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Me desperté a las dos de la tarde, después de que una rata gigante buscara

introducirse en mi uretra. Todavía entredormido, intenté deshacerme de ella dando


pequeñ os giros entre las sabanas, sobresaltos entrecortados en los que apenas podía
levantarme medio centímetro. Consciente de mi inconsciencia, introduje mi mano
izquierda bajo la trusa y en un movimiento breve, como quien no desea encontrar lo
que busca, levanté el resorte del calzó n. Casi al instante, pude palpar lo que parecía ser
el lomo de un roedor: un matojo de hilos tiesos, que al tacto se parecían a las esquirlas
de un erizo, punzantes y hú medas. De inmediato, un cosquilleo sordo se originó en mi
columna, concentrado en la médula y tenue en la nuca. Se extendía incluso má s allá de
lo corpó reo, como un dolor fantasma: urente e insípido. Una pesadilla dentro de un
sueñ o despierto. Estaba paralizado, los muslos me temblaban. La mano izquierda
permanecía inmó vil, atrapada en la maleza oscura. Estaba por retirarla cuando un
pedazo de carne me rozó los dedos. Volví a despertar. Había sido un sueñ o.

Eran las dos de la tarde cuando me desperté. El sol entraba por la ventana en una hora
putrefacta y Melisa seguía dormida. Tenía sed y había pasado el medio día sin un tafil
en la garganta. Me proponía a ir por un vaso de agua cuando sentí un bulto en la
entrepierna. Levanté las sabanas con urgencia, esperando lo peor. Y ahí estaba, el
bulto, la cosa en sí, no lo podía creer. Me tallé los ojos y volví a levantar la trusa. Ya en
el mundo real, una mata espesa, negra como la brea se esparció entre mis dedos. Má s
al fondo, una carne tersa. No era una rata, sino una erecció n dolorosa y purpura.

Estaba caliente, como todas las mañ anas —me dije—, incluso en esta mañ ana de
tarde. Tenía el cuerpo de Melisa a mi lado, tibio, semidesnudo. Melisa dormía
bocarriba, con la cabeza algo inclinada. Salvo unas bragas amarillas que compramos
en Victoria’s Secret el añ o pasado, Melisa permanecía desnuda. No era la primera vez
que profanaba su cuerpo dormido. —Sé que me follas cuando estoy dormida, pero al
menos usa preservativo, cabró n—, me había dicho alguna vez. Y yo se la metía
seguido. Nunca use condó n.

Me aproximé a su cuerpo como un gusano, guiado por un magnetismo insospechado.


Acaricié sus muslos, líquidos, como dos esferas de agua. La despojé de sus bragas de
algodó n importado y elastano. El pedazo de tela se perdió entre las colchas, como un
ná ufrago entre sabanas de seda. Introduje mis dedos en su vagina con gran dificultad,
pues estaba desértica. Intenté suavizarla con un poco de saliva, una baba espesa y
á cida que só lo logró resecar má s la hendidura. Un poco decepcionado, opté por
restregar mi verga en su espalda, pero algo me lastimaba en el glande. Era un dolor
punzocortante, como una basurilla incrustada en el ojo. Me revisé con cuidado y
descubrí que tenía el prepucio inflamado. Ardía y estaba caliente, era una masa
amorfa, parecía un trozo de jamó n serrano. Maldita sea.

Pese al coito frustrado, Melisa seguía dormida. Los rayos del sol se filtraban por las
persianas, siendo el punto de encuentro el rostro de Melisa. No parecía molestarle,
como tampoco parecía molestarle que le metiera los dedos. Me levanté de la cama y
fui por un vaso de agua. Un trago y dos tafiles al hilo. Abrí un litro de leche Parmalat y
lo vacíe en un recipiente morado repleto de Corn Flakes. Regresé a la habitació n y
tomé asiento en un sofá contiguo a la cama. Mientras la leche hacía la mitad del
proceso digestivo con las hojuelas, yo contemplaba el cuerpo en reposo de Melisa.
Como una pintura de dadaísta: hombre comiendo hojuelas.

Es así como pasa la vida frente a sus ojos, evanescente y tenue; detrá s de un vaivén de
caderas, la humanidad se disuelve. Cara o cruz, vida o muerte. Al final, ¿qué es la mujer
sino un caso de vida o muerte? Schopenhauer decía que toda vida es esencialmente
sufrimiento y que este suplicio nos es legado por los padres como traició n primera. Y
yo que nunca pedí venir al mundo, he sido doblemente traicionado, doblemente
ultrajado. La mujer que duerme plá cidamente bajo las sabanas me traicionará . Aquella
mujer que me dio la vida hace 26 añ os se ha ido, tal y como se irá esta hija de la
chingada.

Las mujeres se van aunque se queden, los hombres se quedan aunque se vayan. Hace
dos añ os que estoy con Melisa. No importa có mo nos conocimos, los encuentros
siempre son desgraciados como estú pidos. No hay que ser muy astuto para darse
cuenta de que todo encuentro es en principio una ruptura. Lo verdaderamente
extraordinario está en el hecho de que una mujer como ella se haya fijado en un
hombre como yo. Melisa es una mujer bella, de un solo verso. Como toda mujer bella,
una mujer inabarcable. Por concepto, Melisa es propiedad pú blica, su belleza no me
pertenece. En cualquier momento podría apartarse de mi lecho y anidar en cualquier
otro. Pero no es esto lo que me preocupa, al igual que Kafka, mi verdadero miedo
consiste en que jamás podré poseerla. Que en el mejor de los casos me veré limitado
como un perro Inconscientemente fiel, a besar su mano que, distraídamente, dejará a mi
alcance, lo cual no será, por mi parte una señal de amor, sino un signo de la
desesperación del animal eternamente condenado al mutismo y a la distancia.

Han pasado 26 minutos desde que me levanté de la cama, 26 minutos en los que me ha
dado tiempo de pensar en Melisa y en Kafka y también en Schopenhauer. Melisa sigue
dormida, parece que no va despertar y en efecto, no va a despertar nunca. Anoche,
mientras hacíamos el amor, la asesiné. Veníamos de casa de Enrique, un compañ ero
del trabajo, habíamos estado bebiendo mucho. Melisa cuando bebe se pone muy
cachonda y yo, bueno, yo siempre estoy caliente. Ya en el departamento, nos
desvestimos con urgencia adolescente, como quien presiente que el tiempo está por
claudicar. Melisa se reclinó en la cama y yo me apoltroné a sus pies, sin muchas ganas
de continuar ascendiendo. Las manos me temblaban, como si fuera la primera vez.
Con Melisa todas las veces eran la primera vez. Arrodillado como un monaguillo que
está por recibir la eucaristía, retiré sus zapatos. Empecé lamiendo su empeine, luego la
planta del pie, iba del taló n al dedo gordo del pie. Me gustaba perderme en la oquedad
de sus dedos. Si algo me gustaba de Melisa eran sus pies, prepotentes y autó nomos. De
sus pies, pase a sus rodillas, de sus rodillas a sus caderas. No mires abajo, no mires
abajo. Trepé sus caderas como quien escala los Pirineos o las rocallosas, ahogado, un
poco mareado. Detuve mis labios en sus pezones, enhiestos por la fricció n de mis
dedos. Luego vinieron los hombros, de los que me sostuve hasta llegar al cuello, el
punto de anclaje. A un metro de sus pies, tenía la respiració n entrecortada y la vista
nublada. Me aferré a su cuello como un niñ o aferrado a las faldas de su madre. Podía
sentir como se inflamaban sus venas, tenía los ojos cerrados y no hacía otra cosa que
seguir apretando. Algo escurría entre mis piernas, podía ser semen, podía ser orina.
No lo sé. Entonces, la calma.
Melisa se ha ido, se fue para siempre, se fue sin mí. No volverá . ¿Puedo decir que fue
mía? Ahora que no está , ¿a quién le pertenece? Yo era de Melisa y Melisa era mía. Yo le
pertenecía. Aú n ahora, sigo siendo de ella, incluso má s que antes. En cambio, ella
nunca me perteneció y ahora que se ha ido, sigue sin pertenecerme. Soy dueñ o de su
ausencia, que es a lo ú nico que todo hombre puede aspirar, a ser un coleccionista de
ausencias. Un coleccionista de ausencias, eso soy. La orfandad me persigue, quizá mi
verdadera progenitora. Escribo esto mientras pienso que será mejor que me vaya,
pues quizá allá , donde quiera que estén las personas que se van, Melisa pueda ser mía.
Abro el armario, pero no hay cuerdas. De las sabanas me hago una soga improvisada.
Hay un intersticio en el techo, entra perfectamente. Uno y dos nudos. La colocaré
alrededor de mi cuello y me lanzaré al vacío, a terminar lo que el cordó n umbilical
debió haber hecho hace 26 añ os.

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