuestra verdadera luna de miel.
—Sí, me gustaría —aceptó ella—. Pero si no te importa, prefiero ducharme
antes.
—Claro que no —sus ojos brillaron—. De hecho, como aún no estoy vestido, me
encantaría ayudarte.
La ducha fue una de las más largas y eróticas de su vida; él reavivó el deseo que
había creído saciado. Para cuando lamió las gotas de agua de sus pezones, mientras
la secaba, ardía por él. Pero él la ayudó a vestirse sin apagar la llama que había
encendido.
Después se sentaron a la mesa y comieron.
—¿Lista para dar ese paseo?
Si le hubiera sugerido irse directamente a la cama, habría accedido sin dudarlo,
pero como era demasiado tímida para proponerlo ella, asintió con la cabeza.
El aire era fresco y perfumado. El cielo azul oscuro estaba tachonado de
estrellas y la luna, en cuarto creciente, brillaba sobre los árboles.
Simon la llevaba agarrada por la cintura y, cuando se detuvieron a admirar las
ruinas de un viejo castillo, la besó con una dulzura y empeño que incrementó su
deseo de regresar a Villa Bernini.
Cuando lo hicieron, descubrieron que los restos de la cena habían sido
retirados, había velas nuevas y habían rellenado la estufa. Había una cafetera en la
mesita y una botella de brandy con dos copas.
Sentados en el sofá, bebieron café y el rico y dorado brandy antes de irse a la
cama a hacer el amor.
El sabía dónde tocarla para proporcionarle el placer más intenso; además de
sutil y sensible, era inventivo. Era capaz de satisfacer y reavivar su deseo a placer.
Antes de caer dormida en sus brazos, ella había vivido todas las fantasías
sexuales que había imaginado, y otras que no habría imaginado en un millón de
años.
Charlotte se despertó lentamente la mañana siguiente con una sensación de
plenitud. El sol iluminaba su rostro, y olía a pan recién hecho y a café. Suspirando, se
estiró con gusto. Era una esposa. Casada con el hombre al que amaba. Deseaba
gritarlo desde los tejados, compartir esa sublime felicidad con el mundo entero.
La ciudad eterna era aún más fabulosa de lo que ella había imaginado y el día
fue como un calidoscopio de visiones, sonidos e impresiones indelebles.
Echaron monedas en la espectacular Fontana de Trevi, pasearon desde la Plaza
de España hacia la Trinidad del Monti y visitaron el Panteón.
Cerca del Campo dei Fiori, en la parte más antigua de la ciudad, disfrutaron de
un sabroso almuerzo bajo una sombrilla de rayas azules y blancas. Iban a tomar café
cuando Simon, que iba a llamar a casa, descubrió que su móvil había desaparecido.
—¿Robado? —preguntó Charlotte preocupada.
—Eso me temo. Es una lata, pero es culpa mía. Debería haber tenido más
cuidado.
En cuanto acabó el café, entró al restaurante a utilizar el teléfono público.
Regresó unos minutos después.
—¿Cómo está tu abuelo?
—Por lo visto no ha sufrido efectos secundarios. Incluso ha desayunado bien.
Sonaba animado y me ha dado recuerdos para ti.
—Qué dulce de su parte. ¡Es fantástico que esté bien!
—Lo aprecias. ¿verdad?
—Sí.
—Eso me alegra mucho… ¿Más café?
Ella negó con la cabeza.
—Entonces sugiero que vayamos a ver el Foro.
Aparcaron el coche y cruzaron las magnificas pero melancólicas ruinas del
Foro, cubiertas de malas hierbas y fueron hasta el Coliseo. En el exterior había dos
puestos de flores, una fila de autobuses de los que bajaban montones de turistas y
varios coches de caballo.
A Charlotte le agradó comprobar que los caballos parecían bien cuidados y
sanos. De repente, Simon desapareció. Regresó un instante después con una rosa roja
en la mano.
—Gracias —con una sonrisa luminosa, se puso de puntillas para besarlo.
Por el rostro de él pasó una expresión que ella identificó como sorpresa y algo
más que no podía definir.
—¿Por qué has puesto esa cara? —preguntó.
—Pensaba en lo rara que eres.
—¿Rara? ¿En qué sentido?
—Una sola flor ha obtenido más respuesta que un anillo de compromiso.
—Ha sido un gesto encantador e inesperado —dijo ella; en cierto modo había
significado más que el anillo.
Tras una romántica cena a la luz de las velas, pasearon de la mano por la
cosmopolita Via Veneto, de regreso al coche.
Simon había estado cariñoso y atento durante la cena y Charlotte se sentía feliz
y sin dudas sobre su matrimonio. El día, lleno de placer y alegrías, quedó
redondeado por el delicioso viaje de vuelta a Costanzo.
Cuando salían del coche, la signora Verte salió corriendo de la casa, hablando en
italiano. Simon tensó la mandíbula, hizo algunas preguntas y después guió a
Charlotte escalera arriba, al apartamento.
—¿Qué ocurre? ¿Es tu abuelo? —preguntó ella.
—Eso me temo —contestó Simon, poniendo las maletas sobre la cama—. En vez
de despertarse de la siesta, entró en un semicoma. El médico no cree que viva hasta
mañana.
—¿Habrá un vuelo esta noche? —preguntó Charlotte, recogiendo sus cosas a
toda prisa.
—Ann, al no localizarnos, llamó a Michael Forrester. Él se puso en contacto con
Peter Raine, el piloto del jet de la empresa que, por suerte, estaba a este lado del
—Maria tenía diecisiete años y estaba embarazada cuando huyó. Sus padres se
desentendieron de ella. Al año siguiente, escribió al abuelo y le dijo que había tenido
una hija. No le dio dirección y no volvió a escribir, así que tras un par de intentos
fallidos, dejó de buscarla.
—Me avergüenza decir que me rendí… —interrumpió sir Nigel—. Cuando
supe que iba a morir, le pedí a Simon que intentara encontrarla, o a su hija…
—Yo tenía que ir a Estados Unidos —siguió Simon—, y contraté a un detective
privado. Para resumir, descubrió que Maria Bell-Farringdon se había convertido en
Mary Bell y se había casado con Paul Yancey. Y eso lo llevó a ti…
Charlotte se limitó a mirarlo, desorientada.
—Utilicé los libros de Claude Bayeaux como excusa para ponerme en contacto
contigo…
—Entonces, Maria era mi abuela —musitó ella asombrada, cuando recuperó la
voz.
—Sí. Eres mi sobrina nieta —sir Nigel apretó sus dedos. Ella, emocionada, se
inclinó para besarlo.
—Me alegra mucho que me encontraras, y que seamos parientes.
—A mí también, querida… Pero hay más que contar. Está el Diamante
Carlotta… —miró a Simon, implorándole que siguiera él.
—Ya sabes cómo llegó el diamante a la familia —Simon tomó la palabra—. Pero
no sabías que durante generaciones ha pasado a la mujer primogénita de la familia
en su decimoctavo cumpleaños. Debería haber sido de tu abuela y de tu madre, te
pertenece a ti.
—Por eso dijiste que era mío, pasara lo que pasara —le dijo ella al anciano, que
la observaba.
—Sí querida, es tuyo. Espero que cuando Simon y tú tengáis familia, vaya a
vuestra hija mayor… Que Dios os bendiga —como si se le escapara la fuerza, suspiró
y cerró los ojos—. No os entristezcáis por mí —susurró un momento después.
Media hora después, murió pacíficamente.
Recordó que el primer domingo, cuando hablaron de los planes de boda, sir
Nigel había querido que se quedase con él para charlar. Simon lo había impedido y
no entendía la razón. Su mente se llenó de preguntas importantes que requerían
respuestas.
Se duchó, vistió y bajó a buscar a Simon. Se encontró con el ama de llaves en el
vestíbulo. Parecía cansada y triste.
—El señor Simon está en la biblioteca. Ahora mismo iba a llevar una bandeja
con café y sándwiches, a no ser que prefiera un almuerzo caliente.
—No, gracias, Reynolds, eso estará muy bien.
Encontró a Simon sentado ante el escritorio, absorto. La miró con expresión
cauta.
—Cuando Sojo notó mi parecido con Mara no dijiste nada, e impediste a tu
abuelo que me contase la verdad —lo acusó. Él no intentó negarlo—. ¿Por qué?
—Pensé que si lo sabías, podrías cambiar de opinión con respecto a casarte
conmigo —dijo él.
—¿Por el Diamante Carlotta?
—Vale lo suficiente para convertirte en una mujer muy rica —señaló él.
—¿Qué diferencia habría supuesto eso? —gritó ella profundamente dolida—. A
no ser que pensaras que me casaba contigo por dinero.
—No, no pensaba eso. Pero todo iba muy bien y no quería arriesgarme.
—¿No crees que tenía derecho a saber que somos primos segundos?
—No lo somos.
—Si sir Nigel era mi tío abuelo y tu abuelo…
—Sir Nigel no era mi abuelo. Aunque me educó como su nieto, no hay vínculo
de sangre. Mi madre acababa de enviudar y se quedó embarazada cuando se casó
con mi padre. Lucy y tú sois Farringdon, yo no.
Charlotte, como si hubiera recibido una patada, lo vio todo con absoluta
claridad.
—Y como Lucy no puede tener hijos, te casaste conmigo porque tu abuelo te lo
pidió, para tener herederos de su sangre.
—Eso no es cierto…
—No dejaré que me utilices así —gritó ella, ignorando su protesta. Fue hacia la
puerta, pero Simon la detuvo.
—¡Escúchame! El abuelo se alegró por nuestro matrimonio, pero él no lo
instigó…
—¡No te creo! Sé cuánto significaba para él perpetuar la línea de sangre, y
cuánto significa para ti.
Intentó marcharse, pero él no soltó su brazo.
El entierro de sir Nigel fue discreto, como él había deseado, con la presencia de
un puñado de amigos y los trabajadores y empleados de la finca.
Sojo había pedido la mañana libre para asistir y Simon envió un coche a
recogerla. Era un día soleado y nadie se vistió de negro. En vez de un acto llorando
su muerte, se celebró su vida.
Después del entierro, Sojo tenía que irse y las amigas se abrazaron,
prometiendo llamarse al día siguiente.
—Tengo que decirte algo —susurró Sojo—. Mientras esperaba el coche esta
mañana, apareció Wudolf. Acababa de regresar de Estados Unidos y se moría por
verte. Cuando le dijo que eras la señora de Simon Farringdon, casi se cayó redondo.
¡Después se puso lívido!
—Cielos… ¿qué dijo?
—Obviando las palabrotas, dijo: Maldito sea Farringdon… Pero si cree que voy
a dejar que se salga con la suya, se equivoca. Sé por qué se casó con ella ese cerdo,
pero dudo que Charlotte lo sepa… —se marchó echando espumarajos por la boca—.
Me dio la impresión de que daría problemas. Aunque no imagino cómo…
Viendo que se acercaba gente, se despidió.
Capítulo 10
Entraron en una habitación con una cama reclinable y toda clase de equipo
médico. Pero ahí acababa el parecido con un hospital. Era una habitación alegre, con
una gruesa alfombra, cuadros en las paredes y cortinas de color amarillo. Junto a la
cama había dos sillones.
—¿Por qué no se sientan? Cuando prepare el té de Lucy, traeré tres tazas.
La joven de pelo oscuro que había sentada en la cama, ayudada por un polea
que colgaba del techo, parecía una niña. A Charlotte se le encogió el corazón.
—Hola, hermanita —Simon le besó la mejilla.
—Hola —contestó. Pero los ojos marrones, muy parecidos a los de su abuelo
miraban a Charlotte con odio.
—Charlotte, ésta es mi hermana, Lucy… —presentó él, aparentando no darse
cuenta.
—Yo… siento lo de tu abuelo —dijo Charlotte, anonadada por la mirada de
odio—. Lo apreciaba mucho.
—Lucy, ésta es mi esposa… —dijo Simon.
—¿Por cuánto tiempo? —exigió Lucy, con voz aguda.
—El resto de nuestras vidas —replicó él.
—No apostaría por ello. Él ha vuelto.
—Me preguntaba cuánto tiempo aguantaría lejos —Simon frunció el ceño—.
Pero ha sido suficiente.
—No creas que se ha rendido.
—No te preocupes —dijo Simon con voz gélida—. Se cómo conservar lo que es
mío.
—Ojalá supiera hacerlo yo —los ojos de Lucy se llenaron de lágrimas—. No sé
cómo se enteró, pero se puso furioso. Dijo que yo te había incitado a hacerlo. Pensé
que si estaba casada, él se conformaría conmigo. Pero me dijo que iba a dejarme, que
sólo volvía a hacer las maletas. Nunca había dicho eso antes.
—Sugiero que las tengas listas para él —Simon apretó la mandíbula—. En vez
de permitir que te deje, échalo.
—¿Cómo puedes decir eso cuando te has esforzado tanto para…? —calló de
repente al ver la mirada de advertencia de Simon.
—Nunca he ocultado que, en mi opinión, estarías mejor sin él.
—Pero es todo lo que tengo —las lágrimas se desbordaron—. Al menos, debería
intentar retenerlo.
—¿Por qué, si te atraía sexualmente? Debía atraerte, o no habrías salido con él.
—Sí me atraía, pero no me acuesto con un hombre sólo por eso —captó la
mirada irónica de Simon y, recordando la noche en la Casa del Búho, se puso roja—.
Nunca me he acostado con tu marido, ni en un hotel ni en mi casa.
—Ojalá pudiera creerlo, pero no puedo. Conozco a Rudy demasiado bien. Yo
no le sirvo de nada en este estado y enseguida se siente frustrado. Estoy bastante
segura de que consiguió lo que quería —insistió Lucy.
—No de mí. No estaba lista para dar ese tipo de paso.
—¿Quieres decir que nunca lo llevaste a casa contigo? —preguntó Lucy,
incrédula.
Charlotte titubeó, preguntándose si admitirlo.
—No servirá de nada, Charlotte —intervino Simon, observándola—. Sé que lo
hiciste. La noche de la fiesta de Anthony.
De pronto, todo encajó en su sitio.
—¡Eras tú! Eras tú quien me observaba —recordó el veneno de su mirada y se
estremeció—. Tú conducías el coche plateado que nos siguió a la fiesta de Anthony y
de vuelta a casa.
—Sí —admitió Simon con un suspiro—. Quería ver por mí mismo lo que estaba
ocurriendo.
—Entonces, sí lo llevaste a tu casa —acusó Lucy.
—Sólo esa vez.
—Como no sabías que estaba casado, nadie puede culparte. Pero necesito saber
la verdad —dijo Simon.
—No ocurrió nada —dijo Charlotte con desesperación.
—Quiero creerte, pero estuvo contigo casi dos horas, y cuando bajaste a
despedirlo estabas en bata. Te vi rodear su cuello con los brazos y besarlo. Él te
devolvió el beso.
—No puedo negar que nos besáramos —admitió Charlotte—. Pero eso fue todo
lo que hubo.
—¿Y cómo justificas el tiempo que pasasteis juntos en casa? —preguntó Lucy.
—Nos fuimos de la fiesta temprano —explicó Charlotte—. Me pidió que
volviera con él a su… al piso de Simon…, pero yo no quería, así que le sugerí que
viniera a cenar a casa. Sojo quería conocerlo, y…
—¿Sojo estaba allí? —exclamó Simon.
—Sí, por supuesto —confirmó ella. Oyó un inconfundible suspiro de alivio de
Simon—. Rudy estaba enfadado conmigo, así que pasó casi todo el tiempo hablando
con ella, mientras yo preparaba la cena.
—¿Por qué estaba enfadado contigo?
—La velada había sido un desastre y habíamos tenido una pequeña discusión.
Odio discutir y quería arreglarlo, por eso lo besé cuando se marchó.
—¿Estás diciendo que sólo fue a tu casa una vez? —exigió Lucy, reconcomida
por los celos.
—Me llevó a casa en un par de ocasiones, pero ésa fue la única que lo invité a
subir… Y como he dicho, todo fue de lo más inocente —se volvió hacia Simon—.
Puedes preguntárselo a Sojo, si quieres.
—No hay ninguna necesidad de eso —negó él con firmeza.
—¿Por qué no preguntárselo? —dijo Lucy—. ¿Crees que mentiría o intentaría
engañarnos?
—No. Aunque Sojo es una amiga leal, es demasiado honesta para hacer algo así.
Si no me equivoco, lo más probable es que diga: «Ocurrió así, y si no soportas la
verdad, es problema tuyo».
—Entonces, pregúntale. Veamos si sus historias concuerdan —insistió Lucy.
—Es innecesario —rechazó él—. Creo a Charlotte.
—Es obvio que Lucy no —apuntó Charlotte—, yo preferiría que le preguntaras
a Sojo.
—Si lo deseas de verdad, la llamaré esta noche —aceptó Simon, mirando a su
esposa a los ojos.
—Hazlo ahora —urgió Lucy—. Pregúntale directamente si tuvieron una
aventura.
—Estará en el trabajo —dijo Charlotte—. Es imposible saber quién contestará, y
se supone que lo empleados no deben recibir llamadas personales.
—¿Estás retrasando el momento para tener tiempo de avisarla? —los ojos de
Lucy destellaron.
—Claro que no —miró a Simon—. Podría probar a llamar a su teléfono móvil.
Suele olvidarse de apagarlo.
—Inténtalo, si es lo que quieres —aceptó él, pasándole el teléfono que había
sobre la mesilla.
Contestaron a la cuarta llamada.
—Sojo, soy yo —dijo Charlotte—. ¿Tienes un minuto?
—Si es algo importante, sí.
—Bastante. A Simon le gustaría preguntarte algo y te agradecería que le
contases la verdad —le pasó el teléfono. Él pulsó el botón del altavoz.
—Dispara —oyeron decir a Sojo un momento después.
—Quería preguntarte sobre Rudy.
—Lo suponía. Espera, será mejor que salga un momento… Vale… ¿Qué querías
saber exactamente? —preguntó.
sentido, pero dijo que sabía por qué te habías casado con ella y que no te saldrías con
la tuya. Era obvio que pensaba causar problemas y, teniendo en cuenta tus
preguntas, supongo que lo ha intentado.
—Una cosa más, ¿sabías que está casado?
—¡Casado! ¡El sinvergüenza! Le dijo a Charlotte que tenía un pisito de soltero…
Oh, cielos, me llaman. Tengo que volver a mi puesto corriendo. Adiós.
Con un suspiro, Simon colgó el auricular y miró a su hermana.
—¿Qué opinas ahora respecto a Charlotte?
—No estoy segura —admitió Lucy—. Puede que no lo quiera, pero si él sigue
deseándola…
—No creo que puedas culparla a ella de eso.
—Tienes razón, desde luego —miró a Charlotte, que estaba pálida—. Lo siento.
Te juzgué mal…
Pero Charlotte había dejado de escuchar cuando le dio el teléfono a Simon.
Había estado repasando la conversación previa.
«Me preguntaba cuánto tiempo aguantaría lejos. Pero ha sido suficiente», había
dicho Simon. «No creas que se ha rendido», le había advertido su hermana. «No te
preocupes. Sé cómo conservar lo que es mío».
Después, él había sugerido: «En vez de permitir que te deje, échalo», y ella se
había sorprendido: «¿Cómo puedes decir eso cuando te has esforzado tanto para…?»
Después recordó a Sojo repetir las palabras de Rudy: «Sé por qué ese cerdo se
casó con ella, pero dudo que Charlotte lo sepa…»
Todo encajó en su lugar: el motivo por el que Simon había precipitado el
matrimonio estaba clarísimo. Sintió un intenso y horrible dolor, hasta el punto de
quedarse sin respiración.
La noche que pasaron en la Casa del Búho, le había entregado todo su amor y
pasión, pero él ni siquiera la deseaba. Todo había sido parte de su plan para salvar el
matrimonio de su hermana.
En realidad, sí la había deseado. Recordaba el golpeteó de su corazón, la pasión
de sus besos… Pero había sido una seducción fría y calculada.
—Lo siento… siento haberte juzgado mal —repitió Lucy, alarmada por la
palidez de Charlotte.
Mortalmente herida, Charlotte se concentró.
—Siento que haya ocurrido todo esto. Ojalá Rudy nunca hubiera entrado en mi
tienda. Me gustaría borrar todo lo ocurrido en las últimas semanas.
Los hermanos volvieron a mirarse.
—Por favor, no culpes a Simon —pidió Lucy con ansiedad—, lo hizo por mí.
Cuando comprendí que Rudy iba en serio e iba a perderlo, me volví loca. Supliqué a
—Estaba en Estados Unidos cuando Lucy me pidió ayuda. Estaba como loca y
volví de inmediato —empezó Simon—. Mi detective te había localizado y fue una
desagradable sorpresa descubrir que la nueva amante de Rudy y tú erais la misma
persona. De no haber sido por esa complicación te habría dicho la verdad al
principio.
—Todo parece demasiada coincidencia.
—Sí, lo sé. Comprendí que Rudy debía habernos oído hablar al abuelo y a mí
sobre Maria, sus descendientes y el Diamante Carlotta. Sin duda, decidió buscarte él
para sacar provecho de una bella mujer, a punto de ser rica. Sin embargo, se enamoró
de ti. Si no hubiera ido en serio, Lucy no me habría llamado. Pensé en llegar a un
acuerdo económico contigo, pero comprendí de inmediato que no eras una mujer
que se pudiera comprar. Además, no tenía sentido; ibas a recibir el Diamante
Carlotta.
—Así que decidiste seducirme a toda prisa.
—Me pareció la única solución. No quería que Lucy sufriera más.
—Supongo que la «avería» del coche, formaba parte de tu bien pensado plan.
—Sí —admitió él, con voz queda.
—¿Cómo pudiste? —exclamó ella, recordando sus sentimientos aquella noche.
—No sabía qué clase de mujer eras —se defendió él.
—Creías que iba seduciendo a hombres casados.
—Admito que tenía prejuicios contra ti, pero descubrir que no tomabas
anticonceptivos me hizo dudar. No encajaba con la imagen que tenía de ti.
—Entiendo que quisieras proteger a tu hermana, no te culparía por ello si no te
hubieras sentido obligado a casarte conmigo —clamó ella con dolor.
—Quería casarme contigo.
—Para matar dos pájaros de un tiro —lo acusó—. Así salvaguardabas el
matrimonio de tu hermana y la línea de descendencia de los Farringdon.
—No me habría casado con una mujer a la que no amara por ninguna de esas
cosas.
—Me voy —dijo ella, ignorando su protesta.
—No insultaré a tu inteligencia diciendo que no puedo vivir sin ti, pero me
aterra la idea de tener que hacerlo. Por favor, quédate.
—Me gustaría que iniciaras los trámites de divorcio cuanto antes.
—¿Es eso lo que quieres de verdad?
—Sí —afirmó ella.
—Entonces, debes llevarte el Diamante Carlotta.
—No lo quiero —se puso en pie y fue hacia la puerta.
—Siempre supe que podrías querer irte cuando te enterases de todo. Pero
confiaba en que el abuelo tuviera razón al decir que me querías.
—Aunque así fuera, ¿para qué sirve el amor no correspondido?
—Pero yo te quiero —se acercó y tomó sus manos—. Es cierto que se me paró el
corazón al verte. Me dije que sólo era química sexual pero, después de hacerte el
amor supe que estaba atado a ti. Eras la mujer que quería a mi lado el resto de mi
vida. Mientras organizábamos la boda, empecé a desear haberte contado todo y darte
tiempo para pensarlo. Pero temía que me rechazaras al saber la verdad. Así que
decidí seguir adelante y rezar porque ocurriera lo mejor. Estaba en continua lucha
conmigo mismo. Me indignaba haberme enamorado de ti, en contra de mis deseos, y
tenía unos celos horribles de Rudy —apretó sus dedos—. Si te hubiera dicho la
verdad, ¿qué habrías hecho?
—Si me hubieras dicho que me querías, me habría quedado.
—Te lo digo ahora —miró en la profundidad de sus ojos—. Te quiero más de lo
que creía posible. Siempre te amaré. Por favor, créeme.
—Te creo —dijo ella, viendo el amor y la ansiedad que sus ojos no podían
ocultar. Él suspiró y la abrazó.
—No sabes cuánto significa eso para mí —dijo.
—Demuéstramelo.
—¿No he dicho siempre que eras una mujer muy práctica? —rió él. La dejó un
momento y echó el cerrojo. Después, la llevó a la alfombra que había ante el fuego.
—¿Al abuelo no le importará? —preguntó ella con seriedad.
—Muy al contrario —respondió Simon—. Estoy seguro de que lo aprobaría de
todo corazón.
—En ese caso… —se puso de puntillas para besarlo y empezó a soltarle la
corbata.
Fin.