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Su Fantasía Favorita

Emma Darcy

Su Fantasía Favorita (1989)


Título Original: The positive approach ()
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Jazmín 657
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Ben Haviland y Sarah Woodley

Argumento:

Desde su primer encuentro, Ben fue como un caballero andante para Sarah.
Ella acababa de romper con su prometido, tenía problemas en el trabajo, y
nada podía ser peor... hasta que apareció Ben. Atractivo y algo loco, le
ofreció la solución a todos sus conflictos: ella quería realizar su gran sueño,
y él una esposa. Sarah se encontró en un mundo de fantasía y con todo lo
que había ambicionado. Pero ahora que conocía a Ben, lo que deseaba dejó
de ser una fantasía, para convertirse en una realidad
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Capítulo 1
Doce pares de ojos se posaron en Sarah. Durante los diez minutos anteriores había
sido el centro de su atención, pero el interés que generó en la mesa de conferencias
con su propuesta, empezaba a convertirse en irritación, y ella misma no podía creer
en una interrupción semejante. ¡Una llamada telefónica personal, en medio de su
discurso! Nadie, por ninguna razón, debía de interrumpir una de las sacrosantas
conferencias.
La secretaria la miraba como pidiendo una disculpa, estrechándose las manos en
su nerviosismo. Sabía lo grave que era la situación y que tal vez tendría que cargar
con la culpa. Su voz temblaba al añadir:
—Su prometido dijo que era muy urgente e importante, señorita Woodley, que no
aceptaría un no por respuesta y que no podía esperar.
La pobre chica estaba muy avergonzada y era obvio que Julian la había obligado a
hacer esto. ¿Qué podía ser tan urgente? Sarah debía tomar una decisión con rapidez.
Todos la miraban esperando, y cada momento perdido contaba en su contra. No
tenía alternativa, si era de verdad algo importante, debía atender a Julian.
La sangre se le agolpó en la cabeza al tiempo que miraba a las personas que
estaban alrededor de la mesa, quienes la miraban de forma inquisitiva. A sus
veintiocho años, era la jefa de departamento más joven en aquella reunión, y eso ya
era ir contra las reglas que los jefes antiguos siempre habían respetado.
—Discúlpenme, por favor, no tardaré mucho —dijo con toda la calma que pudo,
pero aún ella percibía el temblor en su voz.
Los señores asintieron, pero nadie dijo una palabra. Sarah, consciente del pesado
silencio a sus espaldas, salió con toda la rapidez que la dignidad le permitía. La
secretaria la siguió, pegada a sus talones, tartamudeando y señalando el teléfono.
Sarah levantó el auricular con una profunda sensación de alarma.
—¿Qué sucede, Julian?
—Sarah —hubo un suspiro de exasperación — . ¿Por qué tardaste tanto?
La tensión interna la hizo hablar con dureza.
—No estoy pendiente del teléfono, Julian, sino en una reunión de jefes.
El rió sin darle la menor importancia, y Sarah se puso furiosa. Sólo la contuvo la
disciplina.
—Dijiste que era urgente e importante, Julian —le recordó.
El tardó bastante tiempo en llegar al punto concreto, y Sarah oyó todo con una
creciente sensación de irrealidad. La sacó de la conferencia para preguntarle si se
habían quedado ciertos documentos en su apartamento la noche anterior, y no
porque los necesitara ahora, sino porque quería tener la certeza de dónde estaban.
No era nada tan urgente que no hubiera podido esperar una hora o dos.
Sarah estaba tan enfadada que no quiso discutir el asunto. Julian habría podido

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destrozar su carrera sin que le preocupara en lo más mínimo. Le aseguró que los
documentos estaban en su apartamento y colgó, para quedarse mirando a la
secretaria sin verla. La chica sacudió las manos, disculpándose.
—Dijo que no la dejaría trabajar si no la llamaba.
Sarah olvidó toda compasión por la chica y dejó que la ira la invadiera.
—No más llamadas —ordenó—, por ninguna razón, ni ahora ni nunca. No me
importa lo que diga nadie, no quiero más llamadas.
—Sí, señorita Woodley.
Pero el daño estaba hecho y Sarah lo supo en cuanto entró en la sala de
conferencias. Nadie la miró, a excepción del administrador, quien le dijo que había
considerado su propuesta y que la introducción de una nueva línea era demasiado
riesgosa, así que preferían quedarse con las que ya estaban probadas.
Sarah lanzó una mirada a Frances Chatfield, la jefa del departamento de ropa para
damas, y el triunfo en los ojos de la mujer le hizo saber que había utilizado su
influencia contra la proposición. Era de esperarse.
Frances Chatfield estaba resentida desde que la sección de ropa juvenil fue
desligada de la suya, y se la habían designado a una mujer joven.
La llamada de Julian fue la oportunidad perfecta para sugerir que no podía
confiarse en Sarah, y la sugerencia encontró eco en todos. Sarah podía verlo escrito
en todas sus caras, "imposible"
Por lo general, peleaba por aquello en que creía. Pero hacerlo ahora requeriría
calma y una mente clara, cosa difícil con la ira que sentía. Si hablaba, sólo empeoraría
la situación. Fingió aceptar con dignidad su derrota y pasó el resto de la conferencia
escuchando en silencio y con gran atención.
Pero, durante las seis horas que siguieron, su exasperación ante Julian creció.
¡Nunca tomaba en cuenta su trabajo! No le importaba si la maldita llamada telefónica
destrozaba el respeto que tanto trabajo le había costado ganarse ante los demás.
Sarah se ufanaba de ser tolerante, una cualidad útil en el trato con los clientes de
su departamento de ropa para jóvenes, lo mismo que con Frances Chatfield, con la
cual necesitaba también una buena cantidad de diplomacia. Pero hoy su ánimo era
muy diferente.
Miró el tránsito de aquella hora, de pie frente a la tienda de departamentos,
mientras esperaba a Julian. Cuando el Alfa Romeo se detuvo, ella subió, ignorando la
sonrisa de su novio y se enfureció más por la manera como él presionaba el
acelerador para partir. ¿Cuántas veces le había dicho que no le gustaba caer sobre el
asiento, mientras trataba de abrocharse el cinturón de seguridad?
—Qué bueno es acabar con el trabajo de la semana —dijo él con alegría—. ¿Tuviste
un buen día?
—No, gracias a ti —dijo Sarah—. Y tal vez no te hayas dado cuenta, Julian, pero mi
fin de semana no empieza la tarde del viernes, trabajo también el sábado por la
mañana.

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El frunció el ceño.
—Tendremos que hacer algo al respecto cuando nos casemos, Sarah, o tu trabajo
nos impedirá pasar el fin de semana juntos. Tal vez deberías empezar a buscar un
trabajo menos exigente.
Sara perdió todo control y vertió sobre él su furia y frustración. Ni el atractivo
perfil ni la agradable imagen de ejecutivo inteligente la contuvieron, y habló como si
su lengua fuera una olla a presión sin válvula.
—Nada puede interferir tus planes, ¿verdad, Julian? Por si todavía no lo
entiendes, déjame repetirlo: me gusta mi trabajo. No me agrada tu actitud, ni que me
saquen de una conferencia importante por una llamada telefónica innecesaria. Ya
sabes que en la compañía no les gustan las llamadas personales.
—Espera un minuto, Sarah, la llamada era importante, me preocupaban los
papeles.
—Podías haber esperado una hora o todo el día. Si te hubieras molestado en
pensar, me habrías dejado un recado —respondió ella con coraje.
El rió de manera despreocupada, le palmeó la rodilla y habló con tono divertido e
indulgente.
—Querida, fue por tu propio bien, para mostrarle a todos que cuando estás
conmigo, sus jueguitos de poder no tienen importancia. ¿Qué conseguí?
—Conseguiste que no me hicieran caso, Julian —dijo, furiosa—. Creo que nunca
volverán a escuchar mis ideas y perderemos el contrato con uno de los mejores
diseñadores de ropa juvenil, porque Frances Chatfield no es capaz de darse cuenta, y
no creen que yo sepa discernir si algo nos conviene o no.
Julian se encogió de hombros.
—Bueno, ¿por qué te preocupas? No necesitarás trabajo después de que nos
casemos, y no veo por qué te agitas tanto.
Y nunca lo verías, decidió Sarah, con disgusto, ante el egocentrismo machista... un
disgusto que se había estado tragando hasta ahora.
Al principio, no le importaba la arrogancia de Julian, pues siempre admiró a los
hombres ambiciosos y decididos, seguros de a dónde iban y de lo que buscaban en la
vida. Pero también ella tenía planes e ideas, y Julian, desde que Sarah aceptó su
propuesta de matrimonio, se dedicó a tratar de disuadirla de ellos. Desde que dijo
"sí", fue como si sus deseos ya no contaran.
No era la primera discusión que tenían sobre el tema, pero sería la última, decidió
Sarah. No viviría el resto de su vida con un hombre que se preocupaba sólo por sí
mismo. Si trataba a su prometida como ciudadana de segunda clase, ¿cómo iba a
tratar a su mujer, a una esposa que renunciaba a su independencia para ser la madre
de sus hijos? Sarah no estaba tan cegada por su amor a Julian para no ver la clase de
futuro que la esperaba, y ya no podía ignorarlo.
—Oh, por cierto, encontré a un viejo conocido hoy —comentó Julian, sin darse
cuenta de los sentimientos de su chica—. Pasará en Sydney sólo el fin de semana, así

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que prometí almorzar con él mañana. Llegaremos algo tarde a casa de tus padres,
pero una hora o dos no importan.
—Sucede que sí importan, Julian.
El la miró como si lo fastidiara.
—Si queremos mantener el buen humor, querida, mientras menos tiempo estemos
con tus padres, mejor.
— Entonces no estaremos con ellos —soltó Sarah.
El suspiró.
—No seas irrazonable, Sarah. Trato de complacer a tus padres, pero...
—No te molestes, no hay razón para que hagas algo por mí ni por mis padres.
Acabamos, Julian, esto se acabó —se quitó el anillo y, con lentitud, lo colocó en el
tablero del auto.
Entonces, él se dio cuenta de lo que pasaba. Su tranquilidad se convirtió en
exasperación.
—¡Por amor de Dios! No más peleas por tus padres. Tú misma dijiste que sólo
hablan de jardinería y juegos de mesa. Me aburro, pero trato de...
—¡Olvídalo! —exclamó Sarah con mayor furia—. Eres tan libre como un pájaro.
—No seas tonta —respondió, arrogante.
— No lo soy —dijo ella con firmeza.
Julian suspiró al tiempo que inclinaba la cabeza.
—No seas ridícula, esa decisión es muy tonta. No sería igual si fueras una
jovencita con montones de proposiciones de matrimonio. Siempre he apreciado lo
comprensiva y razonable que eres.
Sarah, petrificada, buscó una respuesta conveniente para las palabras de él.
Julian detuvo con brusquedad el auto frente al edificio de apartamentos donde ella
vivía, en Neutral Bay. Sarah bajó y él la siguió, casi corriendo. Sin hacer el menor
caso de lo que le decía, Sarah entró en el ascensor y presionó el botón de su piso;
Julian la acompañó, su rostro cada vez más enrojecido.
Al salir, la tomó del brazo, pero ella se soltó y buscó la llave de su apartamento en
el interior de su bolso de mano. Casi con asombro, descubrió que Julian parecía muy
feo cuando se enojaba, sin la máscara de hombre de mundo.
Abrió la puerta y entró al apartamento que compartía con su amiga Angela
Haviland, con la esperanza de que ésta estuviera en casa. Su presencia tal vez
impediría más protestas de Julian.
Un crujido de periódico la hizo mirar al sofá. Había un hombre alto en él,
recostado y leyendo. ¿Quién demonios era?
¿Uno de los novios de Angela? Tenía que ser el más reciente porque Sarah jamás
lo había visto.

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De cualquier modo, no le importaba. Su problema ahora era sacar a Julian del


apartamento y de su vida. Tomó las notas que estaban sobre la mesita y se volvió
hacia Julian, quien enmudeció al ver al desconocido.
—¡Aquí están tus preciosas notas! ¡Te importan más que yo, así que tómalas y
lárgate! —se las puso en las manos.
Hubo otro crujido del periódico y Julian miró con resentimiento al hombre a sus
espaldas.
—Tenemos que hablar de esto, Sarah —dijo en voz baja y amenazadora.
—No hay más que decir, no deseo vivir para ti, Julian. Búscate otra sirvienta,
porque no pienso serlo yo. Prefiero quedarme sola que vivir como tú lo quieres.
—Sarah —dejó los papeles en la silla más próxima, y tomó con fuerza los brazos
de la chica—, no puedes cambiar de idea así. Y si digo que vamos a hablar, es que
hablaremos.
—Déjame ir, Julian —susurró, llena de rabia ante la forma dominante en que se
comportaba él.
Julian la ignoró, y miró por encima de su hombro al hombre del sofá.
—¿Le importaría dejarnos solos? Es un asunto personal.
—¡Oh, no! —gritó Sarah y cansada de que no la tomara en cuenta, le dio un
puntapié en el tobillo, con todas sus fuerzas.
Julian la soltó con un gemido. Sarah, perdiendo el equilibrio, cayó sobre la mesilla,
tropezando hasta llegar al suelo junto con una taza y un platillo y el adorno favorito
de Angela. De reojo, notó un movimiento.
—Tranquilo, viejo, ¿piensas pegarle a una mujer?
La voz parecía amable, pero la mano del desconocido tomó con fuerza a Julian por
la muñeca, y había algo amenazante en el modo en que se interpuso entre él y su
prometida.
Era un hombre muy alto, más que Julian, y su traje permitía saber que tenía
fuertes músculos.
—¿Quién es usted? —inquirió Julian, obligado a tomar en cuenta al desconocido y
furioso por su intervención.
El hombre lo ignoró y miró a Sarah con el ceño fruncido.
—¿Estás lastimada? —preguntó, preocupado.
—Creo que no —dijo ella, al tocarse los labios para después arrastrarse hasta un
asiento.
—¿Qué quieres que haga con él, que lo arroje por la ventana, o prefieres la puerta?
Y era muy capaz de hacerlo, pensó Sarah. Y vio que Julian pensaba lo mismo.
—Puedo salir solo —dijo, tratando de soltarse de la mano del desconocido, sin
conseguirlo. Miró a Sarah de reojo—. Parece que se han estado burlando de mí.

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¿Tiene algo que ver con tus malditos padres?


—Creo que la ventana sería lo menos problemático —dijo el extraño, con calma,
mirándolo a los ojos.
—Estamos en el cuarto piso —susurró Sarah.
—Buena altura —reconoció él—, le dará tiempo de ver mientras cae.
Al instante, Julian se aterrorizó.
—¡Es un maniático! —gritó.
—Algunas personas de cabeza dura me han llamado así antes—aceptó complacido
su captor.
—Déjelo ir —suspiró Sarah, cansada de la escena.
El hombre se inclinó, recogió los papeles y se los entregó a Julian con una sonrisa
benevolente, que parecía la peor de las amenazas.
—Si yo fuera usted, me iría mientras es posible —señaló con suavidad.
Julian casi se escurrió y no levantó la mirada hasta llegar a la puerta.
—¡No hemos dicho la última palabra! —le gritó a Sarah.
El hombre hizo un movimiento y Julian decidió no esperar. Dio media vuelta y
salió, cerrando la puerta de golpe.
Sarah tomó aliento. Estaba cansada y asqueada. Antes de que pudiera moverse, el
desconocido se arrodilló a su lado, apartando con ternura el cabello que le caía a ella
sobre la cara.
—¿Estás bien?
El tono suave, comprensivo, acabó con su resistencia. Nadie en todo ese terrible
día se había preocupado por sus sentimientos y ahora, sus ojos se llenaron de
lágrimas.
—No estoy segura.
—Oye —su sonrisa era de admiración —, no puedes rendirte. La forma como le
dijiste a ese tipo que se fuera fue magnífica, lo mejor que le he oído a una mujer —
deslizó los brazos a su alrededor y, como si no le costara el menor esfuerzo, la
levantó y se puso en pie.
Pero Sarah no era un nene. Aunque pequeña, era una mujer, y ningún hombre la
levantó así antes, haciéndole sentir esa extraña debilidad. Tenía la cabeza cerca de la
de él y veía los ojos azules que brillaban con alegría. También la sonrisa era
agradable, muy blanca en su rostro bronceado. Tenía hoyuelos en las mejillas, los
cuales casi parecían fuera de lugar en ese rostro duro, de mandíbula firme y nariz
recta. Una cicatriz surcaba una de las cejas y tenía el cabello castaño corto.
—¿Quién es usted? —dijo Sarah, al fin, sintiendo de pronto que era tiempo de
tomar el control de la situación —. ¿Y qué hace en mi apartamento? —añadió,
dándose cuenta de que Angela no estaba en casa.

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El levantó una ceja, divertido.


—Me quitaste las palabras de la boca.
Sarah no entendió.
—¿Qué quiere decir?
El sonrió.
—Iba a preguntarte lo mismo. No es que me moleste, eres bienvenida, pero me
gustaría saber quién eres y qué haces en mi apartamento.
Sarah sintió que su mente revoloteaba ante la confusión. Si no estaba loca, era que
había caído en manos de un maniático.
—Creo que será mejor que me baje —dijo con cansancio.
Luchar contra el extraño sería un suicidio, ya que él fue capaz de detener a Julian
con una sola mano. Tragó saliva, tratando de mantener la calma.
—No sé a qué pretende jugar, pero soy Sarah Woodley, y mi compañera de
apartamento, Angela Haviland, vendrá en cualquier momento —si pretendía hacerle
algo, tal vez la posibilidad de que llegara alguien lo desanimaría.
—Sarah —dijo él, contento—. ¿Así que eres la amiga de Angela? ¡Qué maravilla!
Es perfecto, no podría haber sido mejor si lo hubiera pedido así.
—¿Qué cosa no podría ser mejor? —inquirió.
—Déjame pensar un momento —ordenó él, dando vueltas por la habitación sin
soltar a Sarah, como si fuera una muñeca de trapo que hubiera olvidado de
momento.
Parecía tan concentrado, que Sarah no se atrevió a interrumpirlo. Estaba en una
posición peligrosa y no quería que la arrojaran por la ventana. Pero había
mencionado a Angela, y eso la consolaba.
El hombre se detuvo de pronto, mirándola a los ojos con decisión.
—Lo harás. Sarah. Bajo las circunstancias, no podría ser mejor, estoy seguro. Las
otras mujeres que conozco no harían más que darme problemas. Angela salió de
exploración por mí, pero no creo que encuentre nada.
—¿De qué habla? —preguntó, desesperada por entender al menos un poco de lo
que él decía.
—Sarah, he estado buscando a alguien como tú con desesperación, y ahora que te
libraste de tu prometido... y, por lo que conozco de él, fue una buena decisión...
pasaremos juntos toda la semana, para conocernos mejor.
—No voy a pasar la semana con usted —gritó, asustada—. Angela...
—Es mi hermana. Le regalé este apartamento y ésa es una de las razones por las
que ella haría cualquier cosa por mí. Soy Ben Haviland, el hermano mayor de
Angela. Encantado de conocerte, Sarah Woodley. Ojalá hubiera venido antes, habría
tenido menos preocupaciones, pero llegué apenas ayer de los Estados Unidos. Dormí
en el hotel Hilton del aeropuerto y hablé con Angela en cuanto desperté. Nunca me

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he sentido cómodo en los hoteles.


Angela habló muchas veces de su hermano Ben, con admiración y exasperación,
pero Sarah aún no estaba cómoda con la situación.
—Por favor, creo que debería bajarme.
El levantó las cejas, como en súplica.
—Es muy agradable tenerte así, y te hace sentir mejor. Ya no lloras y tu voz es más
firme, tienes color en las mejillas...
—Por favor, deseo sentarme—insistió Sarah, enrojeciendo—. En dónde está
Angela?
—Como te dije, fue a explorar para mí —dijo con paciencia—. Dijo que te llamaría
al trabajo para hacerte saber de mi presencia.
Sarah recordó su orden acerca de las llamadas, y suspiró.
—No podía encontrarme hoy.
—Entonces eso explica todo.
No explicaba nada. De cualquier modo, para alivio de Sarah, la llevaba en
dirección al sofá. En su rostro, Ben mostraba tanta felicidad como si hubiera ganado
la lotería.
—¿Cuándo volverá Angela? —preguntó ella al tiempo que se sentaba.
—Supongo que el domingo por la noche. Creía que podría encontrarme algo en
Melbourne. ¿Cómo están tus dedos?
Para su sorpresa, le quitó las sandalias, puso el pie izquierdo de Sarah sobre la
mesilla y empezó a masajearle los dedos del otro antes de que ella pudiera protestar.
— Deberías golpear con la rodilla, es más efectivo que con el pie.
—¿Se quedará en el apartamento conmigo? —preguntó Sarah. Los dedos de él le
producían escalofríos.
—Todo el fin de semana —como si hubiera sentido su desesperación, la miró
sorprendido—. Bueno, es mi apartamento y me costó bastante dinero, pero no
imagino a nadie con quien me gustara más compartirlo. Sé que será un gran fin de
semana —dijo con una convicción que Sarah estaba muy lejos de compartir.
La masajeó un rato más, le dio un par de palmaditas en la planta del pie y se
levantó.
—Te traeré algo de beber, te hará bien. Prepárate, porque hay muchas cosas que
no vas a entender.
Puedes jurarlo, pensó Sarah.
—¿Qué tal un jerez? —sugirió él—. Vi una botella en la cocina.
—Gracias —Sarah no pudo decir más. Ben Haviland no sólo era alto, sino
arrollador, y a ella le hacía falta un trago para recuperar la tranquilidad. Había sido
un día agitado y Sarah no estaba muy segura de que el fin de semana en prospecto

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no fuera peor.

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Capítulo 2
—Veo que eres una persona muy positiva —declaró Ben, sonriéndole a Sarah al
tiempo que le ofrecía un vaso de jerez, lleno hasta el borde. O bien no sabía nada
acerca del jerez, o la creía una alcohólica, pensó Sarah, viendo la enorme cantidad de
líquido. Bien podía ser un tercio de la botella.
—Es bastante —observó con sequedad, mientras Ben se sentaba en el sillón frente
a ella.
—Sí —aceptó él.
Sonrió y, de alguna manera, ella contestó el gesto.
—No soy positiva, ni negativa, según como quieras verlo. Me gusta beber con
moderación —añadió, por si tenía la idea de emborracharla.
—¡Qué bien! —dijo aún más satisfecho—. Tenemos mucho en común, Sarah,
aunque no lo sabes, pero yo sí puedo darme cuenta. Tengo que arriesgarme y tú
podrías ser la oportunidad.
—¿De qué? —preguntó ella, deseando que dejara de hacer acertijos.
Ben asintió un par de veces con gravedad.
—Eres una posibilidad, Sarah. Estoy seguro de que podríamos hacer que
funcionara, y cuanto más lo pienso, más seguro estoy... y siempre tengo esa
sensación cuando estoy cerca de algo bueno.
El pulso de Sarah dio un pequeño salto.
—¿Qué significa "algo bueno"? —preguntó con sospecha. Podía ser el hermano de
Angela, pero la creciente calidez de su mirada resultaba bastante incómoda. La veía
como si la estuviera evaluando
Sarah sabía que estaba bien vestida. Era parte de su trabajo tener una buena
imagen, y cumplía con ello.
Llevaba el cabello negro corto, conocía todos los trucos del maquillaje, cómo
resaltar sus ojos verde grisáceos, sus pómulos y la redondez de la barbilla, y tenía la
silueta perfecta para que cualquier ropa le sentara bien. Hoy llevaba uno de los
diseños de Penny Walker, que planeó usar como apoyo a su punto de vista en la
reunión. La brillante combinación de negro, verde y violeta, se ajustaba a su cuerpo a
la perfección y le daba una apariencia que difícilmente podría pasar inadvertida.
—Más que bueno —dijo Ben, satisfecho—. Nunca estuve más seguro de algo.
No era una respuesta. Ben se inclinó hacia adelante, y Sarah a modo de defensa,
tomó un sorbo de jerez, y luego, uno más largo para aliviar la repentina tensión de su
estómago. Se negaba a dejarse intimidar, pero Ben Haviland era un hombre muy
grande y fuerte, como quedó bien claro por el modo en que había sometido a Julian.
También era muy varonil. De alguna manera, la hacía ser muy consciente de su
propia feminidad y no dejaba de mirar el modo como la tela de su traje gris cubría
los muslos y los amplios hombros. De cualquier forma, su sonrisa la tranquilizaba.

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—Sarah, sé que esto va a ser una impresión muy fuerte para ti, pero estoy en un
apuro terrible y eres mi gran oportunidad. Lo que quiero, lo que necesito, es... que te
cases conmigo.
Decir que estaba impresionada habría sido muy poco. Después de unos momentos
de total incomprensión, la mente de Sarah se precipitó hacia un abismo. Si no había
oído bien, Ben Haviland estaba loco.
Dio un largo trago a su jerez, y el cálido escozor del alcohol la ayudó a pensar. Tal
vez era sólo una broma.
—Lo siento, pero acaba de verme decir adiós al matrimonio —dijo con ligereza—.
Lo último que quiero en mi vida, por ahora, es un hombre. Tendrá que buscar otra.
—¿De verdad estás contra el matrimonio? —preguntó con seriedad.
Sarah no quería pensar en ello. Si se detenía a reflexionar sobre qué le sucedió en
su relación con Julian, rompería a llorar durante una semana, pero no podía mostrar
su estado emocional a un desconocido. Miró con decisión a Ben Haviland.
—Ya me oyó decírselo a Julian. Después de lo que he pasado con él, estoy segura
de que el matrimonio es una cárcel a la que no deseo entrar. No entraré con él, ni con
usted.
El rostro de Ben se relajó con otra sonrisa.
— Tienes mucha razón, es exactamente lo qué pienso del matrimonio: es una
cárcel sofocante.
Sarah lo miró, ¿era un loco? ¡Primero le proponía matrimonio y luego decía que
estaba en contra! Decidió que debía tener cuidado y pasar el fin de semana con sus
padres en Blue Mountains. No podía quedarse en el apartamento con Ben. El lunes le
preguntaría a Angela si su hermano había estado en alguna institución psiquiátrica.
Por el momento, lo mejor era seguir con la broma.
—¿Por qué está contra el matrimonio? —preguntó con solemnidad.
El parpadeó y sacudió la cabeza.
—Tuve una experiencia terrible, peor que la tuya. Estaba casi en el altar, cuando
me di cuenta del error que cometía. La mujer con quien iba a casarme ya había
planeado un trabajo para mí, ¿puedes imaginarlo? ¡Quería obligarme a trabajar! —se
encogió de hombros—. Y eso no fue nada, pero no te aburriré con el resto. Te diré,
Sarah, que sólo había una cosa por hacer: huir. Puedes pensar que fue una cobardía,
pero si conocieras a la mujer, entenderías. Quería que todo fuera a su modo y
tenerme a sus pies. Ni siquiera era capaz de entender mis puntos de vista.
Como Julian, pensó Sarah con tristeza, aunque no estaba muy segura.
Para ella, el colmo fue la falta de respeto de Julian hacia su trabajo, no que le
hubiera pedido que trabajara. Pero si Ben Haviland no tenía empleo, ¿de dónde
obtuvo el dinero para comprarle a Angela el apartamento?
No había duda de que era raro, pero no parecía un demente. Y tenía razón al decir
que el apartamento era de él, pues la renta que pagaba Sarah era bajísima.

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Fue una suerte para ella responder el aviso de Angela, en el cual solicitaba una
compañera de apartamento, porque uno de ese tamaño, con vista a la bahía, bien
podía costar el doble.
La curiosidad la llevó a escoger con cuidado sus palabras, para no ofenderlo.
—Si no trabajas, Ben, ¿cómo conseguiste dinero para comprar este apartamento?
—Usé el cerebro —respondió al instante—. Vendo ideas, lo cual es muy natural
para un tipo que odia el trabajo tanto como yo. Sucede que tengo facilidad para tener
ideas que le gustan al público. Demasiada facilidad, en ocasiones, y por eso estoy
ahora metido en un problema. He puesto a trabajar en ello a los mejores abogados y
contadores del país, y todos dan la misma respuesta: cásate. No hay otra alternativa,
debo hacerlo, no importa lo que sienta al respecto; y el tiempo apremia. Hoy es
veinte de mayo y sólo quedan cuarenta y un días. Debo estar casado para el treinta
de junio.
Sarah no estaba muy segura de que hubiera algo lógico en medio de todo aquello.
—¿Por qué? —preguntó, con la esperanza de entender algo.
— Porque es el fin de año fiscal, y si no estoy casado para entonces, van a darme
duro, Sarah —dijo, con la mirada suplicante.
Sarah sacudió la cabeza sin entender.
—¿Quién va a darte duro?
—¡El departamento de impuestos! —dijo con disgusto—. Es un caso de auténtica
discriminación: un hombre casado puede dividir sus ingresos con su pareja, pero un
soltero debe pagar todo. No me importa liquidar lo que me toca, lo hago siempre, y
creo que ya mantengo la mitad de los gastos estatales con eso, pero esta vez es
demasiado, Sarah, y la única forma de escapar es casándome.
Sarah dio un suspiro de alivio. Ben Haviland no estaba loco y no había nada raro
en querer retener un poco más del dinero ganado. Le sonrió.
—Bueno, lamento tus problemas fiscales, pero no puedes esperar que te saque de
ellos. Me parece que casarse es una solución bastante drástica, sobre todo si crees que
el matrimonio es una prisión. Sería mejor pagar y seguir libre.
La cara de él era de seriedad.
—No entiendes, de verdad que no. Es mucho dinero, muchísimo. Estoy
desesperado, de otra manera no te propondría algo así.
Sonrió, suplicante, y se acomodó en el sillón.
—Tú y yo, Sarah, haríamos una pareja perfecta —dijo con alivio.
El corazón de ella dio un vuelco, y Sarah tomó varios tragos de jerez para
tranquilizarse. El tenía un aire de confianza que le parecía fuera de lugar, y, después
de la experiencia con Julian, los hombres presuntuosos le resultaban antipáticos.
Ellos no querían ser compañeros de las mujeres, no en igualdad de condiciones.
Lo miró con escepticismo.

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—Lo último que necesito es otro tipo que se meta en mi vida, ya tuve suficiente
con eso. En cuanto dejas a un hombre entrar en tu vida, empieza a exigir, y cuanto
más dure la relación, más exigente se vuelve.
—Lo mismo sucede con las mujeres —dijo Ben con sentimiento—, no saben
cuándo detenerse. ¿Por qué no pueden dejar a un hombre ser él mismo? ¡Siempre
tratan de cambiarlo!
Su respuesta hizo hervir la furia latente dentro de Sarah.
—¡Bah! —respondió—. Ustedes ni siquiera ven la otra cara de la moneda. Déjame
contarte lo que me hizo hoy Julian... —y narró la cadena de sucesos, reviviéndolos
con gran emotividad.
Era bueno poder contarlo, y Ben Haviland era el escucha perfecto. Murmuraba
comentarios comprensivos y su expresión parecía un espejo de la de ella, como si
estuviera de acuerdo con todos los sentimientos que expresaba.
Cuando terminó, Ben sacudió la cabeza y guardó un silencio solidario, mientras
meditaban sobre la forma en que unas personas herían a otras.
—Debiste haberme dejado arrojarlo por la ventana —dijo Ben por fin—. El
problema es que nadie se muestra como en realidad es, hasta que cree que te tiene.
— Exacto —suspiró Sarah, y bebió más jerez. Tenía la garganta seca después de
tantas palabras.
Ben Haviland estaba en lo cierto, tenían mucho en común y era agradable
encontrarse con alguien que la comprendiera, sobre todo después del día que había
pasado.
Le sonrió, agradecida por su compañía, sin importarle lo extraño que fuera. Pero él
tomó la sonrisa como aliento para continuar con su petición.
—Con nosotros no será así, Sarah —dijo con convicción—. ¿No ves que es ideal?
Ambos queremos vivir a nuestro modo y podemos hacerlo juntos. Es el arreglo
perfecto. Tú tendrás la seguridad financiera de estar casada conmigo, y el gobierno
no podrá arruinarme. Nos ahorraríamos mucho dinero, y yo te lo agradecería por
toda la vida.
Promesas, promesas, pensó Sarah con la tristeza de su reciente desilusión. Aunque
ahora entendía el problema de Ben, no podía solucionarlo.
—Tú eres el que necesita casarse, no yo —señaló con firmeza—. Y soy capaz de
mantenerme sola, gracias.
Levantó su vaso hacia él en un fingido brindis, bebió otro trago y descubrió que
empezaba a marearse. Frunció el ceño al ver que casi había vaciado el contenido del
vaso. Sin darse cuenta, bebió más de lo que debía. Enojada consigo misma, se reclinó
y dejó el vaso en la mesilla.
Ben le tomó la mano. Se inclinó hacia adelante y, cuando Sarah lo miró descubrió
que su rostro estaba muy cerca del de ella y sus ojos azules ejercían un efecto
hipnótico.

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—Sarah, ¿te gustaría tener tu propia boutique? Tendrías toda la libertad de


comprar y vender lo que quisieras, hacer lo que desearas cuando lo quisieses.
Era su fantasía favorita, aunque sabía que nunca sería posible, que jamás tendría
dinero suficiente. Todas las semanas compraba billetes de lotería con la esperanza de
tener suerte y ganar algún día el premio mayor. Era su única oportunidad de
conseguir el dinero. Confiaba en su intuición para saber qué se vendía bien, y no
dudaba en que, una vez establecida, la boutique sería un éxito.
—Sarah, puedo apoyarte para que montes la mejor casa de modas en Sydney, y te
dejaría manos libres para hacerlo a tu modo, con todo lo necesario, sin importar el
costo. Pero necesito una esposa.
Ella lo miró, sin entender del todo lo que le proponía. Ben se puso en pie y la
obligó a hacer lo mismo.
— En donde quieras: Double Bay, el centro... para vender lo que quieras. Sólo
tienes que casarte conmigo antes del treinta de junio. Favor con favor se paga, Sarah,
¿te parece justo?
—No puede ser verdad.
—Hay mucho dinero en esto, palabra de honor. Es más, haré que el notario
prepare un contrato de matrimonio con las condiciones, ¿qué te parece?
—Pero no puedo casarme contigo sólo para...
—Claro que puedes —la atrajo, sujetándola por la cintura con las manos—. Eres
libre, puedes hacer lo que desees. Piénsalo, Sarah, podrías tener tu propia tienda, sin
problemas de dinero ni nadie diciéndote cómo dirigir tu vida. Nuestro matrimonio
no sería una prisión, Sarah.
El futuro que planteaba apareció ante los ojos de ella, tentador y atractivo, una
fantasía de posibilidades ilimitadas. Lo miró y se dejó envolver por la emoción de su
rostro.
—Y no trataría de cambiarte, Sarah. Eres perfecta tal como eres.
Y mientras ella aún trataba de recuperar la cordura, Ben llevó su aprecio al terreno
físico, besándola. Parte de la mente de Sarah le decía que debía enfurecerse por las
libertades que él se tomaba, y no sólo por el beso, sino por el abrazo cada vez más
estrecho, que la hacía percibir su masculinidad. Las manos de Ben recorrían la curva
de su espalda con una suave presión, agradable y placentera.
Sarah hizo un esfuerzo para pensar con claridad. Tenía que detenerlo. Esta
mañana aún estaba comprometida con Julian y, sin importar lo que ahora sintiera
por su ex novio, aceptar y responder al beso de otro hombre no le parecía correcto.
Tenía que ser el jerez que le había nublado la cabeza. Sin muchas ganas, apartó la
boca y tomó aliento, luchando por romper el abrazo.
Ben le dio poco tiempo para respirar, antes de que su boca se dirigiera a la oreja de
Sarah, provocando que el cuerpo de la mujer se estremeciera.
—¡No! —gritó ella.

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—No puedo evitarlo, es tu perfume —murmuró Ben al acariciar la línea de su


cuello con besos cortos que acallaron la protesta de Sarah.
—Impulso —suspiró ella, como si eso lo explicara.
—Sí, y muy fuerte —aceptó Ben, deslizando una mano hacia la parte inferior de
los senos de Sarah.
—No, el perfume se llama Impulso —dijo en un suspiro. La mano encontró un
punto bajo la axila, e hizo que Sarah se sintiera débil y dispuesta a dejarse tocar.
—Nunca lo sentí con más intensidad —murmuró Ben y apretó la parte inferior de
su cuerpo contra el de ella.
Sarah volvió a la tierra. Los impulsos de Ben estaban demasiado despiertos.
Avergonzada, se apartó.
—¡Alto! —gritó, agitada.
El lo hizo, de golpe, y su rostro mostraba dolor y sorpresa ante el rechazo de ella.
—Lo siento —dijo Sarah—. No debí permitirte hacerlo; no sé qué me pasó —
concluyó, sorprendida por su propia falta de control.
—Es mi culpa —dijo él al instante—. No acostumbro dejarme llevar así. Debe
haber sido por la tensión.
—Sí —había sido un día tenso.
—Lo que necesitamos es aire fresco, y una buena comida, para limpiar nuestras
mentes de tanta seriedad. Vamos a buscar un restaurante.
Abrió la puerta y Sarah pasó a su lado, sin atreverse a mirarlo a los ojos.
—Angela dijo que había un buen restaurante a un par de cuadras —señaló Ben en
el ascensor.
—Sí —Sarah se inquietó otra vez por su proximidad. Con Ben Haviland allí, el
compartimiento parecía muy pequeño. Sacudió la cabeza, tratando de disipar la
extraña influencia que él tenía sobre ella. Nunca en su vida se había sentido así.
—Estar contigo es como viajar en la montaña rusa —señaló, turbada.
El sonrió.
—No viajaría más a gusto con alguien.
Sarah estaba muy confundida por su propia reacción.
—Vas demasiado rápido —protestó, casi aterrada ante el extraño magnetismo que
la atraía hacia él.
—El tiempo es el enemigo —declaró y la tomó de la mano al salir del edificio.
Ella lo miró con aprensión, preguntándose si sería una tontería salir con él cuando
se encontraba en un estado tan anormal.
—No he aceptado casarme contigo —le recordó, pero no retiró la mano. Había
algo agradable en el contacto, algo amistoso y que le gustaba.

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Caminaron una cuadra en silencio. Casi al llegar al restaurante Ben le habló con
seriedad.
—No te exigiré nada, Sarah. Si no estamos de acuerdo en algo, te vas por tu lado y
yo por el mío, sin discusiones ni presiones, ¿está bien?
—Está bien —repitió ella, y al instante lamentó su respuesta impremeditada.
¿Cómo podía casarse con un hombre que apenas conocía? ¿Qué clase de futuro la
esperaba, si no lo hacía? Treinta años más en la tienda de departamentos, con sus
ideas despreciadas por gente como Frances Chatfield. En cambio, con su propio
negocio, la relación con Ben sería financiera, nada personal.
La mano de él pareció burlarse de la última idea.
—Este matrimonio que quieres... no has pensado en que vivamos juntos, ¿verdad?
—preguntó, mirando al frente mientras enrojecía hasta el cuello—. Claro, es una
pregunta hipotética.
—Bueno, las preguntas hipotéticas son algo engañosas —hizo una larga pausa
antes de responder—. Creo que depende de las personas en cuestión, aunque,
cuando uno se casa, lo normal es vivir juntos —terminó.
Sarah tomó aliento.
—Quiero decir... ¿esperarías que... que me acostara contigo?
Hubo otra pausa larga, y, cuando Ben respondió, su tono era aún más de duda.
—Bueno... eh... —tomó aliento—. ¿Planeabas quedarte célibe por el resto de tu
vida?
Era también una pregunta engañosa.
—Tendría que pensarlo —murmuró ella.
—Ah —el silencio duró media cuadra. Sarah no se atrevía a mirarlo. Por el modo
como respondió a sus besos, él bien podía pensar que era una promiscua, lo cual ni
siquiera se aproximaba a la verdad.
De pronto, Ben se detuvo y se volvió hacia ella con aire decidido.
—No voy a mentirte. Claro que me gustaría hacerte el amor, Sarah, no puedo
negarlo. De hecho, no recuerdo haber sentido tanta atracción hacia ninguna mujer.
Pero eso no significa que tengas que acostarte conmigo, y respetaré tus deseos.
Cuando quieras compartir la cama, sólo tienes que decirlo, ¿te parece bien?
—Sí —dijo con rapidez, aliviada. Pero, ¿se sentía así porque la deseaba, o porque
no la obligaba? Volvieron a caminar.
No era su propósito permanecer célibe el resto de su vida, y si aceptaba la
propuesta de Ben... ¡pero no lo haría! El sólo pensarlo era una locura. Lo miró de
reojo, era un hombre muy atractivo. Alto, bien proporcionado. Si fuera su esposa, no
le molestaría acostarse con él. Y por el modo como la había besado... debía ser muy
bueno haciendo el amor.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Sarah.

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—Treinta y cuatro —respondió él—. ¿Y tú?


—Veintiocho.
—¡Qué bueno!—dijo, con alivio —. Pareces muy joven, y estaba un poco
preocupado.
—¿Por qué?
—No me gustaba la idea de aprovecharme de una chiquilla. Pero tú pareces una
mujer que sabe lo que quiere y que lo dice. Eres una persona muy positiva, y me
gustas, me gustas mucho.
Le apretó la mano, de un modo bastante posesivo, pero Sarah no le dio
importancia.
Llegaron al restaurante y tuvieron suerte de encontrar una mesa libre. Ben ordenó
una botella de champaña con la comida.
—No puedo casarme contigo —insistió Sarah cuando el camarero se marchó
después de tomarles la orden.
La sonrisa de Ben fue lenta y cálida.
—Háblame de ti y de tu familia.
Sarah se relajó ante el cambio de tema.
—Tengo tres hermanos mayores, casados y con familia. Soy la única chica, y una
terrible desilusión para mi madre, que esperaba verme casada como los otros.
Al pensarlo, se sintió culpable.
—¡Pobre mamá! Se enojará al saber que rompí con Julian. Ella y papá nos
esperaban mañana por la tarde en Mount Victoria, para pasar el fin de semana —
sonrió, triste e irónica—. Para discutir los planes de la boda. Pero, ahora... —levantó
las manos en un gesto de desesperanza.
—¿No estaría bien yo en lugar de él? —preguntó Ben.
—Pero... tú no querrás una boda, y todo lo demás.
—¿Quién lo dice? No me importa. Mientras nos casemos, no me importa cómo lo
hagamos. Podríamos hacer felices a tus padres de paso.
—¿Y tus padres?
El se encogió de hombros.
—Dejaron de esperar algo de mí hace años, y no les sorprendería cualquier cosa
que hiciera. Además, están fuera del país y no volverán en varios meses.
La botella de champaña llegó con el primer platillo y Sarah agradeció la comida,
porque empezaba a marearse. Tal vez era una locura considerar la petición de Ben
Haviland, pero la pensaría.
Sonrió. Todos creerían que era un matrimonio extraño, pero no era cosa de nadie,
excepto de ella y Ben. Y si él quería complacer a sus padres, bueno, era más de lo que
Julian había estado dispuesto a hacer. Se preguntó cuál sería la reacción de Angela.

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—¿Qué piensa tu hermana de esto?


—Me ayuda... No sabía que iba a conocerte, Sarah.
De pronto, ella se dio cuenta de lo absurdo de la situación. Rió, y, cuando logró
calmarse, preguntó:
—¿Cuántos años tenías cuando estuviste a punto de llegar al altar?
—Veinticuatro. Y puedes reírte, Sarah Woodley, pero era algo serio. Esa mujer iba
a tragarme entero —declaró.
Sarah rió de nuevo.
—Debe haber tenido una gran boca.
—Casi tan grande como la de Julian —soltó él.
Tenía razón. Si hubiera continuado con Julian, él se la habría tragado entera.
— Lo siento —suspiró, deprimida.
—No, yo lo siento —dijo Ben con suavidad, y al levantar ella la vista encontró un
par de ojos amables y compasivos—. Acabo de recordar lo mal que me sentí
entonces, y supongo que también tú estás igual. No debía haberte apresurado así,
pero no tenía alternativa.
Era una buena persona.
—Bueno, al menos has conseguido apartarme de mis tristes pensamientos.
—¿Y te casarás conmigo?
¿Por qué diablos no? ¿Qué podía perder? Cualquier matrimonio era un riesgo, y
una unión como la que Ben le proponía al menos la dejaría seguir siendo ella misma.
El le daba la oportunidad de su vida, al menos en cuanto a trabajo, y sería una tonta
si la desaprovechaba. Pero, ¿podía vivir con esa decisión? Parecía tan mercenaria y
fría.
—Lo pensaré.
—Por favor...
Su mirada parecía personal y muy cálida. Sarah recordó que había vivido dos años
con Angela en agradable amistad, y Ben era su hermano. No significaba mucho,
pero... tal vez funcionara. Lo imaginó sentado enfrente de ella, a la mesa. Su esposo.
Era muy atractivo.
—Es tentador —dijo con lentitud.
El pareció aliviado y feliz.
—¡Bien! Vamos a algún sitio. Sabía que eras una persona positiva, Sarah.
—No te he dado un sí por respuesta —señaló ella.
—Todavía no —aceptó, pero sonreía con confianza, al tiempo que le llenaba la
copa con champaña.

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Capítulo 3
Durante la comida, Sarah se preguntó en varias ocasiones si tomaba en serio la
propuesta de Ben Haviland, o era sólo un castillo en el aire, más agradable de
contemplar que las consecuencias de los sucesos de aquel día.
Se sentía un poco mareada y con el corazón pesado, tal vez a causa del jerez y el
champaña.
Vio que Ben le llenaba de nuevo el vaso, y su sentido común le advirtió que no
bebiera más, pero no se molestó siquiera en protestar. ¿Qué importaba cualquier
cosa?
Ben Haviland tenía un hermoso par de ojos, abiertos y sinceros como los de
Angela, y la miraba como si ella fuera el gran premio de la lotería. Era una prueba de
que Julian estaba equivocado al decir con tanta arrogancia que él era su última
oportunidad de matrimonio.
Si decía "sí", Ben la llevaría a la cama esa misma noche, la deseaba lo suficiente
para esperar.
Pero Sarah no lo amaba, ni él a ella, y aunque pusiera a sus pies el puente a una
nueva vida, sería una tontería confiar en ello. Debía haber sido Julian quien estuviera
ahora frente a ella, ofreciéndole el apoyo que Ben le daba; sin embargo, su ex
prometido sólo provocó que Frances Chatfield ganara la batalla. Julian, quien dijo
amarla...
—Sarah, ¿estás bien?
El tono de preocupación de Ben la conmovió. Sacudió la cabeza para apartar las
lágrimas, pero era difícil.
—Ha sido un día infernal —confesó.
—Entiendo, te llevaré a casa —Ben reaccionaba con rapidez a su necesidad,
tendiéndole la mano sobre la mesa.
El camarero no tardó en llegar con la cuenta, y Ben se puso en pie, ayudando a
Sarah a levantarse. Le pasó el brazo sobre los hombros y la guió a la salida. Una vez
afuera, la rodeó con ambos brazos y la hizo mirarlo.
—¿Por qué lloras?
—No lloro —negó, incapaz de mirarlo a los ojos.
La hizo apoyar la cabeza en su hombro y acarició sus cabellos con la mejilla. Sarah
estaba demasiado cansada para resistirse y el abrazo de Ben no parecía amenazador.
Su cálida fuerza la rodeaba, ofreciéndole el consuelo que necesitaba en aquel
momento.
—Está bien, Sarah —susurró—. No dejaré que nadie vuelva a lastimarte.
Casi sucumbió a la tentación de entregarse a los cuidados de él. Era tan agradable
y parecía mejor casarse con él que con muchos otros. Haría más por ella que la
mayoría y no le pedía que satisficiera su vanidad. Tal vez el amor no era más que

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una ilusión, después de todo, y un compañero comprensivo resultaba mejor como


base para un futuro.
Ben llamó un taxi y la ayudó a subir al asiento posterior.
—Podemos caminar, son sólo unas cuadras —dijo Sarah.
—Estás agotada; te llevaré a casa lo más rápido posible —replicó Ben, y luego dio
instrucciones al conductor.
El taxi se detuvo frente al edificio, momentos después. En el ascensor, Ben la
volvió a abrazar y sólo la soltó para dejarla pasar al interior del apartamento.
—¡Ben! ¿Eres tú? —Angela se precipitó fiera de la cocina, con el rostro iluminado
por el triunfo. Su cambio de expresión al ver a la pareja fue casi cómico. Sarah tenía
la cabeza apoyada en el hombro de Ben, y él le rodeaba la cintura con el brazo.
—¿Qué hacen juntos? —preguntó Angela, sorprendida.
Sarah se limitó a mirar, sin mover la cabeza.
—¿Y qué haces tú de regreso? Se supone que estás en Melbourne —dijo Ben.
—Misión cumplida —respondió Angela, mirando a su hermano con
exasperación—. Y esperaba que al menos, te quedarías en un lugar donde pudiera
localizarte.
Ben se encogió de hombros.
—Llevé a Sarah a comer.
Angela frunció el ceño.
—Pensé que habrías salido con Julian —su rostro se aclaró al dirigirse a Sarah—,
pero me alegra ver que mi hermano no te desagrada.
—Ya basta, Angela —cortó Ben, irritado.
Ella suspiró y sacudió la cabeza como una niña caprichosa.
—No vengas a contarme tus penas cuando esta locura te haga sufrir —amonestó a
su hermano.
—No es una locura, algunas de las personas más inteligentes del país me dijeron...
—Lo sé, lo sé, pero sólo tú les habrías hecho caso. Cualquier persona normal...
—¡Mira quién habla! Si fueras una mujer normal, no serías reportera policíaca.
—Me gusta serlo —dijo Angela con indignación.
—Y a mí me gusta...
Sarah se sentó en el sillón más cercano. Angela y Ben estaban demasiado
implicados en su discusión como para darse cuenta de su retirada del campo de
batalla.
Los veía hablar, sin que pusieran auténtica agresividad en sus gestos ni en su tono.
Era la clase de pelea entre hermanos que no hería a nadie.
Aparte de los ojos, tenían poco en común en lo físico. Angela era pequeña y,

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aunque tal vez su cabello fuera del mismo tono castaño del de Ben, siempre se teñía
una parte de rubio para darle un toque personal a lo que llamaba su "aspecto
ordinario". Era bonita, aunque no hermosa, y todo mundo le decía que les recordaba
a alguien.
Pero el tamaño de su hermano no la inhibía, y Sarah casi rió al verla adoptar una
pose de pelea, con las manos en la cintura, la barbilla levantada y las cejas arqueadas.
—Al menos yo sé a dónde voy —declaró.
—¡Y yo también! —respondió Ben con vehemencia.
—¡Ja! —se burló Anna, con una sonrisa cínica—. Entonces deberías darme las
gracias por encontrar a alguien que acepta ser tu pareja en esta parodia de
matrimonio.
Eso sacó a Sarah de su estado pasivo, e hizo dar un salto a Ben.
—Eh... sucede, hermanita, que ya encontré a la mujer que buscaba. No es que no te
agradezca, pero...
—¡Oh, qué bien! Ahora quedo como una tonta, como si no hubiera sido bastante
malo hacer el papel de casamentera.
El estallido de indignación pasó inadvertido para Sarah. Sólo una palabra flotaba
aún sobre su cabeza: parodia, parodia de matrimonio... eso iba a ser, claro. Sin amor
ni nada parecido, sólo algo fingido como lo fueron los cuidados de Ben esa noche.
De pronto, la depresión que la compañía de él había logrado ahuyentar la invadió
con fuerza redoblada. Se puso en pie y trató de sonreír.
—Bueno, Ben, ya no me necesitas, estoy segura de que la candidata de Angela
satisfará tus requisitos. Si me disculpan, quisiera retirarme.
La mano de Ben voló para detenerla.
—Tranquila, Sarah. No quiero casarme con ninguna otra, nadie lo haría mejor que
tú.
—¿Sarah? —la voz de Angela era más bien un chillido de incredulidad—. Ahora
sé que has enloquecido, Ben, porque ella ya está comprometida con otro, y nunca...
—Nos deshicimos de él —dijo Ben con impaciencia—. Sarah y yo estamos de
acuerdo respecto al matrimonio. Es un juego estúpido, y somos bastante inteligentes
como para...
—¿Qué quiere decir que se deshicieron de él? —la boca de Angela se abrió con
horror, al tiempo que ella se volvía hacia Sarah — . ¡Dios mío! ¿Enredó todo con
Julian, mi hermano? Nunca me perdonaré por haberlo dejado aquí. Pensé que podía
confiar en que se comportaría, al menos por una vez.
—¡Maldita sea, Angela, me comporté! —explotó el hermano—. No lo arrojé por la
ventana, ni siquiera le di una patada para echarlo fuera. Lo dejé ir en paz, como me
pidió Sarah.
—¡Oh, Dios! —la chica miraba a Sarah como pidiéndole una disculpa—. Haré lo
que pueda por arreglar esto, lo lamento tanto.

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Sarah se libró de la mano de Ben y apretó el brazo de su amiga para tranquilizarla.


— Está bien, Angela, rompí con Julian y no lo tomó con mucha calma. Le
agradezco a tu hermano su intervención, porque me ahorró una escena desagradable.
Angela la miró con preocupación.
—¿Rompiste con Julian? Pero si te tenía loca.
Sarah suspiró con tristeza e ironía.
—Loca y estúpida, supongo. De cualquier modo, se acabó.
—Pero, ¿por qué? —Angela sacudió la cabeza y continuó, ansiosa—. Bueno, lo que
haya sido, ¡no puedes estar tan trastornada para aceptar a Ben! No es lo que quieres.
—¡Oye! ¿De qué lado estás, Angela? —protestó Ben.
—No, no es lo que quiero —aceptó Sarah con los ojos otra vez llenos de lágrimas,
y se dirigió a su habitación, urgida por encontrar consuelo para su dolor.
—¡Sarah! —llamó Ben.
—Déjala sola, estúpido —lo regañó Angela.
—No entiendes.
—Si pensaste por un minuto que mi amiga era del tipo que... que se dejaría
comprar por ti, eres más tonto de lo que yo creía.
—No entiendes. Seríamos compañeros, no...
Sarah cerró la puerta, pensando que Angela no estaba equivocada, y aterrada ante
el error que estuvo a punto de cometer. Ben iba a comprarla y ella casi había pensado
en compartir su cama con él. La vergüenza la hizo llorar con más fuerza. Se quitó la
ropa y se acostó, agradecida por la oscuridad y la suavidad de su almohada.
No quería el matrimonio vacío que le ofrecía Ben, sino lo que Julian le había
prometido: compartir la vida unidos por el amor. Podía decirse que estuvo ciega al
no darse cuenta del tipo de relación que tenían, que hizo lo correcto al romperla...
pero el dolor no desaparecía con tanta facilidad.
Un año de unión emocional no podía borrarse en un momento, y Julian había sido
la respuesta a algunas necesidades de Sarah que aún estaban presentes.
Compartieron muchas cosas: la afición al baile, el esquí, las comidas con amigos.
Sarah se enorgullecía del comportamiento de Julian en sociedad. Hacían una buena
pareja y gozaron de las muchas ventajas sociales que un noviazgo estable otorga, las
cuales ya no existían ahora.
Tal vez Julian tenía razón y su trabajo no importaba. ¿Era culpa de ella estar
obsesionada en la búsqueda del éxito y decidida a sostener lo que le había costado
años conseguir? No fue sólo la actitud arrogante de Julian, recordó Sarah. También
hubo otras cosas que la molestaron. Todo iba bien mientras estuviera de acuerdo con
los deseos de él, pero ¿cuánto tiempo habría logrado ella esconder su resentimiento
ante el modo como Julian restaba importancia a sus intereses?
Cada vez era peor, la obligaba a someterse más y más, sin ver que estaba

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equivocado. Ella se frustraba más cada día y... no, no habría podido vivir con
aquello, no era su idea del amor ni de una relación entre personas que se respetan.
Era demasiado sofocante.
El golpeteo en la puerta la hizo levantar la cabeza, y sintió alivio al ver aparecer la
conocida silueta de Angela.
—¿Puedo entrar un momento?
—Sí —aseguró Sarah, volviendo a reclinar en la almohada.
Angela cerró la puerta con suavidad y se sentó en la cama sin encender la luz.
—Sarah... —tomó aliento y continuó en tono de culpabilidad—. Ben dijo que no
debí hablar así, que no es cosa mía lo que decidas hacer con tu vida, y si crees que te
conviene casarte con él, bueno, es tu decisión, y lamento haber metido las narices y…
—Angela, deja de preocuparte —dijo Sarah a la primera oportunidad—. Era sólo
un sueño, supongo que como reacción a la ruptura con Julian. Tu hermano estaba ahí
y... —sacudió la cabeza, sin entender su apertura a la proposición de Ben —, supongo
que yo estaba de humor para escucharlo. Se portó bien conmigo.
Muy bien. El modo en que la había abrazado, como la había mirado... y al besarla,
no parecía una actuación. Pero, ¿podía confiar en sus sentimientos, después del error
que cometió con Julian?
Angela aún no parecía muy segura.
—Bueno, Ben no está muy contento conmigo, dijo que te insulté, y que él está
dispuesto a cuidarte y tratarte bien.
—Me cuidó esta noche —reconoció la amiga con una sonrisa—. Pero no
funcionaría, Angela. Quiero algo más que dinero de mi esposo, y lamento haber
dejado a Ben creer que me interesaba.
Angela suspiró, aliviada.
—¡Gracias a Dios! No es que te rechace como cuñada, Sarah; aunque quiero a mi
hermano, estoy segura de que sería un pésimo esposo. Está algo loco.
—¿Loco? —la palabra la hizo recordar sus sospechas acerca de la salud mental de
Ben.
—No quiero decir que sea un demente. Creo que mucha gente lo consideraría
como un genio. Es inteligentísimo, pero flota sobre las cosas, no es del tipo que sienta
cabeza y vive una vida normal. Siempre está en movimiento. Ayer llegó de Estados
Unidos, y se marchará en cuanto se case. La simple idea de encontrarse atado lo
horroriza.
La voz de Angela se hizo más afectuosa, y añadió:
—Eso no quiere decir que carezca de virtudes. Ben es amable y generoso, adora a
los perros extraviados y a la gente con problemas.
Eso lo explicaba todo, pensó Sarah. Esa noche ella había sido un perro extraviado
y por eso Ben hizo todo lo posible por consolarla.

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Angela suspiró otra vez.


—Lo siento, Sarah, no dejo de hablar de Ben, cuando todo lo que te interesa es
Julian. ¿Terminaron, de verdad?
Sarah tardó en responder, con una mezcla de pena y desilusión por lo perdido.
—El tendría que cambiar mucho para que yo volviera a considerarlo, Angela, y es
poco probable. Preferiría no hablar de eso ahora —las lágrimas volvían a aparecer.
—Seguro —dijo su amiga con cariño, poniéndose en pie—. Iré a despedir a mi
hermano. No te preocupes por él; lo mantendré lejos de ti. Ahora duérmete.
Le haría bien mantenerse alejada de Ben, pensó Sarah al quedarse sola. Lo había
animado esa noche, haciéndole esperar cosas que ahora debía olvidar. Mañana
temprano haría su equipaje y, después de salir del trabajo, tomaría el tren a Mount
Victoria para reunirse con sus padres, quienes esperaban que llegara... con Julian. Lo
menos que podía hacer era ir a casa y explicarles, tratar de disminuir la desilusión de
su madre.
Agotada, mental y físicamente, Sarah se quedó dormida. Cuando despertó por la
mañana, descubrió que Angela dormía en la sala, y le agradeció por haberle evitado
la vergüenza de encontrar a Ben de nuevo. Le contó sus planes, le pidió desearle
suerte a Ben en su búsqueda de esposa y se apresuró a salir antes de que él hiciera
aparición.
Los sábados por la mañana siempre eran muy activos en el departamento de ropa
para jóvenes, y Sarah disfrutaba dando consejos acerca de las combinaciones que los
clientes podían hacer.
Era una buena vendedora, que no presionaba, pero se aseguraba de que el cliente
pudiera tomar todo en cuenta antes de decidir.
Aún sonreía, satisfecha por una gran venta, cuando Ashley Thompson, su mejor
asistente de ventas, hizo un comentario.
—Supongo que no conseguimos el contrato de Penny Walker.
La sonrisa de Sarah se convirtió en un gesto de fastidio.
—No, lo siento, Ashley; no tenía ganas de hablar de ello ayer.
La chica compartía el entusiasmo de Sarah por la joven diseñadora, y pareció
desilusionada.
—Apuesto a que fue cosa de la señora Chatfield.
—No del todo —respondió Sarah con sinceridad—. Nadie acepta los cambios con
facilidad, Ashley.
De pronto, Sarah vio que Julian se acercaba con paso decidido. Tenía la boca
apretada en una línea dura, y un aire de desprecio por el negocio de las modas. Pero
antes de que llegara, una clienta llamó la atención de Sarah.
Julian no esperó. Con su tono arrogante, le dijo a la clienta que fuera con Ashley, y
Sarah, para evitar escenas, no intervino, aunque necesitó todo su control para
enfrentarlo con sangre fría.

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—¿Otro asunto urgente, Julian? —soltó.


—Nuestro futuro es un asunto urgente —respondió él, con gélida rabia.
—No es "nuestro" futuro, Julian, creo que lo dejé bien claro ayer.
—Eso es ridículo, Sarah. Hay demasiado entre nosotros para que le vuelvas la
espalda, así que baja de tu torre de marfil.
Otra vez volvía a echarle la culpa en lugar de reconocer sus propios errores.
—¿Por qué no te bajas tú? Estoy harta de hacerlo.
—¿Yo? —parecía impaciente—. No necesito hacerlo, ¡eres tú la que se porta como
una niña! Ya es tiempo de que pongas en orden tus prioridades, si vas a casarte
conmigo...
—No voy a casarme contigo —dijo con sequedad, segura de que él jamás aceptaría
su punto de vista.
El rostro de Julian se retorció de frustración, y Sarah casi oyó el rechinido de
dientes.
—No voy a suplicarte, Sarah, así que por favor piénsalo antes de que sea
demasiado tarde.
Le costaba bastante trabajo seguir siendo civilizada, pero trató de bajar el tono de
su réplica.
—Lo siento, Julian, pero vemos las cosas de diferente manera. Gracias, pero no
quiero otra oportunidad, es mejor que nos separemos. Ahora, discúlpame, tengo
clientes por atender.
El la detuvo, tomándola del brazo con brusquedad.
—¡Qué importan los clientes!
—Suéltame, Julian —exigió con ojos fríos como la nieve.
La boca de él se cerró en un gesto cruel, y Sarah apenas logró contener un temblor
de miedo.
—Si es necesario, haré que te echen.
De pronto, una mano aferró el brazo de Julian.
—¿Otra vez te da problemas este tipo, Sarah?
Sorprendida, levantó la vista para encontrar a Ben Haviland, vestido con un traje
oscuro y una camisa inmaculada. Era un alivio tenerlo cerca.
—Puedo arreglármelas —dijo, confiada en que la situación se resolvería pronto.
Julian la soltó y se libró de la mano de Ben.
—No creas que puedes tratarme así en público —amenazó.
—Entonces, deja tranquila a Sarah.
—¿Quién te crees ser? —dijo Julian, buscando pelea.

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Desesperada, Sarah se dio cuenta de que el "ego" de Julian lo impulsaba a


defenderse, y había clientes que los miraban con curiosidad. La urgencia de terminar
con la desagradable escena la hizo buscar una solución rápida. Podía explicárselo a
Ben después, decidió, al tiempo que se acercaba hacia él.
—Lo siento, Julian, pero es el hombre con quien voy a casarme —declaró sin
pestañear.
—¿De verdad? —dijo Ben, con ojos de felicidad y sorpresa.
—Hay condiciones —murmuró ella. No había pensado que lo complacería tanto, y
ahora estaba insegura.
—No puedes casarte con él —gruñó Julian.
Sarah volvió a poner su atención en él, quien la miraba furioso. Deseó que su
decisión no empeorara la escena.
—Sí puedo —insistió con gran seguridad, dándose cuenta de que debía continuar
con la mentira, al menos hasta que Julian desapareciera.
—Sí puede —dijo Ben con mayor decisión aún, rodeando los hombros de Sarah
con el brazo—. Qué bien, querida —le dijo, ignorando la presencia de Julian—. Le
dije a Angela que estaba equivocada, tenía que estarlo, y tú y yo...
—¡No lo creo! —gritó Julian—. Ayer ibas a casarte conmigo y... ¿quién es este tipo?
—¿No sabes cuándo rendirte? —soltó Ben — . Tuviste tu oportunidad y la dejaste
ir; llegaste veinticuatro horas tarde. Ya no tienes nada que hacer aquí; y Sarah y yo
debemos hacer arreglos, así que sé bueno y lárgate. No quiero lastimarte.
Julian cerró los puños y los miró con odio. La discusión atraía cada vez más
clientes, y el corazón de Sarah latía a toda velocidad. ¿Cómo se le había ocurrido usar
a Ben para defenderse? Ahora tendría que encontrar la manera de explicárselo.
—¿A qué hora sales, Sarah?, ¿a las doce?
—Sí —en aquel momento, el rostro autoritario de Frances Chatfield se acercó.
Julian no parecía dispuesto a moverse, y la situación empeoraba.
—Entonces te recogeré y nos iremos a Mount Victoria —dijo Ben, satisfecho.
—Primero debo hablar contigo, Ben —pidió Sarah.
Julian explotó de rabia.
—¿Lo llevas a conocer a tus padres? —sacudió un dedo frente a ella—. ¡Es
suficiente, Sarah, hemos terminado!
Tenía la cara pálida y los labios temblorosos. Para alivio de Sarah, dio media
vuelta y se marchó, apartando a los clientes con brusquedad. En el camino, encontró
a Frances Chatfield, y el empujón que le dio la hizo caer al suelo.
La mujer dio un gritito, y los clientes se agruparon a su alrededor para ayudarla a
incorporarse. Cuando estuvo de pie, su expresión era como para petrificar a Medusa.
Sarah miró a Ben y lo sorprendió concentrado en ella, indiferente a todo lo demás.
Ella habló a toda prisa.

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—Será mejor que te vayas, Ben, podemos hablar más tarde —luego se lo
explicaría.
—No hay problema, sólo dime qué salida utilizar —no le dio tiempo para
responder—. Iré a la calle George a comprar un auto. ¿Qué modelo te gustaría,
Sarah? ¿Porsche, Jaguar, Ferrari? Estarías perfecta en un Ferrari.
¿Un Ferrari? Su mente se detuvo un momento, y entonces oyó la voz de Frances
Chatfield.
—¡Ben Haviland! ¡Por fin apareces! Y es típico que sea en medio de un desastre.
Ben adelantó la mandíbula.
—¡Frances! —dijo con horror.
—Sí, soy yo —era casi un siseo. La dura expresión que usaba como máscara había
desaparecido, y por primera vez Sarah la veía mostrar alguna emoción, pero no era
algo agradable.
Ben estaba pálido.
—Debo irme. Espérame a las doce, Sarah.
Se alejó al terminar de hablar, sin dejar de mirar a Frances, como si esperara que lo
atacara.
Frances Chatfield volvió a mostrar su máscara fría. Miró a Sarah con aire de
superioridad.
—¿Podría sugerirle, señorita Woodley, que como jefa de este departamento usted
debería no descuidar los negocios, para atender sus asuntos personales? Tendré que
reportar este incidente y merece que la despidan. Haré lo posible por que se haga
justicia. En cuanto a Ben Haviland, es un irresponsable e inmoral, y demuestra usted
tener muy poco criterio al relacionarse con él de la manera que sea.
Con gesto de desdén, dio media vuelta y volvió, contoneándose, a su propio
departamento.
Sarah tuvo que contener el deseo infantil de sacarle la lengua, y toda la
preocupación que sintiera al verla caer ante el empujón de Julian, quedó borrada. No
sólo saboteaba el contrato de Penny Walker, sino que haría hasta lo imposible por
hundir a Sarah.
¡No era justo! Aunque tal vez era culpa suya, aceptó Sarah. Si no hubiera estado
tan ciega acerca de Julian, si no hubiese metido a Ben en la discusión de la mañana...
¿y ahora cómo solucionaría todo?
Un grupo de adolescentes llamó su atención. Eran las más cercanas a la escena, y
parecían bastante divertidas. Una se separó del grupo y fue hacia Sarah, mientras las
otras soltaban risitas.
—No haga caso de la vieja —dijo la chica—. Pensamos que debería elegir el Ferrari
y marcharse.
Antes de que Sarah pudiera hacer ningún comentario, el grupo se alejó, entre risas
y miradas suspicaces. Sarah habría querido imitarlas, pero lo que empezó como un

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impulso, podía terminar en tragedia.


Ahora debía enfrentar a Ben y decirle que no era verdad, que no se casaría con él.
Y si había ido a comprar un Ferrari... bueno, eso no era culpa suya. ¿Cuál sería la
relación entre Ben y Frances Chatfield, para perturbarlo tanto?
La noche anterior, el nombre de Frances Chatfield no lo había alterado, cuando
Sarah le contó lo de la reunión. Pero ése era su nombre de casada, su apellido de
soltera era Upshot, y no era tan vieja, tendría unos treinta y ocho años. ¿Sería ella la
mujer que presionó a Ben hasta hacerlo huir? Era del tipo, y lo hizo escabullirse en
esta ocasión.
No podía dejar de sonreír al recordarlo. Ben dando media vuelta y saliendo como
si lo siguiera un lobo salvaje. Podía pelear con Julian o con cualquier otro hombre,
pero enfrentar a Frances... Julian y Sarah, Ben y Frances. Tal vez ella y Ben deberían
formar un equipo para defenderse de los tiranos del mundo, tomar el Ferrari e irse.
Pero era una fantasía.
Miró su reloj: las diez de la mañana; faltaban dos horas para ver a Ben. Esperaba
no hacerlo enojar demasiado, cuando le explicara que no se casaría con él. No, de
seguro Ben no se pondría furioso. Sin embargo, era horrible volver a desilusionarlo.

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Capítulo 4
Sarah no estaba familiarizada con los Ferrari, pero cuando el auto color rojo se
detuvo en el estacionamiento frente a la salida a la calle George, su elegante diseño
no permitía dudar de su identidad.
No había creído que Ben lo hiciera, ni siquiera que pudiera hacerlo. No parecía
posible que alguien pudiera salir y comprarse un Ferrari de paso; pero ahí estaba
Ben, frente al volante, haciendo sonar la bocina y saludando con la mano.
Sarah se acercó y subió al asiento del pasajero, Ben, sonriéndole, la ayudó a colocar
la bolsa que contenía su equipaje en el auto.
—¿Te gusta? —preguntó mientras le abrochaba el cinturón de seguridad.
—¿Cómo lo conseguiste?
—Ventas son ventas. Les dije que si querían venderlo, tenía que estar listo, al
cuarto para las doce, para lanzarse al camino.
Y se lanzó al camino, metiéndose en el flujo de autos que circulaba por la ciudad.
—Pero, ¿cuánto te costó? —todavía no lo creía, aun en el interior del auto.
—Pagué con tarjeta de crédito —sonrió como si cualquier tarjeta pudiera comprar
un Ferrari—. Espero que a tu madre le gusten los chocolates. Y no sé cuál es la bebida
favorita de tu padre, así que le compré un buen whisky, un estupendo coñac y un
magnífico oporto. ¿Qué tal?
Sarah se sintió peor. Ben había hecho todo eso, en la creencia de que se casaría con
él, y ahora tenía que decirle que fue una estúpida invención para defenderse.
—No deberías haberlo hecho, Ben —empezó en voz baja, pero él no le dio tiempo
de continuar.
—No hay problema. Pensé que a tu madre le gustaría verte con un anillo en el
dedo. Debí haber tomado la medida de tu dedo, pero no quise correr el riesgo de ver
de nuevo a Frances —hizo un gesto—. Primero me enfrentaría con pirañas o
cocodrilos. Esa mujer es una serpiente, Sarah.
—No necesitas decírmelo, he trabajado diez años bajo sus órdenes. Es la Frances
Chatfield de la que te hablé anoche.
—¿Chatfield? ¿Está casada?
—Viuda.
—Claro, debe haber envenenado a su marido como lo hizo con mi perro.
—¿Lo hizo? —pero, al pensarlo dos veces, Sarah no tuvo dificultad en creer que
Frances era capaz de matar a su perro—. ¿Es la mujer que casi se casó contigo, Ben?
—Sí, y Dios sabe que fui un estúpido al enredarme con ella. De algún modo se las
arregló para atraparme, y logró que hiciera toda clase de cosas que yo odiaba, sólo
para complacerla.
Su tono era de tanto disgusto que Sarah se apresuró a mitigarlo.

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—Es mayor que tú, Ben, casi cuatro años.


—¿De verdad? —por un momento pareció sorprendido, pero pronto volvió al
gesto anterior—. Además, mentirosa; no soporto las mentiras. Recuerdo cómo trató
de restarle importancia a la muerte de Tramp, y después de eso no pude volver a
creerle —miró a Sara con preocupación—. No me gusta pensar que trabajas bajo sus
órdenes, Sarah, ni siquiera Maquiavelo hubiera podido con esa mujer. Cuanto más
pronto tengas tu propia tienda, mejor.
Su propia boutique... casarse con Ben... Sarah volvió de golpe a sus propios
problemas. Aunque estaba de acuerdo con la opinión de Ben acerca de Frances
Chatfield, no podía casarse con él para escapar de su situación en el trabajo. ¡Pero ya
había prometido hacerlo! ¿Cómo iba a reaccionar él cuando le dijera la verdad?
—¿Sabes, Sarah? —dijo en tono de confidencia—. Llegué a creer que era incapaz
de atraer a ninguna mujer, y por eso puse a trabajar a Angela, pero me siento muy
bien contigo —sonrió, con alegría conmovedora.
Ella estuvo a punto de decir que sentía lo mismo, pero se contuvo a tiempo. Tenía
que aclarar su posición ahora mismo, no podía permitir que aquella farsa continuara,
pero era difícil empezar. El había sido tan amable y, para ser sincera, le gustaba su
forma de ser. Pero ésa no era excusa para posponer lo inevitable.
—Ben... —inició con decisión.
—¿Sí? —le sonrió, como para animarla.
El corazón le dio un vuelco, y ella pensó que debía ser por la vergüenza, ¿qué otra
cosa podía ser? Se obligó a continuar.
—Acerca de lo que dije esta mañana...
—Nunca me sentí más aliviado en mi vida. Fui con el propósito de disculparme
por aprovecharme de tu estado de ayer, pero la verdad es que esperaba que Angela
se hubiera equivocado. No podía dejarte ir; como dije anoche, tú y yo somos algo
especial.
El placer con que hablaba la hizo sentir una oleada de calidez, que le llegaba hasta
la punta de los pies. Eso la hizo recordar el modo en que Ben la había masajeado
ayer, y sus besos. Pero el sentido común insistía en recordarle que la noche anterior
ella estaba un poco alterada. Ahora, a la luz del día, no podía pensar en casarse con
Ben. Su propia hermana le advirtió que sería un pésimo esposo.
Volvió a intentarlo.
—Julian me había metido en problemas esta mañana, Ben, y cuando llegaste...
—Viste la luz —interrumpió él, riendo—. No necesitas explicarlo, Sarah. Estamos
de acuerdo en lo que debe ser un matrimonio, y agradezco a Julian el haberte
recordado lo compatibles que somos.
—Bueno, no estoy muy segura de eso —declaró.
¿Eran compatibles? Parecían tener mucho en común, pero se conocían muy poco.
Todo iba tan rápido que apenas si podía pensar, pero tenía que hacerlo. Lo malo era

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que todo lo que decía se volvía en su contra. Tal vez un acercamiento más indirecto
funcionaría.
—¿Y la mujer que te encontró Angela?
—No hay problema. Estoy seguro de que me va a gustar ver la cara de Angela
cuando lleguemos mañana, y le digamos que nos hemos casado.
No había una forma sutil de decírselo, decidió Sarah.
—Ben, lo que dije esta mañana... bueno, estaba confundida en ese momento y...tal
vez me apresuré.
Pero él no quería facilitarle el momento.
—No, hiciste lo correcto, lo mejor —dijo en tono de admiración.
Sarah tomó aliento.
—Ben, no puedo casarme contigo así; debes entenderlo.
—Está bien, Sarah —cortó él—. Dijiste que había condiciones, y me parece justo.
¡Condiciones! Sarah se aferró al concepto como a su última oportunidad.
—Sí —todo lo que necesitaba era pensar en algunas exigencias inaceptables para
que él olvidara la idea.
—¿Cuáles son?
—Bueno... —¿de verdad quería hacerlo?
—No te apures, estoy seguro de que podemos arreglarlo al gusto de los dos.
Su confianza le advirtió que los requisitos debían ser muy difíciles.
—Necesito pensarlo bien.
—Seguro, tómate el tiempo que quieras —dijo, amable—, tenemos todo el fin de
semana.
Sarah suspiró con alivio. El fin de semana con sus padres le daría respuesta a las
preguntas que golpeaban su mente y su corazón.
Tendría una visión más amplia de la personalidad de Ben Haviland, y tal vez
descubriría qué sentía ella en realidad ante su proposición. Después de todo, él
siempre podía volver a la candidata de Angela.
Se relajó. Tenía el resto del día, y todo el domingo, para pensar, y algo sucedería
para convencer a Ben que su propuesta no tenía sentido. Además, la presencia de él
la ayudaría a consolar a su madre por la pérdida de Julian.
Dejaron atrás la ciudad y tomaron la carretera hacia la autopista del oeste.
—¿No es un buen auto? —señaló Ben—. Tuve uno en Italia, y disfruté mucho
conduciéndolo.
—Es maravilloso —pero el comentario acerca de Italia la hizo recordar. Siempre en
movimiento, había dicho Angela, y acaba de regresar de los Estados Unidos. Era una
vida cara, y compró el auto con tarjeta de crédito.

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—¿De dónde sacas tanto dinero, Ben? Sé que vendes ideas, pero, ¿de qué clase?
—Oh, cosas que me parecen atractivas, divertidas, o más eficientes. Es fácil. Por
ejemplo, las muñecas Cabbage Patch; es una idea muy inteligente hacer muñecas
semejantes a nenes de verdad, con papeles de adopción y todo lo demás. Hay que
pensar en algo que sirva o que tenga mucha demanda en el mercado, cosas que se
vendan.
—¿Y qué es lo último que pensaste?
—El "Cili-Silo".
—¿El juguete cilíndrico que tiene locos a todos?
—Así es. Se me ocurrió cuando jugaba con una computadora. Es algo que puedes
llevar en el autobús o en un tren, y fascina tanto a niños como a directores de
empresa.
—Es fantástico, Ben —dijo Sarah.
—El problema es que funcionó mejor de lo que creía, y por eso tengo el problema
con los impuestos. Tengo que pagar millones, literalmente.
De pronto, Sarah se dio cuenta de que muchas mujeres saltarían de alegría ante la
posibilidad de casarse con Ben. No sólo era rico, sino también joven y atractivo.
Era soltero porque no quería perderse en una relación. Sin duda, ella lo atraía
porque había expresado las mismas ideas.
Pero, mientras él quería conservar su individualidad, Sarah no quería la libertad
de quedarse sola, con su esposo dando vueltas por el mundo durante meses o años.
Se preguntó cómo reaccionaría Ben ante la condición de que pasaran la vida juntos.
Parecía contento de pasar el fin de semana con ella, aunque fuera en compañía de sus
padres.
Llegaron a Kattomba, el corazón comercial de Blue Mountains, y Ben dejó la
autopista para tomar la avenida central.
—Hace mucho que no venía por aquí —señaló, con una sonrisa de disculpa—. Si
no te molesta, preferiría usar esta ruta para ver todo.
—Me gusta perderme en el tránsito —asintió Sarah.
Sin importar cuántas veces hubiera visto los sitios turísticos, como la zona del eco
donde las cumbres de las Tres Hermanas formaban un acontecimiento único, Sarah
nunca dejaba de admirar la grandiosidad de Blue Mountains, las cuales llegaban
hasta dónde la vista alcanzaba, todas azules a causa de los eucaliptos que lanzaban
su aroma al aire.
En uno de los sitios más espectaculares, Ben detuvo el Ferrari.
—Es un buen sitio —dijo, tomando su chaqueta del asiento posterior. De uno de
los bolsillos, sacó una bolsita de terciopelo—. Traje varios anillos, con la esperanza de
que alguno te quedara, y si no te gustan los diamantes podemos cambiarlo el lunes.
Antes de que Sarah se recobrara de la impresión, Ben desenvolvió un magnífico
solitario y se lo insertó en el dedo, sin darle tiempo para protestar.

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El anillo no pasó del nudillo.


—Demasiado pequeño —dijo Ben, quitándoselo—. Tal vez el siguiente.
Por fin, Sarah logró detenerlo.
—Por favor, no lo hagas, no puedo aceptarlo, si... si todavía no acordamos algo —
añadió—. De todos modos, mamá y papá pensarán que es demasiado pronto.
El frunció el ceño.
—No lo había pensado. Supongo que la sortija puede esperar a mañana. Pero,
Sarah —de pronto, apareció en sus ojos una pregunta—, esto no puede esperar.
Sarah se dijo que era alivio lo que la hacía aceptar su beso, pero no podía pensar lo
mismo acerca de su respuesta. Olvidó todo y el deseo que la invadió borró cualquier
consideración. No era una invasión, sino una invitación a explorar juntos y, aunque
iniciada por Ben, ella la aceptaba, uniéndose a él en la escalada hacia la sensual
excitación.
Cuando Ben se apartó, Sarah tardó un tiempo en enfocarlo. El aliento de ella era
entrecortado y cada nervio de su cuerpo parecía haber despertado. Sus labios
entreabiertos pedían que la presión sobre ellos continuara. Entonces vio a Ben
sacudir la cabeza y apartarse con decisión, volviendo a su asiento. La tomó de la
mano, mirándola largo rato.
—Eso fue una medicina muy fuerte —murmuró, para luego volverse, sonriendo—
. Podrías causarle un ataque cardiaco a cualquiera, Sarah.
Ella rió, incrédula.
—Tú podrías hacer lo mismo, Ben.
El pareció encantado.
—¿No dije que hacíamos una pareja perfecta? Y no es culpa del perfume, sólo
atracción.
Soltó la mano de Sarah después de darle una palmadita, y luego puso en marcha
el auto y condujo de vuelta al camino. Durante los veinte minutos que tardaron en
llegar a Mount Victoria, Sarah no dijo una palabra. Nunca había confiado en la
atracción y creía que era el amor, no el deseo físico, lo que hacía especial un beso.
Pero no sentía amor por Ben Haviland, ¿verdad? ¡Acababa de conocerlo!
Volvió a la realidad cuando él le pidió la dirección de sus padres. Tenía que pensar
en explicaciones rápidas y sencillas para el momento de la llegada. Ni siquiera había
llamado por teléfono a su madre para decirle que Julian no vendría, porque pensaba
hacerlo desde la estación de tren, antes de que... Bueno, Ben Haviland era un buen
sustituto, y su personalidad bastaría para acabar con cualquier duda.
La calle era estrecha. Ben detuvo el auto y salió, antes de que Sarah acabara de
desabrochar el cinturón de seguridad, para abrirle la portezuela. La ayudó a bajar, y
luego tomó la maleta del asiento posterior. En ese momento, la madre de Sarah salió
de la casa.
—¡Sarah! ¡Dios mío, qué hermoso automóvil! Y usted debe ser Julian.

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—Me temo que eso... —empezó Sarah, pero su padre, quien apareció entonces, la
interrumpió.
—¡Sarah, por fin! Ya era tiempo de que vinieras a vernos con tu amigo —regañó
con buen ánimo. Le tendió la mano—. Gusto en conocerlo.
Ben estrechó con alegría la mano que le tendían.
—Es un placer conocerlo, señor Woodley. Y a usted también, señora Woodley,
pero debo decirles que no soy Julian.
—No... —Martha Woodley lanzó una mirada confundida a su hija.
—Iba a decírtelo, mamá; él es Ben Haviland, hermano de Angela. Acaba de
regresar del extranjero y vive con nosotras de momento. Y... rompí el compromiso
con Julian.
Para su alivio, Ben continuó con la explicación.
—No habría hecho feliz a Sarah, señora Woodley, no es la clase de persona que
usted querría como yerno. Creo que anoche la hubiera golpeado, de no haber
intervenido yo.
—¿Golpear a Sarah? —dijo su madre aterrada.
—Nunca creí que fuera un buen tipo, Martha —observó Jack Woodley—, si trabaja
para el departamento de impuestos.
—¡El departamento de impuestos! —el rostro de Ben reflejaba su disgusto
personal hacia esa oficina del gobierno.
—Sarah nos dijo que es alto funcionario. Nunca pensé que fuera buen trabajo
perseguir a la gente que se gana duramente el dinero.
—No podría estar más de acuerdo —dijo Ben con énfasis—. Un hombre así es
capaz de todo, y así trataba a Sarah. ¡Es capaz de todo!
—Al parecer tampoco le gustaba la familia —añadió Jack Woodley, dejando salir
su descontento con el ex prometido de su hija—. Debería haber venido a conocernos
hacía mucho tiempo, y ni siquiera me pidió la mano de Sarah. Ella siempre tenía que
buscarle excusas. No que en estos días importe mucho todo esto, pero es una falta de
cortesía.
—Ah... —dijo Ben, mirando a Sarah con agradecimiento. Pasó el brazo por los
hombros de ella—. Me alegra que lo mencione, señor Woodley, porque debo decirle,
aquí y ahora, la razón de mi presencia. Sarah aún está pensándolo, pero en cuanto a
mí, me casaría mañana mismo con su hija. Quiero que conozcan mis intenciones,
porque estoy seguro de que las aprobarán. Tienen una hija magnífica y nada me
haría más feliz que tenerla por esposa. Lo supe en el momento en que la conocí, fue
como una revelación. Siempre surgen así mis mejores ideas, de modo que estoy
seguro de no equivocarme.
—Bueno, bueno...
Sarah vio que su madre luchaba por recobrar el habla, y sintió compasión por ella.
Ben tenía una habilidad notable para quitarle a uno el aliento.

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—Bueno, será mejor que entren, el almuerzo está listo.


—Bienvenidos —añadió el padre, con aire de aprobación que reemplazaba su
sorpresa inicial.
—Primero tengo que sacar algunas cosas del auto —dijo Ben, mirando a Sarah con
triunfo y alegría.
Le tendió a la madre la caja de chocolates más grande que Sarah había visto en su
vida.
—Espero que le gusten los dulces, señora Woodley —dijo con una sonrisa de
disculpa.
—¡Dios mío! —sacudió la cabeza, del mismo modo en que Sarah no había dejado
de hacerlo desde que conocía a Ben.
Pero él ya le ofrecía al padre las botellas de whisky, coñac y oporto, además de
una de champaña francés.
—Para la cena, o para después —sugirió esperanzado.
—Vaya —dijo el padre, satisfecho—, debo decir que admiro su estilo, muchacho.
Julian había sido olvidado, descubrió Sarah con sorpresa, mientras entraban en la
casa y, antes de abrir la puerta, Ben ya llamaba Jack y Martha a los padres de la
joven. Jack tomó la maleta de Sarah, para llevarla a la habitación de su hija, y se
ofreció a mostrarle a Ben la suya, fascinado ante la idea de que se quedara. Sarah
acompañó a su madre a la cocina para ayudarla con los preparativos del almuerzo.
—Es muy agradable, Sarah, muy agradable —dijo la señora.
¿Y qué podía hacer ella, excepto estar de acuerdo? Tenía la impresión de que Ben
Haviland era incontenible y, por el modo en que iban las cosas, sería difícil librarse
del matrimonio con él. Por otro lado, ¿sería tan terrible, después de todo? Sarah
estaba muy, muy confundida.

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Capítulo 5
El no se equivocaba en lo más mínimo ni daba un solo paso en falso. Si pretendía
convencer a los padres de Sarah de que era el yerno perfecto, no podía haberlo hecho
mejor, y parecía una actuación. Ni una sola vez durante la velada dijo nada que
pareciera falso o fingido.
Ben respondió con buen humor a todas las preguntas que le hicieron durante el
almuerzo, y los dejó tan impresionados como a Sarah con el éxito de sus ideas.
Con aire triunfal, Jack le mostró un Cili-Silo, resuelto por un método de tanteo, y
escuchó el relato de Ben acerca de cómo se le ocurrió la idea.
Cuando lo invitaron a conocer el jardín, fue con alegría, mostrando interés en todo
lo que le enseñaban.
La cena fue una reunión familiar, y cuando le hicieron la inevitable pregunta de si
jugaba a las cartas, Ben respondió que escogieran el juego que desearan. Eligió a
Sarah como compañera en el bridge, con un entusiasmo infantil que los mantuvo en
la mesa hasta la media noche, y nadie habría puesto en duda que se había divertido
como nunca.
Sarah suspiró, dio vuelta sobre la almohada, y trató de acomodarse, pero sabía que
dormir sería imposible. Su mente estaba demasiado ocupada, recordando los sucesos
del día y examinándolos desde varios ángulos, cada vez más confundida acerca de la
personalidad del hombre que dormía del otro lado de la pared.
Se preguntó si estaría despierto, tan consciente de la proximidad de ella como
Sarah lo era de la de él. El modo en que la miró al desearle buenas noches... era una
suerte que sus padres estuvieran presentes, porque no sabía qué haría si él volvía a
besarla.
Sus ojos no dejaban de acariciarla, recordándole el beso en el auto. Cada vez que
Ben le hablaba... durante el almuerzo, en el jardín, en la mesa, a cada jugada con las
cartas... esos ojos azules bailaban con la seguridad de que todo iba bien, mejor que
bien.
Atracción, había dicho, y Sarah tenía que admitir que esa sensación era más fuerte
a cada hora que pasaba en compañía de Ben. Pero todo el atractivo sexual del mundo
no lo convertiría en la clase de esposo que ella buscaba. Podía ser hogareño un fin de
semana, como una novedad en su vida nómada, pero, ¿cuánto tiempo lo resistiría?
¿Cuántas semanas lo disfrutaría?
Frustrada, Sarah apartó las sábanas y salió de la cama. No podía dormir.
Fue a la cocina, con la idea de tomar un vaso de leche tibia y a leer una de las
revistas de su madre... cualquier cosa, con tal de apartar de su mente las preguntas
sin respuesta.
Había mucha leche en el refrigerador. Sarah tomó un envase y la lata de chocolate,
y se preparó un enorme vaso. Iba a guardar de nuevo la leche, cuando la visión de
Ben, de pie a la puerta, casi la hizo derramarla. Llevaba sólo una toalla alrededor de
la cintura, y su torso desnudo era tan masculino como parecía debajo de la ropa.

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—¡Hola! —dijo él, con una sonrisa de disculpa—. Me alegra que seas tú.
—No podía dormir —dijo Sarah en un intento de atraer la mirada de él a su rostro.
No había llevado una bata en su equipaje y su sedoso camisón no sólo dejaba ver
cada línea de su cuerpo, sino que el escote era muy profundo. La prenda tenía unas
solapas que deberían cubrir el valle entre los senos, pero por el modo en que Ben la
veía, parecía como si estuviese desnuda.
—Yo tampoco podía dormir —repitió él, evidentemente concentrado en otra cosa.
De pronto, Sarah notó la brillantez de la luz de la cocina. ¿Qué tan transparente
era la tela, y cuántos rayos luminosos pasaban a través de la delicada seda?
—Llevas un camisón precioso —murmuró Ben, y luego se fijó en su propio
atuendo—. Tomé esta toalla del cuarto de baño. Siempre duermo sin ropa. Espero
que no te moleste.
¿Molestarle? ¿La toalla o que durmiera desnudo? ¿Cómo sería dormir con él?
—Estaba preparándome un vaso de leche con chocolate, ¿quieres un poco?
—Parece delicioso —asintió él, mientras avanzaba—. Pero no te molestes, dame
una taza y yo mismo lo prepararé.
—No es molestia —dijo, ansiosa por mantenerlo a distancia—. Toma el mío y yo...
—No, ese vaso es tuyo —insistió y tomó el envase de leche que ella aún tenía en la
mano.
Sus dedos se posaron sobre los de ella, Sarah soltó el recipiente de cartón y, antes
de que ninguno pudiera evitarlo, lo dejó caer al suelo.
Ambos se inclinaron, chocando las cabezas en la confusión del momento. Sarah se
tambaleó y Ben la tomó del hombro, disculpándose al tiempo que recogía el envase.
—Siéntate, yo limpiaré —indicó, con los ojos azules preocupados.
—No, estoy bien —dijo ella sin aliento. Sus cabezas estaban muy cerca y Ben le
había rozado un seno al tomarla del hombro. Sarah casi dio un salto para apartarse—
. Mamá guarda las cosas de limpieza debajo del fregadero... iré por algo para limpiar.
—Te ayudaré —dijo y se acercó para abrir la puerta del mueble donde guardaban
las esponjas.
Ben tomó una y secaron juntos la leche, para luego limpiar el suelo.
Sarah mantenía la vista baja, pero eso era casi imposible ante el atractivo del
hombre. Cuando levantó la mirada, encontró que él observaba sus senos.
Se levantó para exprimir la esponja. El estaba a su lado, hombro con hombro,
exprimiendo también la suya y ninguno de los dos hablaba.
Volvieron a inclinarse, pasando las esponjas por el suelo como en una carrera
contra reloj. El pulso de Sarah había enloquecido y, cuando ella se levantó, el corazón
parecía salírsele del pecho. El suelo estaba limpio, o al menos, así parecía.
Sarah esperó que Ben se apartara, pero él no lo hizo. Con los dedos acarició la

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nuca y la espalda de Sarah. Ella se estremeció y su mente le dijo que se alejara, pero
su cuerpo se recreó en las manos de Ben.
El se acercó aún más y la textura de la toalla permitía a Sarah sentir su cuerpo a
través de la sedosa tela del camisón. Sólo sus manos la obedecían, tratando
débilmente de empujar los hombros de Ben, pero no podía ocultar el suspiro de
placer que surgió de sus labios al acercarse los de él. Sarah sucumbió a su propio
deseo, el cual demandaba satisfacción.
Sólo cuando Ben apartó la boca para besarla en el cuello, Sarah recobró la
conciencia. Tenía que detenerlo ahora o no sería posible hacerlo, y ni la toalla ni el
camisón la protegían.
Las palabras que intentó decir murieron en un gemido cuando él llevó una mano a
sus senos, cubriendo con la palma la tela que envolvía su suave piel y, moviéndola
en círculos, provocó que el pezón se irguiera excitado. Sarah cerró los ojos, en una
entrega al hipnótico placer que recibía.
Entonces la mano de Ben se movió hacia las solapas del camisón, y la mente de
Sarah reaccionó con alarma. En un minuto, estaría desnuda.
—¡Ben, no, por favor!
Fue apenas un suspiro, pero la oyó y detuvo el movimiento de sus dedos. Suspiró,
dándole un último beso en el cuello, antes de levantar la cabeza.
—¿No quieres que lo haga? —preguntó con desaliento. Luego vio la confusión,
entre vergüenza y deseo, en los ojos de ella y le acarició la mejilla para
tranquilizarla—. Está bien, lamento haberme dejado llevar.
—Sí —dijo ella, consciente de que le había sucedido lo mismo. Su cuerpo no
dejaba de estremecerse porque jamás había llegado a tal extremo de deseo.
Ben se separó un poco. Miró los pezones erguidos y Sarah tomó aliento, sintiendo
una contracción en el estómago.
—¡Es demasiado pronto! —gimió, más por sí misma que por él. Unos días antes
estaba con Julian, y ahora no entendía la respuesta que tenía hacia Ben.
—Es el lugar equivocado —murmuró Ben, mirándola a los ojos—. Hay algo
especial entre nosotros, Sarah, tú debes sentirlo también.
Una oleada de calor en el cuerpo le permitió confirmarlo.
—Ben, no quiero... estamos yendo demasiado lejos —lo miró suplicante—. Con
dificultad puedo discernir qué tipo de relación es la nuestra.
El hizo un gesto alegre.
—Nuestra relación es de prometidos, y no es demasiado pronto para mí.
El recuerdo de aquello hizo a Sarah volver a la realidad, escapando de la atracción
sexual de aquel hombre. Caminó por la cocina, sin dejar de pensar. Cuando se volvió,
Ben aún estaba donde lo había dejado, pero su expresión ahora era preocupada y
extrañada.
—Pero no será matrimonio por amor, Ben —soltó Sarah—. Es sólo un buen

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negocio, una solución a tu problema de impuestos, y si me acuesto contigo... bueno,


será sólo un beneficio complementario, nada más. Y... y no quiero que me uses así.
—¿Usarte? —dijo él, como si la palabra lo ofendiera—. ¿Eso sientes?
La acusación no era justa y Sarah lo sabía.
—Lo siento —sacudió la cabeza, desamparada—. No debí haberlo dicho, pero la
semana pasada estaba con Julian, y...
—Lo que hayas tenido con él no tiene nada que ver con nosotros, Sarah, ¡nada! —
repitió él, moviéndose hacia ella.
Sarah levantó un brazo para detenerlo.
—Por favor, no vuelvas a empezar, Ben.
El sacudió la cabeza.
—Veo que tenemos que hablar —levantó las manos y le enmarcó el rostro—. No
empieces a ponerle adjetivos sucios a lo que iniciamos, Sarah, porque fue algo bueno.
Y no pretendo hacer el amor contigo como complemento de un negocio. Aunque no
nos casáramos, aun así querría abrazarte, besarte y hacer el amor contigo, ¿no sientes
lo mismo?
—Necesito tiempo para estar segura —protestó, luchando en su interior por no
abrazarlo. Lo que fuera... la intimidad, la falta de ropa, la cercanía de sus cuerpos...
todo parecía unirse para enloquecerla—. ¿Por favor, podríamos sentarnos y aclarar
algunas cosas? —preguntó, desesperada por tener un espacio para respirar y ordenar
sus pensamientos.
El dolor y desilusión en los ojos de Ben la hizo sentir culpable, pero, ¿qué otra cosa
podría haber hecho o dicho? Nunca sostuvo un romance sólo por el sexo, y no quería
aceptarlo, sin importar cuan fuerte fuese la tentación.
El le ofreció una silla.
—Siéntate, Sarah, te traeré tu bebida.
Ella había olvidado por completo el chocolate. Estaba tan aturdida, que se dejó
caer con un suspiro de alivio en la silla.
Ben se tomó su tiempo para prepararse un chocolate también, y después, para
alivio de Sarah, sonrió como ofreciendo una disculpa al sentarse frente a ella.
—No quería apresurarte, Sarah. Siempre olvido tu relación con Julian y sólo
puedo pensar en ti conmigo. Es una grave falta de visión.
Ella agradeció su comprensión, pero no podía dejarlo cargar con toda la culpa.
—Tal vez yo trato de no ver, pero hay otras cosas, Ben —empezó.
—Me doy cuenta. Pero quiero que sepas que no te presionaré más, Sarah —los
ojos azules la miraban con ansiedad—. No quiero hacerte infeliz.
Era verdad, pensó Sarah, conmovida por la consideración que le demostraba. Le
gustaba mucho, le agradaba su apertura, su amabilidad, la forma como la besaba y la
acariciaba. Le gustaba, y era difícil expresar lo que debía decir, pero no podía seguir

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engañándolo.
—Ben, ¿pretendes que vivamos juntos? —dijo con lentitud—. Quiero decir, estarás
mucho tiempo fuera del país...
Presintiendo un problema, él frunció el ceño.
—Siempre me ha gustado viajar, pero... —su expresión se suavizó—. Me gustaría
un lugar permanente, al cual poder regresar. Compraremos una casa, donde te guste
más, no importa. Me gustaría estar contigo, Sarah, pero serás libre de ir y venir
cuando quieras; no será una prisión.
El corazón de Sarah se hundió. En su resentimiento hacia Julian, había hablado sin
pensar la noche anterior... ¿sólo la noche anterior?... pero no era eso lo que esperaba
de un matrimonio. Quería compartir mucho más que una casa. Suspiró y sacudió la
cabeza.
—No es la casa, Ben. Supongo que se trata de un hogar, una familia, y si me caso
contigo, nunca tendremos eso. Es demasiado, aunque podrías darme muchas otras
cosas.
El pareció tan asombrado que Sarah se avergonzó. Lo había dejado llegar
demasiado lejos, y ahora confesaba sus verdaderos deseos.
—Lo siento, no tengo derecho a casarme contigo, si no puedo ser la clase de esposa
que querrías.
La expresión de él cambió, sus ojos brillaron y extendió las manos en una súplica.
—¡Pero te quiero! Te deseo más que a cualquier otra mujer que haya conocido. ¿Y
quién dice que no podemos tener familia? Admito que nunca pensé en hijos.
Supongo que es porque soy estúpido, pero no significa que no lo quiera.
Por un momento, la decisión de Sarah se tambaleó ante la actitud de él, pero no
podía ignorar sus motivos: Ben la deseaba, pero ¿cuánto tiempo duraba el deseo sin
amor?
—Los niños no van con tu estilo de vida —explicó ella con tristeza—. Por eso no
habías pensado en ellos. Los hijos necesitan de un padre que los cuide, no de alguien
que esté del otro lado del mundo.
Por primera vez, él pareció preocupado.
—Creo que no tendría problemas con los niños, Sarah —dijo con lentitud—.
Tendría que salir por negocios de vez en cuando, pero supongo que podría
arreglármelas.
—No —la firme negativa atrajo su atención, y ella tuvo que sonreír para
disculparse—. ¿No entiendes, Ben? Ya te presiono para que cambies, para que hagas
algo que no quieres y seas alguien que no eres. Es precisamente la clase de
matrimonio que quieres evitar, y no te culpo; yo también odio esa clase de presión y
no quiero ejercerla sobre ti. No sería justo.
Se puso en pie, muy cansada de pronto, y algo asqueada por la cantidad de errores
que había cometido.

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—No soy la mujer que te conviene, Ben. Sólo necesitas solucionar un problema
fiscal, no atarte a una mujer y a unos niños que querrán estar contigo. Lamento
mucho haberte hecho perder el tiempo.
—¡Sarah, espera!
Ella ya había llegado a la puerta, y el rechinido de la silla de él sobre el mosaico la
hizo sentir un escalofrío. La mente de Sarah estaba clara y no quería volver a
enredarse.
Por un momento, el cansancio la hizo tambalearse, pero la atracción que
experimentaba por Ben la obligó a mirarlo. Tuvo que alzar la vista porque él ya
estaba a su lado, con una mirada de ternura y ansiedad, acariciándole la mejilla con
suavidad.
—No me hiciste perder el tiempo, Sarah. Disfruté contigo y con tu familia, y me
gustaría pedirte un poco más de tu tiempo.
—Ben, estoy a punto de derrumbarme, ¿qué queda por decir?
—Nada por ahora —reconoció y le dio un beso en la frente—. Vete a la cama.
Quiero pensar en lo que dijiste, porque tal vez yo deseo lo mismo. No me dejes tan
pronto, Sarah, ¿me prometes que no lo harás?
Sus palabras quitaron a Sarah parte del peso que llevaba en el corazón, pero no
podía dejarlo hacerse ilusiones.
—Ben, siempre habrá otras mujeres con las cuales hacer el amor.
—Pero, ¿podré olvidar lo que habría sido contigo? — preguntó, serio.
—Tarde o temprano se convertiría en prisión para ti, no lo olvides.
El parecía un niño que acababa de enfrentarse a la dura vida adulta. Sarah lo besó
en la mejilla, sintiendo una oleada de afecto.
—Buenas noches, Ben —murmuró, y corrió a su dormitorio antes de que él
pensara en algo más.
—Sarah...
El tono en que lo dijo parecía expresar lo que ella misma sentía, lo que había
estado tan cerca de alcanzar, la promesa que nunca se cumpliría.
Sarah se aferró al picaporte de su puerta, buscando apoyo físico, al mismo tiempo
que un recordatorio de que la vida está llena de puertas. Llena de dolor, miró hacia la
oscura silueta recortada contra la luz de la cocina. El brazo que Ben había extendido
hacia ella, cayó poco a poco.
—Buenas noches, Sarah.
Había un timbre definitivo en la frase. Ella no respondió, entró en su habitación y
cerró la puerta.
Al poner la cabeza en la almohada, tenía los ojos llenos de lágrimas. Existía algo
especial entre ella y Ben, cierta afinidad que nunca hubo con Julian a pesar de los
meses que pasaron juntos. Se quedó dormida, pensando en lo que podría haber

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tenido con Ben Haviland, si el destino no hubiera mezclado los propósitos de ambos.

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Capítulo 6
Sarah durmió hasta tarde, pero al despertar, deseó no haber abierto los ojos. No
quería enfrentarse al día que tenía por delante. Pensó en lo felices que estaban sus
padres con Ben, y trató de apartar la dolorosa idea de que tendría que verlo. Mañana
empezaría otra ronda de choques con Frances Chatfield en la tienda, y después...
¿qué había en perspectiva? ¡Un enorme cero bien redondo! Sarah no estaba muy
segura de querer enfrentarse al resto de sus días.
Pero eso era un exceso de derrotismo, se dijo, obligándose a salir de la cama.
¿Quién podía decir lo que traería el futuro? ¿No apareció Ben en su vida como caído
del cielo, poniendo todo de cabeza? Al menos ya no tenía que lidiar con Julian.
Aunque pareciera increíble, no lamentaba en lo más mínimo la pérdida de aquella
relación. Era innegable, y el descubrirlo la hizo fruncir el ceño mientras se vestía.
No podía haber amado a Julian. Claro que en algún momento se creyó enamorada
de él, y se aferró a ello a pesar de las continuas desilusiones, hasta que desapareció el
último rastro de enajenación. Parecían acoplarse tan bien, disfrutaban de las mismas
actividades y les gustaba el modo de vida que habían planeado para el futuro. ¿Por
eso se aferró ella de esa manera?
Tal vez se había equivocado y esas cosas no importaban tanto como la forma en
que dos personas reaccionaban al estar juntas. En apariencia, Ben y ella no tenían
mucho en común, pero ¿por qué se sentía tan bien con él? Tan bien, que no podía
contentarse con la parodia de matrimonio que le proponía.
Si no iban a tener hijos... Sarah sacudió la cabeza al recordar cómo, la noche
anterior, convirtió aquello en una de las condiciones para casarse.
Ella misma se sorprendió al decirlo, porque no conocía a Ben Haviland, y no podía
saber si lo amaba. Ni siquiera si podía amarlo.
Abandonó esos inútiles pensamientos y se cepilló el cabello con movimientos
enérgicos. Se maquilló con cuidado, de forma que hacía juego con el atuendo casual
que llevaba: pantalones oscuros y un holgado suéter con un diseño de rosas y hojas
verdes. Satisfecha, notó que parecía tranquila, aunque por dentro estuviese hecha un
lío.
Encontró a su madre en la cocina, preparando la comida de los domingos.
—Siento haberme levantado tarde, mamá, pero no te preocupes por mi desayuno,
tomaré sólo una taza de café —dijo con la esperanza de evitar una discusión.
Martha Woodley suspiró y sacudió la cabeza.
—No es raro que estés tan flaca.
Sarah sonrió.
—No estoy flaca, mamá, es la moda. ¿En dónde están todos? —añadió tratando de
no mostrar interés.
—Tu padre llevó a Ben a conocer el pueblo. El señor Haviland es una persona muy
agradable, Sarah, casi como de la familia.

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—Sí —aceptó sin dejar de notar la ironía. Si Ben fuera hombre de familia, no sería
tan atractivo. Angela lo conocía mejor que nadie, y no creía que cambiara de
costumbres.
Pero Martha Woodley no quería desviarse del tema, y soltó un torrente de
comentarios acerca de las virtudes de Ben. Para alivio de Sarah, no la incitó a aceptar
la propuesta matrimonial, pero casi lo había hecho.
Sarah no quería desilusionar a su madre sobre la clase de esposo que sería Ben, así
que respondió sin muchos comentarios.
La conversación la deprimía, y casi se alegró cuando volvieron su padre y Ben,
hasta que sus ojos se encontraron con los de él, y empezó la tensión.
Ben aún la deseaba, y ella a él. Su conflicto acerca del matrimonio no logró
disminuir el deseo surgido la noche anterior; por el contrario, creció ahora que les
quedaba tan poco tiempo, si Sarah no se retractaba de su decisión. Y no podía
hacerlo, ya lo había pensado una y otra vez. Debía mostrar firmeza y dejar que Ben se
fuera por su propio camino... o ambos sufrirían.
Sarah no supo cómo logró pasar el siguiente par de horas. Su cuerpo entero
vibraba cada vez que Ben estaba cerca, y si la rozaba, daba un salto.
No podía concentrarse en la conversación y Ben estaba igual de distraído. Por
fortuna, sus padres tenían bastante que decir, y no se fijaron en los errores de ellos.
Sarah comió, pero sin darse cuenta de lo que se llevaba a la boca. Cuando lavaba
los platos, dejó caer uno. Ben se inclinó al mismo tiempo que ella para recogerlo,
haciéndola temblar. Un trozo de la porcelana rota causó una pequeña herida en un
dedo de Sarah, lo cual utilizó como excusa para correr al cuarto de baño, desesperada
por recuperar el autocontrol.
Sus padres siempre iban al club los domingos por la tarde; así que ella y Ben
debían marcharse después del almuerzo. Sarah quería despedirse de Ben lo más
pronto posible, aunque el viaje de regreso, en la intimidad del Ferrari, prometía ser
un tormento. Debía recordar que su relación con él no tenía ningún futuro.
Sarah logró aparentar normalidad durante la despedida. Besó a sus padres y dijo
todo lo que se esperaba de ella. Entonces, Ben la sacó de balance, al tenderle las llaves
del auto.
—Tú conducirás, Sarah.
Ella lo miró, sorprendida. Julian nunca le permitió conducir el Alfa, ¡y Ben la
invitaba a hacerlo con el Ferrari!
—¿No te gustaría? —insistió él, al notar su indecisión—. A la mayoría de la gente
le encantaría, al menos una vez en la vida.
Una vez en la vida... ¡claro! Ben había prometido no presionarla, y sabía tan bien
como ella que esta tarde era la última. Tenía razón, le gustaría conducir un auto así, y
tal vez no tuviera otra oportunidad. Asintió, incapaz de hablar. El la tomó del brazo
para llevarla al asiento del conductor, y esta vez ella no saltó ante el contacto. Por el
contrario, le agradaba, y le hubiera gustado prolongarlo.

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La voz de su madre rompió la intimidad del momento.


—Pero el coche es demasiado caro, Ben, no puedes dejar a Sarah...
—No me digas que piensas que los hombres conducen mejor que las mujeres,
Martha —bromeó Ben—. Es un hecho aceptado que las señoras tienen más cuidado.
Además, yo me dormiría en el volante, después de la maravillosa comida que nos
diste.
—Ben, ¿estás seguro? —preguntó Sarah, ansiosa.
La mirada que le lanzó le provocó un escalofrío.
—Me gustaría que me llevaras a donde tú quieras, Sarah.
Ella no pudo responder. Se daba cuenta de la doble intención de sus palabras, y se
sentó, nerviosa. Ben cerró la portezuela y fue a estrechar la mano de Jack, quien lo
invitó a volver cuando deseara. Parecía sincero y, de algún modo, eso hacía sufrir
aún más a Sarah. No había esperanza de que la visita se repitiera.
Al entrar Ben al auto, Sarah se preguntó si de verdad importaba tener hijos.
Después de todo, si no se casaba tampoco los tendría. Pero casarse con alguien que
no quería ser padre porque interrumpiría su modo de vida... no, se resistía a hacerlo.
Sabía que deseaba a una familia, tarde o temprano, y no sería justo para los niños.
Apenas oía las instrucciones de Ben. El le tomó la mano para explicarle los
cambios de velocidad, y una cálida corriente corrió por las venas de Sarah. Puso en
marcha la máquina y sólo entonces Ben la soltó, no sin antes acariciar su delicada
muñeca. Ella se concentró con tanta intensidad en el volante, que olvidó decir adiós
con la mano a sus padres.
Conducir un Ferrari era una experiencia emocionante, y le ayudaba a apartar su
atención de Ben. Ya era bastante malo sentir encima su mirada, pero habría sido peor
sentarse en el asiento de pasajero y mirarlo. No apartaba la vista de la carretera y
pasaron diez minutos antes de que Ben rompiera el silencio entre los dos.
—Relájate, Sarah —dijo con suavidad—. El auto no va a respingar si dejas de
apretar el volante.
Sólo entonces Sarah notó la fuerza con que lo sujetaba, pero era incapaz de
relajarse del todo.
—Es que... tengo que acostumbrarme —se disculpó.
—Me gusta tu suéter —comentó él de pronto.
—Es un Penny Walker —dijo ella, desesperada por decir algo, cualquier cosa que
volviera más normal la atmósfera en el auto.
—¿Es una marca especial?
Sarah se aferró al comentario como a una tabla de salvación.
—Todavía no, pero lo será. Penny Walker es una joven y brillante diseñadora. Yo
estaba a punto de convencer a los directores de la tienda de contratarla, cuando
Julian entró en escena el viernes —el recuerdo de su derrota la hizo hablar con
disgusto—. Nuestra mutua amiga, Frances Chatfield, enredó todo mientras yo estaba

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fuera de la sala de conferencias. Esa mujer es tan estrecha de mente, que no puede
aceptar que otra persona tenga un punto de vista diferente. Para ella, la moda es
elegancia congelada, de preferencia en colores oscuros. Cosas seguras —añadió.
—Como un trabajo estable —dijo Ben, comprensivo.
—Exacto. En su mente no hay lugar para nuevas ideas, sobre todo para las no
tradicionales. Está muy equivocada acerca de los diseños de Penny Walker ¡Está
ciega! El mercado juvenil pide a gritos ropa cómoda y de colores brillantes. En mi
opinión, Penny Walker se robará el mercado en cuanto aparezca a la venta. Es
innovadora y genial.
—Parece mi tipo —dijo Ben.
—El mío también —aceptó ella.
Y las palabras permanecieron como un eco en su mente, recordándole la afinidad
que siempre establecía con Ben cuando hablaban... o incluso cuando guardaban
silencio. La sensación de cercanía y comprensión era fuerte en la intimidad del auto.
No podía perderlo, pensó, desesperada. No podía dejar que se casara con otra
persona, debía retenerlo. Pero, ¿cómo, si Ben odiaba las ataduras?
—¿Te gustan los perros, Sarah?
La pregunta tardó algún tiempo en entrar en su mente, debido a su tumulto
emocional.
—Teníamos un perro maravilloso cuando niños. Se llamaba Honey y era una
labrador. Hasta mamá la adoraba, aunque Honey solía escarbar en su huerta —de
pronto, recordó al perro que Frances Chatfield había envenenado—. ¿El tuyo era
labrador?
—No, Tramp era collie.
—Debe haber sido horrible perderlo así. Nosotros nos pusimos muy tristes cuando
murió Honey, pero al menos vivió una vida plena y feliz.
—Sí, una vida plena —murmuró Ben.
Y ahí estaba la cuestión, pensó Sarah, ¿cómo podría ella vivir una vida plena, si
Ben?...
—Sarah...
La mano de él se posó sobre su muslo, y ella no pudo evitar su reacción y movió el
volante, haciendo que el Ferrari saliera de la carretera en dirección a dos árboles.
¡Iban a estrellarse! Al instante, pisó el freno, pero era demasiado tarde... los árboles se
acercaban cada vez más aprisa.
Aterrada, descubrió que podían morir, y el instinto de supervivencia la hizo
recuperar el control. Vio un estrecho paso entre los árboles y enfiló en esa dirección,
sin poder evitar chocar con la parte trasera del coche contra el tronco. El auto dio un
giro, se estrelló con algo más y Sarah se golpeó, hundiéndose en la inconsciencia.
La voz de Ben le llegó en medio de la oscuridad y el dolor, recordándole que había
algo malo y temible, lo cual trató de recordar.

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—¡Sarah! ¡Oh, Dios! ¡Por favor, Sarah, despierta!


Abrió los ojos, ante la necesidad de ver, de saber. Frente a ella estaba el rostro de
Ben.
—¿Qué pasa? —su voz era extraña.
Ben suspiró y murmuró algo con vehemencia, palabras ininteligibles para ella. El
tocó algo en su sien izquierda, causándole dolor, y Sarah levantó la mano para
detenerlo.
—Está bien, Sarah, sólo un golpecito, pero sangra mucho. ¿Puedes mover las
piernas? —preguntó con ansiedad.
Piernas, repitió ella mentalmente, hasta entender. Entonces movió los pies.
—¡Buena chica!
Noto el alivio en la voz de Ben, sin entenderlo, ¿por que se preocupaba por sus
piernas? Lo que le dolía era la cabeza. Debía haberse golpeado con algo. Entonces,
recordó, ¡había estrellado el Ferrari de Ben!
Abrió mucho los ojos, enfocando el parabrisas roto. Volvió la cabeza y descubrió a
Ben acuclillado a su lado, y la portezuela abierta.
—¿Está muy mal? —gimió, tratando de salir.
—No te preocupes —advirtió Ben —. Creo que es mejor que te quedes sentada.
—¡No, déjame salir! ¡Estoy bien! —insistió, desesperada por ver el daño.
Salió del auto, a pesar de las protestas de Ben, y descubrió que no se sentía tan
bien. Estaba mareada, y sólo el apoyo de Ben la sostuvo de pie.
El la tomó en brazos, y ella se reclinó contra él hasta que el mundo dejó de girar.
—Es sólo un auto, Sarah ¡Por amor de Dios! Déjame verte.
—Estoy bien —mintió, y puso la cabeza contra su hombro, sintiendo que el calor
del cuerpo de Ben entraba en el suyo.
Con lentitud, volvió el rostro para mirar el auto, y su mirada se detuvo ahí,
incrédula y horrorizada.
El coche parecía un plátano, y la brillante pintura estaba estropeada. No existía ni
la más remota posibilidad de conducir esta ruina. ¡Había destrozado un Ferrari!
—¡Dios mío! —gimió.
—No te preocupes, está asegurado y no será problema conseguir otro auto —
insistió Ben.
Ella lo miró a los ojos, convirtiendo su culpabilidad en enojo.
—¡No debiste haberme tocado así!
—Lo sé, no me detuve a pensar en lo que hacía —admitió él con gravedad.
—Fue irresponsable y... y...
—Es mi culpa.

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—Me alteró tanto...


—Lo sé, a mí también. Pero no podía estar más tiempo sin tocarte.
—Oh, Ben...
Fue un grito de protesta contra su propia necesidad de él, y se dejó llevar sin
resistencia. El la abrazó, envolviéndola en una cálida sensación de seguridad.
Sarah apenas notó que el tiempo pasaba, que había gente acercándose y voces que
hacían preguntas. Ben habló, y ella pensó que debía decir algo, pero estaba mareada,
y era más fácil dejarlo encargarse de todo.
Lo siguiente que supo fue que alguien la envolvía en una manta, y que estaba
acostada. Gritó, asustada, y una mano le acarició la mejilla.
—Está bien —aseguró Ben—. Estamos en una ambulancia y vamos al hospital de
Penrith. Te diste un fuerte golpe en la cabeza, Sarah.
—¿Volví a desmayarme? —preguntó, ansiosa.
El asintió.
—Tal vez por el golpe y la impresión —le estrechó la mano—. No te preocupes, yo
te cuidaré.
Los ojos de Sarah se llenaron de lágrimas.
—Lamento lo del auto, Ben. No debiste haberme permitido conducir.
—¡Tonterías! Eres muy buena conductora —sonrió—. Pasaste el coche entre los
árboles como si ensartaras una aguja. Estoy orgulloso de ti.
Ella sonrió.
—Así está mejor, me gustas cuando sonríes —dijo él.
—Ben, ¿te quedarás conmigo en el hospital?
—Tendrían que poner rejas para alejarme de ti.
—Gracias —susurró con alivio.
La idea de quedarse sola en un enorme hospital la asustaba. Sobre todo si había
algo grave en el golpe.
Ben cumplió su palabra, y se negó a aceptar la sugerencia de dejarla sola. Se quedó
a su lado, aun mientras el doctor la examinaba y cuando le tomaba las radiografías.
Fue un alivio que la declararan en perfecto estado, aparte de la contusión y una
pequeña cortada en la sien. De cualquier modo, debía quedarse un par de días en el
hospital, y Ben no iba a permitirle desobedecer la indicación.
—Pero tengo que trabajar mañana—protestó Sarah.
—Tu salud es más importante —insistió él—. Mañana estarás demasiado débil.
Haré que Angela llame a la tienda para explicar tu ausencia. Ella sabe cómo arreglar
esas cosas.
Y otras también, pensó Sarah, como conseguir una candidata para un matrimonio
que dejara a Ben en libertad de vivir a su manera. El le tomó la mano, como había

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hecho constantemente, reconfortándola y dándole apoyo. Sarah miró los fuertes


dedos que rodeaban los suyos, deseando en secreto que no se separaran jamás. Era
tan agradable dejarse cuidar por Ben.
—Lamento haberte dado tantos problemas —suspiró. Ahora estaban juntos, pero
mañana volvería lo inevitable.
—Sarah...
Ella lo miró, con la esperanza de que él no descubriera la inquietud que sentía al
pensar en el futuro sin Ben.
—¿Cuántos hijos deseas tener, Sarah? Quiero decir, bueno, si tenemos familia,
debemos saber cuántos.
El corazón de Sarah dejó de latir.
—¿Quieres tener hijos? —logró decir.
La boca de él esbozó una alegre sonrisita.
—No se me había ocurrido, hasta que lo mencionaste ayer, y supongo que tienes
razón. Es como lo que dijiste en el auto antes del choque, acerca de tu perra, quien
vivió una vida plena. De pronto me di cuenta de que he estado dando vueltas en la
vida, sin comprometerme con nada. Cuando vi el árbol tan cerca de mi cara, pensé
que era el fin, y que había hecho muy poco en toda mi existencia.
La esperanza que nació en la mente de Sarah, quedó cubierta por la duda.
—Pero tener hijos sólo para dejar algo, como una extensión de ti mismo...
—¡Demonios, Sarah, mi vanidad no es tan grande! No, quiero hacer bien las cosas,
y ser un buen padre para ellos, como el tuyo. Me habló de eso esta mañana.
—¿Te quedarías en casa, sin viajar? —aún no podía creer lo que oía.
El sonrió.
—Podemos tener un verdadero hogar, Sarah, con un jardín enorme y un par de
perros para los niños. Si los tenemos desde cachorros, un labrador y un collie podrían
llevarse bien.
Hablaba con tanto entusiasmo, que no había duda de su sinceridad. Anhelaba lo
que decía, pero era a causa del accidente. Estar cerca de la muerte siempre provoca
que la gente intente cambiar su vida. Pero cuando trata de hacerlo, los viejos hábitos
se niegan a desaparecer.
—Y podrías tener tu tienda, porque yo estaría en casa con los niños —concluyó
Ben, con aire de tener todo arreglado a satisfacción.
Sarah no creía que seguiría tan satisfecho después de un tiempo.
—¿Qué harías tú, Ben?
—Cuando inventas cosas, no importa en dónde estés. Me gustan las
computadoras, así que puedo tener un par para jugar con ellas. Nunca me aburro —
sonrió de nuevo—. Y aquí viene lo mejor...

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—¿Qué?
—Me casaré contigo.
Y eso era el fondo de todo, recordó Sarah. El necesitaba casarse y la deseaba.
La sonrisa de Ben se desvaneció ante la falta de respuesta, y habló con tono de
preocupación.
—¿Hay otras condiciones, Sarah?
Ella sacudió la cabeza y sus ojos se llenaron de ternura al mirar al hombre que
quería darle todo lo que deseara.
—Me encantaría vivir así contigo. Pero no puedo dejar de pensar que lamentarás
haber adquirido un compromiso tan grande. No lo deseabas antes de este fin de
semana, y...
—Porque necesitaba que me iluminaras —dijo confiado.
Era demasiado para Sarah. Quería entregarse, creer que podía ser realidad. Pero
estaba recelosa.
—Esperemos algunos días, Ben, tal vez lo pienses mejor. Con el accidente y lo
demás, es demasiada presión.
—Si eso quieres —aceptó él—. Pero no voy a cambiar de idea, y hablando de
presiones... —algo cálido brilló en sus ojos—. Sarah, sé que no es el mejor lugar, pero
llevo todo el día queriendo besarte.
—Yo también —suspiró ella.
Y pasó algún tiempo antes de que pudiera tomar aire de nuevo.
Cuando al fin la enfermera lo obligó a salir de la habitación, Sarah estaba más
confundida que nunca.
Ni ella ni Ben hablaron de amor, pero el modo en que la hacía sentir... después de
todo, ya no estaba muy segura de lo que era el amor. Su mente sabía que casarse con
él era un riesgo enorme, pero su corazón quería aceptar ese desafío... si Ben no
cambiaba de idea.
Tal vez mañana él lo pensara mejor. Cuando se diera cuenta de las restricciones a
las que se vería sujeto... ¿escaparía? Sarah estaba preocupada, más de lo que quería
admitir, pero no podía sino esperar a ver qué pasaba. Y confiar.

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Capítulo 7
—¿Sarah?
Al oír la voz de Ben, una oleada de alivio la invadió. Sujetó con fuerza el auricular,
como si así pudiera tenerlo más cerca.
La mañana en el hospital parecía no acabar nunca, y, desde las seis de la mañana,
Sarah esperaba algún contacto con Ben, una confirmación de que aún era feliz con su
propuesta.
—Sí, soy yo —suspiró con alegría—. Y el doctor dice que estoy bien, sólo un poco
alterada. ¿Cómo estás tú?
—Aliviado de saber que estás bien. ¿Ha ido un policía a preguntarte acerca del
accidente, Sarah?
—No.
—¡Qué bien! Si llega, dile que no recuerdas. Es bastante normal cuando tienes una
contusión. Te libraré de cualquier cargo, Sarah. Pienso decir que fue una falla del
auto.
—Pero... es mentira.
—Mmm. No sería muy justo hacerte pasar por un juicio, si sólo se dañó ese coche,
y fuiste la única herida. Por favor, di que no te acuerdas y déjame el resto. De
cualquier modo, fue culpa mía, y no quiero que pienses más en ello.
¿De verdad creía que era su culpa? Ante la ley, podía no serlo, y Sarah se
estremeció ante la idea de un juicio.
—Está bien, Ben, lo haré como dices —contestó con rapidez.
—Eso me quita un peso de encima. Ahora, Sarah —su tono cambió de repente—,
tengo que entrevistarme con varias personas, así que no sé cuándo estaré contigo, tal
vez no sea antes de la noche. ¿Necesitas algo?
—Ropa limpia. Si le pides a Angela que...
—¡Perfecto! No hay problema, ¿algo más?
—No, creo que no.
—¿Cómo está tu cabeza?, ¿te duele todavía?
—No, me dan pastillas todo el tiempo.
—¡Bien! Tómalas. Debo volar, Sarah, adiós.
La breve conversación la desilusionó. Ben no vendría antes de la noche, y ni
siquiera le dijo por qué. Su sentido común tardó un tiempo en recordarle que, por
supuesto, Ben estaría ocupado. Tenía que ver lo del auto y el seguro, y... otras cosas.
No era necesario atormentarse con dudas sólo porque, por teléfono, su voz pareciera
brusca. Algunas personas no se sentían a gusto hablando por teléfono.
Sin embargo, se sintió mejor cuando, una hora más tarde, entró una enfermera con
una canasta de flores. "Especial de Penny Walker", había escrito Ben en la tarjeta y

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Sarah rió de placer al notar el vibrante color del arreglo. Decidida, desechó toda idea
acerca de la dureza de Ben. Había algo especial entre los dos, como dijo él, y las flores
eran un recordatorio de lo compatibles qué eran.
Para alivio de Sarah no llegó ningún policía, pero el día fue largo, sin nada que
hacer excepto pensar y dar vueltas una y otra vez al hecho de que ella y Ben se
conocían hacía muy poco tiempo. Lo quería a su lado y la hora de visita parecía no
llegar nunca.
A las siete, fue Angela y no Ben quien entró en la habitación, y Sarah se avergonzó
ante la mirada inquisitiva de su amiga.
—Tu ropa —dijo Angela sin preámbulos, poniendo una bolsa de plástico al lado
de la cama.
—Gracias, Angela. Pensé que Ben...
—Salió a hacer algo. No sé en qué anda metido, y si se lo preguntara no me lo
diría —fue el comentario de Angela, y se sentó en la silla, frunciendo el ceño—. Te
veo bien. Todo el día me he preguntado si el golpe te habría alterado la mente, ¿crees
que puedes pensar, Sarah?
Sarah rió.
—Supongo que te pareció una locura el invitar a Ben a casa de mis padres después
de lo que dije el viernes por la noche, y luego chocar su Ferrari.
—Entiendo la primera parte, porque Julian fue ayer al apartamento, y me contó lo
que había pasado en la tienda.
—¿Julian fue al apartamento? —Sarah se sorprendió. No hubiera creído que él se
interesara tanto por ella como para buscar otro encuentro. ¿Le importaba, o era su
"ego", demasiado ofendido para dejarlo pasar? Se sintió culpable, pero lo olvidó
pronto. Julian había recibido su merecido en la tienda.
—Lo que no entiendo —continuó Angela— es por qué Ben sigue convencido de
que te casarás con él.
Convencido. Sarah no pudo evitar la sonrisa que con timidez afloró en sus labios.
—¿Vas a casarte con él? —inquirió Angela, incrédula.
—Lo estoy pensando. Pero no sería la clase de matrimonio que Ben te contó antes,
Angela —explicó Sarah.
Angela la miró sin habla, y sacudió la cabeza como si no tuviera sentido lo que
decía.
—Dice que quiere tener familia —continuó Sarah—. Un matrimonio real, no un
arreglo financiero. Sé que es muy repentino, y le dije que necesitamos tiempo para
estar seguros, pero...
—Nunca lo hará, y estás loca si le crees, Sarah —dijo Angela, decidida—. Ya una
vez trató de casarse de verdad, y escapó en el último minuto.
—Ben me lo contó, y tenía una buena razón —señaló con igual decisión—. Esto es
diferente, nosotros... nos entendemos —terminó, avergonzada, sin poder confesar sus

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verdaderos sentimientos hacia Ben.


—Sarah, no creo que entiendas nada a mi hermano —expresó Angela con
cinismo—. Sólo porque estaba ahí para ayudarte en la pelea con Julian, no significa
que te apoyará el resto de tu vida. No puedes confiar en que actúe como cualquier
ser humano normal. ¡Mira lo que me hizo este fin de semana! —abrió las manos,
exasperada—. Se fue contigo, sin molestarse en avisarme qué hacía o a dónde estaba.
¡Típico! Viene y se va a donde se le antoja. Tuve que posponer la cita con la mujer
que le conseguí, e inventar algo, por si Ben cambiaba otra vez de idea.
—¿Qué quieres decir con eso?
Angela suspiró.
—Bueno, antes de irse el sábado por la mañana, me dijo que no quería a nadie más
que a ti, pero, después de lo que dijiste el viernes, pensé que era mejor dejarlo
pendiente.
—Bueno, no es culpa de Ben que decidieras poner en duda su decisión.
Angela la miró de manera especulativa, y una oleada de calor subió a las mejillas
de Sarah.
—Ya te dije que no es por el dinero —le reafirmó a Angela.
—¿Qué ha pasado desde la última vez que los vi? —inquirió la hermana de Ben.
Sarah dudó un instante, preguntándose si era posible explicar los sutiles y
extraños cambios emocionales que habían surgido en los últimos días. Pero debía
intentarlo o Angela nunca estaría de acuerdo con la situación. Tomó aliento y se
dispuso a confiarse a su amiga.
Para cuando terminó de hablar, Angela estaba casi muda.
—Bueno, lo único que puedo decir, si te has enamorado de Ben, es que Dios te
ayude —comentó al fin —. Te romperá el corazón si te casas con él.
—No dije que me haya enamorado, dije...
—Es un caso típico. Y yo metí la pata con Julian.
—¿Por qué?
Angela suspiró y se encogió de hombros, como si llevara en sus espaldas el peso
del mundo.
—Parecía tan trastornado por perderte y, cuando admitió que se había portado
mal, pensé que tal vez se daba cuenta y estaba dispuesto a cambiar su actitud hacia ti
—levantó las manos, y luego las dejó caer en un gesto de desesperanza—. Le
expliqué que Ben era mi hermano, que lo habías conocido el viernes por la noche y
que no existe nada serio entre ustedes.
Sarah hizo un gesto.
—¡Entonces, Julian volverá a perseguirme!
—Y no creerá que estás comprometida con Ben. Me temo que eso le hice pensar.
Julian quiso saber por qué Ben había aceptado, cuando dijiste que te casarías con él,

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así que le comenté...


—¡Se lo dijiste! —gritó Sarah, horrorizada—. ¡Sabías que Julian trabaja para el
departamento de impuestos!
Angela frunció el ceño.
—No es ilegal tener una esposa deducible de impuestos.
—¡Oh, Dios! —gimió Sarah —. Será típico de Julian perseguir a Ben y tratar de
hacerle algo, si yo le digo que no quiero una reconciliación. Lo he oído presumir de
cómo sus investigaciones pueden atormentar a la gente por años. Si le hace eso a Ben
por mi culpa...
Estaba desesperada. Ben ya le había dicho cuánto odiaba las presiones y las
ataduras. Era bastante con obligarlo a tener hijos, pero presionarlo con
investigaciones fiscales... no era justo.
—No puedo hacerlo —se lamentó.
—¿Qué? —preguntó Angela, obviamente perturbada por haber hablado de más
con Julian.
—No puedo casarme con tu hermano, le causaría demasiados problemas.
Angela pareció inquietarse aún más.
—Parece que fui yo la que causó el problema —murmuró.
—No te preocupes, Angela, tal vez tengas razón acerca del fracaso de nuestro
matrimonio. Tal vez Ben actúa por impulso y yo... supongo que son sueños.
Angela frunció el ceño.
—No sé, Sarah, quizá eres la clase de mujer con la que Ben sería feliz. Anoche
parecía contento, y pensé que era porque te había convencido de casarte, pero podría
ser algo más —se encogió de hombros—. Me porté como juez, y...
El timbre del teléfono las sobresaltó. El corazón de Sarah latía con ansiedad al
levantar el auricular. Tenía que ser Ben, pero ¿por qué telefoneaba? ¡Debía haber
venido!
—¿Sarah?
Percibió una nota de ansiedad en la voz de Ben.
—Sí, Ben —contestó Sarah con rapidez.
—¿Te llevó Angela lo que querías?
—Sí. Está aquí.
—¡Ah, bien! No hay nada peor que estar en el hospital sin visitas. No podré verte
esta noche, Sarah, pero iré mañana para explicártelo.
—Está bien —dijo, pero no era cierto. Por el contrario, estaba desilusionada—.
Gracias por las flores, Ben.
—Me ayudó un experto. ¿Te sientes mejor, Sarah?

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—Sí —trató de poner ligereza en su voz—. Me siento como una embustera,


ocupando esta cama.
—Haz lo que te digan los doctores, ellos lo saben mejor. Seguro te veré mañana,
¿está bien?
—Sí, claro. Buenas noches, Ben.
Hubo una pausa, y un suspiro.
—Buenas noches, Sarah.
Sarah colgó; preguntándose si él recordaba el modo en que se habían besado la
noche anterior, y si sentía el mismo deseo que ella. Pero no vendría esa noche,
recordó, y estaban lejos una del otro.
—¿No viene a visitarte? —preguntó Angela.
—Vendrá mañana —respondió Sarah, sin poder ocultar su desilusión.
—Te dije que no se puede contar con Ben, es impredecible, y sólo piensa en lo que
quiere hacer. Estarás mejor sin casarte con él.
Sarah notó el timbre de justificación de Angela, y no podía ignorar que ella
conocía a su hermano de toda la vida.
—Creo que tienes razón —murmuró.
Hubo un incómodo silencio, hasta que Sarah sintió que no soportaba más la
presencia de su amiga.
—Angela, si no te molesta... estoy cansada.
—Me voy —se puso en pie, pero dudó—. Lamento haber abierto la boca. Desde
ahora, me mantendré lejos de tus asuntos, lo prometo.
Sarah forzó una sonrisa.
—Sé que querías ayudar. Gracias por traer mis cosas.
La sonrisa de Angela era más bien un gesto de autodesprecio.
—La buena samaritana que necesita que le corten la lengua. Con mi experiencia de
reportera policíaca debería tener más cuidado.
—Hiciste lo que creías mejor —dijo Sarah, disculpándola.
—Eso dicen de la buena gente asesinada —murmuró Angela camino a la puerta.
Pero había hecho algo bueno, reconoció Sarah, al pensar en los sucesos de los
últimos días. Angela la obligó a mirar la situación desde una perspectiva más
objetiva y, mientras más analizaba su situación, más irreal le parecía.
Habían ocurrido demasiadas cosas en muy poco tiempo, y no estaba segura de
nada. Ben no vino a verla, y tampoco había explicación para su ausencia. Angela
debía tener razón. El era caprichoso, actuaba por impulso, sin continuidad ni
propósito, y Sarah pretendía apoyarse en él. ¿No había aprendido, después de lo de
Julian, que sólo debía confiar en sí misma?
En cuanto a Julian, bueno, al menos ese problema estaba resuelto. Ni lo amaba ni

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lo deseaba. Pero se convertiría en una molestia si Julian descubría que Sarah se


casaba con Ben para ayudarlo a pagar menos impuestos. Si Julian seguía
persiguiéndolo, ella tendría que dejar bien claro el asunto del matrimonio. El
problema radicaba en que no sabía qué iba a dejar en claro. Nunca la había atraído
tanto un hombre, y no era sólo lo físico, sino todo en Ben: su manera de hablarle y
escucharla, su amabilidad y consideración por sus sentimientos, su respeto por sus
ideas y deseos. Pero tal vez se comportaba así porque no necesitaría hacerlo por
mucho tiempo. Un fin de semana no era suficiente prueba.
Si de verdad era tan poco confiable como decía Angela, pronto lo dejaría ver.
Después de todo, Sarah no tenía que casarse con él; el problema de impuestos no era
suyo. La decisión de quedarse con ella, en lugar de buscar una solución más rápida,
era de él, y Sarah no trataría de retenerlo si quería retractarse del proyecto de
matrimonio y vida familiar. De hecho, no estaba segura de que no hubiera empezado
ya a arrepentirse. Ambos necesitaban tiempo para estar seguros de que no cometían
un error terrible.
Mientras tanto, ella debía retomar su vida, empezando por el trabajo. Mañana
volvería a la tienda, porque no estaba enferma, y Frances Chatfield la metería en
problemas si faltaba más tiempo. Después de la escena del sábado, no dudaba de que
la mujer haría lo que pudiera para minar su autoridad en la sección de ropa para
jóvenes.
Sarah durmió bien aquella noche, pero a la mañana siguiente descubrió que tenía
problemas. La enfermera diurna dijo que no podía marcharse sino hasta que el
doctor firmara la autorización.
—Pero no pueden tenerme prisionera aquí —protestó Sarah.
—Si se va sin permiso, la policía la traerá de regreso—declaró la enfermera, tan
inconmovible como una pared de ladrillo.
—Pero no estoy enferma, el doctor me lo dijo esta mañana. ¿Por qué no firmó la
autorización? —preguntó Sarah, frustrada.
—Teme una hemorragia cerebral —contestó la mujer.
—¿Es un riesgo real? —preguntó Sarah, insegura.
La enfermera se encogió de hombros.
—Poco probable. Pero ningún doctor u hospital quiere que lo demanden por
descuido.
Irritada, Sarah decidió que les importaban más sus propios intereses que los de
ella. Ni siquiera le dolía la cabeza y era ridículo quedarse ahí, si se sentía bien.
—¿No puedo firmar una declaración, dejando libre a todos de responsabilidades?
—preguntó.
La enfermera mostró su desaprobación.
—Puede hacerlo si quiere, pero le recomiendo que no.
Sin embargo, la necesidad de actuar era demasiado fuerte para que Sarah tomara

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en cuenta consejos. Quería moverse, y lo hizo. De todos modos, para cuando terminó
con las formalidades, ya eran más de las nueve. Llegaría tarde al trabajo, pero era
mejor eso que dejar a Frances Chatfield envenenar el ambiente un día más.
Por fortuna tenía dinero para pagar el taxi a la ciudad. Le costaría bastante, pero
no tenía tiempo para esperar el tren de Penrith, ni para aguardar por Ben. No había
venido anoche y bien podía buscarla, si quería.
Mientras esperaba el taxi, la llamaron por teléfono de la recepción. El corazón le
dio un vuelco, pero no era Ben, sino Julian.
—¿Cómo estás, Sarah? —preguntó con tono de preocupación.
—Bien, gracias, Julian —respondió con diplomacia.
—Fui a verte anoche, pero no había nadie en el apartamento y no supe del
accidente hasta esta mañana. Debemos hablar, Sarah, esto no puede continuar así.
Al instante, Sarah se rebeló ante el tono dictatorial.
—Julian, me disponía a marcharme del hospital, y espero un taxi para ir al trabajo;
el auto pronto llegará. Lo siento, pero hablar no cambiará mis sentimientos. Gracias
por llamar, pero...
—Te veré esta noche —dijo él con decisión.
Sarah suspiró, frustrada.
—Julian, por favor no lo hagas. Se acabó.
—Estuve hablando con Angela, y sé todo lo de su hermano.
Sarah notó el tono de resentimiento y trató de remediar la situación.
—Lo que te haya dicho, no tiene nada que ver con nosotros. Por favor, olvídalo.
—Supongo que se rieron bastante a mis costillas.
—No, y lamento que lo veas así. Sólo quería...
—¡Taxi para la señorita Woodley!
Sarah hizo un ademán al taxista que asomaba la cabeza por la puerta de la
recepción.
—Lo siento, Julian, debo irme. Mi taxi llegó, y llegaré tarde al trabajo.
—¡Está bien! Pon tu trabajo antes de...
Ella colgó. Sabía que era grosera y esperaba que él no la perdonara. No tenía caso
dar vueltas a los mismos temas.
Se apresuró en dirección al taxi y descubrió con sorpresa que no estaba tan sana
como creía. Las rodillas le temblaban como si fueran de gelatina y el corazón latía
con fuerza al menor movimiento. Decidió que era por pasar tanto tiempo en cama, y
pensó con alivio en el taxi, donde podría relajarse y descansar.
A pesar de sus buenas intenciones, no se tranquilizó durante el viaje. Le
molestaba no tener el contrato con Penny Walker, y quería hacer algo al respecto.
Bajó del auto con resolución, pero en cuanto entró en la tienda, supo que algo andaba

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mal.
Era amiga de la mayoría de los empleados, pero hoy parecían incómodos al
responder a sus saludos. ¿Era por lo tarde que llegaba, o la escena del sábado y su
ausencia de ayer generaban rumores? La política de la tienda era muy extraña a
veces.
No se quedó mucho tiempo con la duda. En cuanto llegó a la sección de ropa para
jóvenes, todo quedó tan claro que no pudo sino mirar con asombro. ¡Habían
cambiado todo! El decorado del departamento era tan diferente, que ya no tenía el
menor impacto visual.
Por un momento, pensó que iba a desmayarse. Desesperada, asumió que era la
impresión de ver su trabajo perdido, además del daño sufrido en el accidente. Pero
no podía mostrarse débil ahora. Sus ayudantes ya la habían visto, y la miraban, en
espera de su reacción.
Sarah se dirigió a Ashley Thompson, que compartía su entusiasmo por la moda
innovadora.
—¿Quién organizó este cataclismo, Ashley?
—La señora Chatfield.
No podría haber sido otra, pero estaba bien confirmarlo.
—Lo siento, Sarah, pero no pudimos hacer nada —explicó Ashley.
—No es su culpa —asintió, tendiéndole su bolsa de mano y la pequeña maleta con
su ropa—. ¿Puedes cuidarme esto? Voy a dar la batalla
—Ten cuidado, Sarah, está a punto de atraparte.
Ella logró sonreír.
—Bueno, ¡no voy a escapar! Levantaré esto, así que deséame suerte, Ashley.
La chica sonrió también aliviada.
—Puedes pedirnos ayuda, si crees que sirva de algo.
—Gracias —dijo Sarah, agradecida—, pero es cosa de ejecutivos, y pienso dejarlo
en ese nivel. Es mejor para ti y las otras quedar limpias. El empleo es el empleo,
Ashley.
—¿Y tú?
—No quiero trabajar bajo el pulgar de Frances Chatfield —declaró Sarah, lista
para salir al combate—, y no lo haré —añadió.
Sentía la misma rabia que Julian le había inspirado el viernes anterior. Tampoco
quería vivir bajo el pulgar de él, y si debía romper todo trato con la tienda, lo haría, y
al infierno con las consecuencias.
Había sido diplomática durante años, luchando por construir su departamento, y
no iba a retroceder, para dejar que Frances Chatfield lo destruyera en un solo día.

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Capítulo 8
Sarah llegó al departamento de ropa para damas, buscando con la mirada a
Frances Chatfield, y la visión de Julian conversando de manera amigable con su
enemiga fue el segundo golpe que recibió. Su estómago se contrajo y la cabeza le dio
vueltas, pero, sin importar lo que el doble encuentro significara, no podía evitarlo ni
quería hacerlo.
El orgullo la hizo levantar la barbilla de modo agresivo, y marchó hacia ellos sin
mostrar su inquietud, mientras por dentro la sangre le golpeaba los oídos como un
tambor de guerra.
De alguna manera, la pareja la sintió llegar antes de que estuviera a su lado, y los
dos volvieron la cabeza al mismo tiempo, con satisfacción mutua en los rostros.
Había un brillo triunfal en los ojos de Frances Chatfield.
Julian avanzó un paso, tendiéndole la mano a Sarah.
—La señora Chatfield estaba hablándome de la reorganización. El resultado final...
—No es cosa tuya, Julian —cortó Sarah—. ¡Es mía! —puso su atención en la
mujer—. Buenos días, Frances —era la primera vez que la llamaba por su nombre, y
lo hizo de propósito, para negar su superioridad.
Los ojos de Frances Chatfield se volvieron aún más duros, y sus labios se curvaron
en una sonrisa de desdén.
—Llega muy tarde, Sarah, ¿qué excusa tiene?
La condescendencia en su tono no ocultaba el verdadero sentido de las palabras.
Sarah controló su hostilidad y respondió con calma.
—Si necesitara excusa, Frances, se la daría directamente a Howard Bowman, no a
usted.
La sonrisa de Frances tomó un aire de superioridad.
—Por el contrario, debe reportarse conmigo, querida. Le prometí a Howard
erradicar este desorden, y me ha dado la responsabilidad de solucionar todo lo que
atañe a los intereses de la compañía en este piso.
Sarah no mostró su trastorno ni por un segundo.
—No lo creo —dijo.
—Entonces, la espera una fuerte impresión. Después de la reunión del viernes, y
de lo que pasó el sábado por la mañana, se decidió que usted resultaba...
inconveniente —pronunció la palabra con lentitud, y no continuó sino hasta después
de una pausa—. Su falta de ayer confirmó esa opinión. El departamento de ropa
juvenil ha vuelto a ser responsabilidad mía.
—Y usted se encargó de cambiar mi decoración —soltó Sarah, casi incapaz de
contener la rabia.
—Claro.
La furia explotó.

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—¡Es una estúpida, Frances! Es mi departamento mientras Howard Bowman no


diga lo contrario, y si lo que usted dice es verdad, será mejor que lo haga venir. Y no
toleraré su interferencia, así que no intente volver a interferir en mis asuntos.
Antes de que Frances pudiera abrir la boca, Sarah se marchó. Una mano tocó su
hombro, pero ella se la sacudió. Era Julian.
—Es otra mala decisión, Sarah. ¿No te das cuenta de lo que haces? Te has
equivocado en todo desde el viernes pasado —añadió resentido—. ¡Si quisieras
escucharme!
—Ya te escuché bastante —soltó ella, impaciente por la intervención egoísta de
Julian.
—¡Maldita sea, Sarah! ¿No lo ves? Quieres perder incluso este trabajo que tanto te
importa. No lo hagas, deja que Frances se encargue.
—No te pedí tu opinión, ni la quiero —respondió.
Se alejó, pero él volvió a detenerla.
—Quiero que regresemos, Sarah. Sé todo acerca de Ben Haviland, y ya no puedes
usarlo como pretexto...
—¡No sabes nada, Julian! Ahora, quítame las manos de encima, porque tengo
cosas más importantes que hacer.
—¿Terminamos? Acabaré con Haviland si te vas con él, te lo prometo. Lo
destruiré, aunque sea lo último que haga. No escapará de mí con tanta facilidad
como huyó de Frances.
Sarah hizo una pausa y se volvió para mirarlo.
—No te metas con Ben, Julian. Es bastante mayor que tú, en todos sentidos —pero
muy pronto deseó haberse mordido la lengua.
Los ojos de Julian se entrecerraron.
—¿Lo aceptarás sólo por su dinero?
—¡No! —¿cómo pudo hacerle pensar eso? De pronto, se dio cuenta de que no se
había mostrado nada amable con Julian desde el fin de su relación. Era una reacción
a la arrogancia de él, pero le debía un poco más de consideración. Habían
compartido juntos muchos momentos felices, y era un error acabar con semejante
hostilidad. Con un tono más suave, casi de disculpa, trató de borrar el daño causado.
—Lo lamentó, Julian. Mi decisión del viernes debe haber sido un duro golpe para
ti. En ese momento, estaba molesta por varias cosas y no me porté bien, pero no fue
una decisión repentina. Ya tenía dudas acerca de nuestra relación, incluso desde el
día en que nos comprometimos, y fue un error de mi parte, por el cual ofrezco
disculpas. Traté de ser la clase de mujer que querías, pero no lo soy, Julian.
—Ya lo veo —cortó él.
Sarah tomó aliento.
—Entonces entiendes que no habría funcionado —capituló—. Por favor,

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perdóname, pero no tiene caso discutir más. Espero que encuentres a alguien mejor.
—Como tú hallaste a Ben Haviland.
Sarah lo miró largo rato, dándose cuenta de que el daño era irremediable, y que no
podía hacer nada al respecto.
Se apresuró en dirección al departamento de ropa para jóvenes, sin mirar atrás,
deseando contra toda esperanza que Julian se rindiera y se marchara. No había
terminado bien la relación y estaba avergonzada por provocar tanta hostilidad. No
importaba el motivo, debió haber dejado a Julian una manera digna de salir de su
vida.
Pero no tenía tiempo para castigarse. Ahora debía actuar contra las maniobras de
Frances Chatfield, porque si era verdad que contaba con el apoyo de Howard
Bowman, Sarah pronto tendría que enfrentarse con el mismo director, y era mejor
tener lista la defensa.
—Quiero la ropa que teníamos aquí lo más rápido posible —le dijo a Ashley
Thompson.
—En un instante —contestó la asistente.
Sarah empezó a desvestir los maniquíes.
—Empiezo a creer que tuviste razón al romper nuestra relación, Sarah —dijo la
voz de Julian a sus espaldas—. Sólo una tonta se pondría en contra de Frances, y no
quiero estar relacionado con una estúpida.
—¿Por qué no te vas, entonces? —sugirió con frialdad, sin detenerse a mirarlo.
—Porque quiero ver lo que haces.
Sarah tragó saliva. Fue él quien empezó el asunto con su llamada del viernes, y
ella era la que tenía que pagar. Tuvo que contenerse para no encajarle los alfileres
que tenía en la mano. La distrajo el regreso de Ashley Thompson.
Con ayuda de su asistente, Sarah consiguió vestir los maniquíes antes de que
Frances regresara, con Howard Bowman pegado a sus talones.
Sarah se quedó al lado de la nueva decoración, y saludó al director con aire
confiado, sin olvidar que Julian y los asistentes la miraban. Atacó al instante para
evitar que el director la llevara a un lugar más apartado.
—Señor Bowman, no me agrada que una persona sin conocimiento de lo que
busca la gente joven sabotee mi departamento.
—Sabotaje es una palabra fuerte, Sarah. Debió haber venido a verme esta mañana
al llegar y le habría explicado la situación.
—Le dije a Sarah que fuera a verte, Howard —declaró Frances Chatfield—. Su
insubordinación es intolerable.
Howard Bowman frunció el ceño y trató de mostrar a Sarah su preocupación.
—El hecho es que hemos pensado en su posición, Sarah, y es obvio que usted no
es una profesional, como Frances. Creemos que, a largo plazo, será mejor dejarla a

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ella como responsable...


—¿Responsable de qué, señor Bowman? —cortó Sarah—. ¿De convertir este
departamento en un insulso reflejo de sí misma? Mire a su alrededor: el decorado,
excepto este grupo de maniquíes, es el concepto que Frances Chatfield tiene acerca
de lo que compran los chicos, señor Bowman, no quieren parecer gemelos. Tienen
otros gustos, ¡hay una generación de diferencia! —tomó aliento y añadió—. ¿Qué
departamento produce más ganancias?
—Bueno... creo que deberíamos discutirlo a solas.
Sarah estaba decidida a no rendirse.
—Las estadísticas hablan, señor Bowman. Sabe que, en proporción con el área de
piso que ocupo, tengo el departamento más rentable en el campo de modas. Tengo
los resultados en los libros y creo que ya es tiempo de que los tomen en cuenta. De
hecho, pensaba hablar otra vez del contrato con Penny Walker, porque esta tienda
perderá mucho si no cerramos el trato con ella. Sólo se tiene una vez semejante
oportunidad.
Howard Bowman parecía incómodo y Frances Chatfield notaba que su ventaja
desaparecía.
—Ya sabes lo que se decidió el viernes, Howard —le recordó—. Si no me apoyas,
presentaré una protesta al gerente.
—El gerente no quedó muy impresionado contigo el viernes, Sarah —aceptó
Howard—. Y no explicaste tu ausencia de ayer.
—Deberían despedirla —dijo Frances—. Es ella o yo, Howard. Ya tienes bastantes
pruebas en su contra, y ya vez con qué insolencia me trata.
El esfuerzo por defenderse hacía que Sarah se sintiera mareada. Se llevó las manos
a la cabeza, en un intento de controlarse para poder continuar la discusión.
—Mi ausencia de ayer...
—¡Sarah!
El gritó los sobresaltó a todos. Ben Haviland se precipitaba hacia ellos y el verlo
alegró a Sarah de tal modo que sus rodillas temblaron. Había dicho que la vería hoy,
y cumplía su palabra.
—¿Ben? —suspiró, tendiendo una mano hacia él.
Ben tomó a Sarah en sus brazos, la miró, ansioso.
—¡No vuelvas a hacerme eso! Casi me vuelvo loco de preocupación. Cuando
Penny y yo llegamos al hospital, y no te encontramos...
—¿Penny? —preguntó Sarah, aún mareada. Era maravilloso que los brazos de Ben
volvieran a rodearla, que se preocupara por ella, pero, ¿qué hacía él con su
diseñadora favorita?
—La llevé para hablar de negocios contigo, pero te habías ido. No deberías estar
aquí, los doctores me dijeron que podrías sufrir una hemorragia cerebral. ¿En qué
piensas, arriesgando así nuestro futuro?

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Nuestro futuro, qué hermosas palabras, pensó Sarah con alegría.


—Ahora te vienes a casa conmigo —continuó Ben —, sin discutir. Me aseguraré de
que te cuides, aunque tenga que quedarme a tu lado cada minuto del día y de la
noche.
—¿Qué sucede? —estalló Howard Bowman—. ¿Qué hospital? ¿Qué es todo esto
acerca de hemorragia cerebral?
Ben lo miró.
—¿Quién es usted?
—El director de esta tienda —respondió Howard.
—Entonces debe estar ciego para permitir que Sarah volviera al trabajo.
Howard se irguió.
—Haga el favor de explicarse.
—¿Qué es esto? ¿Una plantación con esclavos? —soltó Ben —. El accidente del
domingo no fue culpa de Sarah, y si usted...
—¡No me dijeron nada acerca de un accidente?
Ben miró, acusador, a Frances Chatfield.
—Angela te telefoneó, sabías que Sarah tenía una contusión. Supongo que te
habría gustado verla morir, como al pobre Tramp.
—¿Cómo te atreves? —explotó Frances.
—Creo que será mejor que te expliques Frances —dijo Howard Bowman —. Me
diste a entender que Sarah...
—No crea una palabra de lo que le diga Frances. ¡Es una mentirosa! —gritó Ben,
disgustado.
—¡Eres un fraudulento, Haviland! —dijo Julian y se colocó al lado de Frances
Chatfield, con expresión malévola de triunfo—. Sé que tratas de evadir impuestos, y
te meteré en problemas.
—¡No! —gritó Sarah, tan preocupada por Ben que salió de la cálida seguridad de
su abrazo—. Debes dejarme ir, Ben. Sé cuánto odias las presiones, y no me casaré
contigo si eso te arruina.
El sonrió y la abrazó de nuevo.
—No te preocupes, Sarah; no puede dañarnos.
—¡Claro que puedo! —dijo Julian —. Tengo a tu hermana como evidencia de que
el matrimonio es un truco, sólo para escapar del fisco.
—¿Angela? —señaló Ben, y luego rompió a reír—. ¿Buen Dios, hombre! Angela es
la mayor bromista del mundo. Si te dijo eso, estaba jugando contigo, ¡y te hizo caer!
—¡Hablaba en serio! —insistió Julian—. Y un matrimonio así no lo aceptará el
departamento de impuestos.

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—Y yo lo apoyaré —se entrometió Frances—. Puedo ser testigo de la clase de


persona que eres, Ben Haviland. Una vez prometiste casarte conmigo, y...
—Tienes razón, Frances —aceptó Ben y puso cara de preocupación—. Te hice algo
terrible y lo lamento. Fue un error escapar así, como un cobarde. Hace poco
comprendí lo mal que te traté, y estoy muy avergonzado por no haber resuelto el
problema de un modo más amable. No espero que me perdones...
—¡No lo haré! —gritó ella, sin conmoverse en lo más mínimo.
—Ni yo por lo que le has hecho a Sarah —añadió Julian.
—Lo siento, lo siento por ambos —dijo Ben en otro intento de pacificación—. Pero
no puedo cambiar lo que pasó. Sarah y yo nos amamos y...
Julian se burló.
—¡Es imposible! Acaban de conocerse.
—Es verdad —declaró Ben con seriedad—. Ahora, si nos perdonan, me la llevo a
casa. No está bien, y no debería haber venido.
—Un momento... —empezó Howard Bowman.
Pero Ben no lo dejó terminar.
—Ya tuvieron su oportunidad. Deberían haber apreciado el talento de Sara; pero
ahora yo la pondré en una tienda propia, para que la maneje a su antojo —se volvió
hacia Julian—. Y, en cuanto a probar que el matrimonio es un fraude, no habrá nada
que hacer en cuanto Sarah espere su primer hijo.
Julian miró a Sarah.
—¡Zorra interesada! ¡Ya has dormido con él!
—Si no tuviera a Sarah en brazos, pagarías por eso —lo amenazó Ben—. Será
mejor que te alejes de Sarah en el futuro, o te arrojaré del edificio más alto que pueda
encontrar, ¡sin paracaídas!
Y salió, llevándose a Sarah como un trofeo. De reojo, ella vio la imagen de Julian,
frustrado y furioso; a Frances, toda dignidad e hipocresía, y a Howard Bowman,
ofendido. Ahora, Ben se la llevaba, lejos del pasado, pensó con un dejo de histeria.
—Ben, necesito mi bolso de mano —protestó, pero sin quitar los brazos de
alrededor del cuello de él.
—Angela puede recogerlo después. Nos vamos a casa, donde estarás a salvo de
esa gente.
Ella apoyó la cabeza en su hombro, y se preguntó por qué aceptaba todo de esa
manera. Había terminado con Julian por su trabajo, luchado con Frances para
conservarlo, enfrentando al director... pero no le importaba que Ben lo hiciera todo a
un lado. O estaba en verdad muy débil, o... no, era por el modo en que él se ocupaba
de ella, ayudándola frente a los tres enemigos. Era el dueño de la situación, pensó
orgullosa.
Tuvieron que esperar el ascensor y Ben la besó en el cabello.

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—Sarah, ¿te sientes mal? —preguntó, ansioso.


—No ahora que estás aquí —murmuró ella.
Las puertas se abrieron, y entraron al pequeño compartimiento, donde quedaron a
solas. Ben la estrechó, y Sarah sintió alegría.
—¿Por qué viniste? —preguntó Ben—. Pensé que estabas a salvo en el hospital.
—Me preocupaba mi trabajo, y pensé... que tal vez habías cambiado de planes,
Ben.
—Te dije que iría hoy —le recordó él.
Sarah suspiró, lamentando no haberlo esperado.
—Bueno, no viniste anoche, y Angela dijo que no debía confiar en ti. Lo siento,
Ben, pero las cosas han ido tan rápido, que no estaba segura.
—Angela se está volviendo una molestia —murmuró él.
Las puertas del ascensor se abrieron y Ben salió en dirección a la puerta de la calle
Pitt.
—Penny tiene un taxi esperándonos. Me acompañó al hospital para discutir lo
referente a la tienda, pero tú habías desaparecido... —tomó aliento—. Ya sé que dije
que podías ir y venir a tu gusto, Sarah, pero ¿podrías avisarme la próxima vez? Fue
terrible para mi estómago no saber en dónde estabas.
—Lo mismo digo, Ben —dijo con suavidad—. Fue terrible para mi estómago
anoche, no saber qué hacías o pensabas.
Ben frunció el ceño, como si pensara en ello.
Cuando llegaron al taxi, Penny Walker salió del auto con un gesto de alivio en su
rostro juvenil.
—¡La encontraste! —gritó.
—Penny, creo que será mejor dejar los negocios para mañana —dijo Ben—. ¿Te
molesta?
—Claro que no. Llámame cuando Sarah se sienta mejor. Tomen el taxi, y yo me iré
a casa.
—Gracias, Penny —aceptó, agradecido, y metió a Sarah en el taxi, dándole al
conductor la dirección del apartamento al mismo tiempo que se despedía de Penny
con una seña.
Sarah reclinó la cabeza en el asiento, agotada por la actividad emocional de la
mañana. Ben le tomó la mano, pero parecía intranquilo.
—Sarah, lamentó haberte preocupado ayer. No te dije lo que planeaba, porque no
estaba muy seguro de cuánto podía hacer, pero en cuanto encontré a Penny, las cosas
resultaron más rápido, y estaba tan ansioso por sacarte de esa tienda. Ya sé cuánto te
gusta el negocio de la moda, pero no soportaba pensar que volverías a trabajar con
esa víbora.

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El corazón de Sarah dio un salto de alegría.


—¿Pensabas en mí?
Ben hizo un gesto de incredulidad.
—No puedo pensar en otra cosa. Creí que, si tenía tu tienda lista antes de que
salieras del hospital, te alegrarías de dejar tu empleo —sus ojos parecían ofrecer una
disculpa—. Cuando vi a Frances, no pude soportar imaginarte a su lado, pero no
debí haberte obligado. ¿Quieres regresar?
—No —sonrió ella—. Creo que estuviste maravilloso con Frances.
El dio un suspiro de alivio.
—Haría cualquier cosa por ti, Sarah. Y quería verte anoche, pero tenía esa urgencia
de arreglar tu negocio, y Penny organizó una reunión con otros jóvenes diseñadores.
Pensé que, si le gustaban a ella, lo mismo sucedería contigo. Y todos quieren vender
en tu tienda, Sarah, sólo tienes que llamarlos. Y tengo una lista de locales entre lo que
puedes escoger...
Se detuvo al ver que ella empezaba a reír.
—¡Oh, Ben! ¡Otra vez me tienes en la montaña rusa!
—¿Qué montaña rusa? —dijo, perplejo.
—Esa en la que me subiste desde que te conocí.
El frunció el ceño.
—¿Voy demasiado rápido, Sarah?
—Me siento algo mareada —confesó.
— Hablo demasiado. Descansa, yo me encargaré de ti —prometió Ben,
preocupado, y guardó silencio, sin dejar de estrechar la mano de Sarah.
Ella estaba maravillada. ¿Qué otro hombre, sin conocimiento de la moda, habría
arreglado todo tan bien, sólo para complacerla? ¿Quién más habría escuchado y
aceptado sus ideas? Y lo más maravilloso: no era sólo para inducirla al matrimonio.
Ben no era hipócrita, decía lo que sentía y era maravilloso.
Cuando el taxi se detuvo frente al edificio de apartamentos, Ben salió a toda
velocidad y tomó a Sarah en brazos antes de que ella pudiera siquiera moverse.
—Puedo caminar, Ben —protestó débilmente.
—No si estás mareada. Voy a llevarte a la cama, Sarah, no quiero más riesgos por
hoy.
No estaba mareada, o al menos, no era un malestar físico, sino sus emociones
quienes parecían haber enloquecido. Pero no lo rechazó y, en cambio, se dejó llevar.
Una vez que estuvo en la cama, no separó los brazos de Ben. Su boca estaba cerca
y la curva sensual de sus labios le recordó lo que experimentaba cada vez que la
besaba.
—Gracias por todo, Ben —susurró.

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—Sarah... —fue casi un suspiro.


La tentación era demasiado fuerte para resistirla. Ella sabía que estaba metiéndose
en problemas, pero hacía tanto que no lo besaba y, en este momento, eso era lo que
más necesitaba.
La fuerza del beso le robó el aliento, y una corriente de excitación recorrió la
columna de Sarah. No podía impedir que sus manos acariciaran la espalda de él,
atrayéndolo, buscando...
De pronto, Ben se apartó con tanta brusquedad que Sarah sintió como si le
hubieran arrancado una parte de sí misma. Lo miró, con ojos brillantes de deseo
insatisfecho. El respiraba con rapidez y con un gruñido la abrazó, mejilla contra
mejilla.
—Te necesito, Sarah. Te deseo tanto que me voy a volver loco de tanto pensar en
ti. No puedo y no quiero controlarme, y ya no me importa el dinero, sólo tú.
Le acarició el cabello y la nuca y la miró con ojos encendidos, con una intensidad
que ella apenas podía comprender.
—No voy a apresurarte, Sarah, te esperaré. Quiero que estés segura, porque no
soportaría que no fueras feliz conmigo.
—Pero...
—No, escúchame —pidió él, con tal énfasis que Sarah guardó silencio—. Pagaré
más impuestos y te esperaré cuanto tiempo sea necesario, porque no quiero vivir sin
ti. Haremos lo que quieras, te lo prometo, y seré lo que tú desees.
—¡Oh, Ben! Ya lo eres, eres todo lo que deseo —clamó Sarah, sabiendo que nunca
había dicho nada más cierto, y lo besó con toda la convicción que ahora tenía en el
corazón.
Ben la hizo apoyarse en las almohadas y se tendió sobre ella. Sarah lo abrazó,
disfrutando el peso de su cuerpo, respondiendo a las caricias de su boca y de sus
manos.
Ben se recostó a un lado de Sarah. Le acarició los senos, con suavidad, y le cubrió
el rostro de besos, susurrando palabras ininteligibles; ella se entregó con la salvaje
pasión que quemaba su cuerpo.
Gimió, protestando por instinto, cuando Ben se apartó.
—Sarah... Sarah... no debería hacerlo. La excitación podría matarte.
—Es una medicina, Ben —susurró ella, y luego, con más urgencia—. Te necesito.
—¡Oh, Dios!
Sarah no sintió vergüenza cuando Ben la desvistió, ni cuando lo vio desnudo. Por
vez primera en su vida, se daba cuenta de lo bien que era compartir la desnudez...
hombre y mujer, el uno para el otro... para tocarse, unirse, ser como uno solo.
Se entregó a él, respondiendo a su pasión en cada contacto, cada movimiento, cada
presión. Nada en el mundo podría ser más perfecto que sus cuerpos en una fusión
que borraba las barreras del ser y los llevaba a una dimensión increíble, donde no era

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posible existir sin el otro.


Descansaron un largo rato, satisfechos, tocándose con suavidad y pensando. Si
Sarah tenía dudas acerca de su amor por Ben Haviland, éstas habían quedado atrás, y
sabía que era el hombre para el resto de su vida. Nunca estuvo tan satisfecha, tan
completa. ¿Cómo podía haber otro como él?
Sarah se aproximó a Ben y lo besó en el cuello. El la rodeó con el brazo, haciéndola
sonreír.
—¿Ben? —murmuró, sin muchas ganas de romper la armonía del silencio.
—¿Mmm?
—Creo que deberíamos casarnos pronto, para ahorrarnos dinero.
Ben la estrechó.
—Nada me gustaría más; pero, Sarah, no me interpretes mal... el treinta de junio
ya no importa. En realidad, nunca importó, así que, si quieres más tiempo...
Ella levantó la cabeza, sorprendida.
—¿Nunca importó? Dijiste que era urgente.
—Sólo tú importas ahora —sus dedos recorrieron la espalda de Sarah—. Pero el
hecho es que Julian conseguirá lo que busca, no importa cómo. Además, como dije
antes, el dinero no me interesa mientras te tenga a ti. Quiero que nos casemos cuando
tú así lo decidas.
Sarah lo miró.
—Pero si podemos ahorrar el dinero casándonos, entonces...
—¡Sarah, por favor, olvida el maldito dinero! Los impuestos no tenían nada que
ver cuando te pedí que te casaras conmigo.
—¿Nunca?
—No se me ocurrió otra cosa, y tenía que apartar tu mente de Julian, darte algo en
qué pensar, para que no te deprimieras y lo buscaras de nuevo. Supuse que si te
hacía verme como posible esposo, tendría más oportunidad. Y como eres mujer de
negocios, creí que el dinero podía interesarte—sus ojos parecían pedir comprensión
—. Es terrible, Sarah, encontrar la mujer que has buscado toda tu vida y descubrir
que está atada a otro individuo. Estaba desesperado, nunca trabajé tanto, tratando de
mantener tu interés en mí. Fue como atravesar un campo minado. Pero nunca te
mentí acerca de la relación que tendremos, Sarah —añadió, ansioso—. Haré
cualquier cosa para que te quedes a mi lado y seas feliz.
—¡Oh, Ben! —era tan maravilloso, que podía perdonarle cualquier cosa—. Debes
ser el mejor inventor del mundo, y no me importa nada. Quiero que nos casemos al
instante —insistió, y vio en sus ojos una alegría que le quitaba importancia a lo
demás.
—Es lo mejor —afirmó él—. ¡Tan pronto como sea posible!
Y el beso que selló el pacto contenía la promesa del futuro más maravilloso para

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un hombre y una mujer, quienes habían encontrado su verdadera pareja.

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Capítulo 9
—¡Un momento! ¡No puedo creerlo! —Angela levantó las manos, se puso en pie, y
empezó a caminar por la sala, con el ceño fruncido.
—Es verdad —dijo Ben y miró a Sarah en busca de apoyo.
Ella estaba a su lado, en el sofá, hecha un ovillo, y asintió con la cabeza.
—Acaba de suceder y no pudimos hacer nada al respecto. No tiene nada que ver
con el problema original de Ben, Angela —le aseguró a su amiga.
—Ni con el contrato matrimonial —añadió Ben—. De hecho, no debí mencionarlo
nunca y no sé por qué se me ocurrió. Confundí a Sarah y la hice sufrir mucho, pero
ahora todo está claro y perfecto, ¿verdad, Sarah?
Ella le sonrió con amor.
Angela, exasperada, se enfrentó a su hermano.
—¿Te das cuenta de que he estado trabajando, hablando y suplicando para
conseguir alguien que se casara contigo? ¡Y ahora vas a unirte con mi mejor amiga!
—Te lo advertí —señaló Ben—. Es culpa tuya no haberme escuchado. Te dije que
cancelaras...
—Pero Sarah no quería casarse contigo —arguyó Angela.
—¡Nunca lo creí! —declaró Ben—. No era verdad, ¿no es así, Sarah?
—Bueno, estaba algo confundida...
—Y con razón; fue culpa mía.
Sarah suspiró, contenta. Era maravilloso que él la creyera perfecta. Claro, alguna
vez se daría cuenta de lo contrario, pero estaba decidida a hacerlo feliz.
Angela los miró, sin dejar de menear la cabeza.
—Bueno, supongo que no me molesta pasar por tonta. Quienes me preocupan son
ustedes.
Ben se sorprendió.
—¿Tenemos algún problema, Sarah?
Pero Angela no perdió el hilo.
—¡No empiecen! Eres mi hermano, Ben, y te quiero. Sarah es mi mejor amiga.
Odio pensar que se harán infelices el uno al otro por el resto de sus vidas, sólo por
una idea tonta y equivocada...
—No es una idea equivocada —interrumpió Ben, herido—. Fue amor a primera
vista, y yo no creía en eso hasta que me sucedió. Entonces supe que Sarah era la
mujer que yo quería, y si no podía tenerla, no quería a ninguna otra.
—Y Ben me impresionó desde la primera vez —agregó Sarah.
—No tienes idea de lo que es, Angela —Ben se golpeó con el puño la palma de la
otra mano—. Como si un martillo te diera en la cabeza.

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—O te arrojaran de la ventana del cuarto piso —rió Sarah, al recordar su


sensación de estar en la montaña rusa.
Angela aún parecía escéptica.
—¿Están seguros de que es amor, y no una fuerte atracción?
—¡Claro! —dijo Ben—. Tenemos nuestras diferencias, pero sabemos cómo
arreglarlas, ¿verdad, querida? Porque nos amamos. No hay cosa que desee más, que
a Sarah feliz a mi lado; y nadie puede cambiarlo.
Angela parecía resignada. Suspiró y volvió a su sillón, encogiéndose de hombros,
como para indicar que había hecho todo lo posible.
—Bueno, supongo que querrán el apartamento —dijo.
—Claro que no, ¿recuerdas que lo compré para ti? Nunca he sido un tramposo,
Angela —le reprochó Ben.
Angela sonrió, disculpándose.
—Perdón. Es que ya no sé qué pensar.
—Sarah y yo vamos a comprar una gran casa —anunció Ben—, para poblarla de
niños.
—Y dos perros —añadió Sarah para completar el cuadro.
El sonrió, alegre.
—Tal vez más, depende de lo que quieran los chicos.
Angela lo miró, incrédula.
—¿Este es mi hermano?
Pero él estaba serio.
—Bueno, Angela, Sarah me enseñó a ver las cosas de otro modo. Cuando la
conocí, supe de lo que me estaba perdiendo. Le debo mucho.
Sarah le estrechó la mano.
—Tú también me mostraste cosas importantes, Ben.
—Somos el uno para el otro, Sarah.
—Y, ¿cuándo es la boda? —preguntó Angela, resignada ante lo inevitable.
—El veinticinco de junio —respondió Ben—. Y tenemos que empezar a
organizamos.
Llamaron a la puerta, y Angela se puso de pie.
—¿Es otra sorpresa? —preguntó sin esperar respuesta y abrió la puerta con
ademán teatral—. Espero que no quiera casarse con Ben —le dijo a la chica que había
llamado—, porque el puesto ya está cubierto.
—No —fue la intrigada respuesta—. Trabajo con Sarah, y traje el bolso de mano
que dejó en la tienda.

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—¡Ashley! —Sarah dio un salto para recibirla—. Entra —la presentó con Ben y
Angela, y le agradeció su amabilidad—. ¿Tienes tiempo? Creo que les debo a ti y a
las otras chicas una disculpa por abandonar el barco, por así decirlo.
Ashley rió y se sentó en uno de los sillones.
—Más bien teníamos ganas de aplaudir. Tú y Ben los sacudieron, Sarah —dijo, con
los ojos agrandados por la admiración.
Durante la siguiente media hora, Ashley les contó las reacciones de todos después
de la salida de Ben y Sarah. Angela, que no sabía nada del asunto, le preguntaba cada
detalle, y acabó sentada en el suelo, a causa de la risa.
—No fue tan divertido —dijo Sarah—. Antes de que Ben llegara, era incluso
desagradable.
Ashley asintió.
—Sí, y para decirte la verdad, Sarah, ahora que la señora Chatfield está a cargo, yo
también quiero renunciar. Me preguntaba si me podrías dar empleo como
dependienta cuando abras tu boutique.
Sarah miró a Ben, y los dos asintieron al mismo tiempo.
—No será hasta fines de julio, Ashley —advirtió Ben—. Sarah piensa que debemos
abrir con la colección de primavera de Penny Walker, y necesitamos tiempo para
casarnos, disfrutar la luna de miel y montar nuestra casa.
—Pero en cuanto empecemos, serás mi asistente —le aseguró Sarah.
—¡Fantástico! —Ashley estaba tan emocionada que los besó a ambos—. Y
felicitaciones, espero que sean muy, muy felices.
Luego se marchó. En cuanto la puerta se cerró, Angela comenzó a interrogarlos.
—¿Cómo será la boda? ¿Civil?
—¡No! —dijo Ben, decidido—. Será con toda la ceremonia. Ya les avisamos a los
papas de Sarah, y el próximo fin de semana iremos a Mount Victoria para organizar
todo.
—¿Cómo lo tomaron tus padres?
—Al principio pensaron que era un poco apresurado, pero luego hablamos con
ellos, ¿verdad, Ben? —rió al recordarlo.
Angela volvió a sacudir la cabeza.
—Bueno, si piensan tener toda la ceremonia, tienen que traer a mamá y a papá.
Ellos no querrán perdérsela. Hace años que desean que uno de nosotros se case —
rió—. ¡Pero no esperaban que fueras tú, Ben!
—¿Serás mi dama de honor, Angela? —preguntó Sarah.
—Me encantará —un brillo de humor apareció en sus ojos—. Quiero toda la
información posible, porque si acaban asesinándose el uno al otro, puedo tener un
reportaje que deje al editor con la boca abierta.

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Ben rió y abrazó a Sarah.


—Olvídalo, Angela, nunca sucederá. Pero puedes llevar un reportaje de sociales
para cubrir la boda. Le pedimos a Penny Walker que diseñara los vestidos para la
fiesta, y será buena publicidad para la boutique.
Angela parecía divertida.
—¡Cuando te metes en algo, hermano, vas hasta el fondo!
Sus palabras quedaron como un eco en la mente de Sarah, durante las semanas
que siguieron.
El tiempo transcurrió con velocidad, entre entrevistas con diseñadores jóvenes y la
selección del mejor material para la tienda.
Ben le dio a escoger entre varias casas, y al final se decidieron por una en Lane
Cove, un edificio antiguo con habitaciones grandes y jardín. Luego hubo que
comprar muebles, el vestido de boda... en fin, una multitud de detalles.
Ben no quiso reemplazar el Ferrari por otro deportivo, y compró dos BMW,
arguyendo que eran más prácticos para transportar niños y perros.
Después de un día particularmente agotador, Sarah comentó.
—Para no soportar la idea de tener un trabajo, trabajas bastante duro, Ben.
El se sorprendió.
—¡Pero no es trabajo! Estamos creando algo, que es diferente a hacer una labor
repetitiva. Me encanta dedicarme a cosas nuevas y emocionantes —de pronto, la
miró preocupado—. Espero que no te importe si no tengo empleo, Sarah, pero me
moriría sin hacer algo creativo* ¿De verdad podrás soportarme?
—Me gustas como eres, Ben Haviland. No quiero que cambies —le aseguró ella
sin dudar.
El sonrió con alivio.
—¿Sabes una de las cosas que me gustan de ti, Sarah? Eres una persona positiva.
He estado pensando en un nombre para la tienda, algo que exprese el concepto que
buscas. ¿Qué te parece: "Su Fantasía Favorita"?
—¡Muy bien!
Sarah, en el clímax de su entusiasmo, le rodeó el cuello con las manos.
—¡Eres un genio, Ben, un verdadero genio!
El rió.
—Si lo soy, es porque tú me inspiras —y la besó de un modo tan inspirado, que
por un tiempo se olvidaron del trabajo.
Los padres de Ben vinieron de Europa, muy sorprendidos por el matrimonio de su
hijo, y quedaron satisfechos al conocer a Sarah y su familia.
A Sarah le quedó la impresión de que la veían como una especie de mujer
milagrosa, lo cual la inquietaba un poco. En ocasiones, le preocupaba si Ben sería

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realmente feliz con la vida de familia que planeaban, pero luego lo miraba y sus
dudas y miedos se desvanecían. Sin importar lo que sucediera en el futuro, no quería
ningún otro.
La boda fue un suceso feliz. Penny Walker diseñó para Sarah un vestido de seda
blanca con un adorno de rosas en tonos pastel y plateado, y el de Angela, color
púrpura, era el complemento perfecto. Ben llevaba pantalón gris, y el padrino era
uno de los hermanos de Sarah. Angela no sólo logró que viniera un fotógrafo, sino
también alguien para que filmara la boda.
Jack Woodley declaró que Ben era el yerno perfecto, y el padre del novio dijo, que
Sarah era una chica única entre un millón. Las madres estaban contentas, e incluso
lloraron cuando los novios por fin se despidieron.
Ben eligió las Bahamas para la luna de miel, y pasaron tres semanas en un crucero
por el Caribe. Todo era perfecto: el clima, el esplendor del trópico y sobre todo, la
maravillosa intimidad que compartían en cada palabra, cada contacto, cada
expresión de amor.
—Tendremos que irnos a casa algún día —dijo Sarah una mañana.
—Mmmm... ¿este año o el próximo? —murmuró Ben, acariciándole la espalda.
Sarah se estremeció de placer.
—Estoy engordando mucho, por no hacer algo.
—Estás hermosa, y haces mucho —suspiró Ben, tomándola en brazos.
Sarah trató de volver al tema varias veces en la semana. Una carta de Ashley
Thompson y Penny Walker le recordó sus responsabilidades, pero no se atrevía a
molestar demasiado a Ben. Estaba segura de que a él no le importaba la moda en
realidad, y se había metido en esto sólo por complacerla. Incluso empezaba a
preguntarse por qué se interesaba tanto en ella misma, pero reprimió el pensamiento.
Tenía que cumplir con lo que había prometido.
Cuando habló de nuevo de volver a casa, Ben, para su sorpresa, aceptó al instante,
con una condición.
—Tenemos que parar en Nueva York, de camino.
—¿Qué quieres hacer allí? —preguntó Sarah, sin importarle lo que fuera, con tal
de que lo hicieran juntos—. ¿Tienes negocios en esa ciudad?
—Estuve pensando... que debemos planear el futuro. Sé que te encantará dirigir la
tienda, porque es lo que has soñado, y siempre es bueno que las ilusiones se hagan
realidad. Sé que tienes el talento para hacerlo, pero eres como yo, Sarah, te aburrirás
del trabajo repetitivo. Para lo que eres apta en realidad es para ofrecer nuevas
alternativas en la moda, y tenemos que preparar el terreno para que te conviertas en
agente y expandas el negocio. Nueva York es el lugar perfecto para empezar.
—Pero, ¿cómo? ¿Qué hago? —dijo, asombrada por la idea.
—Puedes incursionar en los mercados de Nueva York, Londres, incluso París, si
tienes la inteligencia suficiente. No es necesario, pero podemos prepararnos por si lo

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deseas más tarde. Veremos a algunos viejos amigos en Nueva York, para establecer
contactos. Podrías convertirte en la promotora de los nuevos diseñadores
australianos.
—¡Oh, Ben, qué idea tan fantástica! —exclamó Sarah, con los ojos brillantes de
alegría.
El rió y la tomo en brazos.
—Pensé que te gustaría.
—Has hecho tanto por mí, Ben. Quisiera poder hacer algo por ti.
El la besó.
—Haces todo por mí, al ser tú misma y estar conmigo —dijo con convicción, y
Sarah esperó que eso fuera suficiente para su esposo.

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Capítulo 10
La presentación en Londres de su colección fue un éxito. Sarah estaba exhausta, y
apenas si podía esperar que el avión aterrizara en el aeropuerto de Mascot, donde la
esperaban Ben y los niños.
Los extrañaba, y empezaba a creer que Ben tenía razón acerca del éxito. De pronto,
era demasiado fácil, muy seguro. Tal vez debiera dejarlo... pero faltaba París.
—Tienes suerte de poder regresar a casa y que Ben te espere.
Sarah miró a la joven que estaba sentada a su lado. Había creído que Penny
Walker podía subir aún más. Sus diseños gustaban a los clientes más exigentes del
mundo. Sin embargo, Penny parecía triste.
—Sí, tengo suerte —dijo con suavidad. No era tan brillante como Penny Walker,
pero nada podía compararse con lo que Ben le daba. El corazón le dio un salto al
pensar que pronto lo vería.
Penny volvió a suspirar.
—No hay nada como la satisfacción de vencer los mayores retos, pero... —se
volvió a Sarah, con una irónica sonrisa—. Supongo que debo poner a trabajar mi
cabeza y hacer nuevos diseños, como siempre. Pero volver a casa y encontrar alguien
como Ben... tienes suerte, Sarah.
Su soledad se traslucía en cada palabra, y Sarah le estrechó la mano.
—Algún día encontrarás a un hombre que te ame. Tal vez en París, un galante
francés que se sienta fascinado contigo. Entrará en tu vida y de pronto creerás que
nunca habías conocido alguien igual —sonrió y recordó su primer encuentro con
Ben—. Yo tenía veintiocho años cuando Ben me impresionó. Tú sólo tienes
veintisiete, Penny, encontrarás a alguien.
La sonrisa de Penny tomó un aire esperanzado.
—Bueno, esperaré a París.
Sarah se hundió en sus pensamientos. No podía imaginar la vida sin Ben. Pronto
sería su quinto aniversario de bodas, y él siempre tenía alguna idea maravillosa para
celebrarlo.
Decidió organizar la colección de París, y luego retirarse. De algún modo, sentía
que se lo debía a Penny, al recordar que todo comenzó con la llamada de Julian, la
cual le impidió conseguir un contrato con la diseñadora. Si Sarah no hubiera estado
tan interesada en los diseños de Penny, nunca se habría unido a Ben... no, habría
ocurrido de cualquier modo, estaban hechos el uno para el otro. Aunque el asunto
del contrato aceleró todo.
Pensó en Julian, casado con Frances Chatfield. Al saberlo, Ben se había reído
mucho.
—Son iguales, así que pueden ser felices.
Sarah esperaba lo mismo, aunque no imaginaba una pareja más feliz que ella y

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Ben. A veces le preocupaba que su esposo no tuviera otro tipo de trabajo, pero era el
padre ideal y parecía satisfecho con lo que hacía... había inventado el juguete
volador, que se vendía bien. Fue dos años antes, cuando Christopher tenía ocho
meses, y le fascinaban las cosas mecánicas.
Desde entonces... no era que importara... aun si Ben nunca tenía otra de sus ideas,
poseían bastante con sus inversiones y las tiendas para mantenerse el resto de su
vida.
Sarah sonrió al recordar cómo Ashley Thompson se había metido en el manejo de
tiendas como un pato en el agua. Ashley era como de la familia, compartía el
apartamento con Angela y estaba tan interesada como Sarah en el negocio.
Y Ben puso la primera piedra. Sarah estaba segura de que él era capaz de hacer
cualquier cosa, y no tenía de qué preocuparse. Estaba contento en casa, con ella y los
niños, y eso era lo único importante.
El avión aterrizó y Sarah suspiró con alivio. Al fin en casa. Emocionada, se unió a
los pasajeros que salían, y en cuanto llegó a la sala de espera, la recibió el grito de
Christopher.
—¡Mami! ¡Mami!
Las piernitas corrieron hacia ella y Sarah lo abrazó con fuerza, buscando a Ben con
la mirada. Estaba de pie, apartado de la multitud, con Sally en los hombros,
saludándola con una sonrisa.
Una oleada de amor invadió a Sarah. Su esposo, su familia.
—Yo te vi primero, mami —le dijo Christopher al oído, mientras ella lo llevaba en
brazos hacia Ben.
—Beso, mami —exigió Sally y al instante Ben la aproximó a Sarah. Christopher
resbaló para cederle el lugar a su hermanita y Sarah cubrió de besos a su hijita.
—Creo que me toca —dijo Ben, acariciando con los ojos a Sarah, con un deseo que
no había disminuido con los años. Ella dejó a Sally al cuidado de Christopher, y se
entregó al abrazo de Ben, saboreando el delicioso sabor de pertenecerle—.
Bienvenida a casa, querida —murmuró anticipándole con un beso lo que
compartirían más tarde.
Oyeron a Penny que hablaba con los niños, y se volvieron al instante para hacerla
entrar en el círculo.
—¡Saludos a la conquistadora! —dijo Ben—. Siempre supe que eras una
triunfadora, Penny, y el de Londres fue un gran triunfo. Estamos muy orgullosos de
ti.
Penny enrojeció y todos rompieron a reír. Después de recoger el equipaje, llevaron
a Penny a tomar un taxi y subieron al auto de la familia.
—Tenemos una gran sorpresa en casa para ti, mami —dijo Christopher con
emoción.
—Presa —dijo Sally, haciendo eco.

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Sarah miró a Ben.


—Es una gran sorpresa —dijo él.
No se lo dirían. Aun Christopher y Sally se resistieron a responder y la sonrisa de
Ben era cada vez mayor.
—Te la enseñaremos al llegar —prometió, y Sarah tuvo que conformarse con eso.
Honey y Tramp ladraron desde el jardín trasero para saludarlos, pero los niños no
dejaron que Sarah fuera a verlos.
—A la salita, mami —dirigió Christopher.
—Allí están todos —dijo Sally.
Ben abrió la puerta de la salita y, sentados en sillas, anaqueles y repisas, Sarah, vio
la más extraordinaria colección de animales de peluche, de colores brillantes y
expresiones tan divertidas que era imposible no enamorarse de ellos.
—La última moda —anunció Ben.
—Le ayudamos a papi a hacerlos —dijo Christopher, orgulloso.
—Y a escoger los colores —dijo Sally.
—Son las creaciones más maravillosas que haya visto —expresó Sarah.
—Las chicas de la fábrica de Penny los hicieron mientras ustedes no estaban —le
dijo Ben, y sonrió ante la reacción de su esposa—. Gustaron tanto, que ya les hicieron
pedidos. Creo que es otro éxito, Sarah.
—¡Sí, no hay duda!
Ben suspiró.
—Por desgracia eso nos traerá otro problema con los impuestos, así que debemos
pensar en algo.
Sarah lo miró, amenazante.
—¡Un momento, Ben Haviland!
El levantó las cejas.
—Bueno, es necesario...
—Si piensas volverte mormón o musulmán...
—¿Para qué?
—Ya conozco tus soluciones a problemas fiscales, y no quiero que tengas un
harem, o te cases con otras mujeres, para arreglar esto.
El la estrechó, sonriendo por su comentario.
—¡Loca! Como si me hubiera casado contigo por eso. Pensaba en una fundación de
ayuda a niños.
—¡Oh!
—Pero me alegra saber que no quieres compartirme —bromeó Ben.

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—Con los niños, sí.


—Lo cual me recuerda algo —murmuró Ben—. Tal vez es tiempo de empezar con
el tercero. ¿Quieres?
—Quiero —dijo ella con alegría.
Mucho, mucho después, cuando Christopher y Sally ya estaban dormidos, Ben la
rodeó con los brazos.
—Me encanta tenerte en casa. ¿Sabes por qué te amo tanto? —murmuró.
Sarah tocó con los dedos su rostro, la pequeña cicatriz de la mejilla, los labios. No
importaba por qué lo amaba, sólo era así.
—No —susurró.
—Porque no me gustaría cambiarte, y lo supe desde que te conocí. Eres perfecta —
respondió Ben.
Pasó largo rato antes de que volviera a hablar.
—¿Cómo quieres que se llame el nene?
Sarah sabía que eso tampoco importaba.
—Es tu turno de escoger —dijo, y se acercó aún más a él.
Sonrió, viéndolo recitar un nombre tras otro, sopesando las ventajas y desventajas.
Seguía haciéndolo cuando ella se quedó dormida, para entregarse a los sueños más
perfectos y maravillosos.

Fin

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