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Argumento:
—Usted está en deuda conmigo —dijo él, aprovechándose de su suerte—. El
precio es una cena.
Era evidente que ellos nunca se pondrían de acuerdo. Primero, él irrumpió
en su oficina sin imaginarse que Jacee podía ser una mujer hermosa. Después
se apareció con sus esquíes acuáticos en un lago en las montañas.
Jonathan estaba dispuesto a acusarla de evasora de impuestos y enviarla a la
cárcel si ella no aceptaba sus exigencias.
Pero, ¿por qué la temperatura de ella aumentaba al estar cerca de él?
Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)
Capítulo 1
—Pequeña, ¿está tu papito por aquí? —preguntó una voz de tenor bien
modulada.
La punta del lápiz se partió con un chasquido bajo la presión de los dedos de
Jacee Warner. Desde que esa abominable canción Los Locos Bajitos se pusiera de moda
en la radio y la televisión, ella había sido el blanco de mil y un chistes de mal gusto.
Alzó el rostro lavado, pero se mantuvo encorvada sobre el escritorio.
—Papito abandonó a mamita por otra mujer —respondió con voz lastimera.
“Piensa otro comentario chistoso”, pensó fulminando con la mirada al cinturón que
tenía a nivel. Luego recorrió una camisa blanca hasta ver que una mancha de rubor
que partía del cuello almidonado y trepaba por el rostro del visitante, encendiéndole
las pecas cobrizas.
Entonces, Jacee abrió desmesuradamente los ojos color chocolate para apreciar
en conjunto al hombre que estaba de pie frente a su escritorio. ¡Era hermoso como un
dios mitológico! Tenía el cabello rubio, desteñido por el sol, los ojos grises más oscuros
que hubiera visto, la nariz y la boca parecían cinceladas y un cuerpo que envidiaría
cualquier obrero de la construcción. Pero lo mejor de todo era que medía bastante
menos de un metro ochenta.
El rostro de Jacee se iluminó con una amplia sonrisa y todas las preocupaciones
que le producía la contabilidad en la que había estado enfrascada, se desvanecieron en
el aire. Lo observó detenidamente como para memorizar hasta el más mínimo detalle.
El visitante recobró la compostura, dejó el maletín en el piso y se inclinó sobre el
escritorio.
—Lo siento, jovencita —se enderezó—. ¿Está el propietario del local?
Jacee dejó escapar una risa melodiosa mientras discurría en su interior si
convendría continuar con este juego. ¿Por qué no? Ambos se reirían más tarde al
compartir unos tragos.
—No que yo sepa —dijo con voz de falsete y sacudió la cabeza balanceando la
larga cola de caballo color miel sobre los hombros.
El visitante, disgustado, buscó la billetera en el bolsillo de la chaqueta y extrajo
una tarjeta que depositó sobre el secante verde que cubría casi todo el escritorio.
—Es imperioso que lo vea ahora mismo —dijo él con tono autoritario.
Jacee leyó la tarjeta en silencio. JONATHAN WYNTHROP, OFICINA
RECAUDADORA DE IMPUESTOS, ST. LOUIS, MISSOURI. ¡Ca-ra-co-les! ¡La ORI!
¿Qué andaban buscando? nada bueno se apresuró a contestarse. No se reirían de nada
frente a unos tragos.
Jacee Warner se irguió en el sillón anticuado y observó divertida, a pesar de su
preocupación, cómo la expresión consternada del visitante se convertía en una de
incredulidad.
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—Usted es toda una mujer —atinó a decir al ver los senos ampulosos que el mono
azul de mecánico apenas podía contener.
—Sagaz observación, señor Wynthrop —se mofó Jacee—. ¿Qué puedo hacer por
usted?
—¿Trabaja para Sanitarios Jacee?
—Yo soy Sanitarios Jacee.
—¿Quiere decir que usted maneja esta oficina? —insistió él para aclarar las
funciones específicas de Jacee.
—Se equivoca otra vez. Yo manejo cañerías de cobre, generalmente para grandes
edificios de departamentos. Algunas veces, no muchas, uso dé plástico, pero el
pegamento apesta —una invasión de la ORI no garantizaba sutilezas y el énfasis en la
palabra apesta, indicaba bien a las claras cuál era su opinión al respecto.
Jonathan Wynthrop revaloró el rostro agraciado que lo encaraba con evidente
hostilidad. Le agradaron los enormes ojos oscuros, la nariz respingada apenas
salpicada de pecas y la boca ancha.
—Usted ignoró nuestras cartas de advertencia, señorita Warner.
—No las recibí —replicó ella.
“Jamás lo hacen”, pareció decir él con sólo un gesto de disgusto.
Jonathan volvió a inclinarse, recogió el maletín y lo abrió. Extrajo dos
documentos oficiales y se los entregó.
—Vamos a confiscar la cuenta bancaria de la empresa y clausuraremos el local —
explicó arrojando un candado y cadena sobre el escritorio.
El sillón crujió cuando Jacee lo reacomodó con movimientos rápidos, mientras
rechazaba los papeles en forma intempestiva.
—¡Maldito sea! ¡Debe haber una equivocación! —dijo ella sin miras de contener
su mal talante.
Jonathan deslizó los documentos debajo de su tarjeta sin importarle la
interrupción y se alejó hacia la puerta principal llevando el candado y la cadena.
—Remataremos todas las existencias como lo establece la orden judicial.
Esperamos que el producto de la venta cubra el total de la deuda —la voz monótona
semejaba una grabación.
De un salto, Jacee rodeó el escritorio y lo tomó del brazo.
—Espere un minuto, usted… —titubeó buscando el insulto adecuado—… usted
¡RECAUDADOR DE IMPUESTOS! —y lo hizo sonar como el peor insulto del mundo.
Una mirada glacial cayó sobre los dedos pequeños que lo sujetaban por la manga,
pero la diminuta cascarrabias lo desafió colérica.
“Él podrá clausurar mi negocio, pero tendrá que oír lo que pienso de la gente que
tiene su profesión. Al menos me daré ese gusto”, se dijo.
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—¿Sabe una cosa? Nuestros antepasados, los fundadores de este país, sabían qué
hacer con la gentuza como ustedes. Los cubrían con brea y emplumaban, violaban a
sus esposas y luego los echaban a los caminos con todos sus bártulos.
Él distrajo la atención de Jacee dejando caer el candado y liberó su brazo con un
movimiento brusco, al tiempo que sacaba un anotador y un lápiz del bolsillo interior
de la chaqueta oscura.
—Veamos, aclaremos las cosas para ver si entendí correctamente. Primero me
cubrirá con brea y emplumará —el lápiz volaba sobre el papel—. Luego, violará a mi
esposa… Pero como soy soltero, le resultará un poco difícil, sin mencionar… —los ojos
divertidos recorrieron la figura femenina—… su falta de equipo. Y como gran final,
me echará a los caminos con todos mis bártulos.
Como estaban las cosas, ella sería la que abandonaría la ciudad para ser enviada
a la prisión federal más cercana.
—Usted no intentó usar la violación como soborno, ¿verdad? Mi compañero está
en el salón de exposición y cualquier oferta debe incluirlo —dijo él, sonriendo con
osadía.
Jacee estaba fuera de sus casillas, pero ocultó su malhumor bajo una máscara
desdeñosa.
—Pensé que no era así —comentó él con fingido disimulo.
Al comprender que estaba perdiendo la batalla Jacee cambio de táctica. Giró en
redondo y se dirigió hacia la puerta lanzando una carcajada estridente.
—Haga pasar a su compañero. Las víboras siempre viajan en pareja, ¿no es así?
—lo insultó.
Jonathan Wynthrop permaneció callado.
Jacee lo empujó al pasar a su lado. El otro agente retorcía la manija de un artefacto
Moen para fregaderos mientras se inclinaba para mirar por el agujero del grifo.
—No esperará que salga agua, ¿verdad? —preguntó Jacee, sarcástica.
Normalmente trataba a los posibles clientes con toda cortesía, pero esta criatura
odiosa era sólo otro recaudador. Cuando la cabeza del agente golpeó contra el grifo,
Jacee contuvo la risa a duras penas.
—No… ah, sólo buscaba el cómo-se-llama que adosan entre el grifo y el
lavaplatos portátil.
Se enderezó y a Jacee le pareció un gigante. “No importa, a él también lo puedo
reducir de tamaño”, pensó.
—El cómo-se-llama es un adaptador y está en las cajas detrás del mostrador —
respondió ella, señalando las innumerables cajas alineadas en el exhibidor—. ¿Puedo
venderle uno antes que clausuren el local? ¿O prefiere comprarlo a mitad de precio en
el remate judicial? —preguntó con fingida dulzura.
El agente tuvo la gentileza de ruborizarse.
—Propietaria hostil —oyó decir desde la puerta de su oficina.
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Jacee contuvo las lágrimas de furia que pugnaban por asomar a sus ojos. No
lloraría, jamás lloraba. Levantó la barbilla redondeada y lanzó una carcajada
estridente.
—Puede tragarse su disculpa. ¿Qué le parece eso, impropio de una dama? —las
lágrimas le formaron un nudo en la garganta.
—Jacee…
—El agente intentó cerrar el abismo que los separaba.
—Manténgase lejos de mí, asno orgulloso y pomposo. No existen suficientes
malas palabras en el albañal para un recaudador como usted —se cubrió el rostro con
manos temblorosas.
—¿Qué sucede? —preguntó el agente Dettrick.
Jacee se aclaró la garganta, tragó saliva y declaró:
—Una propietaria hostil que se volvió histérica. ¿Era un error? —preguntó,
confiando en él sus temores.
—Está a salvo… por el momento. El señor Lang me ha hecho dudar lo necesario
como para que no se justifique que le cierre el negocio o congele su cuenta bancaria.
Puede agradecer el aplazamiento al feriado del día de la Independencia pues no podré
revisar la teoría de Lang hasta la semana entrante, cuando tenga las computadoras a
mi disposición —Larry suspiró como si el hablar tanto lo agotara.
Jacee casi llora de alegría. Sería temporario, pero era un aplazamiento. Louise y
Scotty encontrarían los recibos de pago que la librarían de esta pesadilla. Nadie tenía
por qué saber que el gobierno le había hecho una visita.
—Muchas gracias, señor Dettrick. No sabe la angustia que me ha ahorrado al
permitir que telefoneara al contador —dijo Jacee con sinceridad.
—Lamento haberla molestado —respondió Larry con una sonrisa franca—. ¿Me
vendería uno de esos cómo-se-llaman que vimos hoy? Mi esposa vive regañándome
por no ocuparme de conseguirlo.
Ella se lo hubiera regalado, pero el temor a que fuera considerado como un
soborno por su compañero, frenó su natural generosidad.
—Será un placer, señor Dettrick.
Descorrió la puerta de cristal del exhibidor, buscó entre docenas de adaptadores,
escogió uno y se lo entregó.
—Incluido el impuesto, son siete con cincuenta y nueve.
—¿Aceptaría un cheque personal?
—Desde luego. Si no puedo confiar en un agente de la ORI, ¿en quién podría
hacerlo? —preguntó ella, con descaro.
Jacee recibió el cheque y lo guardó en la caja registradora de donde extrajo una
tarjeta comercial.
—Llámeme cuando necesite un fontanero competente.
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largo del nuevo camión blanco, le levantó la moral. Esta era la última adquisición de
la compañía y completaba una flotilla de cinco camiones. Los negocios marchaban
bien. Había duplicado las ganancias en los tres años desde que su padre se retirara y
mudara a Phoenix. Si las cosas seguían así, sería la única propietaria en otros tres años.
Encendió el motor. La imagen de Jonathan Wynthrop cruzó por su mente.
—Jamás clausurarás este negocio —juró con vehemencia.
El motor rugió y la imagen desapareció.
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Capítulo 2
Jacee abandonó la casa en puntillas para no despertar a Ruth ni a Tom y enfiló
hacia el embarcadero privado. Deseaba adelantarse a los esquiadores acuáticos,
conocidos como la maldición de los pescadores.
Remolinos de bruma se cernían sobre las aguas cálidas del lago. Eligió dos cañas
de pescar y dos carretes y los colocó en los portacañas antes de instalarse detrás del
timón de la lancha. Encendió el motor y la embarcación cobró vida, respondiendo
maravillosamente bien. Dio marcha atrás y luego puso proa al rincón de pesca
preferido por los conocedores.
Pasó debajo del puente peatonal que conectaba las dos o tres penínsulas que
abarcaban el área de recreo y las villas privadas.
Burton Duenke, corredor de bienes raíces de St. Louis, había tenido la excelente
idea de construir el lujoso recreo en las márgenes del fabuloso lago en Missouri. El
Lago de los Ozarks, alimentado por tres ríos, era el lago privado más extenso de los
Estados Unidos.
En un principio había pertenecido a la Unión Electric, pero ahora, Marriott Hotel
administraba el recreo Tan-Tar-A. Jacee paseó la mirada orgullosa por el conjunto de
villas privadas y condominios que se apretujaban a lo largo de la costa, pues la
reglamentación del Cuerpo de Ingenieros del Ejército que restringía la construcción en
la orilla de los lagos, no regía allí. Muelles y espigones se proyectaban bien adentro en
las aguas, lo que lo diferenciaba del resto. Satisfecha por lo que abarcaba su vista, Jacee
admitió para sí, que disfrutaba mucho la calma que le deparaba poseer una propiedad
a la orilla del lago.
—Es la mejor hora del día —suspiró Jacee, contenta. La lancha continuó la
marcha sin titubeos hacia la isla frente al recreo. El banco de arena que conectaba la
isla a tierra firme era el paraíso de los pescadores, pues allí proliferaban percas, róbalos
y lochas de tamaño excepcional y a principios de julio abundaban las percas blancas y
las lochas que eran sus preferidas.
Ancló a cierta distancia del extremo de la isla, sitio sólo conocido por los viejos
pescadores de la zona, donde se apiñaban las lochas más grandes y desde el que
también podía tener acceso al cardumen de percas blancas que preferían el lado
profundo del banco.
La cuerda que sostenía al almohadón de su asiento estaba húmedo cuando la tocó
para levantar la tapa la tapa y retirar del interior la caja de avíos de pesca. Al abrirla
pudo constatar que todas las moscas, plomadas, anzuelos de cuchara y todos los
elementos necesarios se encontraban perfectamente ordenados y haciendo un
despliegue de color en todas las bandejas.
Jacee examinó detenidamente todos los paquetes en busca de una mosca verde
pálida, cuando la halló la colocó en la línea con la pericia que dan muchos años de
práctica.
—¡Esto es vida! —se dijo al sentarse en la silla en la cubierta de popa.
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Tiró lejos, el cebo artificial hizo un ruido seco al chocar contra la superficie del
agua y de inmediato, Jacee fue recogiendo el sedal. El diminuto cebo de plumas semejó
un pequeño sábalo que era la carnada preferida por los peces del lago.
Los rayos del sol iban disipando la bruma espesa y los pájaros comenzaron a
cantar en los olmos. Jacee no solía pescar en este sitio pues era el preferido por los
esquiadores que daban vueltas y vueltas alrededor de la isla haciendo demostraciones
para sus admiradores, y más de un pescador inadvertido había zozobrado por el
oleaje.
Jacee refunfuñó al recordarlo, pero ningún esquiador saldría tan temprano.
Esquiar bajo la bruma era muy peligroso pues impedía ver los maderos o escombros
flotando en la corriente y los esquiadores podían sufrir accidentes graves.
Un golpecito imperceptible en la caña, la alertó. Algún pez hambriento estaba en
las cercanías del anzuelo. Jacee comenzó a recoger el sedal con navidad para permitir
que el pez picara. La caña dio un tirón y se arqueó. La enderezó y preparó la red.
—Una carpa blanca —murmuró con alegría, al ver el sedal zigzagueando
furiosamente en el agua. La carpa era el pez que más luchaba por su vida.
De pronto, la presa se hundió llevando metros de hilo. “Mantén la caña recta.
Deja el carrete suelto para que el pez se canse”. Los consejos de su padre resonaban en
sus oídos.
—Vamos, nena, quiero pescado frito para la cena —dijo en voz alta como si el
pez pudiera oírla.
Comenzó a recoger lentamente y de pronto, una saeta plateada brilló en la
superficie. Al ver el tamaño de la presa, exclamó entusiasmada:
—¡Ah, eres una belleza!
Sin usar la red, subió al pez a cubierta y lo puso en un recipiente a sus pies. Le
quitó el anzuelo dorado de la boca, lo preparó y volvió a arrojar al mismo sitio. Debía
de haber un buen cardumen allí. A los pocos minutos repetía la misma operación y
continuó así una y otra vez.
Jacee permanecía totalmente absorta en la tarea y no vio que la bruma había
desaparecido ni escuchó el ronronear de los motores. Las carpas blancas ya se alejaban
de la isla y se internaban en aguas más profundas. Cada vez debía lanzar a mayor
distancia para pescarlas. De pronto, el ruido cercano de un motor la desconcertó.
—¡Oh, no! ¡Oh, Dios mío, no! —gritó frenética al avistar una lancha de seis metros
que avanzaba a gran velocidad y que se dirigía hacia donde ella se encontraba. Dejó
caer la caña en el soporte aunque el sedal seguía en el agua y comenzó a gritar y a
mover los brazos para llamar la atención.
—¡Hey! ¡Hey, imbéciles! Miren a dónde van.
Pero todo fue inútil pues el piloto de la lancha se fijaba en el esquiador y no la oía
por el rugido de los motores. ¡La lancha de fibra de vidrio azul enfilaba directo a ella!
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Jacee saltó detrás del timón e hizo sonar la sirena en forma intermitente. El sonido
estridente, por último atrajo la atención del piloto que viró al tiempo que apagaba los
motores.
Habían evitado la colisión, pero el fuerte oleaje sacudió a la lancha más pequeña
y Jacee cayó al agua al perder el equilibrio. Lo último que oyó fue el “zzzzzzit” de la
línea al ser arrancada de la caña.
Abrió los ojos debajo del agua pero los millones de burbujas que escapaban de
su ropa le impedían ver. Jacee pataleó para subir a la superficie, pero el peso muerto
de la ropa y de los zapatos empapados, no se lo permitió. Vio puntos negros flotando
frente a sus ojos y supo que le faltaba oxígeno. Sintió que bombeaba adrenalina a todo
el cuerpo y haciendo un último esfuerzo, dio el envión. Todo pasó en unos minutos
que le parecieron horas interminables.
Quedó flotando sobre la espalda mientras jadeaba por aire fresco con
desesperación. Un esquí pasó flotando a su lado y al volver la cabeza pudo oír:
—Maldito pescador, me enganchó con el anzuelo.
Jacee comenzó a nadar hacia su lancha haciendo un gran esfuerzo. Al acercarse,
se aferró a la escalerilla de popa, se descalzó y arrojó con furia los, zapatos sobre la
cubierta.
—Maldito esquiador —gritó ella por encima del hombro—. ¿Quién te vendió el
lago?
Desprendió los jeans y se los quitó, quedando en bikini.
—¡Maldito tonto! ¿Qué hacías pescando en el medio del lago? —gritó una voz
masculina.
—¡No estoy en el medio del lago, bastardo arrogante!
Tiró a cubierta al jean empapado y luego subió al bote temblando aún de miedo,
pero cuando vio el interior de la lancha la dominó la ira. Los almohadones y la
alfombra de nylon estaban cubiertos por un arco iris de moscas y cebos artificiales de
todo tamaño, como si hubieran arrojado las cajas de avíos desde veinte metros de
altura.
—¡Maldito, maldito, maldito! —murmuró entre dientes, enojada.
Giró en redondo y alzó un puño crispado al culpable que estaba a menos de diez
metros de distancia. Se despojó de la camisa y de un tirón y la tiró sobre la silla.
—Hey, mujer tonta, tu anzuelo está atascado en mi pierna. ¡Ven a sacarlo!
—Mujer tonta —murmuró ella, repitiendo el insulto.
Jacee consideró dar un tirón a la caña lo que daría al esquiador de qué quejarse,
pero, por desgracia. No tenía el corazón tan duro.
En ese momento, la joven atractiva que guiaba la otra lancha ayudaba al
esquiador a subir a cubierta.
—Pobre querido —le oyó decir—. Déjame ver dónde estás herido. Pudo habernos
matado al pescar en ese lugar.
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con la palma de la mano. Jacee cortó la lengüeta y tiró del anzuelo hacia atrás. La herida
apenas sangró, sin embargo, Jonathan se recostó y cerró los ojos.
—¿Se desmayó? —preguntó la rubia.
—No Pero ahora sé lo que siente un pez —de pronto, recordó sus buenos modales
y las presentó—. Jacee Warner, ésta es mi prima, Kay Wynthrop.
Ambas jóvenes se miraron y la hostilidad pudo palparse en el aire. Kay la midió
de arriba a abajo y Jacee sintió el impulso de cruzar los brazos sobre el pecho, pero se
dominó. La tensión y la actitud desafiante de Jacee la hizo reír como una tonta antes
de exclamar:
—Es difícil creer que la confundiéramos con un hombre.
—El esquí fue a parar a la isla —dijo Jacee para alejar de sí el tema de
conversación.
—Yo lo traeré —ofreció Kay y se lanzó al agua.
Jacee observó con admiración las brazadas seguras y potentes de Kay, pero al
mismo tiempo, tuvo conciencia de la proximidad de Jonathan.
—Es una buena nadadora —comentó Jacee, indiferente, para romper el silencio.
Jonathan continuó mirándola sin hacer comentarios. Recorría la silueta casi
desnuda con ojos admirativos. Eres hermosa, pareció trasmitir la sonrisa conque la
obsequió, mientras se acercaba más.
—Estuve ahorrando durante doce horas —dijo por fin, y le rozó el cuello con las
yemas de los dedos. La llama de un soldador no hubiera sido más caliente—. ¿Cenarás
conmigo esta noche? —concluyó tuteándola.
Jacee se estremeció al volver a sentir los dedos sobre el bretel del bikini que le
rodeaba el cuello. Se le erizó la piel y meneó la cabeza. El roce cesó. Empero, al
comprobar que él usaba el extremo de la cola de caballo como un pincel para recorrer
el mismo sendero, se tensaron los músculos de su estómago. Jonathan envolvió su
muñeca con el largo cabello color miel que seguía húmedo y la posó sobre el hombro
de Jacee. Ella se sintió traicionada al ver que su propio cabello se adhería al vello
dorado de la muñeca masculina.
—¿Lo usas suelto algunas veces? —él estudió el contraste de colores como si
pudiera resolver el enigma de esta mujer.
—Sólo por las noches —respondió ella, sofocada.
—Quiero verlo suelto, debe ser hermoso.
Jacee cerró los ojos por un instante y se vio con el cabello suelto en brazos de
Jonathan. Cuando los abrió, él ya había liberado su muñeca y se acariciaba la mejilla
con las puntas del cabello.
Ella sintió el impulso de acariciarle la otra. Supo que tendría la textura de un fino
papel de lija, pero se negó este placer. Él la conmovía y ella lo sabía.
—Me lo debes —continuó él, tomando ventaja de la indecisión.
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—¿Por qué?
—Por herirme la pierna. El precio es una cena y una velada juntos —negoció él.
—¿Y si no pago el precio?
Él le acarició la mejilla con el cabello haciéndola estremecer.
—Una mujer de negocios siempre paga sus deudas —contestó él, jugueteando
con el cabello sobre la nariz de Jacee.
Le hizo cosquillas y una sonrisa divertida extendió los labios generosos.
—Es la primera vez que me sonríes —exclamó él, conteniendo la respiración.
Ella se preguntó si los labios también sonrientes de Jonathan le darían el mismo
placer que el roce de sus dedos. ¿Serían ásperos y exigentes en sus demandas
masculinas o tratarían de besar sus senos antes de rozarle la boca? Jacee tembló al
recordar experiencias pasadas que fueron desilusiones lacerantes.
—Señor Wynthrop, demándeme por daños y perjuicios, así, en cuanto salga de
prisión por evasión de impuestos, volveré a entrar por deudas.
El golpe sordo de un esquí contra el casco de la nave impidió que continuaran
discutiendo.
—Sujétala con fuerza —gritó Kay desde el agua al tiempo que empujaba la tabla
de madera hacia cubierta.
—Me encantaría —murmuró Jonathan mirando a Jacee—. La próxima vez lo haré
—agregó por lo bajo en tono amenazador.
—Váyase al infierno —susurró Jacee deseosa de tener la última palabra.
—Misión cumplida —dijo Kay, jadeante. Paseó la vista de uno al otro, la tensión
entre ambos era palpable. Se pasó los dedos por su corto cabello rubio—. Espié en tu
bote. Es un desastre. ¿Podemos ayudarte a ordenarlo?
Lo único que deseaba era alejarse de Jonathan pues se sentía demasiado atraída
hacia él y no lo consideraba conveniente.
—No, gracias. Yo lo ordenaré —quiso ser descortés con Jonathan pero hirió a
Kay—. Pero, gracias por el ofrecimiento —agregó dirigiéndose a ella.
—Seguro —respondió Kay—. Esta noche hay fuegos artificiales, ¿irás a la fiesta?
—Probablemente —contestó Jacee.
Tuvo un deseo incontenible de ver la expresión de Jonathan, pero mantuvo los
ojos fijos en Kay.
—Me alegro pues nosotros iremos con toda seguridad —dijo Kay con una sonrisa
amistosa, mirándolos alternativamente.
Jacee se despidió y bajó a su bote con cautela para evitar pisar algún anzuelo de
los que estaban esparcidos por el fondo. Luego, con el mismo cuidado se instaló frente
al timón.
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Capítulo 3
—¿Pescaste algo o usamos el anzuelo de plata? —gritó Tom al ver que Jacee se
acercaba al muelle.
Ella detuvo el motor y dejó que la embarcación se deslizara por sus propios
medios hacia el espacio vacío. Entonces, sonrió alegremente y alzó los pulgares en
gesto de triunfo.
—¡No necesitaré el anzuelo de plata! —respondió, riendo ante el chiste de
pescadores.
Si no hay pesca, los pescadores usan la plata de sus bolsillos para comprar
pescados que llevan a sus hogares para fanfarronear.
Ruth, de chispeantes ojos azules y oscuro cabello al viento, bajó hasta el muelle
para reunirse con su hermano y Jacee.
—Aguarda a que Jacee te comente sobre el pez que se le escapó —bromeó Ruth.
—En realidad, hoy sí enganché un espécimen extraordinario —se mofó Jacee.
Comenzó a descargar las percas blancas en un cesto que colgaba del muelle y les
narró la odisea con el “Homo Sapiens” que había pescado y devuelto a las aguas.
Las risitas de Ruth y las carcajadas estruendosas de Tom se intercalaron en la
narración. Los hermanos, por más amigos incondicionales que fueran de ella, se
condolieron por la desgracia del esquiador.
—Muchísimas gracias —dijo Jacee, ofendida—. ¡Ellos casi ahogaron a vuestra
anfitriona!
—Los casi sólo cuentan en las herraduras y en las granadas de mano —replicó
Tom—. Además, tienes mejores argumentos que ése.
—Correcto, está bien —atinó a decir Jacee y levantó una mano para detener el
sermón que merecía recibir—. ¿Quién me ayudará a limpiar los pescados?
—Yo no —dijo Ruth, estremeciéndose de asco.
—Ni yo —agregó Tom.
—Siempre la misma historia. Yo los pesco, los limpio y ustedes comen los
pescados —Jacee suspiró como una mártir—. Algún día yo comeré todos los pescados.
—No hay trato —bromeó Tom—, Ruth y yo freiremos los pescados y
prepararemos los condimentos. Por la forma en que cocinas los comerías crudos.
—Soy una buena cocinera —protestó Jacee—. Si me dan todos los elementos y el
equipo correcto.
—Sí —argumentó Ruth con una sonrisa benevolente—. Un teléfono y un
restaurante de comidas rápidas.
—Detalles, meros detalles —replicó Jacee y cambió de tema inmediatamente—.
¿Qué tenemos en la agenda para hoy?
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Una hora después Jacee estaba tendida junto a una piscina oval con los ojos
cerrados. Flotaba entre el sueño y la vigilia. La salida al alba para ir de pesca más el
calor intenso minaban su energía.
Los ojos grises más plateados del mundo sé introdujeron detrás de sus párpados.
Un demonio rubio la perseguía alrededor de un edificio abandonado que relumbraba
al sol en los detalles de cobre. El cabello color miel colgaba suelto sobre su espalda.
“Candado y cadena” oyó gritar a su perseguidor. Una cadena perversa reptó por las
guedejas al viento, tironeando de su cuero cabelludo.
—Jacee… despierta.
Ruth le tiraba de la cola de caballo que colgaba entre las reposeras. Jacee despertó
desorientada, miró a todas partes hasta quedar encandilada por el sol que semejaba
una bola de fuego.
—Gruñías y te retorcías como si te persiguiera la jauría del infierno —comentó
Tom, inclinándose sobre ella.
—La jauría, no. El dueño —respondió Jacee, aún somnolienta y tratando de
alejarla pesadilla de su mente.
Se irguió y se apoyó sobre los codos para recorrer con la vista el área de la piscina.
El diablo con él que había soñado se hallaba sentado junto a su prima al otro lado
de la piscina, con las piernas colgando sobre el agua cristalina.
Los ojos de ambos se encontraron y quedaron prendidos; plata y cobre fundidos
al igual que se funden la soldadura de plata con el cobre de las cañerías al calentarse.
“Tonta” pensó. “Ese hombre intenta clausurar tu negocio y tú lo miras con ojos
sentimentales”. Los bajó y buscó la loción bronceadora, la abrió y dejó que cayera gota
a gota sobre su pierna esbelta. Protección, eso era lo que necesitaba. Frotó la crema
blanca hasta que la piel dorada la absorbió por completo y siguió el mismo
procedimiento con la otra. Pero ésa no era la protección adecuada; no era necesario
que se cuidara del sol sino de la fuerza arrolladora que emanaba de Jonathan y que
podía ser mucho más dañina que los rayos ultravioletas.
Espió disimuladamente por entre las largas pestañas oscuras. Jonathan
Wynthrop ya no estaba allí. Tom había ocupado su lugar junto a Kay. ¿Adónde había
ido? Los ojos castaños exploraron el borde de la piscina hasta encontrar a Jonathan que
venía hacia ella.
“Buen mozo”, pensó. “Uno de los pocos hombres que se veían mejor sin ropa que
con la ropa puesta”.
Lucía elegantes pantalones de baño color azul que se adherían a las caderas
estrechas y destacaban los músculos de los muslos al flexionarse con cada paso que
daba. El cabello dorado acentuaba el tostado oscuro de la piel.
Al darse cuenta de que tenía la vista fija en él, derramó un chorro de loción
bronceadora entre los dedos de los pies que podía cubrir todo su cuerpo. Irritada,
manoteó la crema sobrante y comenzó a frotarse los brazos y los hombros.
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—Señorita Warner… ¿puedo unirme al grupo? —el brillo de los ojos desmentía
la cortesía formal del pedido.
—¿Es usted el pescado? —preguntó Ruth antes que Jacee pudiera responder.
Perplejo ante la pregunta, Jonathan arqueó una ceja.
—El espécimen raro que Jacee pescó y devolvió al agua esta mañana —explicó
Ruth con una sonrisa radiante en el rostro.
Jonathan tiró la cabeza atrás y lanzó una sonora carcajada; era una risa viril que
resonaba desde las profundidades de su pecho.
—Sí, soy el pescado. Por desgracia no serví para que me conservara.
—Yo no sé nada al respecto —flirteó Ruth—. A mí no me molestaría conservarlo.
—¿Cómo está la herida, señor Wynthrop? —preguntó Jacee haciendo una mueca
a su amiga.
—La amputación está programada para las siete de la mañana. ¿Desearía
presenciar la operación? —bromeó él y se ubicó en la reposera próxima a Jacee.
—No, gracias. Prefiero ir de pesca —respondió ella y se odió por el tono suave
de su voz.
¿Por qué no era agresiva… descortés… tajante? No deseaba agradarle.
“Mentirosa”, la desmintió su corazón.
—¿Dónde lo enganchó? —continuó Ruth.
—Aquí —respondió Jonathan golpeándose el pecho sobre el corazón.
Jacee resopló. Ruth rio con disimulo y pareció gorjear. “Maldito hombre, estaba
logrando que Ruth actuara como una adolescente con hormonas superactivas.
—En la pierna —siseó Jacee, aclarando la ubicación del pinchazo producido por
el anzuelo.
—¡Qué terrible! —soltó Ruth, pestañeando en dirección a Jonathan.
La única cosa terrible era ver a su amiga, quien se suponía enamorada de su
contador, caérsele la baba por su enemigo. Incapaz de soportar las boberías que
intercambiaban, Jacee se excusó y se zambulló en la parte más profunda de la piscina.
Al chocar contra el agua, la parte superior del bikini que llevaba Jacee se deslizó
abajo pues al partir en forma tan intempestiva, se había olvidado de ajustar el bretel.
Luchó para mantener el sostén en su sitio, dio una patada en el fondo de la piscina y
sostuvo la tela sobre los senos. Nadó sólo con las piernas hacia el borde donde,
apoyando el brazo para no deslizarse, siguió intentando sostener la tela esmeralda en
su lugar mientras trataba de enganchar el broche dorado. La posición hubiera
resultado incómoda hasta para una contorsionista.
—¡Ruth! —llamó—. ¡Ruth!
Sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca al percibir el roce cálido de unos
dedos que iban desde el cuello por el hombro hasta posarse sobre el codo.
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Jacee no tuvo la misma rapidez para recobrarse del momento mágico que habían
compartido.
Ansiaba saciar su sed, pero no con un trago. Un Jonathan Wynthrop le sentaría
mejor. Una sonrisa irónica cruzó por su rostro antes de poner la mano pequeña en la
de Jonathan. Un segundo después, estaba a su lado chorreando agua.
—Más tarde —prometió él y guiñó un ojo con picardía. La tomó del brazo y la
guió de regreso a las reposeras.
Jacee se rebeló interiormente. Las defensas que con tanto ahínco había levantado,
se derrumbaban estrepitosamente. La fuerza de la atracción física que él ejercía debía
ser anulada, aniquilada. Ningún hombre tenía cabida en su futuro y mucho menos un
agente impositivo.
Mientras sorbía el Tom Collins con limón, Jacee desvió la mirada hacia el cuerpo
viril que exudaba confianza por todos los poros, además del sudor que brillaba sobre
la piel bronceada. Una sonrisa plácida y segura le alzaba la comisura de los labios.
Jacee la interpretó como la anticipación de una conquista fácil.
Se inclinó sobre el cuerpo relajado de Jonathan y susurró tuteándolo:
—En doce horas no pudiste ganar lo suficiente como para darte el lujo de
invitarme —un destello de triunfo afloró en los ojos oscuros al ver la expresión de
Jonathan.
—Puedo darme el lujo con cualquier mujer que sea una D.I. —respondió él,
enojado.
—¿D.I.?
—Delincuente impositiva —respondió Jonathan con sorna.
—¡Ya te he dicho… que la ORI cometió un error! —siseó ella con los dientes
apretados.
—Y ya te he dicho que… nosotros no cometemos errores.
—Todas las reglas tienen sus excepciones —replicó Jacee con gesto desafiante.
—Tú no eres una de ellas —respondió él, con aire aburrido. Contuvo un bostezo,
dio vuelta la cabeza y de este modo puso fin a la discusión.
Echando rayos por los ojos, Jacee enfrentó a Ruth y descargó toda la frustración
sobre su amiga.
—¿A qué viene esa sonrisita de gato de Cheshire?
—Oh, por nada —respondió Ruth, altiva.
—Entonces, ¡bórrala!
Ruth sonrió con más ganas aún y Jacee creyó oír que contenía una risita burlona.
—¿Qué te divierte tanto? —exigió Jacee, exasperada tratando de mantener la voz
baja.
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Minutos más tarde, Jacee bajaba frente a la parte trasera de su casa. La ira que
había sentido horas antes se disipó al comparar la casa del lago con la antigua y enorme
casa de ladrillos que tenía en St. Louis. Maderas oscuras, pesados brocados y
terciopelos suntuosos eran las características sobresalientes de su casa en la ciudad. En
cambio, aquí, predominaban los amplios ventanales desnudos de cortinados, la piel
natural y las telas rústicas en tonos de castaño y tostado, todo lo cual le daba una
sensación de plena libertad.
Esta casa era el símbolo de sus logros. Había escatimado y ahorrado al máximo
para comprar este trozo de cielo y ahora era suyo, el premio por varios trabajos de
plomería bien hechos. Lo había ganado en buena ley y estaba orgullosa por eso. Si esto
fuera un pecado ella sería una ferviente pecadora.
Al poco rato tenía los pescados limpios y guardados en la nevera. Después de
ducharse y lavarse el cabello, se dirigió a la cocina canturreando alegremente y allí se
aseguró de tener todos los ingredientes necesarios para freír los pescados.
Al revisar el refrigerador comprobó que Ruth había preparado la crema tártara
bien espesa y que había suficientes gaseosas en el estante inferior. Al ver las botellas
llenas del líquido castaño sintió la garganta seca y sacó una. Mientras bebía un vaso
oyó llamar a la puerta trasera. No esperaba a nadie y si fuera Tom y Ruth entrarían sin
llamar. Quizá algún vecino que venía a pedir algo prestado ya que el negocio más
cercano estaba a varios kilómetros de distancia. Abrió la puerta y la sonrisa de
bienvenida dio lugar a una expresión de incredulidad al ver a Jonathan apoyado
contra el marco de la puerta.
—¿Sí, señor Wynthrop? —preguntó ella, indiferente, sin invitarlo a entrar.
—Me gustaría hablar contigo unos minutos, si es que puedo.
—¿Sí? —repitió ella bloqueando todavía la entrada.
—¿Puedo entrar? —inquirió Jonathan mostrando cortesía.
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Hasta este encuentro con Jonathan, ningún hombre se había resistido a acariciarle
los senos desde el primer momento.
¿O habían sido sólo muchachos y no hombres? ¿Sabía él acaso que los círculos
concéntricos que iba trazando desde el omóplato hasta la cadera lanzaban fuego bajo
el roce de sus dedos?
—Bésame —jamás lo había pedido antes, pero debía satisfacer la curiosidad que
sentía.
Jacee no estaba preparada para la explosión que tuvo lugar en su interior. Los
labios de Jonathan se fundieron y sellaron con los suyos haciendo, que los fuegos
artificiales del Cuatro de Julio comenzaran antes de lo previsto detrás de sus párpados
cerrados. Había leído sobre cohetes que estallaban, lanzando bolas de fuego por la
corriente sanguínea, pero siempre lo había considerado pura palabrería. Ahora
comprobaba que no era así. Continuos estallidos multicolores encendieron una pasión
y deseo tan ardientes que arrancaron un gemido primitivo de lo más profundo de su
ser.
El beso fue cada vez más exigente. Jonathan probaba la miel en los rincones
inexplorados de su boca y cuando la fuerza de las palmas rotaban lentamente sobre
sus nalgas, Jacee arqueó su cuerpo contra el de Jonathan para sentirlo en plenitud.
—Esto es la locura —murmuró él, sin aliento, como si el beso le hubiera quemado
los pulmones.
—Entonces, llévame a Farmington —susurró ella, mencionando el hospital para
alienados.
—Sólo si podemos reservar cuartos contiguos. Jamás me saciaré de ti —murmuró
él contra los labios de Jacee antes de volver a reclamarlos.
Jonathan enredó los dedos en las largas hebras de cabello y los fuegos de artificio
comenzaron una vez más para Jacee quien lo atrajo contra su pecho tomándolo por los
hombros. Los montículos gemelos de carne tibia se endurecieron y sus crestas se
irguieron enhiestas al tocar el muro de músculos tensos del cuerpo viril.
Ninguno oyó abrirse la puerta trasera ni vio la expresión de asombro en el rostro
de Tom y antes que él pudiera pensar, las palabras “¿Quién subió?” Habían escapado
de sus labios.
Jonathan gruñó, separó los labios de los de Jacee pero no dejó de abrazarla. Ella
dejó caer sus brazos hasta apoyarlos sobre los bíceps de Jonathan y lo oyó murmurar:
—Yo —el rubor se acentuó aún más en sus mejillas al captar el significado
implícito en las palabras.
Jacee dejó escapar una risita nerviosa mientras luchaba por recobrar la
compostura perdida.
—Tom —dijo ella sin mirarlo—, tienes un pésimo sentido de la oportunidad.
Ahora, sé bueno y prepáranos unos tragos.
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Tom se dirigió a la pequeña cocina riéndose como un niño ante la crítica, y a los
pocos minutos, Jacee pudo oírlo entrechocando botellas para hacerles saber que habían
quedado de nuevo solos.
—Lamento lo que pasó —refunfuñó Jonathan, retrocediendo.
Jacee le dio la espalda, ofendida y levantó la barbilla con el orgullo herido.
“Disculpas por un beso. ¡Qué humillante!”. Unas lágrimas rebeldes amenazaron
con saltar de sus ojos al sentir un nudo en la garganta. De pronto, unas manos
vigorosas le hicieron girar en redondo para enfrentar a Jonathan.
—¡Mi Dios! Sí que eres sensible —comentó él, suave—. Me disculpaba por mi
evidente reacción incontrolable.
—¿Puedo entrar ahora? —gritó Tom desde la cocina.
—Todavía no —replicó Jonathan con rudeza.
La sonrisa que iluminó el rostro de Jacee fue como un sol abriéndose paso entre
nubarrones de tormenta.
—¿Estás bien ahora? —preguntó él.
Jacee asintió con la cabeza y una lágrima rodó por sus mejillas. Antes que pudiera
secarla con el dorso de la mano, Jonathan se la enjugó con un beso.
—Hasta tus lágrimas saben bien —bromeó él—. Tienen la cantidad exacta de sal
para contrarrestar… —rápidamente le rozó los labios con un beso—… la dulzura de
tus labios —dijo Jonathan con voz emocionada.
—¿Qué dices de la acidez de mi lengua? Desacostumbrada a los cumplidos,
cubría su turbación con palabras cáusticas.
—La pasión neutraliza el factor ácido —respondió él, dándole un abrazo.
—¿Ahora? —preguntó Tom—. Los tragos se están aguando.
—¡Ahora! —dijeron al unísono los ocupantes de la sala.
Tom lucía la querúbica sonrisa de un ángel al entrar a la sala portando tres
grandes jarros escarchados llenos de cerveza.
—¿Cómo puede aguarse la cerveza? —preguntó Jonathan arqueando una ceja.
Los jarros de vidrio tintinearon al chocar entre sí cuando Tom los depositó sobre
la mesita de café.
—¿Me creerían si…? —comenzó Tom, imitando al Súper Agente 86.
—No, no te creeríamos —respondió Jacee, riendo.
La situación embarazosa había pasado gracias a la comicidad de Tom. Jacee se
sentó en el sofá con las piernas recogidas y palmeando el almohadón a su lado, invitó
a Jonathan a que se sentara. Él sonrió, se ubicó junto a ella y le rodeó los hombros con
el brazo.
—¿Se lo dijiste? —preguntó Tom.
El brazo de Jonathan se tensó y un silencio ominoso reinó en la habitación.
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Capítulo 4
El golpe fue directo y por debajo del cinturón. Jacee volvió el rostro a los
ventanales que miraban el lago. Cuatro palabras habían robado el éxtasis que habían
compartido.
—Tom, nosotros iremos a la galería exterior y nadie debe molestarnos.
Los dedos de Jonathan eran pinzas que la tenían asida por la muñeca.
—No me iré hasta que esto haya quedado en claro —dijo, mientras la levantaba
del sofá.
Con un movimiento de karate, ella se soltó.
—La fuerza no te ayudará. En lo que a mí concierne, no hay nada que aclarar.
Ruth será tu compañera y punto.
No necesitaba ser catedrática para descifrar las intenciones de Jonathan. Él era
mayor que Tom, pero obviamente, su ego machista necesitaba un fuerte sistema de
apoyo. Si actuaba con tanta rapidez, era seguro que tendría a otra mujer esperándolo
después de la medianoche cuando la fiesta hubiera terminado.
—Si prefieres tener a Tom de juez, no tengo objeciones que hacer. Sin embargo,
creo que es justo prevenirte, no discutiremos los planes para esta noche
“exclusivamente…” —la amenazó Jonathan.
Odiaba que jugara con ella. Mañoso, insensible, inescrupuloso, eran algunos de
los epítetos que deseaba arrojarle a la cara. Y esos eran los más suaves, los otros eran
irreproducibles. Debía aceptar una discusión en privado para que Tom no supiera las
circunstancias en que lo había conocido.
Jonathan se dirigió a la puerta que daba a la galería, la abrió y le indicó a Jacee
que saliera.
—Patán despreciable —murmuró ella al salir.
Jacee se reclinó sobre la baranda para evitar el mirarlo a los ojos.
—Siempre voy a destiempo contigo —comenzó él, apoyando las manos sobre los
hombros de Jacee—. O me muevo demasiado aprisa o quedo a la zaga. Pero estoy
decidido a marchar a tu ritmo —la hizo girar y le alzó la barbilla con el dedo—. Allí
adentro estuvimos sincronizados por unos cuantos minutos.
Jacee tensó todo su cuerpo, apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas
y bloqueó la calidez que evocaban esas palabras.
—Quince minutos después que abandonaras la piscina, Ruth ideó un plan que
haría caer de rodillas a Scott.
—¿No eres un poco viejo para esos juegos? —preguntó Jacee, irónica.
—Esas fueron exactamente mis palabras a Ruth —respondió Jonathan,
satisfecho—. Pero, a los diez minutos me había convencido de que todo su futuro
amoroso dependía de mis “talentosas” manos.
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su paso. Con dedos temblorosos le apartó el cabello y trazó una huella ardiente de
besos pequeños hasta la nuca.
—Tu cabello huele a sol —murmuró él—. Esta mañana supe que deseaba hundir
el rostro en él y perderme en su suavidad.
Jacee lo escuchaba mientras lo besaba en el pecho, encantada con lo que oía.
La brisa del lago pareció unirlos aún más al envolverlos en la telaraña dorada de
las hebras del cabello de Jacee quien no pudo reprimir los sonidos inarticulados que
escapaban de su pecho.
Bajar las barreras era a la vez excitante y alarmante, pero permitir que Jonathan
la franqueara podría resultar peligroso. Sin embargo, la sangre palpitante que corría
por sus venas ignoró el peligro.
—Jonathan… oh… Jonathan. Me mareas. Vamos demasiado aprisa —susurró ella
contra el calor que palpitaba en la garganta varonil.
Él la abrazó con más fuerza, le mordisqueó el lóbulo de la oreja y se separó un
poco. Su aliento entrecortado dio de lleno en el rostro de Jacee antes de volver a besarla
con ardor ya que era incapaz de reprimir el deseo que lo dominaba. Luego, retrocedió
unos pasos y le habló:
—Esto no es suficiente. Quiero mucho más de ti. Pero… lo haremos lentamente.
Jacee hubiera dicho las mismas palabras pues sentía del mismo modo. Debían ser
cautos con la extraña corriente que los envolvía en el instante en que se tocaban.
—¿A qué hora saldremos todos esta noche?
No podía decir: ¿Cuándo pasarás a buscar a Ruth? No quería ser partícipe del
juego.
—La cena es a las ocho. Ruth nos invitó a Kay y a mí a tomar unos tragos antes
de la comida.
—¿Es entonces cuando Scotty recibe el tratamiento sorpresa? —preguntó con
falsa alegría.
Las hebras de cabello continuaban acariciando el rostro de Jonathan y ella,
impaciente, lo recogió detrás de la oreja.
Jonathan le tomó la mano y la llevó a sus labios para depositar un beso en la
palma y seguir con la punta de la lengua la línea de la vida.
—No crees un problema donde no existe —rogó Jonathan pasando el dorso de la
mano de Jacee sobre su mejilla. La textura de papel de lija era tal como ella había
imaginado.
—Trataré de no hacerlo —respondió ella, solemne.
—Será mejor que me vaya antes de sentir la necesidad de convencerte de nuevo
—una amplia sonrisa apareció en su rostro—. Ven, acompáñame hasta la puerta así
tendré una excusa para besarte otra vez.
—Necesitas una excusa para besarme —lo acusó ella, bromeando.
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—Lo hago —respondió Jacee con una amplia sonrisa—. No coquetees demasiado
con él esta noche, ¿eh, amiga?
Ruth devolvió la sonrisa con algo de picardía y bajó los peldaños apretando la
bolsa de playa contra su pecho.
Jacee recogió los jarros, los llevó a la cocina y los colocó en el lavaplatos. Se apoyó
en el fregadero y observó las hojas del filodendro que se balanceaban por la corriente
de aire del acondicionador. El movimiento acompasado de la planta la hipnotizó,
inmovilizándola.
¿Era el amor un juego donde los participantes se manipulaban mutuamente?
¿Acaso lo que sentía cada vez que Jonathan la rozaba la convertía en una participante
del juego? ¿Sería él un jugador consumado que la conmovía a su antojo sin que ella se
diera cuenta?
El recuerdo del abrazo hizo que sus pechos se endurecieran y se irguieran los
pezones. Se preguntó si las manos de Jonathan podrían contener sus senos y
acariciarlos. Inmersa en la ensoñación, casi podía sentir su lengua trazando círculos,
lamiendo y reanimando los montículos de carne. El dolor producido por el deseo
comenzó a palpitar dentro de su ser al imaginar la cabeza desteñida por el sol,
recostada en el valle de sus senos. Pasó las manos por el hueco entre los senos, por loa
músculos firmes del estómago hasta el centro del vientre. Se deleitaba imaginando que
eran las manos de Jonathan las que la acariciaban arqueando su cuerpo contra el suyo.
Era algo real. Maravilloso y no era un juego.
El timbre de la puerta la sobresaltó haciéndola regresar a la realidad. Se dirigió a
la puerta sintiéndose algo culpable por la fantasía sexual que había tenido y oyó que
el timbre volvía a sonar.
—¡Scotty! Entra —saludó ella, efusiva.
—Gracias. Hace calor aquí —el rostro redondo y rosado corno el de un querubín,
mostraba una sonrisa feliz dirigida a su amiga, cliente y anfitriona por el fin de semana.
Dejó la maleta en el piso y pasó un pañuelo por el rostro empapado de traspiración—
. Este aire acondicionado me ha hecho revivir. ¿Están los otros aquí? —de mediana
altura y cuerpo robusto, era un hombre agradable cuyo rostro regordete y escaso
cabello lo hacían aun más simpático.
—Mmmm-hmmm. Vinieron anoche.
—¡Tom! ¡Ruth! Ya llegué —gritó, guardando el pañuelo en el bolsillo.
Minutos más tarde se reunían para intercambiar abrazos, apretones de mano y
saludos.
Jacee sonrió al ver el entusiasmo de Ruth al abrazar a Scotty. ¿Cómo lograría
hacerle creer que estaba enamorada de otro hombre después de un abrazo tan efusivo?
Scotty adivinaría el juego de inmediato, a menos que fuera ciego.
—Hey, viejo, será mejor que lleves tu equipaje abajó y te prepares —dijo Tom
después de mirar la hora.
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Capítulo 5
El plan fue un desastre desde las presentaciones pasando por los tragos hasta la
cena.
Kay y Tom abandonaron el grupo enseguida de cenar. ¡Jacee, Scotty, Jonathan y
Ruth quedaron en silencio en el pabellón de madera que miraba hacia la isla,
esperando que comenzaran los fuegos artificiales.
Jacee estaba malhumorada por la velada perdida. Mientras bebían los aperitivos,
había escuchado los cumplidos de Jonathan acerca del cabello, la figura agraciada y el
vestido elegante de Ruth, lo cual hizo que ella, vestida con un conjunto rojo, se sintiera
como un buzón. Si hubiera podido les habría dado veneno a los tres. Aquello no era
un juego amoroso, era la guerra. El holocausto nuclear no podría ser tan devastador.
Si el aperitivo fue malo, la cena fue mucho peor. Scotty había desmenuzado la
carne y le había dado de comer en la boca, mirándola con ojos de enamorado, le había
sonreído, guiñando los ojos, acariciando la mano y lo peor de todo… le había
susurrado al oído. Cuando ella le ordenara que no continuara con el juego, él la había
tomado por la barbilla y le había pedido que no le susurrara arrumacos frente a los
invitados. Scotty disfrutaba a lo loco, mientras todos los demás sufrían.
La mirada de Jonathan se tornó dura.
¿Creería que a ella le agradaba la situación? Scotty estaba demasiado ocupado
como para notar el brazo de Jonathan sobre los hombros de Ruth o los besos que ella
le daba. Los esfuerzos de ambos menguaron, los de Scotty fueron más evidentes y la
desesperación de Jacee fue en aumento.
—Muñequita, si quisiéramos ir al otro lado del lago, podríamos hacerlo saltando
de bote en bote —comentó Scotty.
—Tírate al lago y ahógate —oyó que murmuraba Ruth a su lado. Jonathan del
otro lado, mantenía un silencio siniestro.
Cuando Scotty le tomó la mano y le besó cada una de las uñas, Jacee gimió y Ruth
y Jonathan lanzaron miradas feroces.
—Adoro tus dulces gemidos de pasión —dijo Scotty e inclinándose hacia Ruth le
preguntó—. ¿Tuvimos suficiente, nena? ¿O debemos continuar con esta farsa toda la
noche?
—Yo he tenido suficiente —replicó Jacee antes que Ruth pudiera hacerlo. Se puso
de pie y la enfrentó—. No soporto más.
Ambas cambiaron de lugar en la mesa en absoluto silencio.
—Bravo —murmuró Jonathan al oído de Jacee—. Si nos perdonan —dijo,
dirigiéndose a la otra pareja—, nosotros daremos un paseo hasta que comiencen los
fuegos artificiales —entrelazó los dedos con los de Jacee y no esperó respuesta.
Minutos después se hallaban en un sendero oscuro que bordeaba el lago. Las
zancadas de Jonathan hicieron que Jacee trotara a su lado. Se rebeló ante el trato poco
caballeresco, hundió los talones en el suelo y trató de detenerlo.
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—¿Nos entrenamos para las Olimpiadas? —preguntó ella con sarcasmo al tiempo
que liberaba su mano de un tirón.
Jonathan resopló y continuó su camino internándose en la oscuridad. Jacee tomó
envión y lo alcanzó, bloqueándole el camino.
—¿Bien? —exigió ella—. ¿Cuál es el problema?
—Tú —respondió él, conciso, la esquivó y siguió a paso acelerado.
—¿Yo?
—Deja que se me pase la furia caminando, ¿quieres? —dijo él sobre el hombro.
—¿Furia? —repitió ella, anonadada, deteniéndose. “Se deshace en cumplidos con
Ruth y ahora él es el que está furioso”, rezongó para sí. Ellos establecen las reglas del
juego, Scotty las retuerce a su antojo y ¿ella tiene que tolerar al jugador fugitivo?
—Jonathan —le gritó—. Yo regreso. Están por empezar los fuegos artificiales.
—¡No lo hagas! —la orden negativa demoró su partida.
Una conocida contracción muscular en la pierna derecha fue el único motivo por
el cual no retrocedió a toda prisa.
—¡Maldición! —exclamó Jacee por lo bajo—. ¿Por qué no seré como todo el
mundo y en vez de sufrir así me diera un simple dolor de cabeza cuando estoy
enojada? —se quejó mientras intentaba relajar los músculos de la pierna. Se sentó en
el suelo con la pierna izquierda estirada y la derecha recogida contra el pecho. Masajeó
la pantorrilla gimiendo de dolor—. ¡Grandioso! ¡Simplemente grandioso! —exclamó
masajeando con más fuerza.
El ruido de unos pasos pesados a sus espaldas señalaron el regreso de Jonathan.
Jacee le hizo una mueca de bienvenida. El nudo de la pierna se endureció.
—¿Un calambre? —preguntó él, arrodillándose.
Jacee meneó la cabeza y le contestó apretando los dientes:
—Esta es mi versión de la migraña.
Jonathan le retiró la mano y comenzó a dar masajes en la pantorrilla con ambas
manos. Lentamente los músculos se relajaron volviéndose laxos.
—¿Tienes estos calambres a menudo?
Ella contuvo el aliento pues el doloroso hormigueo que sentía en toda la pierna
se hizo insoportable. Esta sensación era más intensa que si se le hubiera dormido el pie
tornándose insensible y luego despertándose. Por fin, el hormigueo cesó.
—No desde que dejé la adolescencia.
—¿Te sientes mejor? —preguntó él, mostrando preocupación.
—Se ha ido, pero no lo he olvidado. ¿Y tú?
—Lo mismo —se inclinó y besó la rodilla de Jacee—. El jueguito de Ruth casi
termina con una trompada en la boca de Scotty; la tenía bien merecida —declaró él,
sombrío. Se sentó sobre los talones y miró fijamente a Jacee.
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—Fue un jugador incauto —dijo Jacee, riendo—. Un solo bocado más en la boca
y yo lo hubiera golpeado con un soldador —la risa musical aumentó al visualizar la
amenaza.
—A ti te encantó —Jonathan no reía—. Le susurrabas palabras dulces al oído
entre bocado y bocado —acusó él.
Jacee rio más fuerte aún, recogió las piernas contra el pecho y estiró la falda
pantalón cubriéndose las rodillas.
—Tú y Ruth estaban bien acaramelados y Scotty los ignoró. ¿Estás celoso?
—Un poco —admitió él a regañadientes. Una sonrisa tímida asomó a sus labios,
se acercó a ella y le formuló la misma pregunta que Jacee le hiciera momentos antes:
—¿Y tú?
—La gente se pone celosa cuando… alguien le interesa —respondió, eludiendo
la pregunta directa.
—A mí me interesas —dijo él, suavemente.
—¿Un poco?
Jonathan le tomó la mano y presionó la palma contra su boca causándole un
agradable cosquilleo al mover los labios para hablar.
—¿Quieres saber cuánto? ¿Si es mucho o poco? —los dientes mordisquearon la
carne debajo del pulgar.
—Yo soy de Missoury. Muéstramelo —el lema estatal le sirvió.
Él le estiró los dedos y comenzó a besarle los nudillos. Una sensación deliciosa
de anticipación le recorrió el cuerpo y le entreabrió los labios, cerrándole los ojos. Le
dio vuelta la mano y besó la palma al comienzo de cada dedo.
—¿Qué dirías si fueras asaltada con pasión aquí y ahora?
—Recibirías la misma respuesta.
—Señorita…
Jacee sintió la mirada penetrante en el rostro. Abrió los ojos con pereza y un fuego
de cobre comenzó a brillar en la oscuridad.
Se reclinó sobre los codos, invitándolo. Ella ni siquiera notó los guijarros que se
incrustaban en su piel. Tenía centrada su atención en la luz plateada que desafiaba la
oscuridad al acercarse poco a poco.
—Señorita… —la palabra simple fue dicha casi en un susurro.
El aterciopelado cielo negro estalló con brillantes chispas de fuego. El estruendo
del primer cohete de prueba retumbó por las colinas silenciosas.
—… vamos —Se puso de pie con agilidad y un temblor recorrió la mano
extendida hacia Jacee.
El brillo cobrizo desapareció extinguido por la desilusión al ponerse de pie a su
lado.
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Jacee se encogió como si la hubieran abofeteado aunque rio con todos. La mano
que tenía sobre la rodilla se movió hacia arriba y le apretó la carne. ¿Esas manos que
le devastaban los sentidos serían las mismas que le clausurarían el negocio? ¿Podría
separar al agente del hombre? ¿Ubicar sus emociones en departamentos estancos?
Toda ella se tensó.
—No te preocupes —susurró Jonathan, percibiendo sus temores—. No tienes
nada que temer si todo ha sido pagado. Es una promesa.
“Todo ha sido pagado”, pensó. Louise era eficiente en su trabajo. Todo estaba en
regla.
—¿Vienes a bailar conmigo?
Jacee siguió a Jonathan al espacio reservado para la danza. El entregarse a sus
brazos era tan natural como abrir la puerta de su casa. Era el mejor lugar en el que
podía estar.
Bailaron al unísono moviéndose apenas y balanceándose al ritmo de la música.
Jacee cerró los ojos y se extasió con el contacto de los cuerpos, entrelazó los dedos
detrás de la nuca de Jonathan y le acarició el cuello.
—Seductora —susurró él y su aliento perfumó el aire.
—Mmm —respondió ella al sentir las manos de Jonathan subir por la espalda y
volver a descansar sobre las caderas.
—Eres como un gatito mimoso cuando te acaricio la espalda. Te estiras,
ronroneas y pides más.
—Me enloquece —confesó ella, suave.
Jonathan rio entre dientes y le acarició más la espalda.
—Dime siempre lo que te agrada. Deseo complacerte en todo —murmuró con
voz ronca.
—Sólo si tú haces lo mismo.
—Mujer, con sólo mirarte, observar las pecas cobrizas encendidas, haces que
desee… bien, para usar tus palabras, me enloqueces.
Jacee se apretó más contra él y besó el pulso que latía en su garganta. Aspiró el
aroma a madera de la colonia que usaba y dejó que la lengua pasara por encima de la
vena. Salado, con un dejo de algo más, pensó. Trató de descifrar el sabor, abrió los
labios y suavemente comenzó a saborear la piel. Fuera lo que fuese, ella supo que se
volvería adicta. Unos segundos más tarde, Jonathan dejó escapar un sonido gutural;
los labios de Jacee sintieron la vibración. Entonces, mordisqueó la piel con deleite.
De inmediato, las manos viriles apretaron las caderas de Jacee contra su cuerpo
para mostrarle la reacción ante la caricia.
—Te diría que no siguieras, pero es demasiado tarde.
—Sabes bien, me agrada —respondió Jacee al oído. Abrió los ojos y acarició la
oreja de Jonathan, mientras observaba sus facciones con detenimiento.
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Recordó que al verlo por primera vez frente a su escritorio, había pensado que
era muy atractivo. Pasó las yemas de los dedos por el cabello desteñido por el sol. Era
suave, increíblemente suave y fino. Recorrió luego la mejilla hasta el mentón. Deseaba
conocer todas las texturas de su piel.
Mientras tanto, Jonathan la sostenía por las caderas. Lentamente se separó de
Jacee. Se angustió pensando que había sido demasiado atrevida, demasiado sensual y
permitió que la distancia se ampliara. Bajó la cabeza para ocultar el rubor que le teñía
las mejillas y apenas oyó las palabras que él decía.
—La música está a punto de terminar y necesito tiempo para… relajarme antes
de regresar a nuestra mesa —explicó él—. Quiero que me toques, pero paso las de Caín
al no poder hacer lo mismo.
Ella alzó la cabeza y vio una expresión de anhelo reflejada en el rostro del hombre
antes que una amplia sonrisa lo iluminara. Él le guiñó un ojo y después de un corto
beso ardiente la guió a la mesa.
Una botella de champán dentro de un balde de hielo decoraba el centro de la
mesa con una nota colgando del gollete. Diviértanse. Decidimos conducir hasta Springfield
para anunciar la buena nueva a los padres de Ruth. Ya pagué la cuenta.
—Pagó la cuenta firmando con mi nombre —rezongó Jacee.
Sorprendido, Jonathan arqueó una ceja y la miró.
—Scotty lo carga a la cuenta de impuestos anuales para deducirlo del negocio.
Champán en lugar de dos martinis —la explicación escapó de sus labios antes de que
recordara que hablaba con un agente de la ORI.
Se cubrió la boca con la mano rápidamente.
—Los gastos del contador y los de representación para agasajar a un cliente son
deducciones legales —declaró Jonathan, sonriendo ante el intento de Jacee de guardar
en secreto la evasión de los impuestos.
Nerviosa, ella bajó la mano. Debía cuidar su lengua. No sabía mucho de leyes.
Un sólo desliz verbal podría hacerla caer en un mar de problemas.
—No debes y lo sabes —dijo él, tierno.
—¿No debo qué?
—No debes preocuparte de que reúna información para usar en tu contra —le
alzó la mano y le besó la suave piel de la muñeca—. El martes pediré que me retiren
de tu caso.
Bebieron el champán en silencio pues ambos estaban inmersos en sus propios
pensamientos.
Jacee se enfrascó en las burbujas del champán. ¿Si Jonathan se retiraba del caso
habría alguna diferencia? Un negocio clausurado era un negocio clausurado. Ella
abogaba por los pequeños comerciantes, él por el gobierno y los dos jamás se unirían,
pensó pesarosa.
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Quizá los pensamientos habían corrido paralelos como las cañerías de agua
caliente y fría en una casa cada una sirviendo un propósito determinado, pero sin
tocarse nunca.
—Vamos —dijo Jonathan, poniéndose de pie. Tenía los labios apretados.
Jacee corrió la silla plegadiza contra el piso de madera y golpeó el brazo de otro
comensal al ponerse de pie.
—Lo siento —se disculpó sin mirarlo. Demasiada introspección la volvía torpe.
Jonathan, cortés, la tomó del brazo y la guió por entre la multitud de jubilosos
veraneantes hacia el área de estacionamiento.
—¿Quieres ir a esquiar mañana? —preguntó Jonathan.
—¿Quieres ir a pescar? —repreguntó ella para marcar las diferencias entre
ambos.
—No soy un buen pescador —replicó él mirándola con cautela.
—No soy buena esquiadora —Jacee meneó la cabeza con pesar.
—¿Qué te parece si nos encontramos en la piscina a la mañana temprano? —
sugirió él, como intentando encontrar algo que los uniera.
—Yo nado en el lago —respondió ella con voz monótona.
—¿Deseas iniciar una pelea o sólo quieres demostrar que eres dogmática? —
preguntó él mientras abría la portezuela de su auto.
Jacee subió al auto sin responder. Podía oír los pasos de Jonathan al rodear el
vehículo para subir frente al volante. Era ridículo no tratar de superar las diferencias,
se dijo. ¿Qué deseaba probar? Suspiró, pues conocía la respuesta. Cualquier excusa de
incompatibilidad entre ellos era más fácil de aceptar que la posibilidad de involucrarse
emocionalmente.
Jonathan se deslizó frente al volante, insertó la llave y la hizo girar. No sucedió
nada. Verificó todo y lo intentó de nuevo. Nada.
—¡Grandioso! —musitó él—. Tendremos que tomar el ómnibus hasta tu casa.
—Las terminales de la batería deben estar sulfatadas. ¿Por qué no las limpias en
lugar de dejar el auto aquí?
Él dejó el motor a la vista y se recostó en el respaldo de la butaca.
—Supongo que sabes cómo hacerlo —dijo él, resignado.
—Por supuesto. Todo el mundo sabe —la respuesta despectiva quedó trunca por
una risita contenida—. ¿No sabes hacerlo?
—Yo toco el piano —respondió él, con un dejo de humor.
—¿El piano? ¿Te ayuda a reparar el auto? —inquinó ella, perpleja ante esa
declaración.
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—No, pero eso explica lo que yo hacía mientras los otros muchachos trabajaban
en sus autos —los ojos brillaban por la risa contenida. Se inclinó hacia la derecha y
rozó los labios de Jacee con los suyos—. ¿Quieres enseñarme?
—Si me enseñas a esquiar.
—Y tú puedes enseñarme a pescar.
—Y nadaremos —en realidad ella prefería el agua del lago.
—Desnudos en el lago —las palabras fueron dichas antes que ella se
comprometiera más. Las risas de ambos estallaron al unísono en el interior del auto.
Jacee pasó los brazos alrededor del cuello de Jonathan y plantó un beso gozoso
en sus labios. Cuando él la apretujó contra el pecho, sintió un estremecimiento por
todo el cuerpo. Él le sostuvo la cabeza, con gruesas trenzas, contra su rostro y con los
labios unidos las diferencias eran infinitesimales. Sólo el ahora y el aquí era lo que
ambos querían.
Al separarse, ella vio que Jonathan le escudriñaba el rostro en busca de signos de
temor, encontrando que sólo irradiaba pasión. La sed que sentía no podía ser saciada
con un beso. Entonces, ella deslizó las manos para acariciarle la mata de vello crespo
que cubría su pecho. Él dejó escapar un gemido y la sentó sobre sus rodillas.
Dos veces intentó Jonathan escapar del embrujo presionando el rostro contra la
mejilla de Jacee, pero volvía a besarla en la boca con codicia. Con manos temblorosas
la tomó por los hombros y la devolvió a su butaca.
—No lo haremos en el auto como los adolescentes —dijo él, meneando la cabeza
de izquierda a derecha—. Estoy decidido a no hacerte el amor en nada que no sea una
cómoda cama bien amplia, pero te deseo tanto que tiemblo entero.
Para probar lo dicho, estiró la mano a la altura del tablero. La mano temblaba
apenas.
La promesa proferida por Jonathan no impidió que el corazón de Jacee perdiera
el ritmo. Cualquiera fuera la palabra elegida, amor, lujuria, deseo, necesidad,
temporario, permanente, ella supo que el deseo era recíproco.
—¡Maldición! —el puño de Jonathan golpeó contra el tablero mostrando su
frustración—. Ambos tenemos nuestras casas llenas de invitados y el hotel está repleto
—enumeró las opciones inútilmente. Cerró los ojos y reclinó la cabeza.
Jacee pudo haber alisado las líneas paralelas que le surcaban la frente, pero no lo
hizo. Tocarlo hubiera sido como acercar un fósforo encendido a un polvorín. La
delgada línea de control sobre el deseo estaba estirada al máximo. Abrió la portezuela
y dijo en voz muy baja:
—Arreglaré el auto.
Se dirigió al frente del auto con piernas temblorosas y comprobó que había tenido
razón. Los bornes estaban sulfatados.
—¿Tienes algunas herramientas en el baúl? —preguntó ella.
—No.
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La necesidad es la madre de la inventiva, por lo que ella soltó sus trenzas y con
una horquilla raspó los bornes, retirando toda la mugre acumulada y rogó que este
arreglo temporario fuera suficiente para hacer arrancar el auto. Revisó también el
alternador y quedó satisfecha.
—Inténtalo —le dijo.
Al oír el chasquido del arranque, ella movió el cable y vio saltar chispas azules
cuando el auto se puso en marcha. Se limpió las palmas de las manos en la parte
posterior de la falda pantalón dejando una marca oscura. Al darse cuenta de que había
arruinado otra prenda de salir, sacudió la cabeza disgustada.
—¿Tienes alguna cosa sobre la que pudiera sentarme? —lo último que deseaba
hacer era manchar el tapizado con grasa.
Sonriendo divertido, él palmeó sus rodillas. Ella meneó la cabeza y torciendo la
falda partida le mostró la impresión negra de sus manos sobre la tela. Al notar el
problema, Jonathan se estiró hacia atrás y le alcanzó una toalla que sacó del asiento
trasero.
Poco tiempo después habían salido del estacionamiento y enfilado por el camino
lleno de curvas hacia la casa de Jacee. Cada tanto, las luces del alumbrado iluminaban
el interior del auto.
—¿Me llevarás a pescar mañana por la mañana?
—¿A las siete es muy temprano?
—Ninguna hora es demasiado temprano. No dormiré esta noche.
Jacee tampoco lo haría. Pasaría la noche reviviendo lo que había sucedido… y
anticipando lo que sucedería.
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Capítulo 6
—Usaré gusanos —dijo Jonathan, enfático.
Ambos estaban sentados en los extremos opuestos del bote de pesca sobre los
silloncitos con pedestal. Jacee, vestida con unos viejos jeans cortados y una camisa
suelta, se sentía desaliñada al compararlos con el atuendo de shorts y camisa rojo de
Jonathan.
La noche anterior había terminado con un beso casto en la puerta, y como lo había
previsto, sin dormir un segundo. Estaba cansada… y frustrada… e irritable consigo
misma por no poder gozar de su segundo amor, la pesca.
—Sólo pescarás basura si usas esa carnada. No puedo enseñarte a pescar si te
rehúsas a aprender por ser terco —su irritación le impedía usar el tacto.
Jonathan azotó la caña dentro del soporte y la miró furioso.
—¿Qué te sucede esta mañana? No has hecho otra cosa que rezongar desde que
anclamos —se desprendió de la camisa y quedó de pie con los brazos en jarra
esperando una respuesta.
Jacee lo miró con fijeza y admiró el físico escultural. Se encogió de hombros y
retorció la punta de la caña. Jonathan se zambulló en el agua sin esperar nada más.
Salió a la superficie y comenzó a nadar cerca de las Palisades con brazadas fuertes y
seguras, alejándose del bote.
Jacee cerró los ojos para aislarse de Jonathan y de todo lo que la rodeaba. La muda
respuesta que había dado a Jonathan no contestaba su pregunta ni la que ella se
formulaba. ¿Por qué actuaba como una arpía? Oh peor, tuvo que reconocer.
Malintencionada era la única palabra adecuada para describir sus actos. Jacee sonrió.
Lujuriosa bien podría ser la otra.
La mañana entera había sido arruinada por una lujuriosa malintencionada. El
autorretrato era horrible.
Recogió la línea y decidió hacer algo al respecto. Dejó la caña en el soporte y se
quitó la ropa. Quedó en traje de baño. Segundos más tarde estaba en el lago nadando
en dirección a Jonathan.
—Espérame —le gritó mientras acortaba la distancia con estilo libre.
Él la esperó flotando.
Cuando ella estuvo a manos de una brazada de distancia se lanzó hacia su cuello.
El beso que le dio fue rápido y brutal, hundiéndolos. Los labios permanecieron unidos
compartiendo el oxígeno debajo del agua. Ella rodeó el cuerpo de Jonathan con el suyo
y así enlazados volvieron lentamente a la superficie en busca de aire. Jonathan movió
las piernas dando patadas poderosas para mantenerlos a flote. De pronto, él tiró la
cabeza atrás y lanzó una estruendosa carcajada.
—¡Gracias a Dios! Necesitaba este beso con desesperación.
—Pudiste haberme besado —declaró ella, peleadora.
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acompañante. Él permanecía quieto observando los rulos sueltos que se secaban con
el aire, y que le azotaban el rostro. Jonathan le soltó el broche que mantenía la cola de
caballo en su lugar y le brillaron los ojos al ver el cabello suelto al viento.
El timón casi saltó de las manos de Jacee cuando él lo hizo girar en redondo para
dirigir la nave en dirección contraria a la que llevaba. Puso proa al canal principal,
sorprendiéndola.
—¿Qué estás haciendo? —gritó ella, reduciendo la velocidad.
—Viendo cómo se seca tu cabello. Te mostraré donde ir —y volvió a poner el
motor a toda marcha.
La proa de la lancha luchaba contra las corrientes encontradas que producían los
botes más grandes y potentes, cuyos tripulantes, veraneantes amistosos, los saludaban
con los brazos en alto. Jonathan sonreía feliz pues disfrutaba como un niño de esa
carrera escalofriante. Llamó la atención de Jacee tocándole el hombro y haciendo señas
para que doblara a la derecha en la caleta más próxima. Ella aminoró la marcha
encogiéndose de hombros y dejó que la lancha se deslizara hacia el lugar indicado.
—Atraca en el segundo muelle privado —instruyó él.
—¿Para qué? No planearás visitar a alguien ahora, ¿o sí?
—¿Por qué no? ¿No quieres pescar o esquiar? —bromeó él con aire inocente.
—Tampoco quiero visitar a nadie y de eso estoy bien segura —respondió virando
la lancha fuera del muelle, desilusionada.
—Por una vez en tu testaruda vida independiente haz como se te dice —la orden
fue suavizada por la sonrisa cálida de Jonathan.
La lancha giró en U y luego se deslizó hacia el muelle vacío. Jacee apagó el motor.
—¿Quién vive acá? —recorrió con la mirada la colina cubierta de árboles, donde,
oculto por el espeso follaje descubrió una pequeña casa.
—Ya verás —respondió él, misterioso.
—No estoy vestida como para impresionar bien a nadie —señaló Jacee
poniéndose de pie y estirando el traje de baño amarillo brillante.
Jonathan saltó al muelle y aseguró el bote.
—Te ves maravillosa. Quizá algo cargada de ropa —continuó él bromeando
mientras le recorría el cuerpo con la mirada.
—¿Es la casa de tu tía? —trató de adivinar Jacee.
—No. La tía de Jess y Kay sólo estaban de visita.
—¿Es tu casa?
—Muy astuta, señorita Warner —se burló él al tiempo que la ayudaba a salir de
la lancha—. Soy miembro del Sol-y-Diversión aquí en el Tan-Tar-A, pero no lo uso
muy a menudo. De otra manera te hubiera conocido mucho antes.
Jacee subió los peldaños empinados y se detuvo para recobrar el aliento.
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Sin prisa trazó un camino ardiente y húmedo desde la cadera a los pies con labios,
lengua y dientes que parecían alimentar el fuego volátil que ardía bajo la piel dorada.
Las manos hábiles le sostenían las piernas por los tobillos mientras Jonathan masajeaba
y lamía cada uno de los dedos de los pies. Las plantas, terriblemente cosquillosas
normalmente, fueron lamidas y mordisqueadas sin producirle otra cosa que placer.
Sonriendo ante la sensación tan intensa y agradable, ella se recostó sobre las
almohadas para observar la cabeza rubia inclinada sobre sus pies dedicada a
complacerla. Todo esto era maravilloso y absolutamente sensual.
Su forma de hacer el amor era más lento que la aguja horaria en la esfera del reloj.
No apresuró nada en absoluto. El tiempo era un factor ilimitado. Jacee reconoció el
poder de la paciencia de Jonathan que deseaba que el primer acto de amor fuera
inolvidable para ella.
Al sentir sus labios correr por la pierna desde el tobillo hasta la rodilla
comprendió que él se interesaba vivamente ya que demostraba que ésta no era la
cópula rápida inspirada de la lujuria. Era algo más. La expresión reman ida
“adorándola ante el altar de su cuerpo” cobraba vida ahora. Cada beso, cada caricia
era un acto de adoración que expresaba cariño y amor.
Le subió la sangre a la cabeza mientras los pequeños gritos inarticulados se
clavaban en su pecho. Las sensaciones eran demasiado agradables y la llenaban de
placer pero bordeaban el dolor. Cómo podía controlarse él cuando ella parecía partirse
en trozos bajo el roce de las manos varoniles. Sintió que subía por una espiral y tuvo
miedo de alcanzar la cúspide sin él. Frenética por el temor, le tiró del cabello.
Jacee le suplicó arqueando más su cuerpo. Él quedó encima del cuerpo febril y
lentamente, muy lentamente introdujo su virilidad hasta lo más profundo de la
femineidad ofrecida. Adentro, muy adentro y aún así continuó sondeándola. Los ojos
oscuros se abrieron desmesuradamente.
—Relájate, amor. Tu calor me está consumiendo.
Aferrándole las caderas, él lanzó la estocada final y ella creyó que se partiría en
dos. Pero no hubo ningún dolor. Había sido creada para él.
Se movieron al unísono y el frenesí que él había creado la llevaba a un éxtasis
imposible de describir con palabras. Las embestidas suaves y rítmicas se tornaron
exigentes y juntos comenzaron a ascender por la espiral sublime del amor. El calor
quemante del sol parecía calcinarlos pero sólo era la lucha apasionada para alcanzar
el pico máximo de la sexualidad. En ese sentido, ambos gritaron el nombre del otro al
unísono.
Con jadeos erráticos llenaron los pulmones para regresar al cómodo lecho que les
había servido de almohadilla de lanzamiento para el vuelo pasional.
Jonathan la alzó por los hombros y le soltó el cabello que tenía prisionero debajo
de la espalda. Luego, se tendió a su lado.
—Es hermoso —murmuró él, dejando que las hebras se deslizaran entre sus
dedos. Lo extendió sobre su pecho y agregó—. Es una manta más suave que la seda.
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Jacee no podía articular palabra. Deseaba expresar todas las emociones que le
embargaban, pero le era imposible hacerlo. ¿Cómo podía explicar lo sublime? ¿La
sensación de unicidad que había experimentado? ¿Sabría Jonathan los temores que
había exorcizado? Lo amo, musitó para sí. Sin embargo, la mirada profunda y
emocionada comunicó su amor en silencio.
—Mía —dijo él en voz muy baja.
La simple palabra le llego al corazón.
—¿Jonathan?
—¿Hmm?
—Gracias.
—Las gracias no son necesarias. El regalo que me has hecho es exquisito, más
precioso que cualquier cosa que haya recibido en mi vida.
La expresión de ternura que ella vio agregó profundidad a sus palabras.
Rozaron sus labios y saborearon la miel del amor compartido. Jacee quiso
comunicarle la felicidad que la invadía. Luego, apoyó la cabeza en el hueco del hombro
y luchó contra la pesadez de sus párpados, pero perdió la batalla. Adormilada, creyó
oír que Jonathan musitaba: “Eres mía, Jacee, amor”, pero podía ser parte de un sueño.
Poco después, Jacee despertó por un cosquilleo en el seno que le endureció el
pezón. Entonces, sonrió satisfecha y se desperezó.
—Eres muy sexy cuando te desperezas de esa manera —comentó Jonathan antes
de cubrir el pezón con sus labios húmedos y mordisquearlo para sensibilizado más.
Extasiada, ella recogió una pierna y el muslo rozó contra la dureza viril de Jonathan.
—¿Siempre te levantas tan temprano? —preguntó ella, divertida.
Le acarició la cabeza con los dedos y los labios y retuvo el aliento bruscamente
cuando oyó la respuesta.
—Hace mucho que estoy levantado.
—¿Siempre te despiertas —lo rodeó con la mano—… de esta manera? —
preguntó ella, riendo.
Jonathan hundió el rostro entre los pechos y gimió el nombre de Jacee. Sus largos
dedos descendieron por el vientre femenino, acicateando la carne rosada mientras ella
continuaba acariciándolo con ardor.
—Dejé que durmieras hasta que no pude soportarlo por más tiempo —dijo él,
con la cabeza apoyada en el valle de los senos—. ¿Eres demasiado frágil? —preguntó,
dando prioridad al bienestar de Jacee antes que a su necesidad.
—¿Qué harías si dijera que sí?
La mano que hacía brotar el fuego que la quemaba cesó en su movimiento erótico.
—Podría aullar como un animal, pero no lo soy. Jamás te lastimaría a propósito.
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Ella giró las caderas contra la palma de la mano de Jonathan permitiendo que los
dedos reanudaran la actividad erótica.
—Me estás volviendo loco. Una vez más, mujer, antes que pierda totalmente el
control, ¿eres demasiado sensitiva?
—Mmm. Quizá —bromeó ella, adoraba el poder de controlar a este hombre viril
y fuerte.
—¡Ah-ha! Me tomas el pelo —el relámpago que iluminó los ojos grises debió
advertirla. Él rodó rápidamente por la cama y se levantó.
—Jonathan, regresa a la cama —exigió ella, abriendo los brazos.
El cuadro incitante que se presentó ante la vista de Jonathan era más de lo que
podía resistir. Desnuda hasta la cintura, el cabello esparcido sobre la almohada y los
labios todavía inflamados por los besos apasionados era la imagen de la pasión.
Los cuerpos se fundieron instantáneamente. Las bromas incitantes de Jacee
encendieron un fuego que Jonathan no pudo controlar. Con mucho de rudeza, él la
dominó con su cuerpo como ella lo había hecho con palabras. El acto de amor fue breve
y rápido, pero completo y casi lindando con lo salvaje.
Cuando se aquietaron los ánimos y la respiración volvió a lo normal, Jonathan la
miró, inquisitivo.
—¿Te hice doler? Jamás pierdo el control como ahora al hacer el amor. Eres
demasiado sexy para tu propio bien.
—No, no me hiciste doler. Pero, con toda sinceridad, será mejor que no pasemos
todo el día en la cama o no podré salir de la casa.
La voz y la mirada de Jonathan contenía la misma ternura que viera antes en
ellas.
—Te amo, Jacee Warner.
—Yo también te amo, Jonathan Wynthrop.
—Comenzaba a preguntarme si lo dirías alguna vez —dijo él, besándole la nariz
respingada—. Dilo nuevamente y más alto.
—Te amo. Te amo. Te amo —las palabras fueron subiendo de tono.
Felices por la alegría de descubrir el amor quedaron abrazados por largo tiempo.
—¿Qué te parece si nos damos una ducha rápida y almorzamos algo? —preguntó
él, pellizcándole el trasero redondo.
Saltaron de la cama y se dirigieron al bailo. Las toallas azules acentuaban la
blancura de los artefactos del baño.
El empapelado amalgamaba tonalidades de azul, herrumbre y oro en finas rayas.
El conjunto era masculino, tan puro en su línea y tan bien equilibrado como el hombre
que era su dueño.
Jacee se miró en el espejo que cubría la puerta mientras Jonathan abría los grifos
de la ducha. “No me veo diferente”, pensó un poco sorprendida, pero al tocar la
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Capítulo 7
La pregunta la había molestado toda la mañana. Deseaba preguntar, pero el aura
de felicidad podría quebrarse por una palabra dicha a destiempo. Algo estaba fuera de
lugar. Era como si estuviera en un edificio y no supiera en qué momento debía reducir
el espesor de las cañerías o se hubiera olvidado dónde debía colocar el grifo del agua
caliente.
—Sácalo de tu pecho antes que te roa el corazón —dijo Jonathan, perspicaz—.
Además, pescarás mucho más si no hundes la punta de la caña en el agua.
—No está en el agua. Dejo que la cuchara se hunda hasta el fondo —replicó ella,
indignada.
La pieza perdida del rompecabezas le había impedido cuidar de su línea, pero no
quería admitirlo frente a un novato. Todos sabían que pescaba en el fondo. “Ya que él
sabe que algo me molesta, será mejor que se lo pregunte de frente”.
—¿Jonathan? ¿Cómo puede un empleado estatal darse el lujo de una casa en el
lago y una lancha para esquiar de tanta potencia?
—Sobornos.
La caña casi cayó de las manos de Jacee a las profundidades del lago.
—¿Sobornos? —preguntó ella con un chillido. Jacee lo miró fijamente en estado
de choque mientras él seguía pescando con toda tranquilidad.
—Seguro —respondió—. Por eso te seguí al lago y ordené a Kay que me dejara
caer a unos metros de tu bote. El anzuelo en la pierna no fue premeditado… eso fue
un accidente. El resto fue fácil. Conseguir tu confianza, pasar unas horas divertidas,
decirte cuánto necesito hacerme cargo de tu problema y cómo puedo procurarte
“servicio especial”. Tienes dinero, lo dijiste tú misma. Hasta puedo aceptar un cheque
de la compañía y deducirlo de los impuestos del año próximo —su rostro era una
máscara inmutable y la explicación fue dicha con el mismo tono ominoso que había
usado para informarle de la orden de la corte y de la clausura del negocio. La caña
había dejado de balancearse. Las manos de Jonathan la sostenían con tanta fuerza que
los nudillos estaban blancos.
Completamente confundida, Jacee no pudo discernir si lo que había oído era la
verdad o una sarta de mentiras bien hilvanadas. Lo dicho no condecía con lo que ella
sabía de esta hombre. ¿Se habría equivocado? ¿Sería culpable de lo que había
confesado? Los diarios estaban llenos de historias sobre soborno y corrupción. Tanto
los funcionarios estatales, como los sindicalistas, senadores, representantes, todos,
eran llevados ante los tribunales cuando eran sospechosos y a menudo se los
encontraba culpables. ¿El agente de la ORI la había llevado por un lecho de rosas para
llegar a su caja de caudales? Pero sacudió la cabeza con vehemencia.
—No creo esa historia. Prueba otra.
Una sonrisa burlona y divertida iluminó el rostro de Jonathan. La caña comenzó
a arquearse con violencia.
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—Sospechaste lo peor y decidí confirmar tus sospechas —el guiño que ella había
aprendido a amar apareció y desapareció—. ¿Qué sucede, Jacee, tienes miedo de que
viva de tu riqueza? —bromeó él.
—Ni lo pienses. ¡Ningún hombre va a usarme!
—Exactamente lo que pienso… sólo que a la inversa.
—¿Quieres decir que piensas que me entregué a ti para que usaras tu influencia
para sacarme del lío que tengo con la ORI? —su mal carácter comenzaba a encresparse.
—¿Acaso es peor que pensar que te seduje por tu dinero? —una mancha rojo
oscuro trepaba por su cuello debajo del dorado de la piel.
—¡Bien! —exclamó ella, bajando el tono para controlar su furia—. ¿Cómo diablos
haces para pagar esos lujos? —la punta de la caña chocó contra la superficie del agua.
—Soy abogado y estudio leyes impositivas trabajando con la ORI. ¡Y deja de
maldecir y blasfemar cuando estés a mi lado! —le gritó.
Jacee lo miró con la boca abierta. ¿Cuántas veces le había dicho que no podía
afrontar los gastos que ella podía representarle? El hombre tenía un título
universitario, quizá era rico. Cerró la boca y sacudió la cabeza como si haciéndolo
pudiera digerir la información que le había dado a los gritos. Era elegante, rico y buen
mozo. “Las mujeres seguramente caerían rendidas a sus brazos”, pensó desolada.
Jóvenes sofisticadas y hermosas debutantes de la alta sociedad, la crema de la sociedad
de St. Louis eran la clase de mujeres a las que estaría acostumbrado. Esto no
funcionaría.
Jonathan la tomó por los brazos con fuerza y la sacudió.
—Ahora, dime lo que pasa por esa loca cabecita rubia —ordenó él, con voz
exasperada.
—Nada —murmuró ella sin mirarlo a la cara.
Jonathan envolvió la cola de caballo en su muñeca y le tiró la cabeza atrás. Jacee
cerró los ojos para que no viera las dudas que debían reflejar.
—¡Abre los ojos! —le ordenó, tironeando de nuevo.
Ella se rehusó mientras apretaba los dientes para mitigar el dolor que sentía en
la nuca.
—No puedo adivinar lo que piensas si no abres los ojos —volvió a tirar del
cabello.
—Si vuelves a tirarme del cabello te voy a tirar al agua de un golpe —amenazó
ella, decidida.
Jonathan rio para sí. Lenta, deliberadamente comenzó a besarla mientras le
acariciaba la espalda y la levantaba del silloncito y la abrazaba.
Ella trató de liberarse manteniendo los ojos cerrados con terquedad.
—Suéltame —musitó ella contra los labios de Jonathan.
—No.
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Cuanto más fuerte empujaba, más fuertes eran las manos de acero que la
mantenían prisionera. Después de unos momentos se relajó.
Los cálidos labios masculinos comenzaron a exigir una respuesta. Ella podía
repeler la fuerza, pero la persuasión era invencible. Le rodeó el cuello con sus brazos
delicados.
—Bésame, Jacee —insistió él, derramando besos ligeros en la comisura de los
labios. Una rodilla se abrió camino entre los muslos suaves cuando ella entreabrió los
labios.
Era imposible negarse. Gimiendo, ella lo aguijoneó con la lengua, se aferró a él
con todas sus fuerzas y echó por la borda toda la lógica pues el deseo de volver a ser
parte de él la consumía.
Una bocina dio término a lo que apenas había comenzado.
—Dale uno por mí —oyó Jacee que gritaron por encima del ruido del motor.
Jonathan la sostuvo contra su cuerpo. Una gota de traspiración rodó por la mejilla
de Jacee y él la secó con la mano.
—Amor, amor, ¿qué voy a hacer contigo? —murmuró él—. Me enfureces y me
excitas más de lo que me atrevo a decir.
—Ese bote está dando la vuelta —murmuró ella contra la mejilla de Jonathan—.
¿Quieres contarles algo para que lo publiquen?
—No deseo compartir con nadie lo que tenemos —gruñó él dirigiéndose a la
cubierta de proa.
Verlo alejarse fue un deleite visual. La espalda ancha mostraba músculos bien
trabajados y se afinaba al llegar a la cintura. Él se inclinó sobre la baranda para recoger
la caña y flexiono las nalgas apenas cubiertas por un short de baño oscuro que se tensó
sobre la carne firme. El vello que sobre salía del borde era algo más áspero y oscuro
que el platinado que cubría el resto de las piernas. “Hermoso”, pensó ella, “muy
hermoso”.
Se habían escrito muchos artículos en las revistas sobre los fetiches masculinos:
piernas, senos, cabello largo. Los editores se perdían una buena oportunidad. Los ojos
de Jacee abarcaron los hombros, cintura, nalgas y piernas de Jonathan. ¿Cuál de ellos
elegiría Jacee para fetiche? Cuando él giró, ella observó los músculos del pecho que se
tensaban al poner los brazos en jarra. Ella alzó la cabeza y vio un brillo extraño en los
ojos de Jonathan y la decisión fue fácil. Una sonrisa vagó por sus labios, “Los ojos. Eso
fue lo primero que me atrajo en él”.
—¿Deleitándote? —preguntó Jonathan.
—Tienes un magnífico cuerpo hasta de espaldas —respondió ella, sincera.
—No te andas con rodeos, ¿no es así? —Jonathan rio, confundido.
—¿Desearías que lo hiciera?
—No, en absoluto. La candidez que demuestras es refrescante. Es uno de tus
atractivos primordiales.
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—Amor, tú puedes tirarme de espaldas cuando quieras. Créeme, una vez allí nos
olvidaremos del crimen y del castigo.
El sentido del buen humor superó su enojo y antes que se diera cuenta, su risa
burbujeante llenó el aire. Se deslizó detrás del timón y riendo aún exclamó:
—¡Cuidaré mi lengua!
Él se sentó a su lado y se inclinó para recoger la hebilla que ella había dejado caer.
El broche dorado reflejó los rayos del sol cegándolo por un momento. Jacee vio que
parpadeaba rápidamente, pero la mano no fue tan rápida para impedirle que lo
arrojara por la borda.
—Antes que me despellejes —dijo él, levantando las manos para defenderse—,
debo decirte que fue un acto reflejo. Me cegó por un momento y… siempre lo odié de
todos modos —bajó las manos y tomó las largas hebras de cabello entre los dedos—.
Lo prefiero suelto. Volando al viento sin restricciones. Como tú.
Ella le besó la mano amada y dijo con sinceridad:
—Creo que ningún hombre me ha hecho sentir tan deseable o femenina gracias.
—Eres una sorpresa constante. De pronto eres fría como el hielo, al rato echas
chispas por todo el cuerpo y luego eres cautivadora y me desarmas dando las gracias
con dulzura —besó el cabello que retenía entre los dedos—. Te amo.
—Yo también te amo.
—Enciende el motor. Estamos en terreno peligroso. El fuego de cobre está
ardiendo en tus ojos.
El rugido del motor impidió que hablaran. De vez en cuando, Jonathan saludaba
a algún esquiador o señalaba una casa en la orilla. Jacee le mostraba sus favoritas, las
de amplios ventanales y recubiertas con madera de cedro.
En un solo día había aprendido mucho sobre él. Los temores habían desaparecido
por arte de magia. Por primera vez se sentía amada, querida. La compatibilidad sexual
era parte de este amor, pero la unión de ideales y de valores espirituales también eran
importantes.
Jonathan no le permitiría que lo avasallara, pero no descartaría las ideas de Jacee
como irrelevantes o sin importancia. Él le había declarado abiertamente su amor y eso
lo había hecho vulnerable y Jacee valoraba la vulnerabilidad. El arma que él le había
confiado acarreaba un peligro potencial. Jacee rio interiormente pues consideró que
Jonathan era demasiado fuerte como para morir por amor aunque podía resultar
herido con facilidad si ella usaba su poder sin miramientos.
Lo observó y su sonrisa se ensanchó. Se lo veía relajado mientras el viento le
despeinaba los cabellos y el sol oscurecía más el tostado de su piel. Él le devolvió la
sonrisa y dos hileras de dientes blancos y parejos brillaron entre los labios
entreabiertos. Se sintió plenamente feliz.
Pasaron la tarde como típicos turistas, visitando los negocios e investigando los
reductos donde ofrecían novedades para los turistas. La mayoría de ellos exhibían
plaquetas de madera con refranes donde campeaba la sabiduría popular. Jonathan rio
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mucho con uno que rezaba: LOS PARIENTES Y LOS PESCADOS APESTAN AL
TERCER DÍA.
En una de sus tantas caminatas pasaron frente a la fábrica de dulces y aunque
Jacee rogó que le comprara chocolates, Jonathan la ignoró y la alejó de allí a grandes
zancadas.
—Me compraré mis propios chocolates si me sueltas las manos.
Jonathan siguió adelante sin responder.
—¿Por favor…?
—Lo siento —fue evidente que no deseaba complacerla.
—La golosa que hay en mí perecerá si no la alimento con pastas de chocolate
oscuro y cremoso —se quejó.
De pronto, Jonathan la hizo detener frente a una joyería.
—¿Considerarías factible una alternativa de trueque? Dejas de molestarme
pidiendo dulces y yo te compro una tricota o una alhaja.
Jacee aceptó la transacción luego de mordisquearle el brazo desnudo que había
levantado para cubrir los ojos del sol.
—Dejaré de lado los dulces para siempre pues encontré algo más sabroso y
satisfactorio para mi paladar.
La risa franca suavizó cualquier hostilidad oculta. Jonathan eligió y le compró
una tricota con la inscripción YO PERTENEZCO A y una flecha enorme que señalaba
a la derecha. De ahí en más, Jonathan hizo gran alharaca para quedar siempre de ese
lado. Jacee disfrutaba con toda el alma de la calidez que irradiaba él y de su
personalidad alegre pues constantemente la divertía y deleitaba con su agudo sentido
del buen humor.
Cuando se detuvieron de nuevo fue frente a una pizzería y se maravillaron ante
la destreza del chef que daba vuelta la masa en el aire. Al notar que tenía público, la
lanzó cada vez más alto y cuando la masa tuvo la medida apropiada, los invitó a entrar.
Ellos no pudieron resistirse.
La pizza fue deliciosa. Largas hebras de queso fundido se tendían como puentes
colgantes desde la fuente a sus bocas y lo que ella hubiera considerado tonto en otro
momento, ahora era algo muy sensual.
Al ver la lengua de Jonathan saliendo y envolviendo el queso para llevárselo a la
boca le hizo recordar otros usos más exquisitos. Como si le hubiera leído el
pensamiento, Jonathan también la observó comer.
—Tom Jones debió comer pizza pues es absolutamente erótica —comentó él.
Después de horas de risas, charlas, sonrisas y paseos, ambos se dirigieron al
muelle privado de Jacee. Juntos ataron la lancha y guardaron los avíos de pesca.
Entraron a la cabaña tomados de la mano y fueron directamente al dormitorio
principal. La tensión sexual había ido en aumento durante todo el día. Las miradas,
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los roces involuntarios, las sonrisas habían sido el preámbulo de la unión de los
cuerpos.
El acto de amor fue tan maravilloso y pausado como el día que habían pasado
juntos. Cada uno de ellos se excitaba con el roce del otro. La premura hubiera destruido
el impacto final de la culminación. Para ellos amar era como lanzarse al vacío desde el
cielo. Subir al avión y lanzarse fuera antes que tomara altura hubiera sido una pérdida
de energías. La excitación radicaba en la anticipación, luego en la posibilidad de caer
libremente por el aire.
Flotaron haciendo círculos, retorciéndose, arqueándose, unidos íntimamente
como si sus vidas dependieran de alcanzar una meta común. Las palabras de amor que
susurraron fueron tan ininteligibles como los gritos que lanzan los paracaidistas en
pleno vuelo.
—No puedo creer que cada vez sea mejor —dijo Jacee, maravillada.
—Piensa en lo que nos queda por delante —respondió Jonathan, augurando un
porvenir dichoso.
—Mmm —murmuró ella, acurrucándose contra su cuerpo—. Mejor y mejor.
Los pies desnudos de Jacee subieron por los peldaños alfombrados en completo
silencio. Servir el desayuno en la cama a su amado era una fantasía que deseaba llevar
a la práctica. Conociendo su limitada capacidad para la cocina había planeado el
desayuno mientras observaba a Jonathan dormido.
Cuidadosamente, para no hacer ruido con las cacerolas y las ollas, había puesto
agua en una y había dejado caer dos huevos en ella. Luego había encendido el
quemador. Preparar café era fácil. En pocos minutos se estaba colando y llenaba el aire
con su aroma. Enmantecó una rebanadas de pan y las colocó en la tostadora mientras
elegía el cereal correcto para la ocasión.
—Desayuno para campeones —dijo ella, recordando el lema publicitario del
cereal—. No puede ser más apropiado.
Repasó la lista de elementos necesarios mentalmente: cereal, leche, cucharas,
cuchillos, servilleta, tazas para los huevos, sal y pimienta.
—Maldición, ojalá tuviera una flor —murmuró golpeándose la boca se corrigió—
. Caramba.
Con la bandeja llena bajó los escalones que la llevarían al dormitorio. Jonathan
estaba despierto aunque vestido con sólo una amplia sonrisa. Al verla entrar se
enderezó sobre las almohadas.
—¿Desayuno en la cama? —preguntó él, ayudándola con la bandeja.
—Digno de reyes —proclamó ella, sin modestia alguna.
—¿Qué más podría pedir? Una bandeja repleta de… las delicias de un gourmet y
una doncella lujuriosa que lo sirve.
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Por más que intentó no pudo alegrarla. Jacee se iba hundiendo lentamente en un
estado depresivo que le era familiar.
—Prácticamente abandoné la escuela secundaria. Eres un pez demasiado grande
para un pez tan pequeño como yo.
Jonathan la besó en la oreja y murmuró algo que la hizo reír un poco. Entonces,
él la subió sobre sus rodillas.
—Tenemos un día entero para tranquilizarnos el uno al otro —dijo él, raspándole
el cuello con la barba de un día.
—No lo hagas. Me dejarás el cuello ardido. Pero me agrada —confesó al fin.
—Detente… hazlo… déjame… no me dejes. Yo soy el que debería preocuparme
por un cambio en tu corazón —dijo él, volviendo a rasparle el cuello—. Esos machos
que trabajan en los edificios en construcción son rivales formidables —apretó los labios
y la acercó más contra su pecho.
—Eso es ridículo. Me crié en esos lugares. Los tipos macho no me interesan.
—Admiraste mi cuerpo —apuntó él—. ¿No miras los de ellos? —preguntó,
cebando la trampa.
—Cuando empleo a un hombre no me intereso en la medida de su pecho —
replicó ella.
—Pero ¿has salido con ellos?
—Algunas veces, pero soy muy particular en lo que a gustos se refiere. Prefiero
mil veces quedarme en casa a pelear en el asiento delantero de un auto.
La trampa saltó.
—Contestaste tus propias dudas. Has salido con machos y yo lo he hecho con
mujeres de la sociedad. Ninguno de ellos condice con nuestros gustos particulares —
mordisqueó la oreja de Jacee y le demostró lo apetecible que era para él.
Jacee tenía el presentimiento de que habían ido demasiado lejos en muy poco
tiempo y que desafiaban a los dioses al proclamar su dicha. ¿Por qué el amor no estaba
garantizado? Era un producto de alto riesgo. No tenía sentido que debatiera el
problema en silencio; Jacee sabía que tendría que asumir los mismos riesgos que
cualquier mujer enamorada.
—¿Quieres aprender a esquiar? —preguntó Jonathan, comenzando a organizar
las actividades del día.
—¿Podemos llegar a un arreglo?
—¿Cómo?
—Tú esquías yo practicaré con el tubo.
—Trato hecho —respondió él, entusiasmado.
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—¡Sostente con fuerza! —gritó Jonathan sobre el rugido del motor de su lancha.
Jacee se relajó en el enorme tubo de arrastre. La cuerda del esquí se tensó, el tubo
dio un tirón, el agua la cubrió pero ella permaneció relajada. Minutos más tarde, el
bote volaba sobre la superficie del lago. Jacee levantó el puño con el pulgar hacia arriba
pidiendo más velocidad. Pataleó con fuerza para guiar el tubo contra la corriente.
Jonathan, al verla, hizo que la lancha diera una vuelta muy abierta. El tubo y su
ocupante saltaron por encima de la corriente. Jacee rio contenta.
Adoraba este ejercicio. Era casi imposible hacerla caer. El bote zigzagueó varias
veces pues Jonathan intentaba desprenderla, pero ella volvió a levantar el pulgar.
Los árboles eran una mancha borrosa en el horizonte debido a la alta velocidad.
Él giró el bote nuevamente. El cuerpo relajado de Jacee saltaba de un lado al otro, pero
permanecía en el tubo. Jonathan hizo un círculo más amplio y el tubo saltó de corriente
en corriente, hasta que al pasar un crucero, la turbulencia del agua fue tan grande que
despidió a Jacee de espaldas al agua. Volvió a la superficie nadando y riendo
alegremente. Jonathan acercó el bote.
—¿Está bien?
—¡Sí! ¡Es maravilloso!
El bote llegó a su lado y Jonathan apagó las máquinas.
—Es el paseo en tubo más fantástico que he visto en mi vida. Creí que me
quedaría sin gasolina antes que te cayeras.
Jacee ascendió por la escalerilla y se tiró sobre un asiento acolchado con los ojos
que le bailaban de alegría.
—Inténtalo.
—No, gracias —respondió él—. El tubo se bambolea, cabecea y trata de
ahogarme. Me quedo con el esquí.
Lentamente recogió la cuerda y subió el enorme tubo negro a bordo. Lo ubicó
sobre cubierta y comenzó a desenrollar la cuerda amarilla de nylon.
—Jonathan, necesitamos un observador.
—No hay muchos botes en el lago. Puedes manejar y observar al mismo tiempo.
Trata de ser cuidadosa.
Jonathan la había hecho practicar con la lancha un rato antes, pero Jacee estaba
nerviosa al ser la única responsable de manejarla y de tener que cuidar al esquiador.
¿Qué pasaría si no veía a tiempo un madero sumergido? Él podría resultar
gravemente herido y ella sería la única culpable. Sintió un nudo en la garganta. ¿No
había sido este bote el que casi choca contra el suyo?
—¡Caramba! ¡Es peligroso!
Él arrojó el esquí y la cuerda, se colocó el chaleco salvavidas y saltó por la borda.
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—Ahora tienes que hacerlo. Desliza el bote lentamente hasta que la cuerda se
tense. Yo te daré la señal. Aprieta el acelerador. Una vez que hayamos salido mantén
la velocidad a treinta y cinco revoluciones por minuto.
Jacee siguió las indicaciones al pie de la letra y en unos minutos Jonathan
esquiaba en un solo esquí haciendo piruetas al cruzar las correntadas. Ella mantenía
un ojo sobre lo que se presentaba frente al bote y el otro sobre Jonathan. El agua lo
cubría en cada salto que daba. Era la belleza en acción.
Esquiando con una pierna recta frente a él, lentamente se acuclilló, luego soltó
una mano de la barra y la alzó sobre la cabeza. Segundos después volvía a estar de pie
saludándola con la mano. Tiró la cabeza atrás y ella supo que reía a carcajadas. Todos
los ejercicios que practicaba eran de difícil ejecución. Requerían equilibrio y ser
ejecutados con precisión. Kay tenía razón, Jonathan era un esquiador fantástico. Por
último él arrojó la cuerda y se zambulló sin perder el equilibrio.
—¡Wow! —gritó Jacee, abrazándolo cuando subió al bote.
—Para decirlo con tus palabras, “¡Es maravilloso!” La timonel merece un beso —
él le besó los labios anhelantes con ardor—. ¿Deseas mirar mi cielorraso o el tuyo? —
murmuró a su oído.
—Al mío —la sonrisa de felicidad reflejó lo que sentía.
Acostada muy junto a Jonathan, Jacee redescubrió la sedocidad del vello que le
cubría el pecho. El aroma de la loción para afeitar había sido lavado por el agua del
lago. Sólo le quedaba su propia fragancia.
—Mmm. Hueles tan bien —dijo ella, pasando la lengua por el cuello.
Jonathan pasó la mano por la espalda desnuda de Jacee y enroscó los dedos en el
cabello suelto y se cubrió el pecho con él.
—¡Qué hermosa sábana de seda! —murmuró él—. No te lo cortes nunca.
—¿Es una orden?
—No. Un pedido —respondió él sonriendo—. Irías a la peluquería a primera hora
de la mañana si te ordenara que lo dejaras largo.
—No es verdad —protestó ella—. Lo dejaría largo porque es conveniente. Puedo
trenzarlo, recogerlo sobre la nuca y no me molesta cuando debo usar un casco.
—Muy práctico —acotó él, acariciándola.
Jacee le detuvo la mano y comenzó a acariciarlo con la punta del cabello como si
fuera un pincel.
—Me hace bien, pequeña tentadora —gruñó él, estrechándola en sus brazos—.
Te extrañaré esta noche.
—¿Es una insinuación?
—Podríamos regresar juntos a St. Louis y quedarnos juntos.
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más, la dio vuelta. La punta de su virilidad presionó hasta introducirse en el calor que
lo aguardaba con ansias y una vez más, se elevaron a las alturas máximas del goce y
del deleite mientras se susurraban palabras de amor eterno.
Jacee no era ni alumna ni maestra. Jonathan había excitado con gentileza y cariño
cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo, preparándola para el acto de
amor. Y ella había hecho lo mismo. Los maestros habían sido el amor, la pasión y el
deseo, mientras que Jacee y Jonathan sólo eran alumnos aplicados. Y así, ambos se
satisficieron uno al otro.
Más tarde, ya saciados, Jonathan trató de calmar los temblores que sacudían el
cuerpo de Jacee. La tendió de espaldas y le retiró los rizos húmedos que le cubrían el
rostro. Luego, tiernamente, le besó la frente cubierta de sudor.
—Tienes el ombligo más perfecto que he visto —susurró él mientras su dedo
trazaba un círculo a su alrededor.
Riendo, Jacee preguntó:
—¿No son todos iguales?
—En absoluto. Algunos son ovales, otros parecen rayitas y existen los que ni se
ven. El tuyo es perfecto y hermoso.
—Se debe a un buen obstetra. A mamá le llamó la atención el anuncio en la guía
amarilla. “Para un ombligo perfecto, llame al 111-1111”.
Este era el momento que ella gozaba en total plenitud. Esta conversación alegre
y a veces sin sentido que seguía al acto de amor. Las voces se tornaban suaves,
pausadas y melodiosas. En esos momentos compartían información trivial sobre
amigos, recuerdos de la infancia y, algunas veces, los sueños sobre el futuro. Jonathan
no sólo era su amante sino también su amigo.
—¿Te veré mañana a la noche? —preguntó Jonathan, mirándola con ternura.
—¿Y qué pasa esta noche? ¿Decidiste irte a tu casa y a tu propia cama?
—Uh-huh. No debemos apresurarnos. Tenemos todo el tiempo del mundo —la
estrechó más fuerte contra su pecho—. Sin embargo, te extrañaré.
—Mmm. Yo también te extrañaré.
—Ven hasta mi casa y te prepararé algo de cenar.
—No confías en mi habilidad para la cocina, ¿eh? —bromeó ella.
—Tienes otras cualidades más importantes —replicó él con los ojos arrugados
por la risa—. Necesito que limpies las terminales de la batería.
—Te limpiaré todos los cables —dijo ella, haciéndole cosquillas en el pecho y con
voz amenazadora.
—¿Y recargar mi batería? —preguntó él, riendo.
—Tus ojos son luminosos algunas veces —bromeó ella.
—También lo son esas manchitas de cobre —murmuró él, más serio y le besó los
párpados.
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Capítulo 8
El aire rancio era caliente y pegajoso. El olor a aceite, metal y pegamento se
mezclaban en el pesado calor húmedo y sofocante. Jacee encendió el ventilador
colgante. Las paletas giratorias elevaron el olor hacia el cielorraso.
Sacó la tablilla con sujetapapeles del tablero de instrumentos de cada uno de los
camiones e hizo un inventario mental de los repuestos que se habían usado. Llegar a
un trabajo y descubrir que no se cuenta con el repuesto adecuado o la válvula correcta
era no sólo lo frustrante para el fontanero sino también costoso para la compañía.
Cuidadosamente, Jacee repuso todos los elementos que se habían utilizado en el
último día laboral. Arrancó las hojas de las tablillas y las guardó dobladas en el bolsillo.
Más tarde, cuando hiciera la orden para el depósito de suministros volvería a
necesitarlos.
Ser organizada era la clave del éxito en un negocio pequeño. Jacee palmeó el
guarda barro del primer camión que comprara hacía tiempo y pulsó el botón para
subir las puertas del garaje.
—Lista y esperando —dijo con orgullo.
La puerta trasera de la oficina estaba sin llave. Louise White estaba adentro
preparando café. Jacee se regocijó al percibir el aroma del café recién preparado.
—Hola, Louise. ¿Cómo te fue en estas vacaciones cortas pero dulces?
—Bien, cariño —los ojos azules parecieron titilar en el rostro rubicundo—. El
tener nietos de tu edad hace que una se sienta vieja.
Imitando el paso de una anciana, Louise se acercó al escritorio de Jacee.
—Tú jamás serás vieja —respondió Jacee con una sonrisa cálida.
—Trabajar contigo me mantiene tan ocupada que no puedo caer en las garras de
la senilidad —bromeó ella, señalando el libro de contabilidad y las cuentas de los
proveedores—. Dame la lista de los repuestos que necesitaremos y la contabilizaré.
Debiste estar muy ocupada el viernes —comentó luego de echar una ojeada a la lista.
Jacee se dejó caer en su viejo sillón destartalado y lo tiró hacia atrás. El chirrido
hizo que Louise levantara la cabeza.
—Debes conseguir las carpetas de impuestos y los cheques “a la orden del Tío
Sam” —resolver el lio con la ORI era prioridad uno. Ahora que Louise había regresado,
el problema se resolvería fácilmente.
—¿Por qué? ¿Algún problema? —Louise bajó la mirada y comenzó a manosear,
nerviosa, los papeles que tenía en las manos.
El viejo sillón pareció quejarse cuando Jacee se levantó.
—Tú debes decírmelo. La ORI estuvo aquí el viernes. Estuvieron a punto de
clausurar el negocio —Jacee vio que Louise tragaba saliva y que le temblaba el
párpado—. Estamos a salvo, ¿no?
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—No podía. El dinero que le pagaste lo usó en la lujosa casa de Phoenix —Louise
meneó la cabeza con tristeza—. Me siento avergonzada, Jacee. Has sido buena conmigo
y yo soy una cobarde. Bob y yo ahorramos el dinero, pero yo tenía demasiado orgullo
para decírtelo. Esconder las cartas no las hizo desaparecer. Lamento haberte fallado,
cariño. Has trabajado tanto y yo —no pudo terminar de hablar. Cayó sobre el escritorio
como una hoja seca.
—¡Oh, mi Dios! ¡Louise…! —Jacee rodeó los escritorios—. Un ataque al corazón
—rápidamente le abrió el cuello de la blusa y la depositó en el suelo con sumo cuidado.
Tomó el teléfono y llamó a la urgencia médica.
Con voz trémula dio la información necesaria al servicio de ambulancia y colgó
el auricular. Luego se arrodilló junto a Louise y le tomó el pulso.
—Débil, pero está —dijo en voz alta.
Unos minutos más tarde, dos hombres vestidos de blanco entraron a la pequeña
oficina llevando una camilla. Jacee probó el sabor de las lágrimas cuando la cargaban
sobre la camilla.
—No la dejen morir. Por favor, no la dejen morir.
Los enfermeros cargaron el cuerpo inanimado de Louise y le colocaron una
máscara de oxígeno en el rostro. De inmediato la sacaron de allí por la puerta del
frente.
—¿Usted viene con nosotros? —preguntó uno de ellos.
Subió a la ambulancia por la puerta trasera, vio que éstas se cerraban de un golpe,
oyó la sirena y sintió que el vehículo tomaba velocidad, pero nada de esto le pareció
real.
—Quédese allí, señorita —oyó que decía el enfermero. Jacee no sabía a quién iban
dirigidas las palabras. “No mueras, Louise, “ era el único pensamiento que tenía en la
mente, mientras sostenía la mano arrugada y sin vida entre las suyas. Se iba poniendo
fría.
El viaje hasta el hospital local llevó sólo unos minutos, pero le parecieron horas.
Cada segundo era precioso. Bajó de la ambulancia y quedó a un lado mientras bajaban
a Louise y la introducían a la sala de guardia. En esos momentos sólo atinó a musitar:
—Jamás le dije cuánto la amo.
Los segundos pasaban lentamente para hacerse minutos y luego una hora. Jacee
iba de un lado a otro retorciéndose las manos. Por lo menos había tenido la presencia
de ánimo como para llamar al hijo de Louise, Robert. Ya estaban en camino. No habían
preguntado la causa del ataque y Jacee no se lo había dicho. Se culpaba por lo sucedido.
Si no la hubiera atosigado a preguntas Louise no estaría muriendo en el hospital.
—Si sólo… Si sólo…
Las puertas dobles de abrieron hacia la sala de espera.
—¿Doctor? —dijo Jacee no queriendo hacer preguntas.
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bajar la vista, Jacee notó en ellos la culpa que sentía. Cuando terminó el relato, volvió
a mirarlo a los ojos.
Eran azules como los de su abuela y le estaban implorando. ¿Qué? Entonces lo
supo. Los padres de Bob no sabían nada sobre el dinero y él no quería que se enteraran.
Jacee asintió con la cabeza y le hizo conocer su decisión de guardar el secreto. Por lo
menos le debía eso a Louise.
—Si me disculpan, debo hacer unas llamadas telefónicas —se disculpó ella.
Bob la siguió con el pretexto de tomar un café.
—Usted lo sabe, ¿no es verdad?
—Lo sé —respondió ella, seca.
—Es mi culpa. Abuelita pudo haber muerto por mi culpa —Bob golpeó el puño
contra la palma de la mano.
La reacción del joven de veintiún años la sorprendió. Él había asumido de
inmediato toda la culpa sin considerar la de ella. Las lágrimas contenidas resbalaban
ahora por las mejillas atezadas y los sollozos le sacudían el cuerpo. Jacee se acercó y lo
abrazó como a un niño lastimado tratando de acallar sus sollozos. Bob tardó bastante
en recuperar el control, se restregó los ojos con las manos y se limpió la nariz con la
manga, como una criatura.
—Tú no eres responsable —mintió Jacee. Si pasaba lo peor, no quería que el nieto
favorito de Louise se sintiera culpable para toda la vida—. Tu abuela me contó lo del
dinero el jueves pasado y el contador lo puede manejar sin dificultad.
—Pero el dinero está en la cuenta de ahorro de la abuela. ¿Lo sacó ya?
—Ya nos hemos ocupado de todo —volvió a mentir. Le palmeó el brazo y
agregó—. Lávate la cara y toma un café —dio media vuelta y se dirigió a la cabina
telefónica.
—¿Jacee?
Giró en redondo y se encontró con una sonrisa tímida de agradecimiento en el
rostro del muchacho.
—Gracias. Lamento haberla puesto en dificultades.
Lo despidió con un gesto amistoso y retornó al interior de la cabina. Llamó
primero a la oficina y encargó a un capataz que estuviera atento a los llamados de los
clientes y lo instruyó sobre lo que debían hacer los otros grupos de trabajadores. La
segunda llamada fue para Scotty. Muy brevemente le explicó dónde estaba y lo que
había sucedido.
—¿Están las carpetas todavía sobre el escritorio?
—Deben estar allí.
—Iré a tu oficina para recogerlas y veré lo que puedo hacer. Será difícil ya que no
contamos con el dinero. Te ofrecería un préstamo pero, francamente, no tengo esa
suma.
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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)
—Sé que lo harías. Haz todo lo que puedas —dijo ella, conmovida por su actitud.
—¿Te quedarás en el hospital?
—Sí. Louise es más importante en estos momentos que cualquier otra cosa.
—Muy bien. Te llamaré esta noche cuando sepa lo que pasa. Transmíteles mis
respetos y cariño a los familiares de Louise.
Jacee recostó la cabeza en un rincón de la cabina y retorció entre sus dedos la cola
de caballo. A menudo había hecho esto de pequeña pero lo había olvidado desde que
era adulta. Sin embargo, al sentirse vulnerable revivía viejos hábitos.
Horas más tarde, los médicos permitieron que la familia entrara a la sala de
terapia intensiva. Jacee se paseó de un extremo al otro de la sala de espera mientras
ellos estuvieron ausentes.
Missy regresó llorando pues la visión de Louise tendida en una cama indefensa
y frágil en la carpa de oxígeno fue aterradora para ella. No había pasado aún el período
de peligro y todavía podían existir riesgos.
Después de una cena frugal, regresaron al hospital para pasar una larga noche
de vigilia. Ninguno abandonó el hospital y cada hora requerían noticias de la paciente.
La respuesta era siempre la misma: el estado es estacionario.
La agonía de la espera se vio agravada para Jacee al no poder comunicarse con
Scotty. Cada vez que telefoneaba daba ocupado o nadie contestaba. Tampoco pudo
comunicarse con Jonathan. Era como si el mundo exterior hubiera cerrado sus puertas
y dejado a Jacee aislada en el hospital.
Robert y Bob cabecearon varias veces durante la noche sentados en las sillas que
bordeaban las paredes. Jacee y Missy intentaron dormitar en los sofás. Personas
desconocidas para ellos y absortas en sus propios problemas, salían y entraban a la
sala de espera. Cada vez que las puertas se abrían, cuatro pares de ojos se alzaban para
buscar a una enfermera o un médico asignado a Louise.
Jacee comenzaba a dar muestras de agotamiento físico ya que tres noches sin
mucho descanso, sumados a la preocupación y la incomodidad de esta espera era
mucho para ella. Al amanecer, exhausta por la tensión emocional y mental, cayó
rendida. El sueño que había sido esquivo durante la noche, la dominó por completo.
—Jacee. Despierte. Louise desea verla.
La voz queda del médico la despertó sobresaltada.
—¿Está mejor? —preguntó Jacee, refregándose los ojos enrojecidos.
—Está inquieta y la nombra a usted constantemente —informó el doctor—. Usted
debe tranquilizarla cuanto antes. ¿Puede hacerlo con calma?
Jacee levantó el mentón, decidida y asintió con la cabeza, encaminándose a paso
vivo por el corredor seguida por el médico. Sabía que en el estado en que se encontraba
le sería bastante difícil no derrumbarse frente a Louise.
—Aquí es —dijo el doctor, señalando una puerta abierta.
Jacee se sentó en una silla junto a la cama y dijo con voz suave:
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Media hora después, Bob estacionó el auto frente a la casa de Jacee. Al bajar del
auto ayudada por Bob vio a Jonathan que bajaba los escalones del frente. El brazo de
Bob le rodeó los hombros con aire protector, pero al ver la indignación en los ojos
grises, se desprendió rápidamente y se interpuso entre los dos hombres.
—Bob es el nieto de Louise. Ella sufrió un ataque al corazón —explicó enseguida
antes que Jonathan pudiera decir o hacer nada.
Él se tranquilizó inmediatamente.
—He estado enfermo de angustia —dijo él, estrujándola entre sus brazos.
—Regresaré al hospital —oyó Jacee de boca de Bob.
Bostezando, ella respondió:
—Te veré más tarde.
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El sol penetraba por la ventana que daba al oeste y llenaba de luz tenue la
habitación. Jacee comenzó a moverse en la cama. Su estómago estaba vacío y
reclamaba su atención.
—Suena como si los grandes se tragaran a los chicos —murmuró mientras se
desperezaba. Se destapó y descubrió que estaba absolutamente desnuda. Abrió los ojos
sobresaltada.
—Jonathan —exclamó sin aliento. La ropa arrugada estaba doblada sobre la silla
de terciopelo azul a los pies de la cama. Sobre la mesa de noche, apoyada contra el
teléfono, había una nota que decía:
¡Seductora!
Me rogaste que permaneciera a tu lado, pero tenía que cambiarme e ir a trabajar. Llámame
antes de ir al negocio.
Jonathan.
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Jacee luchó contra el deseo de taparse los oídos, giró y se alejó lentamente.
—¿Larry necesita otro cómo se llama? —preguntó, al fin con una risita falsa.
Jonathan se movió hacia ella, pero la distancia seguía siendo la misma, pues ella
daba dos pasos atrás por cada uno que daba él. De pronto, ella se sintió acorralada
contra la pared.
—¿No hay nada que puedas hacer? ¿Encontrar una solución con Scotty? ¿Hablar
con tu jefe? —las preguntas fueron dichas sin esperanza.
—He hablado con Scotty varias veces. Me dijo sobre el dinero que había tomado
Louise y lo que sucedió —se pasó la mano por la frente como si le doliera la cabeza.
Jacee mantenía la calma a fuerza de voluntad. El hombre que amaba, el que le
había hecho el amor con tanta pasión estaba a punto de arruinar su negocio. ¿Cómo
podía hacerlo? Si la amara de verdad, haría cualquier cosa por salvarla.
Dio unos pasos al frente y se abrazó de la cintura de Jonathan.
—Por favor, Jonathan. Ayúdame.
—Lo he intentado todo —pasó los brazos sobre los hombros de Jacee y hundió la
cara en su cabello.
Ella sintió que temblaba.
—Pierde los papeles. Diles que pusiste el candado, pero no lo hagas —ella odiaba
rogar, suplicar como ahora. Y aún más, odiaba usar su amor como arma, pero no podía
dejar de hacer sugerencias ilegales. Durante mucho tiempo el negocio había sido más
que su vida. Menos el uso de la violencia, todo era justificable.
—No puedo. No me lo pidas.
—Si me amaras…
Jonathan le cubrió la boca con la mano para que no continuara hablando.
—No sigas —se limpió la humedad que dejaran los labios de Jacee en la palma
pasándola por la tela del pantalón—. Debo irme. Larry me espera en el auto.
Jacee quedó helada. Se arrepintió de haber intentado sobornarlo con su amor. Le
dolía todo el cuerpo. La pena ante la inminente clausura y la ruina de su negocio le
partía el alma.
—¿No habrá cena? —preguntó ella deseando tener la última palabra.
Él no respondió, sin mirar atrás Jonathan se alejó de la casa. Él no se había
retirado del caso como le había prometido, sólo de su vida.
“Desalmado hijo-de-tal-por-cual”, maldijo ella en silencio y le sonó extraño a sus
oídos. Lo siguió una risa áspera. “Estúpida muchacha tonta”, se dijo. Lo único que
Jonathan no podía sacarle, ella se lo había entregado con total desenfreno.
Con pasos decididos se dirigió al teléfono de la sala. Discó con energía y esperó.
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Jacee quedó perpleja. La lealtad a la compañía era una cosa, y otra, que los
hombres donaran dinero para que el negocio siguiera funcionando.
Era el gesto más conmovedor que había visto en su vida. Las lágrimas rodaron
por sus mejillas sin que les diera importancia. Bajó la cabeza y las enjugó con el dorso
de la mano.
—Le confiamos nuestros empleos y nuestras cuentas de ahorro. Lea la nota —
dijo él, entregándole el cheque.
—No deje que se hagan manchones, Jacee —leyó y una sonrisa cálida le iluminó el
rostro.
Las risas masculinas atronaron el aire rompiendo el silencio. Jacee abrazó a Jack
quien la hizo girar en el aire dos veces para luego ponerla en el suelo con firmeza. Jacee
comenzó a estrechar las manos de cada uno de los trabajadores. La mayoría intentaba
limpiar la mugre de sus manos en los pantalones. Jacee reía, contenta. ¿Qué importaba
un poco de mugre entre amigos?
—No deje que corran los manchones, Jacee —murmuraban una y otra vez.
—Hombres —dijo Jack luego que Jacee les agradeciera individualmente—, todos
debemos regresar a nuestros hogares y explicar a nuestras esposas y novias el por qué
confiamos nuestro dinero a esta bonita rubia. Si cualquiera de ustedes necesita coraje
prestado los invito a tomar una cerveza en el bar de John.
El anuncio fue recibido con gritos de júbilo y una cerrada salva de aplausos.
—Gracias otra vez —gritó Jacee apretando el cheque en las manos.
Estos hombres habían resultado ser la luz al final de un largo túnel oscuro.
Jacee aparcó el auto frente al hospital y tomando los bolsos: el suyo y el de Louise,
corrió hacia la entrada. Bob la detuvo a mitad de camino.
—¿Por qué me mintió, Jacee? —exigió él, abruptamente.
¿Mentir?
—Usted me dijo que tenía el dinero y que el contador se encargaría de todo. Fui
hasta el negocio después de hablar con la abuela y lo encontré clausurado —se peinaba
el cabello con dedos nerviosos—. ¿Consiguió el dinero? No vuelva a mentirme —le
pidió.
—No. Todavía está en la cuenta de ahorro.
—¿Por qué no fue al banco y sacó el dinero?
—Porque necesitaba la firma de Louise.
—La abuela dijo que ella… —Bob le arrancó el bolso que llevaba debajo del brazo.
Lo abrió y revisó el contenido. Un trozo de papel rosado apareció entre los dedos de
Bob, quien se lo mostró triunfante—. Bolso. Boleta rosada. ¿La abuela dijo esas
palabras?
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Jacee comprendió de repente que el papel rosado que flameaba ante ella era la
boleta rosada; la boleta de retiro de dinero firmada por Louise. Si no hubiera estado
tan agotada hubiera descifrado el mensaje ella misma.
—Tengo que conseguir un teléfono. ¡Vamos!
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Capítulo 9
El contador y su clienta esperaban en la enorme oficina del Servicio de
Recaudación de Impuestos. Las máquinas de escribir tableteaban como ametralladoras
al escribir las cartas y formularios que completaban los empleados. Oficinas más
pequeñas rodeaban el salón central junto con pequeños compartimientos.
—El señor Dettrick los verá ahora. Es la última oficina a la derecha.
Jacee bajó la cabeza y sacó una pelusa imaginaria de la solapa del traje sastre azul
marino. Solo la blusa blanca con volados plegados en el escote aligeraba las líneas
severas de su atuendo. El cabello recogido, el maquillaje apropiado para el día, los
tacones altos que resaltaban la esbeltez de sus piernas consiguieron que Jacee se
sintiera segura de su apariencia. Sólo la fuerza con que apretaba el bolso traicionaba la
fachada de fría indiferencia.
Larry y Jonathan se pusieron de pie respetuosamente cuando ella ingresó a la
oficina. Scotty estrechó las manos de ambos, luego esperó a que Jacee se sentara. La
oficina mostraba sólo dos escritorios de acero adosados y las dos sillas para los
visitantes.
Scotty entregó a Jonathan el cheque de la cajera. La tensión que se percibía en los
dos hombres podría cortarse con un cortafierro.
—Creo que esto cubrirá los impuestos de la deudora morosa más los intereses —
dijo Scotty, frío.
El cheque pasó a las manos del agente Dettrick quien comenzó a revolver la pila
de papeles. Extrajo un formulario que entregó a Scotty, quien lo miró someramente, lo
dobló y lo guardó en el bolsillo del chaleco.
Los ojos castaños encontraron los plateados y permanecieron fijos en ellos. “Está
muy mal”, pensó Jacee. Su propio rostro estaba demacrado, pero ella podía ocultarlo
bajo una capa de maquillaje. “Me heriste mucho”, dijo ella con la mirada. Jonathan
sacudió la cabeza al recibir el mensaje.
—¿Cuándo descongelarán la cuenta bancaria? —“de vuelta a los negocios”,
pensó ella. Los problemas personales serían resueltos más adelante.
El viernes era día de pago. Si fuera humanamente posible, los hombres recibirían
su cheque de pago.
—Debe ser descongelada de inmediato —respondió Larry—. Yo telefonearé al
banco personalmente.
—¿Entonces, está todo solucionado? —preguntó Scotty, poniéndose de pie.
—Así parece. Si tienen algún problema, llamen —Larry se puso de pie—. Jacee,
gracias otra vez por el… ah…
—El adaptador —dijo ella, levantándose de la silla incómoda—. Y no llamen a la
competencia —inclinó la cabeza hacia Jonathan—, por algún retrete tapado —cubrió
la expresión de su rostro con una máscara de seriedad y se volvió hacia Jonathan. Evitó
darle la mano—. Adiós, señor Wynthorp. El negocio ha concluido.
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Jacee se mordió la lengua para no llamarlo. El dolor físico era menor que la
angustia mental a la que había estado expuesta. Él la había engañado una vez. Los
hechos eran simples y contundentes. Jacee Warner se había enamorado de Jonathan
Wynthrop. Los sentimientos no eran recíprocos o él la hubiera ayudado. Nunca más,
se juró.
Dos meses más tarde Louise trabajaba nuevamente y Jacee recopilaba las listas
de suministros semanales. El fin de semana del Día del Trabajo se acercaba y ella
deseaba limpiar de basura su escritorio.
El tiempo estaba cerrando las heridas y haciendo olvidar la vergüenza. Ya no
pasaba los días pensando y recordando a Jonathan. Las largas horas dedicadas al
trabajo la dejaban exhausta y sin ganas de recordar los sueños que habían acariciado.
Las llamadas telefónicas de Jonathan no recibían respuestas. Los primeros días el
teléfono había sonado incesantemente, pero con el correr de las semanas se habían ido
espaciando hasta cesar por completo.
El “Desastre ORI” como lo llamaba Louise había dejado algunos resultados
positivos a pesar de todo. Jacee se sentía más segura en su papel de empresaria y las
barreras que la habían aislado de los hombres habían caído para siempre.
Después de escuchar los consejos de Louise repetidos hasta el cansancio, ella
había aceptado salir con un contratista general. Hank era atractivo, atento y tenía
sentido del humor. ¿Por qué no podía profundizar la relación? Faltaba algo, algún
ingrediente mágico para que eso sucediera.
Inquieta, Jacee golpeaba la punta del lápiz sobre la chequera. Jonathan había
invadido sus pensamientos sin que ella pudiera evitarlo.
“¡Caracoles! Demasiadas preguntas habían quedado sin respuesta”.
La silla se quejó cuando ella se recostó en el respaldo. Había leído y releído aquel
formulario de descargo, más de mil veces y sin embargo, no había descubierto nada.
Era un formulario común, de los que deben completarse, pero ¿por qué había dicho él
“no conoces todos los hechos”?
Ninguno de los componentes del rompecabezas encajaba. Cuestionarse,
especular, formular hipótesis, todo esto complicaba más el cuadro. Había llegado la
hora de actuar, decidió y levantó el auricular del teléfono.
Contuvo el aliento al discar el número particular de Jonathan, y lo exhaló como
un suspiro de alivio al recibir como respuesta un mensaje grabado. Colgó el auricular.
¿Estaba contenta o desilusionada al no haber hablado con él? Ambos sentimientos se
entremezclaban en forma extraña en su alma.
Se inclinó y el silloncito volvió á crujir. Abrió el último cajón del escritorio y sacó
una lata de aceite para todo uso. Después de lanzar unos chorritos estratégicos en
lugares clave, volvió a reclinarse. No hubo quejidos ni crujidos. Una amplia sonrisa
iluminó el rostro de Jacee. ¿Por qué no lo había hecho antes?
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—La mataré de amor. Para Navidad seré la sombra de lo que soy —respondió,
frotándose el vientre abultado.
Jugando, Jacee se incorporó a medias y le pellizcó la mejilla rubicunda.
—No cuentes con eso.
—¿Y, con qué cuentas tú en estos momentos? —preguntó él, sobrio.
—Con los dedos de las manos y de los pies —replicó ella no queriendo hablar en
serio.
Scotty lanzó una risotada ante la respuesta inesperada.
—Vamos, muchacha lista. Te acompañaré hasta tu auto.
Atravesaron el campus caminando y conversando alegremente. La ubicó frente
al volante y Scotty introdujo la cabeza por la ventanilla abierta.
—No volará, Jacee. Tienes que terminar un viaje antes de emprender uno nuevo.
Instintivamente, Jacee comprendió a qué se refería: a Jonathan y a las citas con el
contratista general.
—Lo sé. Creo que por eso vine esta noche. Justo cuando creía que tenía las
respuestas correctas, Jonathan cambió las preguntas.
Él le palmeó el hombro y la compadeció.
—Mantente allí, criatura. No te pierdas en el revuelo. Adiós.
Jacee puso en marcha el motor, salió del área de estacionamiento y lo saludó con
la mano. Jonathan había dicho que él no era del tipo de los que se perdían en el revuelo;
pero lo había hecho.
El conflicto entre su empleo y el negocio de Jacee los había separado al fin. Los
temores que ella había sentido aquella mañana se habían vuelto reales. Cuando él no
pudo… o no quiso ayudarla, ella se había sentido herida y enojada. Mejor dicho,
traicionada. Debió haber algo que él podría haber hecho. ¿Pero qué hubiera pasado si
en realidad él no hubiera podido hacer nada? ¿Y si hubiera hecho lo humanamente
posible?
—Los agentes son seres humanos —musitó ella. La asociación de palabras hizo
que recordara la conferencia de Jonathan. Se ruborizó al recordar también su
definición de soborno. Utilizar el “Si me amaras” era algo despreciable y la
desesperación no convalidaba ese comportamiento ni la excusaba. ¿Debería
disculparse con él? ¿Sería ésa la pieza faltante en el rompecabezas que le impedía
seguir adelante con su vida?
Entró al garaje abierto que sobresalía de su casa y detuvo el motor. “Lo llamaré a
primera hora de la mañana y le pediré disculpas”. Abrió la portezuela del auto y bajó.
Salió del garaje y observó embelesada la luna llena que bañaba con su luz el patio
trasero de la casa. “No, lo veré camino al negocio. El teléfono es un aparato para
cobardes”.
De pronto, Jacee contuvo el aliento, atemorizada. Una sombra oscura se movía
sigilosamente en el porche trasero. Giró violentamente y corrió de vuelta al garaje.
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Capítulo 10
—¡Jacee! Soy yo… Jonathan.
Ella se detuvo en seco. Volviéndose, trató de atravesar con la mirada la oscuridad
reinante en el porche para verlo.
¿Lo habían traído las ondas de sus pensamientos positivos? En su mente habían
estado juntos toda la velada.
Él salió de la oscuridad y se colocó bajo la luz difusa de un farol.
—No quise asustarte. ¿Quién creíste que podía esperarte en el porche de atrás?
—Sonrió divertido—. ¿Drácula?
—¿Qué haces aquí?
La pregunta sin sentido escapó de sus labios antes que pudiera reprimirlas.
—Estoy esperando poder cumplir con un compromiso para cenar —respondió
él, sereno.
“Has llegado dos meses más tarde” eran las palabras que casi salen de su boca,
pero se mordió la lengua y las contuvo.
—Ya he comido. ¿Te arreglarías con un emparedado y una taza de café? —
preguntó ella, acortando la distancia que los separaba.
—Esa pregunta evoca en mi mente una respuesta muy remanida.
Ella ladeó la cabeza inquisitivamente, levantó la vista y lo miró detenidamente.
Se había cambiado de ropa. Los pantalones grises se ajustaban a sus caderas angostas,
una camisa tejida de algodón se estiraba sobre los músculos de su pecho y de los
hombros anchos. La actitud y postura informales escondían la energía dinámica que
ella había observado en el salón de conferencias.
—En las viejas películas, el galán abraza a la joven y dice: “Sólo tengo hambre de
ti”, y besa apasionadamente a la primera actriz —las sombras oscuras no podían
ocultar las chispas qué salían de los ojos plomizos—. Si pasamos esa puerta…
—¿Qué te parece si vamos a la hamaca que hay en el porche del frente? —sugirió
ella, concordando mentalmente con él. Pero si pasaban al interior de la casa no estaría
segura. El deseo irrefrenable de amarlo los llevaría derecho a la cama.
Uno detrás del otro caminaron por el sendero de ladrillos que los llevó al
espacioso porche del frente de la casa. Él sostuvo la hamaca hasta que Jacee se sentó,
hizo una pausa y luego se reclinó sobre la baranda:
—Te extraño, Jacee.
—Yo también te extraño, Jonathan —Mantuvo la cabeza mientras trataba de
ordenar la miríada de emociones encontradas que experimentaba en ese instante.
Felicidad, temor, alegría, tristeza, anticipación, todas se mezclaban: Pero por encima
de todo tenía unas ansias locas de ser apretujada contra su pecho—. ¿No quieres
sentarte?
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al mismo tiempo —cuando el cabello quedó libre, lo enredó entre los dedos y luego le
tomó el rostro entre las manos—. Sufrí mucho más que tú y por mi culpa. Cuando
Larry colocó el candado en la puerta yo permanecí en el auto como en un estado
paralizante: Ese día no pude hacer nada pues no podía detener los engranajes que ya
se habían puesto en movimiento.
—Lo sé, amor —vio el dolor que reflejaba el rostro amado y de pronto, se sintió
protegida entre sus brazos. Por ahora se contentaba con que la sostuviera como a una
frágil pieza de porcelana. Ambos habían sufrido demasiado.
La hamaca se mecía lentamente, crujiendo por lo vieja que era. Los pájaros piaban
de un extremo al otro del patio como una orquesta que afina sus instrumentos al aire
libre. Pero estar juntos y abrazados de este modo no les sería suficiente por mucho
tiempo. Como si lo presintieran, los brazos se tensaron al unísono, acercándolos más.
Jacee probó la humedad, y la colonia que era privativas de Jonathan. Al arquear
el cuello dejó al descubierto la vena que llevaba la sangre a su corazón y él aprovechó
para besar el pulso palpitante bajo la piel delicada.
Jonathan se corrió al centro de la hamaca y la subió sobre sus rodillas. Ella, con
la mente concentrada en el amor que sentía por él cubrió de besos el rostro varonil,
para luego mordisquearle el labio inferior como sabía que le agradaba. La respuesta
no se hizo esperar. Dedos eróticos y sensuales comenzaron a trazar círculos sobre la
espalda sensitiva de la seductora.
—Bésame, cariño —lo azuzó ella.
Los labios cerrados pero no sellados de Jacee se frotaron contra los de Jonathan
quien, dejando de lado los breteles del vestido, deslizó la mano debajo del sostén de
encaje. Los dedos acariciaron el pezón hasta que se irguió. Entonces, la lengua de Jacee
salió disparada introduciéndose en la boca de Jonathan. Al probar la suavidad interior
de los labios, exploró más profundamente como no lo había hecho jamás.
Las manos musculosas que la habían sostenido con ternura hasta ese momento,
la aferraron contra su cuerpo viril.
Ella había estado muy equivocada y ahora que las lenguas se unían, supo que el
dolor pasado era por su culpa. Ningún hombre podía hacerla sentir así.
El negocio, el trabajo, todo lo que había considerado importante sólo lo era en los
momentos en que no estuvieran haciendo el amor. Había negociado con él por el
comercio; en vez de eso, debió haberse aferrado a lo que compartían.
Los labios de Jonathan hubieran sido el bálsamo para sus heridas. Nunca más
rechazaría lo que él le ofreciera.
—Deja que te ame —susurró ella contra la boca de Jonathan—. Necesito ser
amada con pasión.
Temblando de excitación, él bajó la cabeza para hundirla en la garganta de Jacee.
Retiró la mano que acariciaba el seno rotundo y la colocó sobre la curva de la cadera
para deslizaría a todo lo largo del muslo femenino. La sedocidad de las medias incitó
a esa mano febril a que continuara por debajo del ruedo de la falda. Una llamarada de
fuego precedía a los largos dedos temblorosos.
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—Pero lo hice —protestó ella—. Una y otra vez para ser exacta.
—La fecha. ¿Notaste la fecha?
—¿La fecha era importante?
—Puedes apostarlo, señorita. Antes que llevaras el cheque yo ya había pagado
los impuestos. No podía evitar que lo cerraran, pero al pagar los impuestos sí conseguí
que lo abrieran inmediatamente.
—¿Tú pagaste los impuestos? —preguntó ella, azorada.
Jonathan asintió con la cabeza.
—Entonces, cuando no respondías a mis llamadas, me figuré…
—¡Que yo no cumpliría con mi parte del soborno! —concluyó ella, casi furiosa.
—… que tú eras la que había tenido una aventura de verano —dijo él, dando
término a la oración.
Jacee vio en el rostro amado la réplica de sus propios temores y además la
vulnerabilidad para ser herido por cualquier palabra o gesto desconsiderado.
—Te amo con todo el corazón, de cuerpo y alma, Jacee —alzó el estuche y lo abrió
dejando al descubierto un enorme solitario que refulgía bajo la luz de la lámpara—.
¿Te casarás conmigo, Jacee Warner? —preguntó guiñándole el ojo con picardía—. El
anillo es un soborno —agregó.
Ella no necesitaba responder, ya lo había hecho al invitarlo a entrar a su casa. Con
un guiño sensual, ella extendió la mano y sacó el anillo del estuche.
—Sólo si me prometes poner un candado —él alzó una ceja—… en la puerta de
esta casa… con nosotros adentro.
Y ello hizo. Más tarde.
Fin
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