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EL ÁRBOL DE LA VIDA

—… ¡Buenos días! Soy Selene Guzmán y esto es: ¡Sabores que despiertan!

La escandalosa voz de Selene, acompañada de guitarras y tambores, terminó de despertar a


Enrique. Había estado escuchando la transmisión desde que el televisor se encendiera, pero
no había querido abrir los ojos. Todas las mañanas el televisor se prendía a la misma hora,
puntual al noticiero, pero el verdadero despertador de Enrique era la sección de Selene. El
tamborileo y el requinto de Santana, le indicaban que debía abandonar su letargo.

Entresueños, recibía las voces de Jimena y Alejandro, la nueva fórmula de Ozono


Televisión para su noticiero matutino. Una pareja que sin duda había logrado darle cierta
frescura al noticiero más importante del país. Le gustaba sentirse acompañado de la voz de
Jimena, una voz dulce, amable con el oído matinal. Escucharla lo transportaba a sus años
como estudiante de primaria, a esa infancia de seis de la mañana acompañada de huevos
revueltos y leche tibia. Esa infancia que, como todo niño, tanto había despreciado y que
ahora recuperaba a través del televisor, ya sin huevos revueltos ni leche tibia.

¿Cuándo fue la última vez que había desayunado huevos revueltos? Se preguntaba, todavía
entre las sabanas. Con las glándulas salivales henchidas de baba, Enrique rememoraba el
sabor del huevo: la suavidad esponjosa de la yema y la consistencia gelatinosa de las claras.
El huevo, ese ingrediente ya extinto que antaño diera origen a tantos platillos. Desde los
huevos potosinos a los exquisitos merengues, el postre favorito de Enrique. Postre que hoy
sobrevivía sólo en su memoria.

Desde que el mundo le declaró la guerra al maltrato animal, la alimentación perdió su


impronta culinaria. El sabor, tantos años perfeccionado, era derrotado por los fundamentos
de la ética. “El hombre, alguna vez antiguo, alguna vez salvaje, cazó para desarrollarse.
Hoy, viéndose desarrollado, tiene la obligación de proteger lo que alguna vez le diese la
vida. ¡No más sangre! ¡No más dolor! Por una conciencia más humana, declaremos la
guerra a la barbarie. No más consumo de animales”. Dictaba el código civil de los derechos
animales.
En pro del nuevo orden, desaparecieron las carnitas y el chicharrón, los filetes y el
camarón. No más caldos de pollo, molitos de olla o cualquier platillo cuyo ingrediente
primario, secundario o terciario fuera de origen animal. Alimentos cien por ciento vegetal,
nada más. Bienvenidas sean las espinacas, el tofu y la soja. Bienaventurados sean la leche
de almendra y los copos de avena. Declarada la guerra a la barbarie, la batuta gastronómica
le pertenecía a los vegetales.

Enrique ocupaba el tiempo que duraba la sección de Selene para meditar. Nada le parecía
más repugnante que esos programas de cocina, repletos de buenos deseos y recetas
mediocres. ¿Creían esos idiotas que a eso se le podía llamar cocina? No hacían más que
repetir formulas: ahora una taza de algas, dos pizcas de sal, un poco de jengibre, 200
gramos de harina de trigo”. Algas por todos lados. La buena gastronomía murió hace
muchos años, sentenciaba. No le molestaba comer algas todos los días, con el tiempo, uno
se acostumbra a comer siempre lo mismo, lo que no podía soportar era que siguieran
imitando la gastronomía carnívora. Si tanto extrañaban a las hamburguesas, ¿por qué no
regresaban al sirloin? ¿Por qué imitar lo que desprecias? Si tan sólo fueran más creativos,
decía.

Cuando la sección terminó, Enrique se dirigió a la cocina. Después de sus cavilaciones se


sentía un poco asqueado, pero no lo suficiente como para perder el apetito. Abrió el
refrigerador, de donde extrajo una botella de leche de coco, la cual acompañaría con un
poco de almendras troceadas y fruta picada. De la alacena tomó un tazón color arena, que
colocó sobre una barra que dividía la cocina del comedor. Vació la leche, esparció las
almendras y picó la fruta. Un desayuno frugal comparado con los huevos benedictinos de
cuando tenía seis años.

De regreso a la habitación, con el tazón en mano, le subió tres niveles más al televisor.
Estaba en comerciales. En la pantalla se anunciaba una nueva marca de algas, traídas desde
Senegal. La publicidad, comparada con la de los chinos, era sencilla, pero prometía
mayores beneficios. En la recta final del comercial, aparecía una leyenda en la parte inferior
en la que se leía —Come con conciencia—. Enrique deglutía sus cereales con indiferencia,
comía porque el cuerpo se lo exigía, no porque él lo deseara. De los pecados capitales, la
gula había desaparecido.
Terminada la tanda de anuncios publicitarios, Jimena y Alejandro regresaron a la pantalla.
Eran casi las siete y Enrique aún tenía tiempo de seguir perdiendo el tiempo, antes de tener
que irse a trabajar. Se recostó entre las colchas y reclinó los cojines hasta obtener la
inclinación suficiente para poder mirar el televisor cómodamente. En pantalla se podían
observar a los conductores y aun tercero que Enrique no reconocía, una mujer de mediana
edad, delgada y muy arrugada. Sólo pudo reconocerla hasta que delante de ella se dibujaron
unas letras con su nombre, seguido de su ocupación: Dra. Rosario Castelán, Directora del
Instituto de Ecología del a UNAM. Enrique le subió dos rayitas.

—Muy buenos días, doctora. De antemano, déjenos agradecerle que se haya tomado la
molestía de venir hasta aquí, a platicar con nuestro público, que seguramente estará muy
entusiasmado con su visita.

—La doctora Rosario Castelán es egresada de la Universidad Nacional Autónoma de


México. Estudió la licenciatura en biología y más tarde se especializó en temas
ambientales. Tiene un doctorado en Ecología, Conservación y Restauración de
Ecosistemas y además ha sido miembro de la Organización Mundial del Medio Ambiente.
Actualmente ha trabajado de manera conjunta con el gobierno en distintos proyectos de
infraestructura sustentable.

—Hoy está con nosotros para hablarnos del comunicado que dictara la OMMA hace unas
horas, informe que ha paralizado a todos los jefes de estado y que algunos señalan como
“la noticia más importante de la historia”.

—Dígame, doctora, ¿estamos ante la noticia más importante de la historia? ¿Es este el tan
aclamado fin? Explíquenos, por favor. Y muchas gracias por estar aquí.

—Buenos días, Jimena. Buenos días, Alejandro. Es un honor para mí estar aquí con
ustedes, con su público. En Ozono Televisión siempre han sido muy generosos conmigo y
además, siempre se han caracterizado por ser muy responsables con su audiencia, cosa
que se agradece. Pero a ver, ¿por dónde empezamos? Entiendo el desconcierto que todo
esto ha generado en las personas, no es para menos, considerando que estamos hablando
de la noticia más importante de la historia…
—¿Está usted diciendo que sí lo es?

—Bueno, lo que pasa es que después de esto, no creo que pueda haber algo más importante
y en caso de haberlo, será entendido de otra manera. ¿A qué voy con todo esto? Decía que
entiendo la incertidumbre que hay alrededor del “árbol de la vida”, pero también me
extraña. Me extraña porque el gobierno, no digamos ya el local, el gobierno mundial ha
sido muy claro y muy transparente con todo esto. Desde que se inició el proyecto, la
información ha permanecido abierta a todas las personas. Se han hecho campañas,
conferencias, pláticas e incluso se ha impartido una asignatura en las escuelas. Vamos,
que el gobierno ha sido muy puntual. Ahora, entrando ya de lleno al comunicado, el
mensaje ha sido claro. Pero para quienes aún no lo hayan comprendido, sólo deben
entender una cosa: el proyecto ha concluido.

—¿Qué quiere decir con esto, doctora? ¿Estamos listos para la transmigración?

—En términos generales, sí. Y esto es algo que ya se veía venir. Después de la Cumbre de
Dakar, los informes que dieron el Centro de Altos Estudios y la Inside Corps, eran
contundentes. La única razón por la que no habían dado luz verde a la transmigración se
debía a un error mínimo, pero lo suficientemente relevante para detener la operación. Un
error de software, para ser más específicos. Fallo que evidentemente ya solucionaron. Era
sólo cuestión de tiempo para que esto pasara.

—Sólo para situar al televidente, doctora. La Cumbre de Dakar se realizó, como bien
sabemos, en Agosto, luego de que los diferentes jefes de estado se reunieran con científicos
y empresarios para determinar el camino del Árbol de la vida. Ahora, ¿sería tan amable de
explicar nuevamente que es esto del proyecto Fotosintético o popularmente conocido como
Árbol de la vida?

—Claro que sí. Mira Alejandro, Jimena… público que nos escucha. El Árbol de la vida es
un proyecto que nació hace una década, aproximadamente, esto a raíz de un
descubrimiento que se dio en la Universidad de Sudáfrica. En Sudáfrica se había estado
investigando la capacidad sensitiva de las plantas, querían fabricar un tipo de alga
resistente a todos los climas, pero los resultados no eran del todo claros. El científico a
cargo de la investigación era el doctor Garret Armattoe, especialista en algas y hortalizas.
Armattoe había demostrado ser un científico sumamente talentoso, anteriormente había
desarrollado un hibrido que no requería mucho tiempo para desarrollarse; sin embargo,
esta vez, la apuesta era muy grande. Fueron años de investigación en los que nunca pudo
encontrarse algo de valor. Nada con respecto a las algas, pero si con otra especie: las
lechugas. Y he aquí el inicio de todo esto. El doctor Armattoe, más jugando que
investigando, desarrolló un dispositivo que conectaba una lechuga vulgar, como las que
solían vender a en los supermercados, a un computador. Armattoe buscaba registrar las
reacciones de estas plantas a estímulos externos, quería ver como respondían, por ejemplo,
a una pieza de Mozart. Y, oh sorpresa, ¿qué fue lo que encontró? Emociones, piedad, goce
y dolor. Encontró sufrimiento. Noniceptores. La lactuca sativa tenía noniceptores. Esto
naturalmente puso de cabeza a todo el gremio científico, que de inmediato tomó cartas en
el asunto. ¿Cómo sostener un modo de vida de la no-barbarie, si incluso las lechugas
sentían dolor? ¿Cuántas lechugas habían perecido frente al filo del cuchillo? ¿Cuántas
seguirían siendo sacrificadas en pro de la vida humana? Fue un colapso tremendo. Esto y
la crisis de los hidrocarburos, empujó a los gobiernos a buscar nuevas formas de vida,
nuevos horizontes, nuevos mecanismos de coexistencia. Y fue así como nació el proyecto
Fotosintético, que básicamente es la transmigración del cuerpo a la planta. Claro que no
es la planta que cualquiera podría imaginarse, no es que vayamos a convertirnos en un
pino o en un abeto. Se le llama árbol de la vida porque se trata de un dispositivo
contenedor de vida, contenedor que funcionará mediante celdas solares y que vivirá tanto
como vida tenga el sol. Ahora, el proceso usted ya lo conoce. A través del adaptador que
ya les ha sido aplicado en sus centros de salud, les será conectado un cable, cable que
realizará la operación transmutadora, transportándolo así hasta el árbol de la vida,
concluyendo así la transmigración.

—¿Seremos algo así como una especie de savia universal?

—Me gusta la metáfora, pero es más que eso. El árbol de la vida, además de vivir muchos
años, tiene una ventaja absoluta: erradica el dolor. No hay sufrimiento en el árbol, así
como tampoco es capaz de generarlo. Así que no se preocupe. Lo difícil será
acostumbrarse a la eternidad.
—A todo se acostumbra uno, doctora. Todo sea por el bien de la humanidad. ¿Verdad,
Jimena?

—Claro que sí Alejandro, a todo se acostumbra uno, menos a seguir lastimando.

—Así es Jimena. Pero bueno, doctora, se nos está terminando el tiempo y tenemos que ir a
corte. No sabe cuánto agradecemos el que haya estado usted aquí con nosotros. Sus
respuestas, creo, han despejado todas las dudas posibles. De cualquier manera, estaremos
recibiendo llamadas en caso de que no haya quedado muy claro. Y bueno, no queda más
que esperar a que llegue el día. Ya nos estaremos viendo por allá.

—No, muchas gracias a ustedes por el espacio, pero antes de irme, me gustaría aclarar
una cosa. La transmigración no va a prolongarse. Lo más probable es que en un par de
horas ya estén dando la noticia. Yo calculo que para mañana ya estemos empezando con el
viaje.

—¿Tan pronto?

—Así es, no podemos seguir esperando. Si nos hemos tardado tanto en dar el paso es
porque el software no estaba listo, pero ahora que ya lo está, es un asunto de vital
importancia. No podemos seguir haciendo daño. Por eso te decía al principio que no era
nada exagerado señalar esta noticia como la noticia más importante de la historia. Lo
único que los ha detenido es quizá la falta de información, pero una vez que se haya
llegado a todos los rincones, darán luz verde, y en estos tiempos, Alejandro, sabes muy
bien que la información corre muy rápido. Nadie puede quedarse fuera del proyecto.

—Nadie, exceptuando a los caníbales. Tengo entendido que ellos no serán admitidos en el
programa Fotosintético.

—No, no lo están ni deberían estarlo. Quienes estén juzgando condena alguna, no serán
admitidos en el proyecto. Es triste decirlo, pero ellos se lo buscaron.

—Concuerdo con usted, pero ya hablaremos de eso, tenemos el tiempo encima. Muchas
gracias por haber venido y hasta entonces.

—Muchas gracias a ustedes y hasta luego.


—Vamos a un corte informativo y regresamos.

«Regresando: Desmantelan centro de operaciones del grupo delictivo conocido como Los
Kurowai, más de diez cerdos fueron rescatados. Y en las noticias locales, una mujer es
encarcelada por acoso animal, tenemos las imágenes. Todo esto al regresar, ya volvemos».

Enrique estaba confundido, no podía creer que el fin del mundo estuviera tan cerca. No era
desconocido para él el dichoso proyecto e incluso ya contaba con su propia ranura craneal.
De manera que así se siente la muerte, se dijo. Uno cree estar listo para el día que esta
decida venir, pero cuando ya la tienes enfrente, no sabes cómo vas a reaccionar. Enrique
creía estar preparado, pero la cercanía del apagón comenzaba a preocuparle. No podía
terminar así, tan de repente. Además, ¿estaba seguro de querer vivir por siempre? Si apenas
podía sostener su existencia de lunes a viernes, ¿podría hacerlo durante millones de años?

Para colmo se le había hecho tarde y pese a que el fin del mundo estaba a la vuelta de la
esquina, le preocupó no poder llegar a tiempo su trabajo. Enrique trabajaba como profesor
de historia en una preparatoria que se localizaba a pocos minutos de su casa, aunque
también se dedicaba a la investigación. Decidió licenciarse en historia porque le parecía la
carrera más distante a los preceptos establecidos. La mayoría de sus compañeros se
matricularon en licenciaturas afines a la ecología y la biología.

No podía seguir perdiendo el tiempo, ya pensaría después en el fin del mundo. Tomó sus
libros y los acomodó en un morral de tela biodegradable. Llevaba dos libretas, una en
donde guardaba los apuntes de la clase y la otra en donde tenía almacenada su
investigación: un trabajo sobre la desaparición del toro de lidia. Las ventajas de ser un
historiador es que podías tener acceso a ciertos documentos, que en otras circunstancias,
permanecían vetados.

Enrique bajó las escaleras a toda prisa, cruzó el dintel de la puerta y se dirigió a la escuela.
No había necesidad de usar transporte público, si se apresuraba, podía llegar a tiempo;
resoplando, pero a tiempo. Si algo valoraba era caminar y caminar era algo que se podía
disfrutar en esos días. De entre toda esa parafernalia moralista, había cosas que podían
rescatarse.
Aunque ya era tarde, la preparatoria estaba casi vacía; nadie quería pasar el último día de su
vida física estudiando. Enrique entró a su salón y para su sorpresa, más de la mitad del
alumnado permanecía sentado. Quizá buscaban encontrar algún tipo de alivio en sus
palabras, algo que los acompañase en su metamorfosis de personas a vegetales. Un último
suspiro antes del día final.

—Buenos días, muchachos. Disculpen la tardanza, pero… —no pudo terminar la oración,
pero no hacía falta porque nadie le contestó.

Supo que no sería fácil dar la clase ese día. Colocó su mochila sobre el escritorio y de ella
extrajo una de las libretas y un lapicero. Fingía estar preparando la clase. Tomaba falsas
notas y disimulaba estar concentrado en la lectura. Carraspeó un poco. No se le ocurría
nada. La última vez que había dado la clase, estuvieron hablando de la decadencia
estadounidense, hoy eso le parecía irrelevante. Lo mejor sería improvisar, pero ¿cómo
empezar? Dio otro vistazo a su libreta y esta vez sí pudo leer lo que veía: “Sí, en el toreo
está presente la muerte, pero como aliada, como cómplice de la vida: la muerte hace de
comparsa para que la vida se afirme.” Una cita de Fernando Savater venía a rescatarle.

—Me imagino que ya todos se habrán enterado de la noticia, ¿alguien tiene algo que decir?

—Era cuestión de tiempo —musitó uno de sus alumnos.

—¿Alguien más?

—¿No hay nadie que quiera agregar algo más? ¿Se van a quedar callados? No sé si se han
puesto a pensar en esto, pero esta puede ser la última vez que podrán participar en algo que
no sea sólo sobrevivencia.

—¿A qué se refiere con eso? —preguntó una alumna.

—Me refiero a que después de mañana, nuestra existencia será meramente virtual. De ahora
en adelante viviremos por vivir, anclados a la vida sin poder participar en ella, como un
bulto que se deja arrastrar. Viviendo sólo por sobrevivir. —Sus alumnos enmudecieron
todavía más, no daban crédito a lo que su profesor les acababa de decir. Estaban
confundidos. ¿El profesor que tantos años se había caracterizado por ser un hombre recto y
cabal, decidía sublevarse en pleno fin de la historia?

—Pero profesor —alguien se atrevió a responderle—, esto que estamos haciendo es por el
bien de la humanidad, por el progreso, ¡por la evolución! Durante siglos hemos destrozado
lo poco que tenemos. Ya sabe usted cuantas especies tuvieron que desaparecer para que nos
diéramos cuenta del mal que estábamos haciendo. Además, no puede haber mejor vida que
una vida sin sufrimiento. No sufrir y no hacer sufrir son…

—¡No sean pendejos! —sentenció abruptamente Enrique mientras daba un manotazo en el


escritorio.

—Oiga, usted no es quien para…

—¿Oiga? ¡Ni madres! Ya escuché suficiente. ¿Progreso? ¿Cuál pinche progreso? Esto no
es por la humanidad, es contra la humanidad. Esta generación se ha empeñado en existir
superficialmente o, lo que es lo mismo, a no existir. Detrás de toda esta parafernalia
artificial, está el anhelo de suprimirnos como humanidad. No es que queramos vivir mejor,
es que no queremos vivir. Necesitamos que alguien más viva la vida por nosotros. Primero
fueron los animales y ahora son los vegetales. ¿Qué clase de vida es esta en la que para
poder vivir hay que desaparecer?

—Se equivoca, si nos vamos es porque no podemos seguir lastimando a los débiles.
Nuestra capacidad mental ha crecido tanto que encontramos la manera de prescindir del
cuerpo, ese pedazo de carne que tantos problemas nos ha causado. Enfermedades, muerte,
pobreza. Hoy tenemos la oportunidad de terminar con eso y no podemos desaprovecharla.
La eternidad es nuestra.

—¿Y para que quieres tú la eternidad? ¿Cuánto puede durar la eternidad almacenada en un
archivo? ¿Qué es la eternidad para un autómata? ¿Qué es la eternidad para una roca? La
eternidad dura un instante y más vale que vivas ese instante. La vida es vida porque existe
la muerte, sin la muerte, la vida se muere. Intentar eludir a la muerte es el camino más
próximo a ella y toda sociedad que intente escapar de la muerte está condenada a perecer.
—¡Es usted un antropocéntrico! Si no fuera porque mañana es el día de la transmigración,
ya lo habríamos denunciado con el Comité de Vigilancia. Váyase a descansar a su casa, no
vaya a ser que alguien más lo escuche y se quede sin la oportunidad de formar parte de tan
noble proyecto.

—¡A mí no me dices que tengo que hacer, escuincle pendejo! Es más, vayan. ¡Vayan!
Entréguenme al Comité y líbrenme de este suplicio. Yo no tengo nada que perder, los
únicos que están perdidos son ustedes. Y hablando del Comité, ¿se han puesto a pensar en
los forajidos? ¿Se han puesto a pensar en los pobres? ¿En los que decidieron no seguir con
este mierdero ecologista? Con que noble proyecto, ¿no? En cuanto la OMMA haya
terminado las transmigraciones los va a dejar aventados, como diríamos hace tiempo, como
perros. Nos hemos preocupado mucho por el sufrimiento de otras especies, cuando de lo
que realmente debimos habernos ocupado es del sufrimiento propio. Y no me refiero a ese
subterfugio que se han inventado los científicos, porque sí, es verdad que allí no habrá
sufrimiento, pero no porque lo suprima, sino porque nos suprimirá con él. El principal error
de las civilizaciones fue haber creído que entre más fácil fuese la vida, sería mejor. Y he
aquí la penitencia. Quién habría imaginado que para poder salvarnos, había que
desaparecern…

—¡Ya cálleseeeee!

Estaba por responder al aullido, cuando sintió un fuerte golpe en el ojo. Rubén, uno de sus
alumnos le había lanzado unas tijeras. Fue tan rápido que ni siquiera le dio tiempo de sentir
dolor. Lo siguiente fueron flashazos rojizos y un río embravecido de sangre. Se llevó las
manos al rostro, esperando no encontrar a las tijeras, pero ahí seguían, insertadas en su
pupila como un dardo en la diana.

—Pinche Rubén, ¿qué hiciste? Ahora sí te metiste en problemas.

—¿Yo? Este cabrón me provocó. Él es el que debería estar temblando porque ahorita
mismo voy a reportarlo con el Comité. Ustedes están de testigos.

—Tienes razón, ¡vamos a acusar a este hijo de la chingada!

—¡Sí, vamos!
Rubén salió del salón, acompañado de tres compañeros más. Mientras tanto, Enrique
permanecía en shock, algo mareado por el golpe. No sabía qué hacer, si quitarse las tijeras
o dejarlas como estaban. ¿Era prudente pedir ayuda? ¿Y si decidían apoyar a Rubén? Lo
mejor sería que se pelara, pero ¿cómo? ¿Con o sin las tijeras?

Salió corriendo con las tijeras en el ojo. Por suerte la escuela permanecía vacía y nadie lo
vio salir en tremendo estado. Tenía la playera bañada en sangre y las piernas le temblaban,
no llegaría muy lejos en esas condiciones. Sin embargo, el sólo recordar que se había
revelado contra el orden establecido, lo llenaba de júbilo. Se decía a sí mismo que de morir
desangrado, moriría satisfecho.

Tambaleando por las banquetas, logró llegar a un callejón y allí se sentó. Estaba oscuro y
húmedo. A su izquierda había un contenedor de basura, contendor que después estaría a su
derecha, pues lo usaría para esconderse de la luz que daba la calle. No sentía las piernas y
las manos comenzaban a dormirse. Sentía desvanecerse. Quién sabe cuanta sangre había
perdido. Tenía ganas de vomitar lo poco que había desayunado, pero se contuvo. Se
contuvo y después de desmayó.

Cuando se despertó el basurero ya no estaba allí. Se despertó por etapas, como un ciego que
no termina de acostumbrarse a los rayos del sol. Pensó que todo era parte de un sueño. Una
horrible pesadilla titulada “el fin del mundo”. Se rascó los ojos para poder ver mejor,
cuando sintió un vendaje en su ojo izquierdo. La pesadilla había comenzado.

Con su ojo derecho se dio cuenta de que ya no estaba en el callejón, cosa además obvia,
pues ¿de dónde había sacado un vendaje? Y más importante aún, ¿quién le había puesto ese
vendaje? Se levantó de donde estaba y caminó unos cuantos pasos hasta que dio con una
puerta de color blanco. Al atravesarla, un hombre lo recibió. Llevaba una sudadera
azulmarino y pantalones de mezclilla.

—¿Ya te sientes mejor? Casi no la cuentas. Si no llego, te desangras.

—¿Dónde estoy?

—No te lo puedo decir todavía, espérate a que pase la ceremonia y lo sabrás. Después de
eso, ya tú sabrás que hacer. Si te vas o te quedas.
El muchacho de la sudadera llevó a Enrique a otra habitación. El lugar estaba a reventar.
Había hombres y mujeres, niños y niñas; todos muy diferentes unos de otros. Parecían venir
de países distintos, pero todos hablaban español. Vestían pieles extrañas y algunos venían
disfrazados. Disfraces de El Rey León y Mickey Mouse. Una mujer del montón algo
robusta se le acercó a Enrique y le ofreció un bocadillo que rechazó con amabilidad.

—Comételo, güey, necesitas carbohidratos.

Enrique lo tomó sin siquiera voltear a verlo. Era un bocadillo pequeño, al tacto parecía un
panecillo de avena relleno de frijol dulce, pero cuando lo mordió se dio cuenta de que no
era ni lo uno ni lo otro. Era una empanada de mole con pollo. Quizá cerdo. Hacia tanto
tiempo que no probaba un trozo de carne, que ya no sabía diferenciar entre el pollo y el
cerdo. ¿Res?

—¿Qué es esto?

—Creo que es una empanada de mole con pollo, no sé.

Era tal el asombro que olvidó que tenía un ojo lastimado. El chico de la sudadera lo jaló del
brazo y lo llevó hasta el frente, donde parecía haber una tarima. En el centro había un
micrófono y más al fondo un corral de puercos. Después de la prohibición, el consumo de
cerdos y otros animales domésticos se vio tan disminuido que muchas de estas especies
desaparecieron, por lo que se le hacía muy extraño ver a tantos puercos reunidos. Pero no
sólo habían cerdos allí adentro, junto al corral, habían muchas jaulas pequeñas, todas ellas
de cristal. No alcanzaba a ver bien pues estaba oscuro, pero a juzgar por el sonido que
emanaba de las cajas, podía jurar que se trataba de un criadero de ratas.

El sonido de una batería le anunció que la fiesta estaba por comenzar. Un hombre delgado,
con las barbas muy largas, salió de entre las jaulas y todos aplaudieron al unísono. Llevaba
un abrigo de piel y un babero blanco encima. El hombre tomo el micrófono y dio un par de
vueltas más por la plataforma de madera, esperando a que el público guardara silencio. Era
un tipo adusto, tenía la mirada fría y a pesar de que no había pronunciado palabra alguna,
daba la sensación de saberlo casi todo.
—¡Muera el árbol de la vida! —Sentenció el hombre al coro del aplauso y la rechifla.
Muera el árbol, muera el árbol, recitaban los asistentes. Basto con que el hombre dijera esas
palabras para que la concurrencia se incendiara.

—Muera el árbol y muera la vida, esa vida que ya no es vida. La vida que nos arrebataron
el día que decidieron vivir por siempre. Compañeros Antropocentristas, hermanos Kurowai,
jóvenes carnívoros, el día ha llegado. Hemos estado esperando esta oportunidad para poder
salir a las calles, para poder regresar a nuestras vidas. No es por la carne, es por la vida. No
es por la carne, es por la libertad. No es por la carne, es por nosotros. Es por la vida que
estamos aquí, es por la vida que defendemos la muerte. ¡Digamos no al movimiento para la
extinción voluntaria!

—¡NOOOOOO!

—¡Digamos no al gobierno mundial, que tiene savia por sangre en las venas!

—¡No a la desaparición del hombre!

—¡NOOOOOO!

—¡Digamos sí a la carne! ¡Sí a la utopía sangrante!

—¡SÍÍÍÍÍÍ!

—Que la sangre de estos cerdos sirva de ofrenda, que la sangre de estas ratas sean el sello
de un compromiso que no hemos de incumplir. Que la muerte de estos animales sirva de
ejemplo en el futuro. Que no es por su dolor por lo que debimos haber luchado sino por su
cosificación.

En pleno bullicio, el hombre del micrófono sacó de una de las jaulas una rata gorda y negra,
la puso entre sus manos y la levantó en dirección al cielo. Pronunció unas palabras
incomprensibles y la degolló con solemnidad. El corte fue hecho con tal exactitud que la
rata murió instantáneamente. Sin dolor, sin salpicaduras. Cerró los ojos mientras colocaba
sus manos sobre su pecho. Movía los labios con rapidez, como si estuviera rezando el
rosario. No sabía porque, pero Enrique se sentía liberado.
—Compañeros, la lucha ha sido larga y penosa, hemos soportado infinidad de
humillaciones, pero después de tantos años de estar en las profundidades, podemos decir
¡ya basta! Hemos comprobado que la espera es otra forma de la revolución y que el
sufrimiento del animal es relativo, más bien, acomodaticio. ¿Acaso se tentaron el corazón
cuando desapareció el toro de lidia? ¿Y los caballos de carreras? Su mensaje fue claro: para
no sufrir hay que desaparecer. Es preferible la extinción al dolor inevitable. ¡Suicidas! Eso
es lo que son. Pero su cárcel está cerca y son ellos mismos quienes la han construido.

A los manifestantes les fue entregada una rata, acompañada de una punta o un desarmador.
A Enrique le tocó un picahielos. Tenía la rata en la mano izquierda, rebosante y para su
sorpresa, muy dócil. El viejo de la tarima levantó las manos en señal de inicio. Ninguno de
los ahí presentes daba muestras de nerviosismo. Por el contrario, cuando el patrono alzó las
manos, todos, incluido Enrique, asestaron a la rata.

Enardecidos por la vivacidad del momento, los insurrectos levantaron las manos. La sangre
les escurría por el antebrazo, en una especie de bautismo sanguinolento. Algunos, los más
extasiados, empuñaron al roedor por sobre la cabeza y con la presión de sus manos se
rociaron de aquel liquido purificador. Entretanto, Enrique permanecía inmóvil, en una
especie de trance introspectivo. Rememoraba lo acontecido y lo que estuviese por
acontecer. Como muchos dicen: vio pasar la vida frente a sus ojos. Le asustaba pensar en la
muerte, pero sí de algo estaba seguro es de que todas las muertes posibles, prefería la
natural: la de la vida.

—¡Larga vida a la muerte! —clamaba el anciano desde la tarima, secundado por los
bautizados.

El líder de la insurrección estaba por continuar su discurso cuando una detonación lo acalló.
El frente de seguridad no supo ni de dónde vino el disparo. La multitud se disolvió,
buscaban la salida más próxima, pero estaban rodeados. Eran oficiales del Comité de
Vigilancia, quienes en nombre del progreso humano, venían hoy por ellos. En plena víspera
del apocalipsis, el Comité de Vigilancia se tomaba la molestía de exterminar al último jirón
de carniceros.
La balacera se soltó y Enrique sólo alcanzó a tirarse al piso. Algunos intentaron defenderse
pero fue en vano, ninguno de los presentes, salvo las puntas que les habían sido entregadas,
estaban armados. La gran mayoría sucumbió al plomo de los oficiales. Sólo Enrique, quien
de reojo había sido testigo de la matazón, y otro par de insurrectos quedaron de pie. Tirados
en el piso, los rebeldes parecían menos que cuando estaban de pie. Ratas y zapatos regados
en el piso, camuflados apenas por el cardumen de sangre.

Enrique y el resto de los insurrectos fueron trasladados un centro de máxima seguridad al


norte de la ciudad de México. En el trayecto al reclusorio, fueron torturados por la policía
del Comité. Uno de los insurgentes quiso sublevarse, pero sólo logró ser castigado. El
oficial al mando lo tomó del brazo y con una de sus navajas le cercenó el meñique, dedo
que después le obligo a comerse.

—Así que te gusta comer carne, pues a ver a qué te sabe esto, ¡cabrón! —Le dijo, mientras
le introducía el pedazo de carne en la boca—. Pinches asesinos, pero de esta ya nadie los
salva.

Enrique intentó ayudar a su compañero, pero fue detenido al instante. Uno de los oficiales
lo noqueó con la culata de su escopeta. Cuando despertó ya estaban en Camponorte, el
centro de rehabilitación que el gobierno había construido para los que decidieran revelarse
a los estatutos del orden animalista. Era un edifico amplio y gris, como todas las prisiones.
La humanidad se encontraba en el punto más alto de la evolución pero los penales seguían
siendo los mimos.

El sol estaba saliendo y el reclusorio parecía vació. La entrada carecía de vigilancia, ni


siquiera las cámaras parecían funcionar. Sólo hubo que atravesar un portón larguísimo que
se activó a distancia para poder entrar. Al interior la arquitectura no era muy distinta, una
extensión más del concreto monocromático. A lo lejos se alcanzaban a ver un par de
árboles y unas canchas de basquetbol. En el centro se localizaba el edificio principal, un
rectángulo escueto rodeado de torres adoquinadas.

Los oficiales del comité se detuvieron frente a la puerta del edificio central e hicieron
descender a los detenidos del convoy. Los bajaron a coces y puntapiés. Ni siquiera se
tomaron la molestía de llevarlos hasta su celda, sólo los arrojaron al interior del presidio y
se fueron. El rechinar de las llantas sólo podía significar una cosa, la transmigración no
tardaría en comenzar.

Enrique y sus compañeros fueron recibidos por los convictos, quienes de inmediato
auxiliaron al joven del dedo amputado. Pese a lo que podía esperarse, el penal contaba con
instalaciones de buena calidad. Era un lugar limpio y bien iluminado. Las celdas
permanecían abiertas y uno podía deambular libremente por todo el edifico. No eran
muchos los reos y todos parecían muy amables.

Después de presentarse y haber detallado los pormenores de su captura, a Enrique y los


demás insurgentes les fue asignada una celda. A Enrique le tocó la celda 72 del módulo
tercero. —De manera que esta será mi nueva habitación— se dijo. El cuarto era amplio,
contaba con una litera, una silla y un baño propio. No había nada con que entretenerse,
salvo una biblioteca que los reos habían conformado en el módulo catorce. Por la comida
no tenía de que preocuparse, eran tantos los suministros que probablemente moriría antes
de que estos se terminasen. No volvería a comer carne, pero al menos tenía de que
alimentarse.

La habitación además del baño propio y la litera tenía una ventana con vista al patio. Una
ventana pequeña con una malla de acero, por la que entraba la luz de la mañana. La luz
penetraba los resquicios del tejido metálico hasta estrellarse en el piso de cemento, a unos
centímetros de los pies de Enrique. Cortaba el aire con delicadeza, acompañada de cal y
células muertas. Era imposible no verla. Era imposible no sucumbir ante ella.

Enrique rozó la estela luminosa con la punta de sus dedos. La acariciaba con suavidad y
ella le correspondía, como una doble caricia, como si al acariciarla se estuviese acariciando
a sí mismo. Pensó en la fragilidad de la vida. Pensó en el tiempo y pensó en el por qué las
personas se preocupan tanto por el cómo está el clima y no por el cómo está la luz del día.
Pero sobre todo pensó en la muerte, es decir, pensó en el futuro. Caminó hasta llegar a la
ventana y enfiló la mirada a lo que él suponía era el oriente. Allí, a dónde su vista no
llegaba, pero sí sus pensamientos, estarían muriendo sus conciudadanos. O mejor dicho, sus
congéneres. Estarían muriendo para poder vivir siempre. Seguramente ya habría
comenzado la transmigración y mientras la luz de la mañana entraba por la ventana de la
celda 72, ellos eran succionados por el árbol de la vida. Y esta luz, la misma luz que ahora
iluminaba sus mejillas, les daría lo que siempre quisieron: la posibilidad de vivir por
siempre.

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