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Guerra de amor

Enjugaré tus lágrimas


Anna Hudson

Guerra de amor (1989)


En Harmex: Enjuagaré tus lágrimas (1989)
Título Original: Kiss the tears away
Editorial: Harmex S. A.
Sello / Colección: Bianca 14
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Jonathan Wynthrop y Jacee Warner

Argumento:
—Usted está en deuda conmigo —dijo él, aprovechándose de su suerte—. El
precio es una cena.
Era evidente que ellos nunca se pondrían de acuerdo. Primero, él irrumpió
en su oficina sin imaginarse que Jacee podía ser una mujer hermosa. Después
se apareció con sus esquíes acuáticos en un lago en las montañas.
Jonathan estaba dispuesto a acusarla de evasora de impuestos y enviarla a la
cárcel si ella no aceptaba sus exigencias.
Pero, ¿por qué la temperatura de ella aumentaba al estar cerca de él?
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Capítulo 1
—Pequeña, ¿está tu papito por aquí? —preguntó una voz de tenor bien
modulada.
La punta del lápiz se partió con un chasquido bajo la presión de los dedos de
Jacee Warner. Desde que esa abominable canción Los Locos Bajitos se pusiera de moda
en la radio y la televisión, ella había sido el blanco de mil y un chistes de mal gusto.
Alzó el rostro lavado, pero se mantuvo encorvada sobre el escritorio.
—Papito abandonó a mamita por otra mujer —respondió con voz lastimera.
“Piensa otro comentario chistoso”, pensó fulminando con la mirada al cinturón que
tenía a nivel. Luego recorrió una camisa blanca hasta ver que una mancha de rubor
que partía del cuello almidonado y trepaba por el rostro del visitante, encendiéndole
las pecas cobrizas.
Entonces, Jacee abrió desmesuradamente los ojos color chocolate para apreciar
en conjunto al hombre que estaba de pie frente a su escritorio. ¡Era hermoso como un
dios mitológico! Tenía el cabello rubio, desteñido por el sol, los ojos grises más oscuros
que hubiera visto, la nariz y la boca parecían cinceladas y un cuerpo que envidiaría
cualquier obrero de la construcción. Pero lo mejor de todo era que medía bastante
menos de un metro ochenta.
El rostro de Jacee se iluminó con una amplia sonrisa y todas las preocupaciones
que le producía la contabilidad en la que había estado enfrascada, se desvanecieron en
el aire. Lo observó detenidamente como para memorizar hasta el más mínimo detalle.
El visitante recobró la compostura, dejó el maletín en el piso y se inclinó sobre el
escritorio.
—Lo siento, jovencita —se enderezó—. ¿Está el propietario del local?
Jacee dejó escapar una risa melodiosa mientras discurría en su interior si
convendría continuar con este juego. ¿Por qué no? Ambos se reirían más tarde al
compartir unos tragos.
—No que yo sepa —dijo con voz de falsete y sacudió la cabeza balanceando la
larga cola de caballo color miel sobre los hombros.
El visitante, disgustado, buscó la billetera en el bolsillo de la chaqueta y extrajo
una tarjeta que depositó sobre el secante verde que cubría casi todo el escritorio.
—Es imperioso que lo vea ahora mismo —dijo él con tono autoritario.
Jacee leyó la tarjeta en silencio. JONATHAN WYNTHROP, OFICINA
RECAUDADORA DE IMPUESTOS, ST. LOUIS, MISSOURI. ¡Ca-ra-co-les! ¡La ORI!
¿Qué andaban buscando? nada bueno se apresuró a contestarse. No se reirían de nada
frente a unos tragos.
Jacee Warner se irguió en el sillón anticuado y observó divertida, a pesar de su
preocupación, cómo la expresión consternada del visitante se convertía en una de
incredulidad.

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—Usted es toda una mujer —atinó a decir al ver los senos ampulosos que el mono
azul de mecánico apenas podía contener.
—Sagaz observación, señor Wynthrop —se mofó Jacee—. ¿Qué puedo hacer por
usted?
—¿Trabaja para Sanitarios Jacee?
—Yo soy Sanitarios Jacee.
—¿Quiere decir que usted maneja esta oficina? —insistió él para aclarar las
funciones específicas de Jacee.
—Se equivoca otra vez. Yo manejo cañerías de cobre, generalmente para grandes
edificios de departamentos. Algunas veces, no muchas, uso dé plástico, pero el
pegamento apesta —una invasión de la ORI no garantizaba sutilezas y el énfasis en la
palabra apesta, indicaba bien a las claras cuál era su opinión al respecto.
Jonathan Wynthrop revaloró el rostro agraciado que lo encaraba con evidente
hostilidad. Le agradaron los enormes ojos oscuros, la nariz respingada apenas
salpicada de pecas y la boca ancha.
—Usted ignoró nuestras cartas de advertencia, señorita Warner.
—No las recibí —replicó ella.
“Jamás lo hacen”, pareció decir él con sólo un gesto de disgusto.
Jonathan volvió a inclinarse, recogió el maletín y lo abrió. Extrajo dos
documentos oficiales y se los entregó.
—Vamos a confiscar la cuenta bancaria de la empresa y clausuraremos el local —
explicó arrojando un candado y cadena sobre el escritorio.
El sillón crujió cuando Jacee lo reacomodó con movimientos rápidos, mientras
rechazaba los papeles en forma intempestiva.
—¡Maldito sea! ¡Debe haber una equivocación! —dijo ella sin miras de contener
su mal talante.
Jonathan deslizó los documentos debajo de su tarjeta sin importarle la
interrupción y se alejó hacia la puerta principal llevando el candado y la cadena.
—Remataremos todas las existencias como lo establece la orden judicial.
Esperamos que el producto de la venta cubra el total de la deuda —la voz monótona
semejaba una grabación.
De un salto, Jacee rodeó el escritorio y lo tomó del brazo.
—Espere un minuto, usted… —titubeó buscando el insulto adecuado—… usted
¡RECAUDADOR DE IMPUESTOS! —y lo hizo sonar como el peor insulto del mundo.
Una mirada glacial cayó sobre los dedos pequeños que lo sujetaban por la manga,
pero la diminuta cascarrabias lo desafió colérica.
“Él podrá clausurar mi negocio, pero tendrá que oír lo que pienso de la gente que
tiene su profesión. Al menos me daré ese gusto”, se dijo.

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—¿Sabe una cosa? Nuestros antepasados, los fundadores de este país, sabían qué
hacer con la gentuza como ustedes. Los cubrían con brea y emplumaban, violaban a
sus esposas y luego los echaban a los caminos con todos sus bártulos.
Él distrajo la atención de Jacee dejando caer el candado y liberó su brazo con un
movimiento brusco, al tiempo que sacaba un anotador y un lápiz del bolsillo interior
de la chaqueta oscura.
—Veamos, aclaremos las cosas para ver si entendí correctamente. Primero me
cubrirá con brea y emplumará —el lápiz volaba sobre el papel—. Luego, violará a mi
esposa… Pero como soy soltero, le resultará un poco difícil, sin mencionar… —los ojos
divertidos recorrieron la figura femenina—… su falta de equipo. Y como gran final,
me echará a los caminos con todos mis bártulos.
Como estaban las cosas, ella sería la que abandonaría la ciudad para ser enviada
a la prisión federal más cercana.
—Usted no intentó usar la violación como soborno, ¿verdad? Mi compañero está
en el salón de exposición y cualquier oferta debe incluirlo —dijo él, sonriendo con
osadía.
Jacee estaba fuera de sus casillas, pero ocultó su malhumor bajo una máscara
desdeñosa.
—Pensé que no era así —comentó él con fingido disimulo.
Al comprender que estaba perdiendo la batalla Jacee cambio de táctica. Giró en
redondo y se dirigió hacia la puerta lanzando una carcajada estridente.
—Haga pasar a su compañero. Las víboras siempre viajan en pareja, ¿no es así?
—lo insultó.
Jonathan Wynthrop permaneció callado.
Jacee lo empujó al pasar a su lado. El otro agente retorcía la manija de un artefacto
Moen para fregaderos mientras se inclinaba para mirar por el agujero del grifo.
—No esperará que salga agua, ¿verdad? —preguntó Jacee, sarcástica.
Normalmente trataba a los posibles clientes con toda cortesía, pero esta criatura
odiosa era sólo otro recaudador. Cuando la cabeza del agente golpeó contra el grifo,
Jacee contuvo la risa a duras penas.
—No… ah, sólo buscaba el cómo-se-llama que adosan entre el grifo y el
lavaplatos portátil.
Se enderezó y a Jacee le pareció un gigante. “No importa, a él también lo puedo
reducir de tamaño”, pensó.
—El cómo-se-llama es un adaptador y está en las cajas detrás del mostrador —
respondió ella, señalando las innumerables cajas alineadas en el exhibidor—. ¿Puedo
venderle uno antes que clausuren el local? ¿O prefiere comprarlo a mitad de precio en
el remate judicial? —preguntó con fingida dulzura.
El agente tuvo la gentileza de ruborizarse.
—Propietaria hostil —oyó decir desde la puerta de su oficina.

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—Otra observación sagaz, señor Wynthrop. Tiene el don de aclarar lo que es


obvio —replicó Jacee—. Ya le dije que todo esto es un error, pero ustedes, bastardos
arrogantes…
—Ahora compruebo que los fontaneros utilizan un lenguaje de albañil —
interpuso Jonathan, impidiéndole continuar con los insultos.
—¡Basta, Jonathan! —ordenó el otro agente con autoridad—. Permítame explicar
los hechos, jovencita. Después de repetidas advertencias, usted no ha cumplido con
las leyes que reglamentan el pago de la retención de impuestos. De acuerdo con
nuestros registros, usted a delinquido los últimos tres años. ¿Es eso correcto?
—¡No, en absoluto! si ustedes sólo me…
—La ORI no se equivoca —acotó Jonathan con aire aburrido.
—Bien, esta vez lo ha hecho —Jacee bajó la voz deseando que fuera más efectiva
que despotricar, chillar y rechinar los dientes. Reprimió el deseo de hacer las tres cosas
a la vez—. Por favor no me interrumpa señor Wynthrop. Sólo su falta de cortesía
supera su estupidez —la indignación contenida hizo que la frase se perdiera en un
murmullo y dirigiéndose al compañero de Jonathan, continuó—. Permítame llamar al
contador. Él desenredará esta maraña.
Jacee los vio intercambiar miradas. Jonathan se alzó de hombros y señalando al
agente mayor que le diera esa oportunidad y él asintió, pero lo llamaría él mismo.
—Soy Larry Dettrick —dijo extendiéndole una tarjeta.
—Mi nombre es Jacee Warner. Muchas gracias —respondió ella, aceptando la
tarjeta.
Los tres regresaron a la oficina. Jaece buscó el número de teléfono y telefoneó
mientras observaba a los hombres de pie frente a ella. Oyó sonar el teléfono al otro
lado, pero nadie atendía. Tamborileó los dedos sobre la madera con impaciencia. “Por
favor, contesta, Scotty”, rogó.
—Aquí Scott Lang.
—Soy Lacee Warner. Tengo un problema —paso a paso relató lo sucedido,
omitiendo sólo la batalla verbal y las amenazas que había hecho. La angustia velaba
su voz melodiosa.
—Es un error de alguna clase. Probablemente la computadora ha tenido una falla.
Deja que hable con uno de los agentes —dijo Scott tratando de calmar a su cliente—.
Serénate y por todos los santos no pierdas la calma.
“El consejo llega demasiado tarde”, pensó entregando el auricular a Larry
Dettrick y dejándole el lugar detrás del escritorio.
—Gracias —murmuró Larry antes de desplomarse en el sillón.
Jacee se alejó de la oficina y comenzó a pasearse por el salón atestado de
mercadería. Reconsideró las posibilidades mientras se retorcía las manos callosas.
Louise, la encargada de los trabajos de oficina, llenaba todos los formularios del
gobierno con la mayor exactitud. Bueno, quizá con algún pequeño embuste de vez en

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cuando, pero ¿qué comerciante no lo hacía? ¿Habría cometido muchas equivocaciones


en los últimos tiempos? Meneó la cabeza y la cola de caballo fue de un hombro al otro.
Louise había sido la secretaria de su padre durante veinte años. Era muy
competente. Casi pertenecía a la familia. Madre sustituta, confidente y amiga, eran
algunos de los atributos personales que describían a Louise. A través de los años, había
vendado las rodillas lastimadas de Jacee, enjugado sus lágrimas y aconsejado
sabiamente. La madura mujer regordeta la había alentado para que siguiera el oficio
de fontanera cuando su propia madre había llorado de vergüenza.
Scotty debía tener razón. Tal vez la computadora estaba descompuesta. Acaso
¿no estaba cansada de oír sobre los registros desastrosos de ciertas computadoras?
Sintió unos ojos clavados en la nuca y presintió que Jonathan Wynthrop se hallaba
cerca. Se volvió, respiró hondo, contuvo el aliento y esperó.
—¿Aceptaría mis disculpas por haberla atormentado hace un rato? —preguntó
él. Estaba en mangas de camisa y tenía una mano en el bolsillo del pantalón.
—¿Quiere decir que el agente de la todopoderosa ORI, representante del canoso
Tío Sam, cometió un error?
—No, pero debía manejarla… —la miró de pies a cabeza— con más delicadeza.
Habitualmente no permito que los propietarios hostiles me exasperen.
—Los carteros manejan la correspondencia. Los entrenadores manejan a los
perros. Usted jamás me manejará —los ojos lanzaban chispas cobrizas—. Yo manejo
los problemas de las instalaciones sanitarias. Soy una contratista independiente…
—Y una dama independiente —agregó Jonathan.
—Correcto. Es la primera vez que acierta desde que entró, independiente y una
dama. Los hombres no manejan a las damas. Hasta su disculpa fue insultante.
—Las damas no maldicen ni blasfeman. Quizá sólo debía decir independiente —
la voz denotaba exasperación.
—Si usted logra su propósito tampoco seguiré siendo independiente. Me dejará
en la ruina y fuera de los negocios. ¿Sabe lo que sucedería si pone un candado en la
puerta? En menos de una hora el teléfono estallaría. Los proveedores me acosarían
para averiguar sobre el pago de las facturas. Los contratistas me enloquecerían con
embargos preventivos. Las propuestas para las licitaciones provenientes de Sanitarios
Jacee serían arrojados a los cestos de los papeles. Sería lo mismo que arrojar la licencia
oficial a la basura —quedó jadeando por el discurso impensado y señaló con la mano
los documentos oficiales que colgaban de la pared detrás del mostrador.
Bajó el tono de voz y continuó:
—Señor, he trabajado durante seis largos años para ser independiente. Metí los
pies en agua helada para reparar tuberías maestras que habían estallado por el hielo
en el invierno. En días calurosos de verano como hoy, el soldador hace que la
temperatura suba más de diez grados. ¿Y usted tiene el descaro de estar en esta oficina
con aire acondicionado, impecablemente vestido y hacer bromas sobre si soy o no una
dama?

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Jacee contuvo las lágrimas de furia que pugnaban por asomar a sus ojos. No
lloraría, jamás lloraba. Levantó la barbilla redondeada y lanzó una carcajada
estridente.
—Puede tragarse su disculpa. ¿Qué le parece eso, impropio de una dama? —las
lágrimas le formaron un nudo en la garganta.
—Jacee…
—El agente intentó cerrar el abismo que los separaba.
—Manténgase lejos de mí, asno orgulloso y pomposo. No existen suficientes
malas palabras en el albañal para un recaudador como usted —se cubrió el rostro con
manos temblorosas.
—¿Qué sucede? —preguntó el agente Dettrick.
Jacee se aclaró la garganta, tragó saliva y declaró:
—Una propietaria hostil que se volvió histérica. ¿Era un error? —preguntó,
confiando en él sus temores.
—Está a salvo… por el momento. El señor Lang me ha hecho dudar lo necesario
como para que no se justifique que le cierre el negocio o congele su cuenta bancaria.
Puede agradecer el aplazamiento al feriado del día de la Independencia pues no podré
revisar la teoría de Lang hasta la semana entrante, cuando tenga las computadoras a
mi disposición —Larry suspiró como si el hablar tanto lo agotara.
Jacee casi llora de alegría. Sería temporario, pero era un aplazamiento. Louise y
Scotty encontrarían los recibos de pago que la librarían de esta pesadilla. Nadie tenía
por qué saber que el gobierno le había hecho una visita.
—Muchas gracias, señor Dettrick. No sabe la angustia que me ha ahorrado al
permitir que telefoneara al contador —dijo Jacee con sinceridad.
—Lamento haberla molestado —respondió Larry con una sonrisa franca—. ¿Me
vendería uno de esos cómo-se-llaman que vimos hoy? Mi esposa vive regañándome
por no ocuparme de conseguirlo.
Ella se lo hubiera regalado, pero el temor a que fuera considerado como un
soborno por su compañero, frenó su natural generosidad.
—Será un placer, señor Dettrick.
Descorrió la puerta de cristal del exhibidor, buscó entre docenas de adaptadores,
escogió uno y se lo entregó.
—Incluido el impuesto, son siete con cincuenta y nueve.
—¿Aceptaría un cheque personal?
—Desde luego. Si no puedo confiar en un agente de la ORI, ¿en quién podría
hacerlo? —preguntó ella, con descaro.
Jacee recibió el cheque y lo guardó en la caja registradora de donde extrajo una
tarjeta comercial.
—Llámeme cuando necesite un fontanero competente.

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—Gracias, lo haré —respondió Larry y guardó la tarjeta en el bolsillo.


—Larry, ¿te molestaría esperar unos minutos en el auto? Me gustaría hablar con
la señorita Warner a solas.
Jonathan se había acercado a Larry, quien ahora miraba a Jacee y a su compañero
con un poco de aprensión, como si deseara una respuesta de la joven.
Ella asintió con la cabeza.
—Bien, gracias por todo. Le hablaré la semana entrante.
Jonathan estaba del otro lado del mostrador y cuando Jacee levantó la cabeza se
encontró con la mirada penetrante de unos ojos acerados que intentaban penetrar su
máscara de eficiencia comercial.
La sangre corrió tumultuosamente por sus venas como si el corazón fuera una
bomba de cinco caballos de fuerza.
—¿Aceptaría cenar conmigo esta noche para que pueda disculparme? —le cubrió
la mano con la suya.
El gesto la desconcertó. La bomba se descompuso y el corazón pasó por alto
varios latidos. Este hombre era peligroso, no sólo para su negocio sino también para
su bienestar personal. Si era tan inhumano como para colocar un candado en la puerta,
no tendría escrúpulos para destrozarla.
—Aceptaré su disculpa ahora y le ahorraré el precio de una comida.
Antes que pudiera reaccionar, Jonathan le alzó la mano y comenzó a acariciarle
la muñeca. ¿Podría sentir lo irregular que era su pulso con sólo acariciarla?
—Me encantaría llevarla a cenar, Jacee. Diga que sí —insistió él, persuasivo.
Ella soltó una carcajada pues el viejo mecanismo de defensa volvía a funcionar
correctamente y deseaba herirlo.
—Señor, un pobre empleado estatal mal pagado no puede afrontar semejante
gasto.
Si lo hubiera abofeteado, el impacto hubiera sido menor. Jonathan pareció
enfurecerse, pero al recobrarse de la embestida verbal, le sonrió con sorna y
desprendiéndose lentamente de las palabras como si ella fuera indigna hasta del
desprecio, respondió:
—Ahorraré y volveré.
Se dirigió a la puerta después de recoger el maletín, como si no hubiera pasado
nada desagradable. La saludó con desdén y abandonó el lugar.
Jacee regresó a la oficina y se sentó detrás del escritorio. Había ganado tanto la
batalla como la guerra, ¿no? No era su costumbre permitir que un hombre atravesara
las barreras defensivas que había erigido con el correr de los años, sin embargo,
Jonathan había atacado las murallas interiores, pero aún estaban intactas.
Entonces, ¿por qué tenía ganas de hundir la cabeza en los brazos y llorar como
una criatura? No se había sentido tan desdichada desde hacía años.

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Su mecanismo de defensa, la risa y una lengua mordaz, fueron el resultado de la


vergüenza y humillación que padeciera durante la adolescencia cuando las hormonas
femeninas parecieron rebelarse contra su actitud casi varonil. Todas parecieron
ponerse de acuerdo y en lugar de hacerla crecer a lo alto, le desarrollaron
exageradamente el busto. Y ¿cuál fue el resultado final? Una adolescente muy bajita,
de busto desmesurado y terriblemente desgraciada.
Muy pocos muchachos de la secundaria recordaban haber subido a los árboles o
nadado en el estanque con Jacee. No veían tampoco que el rostro se había vuelto
angelical. Sólo veían sus senos y eso la hería en lo más profundo de su ser. El apodo
más odiado de esa época había sido “Boom Boom” y después de una cuantas salidas
con sus compañeros había decidido que los muchachos no valían la pena.
Las compañeras también habían sido extremadamente crueles y las clases de
gimnasia, un infierno que debió soportar a diario, pues por más que ajustara los
breteles del sostén, los senos parecían libres de ataduras.
Durante ese período fue la clásica alumna de bajo rendimiento en la actuación en
clase, aunque tenía muy buenas notas en los exámenes escritos. Pero todo esto la
tornaba más desdichada. Sólo Ruth Kline y su hermano menor, Tom, sus vecinos, le
ofrecieron una amistad sincera y a pesar del consuelo que le daban, muchas veces lloró
con amargura.
El ser diferente debía darle fortaleza para enfrentar la vida, reflexionó, y al
terminar la escuela secundaria a duras penas, se inscribió en el programa de
aprendizaje del sindicato de fontaneros. Tres generaciones dedicadas al oficio de la
construcción le habían dejado como herencia una habilidad natural para todo tipo de
trabajos manuales. Pero su estatura y su femineidad no fueron apreciadas en ese
ambiente netamente machista.
La reticencia y la desconfianza con que la trataban los compañeros, se vieron
agravadas por algunos enfrentamientos sexuales que bordearon la violación. Todos
especulaban abiertamente sobre su figura ampulosa, pero retrocedían ante la lengua
afilada e hiriente de Jacee. Al ver la frustración reflejada en los rostros, ella respondía
con una sonrisa de triunfo, Entonces, Jacee, decidió que no podría hallar amor… sólo
lujuria.
El sonido estridente del teléfono interrumpió sus cavilaciones. Mejor así, pensó.
Maldito Jonathan Wynthrop por haber removido el pasado.
—Sanitarios Jacee. ¿En qué puedo servirle?
—Hola, querida. ¿Todo preparado para el fin de semana?
“Querida Ruth. Somos tan pegadas que probablemente supo qué la necesitaba”,
se dijo al reconocerle la voz.
—Seguro. Tres días plenos de diversión en la tierra de Dios.
—¿Te molestaría que Scotty cayera por allí el sábado a la noche para ver los
fuegos artificiales?

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—No. Le telefonearé, ¿Cuándo atraparás a mi amigable contador y lo harás


dichoso? —bromeó Jacee. Scotty y Ruth habían tenido relaciones amorosas a intervalos
regulares durante años.
—Cuando me lo pida —Ruth suspiró y luego gruñó—. Llevarlo al altar será el
mayor logro de mi vida. Mi lápida llevará esta inscripción: “Aquí yace Ruth Kline.
Murió intentándolo. Causa de la muerte: amor no correspondido”.
—Vamos, Ruth, Sabes bien que te ama —aseguró Jacee.
—Yo lo sé y tú lo sabes, pero Scotty no lo sabe y ése es el problema.
Ambas rieron alegremente.
—Jacee, debo correr. Se supone que debo estar haciendo la ronda. Asegúrate de
llamar a Scotty. Tom y yo llegaremos al lago después de la medianoche, así que no nos
esperes levantada. Adiós.
Un timbre llamando a clase se oyó del otro lado del teléfono antes que Ruth
cortara la comunicación. ¡Qué alocada y adorable era su amiga! Jamás fallaba en
hacerla sonreír. Y volvió a hacerlo al pensar que el temor más grande de Ruth era
terminar sus días como una maestra de escuela, solterona.
—Bastante improbable —musitó, mientras discaba el número de Scotty.
“¡Hombres!” La palabra la exasperó y miró el cielorraso, esperando que atendieran el
teléfono.
—Scott Lang.
—Jacee de nuevo. Te llamé por dos razones. Primero para agradecerte, por
salvarme de la ORI y en segundo lugar para invitarte a ver los fuegos artificiales en el
lago mañana a la noche.
—Encantado, no sé qué sucedió con el problema de la ORI, y sí, me uniré contigo
en el lago. En realidad, ya compré unos cohetes chisperos para los festejos. La pandilla
siempre se reúne en el lago para el 4 de julio y creí que te habías olvidado de invitarme.
Ruth y Tom estarán allí, ¿no?
—Desde luego —respondió Jacee.
—Discutiremos nuestra estrategia con la ORI el domingo a la mañana junto a una
caña de pescar. Oye Jacee, hay otro cliente en la oficina. Te veré el sábado alrededor de
las seis. ¿De acuerdo?
—Convenido, pero preferiría que Ruth y Tom no se enteraran de mis problemas
comerciales. Te veré el sábado, compañero de pesca.
—Adiós —respondió Scotty riendo.
—Adiós.
Durante años habían intercambiado un billete de diez dólares que era el premio
al que pescara la mayor cantidad de peces en la temporada. Ella había conquistado el
trofeo el año anterior y con suerte, lo retendría en su poder otro año más.
Después de cerrar la puerta y colgar el cartel de CERRADO en la vidriera, Jacee
se dirigió al fondo del local. El ver SANITARIOS JACEE esmaltado en rojo a todo lo

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largo del nuevo camión blanco, le levantó la moral. Esta era la última adquisición de
la compañía y completaba una flotilla de cinco camiones. Los negocios marchaban
bien. Había duplicado las ganancias en los tres años desde que su padre se retirara y
mudara a Phoenix. Si las cosas seguían así, sería la única propietaria en otros tres años.
Encendió el motor. La imagen de Jonathan Wynthrop cruzó por su mente.
—Jamás clausurarás este negocio —juró con vehemencia.
El motor rugió y la imagen desapareció.

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Capítulo 2
Jacee abandonó la casa en puntillas para no despertar a Ruth ni a Tom y enfiló
hacia el embarcadero privado. Deseaba adelantarse a los esquiadores acuáticos,
conocidos como la maldición de los pescadores.
Remolinos de bruma se cernían sobre las aguas cálidas del lago. Eligió dos cañas
de pescar y dos carretes y los colocó en los portacañas antes de instalarse detrás del
timón de la lancha. Encendió el motor y la embarcación cobró vida, respondiendo
maravillosamente bien. Dio marcha atrás y luego puso proa al rincón de pesca
preferido por los conocedores.
Pasó debajo del puente peatonal que conectaba las dos o tres penínsulas que
abarcaban el área de recreo y las villas privadas.
Burton Duenke, corredor de bienes raíces de St. Louis, había tenido la excelente
idea de construir el lujoso recreo en las márgenes del fabuloso lago en Missouri. El
Lago de los Ozarks, alimentado por tres ríos, era el lago privado más extenso de los
Estados Unidos.
En un principio había pertenecido a la Unión Electric, pero ahora, Marriott Hotel
administraba el recreo Tan-Tar-A. Jacee paseó la mirada orgullosa por el conjunto de
villas privadas y condominios que se apretujaban a lo largo de la costa, pues la
reglamentación del Cuerpo de Ingenieros del Ejército que restringía la construcción en
la orilla de los lagos, no regía allí. Muelles y espigones se proyectaban bien adentro en
las aguas, lo que lo diferenciaba del resto. Satisfecha por lo que abarcaba su vista, Jacee
admitió para sí, que disfrutaba mucho la calma que le deparaba poseer una propiedad
a la orilla del lago.
—Es la mejor hora del día —suspiró Jacee, contenta. La lancha continuó la
marcha sin titubeos hacia la isla frente al recreo. El banco de arena que conectaba la
isla a tierra firme era el paraíso de los pescadores, pues allí proliferaban percas, róbalos
y lochas de tamaño excepcional y a principios de julio abundaban las percas blancas y
las lochas que eran sus preferidas.
Ancló a cierta distancia del extremo de la isla, sitio sólo conocido por los viejos
pescadores de la zona, donde se apiñaban las lochas más grandes y desde el que
también podía tener acceso al cardumen de percas blancas que preferían el lado
profundo del banco.
La cuerda que sostenía al almohadón de su asiento estaba húmedo cuando la tocó
para levantar la tapa la tapa y retirar del interior la caja de avíos de pesca. Al abrirla
pudo constatar que todas las moscas, plomadas, anzuelos de cuchara y todos los
elementos necesarios se encontraban perfectamente ordenados y haciendo un
despliegue de color en todas las bandejas.
Jacee examinó detenidamente todos los paquetes en busca de una mosca verde
pálida, cuando la halló la colocó en la línea con la pericia que dan muchos años de
práctica.
—¡Esto es vida! —se dijo al sentarse en la silla en la cubierta de popa.

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Tiró lejos, el cebo artificial hizo un ruido seco al chocar contra la superficie del
agua y de inmediato, Jacee fue recogiendo el sedal. El diminuto cebo de plumas semejó
un pequeño sábalo que era la carnada preferida por los peces del lago.
Los rayos del sol iban disipando la bruma espesa y los pájaros comenzaron a
cantar en los olmos. Jacee no solía pescar en este sitio pues era el preferido por los
esquiadores que daban vueltas y vueltas alrededor de la isla haciendo demostraciones
para sus admiradores, y más de un pescador inadvertido había zozobrado por el
oleaje.
Jacee refunfuñó al recordarlo, pero ningún esquiador saldría tan temprano.
Esquiar bajo la bruma era muy peligroso pues impedía ver los maderos o escombros
flotando en la corriente y los esquiadores podían sufrir accidentes graves.
Un golpecito imperceptible en la caña, la alertó. Algún pez hambriento estaba en
las cercanías del anzuelo. Jacee comenzó a recoger el sedal con navidad para permitir
que el pez picara. La caña dio un tirón y se arqueó. La enderezó y preparó la red.
—Una carpa blanca —murmuró con alegría, al ver el sedal zigzagueando
furiosamente en el agua. La carpa era el pez que más luchaba por su vida.
De pronto, la presa se hundió llevando metros de hilo. “Mantén la caña recta.
Deja el carrete suelto para que el pez se canse”. Los consejos de su padre resonaban en
sus oídos.
—Vamos, nena, quiero pescado frito para la cena —dijo en voz alta como si el
pez pudiera oírla.
Comenzó a recoger lentamente y de pronto, una saeta plateada brilló en la
superficie. Al ver el tamaño de la presa, exclamó entusiasmada:
—¡Ah, eres una belleza!
Sin usar la red, subió al pez a cubierta y lo puso en un recipiente a sus pies. Le
quitó el anzuelo dorado de la boca, lo preparó y volvió a arrojar al mismo sitio. Debía
de haber un buen cardumen allí. A los pocos minutos repetía la misma operación y
continuó así una y otra vez.
Jacee permanecía totalmente absorta en la tarea y no vio que la bruma había
desaparecido ni escuchó el ronronear de los motores. Las carpas blancas ya se alejaban
de la isla y se internaban en aguas más profundas. Cada vez debía lanzar a mayor
distancia para pescarlas. De pronto, el ruido cercano de un motor la desconcertó.
—¡Oh, no! ¡Oh, Dios mío, no! —gritó frenética al avistar una lancha de seis metros
que avanzaba a gran velocidad y que se dirigía hacia donde ella se encontraba. Dejó
caer la caña en el soporte aunque el sedal seguía en el agua y comenzó a gritar y a
mover los brazos para llamar la atención.
—¡Hey! ¡Hey, imbéciles! Miren a dónde van.
Pero todo fue inútil pues el piloto de la lancha se fijaba en el esquiador y no la oía
por el rugido de los motores. ¡La lancha de fibra de vidrio azul enfilaba directo a ella!

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Jacee saltó detrás del timón e hizo sonar la sirena en forma intermitente. El sonido
estridente, por último atrajo la atención del piloto que viró al tiempo que apagaba los
motores.
Habían evitado la colisión, pero el fuerte oleaje sacudió a la lancha más pequeña
y Jacee cayó al agua al perder el equilibrio. Lo último que oyó fue el “zzzzzzit” de la
línea al ser arrancada de la caña.
Abrió los ojos debajo del agua pero los millones de burbujas que escapaban de
su ropa le impedían ver. Jacee pataleó para subir a la superficie, pero el peso muerto
de la ropa y de los zapatos empapados, no se lo permitió. Vio puntos negros flotando
frente a sus ojos y supo que le faltaba oxígeno. Sintió que bombeaba adrenalina a todo
el cuerpo y haciendo un último esfuerzo, dio el envión. Todo pasó en unos minutos
que le parecieron horas interminables.
Quedó flotando sobre la espalda mientras jadeaba por aire fresco con
desesperación. Un esquí pasó flotando a su lado y al volver la cabeza pudo oír:
—Maldito pescador, me enganchó con el anzuelo.
Jacee comenzó a nadar hacia su lancha haciendo un gran esfuerzo. Al acercarse,
se aferró a la escalerilla de popa, se descalzó y arrojó con furia los, zapatos sobre la
cubierta.
—Maldito esquiador —gritó ella por encima del hombro—. ¿Quién te vendió el
lago?
Desprendió los jeans y se los quitó, quedando en bikini.
—¡Maldito tonto! ¿Qué hacías pescando en el medio del lago? —gritó una voz
masculina.
—¡No estoy en el medio del lago, bastardo arrogante!
Tiró a cubierta al jean empapado y luego subió al bote temblando aún de miedo,
pero cuando vio el interior de la lancha la dominó la ira. Los almohadones y la
alfombra de nylon estaban cubiertos por un arco iris de moscas y cebos artificiales de
todo tamaño, como si hubieran arrojado las cajas de avíos desde veinte metros de
altura.
—¡Maldito, maldito, maldito! —murmuró entre dientes, enojada.
Giró en redondo y alzó un puño crispado al culpable que estaba a menos de diez
metros de distancia. Se despojó de la camisa y de un tirón y la tiró sobre la silla.
—Hey, mujer tonta, tu anzuelo está atascado en mi pierna. ¡Ven a sacarlo!
—Mujer tonta —murmuró ella, repitiendo el insulto.
Jacee consideró dar un tirón a la caña lo que daría al esquiador de qué quejarse,
pero, por desgracia. No tenía el corazón tan duro.
En ese momento, la joven atractiva que guiaba la otra lancha ayudaba al
esquiador a subir a cubierta.
—Pobre querido —le oyó decir—. Déjame ver dónde estás herido. Pudo habernos
matado al pescar en ese lugar.

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—¡Caramba! ¡Quién lo hubiera dicho! —murmuró Jacee—, yo aquí, sentada y


ocupándome de mis asuntos, una lancha para esquiar casi me hunde y es mi culpa —
La enumeración de los hechos la pasmó y se movió molesta sin saber si debía o no
ayudar al esquiador.
—¡Hey! ¡Hey! No haga eso. Está hundiendo más el anzuelo.
Jacee aflojó el carrete y dejó que soltara varios metros de sedal antes de cortarlo
con los dientes. Recogió el ancla de sistema automático, hizo descender el motor fuera
de borda y lo puso en marcha para acercarse a la otra embarcación.
—Coloque los amortiguadores —exigió Jacee de la joven rubia que estaba de pie
en la popa—. No quisiera raspar mi lancha con ese pedazo de chatarra.
El insulto era de doble filo, pues el Mark Twain era obviamente el orgullo de su
dueño y además mucho más costoso que su propia lancha de pesca.
Jacee detuvo el motor y se levantó para echar un vistazo al interior de la otra
embarcación. El esquiador se hallaba sentado en el fondo, agachado sobre la pierna
lastimada.
—¡Usted! —siseó Jacee al reconocer el cabello rubio y el físico atractivo.
—¡Oh, no! —articuló el agente impositivo y mirando al cielo, preguntó—. ¿Por
qué a mí, Señor? ¡Ochenta kilómetros de costa y la dama fontanera pesca en este lugar!
—se encogió y miró su pierna—. ¿Puede quitar este arpón de mi pierna?
El pequeño anzuelo estaba lastimando un músculo de la pantorrilla.
—Es sólo un anzuelo pequeño. Deje de hacer tanto escándalo por esto. Es una
pena que no fuera un anzuelo triple —Jacee sabía por propia experiencia que no era
tan doloroso—. ¿Está en agonía? —preguntó, sarcástica.
—No es tan malo como ser cubierto con brea y emplumado, pero no hace juego
con el collar de plata que suelo usar —replicó él, como si la hubiera oído insultarlo en
silencio.
—Sabe muy bien que debo quitar primero la lengüeta del anzuelo hacia afuera
para cortarla y recién después tirar, ¿no es así? Tal vez prefiera ir al hospital donde le
pondrán anestesia —La idea de extraerle el anzuelo la enfermaba. No era lo mismo
que hacerlo en carne propia.
—Solo piense que estoy a punto de clausurar su negocio. Así me hará sufrir con
gusto. Hágalo —la orden fue perentoria y no admitía discusión.
Jacee tomó el alicate del fondo de su lancha y saltó al asiento de Mark Twain.
—¡Ouuuuch! —chilló Jonathan—. ¡Salga de arriba del sedal!
Sintiéndose culpable, Jacee vio el filamento bajo sus pies y saltó del asiento. Los
ojos plomizos la observaban con detenimiento.
—Acaba de conseguir que asome la lengüeta. Ahora, córtela.
Jacee se inclinó para revisar la herida. Gotas de agua trazaban surcos oscuros
sobre la pierna musculosa cubierta por vello dorado que se erizó cuando ella lo rozó

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con la palma de la mano. Jacee cortó la lengüeta y tiró del anzuelo hacia atrás. La herida
apenas sangró, sin embargo, Jonathan se recostó y cerró los ojos.
—¿Se desmayó? —preguntó la rubia.
—No Pero ahora sé lo que siente un pez —de pronto, recordó sus buenos modales
y las presentó—. Jacee Warner, ésta es mi prima, Kay Wynthrop.
Ambas jóvenes se miraron y la hostilidad pudo palparse en el aire. Kay la midió
de arriba a abajo y Jacee sintió el impulso de cruzar los brazos sobre el pecho, pero se
dominó. La tensión y la actitud desafiante de Jacee la hizo reír como una tonta antes
de exclamar:
—Es difícil creer que la confundiéramos con un hombre.
—El esquí fue a parar a la isla —dijo Jacee para alejar de sí el tema de
conversación.
—Yo lo traeré —ofreció Kay y se lanzó al agua.
Jacee observó con admiración las brazadas seguras y potentes de Kay, pero al
mismo tiempo, tuvo conciencia de la proximidad de Jonathan.
—Es una buena nadadora —comentó Jacee, indiferente, para romper el silencio.
Jonathan continuó mirándola sin hacer comentarios. Recorría la silueta casi
desnuda con ojos admirativos. Eres hermosa, pareció trasmitir la sonrisa conque la
obsequió, mientras se acercaba más.
—Estuve ahorrando durante doce horas —dijo por fin, y le rozó el cuello con las
yemas de los dedos. La llama de un soldador no hubiera sido más caliente—. ¿Cenarás
conmigo esta noche? —concluyó tuteándola.
Jacee se estremeció al volver a sentir los dedos sobre el bretel del bikini que le
rodeaba el cuello. Se le erizó la piel y meneó la cabeza. El roce cesó. Empero, al
comprobar que él usaba el extremo de la cola de caballo como un pincel para recorrer
el mismo sendero, se tensaron los músculos de su estómago. Jonathan envolvió su
muñeca con el largo cabello color miel que seguía húmedo y la posó sobre el hombro
de Jacee. Ella se sintió traicionada al ver que su propio cabello se adhería al vello
dorado de la muñeca masculina.
—¿Lo usas suelto algunas veces? —él estudió el contraste de colores como si
pudiera resolver el enigma de esta mujer.
—Sólo por las noches —respondió ella, sofocada.
—Quiero verlo suelto, debe ser hermoso.
Jacee cerró los ojos por un instante y se vio con el cabello suelto en brazos de
Jonathan. Cuando los abrió, él ya había liberado su muñeca y se acariciaba la mejilla
con las puntas del cabello.
Ella sintió el impulso de acariciarle la otra. Supo que tendría la textura de un fino
papel de lija, pero se negó este placer. Él la conmovía y ella lo sabía.
—Me lo debes —continuó él, tomando ventaja de la indecisión.

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—¿Por qué?
—Por herirme la pierna. El precio es una cena y una velada juntos —negoció él.
—¿Y si no pago el precio?
Él le acarició la mejilla con el cabello haciéndola estremecer.
—Una mujer de negocios siempre paga sus deudas —contestó él, jugueteando
con el cabello sobre la nariz de Jacee.
Le hizo cosquillas y una sonrisa divertida extendió los labios generosos.
—Es la primera vez que me sonríes —exclamó él, conteniendo la respiración.
Ella se preguntó si los labios también sonrientes de Jonathan le darían el mismo
placer que el roce de sus dedos. ¿Serían ásperos y exigentes en sus demandas
masculinas o tratarían de besar sus senos antes de rozarle la boca? Jacee tembló al
recordar experiencias pasadas que fueron desilusiones lacerantes.
—Señor Wynthrop, demándeme por daños y perjuicios, así, en cuanto salga de
prisión por evasión de impuestos, volveré a entrar por deudas.
El golpe sordo de un esquí contra el casco de la nave impidió que continuaran
discutiendo.
—Sujétala con fuerza —gritó Kay desde el agua al tiempo que empujaba la tabla
de madera hacia cubierta.
—Me encantaría —murmuró Jonathan mirando a Jacee—. La próxima vez lo haré
—agregó por lo bajo en tono amenazador.
—Váyase al infierno —susurró Jacee deseosa de tener la última palabra.
—Misión cumplida —dijo Kay, jadeante. Paseó la vista de uno al otro, la tensión
entre ambos era palpable. Se pasó los dedos por su corto cabello rubio—. Espié en tu
bote. Es un desastre. ¿Podemos ayudarte a ordenarlo?
Lo único que deseaba era alejarse de Jonathan pues se sentía demasiado atraída
hacia él y no lo consideraba conveniente.
—No, gracias. Yo lo ordenaré —quiso ser descortés con Jonathan pero hirió a
Kay—. Pero, gracias por el ofrecimiento —agregó dirigiéndose a ella.
—Seguro —respondió Kay—. Esta noche hay fuegos artificiales, ¿irás a la fiesta?
—Probablemente —contestó Jacee.
Tuvo un deseo incontenible de ver la expresión de Jonathan, pero mantuvo los
ojos fijos en Kay.
—Me alegro pues nosotros iremos con toda seguridad —dijo Kay con una sonrisa
amistosa, mirándolos alternativamente.
Jacee se despidió y bajó a su bote con cautela para evitar pisar algún anzuelo de
los que estaban esparcidos por el fondo. Luego, con el mismo cuidado se instaló frente
al timón.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—A propósito —comenzó Kay—, lamento que casi te hayamos hundido.


Jonathan es un magnífico esquiador, pero yo no pensé que hubiera pescadores en la
zona.
—No te preocupes, yo debí retirarme mucho antes —respondió ella aceptando
cargar con parte de la culpa.
¿Dónde estaba Jonathan? ¿Se había desmayado al oír la dulzura de sus palabras?
Como respondiendo a las preguntas no formuladas, se dejó oír una suave voz de
tenor.
—Te veré esta noche, Jacee, si no es antes —¿era una promesa o una amenaza?
“No será así si te veo antes que tú a mí”, se dijo Jacee antes de poner el motor en
marcha.
Sin mirar atrás, ella aceleró enfilando a una caleta cercana. Debía ordenar la caja
de pesca antes de regresar a la casa del lago, pues por más despacio que fuera, el viento
arrojaría las moscas y los anzuelos a su cara. Al llegar al punto más resguardado de la
caleta dejó caer el ancla al agua.
Metódicamente fue recogiendo las bolsas de las moscas y las ordenó en el fondo
de la caja. Recogió luego los anzuelos pequeños y las plomadas, lo que le resultó más
tedioso que reparar goteras en las cañerías de agua.
El sol había disipado la bruma por completó y el calor iba en aumento. Gotas de
sudor perlaban el labio superior de Jacee y las secó con el dorso de la mano, mientras
pensaba que Jonathan seguiría esquiando y en cambio, ella debía ordenar ese caos. Las
mujeres trabajaban los hombres se divertían. No había justicia en este mundo,
concluyó.
Para alejar sus pensamientos de ese hombre irritante, decidió renovar el agua del
cajón perforado donde conservaba vivos los peces. Apretó el botón del sifón y el
pequeño motor gimió al comenzar a bombear agua del lago.
Sintió los músculos acalambrados por permanecer tanto tiempo arrodillada y se
enderezó. Se sentó sobre los talones, apoyó las manos en la cintura y se estiró hacia
atrás. Ya casi había terminado, sólo le restaba organizar la cubierta de proa.
La tranquilidad que reinaba en la caleta era como un sedante. Decidió que era
hora de tomarse un descanso y se recostó cara al cielo sobre el asiento. El sol le dio de
lleno en el rostro.
Amaba los Ozarks y en especial al lago donde se refugiaba a pensar y resolver
sus problemas. Todo desaparecía en cuanto se bañaba en las aguas cristalinas.
Rogó que Jonathan y su familia se hospedaran en el hotel. No quería que su
refugio se viera amenazado en forma permanente. Pero creyó estar segura de que no
sería así. No había tenido noticias de ninguna compra o venta de propiedades en la
zona en los últimos meses. Estaba a salvo.
Las palabras “Te veré más tarde” le hicieron arrugar el ceño, pero no habría
problema. Ella estaría con sus amigos y él con su familia. Sería fácil eludirlo en medio
de la multitud de veraneantes que venían a ver el despliegue de los fuegos artificiales.

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Ella deseaba eludirlo, ¿no?


No quiso seguir esta línea de pensamiento, se levantó y se encaminó a proa. El
topete azul estaba cubierto de miles de plumitas blancas, verdes, amarillas y negras.
Las recogió una a una y las colocó en las bandejas. Recorrió la lancha de un extremo al
otro para asegurarse de que no quedaran anzuelos tirados ya que no deseaba encontrar
alguno más tarde… en su pie.
La idea de un anzuelo en la carne le trajo la imagen de Jonathan a la mente.
En traje de baño él parecía un compacto dios rubio. Recordó los dedos
provocativos al rozar la piel de su espalda. Detente, niña, se reconvino. El rememorar
su virilidad, su cuerpo atlético y la atracción mutua sólo le traería una cosa. P-R-O-B-
L-E-M-A-S. Gracias a él ya tenía suficientes angustias en su vida profesional y no había
necesidad de que arruinara también su vida privada. Se mantendría alejada de su
enemigo y muy, cerca de sus amigos.
Con esa resolución tomada, levantó el ancla y partió hacia su casa.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Capítulo 3
—¿Pescaste algo o usamos el anzuelo de plata? —gritó Tom al ver que Jacee se
acercaba al muelle.
Ella detuvo el motor y dejó que la embarcación se deslizara por sus propios
medios hacia el espacio vacío. Entonces, sonrió alegremente y alzó los pulgares en
gesto de triunfo.
—¡No necesitaré el anzuelo de plata! —respondió, riendo ante el chiste de
pescadores.
Si no hay pesca, los pescadores usan la plata de sus bolsillos para comprar
pescados que llevan a sus hogares para fanfarronear.
Ruth, de chispeantes ojos azules y oscuro cabello al viento, bajó hasta el muelle
para reunirse con su hermano y Jacee.
—Aguarda a que Jacee te comente sobre el pez que se le escapó —bromeó Ruth.
—En realidad, hoy sí enganché un espécimen extraordinario —se mofó Jacee.
Comenzó a descargar las percas blancas en un cesto que colgaba del muelle y les
narró la odisea con el “Homo Sapiens” que había pescado y devuelto a las aguas.
Las risitas de Ruth y las carcajadas estruendosas de Tom se intercalaron en la
narración. Los hermanos, por más amigos incondicionales que fueran de ella, se
condolieron por la desgracia del esquiador.
—Muchísimas gracias —dijo Jacee, ofendida—. ¡Ellos casi ahogaron a vuestra
anfitriona!
—Los casi sólo cuentan en las herraduras y en las granadas de mano —replicó
Tom—. Además, tienes mejores argumentos que ése.
—Correcto, está bien —atinó a decir Jacee y levantó una mano para detener el
sermón que merecía recibir—. ¿Quién me ayudará a limpiar los pescados?
—Yo no —dijo Ruth, estremeciéndose de asco.
—Ni yo —agregó Tom.
—Siempre la misma historia. Yo los pesco, los limpio y ustedes comen los
pescados —Jacee suspiró como una mártir—. Algún día yo comeré todos los pescados.
—No hay trato —bromeó Tom—, Ruth y yo freiremos los pescados y
prepararemos los condimentos. Por la forma en que cocinas los comerías crudos.
—Soy una buena cocinera —protestó Jacee—. Si me dan todos los elementos y el
equipo correcto.
—Sí —argumentó Ruth con una sonrisa benevolente—. Un teléfono y un
restaurante de comidas rápidas.
—Detalles, meros detalles —replicó Jacee y cambió de tema inmediatamente—.
¿Qué tenemos en la agenda para hoy?

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Tom flexionó los bíceps haciendo alarde de su cuerpo atlético.


—Pensé que lo mejor sería ir a la piscina y agasajar a las muchachas.
Ruth y Jacee gruñeron al unísono.
La pescadora saltó fuera de la lancha y aporreó las nalgas de Tom al tiempo que
le preguntaba:
—¿Quién miraría algo tan feo como tú?
—Veamos —dijo Tom, pensativo y procedió a enumerar una larga lista de
nombres femeninos—. Sara, Lizzy, Nancy, Melanie, Crissy, Joni…
—Vamos, amante latino. Deja que me saque el olor a pescado de encima y
partiremos. Pero lo que no me explico es que prefieras nadar en agua tratada
químicamente en lugar de hacerlo en alguna pequeña caleta de aguas puras.
—Allí no hay acción —respondió Tom inmediatamente, con una sonrisa
descarada como la de su hermana.
El trío continuó bromeando sobre Tom y sus conquistas mientras subían los
peldaños de piedra hasta la cabaña. A los veintitrés años, él disfrutaba de su fama de
Tenorio y a las jóvenes les encantaba la compañía de ese muchacho de más de un metro
ochenta de estatura, ojos azules y cabello oscuro. Y él adoraba complacerlas a todas.
—Quizá logre encontrar a un viejito bobalicón para Ruth y entonces, permitiré
que mi cuñado me mantenga al estilo al que me gustaría acostumbrarme —concluyó
Tom riendo.
—Yo prefiero a Scotty, pobre pero honesto, gracias —replicó Ruth con una leve
sonrisa que iluminó sus facciones poco agraciadas.
La sola mención del contador de la empresa retrotrajo a Jacee a sus problemas
con la ORI. Dejó de sonreír.
“No puedo contarles nada todavía”, pensó. “No debo preocuparlos sin
necesidad. Total, es un error”, se autoconvenció y fijó una sonrisa de plástico en su
rostro.
Al pisar la plataforma de madera que rodeaba la casa del lago, Jacee se detuvo,
llenó los pulmones de aire puro de Ozark y volvió a maravillarse ante la vista que tenía
ante sí.
—Es la tierra de Dios —oyó decir a Ruth.
—Eso es, exactamente —acordó ella, solemne.
Sin embargo, la risa alegre de Tom rompió el hechizo.
—Vamos, amantes de los Ozarks. Debo verificar algunos de sus mejores
productos —sus manos delinearon las curvas de una voluptuosa mujer imaginaria.

***

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Una hora después Jacee estaba tendida junto a una piscina oval con los ojos
cerrados. Flotaba entre el sueño y la vigilia. La salida al alba para ir de pesca más el
calor intenso minaban su energía.
Los ojos grises más plateados del mundo sé introdujeron detrás de sus párpados.
Un demonio rubio la perseguía alrededor de un edificio abandonado que relumbraba
al sol en los detalles de cobre. El cabello color miel colgaba suelto sobre su espalda.
“Candado y cadena” oyó gritar a su perseguidor. Una cadena perversa reptó por las
guedejas al viento, tironeando de su cuero cabelludo.
—Jacee… despierta.
Ruth le tiraba de la cola de caballo que colgaba entre las reposeras. Jacee despertó
desorientada, miró a todas partes hasta quedar encandilada por el sol que semejaba
una bola de fuego.
—Gruñías y te retorcías como si te persiguiera la jauría del infierno —comentó
Tom, inclinándose sobre ella.
—La jauría, no. El dueño —respondió Jacee, aún somnolienta y tratando de
alejarla pesadilla de su mente.
Se irguió y se apoyó sobre los codos para recorrer con la vista el área de la piscina.
El diablo con él que había soñado se hallaba sentado junto a su prima al otro lado
de la piscina, con las piernas colgando sobre el agua cristalina.
Los ojos de ambos se encontraron y quedaron prendidos; plata y cobre fundidos
al igual que se funden la soldadura de plata con el cobre de las cañerías al calentarse.
“Tonta” pensó. “Ese hombre intenta clausurar tu negocio y tú lo miras con ojos
sentimentales”. Los bajó y buscó la loción bronceadora, la abrió y dejó que cayera gota
a gota sobre su pierna esbelta. Protección, eso era lo que necesitaba. Frotó la crema
blanca hasta que la piel dorada la absorbió por completo y siguió el mismo
procedimiento con la otra. Pero ésa no era la protección adecuada; no era necesario
que se cuidara del sol sino de la fuerza arrolladora que emanaba de Jonathan y que
podía ser mucho más dañina que los rayos ultravioletas.
Espió disimuladamente por entre las largas pestañas oscuras. Jonathan
Wynthrop ya no estaba allí. Tom había ocupado su lugar junto a Kay. ¿Adónde había
ido? Los ojos castaños exploraron el borde de la piscina hasta encontrar a Jonathan que
venía hacia ella.
“Buen mozo”, pensó. “Uno de los pocos hombres que se veían mejor sin ropa que
con la ropa puesta”.
Lucía elegantes pantalones de baño color azul que se adherían a las caderas
estrechas y destacaban los músculos de los muslos al flexionarse con cada paso que
daba. El cabello dorado acentuaba el tostado oscuro de la piel.
Al darse cuenta de que tenía la vista fija en él, derramó un chorro de loción
bronceadora entre los dedos de los pies que podía cubrir todo su cuerpo. Irritada,
manoteó la crema sobrante y comenzó a frotarse los brazos y los hombros.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—Señorita Warner… ¿puedo unirme al grupo? —el brillo de los ojos desmentía
la cortesía formal del pedido.
—¿Es usted el pescado? —preguntó Ruth antes que Jacee pudiera responder.
Perplejo ante la pregunta, Jonathan arqueó una ceja.
—El espécimen raro que Jacee pescó y devolvió al agua esta mañana —explicó
Ruth con una sonrisa radiante en el rostro.
Jonathan tiró la cabeza atrás y lanzó una sonora carcajada; era una risa viril que
resonaba desde las profundidades de su pecho.
—Sí, soy el pescado. Por desgracia no serví para que me conservara.
—Yo no sé nada al respecto —flirteó Ruth—. A mí no me molestaría conservarlo.
—¿Cómo está la herida, señor Wynthrop? —preguntó Jacee haciendo una mueca
a su amiga.
—La amputación está programada para las siete de la mañana. ¿Desearía
presenciar la operación? —bromeó él y se ubicó en la reposera próxima a Jacee.
—No, gracias. Prefiero ir de pesca —respondió ella y se odió por el tono suave
de su voz.
¿Por qué no era agresiva… descortés… tajante? No deseaba agradarle.
“Mentirosa”, la desmintió su corazón.
—¿Dónde lo enganchó? —continuó Ruth.
—Aquí —respondió Jonathan golpeándose el pecho sobre el corazón.
Jacee resopló. Ruth rio con disimulo y pareció gorjear. “Maldito hombre, estaba
logrando que Ruth actuara como una adolescente con hormonas superactivas.
—En la pierna —siseó Jacee, aclarando la ubicación del pinchazo producido por
el anzuelo.
—¡Qué terrible! —soltó Ruth, pestañeando en dirección a Jonathan.
La única cosa terrible era ver a su amiga, quien se suponía enamorada de su
contador, caérsele la baba por su enemigo. Incapaz de soportar las boberías que
intercambiaban, Jacee se excusó y se zambulló en la parte más profunda de la piscina.
Al chocar contra el agua, la parte superior del bikini que llevaba Jacee se deslizó
abajo pues al partir en forma tan intempestiva, se había olvidado de ajustar el bretel.
Luchó para mantener el sostén en su sitio, dio una patada en el fondo de la piscina y
sostuvo la tela sobre los senos. Nadó sólo con las piernas hacia el borde donde,
apoyando el brazo para no deslizarse, siguió intentando sostener la tela esmeralda en
su lugar mientras trataba de enganchar el broche dorado. La posición hubiera
resultado incómoda hasta para una contorsionista.
—¡Ruth! —llamó—. ¡Ruth!
Sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca al percibir el roce cálido de unos
dedos que iban desde el cuello por el hombro hasta posarse sobre el codo.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—Ruth ha ido en busca de unos tragos. ¿Puedo ayudar?— preguntó Jonathan al


tiempo que se deslizaba en el agua a su lado.
Jacee prefería hundirse hasta el fondo y no volver a la superficie antes que pedir
algo a este hombre odioso y detestable.
—No, gracias. Ya me arreglaré —respondió ella, tajante.
Todo lo que tenía que hacer era continuar colgada del borde y mantener el sostén
en su sitio; avanzar poco a poco y como pudiera hasta la parte poco profunda donde
podría estar de pie. Entonces, sus manos estarían libres para enganchar el broche y
ajustar el bretel.
—Salga de mi camino —ordenó ella, nerviosa.
—¿Por favor?
—Por favor, salga de mi camino —dijo ella, con una mezcla de cortesía y
sarcasmo.
De pronto, un brazo potente la tomó por la cintura. Los ojos grises la miraban
divertidos al ver el apuro en que estaba.
—Te sostendré mientras acomodas el traje de baño —aseguró él, risueño.
Él la sostenía manteniendo su promesa. ¿Qué podía hacer Jacee?
Las piernas de ambos se enredaron en el agua y el contacto fue tan íntimo que la
impactó. ¿Lo habría hecho a propósito? La expresión inocente de Jonathan pareció
contradecirla. Por fin, Jacee tomó el bretel, lo pasó por encinta, del hombro y ajustó el
broche en su lugar.
El agua helada contrastaba con el calor del cuerpo de Jonathan, esa combinación
de frió y calor debería haber producido lluvia o vapor o hasta un tornado, pensó, pero
de lo que estaba segura era de que producía estragos en su barómetro emocional.
—Gracias musitó ella.
—¡Gracias a ti! —respondió Jonathan con una sonrisa amplia. La expresión
inocente había desaparecido por completo—. Fue un placer.
Escasos centímetros separaban los rostros. El regocijo que brillaba en los ojos
masculinos se disipó al fijar la vista en los labios carnosos de Jacee.
“Va a besarme”, pensó y nerviosa ante la perspectiva, pasó la punta de la lengua
rosada por sus labios. Él le daba tiempo para rechazarlo, pero, en lugar de hacerlo, alzó
apenas la cabeza, invitándolo. Sentía curiosidad por conocer la textura y el sabor de
los labios de Jonathan. Se apoyó levemente sobre el borde para nivelar las bocas y se
preguntó si el beso sería tierno, rudo, provocativo o exigente.
—¿Jacee? ¿Jonathan? Es hora de un refresco líquido.
El hechizo que los aislaba del bullicio que reinaba alrededor fue roto y la distancia
entre ellos se amplió cuando Jonathan se alejó nadando. Ella lo vio salir del agua,
volverse y ofrecerle la mano para ayudarla.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Jacee no tuvo la misma rapidez para recobrarse del momento mágico que habían
compartido.
Ansiaba saciar su sed, pero no con un trago. Un Jonathan Wynthrop le sentaría
mejor. Una sonrisa irónica cruzó por su rostro antes de poner la mano pequeña en la
de Jonathan. Un segundo después, estaba a su lado chorreando agua.
—Más tarde —prometió él y guiñó un ojo con picardía. La tomó del brazo y la
guió de regreso a las reposeras.
Jacee se rebeló interiormente. Las defensas que con tanto ahínco había levantado,
se derrumbaban estrepitosamente. La fuerza de la atracción física que él ejercía debía
ser anulada, aniquilada. Ningún hombre tenía cabida en su futuro y mucho menos un
agente impositivo.
Mientras sorbía el Tom Collins con limón, Jacee desvió la mirada hacia el cuerpo
viril que exudaba confianza por todos los poros, además del sudor que brillaba sobre
la piel bronceada. Una sonrisa plácida y segura le alzaba la comisura de los labios.
Jacee la interpretó como la anticipación de una conquista fácil.
Se inclinó sobre el cuerpo relajado de Jonathan y susurró tuteándolo:
—En doce horas no pudiste ganar lo suficiente como para darte el lujo de
invitarme —un destello de triunfo afloró en los ojos oscuros al ver la expresión de
Jonathan.
—Puedo darme el lujo con cualquier mujer que sea una D.I. —respondió él,
enojado.
—¿D.I.?
—Delincuente impositiva —respondió Jonathan con sorna.
—¡Ya te he dicho… que la ORI cometió un error! —siseó ella con los dientes
apretados.
—Y ya te he dicho que… nosotros no cometemos errores.
—Todas las reglas tienen sus excepciones —replicó Jacee con gesto desafiante.
—Tú no eres una de ellas —respondió él, con aire aburrido. Contuvo un bostezo,
dio vuelta la cabeza y de este modo puso fin a la discusión.
Echando rayos por los ojos, Jacee enfrentó a Ruth y descargó toda la frustración
sobre su amiga.
—¿A qué viene esa sonrisita de gato de Cheshire?
—Oh, por nada —respondió Ruth, altiva.
—Entonces, ¡bórrala!
Ruth sonrió con más ganas aún y Jacee creyó oír que contenía una risita burlona.
—¿Qué te divierte tanto? —exigió Jacee, exasperada tratando de mantener la voz
baja.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—Tú. Ese espléndido pedazo de hombre está calentando tu corazón de cobre. La


cubierta helada se derrite y gotea al piso —respondió Ruth señalando el charco de
agua debajo de la reposera—. ¿Besarse en una piscina pública? ¡Eso no es algo muy
típico de Jacee Warner, mi querida fontanera! —Ruth concluyó con una risa franca.
—No nos besábamos —negó Jacee.
—A otra con ese cuento. Después negarás que se dicen arrumacos al oído.
—¡Arrumacos! —exclamó Jacee, miró por sobre el hombro para asegurarse de
que el objeto de la discusión no les prestaba atención. Tenía los ojos cerrados.
El insufrible sabelotodo no escuchaba; ¡estaba durmiendo!
Jacee comprendió que esta clase de conversación no podía continuar en voz baja.
Deseaba gritar y vociferar su negativa. Quizá si la dijera en voz bien alta y varias veces
seguidas conseguiría creerla ella misma.
—Lo odio. Lo odio. Lo odio —siseó Jacee como una ametralladora escupiendo
fuego.
—Uh-hutt. Seguro que lo odias —replicó Ruth, burlona—. Y los cerdos vuelan,
las jirafas ponen huevos y los gatos adoran el agua. Cuando todo eso sea verdad, podré
creerte —deslizó las enormes gafas para sol sobre su graciosa nariz y se recostó para
absorber los rayos del sol—. Esa miniatura de dios griego que tienes al lado vencería a
un oso gigante con una varita. Has encontrado la horma de tu zapato, querida mía.
Jacee se puso de pie, arrebató la toalla y el bolso de playa que colgaban de la
reposera y fulminó a Ruth y a su enemigo con la mirada.
—Ambos están equivocados —murmuró—. Regreso a la cabaña… a limpiar los
pescados —la explicación les impediría pensar que estaba huyendo.
Jacee jamás huía de los problemas. ¿Por qué empezar ahora?
—Mmmmm —murmuró Ruth, incrédula.
—¿No vienes?
—Me quedaré por aquí y regresaré con Tom. Tú irás hasta el muelle y yo quedaría
sola. Prefiero estar acá.
—Podrías ayudarme con los pescados.
—No, gracias. ¡Vete! Te veré más tarde.
El que Ruth la despidiera como a uno de sus alumnos de primer grado era más
de lo que podía soportar en su actual estado de ánimo. Cortar filetes de pescado no la
repugnaba, pero tampoco era su ideal de la diversión. Lo menos que podía hacer Ruth
era acompañarla mientras ella hacía el trabajo. Tampoco podía rogarle, así que giró
para partir con gesto estoico.
—Oh, Jacee —llamó Ruth, dulce—. Deja la loción bronceadora —volvió la cabeza
en dirección a Jonathan y agregó—… Quizá encuentre a… alguien que me frote la
espalda —dijo Ruth con voz aflautada.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

La insinuación era clara como el agua si Jacee no estaba interesada en Jonathan,


Ruth sí lo estaba.
Apretó los dientes y casi se mordió la lengua para no llamarla “traidora”. Debió
haberle contado el incidente con la ORI. Si lo hubiera hecho Ruth iría ahora con ella en
lugar de quedarse para que su enemigo le frotara la loción en la espalda. “Ahora no es
el momento”, pensó, “y menos con el Hermano mayor tan cerca”.
Considerando que la valentía era sobre todo discreción. Jacee arrojó la botella
oscura sobre la reposera vacía y se dirigió a la escalera que la llevaría al hotel. Hizo
señas a un ómnibus de Tan-Tar-A mientras cruzaba corriendo sobre el pavimento
caliente y saltó dentro.
—Ciento catorce, por favor —le dijo el conductor.

Minutos más tarde, Jacee bajaba frente a la parte trasera de su casa. La ira que
había sentido horas antes se disipó al comparar la casa del lago con la antigua y enorme
casa de ladrillos que tenía en St. Louis. Maderas oscuras, pesados brocados y
terciopelos suntuosos eran las características sobresalientes de su casa en la ciudad. En
cambio, aquí, predominaban los amplios ventanales desnudos de cortinados, la piel
natural y las telas rústicas en tonos de castaño y tostado, todo lo cual le daba una
sensación de plena libertad.
Esta casa era el símbolo de sus logros. Había escatimado y ahorrado al máximo
para comprar este trozo de cielo y ahora era suyo, el premio por varios trabajos de
plomería bien hechos. Lo había ganado en buena ley y estaba orgullosa por eso. Si esto
fuera un pecado ella sería una ferviente pecadora.
Al poco rato tenía los pescados limpios y guardados en la nevera. Después de
ducharse y lavarse el cabello, se dirigió a la cocina canturreando alegremente y allí se
aseguró de tener todos los ingredientes necesarios para freír los pescados.
Al revisar el refrigerador comprobó que Ruth había preparado la crema tártara
bien espesa y que había suficientes gaseosas en el estante inferior. Al ver las botellas
llenas del líquido castaño sintió la garganta seca y sacó una. Mientras bebía un vaso
oyó llamar a la puerta trasera. No esperaba a nadie y si fuera Tom y Ruth entrarían sin
llamar. Quizá algún vecino que venía a pedir algo prestado ya que el negocio más
cercano estaba a varios kilómetros de distancia. Abrió la puerta y la sonrisa de
bienvenida dio lugar a una expresión de incredulidad al ver a Jonathan apoyado
contra el marco de la puerta.
—¿Sí, señor Wynthrop? —preguntó ella, indiferente, sin invitarlo a entrar.
—Me gustaría hablar contigo unos minutos, si es que puedo.
—¿Sí? —repitió ella bloqueando todavía la entrada.
—¿Puedo entrar? —inquirió Jonathan mostrando cortesía.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—¿Es una visita oficial, señor Wynthrop? —“Probablemente desea valuar el


contenido y prepararse para el remate”, pensó furiosa—. Esta casa no pertenece a
Sanitarios Jacee. Es mía por completo.
—Es una visita no oficial, señorita Warner. Ahora, ¿puedo entrar? —la expresión
de su rostro era severa.
—Preferiría que no lo hicieras —sabía que él era peligroso. Los latidos acelerados
de su corazón y el estremecimiento que recorrió su cuerpo así se lo hacían reconocer.
—Bien. Yo acepté cortésmente informarte sobre los planes para esta noche,
pero… —se alzó de hombros, dio media vuelta y comenzó a alejarse.
—Jonathan… espera —llamó ella—. ¿Qué planes? ¡Oh, demonios! Entra —la
curiosidad le impidió ignorar el anzuelo de las palabras.
—Muchas gracias por tu ofrecimiento tan generoso —respondió él, sarcástico.
Se veía a las claras que controlaba su mal genio a duras penas. Jacee aspiró la
fragancia de la loción para después de afeitar cuando él pasó a su lado. Los shorts de
tenis azul claro y la camisa haciendo juego acentuaban el tono dorado de la piel y el
brillo del cabello.
“Devastador” lo admiró en silencio y reconoció que tenía los atributos físicos de
un trabajador de la construcción… no de un escribiente.
Ella permanecía inconsciente de su propio encanto. Sin embargo, la mirada de
Jonathan recorrió desde el largo cabello que caía en suaves ondas hasta la cintura, todo
su atuendo hasta los pies menudos cuyas uñas rosadas aparecían por entre las tiras de
las sandalias.
La carga eléctrica que pasó entre ellos arrasó por completo con las moléculas de
antagonismo, excedió la ira y las palabras hirientes. La atracción estaba en un nivel
superior… lejos de las trivialidades del mundo cotidiano.
Como el agua cae por la pendiente atraída por la fuerza de gravedad, así era la
fuerza que llevaba a Jonathan hacia Jacee.
Los brillantes ojos grises como monedas recién acuñadas, trataban de
desentrañar el misterio oculto en los ojos cobrizos.
Jonathan estrechó a Jacee entre sus brazos con infinita ternura y ella sintió el calor
sensual de las manos que acariciaban su cabello, frotando las hebras sedosas contra la
piel desnuda de su espalda. ¿Cómo había adivinado que ésa era la más exquisita de
sus zonas erógenas?
Siguiendo un impulso irrefrenable, Jacee posó sus labios tibios sobre la garganta
de Jonathan donde percibió que se le aceleraba el pulso y le rodeó el cuello con los
brazos.
Jonathan rozó con los labios la frente de Jacee.
¿Era un beso? Lo miró para ver una sonrisa de triunfo, pero no la halló. Entonces,
lo premió ofreciéndole la frescura de su boca y percibió el temblor de las manos de
Jonathan que continuaban dibujando senderos incitantes en su espalda.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Hasta este encuentro con Jonathan, ningún hombre se había resistido a acariciarle
los senos desde el primer momento.
¿O habían sido sólo muchachos y no hombres? ¿Sabía él acaso que los círculos
concéntricos que iba trazando desde el omóplato hasta la cadera lanzaban fuego bajo
el roce de sus dedos?
—Bésame —jamás lo había pedido antes, pero debía satisfacer la curiosidad que
sentía.
Jacee no estaba preparada para la explosión que tuvo lugar en su interior. Los
labios de Jonathan se fundieron y sellaron con los suyos haciendo, que los fuegos
artificiales del Cuatro de Julio comenzaran antes de lo previsto detrás de sus párpados
cerrados. Había leído sobre cohetes que estallaban, lanzando bolas de fuego por la
corriente sanguínea, pero siempre lo había considerado pura palabrería. Ahora
comprobaba que no era así. Continuos estallidos multicolores encendieron una pasión
y deseo tan ardientes que arrancaron un gemido primitivo de lo más profundo de su
ser.
El beso fue cada vez más exigente. Jonathan probaba la miel en los rincones
inexplorados de su boca y cuando la fuerza de las palmas rotaban lentamente sobre
sus nalgas, Jacee arqueó su cuerpo contra el de Jonathan para sentirlo en plenitud.
—Esto es la locura —murmuró él, sin aliento, como si el beso le hubiera quemado
los pulmones.
—Entonces, llévame a Farmington —susurró ella, mencionando el hospital para
alienados.
—Sólo si podemos reservar cuartos contiguos. Jamás me saciaré de ti —murmuró
él contra los labios de Jacee antes de volver a reclamarlos.
Jonathan enredó los dedos en las largas hebras de cabello y los fuegos de artificio
comenzaron una vez más para Jacee quien lo atrajo contra su pecho tomándolo por los
hombros. Los montículos gemelos de carne tibia se endurecieron y sus crestas se
irguieron enhiestas al tocar el muro de músculos tensos del cuerpo viril.
Ninguno oyó abrirse la puerta trasera ni vio la expresión de asombro en el rostro
de Tom y antes que él pudiera pensar, las palabras “¿Quién subió?” Habían escapado
de sus labios.
Jonathan gruñó, separó los labios de los de Jacee pero no dejó de abrazarla. Ella
dejó caer sus brazos hasta apoyarlos sobre los bíceps de Jonathan y lo oyó murmurar:
—Yo —el rubor se acentuó aún más en sus mejillas al captar el significado
implícito en las palabras.
Jacee dejó escapar una risita nerviosa mientras luchaba por recobrar la
compostura perdida.
—Tom —dijo ella sin mirarlo—, tienes un pésimo sentido de la oportunidad.
Ahora, sé bueno y prepáranos unos tragos.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Tom se dirigió a la pequeña cocina riéndose como un niño ante la crítica, y a los
pocos minutos, Jacee pudo oírlo entrechocando botellas para hacerles saber que habían
quedado de nuevo solos.
—Lamento lo que pasó —refunfuñó Jonathan, retrocediendo.
Jacee le dio la espalda, ofendida y levantó la barbilla con el orgullo herido.
“Disculpas por un beso. ¡Qué humillante!”. Unas lágrimas rebeldes amenazaron
con saltar de sus ojos al sentir un nudo en la garganta. De pronto, unas manos
vigorosas le hicieron girar en redondo para enfrentar a Jonathan.
—¡Mi Dios! Sí que eres sensible —comentó él, suave—. Me disculpaba por mi
evidente reacción incontrolable.
—¿Puedo entrar ahora? —gritó Tom desde la cocina.
—Todavía no —replicó Jonathan con rudeza.
La sonrisa que iluminó el rostro de Jacee fue como un sol abriéndose paso entre
nubarrones de tormenta.
—¿Estás bien ahora? —preguntó él.
Jacee asintió con la cabeza y una lágrima rodó por sus mejillas. Antes que pudiera
secarla con el dorso de la mano, Jonathan se la enjugó con un beso.
—Hasta tus lágrimas saben bien —bromeó él—. Tienen la cantidad exacta de sal
para contrarrestar… —rápidamente le rozó los labios con un beso—… la dulzura de
tus labios —dijo Jonathan con voz emocionada.
—¿Qué dices de la acidez de mi lengua? Desacostumbrada a los cumplidos,
cubría su turbación con palabras cáusticas.
—La pasión neutraliza el factor ácido —respondió él, dándole un abrazo.
—¿Ahora? —preguntó Tom—. Los tragos se están aguando.
—¡Ahora! —dijeron al unísono los ocupantes de la sala.
Tom lucía la querúbica sonrisa de un ángel al entrar a la sala portando tres
grandes jarros escarchados llenos de cerveza.
—¿Cómo puede aguarse la cerveza? —preguntó Jonathan arqueando una ceja.
Los jarros de vidrio tintinearon al chocar entre sí cuando Tom los depositó sobre
la mesita de café.
—¿Me creerían si…? —comenzó Tom, imitando al Súper Agente 86.
—No, no te creeríamos —respondió Jacee, riendo.
La situación embarazosa había pasado gracias a la comicidad de Tom. Jacee se
sentó en el sofá con las piernas recogidas y palmeando el almohadón a su lado, invitó
a Jonathan a que se sentara. Él sonrió, se ubicó junto a ella y le rodeó los hombros con
el brazo.
—¿Se lo dijiste? —preguntó Tom.
El brazo de Jonathan se tensó y un silencio ominoso reinó en la habitación.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Jacee tuvo el presentimiento de que no le agradaría lo que iba a escuchar.


—Todavía no —respondió Jonathan, conciso.
—Si me disculpan, iré a mi cuarto. Parece que contraje un caso grave de fiebre
aftosa —dijo Tom, además de insultarse por lo bajo.
—Espero que sea fatal —replicó Jonathan.
Esperar lo desconocido era peor que saberlo. Los ojos de Jonathan parecían dagas
clavadas en Tom y Jacee comprendió que estaba a punto de ser herida.
Cuando Jonathan retiró el brazo y apoyó los codos sobre las piernas extendidas,
con el jarro de cerveza entre las manos, ella supo qué el golpe llegaría de inmediato.
—Ruth hizo arreglos para que todos nosotros vayamos juntos a la fiesta de esta
noche —comenzó Tom, lentamente. La tensión fue en aumento.
Jonathan bajó la vista y se puso a observar las burbujas que subían del fondo del
jarro.
—Ruth será mi compañera —declaró en voz baja.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Capítulo 4
El golpe fue directo y por debajo del cinturón. Jacee volvió el rostro a los
ventanales que miraban el lago. Cuatro palabras habían robado el éxtasis que habían
compartido.
—Tom, nosotros iremos a la galería exterior y nadie debe molestarnos.
Los dedos de Jonathan eran pinzas que la tenían asida por la muñeca.
—No me iré hasta que esto haya quedado en claro —dijo, mientras la levantaba
del sofá.
Con un movimiento de karate, ella se soltó.
—La fuerza no te ayudará. En lo que a mí concierne, no hay nada que aclarar.
Ruth será tu compañera y punto.
No necesitaba ser catedrática para descifrar las intenciones de Jonathan. Él era
mayor que Tom, pero obviamente, su ego machista necesitaba un fuerte sistema de
apoyo. Si actuaba con tanta rapidez, era seguro que tendría a otra mujer esperándolo
después de la medianoche cuando la fiesta hubiera terminado.
—Si prefieres tener a Tom de juez, no tengo objeciones que hacer. Sin embargo,
creo que es justo prevenirte, no discutiremos los planes para esta noche
“exclusivamente…” —la amenazó Jonathan.
Odiaba que jugara con ella. Mañoso, insensible, inescrupuloso, eran algunos de
los epítetos que deseaba arrojarle a la cara. Y esos eran los más suaves, los otros eran
irreproducibles. Debía aceptar una discusión en privado para que Tom no supiera las
circunstancias en que lo había conocido.
Jonathan se dirigió a la puerta que daba a la galería, la abrió y le indicó a Jacee
que saliera.
—Patán despreciable —murmuró ella al salir.
Jacee se reclinó sobre la baranda para evitar el mirarlo a los ojos.
—Siempre voy a destiempo contigo —comenzó él, apoyando las manos sobre los
hombros de Jacee—. O me muevo demasiado aprisa o quedo a la zaga. Pero estoy
decidido a marchar a tu ritmo —la hizo girar y le alzó la barbilla con el dedo—. Allí
adentro estuvimos sincronizados por unos cuantos minutos.
Jacee tensó todo su cuerpo, apretó los puños hasta clavarse las uñas en las palmas
y bloqueó la calidez que evocaban esas palabras.
—Quince minutos después que abandonaras la piscina, Ruth ideó un plan que
haría caer de rodillas a Scott.
—¿No eres un poco viejo para esos juegos? —preguntó Jacee, irónica.
—Esas fueron exactamente mis palabras a Ruth —respondió Jonathan,
satisfecho—. Pero, a los diez minutos me había convencido de que todo su futuro
amoroso dependía de mis “talentosas” manos.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—Un poco egoísta de tu parte al aceptar, ¿no te parece?


—Pero mientras ella hablaba había un solo pensamiento en mi mente: no volveré
a ver a Jacee a nivel social a menos que tome parte en el plan de Ruth. Tú me eludirías
a toda costa, ¿correcto?
Ella no respondió.
—Poooor lo tanto —dijo él, alargando las palabras—, me arriesgué. Acepté ser el
acompañante de Ruth si podía decirte la verdad de antemano. Tenemos suficientes
problemas a nuestras espaldas sin necesidad de malos entendidos o jueguitos.
—¿Es ése el motivo por el cual viniste? ¿Para decirme que tomarías parte en uno
de los juegos de Ruth para niños de primer grado? —ella dejó escapar una risa áspera
y llena de desprecio—. Esa actitud es digna de lástima, Jonathan.
—Sí, lo es —los ojos eran de acero—. Lo único más digno de lástima es una mujer
cálida y apasionada rehusándose a confiar en mí porque tiene miedo.
—No te tengo miedo —mintió ella.
—Lo tienes y ambos lo sabemos —dijo él, firme—. Lo he intentado todo para
atravesar tus barreras y en cuanto me acerco a ti, eriges una nueva. Hace unos minutos
las barreras se resquebrajaron, pero ahora intentas emparcharlas —Jonathan la atrajo
contra sí—. Ya he visto cómo utilizas la risa y tu lengua mordaz para ocultar tus
emociones. Por favor, no vuelvas a hacerlo, Jacee —la voz fue suavizándose y
volviéndose más tierna con cada palabra.
Jonathan la envolvió en sus brazos y Jacee alzó la cabeza para mirarlo a los ojos.
La profunda sinceridad que vio en ellos le ablandó el corazón. Por primera vez en años
ansiaba confiar en alguien. Cautelosa e insegura ante esta situación inesperada, apoyó
la cabeza sobre el pecho varonil.
—No puedo prometerte que no me reiré en tu cara o que no trataré de abatirte
con mi lengua. Las barreras que mencionaste son toda la protección que tengo.
Dedos sensitivos se abrieron paso entre la larga cabellera de Jacee hasta encontrar
la piel desnuda del cuello. El cuerpo femenino, relajado ahora, recibió los mensajes
dulces que emanaban de ese roce sensual. Sentía que él la trataba con más cuidado que
a una frágil pieza de cristal de Steuben.
—Demos una oportunidad a lo poco que tenemos. ¿Hmmm? —preguntó con la
cabeza.
—¿Esta noche? Ruth será mi compañera, pero yo estaré pensando en ti. Todas las
atenciones que derrame en ella serán las que desearía prodigarte —la apretó más
contra su pecho—. Con un poco de suerte, nos perderemos en la noche y dejaremos
que ellos resuelvan sus problemas.
Sin perder más tiempo en movimientos o palabras, él se inclinó y la besó con
ternura. La intimidad que les producía la unión de los labios era satisfactoria.
Significaba tanto como el beso exigente y apasionado que habían compartido hacía un
rato. Jonathan deslizó los labios por la mejilla dejando un sendero cálido y húmedo a

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

su paso. Con dedos temblorosos le apartó el cabello y trazó una huella ardiente de
besos pequeños hasta la nuca.
—Tu cabello huele a sol —murmuró él—. Esta mañana supe que deseaba hundir
el rostro en él y perderme en su suavidad.
Jacee lo escuchaba mientras lo besaba en el pecho, encantada con lo que oía.
La brisa del lago pareció unirlos aún más al envolverlos en la telaraña dorada de
las hebras del cabello de Jacee quien no pudo reprimir los sonidos inarticulados que
escapaban de su pecho.
Bajar las barreras era a la vez excitante y alarmante, pero permitir que Jonathan
la franqueara podría resultar peligroso. Sin embargo, la sangre palpitante que corría
por sus venas ignoró el peligro.
—Jonathan… oh… Jonathan. Me mareas. Vamos demasiado aprisa —susurró ella
contra el calor que palpitaba en la garganta varonil.
Él la abrazó con más fuerza, le mordisqueó el lóbulo de la oreja y se separó un
poco. Su aliento entrecortado dio de lleno en el rostro de Jacee antes de volver a besarla
con ardor ya que era incapaz de reprimir el deseo que lo dominaba. Luego, retrocedió
unos pasos y le habló:
—Esto no es suficiente. Quiero mucho más de ti. Pero… lo haremos lentamente.
Jacee hubiera dicho las mismas palabras pues sentía del mismo modo. Debían ser
cautos con la extraña corriente que los envolvía en el instante en que se tocaban.
—¿A qué hora saldremos todos esta noche?
No podía decir: ¿Cuándo pasarás a buscar a Ruth? No quería ser partícipe del
juego.
—La cena es a las ocho. Ruth nos invitó a Kay y a mí a tomar unos tragos antes
de la comida.
—¿Es entonces cuando Scotty recibe el tratamiento sorpresa? —preguntó con
falsa alegría.
Las hebras de cabello continuaban acariciando el rostro de Jonathan y ella,
impaciente, lo recogió detrás de la oreja.
Jonathan le tomó la mano y la llevó a sus labios para depositar un beso en la
palma y seguir con la punta de la lengua la línea de la vida.
—No crees un problema donde no existe —rogó Jonathan pasando el dorso de la
mano de Jacee sobre su mejilla. La textura de papel de lija era tal como ella había
imaginado.
—Trataré de no hacerlo —respondió ella, solemne.
—Será mejor que me vaya antes de sentir la necesidad de convencerte de nuevo
—una amplia sonrisa apareció en su rostro—. Ven, acompáñame hasta la puerta así
tendré una excusa para besarte otra vez.
—Necesitas una excusa para besarme —lo acusó ella, bromeando.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—No una excusa… una oportunidad —replicó él.


—¿Un oportunista, eh, señor Wynthrop? —preguntó ella al encaminarse a la
puerta.
—Lo que estoy diciendo es que deseo besarte nuevamente —respondió Jonathan
sonriente.
Y unos segundos después lo hacía; un breve beso de despedida que logró
perturbarla por completo. Lo vio partir admirando su andar suelto y displicente.
Cerró la puerta y ansió poder gritar su alegría y Jonathan era el responsable de
ella. Esa noche sería especial, se dijo antes de recordar el plan de Ruth. Dio varias
volteretas para que su ropa revoloteara a su alrededor y decidió tolerar el plan.
Cuando Jonathan cumplimentara a Ruth, ella cerraría los ojos e imaginaría que todo
iba dirigido a ella.
La puerta de atrás volvió a abrirse y Ruth ingresó a la casa abrazando un enorme
bolso de playa, una toalla descomunal y un flotador. Tenía el rostro cubierto de
traspiración. Se dejó caer en un sillón y arrojó la carga junto a la mesita de café.
—Scotty no ha llegado aún, ¿verdad?
—¿Te refieres al querido Scotty… el hombre del cual se supone estás
perdidamente enamorada? —preguntó Jacee con dulce sarcasmo.
—Uh-ohh. No te agrada mi plan.
—¿Es una sola palabra? No.
—Estaba segura de que nunca lo aceptarías a menos que consiguiera antes a
Jonathan.
—Perspicaz, amiga mía. Muy perspicaz —Jacee se sentó en otro sillón frente a
Ruth—. Ahora explícame en detalle todas tus maquinaciones macabras —la exigencia
fue dicha en un tono aterciopelado que trataba de disfrazar la ira.
—Después que partiste, decidí que el adorable pero reservado Scotty necesitaba
una seria lección de pesca.
—Sólo tú puedes comparar el amor con una clase de pesca. Explícate —la incitó
Jacee, sin comprender la misteriosa analogía.
—Scotty no comprende que no es el único pez en el océano —se cubrió las piernas
con la toalla y comenzó a tironear de un hilo flojo—. Tú me has dicho miles de veces
que él me ama. Sin embargo, todavía estoy esperando que él lo diga —el hilo se quebró
haciendo un pequeño agujero.
—En consecuencia, te arrimarás a Jonathan, esperando que el monstruo de ojos
verdes te entregue en los brazos a un Scotty mendigante y sumiso.
—No tiene necesidad de mendigar. Preferiría “un Scotty apasionado y ardiente”
—corrigió Ruth, divertida.
—No funcionará.
—¿Qué quieres decir con que no funcionará?

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—Scotty no tiene ni un ápice de celos en todo su cuerpo. Este viejo truco no


funcionará con él. Y, francamente, no quiero tomar parte en él.
Ruth se acomodó contra el respaldo del sillón y cruzó los brazos sobre el pecho.
Un aire de ligera amenaza flotó entre las dos mujeres.
—Podría haber intentado otros trucos más viejos…
—¿El embarazo? —inquirió Jacee con sorna—. No te imagino explicando eso a la
junta escolar —Ruth podía desear el título de SRA. pero no arriesgaría su carrera
docente.
—¿Qué prefieres, acompañarme en esta idea alocada o verme embarazada y sin
trabajo golpeando a tu puerta? —preguntó Ruth.
Jacee rio a carcajadas, de pronto, se atoró y sufrió un acceso de tos. Ruth se acercó
de un salto y empezó a golpearle la espalda sin misericordia. Jacee trató de defenderse
levantando un brazo como escudo, tragó con esfuerzo y dejó de toser. Cuando su
rostro volvió a su color natural, Ruth le preguntó:
—¿Qué te divierte, tanto?
—Tú forma de hablar. Lo haces como cuando éramos niñas y en el patio de la
escuela me pedías el pastel casero que llevaba para almorzar.
—Si no recuerdo mal, tú me dabas el pastel.
—Sí. Pero debías prometer ser mi mejor amiga para siempre.
Ambas jóvenes sonrieron. Ruth había sido su mejor amiga, pero por más
imaginativa que fuera Jacee, no podía pensar en Scotty como en un trozo de pastel. Él
no podía ser dividido tan fácilmente. Resignada ante lo inevitable. Jacee asintió.
—Está bien. Toma el pastel.
Ruth la abrazó sonriendo deleitada.
—Pero no me culpes si no funciona —le advirtió Jacee.
—No lo haré —aseguró Ruth—. ¿Sabes una cosa? Tú y Jonathan tienen mucho
en común. Él también chilló y pataleó y después, cuando menos lo esperaba, capituló.
—Es que somos seres adultos, inteligentes y maduros a los que no les agrada
jugar —sonrió con altanería, pero su sonrisa de superioridad se desvaneció al oír a
Ruth.
—El amor es un juego.
—Espero que estés equivocada —murmuró Jacee—. Yo siempre he sido una no
participante, ¿recuerdas?
Ruth comprendió que había cometido un error craso y trató de subsanarlo.
—A nuevo juego… reglas nuevas. No permitas que esas viejas inseguridades
afloren. Y perdona el retruécano —bromeó ella. Se desperezó y se levantó del sillón,
cargó los accesorios de playa y agregó—: Voy a inspeccionar personalmente las
maravillas de la plomería tomando una ducha —miró a Jacee de frente y comentó—:
Me agrada Jonathan. Puedes confiar en él.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—Lo hago —respondió Jacee con una amplia sonrisa—. No coquetees demasiado
con él esta noche, ¿eh, amiga?
Ruth devolvió la sonrisa con algo de picardía y bajó los peldaños apretando la
bolsa de playa contra su pecho.
Jacee recogió los jarros, los llevó a la cocina y los colocó en el lavaplatos. Se apoyó
en el fregadero y observó las hojas del filodendro que se balanceaban por la corriente
de aire del acondicionador. El movimiento acompasado de la planta la hipnotizó,
inmovilizándola.
¿Era el amor un juego donde los participantes se manipulaban mutuamente?
¿Acaso lo que sentía cada vez que Jonathan la rozaba la convertía en una participante
del juego? ¿Sería él un jugador consumado que la conmovía a su antojo sin que ella se
diera cuenta?
El recuerdo del abrazo hizo que sus pechos se endurecieran y se irguieran los
pezones. Se preguntó si las manos de Jonathan podrían contener sus senos y
acariciarlos. Inmersa en la ensoñación, casi podía sentir su lengua trazando círculos,
lamiendo y reanimando los montículos de carne. El dolor producido por el deseo
comenzó a palpitar dentro de su ser al imaginar la cabeza desteñida por el sol,
recostada en el valle de sus senos. Pasó las manos por el hueco entre los senos, por loa
músculos firmes del estómago hasta el centro del vientre. Se deleitaba imaginando que
eran las manos de Jonathan las que la acariciaban arqueando su cuerpo contra el suyo.
Era algo real. Maravilloso y no era un juego.
El timbre de la puerta la sobresaltó haciéndola regresar a la realidad. Se dirigió a
la puerta sintiéndose algo culpable por la fantasía sexual que había tenido y oyó que
el timbre volvía a sonar.
—¡Scotty! Entra —saludó ella, efusiva.
—Gracias. Hace calor aquí —el rostro redondo y rosado corno el de un querubín,
mostraba una sonrisa feliz dirigida a su amiga, cliente y anfitriona por el fin de semana.
Dejó la maleta en el piso y pasó un pañuelo por el rostro empapado de traspiración—
. Este aire acondicionado me ha hecho revivir. ¿Están los otros aquí? —de mediana
altura y cuerpo robusto, era un hombre agradable cuyo rostro regordete y escaso
cabello lo hacían aun más simpático.
—Mmmm-hmmm. Vinieron anoche.
—¡Tom! ¡Ruth! Ya llegué —gritó, guardando el pañuelo en el bolsillo.
Minutos más tarde se reunían para intercambiar abrazos, apretones de mano y
saludos.
Jacee sonrió al ver el entusiasmo de Ruth al abrazar a Scotty. ¿Cómo lograría
hacerle creer que estaba enamorada de otro hombre después de un abrazo tan efusivo?
Scotty adivinaría el juego de inmediato, a menos que fuera ciego.
—Hey, viejo, será mejor que lleves tu equipaje abajó y te prepares —dijo Tom
después de mirar la hora.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—¿Viejo? —jadeó Scotty—. A ti te vendría bien desarrollar un poco de músculos


llevando esas maletas a la planta baja —bromeó él.
—Está bien, Mark Twain. Yo llevaré el equipaje y tú, reserva tus energías para
cambiarte de ropa y tomar una ducha —replicó Tom.
—Ruth, tendrás que enseñar a ese muchacho lo que es el respeto —se quejó Scotty
fingiendo seriedad.
—Ese muchacho acaparó a una rubia despampanante para esta noche. ¡Y, espera
a ver a mi acompañante!
—Lo veré abajo en el espejo cuando me afeite —bromeó Scotty—. Tu fervor y
entusiasmo están justificados. Soy un hermoso bruto.
A Scotty no le molestaba no ser demasiado buen mozo ya que su cálida
personalidad lo hacía “querible” para todos los que lo conocían.
—Mi acompañante no estará frente al espejo de abajo —declaró Ruth,
disfrutando la expresión de sorpresa de Scotty—. Llegará en unos minutos. ¡Es
terriblemente buen mozo! —Ruth revoleó los ojos como una adolescente en un
concierto de rock.
Jacee sé encogió de hombros cuando Scotty le lanzó una mirada inquisitiva.
—Bueno, mi ángel rubio. Tú y yo haremos pareja, nena —tomó a Jacee entre sus
brazos, la alzó dando unas volteretas por el cuarto y la besó ruidosamente en la
mejilla—. Haré que esta noche sea inolvidable.
Ruth no pudo apreciar el brillo acerado en los ojos de Scotty, pero Jacee sí.
—Bájame, tonto —jadeó Jacee sin aliento por las piruetas.
El juego había tomado un giro inesperado que Ruth no había previsto ni
planeado. Scotty se negaba a dejarse llevar por los celos. Ruth había perdido antes de
empezar.
—Amorcito —dijo él, suave—, te haré vivir una noche que jamás olvidarás.
Las palabras iban dirigidas a Jacee, pero la destinataria real era Ruth.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Capítulo 5
El plan fue un desastre desde las presentaciones pasando por los tragos hasta la
cena.
Kay y Tom abandonaron el grupo enseguida de cenar. ¡Jacee, Scotty, Jonathan y
Ruth quedaron en silencio en el pabellón de madera que miraba hacia la isla,
esperando que comenzaran los fuegos artificiales.
Jacee estaba malhumorada por la velada perdida. Mientras bebían los aperitivos,
había escuchado los cumplidos de Jonathan acerca del cabello, la figura agraciada y el
vestido elegante de Ruth, lo cual hizo que ella, vestida con un conjunto rojo, se sintiera
como un buzón. Si hubiera podido les habría dado veneno a los tres. Aquello no era
un juego amoroso, era la guerra. El holocausto nuclear no podría ser tan devastador.
Si el aperitivo fue malo, la cena fue mucho peor. Scotty había desmenuzado la
carne y le había dado de comer en la boca, mirándola con ojos de enamorado, le había
sonreído, guiñando los ojos, acariciando la mano y lo peor de todo… le había
susurrado al oído. Cuando ella le ordenara que no continuara con el juego, él la había
tomado por la barbilla y le había pedido que no le susurrara arrumacos frente a los
invitados. Scotty disfrutaba a lo loco, mientras todos los demás sufrían.
La mirada de Jonathan se tornó dura.
¿Creería que a ella le agradaba la situación? Scotty estaba demasiado ocupado
como para notar el brazo de Jonathan sobre los hombros de Ruth o los besos que ella
le daba. Los esfuerzos de ambos menguaron, los de Scotty fueron más evidentes y la
desesperación de Jacee fue en aumento.
—Muñequita, si quisiéramos ir al otro lado del lago, podríamos hacerlo saltando
de bote en bote —comentó Scotty.
—Tírate al lago y ahógate —oyó que murmuraba Ruth a su lado. Jonathan del
otro lado, mantenía un silencio siniestro.
Cuando Scotty le tomó la mano y le besó cada una de las uñas, Jacee gimió y Ruth
y Jonathan lanzaron miradas feroces.
—Adoro tus dulces gemidos de pasión —dijo Scotty e inclinándose hacia Ruth le
preguntó—. ¿Tuvimos suficiente, nena? ¿O debemos continuar con esta farsa toda la
noche?
—Yo he tenido suficiente —replicó Jacee antes que Ruth pudiera hacerlo. Se puso
de pie y la enfrentó—. No soporto más.
Ambas cambiaron de lugar en la mesa en absoluto silencio.
—Bravo —murmuró Jonathan al oído de Jacee—. Si nos perdonan —dijo,
dirigiéndose a la otra pareja—, nosotros daremos un paseo hasta que comiencen los
fuegos artificiales —entrelazó los dedos con los de Jacee y no esperó respuesta.
Minutos después se hallaban en un sendero oscuro que bordeaba el lago. Las
zancadas de Jonathan hicieron que Jacee trotara a su lado. Se rebeló ante el trato poco
caballeresco, hundió los talones en el suelo y trató de detenerlo.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—¿Nos entrenamos para las Olimpiadas? —preguntó ella con sarcasmo al tiempo
que liberaba su mano de un tirón.
Jonathan resopló y continuó su camino internándose en la oscuridad. Jacee tomó
envión y lo alcanzó, bloqueándole el camino.
—¿Bien? —exigió ella—. ¿Cuál es el problema?
—Tú —respondió él, conciso, la esquivó y siguió a paso acelerado.
—¿Yo?
—Deja que se me pase la furia caminando, ¿quieres? —dijo él sobre el hombro.
—¿Furia? —repitió ella, anonadada, deteniéndose. “Se deshace en cumplidos con
Ruth y ahora él es el que está furioso”, rezongó para sí. Ellos establecen las reglas del
juego, Scotty las retuerce a su antojo y ¿ella tiene que tolerar al jugador fugitivo?
—Jonathan —le gritó—. Yo regreso. Están por empezar los fuegos artificiales.
—¡No lo hagas! —la orden negativa demoró su partida.
Una conocida contracción muscular en la pierna derecha fue el único motivo por
el cual no retrocedió a toda prisa.
—¡Maldición! —exclamó Jacee por lo bajo—. ¿Por qué no seré como todo el
mundo y en vez de sufrir así me diera un simple dolor de cabeza cuando estoy
enojada? —se quejó mientras intentaba relajar los músculos de la pierna. Se sentó en
el suelo con la pierna izquierda estirada y la derecha recogida contra el pecho. Masajeó
la pantorrilla gimiendo de dolor—. ¡Grandioso! ¡Simplemente grandioso! —exclamó
masajeando con más fuerza.
El ruido de unos pasos pesados a sus espaldas señalaron el regreso de Jonathan.
Jacee le hizo una mueca de bienvenida. El nudo de la pierna se endureció.
—¿Un calambre? —preguntó él, arrodillándose.
Jacee meneó la cabeza y le contestó apretando los dientes:
—Esta es mi versión de la migraña.
Jonathan le retiró la mano y comenzó a dar masajes en la pantorrilla con ambas
manos. Lentamente los músculos se relajaron volviéndose laxos.
—¿Tienes estos calambres a menudo?
Ella contuvo el aliento pues el doloroso hormigueo que sentía en toda la pierna
se hizo insoportable. Esta sensación era más intensa que si se le hubiera dormido el pie
tornándose insensible y luego despertándose. Por fin, el hormigueo cesó.
—No desde que dejé la adolescencia.
—¿Te sientes mejor? —preguntó él, mostrando preocupación.
—Se ha ido, pero no lo he olvidado. ¿Y tú?
—Lo mismo —se inclinó y besó la rodilla de Jacee—. El jueguito de Ruth casi
termina con una trompada en la boca de Scotty; la tenía bien merecida —declaró él,
sombrío. Se sentó sobre los talones y miró fijamente a Jacee.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—Fue un jugador incauto —dijo Jacee, riendo—. Un solo bocado más en la boca
y yo lo hubiera golpeado con un soldador —la risa musical aumentó al visualizar la
amenaza.
—A ti te encantó —Jonathan no reía—. Le susurrabas palabras dulces al oído
entre bocado y bocado —acusó él.
Jacee rio más fuerte aún, recogió las piernas contra el pecho y estiró la falda
pantalón cubriéndose las rodillas.
—Tú y Ruth estaban bien acaramelados y Scotty los ignoró. ¿Estás celoso?
—Un poco —admitió él a regañadientes. Una sonrisa tímida asomó a sus labios,
se acercó a ella y le formuló la misma pregunta que Jacee le hiciera momentos antes:
—¿Y tú?
—La gente se pone celosa cuando… alguien le interesa —respondió, eludiendo
la pregunta directa.
—A mí me interesas —dijo él, suavemente.
—¿Un poco?
Jonathan le tomó la mano y presionó la palma contra su boca causándole un
agradable cosquilleo al mover los labios para hablar.
—¿Quieres saber cuánto? ¿Si es mucho o poco? —los dientes mordisquearon la
carne debajo del pulgar.
—Yo soy de Missoury. Muéstramelo —el lema estatal le sirvió.
Él le estiró los dedos y comenzó a besarle los nudillos. Una sensación deliciosa
de anticipación le recorrió el cuerpo y le entreabrió los labios, cerrándole los ojos. Le
dio vuelta la mano y besó la palma al comienzo de cada dedo.
—¿Qué dirías si fueras asaltada con pasión aquí y ahora?
—Recibirías la misma respuesta.
—Señorita…
Jacee sintió la mirada penetrante en el rostro. Abrió los ojos con pereza y un fuego
de cobre comenzó a brillar en la oscuridad.
Se reclinó sobre los codos, invitándolo. Ella ni siquiera notó los guijarros que se
incrustaban en su piel. Tenía centrada su atención en la luz plateada que desafiaba la
oscuridad al acercarse poco a poco.
—Señorita… —la palabra simple fue dicha casi en un susurro.
El aterciopelado cielo negro estalló con brillantes chispas de fuego. El estruendo
del primer cohete de prueba retumbó por las colinas silenciosas.
—… vamos —Se puso de pie con agilidad y un temblor recorrió la mano
extendida hacia Jacee.
El brillo cobrizo desapareció extinguido por la desilusión al ponerse de pie a su
lado.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—¿Te duele la pierna? —preguntó él al verla cojear uno pasos.


—¿Quieres calmar el dolor con besos? —preguntó ella, seductora. Jonathan
permaneció vacilante ante ella, como partido en dos—. Jacee, me juré que si
comenzabas a confiar en mí no haría nada que te hiriera —se pasó la mano por el
cabello y metió la otra en el bolsillo del pantalón—. Estamos aquí en esta colina porque
me sentía a punto de estallar de frustración allí abajo. Cuando me alejé de ti fue para
no destrozar tu boca a besos. No merecías esa reacción de mi parte, pero no me tientes
ahora. Mis emociones están al rojo vivo —la rodeó con el brazo y la estrechó contra su
pecho—. Deseo calmar todos los dolores con mis besos. Los tuyos y los míos.
Jacee, reconociendo el dilema en que se debatía, se paró en puntas de pie y le
cubrió la boca con los labios. Lo incitó a profundizar el beso hundiendo los dedos en
el suave cabello que le cubría la nuca. La lengua y los dientes de Jonathan probaron y
tironearon dulcemente el labio inferior de Jacee, exigiendo entrar a la intimidad de su
boca. Ella abrió los labios con lentitud. Él giró la lengua y gradualmente fue
introduciéndola hasta las profundidades. Un ronroneo felino brotó de la garganta
femenina. Él buscó y encontró cada una de las grietas aterciopeladas. El efecto fue
devastador.
Ella no sabía qué era lo que producía ese ruido ensordecedor, si eran los estallidos
de otros cohetes de prueba o los latidos de su corazón. La tensión que le produjera el
dolor en la pierna se disolvió como el fundente caliente sobre cobre. Se apretujó contra
la fuente de calor. Él separó las piernas, repartiendo el peso del cuerpo y afirmó el
brazo.
La hebilla del cinturón se clavó en la cintura de Jacee cuando él consumía, como
un hambriento, todo lo que ella le ofrecía. Jacee tembló de pies a cabeza por la pasión
desatada en su interior.
De pronto, sintió que Jonathan se alejaba no sin antes sellarle los labios pasando
la punta rígida de su lengua por el intersticio de la boca.
—¿Asustada?
—A muerte.
—¿De mí?
—De mí misma —respondió ella, temblorosa aún.
—¿Por qué?
Saber que estaba asustada y conocer el motivo eran dos cosas distintas. Viviendo
en el siglo veinte, ella debía tener alguna experiencia sobre el deseo y adonde llevaba.
¿El ingrediente faltante en los encuentros anteriores habría sido el amor?
Jonathan había dicho que ella le interesaba y eso era parte del amor. La lengua
de Jonathan acarició la oreja, tanteó el lóbulo con cautela y terminó enloqueciéndola
con sus movimientos. Jacee estaba demasiado aturdida para pensar, él infligía estragos
en todos sus sentidos y su embestida emocional dejó la pregunta sin respuesta. La
lógica, el raciocinio y la practicidad fueron aventados en la brisa estival.
—Te deseo, amor —oyó ella murmurar a su oído.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Apretada como estaba contra las caderas de Jonathan ella comprendió su


necesidad. Si la necesitaba, la deseaba y le importaba… ¿no era eso suficiente?
—¿Un poquito? —susurró ella con los labios contra su cuello.
Jacee necesitaba preguntar, averiguar si la necesidad era mayor que el interés que
había declarado anteriormente. Si uno era menor que el otro, el sexo sería sólo un juego
divertido en la cama y ella no necesitaba un alivio semejante.
—Cuando estás en mis brazos, te deseo muchísimo —confesó él, honesto—.
Cuando estoy lejos de ti, no puedo concentrarme en nada pues estás presente en mis
pensamientos. A los treinta y cuatro años, he experimentado muchas veces desear a
una mujer, pero nunca he tenido que arrancarla de mi mente para cumplir con mi
trabajo. Eres un fenómeno totalmente desconocido para mí. En realidad, no sé si esto
es amor… pero aventaja en mucho a todo lo que he sentido hasta ahora.
Jacee soltó el aliento gradualmente. La verdad era que había dado respuesta a
todas sus preguntas, pero la sinceridad de Jonathan era refrescante, aun cuando su
virilidad endurecida le palpitaba contra el vientre. Inmerso en la agonía que produce
el deseo, cualquier otro hombre le hubiera declarado su amor y la hubiera llevado a la
cama más próxima. El amor a primera vista también escapaba a su entendimiento. Un
hombre y una mujer podían sentirse atraídos el uno por el otro pero eso no era amor,
por lo menos, no era un amor para toda la vida.
—Yo tampoco he estado enamorada —acotó ella, desnudando su alma—. He
tenido curiosidad sexual pero… —buscó las palabras apropiadas—… jamás fue
satisfecha.
—Ya que no has vivido en un convento, sería tonto de mi parte esperar que la
curiosidad normal de una mujer no incluya el sexo —comentó él, dándole a entender
que consideraba la virginidad como un hecho insignificante. Se echó hacia atrás, la
tomó de la mano y lentamente comenzaron a caminar hacia el pabellón—. Cuando
hagamos el amor, quiero que sea perfecto para ti. Sin apresuramiento, no deseo que
sea un cópula frenética ya que significas mucho más que eso para mí.
—Suena como si estuvieras muy seguro —dijo ella, excitada por sus palabras.
—Lo estoy —respondió él, sonriéndole—. A menos que malinterprete las señales
que envía tu cuerpo sensual, tú también me deseas. Quizá no sea esta noche ni mañana,
pero en algún momento en el futuro cercano.
Los fuegos artificiales los distrajeron y no pudieron continuar la conversación
pues al acercarse al pabellón, les fue imposible hablar o ser escuchado.
—Haremos planes cuando terminen los fuegos artificiales —dijo Jonathan
refregando la cara contra el cuello de Jacee.
Se abrieron camino entre la multitud y regresaron a sus asientos al lado de Ruth
y de Scotty.
Jonathan le apretó la mano al ver que los amigos les brindaban una sonrisa de
bienvenida. La media hora siguiente la pasaron dando exclamaciones de sorpresa y
entusiasmo ante la exhibición en el cielo. Los fuegos artificiales de tierra encendieron
la isla entera con la réplica de la bandera de los Estados Unidos.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Cuando los altoparlantes comenzaron a transmitir el himno nacional, Jacee sintió


al piel de gallina en sus brazos. Todo el mundo se puso de pie con sumo respeto. El
resplandor continuó hasta los últimos acordes de la canción y entonces, con un
poderoso silbido, una andanada de cohetes partió de la isla y cortó el aire. Las estrellas
desaparecieron de la vista cuando los cohetes comenzaron a estallar contra el cielo
oscurecido. Blanco, verde, azul, rojo, verde, púrpura y anaranjado, mezclándose,
astillándose, desparramándose y reventando hasta cubrir el cielo. De pronto, en forma
espontánea todas las bocinas comenzaron a sonar desde el lago y el público aplaudió
entusiasmado demostrando su satisfacción. El clímax fue perfecto.
Los farolitos chinos que bordeaban parte del lago empezaron a titilar. Una banda
de música se ubicó al fondo del pabellón y comenzó a tocar melodías populares del
medio oeste. Trajeron pequeñas mesas y sillas y el grupo de cuatro muy pronto
consiguió una para ellos.
Cuando el camarero les pidió la orden, Scotty se puso de pie y la dio a los gritos
por encima de la música. Jacee notó que Ruth se rascaba y frotaba el rostro con
desesperación. Nariz, barbilla, frente, cejas, orejas, nada se salvaba del frenesí, parecía
un perro con una colonia de pulgas.
“¿Qué diablos le sucede? ¿El juego fallido había brotado en su piel como
picaduras de avispas?” No lo entendía pues al llegar le pareció que ella no estaba
resentida. La tomó por la muñeca y le hizo señas con la cabeza para que dejara de
rascarse. En esos momentos alguien bajó el volumen de los altoparlantes.
—Deja de rascarte —ordenó Jacee.
Ruth estiró la mano directamente a los ojos de su amiga. Un hermoso brillante
refulgía en el dedo anular.
—¡Ruth! ¡Felicitaciones! —gritó Jacee, alegre. Primero abrazó a su amiga y luego
se inclinó para hacer lo mismo con Scotty.
—Por poco lo echa todo a perder —dijo Scotty, guiñando un ojo a su novia.
—No pudiste resistir mis atractivos —comentó Jacee, golpeándole el brazo con el
puño—. Siempre lo supe.
—Si hubieras seguido con tu juego, habría obligado a Jacee a usarlo, fastidiándola
—bromeó Scotty.
Jacee levantó las manos para detener la discusión.
—Yo no. Sufrí como una loca —riendo, agregó—: Parece que la maestrita
aprendió una lección.
Los cuatro rieron a mandíbula batiente ante la ironía. Jonathan puso la mano
sobre la rodilla de Jacee. Parecía tan feliz sobre la novedad como los demás.
—Ustedes no imaginan lo que me dijo cuando me lo entregó —acotó Ruth, riendo
también. Desechó la mirada de advertencia de Scotty—. Me dijo que yo tendría que
pagar la última cuota del anillo… cuando le pague sus honorarios atrasados por
haberme hecho los créditos el año pasado.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Jacee se encogió como si la hubieran abofeteado aunque rio con todos. La mano
que tenía sobre la rodilla se movió hacia arriba y le apretó la carne. ¿Esas manos que
le devastaban los sentidos serían las mismas que le clausurarían el negocio? ¿Podría
separar al agente del hombre? ¿Ubicar sus emociones en departamentos estancos?
Toda ella se tensó.
—No te preocupes —susurró Jonathan, percibiendo sus temores—. No tienes
nada que temer si todo ha sido pagado. Es una promesa.
“Todo ha sido pagado”, pensó. Louise era eficiente en su trabajo. Todo estaba en
regla.
—¿Vienes a bailar conmigo?
Jacee siguió a Jonathan al espacio reservado para la danza. El entregarse a sus
brazos era tan natural como abrir la puerta de su casa. Era el mejor lugar en el que
podía estar.
Bailaron al unísono moviéndose apenas y balanceándose al ritmo de la música.
Jacee cerró los ojos y se extasió con el contacto de los cuerpos, entrelazó los dedos
detrás de la nuca de Jonathan y le acarició el cuello.
—Seductora —susurró él y su aliento perfumó el aire.
—Mmm —respondió ella al sentir las manos de Jonathan subir por la espalda y
volver a descansar sobre las caderas.
—Eres como un gatito mimoso cuando te acaricio la espalda. Te estiras,
ronroneas y pides más.
—Me enloquece —confesó ella, suave.
Jonathan rio entre dientes y le acarició más la espalda.
—Dime siempre lo que te agrada. Deseo complacerte en todo —murmuró con
voz ronca.
—Sólo si tú haces lo mismo.
—Mujer, con sólo mirarte, observar las pecas cobrizas encendidas, haces que
desee… bien, para usar tus palabras, me enloqueces.
Jacee se apretó más contra él y besó el pulso que latía en su garganta. Aspiró el
aroma a madera de la colonia que usaba y dejó que la lengua pasara por encima de la
vena. Salado, con un dejo de algo más, pensó. Trató de descifrar el sabor, abrió los
labios y suavemente comenzó a saborear la piel. Fuera lo que fuese, ella supo que se
volvería adicta. Unos segundos más tarde, Jonathan dejó escapar un sonido gutural;
los labios de Jacee sintieron la vibración. Entonces, mordisqueó la piel con deleite.
De inmediato, las manos viriles apretaron las caderas de Jacee contra su cuerpo
para mostrarle la reacción ante la caricia.
—Te diría que no siguieras, pero es demasiado tarde.
—Sabes bien, me agrada —respondió Jacee al oído. Abrió los ojos y acarició la
oreja de Jonathan, mientras observaba sus facciones con detenimiento.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Recordó que al verlo por primera vez frente a su escritorio, había pensado que
era muy atractivo. Pasó las yemas de los dedos por el cabello desteñido por el sol. Era
suave, increíblemente suave y fino. Recorrió luego la mejilla hasta el mentón. Deseaba
conocer todas las texturas de su piel.
Mientras tanto, Jonathan la sostenía por las caderas. Lentamente se separó de
Jacee. Se angustió pensando que había sido demasiado atrevida, demasiado sensual y
permitió que la distancia se ampliara. Bajó la cabeza para ocultar el rubor que le teñía
las mejillas y apenas oyó las palabras que él decía.
—La música está a punto de terminar y necesito tiempo para… relajarme antes
de regresar a nuestra mesa —explicó él—. Quiero que me toques, pero paso las de Caín
al no poder hacer lo mismo.
Ella alzó la cabeza y vio una expresión de anhelo reflejada en el rostro del hombre
antes que una amplia sonrisa lo iluminara. Él le guiñó un ojo y después de un corto
beso ardiente la guió a la mesa.
Una botella de champán dentro de un balde de hielo decoraba el centro de la
mesa con una nota colgando del gollete. Diviértanse. Decidimos conducir hasta Springfield
para anunciar la buena nueva a los padres de Ruth. Ya pagué la cuenta.
—Pagó la cuenta firmando con mi nombre —rezongó Jacee.
Sorprendido, Jonathan arqueó una ceja y la miró.
—Scotty lo carga a la cuenta de impuestos anuales para deducirlo del negocio.
Champán en lugar de dos martinis —la explicación escapó de sus labios antes de que
recordara que hablaba con un agente de la ORI.
Se cubrió la boca con la mano rápidamente.
—Los gastos del contador y los de representación para agasajar a un cliente son
deducciones legales —declaró Jonathan, sonriendo ante el intento de Jacee de guardar
en secreto la evasión de los impuestos.
Nerviosa, ella bajó la mano. Debía cuidar su lengua. No sabía mucho de leyes.
Un sólo desliz verbal podría hacerla caer en un mar de problemas.
—No debes y lo sabes —dijo él, tierno.
—¿No debo qué?
—No debes preocuparte de que reúna información para usar en tu contra —le
alzó la mano y le besó la suave piel de la muñeca—. El martes pediré que me retiren
de tu caso.
Bebieron el champán en silencio pues ambos estaban inmersos en sus propios
pensamientos.
Jacee se enfrascó en las burbujas del champán. ¿Si Jonathan se retiraba del caso
habría alguna diferencia? Un negocio clausurado era un negocio clausurado. Ella
abogaba por los pequeños comerciantes, él por el gobierno y los dos jamás se unirían,
pensó pesarosa.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Quizá los pensamientos habían corrido paralelos como las cañerías de agua
caliente y fría en una casa cada una sirviendo un propósito determinado, pero sin
tocarse nunca.
—Vamos —dijo Jonathan, poniéndose de pie. Tenía los labios apretados.
Jacee corrió la silla plegadiza contra el piso de madera y golpeó el brazo de otro
comensal al ponerse de pie.
—Lo siento —se disculpó sin mirarlo. Demasiada introspección la volvía torpe.
Jonathan, cortés, la tomó del brazo y la guió por entre la multitud de jubilosos
veraneantes hacia el área de estacionamiento.
—¿Quieres ir a esquiar mañana? —preguntó Jonathan.
—¿Quieres ir a pescar? —repreguntó ella para marcar las diferencias entre
ambos.
—No soy un buen pescador —replicó él mirándola con cautela.
—No soy buena esquiadora —Jacee meneó la cabeza con pesar.
—¿Qué te parece si nos encontramos en la piscina a la mañana temprano? —
sugirió él, como intentando encontrar algo que los uniera.
—Yo nado en el lago —respondió ella con voz monótona.
—¿Deseas iniciar una pelea o sólo quieres demostrar que eres dogmática? —
preguntó él mientras abría la portezuela de su auto.
Jacee subió al auto sin responder. Podía oír los pasos de Jonathan al rodear el
vehículo para subir frente al volante. Era ridículo no tratar de superar las diferencias,
se dijo. ¿Qué deseaba probar? Suspiró, pues conocía la respuesta. Cualquier excusa de
incompatibilidad entre ellos era más fácil de aceptar que la posibilidad de involucrarse
emocionalmente.
Jonathan se deslizó frente al volante, insertó la llave y la hizo girar. No sucedió
nada. Verificó todo y lo intentó de nuevo. Nada.
—¡Grandioso! —musitó él—. Tendremos que tomar el ómnibus hasta tu casa.
—Las terminales de la batería deben estar sulfatadas. ¿Por qué no las limpias en
lugar de dejar el auto aquí?
Él dejó el motor a la vista y se recostó en el respaldo de la butaca.
—Supongo que sabes cómo hacerlo —dijo él, resignado.
—Por supuesto. Todo el mundo sabe —la respuesta despectiva quedó trunca por
una risita contenida—. ¿No sabes hacerlo?
—Yo toco el piano —respondió él, con un dejo de humor.
—¿El piano? ¿Te ayuda a reparar el auto? —inquinó ella, perpleja ante esa
declaración.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—No, pero eso explica lo que yo hacía mientras los otros muchachos trabajaban
en sus autos —los ojos brillaban por la risa contenida. Se inclinó hacia la derecha y
rozó los labios de Jacee con los suyos—. ¿Quieres enseñarme?
—Si me enseñas a esquiar.
—Y tú puedes enseñarme a pescar.
—Y nadaremos —en realidad ella prefería el agua del lago.
—Desnudos en el lago —las palabras fueron dichas antes que ella se
comprometiera más. Las risas de ambos estallaron al unísono en el interior del auto.
Jacee pasó los brazos alrededor del cuello de Jonathan y plantó un beso gozoso
en sus labios. Cuando él la apretujó contra el pecho, sintió un estremecimiento por
todo el cuerpo. Él le sostuvo la cabeza, con gruesas trenzas, contra su rostro y con los
labios unidos las diferencias eran infinitesimales. Sólo el ahora y el aquí era lo que
ambos querían.
Al separarse, ella vio que Jonathan le escudriñaba el rostro en busca de signos de
temor, encontrando que sólo irradiaba pasión. La sed que sentía no podía ser saciada
con un beso. Entonces, ella deslizó las manos para acariciarle la mata de vello crespo
que cubría su pecho. Él dejó escapar un gemido y la sentó sobre sus rodillas.
Dos veces intentó Jonathan escapar del embrujo presionando el rostro contra la
mejilla de Jacee, pero volvía a besarla en la boca con codicia. Con manos temblorosas
la tomó por los hombros y la devolvió a su butaca.
—No lo haremos en el auto como los adolescentes —dijo él, meneando la cabeza
de izquierda a derecha—. Estoy decidido a no hacerte el amor en nada que no sea una
cómoda cama bien amplia, pero te deseo tanto que tiemblo entero.
Para probar lo dicho, estiró la mano a la altura del tablero. La mano temblaba
apenas.
La promesa proferida por Jonathan no impidió que el corazón de Jacee perdiera
el ritmo. Cualquiera fuera la palabra elegida, amor, lujuria, deseo, necesidad,
temporario, permanente, ella supo que el deseo era recíproco.
—¡Maldición! —el puño de Jonathan golpeó contra el tablero mostrando su
frustración—. Ambos tenemos nuestras casas llenas de invitados y el hotel está repleto
—enumeró las opciones inútilmente. Cerró los ojos y reclinó la cabeza.
Jacee pudo haber alisado las líneas paralelas que le surcaban la frente, pero no lo
hizo. Tocarlo hubiera sido como acercar un fósforo encendido a un polvorín. La
delgada línea de control sobre el deseo estaba estirada al máximo. Abrió la portezuela
y dijo en voz muy baja:
—Arreglaré el auto.
Se dirigió al frente del auto con piernas temblorosas y comprobó que había tenido
razón. Los bornes estaban sulfatados.
—¿Tienes algunas herramientas en el baúl? —preguntó ella.
—No.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

La necesidad es la madre de la inventiva, por lo que ella soltó sus trenzas y con
una horquilla raspó los bornes, retirando toda la mugre acumulada y rogó que este
arreglo temporario fuera suficiente para hacer arrancar el auto. Revisó también el
alternador y quedó satisfecha.
—Inténtalo —le dijo.
Al oír el chasquido del arranque, ella movió el cable y vio saltar chispas azules
cuando el auto se puso en marcha. Se limpió las palmas de las manos en la parte
posterior de la falda pantalón dejando una marca oscura. Al darse cuenta de que había
arruinado otra prenda de salir, sacudió la cabeza disgustada.
—¿Tienes alguna cosa sobre la que pudiera sentarme? —lo último que deseaba
hacer era manchar el tapizado con grasa.
Sonriendo divertido, él palmeó sus rodillas. Ella meneó la cabeza y torciendo la
falda partida le mostró la impresión negra de sus manos sobre la tela. Al notar el
problema, Jonathan se estiró hacia atrás y le alcanzó una toalla que sacó del asiento
trasero.
Poco tiempo después habían salido del estacionamiento y enfilado por el camino
lleno de curvas hacia la casa de Jacee. Cada tanto, las luces del alumbrado iluminaban
el interior del auto.
—¿Me llevarás a pescar mañana por la mañana?
—¿A las siete es muy temprano?
—Ninguna hora es demasiado temprano. No dormiré esta noche.
Jacee tampoco lo haría. Pasaría la noche reviviendo lo que había sucedido… y
anticipando lo que sucedería.

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Capítulo 6
—Usaré gusanos —dijo Jonathan, enfático.
Ambos estaban sentados en los extremos opuestos del bote de pesca sobre los
silloncitos con pedestal. Jacee, vestida con unos viejos jeans cortados y una camisa
suelta, se sentía desaliñada al compararlos con el atuendo de shorts y camisa rojo de
Jonathan.
La noche anterior había terminado con un beso casto en la puerta, y como lo había
previsto, sin dormir un segundo. Estaba cansada… y frustrada… e irritable consigo
misma por no poder gozar de su segundo amor, la pesca.
—Sólo pescarás basura si usas esa carnada. No puedo enseñarte a pescar si te
rehúsas a aprender por ser terco —su irritación le impedía usar el tacto.
Jonathan azotó la caña dentro del soporte y la miró furioso.
—¿Qué te sucede esta mañana? No has hecho otra cosa que rezongar desde que
anclamos —se desprendió de la camisa y quedó de pie con los brazos en jarra
esperando una respuesta.
Jacee lo miró con fijeza y admiró el físico escultural. Se encogió de hombros y
retorció la punta de la caña. Jonathan se zambulló en el agua sin esperar nada más.
Salió a la superficie y comenzó a nadar cerca de las Palisades con brazadas fuertes y
seguras, alejándose del bote.
Jacee cerró los ojos para aislarse de Jonathan y de todo lo que la rodeaba. La muda
respuesta que había dado a Jonathan no contestaba su pregunta ni la que ella se
formulaba. ¿Por qué actuaba como una arpía? Oh peor, tuvo que reconocer.
Malintencionada era la única palabra adecuada para describir sus actos. Jacee sonrió.
Lujuriosa bien podría ser la otra.
La mañana entera había sido arruinada por una lujuriosa malintencionada. El
autorretrato era horrible.
Recogió la línea y decidió hacer algo al respecto. Dejó la caña en el soporte y se
quitó la ropa. Quedó en traje de baño. Segundos más tarde estaba en el lago nadando
en dirección a Jonathan.
—Espérame —le gritó mientras acortaba la distancia con estilo libre.
Él la esperó flotando.
Cuando ella estuvo a manos de una brazada de distancia se lanzó hacia su cuello.
El beso que le dio fue rápido y brutal, hundiéndolos. Los labios permanecieron unidos
compartiendo el oxígeno debajo del agua. Ella rodeó el cuerpo de Jonathan con el suyo
y así enlazados volvieron lentamente a la superficie en busca de aire. Jonathan movió
las piernas dando patadas poderosas para mantenerlos a flote. De pronto, él tiró la
cabeza atrás y lanzó una estruendosa carcajada.
—¡Gracias a Dios! Necesitaba este beso con desesperación.
—Pudiste haberme besado —declaró ella, peleadora.

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—¿Para que me arrancaras los labios de un mordisco? No, gracias.


—Estabas enojado cuando te lanzaste al agua, pero eso no me detuvo —apuntó
ella.
—La próxima vez utilizaré tus tácticas —respondió él riendo—. Trataba de ser
considerado.
—Bien, no lo seas —Jacee le envolvió la cintura con las piernas, provocativa, pero
dejó de sonreír luego de pasar la punta de la lengua por los contornos de los labios
lamiendo las gotas de agua que había en ellos.
—Salgamos del canal principal si es que deseas seducirme —con ojos que
mostraban pasión y del color del plomo caliente, él la miró al tiempo que le pasaba las
uñas cortas por la espalda desnuda—. Nos ahogaremos —previno él—. No puedo
hacer que permanezcamos a flote y hacer el amor al mismo tiempo —la desprendió de
su cuerpo.
—No quieres pescar —bromeó ella, echándose a nadar crawl de regreso al bote.
Imitando el estilo y el estado de ánimo de Jacee, le respondió:
—Eres demasiado gruñona para pescar.
—¿Qué te parece el esquí acuático, entonces? —insistió ella.
Al acercarse al bote, él asió la cuerda del ancla con una mano y con la otra la tomó
de la muñeca atrayéndola contra su cuerpo.
—¿Qué te parecería un ejercicio que exija esfuerzos físicos dentro de cuatro
paredes? —preguntó él presionando su cadera contra la de ella.
—¿Ping-pong? ¿Billar?
—Polo de colchón. Es un nuevo juego creativo.
—¿Nuevo? ¿Creativo?
—No tienes reglas fijas Las creas mientras lo ejercitas —le mordisqueó el lóbulo
de la oreja y el tono jocoso fue abandonándolo al enardecerse—. Te deseo
desesperadamente. Envuelves tus piernas alrededor de mi cuerpo y en lo único que
pienso es en tenerte en la cama a mi lado.
Un rubor intenso subió por el cuello y las mejillas de Jacee. ¿Había sido tan
descarada? Cambiar tan rápidamente de ser una mujer que rechazaba a los hombres
con frialdad a una que los invitaba a hacer el amor era… (buscó la palabra que
describiera el cambio)… extraordinario.
—Es maravilloso. Sorprendente —exclamó ella. No tuvo conciencia de haberlas
dicho en voz alta.
—¿Qué es maravilloso? —preguntó Jonathan—. ¿El que te desee?
—No. El que yo te desee. Jugaremos al polo de colchón —declaró ella subiendo
por la escalerilla.
Cuando ella estuvo lista para encender el motor, Jonathan había guardado las
cañas y levado el ancla. El motor comenzó a rugir y ella se volvió para mirar a su

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acompañante. Él permanecía quieto observando los rulos sueltos que se secaban con
el aire, y que le azotaban el rostro. Jonathan le soltó el broche que mantenía la cola de
caballo en su lugar y le brillaron los ojos al ver el cabello suelto al viento.
El timón casi saltó de las manos de Jacee cuando él lo hizo girar en redondo para
dirigir la nave en dirección contraria a la que llevaba. Puso proa al canal principal,
sorprendiéndola.
—¿Qué estás haciendo? —gritó ella, reduciendo la velocidad.
—Viendo cómo se seca tu cabello. Te mostraré donde ir —y volvió a poner el
motor a toda marcha.
La proa de la lancha luchaba contra las corrientes encontradas que producían los
botes más grandes y potentes, cuyos tripulantes, veraneantes amistosos, los saludaban
con los brazos en alto. Jonathan sonreía feliz pues disfrutaba como un niño de esa
carrera escalofriante. Llamó la atención de Jacee tocándole el hombro y haciendo señas
para que doblara a la derecha en la caleta más próxima. Ella aminoró la marcha
encogiéndose de hombros y dejó que la lancha se deslizara hacia el lugar indicado.
—Atraca en el segundo muelle privado —instruyó él.
—¿Para qué? No planearás visitar a alguien ahora, ¿o sí?
—¿Por qué no? ¿No quieres pescar o esquiar? —bromeó él con aire inocente.
—Tampoco quiero visitar a nadie y de eso estoy bien segura —respondió virando
la lancha fuera del muelle, desilusionada.
—Por una vez en tu testaruda vida independiente haz como se te dice —la orden
fue suavizada por la sonrisa cálida de Jonathan.
La lancha giró en U y luego se deslizó hacia el muelle vacío. Jacee apagó el motor.
—¿Quién vive acá? —recorrió con la mirada la colina cubierta de árboles, donde,
oculto por el espeso follaje descubrió una pequeña casa.
—Ya verás —respondió él, misterioso.
—No estoy vestida como para impresionar bien a nadie —señaló Jacee
poniéndose de pie y estirando el traje de baño amarillo brillante.
Jonathan saltó al muelle y aseguró el bote.
—Te ves maravillosa. Quizá algo cargada de ropa —continuó él bromeando
mientras le recorría el cuerpo con la mirada.
—¿Es la casa de tu tía? —trató de adivinar Jacee.
—No. La tía de Jess y Kay sólo estaban de visita.
—¿Es tu casa?
—Muy astuta, señorita Warner —se burló él al tiempo que la ayudaba a salir de
la lancha—. Soy miembro del Sol-y-Diversión aquí en el Tan-Tar-A, pero no lo uso
muy a menudo. De otra manera te hubiera conocido mucho antes.
Jacee subió los peldaños empinados y se detuvo para recobrar el aliento.

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—No veo tu bote por aquí —dijo ella.


—Kay y mi tía lo están usando para visitar a algunos parientes en Ha-Ha-Tonka.
—Eso queda a cuarenta kilómetros lago arriba. Lleva añares ir y volver.
—Con la visita incluida, entre seis y ocho horas. Pero pasarán la noche allá.
Jacee sintió que una sonrisa pícara le curvaba los labios. Lo que había comenzado
tibiamente se transformó en una carcajada estentórea. Enlazó las manos con las de
Jonathan y continuó el ascenso por los peldaños de madera que llevaban al balcón. Su
risa musical era contagiosa y sin saber el motivo de tal hilaridad, Jonathan se unió a
ella.
—Yo casi eché a patadas a Tom para dejar vacía mi casa a la noche —explicó ella,
recobrando la serenidad.
—Y yo le dije a mis parientes que el tío George se moriría de desilusión si supiera
que ellas habían estado en el lago y no lo habían ido a ver.
—¿Tu casa ahora y la mía esta noche? —lo invitó ella rodeándole la cintura con
los brazos.
—¿Qué? ¿Nada de pesca o de esquíes? —volvió él a bromear envolviéndola con
los brazos dulcemente.
—Tienes razón. Sería una pérdida total el pasar un día tan maravilloso dentro de
cuatro de cuatro paredes —respondió ella extendiendo los brazos.
Jonathan le palmeó las nalgas primero y luego dejó allí la mano para frotarle la
piel y calmarle el dolor.
—Entra a mi casa… —la invitó.
—Dijo la araña a la mosca —respondió ella terminando el verso.
—Voy a devorarte de los pies a la cabeza y de vuelta a los pies —dijo él al alzarla
en brazos sin esfuerzo.
—Espera el mismo tratamiento —y colgándose del cuello comenzó a hacerlo.
Entró con los ojos cerrados y no pudo apreciar la comodidad de la sala ni notar
el tramo de peldaños que conducían al piso superior, pues sus sentidos estaban
dedicados a saborear el agua salada del lago en la piel de Jonathan y en tratar de
distinguir cuál era el aroma misterioso que emanaba de él.
Jonathan la depositó sobre los pies y ella quedó mirándolo a los ojos notando un
dejo de inseguridad en él. Estaba frente a él que la sostenía con dulzura mientras le
acariciaba la espalda desnuda.
—¿Demasiado rápido? —inquirió Jonathan, dando una oportunidad por si
deseaba cambiar de opinión.
Decidió prolongar estos momentos como lo había hecho él al bromear y se dirigió
a la puerta. Desde allí pudo oír el gemido y el ruido que hizo él al caer sobre la cama.
En silencio cerró la puerta y se despojó del traje de baño. Jonathan se sentó en el borde
de la cama con las manos cruzadas detrás de la nuca.

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—Demasiado lento —dijo ella suave caminando hacia él.


Jonathan alzó la cabeza bruscamente, la miró con fijeza incapaz de ocultar, sin
voluntad para ocultar el deseo que ardía en sus ojos. Los pechos firmes y rotundos se
balanceaban con cada paso que daba. Jacee se detuvo entre las piernas musculosas y
las miradas se fundieron en una. Unos dedos pequeños se posaron sobre los hombros
anchos y tostados por el sol, atrayéndolos contra ella. De esta forma le daba su
consentimiento para que descubriera el tesoro que otros habían intentado profanar.
—Eres más hermosa de lo que pude imaginar en mis sueños más locos —oyó ella
en tono íntimo.
Jonathan se tiró hacia atrás y la tendió a su lado sobre la cama. Jacee, impaciente
por sus caricias, comenzó a frotarle el pecho desde los hombros hasta la cintura sobre
la mata de fino vello brillante y luego tomó el pezón plano y masculino entre los dedos.
Lo besó para que sus labios gustaran el pequeño pimpollo y estremecida de placer lo
vio erguirse. Podía oír el corazón de Jonathan latir alocado bajo las caricias que le
prodigaba.
Las manos fornidas de Jonathan comenzaron a trazar círculos sobre la piel
sensible de los omóplatos, de la columna y de las caderas. Fundidos el uno contra el
otro, cadera a cadera, pecho a pecho Jonathan le llenó la boca con las dulces estocadas
de su lengua aterciopelada. Los senos de Jacee se endurecieron y los pezones rosados
se aplastaron contra el pecho viril cuando ella se arqueó para pegarse más aún. Tomó
la mano de Jonathan y la colocó sobre el montículo de carne palpitante. La mano se
abría y cerraba siguiendo el ritmo de la lengua. Un grito de deleite sensual murió en
la garganta de Jacee y escapó como un gemido ahogado.
Jonathan se separó y sin dejar de mirarle el rostro con ojos enardecidos de pasión,
comenzó a sacarse los pantalones. Se colocó a horcajadas sobre ella, apoyó los codos
sobre la cama y le unió los senos con las manos. Bajó luego la cabeza y comenzó a
besarlos alternadamente.
El fuego del deseo irradió desde esos picos enhiestos hasta encontrar el dolor que
le atencaba el vientre. Las angostas caderas se arquearon gozosas para anidar la
virilidad de Jonathan entre los oscuros rizos que cubrían la unión de los muslos. Él era
el músico que marcaba la cadencia, más lenta que una balada melancólica mientras la
acariciaba entera.
—Eres deliciosamente suave —le susurró al oído—. Hueles a flores, a sol, y a
fragancia de mujer que es sólo tuya.
—Ahora, Jonathan —le rogó—. Por favor.
Ignorando el ruego, Jonathan deslizó la cara por el vientre de Jacee quien sintió
la aspereza de la mejilla masculina contra el ombligo. Inconscientemente, contrajo los
músculos del estómago al sentir el cálido aliento sobre la piel. Retorciéndose debajo
del cuerpo viril, intentó alcanzar su virilidad.
Él meneó la cabeza y le dijo:
—Quiero conocerte entera, cada centímetro hermoso de tu piel.

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Sin prisa trazó un camino ardiente y húmedo desde la cadera a los pies con labios,
lengua y dientes que parecían alimentar el fuego volátil que ardía bajo la piel dorada.
Las manos hábiles le sostenían las piernas por los tobillos mientras Jonathan masajeaba
y lamía cada uno de los dedos de los pies. Las plantas, terriblemente cosquillosas
normalmente, fueron lamidas y mordisqueadas sin producirle otra cosa que placer.
Sonriendo ante la sensación tan intensa y agradable, ella se recostó sobre las
almohadas para observar la cabeza rubia inclinada sobre sus pies dedicada a
complacerla. Todo esto era maravilloso y absolutamente sensual.
Su forma de hacer el amor era más lento que la aguja horaria en la esfera del reloj.
No apresuró nada en absoluto. El tiempo era un factor ilimitado. Jacee reconoció el
poder de la paciencia de Jonathan que deseaba que el primer acto de amor fuera
inolvidable para ella.
Al sentir sus labios correr por la pierna desde el tobillo hasta la rodilla
comprendió que él se interesaba vivamente ya que demostraba que ésta no era la
cópula rápida inspirada de la lujuria. Era algo más. La expresión reman ida
“adorándola ante el altar de su cuerpo” cobraba vida ahora. Cada beso, cada caricia
era un acto de adoración que expresaba cariño y amor.
Le subió la sangre a la cabeza mientras los pequeños gritos inarticulados se
clavaban en su pecho. Las sensaciones eran demasiado agradables y la llenaban de
placer pero bordeaban el dolor. Cómo podía controlarse él cuando ella parecía partirse
en trozos bajo el roce de las manos varoniles. Sintió que subía por una espiral y tuvo
miedo de alcanzar la cúspide sin él. Frenética por el temor, le tiró del cabello.
Jacee le suplicó arqueando más su cuerpo. Él quedó encima del cuerpo febril y
lentamente, muy lentamente introdujo su virilidad hasta lo más profundo de la
femineidad ofrecida. Adentro, muy adentro y aún así continuó sondeándola. Los ojos
oscuros se abrieron desmesuradamente.
—Relájate, amor. Tu calor me está consumiendo.
Aferrándole las caderas, él lanzó la estocada final y ella creyó que se partiría en
dos. Pero no hubo ningún dolor. Había sido creada para él.
Se movieron al unísono y el frenesí que él había creado la llevaba a un éxtasis
imposible de describir con palabras. Las embestidas suaves y rítmicas se tornaron
exigentes y juntos comenzaron a ascender por la espiral sublime del amor. El calor
quemante del sol parecía calcinarlos pero sólo era la lucha apasionada para alcanzar
el pico máximo de la sexualidad. En ese sentido, ambos gritaron el nombre del otro al
unísono.
Con jadeos erráticos llenaron los pulmones para regresar al cómodo lecho que les
había servido de almohadilla de lanzamiento para el vuelo pasional.
Jonathan la alzó por los hombros y le soltó el cabello que tenía prisionero debajo
de la espalda. Luego, se tendió a su lado.
—Es hermoso —murmuró él, dejando que las hebras se deslizaran entre sus
dedos. Lo extendió sobre su pecho y agregó—. Es una manta más suave que la seda.

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Jacee no podía articular palabra. Deseaba expresar todas las emociones que le
embargaban, pero le era imposible hacerlo. ¿Cómo podía explicar lo sublime? ¿La
sensación de unicidad que había experimentado? ¿Sabría Jonathan los temores que
había exorcizado? Lo amo, musitó para sí. Sin embargo, la mirada profunda y
emocionada comunicó su amor en silencio.
—Mía —dijo él en voz muy baja.
La simple palabra le llego al corazón.
—¿Jonathan?
—¿Hmm?
—Gracias.
—Las gracias no son necesarias. El regalo que me has hecho es exquisito, más
precioso que cualquier cosa que haya recibido en mi vida.
La expresión de ternura que ella vio agregó profundidad a sus palabras.
Rozaron sus labios y saborearon la miel del amor compartido. Jacee quiso
comunicarle la felicidad que la invadía. Luego, apoyó la cabeza en el hueco del hombro
y luchó contra la pesadez de sus párpados, pero perdió la batalla. Adormilada, creyó
oír que Jonathan musitaba: “Eres mía, Jacee, amor”, pero podía ser parte de un sueño.
Poco después, Jacee despertó por un cosquilleo en el seno que le endureció el
pezón. Entonces, sonrió satisfecha y se desperezó.
—Eres muy sexy cuando te desperezas de esa manera —comentó Jonathan antes
de cubrir el pezón con sus labios húmedos y mordisquearlo para sensibilizado más.
Extasiada, ella recogió una pierna y el muslo rozó contra la dureza viril de Jonathan.
—¿Siempre te levantas tan temprano? —preguntó ella, divertida.
Le acarició la cabeza con los dedos y los labios y retuvo el aliento bruscamente
cuando oyó la respuesta.
—Hace mucho que estoy levantado.
—¿Siempre te despiertas —lo rodeó con la mano—… de esta manera? —
preguntó ella, riendo.
Jonathan hundió el rostro entre los pechos y gimió el nombre de Jacee. Sus largos
dedos descendieron por el vientre femenino, acicateando la carne rosada mientras ella
continuaba acariciándolo con ardor.
—Dejé que durmieras hasta que no pude soportarlo por más tiempo —dijo él,
con la cabeza apoyada en el valle de los senos—. ¿Eres demasiado frágil? —preguntó,
dando prioridad al bienestar de Jacee antes que a su necesidad.
—¿Qué harías si dijera que sí?
La mano que hacía brotar el fuego que la quemaba cesó en su movimiento erótico.
—Podría aullar como un animal, pero no lo soy. Jamás te lastimaría a propósito.

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Ella giró las caderas contra la palma de la mano de Jonathan permitiendo que los
dedos reanudaran la actividad erótica.
—Me estás volviendo loco. Una vez más, mujer, antes que pierda totalmente el
control, ¿eres demasiado sensitiva?
—Mmm. Quizá —bromeó ella, adoraba el poder de controlar a este hombre viril
y fuerte.
—¡Ah-ha! Me tomas el pelo —el relámpago que iluminó los ojos grises debió
advertirla. Él rodó rápidamente por la cama y se levantó.
—Jonathan, regresa a la cama —exigió ella, abriendo los brazos.
El cuadro incitante que se presentó ante la vista de Jonathan era más de lo que
podía resistir. Desnuda hasta la cintura, el cabello esparcido sobre la almohada y los
labios todavía inflamados por los besos apasionados era la imagen de la pasión.
Los cuerpos se fundieron instantáneamente. Las bromas incitantes de Jacee
encendieron un fuego que Jonathan no pudo controlar. Con mucho de rudeza, él la
dominó con su cuerpo como ella lo había hecho con palabras. El acto de amor fue breve
y rápido, pero completo y casi lindando con lo salvaje.
Cuando se aquietaron los ánimos y la respiración volvió a lo normal, Jonathan la
miró, inquisitivo.
—¿Te hice doler? Jamás pierdo el control como ahora al hacer el amor. Eres
demasiado sexy para tu propio bien.
—No, no me hiciste doler. Pero, con toda sinceridad, será mejor que no pasemos
todo el día en la cama o no podré salir de la casa.
La voz y la mirada de Jonathan contenía la misma ternura que viera antes en
ellas.
—Te amo, Jacee Warner.
—Yo también te amo, Jonathan Wynthrop.
—Comenzaba a preguntarme si lo dirías alguna vez —dijo él, besándole la nariz
respingada—. Dilo nuevamente y más alto.
—Te amo. Te amo. Te amo —las palabras fueron subiendo de tono.
Felices por la alegría de descubrir el amor quedaron abrazados por largo tiempo.
—¿Qué te parece si nos damos una ducha rápida y almorzamos algo? —preguntó
él, pellizcándole el trasero redondo.
Saltaron de la cama y se dirigieron al bailo. Las toallas azules acentuaban la
blancura de los artefactos del baño.
El empapelado amalgamaba tonalidades de azul, herrumbre y oro en finas rayas.
El conjunto era masculino, tan puro en su línea y tan bien equilibrado como el hombre
que era su dueño.
Jacee se miró en el espejo que cubría la puerta mientras Jonathan abría los grifos
de la ducha. “No me veo diferente”, pensó un poco sorprendida, pero al tocar la

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hinchazón del labio inferior corrigió su apreciación. La piel de su cuerpo parecía


resplandecer con una frescura que no tenía antes. Los ojos mostraban el color del cobre
fundido. El amar y ser amada había logrado que una joven atractiva se transformara
en una mujer radiante.
Jonathan se movió silenciosamente y se colocó a sus espaldas. La luna del espejo
reflejó las dos figuras de pie. Él le rodeó la cintura con los brazos húmedos.
—¿Estás admirando a mi mujer? —preguntó él, tierno.
—Revisando los daños.
—Espero no haber dejado ningún moretón en tu cuerpo —recorrió con la vista
los hombros, la espalda y las caderas. Las manos húmedas ascendieron para cubrir la
redondez de los senos y con el mentón le retiró el cabello hacia la espalda para besarle
la nuca.
Al ver esa imagen reflejada en el cristal, Jacee pensó en un dormitorio todo
recubierto de espejos ya que poder observar los movimientos de sus cuerpos eran
terriblemente excitante.
—Eres como el buen vino, aromática, deliciosamente sazonada y tentadora al
paladar —la lengua aterciopelada lamió la piel, gustándola. Una mano se deslizó hacia
la cintura mientras la otra le acarició el vientre.
—Nunca me saciaré de ti.
Ella se recostó contra su cuerpo musculoso teniendo como única separación la
cascada sedosa del cabello. Jacee cerró los ojos pues el vapor adherido al cristal
distorsionaba la imagen. La magia de las manos y las palabras de Jonathan combinada
con la imagen reflejada era sobrecogedora.
—¿Volvemos a la cama? —sugirió ella.
—No —susurró él, negando el deseo que ambos sentían.
Ella se liberó del abrazo y giró el cuerpo dúctil para enfrentarlo. Entonces, él
prometió:
—Más tarde —sus labios apenas rozaron los de Jacee para sellar la promesa y la
llevó a la bañera.
El agua, primero caliente y luego fría, fue vigorizante. Jonathan la cubrió de
espuma de pies a cabeza pero no lo hizo como caricia, lo cual la desilusionó. Mas,
recobró la alegría cuando Jonathan le explicó, guiñándole un ojo, que el polo de
colchón era agotador y que los jugadores necesitaban un tiempo de recuperación entre
asaltos para recobrar sus energías.
Después de cubrirlo entero con la espuma marfilina, ella le dijo:
—Tienes un cuerpo grandioso para ser un agente de impuestos.
—Para ser fontanero, tú tienes el mejor de la ciudad —replicó él, sonriendo con
picardía.
—¿Fue un cumplido? —preguntó Jacee. Era la única de su oficio en la ciudad.
Molesta, le frotó el pecho con la esponja como si fuera una cañería de cobre mugrienta.

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—Exactamente lo que pensé antes de devolverte el cumplido.


Jonathan se enjuagó rápidamente debajo de la ducha.
Había sido un cumplido ambiguo y un poco tortuoso, acodó ella en silencio.
¿Cómo decirle a un hombre que tenía el cuerpo de un dios griego sin sonar ridícula?
Todas las frases que se me ocurren parecen sacadas de una novela barata. ¡El código
de plomería no me preparó para nada semejante a esto! Jacee se juró prestar atención
a las letras de las canciones y a leer novelas románticas. La apenaba ser tan novata en
el arte de expresar su amor. Por ahora, lo único que podía hacer era…
Empujó a Jonathan sacándolo de la ducha y lo arrinconó.
—Aún soy una nativa de Missouri. Te mostraré un cumplido de carne y hueso
—aseguró ella.
—¡Oh, no! Por lo menos, no hasta más tarde, amorcito —alzó una ceja empapada
y agregó—. Primero, comeremos. Segundo, pasaremos algunas horas remoloneando.
Tercero… veremos cuan orgullosa te sientes de tu casa.
La risa musical de Jacee ante la propuesta de actividades de Jonathan demostró
que estaba de acuerdo. Si la seguían al pie de la letra, lo haría caer de rodillas y sin
aliento a sus pies mucho antes que el sol se hundiera en el ocaso.

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Capítulo 7
La pregunta la había molestado toda la mañana. Deseaba preguntar, pero el aura
de felicidad podría quebrarse por una palabra dicha a destiempo. Algo estaba fuera de
lugar. Era como si estuviera en un edificio y no supiera en qué momento debía reducir
el espesor de las cañerías o se hubiera olvidado dónde debía colocar el grifo del agua
caliente.
—Sácalo de tu pecho antes que te roa el corazón —dijo Jonathan, perspicaz—.
Además, pescarás mucho más si no hundes la punta de la caña en el agua.
—No está en el agua. Dejo que la cuchara se hunda hasta el fondo —replicó ella,
indignada.
La pieza perdida del rompecabezas le había impedido cuidar de su línea, pero no
quería admitirlo frente a un novato. Todos sabían que pescaba en el fondo. “Ya que él
sabe que algo me molesta, será mejor que se lo pregunte de frente”.
—¿Jonathan? ¿Cómo puede un empleado estatal darse el lujo de una casa en el
lago y una lancha para esquiar de tanta potencia?
—Sobornos.
La caña casi cayó de las manos de Jacee a las profundidades del lago.
—¿Sobornos? —preguntó ella con un chillido. Jacee lo miró fijamente en estado
de choque mientras él seguía pescando con toda tranquilidad.
—Seguro —respondió—. Por eso te seguí al lago y ordené a Kay que me dejara
caer a unos metros de tu bote. El anzuelo en la pierna no fue premeditado… eso fue
un accidente. El resto fue fácil. Conseguir tu confianza, pasar unas horas divertidas,
decirte cuánto necesito hacerme cargo de tu problema y cómo puedo procurarte
“servicio especial”. Tienes dinero, lo dijiste tú misma. Hasta puedo aceptar un cheque
de la compañía y deducirlo de los impuestos del año próximo —su rostro era una
máscara inmutable y la explicación fue dicha con el mismo tono ominoso que había
usado para informarle de la orden de la corte y de la clausura del negocio. La caña
había dejado de balancearse. Las manos de Jonathan la sostenían con tanta fuerza que
los nudillos estaban blancos.
Completamente confundida, Jacee no pudo discernir si lo que había oído era la
verdad o una sarta de mentiras bien hilvanadas. Lo dicho no condecía con lo que ella
sabía de esta hombre. ¿Se habría equivocado? ¿Sería culpable de lo que había
confesado? Los diarios estaban llenos de historias sobre soborno y corrupción. Tanto
los funcionarios estatales, como los sindicalistas, senadores, representantes, todos,
eran llevados ante los tribunales cuando eran sospechosos y a menudo se los
encontraba culpables. ¿El agente de la ORI la había llevado por un lecho de rosas para
llegar a su caja de caudales? Pero sacudió la cabeza con vehemencia.
—No creo esa historia. Prueba otra.
Una sonrisa burlona y divertida iluminó el rostro de Jonathan. La caña comenzó
a arquearse con violencia.

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—Sospechaste lo peor y decidí confirmar tus sospechas —el guiño que ella había
aprendido a amar apareció y desapareció—. ¿Qué sucede, Jacee, tienes miedo de que
viva de tu riqueza? —bromeó él.
—Ni lo pienses. ¡Ningún hombre va a usarme!
—Exactamente lo que pienso… sólo que a la inversa.
—¿Quieres decir que piensas que me entregué a ti para que usaras tu influencia
para sacarme del lío que tengo con la ORI? —su mal carácter comenzaba a encresparse.
—¿Acaso es peor que pensar que te seduje por tu dinero? —una mancha rojo
oscuro trepaba por su cuello debajo del dorado de la piel.
—¡Bien! —exclamó ella, bajando el tono para controlar su furia—. ¿Cómo diablos
haces para pagar esos lujos? —la punta de la caña chocó contra la superficie del agua.
—Soy abogado y estudio leyes impositivas trabajando con la ORI. ¡Y deja de
maldecir y blasfemar cuando estés a mi lado! —le gritó.
Jacee lo miró con la boca abierta. ¿Cuántas veces le había dicho que no podía
afrontar los gastos que ella podía representarle? El hombre tenía un título
universitario, quizá era rico. Cerró la boca y sacudió la cabeza como si haciéndolo
pudiera digerir la información que le había dado a los gritos. Era elegante, rico y buen
mozo. “Las mujeres seguramente caerían rendidas a sus brazos”, pensó desolada.
Jóvenes sofisticadas y hermosas debutantes de la alta sociedad, la crema de la sociedad
de St. Louis eran la clase de mujeres a las que estaría acostumbrado. Esto no
funcionaría.
Jonathan la tomó por los brazos con fuerza y la sacudió.
—Ahora, dime lo que pasa por esa loca cabecita rubia —ordenó él, con voz
exasperada.
—Nada —murmuró ella sin mirarlo a la cara.
Jonathan envolvió la cola de caballo en su muñeca y le tiró la cabeza atrás. Jacee
cerró los ojos para que no viera las dudas que debían reflejar.
—¡Abre los ojos! —le ordenó, tironeando de nuevo.
Ella se rehusó mientras apretaba los dientes para mitigar el dolor que sentía en
la nuca.
—No puedo adivinar lo que piensas si no abres los ojos —volvió a tirar del
cabello.
—Si vuelves a tirarme del cabello te voy a tirar al agua de un golpe —amenazó
ella, decidida.
Jonathan rio para sí. Lenta, deliberadamente comenzó a besarla mientras le
acariciaba la espalda y la levantaba del silloncito y la abrazaba.
Ella trató de liberarse manteniendo los ojos cerrados con terquedad.
—Suéltame —musitó ella contra los labios de Jonathan.
—No.

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Cuanto más fuerte empujaba, más fuertes eran las manos de acero que la
mantenían prisionera. Después de unos momentos se relajó.
Los cálidos labios masculinos comenzaron a exigir una respuesta. Ella podía
repeler la fuerza, pero la persuasión era invencible. Le rodeó el cuello con sus brazos
delicados.
—Bésame, Jacee —insistió él, derramando besos ligeros en la comisura de los
labios. Una rodilla se abrió camino entre los muslos suaves cuando ella entreabrió los
labios.
Era imposible negarse. Gimiendo, ella lo aguijoneó con la lengua, se aferró a él
con todas sus fuerzas y echó por la borda toda la lógica pues el deseo de volver a ser
parte de él la consumía.
Una bocina dio término a lo que apenas había comenzado.
—Dale uno por mí —oyó Jacee que gritaron por encima del ruido del motor.
Jonathan la sostuvo contra su cuerpo. Una gota de traspiración rodó por la mejilla
de Jacee y él la secó con la mano.
—Amor, amor, ¿qué voy a hacer contigo? —murmuró él—. Me enfureces y me
excitas más de lo que me atrevo a decir.
—Ese bote está dando la vuelta —murmuró ella contra la mejilla de Jonathan—.
¿Quieres contarles algo para que lo publiquen?
—No deseo compartir con nadie lo que tenemos —gruñó él dirigiéndose a la
cubierta de proa.
Verlo alejarse fue un deleite visual. La espalda ancha mostraba músculos bien
trabajados y se afinaba al llegar a la cintura. Él se inclinó sobre la baranda para recoger
la caña y flexiono las nalgas apenas cubiertas por un short de baño oscuro que se tensó
sobre la carne firme. El vello que sobre salía del borde era algo más áspero y oscuro
que el platinado que cubría el resto de las piernas. “Hermoso”, pensó ella, “muy
hermoso”.
Se habían escrito muchos artículos en las revistas sobre los fetiches masculinos:
piernas, senos, cabello largo. Los editores se perdían una buena oportunidad. Los ojos
de Jacee abarcaron los hombros, cintura, nalgas y piernas de Jonathan. ¿Cuál de ellos
elegiría Jacee para fetiche? Cuando él giró, ella observó los músculos del pecho que se
tensaban al poner los brazos en jarra. Ella alzó la cabeza y vio un brillo extraño en los
ojos de Jonathan y la decisión fue fácil. Una sonrisa vagó por sus labios, “Los ojos. Eso
fue lo primero que me atrajo en él”.
—¿Deleitándote? —preguntó Jonathan.
—Tienes un magnífico cuerpo hasta de espaldas —respondió ella, sincera.
—No te andas con rodeos, ¿no es así? —Jonathan rio, confundido.
—¿Desearías que lo hiciera?
—No, en absoluto. La candidez que demuestras es refrescante. Es uno de tus
atractivos primordiales.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—¿Estás seguro? —preguntó, adoptando la pose de una reina de belleza.


—Pensándolo mejor, lo que más admiro de ti es tu genio para la mecánica —
bromeó él, ignorando los senos rotundos que se erguían desafiantes por encima de la
esbelta cintura.
Ella caminó moviendo las caderas en forma seductora y se detuvo a unos
centímetros de distancia de Jonathan. Con gesto lánguido desprendió el broche que
mantenía el cabello atado y dejó que cayera como cascada por la espalda. Luego, lo
dividió atrás, pasó la cabellera sobre los hombros y la dejó cubriéndole los senos.
Jonathan alzó las cejas, inquisitivo.
—¿Estás tratando de ser violada en el fondo del bote? —preguntó él,
aplaudiendo.
Una sonrisa pícara reemplazó la sensual que mostrara hasta entonces.
—Sólo quería saber si mi mente mecánica era lo único que te excitaba —los ojos
oscuros bajaron hasta el frente de los shorts de baño—. Eres un mentiroso, Jonathan
Wynthrop.
—Y tú pides más de lo que puedes manejar —replicó él, acariciando el borde
superior del traje de baño de Jacee—. Bueno, basta de esta charla insustancial. ¿Qué
opinas de ir hasta el embalse?
—¿El maldito qué? —no pudo resistir la tentación de maldecir.
—El único embalse —respondió él, severo—. Ahora no tienes salvación. Eres
demasiado grande para que te de una paliza o te lave la lengua con jabón. Utilizaré un
sistema de confiscaciones —levó el ancla y la colocó en el sostén—. Esta vez confisco
la pesca.
—¿Quién te dio el derecho de adjudicar los castigos? —exigió ella rehusándose a
ser condenada.
—Tú me lo diste.
—Al diablo con eso.
Jonathan fijó la vista en el cielo y continuó levantando el ancla de popa.
—Ahora, no te compraré chocolates en la fábrica de dulces.
—Yo compraré mis malditos chocolates —proclamó ella, acentuando la blasfemia.
—Ni tricota, siquiera —se irguió sobre ella y anunció los castigos con los dientes
apretados—. Te comportas como una criatura. Continúa con las maldiciones y
reconsideraré el método de castigo.
—No se te ocurra pegarme. Te dejaré tendido de espaldas antes que puedas
reaccionar.
Él tiró la cabeza atrás como lo hacía cuando estaba realmente divertido y rió a
carcajadas. Jamás se había reído cuando ella estaba enojada y mucho menos un
hombre.
—Te odio —gritó ella, conteniéndose a duras penas de patear el suelo.

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—Amor, tú puedes tirarme de espaldas cuando quieras. Créeme, una vez allí nos
olvidaremos del crimen y del castigo.
El sentido del buen humor superó su enojo y antes que se diera cuenta, su risa
burbujeante llenó el aire. Se deslizó detrás del timón y riendo aún exclamó:
—¡Cuidaré mi lengua!
Él se sentó a su lado y se inclinó para recoger la hebilla que ella había dejado caer.
El broche dorado reflejó los rayos del sol cegándolo por un momento. Jacee vio que
parpadeaba rápidamente, pero la mano no fue tan rápida para impedirle que lo
arrojara por la borda.
—Antes que me despellejes —dijo él, levantando las manos para defenderse—,
debo decirte que fue un acto reflejo. Me cegó por un momento y… siempre lo odié de
todos modos —bajó las manos y tomó las largas hebras de cabello entre los dedos—.
Lo prefiero suelto. Volando al viento sin restricciones. Como tú.
Ella le besó la mano amada y dijo con sinceridad:
—Creo que ningún hombre me ha hecho sentir tan deseable o femenina gracias.
—Eres una sorpresa constante. De pronto eres fría como el hielo, al rato echas
chispas por todo el cuerpo y luego eres cautivadora y me desarmas dando las gracias
con dulzura —besó el cabello que retenía entre los dedos—. Te amo.
—Yo también te amo.
—Enciende el motor. Estamos en terreno peligroso. El fuego de cobre está
ardiendo en tus ojos.
El rugido del motor impidió que hablaran. De vez en cuando, Jonathan saludaba
a algún esquiador o señalaba una casa en la orilla. Jacee le mostraba sus favoritas, las
de amplios ventanales y recubiertas con madera de cedro.
En un solo día había aprendido mucho sobre él. Los temores habían desaparecido
por arte de magia. Por primera vez se sentía amada, querida. La compatibilidad sexual
era parte de este amor, pero la unión de ideales y de valores espirituales también eran
importantes.
Jonathan no le permitiría que lo avasallara, pero no descartaría las ideas de Jacee
como irrelevantes o sin importancia. Él le había declarado abiertamente su amor y eso
lo había hecho vulnerable y Jacee valoraba la vulnerabilidad. El arma que él le había
confiado acarreaba un peligro potencial. Jacee rio interiormente pues consideró que
Jonathan era demasiado fuerte como para morir por amor aunque podía resultar
herido con facilidad si ella usaba su poder sin miramientos.
Lo observó y su sonrisa se ensanchó. Se lo veía relajado mientras el viento le
despeinaba los cabellos y el sol oscurecía más el tostado de su piel. Él le devolvió la
sonrisa y dos hileras de dientes blancos y parejos brillaron entre los labios
entreabiertos. Se sintió plenamente feliz.
Pasaron la tarde como típicos turistas, visitando los negocios e investigando los
reductos donde ofrecían novedades para los turistas. La mayoría de ellos exhibían
plaquetas de madera con refranes donde campeaba la sabiduría popular. Jonathan rio

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mucho con uno que rezaba: LOS PARIENTES Y LOS PESCADOS APESTAN AL
TERCER DÍA.
En una de sus tantas caminatas pasaron frente a la fábrica de dulces y aunque
Jacee rogó que le comprara chocolates, Jonathan la ignoró y la alejó de allí a grandes
zancadas.
—Me compraré mis propios chocolates si me sueltas las manos.
Jonathan siguió adelante sin responder.
—¿Por favor…?
—Lo siento —fue evidente que no deseaba complacerla.
—La golosa que hay en mí perecerá si no la alimento con pastas de chocolate
oscuro y cremoso —se quejó.
De pronto, Jonathan la hizo detener frente a una joyería.
—¿Considerarías factible una alternativa de trueque? Dejas de molestarme
pidiendo dulces y yo te compro una tricota o una alhaja.
Jacee aceptó la transacción luego de mordisquearle el brazo desnudo que había
levantado para cubrir los ojos del sol.
—Dejaré de lado los dulces para siempre pues encontré algo más sabroso y
satisfactorio para mi paladar.
La risa franca suavizó cualquier hostilidad oculta. Jonathan eligió y le compró
una tricota con la inscripción YO PERTENEZCO A y una flecha enorme que señalaba
a la derecha. De ahí en más, Jonathan hizo gran alharaca para quedar siempre de ese
lado. Jacee disfrutaba con toda el alma de la calidez que irradiaba él y de su
personalidad alegre pues constantemente la divertía y deleitaba con su agudo sentido
del buen humor.
Cuando se detuvieron de nuevo fue frente a una pizzería y se maravillaron ante
la destreza del chef que daba vuelta la masa en el aire. Al notar que tenía público, la
lanzó cada vez más alto y cuando la masa tuvo la medida apropiada, los invitó a entrar.
Ellos no pudieron resistirse.
La pizza fue deliciosa. Largas hebras de queso fundido se tendían como puentes
colgantes desde la fuente a sus bocas y lo que ella hubiera considerado tonto en otro
momento, ahora era algo muy sensual.
Al ver la lengua de Jonathan saliendo y envolviendo el queso para llevárselo a la
boca le hizo recordar otros usos más exquisitos. Como si le hubiera leído el
pensamiento, Jonathan también la observó comer.
—Tom Jones debió comer pizza pues es absolutamente erótica —comentó él.
Después de horas de risas, charlas, sonrisas y paseos, ambos se dirigieron al
muelle privado de Jacee. Juntos ataron la lancha y guardaron los avíos de pesca.
Entraron a la cabaña tomados de la mano y fueron directamente al dormitorio
principal. La tensión sexual había ido en aumento durante todo el día. Las miradas,

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los roces involuntarios, las sonrisas habían sido el preámbulo de la unión de los
cuerpos.
El acto de amor fue tan maravilloso y pausado como el día que habían pasado
juntos. Cada uno de ellos se excitaba con el roce del otro. La premura hubiera destruido
el impacto final de la culminación. Para ellos amar era como lanzarse al vacío desde el
cielo. Subir al avión y lanzarse fuera antes que tomara altura hubiera sido una pérdida
de energías. La excitación radicaba en la anticipación, luego en la posibilidad de caer
libremente por el aire.
Flotaron haciendo círculos, retorciéndose, arqueándose, unidos íntimamente
como si sus vidas dependieran de alcanzar una meta común. Las palabras de amor que
susurraron fueron tan ininteligibles como los gritos que lanzan los paracaidistas en
pleno vuelo.
—No puedo creer que cada vez sea mejor —dijo Jacee, maravillada.
—Piensa en lo que nos queda por delante —respondió Jonathan, augurando un
porvenir dichoso.
—Mmm —murmuró ella, acurrucándose contra su cuerpo—. Mejor y mejor.

Los pies desnudos de Jacee subieron por los peldaños alfombrados en completo
silencio. Servir el desayuno en la cama a su amado era una fantasía que deseaba llevar
a la práctica. Conociendo su limitada capacidad para la cocina había planeado el
desayuno mientras observaba a Jonathan dormido.
Cuidadosamente, para no hacer ruido con las cacerolas y las ollas, había puesto
agua en una y había dejado caer dos huevos en ella. Luego había encendido el
quemador. Preparar café era fácil. En pocos minutos se estaba colando y llenaba el aire
con su aroma. Enmantecó una rebanadas de pan y las colocó en la tostadora mientras
elegía el cereal correcto para la ocasión.
—Desayuno para campeones —dijo ella, recordando el lema publicitario del
cereal—. No puede ser más apropiado.
Repasó la lista de elementos necesarios mentalmente: cereal, leche, cucharas,
cuchillos, servilleta, tazas para los huevos, sal y pimienta.
—Maldición, ojalá tuviera una flor —murmuró golpeándose la boca se corrigió—
. Caramba.
Con la bandeja llena bajó los escalones que la llevarían al dormitorio. Jonathan
estaba despierto aunque vestido con sólo una amplia sonrisa. Al verla entrar se
enderezó sobre las almohadas.
—¿Desayuno en la cama? —preguntó él, ayudándola con la bandeja.
—Digno de reyes —proclamó ella, sin modestia alguna.
—¿Qué más podría pedir? Una bandeja repleta de… las delicias de un gourmet y
una doncella lujuriosa que lo sirve.

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—¿Eso de delicias de gourmet fue una crítica a mi falta de habilidad para la


cocina? —preguntó ella a la defensiva.
—¿Podemos aplazar el primer asalto para más tarde? Estoy famélico —la sonrisa
y el guiño fueron irresistibles y Jonathan, con un gesto principesco desplegó la
servilleta y se la colocó sobre las piernas desnudas.
Jacee se le unió en la cama y en contados minutos el desayuno había
desaparecido. Jonathan admitió que jamás había comido en la cama, pero que pensaba
que la idea era grandiosa. Entre risas contenidas planearon el resto del día. Ambos
soslayaron la inminente partida hacia la ciudad esa noche pues no tenían el coraje de
hacerlo.
Subieron a la cocina llevando la bandeja y mientras Jonathan permanecía en un
silencio inusual en él, Jacee parloteaba por los dos. “Cállate” se reconvino, pero
continuó hablando de cosas sin importancia mientras lavaba y ordenaba lo que había
usado.
—Jacee… —la interrumpió él justamente cuando ella se lanzaba a hablar sobre la
tormenta de nieve del año anterior—. ¿Qué te pasa? Actúas como una muñeca a cuerda
que está a punto de estallar.
Ella se tapó la boca con la mano y se dirigió a la sala donde se dejó caer en un
sillón. “Temerosa”, se dijo, identificando su estado de ánimo tan atípico. “El viejo
miedo a todo”. Temblando, recogió las piernas y abrazó las rodillas.
El almohadón a su lado se hundió con el peso de Jonathan quien la atrajo contra
su pecho con suma suavidad.
—Has dicho un millón de palabras en los últimos minutos. Dime qué te sucede.
—Tengo miedo, mié… caramba —dijo, corrigiendo la mala palabra a último
momento.
—¿Miedo? ¿La dama fontanera que maneja su propio negocio sin ayuda, que
desafía al sindicato asociándose a él y escupe fuego y lava al gobierno federal tiene
miedo? ¿De qué? —preguntó él.
—De perderte —respondió ella con sinceridad.
Jonathan le alzó la cabeza y le tomó el rostro entre las manos.
—Eso es imposible. No soy el tipo de hombre que se va a barajas ante cualquier
contratiempo. Vamos, Jacee. No volamos hacia distintas partes del globo. Vivimos en
la misma ciudad.
—Pero tú podrías decidir que fue sólo un romance de vacaciones —respondió
ella con la voz estrangulada.
—Podría hacer muchas cosas, pera esa no es una de ellas.
—Probablemente salgas con las muchachas de la alta sociedad —continuó ella,
perversa.
—Vamos, cariño. Tengo treinta y cuatro años. ¿Te sentirías mejor si te dijera que
sólo he salido con mujeres con serpientes en el cabello?

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Por más que intentó no pudo alegrarla. Jacee se iba hundiendo lentamente en un
estado depresivo que le era familiar.
—Prácticamente abandoné la escuela secundaria. Eres un pez demasiado grande
para un pez tan pequeño como yo.
Jonathan la besó en la oreja y murmuró algo que la hizo reír un poco. Entonces,
él la subió sobre sus rodillas.
—Tenemos un día entero para tranquilizarnos el uno al otro —dijo él, raspándole
el cuello con la barba de un día.
—No lo hagas. Me dejarás el cuello ardido. Pero me agrada —confesó al fin.
—Detente… hazlo… déjame… no me dejes. Yo soy el que debería preocuparme
por un cambio en tu corazón —dijo él, volviendo a rasparle el cuello—. Esos machos
que trabajan en los edificios en construcción son rivales formidables —apretó los labios
y la acercó más contra su pecho.
—Eso es ridículo. Me crié en esos lugares. Los tipos macho no me interesan.
—Admiraste mi cuerpo —apuntó él—. ¿No miras los de ellos? —preguntó,
cebando la trampa.
—Cuando empleo a un hombre no me intereso en la medida de su pecho —
replicó ella.
—Pero ¿has salido con ellos?
—Algunas veces, pero soy muy particular en lo que a gustos se refiere. Prefiero
mil veces quedarme en casa a pelear en el asiento delantero de un auto.
La trampa saltó.
—Contestaste tus propias dudas. Has salido con machos y yo lo he hecho con
mujeres de la sociedad. Ninguno de ellos condice con nuestros gustos particulares —
mordisqueó la oreja de Jacee y le demostró lo apetecible que era para él.
Jacee tenía el presentimiento de que habían ido demasiado lejos en muy poco
tiempo y que desafiaban a los dioses al proclamar su dicha. ¿Por qué el amor no estaba
garantizado? Era un producto de alto riesgo. No tenía sentido que debatiera el
problema en silencio; Jacee sabía que tendría que asumir los mismos riesgos que
cualquier mujer enamorada.
—¿Quieres aprender a esquiar? —preguntó Jonathan, comenzando a organizar
las actividades del día.
—¿Podemos llegar a un arreglo?
—¿Cómo?
—Tú esquías yo practicaré con el tubo.
—Trato hecho —respondió él, entusiasmado.

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—¡Sostente con fuerza! —gritó Jonathan sobre el rugido del motor de su lancha.
Jacee se relajó en el enorme tubo de arrastre. La cuerda del esquí se tensó, el tubo
dio un tirón, el agua la cubrió pero ella permaneció relajada. Minutos más tarde, el
bote volaba sobre la superficie del lago. Jacee levantó el puño con el pulgar hacia arriba
pidiendo más velocidad. Pataleó con fuerza para guiar el tubo contra la corriente.
Jonathan, al verla, hizo que la lancha diera una vuelta muy abierta. El tubo y su
ocupante saltaron por encima de la corriente. Jacee rio contenta.
Adoraba este ejercicio. Era casi imposible hacerla caer. El bote zigzagueó varias
veces pues Jonathan intentaba desprenderla, pero ella volvió a levantar el pulgar.
Los árboles eran una mancha borrosa en el horizonte debido a la alta velocidad.
Él giró el bote nuevamente. El cuerpo relajado de Jacee saltaba de un lado al otro, pero
permanecía en el tubo. Jonathan hizo un círculo más amplio y el tubo saltó de corriente
en corriente, hasta que al pasar un crucero, la turbulencia del agua fue tan grande que
despidió a Jacee de espaldas al agua. Volvió a la superficie nadando y riendo
alegremente. Jonathan acercó el bote.
—¿Está bien?
—¡Sí! ¡Es maravilloso!
El bote llegó a su lado y Jonathan apagó las máquinas.
—Es el paseo en tubo más fantástico que he visto en mi vida. Creí que me
quedaría sin gasolina antes que te cayeras.
Jacee ascendió por la escalerilla y se tiró sobre un asiento acolchado con los ojos
que le bailaban de alegría.
—Inténtalo.
—No, gracias —respondió él—. El tubo se bambolea, cabecea y trata de
ahogarme. Me quedo con el esquí.
Lentamente recogió la cuerda y subió el enorme tubo negro a bordo. Lo ubicó
sobre cubierta y comenzó a desenrollar la cuerda amarilla de nylon.
—Jonathan, necesitamos un observador.
—No hay muchos botes en el lago. Puedes manejar y observar al mismo tiempo.
Trata de ser cuidadosa.
Jonathan la había hecho practicar con la lancha un rato antes, pero Jacee estaba
nerviosa al ser la única responsable de manejarla y de tener que cuidar al esquiador.
¿Qué pasaría si no veía a tiempo un madero sumergido? Él podría resultar
gravemente herido y ella sería la única culpable. Sintió un nudo en la garganta. ¿No
había sido este bote el que casi choca contra el suyo?
—¡Caramba! ¡Es peligroso!
Él arrojó el esquí y la cuerda, se colocó el chaleco salvavidas y saltó por la borda.

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—Ahora tienes que hacerlo. Desliza el bote lentamente hasta que la cuerda se
tense. Yo te daré la señal. Aprieta el acelerador. Una vez que hayamos salido mantén
la velocidad a treinta y cinco revoluciones por minuto.
Jacee siguió las indicaciones al pie de la letra y en unos minutos Jonathan
esquiaba en un solo esquí haciendo piruetas al cruzar las correntadas. Ella mantenía
un ojo sobre lo que se presentaba frente al bote y el otro sobre Jonathan. El agua lo
cubría en cada salto que daba. Era la belleza en acción.
Esquiando con una pierna recta frente a él, lentamente se acuclilló, luego soltó
una mano de la barra y la alzó sobre la cabeza. Segundos después volvía a estar de pie
saludándola con la mano. Tiró la cabeza atrás y ella supo que reía a carcajadas. Todos
los ejercicios que practicaba eran de difícil ejecución. Requerían equilibrio y ser
ejecutados con precisión. Kay tenía razón, Jonathan era un esquiador fantástico. Por
último él arrojó la cuerda y se zambulló sin perder el equilibrio.
—¡Wow! —gritó Jacee, abrazándolo cuando subió al bote.
—Para decirlo con tus palabras, “¡Es maravilloso!” La timonel merece un beso —
él le besó los labios anhelantes con ardor—. ¿Deseas mirar mi cielorraso o el tuyo? —
murmuró a su oído.
—Al mío —la sonrisa de felicidad reflejó lo que sentía.

Acostada muy junto a Jonathan, Jacee redescubrió la sedocidad del vello que le
cubría el pecho. El aroma de la loción para afeitar había sido lavado por el agua del
lago. Sólo le quedaba su propia fragancia.
—Mmm. Hueles tan bien —dijo ella, pasando la lengua por el cuello.
Jonathan pasó la mano por la espalda desnuda de Jacee y enroscó los dedos en el
cabello suelto y se cubrió el pecho con él.
—¡Qué hermosa sábana de seda! —murmuró él—. No te lo cortes nunca.
—¿Es una orden?
—No. Un pedido —respondió él sonriendo—. Irías a la peluquería a primera hora
de la mañana si te ordenara que lo dejaras largo.
—No es verdad —protestó ella—. Lo dejaría largo porque es conveniente. Puedo
trenzarlo, recogerlo sobre la nuca y no me molesta cuando debo usar un casco.
—Muy práctico —acotó él, acariciándola.
Jacee le detuvo la mano y comenzó a acariciarlo con la punta del cabello como si
fuera un pincel.
—Me hace bien, pequeña tentadora —gruñó él, estrechándola en sus brazos—.
Te extrañaré esta noche.
—¿Es una insinuación?
—Podríamos regresar juntos a St. Louis y quedarnos juntos.

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Jacee consideró la idea. Al partir apresuradamente el viernes había dejado los


camiones sin carga. Eso significaba que debía llegar al negocio mucho antes de las seis
de la mañana. El amor no alteraba las exigencias que le imponía manejar un comercio.
—Serías bienvenido a mi casa —ofreció ella—. Debo estar en el negocio
temprano… temprano… temprano.
—¿Tienes algún traje que no sea muy delicado para que lleve a mi oficina? —
bromeó él.
—No, pero tengo muchos trajes de hombre.
Jonathan se echó atrás y la miró a los ojos.
—Son los de mi padre —explicó ella, divertida ante la conclusión a la que había
llegado él.
—Mujercita graciosa —gruñó él—. Vivir con tus padres me recortaría las alas
definitivamente.
—¡Oh! No vivo con ellos. Papá se retiró y están radicados en Phoenix.
—¿Compañero de cuarto? —inquirió él.
—Sólo yo.
—No por mucho tiempo… espero.
Jonathan le cubrió los labios con la boca húmeda. Jacee le acarició el rostro con
languidez. Cuando la punta de la lengua de Jonathan tanteó sus labios pidiendo la
entrada a su boca, ella supo que pedía algo más. ¿Le permitiría que se mudara a su
casa? Deseaba vivir con ella. Abriendo sus labios ella aceptó mucho más que el beso
apasionado. Lo deseaba ahora, más tarde y siempre.
El fuego de la pasión cobró vida. La mano de Jonathan comenzó a resbalar por el
sendero que iba de los senos al vientre, a los muslos de seda y de regreso por los
mismos lugares. Cuando los dedos recorrieron la espalda, un ronroneo suave escapó
de la garganta de Jacee y se perdió dentro de la boca de Jonathan. Él la tendió boca
abajo sobre las sábanas floreadas y se ubicó a horcajadas sobre las piernas extendidas
de Jacee. Entonces, comenzó a arañar con delicadeza y en círculos la piel sensible desde
los omóplatos hasta la base de la columna.
Él ronroneo se volvió un gemido ahogado cuando sintió la textura áspera del
rostro masculino sobre la piel.
Conteniendo el aliento, ella hundió la cara en la almohada. El olor a ropa limpia
mezclado con la colonia de Jonathan y su traspiración surtió el efecto de un afrodisíaco.
Se aferró a la almohada hundiendo los dedos en su blandura como si fueran los
hombros de Jonathan.
Los dientes mordisquearon la carne tierna que cubría cada vértebra mientras la
lengua dejaba su huella húmeda sobre la piel. Ella sufría intensamente el delirio que
le producían sus caricias y se arqueó involuntariamente cuando él tocó el centro del
sistema nervioso en la base de la columna. Entonces, comenzó a mover rítmicamente
las caderas y esto excitó más aún a Jonathan, quien, incapaz de esperar ni un minuto

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más, la dio vuelta. La punta de su virilidad presionó hasta introducirse en el calor que
lo aguardaba con ansias y una vez más, se elevaron a las alturas máximas del goce y
del deleite mientras se susurraban palabras de amor eterno.
Jacee no era ni alumna ni maestra. Jonathan había excitado con gentileza y cariño
cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo, preparándola para el acto de
amor. Y ella había hecho lo mismo. Los maestros habían sido el amor, la pasión y el
deseo, mientras que Jacee y Jonathan sólo eran alumnos aplicados. Y así, ambos se
satisficieron uno al otro.
Más tarde, ya saciados, Jonathan trató de calmar los temblores que sacudían el
cuerpo de Jacee. La tendió de espaldas y le retiró los rizos húmedos que le cubrían el
rostro. Luego, tiernamente, le besó la frente cubierta de sudor.
—Tienes el ombligo más perfecto que he visto —susurró él mientras su dedo
trazaba un círculo a su alrededor.
Riendo, Jacee preguntó:
—¿No son todos iguales?
—En absoluto. Algunos son ovales, otros parecen rayitas y existen los que ni se
ven. El tuyo es perfecto y hermoso.
—Se debe a un buen obstetra. A mamá le llamó la atención el anuncio en la guía
amarilla. “Para un ombligo perfecto, llame al 111-1111”.
Este era el momento que ella gozaba en total plenitud. Esta conversación alegre
y a veces sin sentido que seguía al acto de amor. Las voces se tornaban suaves,
pausadas y melodiosas. En esos momentos compartían información trivial sobre
amigos, recuerdos de la infancia y, algunas veces, los sueños sobre el futuro. Jonathan
no sólo era su amante sino también su amigo.
—¿Te veré mañana a la noche? —preguntó Jonathan, mirándola con ternura.
—¿Y qué pasa esta noche? ¿Decidiste irte a tu casa y a tu propia cama?
—Uh-huh. No debemos apresurarnos. Tenemos todo el tiempo del mundo —la
estrechó más fuerte contra su pecho—. Sin embargo, te extrañaré.
—Mmm. Yo también te extrañaré.
—Ven hasta mi casa y te prepararé algo de cenar.
—No confías en mi habilidad para la cocina, ¿eh? —bromeó ella.
—Tienes otras cualidades más importantes —replicó él con los ojos arrugados
por la risa—. Necesito que limpies las terminales de la batería.
—Te limpiaré todos los cables —dijo ella, haciéndole cosquillas en el pecho y con
voz amenazadora.
—¿Y recargar mi batería? —preguntó él, riendo.
—Tus ojos son luminosos algunas veces —bromeó ella.
—También lo son esas manchitas de cobre —murmuró él, más serio y le besó los
párpados.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—Es hora de emprender el regreso —comentó él, retirando la sábana arrugada


que les cubría los pies.
Jacee asintió. La felicidad temporaria había terminado, pero mañana sería otro
día. Todos sus mañanas estarían repletos de Jonathan. Las palabras eran sinónimos…
¿no era así?

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Capítulo 8
El aire rancio era caliente y pegajoso. El olor a aceite, metal y pegamento se
mezclaban en el pesado calor húmedo y sofocante. Jacee encendió el ventilador
colgante. Las paletas giratorias elevaron el olor hacia el cielorraso.
Sacó la tablilla con sujetapapeles del tablero de instrumentos de cada uno de los
camiones e hizo un inventario mental de los repuestos que se habían usado. Llegar a
un trabajo y descubrir que no se cuenta con el repuesto adecuado o la válvula correcta
era no sólo lo frustrante para el fontanero sino también costoso para la compañía.
Cuidadosamente, Jacee repuso todos los elementos que se habían utilizado en el
último día laboral. Arrancó las hojas de las tablillas y las guardó dobladas en el bolsillo.
Más tarde, cuando hiciera la orden para el depósito de suministros volvería a
necesitarlos.
Ser organizada era la clave del éxito en un negocio pequeño. Jacee palmeó el
guarda barro del primer camión que comprara hacía tiempo y pulsó el botón para
subir las puertas del garaje.
—Lista y esperando —dijo con orgullo.
La puerta trasera de la oficina estaba sin llave. Louise White estaba adentro
preparando café. Jacee se regocijó al percibir el aroma del café recién preparado.
—Hola, Louise. ¿Cómo te fue en estas vacaciones cortas pero dulces?
—Bien, cariño —los ojos azules parecieron titilar en el rostro rubicundo—. El
tener nietos de tu edad hace que una se sienta vieja.
Imitando el paso de una anciana, Louise se acercó al escritorio de Jacee.
—Tú jamás serás vieja —respondió Jacee con una sonrisa cálida.
—Trabajar contigo me mantiene tan ocupada que no puedo caer en las garras de
la senilidad —bromeó ella, señalando el libro de contabilidad y las cuentas de los
proveedores—. Dame la lista de los repuestos que necesitaremos y la contabilizaré.
Debiste estar muy ocupada el viernes —comentó luego de echar una ojeada a la lista.
Jacee se dejó caer en su viejo sillón destartalado y lo tiró hacia atrás. El chirrido
hizo que Louise levantara la cabeza.
—Debes conseguir las carpetas de impuestos y los cheques “a la orden del Tío
Sam” —resolver el lio con la ORI era prioridad uno. Ahora que Louise había regresado,
el problema se resolvería fácilmente.
—¿Por qué? ¿Algún problema? —Louise bajó la mirada y comenzó a manosear,
nerviosa, los papeles que tenía en las manos.
El viejo sillón pareció quejarse cuando Jacee se levantó.
—Tú debes decírmelo. La ORI estuvo aquí el viernes. Estuvieron a punto de
clausurar el negocio —Jacee vio que Louise tragaba saliva y que le temblaba el
párpado—. Estamos a salvo, ¿no?

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

En silencio, Louise se levantó con la cabeza gacha y se encaminó al archivo. Abrió


el último cajón y extrajo un grueso sobre de papel manila. Sin decir palabra se lo
entregó.
—¿Qué es esto? —preguntó Jacee mientras lo abría.
—Avisos de advertencia.
—Pero… ¿cómo pudo suceder? Depositas dinero en las cuentas de ahorro cada
semana para pagar los impuestos —Jacee estaba completamente confundida. ¿Qué
había pasado? Louise se había encargado de los impuestos durante años. ¿Qué le
habría pasado esta vez? Oh, no, pensó al sentir que se le helaba la sangre. La ORI no
estaba equivocada. Ella era una D.I.
Los ojos de Louise reflejaban infinito dolor.
—Yo saqué el dinero prestado.
Ella oyó las palabras de Louise pero no llegaron a su conciencia. Todo lo que veía
era a Jonathan con el candado y la cadena. Se le demudó el rostro y permaneció
perpleja.
—Dilo de nuevo.
—Yo saqué el dinero prestado. Lo necesitaba para sacar de un aprieto a mi nieto
mayor, Bob —respondió—. Envié los formularios llenos a la ORI, pero no envié el
dinero.
—¿Cuánto… tomaste prestado?
Jacee no pudo creerlo cuando oyó la cantidad.
—¿Cuándo?
—Hace tres años. Tengo el dinero para devolverlo, pero no sabía cómo hacerlo
sin decírtelo —lágrimas amargas comenzaron a rodar por el rostro apergaminado.
—¿Por qué no me pediste el dinero que necesitabas? ¿No sabías bien que te lo
hubiera prestado?
La pregunta fue tan penosa como lo sería la respuesta. Jacee no estaba enojada,
pero deseaba una explicación. ¿Cómo era posible que una persona en la que había
confiado toda su vida pudiera quebrar esa confianza?
—No tenías ese dinero —respondió Louise entre sollozos—. Bob tenía diecisiete
años. Había dejado de pagar su seguro y tuvo un accidente con el auto. Los abogados
se llevaron todos mis ahorros y usé tu dinero para el arreglo judicial.
La mente de Jacee regresó a su situación financiera de hacía tres años. Claro,
comprarle la parte a su padre y hacer el primer pago de la casa del lago la había dejado
sin un centavo en efectivo. Cada dólar que entraba se usaba para el negocio y el pago
de los créditos.
—Louise, ¡oh, Louise! —gimió ella, desdichada—. Debiste habérmelo dicho.
Entre las dos lo hubiéramos solucionado. Papá nos hubiera ayudado.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—No podía. El dinero que le pagaste lo usó en la lujosa casa de Phoenix —Louise
meneó la cabeza con tristeza—. Me siento avergonzada, Jacee. Has sido buena conmigo
y yo soy una cobarde. Bob y yo ahorramos el dinero, pero yo tenía demasiado orgullo
para decírtelo. Esconder las cartas no las hizo desaparecer. Lamento haberte fallado,
cariño. Has trabajado tanto y yo —no pudo terminar de hablar. Cayó sobre el escritorio
como una hoja seca.
—¡Oh, mi Dios! ¡Louise…! —Jacee rodeó los escritorios—. Un ataque al corazón
—rápidamente le abrió el cuello de la blusa y la depositó en el suelo con sumo cuidado.
Tomó el teléfono y llamó a la urgencia médica.
Con voz trémula dio la información necesaria al servicio de ambulancia y colgó
el auricular. Luego se arrodilló junto a Louise y le tomó el pulso.
—Débil, pero está —dijo en voz alta.
Unos minutos más tarde, dos hombres vestidos de blanco entraron a la pequeña
oficina llevando una camilla. Jacee probó el sabor de las lágrimas cuando la cargaban
sobre la camilla.
—No la dejen morir. Por favor, no la dejen morir.
Los enfermeros cargaron el cuerpo inanimado de Louise y le colocaron una
máscara de oxígeno en el rostro. De inmediato la sacaron de allí por la puerta del
frente.
—¿Usted viene con nosotros? —preguntó uno de ellos.
Subió a la ambulancia por la puerta trasera, vio que éstas se cerraban de un golpe,
oyó la sirena y sintió que el vehículo tomaba velocidad, pero nada de esto le pareció
real.
—Quédese allí, señorita —oyó que decía el enfermero. Jacee no sabía a quién iban
dirigidas las palabras. “No mueras, Louise, “ era el único pensamiento que tenía en la
mente, mientras sostenía la mano arrugada y sin vida entre las suyas. Se iba poniendo
fría.
El viaje hasta el hospital local llevó sólo unos minutos, pero le parecieron horas.
Cada segundo era precioso. Bajó de la ambulancia y quedó a un lado mientras bajaban
a Louise y la introducían a la sala de guardia. En esos momentos sólo atinó a musitar:
—Jamás le dije cuánto la amo.
Los segundos pasaban lentamente para hacerse minutos y luego una hora. Jacee
iba de un lado a otro retorciéndose las manos. Por lo menos había tenido la presencia
de ánimo como para llamar al hijo de Louise, Robert. Ya estaban en camino. No habían
preguntado la causa del ataque y Jacee no se lo había dicho. Se culpaba por lo sucedido.
Si no la hubiera atosigado a preguntas Louise no estaría muriendo en el hospital.
—Si sólo… Si sólo…
Las puertas dobles de abrieron hacia la sala de espera.
—¿Doctor? —dijo Jacee no queriendo hacer preguntas.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—Si resiste las próximas veinticuatro horas, se recuperará totalmente. En este


momento está en terapia intensiva en la sección para cardíacos. La vigilamos
constantemente como precaución. Eso es todo lo que puedo decirle por ahora.
—¿Puedo verla? —inquirió ella, queriendo cerciorarse de que Louise se
recuperaría.
—Por ahora no —respondió el doctor—. Quizás más tarde, después que salga de
terapia intensiva.
—Ella significa tanto para mí… Es como una madre —Jacee se sentía obligada a
justificar su pedido. El sentimiento de culpa pesaba tanto como una carga de plomo.
—Si hay algún cambio en su estado se lo haré saber inmediatamente. ¿Y usted
cómo se siente? ¿Necesita algo para calmar sus nervios? —los ojos agudos del médico
la observaron con detenimiento.
—No. No necesito nada. Sólo que cuide mucho a Louise.
Él le palmeó el hombro, comprensivo y sonriendo abandonó la sala de espera.
El temor fue gradualmente reemplazado por el alivio al comprender las palabras
del médico y saber que las probabilidades de recuperación de Louise no eran pocas,
aligeró la carga de culpa que soportaba sobre su conciencia.
Louise había hecho lo único que creyó correcto. No lo había hecho con malicia.
Bob había necesitado dinero con desesperación y su abuela se lo había dado. Luego, el
orgullo, la vergüenza y a ignorancia no habían permitido que repusiera el dinero a
tiempo.
Jacee había visto indicios de la necesidad de Louise en los últimos años. Jacee
recordó haberle entregado un dinero extra como regalo de Navidad y haberle dicho
que se comprara un vestido rojo brillante para la cena anual de la compañía. Louise no
se lo había comprado y cuando ella le preguntara el motivo recibió una respuesta
baladí.
“Debí haberlo sabido”, se reprochó Jacee. “Allí estaban todos los indicios, no los
vi”.
La puertas dobles volvieron a abrirse y el hijo de Louise, Robert y su esposa,
Missy, y el hijo de ambos, Bob, entraron precipitadamente a la sala.
—¿Cómo está? —preguntó Robert, preocupado.
—Si pasa las próximas veinticuatro horas, se recuperará.
Un suspiro de alivio brotó de los labios de cada uno de ellos. Robert y Bob vestían
sus ropas de trabajo, jeans y camisas escocesas de mangas cortas. Con el apuro se
habían olvidado de sacar los martillos que pendían de los ojales a los costados de los
muslos. Missy había venido con el vestido de entrecasa mal abotonado.
—Gracias a Dios —dijo Missy, agradecida.
Después que todos se sentaron, Jacee les relató lo sucedido con algunas
alteraciones. Los ojos de Bob brillaron por las lágrimas contenidas. Antes que pudiera

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

bajar la vista, Jacee notó en ellos la culpa que sentía. Cuando terminó el relato, volvió
a mirarlo a los ojos.
Eran azules como los de su abuela y le estaban implorando. ¿Qué? Entonces lo
supo. Los padres de Bob no sabían nada sobre el dinero y él no quería que se enteraran.
Jacee asintió con la cabeza y le hizo conocer su decisión de guardar el secreto. Por lo
menos le debía eso a Louise.
—Si me disculpan, debo hacer unas llamadas telefónicas —se disculpó ella.
Bob la siguió con el pretexto de tomar un café.
—Usted lo sabe, ¿no es verdad?
—Lo sé —respondió ella, seca.
—Es mi culpa. Abuelita pudo haber muerto por mi culpa —Bob golpeó el puño
contra la palma de la mano.
La reacción del joven de veintiún años la sorprendió. Él había asumido de
inmediato toda la culpa sin considerar la de ella. Las lágrimas contenidas resbalaban
ahora por las mejillas atezadas y los sollozos le sacudían el cuerpo. Jacee se acercó y lo
abrazó como a un niño lastimado tratando de acallar sus sollozos. Bob tardó bastante
en recuperar el control, se restregó los ojos con las manos y se limpió la nariz con la
manga, como una criatura.
—Tú no eres responsable —mintió Jacee. Si pasaba lo peor, no quería que el nieto
favorito de Louise se sintiera culpable para toda la vida—. Tu abuela me contó lo del
dinero el jueves pasado y el contador lo puede manejar sin dificultad.
—Pero el dinero está en la cuenta de ahorro de la abuela. ¿Lo sacó ya?
—Ya nos hemos ocupado de todo —volvió a mentir. Le palmeó el brazo y
agregó—. Lávate la cara y toma un café —dio media vuelta y se dirigió a la cabina
telefónica.
—¿Jacee?
Giró en redondo y se encontró con una sonrisa tímida de agradecimiento en el
rostro del muchacho.
—Gracias. Lamento haberla puesto en dificultades.
Lo despidió con un gesto amistoso y retornó al interior de la cabina. Llamó
primero a la oficina y encargó a un capataz que estuviera atento a los llamados de los
clientes y lo instruyó sobre lo que debían hacer los otros grupos de trabajadores. La
segunda llamada fue para Scotty. Muy brevemente le explicó dónde estaba y lo que
había sucedido.
—¿Están las carpetas todavía sobre el escritorio?
—Deben estar allí.
—Iré a tu oficina para recogerlas y veré lo que puedo hacer. Será difícil ya que no
contamos con el dinero. Te ofrecería un préstamo pero, francamente, no tengo esa
suma.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—Sé que lo harías. Haz todo lo que puedas —dijo ella, conmovida por su actitud.
—¿Te quedarás en el hospital?
—Sí. Louise es más importante en estos momentos que cualquier otra cosa.
—Muy bien. Te llamaré esta noche cuando sepa lo que pasa. Transmíteles mis
respetos y cariño a los familiares de Louise.
Jacee recostó la cabeza en un rincón de la cabina y retorció entre sus dedos la cola
de caballo. A menudo había hecho esto de pequeña pero lo había olvidado desde que
era adulta. Sin embargo, al sentirse vulnerable revivía viejos hábitos.
Horas más tarde, los médicos permitieron que la familia entrara a la sala de
terapia intensiva. Jacee se paseó de un extremo al otro de la sala de espera mientras
ellos estuvieron ausentes.
Missy regresó llorando pues la visión de Louise tendida en una cama indefensa
y frágil en la carpa de oxígeno fue aterradora para ella. No había pasado aún el período
de peligro y todavía podían existir riesgos.
Después de una cena frugal, regresaron al hospital para pasar una larga noche
de vigilia. Ninguno abandonó el hospital y cada hora requerían noticias de la paciente.
La respuesta era siempre la misma: el estado es estacionario.
La agonía de la espera se vio agravada para Jacee al no poder comunicarse con
Scotty. Cada vez que telefoneaba daba ocupado o nadie contestaba. Tampoco pudo
comunicarse con Jonathan. Era como si el mundo exterior hubiera cerrado sus puertas
y dejado a Jacee aislada en el hospital.
Robert y Bob cabecearon varias veces durante la noche sentados en las sillas que
bordeaban las paredes. Jacee y Missy intentaron dormitar en los sofás. Personas
desconocidas para ellos y absortas en sus propios problemas, salían y entraban a la
sala de espera. Cada vez que las puertas se abrían, cuatro pares de ojos se alzaban para
buscar a una enfermera o un médico asignado a Louise.
Jacee comenzaba a dar muestras de agotamiento físico ya que tres noches sin
mucho descanso, sumados a la preocupación y la incomodidad de esta espera era
mucho para ella. Al amanecer, exhausta por la tensión emocional y mental, cayó
rendida. El sueño que había sido esquivo durante la noche, la dominó por completo.
—Jacee. Despierte. Louise desea verla.
La voz queda del médico la despertó sobresaltada.
—¿Está mejor? —preguntó Jacee, refregándose los ojos enrojecidos.
—Está inquieta y la nombra a usted constantemente —informó el doctor—. Usted
debe tranquilizarla cuanto antes. ¿Puede hacerlo con calma?
Jacee levantó el mentón, decidida y asintió con la cabeza, encaminándose a paso
vivo por el corredor seguida por el médico. Sabía que en el estado en que se encontraba
le sería bastante difícil no derrumbarse frente a Louise.
—Aquí es —dijo el doctor, señalando una puerta abierta.
Jacee se sentó en una silla junto a la cama y dijo con voz suave:

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—Louise. Estoy aquí.


Louise levantó la mano apenas y la dejó caer de inmediato sobre la sábana
almidonada. Jacee se reclinó sobre la carpa y creyó leer en los labios de la anciana la
palabra bolso.
—Te lo traeré enseguida, querida. No te preocupes.
Entonces vio que la mano debilitada de Louise se movía mostrando agitación.
Volvió a observar los labios que se movían también pero no logró oír ningún sonido.
—¿Boleta? —los ojos de Jacee parecían atravesar la carpa de plástico—. ¿Boleta
rosada?
El movimiento de cabeza de Louise fue imperceptible.
—Yo me encargaré de eso. Deja de preocuparte.
Louise se relajó visiblemente y cayó en un sopor apacible. Jacee observó al
médico y a la enfermera leyendo los complicados instrumentos que marcaban el estado
de salud de Louise. No podía entender lo que decían pues hablaban en voz muy baja.
El médico le indicó a Jacee que abandonara la habitación con un gesto mudo.
—La presión arterial vuelve a ser normal. Su visita fue más efectiva que toda la
medicación que le hemos dado —una vez más la miró de arriba abajo—. Y usted, será
mejor que regrese a su casa y descanse o tendré dos pacientes a mi cargo —le
recomendó—. La crisis ya pasó, saldrá adelante.
—Gracias, doctor. Se lo diré a la familia —respondió ella, aliviada.
Mientras bajaba al piso donde la aguardaba la familia, Jacee se preguntó si sería
conveniente traer el bolso de Louise al hospital y cuál sería su importancia. Con toda
seguridad, pensó, había estado tan preocupada con el dinero últimamente, que no se
sentía tranquila sin tener el bolso a su lado. Era comprensible. Pero, ¿para qué quería
la boleta rosada? Estaba demasiado cansada para resolver el rompecabezas y ansiosa
por las buenas noticias para la familia. Salió del ascensor y se dirigió a la sala de espera.

Media hora después, Bob estacionó el auto frente a la casa de Jacee. Al bajar del
auto ayudada por Bob vio a Jonathan que bajaba los escalones del frente. El brazo de
Bob le rodeó los hombros con aire protector, pero al ver la indignación en los ojos
grises, se desprendió rápidamente y se interpuso entre los dos hombres.
—Bob es el nieto de Louise. Ella sufrió un ataque al corazón —explicó enseguida
antes que Jonathan pudiera decir o hacer nada.
Él se tranquilizó inmediatamente.
—He estado enfermo de angustia —dijo él, estrujándola entre sus brazos.
—Regresaré al hospital —oyó Jacee de boca de Bob.
Bostezando, ella respondió:
—Te veré más tarde.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Se reclinó contra el pecho de Jonathan y se sintió mejor dejando que él la llevara


a su casa. Entregó las llaves y esperó que él abriera la puerta de entrada. Al
comprender que ella estaba completamente agotada, él la levantó en sus brazos.
—¿Arriba?
—Mmm-hmm —bostezó ella. Mantener los ojos abiertos era un esfuerzo que no
podía realizar. Se acomodó contra el pecho masculino y se quedó dormida.

El sol penetraba por la ventana que daba al oeste y llenaba de luz tenue la
habitación. Jacee comenzó a moverse en la cama. Su estómago estaba vacío y
reclamaba su atención.
—Suena como si los grandes se tragaran a los chicos —murmuró mientras se
desperezaba. Se destapó y descubrió que estaba absolutamente desnuda. Abrió los ojos
sobresaltada.
—Jonathan —exclamó sin aliento. La ropa arrugada estaba doblada sobre la silla
de terciopelo azul a los pies de la cama. Sobre la mesa de noche, apoyada contra el
teléfono, había una nota que decía:

¡Seductora!
Me rogaste que permaneciera a tu lado, pero tenía que cambiarme e ir a trabajar. Llámame
antes de ir al negocio.
Jonathan.

Sonriendo, dejó la nota sobre la mesita de noche y llamó a información para


averiguar el teléfono del hospital.
—City Hospital. ¿En qué puedo ayudarla?
—¿Podría informarme el estado de salud de Louise White?
—Es satisfactorio.
—Gracias. Adiós.
Presionó el botón y cortó la comunicación. Volvió a discar.
—¿Scotty?
—Sí, Jacee —respondió al reconocer la voz—. ¿Cómo está Louise?
—Estable. Acabo de despertarme. ¿Tienes alguna novedad?
Scotty permaneció en silencio. Jacee podía oírlo revolver unos papeles. Las
buenas noticias viajan rápido. La pausa se alargaba. Intuitivamente supo que Scotty
trataba de presentar el problema de la mejor manera posible.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—Jacee, ¿existe alguna posibilidad de que te reúnas con esa cantidad de


inmediato?
—No, a menos que asalte un banco o varias estaciones de servicio —respondió
ella, con ligereza como si el humor pudiera posponer el desastre.
—¿Revisaste las carpetas antes que le diera el ataque a Louise?
—No.
—Bueno, yo sí. Louise debe haber hecho algunas promesas por teléfono, también.
¿Dices que tiene el dinero?
—Sí. En una cuenta de ahorro. Pero yo no sé dónde.
Recién ahora se daba cuenta de las consecuencias que le podía acarrear el no
contar con los fondos necesarios y en efectivo. Scotty no la podía ayudar y sin el dinero,
la clausura era inevitable.
—A menos que pueda llevar un cheque al cajero de la ORI, tengo las manos
atadas. Lo lamento.
—Yo también. Quizá Jonathan pueda pensar en algo para posponer el cierre.
Gracias de todos modos, Scotty.
Cuando llueve, llueve a cántaros. Ese aforismo retrataba la situación. ¿Cómo se
las arreglaría para salir de este embrollo? ¿Podría usar Jonathan su influencia? Él era
su única esperanza, el único rayo de sol en este día tan aciago.
El sonido del timbre la sacó de su desesperación. Se cubrió con un salto de cama
y bajó los peldaños alfombrados. La llamada era insistente. Observó por al mirilla y
vio a Jonathan de espaldas que pasaba los dedos por el cabello nervioso.
—Estaba a punto de llamarte, por teléfono, Jonathan. Entra, por favor —lo invitó,
cordialmente.
Cuando la puerta se cerró, Jacee lo abrazó con efusividad y lo besó en los labios.
No hubo respuesta. Esta no era la reacción que esperaba de un hombre que la noche
anterior había estado casi fuera de control por la pasión.
Una estatua de mármol hubiera sido más cálida que él. “Prueba, prueba, prueba
de nuevo”, pensó.
Comenzó entonces a mordisquearle el labio inferior. A él le había agradado. ¿No
se lo había dicho, acaso? ¿Por qué se tensaba así?
—¿Qué sucede? —preguntó ella, conociendo la respuesta de antemano.
—¿Deseas que sea franco o que lo endulce antes de decírtelo? —preguntó él,
tenso.
—Sé franco —las palabras no habían querido salir de su boca. No deseaba oír lo
que tenía que decir. El tono de su voz era similar al que había usado el día que se
conocieron.
—Larry Dettrick y yo vamos camino al negocio —la mirada seria con que la
observó no dejaba lugar a dudas.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Jacee luchó contra el deseo de taparse los oídos, giró y se alejó lentamente.
—¿Larry necesita otro cómo se llama? —preguntó, al fin con una risita falsa.
Jonathan se movió hacia ella, pero la distancia seguía siendo la misma, pues ella
daba dos pasos atrás por cada uno que daba él. De pronto, ella se sintió acorralada
contra la pared.
—¿No hay nada que puedas hacer? ¿Encontrar una solución con Scotty? ¿Hablar
con tu jefe? —las preguntas fueron dichas sin esperanza.
—He hablado con Scotty varias veces. Me dijo sobre el dinero que había tomado
Louise y lo que sucedió —se pasó la mano por la frente como si le doliera la cabeza.
Jacee mantenía la calma a fuerza de voluntad. El hombre que amaba, el que le
había hecho el amor con tanta pasión estaba a punto de arruinar su negocio. ¿Cómo
podía hacerlo? Si la amara de verdad, haría cualquier cosa por salvarla.
Dio unos pasos al frente y se abrazó de la cintura de Jonathan.
—Por favor, Jonathan. Ayúdame.
—Lo he intentado todo —pasó los brazos sobre los hombros de Jacee y hundió la
cara en su cabello.
Ella sintió que temblaba.
—Pierde los papeles. Diles que pusiste el candado, pero no lo hagas —ella odiaba
rogar, suplicar como ahora. Y aún más, odiaba usar su amor como arma, pero no podía
dejar de hacer sugerencias ilegales. Durante mucho tiempo el negocio había sido más
que su vida. Menos el uso de la violencia, todo era justificable.
—No puedo. No me lo pidas.
—Si me amaras…
Jonathan le cubrió la boca con la mano para que no continuara hablando.
—No sigas —se limpió la humedad que dejaran los labios de Jacee en la palma
pasándola por la tela del pantalón—. Debo irme. Larry me espera en el auto.
Jacee quedó helada. Se arrepintió de haber intentado sobornarlo con su amor. Le
dolía todo el cuerpo. La pena ante la inminente clausura y la ruina de su negocio le
partía el alma.
—¿No habrá cena? —preguntó ella deseando tener la última palabra.
Él no respondió, sin mirar atrás Jonathan se alejó de la casa. Él no se había
retirado del caso como le había prometido, sólo de su vida.
“Desalmado hijo-de-tal-por-cual”, maldijo ella en silencio y le sonó extraño a sus
oídos. Lo siguió una risa áspera. “Estúpida muchacha tonta”, se dijo. Lo único que
Jonathan no podía sacarle, ella se lo había entregado con total desenfreno.
Con pasos decididos se dirigió al teléfono de la sala. Discó con energía y esperó.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—¿Bud? Escúchame con atención. Toma la chequera de la compañía y la libreta


negra de direcciones comerciales. Saca el camión nuevo y vete directamente a tu casa,
luego te explicaré.
—Pero… no quedará nadie en el negocio.
—No te preocupes por el negocio. ¡Ah, sí! Saca el bolso de Louise del último cajón
de su escritorio. Ella lo quiere consigo y está preocupada. Te veré en tu casa.
Colgó el auricular y quedó pensativa. Consideró todas las opciones que le
quedaban con lógica y sistemáticamente. Si Louise se salvaba, sólo era cuestión de días
para que ella recuperara el dinero. Los camiones tendrían que regresar al negocio, pero
no todos los artículos del inventario. Los hombres podrían cambiar de lugar los
repuestos y equipos colocándolos en sus propios vehículos. Ella podía hacerlo por sí
misma. Mejor, pensó. “Si es ilegal, seré la única responsable”.
Luego, llamar a los proveedores y a los contratistas. La reputación de la compañía
era muy buena y comunicarles el problema antes que se enteraran por otras vías le
daba una ventaja psicológica.
Miró la hora en el reloj pulsera y subió aprisa. Hacer esas llamadas era prioridad
uno, pero primero debía ir a la casa de Bud. Tenía cuarto horas para salvar su negocio.
La carrera contra el tiempo sería el mayor obstáculo.
Media hora después, Jacee caminaba por el sendero que la llevaba a la casa de
Bud. Todos sus pensamientos estaban centrados en salvar el negocio.
—Vamos, Bud —decía repetidamente.
Un camión de Sanitarios Jacee dobló en la esquina sobre dos ruedas. Ella le hizo
señas frenéticas para que detuviera el camión frente a la casa en lugar de dar toda la
vuelta para estacionar al fondo. Las ruedas chirriaron sobre el pavimento caliente.
—Dame la libreta, la chequera y el bolso. Da marcha atrás hasta que la culata dé
contra el baúl de mi auto —las instrucciones eran directas y tajantes.
Minutos más tarde, todo el contenido del camión había pasado al baúl del auto.
Jacee explicó la situación a Bud. Ambos decidieron de mutuo acuerdo dividir el
trabajo. Jacee informaría a los hombres que trabajaban en los grandes edificios y Bud
lo haría con los que estaban en otros lugares. El le aseguró que la lealtad que se había
granjeado en estos años generaría la confianza necesaria en los hombres para que no
la abandonaran.
—¡Caramba! Tengo que llamar al banco.
En cuanto vio una cabina telefónica, Jacee detuvo el auto. Llamó a la disparada y
vació sus bolsillos de monedas. Bess, la cajera del banco revisaría en secreto la cuenta
de la compañía.
—Bess Parker, por favor —pidió a la telefonista.
—Bess, te habla Jacee Warner. ¿Podrías revisar el estado de mi cuenta comercial,
por favor? —la cabina no permitía que se moviera demasiado—. ¿Ya está? —dijo
descorazonada. La cuenta estaba congelada. No podría recibir fondos de la cuenta
bancaria—. Gracias, Bess.

Nº Páginas 84-104
Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Corrió de vuelta al auto, subió y lo puso a toda velocidad.


Cuando llegó al edificio de diez pisos donde estaban sus hombres, frenó e hizo
la señal. Bajó y comenzó a pasearse para organizar las ideas.
—Hola, jefa. ¿Qué la trae por aquí? —preguntó el capataz de mediana edad y
algo calvo.
—¡Problemas! Las letras son O-R-I. Deja las herramientas, los accesorios y el
cobre en el remolque por esta noche. Dile a los hombres que los espero en casa después
de la hora de trabajo.
—Eso es malo. ¿Ya llamó al viejo? —el rostro de Jack Benson, el capataz reflejaba
honda preocupación.
Ante el primer signo de peligro, Ben requería a un hombre al mando. Eso la
enconó más.
—Yo puedo hacerme cargo del negocio —replicó Jacee, tajante.
—Se corre un gran riesgo al dejar las herramientas y los equipos electrónicos en
el remolque. Todos los ladrones de la ciudad vendrán hacia aquí.
—Escóndanlos debajo de los accesorios y los tablones. Cuando los saquen del
edificio háganlo dentro de algunas cosas.
El capataz meneó la cabeza calva.
—Los robarán con toda seguridad. Los llevaré a mi casa.
Jacee alzó la vista para mirar al hombre que le había enseñado a soldar cuando
niña y sonrió.
—Problemas con el Tío Sam, ¿no?
—Es hora de que la tropa cierre filas contra los extraños —le tironeó la cola de
caballo y agregó—. No puedo permitir que la mejor fontanera de la ciudad quede fuera
del negocio.
La carga que le había pesado tanto se alivianaba al ser compartida. Le sonrió con
picardía y le soltó su frase habitual:
—La única fontanera de la ciudad.
—Salga de aquí, criatura. Tengo trabajo que hacer. No es hora de hacer revólveres
de cobre —gruñó él con cariño.
El revivir momentos dulces de la infancia le provocó un nudo en la garganta.
Cuando cumplió ocho años, Jack le había hecho la réplica de un revólver espacial
fabricado con cobre y accesorios sanitarios. El arma brillante había sido la envidia de
sus compañeros de juego y cuando ella le había exigido que le fabricara más
revólveres, él la había obligado a fabricarlos ella misma. Una vez, Jacee había armado
uno sin limpiar los accesorios y había recibido una reprimenda de parte de Jack.
—Los fontaneros afiliados al sindicato limpian todos los accesorios.
Ella había dado una patada en el suelo y le había respondido a los gritos.

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—Yo no soy una fontanera afiliada al sindicato. Soy una niña.


Esa respuesta le había valido una nalgada bien fuerte, un sacudón y una
afirmación categórica de Jack.
—Ya lo serás.
Lloriqueando, ella había desarmado el revólver y limpiado el cobre y los
accesorios. La lección fue bien aprendida.
Como fontanera graduada y afiliada jamás había tenido que arreglar una gotera
y si lo había hecho nunca se había debido a su descuido en la limpieza de los
accesorios.
—Limpia tus accesorios —gritó Jacee, cuando pudo hablar. Agachó la cabeza y
subió de nuevo al auto.

Veintitrés fontaneros sudorosos y acalorados enfrentaban a Jacee.


Cuando ella bajó los peldaños del porche, ellos bajaron el tono de las voces en
señal de respeto. La mayoría conocía ya el problema. Un cartel rojo pegado en la puerta
del negocio lo explicaba todo. Jacee se aclaró la garganta y comenzó a hablar.
—¿Qué les parecería tomar las vacaciones desde ahora?
El silencio de todos fue la única respuesta.
—¡No! —gritó Jack con fuerza.
Los otros se le unieron dando una respuesta negativa.
Ella alzó las manos y les pidió silencio nuevamente.
—Esa era una alternativa. La otra es arriesgada —su voz era bastante fuerte como
para ser oída, pero mantenía una calma que imponía respeto—. La cuenta de la
compañía está congelada temporalmente —se podían oír algunos gruñidos de parte
de los nuevos empleados—. Existe la casi seguridad de que ustedes no cobrarán sus
cheques el viernes.
—¿Quién tiene nuestro dinero? —oyó que preguntaban desde el fondo pero no
pudo localizar al que la había formulado.
—El banco congeló la cuenta por orden de la ORI —levantó el mentón, desafiante
y formuló la pregunta que sellaría la suerte de la compañía—. ¿Confiarían en mí? Les
prometo que recibirán los cheques de pago el viernes de la semana entrante así tenga
que pedir limosna, prestado o robar el dinero.
El grupo permaneció en silencio. Jack dio un paso al frente.
—Nosotros discutimos las opciones que teníamos antes de la reunión.
Seguiremos trabajando —los hombres rugieron su aprobación. Jack buscó algo en el
bolsillo de la camisa y sacó un cheque verde—. Esto no solucionará su problema, pero
debe cubrir el costo de lo que necesitemos para la semana.

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Jacee quedó perpleja. La lealtad a la compañía era una cosa, y otra, que los
hombres donaran dinero para que el negocio siguiera funcionando.
Era el gesto más conmovedor que había visto en su vida. Las lágrimas rodaron
por sus mejillas sin que les diera importancia. Bajó la cabeza y las enjugó con el dorso
de la mano.
—Le confiamos nuestros empleos y nuestras cuentas de ahorro. Lea la nota —
dijo él, entregándole el cheque.
—No deje que se hagan manchones, Jacee —leyó y una sonrisa cálida le iluminó el
rostro.
Las risas masculinas atronaron el aire rompiendo el silencio. Jacee abrazó a Jack
quien la hizo girar en el aire dos veces para luego ponerla en el suelo con firmeza. Jacee
comenzó a estrechar las manos de cada uno de los trabajadores. La mayoría intentaba
limpiar la mugre de sus manos en los pantalones. Jacee reía, contenta. ¿Qué importaba
un poco de mugre entre amigos?
—No deje que corran los manchones, Jacee —murmuraban una y otra vez.
—Hombres —dijo Jack luego que Jacee les agradeciera individualmente—, todos
debemos regresar a nuestros hogares y explicar a nuestras esposas y novias el por qué
confiamos nuestro dinero a esta bonita rubia. Si cualquiera de ustedes necesita coraje
prestado los invito a tomar una cerveza en el bar de John.
El anuncio fue recibido con gritos de júbilo y una cerrada salva de aplausos.
—Gracias otra vez —gritó Jacee apretando el cheque en las manos.
Estos hombres habían resultado ser la luz al final de un largo túnel oscuro.

Jacee aparcó el auto frente al hospital y tomando los bolsos: el suyo y el de Louise,
corrió hacia la entrada. Bob la detuvo a mitad de camino.
—¿Por qué me mintió, Jacee? —exigió él, abruptamente.
¿Mentir?
—Usted me dijo que tenía el dinero y que el contador se encargaría de todo. Fui
hasta el negocio después de hablar con la abuela y lo encontré clausurado —se peinaba
el cabello con dedos nerviosos—. ¿Consiguió el dinero? No vuelva a mentirme —le
pidió.
—No. Todavía está en la cuenta de ahorro.
—¿Por qué no fue al banco y sacó el dinero?
—Porque necesitaba la firma de Louise.
—La abuela dijo que ella… —Bob le arrancó el bolso que llevaba debajo del brazo.
Lo abrió y revisó el contenido. Un trozo de papel rosado apareció entre los dedos de
Bob, quien se lo mostró triunfante—. Bolso. Boleta rosada. ¿La abuela dijo esas
palabras?

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Jacee comprendió de repente que el papel rosado que flameaba ante ella era la
boleta rosada; la boleta de retiro de dinero firmada por Louise. Si no hubiera estado
tan agotada hubiera descifrado el mensaje ella misma.
—Tengo que conseguir un teléfono. ¡Vamos!

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Capítulo 9
El contador y su clienta esperaban en la enorme oficina del Servicio de
Recaudación de Impuestos. Las máquinas de escribir tableteaban como ametralladoras
al escribir las cartas y formularios que completaban los empleados. Oficinas más
pequeñas rodeaban el salón central junto con pequeños compartimientos.
—El señor Dettrick los verá ahora. Es la última oficina a la derecha.
Jacee bajó la cabeza y sacó una pelusa imaginaria de la solapa del traje sastre azul
marino. Solo la blusa blanca con volados plegados en el escote aligeraba las líneas
severas de su atuendo. El cabello recogido, el maquillaje apropiado para el día, los
tacones altos que resaltaban la esbeltez de sus piernas consiguieron que Jacee se
sintiera segura de su apariencia. Sólo la fuerza con que apretaba el bolso traicionaba la
fachada de fría indiferencia.
Larry y Jonathan se pusieron de pie respetuosamente cuando ella ingresó a la
oficina. Scotty estrechó las manos de ambos, luego esperó a que Jacee se sentara. La
oficina mostraba sólo dos escritorios de acero adosados y las dos sillas para los
visitantes.
Scotty entregó a Jonathan el cheque de la cajera. La tensión que se percibía en los
dos hombres podría cortarse con un cortafierro.
—Creo que esto cubrirá los impuestos de la deudora morosa más los intereses —
dijo Scotty, frío.
El cheque pasó a las manos del agente Dettrick quien comenzó a revolver la pila
de papeles. Extrajo un formulario que entregó a Scotty, quien lo miró someramente, lo
dobló y lo guardó en el bolsillo del chaleco.
Los ojos castaños encontraron los plateados y permanecieron fijos en ellos. “Está
muy mal”, pensó Jacee. Su propio rostro estaba demacrado, pero ella podía ocultarlo
bajo una capa de maquillaje. “Me heriste mucho”, dijo ella con la mirada. Jonathan
sacudió la cabeza al recibir el mensaje.
—¿Cuándo descongelarán la cuenta bancaria? —“de vuelta a los negocios”,
pensó ella. Los problemas personales serían resueltos más adelante.
El viernes era día de pago. Si fuera humanamente posible, los hombres recibirían
su cheque de pago.
—Debe ser descongelada de inmediato —respondió Larry—. Yo telefonearé al
banco personalmente.
—¿Entonces, está todo solucionado? —preguntó Scotty, poniéndose de pie.
—Así parece. Si tienen algún problema, llamen —Larry se puso de pie—. Jacee,
gracias otra vez por el… ah…
—El adaptador —dijo ella, levantándose de la silla incómoda—. Y no llamen a la
competencia —inclinó la cabeza hacia Jonathan—, por algún retrete tapado —cubrió
la expresión de su rostro con una máscara de seriedad y se volvió hacia Jonathan. Evitó
darle la mano—. Adiós, señor Wynthorp. El negocio ha concluido.

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Él introdujo la mano vacía en el bolsillo del pantalón y dijo:


—Te acompañaré hasta el auto. Voy camino a la Universidad de Washington —
antes que ella pudiera objetar algo, la tomó con fuerza del codo—. Llego tarde para
una conferencia.
Jacee vio la mirada de odio que envió a Scotty, pero no era necesaria. Scotty
sonreía de oreja a oreja, al guiño de Larry imitaba en todo al de Jonathan.
¡Hombres! No importaba de qué lado empezaban, cuando llegaba a su término
la cuenta regresiva, estaban unidos.
—Tenemos que hablar —explicó Jonathan en cuanto salieron de la oficina y
esperaban el elevador.
—Señor Wynthrop —replicó ella, serena aunque el corazón palpitaba frenético—
, ayer… dijo todo lo que tenía que decir.
—Pasaré por ti para cenar —declaró él, decidido.
—Estaré en el hospital con Louise.
—Entonces, pasaré a buscarte después de las horas de visita.
—¿Es de veras necesario, señor Wynthrop? —preguntó ella, golpeando el bolso
contra su muslo.
—Sí, maldito sea, lo es —la pregunta lo había exasperado.
Las puertas del elevador se cerraron. El aparato que bajaba lentamente los
proveyó de intimidad. La loción de afeitar de Jonathan llegó hasta Jacee que sintió
correr un estremecimiento por todo su cuerpo. Se sintió algo mareada y se recostó
contra la pared del fondo.
—No, caramba. No lo es. Cuando te necesité y rogué tu ayuda, no estabas
disponible.
—Tú no rogaste, negociaste. Existe una diferencia tremenda. ¡Demonios!
—El resultado final hubiera sido el mismo. Y deje de maldecir cuando está a mi
lado, señor Wynthrop.
—Otro “señor Wynthrop” y la degüello —murmuró él como para sí.
Es infantil ser tan formal, pensó ella, estudiando el rostro de Jonathan. Los labios
apretados estaban rodeados de líneas tensas. El pulgar y el índice de su mano frotaban
las líneas paralelas que le surcaban la frente. ¿Qué plan tortuoso estará maquinando
ahora?, se preguntó. Si no la tocaba, ella podría mantener la fachada de tranquilidad
que lucía hasta ahora.
Las puertas se abrieron. Los altos tacones de Jacee resonaron sobre el piso de
mármol.
—No conoces todos los hechos —declaró él, mirando su reloj pulsera—. Lee
atentamente el formulario de descargo —le advirtió.
Sin esperar respuesta, él salió a la acera, dio vuelta a la esquina para entrar al
estacionamiento subterráneo, se detuvo, sonrió y la saludó con la mano.

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Jacee se mordió la lengua para no llamarlo. El dolor físico era menor que la
angustia mental a la que había estado expuesta. Él la había engañado una vez. Los
hechos eran simples y contundentes. Jacee Warner se había enamorado de Jonathan
Wynthrop. Los sentimientos no eran recíprocos o él la hubiera ayudado. Nunca más,
se juró.

Dos meses más tarde Louise trabajaba nuevamente y Jacee recopilaba las listas
de suministros semanales. El fin de semana del Día del Trabajo se acercaba y ella
deseaba limpiar de basura su escritorio.
El tiempo estaba cerrando las heridas y haciendo olvidar la vergüenza. Ya no
pasaba los días pensando y recordando a Jonathan. Las largas horas dedicadas al
trabajo la dejaban exhausta y sin ganas de recordar los sueños que habían acariciado.
Las llamadas telefónicas de Jonathan no recibían respuestas. Los primeros días el
teléfono había sonado incesantemente, pero con el correr de las semanas se habían ido
espaciando hasta cesar por completo.
El “Desastre ORI” como lo llamaba Louise había dejado algunos resultados
positivos a pesar de todo. Jacee se sentía más segura en su papel de empresaria y las
barreras que la habían aislado de los hombres habían caído para siempre.
Después de escuchar los consejos de Louise repetidos hasta el cansancio, ella
había aceptado salir con un contratista general. Hank era atractivo, atento y tenía
sentido del humor. ¿Por qué no podía profundizar la relación? Faltaba algo, algún
ingrediente mágico para que eso sucediera.
Inquieta, Jacee golpeaba la punta del lápiz sobre la chequera. Jonathan había
invadido sus pensamientos sin que ella pudiera evitarlo.
“¡Caracoles! Demasiadas preguntas habían quedado sin respuesta”.
La silla se quejó cuando ella se recostó en el respaldo. Había leído y releído aquel
formulario de descargo, más de mil veces y sin embargo, no había descubierto nada.
Era un formulario común, de los que deben completarse, pero ¿por qué había dicho él
“no conoces todos los hechos”?
Ninguno de los componentes del rompecabezas encajaba. Cuestionarse,
especular, formular hipótesis, todo esto complicaba más el cuadro. Había llegado la
hora de actuar, decidió y levantó el auricular del teléfono.
Contuvo el aliento al discar el número particular de Jonathan, y lo exhaló como
un suspiro de alivio al recibir como respuesta un mensaje grabado. Colgó el auricular.
¿Estaba contenta o desilusionada al no haber hablado con él? Ambos sentimientos se
entremezclaban en forma extraña en su alma.
Se inclinó y el silloncito volvió á crujir. Abrió el último cajón del escritorio y sacó
una lata de aceite para todo uso. Después de lanzar unos chorritos estratégicos en
lugares clave, volvió a reclinarse. No hubo quejidos ni crujidos. Una amplia sonrisa
iluminó el rostro de Jacee. ¿Por qué no lo había hecho antes?

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—Louise, ¿todavía tienes el diario de la mañana?


—Está junto a la cafetera, querida.
En la página diez del suplemento de entretenimientos encontró lo que andaba
buscando: la lista de las conferencias gratuitas en las universidades locales. Jonathan
Wynthrop, abogado impositivo, leyó en silencio. Pequeñas Empresas y la ORI, Jueves, 7:00
P. M. Con recepción al final.
—¿Te molestaría mucho si me marcho más temprano hoy, Louise? —preguntó
ella, tomando una decisión.
—¿Cita importante?
—No. Reunión de negocios —la respuesta era evasiva pero no faltaba a la verdad.
—Vete. Yo cerraré el negocio —respondió Louise con una sonrisa comprensiva.

El auditorio estaba fresco y casi en penumbras. La expectativa del público podía


palparse en el aire. Jacee se sentía segura en el lugar que había elegido en el medio del
lujoso salón de conferencias. Una cosa era satisfacer el capricho de hacer encajar todas
las piezas del rompecabezas y otra muy distinta ser descubierta. La semioscuridad
aseguraba el anonimato.
El gran reloj del salón de la universidad dio siete campanas justamente en el
momento en que Jonathan se dirigía al podio. La luz directa de un foco capturó el brillo
de las vetas doradas de su cabello cambiándolo a plateadas con su intensidad.
Una sonrisa relampagueó en su rostro dando la bienvenida al público. Jacee
quedó perpleja por su propia reacción al verlo. ¿Sorpresa? ¿Por qué sorprenderse al
comprobar que él seguía tan buen mozo y saludable como siempre? ¿Esperaba acaso
ver a un ser desnutrido, consumido y descorazonado? Él no había envejecido un ápice.
Cuando comenzó la conferencia, ella no entendía las palabras. La calidez de esa
voz le trajo recuerdos que ella sabía debían permanecer enterrados para su bien. Alzó
la mano de dedos menudos para cubrirse la boca que esbozaba una sonrisa. Cada vez
que Jonathan hacía un ademán, Jacee rememoraba el roce de sus manos. Cerró los ojos
y volvió a sentir las caricias de esos dedos largos y finos recorrer su cuerpo desde los
hombros hasta las caderas y los muslos y el contraste de la piel tostada con la suya en
las partes del cuerpo que estaban siempre cubiertas de ropa. ¿Cuántas veces había
enroscado su largo cabello en la muñeca? Muy dentro de sí, ella gimió. “Esto debe
cesar”, se retó.
La gente que rodeaba a Jacee estalló en carcajadas. Ella vio la risa contenida de
Jonathan transformarse en una sonrisa. El carisma que había atraído a Jacee tenía el
mismo efecto en el público. La anciana sentada a su lado, suspiró. Jacee se irguió en la
butaca, se sustrajo del trance erótico en que se había sumergido e intentó mostrarse
interesada aunque no entusiasmada por lo que se decía.

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Terminada la exposición se encendieron las luces nuevamente. La dama que se


encontraba al lado de Jacee se puso de pie. Desde el pasillo le acercaron un micrófono.
Jacee sintió deseos de abalanzarse pero no lo hizo.
—Joven, usted parece un muchacho bastante agradable —el público rio—. ¿No
le molestó terminar literalmente con las aspiraciones monetarias de los pequeños
empresarios?
Jacee aguardó con ansiedad la respuesta. Los ojos grises se entrecerraron
imperceptiblemente y una corriente eléctrica pareció pasar desde el podio hasta el
centro del salón. El voltaje la hizo estremecer de pies a cabeza.
—Los agentes de la ORI tienen un trabajó ingrato, hasta Drácula es recibido con
más afecto en una noche de luna llena.
La dama que había formulado la pregunta asintió con la cabeza y rio con
disimulo.
—¿Pero les molesta?
—¡Sí! Ser constantemente el villano es una carga demasiado pesada. Uno debe
tener un ego fuerte y sano para recapacitar y comprender que la ira y la amargura no
están dirigidas a él personalmente ni al agente que está haciendo el trabajo.
Jacee modeló una expresión de serenidad en su rostro, pues sabía que había
respondido la pregunta teniendo su caso en mente. Entonces, trató de interpretar el
significado oculto. Otros clientes quizá no rechazaban al agente, pero al no contestar
sus llamadas telefónicas ella lo había hecho. Separar la vida sentimental de la
profesional era más fácil de decir que de realizar. Ella no había sido capaz de hacerlo.
—Y ¿qué pasa con los sobornos? ¿Recibió algunas ofertas?
Jacee se inclinó hacia adelante mostrando interés. Otras personas del público
susurraron entre ellas nerviosamente. La atmósfera se tornó tensa.
—El soborno tiene muchas formas. No todas son ilegales. ¿Cuántas veces le han
dado un caramelo a una criatura por portarse bien?
Varias manos batieron palmas. Otras se alzaron. Jonathan sonrió.
—¿Alguno de ustedes paga por las buenas notas? —Jonathan rio más cuando el
aplauso se hizo más estruendoso—. ¡Eso es soborno! —casi todos rieron—. ¿Alguno
de ustedes comenzó una frase diciendo “Si me amaras…” alguna vez? —giró la cabeza
en dirección a Jacee—. Eso también es soborno.
Jacee se encogió en el asiento. ¿Los ojos grises habrían marcado a fuego la letra S
sobre su frente? Deseó levantarse y salir corriendo, pero no pudo.
Continuando con la exposición, Jonathan se volvió al hombre que le había hecho
la pregunta.
—El soborno puede ser sutil o evidente. Esa es la razón por la cual los agentes
viajan en pareja. Los mantiene honestos y… les impide caer en trampas caza tontos.

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El decano de la universidad subió al podio y estrechó la mano de Jonathan,


sonriente, le agradeció por la conferencia informativa, y entretenida e invitó al público
a disfrutar un trago durante la recepción que tendría lugar inmediatamente.
Al tomar por el pasillo principal para retirarse del salón, Jonathan recibió una
ovación con el público de pie. Esta era una modalidad del campus, pero en este caso
se debía a la popularidad de Jonathan. Jacee se puso de pie y aplaudió sin mucho
entusiasmo.
—¿No es maravilloso? —preguntó la mujer mayor sin dirigirse a nadie en
particular.
Los pasos largos y atléticos acercaban rápidamente a Jonathan al sitio donde
estaba Jacee. Cuando él llegó a la hilera que ella ocupaba, se detuvo, la miró y guiñó
un ojo. Pero no fue un guiño de ya-te-vi, sino uno lento y sensual.
La anciana, extasiada, exclamó entre grititos:
—¡Oh! ¿Vio cómo me guiñó el ojo? Casi no puedo esperar a llegar a la recepción.
La multitud comenzó a enfilar hacia la salida principal en forma gradual. Jacee
sonrió ante la excitación de las mujeres que la empujaban para llegar cuanto antes al
lado de Jonathan. Las piezas del rompecabezas no habían encajado totalmente, pero
ella había comenzado a comprender las fuerzas encontradas que se ejercían sobre
Jonathan. Tomando todo en consideración, estaba contenta de haber concurrido a la
conferencia.
Atravesó las puertas y se sorprendió al sentir una mano sobre el brazo.
—¿Te gustó la conferencia? ¿O el conferenciante?
—Bueno. Hola, Scotty. Hace tiempo que no nos vemos. ¿Cómo está Ruth?
—De vacaciones en México. ¿Quieres apiadarte del novio de tu mejor amiga, sin
contar que es tu devoto contador, y comer un bocado conmigo?
—Me encantaría.
La mayoría de la gente doblaba a la izquierda en dirección al área de recepción,
pero Jacee y Scotty en medio de un silencio amistoso, cruzaron las enormes puertas
talladas que se abrían al exterior.
Jonathan los aguardaba al pie de la escalera. Los ojos grises, divertidos y llenos
de admiración, la siguieron mientras bajaba los peldaños. Las arrugas que enmarcaban
esos ojos indicaban… ¿qué? ¿Deleite al volver a verla?
—Scotty… Jacee. ¡Qué bueno volver a verlos! —Jonathan no apartaba la vista de
ella. El femenino vestido amarillo con chaqueta haciendo juego destacaba su silueta
juntamente con la brisa que movía la tela sutil pegándosela al cuerpo. La mirada decía
a las claras que estaba deslumbrante.
—Muy buena charla, Jonathan. Me hizo sentir más compasión por los agentes de
la ORI —bromeó Scotty.
—¿Y tú sientes compasión? —preguntó Jonathan a Jacee con voz ronca.
—Más bien confundida —respondió ella, sincera.

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—¿No eres el invitado de honor en esta recepción? —preguntó Scott.


Jonathan volvió la cabeza en la dirección que miraba Scotty y musitó una
maldición.
—¿No quieren ir conmigo?
—No, gracias —replicó Jacee antes que Scotty pudiera aceptar la invitación—. La
dama que estaba al lado mío, a la que guiñaste el ojo —explicó ella fingiendo
inocencia—, espera ansiosa tu arribo.
—Podrías acompañarme y defender mi honor —bromeó él.
—Ese es uno de los puntos que me tienen confundida.
—Señor Wynthrop, perdónenos por que lo molestemos, pero hay un grupo de
mujeres listas a amotinarse en el salón de recepción. ¿Tendría a bien acompañarnos?
—la expresión del jovencito era de total adoración.
—Scotty, ¿quieres disculparnos un momento? —preguntó Jonathan y haciendo
girar a Jacee hacia los escalones, le ordenó—. Camina conmigo.
Al subir los escalones, Jacee noyó que los dos jovencitos los seguían muy de cerca.
Una extraña mezcla de desilusión y alivio la invadió. El hechizo mágico bajo el que
había sucumbido en el salón de conferencias distorsionaba la realidad. Ahora no podía
reaccionar ni pensar con lógica ni con claridad.
—¿Cenarías a la medianoche conmigo? —preguntó él, seductor.
—Creo recordar que tienes dificultades para cumplir con los compromisos para
cenar —el pasado no estaba olvidado… ni perdonado.
—Podrías prepararme un buen desayuno —la azuzó él, rememorando otro
desayuno servido en la cama.
Los dos estudiantes no podían contener la risa. La mirada de Jonathan voló hacia
ellos.
—Caballeros. Las lecciones fueron dadas en el edificio, no aquí. ¡Muévanse!
Jacee se ruborizó; los ujieres volaron escaleras abajo. No deseaban que la ira de
su héroe cayera sobre sus cabezas. Jacee tampoco quería que cayera sobre la suya. Esta
separación debía ser dulce. Un recuerdo para atesorar. Que sirviera para borrar la
culpa que sentía por la otra despedida.
—No es así de fácil, Jonathan. Desgraciadamente no podemos detener el tiempo
en el lago e ignorar todo lo demás.
—¿Todavía soy Drácula en ese escenario? —la mano derecha se introdujo en el
bolsillo del pantalón, bajó la cabeza como estudiando la punta de los dedos de Jacee
que sobresalían de las sandalias de tacones altos que usaba. Como al descuido, sacó la
mano del bolsillo y desabotonó la chaqueta. Jacee escudriñó los ojos masculinos
buscando… ¿qué? ¿Ternura? ¿Pasión? Amor.
—Fuegos de cobre —dijo él más para sí mismo que para ella. La mano que había
desabrochado la chaqueta, comenzó a descender lentamente por la espalda de Jacee
hasta descansar sobre el cinturón.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Estremecimientos de placer le recorrieron el cuerpo. Las resoluciones que


parecían tan firmes comenzaban a flaquear. Nada parecía más importante que
enroscar su cuerpo contra el de Jonathan y permanecer así de por vida.
“¡Detente! ¡No sigas! ¡Detente!” Gritó la parte racional de su ser. “Recuerda…
nunca más!”
Ella se detuvo en el último peldaño y miró al edificio. Los ujieres los comían con
los ojos.
—Ven conmigo —volvió a intentar persuadirla con voz insinuante.
—No puedo —respondió ella, sacudiendo la cabeza. Esas eran las palabras
exactas que él había usado cuando le negó su ayuda.
—¡Señor Wynthrop! ¡Ahí vienen!
Jacee dio media vuelta y escapó de allí. Scotty la esperaba. Rehusó volver la
cabeza para echar una última ojeada sobre el hombro y apresuró a Scotty por la acera.
Jacee reconoció que sus sentimientos estaban tan mezclados como los accesorios
que tenía acumulados en el negocio. Necesitaba clasificarlos, separarlos en categorías,
encontrar los importantes y guardar el resto en los anaqueles.

Sentada frente a Scotty en un pequeño restaurante cercano al campus, lo observó


deglutir dos hamburguesas con queso, una cesta de papas fritas y un enorme vaso de
leche malteada. La comida que le habían servido a ella continuaba intacta sobre la
mesa.
La conversación estaba restringida por la boca llena de Scotty. Él se limpió los
labios con una servilleta de papel y miró anhelante a la hamburguesa que Jacee tenía
en su plato.
—¿Vas a comerla o la matarás con la indiferencia?
—No tengo apetito.
—Tienes ante la vista dos claros ejemplos de cómo enfrentar la angustia. La
muestra número uno está rotulada gordo, la otra enjuta.
Jacee no pudo menos que reír por la tontería.
—Ahora, les pregunto, damas y caballeros del jurado —continuó Scotty,
alentado—, ¿fue homicidio justificado?
—¿Es que asesinarás a Ruth por engordar de angustia? —preguntó ella,
continuando con la farsa.
—No —se palmeó el muslo y rio con picardía—. Tengo en mente una justicia más
apropiada.
Ella alzó la ceja y esperó la culminación ingeniosa.

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—La mataré de amor. Para Navidad seré la sombra de lo que soy —respondió,
frotándose el vientre abultado.
Jugando, Jacee se incorporó a medias y le pellizcó la mejilla rubicunda.
—No cuentes con eso.
—¿Y, con qué cuentas tú en estos momentos? —preguntó él, sobrio.
—Con los dedos de las manos y de los pies —replicó ella no queriendo hablar en
serio.
Scotty lanzó una risotada ante la respuesta inesperada.
—Vamos, muchacha lista. Te acompañaré hasta tu auto.
Atravesaron el campus caminando y conversando alegremente. La ubicó frente
al volante y Scotty introdujo la cabeza por la ventanilla abierta.
—No volará, Jacee. Tienes que terminar un viaje antes de emprender uno nuevo.
Instintivamente, Jacee comprendió a qué se refería: a Jonathan y a las citas con el
contratista general.
—Lo sé. Creo que por eso vine esta noche. Justo cuando creía que tenía las
respuestas correctas, Jonathan cambió las preguntas.
Él le palmeó el hombro y la compadeció.
—Mantente allí, criatura. No te pierdas en el revuelo. Adiós.
Jacee puso en marcha el motor, salió del área de estacionamiento y lo saludó con
la mano. Jonathan había dicho que él no era del tipo de los que se perdían en el revuelo;
pero lo había hecho.
El conflicto entre su empleo y el negocio de Jacee los había separado al fin. Los
temores que ella había sentido aquella mañana se habían vuelto reales. Cuando él no
pudo… o no quiso ayudarla, ella se había sentido herida y enojada. Mejor dicho,
traicionada. Debió haber algo que él podría haber hecho. ¿Pero qué hubiera pasado si
en realidad él no hubiera podido hacer nada? ¿Y si hubiera hecho lo humanamente
posible?
—Los agentes son seres humanos —musitó ella. La asociación de palabras hizo
que recordara la conferencia de Jonathan. Se ruborizó al recordar también su
definición de soborno. Utilizar el “Si me amaras” era algo despreciable y la
desesperación no convalidaba ese comportamiento ni la excusaba. ¿Debería
disculparse con él? ¿Sería ésa la pieza faltante en el rompecabezas que le impedía
seguir adelante con su vida?
Entró al garaje abierto que sobresalía de su casa y detuvo el motor. “Lo llamaré a
primera hora de la mañana y le pediré disculpas”. Abrió la portezuela del auto y bajó.
Salió del garaje y observó embelesada la luna llena que bañaba con su luz el patio
trasero de la casa. “No, lo veré camino al negocio. El teléfono es un aparato para
cobardes”.
De pronto, Jacee contuvo el aliento, atemorizada. Una sombra oscura se movía
sigilosamente en el porche trasero. Giró violentamente y corrió de vuelta al garaje.

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Capítulo 10
—¡Jacee! Soy yo… Jonathan.
Ella se detuvo en seco. Volviéndose, trató de atravesar con la mirada la oscuridad
reinante en el porche para verlo.
¿Lo habían traído las ondas de sus pensamientos positivos? En su mente habían
estado juntos toda la velada.
Él salió de la oscuridad y se colocó bajo la luz difusa de un farol.
—No quise asustarte. ¿Quién creíste que podía esperarte en el porche de atrás?
—Sonrió divertido—. ¿Drácula?
—¿Qué haces aquí?
La pregunta sin sentido escapó de sus labios antes que pudiera reprimirlas.
—Estoy esperando poder cumplir con un compromiso para cenar —respondió
él, sereno.
“Has llegado dos meses más tarde” eran las palabras que casi salen de su boca,
pero se mordió la lengua y las contuvo.
—Ya he comido. ¿Te arreglarías con un emparedado y una taza de café? —
preguntó ella, acortando la distancia que los separaba.
—Esa pregunta evoca en mi mente una respuesta muy remanida.
Ella ladeó la cabeza inquisitivamente, levantó la vista y lo miró detenidamente.
Se había cambiado de ropa. Los pantalones grises se ajustaban a sus caderas angostas,
una camisa tejida de algodón se estiraba sobre los músculos de su pecho y de los
hombros anchos. La actitud y postura informales escondían la energía dinámica que
ella había observado en el salón de conferencias.
—En las viejas películas, el galán abraza a la joven y dice: “Sólo tengo hambre de
ti”, y besa apasionadamente a la primera actriz —las sombras oscuras no podían
ocultar las chispas qué salían de los ojos plomizos—. Si pasamos esa puerta…
—¿Qué te parece si vamos a la hamaca que hay en el porche del frente? —sugirió
ella, concordando mentalmente con él. Pero si pasaban al interior de la casa no estaría
segura. El deseo irrefrenable de amarlo los llevaría derecho a la cama.
Uno detrás del otro caminaron por el sendero de ladrillos que los llevó al
espacioso porche del frente de la casa. Él sostuvo la hamaca hasta que Jacee se sentó,
hizo una pausa y luego se reclinó sobre la baranda:
—Te extraño, Jacee.
—Yo también te extraño, Jonathan —Mantuvo la cabeza mientras trataba de
ordenar la miríada de emociones encontradas que experimentaba en ese instante.
Felicidad, temor, alegría, tristeza, anticipación, todas se mezclaban: Pero por encima
de todo tenía unas ansias locas de ser apretujada contra su pecho—. ¿No quieres
sentarte?

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

—¿Es ese el motivo por el que fuiste a la conferencia?


—En parte, sí —¿Cómo podía disculparse con todo el ancho del porche de por
medio? ¿Trataba de ser difícil?—. ¿No quieres sentarte, por favor? —Bromeando,
agregó una excusa—. Me dolerá el cuello por torcerlo de este modo —una risita
nerviosa indicó que se sentía incómoda.
Jonathan se acuclilló. Apoyó los brazos sobre las rodillas y juntó las manos.
—Estás más segura teniéndome a esta distancia. ¿Por qué fuiste esta noche?
—Necesitaba resolver un rompecabezas —contestó ella, sincera—. Y tomar
algunas decisiones positivas para el futuro. Esta noche ya había decidido ir a verte
mañana temprano admitió.
—¿Por qué?
—Te debo una disculpa —en la penumbra vio que los músculos de Jonathan se
tensaban—. En cuanto empecé a negociar… lo que sentía por ti… supe que estaba
equivocada. Desesperada, pero equivocada.
En un solo movimiento fluido, él estuvo sentado en la hamaca. Le tomó la mano
con ternura y depositó un beso en cada una de las yemas de los dedos. Luego, le dio
vuelta la mano y besó la palma dejando una huella húmeda y cálida en ella.
Jacee cerró sus dedos como atesorando la caricia.
—Me has vuelto loco durante dos meses —dijo él, ronco—. No quisiste contestar
mis llamadas telefónicas. Hasta llegué a aparcar frente al negocio para poder
vislumbrar tu figura en algún momento —admitió y pasó el brazo sobre sus hombros.
Al sentir el calor de su cuerpo y el aroma de la colonia tan varonil, ella deseó
acurrucarse contra su pecho, pero se contuvo.
—Al principio no respondía a tus llamadas porque estaba furiosa. En mi
subconsciente deseaba que sufrieras tanto como yo. Después, los llamados menguaron
hasta cesar por completo. Eso corroboraba mi teoría de que yo había sido sólo una
aventura de verano. Entonces, lo intenté todo para dejar de pensar en ti. Una banda
elástica alrededor de la muñeca y chasquearla contra la piel cada vez que invadías mis
pensamientos fue el mejor remedio. Hasta llegué a salir con otro hombre.
El que Jonathan manoseara las horquillas que sostenían las trenzas sobre la nuca
lograba que su corazón latiera sin ritmo fijo. Luego, éstas comenzaron a tintinear al ir
cayendo una a una sobre el piso de madera del porche.
—En una oportunidad te vi dejar el negocio con un gigantón de tez oscura.
Entonces me consideré un idiota. Allí estaba yo, vagando sin rumbo y fantaseando
como un chicuelo enamorado y tú te divertías con otro hombre.
Las manos menudas reptaron, perezosas, por el pecho varonil hasta alcanzar el
cabello desteñido y, una vez allí, parecieron modelar la cabeza de la frente a la nuca.
—Idiota, jamás —objetó ella—. Esas citas sólo consiguieron avivar más mi dolor.
—Yo ni siquiera lo intenté. Eres todo lo que ansiaba encontrar en una mujer. Eres
hermosa, apasionada y brillante. Desde que te conocí he vivido en el cielo y en infierno

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

al mismo tiempo —cuando el cabello quedó libre, lo enredó entre los dedos y luego le
tomó el rostro entre las manos—. Sufrí mucho más que tú y por mi culpa. Cuando
Larry colocó el candado en la puerta yo permanecí en el auto como en un estado
paralizante: Ese día no pude hacer nada pues no podía detener los engranajes que ya
se habían puesto en movimiento.
—Lo sé, amor —vio el dolor que reflejaba el rostro amado y de pronto, se sintió
protegida entre sus brazos. Por ahora se contentaba con que la sostuviera como a una
frágil pieza de porcelana. Ambos habían sufrido demasiado.
La hamaca se mecía lentamente, crujiendo por lo vieja que era. Los pájaros piaban
de un extremo al otro del patio como una orquesta que afina sus instrumentos al aire
libre. Pero estar juntos y abrazados de este modo no les sería suficiente por mucho
tiempo. Como si lo presintieran, los brazos se tensaron al unísono, acercándolos más.
Jacee probó la humedad, y la colonia que era privativas de Jonathan. Al arquear
el cuello dejó al descubierto la vena que llevaba la sangre a su corazón y él aprovechó
para besar el pulso palpitante bajo la piel delicada.
Jonathan se corrió al centro de la hamaca y la subió sobre sus rodillas. Ella, con
la mente concentrada en el amor que sentía por él cubrió de besos el rostro varonil,
para luego mordisquearle el labio inferior como sabía que le agradaba. La respuesta
no se hizo esperar. Dedos eróticos y sensuales comenzaron a trazar círculos sobre la
espalda sensitiva de la seductora.
—Bésame, cariño —lo azuzó ella.
Los labios cerrados pero no sellados de Jacee se frotaron contra los de Jonathan
quien, dejando de lado los breteles del vestido, deslizó la mano debajo del sostén de
encaje. Los dedos acariciaron el pezón hasta que se irguió. Entonces, la lengua de Jacee
salió disparada introduciéndose en la boca de Jonathan. Al probar la suavidad interior
de los labios, exploró más profundamente como no lo había hecho jamás.
Las manos musculosas que la habían sostenido con ternura hasta ese momento,
la aferraron contra su cuerpo viril.
Ella había estado muy equivocada y ahora que las lenguas se unían, supo que el
dolor pasado era por su culpa. Ningún hombre podía hacerla sentir así.
El negocio, el trabajo, todo lo que había considerado importante sólo lo era en los
momentos en que no estuvieran haciendo el amor. Había negociado con él por el
comercio; en vez de eso, debió haberse aferrado a lo que compartían.
Los labios de Jonathan hubieran sido el bálsamo para sus heridas. Nunca más
rechazaría lo que él le ofreciera.
—Deja que te ame —susurró ella contra la boca de Jonathan—. Necesito ser
amada con pasión.
Temblando de excitación, él bajó la cabeza para hundirla en la garganta de Jacee.
Retiró la mano que acariciaba el seno rotundo y la colocó sobre la curva de la cadera
para deslizaría a todo lo largo del muslo femenino. La sedocidad de las medias incitó
a esa mano febril a que continuara por debajo del ruedo de la falda. Una llamarada de
fuego precedía a los largos dedos temblorosos.

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Anna Hudson - Guerra de amor (Enjugaré tus lágrimas)

Jacee trató de controlar su respiración y se preguntó: “¿No sabe lo que me está


haciendo? ¿Es una nueva tortura sutil? ¡Cuánto lo deseo!”
—¿Jonathan?
Sin decir palabra, él se levantó y a ella consigo, para dirigirse a la puerta de
entrada.
—Está sin llave —susurró ella, rodeándole el cuello con sus brazos.
—Eso es peligroso —murmuró él—. Podrían robarte… o algo peor.
—Promesas, sólo promesas —respondió ella, descarada, mordiéndole el lóbulo
de la oreja—. Derecho hasta el fondo… a tu izquierda.
En cuanto él la depositó de pie sobre la alfombra, ella se despojó de toda la ropa
rechazando las manos afiebradas de Jonathan. Desnuda y anhelante se introdujo entre
las sábanas perfumadas. A los pocos segundos él la imitaba.
Cuando las pieles se tocaron, ambos gimieron de placer.
—Haz que se me pase este dolor que me mata —rogó ella.
Con impaciencia incontenible, ella le buscó los labios y abriendo los suyos,
saboreó la lengua inquisitiva. Él ronroneo que escapó de su garganta, se perdió en la
de Jonathan.
—Debo ir más despacio —le murmuró él al oído.
—¡No! —protestó ella, arañándole la espalda hasta que consiguió que él subiera
sobre su cuerpo.
—Jacee, cariño. Te extrañé… te deseé con locura —sus manos le masajeaban los
pechos mientras mordía uno y luego el otro.
Un dolor exquisito corrió por el cuerpo de Jacee arqueándola para encajarse
contra él.
—No lo hagas —le oyó decir a Jonathan, pero las caderas ondulantes no lo
oyeron. La mano pequeñita que se deslizó por el vientre plano hacia abajo, también
ignoró la orden y los dedos que lo guiaban al hueco doliente no escuchó el jadeo
audible a distancia.
—Oh, Dios, Jacee…
Ondulando las caderas y aferrando las de Jonathan, ella permaneció unida a él y
en el momento que redescubría las cimas de la pasión que se iban elevando
lentamente, Jonathan le retiró las manos y las retuvo a los lados de su cuerpo. Él se
tensó y se apartó de ella.
—¡No! —gritó Jacee, desesperada por liberar sus manos.
—Es demasiado rápido —jadeó él. Le sostuvo ambas manos con una de las suyas
y comenzó a acariciarle el cuerpo de los hombros a la cintura.
—Por favor, Jonathan —suplicó ella—. Aunque me odies, no me detengas ahora,
por favor.

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—Shh, querida —susurró él. La mano se deslizó al centro de su femineidad—.


Shh, shh —continuó, acariciándola con dedos enardecidos.
—Jonathan —gimió ella al sentir oleadas de fuego que lamían el interior de su
cuerpo. Flotaba en las alturas. Él la excitaba hasta un grado tal que no podía controlarse
ni negarse—. Jonathan —chilló arqueándose para ser lanceada.
Él liberó sus manos y ella lo apretó contra su cuerpo enardecido. Él se introdujo
una vez, profunda, completamente al tiempo que gritaba su nombre.
—¡Sí, sostenme amor, no me dejes! —la voz de Jonathan temblaba de excitación
no contenida. Se tendió sobre ella cuan largo era y mordió ansioso los pechos
enhiestos.
—Eres deliciosa —continuó él, mamando de sus pechos con ternura, luego gimió
y se enderezó para besarla en los labios. Lentamente y con sumo cuidado, él se separó
un poco y acarició y masajeó los senos sensibilizados hasta que Jacee creyó que
estallarían.
—¡Otra vez, amor! Juntos todo el tiempo esta vez —murmuró él—. Abre los ojos.
Déjame ver los fuegos de cobre.
Lentamente, ella los abrió. Brillaban de saciedad.
—Eres un amante maravilloso —dijo ella.
—No pensabas eso hace unos minutos —respondió él, retirándose de ella un
poco más.
Jacee le envolvió las caderas con las piernas enroscadas y le preguntó:
—¿Por qué?
—Porque, querida, eres una descarada mujercita sensual.
—Hmmm —la lengua de él, como dardo vivaz, no le permitió que dijera palabra
alguna.
—Porque fueron dos largos meses solitarios —explicó él.
—Mmmm —respondió ella.
—Porque hubieras sido una descarada mujercita sensual muy frustrada si yo no
fuera un buen amante.
—Pero, no se supone qué los hombres sean capaces de…
Jonathan rio ante la ingenuidad de Jacee.
—Cariño, si un hombre desea satisfacer a su mujer, puede contenerse y aminorar
la marcha. Eso es parte del amor… del cariño…
Ella no deseaba más explicaciones. Contorsionándose, arqueándose y
retorciéndose, Jacee comenzó a escalar las cimas del éxtasis una vez más. Aprisionó las
caderas de Jonathan y lo llevó consigo. Amaba a este hombre, sin él podía sobrevivir,
pero no vivir en plenitud. Lo otro, podría ser excitante, pero era el polo opuesto alas
alturas dé placer a las que él la estaba llevando.

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Saciados, liberados de los deseos sexuales, permanecieron tendidos uno al lado


del otro diciendo palabras de amor.
—¿Jonathan? ¿Por qué titubeaste en traerme al interior de la casa?
—Estaba atrapado entre hacerte el amor apasionadamente y, bueno, hiciste que
olvidara el motivo por el cual te aguardaba en las sombras.
—Yo esperaba que ésta fuera la razón —replicó ella, pellizcándole el pezón
imperceptible.
Jonathan se reclinó fuera de la cama y levantó el pantalón que había dejado en el
suelo. Rebuscó en los bolsillos y extrajo un pequeño estuche de terciopelo verde.
Encendió la lámpara, rodó por la cama y lo depositó sobre su pecho mientras una
amplia sonrisa se esbozaba en su rostro.
—Eso —dijo, señalando el estuche—, es la razón por la que vine.
A Jacee le brillaron los ojos, era un estuche de anillos. Su primer impulso fue
tomarlo y abrirlo de inmediato. Extendió la mano, pero se contuvo y lo colocó sobre la
cintura de Jonathan.
—¿No se supone que debes formular una pregunta antes que lo abra? —preguntó
ella, deseando oír sus palabras.
Él rodó hasta quedar de costado y apoyando la cabeza en la mano, observó con
satisfacción el estuche de suave terciopelo verde descansando entre los pechos
voluptuosos de Jacee.
—Yo sí tengo una pregunta que hacerte.
Jacee contuvo el aliento, cerró los ojos y aguardó.
—¿Estarías aquí si Scotty no te lo hubiera dicho?
Los ojos de Jacee se abrieron y parecieron salirse de sus órbitas.
—¿Qué?
—Ya oíste la pregunta.
—¡Vaya! No sé qué se supone que Scotty debió decirme —respondió ella,
disgustada con la pregunta tan poco romántica.
—No te hagas la tonta. Él te habló sobre la fecha que aparece en el formulario de
descargo, ¿no es así? —su tono era serio y grave—. De otra manera, tú nunca hubieras
ido a la conferencia.
—Jonathan, no sé de qué estás parloteando. Estás en mi cama porque aquí es
donde te quiero. ¡Hombres! —se quejó en voz alta.
Estaba más que exasperada.
“Aquí estoy esperando una proposición matrimonial y él revuelve las cenizas
frías!”
Jonathan pegó un salto, tiró la cabeza atrás y lanzó una carcajada estruendosa.
—¡No lo sabes! Si hubieras leído el formulario detenidamente…

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—Pero lo hice —protestó ella—. Una y otra vez para ser exacta.
—La fecha. ¿Notaste la fecha?
—¿La fecha era importante?
—Puedes apostarlo, señorita. Antes que llevaras el cheque yo ya había pagado
los impuestos. No podía evitar que lo cerraran, pero al pagar los impuestos sí conseguí
que lo abrieran inmediatamente.
—¿Tú pagaste los impuestos? —preguntó ella, azorada.
Jonathan asintió con la cabeza.
—Entonces, cuando no respondías a mis llamadas, me figuré…
—¡Que yo no cumpliría con mi parte del soborno! —concluyó ella, casi furiosa.
—… que tú eras la que había tenido una aventura de verano —dijo él, dando
término a la oración.
Jacee vio en el rostro amado la réplica de sus propios temores y además la
vulnerabilidad para ser herido por cualquier palabra o gesto desconsiderado.
—Te amo con todo el corazón, de cuerpo y alma, Jacee —alzó el estuche y lo abrió
dejando al descubierto un enorme solitario que refulgía bajo la luz de la lámpara—.
¿Te casarás conmigo, Jacee Warner? —preguntó guiñándole el ojo con picardía—. El
anillo es un soborno —agregó.
Ella no necesitaba responder, ya lo había hecho al invitarlo a entrar a su casa. Con
un guiño sensual, ella extendió la mano y sacó el anillo del estuche.
—Sólo si me prometes poner un candado —él alzó una ceja—… en la puerta de
esta casa… con nosotros adentro.
Y ello hizo. Más tarde.

Fin

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