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Diamantes de pasión

Lee Wilkinson
5º Serie Multiautor Cena a las ocho

Diamantes de Pasión (2006)


Título Original: The Carlotta Diamond (2005)
Serie Multiautor: 5º Cena a las ocho
Editorial: Harlequín Ibérica
Sello / Colección: Bianca 1657
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Simon Farringdon y Charlotte Christie

Argumento:
Aquel collar los había unido… y quizá también los separara…
Simon Farringdon tenía planes para la bella Charlotte Christie… que no
sospechaba que el collar de diamantes que adornó su cuello el día de su boda
significaba mucho más de lo que ella creía…
Simon no descubrió la inocencia de Charlotte hasta que ya fue demasiado
tarde y había conseguido llevársela a la cama para compartir una noche de
pasión. ¿Qué pasaría cuando ella descubriera que aquel collar era el único motivo
por el que se había casado con ella?
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Capítulo 1
Farringdon Hall, Old Leasham
Rudy acababa de llegar a la puerta de la habitación y alzaba la mano para
llamar, cuando oyó la voz grave y bien modulada de su cuñado y se detuvo para
escuchar.
—¿Qué quieres que haga exactamente? —preguntaba Simon.
—Quiero que intentes encontrar a Maria Bell-Farringdon, mi hermana —
contestó sir Nigel.
—Pero tu hermana murió, ¿no? —Dijo Simon con sorpresa—. ¿No murió muy
joven?
—Esa fue Mara, la hermana gemela de Maria. Nacieron en 1929, yo tenía tres
años, así que Maria tendrá más de setenta a estas alturas, si sigue viva…
Rudy, picado por la curiosidad, se quedó donde estaba, con la oreja pegada a la
puerta.
—La vi por última vez en noviembre de 1946. Tenía diecisiete años, estaba
embarazada y soltera. A pesar de la presión familiar, se negó a delatar al padre y,
tras una terrible pelea, en la que fue acusada de llevar la desgracia a la familia,
desapareció sin dejar rastro. Nuestros padres no volvieron a mencionar su nombre.
Pero en marzo de 1947 me escribió en secreto, diciendo que había dado a luz a una
niña. La carta tenía matasellos de Londres, vivía en Whitechapel, pero no dirección.
Reuní tanto dinero como pude, estaba en la universidad en esa época, con la
esperanza de que volviera a ponerse en contacto conmigo. Pero no supe más de ella.
Cuando mis padres murieron hice un par de intentos de encontrarla, sin éxito. Debí
seguir probando, pero lo dejé pasar. Supongo que me consideraba inmortal… Pero el
médico dice que viviré tres meses como mucho, así que es urgente que encuentre a
Maria o a su hija.
—¿Puedes decirme por qué? —preguntó Simon.
—Por supuesto —dijo sir Nigel a su nieto—. Tienes derecho a saberlo. Abre mi
caja fuerte, conoces la combinación, y saca el joyero de cuero que hay dentro…
Se oyó un movimiento y sir Nigel siguió hablando.
—Ésta es la razón. Se conoce como el Diamante Carlotta. A principios del siglo
XVI, un noble italiano que se lo regaló a Carlotta Bell-Farringdon de quien estaba
locamente enamorado. De generación en generación, ha pasado a la primogénita de
la familia en su decimoctavo cumpleaños. Mara tenía un defecto cardíaco y murió de
niña; el diamante debería haberlo recibido Maria, y después su hija. Aunque han
pasado muchos años, es una injusticia que me gustaría solventar antes de morir, por
eso quiero que la busques.
—Haré cuanto pueda, pero estoy muy ocupado con la fusión con la empresa
americana; mañana debería ir a Nueva York. Pero si quieres que me concentre en
buscar a Maria, enviaré a alguien en mi lugar —ofreció Simon.

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—No, no… Haces falta allí. Las negociaciones son muy delicadas y no me
gustaría que se echaran a perder.
—En ese caso, contrataré a un detective privado para que empiece las
pesquisas, con toda discreción, claro.
—Sí. De hecho, todo tiene que ser secreto. Nadie debe enterarse —advirtió sir
Nigel.
—¿Ni siquiera Lucy?
—Ni Lucy. Para empezar, preferiría que Rudy no se enterase y, además, sé que
una de sus amigas es periodista. Lo último que quiero es ver la historia en las
columnas de cotilleo. Siempre exageran estas cosas, y me molestaría que se
convirtiera en un escándalo.
Rudy, vengativo, pensó que el autocrático viejo se merecería que hubiera uno.
Le encantaría ver a sir Nigel, a su adorado nieto y a toda la familia Bell-Farringdon
sufrir una humillación.
—En cualquier caso, habrá que tener cuidado —dijo Simon—, ocultar la razón
de la búsqueda hasta estar seguros de haber encontrado a la persona correcta.
—Tienes razón, desde luego. El diamante Carlotta tiene un valor incalculable y
no me gustaría arriesgarme a que una impostora intentara apropiarse de él.
—No tenemos muchos datos, y es muy posible que Maria cambiara de nombre.
Sin embargo, la tecnología moderna nos facilitará las cosas.
—Buenos días, señor Bradshaw —la voz de la enfermera hizo que Rudy girase
en redondo y casi dejara caer los libros que sujetaba—. ¿Se marcha?
—No, estaba a punto de llamar —incómodo al ver la mirada glacial de la
enfermera, añadió—. Pensé que sir Nigel podría estar dormido y no quería
molestarlo.
—El señor Farringdon vino a verlo después del desayuno, y creo que aún está
dentro —la enfermera entró en la habitación contigua. Rudy, maldiciendo su mala
suerte, llamó a la puerta.
—Adelante —dijo sir Nigel.
Rudy entró presuroso, para dar la sensación de que acababa de llegar. Sir Nigel,
recostado sobre las almohadas no pareció complacido al verlo. Simon clavó en él sus
ojos verde pardo e hizo un gesto con la cabeza. Rudy, tragándose su rabia, le
devolvió el saludo.
Siempre se sentía amenazado por el atractivo y masculinidad de Simon, por su
aire de poder y autoridad. Miró al anciano que había en la cama.
—¿Cómo se encuentra hoy, sir Nigel?
—Todo lo bien que se puede esperar, gracias.
El viejo diablo apenas era cortés. A pesar de que llevaba casi tres años casado
con la nieta de sir Nigel, no lo trataba con tanta cordialidad como al resto de la
familia.

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—Lucy quería devolverle los libros que le prestó, y me pidió que los trajera de
camino a la ciudad.
—¿Cómo está mi querida nieta?
—Progresa bien desde que está en casa.
—¿Quieres sentarte? —ofreció sir Nigel, con obvio esfuerzo.
—Gracias, pero debo irme —Rudy nunca se sentía cómodo en la mansión—.
Como sabrá por Simon, en el banco tenemos mucho trabajo. Además de lo habitual,
tenemos reuniones todas las tardes durante las próximas semanas. Y después, el viaje
de vuelta a casa. En épocas como ésta, desearía no haber renunciado a mi piso.
Era una queja habitual. Había pasado demasiadas noches en la ciudad y Lucy,
sospechando que tenía otra aventura, lo había presionado para que dejase el piso.
—Tengo que volar a Nueva York mañana; si necesitas quedarte en la ciudad
alguna noche durante las próximas dos o tres semanas, puedes utilizar mi piso —
ofreció Simon, demostrando que tenía un lado humano.
—Eso sería una gran ayuda.
—Te daré las llaves antes de irme.
—Gracias. Bueno, me voy —dijo Rudy.
—Dale recuerdos a Lucy —pidió sir Nigel.
—Lo haré.
Rudy, pensando en lo que había oído, cerró la puerta y bajó las escaleras. El
tenía que trabajar para ganarse la vida y el viejo pretendía regalar un valioso
diamante. Probablemente, a una mujer a quien no conocía.
No era justo.
Mientras conducía hacia Londres, dio vueltas al asunto. Tenía que haber una
manera de sacar provecho a la situación. Si conseguía encontrar a Maria y a sus
descendientes antes de que Simon regresara de Estados Unidos, tendría ventaja y, tal
vez, opciones lucrativas.
Si eso fallaba, podría matar dos pájaros de una piedra: conseguir algo de dinero
y vengarse, vendiendo la historia a la prensa. Debía valer unos cuantos miles.
«Familia aristocrática… Secretos… Diamante de valor incalculable…», casi veía
los titulares, «Barón al borde de la muerte busca a heredera embarazada que huyó de
la ancestral mansión en 1946…»
Simon sospecharía quién había sido la fuente de información, pero mientras ni
él ni sir Nigel pudieran probarlo… Rudy sonrió satisfecho.
Aunque nada le gustaría más que ver a esa pareja retorcerse, el instinto le decía
que la primera opción podía ser más beneficiosa, así que empezaría por ésa.
En cualquier caso, lo que había oído le daría la oportunidad de humillar a los
Bell-Farringdon, que nunca lo habían considerado lo bastante bueno para Lucy…

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Wall Street, Nueva York

Diez días después, Simon Farringdon recibió un informe del detective privado:

He podido establecer que después de desaparecer, Maria Bell-Farringdon cambió su


nombre a Mary Bell.
Revisé los registros disponibles y he descubierto que en marzo de 1947, en el distrito de
Whitechapel, una Mary Bell inscribió el nacimiento de una hija:
Emily Charlotte, de padre desconocido.
Seguí investigando y descubrí que en 1951 la misma Mary Bell se casó con un hombre
llamado Paul Yancey, que adoptó a su hija.
Emily Yancey se casó con un hombre llamado Bolton en 1967, sin embargo, se
divorciaron diez años después. En 1980, Emily tuvo una hija que inscribió como «de padre
desconocido». Emily murió seis meses después. La niña, llamada Charlotte, fue adoptada por
el señor y la señora Christie…
Bayswater, Londres

—¿Cómo estoy? —Charlotte estaba nerviosa, algo desacostumbrado en ella. El


vestido de chiffón color lila, que había comprado durante la media hora que tenía
para el almuerzo había parecido razonablemente sobrio en la tienda. En ese
momento, la falda asimétrica le parecía más corta y el escote más profundo.
—Tan guapa que da asco —dijo su compañera de piso, mirando el precioso
rostro con forma de corazón, el sedoso pelo oscuro, y los luminosos ojos grises.
—No, en serio.
—Hablo en serio. Mataría por unos pómulos como los tuyos, y tu pelo rizado,
por no hablar de tus orejas. Siempre he pensado que las orejas bonitas son sexys.
—Tus orejas no tienen nada malo —dijo Charlotte.
—Ni nada bueno. Son grandes y los lóbulos son tan largos que parezco un
Spaniel. Tus orejas son pequeñas y apenas tienen lóbulo.
—Y es un incordio. Me resulta difícil llevar pendientes. Pero hablaba del
vestido; ¿está bien?
—¿Bien? Espero que ese tipo no sufra del corazón…
Las dos chicas habían sido compañeras de piso desde que, hacía casi dos años,
Charlotte abrió la puerta a una chica alta, delgada con pelo rubio de punta y rostro
fino e inteligente.
—Vengo de la casa de al lado, de ver a Macy —había anunciado la chica—. Me
ha dicho que tenías un piso de dos dormitorios y estabas pensando en compartir.

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—Es cierto —dijo Charlotte—. Entra… Como ves, la sala no es muy grande,
pero los dormitorios no están mal, el cuarto de baño es razonable y la cocina también
—abrió las puertas mientras hablaba.
—A mí me parece un paraíso comparado con el estudio en el que llevo viviendo
seis meses —la miró con curiosidad en sus ojos azules—. ¿Por qué quieres compartir?
Si yo fuera tú, preferiría estar sola.
—Yo también —admitió Charlotte con sinceridad—. Pero no tengo otra opción.
—Macy, que trabaja en la misma empresa de viajes que yo, me ha dicho que
eres la dueña de la librería de la planta baja, ¿no?
—Es alquilada y, hasta que suban las ventas, me costará pagar la renta. Necesito
algo de ayuda.
—¿Cuánta ayuda?
Tras pensarlo un momento, Charlotte le dijo la cifra que consideraba razonable.
—Bueno, si crees que podríamos llevamos bien, tu problema está resuelto.
Pagaré bien, lo prometo, y no monopolizaré el baño ni la cocina, no me gusta guisar.
—Me parece bien —dijo Charlotte.
—¡Genial! Por cierto, me llamo Sojourner Macfadyen. Pero si me llamas
Sojourner, tendré que asesinarte.
—¿Cómo quieres que te llame? —Charlotte sonrió.
—Sojo irá bien.
—¿Cuándo quieres instalarte, Sojo?
—¿Pasado mañana? —al ver a Charlotte asentir, añadió—. Creo que funcionará
pero, si no es así…
—¿Qué parece bien un mes de preaviso por cualquiera de las dos partes? —
sugirió Charlotte.
Había funcionado y se habían convertido en buenas amigas. Incluso cuando la
tienda empezó a tener beneficios y Charlotte pudo permitirse contratar a una
ayudante, Sojo siguió allí.
—¿Quién es tu cita, por cierto? —preguntó Sojo. Bajó la voz y susurró—. ¿Sigue
siendo el hombre misterio?
—No sé a qué te refieres —dijo Charlotte, con expresión de inocencia.
—Me refiero a ese sobre del que no sueltas prenda.
—No digas tonterías.
—¡Oh, paciencia! Llevas días con estrellitas en los ojos, andas como si flotaras
sobre el suelo y no has dicho ni una palabra sobre él. Imagino que es un él ¿no?
—¡Claro que es un él! —clamó Charlotte, indignada.
—Pues venga, habla. Cuéntalo todo.

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—No hay mucho que contar.


—¡Basura! Tienes aspecto de mujer a punto de enamorarse. No sé si sujetarte o
darte un empujoncito. ¿Cómo se llama? ¿Paul, David, Jeremy?
—Rudolf —confesó Charlotte. Sojo soltó una risa.
—Un nombre un poco sensiblero, Rudolf —lo pronunció Wudolf—, excepto
para un reno de Santa Claus.
—Sus amigos lo llaman Rudy.
—Bueno, es lógico, ¿no? Cualquier cosa es preferible a Wudolf. ¿Cómo es?
—Bastante especial. Es…
—¡Te estás sonrojando! Santo cielo, vas en serio.
—¿Quieres saberlo o no? —preguntó Charlotte con exasperación.
—Soy toda oídos… Sigue.
—Es delgado y más o menos de mi altura…
—Me preguntaba por qué habías empezado a usar zapatos bajos. ¿Rubio o
moreno?
—Tiene el pelo negro y rizado, y ojos marrones.
—¿Guapo?
—Sí.
—¿Sexy?
—Mucho.
—¿Rico?
—Viste bien y tiene un «pisito de soltero», como él dice, en Mayfair.
—Entonces, de pobre nada. ¿Has estado en su piso?
—No.
—¿Te ha invitado a ir? Sí, claro. ¿A qué se dedica?
—He descubierto, por accidente, que trabaja en uno de los principales bancos
mercantiles.
—¿No será uno de los jefes, verdad? —Sojo silbó entre dientes.
—No creo. Pero para tener sólo veintiséis años, parece estar bastante alto en el
escalafón.
—¿Cómo se apellida?
—Brasdshaw. Sólo lleva tres años en Inglaterra, es americano.
—¿Cómo lo conociste?
—Entró en la tienda hace unas semanas, para echar un vistazo. Charlamos un
rato y me invitó a salir con él.

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—Chico rápido. ¿Ya te has acostado con él?


—¡Desde luego que no!
—¿Quieres hacerlo? —Sojo sonrió con complicidad.
—Sí —admitió Charlotte.
—¿Y por qué no lo has hecho? No me digas que no ha intentado persuadirte.
—No he aceptado —Charlotte se sonrojó y lanzó una mirada amenazadora,
para que no hiciera comentarios.
—Si los dos os gustáis, ¿por qué no lo haces?
—Es demasiado pronto. Aunque me guste, no puedo irme a la cama con un
hombre a quien apenas conozco.
—Eres tan anticuada que a veces dudo que vivas en el mundo real —Sojo soltó
un suspiro—. Si te descuidas, acabarás siendo una virgen disecada.
—Sólo hemos salido juntos cuatro o cinco veces.
—¿Nada más? Me sorprende que no quiera verte más a menudo.
—Sí quiere. Pero apenas tiene tiempo libre. En su sector las relaciones sociales
son muy importantes, y suele tener compromisos de trabajo: cenas con clientes y eso.
Lo de hoy ha sido suerte, se ha escapado.
—¿Dónde vais? Debe ser un sitio especial, si te has comprado un vestido. ¿O ha
sido en honor de Wudolf?
—Va a acompañarme a una cena en St John’s Wood, que da Anthony Drayton
—explicó Charlotte.
—¿El agente literario?
—Sí. Da una todos los años. Invita a medio Londres, a toda la gente importante.
Sus fiestas siempre son temáticas. El año pasado coincidió con la luna nueva, y pidió
a todas las mujeres que llevasen algo plateado.
—¿Qué tema tiene este año?
—La luz de las velas.
—Espero que haya alertado a los bomberos —comentó Sojo con ironía.
—Tú vas a salir, supongo.
—No. Estaré aquí solita.
—¿Por qué no vienes con nosotros? Estoy segura de que a Anthony no lo
molestará.
—No es Anthony quien me preocupa.
—A Rudy tampoco.
—Eso es una mentira descarada, y aunque no lo fuera odio hacer de carabina.
—Me sorprende que no salgas con Mark. Parecía muy interesado.

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—Demasiado. Es un tocón. Me harté de quitarme sus manos de encima y lo


largué —vio que Charlotte recogía el bolso y una estola plateada—. ¿Vas en taxi?
—No, Rudy viene a recogerme. Llegará enseguida.
Sojo se sentó en la ventana mirador, desde donde podía ver ambas direcciones
de la calle.
—¿Por qué no le pides que suba a tomar algo cuando te traiga a casa?
—Sí, puede que lo haga. Ya va siendo hora de que Rudy y tú os conozcáis.
—¡Entonces va en serio!
—No estoy segura.
—Le echaré un vistazo antes de desaparecer, no sin mencionar que tengo el
sueño muy profundo.
—¡No te atrevas! —exclamó Charlotte.
—Bromeaba. Ahí llega… Al menos, un coche elegante acaba de aparcar delante
de la casa. Está saliendo un hombre con pelo oscuro y rizado. ¡Mira a la ventana! —
soltó un suspiro acaramelado—. Oh, Romeo, Romeo…
Charlotte agarró el bolso y la estola y salió.

Hacía frío, el cielo estaba gris y había neblina. Las farolas proyectaban un
resplandor dorado en el pavimento húmedo.
Rudy la esperaba en la acera. Tomó su mano, la atrajo y la besó con pasión. Un
momento después, segura de que Sojo estaba observando, Charlotte se apartó.
Rudy maldijo para sí mientras subía al coche. Estaba al borde de la
desesperación. Necesitaba progresar antes de que volviera Simon, apenas quedaba
tiempo.
Pero Charlotte era distinta a todas las mujeres que había conocido y, de
momento, por miedo a asustarla, se había obligado a ser paciente. Su experiencia le
decía que estaba a punto de enamorarse de él, y había llegado la hora de actuar.
Tenía el piso de Mayfair a su disposición y tenía la esperanza de hacerla su amante
esa noche.
Eso incrementaría sus posibilidades de quedarse con ella. Estaba seguro de que
era el tipo de mujer que seguiría con él una vez se comprometiera.
Y lo deseaba con anhelo.
No se trataba de una aventura más, ni de que ella fuera a hacerse rica, aunque
eso era un incentivo. Por primera vez en su vida estaba loco por una mujer, incapaz
de concentrarse, comer o dormir; sólo pensaba en ella. La fría recepción de su beso lo
había molestado.

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Aun así, tenía toda la velada por delante. Si no había perdido su habilidad, la
encandilaría. Con una boca como la suya, y la sensualidad que percibía en ella, no
podía ser fría…

Cuando llegaron a la gran casa del anfitrión, Rudy se estremeció. El


aparcamiento estaba lleno de coches de prestigio. Se preocupó aún más cuando un
mayordomo abrió la puerta y resultó obvio que la fiesta era todo un evento.
Tras el vestíbulo se veía una enorme habitación iluminada por velas, atiborrada
de gente elegante y muy conocida.
Charlotte le había sugerido ir a la fiesta y había aceptado porque esperaba un
evento oscuro, discreto y literario. Pero era mucho más grande y menos «privada» de
lo que esperaba. Había cometido un gran error yendo y cuanto antes escapara, mejor.
Si alguien lo reconocía y avisaba a Simon…
Se quitaron los abrigos y el anfitrión, de pelo plateado, acudió a darles la
bienvenida. A Rudy con cortesía, a Charlotte con entusiasmo.
—Querida, estás preciosa. Me alegra que hayas podido venir. La última vez que
te invité, me fallaste.
—No encontré acompañante.
—Ah, eso no me lo creo. Pero si vuelve a ocurrir en el futuro, ven de todas
formas, te prometo que no te dejaré sola un segundo —Anthony le guiñó un ojo.
—Tu esposa podría tener algo que decir al respecto —bromeó Charlotte.
—Hay veces que desearía haberme quedado soltero —suspiró Anthony.
—Eso sí que no lo creo.
—Tocado —sonrió él.
—Estoy segura de que sabes que en el mundo literario vuestro matrimonio se
considera un ejemplo de perfección.
—La verdad es que no debe haber muchos mejores —admitió él—. Creo que
todos los hombres deberían tener una esposa, ¿no crees? —miró al acompañante de
Charlotte como si buscara apoyo masculino. Como Rudy no contestó, miró a
Charlotte—. ¿Qué opinas de nuestra noche temática?
—Me encanta. Las velas crean una atmósfera muy íntima.
—¡Eres una romántica! Siempre lo había sospechado, a pesar de ese aire frío y
profesional que te das. Hay mucha gente a la que conoces, así que podéis mezclaros
con ellos o, si lo prefieres, os presentaré a algunos de nuestros nuevos autores.
—Prefiero pasear por ahí, creo —dijo Charlotte.
—En ese caso, id por unas copas de champán —aceptó Anthony, besándole la
mano.

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Varias personas que conocían a Charlotte los saludaron y ella presentó a su


guapo acompañante con orgullo. Pero aunque Rudy sonreía y saludaba con
educación, pronto resultó obvio que estaba incómodo y odiaba cada segundo que
pasaba allí.
Ella se preguntaba por qué, dado que las conversaciones eran intrascendentes,
cuando unos murmullos indicaron la llegada de la prensa.
—¡Diablos! —farfulló Rudy. Era una posibilidad que debería haber previsto.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella, viendo pánico en sus ojos marrones.
—Malditos fotógrafos.
—No creo que estén mucho tiempo aquí. Pero tienen que cubrir la fiesta, es
buena publicidad.
—¿Te importa que desaparezca un rato? —Le susurró él al oído—. Si mi foto
aparece en el periódico y mis jefes descubren que no he asistido a una cena de
negocios por venir aquí, podría tener problemas.
—Desde luego, vete —musitó ella, sintiéndose culpable por haberlo convencido
para acompañarla. Él dejó la copa vacía en una mesa y se perdió entre la gente.
Como si su marcha lo hubiera propiciado, el pequeño grupo con el que habían
estado se dispersó. Algunos, esperando verse en los periódicos, fueron hacia los
fotógrafos. Otros se dirigieron a la habitación contigua, en la que se había servido
una cena bufé y un músico tocaba el piano.
Charlotte, decidiendo esperar donde estaba hasta que regresase Rudy, aceptó
otra copa de champán, se apoyó en la pared y se dedicó a observar a la gente.
Sonreía, divertida por cómo intentaban llamar la atención los que querían ver
su foto publicada, cuando un sexto sentido le dijo que estaba siendo observada.

Entre las sombras, Simon Farringdon pensó que era la mujer más deliciosa que
había visto. No era extraño que Rudy pareciese loco por ella. Incluso el anfitrión,
felizmente casado, parecía estar bajo su influjo.
—¡Qué sorpresa! Pensé que seguías en Nueva York
—Anthony lo había saludado con calidez.
—Acabo de regresar.
—Me alegro. Si sigues buscando a la mujer perfecta, te presentaré a Charlotte
Christie. Además de ser agradable, es una belleza. Por desgracia, ha venido con un
acompañante bastante hosco.
—Entonces, mejor no —dijo Simon—. Es mejor evitar escenas incómodas.
—Charlotte es sin duda una mujer por quien cualquier hombre pelearía —había
dicho Anthony.

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Simon pensó que no se había equivocado. La boca, los bellos ojos un poco
achinados y los pómulos altos le conferían una belleza hechicera que podía convertir
a los hombres en esclavos. Al menos a algunos.
Él no tenía intención de ser uno de ellos, aunque sentía una fuerte atracción
sexual por ella.
Lucy, temiendo que esa vez Rudy estuviera metido en algo más serio que una
aventura y la abandonase, le había pedido ayuda. Él había pensado buscar a la chica
y pagarle para que lo dejara.
Había sido una desagradable sorpresa que el último amor de Rudy y la nieta de
Maria fueran la misma persona. Comprendió que la mañana que Rudy devolvió los
libros a su abuelo debía haber oído lo suficiente para interesarse en encontrar a Maria
o a sus descendientes.
Era obvio que no había perdido el tiempo, y había conseguido a una bella
amante, si habían llegado tan lejos, que pronto dispondría de una fortuna.
Pobre Lucy.
Simon no permitiría que Rudy se saliera con la suya. Costara lo que costara,
pondría fin a la aventura.
La prensa estaba a punto de marcharse. Charlotte seguía sintiendo la sensación
de ser observada; un extraño cosquilleo en la nuca. Giró la cabeza un poco y vio a un
hombre entre las sombras que la miraba.
Sus ojos se encontraron un instante. Ella dio un respingo; si no hubiera estado
en una sala llena de gente, habría echado a correr…
—Siento haber tardado tanto —Rudy apareció a su lado—. Pensé que esos
malditos fotógrafos no se irían nunca —se fijó en su expresión—. Si estás molesta…
—No lo estoy.
—Tienes aspecto de estarlo.
—No contigo. Un desconocido me estaba mirando.
—Con un rostro como el tuyo, deberías estar acostumbrada a que te miren los
hombres.
—Esto ha sido distinto. Estaba allí —miró hacia la esquina y estaba vacía—. Se
ha ido.
—Entonces, no hay por qué preocuparse. Debía estar pensando en venir a
charlar contigo y cuando me vio llegar cambió de opinión.
Ella deseó creerlo, pero no pudo. En la mirada del hombre no había nada
seductor; había sido fría y aguda, letal como un estilete. Se estremeció.
—Pareces muy afectada —comentó Rudy con sorpresa. Decidió aprovechar la
oportunidad—. Mira, no hace falta que nos quedemos a cenar. Es obvio que no estás
disfrutando de la velada. ¿Qué te parece si vamos a mi casa? —al ver que ella
empezaba a negar con la cabeza, añadió—. Si tienes hambre, podemos parar a tomar
algo.

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—Tengo una idea mejor. ¿Por qué no me llevas a casa, subes y te preparo la
cena?
Él titubeó. Acabar en casa de ella no era lo que tenía en mente, pero seguía
siendo un gran paso hacia delante. Era la primera vez que lo invitaba; así que su
compañera de piso debía haber salido y estarían solos.
—Es una gran idea —aceptó, sonriente. Daba igual una cama que otra, y podía
ser más seguro. Si iban a Mayfair podrían dejar algún rastro que alertara a Simon, y
eso no convenía. Aunque su cuñado nunca maldecía ni alzaba la voz, era terrible
cuando se enfadaba.
Rudy suspiró. Cuando tuviera a Charlotte y su dinero en la palma de la mano,
no tendría que preocuparse más por Simon.

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Capítulo 2

—¿Os vais tan pronto? —preguntó Anthony con sorpresa, cuando fueron a
despedirse y darle las gracias.
—Temo que Charlotte tiene un principio de migraña —se excusó Rudy.
—¿Eh? —Anthony miró a Charlotte—. No sabía que sufrieras de migrañas. ¿Las
tienes con frecuencia?
—No —contestó Charlotte, que no había tenido una migraña en su vida.
—Me alegro. Son muy molestas y siempre he…
—Será mejor que nos vayamos —interrumpió Rudy—. Cuanto antes se acueste,
más contento estaré.
—Seguro que sí —dijo Anthony con voz seca.
En silencio, recogieron sus abrigos y salieron.
—¿Por qué le has dicho a Anthony que tenía migraña? —preguntó Charlotte
irritada, mientras iban al coche.
—Algo tenía que decir —rezongó Rudy.
—Anthony no es ningún tonto. Se dio cuenta de que le estábamos mintiendo.
—¿Y eso te molesta?
—Sí, bastante. Hasta ahora hemos tenido una muy buena relación profesional…
—Que parece importarte más que nuestra relación.
—No, claro que no. Pero no sé qué estará pensando ahora.
—¿Importa algo lo que piense? —exigió Rudy, airado.
—No, supongo que no —Charlotte se mordió el labio.
Pero sí importaba, y ambos lo sabían.
La velada no había sido muy agradable y mientras volvían a Bayswater la
tensión entre ellos era palpable. A Charlotte no se le ocurría nada que decir y Rudy
conducía en silencio, con una mueca airada en el rostro.
Su mal humor no mejoró en absoluto cuando llegaron al piso y Sojo les abrió la
puerta. Descubrir que Charlotte y él no estarían solos le desagradó mucho. Todo
había ido mal; había tenido la esperanza de que una sesión de besos y
reconciliaciones fuera suficiente para llevársela a la cama.
Rabiando de desilusión, comprendió que después de lo que se había esforzado
para acompañarla esa noche, no había avanzado nada en sus planes de conseguir a
Charlotte. Su expresión denotaba con tanta claridad cómo se sentía que Charlotte
deseó no haberlo invitado a subir.

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Si en ese momento, hubiera anunciado que prefería irse, no habría hecho nada
para detenerlo. Pero como seguía allí de pie, mirando a Sojo con resentimiento,
inspiró con fuerza y los presentó.
—¡Hola! Encantada de conocerte —saludó la rubia con voz risueña—. Entra.
—Rudy va a cenar con nosotras —explicó Charlotte.
—Sé que es mi turno de hacer la cena, pero ¿no esperarás que guise yo? —
protestó Sojo, horrorizada.
—No, ya me he ofrecido como voluntaria.
—Eso será lo mejor, si no quieres castigar a tu estómago —le dijo Sojo a Rudy,
colgando su abrigo y conduciéndolo hacia el sofá. Se sentó junto a él—. La cocina no
es mi punto fuerte. Cuando me toca hacer la cena, solemos comer bocadillos o pedir
comida rápida. Charlotte es la experta en delicias culinarias. ¿Qué vas a hacer, chef?
—¿Os parece bien una paella rápida?
—¡Fantástico! —Dijo Sojo—. Yo pondré la mesa y fregaré los platos —se volvió
hacia Rudy—. Creo que eres estadounidense, ¿de qué zona?
—Aunque mi familia ahora vive en Nueva York, nací en la Costa Oeste —
contestó Rudy.
Furioso con Charlotte por haber estropeado sus planes, y con la intención de
vengarse, se concentró en ser encantador con Sojo.
Ella respondió escuchando cada una de sus palabras y agitando las pestañas
con coquetería, mientras Charlotte iba al dormitorio a cambiar su vestido por una
bata de casa de chenilla.
Mientras se terminaba de hacer la paella, Sojo puso la mesa y abrió una botella
de vino, aunque ella sólo bebía zumos de fruta
—Gracias, pero ya he bebido suficiente champán —dijo Charlotte, cuando iba a
servirle una copa— ¿Rudy?
—Yo sí tomaré una copa —le dijo él a Sojo.
Mientras comían y la conversación se apagaba poco a poco, hasta morir, Rudy,
cada vez más enfadado, se bebió la botella entera.
En cuando terminaron, preocupada porque Rudy tenía que conducir, Charlotte
preparó café y le sirvió varias tazas.
—¿Estás seguro de que debes conducir? —Le preguntó cuando se puso en pie—
. Si quieres dejar el coche donde está, llamaré a un taxi.
—No hace falta. Estoy bien —contestó él. Se puso el abrigo y añadió—. No soy
paralítico.
Ella, sintiéndose triste y aprensiva, lo acompañó al portal y le abrió la puerta. Al
ver que iba a dejarla sin decir una sola palabra, puso la mano en su brazo.
—Me temo que la velada no ha sido ningún éxito.

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—No, no lo ha sido —dijo él.


—Lo lamento —Charlotte no quería dejarlo ir sin intentar al menos una
reconciliación, así que rodeó su cuello con los brazos y besó sus labios.
Él la atrajo y, con pasión alimentada por la ira y la frustración, empezó a besarla
con una fiereza casi punitiva. Ella tardó un par de segundos en darse cuenta de que
en el portal iluminado eran claramente visibles para cualquiera que pasase e intentó
liberarse.
Enfadado de nuevo, por lo que consideró un rechazo, él giró en redondo para
irse.
—Rudy —dijo ella—, ¿cuándo volveré a verte?
—Te llamaré —prometió él.
Compungida, cerró la puerta y regresó al piso. Sojo estaba de pie junto a la
ventana.
—Le ha encantado verme aquí, ¿eh? —dijo la rubia con voz seca, por encima del
hombro.
—No ha sido sólo eso —Charlotte movió la cabeza—. Antes tuvimos una
discusión.
—Me preguntaba por qué estaba desahogando su mal humor contigo. ¿Sobre
qué discutisteis?
Charlotte se lo explicó.
—No parece suficiente para ponerlo de tan mal humor. A no ser que sea uno de
eso hombres que odia que le lleven la contraria —Sojo la miró con curiosidad—. ¿Por
qué os marchasteis tan pronto de la fiesta?
—Rudy no estaba disfrutando y yo estaba incómoda. Mientras estuve sola, me
di cuenta de que un hombre me observaba.
—¿Qué ocurrió? —Preguntó Sojo al ver la expresión de Charlotte—. ¿Te insultó
de alguna manera?
—No. Simplemente me miraba.
—Debía tener la esperanza de seducirte —opinó Sojo.
—Eso, más o menos, dijo Rudy cuando volvió, pero no era esa clase de mirada
en absoluto.
—¿Cómo era el tipo? ¿Alto? ¿Bajo? ¿Joven? ¿Viejo?
—En realidad no lo sé —confesó Charlotte—. Todo pasó en un segundo. Estaba
entre las sombras y sólo vi sus ojos. Un momento después, había desaparecido —se
estremeció con un escalofrío.
—Tú no sueles incomodarte por tan poca cosa.

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—No fue poca cosa. Había tanto odio en su mirada que me puse nerviosa. No
quería volver a verlo, y cuando Rudy sugirió que nos fuéramos, me pareció bien.
Pero ojalá no le hubiera mentido a Anthony.
—Como parece que eso inició la discusión, supongo que él también debes estar
deseando no haberlo hecho.
—Siento que estuviera de tan mal humor, sobre todo porque quería que te
cayera bien.
—¿No le advertiste que estaría en casa? —preguntó Sojo.
—No.
—En fin. Bueno, al menos verlo de mal humor me ha permitido hacerme una
idea más completa de él.
—¿Qué te pareció? —inquirió Charlotte.
—Tan guapo como habías dicho. Muy estilo Byron. Me atrajo muchísimo.
—Me alegra que te gustara a pesar de todo.
—No he dicho eso —señaló Sojo.
—Has dicho que te atrajo.
—Sentí lujuria, pero no he dicho que me gustara.
—Entonces, ¿no te ha gustado? —Charlotte la miró consternada.
—No. Y antes de que te hagas ideas raras, no fue sólo por su mal humor. Eso
me pareció comprensible. Imagino que contaba con unos besos y una reconciliación;
encontrarme aquí ha debido ser un golpe para él. La decepción es una espina muy
afilada —comentó Sojo, reflexiva—. Si hubiera hecho algo positivo, me habría
agradado. Pero fue mezquino y vengativo, una combinación desagradable. Si sólo
querías acostarte con él, divertirte y dejarlo, te diría ¡adelante! Pero sé que no es tu
estilo y no me gustaría verte involucrada emocionalmente con un hombre como ése.
—Vaya, sí que se la tienes jurada —comentó Charlotte, con voz incierta.
—No quiero que sufras; si te enamoras de él, sufrirás.
—¿Cómo puedes estar tan segura en tan poco tiempo?
—Por si no lo has notado, tiene una boca petulante y la barbilla débil. Si quieres
que sea totalmente sincera, no creo que se pueda confiar en él.
—¿Por qué dices eso?
—Por experiencia —al ver la expresión afligida de Charlotte, siguió hablando—
. Ya sabes lo que dicen: «El buen juicio se adquiere con la experiencia. La experiencia
se adquiere a base de malos juicios». No pretendo ser desagradable… Y tampoco
quiero desilusionarte para robártelo yo.
—No, ya sé que no.
—Tengo la impresión de que algo falla en él. Ahora que te he dado mi opinión,
olvídala. No eres una niña. Lo que hagas con tu vida es asunto tuyo. Si ya estás

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enamorada, espero haberme equivocado. Por cierto, ¿tiene guardaespaldas? —


preguntó Sojo.
—¿Guardaespaldas? —repitió Charlotte.
—Ya sabes, alguien que lo siga para comprobar que está bien.
—No. ¿De dónde has sacado esa idea?
—Cuando os fuisteis, os siguió un coche plateado.
—¿Por qué no iba a hacerlo? Es una carretera pública —Charlotte encogió los
hombros.
—Estaba en la ventana cuando volvisteis. Un coche plateado os seguía.
—Debe haber cientos de coches plateados en Londres.
—Era el mismo —insistió Sojo.
—Una coincidencia, seguro.
—Aparcó un poco más arriba de la calle, y ahora mismo, ha vuelto a seguirlo.
Demasiada coincidencia, ¿no crees?
—Sí que parece raro. Se lo mencionaré a Rudy cuando vuelva a verlo —dijo
Charlotte, pensativa.
—¿Cuándo será eso?
—No estoy segura. Dijo que llamaría.
—Supongo que cuando se le pase el enfado —comentó Sojo con voz seca.

A la mañana siguiente, mientras acababan de desayunar, sonó el teléfono.


Contestó Charlotte.
—Sólo tengo un segundo —dijo Rudy, apresurado—. Mi jefe me llamó hace un
rato para decirme que debo ir a Nueva York. Es un incordio, pero no puedo librarme.
—¿Cuándo te irás? —preguntó Charlotte.
—Salgo para el aeropuerto ahora. El coche de la empresa viene a recogerme.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—No tengo ni idea. No demasiado, espero. Te llamaré en cuanto regrese… —
colgó antes de que ella pudiera decirle adiós.
—Breve y dulce —comentó Sojo—. ¿Wudolf, supongo?
—Sí —Charlotte arrugó la frente—. Su empresa lo envía a Nueva York.
—¿Para siempre? —su voz sonó esperanzada.
—No. Pero se marcha ahora mismo.
—Es curioso que no lo mencionara anoche, cuando hablábamos de Estados
Unidos —dijo Sojo.

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—Su jefe se lo ha dicho esta mañana. No sabe cuándo regresará —al ver que las
cejas de Sojo se arqueaban añadió—. Pero ha dicho que llamará en cuanto regrese.
—No sabía que no hubiera comunicación telefónica entre Estados Unidos y el
Reino Unido.
—Seguramente estará demasiado ocupado con el trabajo para pensar en otra
cosa —lo excusó Charlotte.
—En mi opinión, está harto de no llegar a ningún sitio y te ha dejado para
buscar carne fresca —gruñó Sojo—. Perdona, eso no venía a cuento —añadió, al ver
el rostro de Charlotte.
—No te disculpes, puede que tengas razón. Desde luego, si es de esa clase de
hombres, estoy mejor sin él.
—¡Eso es lo que me gusta oír! Dios, mira la hora. Voy a llegar tarde al trabajo.
Por cierto, no vendré a cenar hoy. Es el cumpleaños de Mandy y unos cuantos vamos
a salir de juerga. ¿Quieres venir?
—No, gracias.
—¿Segura?
—Segura. La última vez que salí con vosotros tardé una semana en
recuperarme.
—¿Qué sentido tiene ir de juerga si no? Además, me deben vacaciones que
tengo que utilizar este año. Así que después de mañana, no tengo que volver hasta el
jueves. Cuatro mañanas durmiendo hasta tarde y haciendo el vago. Pura delicia.
—Sabes perfectamente que para el martes estarás muerta de aburrimiento —
señaló Charlotte sonriente.
—Qué bien me conoces. Entonces quizá dibuje un poco. El viejo que vive al otro
lado de la calle tiene un rostro muy interesante. ¡Hasta luego!
Charlotte recogió y fregó los cacharros del desayuno. Se puso una falda y una
blusa grises, se recogió el pelo en un moño y bajó a la tienda.
Una pared estaba cubierta de estanterías. Al otro había sillones y mesas bajas.
En un carrito había tazas, dos cafeteras y todo lo necesario para servirse café.
Ofrecer café gratis a los clientes había sido un éxito. Curiosos que se habrían ido
con las manos vacías, ahora se quedaban a beber y leer, y terminaban comprando.
Abrió la puerta, preparó el café y sacó leche del pequeño frigorífico que tenía en
la trastienda.
Poco después, sonó la campanilla de la puerta y entró un hombre de mediana
edad, seguido por dos mujeres. Después un joven, seguramente estudiante, fue
derecho a la sección de libros de segunda mano.
Los viernes solían ser ajetreados. Tenía que poner al día las ventas en el
ordenador, reclamar pedidos y desembalar los libros que habían entregado el día
antes.

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Margaret, que solía ocuparse de esas cosas, estaría de vacaciones hasta el día
siguiente. Era una bibliotecaria retirada, muy eficiente, y Charlotte había echado de
menos su ayuda esa semana. Se dijo que era preferible estar ocupada; así no tendría
tiempo de darle vueltas a la cabeza.

Simon Farringdon se detuvo ante la puerta de la tienda y miró el cartel con


letras doradas:
Charlotte Christie
Libros nuevos, usados, singulares y primeras ediciones
Después, como alguien que se encaminara a la batalla, empujó la puerta y entró.

Charlotte estaba en el almacén cuando volvió a sonar la puerta. A continuación


oyó la campana de bronce que había en el mostrador, junto a un cartel que rezaba:
Sin necesita atención, llame, por favor.
Salió con prisa y encontró esperando a un hombre alto, de hombros anchos,
espeso cabello rubio y rostro delgado y aristocrático. Debía tener cerca de treinta
años. Iba muy bien vestido y daba impresión de autoridad y confianza en sí mismo.
Tenía las cejas rectas, bastante más oscuras que el pelo, pómulos altos, nariz recta y
boca austera y sensual al mismo tiempo.
Era uno de los hombres más fascinantes que había visto en su vida. Consciente
de que estaba mirándolo boquiabierta, hizo un esfuerzo y sonrió.
—Buenos días —dijo.
Se enfrentó a unos ojos verde dorado, como la superficie del mar iluminada por
el sol. Ojos en los que una persona podría ahogarse.
—¿Señorita Christie?
—Sí.
—Buenos días. Soy Simon Farringdon… —tenía la voz pulida y grave.
Atractiva.
—¿Cómo puedo ayudarlo, señor Farringdon?
—Hace poco me puse en contacto con usted, en nombre de mi abuelo, respecto
a unos libros escritos en el siglo XVII: Por el hierro y la llama.
—Por supuesto… Disculpe. Su abuelo debe ser sir Nigel Bell-Farringdon, ¿no?
—Efectivamente.
—Me alegra decirle que he localizado los volúmenes que desea.
—¡Excelente! Estará encantado —sonrió y ella sintió escalofríos en la espalda.

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—Los espero esta mañana. Pero si no fuera así, seguro que…


—Perdone —interrumpió una voz aguda e impaciente—, ¿Tiene un ejemplar de
La vieja higuera…, es de Rachel Raford.
—Si me da un minuto, lo comprobaré —contestó Charlotte con cortesía.
—No tengo mucho tiempo.
—Como es obvio que está muy ocupada y me gustaría comentar los libros con
usted, ¿podría almorzar conmigo? —intervino Simon Farringdon rápidamente.
—Mi ayudante está de vacaciones hasta mañana y no podré dejar la tienda —
dijo Charlotte apenada.
—En ese caso, a cenar esta noche. Si me da su dirección, la recogeré a las siete y
media.
—Vivo encima de la tienda —contestó ella con inesperada excitación.
—A las siete y media, entonces —saludó y se fue.
La mujer que le había pedido el libro miró su reloj con impaciencia.
—Disculpe. Sólo tardaré un momento.
Estuvo ocupada todo el resto del día. Aunque no tuvo tiempo de pensar, Simon
Farringdon le rondaba la mente sin cesar. Había aceptado su invitación sin dudarlo y
él había parecido seguro de que lo haría.
Eran las siete menos cuarto cuando salió el último cliente y ella pudo cerrar la
puerta. Agotada, física y mentalmente, subió al piso a ducharse y cambiarse.
Normalmente, tras un día así de ajetreado, habría deseado pasar la noche
tranquila, junto al fuego, pero se animó al pensar en cenar con Simon Farringdon.
Desconcertada por el efecto que había provocado en ella, se dijo que no debía ser
tonta. No era una cita, sino una cena de trabajo.
Preguntándose dónde la llevaría, intentaba decidirse entre un vestido azul
noche y una sencilla túnica negra cuando, de repente, se dio cuenta de que no había
pensado en Rudy una sola vez en todo el día. El atractivo rostro de Simon
Farringdon y sus extraordinarios ojos verde oro lo habían borrado de su mente.
Se había creído a punto de enamorarse de un hombre y veinticuatro horas
después estaba obsesionada con otro. Un hombre al que había visto unos minutos.
Era totalmente atípico en ella.
Se decidió por la túnica negra y se maquilló cuidadosamente. Después, con el
fin de adoptar un aire más profesional, recogió el pelo oscuro en un moño. Un estilo
que, aunque ella no lo sabía, enfatizaba su esbelto cuello y su estructura ósea,
dándole un atractivo aire de fragilidad, a pesar de su altura.
Acababa de ponerse el abrigo y recogido el bolso cuando sonó el timbre.
Sintiéndose nerviosa como una colegiala en su primera cita, miró por la ventana. Un
lujoso coche plateado esperaba en la acera.

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Mientras bajaba la escalera, pensó que tal vez había magnificado su imagen
mentalmente y sentiría desilusión al verlo de nuevo.
Pero no fue así. Si acaso, el impacto fue aún mayor.
Vestido con un bien cortado esmoquin, el rostro bronceado afeitado y la luz de
la farola iluminando su pelo trigueño, era el sueño de cualquier mujer.
—Está usted preciosa, señorita Christie —halagó él, tomando su mano. Parecía
incluso más alto y carismático de lo que ella recordaba.
—Gracias, señor Farringdon —contestó, temblorosa.
—¿Podría pedirle que me llamara Simon?
—Si usted me llama Charlotte.
—Trato hecho —sonrió y a ella le dio un vuelco el corazón—. He reservado
mesa en Carmichaels. Espero que te parezca bien.
Carmichaels era uno de los lugares más elegantes para cenar y bailar de todo
Londres.
Con una cortesía anticuada, pero que a ella le pareció encantadora, la ayudó a
subir al coche. Después, ya sentado, se inclinó para abrocharle el cinturón de
seguridad. Rozó su pecho con el brazo un instante y ella sintió una oleada de calor en
todo el cuerpo.
Se sonrojó y, temiendo que él lo notara, volvió la cabeza y miró por la
ventanilla. Seguía sintiendo un cosquilleo interno cuando él arrancó el motor.
Anonadada por su sobrecogedora masculinidad, y su instintiva respuesta
femenina a él, Charlotte pensó que ningún hombre había hecho que se sintiera así
antes.
Ni siquiera Rudy.
—A última hora de la mañana, trajeron los libros que quería tu abuelo —dijo,
con voz profesional, cuando consiguió recuperarse.
—Eso es fantástico. ¿Cuántos volúmenes son? Aparte de indicar la fecha de
publicación, 1756, los archivos familiares no decían el número exacto.
—Son seis.
—¿Has tenido oportunidad de mirarlos?
—Sólo un vistazo, pero parecen en excelente condición. Por supuesto, son
ejemplares de coleccionista, y eso se refleja en su precio —comentó Charlotte.
—Exceptuando algunos detalles históricos, dudo que tengan interés excepto
para la familia Farringdon y algunos coleccionistas —contestó él.
—Admito que siento curiosidad sobre por qué fueron escritos.
—En marzo de 1744, Claude Bayeaux, escritor y poeta, se casó con Elizabeth
Farringdon y empezó a investigar la historia de la familia. Por lo visto, le resultó

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fascinante y esos seis volúmenes, que tardó doce años en escribir, describe la fortuna
de los Farringdon desde el siglo XII hasta el XVIII…
—El título Por el hierro y la llama sugiere que debieron ser guerreros —murmuró
Charlotte.
—Eso es muy diplomático —se mofó Simon. Mirándola de reojo—. En realidad,
la guerra era su forma de vida. Cambiaban sus lealtades cuando les convenía y
luchaban por quien pagara mejor; así se hicieron ricos, poderosos y temidos. Por otro
lado, las mujeres Farringdon, bellas y de carácter fuerte, se casaban con hombres de
familias poderosas e influyentes…
Charlotte seguía escuchando, fascinada, cuando llegaron a Carmichaels. Era el
lugar de moda de la alta sociedad, y rezumaba dinero y privilegios: universidad
privada, esquí en invierno, Montecarlo en verano.
Los recibieron con toda deferencia y los condujeron a una mesa situada al borde
de la pista de baile.
En cuanto se sentaron, recibieron la carta y el sumiller apareció con una botella
de champán Bollinger en un cubo del hielo. Tras abrir la botella, sirvió y esperó a que
Farringdon diera su aprobación antes de marcharse.
Sonriendo a Charlotte, Simon alzó la copa en un brindis silencioso. Ella dio un
sorbo y comentó que nunca había probado algo tan exquisito.
—Confiaba en que te gustara —miró sus ojos gris oscuro, con un anillo más
oscuro alrededor del iris y en marcados por largas pestañas. Su mirada fue tan
directa que ella casi sintió que la tocaba.
Él pensó que era preciosa, estudiando el rostro con forma de corazón, los labios
gruesos y la delicada barbilla, las orejas diminutas y el cuello largo y grácil…
Aunque no tuviera moral ni escrúpulos, tenía clase. No era el tipo de mujer que
podría haber comprado, incluso si el diamante Carlotta no fuera suyo por derecho.
Así que sólo tenía una alternativa: seducirla para alejarla de Rudy. Una tarea que se
le antojaba agradable.
—¿Te apetece algo? —preguntó él, señalando la carta.
—Muchas cosas. No puede decidirme.
—¿Te gusta el pescado?
—Oh, sí.
—Entonces te sugiero lenguado, seguido de tarta de queso con moras.
—Me parece muy bien —aceptó ella.
—¿Tienes novio? —preguntó él, después de que el camarero se fuera con la
nota.
—No exactamente —tartamudeó ella, sorprendida.
—Háblame de ti. ¿Por qué montaste una librería? —preguntó él, al ver que no
daba más explicaciones.

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—Siempre me han gustado los libros; además, heredé muchos. Mi madre tenía
una tienda de libros de segunda mano en Chelsea, pero volvió a casarse y se trasladó
a Australia —explicó Charlotte—. Cuando me ofrecieron la tienda, con una vivienda
en el piso de arriba, la alquilé.
—¿Funciona bien?
—Sí, muy bien. Al principio tuve problemas financieros, pero ahora las ventas
han subido y puedo permitirme pagar a una ayudante.
—¿Quieres bailar? —preguntó él, cuando la orquesta empezó a tocar. La idea de
estar entre sus brazos hizo que Charlotte se estremeciera.
—Me encantaría —aceptó. Agarró la mano que le ofrecía y salieron a la pista.

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Capítulo 3

Simon la rodeó con los brazos, con firmeza pero sin acercarse demasiado. Aun
así, a ella se le aceleró el pulso y le temblaron las rodillas.
Charlotte daba gracias al cielo porque, aunque hacía tiempo que no bailaba,
tenía suficiente experiencia para no perder el paso. Él era un bailarían excelente,
grácil y con un sentido innato del ritmo y el movimiento.
Aunque Charlotte medía un metro setenta y cuatro, la parte superior de su
cabeza sólo llegaba a la altura de la boca de él. Acostumbrada a ser tan alta como su
compañero, o más, se sintió muy femenina. Mientras se movían al unísono por la
pista, alzó la vista y, viendo su expresión de sorpresa, sonrió triunfal.
—¿Dónde aprendiste a bailar así? —preguntó él.
—Me enseñó mi padre. Mis padres eran muy aficionados a los bailes de salón,
hasta que él murió.
Él la acercó un poco más a sus brazos y disfrutaron del resto de la pieza, antes
de regresar a la mesa. Acababan de sentarse cuando llegó la comida. Todo estaba
delicioso, y comieron en silencio.
Cuando llegaron al café. Simon retomó el hilo de la conversación que habían
mantenido antes.
—¿Dijiste que tu madre se fue a vivir a Australia?
—Sí. Se casó con un hombre de negocios de Sydney. Me sorprendió que
accediera a irse allí; siempre odió la idea de volar —pensó un momento—. La verdad,
no esperaba que volviera a casarse. Papá y ella se adoraban. Mi padre murió cuando
yo tenía dieciocho años.
—¿Tienes hermanos o hermanas? —preguntó Simon.
—No. Mis padres no podían tener hijos. Me adoptaron.
—Eso es duro.
—Fui afortunada. Mis padres adoptivos eran gente buena y decente; aunque me
educaron de forma estricta, me querían y me proporcionaron cuanto necesitaba.
—¿Qué edad tenías cuando te adoptaron?
—Era un bebé.
—Entonces, supongo que no recuerdas nada de tus padres biológicos.
—Nada en absoluto. Sólo sé lo que me contó mi madre y lo que leí en las cartas
y documentos que guardó. Sé que mi madre biológica se llamaba Emily Charlotte y
que en 1967, con veinte años, se casó con un hombre llamado Stephen Bolton. Pero la
dejó por otra mujer diez años después. Trabajaba como secretaria cuando tuvo una
aventura con su jefe, que estaba casado. Al descubrir que estaba embarazada le pidió

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ayuda; él intentó convencerla de que abortara y cuando se negó, la dejó. Por


desgracia, había perdido a sus padres y no tenía a quién recurrir.
—Debió ser duro para ella. ¿Cuándo naciste?
—En 1980. Debió ser un parto difícil del que no se recuperó; seis meses después,
débil y deprimida, tuvo una gripe y murió.
—Así que te llamaste Charlotte Bolton hasta que los Christey te adoptaron —
comentó Simon.
—No, cuando su marido la dejó, mi madre recuperó su apellido de soltera:
Yancey. Aunque mis abuelos vivían en Londres, una carta escrita a mi abuelo Paul
Yancey, sugiere que debió nacer en Georgia.
—¿Sabes de dónde era tu abuela? —preguntó él con voz casual.
—No. Sólo sé que se llamaba Mary —esbozó una sonrisa—. A diferencia de los
Farringdon, mi árbol genealógico es un libro cerrado, y me temo que seguirá así.
La orquesta empezó a tocar un tango.
—¿Bailamos? —sugirió Simon. Sin dudarlo esa vez, ella fue a sus brazos con
toda naturalidad.

El resto de la velada fue muy agradable; la pasaron bailando y charlando.


Aunque Simon apenas bebió, rellenó la copa de ella varias veces y, a
medianoche, cuando emprendieron el regreso, ella estaba excitada y un poco
achispada.
Cuando llegaron ante la tienda, él se desabrochó el cinturón de seguridad y se
volvió hacia ella.
Preguntándose si iba a besarla, ella se tensó y entreabrió los labios, con una
mezcla de pánico y emoción. Al comprender que él se limitaba a estudiar su rostro a
la luz de las farolas, se sintió como una tonta.
—Gracias, ha sido muy agradable —dijo con premura—. ¿Qué quieres hacer
con respecto a los libros? ¿Quieres llevártelos contigo, o los envío?
—Esa es una de las cosas sobre las que quería hablar contigo, pero el tiempo ha
volado. ¿Te importaría leer esto? —metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó
un sobre. Después encendió la luz interior.
Ella sacó una hoja de grueso papel crema:

Querida señorita Christie,


Mi nieto me ha informado de que ha encontrado los volúmenes que le pedí. Me gustaría
darle las gracias en persona y me agradaría que los trajese y pasara el fin de semana en
Farringdon Hall, como mi invitada.

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Nigel Bell-Farringdon.

—¿Se refiere a este fin de semana? —preguntó ella, anonadada.


—Sí.
—Tengo que trabajar en la tienda mañana.
—¿No has dicho que tu ayudante volvía mañana? ¿No podría apañarse sola por
un día?
—Bueno, supongo que sí, pero…
—¿Pero qué?
—Tendría que preguntárselo… Acaba de llegar de vacaciones. ¿Podría ser el fin
de semana que viene?
—Podría ser demasiado tarde —afirmó Simon con brusquedad.
—¿Demasiado tarde?
—Mi abuelo está gravemente enfermo. Podría morir en cualquier momento.
—Oh —musitó ella.
—Estamos intentando cumplir todos sus deseos. Cuando dijo que quería
conocerte, me ofrecí a escribir la nota por él. Pero insistió en escribirla él mismo.
Requirió un gran esfuerzo de voluntad —explicó Simon con voz queda.
—Entiendo, si Margaret puede ocuparse de la tienda, iré —aceptó ella,
emocionada.
—Sugirió enviar un coche a recogerte, pero yo le dije que vendría a buscarte.
¿Te parece bien a las diez? —preguntó, como si todo estuviera ya arreglado.
Habiendo conseguido su objetivo, Simon salió del coche y fue a abrirle la
puerta. Ella metió la nota en el bolso y sacó sus llaves. Simon la acompañó a la puerta
de la casa y la miró, como si esperase algo.
—Gracias por una velada encantadora —dijo ella, preguntándose si esperaba
que lo invitara a subir.
—Ha sido un placer. Buenas noches; que duermas bien —le tocó la mejilla con
un dedo y se marchó.
Esa mínima caricia aceleró el pulso de Charlotte. Subió las escaleras y sin
encender la luz, fue a mirar por la ventana. La calle estaba vacía. Sintió decepción,
una sensación de pérdida que le dio ganas de llorar.
Se dijo que había bebido demasiado champán. Además, volvería a verlo por la
mañana.
No entendía cómo se había dejado convencer para pasar el fin de semana en
Farringdon Hall. En la tienda había demasiado trabajo para Margaret sola. Debería
haber rechazado la invitación con esa excusa.

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Pero la nota de sir Nigel la había emocionado y además, deseaba volver a ver a
Simon Farringdon. ¡Esa era la verdadera razón!
Sabía que era una estupidez dejarse llevar por esas emociones. Un hombre de
su edad y atractivo debía estar casado o mantener una relación estable. Y si, por
milagro, no fuera el caso, el nieto de sir Nigel Bell-Farringdon no era para ella y
cuanto antes lo aceptase, mejor sería…
Vio un taxi parar ante la puerta y a su compañera de piso salir y cruzar la
carretera. Oyó pasos en la escalara y un momento después, Sojo entró de puntillas. Al
ver la figura en la ventana, a oscuras, dio un grito.
—Tranquila —dijo Charlotte—. Soy yo.
—¿Qué pretendes? —Exigió Sojo—. ¿Provocarme un infarto?
—Siento haberte asustado —se disculpó Charlotte.
—¿Qué haces ahí, a oscuras?
—Miraba por la ventana. Acabo de llegar.
—Sí, ya lo veo —Sojo encendió la luz—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Wudolf cambió de
opinión y decidió no ir a Estados Unidos?
—No, nada de eso.
—Pero ha ocurrido algo, lo veo en tu cara. Pareces hechizada, nerviosa y
hechizada. Vamos a tomar una bebida caliente y cuéntamelo todo.
—¿No quieres irte a la cama? —preguntó Charlotte.
—¿Quieres tú?
—Dudo que pudiera dormir —admitió Charlotte.
—Entonces, sugiero que te desahogues.
Sentadas ante la estufa de gas, bebiendo chocolate caliente, Charlotte relató lo
ocurrido durante el día.
—Cuando regresamos, Simon me dio una nota de su abuelo. Sir Nigel está muy
enfermo y quiere conocerme.
Le dio la nota a Sojo, que la leyó con avidez.
—¡Qué divertido! Es una suerte que te inviten a la mansión ancestral, además
de cenar y bailar con sir Simon Farringdon.
—Él no utiliza título.
—Bueno, se llame o no, sir, suena interesante.
—Es muy atractivo, eso es indudable —dijo Charlotte.
—Por tu mirada se diría que te ha caído una bomba encima. Dime, ¿cuántas
veces has pensado en Wudolf hoy? No te molestes en contestar, lo veo en tu cara.
Bendito sea el señor —la miró con ironía—. A no ser que hayas salido de la sartén
para caer en el fuego. ¿Qué sabes de nuestro Simon?

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—Aparte de que es el nieto de sir Nigel, muy poco. Y esa posible visita a
Farringdon Hall…
—¿Posible? Vas a ir, ¿no?
—Iré si Margaret puede ocuparse de la tienda.
—Claro que puede —aseveró Sojo, impaciente.
—Bueno, si voy, sólo será por trabajo.
—¡Trabajo, un cuerno! Apuesto a que fue el joven Simon quien sugirió la visita.
—No es tan joven. Debe tener unos treinta años.
—Perfecto. Sólo tienes que sonreírle un poco.
—La familia Farringdon es de sangre azul y adinerada; viven en otro mundo.
Yo no encajaría.
—Tonterías. Con un rostro y un tipo como el tuyo, y la voz y modales de una
dama, encajarías en un ambiente aristocrático perfectamente. Hablando de ambiente
aristocrático, ¿dónde está Farringdon Hall?
—A unos treinta kilómetros de Londres, cerca de Old Leasham.
—¿Sabes algo al respecto? —preguntó Sojo.
—Cuando Simon Farringdon se puso en contacto conmigo, busqué la casa en
Mansiones británicas de interés histórico. La describe como una pequeña pero
encantadora mansión isabelina con palomares y un bonito jardín… —Charlotte estiró
la mano, sacó un grueso volumen de la estantería y pasó las páginas—. Aquí está,
léelo tú.
Sojo leyó en voz alta:
—Construida en el emplazamiento de una casa fortificada, mucho más antigua,
Farringdon Hall ha sido el hogar de la familia Bell-Farringdon casi quinientos años. Se dice
que, en su apogeo, la reina Elizabeth I realizó muchas visitas secretas a la casa. Tienen fama
sus espléndidas chimeneas y los paneles de madera de roble. Pero lo más destacado es sin duda
la Gran Cámara con su magnífico techo abovedado. Tres escalinatas de roble suben desde el
vestíbulo, dos hacia los áticos y la zona de juegos de los niños, la principal lleva a los
dormitorios familiares, uno de los cuales se supone embrujado…
—¡Fantástico! —Exclamó Sojo—. Empiezo a tenerte envidia. Un fantasma y
Simon Farringdon en la misma casa. ¿Qué más se podría pedir?

Cuando Charlotte se acostó por fin, se durmió de inmediato. A la mañana


siguiente se despertó a la hora habitual y, tras ponerse la bata, fue a preparar café y
tostadas antes de llamar a Margaret.
—Por supuesto que me encargaré de todo —afirmó Margaret, antes de que
terminara de explicarse.
—Habrá mucho trabajo —advirtió Charlotte—. ¿Seguro que puedes apañarte?

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—Mi sobrina me echará una mano. Es estudiante y le irá bien un poco de


dinero. Así que vete y pásalo bien.
—Lo intentaré —dijo Charlotte.
—Imagino que ésa era Margaret. ¿Puede sustituirte? —preguntó Sojo entrando
en la cocina en pijama y con el cabello alborotado.
—Va a pedirle a su sobrina que la ayude.
—Así que todo está listo —comentó Sojo satisfecha, untando mantequilla y
mermelada en una tostada—. Con un poco de suerte, quizá hasta veas al fantasma.
—No quiero verlo —dijo Charlotte.
—No tienes ningún sentido de lo dramático —suspiró Sojo—. Imagina la
escena: ves al fantasma y, aterrada, gritas. Simon Farringdon llega corriendo. Te
lanzas a sus brazos y…. Bueno, dejaré lo demás en tus manos.
—Gracias —murmuró Charlotte con sequedad.
—Sólo una cosa; una vez te instales en Farringdon Hall, espero que recuerdes
mis útiles consejos y me invites a ir. Ah, y cuando te proponga matrimonio, y lo hará,
porque un hombre de su clase necesita tener herederos, seré tu dama de honor.
—Quizá tenga esposa e hijos —apuntó Charlotte.
—¿No te enteraste de si estaba casado? ¿Qué diablos hiciste con el tiempo?
—No podía preguntárselo —objetó Charlotte.
—Supongo que no lo está —Sojo pensaba en voz alta—. Si lo estuviera, no
habría llevado a otra mujer a bailar y a cenar.
—Pero no era una cita —resaltó Charlotte—. Era una cena de negocios.
—¡Anda ya! Ahora me dirás que no estás temblando como una hoja con la idea
de verlo otra vez. Tengo que irme. Cuando vuelvas espero un relato detallado de
todo. Y no lo olvides, siempre y cuando no esté casado, tienes mi bendición para ir
por él.
Charlotte se duchó, se vistió y seleccionó lo que iba a llevarse para el fin de
semana, sin poder contener su excitación. Antes de las diez, tenía la maleta
preparada y los libros de sir Nigel empaquetados en una caja.
Consciente de que no debía permitir que Simon Farringdon notase el efecto
devastador que tenía sobre ella, llevaba una hora aleccionándose para comportarse
con mesura y control.
Temiendo no parecer lo bastante profesional, se había puesto un traje de lana
color berenjena y recogido el pelo en un moño.
A las diez en punto, vio un coche azul oscuro ante la puerta, y Simon salió. Ella
recogió su equipaje y se obligó a bajar las escaleras lentamente. Él la esperaba en el
umbral, vestido con una chaqueta de sport color gris y pantalones de pana.
—Eres muy puntual —la felicitó él. Su sonrisa y su aspecto casi pudieron con la
compostura que tanto se había esforzado en reunir Charlotte.

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—Tienes un coche distinto —comentó, nerviosa.


—Sí. Recogí mi coche en el Hall esta mañana. El otro lo alquilé cuando regresé
de Estados Unidos, hace unos días —guardó la maleta y los libros en el maletero
antes de abrirle la puerta del coche. Después se sentó él.
Charlotte, recordando lo que había ocurrido la noche anterior, se apresuró a
ponerse el cinturón de seguridad.
—¿Puedes hacerlo sola? —preguntó él con rostro serio.
—Desde luego, gracias —aseguró ella. Comprendió, por el brillo divertido de
sus ojos, que sabía bien el efecto que tenía sobre ella, y disfrutaba provocándola.
Al darse cuenta, tuvo que admitir que había sido una tonta al aceptar. Había
sabido desde el principio que no pertenecían al mismo mundo, pero su deseo de
verlo otra vez había podido más que su sentido común.
—Lo de la tienda está solucionado, supongo —comentó él, arrancando el coche.
—Sí. Margaret tiene una sobrina que le echará una mano —dijo. La complació
que su voz sonara firme y tranquila.
—Perfecto. En ese caso podrás relajarte.
Ella se preguntó cómo iba a relajarse cuando estaba cada segundo pendiente de
él. Su masculinidad la afectaba tanto que temblaba interiormente.
—Hace buen tiempo, así que será un viaje agradable, y un buen principio de fin
de semana —comentó él, notando su intranquilidad y pensando que no tenía sentido
ponerla nerviosa—. El abuelo quiere que disfrutes de la visita.
—Estoy segura de que lo haré —mintió ella—. Lamento mucho que sir Nigel
esté tan enfermo. Espero que se recupere pronto.
—Por desgracia, no podemos esperar una mejoría. Su enfermedad es terminal.
Lo único que pueden hacer los médicos es paliar su dolor para que no sufra.
—Debe ser muy difícil para él recibir visitas en un momento como éste —dijo
ella, impresionada.
—Al contrario, saber que irías lo ha animado mucho. Siempre ha disfrutado de
la compañía de las mujeres, sobre todo si son guapas, y se ha sentido muy solo desde
que mi abuela murió, el verano pasado. Aunque él nunca lo admitiría.
—¿Tus padres no viven en el Hall? —preguntó ella.
—Solían, mi hermana y yo nacimos allí, pero murieron en un accidente de
coche cuando yo tenía seis años y Lucy era un bebé. Nos criaron nuestros abuelos.
—¿Y los dos vivís allí ahora?
—Yo sí —apretó la mandíbula—. Pero Lucy está casada y vive cerca de
Hanwick.
—Al menos, sir Nigel te tiene a ti —resistió la tentación de preguntar por una
posible esposa.

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—Por desgracia, no siempre estoy aquí. He tenido que pasar bastante tiempo en
Estados Unidos por asuntos de negocios, e incluso cuando estoy aquí, sólo voy a casa
los fines de semana. Entre semana me quedo en mi piso de Londres.
A ella se le quitó un peso del corazón. No daba la impresión de tener esposa o
amante fija.
—Desde que el abuelo está grave, habría preferido volver todas las noches, por
si ocurría algo. Pero él se niega. Odia que lo consideren un inválido. En cierto
sentido, lamento no haberme casado. Mi abuelo siempre deseó que me casara y me
instalara en el hogar ancestral para formar una familia.
—¿Por qué no lo has hecho? —preguntó ella, sin poder contenerse.
—He estado esperando conocer a una mujer con la que quisiera pasar el resto
de mi vida —contestó él con cierta ironía. Después, cambió el tema—. ¿Te apetece
escuchar algo de música?
—Sí, sería agradable.
—¿Qué música te gusta?
—Casi toda la música clásica, incluida la ópera. También me gusta la ópera
bufa, sobre todo Gilbert y Sullivan…
—Deliciosamente anticuada —se burló él—. Pero sigue, por favor.
—Me gusta el jazz y el pop, sobre todo las canciones más antiguas.
—Parece que tenemos gustos similares —él asintió con aprobación—. Uno de
los cuales quizá podamos satisfacer esta noche —al ver que ella lo miraba intrigada,
se explicó—. Esta noche hay un concierto benéfico en el salón de actos de Oulton. La
sociedad Operística Amateur interpretará una selección de canciones de Gilbert y
Sullivan y me enviaron un par de invitaciones. Pensaba dárselas a la señora
Reynolds, nuestra ama de llaves, pero si te apetece, podríamos ir.
—Me encantaría —dijo ella. Así no habría riesgo de que pasaran la velada solos.
El abrió un compartimiento de la guantera donde había una colección de CDs
de música. Un segundo después, escuchaban los acordes de Rapsodia en Azul, de
Gershwin.
La previsión meteorológica para el fin de semana había sido de inestabilidad,
con un frente de borrasca que traería lluvia y fuertes vientos. Pero, de momento,
hacía un día precioso. El cielo estaba azul y el sol iluminaba el follaje otoñal y brillaba
en el capó del coche. Charlotte, con un suspiro, se recostó en el asiento para disfrutar
del viaje.
El CD se había acabado y ella estaba casi dormida, cuando la voz de Simon
penetró en su mente.
—Estamos pasando por Old Leasham. Ahora es un pueblo pequeño y tranquilo,
pero en el pasado fue una importante zona de parada y fonda, como denota el Post-
Horn, una antigua posada de posta.
—Imagino que Farringdon Hall está cerca.

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—La entrada principal está a un kilómetro y medio. El Hall está a mitad de


camino entre Old Leasham, al sur, y Oulton, al norte. Ahora nos acercamos al muro
que rodea la propiedad.
Tras el último grupo de casitas blancas, había un alto muro de piedra, cubierta
de líquenes. En una esquina había una torre y el muro se extendía hacia la izquierda,
por Farringdon Lane, un camino bordeado de árboles, que rodeaba la finca, y recto,
paralelo a la carretera.
La entrada, una verja de hierro forjado, estaba flanqueada por dos leones de
piedra de aspecto feroz. Una cámara de seguridad registró su llegada y un momento
después, las verjas se abrieron. Un hombre uniformado salió de la caseta del guarda.
—¿Qué desea, Jenkins? —preguntó Simon, bajando la ventanilla del coche.
—¿Podría decirme cómo se encuentra sir Nigel?
—Aún con buen ánimo.
—La señora Jenkins ha preparado esa gelatina de manzanas que tanto le gusta.
¿Le parecería bien que le enviemos un tarro?
—Desde luego. La llevaré ahora, si quiere.
Jenkins, sonriente, desapareció y volvió segundos después con una cesta tapada
con muselina.
—Estoy seguro de que el abuelo disfrutará de ella. Por favor, déle las gracias a
la señora Jenkins.
Durante un kilómetro y medio, la carretera seguía por una zona boscosa, que
parecía arder con los tintes rojos, dorados y cobres del otoño. Finalmente, llegaron a
una zona de jardines rodeados de setos perfectamente podados.
Al ver la casa, Charlotte dejó escapar un suspiro de placer. Era encantadora,
elegante y simétrica, con dos alas laterales y una puerta central. Las ventanas eran
iguales exceptuando una ancha que llegaba hasta el tejado y debía ser la
correspondiente a la Gran Cámara.
—Por lo que veo, te gusta la casa —comentó Simon, tras observar un rato su
expresión admirada.
—Es perfecta —se limitó a decir ella.
—No es muy grande. Aparte de los áticos y las habitaciones de servicio, sólo
tiene nueve dormitorios —dijo él, sacando la maleta, los libros y la cesta de gelatina
del coche—. Después de presentarte al abuelo y comer, te la enseñaré.
Una mujer mayor y regordeta abrió la puerta de roble cuando se acercaban y
Simon hizo las presentaciones.
—Charlotte, ésta es la señora Reynolds, nuestra ama de llaves… Ann, la
señorita Christie.
—¿Cómo está? —murmuró Charlotte.
—Encantada de conocerla, señorita Christie. Si me sigue, le enseñaré…

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—Yo la llevaré —interrumpió Simon—. ¿Qué habitación le has adjudicado?


—Sir Nigel sugirió la habitación de los Jacintos.
—Muy bien. Me gustaría ver al abuelo antes de almorzar.
—Cuanto antes mejor —opinó la señora Reynolds—. Si hace falta, retrasaré la
hora del almuerzo. Nunca había visto a sir Nigel tan impaciente.
—Entonces, procuraremos no hacerlo esperar. ¿Puede llevar esto a la despensa?
—le entregó la gelatina. Agarró la maleta y los libros y escoltó a Charlotte por la
escalera principal y giró a la derecha.
Abrió la segunda puerta de la izquierda, que daba a una acogedora habitación
amueblada con una cama doble, un armario, una cómoda y un sillón. El papel de la
pared ilustraba jacintos y hojas verdes. Las ventanas, entreabiertas, dejaban entrar
una suave brisa que olía a tomillo y rosas tardías.
—Te alegrará saber que hace unos años se instalaron calefacción central y
cuartos de baño en casi todos los dormitorios —abrió una puerta empapelada para
mostrarle el baño—. ¿Quieres refrescarte?
—No, estoy lista —dijo ella, curiosa por conocer a sir Nigel y sin querer retrasar
más el momento.

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Capítulo 4

Simon la guió por un ancho corredor de paredes con paneles de madera y suelo
de roble, hasta una puerta que era, sin duda, la del dormitorio principal. Llamó con
los nudillos y una enfermera vestida con uniforme azul, salió de inmediato.
—He estado intentando que sir Nigel durmiera un poco —les dijo en voz baja—
. Esta mañana tiene muchos dolores, pero no ha querido que le ponga la inyección
hasta verlos, porque dice que lo atonta.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó Simon.
—Diez minutos, quince como mucho —les dejó entrar y desapareció por una
puerta que daba a otra habitación.
El aire cálido de la habitación, en penumbra, olía a lavanda pero también a
desinfectante de hospital.
—¿Eres tú, hijo? —Llamó una voz—. Por Dios santo, abre la cortina para que
entre luz. Le he dicho a esa mujer que no podía dormir, pero me trata como si fuera
un niño malcriado. ¿Has traído a nuestra invitada?
—Sí, está aquí —Simon corrió la cortina y después puso una mano en la cintura
de Charlotte y la condujo hacia la enorme cama con dosel.
Ella se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. El anciano estaba
apoyado sobre un montón de almohadas. Tenía el cabello blanco y espeso, y aunque
su rostro era casi cadavérico, debía haber sido un hombre muy guapo en otros
tiempos. Cuando sonrió a su nieto, Charlotte vio que tenía un hueco entre los dos
dientes delanteros, que le daba aspecto de niño travieso.
—Abuelo, aquí están los libros que querías, y ésta es la señorita Christie —dijo
Simon con ternura.
—Sí —dijo sir Nigel, tras observarla un momento. Le ofreció una mano delgada
y frágil—. Me alegro de conocerte, querida. ¿Puedo llamarte Charlotte?
—Desde luego.
—Siéntate —dijo, dando una palmadita en la cama, sin soltar su mano—. Deja
que te mire.
Ella obedeció, sentándose con cuidado. Aunque la enfermedad estuviera
destruyendo su cuerpo, era obvio que no había podido con su espíritu; los ojos
oscuros que la escrutaban estaban llenos de vida.
—Háblame de ti, y de por qué tienes una librería.
Charlotte le contó lo poco que había que contar.
—Me encanta, aunque abrir seis días a la semana a veces es duro.

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—Mi nieto mencionó que trabajabas hoy. Espero que mi invitación no te haya
causado mucho inconveniente.
—En absoluto —aseguró ella—. Margaret, mi ayudante, no ha tenido problema
para sustituirme.
—Me alegro —apretó sus dedos—. Gracias por venir, querida. A un anciano le
hace bien ver a alguien tan joven y bella.
—Créeme, a un joven tampoco le hace ningún daño —bromeó Simon. Los
hombres intercambiaron una mirada que denotaba intimidad y entendimiento.
—Estoy encantado de que encontrases los libros de Claude Bayeaux. Les echaré
un vistazo después de la siesta que exige mi enfermera. Mi enfermedad me retiene en
la cama y no podré ejercer de anfitrión. Pero mi nieto se ocupará de que no te aburras
—miró a Simon—. ¿Tienes algún plan para hoy?
—Desde luego que sí. Voy a enseñarle la casa a Charlotte, iremos a cenar a
Oulton Arms, y después al salón de actos a escuchar un concierto de Gilbert y
Sullivan.
—¡Muy bien! Espero que disfrutes, querida.
—Gracias, estoy segura de que lo haré —cuando la frágil mano soltó la suya, se
puso en pie—. Ahora será mejor que deshaga mi equipaje, antes del almuerzo.
—¿Volverás a verme antes de regresar a Londres?
—Me encantará —le sonrió y fue hacia la puerta, dejando a los hombres a solas.
Mientras volvía a su dormitorio, Charlotte pensó en el indomable anciano y en el
coraje que demostraba.
Ya en su habitación, vació la maleta. Además de ropa de dormir y el neceser,
llevaba un vestido de chiffón gris y un conjunto de falda y blusa en tonos marrón y
oliva, que Sojo consideraba fúnebre, porque le gustaban los colores vivos. En el
último minuto, por si hacía buen tiempo y Simon sugería dar un paseo, había
añadido unos pantalones de lana color crema, un suéter morado, zapatos planos y
una chaqueta larga.
Decidió que el traje que llevaba puesto era demasiado formal, y lo cambió por el
conjunto de falda y blusa. Estaba cepillándose el pelo cuando llamaron a la puerta.
—¿Lista para almorzar? —preguntó Simon.
—Tardaré un minuto —contestó ella, tras abrir—. Sólo tengo que volver a
recogerme el pelo.
—Déjalo —tomó su mano y la colocó sobre su brazo—. Me gusta así.
Ella sintió pequeñas descargas eléctricas con el contacto. Tuvo que concentrarse
tanto en ocultar su reacción que no oyó lo que él le preguntaba.
—¿Perdona?
—He preguntado qué opinabas del abuelo.

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—Me gustó mucho, y admiro su coraje. Considerando lo enfermo que está,


parece muy firme.
—Tiene opiniones muy claras sobre la vida, la muerte y lo que viene detrás, y
eso le proporciona una fuerza sin límites. Aunque es el primero en admitir que ha
cometido errores y sufrido grandes decepciones, su vida ha sido buena en conjunto y
no teme morir. Ha dejado claro que cuando se vaya, no quiere velatorios ni lutos.
Prefiere que hagamos una gran celebración y que las cosas sigan como si no hubiera
ocurrido nada.
—¿Eso será posible? —preguntó ella, que había visto con claridad cuánto quería
a su abuelo.
—No será fácil, pero es lo que quiere, y haré lo posible por cumplir su deseo.
El almuerzo fue sencillo. Sopa de apio seguida de una quiche Lorraine y
frambuesas con crema de postre. Todo estaba delicioso y Charlotte así lo dijo.
—Eso alegrará a la señora Reynolds. Lo ha preparado ella, porque la cocinera
tiene la gripe. Por cierto, le he dicho que cenaremos en Oulton Arms. Es una posada
de interés histórico y la comida, aunque no de lujo, está bien. Pero si prefieres un
sitio más elegante…
—No, me parece muy bien.
—Entonces, cuando te haya enseñado la casa, daremos una vuelta en coche por
la finca y saldremos por la puerta norte. Esa ruta pasa por el parque, donde pastan
las ovejas y los ciervos, y por la zona de bosque.
—¿Los ingresos de la finca provienen de las ovejas?
—Ya no. Hace unos años optamos por la diversificación para crear nuevos
puestos de trabajo. Empezamos a talar árboles, discriminadamente, y a plantar
nuevos. También iniciamos la cría de cerdos y aves, y la producción de verduras
biológicas. Además de dar trabajo, todas las iniciativas son muy lucrativas. El
cincuenta por ciento de los beneficios se destina a niños necesitados y a una
organización benéfica que lucha contra las drogas y crea residencias de acogida.
Charlotte no sólo sentía atracción física, Simon empezaba a gustarle de verdad,
y le alegró saber que su abuelo y él se preocupaban de la gente.
—¿Más café? —preguntó él.
—No, gracias.
—¿Lista para visitar la casa, entonces?
—Desde luego que sí.
—Sugiero que empecemos por la Gran Cámara y la Galería.
A Charlotte la anonadó la grandiosidad de la Gran Cámara y la elegancia de la
Galería, decorada con re tratos familiares que iban desde el siglo XVII al siglo XX.
—Si te interesa, te explicaré quién es cada uno en otro momento. Ahora, vamos
a ver el resto de la casa.

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El «resto de la casa» superó las expectativas de Charlotte. Farringdon Hall,


además de una belleza serena, rezumaba una atmósfera de satisfacción, de hogar.
—No imagino un lugar con menos posibilidades de estar encantado —dijo ella,
pensando en voz alta.
—¿Has oído lo del fantasma?
—Por curiosidad, busqué la casa en Mansiones británicas de interés histórico —
admitió ella, sonrojándose.
—Ya veo. ¿Qué más decía el libro?
—Que Elizabeth I, en su apogeo, visitaba la casa en privado con cierta
frecuencia.
—No lo dudo. Sir Roger Farringdon, un notorio vividor, enviudó muy joven y
era uno de los favoritos de la reina. Cuando volvamos a la galería te enseñaré su
retrato. Volviendo al fantasma…
—¿Quieres decir que hay uno de verdad?
—El abuelo cree que sí. Esta es su habitación —dijo él, abriendo una puerta.
Charlotte se sorprendió al comprobar que era una habitación infantil, con una
casa de muñecas, un anticuado caballito de madera, un cochecito de bebés con una
muñeca dentro y una cuna con un oso de peluche. Había libros y juguetes en una
estantería.
—Nadie ha vuelto a tocarla desde que ella murió.
—¿Era miembro de la familia?
—Oh, sí. Era la hermana del abuelo. Se llamaba Mara y nació en 1929. Tenía un
grave problema cardíaco, que en aquellos tiempos no se podía corregir. Murió poco
después de cumplir los siete años.
—¿Y sir Nigel cree que su espíritu sigue aquí? —preguntó Charlotte, con un
escalofrío.
—Sí.
—¿Qué crees tú?
—Tengo la mente abierta —dijo él. Charlotte habría deseado saber más, pero no
se atrevió a preguntar—. ¿Te parece bien iniciar nuestra excursión?
—Sí. Voy por la chaqueta y el bolso.
—Mientras, iré a decirle al abuelo que nos vamos.

Afuera, el aire se había tornado más frío, soplaba el viento y se veían nubes
negras en el cielo.
—Parece que nos espera lluvia —comentó Simon.

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—Debería haber traído un impermeable, en vez de una chaqueta —dijo


Charlotte. Había estado tan excitada, que no había pensado con la cabeza al hacer el
equipaje.
—No importará que llueva mientras estamos en el coche, e intentaré aparcar
junto a la entrada de la posada y del salón de actos. Pero si todos hacen lo mismo…
—Tendremos que echar una carrerita —acabó ella.
Los dos sonrieron. Charlotte se sentía como si él fuera un imán irresistible. Se le
disparaba el corazón sólo con mirarlo.
—Iremos campo a través, así que nos llevaremos el todoterreno de Frank Moon,
el capataz, en vez de mi coche. Nos irá mejor si llueve mucho —comentó Simon,
cuando llegaron al garaje de piedra.
—Esto parece parte de un antiguo establo —comentó Charlotte, mirando a su
alrededor.
—Lo es —confirmó él, ayudándola a subir al coche—. Aún quedan un par de
caballerizas al otro lado, pero no tenemos caballos desde que era adolescente.
—¿Aprendiste a montar de niño?
—Sí, pero cuando me fui a la universidad, nadie montaba y mi abuelo se los
regaló a una escuela de equitación para ciegos —arrancó el motor—. De vez en
cuando me planteo comprar un par de caballos para montar el fin de semana, con
algún invitado.
Ella observó sus fuertes manos sobre el volante, de dedos largos y uñas
cuidadas, y se las imaginó tocándola íntimamente. Sintió mariposas en el estómago.
—Es buena idea. ¿Pero no necesitarías a alguien que los ejercitara durante la
semana?
—Nuestro chofer solía ser mozo de cuadra. Estaría encantado de ocuparse de
ellos a diario. ¿Tú montas?
—Sí, aprendí a los once años, pero no monto muy bien —suspiró con
añoranza—. Iba a una escuela de equitación local y montaba un caballo negro
llamado Milord. Era muy grande pero tranquilo como un cordero. El problema era
que siempre nos quedábamos rezagados.
—¿Por qué?
—Hacía lo que quería. Iba a su ritmo y se detenía a mordisquear los setos de los
jardines. Solía pasar la mayor parte de la «lección» pidiendo disculpas.
Al ver su boca curvarse hacia arriba, se imaginó esos labios sobre los suyos.
Como si adivinara sus pensamientos, el giró la cabeza y sus ojos se encontraron.
Verde oro y gris destellaron de deseo como metal al rojo vivo.
Simon maldijo para sí, y volvió a mirar la carretera. Normalmente controlaba
sus emociones, pero ese inesperado estallido de lujuria lo había pillado por sorpresa.
Con el rabillo del ojo, vio que Charlotte estaba roja como una amapola y miraba al
frente sin pestañear.

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Sin duda la sensación había sido mutua, y eso era satisfactorio en cierto modo,
pero las cosas iban demasiado deprisa. Tenía intención de seducirla, pero cuando
llegara el momento no la quería a la defensiva. Eso sólo le dificultaría las cosas.
Charlotte, sintiendo como si sus huesos fueran cera derretida, miraba por el
parabrisas preguntándose cómo era posible sentir tanta pasión en un instante.
Estaba segura de que había sido mutua. Una mirada de reojo confirmó que
Simon tenía la mandíbula tensa y un tenue rubor en los pómulos. Aunque parecía
excitado, no se había aprovechado de la situación. Había dado marcha atrás.
Sintió gratitud. Si él hubiera detenido el coche y la hubiera tocado, se habría
perdido y enredarse con alguien como Simon Farringdon sería una locura.
Tal vez él estuviera acostumbrado al sexo casual y aventuras de una noche,
pero ella no. Él le daría la espalda sin pensarlo dos veces, pero ella lo pasaría mal. En
el mejor caso, la experiencia sería inolvidable, en el peor aterradora. En cualquiera de
los casos, no volvería a ser la misma.
Condujeron en silencio unos minutos.
—Me ha parecido ver unos edificios detrás de los árboles… —dijo ella, para
romper la tensión.
—Es Aston Prava —explicó Simon—. Se construyó hace diez años para alojar a
los trabajadores de la finca. Aunque el poblado parece de época, las casas tienen
todas las comodidades e incluso hay una tienda y oficina de correos. Hasta entonces,
los empleados habían estado desperdigados por toda la finca, en casas pequeñas sin
agua corriente ni electricidad.
—¿Cómo se las arreglaban?
—Con agua embotellada y agua de pozo o de arroyo.
—Supongo que no les importaría mudarse.
—La mayoría aceptaron encantados —dijo Simon—. Sólo Ben Kelston, nuestro
viejo guardabosques pidió quedarse donde estaba. Tiene una casita de dos plantas en
el bosque, alejada de todo; como ya tenía sesenta años y no conduce, el abuelo
intentó convencerlo. Pero insistió en que había nacido y crecido en la Casa del Búho,
su padre fue guardabosques antes que él, y no quería abandonarla. En realidad,
habría sido una pena que la Casa del Búho quedase vacía. Es un pintoresco edificio
de madera, de principios del siglo XVI.
—Suena encantadora.
—Es un tesoro. Pero está tan aislada que no creo que nadie más quiera
ocuparla.
—¿Ben sigue allí?
—Lo estuvo hasta hace unos días, se cayó y se rompió la cadera. Frank pasaba
por allí y lo encontró tumbado en el suelo. Está en el hospital y Frank y su esposa
están cuidando de la casa hasta que regrese.
—¿Podrá seguir viviendo allí solo?

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—Hasta ahora se ha apañado muy bien, y siempre tiene la casa limpia como
una patena.
—Pero no podrá subir las escaleras.
—Hace unos meses, Frank y yo bajamos la cama a la planta inferior, así que eso
no será problema…
Para alivio de Charlotte, cuando llegaron a la puerta norte, la tensión entre ellos
se había olvidado y volvió a esperar con expectación el resto de la tarde.
Fue un gran éxito. La comida de Oulton Arms era sabrosa y ambos disfrutaron
del concierto.
Para cuando salieron del salón de actos, soplaba un fuerte viento y diluviaba.
Simon le dio la mano y corrieron juntos hasta el coche. Llegaron empapados y
Charlotte, sin aliento. ¡Más por el contacto de su mano que por la carrera! Ya en el
coche, Simon encendió el motor y la calefacción, antes de darle un pañuelo doblado.
—Me temo que esto tendrá que servir de toalla —dijo.
—Gracias —ella se limpió la lluvia del rostro y el cabello y se lo devolvió. Él
hizo lo mismo y dejó caer el pañuelo empapado en el suelo.
El cabello rubio parecía más oscuro mojado y seguía teniendo gotas de
humedad en las cejas y en las espesas pestañas. Vio una gota deslizarse por su
pómulo y se estremeció con el impulso de limpiársela.
—Será mejor que tomemos la ruta más directa y regresemos lo antes posible
para que no te resfríes —dijo él, notando el involuntario movimiento.
Los limpiaparabrisas, incluso al máximo, no podían con la tromba de agua que
caía. Una vez cruzaron la verja y entraron en la zona boscosa, la carretera estaba
cubierta de ramas y hojas.
Las luces creaban una especie de túnel entre los árboles y él condujo aún con
más cuidado. De repente, giró bruscamente, se salió del camino y detuvo el coche.
—No pasa nada —la tranquilizó—. He tenido que girar para evitar un tejón —
giró la llave para reiniciar el motor.
Ella esperó oír el rugido, pero aparte del viento y la lluvia, sólo había silencio.
Cuando volvió a intentarlo se apagaron las luces, dejándolos en plena oscuridad.
—Diablos. Creo que sí tenemos un problema.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella intentando mantener la calma.
—Frank dijo la semana pasada que fallaba el cuadro eléctrico, pero esto parece
más bien la batería. Llevó el coche al garaje y cuando lo recogió el mecánico le dijo
que estaba arreglado. Debió equivocarse.
—¿Puedes telefonear para pedir ayuda?
—No he traído el móvil, por desgracia.
—Ah —musitó ella con voz queda.

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—La última vez que lo llevé a un concierto olvidé apagarlo, y sonó en mitad de
la obra.
—Entonces, ¿qué hacemos? ¿Andar? —preguntó ella con voz tan risueña como
pudo.
Se oyó un ruido impresionante y una gran rama calló cerca del coche. Ella dio
un bote y vio el brillo de los ojos de Simon en la oscuridad.
—Creo que no. Está muy lejos y, aparte de que no estamos equipados, no sería
seguro caminar con este temporal. Lo mejor que podemos hacer es refugiamos hasta
que llegue la mañana.
—¿Quieres decir en el coche?
—No. Como ya estamos empapados y la calefacción no funciona, sería
demasiado incómodo. Lo mejor será ir a la Casa del Búho.
—¿Está lejos?
—A unos cien metros o así. Está al otro lado del arroyo y el puente está un poco
más adelante. En la casa podremos encender fuego y beber algo caliente.
—¿No estará cerrada con llave? —preguntó ella, tan práctica como siempre.
—Sí, pero como Frank y su esposa están cuidando de la casa, debería haber una
llave entre éstas —examinó el llavero—. Puede que sea ésta. Espera, iré a asegurarme
—sacó una linterna de la guantera—. Tardaré lo menos posible —abrió la puerta que
se cerró de golpe un segundo después. Ella deseó que fuera la llave correcta.
Cada vez llovía más fuerte y el viento azotaba el coche: «Por favor, Dios, no
dejes que le ocurra nada…» Sintiéndose sola y vulnerable, esperó en la oscuridad lo
que le pareció una eternidad. Sintió un absurdo alivio cuando vio la luz de la linterna
regresando.
—Date prisa —dijo Simon, abriendo la puerta del coche. Ella agarró el bolso y
salió.
Él le echó un impermeable por encima, la rodeó con el brazo y la condujo por el
camino, evitando los troncos caídos como pudieron. La lluvia le golpeaba el rostro y
el viento la azotaba con rabia, quitándole el aliento y la fuerza. No habría podido
batallar contra la tormenta sin su ayuda.
—Casi estamos; está al otro lado del puente.
Un segundo después, la linterna iluminó un viejo puente sobre las aguas
turbulentas. Al otro lado se veía una luz y la silueta de la casa.
—Aquí estamos —agarró la verja, la hizo entrar y corrió el cerrojo—. No
queremos que esté dando golpes toda la noche.
El comentario, quizá porque estaba histérica, le pareció divertido. Cuando abrió
la puerta un huracán de viento, lluvia y hojas los empujó hacia el interior. Él cerró la
puerta con el hombro, le quitó el impermeable empapado y lo colgó en una percha,
donde empezó a formar un charco sobre el suelo de madera.

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Charlotte, mirando a su alrededor, vio una habitación de paredes blancas y


vigas negras, sencillamente amueblada pero acogedora. Había una mesa de pino, dos
sillas, un sofá de dos plazas, estanterías llenas de libros y una mecedora.
En un extremo de la habitación había una anticuada cama doble con cabecero
de bronce. El colchón parecía cómodo. Al lado había una mesilla con un candelabro y
una caja de cerillas.
Simon había encendido dos lámparas de aceite y ya bailoteaban llamas en la
vieja chimenea.
—Acércate al fuego —dijo.
Ella no necesitó que insistiera. A pesar del impermeable, estaba empapada y
tiritando, los dientes le castañeteaban. Simon echó las cortinas de las ventanas.
—Date prisa y quítate esa ropa mojada. No quiero tener tu muerte sobre mi
conciencia.
—¿Hay un cuarto de baño? —preguntó ella, sin querer desnudarse delante de
él.
—Sí, debe estar helado. Hasta que haya encendido el calentador y la estufa, será
como el Polo Norte. Estarás mejor ante el fuego. Mientras acabas de desnudarte iré
por unas toallas y unas mantas.

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Capítulo 5

Sintiéndose incómoda y expuesta, pero agradecida por el calor de los troncos,


se colocó en la alfombra que había ante el fuego y empezó a quitarse la ropa. Estaba
en ropa interior, cuando lo oyó volver.
—¿Estás decente? —Preguntó él desde el umbral—, ¿o debo taparme los ojos?
—sin esperar respuesta, entró.
Al verla, se quedó sin aliento. Estaba ante la chimenea y el resplandor
iluminaba su esbelta figura, el largo cabello oscuro que caía sobre sus hombros,
alborotado. El sujetador y las bragas, que llevaba, transparentes por la humedad, se
pegaban a ella como una segunda piel.
Charlotte, consciente de que sus pezones, ya erectos por el frío, se volvían aún
más prominentes bajo su mirada, empezó a sonrojarse.
—Bueno, al menos estás recuperando algo de color —bromeó él, dándole una
toalla.
Ella, ruborizándose aún más, apretó la toalla contra el pecho y esperó a que se
marchara.
—Me temo que Ben utiliza edredón —dijo él, colocando otra toalla sobre la
mecedora—, así que no hay mantas. Espero que puedas apañarte con esto.
Esto era una camisa de leñador.
—Seguro que servirá —se apresuró a decir ella.
—Entonces te dejaré.
En cuanto él salió de la habitación, ella terminó de desnudarse. Se puso la toalla
en la cabeza, a modo de turbante, se secó y se puso la gruesa camisa de franela,
abrochándosela hasta arriba. No le quedaba demasiado grande de hombros, así que
supuso que su dueño era un hombre bastante pequeño. Pero le llegaba a medio
muslo y sería decente si se movía con cuidado.
Sacó un peine del bolso y empezó a desenredarse el pelo. Se sentó en la
mecedora y extendió los pies desnudos hacia las llamas. Temía la noche que tenía por
delante. Estar en una casa aislada, sola con Simon Farringdon, era lo peor que podía
haber ocurrido.
Sin duda, Sojo no habría pensado lo mismo: «Dejaré lo demás en tus manos»,
había dicho.
Estremeciéndose, y no por el frío, Charlotte se amonestó. Nadie tenía la culpa
de que estuvieran allí, y no se podía hacer nada al respecto hasta por la mañana, así
que sentir pánico no servía para nada. Sólo tenía que mantener la calma y todo iría
bien.

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Él era un hombre de sangre ardiente, y había dejado claro en el coche que sentía
atracción sexual por ella, pero estaba convencida de que no la obligaría a nada.
Lo malo era que no necesitaría obligarla.
Decidió que lo mejor era enfrentarse a la verdad e idear una estrategia. Por
mucho que él le gustara, ella no daría el primer paso, así que estaría a salvo de sus
propios impulsos.
Si él demostraba alguna intención, tendría que rechazarlo y no dejarle ver que
era vulnerable…
—¿Chocolate caliente?
Charlotte no lo había oído llegar y dio un bote.
—Siento haberte asustado —se disculpó él. Llevaba un albornoz corto azul
marino, que dejaba ver quince centímetros de brazo, se tensaba sobre su espalda y no
le cerraba en el pecho. Sólo un cinturón, firmemente apretado, le confería cierta
decencia. Al ver la expresión de ella, Simon se explicó.
—Por desgracia, Ben mide sólo un metro setenta y es muy delgado, esto es lo
único que he podido ponerme.
Estaba tan ridículo que ella soltó una risita.
—Ya te vale reírte de mí —protestó él.
—Lo siento —la disculpa fue seguida de otra carcajada incontenible.
El rostro de él se relajó y. un segundo después, reía con ella. Charlotte se
sorprendió. La mayoría de los hombre que conocía, odiaban que se rieran de ellos y,
desde luego, eran incapaces de reírse de sí mismos.
—¿Puedes tomar tu taza? —Simon le ofreció una de las que llevaba—. Si me
inclino o hago algún movimiento súbito, ofenderé tu modestia, sin duda.
Ella, acalorada, aceptó la humeante taza y, haciendo caso de la advertencia,
clavó los ojos en las llamas.
El chocolate estaba bueno y ella se meció mientras lo bebía; Simon tomaba el
suyo decorosamente apoyado en la repisa de la chimenea.
—¿Tienes suficiente calor? —preguntó él.
—Sí, gracias.
Ahogó un bostezo y lo miró. Tenía el pelo alborotado y se veía un principio de
barba en su mentón. Luchó contra el deseo de frotar la mejilla contra él y posar los
labios en su cuello. Él flexionó los hombros y la bata se abrió aún más. Fascinada,
contempló el movimiento de los músculos de su abdomen.
De pronto, comprendiendo que él la estaba mirando, volvió a fijar la mirada en
el fuego. Estaban en silencio, aparte del sonido del viento y la lluvia golpeando las
ventanas y el tictac de un anticuado reloj de sobremesa.

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Un tronco se movió y rompió en la chimenea y un ascua cayó cerca de donde él


estaba. Al mirar el ascua, vio sus pies desnudos, de uñas bien cortadas, y piernas
firmes y rectas, cubiertas con vello dorado.
Dándose cuenta de que el albornoz apenas le llegaba a las rodillas y que se
estaba abriendo, desvió la mirada de nuevo y, con el rostro ardiendo, acabó su
chocolate.
—Espero que te haya gustado —dijo él, disimulando una risa con una tosecilla.
—Sí, bastante, gracias —contestó ella, ignorando el doble sentido de la frase.
—Ahora que la estufa está encendida, pondré la ropa en el cuarto de baño, se
secará antes —recogió las prendas mojadas y las tazas vacías.
El calor de fuego era soporífero y, a pesar de todo, estaba prácticamente
dormida cuando él regresó con sábanas limpias, fundas de almohada y un edredón.
Ella se obligó a abrir los ojos, bostezando.
—¿Cansada?
—Sí —admitió. Había sido un día largo y emocionalmente agotador.
—En cuanto haga la cama, sugiero que durmamos. Ella, captando por primera
vez la realidad de la situación, se quedó helada. Después, recordó que Simon había
dicho que había una segunda planta y, por tanto, dos dormitorios, pero no sabía si
habría otra cama.
—Me temo que sólo hay una cama —comentó él, como si le hubiera leído el
pensamiento—. Así que, a no ser que quieras compartirla…
—¡No quiero! —clamó ella, alarmada.
—Entonces dormiré en el sofá.
—Pero dijiste que no había mantas —dijo ella con alivio y cierta culpabilidad.
—No te preocupes. Me apañaré con un abrigo. Y hay muchas almohadas. Ben
debe dormir incorporado. El cuarto de baño está por el pasillo, primera puerta a la
izquierda. Debe haber algo de agua templada, pero dudo que suficiente para una
ducha.
Ella se puso en pie y, muy consciente de que él le miraba las piernas, fue al
pequeño cuarto de baño, que aunque anticuado, estaba muy limpio.
Una lámpara de gas sobre el lavabo iluminaba la habitación con luz amarillenta
y la caldera gorgoteaba alegremente. El único fallo era la corriente de aire frío que
entraba por debajo de la puerta.
En la estantería había jabón, toallas, pasta dentífrica y un bote de gel.
Recordando la advertencia de Simon, se lavó en el lavabo y utilizó un dedo para
cepillarse los dientes lo mejor que pudo.
Cuando regresó a la sala, la cama estaba hecha y Simon ponía más leña en el
fuego.
—¿Has terminado?

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—Sí, gracias.
—Entonces, la cama es toda tuya. Iré a lavarme antes de apagar las luces.
La cama tenía un aspecto muy acogedor. Charlotte se metió dentro con un
suspiro y cerró lo ojos. Pero el viaje al cuarto de baño había convertido sus pies en
bloques de hielo y como sabía que el sofá era demasiado corto para él, la
combinación de frío y culpabilidad le impidió dormirse.
Sería una locura compartir la cama con él y sabía, instintivamente que era
demasiado caballero para aceptar que ella ocupase el sofá…
Seguía despierta cuando él regresó con sólo una toalla anudada a las caderas.
Llevaba un par de abrigos sobre el brazo y una botella de agua caliente. Fue hacia la
cama y ella, con pánico, simuló estar dormida.
—¿Duermes? —preguntó Simon, con voz suave.
Ella tenía los ojos cerrados, pero sabía que él estaba inclinado sobre ella,
mirándola. Notó que apartaba el edredón y sintió el calor de la botella de agua
caliente junto a los pies. Uno par de segundos después, oyó sus pasos en el suelo de
madera y soltó el aire que había estado conteniendo, sin darse cuenta.
Mirando entre las pestañas, lo vio apagar las lámparas de aceite, quitarse la
toalla y estirarse. Con el fuego iluminando su cuerpo desnudo, parecía un Apolo.
Ella tragó aire con fuerza. Vio que él sonreía y el destello de sus dientes.
—La próxima vez que simules dormir, acuérdate de respirar —comentó él con
soltura. Como no dijo nada, insistió—. ¿Por qué no duermes? ¿Hay algún problema?
—Tenía los pies fríos —musitó ella.
—Espero haber solucionado eso.
—Y me sentía culpable porque tuvieras que dormir en el sofá —añadió ella.
Un momento después, estaba sentado al borde de la cama, mirándola. Su
cabello, una cascada de rizos oscuros y sedosos se desparramaba sobre la almohada
blanca. El resplandor del fuego creaba luces y sombras en su rostro, e iluminaba sus
ojos.
—Eso podría remediarse, si te molesta. Pero tiene que ser decisión tuya.
Ella tragó saliva con fuerza. Estaba demasiado cerca, demasiado desnudo,
demasiado hombre.
—Pues… yo… yo… —tartamudeó ella.
—Es muy sencillo —dijo él con paciencia—. ¿Quieres que comparta la cama
contigo o no? —al ver que seguía dudando, añadió—. Como habrás visto, si has sido
tan incauta de mirar, tienes un poderoso efecto en mí; si contestas que sí, me temo
que no puedo prometer tratarte como a una hermana.
—¡Entonces contesto no! —exclamó ella, con un arrebato de sentido común.
—Muy bien —aceptó él—. Me conformaré con el sofá y un beso de buenas
noches.

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—¡No! No quiero besarte —dijo ella con voz aguda.


—Entonces te besaré yo —colocó las manos a ambos lados de su cabeza y se
inclinó para besar sus labios.
Esa suave caricia tuvo el mismo efecto que una cerilla encendida al caer en un
polvorín. Sin voluntad consciente, abrió la boca bajo la de él, que empezó a besarla
con una pasión y una fiereza que la arrastró.
En el pasado, en las pocas ocasiones en que se había sentido tentada de
acostarse con un hombre, había pensado y considerado todas las consecuencias, y
siempre había ganado la cautela.
Pero en ese momento, la cautela no existía. Sólo sentía un incontrolable deseo,
una necesidad de pertenecer a ese hombre; rodeó su cuello con los brazos y le
devolvió el beso con pasión y abandono.
Él se acostó a su lado y le desabrochó la camisa, buscando las suaves curvas de
sus senos, jugueteando con sus firmes pezones.
Cuando su boca ocupó el lugar de los dedos, ella se convulsionó, atenazada por
el deseo. Sintió la dureza masculina contra la piel y, con la garganta seca, lo atrajo,
abriéndose a él, dando la bienvenida a su peso.
Sintió una explosión de éxtasis con la primera embestida y sus cuerpos se
arquearon al unísono: sobre los párpados cerrados ella vio que el mundo explotaba
en un millón de chispas negras y doradas.
Él gruñó con suavidad una vez, cuando ella empezaba a estremecerse con las
primeras oleadas de placer.
Ambos jadeaban como si hubieran corrido un maratón, ella ciega y sorda bajo
él, sintiendo el peso de la rubia cabeza sobre su pecho.
Cuando por fin se puso de costado y la rodeó con los brazos, ella, agotada por
el día y la tormenta emocional que acababa de vivir, se durmió en segundos.

Despertó lenta y lujuriosamente, con el cuerpo satisfecho y la mente a la deriva,


sin que pensamientos de pasado, presente o futuro, perturbaran su calma.
Salió poco a poco de su ensoñación y comprendió que la tormenta había
acabado y el sol entraba por entre las cortinas. Del fuego sólo quedaban cenizas
blancuzcas y el aire era fresco.
Pero ella estaba caliente, acurrucada en un brazo, con la cabeza apoyada en su
hombro. El brazo de Simon… el pecho de Simon. Oía su respiración tranquila y
sentía el latido de su corazón bajo la mejilla.
La inundó el recuerdo de sus manos y su boca en sus senos, su peso
aplastándola el deseo y la pasión, la entrega y el inesperado deleite sentido.
Pero había sido más que una rendición. Ella había igualado su pasión pulso a
pulso, caricia a caricia.

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Recordando su comportamiento temerario y licencioso, esperó sentir una oleada


de vergüenza y arrepentimiento. Pero no llegó. Sólo sentía asombro por haber vivido
tantos años sin saber que podía alcanzarse un éxtasis similar.
Había sido una tontería entregarse por completo a un hombre a quien apenas
conocía, y a quien ella no importaba en absoluto. Pero también había sido una
experiencia enriquecedora, nueva y maravillosa, y no podía arrepentirse.
Tal vez se arrepintiera en unos días, sobre todo cuando Simon la tratase como a
cualquier otra aventura de una noche. Sabía que él era considerado y amable, así que
quizá fingiera que había sido algo especial, para que no sufriera demasiado.
Sin embargo, ella no deseaba disimulos. Siempre había preferido la honestidad,
aunque doliera.
Y dolería. No tenía duda al respecto. Se aseguró que no se había enamorado de
él. Simplemente era el único hombre al que había deseado lo suficiente para olvidar
toda precaución.
Nunca había adquirido el hábito moderno de considerar el sexo como algo
divorciado del amor y, a veces, incluso del aprecio. El sexo como un apetito natural
que podía satisfacerse sin darle más importancia.
Si ella fuese capaz de empezar a pensar así…
Pero no podía alterar su naturaleza. Lo más que podía hacer era no
atormentarse por lo ocurrido y aceptar con gratitud la nueva dimensión que había
dado a su vida.
Simon no le había prometido nada y ella no había esperado nada de él. Debería
ser relativamente fácil considerar la noche anterior como única y olvidarla.
Sin embargo, le parecía el fin del mundo.
Tal vez porque había ocurrido demasiado rápido y no había tenido tiempo de
aferrarse a ese momento de plenitud y delicia, abrazarlo y saborearlo.
Empezó a enfadarse consigo misma. Sabía que tampoco quería una aventura
que durase unas cuantas semanas, mientras Simon decidía cómo ponerle fin. Sería
menos doloroso mantener la barbilla alta y simular que no le importaba. Dio gracias
por tener el suficiente orgullo para poder ocultar sus sentimientos.
Aunque sólo le quedase un recuerdo fugaz, era afortunada. Al menos había
conocido el éxtasis, incluso si el amor no había estado presente. Suspiró.
—¿Por qué suspiras? —preguntó Simon.
Miró hacia arriba y vio el brillo azul de sus ojos a través de los párpados
entrecerrados. Tenía un aspecto tan viril y sexy que se le aceleró el corazón.
Temiendo que él lo notara, se cerró la camisa sobre el pecho y se sentó.
—¿No te estarás arrepintiendo, espero? —inquirió él, sentándose también.
—¿Por qué iba a hacerlo? —contestó con calma. No quería que supiera cuánto
había significado para ella.
—Pensé que, a la fría luz de la mañana, podrías estar teniendo dudas.

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—Si fuera así, sería demasiado tarde.


—¿Las tienes?
—No —contestó ella, sin mirarlo.
—Eso me agrada. Debo admitir que no he sido tan impetuoso desde mis días de
juventud. Ni tan descuidado… ¿Pero supongo que estás protegida?
—¿Protegida? —repitió ella, rígida.
—Me refiero a anticonceptivos.
Ella no podía creer haber olvidado algo tan importante. Pero, arrastrada por la
pasión, lo había hecho. Y era demasiado tarde.
—Siempre he creído que las mujeres modernas no corrían riesgos —añadió él,
mirando su rostro.
Ella pensó que seguramente no lo hacían, pero nadie la describiría como una
mujer moderna en ese sentido.
—Entonces, ¿no lo estás? —presionó él.
—No —admitió con voz queda.
—Oh, bueno, al menos no tendremos que preocupar nos demasiado por eso —
dijo él tras considerar la respuesta unos momentos.
—Puede que tú no —dijo ella, irritada por su descaro.
—¿No te gustan los niños? —preguntó Simon.
—Claro que sí, pero…
—Entonces no hay problema real —afirmó él.
—Me alegra que pienses eso.
—Podemos casamos…
—¿Qué?
—Podemos casamos —repitió él con paciencia.
—¡Casarnos!
—Existe la posibilidad de que estés embarazada…
—Es sólo una posibilidad.
—Preferiría que nos casáramos de inmediato, en vez de esperar a estar seguros.
—Pero acabamos de conocemos —gimió ella—. No sabemos nada el uno del
otro.
—Ambas cosas pueden solucionarse rápidamente. ¿Tienes alguna otra pega?
—Provenimos de entornos muy distintos —protestó ella.
—¿Eso importa?
—Podría importar.

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—Yo no lo creo. Una vez que nos casemos…


—No puedo casarme contigo.
—¿Por qué?
—Porque no —insistió ella, agitada.
—¿Estás enamorada de otra persona? —inquirió él con voz cortante.
—No.
—¿Estás segura?
—Muy segura. Si hubiera estado enamorada de otro, lo de anoche no habría
ocurrido.
Él asintió, satisfecho.
—Y como soy tan culpable como tú, no hay necesidad de… —calló y se mordió
el labio inferior.
—¿Proponerte matrimonio como si estuviéramos en la época victoriana? —
sugirió él.
—Exactamente.
—Tal vez yo lo considere mi obligación dado que, como poco, te he
comprometido —dijo él, irónico.
—Preferiría que no bromeases sobre esto.
—Muy bien. Hablaré en serio. Con la mano en el corazón, me gustaría que te
casaras conmigo.
Ella empezó a mover la cabeza de lado a lado.
—¿No soportas verme? —inquirió él.
—No, no es eso.
—¿Pero no quieres ser mi esposa? —la presionó. Charlotte comprendió que sí
quería serlo. Se estremeció al darse cuenta. Él escrutó su rostro.
—Dime, ¿cuál es el problema?
—No podría casarme con un hombre que no me ama, que sólo me propone
matrimonio porque podría estar embarazada —se sinceró ella.
—Pero no lo he sugerido porque pudieras estar embarazada. Aunque hubieras
estado tomando anticonceptivos, te habría pedido que te casaras conmigo.
—Debes tener un sentido de la caballerosidad muy desarrollado —dijo ella, con
voz seca.
—¿De dónde has sacado esa idea? —él alzó una ceja.
—Supongo que esto se debe a que soy una invitada en tu casa. Imagino que no
propones matrimonio a todas las mujeres que te llevas a la cama, ¿verdad?
—Tampoco las llevo a la cama a toda prisa.

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—Como yo permití que lo hicieras conmigo, la responsabilidad es mía. No tienes


que casarte conmigo —espetó Charlotte.
—Quiero hacerlo —insistió él con voz queda.
—¿Por qué?
—¿Me creerías si te dijera que cuando te vi por primera vez, se me paró el
corazón? —puso una mano en su barbilla y la obligó a mirarlo.
—No, no te creería —repuso ella, dolida por su burla.
—Es una pena, porque es la verdad.
Ella, incapaz de creer lo que oía, lo miró fijamente.
—Pensé que eras la criatura más exquisita que había visto nunca y te deseé más
de lo que he deseado a ninguna mujer. ¿Contenta?
—Sí —ella, de pronto, se sintió feliz.
—Entonces, ¿te casarás conmigo?
—¿Qué dirá tu abuelo?
—No te preocupes, le agradará. Le gustaste desde el primer momento.
—Me alegro… él me gustó a mí.
—Aún no has contestado. ¿Te casarás conmigo?
Ella debería haber dicho que necesitaba tiempo para pensar pero, hechizada por
él, se descubrió aceptando.
—Sí, me casaré contigo.
Él esbozó una sonrisa de conquistador, alzó su rostro hacia él y la besó.
Al sentir el roce de su barba en los labios, abrió la boca y aceptó su lengua. Él
profundizó en el beso y la obligó a apoyar la cabeza en las almohadas, buscando sus
senos y sus pezones con las manos.
Ella emitió un gemido y enredó los dedos en su pelo, sujetándolo y sintiendo
cómo el deseo crecía en su interior. Fluía del centro de su ser como un volcán de lava
ardiente, que lo arrasaba todo excepto la necesidad de estar con él.
Le quitó la camisa, la tiró a un lado y la tumbó de espaldas. Besó sus párpados
cerrados, sus pómulos, su cuello, mientras deslizaba una mano por su estómago,
hacia la piel sedosa del interior de sus muslos.
Estremeciéndose, ella se entregó a sus expertos dedos. Tuvo que morderse el
labio para no gritar cuando notó que sus labios se posaban en el mismo lugar.
Le hacía el amor con pericia y gentileza, creando el máximo de sensación en su
cuerpo, pero manteniéndola al borde del abismo
—Por favor, oh, por favor… —suplicó ella, sin poder aguantar más la exquisita
tortura.

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Él se situó sobre ella y, demostrando un férreo control sobre el cuerpo de


ambos, se movió con enloquecedora lentitud. Se retiraba casi del todo para luego
volver a penetrarla, creando una lenta espiral de deseo que crecía y crecía sin cesar.
Sólo cuando el cuerpo de ella empezó a convulsionarse con urgencia, empezó a
moverse con más rapidez, a penetrarla más profundamente. Hasta que ambos
explotaron como un volcán. Ella gritó al sentir el intenso placer y oyó el gruñido
profundo y satisfecho de él.
Cuando el pulso y la respiración de ambos volvieron a la normalidad, él la
tomó en sus brazos, le apartó el pelo de la cara y la besó.
Sintiéndose en paz y envuelta en una especie de lánguida dulzura, se durmió
en sus brazos, con el rostro apoyado en su cuello.

Cuando Charlotte se despertó por segunda vez, estaba sola en la cama. Había
troncos llameando en la chimenea y desde la cocina llegaba un apetitoso olor a café.
Iba a levantarse para ir por su ropa cuando se abrió la puerta y Simon entró con
una gran bandeja de madera. Estaba vestido y su cabello rubio, aún húmedo de la
ducha, estaba perfectamente peinado.
—¿Tienes hambre? —preguntó.
—Muchísima.
—Lo único que he encontrado es café solo seguido de salchichas de lata y judías
con tomate. No muy apetitoso, pero hemos gastado tanta energía —añadió con
picardía—, que pensé que debíamos comer.
—Huele bien —dijo ella, intentando no sonrojarse.
—Sugiero que desayunes en la cama. Aún hace frío aquí fuera.
Ella, sintiéndose cuidada y querida, se incorporó sobre las almohadas. Él colocó
la bandeja en la mesilla.
—Te has cortado —dijo ella con ternura, viendo que se había afeitado y tenía
una gota de sangre en el mentón.
—No es nada. No suelo utilizar navajas de barbero, como Ben. Pero la barba
destroza una piel tan dedicada como la tuya; tienes zonas enrojecidas, y me moría de
ganas de volver a besarte.
Antes de que pudiera protestar, la tumbó de espaldas y gruñendo como un oso,
restregó el rostro por su pecho, chupando y mordisqueando. Mientras ella reía y se
retorcía impotente, siguió bajando hasta su cintura.
—Para —gimió ella, cuando llegó al ombligo.
—Apenas he empezado. Ni siquiera he llegado a los sitios realmente
interesantes.
—Por favor, para.

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—¿Es que no te gusta?


—Tengo hambre, y el desayuno se va a enfriar.
—Una mujer muy práctica —suspiró y la ayudó a sentarse—. Veo que en el
futuro tendré que alimentarte antes de satisfacer mis impulsos lascivos —le puso la
camisa sobre los hombros—. ¿Café?
—Por favor.
Tras darle una taza, extendió un paño de cocina sobre el edredón y colocó un
plato con comida, tenedor y cuchillo ante ella. Se sentó a su lado, alcanzó su plato y
empezó a comer con apetito.
Charlotte observó que, a pesar de ser un hombre grande, sus movimientos eran
fluidos y gráciles y parecía tener un control perfecto de su cuerpo. Ello la llevó a
recordar cómo le había hecho el amor.
Había sido ardiente, tierno, preciso y muy generoso. Ni en sus fantasías más
desbordadas había imaginado un amante como él. Tenía ganas de pellizcarse para
comprobar que lo ocurrido desde que llegaron a la Casa del Búho no era un sueño.
Por ejemplo, había accedido a casarse con un hombre al que había conocido dos
días antes. Se preguntó qué la había llevado a hacerlo y sólo encontró una respuesta:
estaba locamente enamorada de él.
En algún sitio, había leído que uno se enamoraba primero con los ojos, luego
con las emociones y después con la mente. Pero ella no lo había hecho por etapas y
no lo había llamado amor.
Había etiquetado esa descarga eléctrica como atracción física, pero era amor. Un
amor fiero y ardoroso que había prendido en ella como una antorcha…

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Capítulo 6

—Supongo que, como yo, preferirás una boda tradicional en la iglesia a una
ceremonia civil —la voz de Simon interrumpió sus pensamientos.
—Sí, lo prefiero —afirmó ella sin dudarlo.
—Bien —colocó los platos vacíos en la bandeja y siguió hablando—. No
tardaremos mucho en organizarlo todo. Necesitaremos una licencia especial. Pero mi
padrino, además de ser un viejo amigo de la familia, es arzobispo, y eso facilitará las
cosas. Hablaré con él en cuanto regresemos podremos casarnos en unos días.
—¡Unos días! —lo miró atónita—. Pero yo…
—El abuelo no tiene mucho tiempo, y me gustaría que nos viera casados.
—Pero está la tienda y…
—¿No puedes pedirle a tu ayudante que se ocupe de las cosas de momento?
—Supongo, pero…
—Entonces no debería haber problema. Con respecto a tu piso, puedes dejar tus
cosas allí, hasta que se celebre la boda. Después, cuando traslades tus pertenencias,
puedes darle el preaviso al casero y devolver las llaves.
—Dudo que haga falta. Estoy segura de que Sojo querrá quedarse con él —
afirmó ella.
—¿Sojo?
—Sojo Macfadyen, con quien comparto el piso.
—No sabía que lo compartías —la miró con sorpresa—. ¿Hombre o mujer?
—Mujer, claro.
—Es difícil saberlo, con un nombre como Sojo.
—Se llama Sojourner, pero se pone violenta si alguien la llama así.
—¿Cuánto tiempo lleva contigo?
—Casi dos años. Trabaja en una agencia de viajes.
—Entonces, supongo que os lleváis bien.
—Muy bien.
—En ese caso, ¿crees que accederá a ser tu dama de honor? —sugirió él.
Charlotte, estaba a punto de decir que sí cuando recordó las tradiciones.
—¿No deberíamos pedírselo a tu hermana antes?
—Lucy tuvo un accidente de coche hace unos meses —dijo él con brusquedad—
. Varias vértebras quedaron aplastadas y lleva en la cama desde entonces, con
muchos dolores.

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—Yo… lo siento. Debe ser terrible para todos vosotros —gimió Charlotte,
impactada.
—Ha sido difícil, sobre todo para el abuelo, que siempre la ha querido mucho
—sus rasgos se suavizaron al ver la expresión horrorizada de Charlotte—. Lo afectó
mucho que nos dijeran que tal vez no volviese a andar. Pero Lucy tiene mucho coraje
y es luchadora. Después de un par de operaciones, está en casa y progresa. Pero
volviendo a lo de la dama de honor…
—Estoy segura de que a Sojo le encantará —le aseguró Charlotte—. Además, su
trabajo no será problema, está de vacaciones. Cuando vuelva al piso le…
—¿Cuándo pensabas volver? —cortó él.
—Hoy, más tarde.
—Imposible —afirmó él—. No voy a dejar que te apartes de mí hasta que
estemos casados.
Ella sintió un escalofrío de excitación ante esa muestra de posesividad. Sin
embargo, debía reafirmarse.
—Necesito volver a buscar ropa, y tengo que…
—Se me ocurre una idea mejor. Como la señorita Macfadyen tiene vacaciones,
cuando volvamos a casa telefonearé para invitarla a venir. Puedes pedirle que traiga
lo que necesites, enviaré un coche a buscarla.
—Tengo que hablar con Margaret de la tienda…
—Querida mía —se inclinó y deslizó los labios por su cuello—, ¿no podrías
hacer eso por teléfono?
—Supongo que sí —admitió ella, seducida por la caricia y las palabras de
cariño.
—Esa es mi chica —dijo él con júbilo, antes de besar sus labios.
Ella se abandonó al beso. Simon la amaba. No quería separarse de ella ni unas
horas. Eso debería acabar con cualquier duda que aún le quedase.
—¿Todo solucionado? —preguntó él, tras haberle quitado el sentido con sus
besos.
Ella asintió.
—¿Y eres feliz?
—Sí —la sobria respuesta no reflejaba el júbilo que inundaba su alma.
—Aunque me siento tentado de pasar toda la mañana aquí, haciéndote el amor,
será mejor que me ponga en marcha —acarició su mejilla con un dedo—. Si no, el
abuelo se preocupará por nosotros.
—¿Hay alguna posibilidad de arrancar el coche? —preguntó ella, mientras él se
ponía el abrigo.
—Una remota, pero si no lo consigo, volveré a pie.

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—Si esperas a que me vista, iré contigo.


—Está lejos —negó con la cabeza—. Aunque el tiempo no es malo, el suelo
estará embarrado. Mientras estoy fuera puedes ducharte, y hay libros que leer.
—Encontraré algo que hacer —miró la bandeja y la cama deshecha.
—No te preocupes de eso —dijo él, siguiendo su mirada—. Pediré a una de las
sirvientas que venga después —echó un par de troncos al fuego y se marchó.
Luchando contra la sensación de pérdida que le provocaba su marcha,
Charlotte fue al cuarto de baño. El agua estaba caliente, pero en vez de disfrutar de la
ducha, se encontró pensando en Simon y deseando que la hubiera besado antes de
marcharse.
Tal vez no la quería. Su padre siempre había besado a su madre antes de salir,
aunque sólo fuera a la tienda a comprar un periódico.
Se dijo que estaba pensando como una tonta. Simon la quería. Sintió un
escalofrío al darse cuenta de que no había dicho que la quisiera. Había dicho que le
paraba el corazón, que era exquisita y que la deseaba, pero en ningún momento
había mencionado el amor.
No tenía sentido que tuviera tanta prisa en casarse si no la amaba. Si se debía
sólo al riesgo de embarazo, podría haber esperado hasta saberlo con seguridad.
Deseó preguntarle exactamente qué sentía por ella, pero rechazó la idea. No
quería convertirse en una de esas mujeres inseguras y patéticas, que necesitaban que
se lo dijeran continuamente. Al fin y al cabo, él no había preguntado si ella lo quería.
O lo daba por hecho, o no le importaba.
Mientras se secaba, pensó que ninguna de las dos posibilidades era ideal. No le
gustaba que dieran por sentados sus sentimientos, pero siempre sería mejor que
pensar no darles importancia.
Tiritando, se puso la ropa del día anterior y volvió al fuego. Acababa de
desenredarse el pelo y se lo estaba recogiendo en la nunca cuando Simon regresó.
—¿Cómo te ha ido? —preguntó, más animada.
—Arrancó a la primera. Lo he dejado al otro lado del puente, con el motor en
marcha, así que si estás lista…
—Desde luego —se puso la chaqueta y los zapatos, recogió el bolso y lo siguió
al exterior.
Era una mañana despejada, sin viento. El sol brillaba entre los árboles, miles de
gotitas brillaban como diamantes y el suelo empapado despedía vapor.
Tras cruzar el puente, Simon la ayudó a subir al coche y ella miró la Casa del
Búho. Habían ocurrido muchas cosas allí y siempre sería un lugar especial para ella.
Si no hubiera habido tormenta, no habrían dormido en la casa y todo habría ido más
despacio.
—¿No te arrepientes? —preguntó Simon, siguiendo la dirección de su mirada.
—No, no me arrepiento —contestó ella. Era la verdad.

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La carretera estaba llena de deshechos debidos a la tormenta y más de una vez


él tuvo que bajar del coche a retirar una rama más grande que las demás. En un
momento dado, tuvieron que dar un rodeo para evitar un árbol caído. Pero una vez
abandonaron la zona de bosque, avanzaron mucho más rápido.
—Me alegro de que estén aquí —dijo la señora Reynolds saliendo a recibirlos—.
Sir Nigel ha estado preocupado desde que preguntó por ustedes y descubrió que no
habían regresado.
—Gracias. Ann. Dígale que ya estamos de vuelta en casa e iremos a verlo en
cuanto nos cambiemos de ropa.

Poco después, cuando Charlotte salió de la habitación con ropa interior limpia,
pantalones y el suéter morado, Simon, la esperaba.
—¿Lista? —preguntó, tras admirar su figura esbelta—. Entonces iremos a darle
la noticia al abuelo, ¿quieres?
Asintió con desgana. Aunque Simon parecía creer que su abuelo se alegraría,
ella lo dudaba. No había razón para que sir Nigel diera la bienvenida a su
aristocrática familia a una chica de clase trabajadora.
Todo había sucedido demasiado rápido. Seguramente pensaría que ella no
podía haberse enamorado de su nieto en tan poco tiempo. Incluso podría pensar que
iba detrás de su dinero…
—¿Estás nerviosa? —preguntó Simon, ante la puerta.
—Muerta de miedo —admitió ella.
—No tienes por qué estarlo.
—Pero, ¿y si no me acepta?
—Lo hará —dijo Simon con certeza—. Le encantaste en cuanto te vio.
—Gracias a Dios que están de vuelta —dijo la enfermera con un suspiro de
alivio, al abrir—. Sir Nigel está nervioso desde el desayuno…
—Simon, hijo —la voz de su paciente sonó por encima del murmullo—, ¿va
todo bien?
—Todo perfecto.
La enfermera se retiró, tras pedirles que no pasaran demasiado tiempo con él
para no cansarlo.
—Tuvimos problemas con el coche —explicó Simon—. En vista de la tormenta,
decidimos pasar la noche en la Casa del Búho.
—Muy sensato —aprobó sir Nigel.
—Tenemos buenas noticias, ¿verdad, querida? —dijo Simon, tomando la mano
de Charlotte.

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El anciano, recostado en las almohadas, con aspecto demacrado y frágil, miró


de uno a otro y esperó.
—Vamos a casarnos.
Todas las dudas de Charlotte se disiparon. La aprobación del anciano resultó
evidente. Sus ojos se iluminaron con júbilo.
—Siguiendo la tradición familiar, ¿eh? No imagináis cuánto me alegro…
Charlotte, querida… —extendió ambas manos, delgadas y casi transparentes.
Ella las tomó entre las suyas y se inclinó para besarle la mejilla. Olía a agua de
colonia.
—¿Cuándo? —le preguntó él a su nieto.
—Cuanto antes —aseguró Simon—. Preferiríamos una boda religiosa, así que
voy a llamar a Matthew para que nos consiga una licencia. Espero que podamos
arreglarlo todo para el miércoles o el jueves.
—¿Os casaréis en St Peter?
—Me gustaría, pero aún no lo he comentado con mi futura esposa —se volvió
hacia Charlotte—. Nuestra familia lleva generaciones casándose en la iglesia del
pueblo. El abuelo se casó allí, y también mis padres.
—Me parece muy bien —accedió ella.
—¿Tenéis padrino y damas de honor? —preguntó el anciano, entusiasmado.
—Charlotte va a pedirle a su amiga y compañera de piso, la señorita
Macfadyen, que sea su dama de honor y yo había pensado que el padrino fuera…
—¿No pensarás en…? —sir Nigel lo miró, tenso.
—No, no… —afirmó Simon—. Pensaba en el hijo de James, Matthew. Si puede
pedir un día libre, claro.
—Buena elección —aprobó sir Nigel—. ¿Y la señorita Macfadyen? Supongo que
también trabaja.
—Sí pero, por suerte, está de vacaciones. He sugerido que la invitemos a pasar
aquí unos días —dijo Simon.
—¡Excelente idea!
—Sólo necesitamos a alguien que entregue a la novia. Es una pena que tú no
estés lo bastante bien.
—¿Quién dice que no? Me encantará entregar a Charlotte si ella no tiene
objeciones y no le importa que haya una silla de ruedas en su boda.
—Me encantaría —dijo ella con sinceridad—. Siempre que no sea demasiado
agotador para usted.
—Querida, esta noticia me ha dado nueva vida, así que debería utilizarla para
algo que será un placer.
—Entonces, todo arreglado —dijo Simon.

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—Supongo que iréis de luna de miel, ¿no?


—Sí —dijo Simon—. Pero no tenemos prisa.
—Todos los recién casados deben ir de luna de miel. Es la tradición.
—Dadas las circunstancias… —empezó Simon.
—No quiero que os quedéis aquí por mí —interrumpió sir Nigel—. ¿No podéis
hacer un viaje corto ahora, y una más largo cuando yo ya no esté?
—Si es lo que quieres.
—Desde luego —afirmó el anciano.
—Entonces iremos a París o a Roma dos o tres días. Pero antes hay que
organizar la boda. Iré a llamar a Matthew…
—¿Me harías compañía un rato? —Le preguntó el anciano a Charlotte, tomando
sus manos—. Me gustaría hablar contigo.
—¿Estás seguro de que es lo apropiado en este momento? —inquirió Simon con
un tono de advertencia.
—Puede que esté pecando de impaciente —suspiró sir Nigel, tras intercambiar
una mirada con su nieto.
—Pareces cansado —señaló Simon con amabilidad—. No tiene sentido agotarte
antes de la boda.
—Sí, tienes razón. Si Dios quiere, Charlotte y yo tendremos tiempo de
conocernos cuando os hayáis casado. Dale recuerdos a Matthew, por favor…
—Debo insistir, sir Nigel —intervino la enfermera, que acababa de regresar—.
Tiene que descansar un rato.
—De acuerdo, enfermera —aceptó él con hastío.
—Me has hecho muy feliz, querida —le dijo a Charlotte, soltando su mano.
Simon y ella salieron.
—Se ha alegrado mucho —dijo Charlotte con voz temblorosa—. Pensé que, al
menos, lo inquietaría la premura…. Sólo hace dos días que nos conocemos.
—El amor a primera vista es típico en la familia Farringdon —comentó Simon.
—¿A eso se refería tu abuelo al decir que seguíamos la tradición familiar? —
preguntó ella. Su corazón saltó alborozado. «Amor a primera vista»: él la quería.
—Sí. Mis bisabuelos se casaron a las pocas semanas de conocerse, y mi abuelo le
pidió matrimonio a mi abuela seis horas después de verla por primera vez.
—¿Y tus padres?
—Mi padre se declaró a los tres días. Tuvo que hacerlo dos veces más para que
ella lo aceptara, pero las circunstancias eran distintas. Ella era una joven viuda, aún
de luto. Aunque los matrimonios de mis bisabuelos y mis abuelos fueron largos y el
de mis padres trágicamente corto, todos fueron muy felices.

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Parecía un buen augurio y Charlotte, feliz, le dio la mano. Él parecía abstraído,


porque tardó en responder, pero después apretó sus dedos con suavidad.
—Si me das tú número teléfono, hablaré un momento con la señorita
Macfadyen, luego tú puedes darle los detalles mientras hablo con Matthew —le dijo
cuando llegaron al soleado salón.
—¿Hola? —contestó lacónica Sojo, cuando contestó al teléfono.
—Señorita Macfadyen, soy Simon Farringdon…
—Simon Farringdon… —repitió ella—. ¿Ocurre algo? ¿Dónde está Charlotte?
—Todo va muy bien, y Charlotte está aquí conmigo. Me ha dicho que está de
vacaciones y llamo para invitarla a pasar unos días en Farringdon Hall.
—¿Esto es una broma? —exigió Sojo.
—En absoluto —Simon dirigió una sonrisa traviesa a Charlotte—. Nos gustaría
disfrutar de su compañía.
—Bueno, si es en serio, supongo que podría ir en tren —dijo Sojo con cautela—.
¿Cuándo quiere que vaya?
—¿Tiene planes para esta tarde?
—No.
—Entonces enviaré un coche a recogerla. Digamos a las tres… Charlotte tiene
algo que pedirle, así que la dejaré con ella —le entregó el auricular y fue hacia la
biblioteca, que también utilizaba como despacho.
—¿Sojo? —dijo Charlotte con voz emocionada.
—¿Qué pasa? ¿Por qué quieres que vaya?
—No pasa nada, pero ha pasado mucho.
—¿Como qué?
—Como que Simon y yo vamos a casamos.
—Bromeas, por supuesto —rió Sojo, tras un momento de silencio.
—Nunca he hablado más en serio.
—Ese fantasma debe ser una auténtica bomba.
—Tuvo más que ver con pasar la noche juntos que con el fantasma.
—¡La noche juntos! Cuéntamelo todo, antes de que muera de curiosidad.
Charlotte resumió la tormenta y la avería del coche.
—Por suerte, estábamos cerca de una de las casas de la finca y Simon sugirió
que pasáramos allí la noche.
—¡Qué diablo! ¿Estuvisteis solos?
—Sí.
—¿En la misma cama?

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—Sí.
—¿Te arrepientes?
—No. Ni tampoco antes de que se declarara.
—Eso es maravilloso —dijo Sojo lentamente—. Pero me preocupa que esto no
sea más que un rebote después de lo de Wudolf. Porque si lo es…
—No —interrumpió Charlotte—. Como tú dijiste, Rudy es atractivo y estaba a
punto de encapricharme, pero nada más…
—¿Así que no importa si te digo que llamó esta mañana preguntado por ti?
—No importa en absoluto. ¿Qué le dijiste?
—Que estabas pasando fuera el fin de semana, pero no dije dónde. Espero
haber hecho lo correcto.
—Sí. No me habría gustado que llamase aquí.
—Supongo que querrás decirle la verdad. ¿Qué harás? ¿Telefonearle o escribir?
—No puedo hacer ninguna de las dos cosas. No tengo dirección ni teléfono de
contacto.
—Bueno, supongo que volverá a llamar. Me gustaría ver su cara cuando le diga
que vas a casarte con alguien mucho más agradable —dijo Sojo.
—Espero que no se sienta dolido.
—No te sientas culpable. Sólo le dolerá el orgullo. Conozco a esa clase de tipos.
Por eso me alegra que hayas perdido el interés.
—En realidad, ahora veo que no estaba enamorada de él. Ni siquiera estoy
segura de que me gustase.
—¿Y Simon? ¿Estás enamorada de él?
—La respuesta es: locamente. Desde que lo vi.
—Y supongo que fue mutuo.
—Sí.
—Que romántico —Sojo suspiró—. ¿Lo sabe sir Nigel?
—Sí. Se lo dijimos al volver. Se alegró mucho, parece que le gusto. Él me
entregará al novio.
—Creí que estaba muy enfermo —apuntó Sojo.
—Lo está. Por eso Simon quiere que nos casemos cuanto antes. Va a pedir una
licencia especial para que la boda sea el miércoles o el jueves.
—No este miércoles o jueves? —jadeó Sojo.
—Sí…
—Vaya, desde luego no pierde el tiempo.
—Y me gustaría que fueses mi dama de honor. Y también a Simon, él lo sugirió.

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—Entonces, ¡acepto encantada! Sacaré mi mejor vestido.


—Hablando de vestidos, te agradecería que recogieras mi ropa, zapatos,
etcétera y los trajeras contigo.
—¿Todo?
—Supongo. No volveré.
—Dios —sonó perdida—. Me temo que aún no me hago a la idea. ¿Te importa
si me quedo con el piso?
—Claro que no. Tenía la esperanza de que lo hicieras.
—¿Y la tienda?
—Voy a pedirle a Margaret que se haga cargo de ella, al menos por el momento
—dijo Charlotte.
—Estoy segura de que le encantará. Supongo que no pensarás trabajar después
de casarte.
—No he tenido tiempo de pensarlo. Pero no creo que Simon lo apruebe.
—Aaaj. Solías ser tan fría y autosuficiente. Ahora, me encanta decirlo, tu voz se
reblandece cada vez que dices Simon.
—No es verdad —protestó Charlotte.
—Estoy deseando conocer al hombre que ha tenido un efecto tan devastador en
ti. Voy a hacerme un bocadillo y empezar con las maletas. ¡Adiós! —colgó.
Charlotte, sonriendo, marcó el número de Margaret. Le dio la noticia y, tras
felicitarla, ella dijo que estaría encantada de ocuparse de la tienda el tiempo
necesario.
—¡Es increíble enamorarse así, tan rápido! —Suspiró Margaret—. Muy
romántico. Espero que viváis felices para siempre, como en los cuentos de hadas…
Mientras colgaba, Charlotte se preguntó si todos los cuentos de hadas tenían un
final feliz. A pesar del calor que hacía en la habitación, sintió un escalofrío, una
premonición, que la hizo palidecer.
—¿Hay algún problema? —preguntó Simon.
—No… Todo va bien. Sojo parece encantada y Margaret se encargará de la
tienda el tiempo que haga falta.
—Entonces, ¿por qué pareces tan afectada?
—No lo estoy —consiguió sonreír. Él, poco convencido, iba a insistir cuando
llamaron a la puerta.
—El almuerzo está listo —dijo la señora Reynolds—. Como es domingo, le he
dicho a Milly que pusiera la mesa en el comedor. ¿Le parece bien?
—Sí, muy bien. Gracias, Ann —puso una mano en la cintura de Charlotte y la
condujo al comedor.

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—¿Qué va mal? —insistió Simon cuando estuvieron sentados y les sirvieron la


sopa.
—Nada, en serio —al ver su ceño fruncido, se explicó—. Es sólo que Margaret
dijo que esperaba que fuéramos felices para siempre, «como en los cuentos de
hadas». Me estaba preguntando si todos los cuentos tenían un final feliz y sentí un
escalofrío… —lo miró y, captando su expresión de alivio, cambió de tema—. ¿Cómo
te ha ido a ti?
—Hablé con Matthew y con James. James aceptó ser mi padrino y Matthew dijo
que, si el vicario de la parroquia estaba de acuerdo, conseguiría una licencia
matrimonial para el miércoles. Él no podrá venir, pero teniendo en cuenta el estado
de salud del abuelo, sugirió que la ceremonia fuese lo antes posible. El reverendo
David Moss, vicario de St Peter, me confirmó que no tenía nada el miércoles, así que
he concertado la boda para las once. ¿Te parece bien?
—Muy bien.
—Entonces, lo más importante está solucionado —afirmó él satisfecho.
Ella sintió un escalofrío de incertidumbre. Quería casarse con Simon, ser su
esposa, pero en vez de sentirse jubilosa y feliz, estaba intranquila, como si un sexto
sentido le advirtiera de que no todo iba bien.
—Sólo quedan algunos detalles —siguió él—. Lo más importante es dónde
quieres pasar la primera luna de miel. Sugerí París y Roma porque están cerca, pero
si prefieres otro sitio… ¿Amsterdam? ¿Viena?
—Me gusta la idea de París o Roma.
—Elige una.
—Roma. Pasé un fin de semana en París con unos amigos, pero nunca he estado
en Roma.
—En vez de alojarnos en la ciudad, que puede ser muy ruidosa, sugiero algo en
las afueras. Hay algunos pueblecitos encantadores…
Mientras discutían las posibilidades, ella se esforzó por librarse de su inquietud.
Pero no lo consiguió.
—¿Vas a informar a tu madre y a tu padrastro de la boda? —preguntó él
cuando salían del comedor.
—No lo había pensado —admitió ella—. Pero sí, claro.
—¿Te gustaría telefonearlos ahora?
Charlotte titubeó. Su conservadora madre se quedaría atónita por la rapidez de
todo. Pero tenía que decírselo, y era mejor quitárselo de encima.
—Si no te importa, llamaré ahora. Debe ser casi medianoche en Sydney, puede
que aún estén levantados.

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Capítulo 7

Él la condujo a la biblioteca, una gran habitación con las paredes cubiertas de


libros y molduras de escayola en el techo. Había sofás de cuero, una alfombra roja y
cortinas de terciopelo del mismo tono. Aunque era un día soleado, la chimenea
estaba encendida.
Ante la ventana había un impresionante escritorio con lo último en equipo de
oficina. Charlotte se sentó y marcó el número de sus padres.
—Mamá, soy yo —saludó cuando contestaron.
—Es tarde para llamar. ¿Ocurre algo malo? —preguntó Joan, preocupada.
—No, justo al contrario. Sé que es un poco tarde, pero quería darte la buena
noticia enseguida. Voy a casarme —sin darle tiempo a que la asaltara a preguntas, le
contó los detalles.
—¡Este miércoles! —Joan sonó apabullada—. Es tan súbito. ¿Por qué no nos
avisaste antes?
—Bueno, todo ha ocurrido muy deprisa y…
—Ni siquiera te he oído hablar de Simon.
—No nos conocemos desde hace mucho tiempo —aclaró Charlotte con
cautela—. Podría decirse que ha sido amor a primera vista… —supo, de inmediato,
que era lo peor que podía haber dicho.
—Nunca me he fiado de ese tipo de cosas. No suele ser más que un capricho
pasajero. El amor necesita tiempo para desarrollarse —dijo Joan con ansiedad—. ¿No
sería mejor esperar un tiempo y pensarlo?
—Simon no quiere esperar, verás…
—No tienes obligación de casarte —de pronto, horrorizada, gritó—. ¿No estarás
embarazada?
—No, claro que no —respondió Charlotte, sintiéndose culpable, porque podría
estarlo.
—Entonces sería un error precipitarse —Joan suspiró con alivio—. Te aconsejo
que lo pienses mejor.
—No tenemos tiempo. El abuelo de Simon tiene una enfermedad terminal, y
nos gustaría que estuviera presente en la boda, y…
—Pero no sabemos nada de Simon; ni siquiera lo hemos visto. Podrías cometer
un terrible error; ya conoces el dicho: «Antes de que te cases, mira lo que haces».
Simon, viendo la expresión desalentada de Charlotte, le quitó el auricular.

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—Señora Harris, soy Simon Farringdon. Entiendo que lo repentino de la


decisión debe haberla impactado, y lo siento. Sin embargo, todo está organizado y
seguiremos adelante con nuestros planes…
—Opino que deberíais…
—Sería un gran placer para nosotros que pudieran asistir a la boda —la cortó
Simon—. Y nos encantaría que se alojaran en Farringdon Hall.
—Es tan súbito, yo…
—No tendría que preocuparse por los vuelos, le enviaría el jet de la empresa
para recogerlos.
—Eso es muy amable —musitó ella—. Pero no creo… —siguió rápidamente—.
A decir verdad, me aterroriza volar. Sólo pensarlo me pone enferma…
—Es una lástima, pero lo entendemos —con educación, pero con firmeza,
añadió—. Es muy tarde, así que les deseamos que pasen buena noche. Estoy seguro
de que Charlotte llamará para contárselo todo cuando regresemos de la luna de miel
—colgó el teléfono y miró a Charlotte con una sonrisa burlona.
—Me quiere mucho. Pero siempre se ha preocupado demasiado por mí —
justificó Charlotte.
—Tanta preocupación debía agobiarte.
—Sí, pero también me consideraba afortunada. Todo el mundo necesita alguien
que los quiera y se preocupe por ellos, y algunos de mis amigos no lo tenían.
Él la miró con curiosidad y se puso en pie.
—Si quieres, puedes echar un vistazo a los libros mientras voy a darle los
detalles al abuelo.
Los libros siempre habían sido una fuente de placer para ella y aceptó de buen
grado. Cuando Simon regresó, una media hora después, estaba sentada en el sofá con
un libro del siglo XVII sobre el regazo. Él se sentó a su lado, alzó su mano y puso un
anillo en su anular. Un diamante montado en oro, de la medida perfecta.
—Era de mi madre, pero si no te gusta dilo; mañana iremos a comprar otra
cosa.
—Es precioso —musitó ella. Alzó el rostro para que la besara. Pero, en vez de
besarla, él sacó una caja de cuero del bolsillo y la abrió con el pulgar.
Sobre el forro de terciopelo azul había una fina cadena de oro con un exquisito
diamante en forma de lágrima, que parecía brillar con un fuego propio. Ella se quedó
sin respiración.
—Al abuelo le agradaría mucho que te pusieras esto el día de tu boda.
—¿Es una joya de la familia?
—En cierto modo. A principios del siglo XVI, un noble italiano se lo regaló a su
amada Carlotta Bell-Farringdon. Desde entonces se conoce como El Diamante
Carlotta. Como es la versión italiana de tu nombre, parece muy apropiado.

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—Es una belleza y me encantará ponérmelo —dijo Charlotte, tocando la piedra


con suavidad.
—Parece que ha llegado la señorita Macfadyen.
Ella siguió su mirada y vio una limusina gris conducida por un chofer acercarse
a la casa.
—¿Quieres ir a recibirla? —Cerró la caja de la joya—. Iré a guardar esto en la
caja fuerte —al ver que ella iba a quitarse el anillo, negó con la cabeza—. No, déjatelo
puesto. Quiero que lo lleves.
Charlotte, sonriente, corrió a recibir a Sojo, que bajaba del coche con aire de
realeza. Tenía el cabello rubio recién lavado y peinado en una melena perfecta;
llevaba su mejor traje pantalón, color verde jade y un largo pañuelo estilo Isadora
Duncan.
—¡Imagínate tú viviendo en un sitio así! —exclamó, mientras el chofer sacaba el
equipaje del coche. Al ver la mano de Charlotte, casi gritó—. ¡Uff! ¡Mira el tamaño de
esa piedra! Una reliquia familiar, ¿supongo?
—Era de la madre de Simon.
—Tengo cardenales. Llevo todo el camino pellizcándome, para convencerme de
que no estoy soñando.
—Admito que yo he tenido ganas de hacer lo mismo —confesó Charlotte—.
Todo ha sido tan rápido.
—¡Ni que lo digas! Por cierto, las dos maletas grandes tienen tus cosas. He
metido lo que he visto, pero si falta algo…
—No te preocupes. Si es importante, siempre puedo ir a recogerlo —la
tranquilizó Charlotte. En ese momento, Simon se reunió con ellas.
—Bienvenida a Farringdon Hall, señorita Macfadyen… Soy Simon Farringdon.
—le ofreció una sonrisa que triplicaba su ya intenso atractivo sexual. Ella se quedó
mirándolo boquiabierta.
—Encantada de conocerlo, señor Farringdon —dijo, moviendo la cabeza y
recuperando la compostura.
—Creo que sería buena idea dejamos de formalidades y tutearnos desde el
principio —sugirió él, entrando al vestíbulo—. Si me llamas Simon, yo te llamaré
Sojourner —dijo, con rostro serio.
—¡Ni se te ocurra! ¡Si lo haces te…! —al ver el brillo travieso de sus ojos verde
dorado, sonrió—. Veo que Charlotte ya te ha puesto en antecedentes.
—¿Cómo es que tienes un nombre tan interesante?
—Una aberración de mi madre. Los padres que deciden poner nombres
interesantes a niños inocentes, deberían pagar por ello.
—Estoy de acuerdo —dijo él con una sonrisa.
En ese momento, apareció la señora Reynolds.

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—Ann, ésta es la señorita Macfadyen —dijo Simon.


—Encantada de conocerla, señorita —saludó el ama de llaves—. La he puesto
en la habitación contigua a la de la señorita Christie. Si me sigue, Martín subirá el
equipaje.
—Subiré contigo, charlaremos mientras te instalas —ofreció Charlotte, viendo la
muda súplica de Sojo.
—Estaré en la biblioteca —les dijo Simon. Después se dirigió a la señora
Reynolds—. Ann, si no estás muy ocupada, ¿podrías traemos té cuando bajen?
—Por supuesto.
Resultaba obvio que si le hubiera pedido la luna, el ama de llaves habría hecho
lo imposible por llevársela.
Una vez estuvieron solas en la habitación, Sojo dio rienda suelta a su excitación.
—¡Es fantástico! Mis dedos se morían por dibujarlo. Esos ojos y esa boca… —se
estremeció— …y esos hombros. Hace que Wudolf parezca un colegial inmaduro.
—Creí que Rudy te gustaba —bromeó Charlotte.
—Yo también lo creía. Eso demuestra la escasez de hombres agradables que ha
habido en mi vida este último par de años —mientras deshacía el equipaje, Sojo
siguió hablando—. Me inspira saber que existen hombres tan fantásticos como Simon
Farringdon. Pero escasean tantos que supongo que no tengo muchas posibilidades de
encontrarme con uno de ellos.
—Por lo que veo, te gusta —dijo Charlotte, sonriente.
—Una barbaridad. Tiene sex appeal suficiente para incendiar un pantano —
declaró su amiga.
—Pero ¿te gusta? —insistió Charlotte.
—Sí —la respuesta de Sojo fue inequívoca—. No sólo es uno de los hombres
más atractivos que he visto en mi vida, parece agradable de verdad. Me gusta cómo
trata a sus empleados. Y tiene una madurez que Wudolf nunca llegará a poseer. No
me imagino a Simon actuando como un niño petulante si las cosas no salen a su
gusto. Y no es débil; supongo que como enemigo debe ser temible.
Terminó de guardar sus cosas y se puso en pie.
—Bueno, vamos a echar otro vistazo a ese ídolo, a ver si encuentro los pies de
barro.
—Espero que lo hagas —dijo Charlotte medio en serio, medio en broma—.
Debe ser muy difícil estar a la altura de la perfección.
—Si se lo pido amablemente, ¿crees que me enseñará la mansión ancestral? —
comentó Sojo mirando a su alrededor admirada, mientras bajaban la escalera.
—Estoy segura. Creo que adora Farringdon Hall.
Cuando llegaron a la biblioteca, Simon dejó el escritorio y se unió a ellas ante la
chimenea. Sobre una mesita había una bandeja con el té, delicados sándwiches y

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bollos calientes con mantequilla. En cuanto se sentaron, Simon levantó la tetera de


plata y empezó a servir.
Sojo soltó un suspiro de alivio. Él la miró con una ceja enarcada.
—Odio la pregunta «¿Quién sirve el té?» —Lo dijo con un tono tan irritado que
Simon soltó una carcajada—. Uno de mis novios la hacía siempre, por eso es un ex.
—Hablando de novios —dijo Simon—. Espero que esta invitación no haya
incomodado a ninguno.
—No. No quiero hombres en mi vida, de momento.
—¿Por alguna razón en concreto?
—Los dos últimos eran estúpidos.
—¿En qué sentido? —preguntó Simon con interés.
Sojo echó un vistazo a Charlotte, temiendo estar acaparando la conversación,
pero ella parecía encantada de que se llevaran bien así que continuó hablando.
—Mark, el último, era aburridísimo. Sólo tenía una cosa en la cabeza y sus
manos parecían de Velcro.
—Una frase muy descriptiva —comentó Simon—. ¿Y el anterior?
—No vivía en este mundo. Pero con un nombre como Tarquin, tampoco se
podía esperar otra cosa…
—Entiendo que no te atraigan los hombres —dijo Simon, con los ojos
chispeantes de risa.
—Algunos sí —Sojo, una coqueta consumada, agitó las pestañas con
desvergüenza.
—Me halagas —aseguró él—. Pero me gustaría saber por qué me consideras
una excepción.
Simon acercó la mesita al sofá para que pudieran servirse la comida que
quisieran.
—Bueno, para empezar eres bueno para Charlotte. Nunca la había visto tan
feliz…
Durante un segundo, él pareció desconcertado, pero después su expresión se
despejó.
—Me preguntaba si me harías una visita guiada del Hall; si no estás demasiado
ocupado dirigiendo el emporio Bell-Farringdon.
—Me encantará hacerlo —contestó Simon—. He dejado a Michael Forrester, mi
mano derecha, a cargo de todo el trabajo, hasta después de la boda.
—¡Qué maravilla! Un ejecutivo de primera dispuesto a delegar sus obligaciones
—comentó Sojo.
Charlotte comprendió que su amiga había estado investigando, y deseó que a
Simon no lo molestara.

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—Admito haber sido un adicto al trabajo en el pasado, pero eso se acabó. A


partir de ahora pienso trabajar menos. Quiero tiempo para relajarme, divertirme y
dedicárselo a mi esposa y a mi familia.
—Eso suena demasiado bueno para ser verdad —comentó Sojo. Lanzó una
mirada a Charlotte. «Ya te dije que un hombre de su clase desearía herederos».
—En absoluto. Está decidido… Si habéis terminado el té, puedo enseñarte la
casa ahora. A no ser que Charlotte tenga alguna objeción.
—Claro que no —aseveró Charlotte—. Me encantará ir con vosotros.
—Entonces, dejaremos la Galería para el final, y os indicaré los retratos más
interesantes.

Sojo, anonadada por la altura y grandeza de la Gran Cámara y la belleza de la


casa en sí misma, escuchaba en silencio los datos históricos que daba Simon.
—Bueno, esos es todo; aparte de la galería, a tu derecha, has visto todas las
habitaciones interesantes.
—¿No hay una habitación encantada? —preguntó Sojo con desilusión.
—En realidad no.
—Pero hay un fantasma, seguro —persistió ella.
—No uno del que haya que preocuparse —dijo él.
—No estoy preocupada, sólo fascinada —dio un saltito—. Nada me gusta más
que un buen fantasma.
—Siento desilusionarte —rió Simon—. Pero no es de los que andan por ahí
gimiendo y arrastrando cadenas.
—¿Qué hace? —consciente de que debía parecerle muy frívola, rectificó—.
Disculpa, lo que quería saber es qué tipo de fantasma es. ¿Alguien que murió
emparedado? ¿Un antepasado caído en la batalla?
—Nada tan excitante, me temo. Si existe, es sólo el espíritu de una niña… —giró
a la derecha y entró en la galería—. Ven a conocer a mis antepasados.
—¿Toda esta gente pertenece a la familia Farringdon? —preguntó Sojo
asombrada.
—La mayoría sí, algunos retratos son de familia política, no de sangre.
—Vaya, éste tiene pinta de haber sido una buena pieza —comentó Sojo, ante el
retrato de un hombre guapo y moreno con barba puntiaguda, bigote y aire de truhán.
—No te equivocas —Simon se volvió hacia Charlotte—. ¿Adivinas quién es?
—Roger Farringdon?
—Acertaste a la primera.

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—Más conocido como el favorito de la reina —añadió Charlotte. Simon le


explicó la historia a Sojo. Después siguieron viendo retratos.
—¿Quién es ésa? —preguntó Sojo, señalando el cuadro de una bella joven con
pómulos altos y boca sensual. Tenía el pelo negro recogido en un elaborado moño, y
llevaba un vestido de brocado de oro y un magnífico diamante con forma de lágrima
colgado del cuello.
—Es Carlotta Bell-Farringdon —respondió Simon.
—Menuda piedra lleva… ¿es real?
—Oh, sí. Muy real. Su amante, un italiano, le regaló la joya. Se conoce como
Diamante Carlotta.
—¿Se casaron ella y su amante?
—No pudieron. Él ya estaba casado.
—¿Así que murió solterona y llorando por él?
—En absoluto. Poco después de que se pintara el retrato, se casó con el duque
de Cecina.
Cuando llegaron al final de la galería, Simon señaló tres retratos pintados por
Samuel Launston.
—Esos son Sophia y Joshua, mis bisabuelos, y el joven que hay al lado es mi
abuelo, con veintiún años.
—Lo habría adivinado —dijo Charlotte—. Aparte de envejecer, sir Nigel no ha
cambiado mucho. Sigue siendo un hombre atractivo.
—Eso es raro… —Sojo, inclinada hacia delante, estudiaba el retrato.
—¿En qué sentido? —preguntó Simon.
—Esa niña de aspecto delicado se parece a Charlotte. Tiene los ojos de la misma
forma… Y mira sus orejas. Pequeñas y sin apenas lóbulo. Iguales que las de Charlotte
—al ver que Simon no decía nada, se volvió hacia Charlotte—. Eres adoptada, quizá
tengas vínculos familiares con la niña del cuadro —dijo, medio en broma.
—Esa idea es ridícula —protestó Charlotte, incómoda.
—Como ya te he dicho muchas veces, no tienes sentido de lo dramático —
suspiró Sojo.
—Eres muy buena captando parecidos —comentó Simon con admiración.
—Tengo el ojo adiestrado. Desde que supe agarrar un lápiz, dibujo a la gente.
Pasé un año estudiando arte, con la esperanza de convertirme en artista, pero no
funcionó… ¿Quién es?
—¿Quién crees tu que es? —preguntó Simon, mirando a Charlotte. Ella miró el
rostro infantil con forma de corazón, enmarcado por cabello oscuro.
—¿Mara? —aventuró. Él asintió y miró a Sojo.

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—El abuelo tenía hermanas gemelas. Mara, la más joven, murió cuando tenía
siete años.
—¿Y ella es el fantasma? —adivinó Sojo.
—Eso se dice.
—¿Sigue rondando por la casa?
—No, no lo creo. Pero es posible que su espíritu lo hiciera durante un tiempo.
¿Quién sabe?
—Suena fascinante. Cuéntame más.
—Lo haré durante la cena. Voy a llevaros a cenar y bailar a Rumplestiltskins.
—Supongo que no hay posibilidades de que el coche vuelva a romperse de
vuelta —dijo Sojo con audacia, agitando las pestañas.
Simon miró a Charlotte y vio cómo se sonrojaba.
—Me temo que no. Si hay una cosa que he aprendido en la vida, es a no utilizar
el mismo truco dos veces.
El último retrato era de una pareja. Un hombre que se parecía a sir Nigel y una
mujer de pelo rubio y ojos verdes, con un rostro lleno de carácter.
—Tus padres —aseguró Charlotte.
—Sí. Como ves, me parezco a mi madre.
—Me preguntaba por qué eras rubio, cuando casi todos los Farringdon son
morenos —comentó Sojo—. Gracias por el recorrido. He disfrutado muchísimo.
—Ha sido un placer. Ahora, sugiero que Charlotte y tú vayáis a poneros
vuestras mejores galas, nos veremos en el vestíbulo dentro de media hora.
—Imposible. Reservo mi mejor vestido para la boda —bromeó Sojo.
—No lo hagas. El martes os llevaré a la ciudad a comprar ropa para la boda.
Alianza, traje de novia y velo, vestido de dama de honor, accesorios, todo —afirmó
Simon.
—Esto mejora por segundos. ¿Tienes alguna idea para mañana? —preguntó
Sojo.
—Mañana tendremos que hacer los preparativos para el miércoles. Coches,
catering, flores, organista, fotógrafo, invitaciones de última hora y demás.
—¿Es posible organizarlo todo tan rápido? —preguntó Charlotte.
—El dinero ayuda, supongo —Sojo le guiñó un ojo—. ¡Me encantan las bodas!
No lo había pasado tan bien desde que se casó mi hermana.

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El día de la boda amaneció claro y brillante. Un soleado día de septiembre. Para


evitar que la prensa cayera sobre ellos, habían intentado mantenerlo todo en secreto.
No habían publicado el anuncio en los periódicos y no había fotógrafo oficial.
Siguiendo la tradición, Simon se mantuvo alejado mientras las chicas, Sojo
burbujeante de entusiasmo, Charlotte más callada, se preparaban.
Sojo ayudó a Charlotte a ponerse el sencillo vestido de seda marfil y la diadema
que rodeaba su moño y sostenía el velo y dio un paso atrás para admirarla.
—Sólo puedo decir que Simon es un hombre muy afortunado —sonrió—. Y
discreto. Aunque estoy en la habitación de al lado, no he oído ni un ruido.
—No ha habido nada que oír —dijo Charlotte.
—¿Has ido tú a su habitación?
—No. No hemos estado juntos.
—¿Por deseo tuyo?
Charlotte negó con la cabeza. Si Simon hubiera alzado un dedo, habría ido
corriendo. Pero desde que empezaron los preparativos de la boda apenas la había
tocado, y menos aún besado. La trataba con una cortesía distante que la inquietaba
un poco.
Llamaron a la puerta. Era la señora Reynolds con las flores y un mensaje de sir
Nigel, preguntando si Charlotte podía dedicarle un momento.
—Claro —afirmó Charlotte, saliendo al pasillo.
Sir Nigel, que se había negado a tomar medicación que lo adormilara, ya estaba
vestido y sentado en la silla de ruedas, con un clavel color crema en el ojal. Estudió a
Charlotte un momento.
—Siguiendo la tradición Bell-Farringdon, eres una novia bellísima —dijo.
—Gracias, sir Nigel —sonrió ella.
—Déjate de sir Nigel. A partir de ahora quiero que me llames abuelo. Vamos,
déjame oírlo.
—Gracias, abuelo.
—Esa es mi chica. Va a ser un día maravilloso. Mi único pesar es que la
hermana de Simon no esté aquí.
—Lo sentí mucho cuando me enteré del accidente de Lucy —dijo Charlotte con
sinceridad—. Debe haber su puesto una gran preocupación para todos.
—Gracias, querida. Sí que fue muy difícil.
—¿Cómo sucedió?
—Su marido y ella acababan de salir del hotel en el que habían cenado cuando
su coche chocó con otro, se salió de la carretera y rodó por un terraplén. Fue a finales
de marzo y había helado… Por suerte, el conductor del otro coche resultó ileso.
—¿Y su esposo…?

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—No se hizo nada, sólo cortes y cardenales —dijo el anciano con amargura—.
En cambio Lucy sufrió lesiones internas y en la columna vertebral. No sólo perdió a
su bebé, sino también la esperanza de tener hijos.
—Eso debió ser terrible para ella —Charlotte lo miró horrorizada.
—¿Te gustaría tener familia?
—Sí, claro que sí.
—Me alegro. Eso significa que la línea de sangre de los Bell-Farringdon seguirá
adelante.
—Eso es importante para ti —comprendió Charlotte.
—Sí, querida. Muy importante.
—Siento mucho lo de Lucy…
—Fue un golpe para todos nosotros —admitió él—. Al perder a sus padres tan
jóvenes, Simon y su hermana siempre estuvieron muy unidos. Él haría cualquier cosa
por hacerla feliz. Cuando se enamoró de un hombre que ambos consideramos
despreciable y sin principios, Simon intentó convencerla de que no se casara con él.
Pero al final, se escaparon y se casaron en un registro civil. Después no tuvimos otra
opción que aceptarlo por el bien de Lucy…
Charlotte pensó que no iba a decir más, pero sir Nigel arrugó la frente y
continuó.
—Cuando llevaban unos meses casados, ella le pidió a Simon que le diera
trabajo. Simon accedió y lo situó en un puesto de confianza. Creo que se arrepiente
desde entonces. Por cierto, me alegro de que la señorita Macfadyen sea tu dama de
honor.
Captó la mirada de sorpresa de Charlotte y se explicó.
—Me gusta tu amiga. Tiene la misma actitud enérgica y realista ante la vida que
Lucy —suspiró—. O al menos la que tenía antes del accidente. Se llevarían muy bien
—su rostro se animó de nuevo—. Pero las últimas noticias son buenas. Los médicos
opinan que podrá volver a andar a principios de año. Querida, se está haciendo
tarde, y como es mala suerte que el novio vea a la novia antes de ir a la iglesia, yo te
pondré esto.
Levantó el Diamante Carlotta.
Ella se arrodilló ante la silla y él colocó la cadena alrededor de su cuello.
—¡Ya está! —exclamó con satisfacción—. Te queda perfecta.
—Tendré mucho cuidado, y lo devolveré en cuanto…
—No quiero que lo devuelvas —afirmó él—. Quiero que te lo quedes.
—Oh, pero yo…, yo no podría —tartamudeó ella.
—Insisto.
—¿No debería Lucy…?

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—Aparte de que Lucy es una mujer rica, tiene las joyas de su madre —dijo sir
Nigel.
—Pero, ¿qué dirá Simon?
—Ya he hablado con él, y está de acuerdo.
—Pero es muy valioso, y además una joya familiar —insistió ella—. ¿Y si por
alguna razón nosotros…?
—Ocurra lo que ocurra, querida, el Diamante Carlotta es tuyo para siempre, y
Simon está de acuerdo. Ahora, márchate, nos veremos abajo.

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Capítulo 8

Charlotte, anonadada, volvió al dormitorio. Sojo estaba guapísima con un


vestido de seda rosado y una cinta en el pelo y zapatos a juego. Su amiga miró el
diamante boquiabierta.
—Parece el Diamante Carlotta.
—Lo es —admitió Charlotte.
—Espero que sea una copia, o necesitaremos un ejército de guardaespaldas en
la iglesia.
—No lo es.
—Apuesto a que te alegrarás cuando lo devuelvas —adivinó Sojo, perspicaz.
—Sir Nigel me lo ha regalado.
—¿Repite eso? —la expresión de Sojo no tenía desperdicio.
—Sir Nigel ha insistido en dármelo. Dijo que lo había hablado con Simon y que,
pasara lo que pasara, era mío para siempre.
—¡Caramba! ¿Cómo se siente una teniendo una baratija que casi podría pagar la
deuda nacional?
—No estoy segura —admitió Charlotte—. Aún no lo he asimilado.
—Y tu anillo de compromiso debe valer una fortuna… Por cierto, tendrás que
cambiártelo a la mano derecha, para hacer sitio a la alianza.
Charlotte obedeció.
—Es como un cuento de hadas. Has pasado de la nada a la riqueza en un
suspiro —comentó Sojo—. Me encantan los romances estilo Cenicienta-Rockefeller.
—A mí solían gustarme. Pero ahora veo que el papel de Cenicienta es todo
menos cómodo. Ni siquiera he comprado mi propio traje de novia.
—¿Querías casarte con uno de segunda mano? —exclamó Sojo.
—No, pero me habría sentido mejor llevando uno que hubiera pagado yo —
admitió Charlotte.
—¡Dios dame fuerzas! La mayoría de las mujeres darían cualquier cosa por
estar en tu lugar. Yo incluida. Y no necesariamente por el dinero o el diamante…
La señora Reynolds llamó a la puerta y anunció que los coches habían llegado.
—Gracias —dijo Sojo—. Bajaremos ahora mismo —se volvió hacia Charlotte—.
Ahora, sé feliz —la abrazó con emoción, recogió su ramillete de rosas rojas y salió.
Charlotte bajó cinco minutos después, con su delicado ramillete de lirios
blancos; sir Nigel la esperaba en un coche adaptado para acoger una silla de ruedas.
Sonriente, se alzó el vestido y se sentó a su lado.

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—Nunca sabrás lo feliz que me has hecho —dijo él por el camino, agarrando su
mano. Ella se inclinó y besó su apergaminada mejilla.
—Yo temía que te molestara. Ha sido tan rápido…
—Quieres a mi nieto, ¿verdad?
—Sí —contestó ella.
—Estaba seguro de ello. Es maravilloso que todo haya funcionado bien y que
Simon y tú os caséis.
—Estos últimos tres días me ha parecido distante, inasequible… sobre todo
cuando estábamos solos —dijo ella—. No he podido evitar preguntarme si habría
cambiado de opinión.
—Créeme, si fuera el caso, lo habría dicho. No, estoy seguro de que te ama…
Ella suspiró con felicidad y alivio. En algunos momentos, había llegado a creer
que ni siquiera le gustaba.
—A su manera, sigue a rajatabla las convenciones, algo un poco anacrónico en
estos tiempos modernos. Pero es uno de los mejores hombres que conozco y estoy
seguro de que será buen marido y seréis muy felices juntos —le dio una palmadita en
la mano—. Cuando volváis de la luna de miel, hablaremos largo y tendido y todo
quedará claro.
Cuando llegaron a la iglesia, el chofer empujó la silla de ruedas hasta la puerta
principal, donde los esperaba el reverendo David Moss.
La vieja iglesia estaba llena de luz, sonido y color: música de órgano, montones
de aromáticas flores y raudales de luz que entraban por las vidrieras. En los bancos
había un puñado de trabajadores de la finca, vestidos con sus trajes de domingo.
Simon, guapísimo de gris perla y con un clavel crema en el ojal, esperaba ante el
altar. El padrino, que parecía tomarse su obligación muy en serio, estaba a su lado
con expresión concentrada.
Charlotte caminó hacia el altar dándole la mano a sir Nigel, cuya silla de ruedas
empujaba Sojo. De todos, sir Nigel y Sojo parecían los más felices.
Simon giró la cabeza para mirarla cuando llegó a su lado. Ella, animada por su
conversación con sir Nigel, le sonrió. Pero él no le devolvió la sonrisa.
—Queridos hermanos, estamos aquí reunidos… —empezó el vicario, tras
aclararse la garganta.
Durante el breve y sencillo sermón, Simon no miró a Charlotte una sola vez y
ella volvió a preguntarse si se arrepentía de su decisión.
—¿Tomas a esta mujer como legítima esposa, en…? Ella escuchó, concentrada
en las respuestas de Simon. Pero no hubo ni rastro de duda, inseguridad o
arrepentimiento. Contestó con firmeza, como si supiera exactamente lo que hacía y
deseara hacerlo. Más tranquila, ella hizo sus votos con voz clara.
Él le puso la alianza de oro en el anular y fueron declarados marido y mujer. En
respuesta al «Puede besar a la novia» del vicario, él rozó sus labios con los suyos.

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No hubo nada amoroso en el beso. Podría haber estado besando a cualquiera,


por obligación.
Cuando terminó la ceremonia y antes de ir a la sacristía a firmar el certificado
de matrimonio, el vicario, en nombre de sir Nigel, invitó a los asistentes a la
recepción que se celebraría en Farringdon Hall.
En la sacristía, Charlotte recibió abrazos, besos y halagos. Todos felicitaron a
Simon y le dieron la mano, excepto Sojo, que, de puntillas, le dio un beso, mientras
sir Nigel la observaba con benevolencia.
Tras completar las formalidades, salieron de la iglesia donde uno de los
trabajadores de la finca, fotógrafo amateur, esperaba con la cámara.
Sir Nigel, con un enorme esfuerzo de voluntad, se puso en pie, apoyado en el
brazo de su nieto, y sonrió mientras hacía las fotos. Después, Sojo, que se había
encariñado con el anciano, lo ayudó a sentarse y empujó la silla hasta el coche,
mientras una lluvia de pétalos de rosa caía sobre los novios.
En Farringdon Hall, una hilera de empleados y trabajadores los recibieron con
una sonora ovación. Charlotte, observando cómo rodeaban a Simon, comprendió que
era tan querido como su abuelo.
La recepción estuvo muy bien, y Charlotte hizo el papel de novia feliz y
sonriente. El almuerzo, a cargo de una empresa de catering, fue excelente.
La señora Reynolds estaba sentada a la izquierda de sir Nigel. Sojo estaba junto
al padrino, un joven agradable y modesto, con aspecto de osito de peluche. Aunque
Charlotte le había advertido que era hijo de un arzobispo, Sojo flirteaba con él
descaradamente. Y a él no parecía molestarlo.
Simon pareció relajarse, pero, aunque era atento con su nueva esposa, su
actitud era más cortés que cariñosa. La rodeó con un brazo mientras cortaban la tarta,
pero, a pesar de la cercanía física, parecía distante, como si sólo estuviera
representando un papel.
Cuando recibieron el aviso de que el coche, con el equipaje en el maletero, los
esperaba para ir al aeropuerto, Charlotte tocó el diamante y miró a Simon.
—¿No deberías guardar esto en la caja de seguridad?
—Práctica además de bella —le dijo Simon a su abuelo, mientras le
desabrochaba la cadena.
Un momento después, acompañada por Sojo, Charlotte subió a cambiarse para
el viaje.
—Sigues sin parecer muy feliz —comentó Sojo, mientras la ayudaba—. Por
Dios, no dejes que el tema Cenicienta-Rockefeller estropee las cosas.
—No es eso —dijo Charlotte.
—Entonces, ¿qué es?
—Simon parece distante y retraído, como si arrepintiera de haberse casado
conmigo —dijo ella con tristeza—. Tienes que haberlo notado.

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—¡Bobadas!
—¿No irás a decirme que es la viva imagen del novio feliz?
—No. Pero los hombres reaccionan a las bodas de forma distinta —aseveró
Sojo—. Que no esté dando saltos no significa que haya cambiado de opinión.
Algunos hombres se toman esto muy en serio. Y puede que esté cansado; no olvides
que debe estar preocupado por su abuelo. En cuanto estéis de luna de miel, volverá a
ser el mismo, ya lo verás.
Charlotte, más animada, recogió el ramo y bajó a reunirse con Simon, que la
esperaba en el vestíbulo. Se despidieron juntos de sir Nigel que, aunque sonriente y
de buen humor, parecía agotado y dolorido.
—Pienso irme a la cama en cuanto os vayáis —aseguró, para tranquilizarlos.
—Llamaré a la enfermera —ofreció Simon.
—No hace falta. La señorita Macfadyen se ha ofrecido a ayudarme antes de
regresar a Londres. Venga, si no os vais, perderéis el avión. Buen viaje.
—Llamaré cuando aterricemos en Roma —dijo Simon.
—Benditos seáis. Este ha sido uno de los días más felices de mi vida. Querida,
ningún abuelo podría haberse sentido más orgulloso —le dijo a Charlotte cuando ella
se inclinó para besar su mejilla.
Sojo, que esperaba a un lado, se acercó para ocuparse de la silla de ruedas y, con
el resto de los invitados, siguieron a los recién casados al jardín.
Al llegar al coche, Charlotte se dio la vuelta y tiró el ramo de novia. Tal y como
había deseado y pretendido, Sojo lo atrapó y le tiró un beso con los dedos.
Subieron al coche y, tras un último saludo con la mano, pasaron bajo el arco de
chopos y se alejaron.
Ella había confiado en que una vez iniciaran el viaje, él la rodearía con un brazo
y la besaría. Pero no hizo nada de eso, se sentó mirando al frente, pensativo. Con al
menos treinta centímetros de distancia entre ellos, parecían dos desconocidos
obligados a compartir transporte en vez de dos recién casados.
Miró su perfil y sintió un fiero anhelo, casi doloroso. Y, al tiempo, un creciente
resentimiento por su forma de tratarla. Se dijo que estaba siendo injusta. Era posible
que estuviera tenso o cansado, además de preocupado por su abuelo, como había
dicho Sojo. Le correspondía a ella hacer el esfuerzo que los acercara.
—Sir Nigel ha estado maravilloso —aventuró—. No sé de dónde ha sacado las
fuerzas.
—Pura fuerza de voluntad —dijo Simon.
—Sólo espero que no se haya excedido.
—Estoy seguro de que sí, pero él eligió seguir hasta el final y, conociendo al
abuelo, nadie habría podido persuadirlo de lo contrario.

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Volvió a quedarse callado y ella, sintiéndose rechazada, giró la cabeza; las


lágrimas le quemaban los ojos.
Tal vez él notara su desilusión porque, unos minutos después empezó a charlar
educadamente. Para ella fue peor que no hablar; sólo enfatizaba el abismo que
empezaba a abrirse entre ellos.
Cuando aterrizaron en Roma, Simon llamó a la señora Reynolds, que le aseguró
que su abuelo dormía, tras haber tomado un calmante. Charlotte respiró con alivio al
enterarse.
Un coche de alquiler los esperaba para ir a Costanzo, un pequeño pueblo
medieval situado en las colinas, en las afueras de Roma. Era una noche agradable, el
aire olía a mirto y el cielo estaba tachonado de estrellas.
Empezaron a subir hacia Costanzo, donde se veían lucecitas en torres y
almenas. Charlotte volvió a sentir el ardor de las lágrimas. Si Simon y ella hubieran
estado en sintonía, el viaje habría sido romántico, mágico.
En vez de un hotel, Simon había optado por alojarse en Villa Bernini, una casa
de huéspedes familiar. Era muy pintoresca, con ventanas asimétricas y tejado a dos
aguas. El jardín con cipreses que le daban un aire italiano, caía formando terrazas,
colina abajo.
La signora Verte, regordeta y sonriente, salió a recibirlos con un torrente de
palabras en italiano, al que Simon contestó con fluidez. Le entregó una gran llave y
señaló una escalera de piedra que llevaba a una puerta de madera.
—La signora Verte consideró más apropiado alojarnos en un apartamento que
llama la suite nupcial —tradujo Simon para Charlotte—. A no ser que tú prefieras
que estemos en la casa principal.
Ella negó en silencio, pensando que con el distanciamiento que había entre
ellos, la suite nupcial era lo menos apropiado del mundo.
Simon aceptó la llave y le dio las gracias a la señora, que volvió a la casa.
Subieron los escalones, de corados con tiestos de piedra, rebosantes de geranios rojos
y Simon abrió la puerta.
Entraron a una habitación de paredes blancas, iluminada por velas. La brisa
hacía que las llamas bailotearan creando sombras, como si la habitación estuviera
viva. Ella esperó, sin esperanza, que en ese entorno idílico, él por fin la tomara en sus
brazos y la besara. Todo se arreglaría milagrosamente.
—Será mejor que vaya por el equipaje y aparque el coche antes de cenar —se
limitó a decir él. Volvió a salir, cerrando la puerta a su espalda.
Abatida, airada consigo misma por haber tenido esperanza, Charlotte se quitó
la chaqueta y miró a su alrededor. La habitación era encantadora, larga y baja, y
sencillamente amueblada. Las ventanas estaban altas, y tenían anchos alféizares de
piedra.

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Sobre la mesa de madera les esperaba un surtido de embutidos, queso, ensalada


y pan. En un cuenco de cerámica había frutas diversas y vino color rubí en una
botella de boca ancha. Aunque todo parecía delicioso, no tenía hambre.
Una estufa de leña, con un mullido sofá delante, desprendía un agradable calor.
A un lado tenía una mesita de café, y al otro una gran cesta con troncos.
A la derecha una puerta daba a una diminuta cocina con un horno microondas,
nevera, tostadora y cafetera. En el otro lado había un dormitorio y un cuarto de baño.
La anticuada cama era alta, con colchón de plumas, almohadas que olían a lavanda y
un edredón de color rosa desvaído. Era una cama romántica, de cuento. La cama de
su luna de miel.
Pero viendo el trato de Simon, le costaba creer que estaba de luna de miel. No
se sentía como una novia, sino como un desecho, rechazada sin saber por qué.
La noche que habían pasado en la Casa del Búho, él había sido ardiente y
apasionado, un amante entregado que la había presionado para que se casara con él.
En cuanto había aceptado, había dado marcha atrás, distanciándose, sin llegar a
ignorarla por completo.
Se preguntó qué había ido mal. No entendía por qué se había casado con ella si
no la quería. No podía ser por el riesgo de embarazo. En esos días un embarazo no
planeado ni siquiera llamaba la atención. Su madre habría sido la única afectada.
Tampoco podía haberlo hecho sólo por complacer a su abuelo.
Aunque Simon haría cualquier cosa por el anciano, había multitud de mujeres
guapas y aristocráticas donde elegir; no tenía por qué atarse a una insignificante.
Tal vez no se planteaba un matrimonio permanente y tenía el divorcio en
mente. Sin embargo, había pronunciado sus votos como si pretendiera mantenerlos.
«Hasta que la muerte nos separe…» Esas palabras le habrían agradado unos
días antes, sin embargo en ese momento se sentía triste e insegura. Quizá casarse con
Simon hubiera sido un terrible error.
Se estremeció. No quería pasar el resto de su vida arrepintiéndose, y estar
casada con un hombre al que amaba, pero que no correspondía a ese amor
destrozaría su alma. Con la mente hecha un lío, Charlotte regresó a la sala.
Frente a la estufa, una puerta de cristal daba a un balcón con balaustrada de
piedra. Abrió la puerta y salió. Estaba mirando la colina, donde se veían unas
lucecitas cuando Simon regresó con las maletas. Unos segundos después, oyó sus
pasos y él rozó su cuello con los labios.
—¡No me toques! —exclamó girando en redondo.
—No te comportas como una novia —comentó él, tras un momento de silencio.
—No se puede decir que me hayas estado tratando como una —señaló ella con
voz tensa.
—Pienso hacerlo esta noche —alzó una mano y tocó su pecho.

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Dejándose llevar por toda la frustración e incomprensión de los últimos días,


apartó su mano.
—Si crees que puedes pasar de caliente a frío, ignorarme y luego pretender que
caiga en tus brazos cuando te convenga, te equivocas.
—Así que mi callada esposa tiene espíritu luchador —rió él—. Sojo parece creer
que eres vulnerable, indefensa e incapaz de luchar por ti misma. Si te viera ahora, se
sentiría orgullosa.
Que se burlara de ella fue la gota que colmó el vaso. Lo apartó, entró a la sala y
fue ciegamente hacia la puerta. Simon llegó antes que ella y se interpuso.
—No estarás pensando en irte, ¿verdad?
—Si crees por un instante que voy a quedarme aquí… —alzó la barbilla
desafiante.
—Tal y como están las cosas, no tienes otra opción.
—En eso te equivocas —afirmó ella—. Por favor, quítate de en medio.
—¿Qué piensas hacer?
—Le pediré a la signora Verte una habitación individual en la casa —contestó
ella con frialdad.
—No creo. Para empezar, destrozarías sus ilusiones románticas, además eres mi
esposa…
—En nombre sólo.
—Hablas como si pretendieras seguir así.
—Muy cierto.
—Me temo que yo tengo otras ideas.
—Peor para ti —intentó apartarlo. Un instante después, estaba en sus brazos.
Empezó a forcejear—. Suéltame. No soporto que me toques.
—Sabes que no lo dices en serio —dijo él condescendiente, como si hablara con
una niña.
—Sí es en serio —gritó ella, loca de ira—. ¡Te odio!
—Puede que estés enfadada conmigo, pero aún me deseas.
—No te deseo.
Él cruzó la habitación, la dejó en el sofá y se sentó a su lado, atrapándola. Le
apartó un rizo de la mejilla.
—Mi dulce mentirosa, sabes muy bien que me deseas desde el momento en que
me viste.
Ella se puso roja como la grana. Por eso se sentía tan seguro de sí mismo. Debía
haber visto el efecto que tenía en ella desde el primer momento. Se sintió airada,
herida y, en cierto modo, traicionada.

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—No te deseo. Si me tocas, será una violación.


—Una fea palabra para un feo acto. Pero lo dudo.
—Lo será —reiteró ella, desesperada.
—Estoy seguro de que puedo probarte lo contrario —dijo él divertido—, para
tu satisfacción y la mía.
—Eres un cerdo engreído —lo acusó ella.
—En la Casa del Búho me deseabas.
—Eso no es tan extraño. Echaba de menos a mi novio —dijo ella, desgarrando la
magia que habían compartido aquella noche.
Él apretó los labios y ella temió que su furia lo llevase a pegarla. Pero él nunca
perdía el control.
—La frustración es un infierno —corroboró él con voz sedosa—, y como llevas
varias noches en Farringdon Hall sin compañía… —dejó la frase en el aire.
—Aún así, no quiero ser forzada —dijo.
—No lo serás. Si no consigo que me desees en, digamos, cinco minutos, te
prometo que me iré y te dejaré en paz.
En cinco minutos podían pasar muchas cosas.
—No voy a quedarme aquí mientras tú…
Él inclinó la cabeza y apagó sus palabras con un beso. Más que un asalto, fue un
beso suave, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Eso consiguió que ella bajara
la guardia; inconscientemente, se relajó.
Como si lo hubiera notado, él trazó la curva de sus labios con la lengua. Notó
que se estremecía y empezó a darle besitos suaves, cariñosos e incitantes, hasta que
los labios de ella se entreabrieron.
Aprovechó la ventaja y profundizó en el beso, explorando su boca con esmero,
hasta que ella notó que se le aceleraba el pulso. Temiendo que la venciera, intentó
apartar la cabeza, pero él sujetó su rostro entre las manos y lo inclinó para satisfacer
mejor sus deseos.
Perdida en las sensaciones que le provocaba con su boca, no notó que le
desabrochaba los botones del vestido y se lo quitaba, hasta que una mano retiró la
hombrera del sujetador y acarició la curva de su seno.
Cuando sintió su boca en el pezón, gimió e intentó apartarlo. Demasiado tarde.
Ya estaba atrapada en esa telaraña de deleite sensual que no permitía escapatoria.
Él deslizó sus bragas caderas abajo e introdujo los dedos entre los oscuros y
sedosos rizos; segundos después no quedaba en ella una célula capaz de resistirse.
—¿Lista para admitir que me deseas? —le susurró al oído. Ella no contestó.

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Sólo era consciente de esos dedos largos y fuertes que, sin pausa, llegaban al
centro de su ser; no tenía mente, estaba perdida en las sensaciones que él conseguía
provocarle.
—¿Lista para admitir que me deseas? —repitió él.
—Sí —dijo ella con voz pastosa.
—Quiero que estés segura. Mañana por la mañana no quiero arrepentimientos,
ni recriminaciones, ni insinuaciones de que te he forzado… Si quieres que me vaya,
me iré.
—No quiero que te vayas.
—¿Qué quieres?
—Quiero que me hagas el amor —gimió ella.
—¿Segura?
—Sí.
Mientras le quitaba el resto de la ropa y se desnudaba él, Charlotte esperó
impaciente, perdida, deseosa y dispuesta a darle lo que pidiera.
Él no pidió nada. Con una urgencia incontenible, sólo tomó. Pero dio en
abundancia. La fuerza de su cuerpo provocó corrientes de placer en ella, pura
electricidad. Un placer que estalló en una explosión de sensaciones y colores, como
un arco iris de fuego.
Cuando se retiró de encima de ella, se quedó quieta un momento, ciega, sorda y
atónita por la intensidad de lo sentido. Sin embargo, a pesar del placer, sentía una
amarga decepción. Había sido sólo sexo. Sexo fantástico, sin duda, pero nada más.
Su unión no había alterado nada. Había querido sentirse como una esposa,
amada, querida. Pero él se había apartado sin una palabra o un beso. Las lágrimas se
agolparon en sus ojos y se tapó el rostro con las manos.
—¿Qué pasa? —preguntó Simon—. ¿Te he hecho daño?
—No —ahogó un sollozo. Le había hecho mucho daño, pero no físico.
Descontento, él apartó sus manos y estudió su rostro a la luz de las velas. Lo
tenía pálido y tenso y sus bellos ojos grises estaban arrasados de lágrimas que se
esforzaba por contener.
—Quiero que me digas qué va mal —ordenó, impaciente.
—¿Qué podría ir mal? —preguntó ella con amargura.
—Eres mi esposa. Dijiste que querías que te hiciese el amor —dijo él, enfadado.
—Sí, sé que lo dije. Pero eso no ha sido amor. Sólo ha sido lujuria… No me has
tratado como a una esposa.
—¿Cómo te he tratado? —exigió él, tenso.
—Como a una fulana. Como a alguien que vale lo que se paga, pero indigna de
compromiso emocional.

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Él se puso en pie, recogió su ropa y fue al cuarto de baño. Un momento después


se oyó la ducha.
Ella no había imaginado una noche de bodas como ésa. Se sentó al borde del
sofá, cruzó las manos sobre el estómago y dejó que las lágrimas surcaran sus mejillas
en un silencioso torrente.
Se sentía sola y devastada emocionalmente. Sus sueños y esperanzas se habían
derrumbado.
No podía quedarse con un hombre a quien no importaba en absoluto. Pero,
aunque le pesara, seguía siendo la esposa de Simon… Además, por consideración a
sir Nigel, tendría que ocultar que le habían roto el corazón.

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Capítulo 9

Con un gran esfuerzo, dejó de llorar y se limpió las mejillas con el dorso de la
mano. Acababa de ponerse la combinación cuando entró Simon. Percibió su alivio al
verla, y adivinó que temía que hubiese huido.
Llevaba un albornoz azul marino, tenía los pies descalzos y el pelo húmedo y
alborotado. Se acercó y alzó su barbilla. Al ver su rostro, su expresión se suavizó.
—Lo siento —dijo—. Si no me hubieras puesto furioso mencionando a tu
anterior novio… —calló—. Lo siento. No tenía ningún derecho a tratarte así.
Una vez más, brotaron las lágrimas.
—No llores… Por favor no llores… —la abrazó con fuerza, apoyando su cabeza
en su pecho—. Nunca pretendí que nuestra noche de bodas fuera así.
Su preocupación la reconfortó. Pero aunque estuviera siendo amable, en
realidad ella no le importaba. Recordarlo fue como un jarro de agua fría. Se liberó,
alzó la cabeza y lo miró con tanta dignidad como pudo.
—Por favor, dime algo. ¿Por qué me pediste que me casara contigo? —
preguntó.
—¿Por qué crees tú?
—De eso se trata. No lo sé. No sé por qué querías casarte conmigo. No sé qué
sientes por mí…
—¿No quedamos en que fue amor a primera vista?
—Estos últimos días me has tratado con tanta frialdad que no creía ni que te
gustara, y menos que me quisieras —lo acusó ella.
—Si supieras lo que he tenido que luchar para no tocarte —rió él—. No ha
pasado un minuto en el que no deseara llevarte a la cama y hacerte el amor hasta que
ambos quedásemos saciados.
—Pero si sentías eso, ¿por qué no…?
—¿Por qué no lo hice? Tengo ciertos principios y, en las circunstancias, no me
parecía correcto.
Esa era la razón de su distanciamiento. Charlotte oyó cantos angelicales que
disipaban sus miedos.
—Ni siquiera me había planteado llevar a una mujer a Farringdon Hall antes —
siguió Simon—. Nunca he tenido la tentación de satisfacer ese tipo de deseos bajo el
techo de mi abuelo. Pero créeme, estos últimos días sí. Ninguna mujer se ha metido
bajo mi piel como tú, ni minado mi autocontrol. Es casi como una obsesión…
—¿Y eso te airaba? —preguntó ella, comprendiendo de repente.

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—Uno de mis mejores amigos se obsesionó con una mujer. Terminó castrado
emocionalmente. Siempre juré que a mí no me ocurriría eso.
—Oh —exclamó ella, perpleja.
—Supongo que si se hubiera casado con ella, se habría acabado su obsesión —al
ver su expresión, siguió hablando—. Antes de que preguntes: No, ésa no es la razón
por la que me casé contigo. ¿Te sientes mejor?
Ella asintió.
—¿Qué te parece comer un poco? Hace una noche preciosa, podríamos dar un
paseo antes de acostarnos y empezar nuestra verdadera luna de miel.
—Sí, me gustaría —aceptó ella—. Pero si no te importa, prefiero ducharme
antes.
—Claro que no —sus ojos brillaron—. De hecho, como aún no estoy vestido, me
encantaría ayudarte.
La ducha fue una de las más largas y eróticas de su vida; él reavivó el deseo que
había creído saciado. Para cuando lamió las gotas de agua de sus pezones, mientras
la secaba, ardía por él. Pero él la ayudó a vestirse sin apagar la llama que había
encendido.
Después se sentaron a la mesa y comieron.
—¿Lista para dar ese paseo?
Si le hubiera sugerido irse directamente a la cama, habría accedido sin dudarlo,
pero como era demasiado tímida para proponerlo ella, asintió con la cabeza.
El aire era fresco y perfumado. El cielo azul oscuro estaba tachonado de
estrellas y la luna, en cuarto creciente, brillaba sobre los árboles.
Simon la llevaba agarrada por la cintura y, cuando se detuvieron a admirar las
ruinas de un viejo castillo, la besó con una dulzura y empeño que incrementó su
deseo de regresar a Villa Bernini.
Cuando lo hicieron, descubrieron que los restos de la cena habían sido
retirados, había velas nuevas y habían rellenado la estufa. Había una cafetera en la
mesita y una botella de brandy con dos copas.
Sentados en el sofá, bebieron café y el rico y dorado brandy antes de irse a la
cama a hacer el amor.
El sabía dónde tocarla para proporcionarle el placer más intenso; además de
sutil y sensible, era inventivo. Era capaz de satisfacer y reavivar su deseo a placer.
Antes de caer dormida en sus brazos, ella había vivido todas las fantasías
sexuales que había imaginado, y otras que no habría imaginado en un millón de
años.
Charlotte se despertó lentamente la mañana siguiente con una sensación de
plenitud. El sol iluminaba su rostro, y olía a pan recién hecho y a café. Suspirando, se
estiró con gusto. Era una esposa. Casada con el hombre al que amaba. Deseaba
gritarlo desde los tejados, compartir esa sublime felicidad con el mundo entero.

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Seguía disfrutando de la sensación cuando llegó Simon con la bandeja del


desayuno. Llevaba unos pantalones de sport y un suéter polo de color negro, que le
daba un aspecto muy masculino.
—Buenos días —saludó.
—Buenos días —contestó ella. Se sentó y se colocó el edredón bajo los brazos. El
puso la bandeja sobre sus rodillas y se sentó a su lado. Había café, pan fresco y
mermelada de albaricoque. Empezaron a desayunar.
—Acabo de llamar a casa. El abuelo ha pasado buena noche y sigue durmiendo.
—Me alegro mucho —dijo ella con sinceridad.
—Supuse que te alegrarías —se inclinó y le dio un suave beso en los labios—.
¿Qué te apetece hacer hoy? —preguntó.
—Lo que tú quieras —repuso ella.
—Me gusta ver que tengo una esposa complaciente.
—¿Esperabas otra cosa? —agitó las pestañas, imitando a Sojo. Él soltó una
carcajada.
—Por lo menos, dame tu opinión. Se me ocurren tres opciones. Podemos dar un
paseo en coche por el campo y comer en alguna pequeña taberna… O ir a Roma y ver
algunos monumentos, ¿a no ser que estés cansada?
—Me encantaría ver Roma —se lamió la mermelada de los dedos y lo miró
burlona—. Es decir, ¿a no ser que tú estés demasiado cansado?
—Estás impertinente, ¿eh? —la miró con simulado aire amenazador—. Si sigues
hay sentada, tan tentadora, podría decidirme por la tercera alternativa…
Comprendiendo que el edredón se había resbalado y él admiraba sus pechos
desnudos, lo alzó de nuevo.
—¿La tercera alternativa? —preguntó ella, inocente.
—Pasar el día en la cama seduciéndote y amándote para mi deleite y el tuyo —
clavó los ojos verde dorado en los de ella.
Ella sintió una oleada de calor recorrer su cuerpo.
—Entonces, ¿cuál va a ser? —agarró su mano y la besó. Ella se estremeció al
sentir su cálida boca en la palma. Él estaba probándola, o seduciéndola. Tal vez
ambas cosas.
—No creo que tenga suficiente fuerza para soportar una seducción —dijo,
intentando ocultar cuánto la afectaba—, así que si te da igual, elijo Roma.
—Cómo poner a un marido en su lugar —suspiró él—. En fin, siempre
tendremos esta noche…

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La ciudad eterna era aún más fabulosa de lo que ella había imaginado y el día
fue como un calidoscopio de visiones, sonidos e impresiones indelebles.
Echaron monedas en la espectacular Fontana de Trevi, pasearon desde la Plaza
de España hacia la Trinidad del Monti y visitaron el Panteón.
Cerca del Campo dei Fiori, en la parte más antigua de la ciudad, disfrutaron de
un sabroso almuerzo bajo una sombrilla de rayas azules y blancas. Iban a tomar café
cuando Simon, que iba a llamar a casa, descubrió que su móvil había desaparecido.
—¿Robado? —preguntó Charlotte preocupada.
—Eso me temo. Es una lata, pero es culpa mía. Debería haber tenido más
cuidado.
En cuanto acabó el café, entró al restaurante a utilizar el teléfono público.
Regresó unos minutos después.
—¿Cómo está tu abuelo?
—Por lo visto no ha sufrido efectos secundarios. Incluso ha desayunado bien.
Sonaba animado y me ha dado recuerdos para ti.
—Qué dulce de su parte. ¡Es fantástico que esté bien!
—Lo aprecias. ¿verdad?
—Sí.
—Eso me alegra mucho… ¿Más café?
Ella negó con la cabeza.
—Entonces sugiero que vayamos a ver el Foro.
Aparcaron el coche y cruzaron las magnificas pero melancólicas ruinas del
Foro, cubiertas de malas hierbas y fueron hasta el Coliseo. En el exterior había dos
puestos de flores, una fila de autobuses de los que bajaban montones de turistas y
varios coches de caballo.
A Charlotte le agradó comprobar que los caballos parecían bien cuidados y
sanos. De repente, Simon desapareció. Regresó un instante después con una rosa roja
en la mano.
—Gracias —con una sonrisa luminosa, se puso de puntillas para besarlo.
Por el rostro de él pasó una expresión que ella identificó como sorpresa y algo
más que no podía definir.
—¿Por qué has puesto esa cara? —preguntó.
—Pensaba en lo rara que eres.
—¿Rara? ¿En qué sentido?
—Una sola flor ha obtenido más respuesta que un anillo de compromiso.
—Ha sido un gesto encantador e inesperado —dijo ella; en cierto modo había
significado más que el anillo.

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—¿Quieres entrar al Coliseo? O prefieres que lo dejemos para la próxima visita?


—Para la próxima —dijo ella con decisión.
—Entonces, ¿qué otra cosa quieres ver?
—Siempre he deseado visitar Villa Borghese —empezó ella.
—Tus deseos son mis órdenes.
Para cuando llegaron a Villa Borghese, el parque más importante de Roma, el
sol se había puesto y el cielo era de color aguamarina, con un tinte rosado.
Pasearon un rato sin ver a nadie. De pronto apareció un hombre delgado, no
demasiado alto y con pelo oscuro y rizado, que caminaba con la cabeza gacha.
Charlotte se quedó paralizada, pensando que iba a encontrarse cara a cara con
Rudy. Pero cuando alzó la cabeza comprendió que no era él. Ni se parecía.
—¿Era alguien a quien creías conocer? —preguntó Simon, con voz tensa.
—Sí, pero estaba equivocada.
Él no hizo más comentario y siguieron andando. Se levantó una fresca brisa que
removía el polvo del suelo y traía olor a pino resinoso. Ella se estremeció.
—¿Tienes frío? —preguntó él, viendo el gesto. Charlotte, que además empezaba
a estar cansada, asintió—. ¿Y hambre?
—Muchísima.
—Entonces, te llevaré a mi restaurante favorito en Via Veneto.

Tras una romántica cena a la luz de las velas, pasearon de la mano por la
cosmopolita Via Veneto, de regreso al coche.
Simon había estado cariñoso y atento durante la cena y Charlotte se sentía feliz
y sin dudas sobre su matrimonio. El día, lleno de placer y alegrías, quedó
redondeado por el delicioso viaje de vuelta a Costanzo.
Cuando salían del coche, la signora Verte salió corriendo de la casa, hablando en
italiano. Simon tensó la mandíbula, hizo algunas preguntas y después guió a
Charlotte escalera arriba, al apartamento.
—¿Qué ocurre? ¿Es tu abuelo? —preguntó ella.
—Eso me temo —contestó Simon, poniendo las maletas sobre la cama—. En vez
de despertarse de la siesta, entró en un semicoma. El médico no cree que viva hasta
mañana.
—¿Habrá un vuelo esta noche? —preguntó Charlotte, recogiendo sus cosas a
toda prisa.
—Ann, al no localizarnos, llamó a Michael Forrester. Él se puso en contacto con
Peter Raine, el piloto del jet de la empresa que, por suerte, estaba a este lado del

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charco. Cuando lleguemos al aeropuerto Leonardo Da Vinci, el avión estará


esperando y listo para despegar.

Durante el vuelo a Londres, Simon estuvo silencioso y serio. Un coche los


esperaba en Heathrow y llegaron a Farringdon Hall de madrugada.
El ama de llaves, pálida y ojerosa, los recibió.
—¿Cómo está? —preguntó Simon.
—Ha estado consciente a ratos; le dijimos que veníais de camino y parece estar
aguantando para veros.
Charlotte habría dejado que Simon subiera solo, pero él agarró su mano con
firmeza.
—Él querrá verte —aseguró.
El médico los recibió en la puerta, saludó con la cabeza y abandonó la
habitación.
Sir Nigel estaba tan inmóvil que Charlotte pensó que llegaban tarde. Pero al oír
la voz de su nieto, el viejo entreabrió los párpados. Tenía los ojos nublados y
hundidos, pero al verlos su rostro se iluminó.
—Charlotte, querida, Simon, hijo mío… —su voz no era más que un susurro
ronco—. Sentaos junto a la cama.
Los dos se acercaron lo más posible.
—Siento haber interrumpido vuestra luna de miel —dijo el anciano con voz
más fuerte—, pero quería hablar con Charlotte… Decirle…
—¿No puede esperar hasta que estés más fuerte? —sugirió ella, preocupada.
—No, querida. No tengo mucho tiempo.
—¿Qué querías decirme? —agarró su mano con delicadeza.
—¿Sabías que tuve dos hermanas, Mara y Maria? Mara murió cuando era una
niña…
—Sí, vi su retrato —dijo ella, preguntándose si el anciano desvariaba.
—Esa es Maria —señaló el retrato de una joven de pelo oscuro y rostro
acorazonado que había sobre una estantería—. Eran gemelas idénticas.
—Noto el parecido.
—Lo guardo desde que lo descolgaron de la galería, después de que escapara
de casa tras una discusión…
—¿Le doy yo los detalles? —sugirió Simon, notando la dificultosa respiración
del anciano. Su abuelo asintió.

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—Maria tenía diecisiete años y estaba embarazada cuando huyó. Sus padres se
desentendieron de ella. Al año siguiente, escribió al abuelo y le dijo que había tenido
una hija. No le dio dirección y no volvió a escribir, así que tras un par de intentos
fallidos, dejó de buscarla.
—Me avergüenza decir que me rendí… —interrumpió sir Nigel—. Cuando
supe que iba a morir, le pedí a Simon que intentara encontrarla, o a su hija…
—Yo tenía que ir a Estados Unidos —siguió Simon—, y contraté a un detective
privado. Para resumir, descubrió que Maria Bell-Farringdon se había convertido en
Mary Bell y se había casado con Paul Yancey. Y eso lo llevó a ti…
Charlotte se limitó a mirarlo, desorientada.
—Utilicé los libros de Claude Bayeaux como excusa para ponerme en contacto
contigo…
—Entonces, Maria era mi abuela —musitó ella asombrada, cuando recuperó la
voz.
—Sí. Eres mi sobrina nieta —sir Nigel apretó sus dedos. Ella, emocionada, se
inclinó para besarlo.
—Me alegra mucho que me encontraras, y que seamos parientes.
—A mí también, querida… Pero hay más que contar. Está el Diamante
Carlotta… —miró a Simon, implorándole que siguiera él.
—Ya sabes cómo llegó el diamante a la familia —Simon tomó la palabra—. Pero
no sabías que durante generaciones ha pasado a la mujer primogénita de la familia
en su decimoctavo cumpleaños. Debería haber sido de tu abuela y de tu madre, te
pertenece a ti.
—Por eso dijiste que era mío, pasara lo que pasara —le dijo ella al anciano, que
la observaba.
—Sí querida, es tuyo. Espero que cuando Simon y tú tengáis familia, vaya a
vuestra hija mayor… Que Dios os bendiga —como si se le escapara la fuerza, suspiró
y cerró los ojos—. No os entristezcáis por mí —susurró un momento después.
Media hora después, murió pacíficamente.

Amanecía cuando se acostaron y Charlotte no se despertó hasta la hora del


almuerzo. Estaba en la cama de Simon, sola. Se sentía cansada y triste.
Le resultaba extraño pertenecer a la aristocrática familia Farringdon y que sir
Nigel fuera… hubiera sido su tío abuelo. Había llegado a admirarlo y quererlo en
muy poco tiempo, y deseó haber podido pasar más tiempo con él. Para conocerlo y
hablar de su abuela.
Se preguntó por qué Simon no había dicho nada cuando Sojo notó su parecido
con Mara. ¿Por qué la había presionado para casarse sin admitir que eran primos
segundos?

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Recordó que el primer domingo, cuando hablaron de los planes de boda, sir
Nigel había querido que se quedase con él para charlar. Simon lo había impedido y
no entendía la razón. Su mente se llenó de preguntas importantes que requerían
respuestas.
Se duchó, vistió y bajó a buscar a Simon. Se encontró con el ama de llaves en el
vestíbulo. Parecía cansada y triste.
—El señor Simon está en la biblioteca. Ahora mismo iba a llevar una bandeja
con café y sándwiches, a no ser que prefiera un almuerzo caliente.
—No, gracias, Reynolds, eso estará muy bien.
Encontró a Simon sentado ante el escritorio, absorto. La miró con expresión
cauta.
—Cuando Sojo notó mi parecido con Mara no dijiste nada, e impediste a tu
abuelo que me contase la verdad —lo acusó. Él no intentó negarlo—. ¿Por qué?
—Pensé que si lo sabías, podrías cambiar de opinión con respecto a casarte
conmigo —dijo él.
—¿Por el Diamante Carlotta?
—Vale lo suficiente para convertirte en una mujer muy rica —señaló él.
—¿Qué diferencia habría supuesto eso? —gritó ella profundamente dolida—. A
no ser que pensaras que me casaba contigo por dinero.
—No, no pensaba eso. Pero todo iba muy bien y no quería arriesgarme.
—¿No crees que tenía derecho a saber que somos primos segundos?
—No lo somos.
—Si sir Nigel era mi tío abuelo y tu abuelo…
—Sir Nigel no era mi abuelo. Aunque me educó como su nieto, no hay vínculo
de sangre. Mi madre acababa de enviudar y se quedó embarazada cuando se casó
con mi padre. Lucy y tú sois Farringdon, yo no.
Charlotte, como si hubiera recibido una patada, lo vio todo con absoluta
claridad.
—Y como Lucy no puede tener hijos, te casaste conmigo porque tu abuelo te lo
pidió, para tener herederos de su sangre.
—Eso no es cierto…
—No dejaré que me utilices así —gritó ella, ignorando su protesta. Fue hacia la
puerta, pero Simon la detuvo.
—¡Escúchame! El abuelo se alegró por nuestro matrimonio, pero él no lo
instigó…
—¡No te creo! Sé cuánto significaba para él perpetuar la línea de sangre, y
cuánto significa para ti.
Intentó marcharse, pero él no soltó su brazo.

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—En cuanto a mí, la posibilidad de perpetuar la sangre Farringdon en mis


propios hijos me pareció un don precioso… Pero ni siquiera por mi abuelo me habría
casado con una mujer con la que no quisiera vivir el resto de mi vida.
Ojos verdes y ojos grises se encontraron.
Ella lo creyó. El alivio sustituyó a la desesperación.
—Perdona —dijo apoyando la cabeza en su pecho. Él la abrazó y acarició su
cabello.
Se separaron cuando una discreta llamada anunció la llegada de la señora
Reynolds con el almuerzo.

El entierro de sir Nigel fue discreto, como él había deseado, con la presencia de
un puñado de amigos y los trabajadores y empleados de la finca.
Sojo había pedido la mañana libre para asistir y Simon envió un coche a
recogerla. Era un día soleado y nadie se vistió de negro. En vez de un acto llorando
su muerte, se celebró su vida.
Después del entierro, Sojo tenía que irse y las amigas se abrazaron,
prometiendo llamarse al día siguiente.
—Tengo que decirte algo —susurró Sojo—. Mientras esperaba el coche esta
mañana, apareció Wudolf. Acababa de regresar de Estados Unidos y se moría por
verte. Cuando le dijo que eras la señora de Simon Farringdon, casi se cayó redondo.
¡Después se puso lívido!
—Cielos… ¿qué dijo?
—Obviando las palabrotas, dijo: Maldito sea Farringdon… Pero si cree que voy
a dejar que se salga con la suya, se equivoca. Sé por qué se casó con ella ese cerdo,
pero dudo que Charlotte lo sepa… —se marchó echando espumarajos por la boca—.
Me dio la impresión de que daría problemas. Aunque no imagino cómo…
Viendo que se acercaba gente, se despidió.

Después de la comida bufé y la partida de los invitados, Simon se dirigió a


Charlotte con rostro serio.
—Tengo que ir a ver a Lucy. Aunque estaba preparada para la muerte del
abuelo, ha sido un duro golpe. Además, le duele no haber podido asistir al entierro.
—Lo siento mucho. Debe ser terrible para ella.
—Me gustaría que vinieras conmigo.
—Por supuesto, si quieres.
—Creo que es hora de que os conozcáis. Si estás lista, me gustaría ir ahora.

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—Iré por el abrigo y el bolso.

La casa de Lucy estaba en la afueras de Hanwick, un pintoresco pueblecito. Era


una casa grande, de ladrillo rojo, sólida y firme con chimeneas cuadradas y ventanas
con cierre de guillotina.
—La casa pertenecía a Isobel Chase, la madrina de Lucy; al morir, se la dejó. Su
marido siempre ha odiado el lugar e intentó persuadirla para que vendiera la casa y
comprase un piso en Londres. Pero aunque lo adora, se negó a vender. Y ha sido una
bendición. Al menos tenía un lugar adecuado al que volver —le informó Simon.
—¿Lleva mucho tiempo en casa?
—Unos dos meses.
—Debe ser muy difícil para ella, estando en la cama.
—Es donde quiere estar —Simon aparcó el coche y la ayudó a bajar—. Lucy
tiene fobia a los hospitales. Pasar meses en uno la deprimía tanto que temimos que
dejara de luchar. Así que preparamos la planta baja de la casa con todo lo necesario,
incluida asistencia médica veinticuatro horas al día. Ha progresado mucho y es casi
seguro que volverá a andar.
Simon llamó a la puerta y una asistenta abrió la puerta, se hizo cargo de los
abrigos y los condujo a una enfermera de pelo gris.
—Señor Farringdon, es un placer verlo… Señora Farringdon —la enfermera
sonrió—. Vengan por aquí, Lucy los está esperando.

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Capítulo 10

Entraron en una habitación con una cama reclinable y toda clase de equipo
médico. Pero ahí acababa el parecido con un hospital. Era una habitación alegre, con
una gruesa alfombra, cuadros en las paredes y cortinas de color amarillo. Junto a la
cama había dos sillones.
—¿Por qué no se sientan? Cuando prepare el té de Lucy, traeré tres tazas.
La joven de pelo oscuro que había sentada en la cama, ayudada por un polea
que colgaba del techo, parecía una niña. A Charlotte se le encogió el corazón.
—Hola, hermanita —Simon le besó la mejilla.
—Hola —contestó. Pero los ojos marrones, muy parecidos a los de su abuelo
miraban a Charlotte con odio.
—Charlotte, ésta es mi hermana, Lucy… —presentó él, aparentando no darse
cuenta.
—Yo… siento lo de tu abuelo —dijo Charlotte, anonadada por la mirada de
odio—. Lo apreciaba mucho.
—Lucy, ésta es mi esposa… —dijo Simon.
—¿Por cuánto tiempo? —exigió Lucy, con voz aguda.
—El resto de nuestras vidas —replicó él.
—No apostaría por ello. Él ha vuelto.
—Me preguntaba cuánto tiempo aguantaría lejos —Simon frunció el ceño—.
Pero ha sido suficiente.
—No creas que se ha rendido.
—No te preocupes —dijo Simon con voz gélida—. Se cómo conservar lo que es
mío.
—Ojalá supiera hacerlo yo —los ojos de Lucy se llenaron de lágrimas—. No sé
cómo se enteró, pero se puso furioso. Dijo que yo te había incitado a hacerlo. Pensé
que si estaba casada, él se conformaría conmigo. Pero me dijo que iba a dejarme, que
sólo volvía a hacer las maletas. Nunca había dicho eso antes.
—Sugiero que las tengas listas para él —Simon apretó la mandíbula—. En vez
de permitir que te deje, échalo.
—¿Cómo puedes decir eso cuando te has esforzado tanto para…? —calló de
repente al ver la mirada de advertencia de Simon.
—Nunca he ocultado que, en mi opinión, estarías mejor sin él.
—Pero es todo lo que tengo —las lágrimas se desbordaron—. Al menos, debería
intentar retenerlo.

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—¿De veras crees que merece la pena?


Charlotte, sintiéndose como una intrusa, y afectada por el dolor de la chica, fue
hacia la puerta.
—No te vayas —Simon sujetó su muñeca.
—Sé que ninguno de los dos me queréis aquí.
—Tienes que quedarte y escuchar esto —afirmó él.
—Por favor, Simon —suplicó ella, recordando la mirada de odio de Lucy—.
Esto es un asunto privado. No tiene nada que ver conmigo, y…
—Tiene todo que ver contigo —gritó Lucy—. Lo justo es que te quedes y veas el
dolor que has causado.
—No tengo ni idea de qué hablas —dijo Charlotte.
—Me robaste a mi marido, lo embrujaste, y aunque estás casada con su cuñado,
sigue queriendo recuperarte.
—Estás cometiendo un terrible error —afirmó Charlotte, preguntándose si el
sufrimiento había afectado al cerebro de Lucy—. Ni siquiera conozco a tu marido.
—No te molestes en mentir. Antes de que Simon enviara a Rudy a Estados
Unidos, llevabais semanas viéndoos.
Rudy era el marido de Lucy. Charlotte se quedó sin respiración un momento y
palideció.
—Siempre sé cuando tiene una aventura con otra mujer, pero suele tener tan
poca importancia que he aprendido a ignorarlo, a simular que no ocurre. Antes o
después, las deja. Pero esta vez era diferente. Estaba loco por ti desde el principio, y
tú lo animaste…
—No tenía ni idea de que estuviera casado —gritó Charlotte con desesperación.
—¡Eso dices!
—Has dicho que ha tenido otras aventuras —observó Simon—. ¿Crees que iba
por ahí confesando ser casado?
—A la mayoría de las mujeres no les importaría.
—A mí sí —intervino Charlotte—. Nunca mencionó una esposa. Dijo que tenía
un piso de soltero en Mayfair.
—No lo tiene —Lucy movió la cabeza.
—Pero yo sí —dijo Simon—. Le presté las llaves mientras estaba fuera.
—¿Te llevó allí alguna vez? —preguntó Lucy.
—No.
—Quizá temía que Simon lo descubriera. Supongo que dormíais juntos en tu
casa o en un hotel.
—Nunca he dormido con él —dijo Charlotte.

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—¿Por qué, si te atraía sexualmente? Debía atraerte, o no habrías salido con él.
—Sí me atraía, pero no me acuesto con un hombre sólo por eso —captó la
mirada irónica de Simon y, recordando la noche en la Casa del Búho, se puso roja—.
Nunca me he acostado con tu marido, ni en un hotel ni en mi casa.
—Ojalá pudiera creerlo, pero no puedo. Conozco a Rudy demasiado bien. Yo
no le sirvo de nada en este estado y enseguida se siente frustrado. Estoy bastante
segura de que consiguió lo que quería —insistió Lucy.
—No de mí. No estaba lista para dar ese tipo de paso.
—¿Quieres decir que nunca lo llevaste a casa contigo? —preguntó Lucy,
incrédula.
Charlotte titubeó, preguntándose si admitirlo.
—No servirá de nada, Charlotte —intervino Simon, observándola—. Sé que lo
hiciste. La noche de la fiesta de Anthony.
De pronto, todo encajó en su sitio.
—¡Eras tú! Eras tú quien me observaba —recordó el veneno de su mirada y se
estremeció—. Tú conducías el coche plateado que nos siguió a la fiesta de Anthony y
de vuelta a casa.
—Sí —admitió Simon con un suspiro—. Quería ver por mí mismo lo que estaba
ocurriendo.
—Entonces, sí lo llevaste a tu casa —acusó Lucy.
—Sólo esa vez.
—Como no sabías que estaba casado, nadie puede culparte. Pero necesito saber
la verdad —dijo Simon.
—No ocurrió nada —dijo Charlotte con desesperación.
—Quiero creerte, pero estuvo contigo casi dos horas, y cuando bajaste a
despedirlo estabas en bata. Te vi rodear su cuello con los brazos y besarlo. Él te
devolvió el beso.
—No puedo negar que nos besáramos —admitió Charlotte—. Pero eso fue todo
lo que hubo.
—¿Y cómo justificas el tiempo que pasasteis juntos en casa? —preguntó Lucy.
—Nos fuimos de la fiesta temprano —explicó Charlotte—. Me pidió que
volviera con él a su… al piso de Simon…, pero yo no quería, así que le sugerí que
viniera a cenar a casa. Sojo quería conocerlo, y…
—¿Sojo estaba allí? —exclamó Simon.
—Sí, por supuesto —confirmó ella. Oyó un inconfundible suspiro de alivio de
Simon—. Rudy estaba enfadado conmigo, así que pasó casi todo el tiempo hablando
con ella, mientras yo preparaba la cena.
—¿Por qué estaba enfadado contigo?

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—La velada había sido un desastre y habíamos tenido una pequeña discusión.
Odio discutir y quería arreglarlo, por eso lo besé cuando se marchó.
—¿Estás diciendo que sólo fue a tu casa una vez? —exigió Lucy, reconcomida
por los celos.
—Me llevó a casa en un par de ocasiones, pero ésa fue la única que lo invité a
subir… Y como he dicho, todo fue de lo más inocente —se volvió hacia Simon—.
Puedes preguntárselo a Sojo, si quieres.
—No hay ninguna necesidad de eso —negó él con firmeza.
—¿Por qué no preguntárselo? —dijo Lucy—. ¿Crees que mentiría o intentaría
engañarnos?
—No. Aunque Sojo es una amiga leal, es demasiado honesta para hacer algo así.
Si no me equivoco, lo más probable es que diga: «Ocurrió así, y si no soportas la
verdad, es problema tuyo».
—Entonces, pregúntale. Veamos si sus historias concuerdan —insistió Lucy.
—Es innecesario —rechazó él—. Creo a Charlotte.
—Es obvio que Lucy no —apuntó Charlotte—, yo preferiría que le preguntaras
a Sojo.
—Si lo deseas de verdad, la llamaré esta noche —aceptó Simon, mirando a su
esposa a los ojos.
—Hazlo ahora —urgió Lucy—. Pregúntale directamente si tuvieron una
aventura.
—Estará en el trabajo —dijo Charlotte—. Es imposible saber quién contestará, y
se supone que lo empleados no deben recibir llamadas personales.
—¿Estás retrasando el momento para tener tiempo de avisarla? —los ojos de
Lucy destellaron.
—Claro que no —miró a Simon—. Podría probar a llamar a su teléfono móvil.
Suele olvidarse de apagarlo.
—Inténtalo, si es lo que quieres —aceptó él, pasándole el teléfono que había
sobre la mesilla.
Contestaron a la cuarta llamada.
—Sojo, soy yo —dijo Charlotte—. ¿Tienes un minuto?
—Si es algo importante, sí.
—Bastante. A Simon le gustaría preguntarte algo y te agradecería que le
contases la verdad —le pasó el teléfono. Él pulsó el botón del altavoz.
—Dispara —oyeron decir a Sojo un momento después.
—Quería preguntarte sobre Rudy.
—Lo suponía. Espera, será mejor que salga un momento… Vale… ¿Qué querías
saber exactamente? —preguntó.

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—Me interesa saber lo que ocurrió entre Charlotte y él.


—No hay mucho que contar —contestó Sojo.
—¿Tuvieron una aventura?
—Como aventura, se quedó en nada, al menos por parte de ella. Debido a su
educación, a Charlotte no le van las aventuras. En los dos años que vivo con ella, no
ha tenido nada parecido a lo que yo llamaría un novio serio.
—¿Cuántas veces llevó Charlotte a Rudy a casa?
—Sólo una.
—¿Y tú estabas allí?
—Sí.
—¿Podrías contarme qué ocurrió?
—Habían ido a una fiesta y lo invitó a casa a cenar. La había avergonzado
mintiéndole al anfitrión y habían discutido. Él llegó malhumorado y, para vengarse,
se dedicó a hablar conmigo y casi la ignoró. Eso es todo, excepto que él bebió mucho
vino y ella. Preocupada, lo atiborró de café antes de que se marchara.
Hermano y hermana intercambiaron una mirada.
—A pesar de su atractivo y su innegable sex-appeal, me pareció una mala pieza
y me alegró que ella lo hubiera visto tal y como era en realidad.
—¿No se besaron e hicieron las paces?
—Creo que ella lo intentó, pero él seguía enfadado. Llamó a la mañana
siguiente para decir que se iba a Estados Unidos. A mí me alegró que Charlotte no
cayera en sus redes. Es inocente y vulnerable, demasiado buena para mezclarse con
tipos como ése.
—¿Y no volviste a saber de él?
—Por desgracia, no. Telefoneó un par de días después y ella ya estaba en
Farringdon Hall. Le dije que estaba fuera, pero no dónde.
—¿Se enteró Charlotte de eso? —preguntó Simon.
—Sí, se lo dije cuando llamó para comunicarme lo de la boda. Quería estar
segura de que no se casaba de rebote, y le pregunté si estaba enamorada de él.
—¿Y qué contestó?
—Que, en retrospectiva, ni siquiera estaba segura de que le gustara. Sabiendo lo
honesta que es, supuse que querría contarle lo ocurrido y le pregunté si iba a llamar o
a escribirle. Dijo que no podía, porque no tenía su teléfono ni su dirección. Así que le
dije que si llamaba de nuevo, le comunicaría que iba a casarse con alguien mucho
más agradable.
—¿Volvió a llamar? —preguntó Simon.
—No. Pero esta mañana, antes de que me recogiera el coche, vino al piso. Le
dije que Charlotte se había casado y con quién. Se puso furioso. No sé si esto tiene

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sentido, pero dijo que sabía por qué te habías casado con ella y que no te saldrías con
la tuya. Era obvio que pensaba causar problemas y, teniendo en cuenta tus
preguntas, supongo que lo ha intentado.
—Una cosa más, ¿sabías que está casado?
—¡Casado! ¡El sinvergüenza! Le dijo a Charlotte que tenía un pisito de soltero…
Oh, cielos, me llaman. Tengo que volver a mi puesto corriendo. Adiós.
Con un suspiro, Simon colgó el auricular y miró a su hermana.
—¿Qué opinas ahora respecto a Charlotte?
—No estoy segura —admitió Lucy—. Puede que no lo quiera, pero si él sigue
deseándola…
—No creo que puedas culparla a ella de eso.
—Tienes razón, desde luego —miró a Charlotte, que estaba pálida—. Lo siento.
Te juzgué mal…
Pero Charlotte había dejado de escuchar cuando le dio el teléfono a Simon.
Había estado repasando la conversación previa.
«Me preguntaba cuánto tiempo aguantaría lejos. Pero ha sido suficiente», había
dicho Simon. «No creas que se ha rendido», le había advertido su hermana. «No te
preocupes. Sé cómo conservar lo que es mío».
Después, él había sugerido: «En vez de permitir que te deje, échalo», y ella se
había sorprendido: «¿Cómo puedes decir eso cuando te has esforzado tanto para…?»
Después recordó a Sojo repetir las palabras de Rudy: «Sé por qué ese cerdo se
casó con ella, pero dudo que Charlotte lo sepa…»
Todo encajó en su lugar: el motivo por el que Simon había precipitado el
matrimonio estaba clarísimo. Sintió un intenso y horrible dolor, hasta el punto de
quedarse sin respiración.
La noche que pasaron en la Casa del Búho, le había entregado todo su amor y
pasión, pero él ni siquiera la deseaba. Todo había sido parte de su plan para salvar el
matrimonio de su hermana.
En realidad, sí la había deseado. Recordaba el golpeteó de su corazón, la pasión
de sus besos… Pero había sido una seducción fría y calculada.
—Lo siento… siento haberte juzgado mal —repitió Lucy, alarmada por la
palidez de Charlotte.
Mortalmente herida, Charlotte se concentró.
—Siento que haya ocurrido todo esto. Ojalá Rudy nunca hubiera entrado en mi
tienda. Me gustaría borrar todo lo ocurrido en las últimas semanas.
Los hermanos volvieron a mirarse.
—Por favor, no culpes a Simon —pidió Lucy con ansiedad—, lo hizo por mí.
Cuando comprendí que Rudy iba en serio e iba a perderlo, me volví loca. Supliqué a

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Simon que me ayudara. Me prometió buscar a la mujer y hacer lo que pudiera…


Entiendo que te sientas dolida, pero cuando tengas tiempo de pensarlo…
—No me lo digas… ¿Agradeceré que decidiera casarse conmigo, en vez de
limitarse a seducirme? —sugirió Charlotte con sarcasmo.
Lucy se sonrojó.
—Perdona —dijo Charlotte, contrita—. Espero que al menos haya servido para
algo y Rudy se quede contigo, si tanto lo quieres.
—Ya no estoy segura de quererlo —admitió Lucy—. Siempre supe que no me
convenía, pero cerré los ojos. Ahora empiezo a preguntarme si merece la pena. Tu
compañera mencionó que había bebido, esa noche en tu piso. Rudy suele beber
demasiado. Lo había hecho la noche del accidente. Cuando le dije que no debía
conducir, se enfadó y arrancó como un bólido, antes de que nos abrocháramos los
cinturones. Nos estrellamos cien metros después y caímos por un terraplén. Cuando
recuperé el conocimiento descubrí que Rudy, temiendo perder el carnet, le había
dicho a la policía que conducía yo. Me suplicó que lo apoyara y juró no volver a tocar
el alcohol. Ha causado tantos problemas, tanto dolor… Me asquea lo egoísta e
inmoral que es. No cambiará —bajó la voz—. Entiendo lo dolida que debes estar,
pero Simon…
—En realidad, lo que más me duele es el papel que jugó sir Nigel en todo esto
—interrumpió Charlotte.
—El abuelo no tuvo nada que ver —negó Simon con rotundidad—. No sabía
nada. Teniendo en cuenta su estado de salud, le ocultamos todo…
Se oyó un golpecito en la puerta y la enfermera entró con una bandeja.
—He traído el té. Lucy suele descansar un rato a esta hora —dijo, poniendo la
bandeja en la mesilla.
—Gracias, pero tenemos que irnos —dijo Simon, al ver que Charlotte se ponía
en pie. Se inclinó a besar la mejilla de Lucy.
—Siento todo este lío —musitó ella.
—No te preocupes, cuando Charlotte y yo tengamos oportunidad de hablar,
todo se arreglará, ya verás.
—Espero que no me culpes demasiado por esto —Lucy le ofreció la mano a
Charlotte—. Me gustaría pensar que en el futuro podremos ser amigas.
—No te culpo en absoluto —dijo Charlotte, era verdad—. Y estoy segura de que
podremos —eso no lo era.
Salieron al vestíbulo y la sirvienta les entregó sus abrigos. Ella notó un bloque
de hielo en el corazón mientras iban hacia el coche. Cuando llegaban, la enfermera
llamó desde la puerta.
—Señor Farringdon, Lucy quiere decirle algo…
—Perdona un momento —dijo Simon, volviendo hacia la casa.

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Charlotte no subió al coche. Tal y como se sentía no podía volver a Farringdon


Hall. Nada tenía significado. Su breve matrimonio había terminado.
Incapaz de soportar nada más, empezó a caminar, y después a correr, llorando.
Casi había llegado al final del camino cuando el coche pasó a su lado y se detuvo.
—No seas tonta, Charlotte. Sube al coche —ordenó Simon, bajando del coche y
sujetando sus hombros.
—Vete, déjame —sollozó ella, liberándose.
—Tengo que hablar contigo.
—Voy a ir a andando a Hanwick y pedir a un taxi que me lleve de vuelta a
Londres.
—No voy a permitir que huyas, hasta que hayamos tenido oportunidad de
hablar —declaró él.
—Te casaste conmigo para intentar salvar el matrimonio de tu hermana, ¿qué
más hay que decir?
—Muchas cosas. Admito que, al principio, mi objetivo era alejarte de Rudy…
—¡No puedes negarlo!
—Sé que debes sentirte dolida…
—¿Y qué me dices de utilizada, humillada, airada y traicionada? —escupió ella.
—Escucha, no podemos hablar aquí. Sube al coche y vuelve a casa conmigo.
—Me voy.
—No puedes irte.
—¿Por qué? Ambos sabemos que no es probable que esté embarazada, y no
tengo intención de quitarle su marido a Lucy, que es lo único que os importa.
—Lucy me llamó para pedirme que le dijera a Rudy que no se moleste en
volver. Ha terminado con él.
—Aplaudo su decisión, pero no cambia nada. Voy a dejarte.
—No sin escuchar lo que tengo que decir. Si después, sigues queriendo
dejarme, no lo impediré. Pero espero poder hacerte cambiar de opinión —la obligó a
entrar en el coche y cerró la puerta.
El viaje de regreso fue silencioso. Charlotte sentía el corazón pesado como
plomo y tenía escalofríos.
Ya en Farringdon Hall, Simon la llevó a la biblioteca, donde el fuego estaba
encendido.
—Siéntate —ordenó. Después, su tono se suavizó—. ¿Te gustaría tomar un té?
Ella negó con la cabeza y se acurrucó junto al fuego, con la mirada perdida en
las llamas.

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—Estaba en Estados Unidos cuando Lucy me pidió ayuda. Estaba como loca y
volví de inmediato —empezó Simon—. Mi detective te había localizado y fue una
desagradable sorpresa descubrir que la nueva amante de Rudy y tú erais la misma
persona. De no haber sido por esa complicación te habría dicho la verdad al
principio.
—Todo parece demasiada coincidencia.
—Sí, lo sé. Comprendí que Rudy debía habernos oído hablar al abuelo y a mí
sobre Maria, sus descendientes y el Diamante Carlotta. Sin duda, decidió buscarte él
para sacar provecho de una bella mujer, a punto de ser rica. Sin embargo, se enamoró
de ti. Si no hubiera ido en serio, Lucy no me habría llamado. Pensé en llegar a un
acuerdo económico contigo, pero comprendí de inmediato que no eras una mujer
que se pudiera comprar. Además, no tenía sentido; ibas a recibir el Diamante
Carlotta.
—Así que decidiste seducirme a toda prisa.
—Me pareció la única solución. No quería que Lucy sufriera más.
—Supongo que la «avería» del coche, formaba parte de tu bien pensado plan.
—Sí —admitió él, con voz queda.
—¿Cómo pudiste? —exclamó ella, recordando sus sentimientos aquella noche.
—No sabía qué clase de mujer eras —se defendió él.
—Creías que iba seduciendo a hombres casados.
—Admito que tenía prejuicios contra ti, pero descubrir que no tomabas
anticonceptivos me hizo dudar. No encajaba con la imagen que tenía de ti.
—Entiendo que quisieras proteger a tu hermana, no te culparía por ello si no te
hubieras sentido obligado a casarte conmigo —clamó ella con dolor.
—Quería casarme contigo.
—Para matar dos pájaros de un tiro —lo acusó—. Así salvaguardabas el
matrimonio de tu hermana y la línea de descendencia de los Farringdon.
—No me habría casado con una mujer a la que no amara por ninguna de esas
cosas.
—Me voy —dijo ella, ignorando su protesta.
—No insultaré a tu inteligencia diciendo que no puedo vivir sin ti, pero me
aterra la idea de tener que hacerlo. Por favor, quédate.
—Me gustaría que iniciaras los trámites de divorcio cuanto antes.
—¿Es eso lo que quieres de verdad?
—Sí —afirmó ella.
—Entonces, debes llevarte el Diamante Carlotta.
—No lo quiero —se puso en pie y fue hacia la puerta.

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—Siempre supe que podrías querer irte cuando te enterases de todo. Pero
confiaba en que el abuelo tuviera razón al decir que me querías.
—Aunque así fuera, ¿para qué sirve el amor no correspondido?
—Pero yo te quiero —se acercó y tomó sus manos—. Es cierto que se me paró el
corazón al verte. Me dije que sólo era química sexual pero, después de hacerte el
amor supe que estaba atado a ti. Eras la mujer que quería a mi lado el resto de mi
vida. Mientras organizábamos la boda, empecé a desear haberte contado todo y darte
tiempo para pensarlo. Pero temía que me rechazaras al saber la verdad. Así que
decidí seguir adelante y rezar porque ocurriera lo mejor. Estaba en continua lucha
conmigo mismo. Me indignaba haberme enamorado de ti, en contra de mis deseos, y
tenía unos celos horribles de Rudy —apretó sus dedos—. Si te hubiera dicho la
verdad, ¿qué habrías hecho?
—Si me hubieras dicho que me querías, me habría quedado.
—Te lo digo ahora —miró en la profundidad de sus ojos—. Te quiero más de lo
que creía posible. Siempre te amaré. Por favor, créeme.
—Te creo —dijo ella, viendo el amor y la ansiedad que sus ojos no podían
ocultar. Él suspiró y la abrazó.
—No sabes cuánto significa eso para mí —dijo.
—Demuéstramelo.
—¿No he dicho siempre que eras una mujer muy práctica? —rió él. La dejó un
momento y echó el cerrojo. Después, la llevó a la alfombra que había ante el fuego.
—¿Al abuelo no le importará? —preguntó ella con seriedad.
—Muy al contrario —respondió Simon—. Estoy seguro de que lo aprobaría de
todo corazón.
—En ese caso… —se puso de puntillas para besarlo y empezó a soltarle la
corbata.

Fin.

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